TEORÍA POLÍTICA Y PRÁCTICA POLÍTICA EN PLATÓN     parte segunda

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Armando R. Poratti

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PARTE SEGUNDA

Una naturaleza filosófica

Los regímenes políticos

El problema de la decadencia política

El estamento productivo

La ciudad como idea

Política, ética y episteme

La reflexión política en algunos diálogos platónicos

Notas

 

PARTE PRIMERA

El Lógos como condición existencial de la Pólis

La lógica socrática

El periplo platónico

La construcción política platónica: la problemática de la justicia

Génesis y esencia de la ciudad

El estamento de los guardianes

Los fundamentos éticos de la República: la teoría de las virtudes

 

 


Una
naturaleza filosófica
El filósofo, constituido por un elemento de amor y deseo (phileîn), pretende, como todo amante, poseer la totalidad de su objeto, la sabiduría. Pero también la curiosidad del amante de espectáculos (recuérdese la importancia que da Platón a la teatrocracia) parece afán de aprendizaje, y se corre el riesgo de confundirlos. El discrimen exige determinar qué es la verdad que busca el filósofo, y para ello hay que introducir abruptamente la doctrina de las Ideas (475e-476a).
La política platónica tiene que hacer explícita al fin su base metafísica. El diálogo se orienta de aquí en más hacia la salida de la caverna. Sin embargo, aunque se nos indicará la dirección, no alcanzaremos a salir: como se verá, esto sería un trabajo de muchos años. Pero hay que suponer que los interlocutores algo han oído de boca de Sócrates, y pueden acordar las bases de la teoría.
Cada idea es de por sí una unidad. Pero por la comunidad con acciones (práxeis), con cuerpos (sómata) y entre ellas mismas, la idea aparece como una multiplicidad de cosas sensibles que se muestran por todas partes 31. Los amantes de espectáculos y los hombres activos pero sin conocimiento aman todo aquello con lo que lo bello entra en relación, pero sólo el filósofo percibe y ama la naturaleza de lo Bello en sí. Y en eso consiste la diferencia entre conocimiento y opinión. El
conocimiento pleno conoce ‘lo que es’ en sentido fuerte, ‘lo que es plenamente’ (pantelôs ón) y es absolutamente cognoscible porque su modo de ser es inmutable y racional. La ignorancia (ágnoia, i-gnorancia, no-conocimiento) no es el error acerca del ser, sino el modo paradójico de ‘aprehender’ lo inaprehensible por inexistente, el no ser. Si existe algo intermedio entre el ser y el no ser, el modo de conocerlo será también intermedio entre conocimiento e ignorancia: será la opinión (dóxa), que no es una deficiencia del conocimiento sino una capacidad distinta, dirigida a otro ámbito ontológico. La opinión no es infalible, como el conocimento, porque es su objeto el que siempre puede cambiar y volverse otro, y al cambiar la vuelve falsa. El que sólo admite la multiplicidad de cosas bellas, “amante de espectáculos que de ningún modo tolera que se le diga que existe lo Bello único, lo Justo, etc.” (479a), tiene que admitir que las cosas sensibles bellas y justas pueden presentarse feas e injustas bajo cierto punto de vista, las cantidades dobles como la mitad, etc. Las cosas sensibles se revelan como cosas que son y no son, y corresponden entonces al objeto de la dóxa, y el personaje que se atiene a ellas no es filósofo sino ‘filodoxo’.
Sólo sobre esta base puede caracterizarse al gobernante, hasta aquí apenas esbozado como jefe militar, y que ahora se revela como aquél que está constituido por el conocimiento de la verdad. El comienzo del libro VI hace girar el sentido de la expresión “guardianes”, redefiniendo las cualidades éticas o caracterológicas en función de la capacidad ontológica. La ‘buena vista’ perruna para velar por las leyes se conecta con el conocimiento del ser inmutable y con la posesión en el alma del modelo a partir del cual se intentará establecer o conservar en el mundo las normas de lo bello, justo y bueno. En contraste (487b ss.), la maldad o inutilidad de los hoy llamados filósofos es ampliamente reconocida.
Las páginas que describen la situación de la filosofía en las ciudades (aunque todos los regímenes están comprendidos, las referencias son claramente a la democracia ateniense) dejan transparentarse las pasiones, los prejuicios y aún los resentimientos de Platón. El patrón de la ‘nave del estado’ (el dêmos ateniense), no muy lúcido e ignorante de la navegación, entrega el barco a aduladores, provocando desórdenes y aún su propio sometimiento, sin que nadie reconozca que la navegación es un arte. El verdadero piloto pasa por un inútil contemplador de estrellas. Con soberbia, este verdadero piloto (Platón, hay que suponer) se negará a suplicar a quienes lo necesitan. Ellos deberían, a la inversa, suplicarle a él.
La causa por la que la naturaleza filosófica, presentada como la rara suma de las buenas condiciones morales e intelectuales, se pervierte casi necesariamente, está en el régimen político, de acuerdo al principio de que todo germen sufrirá más las malas condiciones cuanto más vigoroso sea (ningún mediocre se vuelve realmente malo). El proceso es potenciado por los bienes exteriores. Los más conspicuos discípulos de Sócrates –Critias, el peor hombre de la oligarquía, y Alcibíades, el peor hombre de la democracia- estaban en el caso. La silueta del segundo, sin mención de nombre, protagoniza el drama paidético que se va a esbozar, relacionado con el destino de Sócrates. Es la paideia la que puede convertir a la mejor naturaleza en auténticamente malvada. Pero la paideia no es la “instrucción”, esto es, la enseñanza de los sofistas, sino el ejercicio comunitario de la opinión. Y la polis, ‘caída’ en su configuración democrática, tiene el rostro de la multitud (plêthos) que aprueba y desaprueba a los gritos en la asamblea, en los tribunales, teatros y campamentos. No hay “educación privada” que salve al individuo del verdadero sofista corruptor, que no es otro que la multitud misma. Y “al que no pueden convencer lo castigan con privación de derechos políticos, multas y pena de muerte” (492d). La sabiduría del sofista es sólo una larga observación de los movimientos, gustos y reacciones del “animal grande”, la bestia popular, y enseña a adaptarse a sus instintos llamando “bueno” y “malo” a lo que le gusta o la irrita tanto en el arte como en la política.
El texto transforma la incapacidad popular, compartida con el sofista, de acceder a lo ontológicamente verdadero, en una hostilidad activa hacia la filosofía. El vulgo ha de tratar de corromper a la naturaleza filosófica “por la persuasión o por la fuerza”. Por la persuasión, halagando al joven para ponerlo a su servicio y excitando sus ambiciones. Y si tropieza con aquel cuya enseñanza podría dirigir en buen sentido sus cualidades, la violencia se ejercerá sobre éste, en su vida privada o llevándolo a juicio: en un juego de planos, el personaje Sócrates recuerda y justifica su relación con Alcibíades y menciona su propia muerte. La filosofía, prestigiosa y desamparada, queda en manos de hombres de naturaleza inferior, puesta en relación con la deformación del alma a partir del trabajo manual. Sólo las circunstancias que, como el exilio y las enfermedades, alejan al filósofo de lo público y político, pueden salvarlo de la perversión. Pero entonces se vuelve “inútil”: el texto ya ha asumido una equivalencia filósofo = dirigente político, y no se está hablando de ningún tipo de intelectual. La

