TEORÍA POLÍTICA Y PRÁCTICA POLÍTICA EN PLATÓN    parte primera

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

Armando R. Poratti

IMPRIMIR 

PARTE PRIMERA

El Lógos como condición existencial de la Pólis

La lógica socrática

El periplo platónico

La construcción política platónica: la problemática de la justicia

Génesis y esencia de la ciudad

El estamento de los guardianes

Los fundamentos éticos de la República: la teoría de las virtudes

Notas

 

PARTE SEGUNDA

Una naturaleza filosófica

Los regímenes políticos

El problema de la decadencia política

El estamento productivo

La ciudad como idea

Política, ética y episteme

La reflexión política en algunos diálogos platónicos


El
Lógos como condición existencial de la Pólis
N uestras representaciones usuales responden a la palabra pólis, o bien con un vacío que la hace sinónimo de ‘organización política’ en general, o posiblemente con la imagen de una comunidad armoniosa y libre, donde Estado, pueblo e individuo coinciden en una vida bella. No es difícil detectar tras esta imagen la “bella eticidad” de la Fenomenología del Espíritu (aquel lugar donde todavía no ha estallado la distinción entre el individuo y la ciudad, entre lo público y lo privado). Esa idealización formó parte, antes y más allá de Hegel, del imaginario de una Alemania en busca de su organización, y su inclusión en la gran filosofía del Idealismo le valió el pasaporte a nuestro trasfondo cultural. Ese producto alemán es engañoso, no sólo porque pone en juego paradigmas políticos modernos, sino sobre todo porque tiende a dar la idea de una sociedad que exporta la violencia hacia sus relaciones con las otras. Pero la violencia interna está en la raíz de la pólis, si bien no tiene las mezquinas formas de la sociedad civil.
La pólis fue la matriz que posibilitó el período griego propiamente creador, no el que usualmente tenemos a la vista, el clásico (siglos V-IV), sino el arcaico (siglos VIII-VI). Pero “la pólis” no es un concepto sino el resultado de un proceso, o este proceso mismo, cuyas raíces se hunden por detrás de la misma Grecia histórica en la gran civilización de la Edad del bronce que conocemos como cultura micénica. Ésta –producto de la fusión de elementos mediterráneos e indoeuropeos, que habla griego y entre cuyos dioses podemos reconocer a casi todo el futuro panteón olímpico- es una civilización “palacial”: pequeños territorios alrededor de un centro, el Palacio, habitado por el ‘rey’ (wánax, = homérico ánax, ‘señor’), y organizados mediante una compleja burocracia (de la que se han salvado y descifrado algunos archivos), que aparecen como un perfecto ejemplo de economía “redistributiva” 1. Naturalmente esta centralización no se limitaría al aspecto económico.
El Palacio constituye un centro de poder sobresaturado. Cuando hacia el 1200 aparecen en escena nuevos migrantes (tradicionalmente conocidos como “los dorios”, aunque se trata de complejos reflejos de un vasto movimiento de pueblos, conjugados con vacíos de poder en los palacios), la civilización micénica colapsa, o por lo menos los palacios y su organización- y se da paso a la llamada Edad Oscura con la que empezaría la historia de Grecia propiamente dicha. El telón vuelve a levantarse hacia el s. VIII, con la reapertura del Mediterráneo a la navegación griega, que supone el pasaje de la economía agraria de subsistencia al comercio y la producción de exportación con el fenómeno complementario de la fundación de colonias en Sicilia e Italia y el Mar Negro, la organización definitiva de los poemas homéricos, la reinoducción de la escritura ahora con el alfabeto fenicio, e indicios de la emergencia de la polis.
¿Cuáles son esos indicios? Por supuesto, pólis no se confunde con el núcleo urbano como tal (ásty). En Homero, la palabra pólis designa la ciudadela, que luego será llamada acrópolis. En las ciudades micénicas, ése solía ser el lugar del Palacio. Desaparecido el rey micénico, el lugar -el Centro- queda simbólica y muchas veces físicamente vacío. Y no va a surgir ningún poder que vuelva a llenarlo. Los poderosos van configurando una cultura aristocrática tejida por las relaciones, muchas veces ‘internacionales’, de amistad y de competencia a la vez (agôn). El conflicto aparecerá cuando el crecimiento de la población y las nuevas perspectivas económicas pongan en crisis a la sociedad agrícola tradicional y los campesinos se enfrenten a los terratenientes nobles. Esto llevará a sacar a luz aquello que los señores detentan en función de un cierto carácter sacro: el conocimiento del derecho tradicional que los habilita para tomar decisiones judiciales (thémistai, díkai), y la titularidad de los cultos, como cultos del clan o familia, génos. Ahora las fórmulas jurídicas tradicionales se pondrán por escrito, y la ley así establecida valdrá por sí misma como ley de la