casi imposibilidad de que un filósofo acceda al poder (‘al menos uno en el curso infinito del tiempo pasado, u hoy entre los bárbaros, o en el futuro’, 499d) no debería ser tomada muy al pie de la letra. La autosatisfecha reflexión acerca de los filósofos hoy inútiles y la posible conversión de algún gobernante o de su hijo (499bc) refleja largas páginas de la novela de Platón, algunas todavía por llenarse en el momento en que escribe estas frases.
Platón propone una política eidética frente a toda política empírica. El filósofo, conocedor de las ideas, las imita y “en cuanto convive con lo que es divino y ordenado se vuelve él mismo ordenado y divino, en la medida en que esto es posible al hombre” (500cd). Y si es ‘forzado’ a ello, extenderá esta formación a las costumbres públicas y privadas de los hombres. Hasta la multitud sería capaz de aceptar y apreciar al verdadero filósofo si logra reconocer en él a ese pintor que copia el modelo divino. Para ello, el político partirá de una tabla previamente limpiada32, y contemplando lo Justo por naturaleza, lo
Bello, lo Temperante, y luego sus efectos en lo humano, producirá una organización y una imagen del hombre en la que llegaría a resplandecer, según las expresiones homéricas, algo que lo haga “semejante a un dios”.
La metafísica de las Ideas sanciona la falta de verdad de lo presente y hace depender su realidad misma del grado de participación que tenga en lo verdaderamente real, es decir, de la participación de las cosas sensibles en las ideas correspondientes. En ese horizonte, el mundo inmediato y sus cosas resultan constitutivamente deficientes justamente porque son proyectados contra la plenitud de la Idea. Esa plenitud, siempre ausente, consagra la deficiencia de las cosas. Pero también la tensiona, y hace que el ser imperfecto de las cosas se convierta en una búsqueda permanente de su propio ser. De este modo las cosas ‘desean’, ‘aspiran’ a su Idea, aunque necesariamente fracasen en el intento de aproximársele33. En el ámbito humano, esta tensión se vuelve consciente y debe ser el motor de la acción. La moral y la política son una activa puesta en obra del movimiento que cumple la realidad en su conjunto, la ‘participación’ de lo sensible en lo eidético. Pero en términos políticos esto supone negar todo valor a la espontaneidad social y comunitaria. El movimiento sólo puede venir ‘de arriba’, mediado por el alma filosófica del gobernante, capaz de conocer el modelo y copiarlo en lo sensible.
El núcleo metafísico de la política platónica está expuesto en los libros VI-VII de Rep., que constituyen a la vez el manifiesto y el programa de estudios ideal de la Academia 34. Toda areté tiene un fin, un bien a realizar, que en último término presupone un bien propio del hombre como tal, un bien humano. Esto está en la base de la interrogación socrática por las ‘virtudes’ ético-políticas: la respuesta a la pregunta por la areté como tal ha de dar cuenta de lo que la Apología de Sócrates llama “la areté humana y política” (20b), a la que apuntan temáticamente los diálogos socráticos aún si se preguntan por aspectos parciales. Esto es justamente lo que el texto de Rep. se ha propuesto encontrar, pero (504ab, cf. 435d) la aproximación hecha a las virtudes ético-políticas es descalificada como provisoria a pesar de la satisfacción de los interlocutores. El gobernante deberá conocerlas con todo rigor. Pero el conocimiento de ellas no es el “estudio superior”, porque esas virtudes mismas no son lo mayor. El presupuesto platónico básico, del que pende todo su proyecto de recuperación de la Ciudad, es la estructura inteligible de la realidad. El bien humano supremo está basado en el Bien en sí, en el Bien como tal, y su realización pende del conocimiento que de ello tenga el gobernante (cf. 506a). El fundamento de la realidad como tal es a la vez el fundamento del edificio político.
Este fundamento último, que Rep. llama el Bien, es por de pronto algo que puede ser conocido, es el objeto del supremo máthema (ejercicio cognoscitivo) del filósofo (504e). Por ello mismo el texto no podría pasar a exponerlo sin más: ni los interlocutores de Sócrates ni los lectores están preparados. Más adelante se indicará la larga preparación intelectual y personal que nos pondría a sus puertas. El mismo personaje Sócrates va a insistir en lo imprescindible del conocimiento del Bien pero eludirá una exposición acerca de él, ni siquiera aproximada, como la que se dio de las virtudes35.
Pero la fundamentación de su política obliga a Platón a dar al menos algún esquema o presentación sensible de las líneas mayores de su ontología y su metafísica madura. Tres célebres textos –el Sol, la Línea y la Caverna- constituyen ese dibujo, único en su obra36. Por supuesto, apenas podemos indicar aquí su contenido y los problemas metafísicos que plantean. El Sol traza una suerte de mapa de la realidad e indica la relación de la psykhé con sus distintos niveles y con el Bien. La Línea presenta las operaciones mentales con que el alma recorre esos distintos niveles de la realidad. La Caverna, por último, convierte ese recorrido en el drama de la paideia política.
Sócrates, que se ha declarado enfáticamente incapaz de hablar del Bien, ofrece hablar de su vástago, el Sol. A partir de la doctrina de las Ideas se traza una neta división ontológica: las cosas sensibles son vistas pero no pensadas, las ideas pensadas pero no vistas (507bc, cf. Fedón 79a). La vista, a diferencia del oído y los otros sentidos, requiere un nexo entre ella y sus objetos: la luz, cuya fuente es el Sol, mencionado como uno de los “dioses en el cielo”. La vista misma es un fluido luminoso, dispensado por el sol y generado en el ojo, el cual resulta “como un sol” entre los órganos de los sentidos. El sol es, en este sentido, causa directa de la vista, y además puede ser visto por ella.
El sol es “hijo” del Bien y su análogo: el ámbito de lo sensible se fundamenta en lo inteligible y lo reproduce a su modo. La psykhé, análogo del ojo, puede volverse hacia lo que deviene y tener sólo opinión, así como en lo sensible la vista ve débilmente a la luz de la luna o de una lámpara. Pero cuando mira hacia las ‘cosas’ pensables (nooúmena, es decir las ideas), tiene noûs (captación inmediata de lo pensable). El Bien ocupa en lo pensable el lugar del Sol, y su “luz”, que ilumina las cosas-pensables, consiste en la verdad (alétheia) y el ser (tò ón): les confiere el ser y las des-oculta en esa luz. Con respecto al alma, el Bien es causa del conocimiento y la verdad, y él mismo cognoscible y visible al ojo del alma. Ahora bien, así como el sol es fuente de la luz, pero no es la luz, el Bien es distinto y superior al conocimiento, el ser y la verdad. El texto pone al sol en los límites ontológicos del devenir (es eterno, y como tal se lo ha llamado ‘dios visible’), y correlativamente el Bien queda en los límites del ser. Más aún, no tiene el ‘ser’ (ousía) propio de las ideas, sino que se lo declara ‘más allá del ser’ (epékeina tês ousías) en dignidad y potencia. Esto podría ser leido como una plenitud tal que se confunde con lo inefable y la nada, y Platón estaría entreabriendo la puerta peligrosa que da al camino del místico37. Pero no es el caso. El Bien –sobre cuya sublimidad los personajes hacen un comentario anticlimático 38, es cognoscible, es un máthema, y como enseña o impone la parábola de la Caverna, debe ser conocido para volver a ordenar esta vida.
El paradigma de la línea y la alegoría de la caverna
Por eso puede trazarse el itinerario que lleva a él, aunque todavía no estemos en condiciones de conocerlo. La Línea es un texto gnoseológico o epistemológico, que indica una trayectoria de actitudes mentales y disciplinas que la psykhé recorre a lo largo de su ascenso por la jerarquía ontológica expuesta en el Sol. La Línea no constituye una alegoría, ni siquiera un esquema como el del sol, sino sólo un diagrama, como el que podría trazar Sócrates en la arena con el dedo. Se trata de una línea dividida en dos secciones desiguales, que vuelven a dividirse a su vez en dos según la misma proporción. En cada caso la sección superior y la inferior y más pequeña funcionan respectivamente como original e imagen. La división mayor corresponde a lo visible y lo pensable, los que desde el punto de vista de la actitud mental hacia ellos son lo opinable y lo cognoscible. En la sección inferior de lo visible están las copias o imágenes (eikónes) de las cosas sensibles: sombras, reflejos en el agua, etc. A ellas les corresponde, como actitud mental, la eikasía, palabra intraducible, que podría ser ‘conjetura’ o ‘imaginación’, en el sentido de conjeturar o imaginarse que algo es así. En correspondencia con los otros textos, hay que suponer que esos reflejos y sombras incluirían además las opiniones morales y políticas tal como circulan en la máxima acriticidad (= sombras de la caverna). El nivel superior de lo visible lo ocupan las cosas sensibles, a las cuales corresponde como actitud mental la pístis, ‘creencia’ o ‘fe’, palabras que nosotros reservamos para lo que no vemos ni conocemos pero aceptamos; aquí en cambio vale para lo que vemos, porque justamente de lo sensible no hay conocimiento. Es la ‘sana creencia’ en las cosas y –puede añadirse- las opiniones correctas, sin fundamentación filosófica, acerca de la moral y la política, tal como llegaría a tenerlas el guardián educado.
El texto sobre la sección de lo pensable es de interpretación compleja, pero es admisible que la sección inferior corresponda a las entidades matemáticas, y la superior a las Ideas. La operación correspondiente a las primeras es el pensamiento discursivo (diánoia), y a las segundas el conocimiento intelectual intuitivo (noûs o nóesis). El pensamiento matemático va desde las hipótesis (= sub-puestos) hacia las conclusiones, ayudándose con imágenes (modelos y diagramas), aunque sepa que no discurre acerca de ellas sino de las realidades inteligibles que representan. La crítica de Platón es que los matemáticos no toman las hipótesis como tales, sino como principios y puntos de partida absolutos por detrás de los cuales no habría nada. Esta falsa fundamentación descalifica al procedimiento matemático como verdadero conocimiento (cf. 533d). En la sección superior, en cambio, la mente, si bien parte de esos supuestos, los reconoce como tales y los usa como apoyo para hacer su camino, a través de las ideas y sin recurrir a imágenes, hacia un ‘principio no-supuesto’: el Bien en su función de fundamento epistemológico último. Habiendo aprehendido este principio incondicionado, puede descenderse de Idea en Idea, fundamentando ahora realmente el conocimiento, inclusive el conocimiento matemático. Este esquema estará a la base del curriculum de estudios del gobernante.
Sigue la celebérrima alegoría en que los ámbitos de lo visible y lo pensable son comparados con el interior y el exterior de una caverna habitada, uno de cuyos moradores es obligado a abandonarla. El enfoque es paidético (514a la refiere explícitamente a ‘nuestra naturaleza’ en relación a su educación o falta de educación) pero también ético-político, y podríamos decir ‘existencial’. El texto presenta la imagen de una caverna en cuyo fondo hay hombres encadenados desde niños de modo que sólo puedan mirar hacia la pared. A cierta distancia y más arriba hay un fuego, y por delante de él circulan hombres que llevan sobre sus cabezas figuras de piedra y madera; un muro oculta a los hombres, y los prisioneros verán las sombras de estas cosas y oirán el eco de las voces, y les parecerá que esto es la realidad. Uno de ellos es soltado y obligado a ascender, operación dolorosa a la que se resiste. Llegado al nivel del fuego, sufriría por su resplandor y no podría reconocer lo que ve allí ni creer que eso es más real que las sombras del fondo. Peor todavía si se lo hiciera subir por el sendero empinado y difícil que lleva a la salida y se lo expusiera a la luz del sol y a la vista de las cosas: tendría que comenzar mirando sombras y reflejos, luego las cosas mismas, y el cielo nocturno antes de poder, finalmente, mirar al sol. Si lo logra, podrá advertir que el sol es causa de las estaciones y las cosas visibles, y ‘en cierto modo’ también de las que se veían en la caverna. Por supuesto, se sentiría mucho más dichoso que en su encierro, se compadecería de sus antiguos compañeros, y despreciaría la ciencia de distinguir, recordar o predecir sombras y los honores que se reciben por ello, pues hay una ciencia y un prestigio cavernarios. Por último, las dramáticas alternativas del retorno: vuelto a su antiguo lugar no distinguiría nada, sus compañeros se burlarían y supondrían que arriba se ha estropeado la vista, y si tratara de desatarlos y hacerlos subir, lo matarían.
Platón mismo se encarga de interpretar la alegoría. El ámbito de la caverna corresponde a lo visible, y el fuego representa el sol; el exterior a lo pensable, y el sol al Bien. Se hace explícito que las sombras y las figuritas que las proyectan tienen que ver con la justicia ciega de la polis. Pero el movimiento de la alegoría representa a la paideia. El significado del relato es que la psykhé tiene en sí la capacidad de aprender y el instrumento para ello, y el movimiento del prisionero es la conversión total de la psykhé hacia lo-que-es (tò ón) 39. La paideia es el ‘arte’ (tékhne) de esta conversión: no consiste en poner la vista en un ojo ciego (un depósito de conocimientos o habilidades, como supuestamente procedería la sofística), sino en hacerlo mirar hacia donde debe. Por otra parte, se ponen las condiciones de la política eidética: no pueden gobernar quienes no han hecho el camino hacia arriba, pero quienes lo hacen querrían permanecer allí “como si ya estuvieran en las Islas de los Bienaventurados”. En la Ciudad que se está fundando los mejores serán obligados a emprender el camino hacia el Bien, y luego a volver a la caverna y aceptar sus trabajos y recompensas, sin que esto suponga actuar injustamente con ellos. La responsabilidad político-social del filósofo se desprende de su formación por la Ciudad (cf. 520a ss.). Por lo tanto bajarán por turno, y una vez habituados podrán reconocer mejor las imágenes habiendo conocido los modelos. Lo harán de buen grado, aunque preferirían no descender porque conocen un modo de vida mejor que el del poder: el mejor gobernante es eere serlo.
Una segunda explicitación, “técnica”40, de la alegoría de la Caverna, desarrolla el curriculum de estudios del gobernante-académico, esto es, los pasos por los que el alma se convierte desde el devenir hacia lo que realmente es. Para ello sirve la matemática. El curriculum comprende aritmética, geometría, geometría sólida o estereometría (en pañales, apunta Platón, y la polis debería hacerse cargo de ella), astronomía y armonía (que curiosamente no tienen como objeto los astros y los sonidos sino sus relaciones abstractas, de las que la bóveda celeste es una mera copia empírica). Por último se anuncia la dialéctica, ciencia cuyo cometido es ‘dar razón’ (didónai lógon) del ‘ser’ (ousía) de cada cosa, y que culmina en el conocimiento adecuado de la Idea del Bien.
Los plazos del curriculum pueden consolar a cualquier estudiante contemporáneo. Seleccionados los posibles guardianes (entre otros métodos, por la reacción de los niños llevados a la batalla para que ‘gusten la sangre’), y tras los estudios primarios, tienen dos o tres años de ejercicios gimnásticos en que el cansancio y el sueño no permiten otra cosa, después de los cuales, a los 20, se tiene una visión de conjunto de las enseñanzas recibidas hasta allí y de la conexión entre ellas y la ‘naturaleza del ser’. A los 30 años se produce una segunda selección delicadísima, la de ver si los candidatos tienen capacidad dialéctica, probando si pueden elevarse sin los sentidos y por la sola fuerza de la verdad hasta ‘el ser mismo’ (autò tò ón). A la dialéctica se le dedica el doble de tiempo que a la gimnasia, unos cinco años. Luego volverán a la caverna, harán la guerra y las demás ocupaciones de jóvenes y adquirirán experiencia mientras se sigue vigilando su firmeza unos quince años más. Sólo a los 50 los que se destacaron en todos los aspectos llegan a contemplar el Bien, y luego, con ese modelo, se hacen cargo del deber de gobernar por turno, dedicándose la mayor parte del tiempo a la filosofía, y formarán a quienes los sucedan. Estos “perfectos gobernantes y gobernantas” irán al morir a las Islas de los Bienaventurados, tendrán monumentos y sacrificios públicos, y si Apolo lo autoriza serán divinizados. No podemos dejar de notar nuevamente la ironía del pasaje.
El libro VIII retoma el hilo abandonado. Tras la frase enigmática de que todavía podría hablarse de una ciudad y un hombre mejores que los descriptos, se enumeran las formas políticas defectuosas como una serie que decae a partir de la ciudad propuesta, junto con los tipos de hombre que se deducen de la correspondencia entre formas políticas y caracteres. La comparación de estos caracteres, en especial los extremos, permitirá responder la pregunta inicial acerca de la felicidad que son capaces de aportar la justicia y la injusticia.
Platón encuentra en la sofística y en Heródoto la teoría de las formas constitucionales y su valor respectivo, y va a aportar a ella la idea de una degeneración cíclica y regular de las constituciones y regímenes, regida por causas internas. Ese ciclo no debe ser pensado como histórico, sino como el entramado ideal que permite comprender los fenómenos. Por otra parte, hay un ‘descenso’ pero no un ascenso: el sentido del esquema que heredará la teoría política posterior se inscribe en el paradigma de la Edad de Oro, opuesto al paradigma del ‘progreso’ propio del optimismo ilustrado sofístico41. Pero en el caso de Platón, como vimos, no hay auténtica Edad de Oro. No hay ni un ascenso, al que seguiría el descenso correspondiente, ni un estado inicial perfecto: Platón sabe que tiene que tratar siempre con la materia de la decadencia.


Los
regímenes políticos
República describe el ciclo a partir de la monarquía o aristocracia –el modelo de ciudad propuesto- como el único régimen sano, a partir del cual los restantes son escalones descendentes hacia lo peor: la timocracia, régimen de una casta militar; la oligarquía, gobierno de los ricos; la democracia, dominada por el elemento popular y más pobre, y la tiranía. El esquema dinámico en el cual un régimen procede de la descomposición del anterior no es retomado en posteriores aproximaciones a la cuestión: el Político presenta una clasificación de las constituciones que cruza los criterios del número, la fortuna y el grado de libertad por un lado, y el grado de legalidad por el otro, lo que resulta en: realeza – tiranía; aristocracia – oligarquía; y democracia, con el mismo nombre para la forma legal y la ilegal. En Leyes III aparecen la monarquía y la democracia como formas puras y extremas, representadas por Persia y Atenas, cuya combinación en distintos grados dan lugar a las demás.
Pero en Rep. se pone en juego un motor y una lógica de los cambios. Platón ve con lucidez que la decadencia se origina en las élites. La ciudad estará a salvo mientras esté protegida del cambio, y todo cambio se origina en una disensión de la clase dirigente. Y sin embargo la alteración originaria de esta ciudad fundada y constituida para durar, pero construida en el
elemento del devenir, se producirá por una fractura en el cálculo de este devenir mismo. En efecto, Platón propone un complejísimo número, nunca totalmente interpretado, para calcular los períodos óptimos de las generaciones humanas. Ahora bien, los gobernantes a cargo de las prácticas eugenésicas calculan los momentos de fertilidad y esterilidad al parecer por métodos relativamente empíricos, y no se nos dice por qué, si Sócrates lo conoce, no les ha enseñado a ellos también el sublime número que rige las generaciones y cuya ignorancia hace que en algún momento nazcan “hijos no favorecidos por la naturaleza ni la fortuna” (546d) 42.
Los gobernantes de generaciones menos perfectas comenzarán subordinando la música a la gimnasia. La timocracia (timé = honor), primera forma imperfecta, corresponde a los regímenes ‘dorios’ de Esparta y Creta. Es un régimen con predominio de las características militares, pero el virus del afán de poseer, siempre latente, comienza su trabajo. Las clases superiores, aunque con una tendencia a mantenerse ‘virtuosas’, se repartirán tierras y casas y ‘protegerán’ a los otros elementos convirtiéndolos en esclavos. Los gobernantes militares anticipan ya al oligarca por su escondido amor al oro, que acumularán en secreto. El retrato del hombre correspondiente reproduce más o menos estos rasgos. Pero como se trata de tipos humanos que pueden darse en cualquier contexto político, Platón cuenta en cada caso su génesis individual en contextos cotidianos donde intervienen el desinterés del padre por la actividad pública, el resentimiento de la madre que se siente postergada, la influencia de sirvientes y vecinos, etc. Toda esta sección sobre la decadencia de los regímenes, y en especial el tratamiento de los caracteres correspondientes, son de una riqueza literaria, una capacidad de observación humana, social y política y un humor que, por supuesto, hay que encontrar en la lectura directa.
La ciudad timocrática se convierte en oligárquica cuando el afán de riquezas se sobrepone a la virtud guerrera. En la politeía oligárquica, basada en el censo, los pobres no participan en el poder. El cargo de piloto en la nave del estado se ofrece al más rico, con las consecuencias del caso. El segundo y gravísimo defecto es que no es una ciudad sino dos, la de los pobres y la de los ricos, cohabitando en mutua conspiración. El dilema de los dirigentes es que tendrán que armar a la plebe o bien armarse ellos mismos, ricos gordos y avaros. Desparece la división del trabajo y todo se vuelve alienable. El rico disipador, comparado a un zángano, llega a convertirse en lo peor: el ciudadano indigente. Algunos de los zánganos tienen aguijón, y son los que en la miseria se convierten en delincuentes. Estos zánganos, a diferencia del pueblo trabajador, se convertirán en una categoría política importante como catalizadores de las próximas revoluciones. El hombre correspondiente, hijo de un padre timocrático arruinado que en vez de honores recibe persecuciones, cambia el orgullo por la codicia; es ignorante, no gasta en obtener honores pero sí gasta impunemente lo ajeno si puede, aunque no carece de algunos buenos deseos y en general parecerá más decente de lo que es.
En un régimen donde la calificación la da la riqueza, se intentará acrecentar ésta y concentrarla en lo posible mediante la usura. Se genera así una masa de indigentes, deudores, resentidos y conspiradores que no deja de multiplicarse permanentemente. Los jóvenes ricos, ablandados de cuerpo y espíritu, se vuelven indolentes y débiles para resistir el placer y el dolor. Un pasaje memorable describe al pobre, flaco y curtido, que se encuentra en ocasiones de riesgo junto al rico gordo, pálido y fatigado, y que reunido con los suyos, se dicen entre sí “estos hombres son nuestros” (556cd). La chispa se enciende fácilmente con o sin ayuda de otras ciudades y los pobres victoriosos matan o destierran a los ricos, o comparten con algunos el poder, cuyo modo normal de ejercicio será el sorteo. Los principios de este modo de gobierno son la libertad de acción y expresión, y la licencia para elegir cualquier género de vida. La descripción de la democracia y el hombre democrático es especialmente brillante. Es una constitución “abigarrada”, como los mantos que les gustan a las mujeres y los niños. En ella conviven todas las formas y modelos de gobierno. Puede uno dedicarse o no a la cosa pública, a la paz o a la guerra, cuando se le antoje y aun en contra de los demás. Los condenados andan libres. La única condición para los cargos es declararse amigo del pueblo: es la igualdad “tanto para los iguales como para los desiguales”, la isonomía opuesta a la eunomía aristocrática (igualdad entre los de mérito proporcionado). El joven oligárquico, bajo la influencia paterna, tiene que atenerse, más por avaricia que por otra cosa, a la satisfacción de los deseos necesarios, hasta que se transforma –por un proceso que es largamente narrado, catalizado por los ‘zánganos’- en democrático, donde toda clase de deseos y pasiones, necesarios e innecesarios, buenos y malos, requieren ser satisfechos. De hecho son puestos en pie de igualdad y se trata de satisfacerlos a todos. La descripción magistral de esta isonomía interior se acerca casi a lo que llamaríamos una fragmentada personalidad postmoderna (561cd).
La tiranía proviene de la democracia por la misma exigencia de libertad sin límites, que borra toda jerarquía no sólo entre gobernantes y gobernados, viejos y jóvenes, esclavos, mujeres, etc., sino hasta con los animales. Los ‘zánganos’ son nuevamente responsables de que los ricos acorralados terminen defendiéndose, con lo cual se suscita el caudillo del pueblo, con las consecuencias que son de imaginar, y que terminan dándole el poder absoluto. El tirano primero se hace agradable, pero necesariamente será llevado a suprimir a los mejores, fortificar su guardia y rodearse de esclavos liberados, y por último someterá totalmente al pueblo, a quien convierte en esclavo de esclavos.
La génesis del hombre tiránico, al comienzo del libro IX, da lugar a otra de las páginas memorables de Platón. Los deseos, necesarios e innecesarios, han jugado hasta aquí papeles importantes, pero el hombre tiránico, el peor de los
hombres, nos introduce a un estrato más inquietante y más profundo: con él se reconoce la originariedad e irreductibilidad de la raíz deseante y ‘somática’, al detectarse deseos innecesarios e ilegítimos pero innatos. En una célebre anticipación freudiana, éstos aparecen, cuando los estratos ínfimos del alma están exasperado por el vino o la comida, para satisfacerse en el sueño, donde el alma “...no titubea en intentar en su imaginación acostarse con su madre, así como con cualquier otro de los hombres, dioses o fieras, o cometer el crimen que sea, o en no abstenerse de ningún alimento” (571cd). Por supuesto, Platón no es Freud, y se supone que el elemento racional podría regular aún el sueño y utilizarlo en su propia búsqueda de la verdad. Pero queda sentado que estos deseos “terribles, salvajes, fuera de toda norma” (572b) están presentes aún en los homres más moderados.
Este aspecto nocturno de lo instintivo define la tiranía. El hijo del hombre democrático es arrastrado como su padre por las compañías libertinas, pero con menos defensas, éstas logran implantar en él a Eros (un éros, un amor particular), al cual todos los deseos sirven y alimentan. La naturaleza tiránica de Eros, acompañada de furor y locura, hace al hombre enamorado, borracho, demente. La disipación conduce a toda clase de delitos. Los hombres tiránicos, en minoría, se convertirán en mercenarios o rateros. Si predominan harán tirano al más tiránico de ellos, que someterá y castigará a su ‘matria’, y hará real el carácter más perverso al realizar en la vigilia lo que sólo aparecía en los sueños. El largo teorema llega a su conclusión, y el hombre más infeliz no será sólo el de alma tiránica, sino el que efectivamente ejerce la tiranía. La estremecedora comparación con un amo de numerosos esclavos, llevado con su familia y sus siervos a un desierto donde nada lo protege de éstos, marca la condición de extrema esclavitud del tirano. La resolución de la disputa es fácil. Pero se añaden aún dos ‘demostraciones’ más. La segunda muestra que el filósofo puede experimentar y poner en el orden correspondiente desde el punto de vista de lo agradable, su propio placer, y los del ambicioso y codicioso. La tercera demostración, mediante un complejo análisis del placer, el dolor y el estado intermedio, muestra que el placer del sabio es el único puro. De hecho, el placer del hombre ‘monárquico’ con respecto al del ‘tiránico’ puede computarse, y resulta ser ¡729 veces más agradable!
La argumentación se cierra con una representación plástica del hombre y las partes de su alma mediante la combinación de un monstruo multiforme y cambiante, un león y un hombre cada vez más pequeños encerrados en un hombre mayor. La reiteración de su jerarquía y la función de la justicia sirven para sacar algunas de las consecuencias más reaccionarias: la ‘demostración’ de la inferioridad natural del trabajador manual y la conveniencia para ellos mismos de convertirse en esclavos del “hombre mejor y que tiene en sí mismo lo divino rector” (590cd).
El final del libro es uno de los cierres posibles del diálogo. El sabio cuyas virtudes se han cantado y que tiende en todo al perfeccionamiento de su alma se ocupará de los asuntos de ‘la ciudad de sí mismo’ pero no en los de su patria, a menos que se le presente un azar divino. La ciudad que hemos fundado está en las palabras, pero posiblemente en ninguna tierra. Tal vez haya un modelo en el cielo para quien quiere mirar y mirándolo quiera gobernarse (= fundarse o refundarse, katoikízein) a sí mismo. Poco importa que no exista o que exista algún día, este sabio sólo querría actuar en una ciudad así.
El libro X reitera, desde la altura ganada con la teoría del alma tripartita y la ontología de VI-VII, la cuestión de la poesía, capital para Platón. Por último se pasa a la afirmación de la inmortalidad del alma con un argumento según el cual cada cosa sólo puede ser destruida por su mal ‘natural’. Los vicios son el mal natural del alma -como la enfermedad de los cuerpos- y sin embargo no la destruyen. Si el alma no fuera inmortal, la injusticia la mataría. El argumento está en función del contenido del diálogo. La inmortalidad ha sido temáticamente tratada, con demostraciones diferentes, en Fedón, texto que vale la pena tener a la vista como punto de comparación. A diferencia de Sócrates, por lo menos del Sócrates de Apología (40c ss.), Platón parece creer en la vida del alma tras la muerte, aunque, como lo muestra el mismo Fedón, su demostración en sentido estricto es muy problemática. Casi podría decirse que es por un lado una apuesta a la realización, ‘allá’, del sentido que ‘aquí’ no se realiza, y por otro una exigencia moral, en un sentido distinto del kantiano, como lugar de mejoramiento o, en el límite, de castigo. Coherentemente, su mejor modo de exposición son los grandes mitos escatológicos que cierran varios diálogos (Gorgias, Fedón, Rep., y en otro sentido el mito del Fedro). En Rep. el mito cierra el tema central de la felicidad respectiva del justo y el injusto. Contra lo argumentado al principio, los hombres y sobre todo los dioses honran a uno y castigan al otro, pero esto no es nada en comparación con lo que les espera tras la muerte. El panfilio Er, hijo de Armenio, reenviado a la vida doce días después de su muerte en batalla, narra lo que vio en ese lapso. Sin entrar en detalles (el mito incluye un complejo modelo cosmológico), las almas son premiadas en el cielo o castigadas en el interior de la tierra diez veces el lapso de una vida, esto es, mil años, por cada crimen o acción meritoria, salvo los malvados incurables, en su mayoría tiranos, que son arrojados para siempre al Tártaro. Al cabo de sus viajes, estas almas escogen el tipo de vida que van a llevar en su reencarnación entre una enorme gama de modelos que incluye toda case de vidas humanas y animales. La elección, que luego es confirmada por las Parcas y la Necesidad, es de la entera responsabilidad del alma, y allí está el beneficio de la ciencia que pudo haber aprendido en la vida anterior para distinguir la felicidad falsa y verdadera. El mito, como el diálogo mismo, contrasta en este respecto con Fedón y demuestra que Platón no puede reducirse a un esquema lineal: en aquel diálogo la sabiduría sólo se obtenía tras la muerte. En Rep. se logra en esta vida y es base para la acción. Del mismo modo, el mito del Fed. está orientado hacia la vida en la muerte, y el de Rep. hacia la elección de una nueva vida.