Ciudad con independencia de cualquier autoridad personal o familiar: nace el estado de derecho. El ídolo del culto familiar, guardado en la casa, se convertirá en la diosa o el dios de la ciudad, que se abre a ella en el templo. Y el templo se abre al espacio dejado por el Palacio, en el cual también se expondrán públicamente las leyes, grabadas en tablas. El lugar pasará a llamarse agorá, palabra que no significa originariamente un lugar (y menos el mercado), sino la institución que en Homero era la discusión solemne de los jefes en presencia del ejército, en la cual el que hablaba estaba religiosamente protegido por la sustentación del cetro: transposición regulada, pues, del conflicto a la palabra. Este juego, llevado a cabo ahora por las clases, partes y partidos que se enfrentan en la ciudad, respaldado y regulado por la ley escrita e impersonal, será el que ocupe el lugar vacío del Centro2. Y con ello tenemos la Ciudad. El conflicto llevado a la palabra sobre el fondo de la ley será la condición de posibilidad del lógos. Unos siglos después Aristóteles conectará esencialmente el zôon politikón, el ser vivo a cuya naturaleza corresponde vivir en polis, con el zôon lógon ékhon, aquél a cuya naturaleza corresponde el lógos, como la misma definición.
Pero el lógos tiene originariamente las huellas del conflicto. En el pensamiento religioso-político de Solón de Atenas, y luego en el que llegaría a ser clasificado como filosófico de Anaximandro, díke, “justicia”, es el ritmo por el que un exceso injusto es castigado y compensado por otro exceso. Con Heráclito aparece por primera vez en el lenguaje del pensamiento la palabra lógos, que significa tanto la inteligibilidad que hay en la realidad como la posibilidad humana de captarla y de decirla. Ahora bien, el logos heraclíteo, en tanto estructura o ley del acontecer, es nuevamente esta dinámica de los opuestos, el conflicto que anida en la justicia misma y la constituye (B80, “Hay que saber que la guerra es común y la justicia discordia y todo sucede según la discordia y necesariamente”). B114 expresa lo que podríamos llamar la metafísica del conflicto político: según este fragmento, la inteligencia y el lenguaje del hombre están respaldados por “lo común” de todas las cosas (esto es, el lógos, cf. B2), así como la ley, que es lo común político, respalda a la ciudad. Más aún, “todas las leyes humanas se alimentan de uno, lo divino” (o “de una ley, la divina”): es decir, la ley política misma, equilibrio de un conflicto, es como un arroyo que procede directamente de esa esencia conflictiva y a la vez ocultamente armoniosa que rige todo. La armonía es el ritmo del conflicto, que es raigal e inextirpable. La justicia arcaica es trágica.
Este tenso equilibrio de los conflictos internos constituye la primera madurez de la pólis. Las Guerras Médicas, a comienzos del s. V, en que la Hélade vence por dos veces a los invasores persas, fueron su gran prueba y su momento más alto. Pero también echaron las bases para su crisis. Esparta y Atenas surgen de la guerra como las potencias preponderantes, y la tensión intrapolítica se transforma en conflicto expansivo. Esparta se consolida como potencia militar terrestre y establece su hegemonía en el Peloponeso, y Atenas, dueña de los mares, a la cabeza de la Liga de Delos, en la que muchas ciudades son forzadas a entrar o permanecer, ingresa en su cenit como potencia imperialista. Los tributos de la Liga asegurarán su prosperidad durante el apogeo, conocido como “siglo de Pericles”. En este contexto, el éthos de la polis arcaica se quiebra. El mismo auge de Atenas, basado en el éxito económico y militar, es ya una crisis si se entiende por crisis no tanto un estado caótico cuanto una quiebra de los fundamentos tradicionales que no son reemplazados sino por ese mismo éxito.
El estado de cosas deriva hacia el mundo del puro poder, que se produce y se sustenta a sí mismo. Tucídides, historiador de la guerra a que esto conduce, y junto con su traductor Hobbes uno de los pensadores más descarnados y lúcidos del fenómeno del poder, dará testimonio de las circunstancias espirituales que la acompañan: la democracia imperialista de Atenas ejerce un poder que quizás por única vez en la historia se presenta sin justificaciones ideológicas. El dêmos lleva adelante una política de puro poder y es capaz de hacerse cargo de ella también moralmente3. Por eso se vuelve necesario llevar a la consciencia explícita las condiciones de la construcción del poder, al que se reconoce como producto de una
técnica racional. Y las instituciones democráticas han determinado que su instrumento, que hacia el exterior puede ser la fuerza declarada, en el juego político interno siga siendo el lógos, el lenguaje y la argumentación persuasiva. La sofística dará a la vez la teoría y la técnica que las condiciones reclaman.