El
problema de la decadencia política
Es usual referirse a la ciudad de Rep. como la ‘idea’ de polis. El mismo Platón la propone como un modelo. Lo que no suele verse es su carácter de proceso. Si provisoriamente lo aceptamos, nos vemos remitidos a la opinión de que en el transfondo griego, y sobre todo en Platón, todo proceso humano es decadencia, caída desde la Edad de Oro. La Edad de Oro aparece definida, en el mito, por la satisfacción inmediata de las necesidades. En Rep. esto, que en último término remitiría a la animalidad, ni siquiera se plantea. Los datos del problema son la satisfacción no inmediata de las necesidades biológicas, la necesidad del trabajo y el egoísmo. Pero ese egoísmo individualista básico, contenido dentro de límites ‘naturales’, da la inocente sobriedad de la Ciudad de los Cerdos, basada en el principio de la satisfacción de las necesidades económicas mínimas. Ésta es una comunidad simple, vegetariana, pacífica, desarmada, sin gobierno. La limitación de los deseos a la satisfacción de las necesidades elementales no permite ningún desarrollo ulterior ni permite responder a la cuestión de la justicia. Hay que levantar estos límites y suplantarla por la versión afiebrada de la ciudad gástrica que llamaríamos “Siracusa”, pensando que allí Platón habrá conocido el esplendor del banquete (Carta VII 326b), pero que para no confundir con este teatro de operaciones políticas reales llamaremos “Síbaris”. Este segundo modelo no se hace derivar del primero y da la impresión de un corte y un salto, pero en realidad no es sino su modificación, como exacerbación del lujo y lo inútil, en el mismo terreno de satisfacción de necesidades sensibles y sensuales. El egoísmo toma la forma del hedonismo, con la expansión de los deseos y de las posesiones en orden a su satisfacción: el sibarita, decíamos, se propone gozar, no acumular. La hinchazón consiguiente lleva a la necesidad de conquista y defensa, y por principio de división del trabajo, al ejército profesional. Síbaris es una comunidad compleja y refinada, con sus necesidades exacerbadas, militarizada aunque no esencialmente guerrera. No se habla de su gobierno, pero por lógica debería tener al frente una oligarquía de productores de bienes exportables y de comerciantes: Síbaris sería en realidad Venecia. Este modelo, perfectamente viable y empírico, es el de la ciudad de ricos mercaderes que se hacen defender por mercenarios o ejércitos propios a sueldo.
Pero con la aparición del ejército profesional se comienza a producir un proceso a contrapelo. Advirtamos el pasaje efectuado: Síbaris requirió un ejército. El soldado se desarrolló no del glotón, sino por y para el glotón, para servir a sus necesidades, pero se negó a ello, y pudo hacerlo tal vez porque Síbaris no es Venecia, no es una dura oligarquía que ejerce el poder desde lo económico, sino una ciudad de gozadores. Establecido el ejército, éste adopta un éthos militar estricto, se convierte en centro de la comunidad y la somete a una purga. Los guardianes mismos, por supuesto, están sometidos a un régimen rigurosamente ascético, que el texto, tácitamente, hace repercutir en los productores. Síbaris ha servido sólo como pasaje de la Ciudad de los Cerdos a la Ciudad de los Perros. El primer esbozo (libros II–V) de la supuesta ciudad ideal corresponde a esta ciudad de soldados trazada sobre el modelo espartano, centrada en su propia disciplina. Los gobernantes mismos comienzan siendo meros jefes.
Pero si el ejército ya no está al servicio de Síbaris, ¿cuál es su objetivo? Por supuesto, la purga no habrá sido tan drástica como para volver a la Ciudad de los Cerdos y hacerlo inútil. Y si la clase dirigente ya no tiene que satisfacer deseos innecesarios, su militarización se justifica sólo frente a la presión de masas internas esclavizadas43. Seguramente la Ciudad de los Perros hubiera evolucionado hacia este modelo –Esparta-, porque la originaria tendencia egoísta sigue tan vigente como al principio. Pero el éthos militar no ha sido adoptado sino impuesto, así sea mediante el modo no violento de la educación, y la purga de los elementos suntuarios es una consecuencia. La verdadera purga es la de las tendencias egoístas. El ejército, que es deducido de Síbaris, sufre, una vez establecido, una reorientación cuyo sentido y origen sólo se verá cuando los gobernantes sean caracterizados plenamente como filósofos.
El diálogo desarrolla un constante ejercicio de escamoteo en cuanto a la índole del proyecto. La Ciudad de los Perros, tal como es expuesta en el esbozo al parecer completo de II-V, es una organización militar sin objetivo, lógica y sociológicamente incoherente. Esto es así mientras la miremos como un dibujo estático. En realidad es un momento de un proceso de giro, de un movimiento hacia arriba que cumple a la inversa los pasos de la decadencia de la ciudad: Síbaris es una oligarquía que es salvada de ella misma por una timocracia, la cual a su vez no llega a constituirse porque es alzada por el gobierno filosófico. Cada paso corrige el anterior, y el giro es una refundación permanente. En un primer momento se propone sólo observar teóricamente, aunque en realidad se trata de una construcción sumamente artificial, el nacimiento de una ciudad, y el único elemento que se introduce explícitamente es el principio de la división del trabajo. Pero a partir de la introducción de los guardianes, Sócrates y los interlocutores comienzan a actuar abiertamente como fundadores y legisladores, y esto se acentuará a medida que avance el diálogo. También se irá acentuando la dificultad, si no imposibilidad, de la realización práctica de lo propuesto. La ciudad gástrica se da por sí sola. Pero ya la Ciudad de los Perros debe ser impuesta desde arriba. Y la verdad de todas ellas será la Ciudad de los Filósofos.


El
estamento productivo
Algunas cuestiones importantes como trabajo, propiedad privada, familia, están ligadas al destino de los productores, sobre los que, como vimos, el texto calla en gran medida. Pero el silencio del diálogo no es tan total como para no dejar pasar indicaciones sugestivas. Hay que suponer que en el salto entre la Ciudad de los Cerdos con sus sencillos campesinos, y Síbaris, ha surgido una clase poseedora ociosa, y que la producción está a cargo no de los refinados gozadores sino de quienes los sirven. En la Ciudad de los Perros esta clase ociosa, por lógica, no podría subsistir. Pero hay una indicación positiva: en 421d-422a se dice que los guardianes deben impedir en los productores tanto la pobreza como la riqueza, fuentes de haraganería, resentimientos y desorden político. Los productores, pues, son mantenidos dentro de ciertos límites modestos. La mención de la riqueza indica que las condiciones de posibilidad de Síbaris no se habrían suprimido, sino solamente que se las contiene para que no se desarrollen. La última indicación corresponde al nivel de la Ciudad de los Filósofos: la inferioridad natural de los trabajadores manuales hace conveniente para ellos mismos obedecer como esclavos al ‘hombre mejor en quien rige la parte divina’. La expresión, que anticipa los célebres desarrollos de la Política aristotélica, alude a una esclavitud ontológica, y no debe ser tomada literalmente: la esclavitud efectiva de los productores, como en Esparta, sólo se da con el pasaje al régimen timocrático (547bc), pero vale como indicación de que, con cada paso ascendente que da el modelo de ciudad, esta clase es corrida correlativamente un grado más abajo.
La clase productora es el ámbito de la propiedad y la familia, pero parece que no vale la pena regularlas, o por lo menos informarnos de ello. La especificidad de la función guerrera, con exclusión de la económica (de posesión, producción o administración) funciona como la garantía buscada de que la fuerza no se volverá hacia el interior de la polis. Se produce así un divorcio estricto del poder económico y el poder político. “Manteniendo a la mayoría de los habitantes fuera de la política, el área de la ciudadanía plena, la polis [de Platón] les dio permiso para ser irresponsables, no les ofreció otra ocupación que la actividad económica autoincrementada (self-promoting), y los liberó de todo fin u obligación moral, aun en aquellos asuntos que podrían manejar”(44). Y efectivamente es así. La parte apetitiva no puede controlarse por sí misma. La actividad productiva tiende a incrementarse porque depende de los deseos, que no tienen límite, y no puede ser moralizada. Sólo se pone un límite a su desborde.
Ligado a esto está la debatida cuestión de la existencia de esclavos en Rep., usualmente deducida de la exhortación a no esclavizar a los griegos vencidos, en cuyo caso los bárbaros sí lo serían. Sin embargo esto puede ser un mensaje para los contemporáneos que no encaja en el esquema. ¿De quién dependerían los esclavos, de los guardianes para tareas no productivas, o de los productores? ¿Tendrían éstos la fuerza y la inteligencia necesarias para hacerlos servir? En Leyes, de una manera posiblemente más coherente, no hay ciudadanos productores, y todo el ámbito del trabajo queda en manos de hilos en el campo y de metecos en los oficios urbanos.
Otro silencio importante afecta a la coerción. El ejercicio de la fuerza aparece siempre como guerra externa. La guerra interior es injusticia, desajuste del espacio político o del espacio psicológico, y en la Ciudad de los Filósofos su remedio no puede ser violento. Todas las pautas de manutención del orden –la división del trabajo, las virtudes de la templanza y la justicia- implican aceptar la sabiduría del que sabe, y se realizan mediante la educación o la persuasión. Pero en lo apenas dicho asoma permanentemente la fragilidad de este orden. Los productores son por definición contenidos por los guardianes dentro de las líneas del gobierno, y el recién citado 421d-422a indica claramente una coerción externa. Podría haber sediciones (previstas en 414b, 415d-e), de los trabajadores, pero sobre todo de los guardianes mismos. Mal que le pese a Sócrates, éstos tienen que ser vigilados, y hay que insistir en la felicidad que les procura su género de vida y en la unidad de sentimiento como el mayor bien ante el peligro siempre latente de que “una concepción infantil” de la dicha los llevara a apoderarse de todo (466c; cf. 416a ss.). Hasta la cuasi divina clase de los filósofos podrían ser obligada a gobernar “por la persuasión o por la fuerza”.


La
ciudad como idea
¿Podría ser, como se dice, la Idea de Ciudad este modelo que comienza como una ciudad enferma y se va corrigiendo penosamente? La ciudad (Kallípolis, 527c2) es en rigor un modelo, un parádeigma que combina, de manera no clara, elementos descriptivos, valorativos y normativos, en cuyo carácter verbal se insiste (472d cit.), y no va en desmedro suyo el que no pueda realizarse en la práctica: la léxis se acerca más a la verdad que la prâxis. De acuerdo a esto (592a), la ciudad que se ha fundado-construido yace en los lógoi, aunque no existiría en ninguna tierra. Pero inmediatamente (592b) se manda el paradigma al cielo, aquí en neto contraste con la tierra precedente. Es lo que usualmente se interpreta como ‘Idea de Ciudad’ 45. Y sin embargo, el ‘cielo’ (ouranós) no designa lo ‘ideal’, sino que forma parte del mundo sensible (cf. Pol. 269d), más aún, en general designa el conjunto del mundo sensible46. No es obvio, pues, que tierra-cielo jueguen en el pasaje como metáfora de sensible-inteligible. Podría aludirse simplemente a una distancia muy grande. La contraposición tierra-cielo tiene de cualquier modo algún sentido.
Pero no se trataría de la idea de polis, simplemente porque no habría tal idea, así como no hay una idea del ‘alma’. En los diálogos ‘socráticos’, psykhé es un sí mismo no cósico, centro de comprensión intelectual y de decisión ética responsable. En Fedón, tal vez por influencia de los pitagóricos italianos, el ‘alma’, que sigue siendo el lugar de acceso a la verdad, es ‘algo’ cuya inmortalidad se intenta probar, pero:
a. no es una cosa sensible;
b. no es una Idea. Es afín a las Ideas justamente por no ser sensible, pero no es una idea sino el lugar subjetivo que las conoce, y se vuelve más afín a ellas cuanto más las conoce (Fedón 79cd, cf. en Rep. 490a-b). Ese conocimiento, en que consiste el giro, se llama “filosofía”. En Fed. se cumple como sophía después de la muerte. En Rep., la conversión se cumple en esta vida y revierte sobre ella. Esta actividad que hace el alma en sí misma y a la vista de las ideas es exactamente lo que el final del libro IX da como la realización personal del modelo político celeste. La ‘ciudad’ puede ser, y es, el ‘alma’, la ‘ciudad interior’, en cuya ‘política’ se ocupará el filósofo, en primer lugar, porque en las condiciones dadas es el único campo que tiene abierto. Pero también porque para ordenar la polis tiene que ordenarse a sí mismo. La política es ética, pero la ética es política: si suponemos un gobernante-filósofo, el trabajo que haga consigo mismo llevará tras de sí a la polis.
Corremos el riesgo de no advertir que el modelo no es el plano de una suerte de ‘cosa-Ciudad’, sino las pautas de una actividad, la de ordenar las partes del alma y de la polis en su modo correcto. Vista así, la polis misma no es una instancia objetiva o un dato externo (‘la sociedad’). Es, en cierto modo, una dimensión del alma. Es, como el alma individual, y como condición de posibilidad de la realización de esa alma, el lugar de reorientación del hombre en el seno de la realidad. Y la dirección verdadera es hacia lo ‘eterno’. Psykhé y pólis no son ‘algo’ con su aspecto (idéa, eîdos) propio como el caballo o la justicia, sino el movimiento de apropiarse de la verdad, revelarla y realizarla en la vida individual o colectiva.
El momento inicial de ese movimiento se confunde con la misma facticidad de la vida humana. Es lo que el texto del Fedón llama sôma, que no es el ‘cuerpo’, sino la apertura sensible al mundo, ontológicamente orientada hacia el devenir. El sôma es un dato básico. Por ello no hay edad de oro. El punto de partida es siempre la cadencia: nacemos en la caverna. La filosofía y la política de Platón intentan recuperar un sentido en y desde esa facticidad. Los nombres propios del impulso de giro en Platón son éros y philo-sophía. En ese plano aparece el gobernante: lugar de palanca y giro en la tensión que constituye a la realidad, lugar en que se decide su orientación hacia uno de los dos polos de esa tensión. Frente a los gobernantes somáticos, el gobernante filósofo. Pero no puede olvidarse que el ámbito de la política es siempre el interior de la caverna: el sôma, el devenir, son su elemento irrebasable.
¿Por qué habríamos de abandonar el cómodo ámbito somático? El movimiento de conversión por el cual giran la realidad y el alma procede siempre de ‘arriba’ y nunca se anuncia en forma explícita, sino como la urgencia oscura de eros, que con la tracción de una fuerza ciega que luego se revelará logos claro nos arrastra hacia el estrato ontológica y moralmente superior. ¿’Quién’ es el que saca, haciéndole tanta violencia, al prisionero de la caverna? La dirección desde la cual procede y hacia la cual se dirige la reorientación es llamada a veces por Platón, en forma mítica, como “el dios”. “El dios” es el que preserva al filósofo en los regímenes actuales: 492a, 493a. Compárese, en 499c, la ‘inspiración divina’ por la que un príncipe aceptaría la filosofía platónica. Esto parece un deus ex machina, pero tal vez es algo más: en el fondo de esa realidad en devenir donde ocurre el permanente borramiento del sentido, la verdad sigue actuando. Pero actuando como una potencia, como actuaría un dios, y no meramente con la calma impasibilidad de un estrato ontológico fundante. El ‘dios’ es el nombre mítico para el plano superior de la realidad, que es el que originariamente actúa y pone en movimiento al alma y a la realidad total 47. Como Apolo llamando a Sócrates, puede irrumpir para hacer aparecer en un salto al filósofo y al político. Pero el ‘dios’ no es ‘nadie’. Es la realidad misma, o la fuerza que en su interior tiende hacia la reafirmación. El hombre Platón no se cansó de apostar a ese entresijo, a esa ranura divina. Pero sólo llegó a nombrarla de esta forma indirecta. El gran teórico de la decadencia política no hizo una teoría del cambio político en sentido ascendente. Y sin embargo el conjunto de República, el movimiento de constitución del modelo, constituye ese ascenso, aunque penoso y fragmentado. Hasta podríamos pensar que la República no propone, en el fondo, ningún modelo, sino un dispositivo, una serie de estrategias a veces híbridas e impuras para recuperar de algún modo y por algún tiempo lo que decae.


Política, ética y episteme
Esta afirmación puede parecer no sólo extremada sino insostenible frente al impresionante andamiaje de las Ideas. Hay un rey-filósofo porque la política platónica supone la trama racional e inteligible de lo real y se funda en el conocimiento de ella. ¿Pero cuál es esta trama y el contenido de esta política? Abandonada la ciudad de cerdos, purificada la ciudad febriculosa por la represión y autorepresión de los guardianes, ¿qué programa van a desarrollar los filósofos? ¿O es eso todo, una suerte de Esparta, habría que ver si menos estúpida, con hilotas conformes y gobernantes geómetras y dialécticos? De hecho, la introducción de los gobernantes filósofos no aporta ningún elemento nuevo al programa aparte de su propia producción.
El bien humano, la dirección unitaria de las distintas capacidades y actividades en la Ciudad en vistas del fin de la vida, es un bien político, y el hombre político conoce este fin para el cual los demás fines son medios. Ésta es una de las lecciones del Político. Pero quitados los fines sensibles (placer, riqueza, poder...), el bien parece quedar vacío. No es tampoco un bien sobrenatural como el de las religiones. ¿Qué es lo que realiza la ciudad platónica, sino las condiciones de su propia permanencia en el seno de un devenir que, sabemos, terminará por devorarla? ¿Qué hacen las clases o estamentos de la ciudad aristocrática, sino cumplir con sus funciones por el hecho formal de hacerlo? Los productores producen riquezas y comercio, pero vigilados por los guardianes para que la polis no se convierta como tal en productora de riqueza. Los guardianes vigilan y defienden la ciudad de amenazas exteriores e interiores, pero vigilados por los gobernantes para que la conquista o el poder no se conviertan en la actividad propia de la ciudad. Los gobernantes, fundamentalmente, filosofan. ¿Puede decirse que el objetivo de la Ciudad es la producción u obtención de sabiduría? En un sentido importante, sí. Pero siendo una sabiduría que debe revertir sobre la ciudad, sus efectos políticos se limitan a proveer para que nadie exceda los límites de sus funciones. La mejor ciudad posible se tiene como finalidad a sí misma, al funcionamiento armónico de sus partes, y se agota en la inmanencia. Los fines sensibles valen como disvalores y tal vez como tentaciones, y no hay otros que los substituyan. La felicidad consiste en atenerse a una ‘justicia’ en la cual todo tiende a girar sobre sí, cerrándose y cumpliéndose sin dejar residuos. Pero en cuanto nos proponemos un objetivo para la polis, más allá de su vida misma, surge la ‘degeneración’.
Esta impresión puede ser un problema de nuestro ángulo histórico de lectura. El Bien no es la realización de algo externo, la obtención de un producto ni un premio divino. Es la realización de sí como un fin en sí mismo, del hombre en el seno de la comunidad y de la comunidad misma. Esto no es fácil de concebir teniendo por detrás la visión cristiana del mundo, donde los medios, especialmente la riqueza y el poder, son medios para un fin exterior (sobrenatural), y la perspectiva moderna, disolución de la cristiana, en la cual los medios se independizan como fines y generan sistemas autónomos (la economía y la política, pero también, por ej., el arte), sin que se proponga un fin último que los unifique. Este bien político estaba naturalmente dado para el mundo griego clásico, donde la plenitud del ‘hombre’, que por supuesto se recorta contra la exclusión de esclavos, mujeres, bárbaros, es vivida inmediatamente a través de palabras como ‘autonomía’, ‘autarquía’ y ‘libertad’, que sólo tienen sentido en la dimensión de la ciudad. El polítes griego no requiere un fin exterior ni se disuelve en fines particulares48. Se entiende, en un horizonte anterior a toda especulación filosófica, que el bien humano se manifiesta en la ciudad que se pone a sí misma. La filosofía de Rep. tiene que hacer explícitas las bases de esta concepción pre-filosófica, porque sale al encuentro de lo que ya es su crisis.
El Bien, presentado como una de las palabras últimas de la metafísica platónica, debe ser leído desde ella49. El Bien no está vacío, sino que tiene justamente un contenido metafísico. Como ‘idea de las ideas’, como ‘ser’, tiene los caracteres del ser platónico: unidad, determinación, identidad, permanencia en la identidad. Una figuración de esto adecuada a la comprensión no filosófica de los guardianes se perfilaba en la concepción de los dioses impuesta a los poetas en el libro II, donde la multiplicidad, la apariencia, el cambio, quedaban excluidos. Es explícito que el modelo reproduce en sí esas notas. Todo el proyecto tiene como finalidad la unidad y la permanencia de la ciudad. El problema es si se pone en juego en esta propuesta algo más que una política ‘formal’, que se propone sólo realizar las condiciones de la permanencia. ¿Es el Bien políticamente vacío, en el sentido de que no hay una efectiva traducción política de su contenido metafísico?
La respuesta es compleja. El texto de Rep. subraya la base metafísica de la política y deja deliberadamente en blanco muchos campos que quedan librados a la sabiduría de los legisladores o gobernantes, pero de los que Leyes se ocupará con muchísimo detalle, hasta la organización de la vida cotidiana. Por otra parte, es evidente que el Platón que llega hasta el fundamento tiene luego dificultades en volver a la caverna, no sólo en la práctica siciliana, sino en la teoría. Por supuesto, la noción usual de que Platón, frente a una realidad insalvable, propone un modelo ‘ideal’ conscientemente inalcanzable, es falsa. También lo es la imagen de un Platón conservador que querría volver a algún momento del pasado, real o supuesto, por encima de la tradición democrática de Atenas. No se puede tener confianza en lo dado, porque está ontológicamente depreciado –el mundo abigarrado y apariencial de la democracia y la sofística, pero también las normas tradicionales que no sirvieron de contención a la crisis y la Esparta idealizada pero no tanto como para ignorar su secreta carcoma. Y sin embargo la vocación de Platón se volcaba hacia este devenir intrínsecamente imperfecto y cadente. Se busca el fundamento en un plano superior para volver aquí haciendo pie firme. Que el andamiaje esté destinado a impedir los cambios es una verdad a medias. También, y quizás especialmente, está destinado a promoverlos: el devenir tiene que ser salvado y recuperado permanentemente.
La política platónica no ignora la realidad empírica ni se propone destruirla, sino que quiere asumirla, sólo que para ponerla en contra de ella misma. Lo decisivo del proyecto metafísico es la posición de un lugar fundante ‘por encima’ de lo dado. Los ámbitos de la realidad – physis, pólis- que se habían presentado al pensamiento –los presocráticos, los sofistas, los
trágicos- con toda su densidad ontológica y preñados de movimiento, diferencias y contradicciones, ya no dan cuenta de sí y tienen que ser sostenidos desde otro lugar. Platón sabe perfectamente que no hay otro lugar para la política que la polis empírica, pero le niega toda creatividad genuina. Su espontaneidad se convierte en el crecimiento de la multiplicidad y la apariencia. Ésta es la pesada herencia del platonismo (esto es, de la metafísica), que descalifica de entrada cualquier posibilidad de que lo dado pueda jugar desde sí, y le impone ser moldeado desde otro lado. La verdad tiene que ser encontrada en un lugar ‘más arriba’ y desde allí debe ser organizado lo inmediato. No importa la propuesta política concreta, el verdadero contenido es el establecimiento de estos planos. Con ellos se establece un horizonte ‘autoritario’ o ‘totalitario’ que pretende disolver toda particularidad y toda finitud positiva colectiva o individual. Dentro de ese horizonte no puede haber juegos de amor y lucha, ni crecimiento orgánico, ni deliberación y elección de fines finitos y múltiples, ni atención a la oportunidad (al kairós, clave de la política sofística). El dios, y no el hombre, es la medida de todas las cosas (Leyes 716c). Por supuesto, lo dado, lo sensible, lo empírico, el cuerpo, la ciudad de los hombres, es un dato primario e imposible de suprimir, y Platón lo sabe. Hemos visto cómo el modelo no es una esplendorosa manifestación inicial de la justicia, sino que se va gestando como una salida de la caverna, en la cual sin embargo los pasos precedentes no son superados sino solamente escamoteados. Por eso, el resultado lleva la marca de ellos. Es lo que los lectores democráticos o liberales denuncian (mitos, mentiras, recursos autoritarios) sin ver su necesidad en cualquier esquema que derive la vida de un fundamento. A lo largo de todos estos siglos Occidente no ha hecho sino llenar de distintos modos ese lugar del fundamento. Fue ocupado por figuras teológicas, pero también por la razón y la ciencia, las revoluciones y la misma ‘libertad’. Hay que preguntarse si efectivamente hoy ese esquema está en crisis.


La
reflexión política en algunos diálogos platónicos
Después de Rep., Platón no cesa de replantearse el tema político. Uno de esos intentos está en el Timeo y su secuela, el inconcluso Critias. La ciudad de Rep., con cuyo resumen se abre el diálogo, es identificada con la Atenas prehistórica en el contexto de un relato sobre catástrofes periódicas, especialmente diluvios, que destruyen la civilización en distintos lugares. Esa Atenas antediluviana ha triunfado sobre la gran isla de Atlántida. Es la oportunidad, como quiere Sócrates, de ‘ver a la ciudad en acción’. Pero el plan expositivo comienza con la cosmología de Tim., que va desde los orígenes del mundo hasta llegar al hombre. El inconcluso Critias debía tomar a los hombres como ciudadanos de esa Atenas, equivalente de la ciudad ‘ideal’, y ponerlos en guerra. Posiblemente un tercer diálogo describiría la destrucción de la ciudad por un diluvio y enunciaría la teoría de las catástrofes periódicas y el proceso de recuperación de la cultura a partir de los pocos sobrevivientes, rudos e ignorantes, que Platón desarrolló luego en Leyes III-IV. De esta forma, la teoría política, que en Rep. se continuaba hacia el individuo, la psicología y la ética, queda proyectada en un marco cosmológico y dentro de lo que podría denominarse una filosofía de la historia.
o, muy probablemente anterior al Timeo, está dedicado principalmente a arduos problemas metodológicos, en función de los cuales y casi como ejercicio (cf. 285d), se introduce la definición del hombre de estado. Pero en Platón la teoría política no puede ser nunca mera excusa. Obviando los otros aspectos, podemos indicar algunos aportes del diálogo.
El hombre político o real es definido como pastor de hombres (267d) 50. Para aclarar y rechazar esta definición se introduce el extraño mito según el cual el mundo gira alternativamente en un sentido cuando es impulsado por ‘el dios’, y a veces en sentido opuesto cuando queda librado a sí mismo. Al ser retomado por el dios, nuestra temporalidad se invierte y los hombres pasan de la vejez a la juventud hasta desaparecer, para nacer luego de la tierra. En este ciclo –una edad de oro, sin regímenes políticos- el dios apacienta personalmente a los hombres. La definición del rey como pastor es adecuada en realidad a esta situación. El político en cambio es buscado al hilo de una clasificación de las constituciones que ya hemos mencionado, obtenida a partir de los criterios de la legalidad e ilegalidad por un lado y el número de gobernantes

 (realeza y tiranía, gobierno de uno), el número y la fortuna (aristocracia y oligarquía) y además el grado de libertad (democracia en sus dos formas). Sin embargo, estos criterios y distinciones carecen de valor: la autoridad y el derecho a ejercerla proceden, de acuerdo a la definición inicial del político como ‘técnico’, tekhnítes, de la posesión de un conocimiento, que podría darse en uno o a lo sumo en dos o tres hombres. La epistéme del verdadero político está por definición dirigida al bien, no importa que se ejerza por la persuasión o por la fuerza: legislar es función real, pero el ‘rey’ está por encima de la ley. Como el rey infalible ‘no nace como en las colmenas’, la ley resulta ser un segundo expediente necesario. La legalidad se convierte entonces en criterio de las constituciones, y la jerarquía se invierte: dejando de lado la monarquía del rey supralegal, la monarquía sería la mejor, pero su corrupción en la ilegalidad, la tiranía, la peor. Aristocracia y oligarquía son intermedias, y la democracia es la menos buena dentro de la legalidad, pero la menos mala si se vuelve ilegal -el poder está desmigajado entre muchos-, de modo que en la práctica es el régimen preferible. La salida marginal es pues la tolerabilidad de los regíenes malos.
La definición del arte del tejedor, que entrelaza los hilos fuertes de la urdimbre y los flexibles de la trama, sirve de paradigma (recurso metodológico que aquí es más una analogía que un modelo) para el tejedor real, que entrelaza los caracteres y temperamentos mansos y fogosos: nuevamente un tema que en Rep. ha aparecido múltiples veces. Como trama y urdimbre del tejido social, el rey debe unirlos con un doble lazo: la parte eterna de sus almas con un lazo divino, la comunidad de opiniones verdaderas y firmes sobre el bien, que procede de la educación; la parte humana, mediante los matrimonios. Esta nueva propuesta de mejoramiento genético consiste en cruzar familias de características violentas y moderadas, para producir caracteres equilibrados.
La muerte encuentra a Platón ocupado todavía en el problema de la Ciudad. Su último diálogo, Las Leyes, editado póstumamente por su discípulo Filipo de Opunte, es el más largo de su producción e intenta todavía un modelo político, menos estricto que el de Rep. y que, dada la inalterada voluntad de Platón de influir en la práctica, puede pensarse como un testamento y una guía para los asesores, si no revolucionarios, producidos por la Academia.
El diálogo, ubicado en Creta, reúne a tres ancianos: un ateniense en el que hay que ver al mismo Platón, un cretense, y un espartano, en camino hacia un lugar de culto bajo el sol del verano y distrayéndose con la fundación verbal de una ciudad, esta vez ubicada con precisión en un paraje de Creta. El tronco de la obra es un detallado cuerpo de leyes. Se han tomado en serio los resultados del Político, no es cuestión ya del rey filósofo sino de su substituto legal, y la frondosa regulación se extiende hasta las cuestiones más cotidianas. Pero el texto es mucho más que esto, y no es posible reseñar aquí su riqueza.
En los dos primeros libros, junto a tópicos conocidos de Rep. como el problema de la felicidad del tirano, corre la curiosa presentación de la paideia a través del uso controlado del vino en banquetes supervisados. El mejor fruto paidético serán los tres coros de canto y baile de los niños, los jóvenes y los hombres mayores que, algo vergonzosos, cantarían y bailarían en privado. En una imagen significativa, el hombre es presentado como títere de los dioses, no sabemos si para su diversión o no, y los hilos con que lo manejan son el placer y el dolor (644d). La paideia consiste en inculcar la actitud correcta ante placeres y dolores, y esto acrecienta la importancia paidética de la música y su estricto control (en 700 a ss., la decadencia de Atenas es atribuida a las innovaciones musicales). El libro III plantea la génesis de las organizaciones políticas en el marco de la teoría de las catástrofes periódicas. Algunos pastores incultos han sobrevivido en las montañas al diluvio, y el descenso de ellas coincide con el ascenso en la cultura y la organización, desde la familias patriarcales, su unificación por los primeros legisladores y gobernantes hasta la fundación de ciudades en las llanuras. Con Troya se toca la historia hasta llegar a Esparta, cuya fortuna se atribuye a su constitución, donde los poderes están divididos y contrabalanceados. La historia se une a la teoría constitucional: llegados a las guerras Médicas, Persia y Atenas proporcionan los modelos de las constituciones extremas, monarquía (= tiranía) y democracia, de las que las demás son mezclas y atenuaciones. Por otra parte, la degeneración de Atenas a partir de la pátrios politeía solónica que la salvó de los persas, proviene de la substitución de la ‘aristocracia’ musical por la ‘teatrocracia’ (701a), la libertad en los espectáculos a la que se atribuye toda clase de consecuencias.
El nuevo proyecto de ciudad que trazan los ancianos, aunque presentado como conversación de viejos, es enormemente detallado y serio. Siempre ha sido comparado con Rep. como un paso más cerca de lo factible. La hiperbólica oportunidad única en los tiempos se cambia por una ciudadosa disposición de la fundación de la colonia, su población de origen, la elección de los dirigentes con procedimientos bastante democráticos, la duración de los cargos y la rendición de cuentas. La legislación sobre todos los aspectos de la vida pública y privada es extensa y detallada. El principal fin de toda legislación será la formación moral del ciudadano. Platón propone, reclamando originalidad, los ‘prefacios’ a cada ley, donde el legislador la explica y exhorta a obedecerla. Todo el sistema de castigos, aunque severo, está concebido en esta línea, e incluye razonamientos con el delincuente y todo tipo de esfuerzos, que pueden ser comparados con la psiquiatría o con la inquisición según se mire, para su reforma. Los casos desesperados se penan con la muerte.
Existe la propiedad, pero con un fuerte sentido de subordinación a lo público y contenida dentro de límites. Los ciudadanos son apartados del proceso de producción, que queda en manos de esclavos o hilotas en el campo y de metecos para los oficios. Los ciudadanos se ocupan sólo de los deberes de la ciudadanía, que son bastantes: de ‘mantener el orden (kósmos)’, siguiendo el principio de Rep. de hacer cada uno lo suyo. La esclavitud está expresamente contemplada con una mezcla de humanidad y severidad excesiva. No hay comunidad de mujeres e hijos aunque se lo propone como ideal, pero sí igualdad de las mujeres, militar y política (aunque, como en Rep., serían inferiores, 917a, 781c). Hay comidas comunes para ambos sexos, por separado. Pero la represión sexual es mayor que en Rep.: se admite el coito sólo en función de la procreación, se prohibe la homosexualidad por ser estéril, y se deshonra al adúltero. La instrucción en música y gimnasia está a cargo del estado, es gratuita y obligatoria y hay para ella maestros pagos, que deben ser extranjeros. Pero el proyecto educativo no está en este nivel ínfimo sino que se encarna en los grandes magistrados que presiden los concursos y especialmente el director general de la educación, “el cargo más importante en la Ciudad”.
El culto religioso de Leyes es una colorida seguidilla de festivales, uno para cada día del año. Pero uno de los pasajes filosóficamente más importantes y políticamente más ingratos es el concerniente a la teología. El ateísmo, la creencia de que los dioses no se ocupan de los asuntos humanos o que se puede negociar con ellos mediante sacrificios, es uno de los más poderosos factores de corrupción de la juventud. El esfuerzo de convencer –antes de castigar- a quienes profesan tales doctrinas debe enfrentar la seria opinión filosófica que niega la finalidad en la naturaleza y considera las realizaciones políticas, y los mismos dioses, como productos de la convención. Y la persecución del bien natural en vez del convencional lleva directamente a la subversión. La respuesta es una demostración de la prioridad del alma sobre la materia a partir de la racionalidad del universo. La existencia del mal lleva inclusive a postular un alma mala, aunque el mundo como un todo muestra el predominio de la buena.
Para la preservación de las leyes y de su espíritu se instituyen los ‘guardianes de las leyes’, (nomophylakes) y en especial el Consejo Nocturno, que aparece al final de la obra. Esta institución, que sesiona al alba, reúne a los diez nomophylakes mayores y otros personajes, es la ‘mente del estado’. Conoce el fin de la ciudad, esto es, la areté, su unidad y pluralidad y los medios de promoverla. Para ello se requerirán equivalentes de los gobernantes de Rep., educados como filósofos, dialécticos y teólogos. El diálogo se corta en las dificultades para establecer esta institución.


Notas
31 El pasaje reúne algunas de las dificultades principales de la metafísica platónica. Las ideas son presentadas como contrariedades (lo bello y lo feo, lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo), lo que abre al problema, ya discutido en la Academia, de si hay ideas negativas. La palabra ‘comunidad’ (koinonía) apunta a la participación de lo sensible en las ideas. Pero ‘entre ellas’ parecería aludir a la cuestión, tratada sólo en los diálogos de la vejez, en especial Sofista, de la relación entre las ideas mismas.
32 Esta exigencia se cumpliría mandando al campo a los mayores y trabajando sólo con los niños de hasta 10 años (541a).
33 Fedón 75b.
34 F. M. Cornford, The REpublic... cit., p. 211.
35 En último término, habría que ver si su conocimiento es transmisible proposicionalmente: cf. Carta VII 341cd.
36 Estos textos suelen ser llamados “alegorías”, pero esto valdría sólo para el último, y aun con restricciones. Por supuesto, no son “mitos”, sino parte de un discurso argumental. El craso error de hablar del “mito de la caverna” podría disculparse sin embargo por la fuerza de la imagen y sus posibles raíces en la imaginería religiosa.
37 Emprendido, a fines de la Antigüedad, por el neoplatonismo, pagano y cristiano.
38 C. Eggers Lan, El sol, la línea y la caverna, Edueba, Bs. As. 1975, p. 27 n. 1.
39 Esta “conversión” (periagogé) habría posibilitado el concepto cristiano de conversión (W. Jaeger, Paideia cit. p. 696).
40 C. Eggers Lan, El sol... cit., p. 57.
41 La oposición puede verse comparando la versiones del mito de Prometeo en ambos poemas de Hesíodo con el ‘mito de Protágoras’ en el Protágoras platónico.
42 El carácter exageradamente abstruso del ‘número divino’ está gritando la ironía, que en este caso Platón mismo confiesa (545e). Popper, por supuesto, ve en él el núcleo de su nazismo. También hay que justificar el comienzo de la decadencia, que no puede empezar sin más con una disensión sin motivo entre los ‘perfectos guardianes’.
43 La expansión de la población sería un motivo de guerra, coherente con la historia griega: los habitantes de la Ciudad de los Cerdos la controlan para evitar la guerra. Pero la Ciudad de los Perros tiene su población igualmente controlada.
44 Lewis Mumford, City in History p. 186, cit. en W. K. C. Guthrie HGP IV p. 469.
45 Cf. Édouard des Places, Lexique de la langue philosophique et religieuse de Platon, (Platon, OC t. XIV), Les Belles Lettres, Paris 1964 (reed.), s.v. parádeigma 4b.
46 En 509d, al introducirse la analogía entre el Bien y el Sol, se los presenta como reyes del ‘género y lugar’ inteligible y visible respectivamente (no ‘mundo’ sensible e inteligible, expresión que no aparece hasta Filón de Alejandría; sic en la difundida trad. de Eudeba, p. 371.) ‘Visible’, horatós, es fonéticamente próximo a ouranós, por lo que el texto añade que no dice ‘cielo’ para que no se crea que juega con las palabras. También en el gran mito del Fedro, dioses y hombres recorren en sus carros circularmente el cielo, desde cuya cúspide puede verse, fuera del cielo, las realidades eternas (ideas), situadas en el ‘lugar supraceleste’ (hyperouránios tópos 247c, y no tópos ouránios, como se escucha habitualmente).
47 Ese plano puede ser llamado, con una palabra infinitamente ambigua para nuestra comprensión monoteísta y de un dios personal, ‘lo divino’. Fedón

 llama así a las Ideas (80b).
48 La riqueza misma tiene en primer lugar valor político, y por eso es cualificada y no meramente cuantitativa: la enorme fortuna de un meteco comerciante no lo habilita para integrar una oligarquía de terratenientes (ni para integrar la polis).
49 Desde ya, no podemos profundizar aquí una interpretación de Platón en este sentido.
50 Definición obtenida mediante el método dicotómico, que Platón experimenta en estos diálogos, y que en principio consiste en dividir ‘según las articulaciones naturales’: aquí se ha partido de una clasificación de las técnicas en prácticas y teóricas; éstas en críticas y directivas; directivas por autoridad prestada o propia, etc.

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