La
lógica socrática
Los múltiples intereses de los sofistas confluyen en la capacitación política de ciudadanos selectos. Pero esta tarea está unida a un problema de fondo, concentrado en una palabra que a través de ellos va a conducir al primer filósofo ateniense, Sócrates: areté. La traducción usual por nuestra palabra “virtud”, cargada de resonancias cristianas y modernas, despista. Areté es lo propio del “bueno” (agathós) y del “muy bueno”

 (áristos, con el que está etimológicamente relacionada). Significa “excelencia” en el ejercicio de una función o capacidad socialmente valorada, en especial aquélla que da acceso al poder, como lo era en Homero la función guerrera. La educación sofística ofrece adquirir o ejercitar la areté mediante la politiké tékhne (cf. Platón, Protágoras 319a). Sócrates, en los diálogos juveniles de Platón, no discute la “virtud”, sino aquello que capacita para dirigir y cuya posesión reconocida otorga legitimidad al ejercicio del poder político. Por eso es fundamental la cuestión de si la areté es innata -como sostienen los aristócratas, a través de voceros como el poeta Píndaro- o si se puede adquirir y enseñar -como sostienen los sofistas y Sócrates, ligándola al saber.
El siglo V avanzado ve las consecuencias de la polarización del poder: la guerra fría entre Esparta y Atenas termina calentándose. La Guerra del Peloponeso, que ocupa el final del siglo, tiene una duración de 30 años con intervalos, y al cabo de ella Atenas sucumbe frente a Esparta. Pero la derrotada no es Atenas, sino el mundo de la polis clásica, que queda herido de muerte. El siglo IV, con la hegemonía que pasa de Esparta a Tebas, sólo postergará su final a manos de Macedonia. Durante la guerra (en 411), Atenas ha sufrido una revolución exitosa de los aristócratas, conocida como Tiranía de los 400, que dura unos meses. Después de la derrota los aristócratas retornados instauran, respaldados por Esparta, una tiranía atroz -los Treinta Tiranos- que también dura sólo meses. Atenas queda pues sometida sólo por poco tiempo, y se restaura la demcracia pero sin su base imperialista. Esta democracia restaurada será el gobierno que condena a Sócrates.
La Guerra del Peloponeso no es la crisis de la polis tradicional4, cuyo fundamento político-religioso ya se había quebrado con el imperio, sino del sistema del puro poder: sus ruinas -no las del mundo tradicional- es lo que va a contemplar Platón. Quebrado este mundo del poder que se sustentaba en su propio éxito, vuelve a necesitarse un fundamento, cuya ausencia se siente dolorosamente: es la crisis de la crisis, y su consciencia -la consciencia de que el fundamento está destruido- se llamará Sócrates.
En este contexto hay que situar a la teoría política platónica. De todos modos, la suerte inmediata del gran experimento político griego ya estaba echada. La tradición que ha hecho de Platón y Aristóteles nuestros clásicos políticos nos los pone en una perspectiva falsa. Platón es el pensador de una crisis terminal, aunque él no lo sepa o trate desesperadamente de negarlo. Aristóteles trazará el balance final de la experiencia de la polis en el mismo momento en que su ex-discípulo Alejandro, hacindo todo lo contrario de lo que él pudo haberle enseñado, abre un mundo histórico nuevo.
Platón es un determinado desarrollo de lo que él mismo nos transmite en el gran mito filosófico que pone bajo el nombre de Sócrates5. En el episodio del oráculo, en la Apología de Sócrates, Apolo pone a Sócrates como el más sabio porque, a diferencia de los demás, sabe que no sabe. Pero el verdadero sabio es Apolo. Esto constituye una indicación esencial del lugar del hombre con respecto a la verdad. Apolo, caracterizado por el texto como el que constitutivamente no puede mentir, es acá un nombre mítico para la Verdad misma. La verdad se ha retirado de la realidad y ha desamparado a los hombres, pero desde su ausencia les hace señas para que la busquen. No se puede volver al viejo fundamento ya quebrado, pero tampoco se dispone sin más de una nueva verdad. La verdad se hace presente como ausencia y reclamo, y hay que buscarla. La búsqueda socrática está inagurando el horizonte de (digámoslo con una palabra anacrónica) lo absoluto: ante el fracaso de las verdades inmediatas, se quiere encontrar la Verdad misma. Más todavía: secretamente, se va a exigir a la verdad, si se la encuentra, que dé cuenta de sí, no sea que la aceptemos y después se nos quiebre de nuevo. Se pretende ni más ni menos que apresar a Apolo para que demuestre que es verdaderamente Apolo, y no un dios falso; que aquello sobre lo cual vamos a poner nuestra vida individual y política es verdaderamente la verdad. Pero Sócrates no la sabe, no dispone de un Logos con mayúscula como el de Heráclito. Desde los sofistas, el logos es sólo el lenguaje humano. Por eso tiene que buscar la verdad a partir de y en el seno de este lenguaje falible; por eso realmente no sabe, y no enseña ni enuncia, sino que sólo anda a través del logos, estos, de las enunciaciones de los hombres, poniéndolas a prueba: dia-loga.
La primera respuesta a la pregunta de Sócrates es la Idea platónica. Es usual la lectura de la llamada teoría de las Ideas como una realidad escindida en dos planos, uno de los cuales aparece como más valioso y verdaderamente real. Una lectura estrictamente dualista de Platón es discutible, pero sea como fuere, con Platón no se trata de irse de este mundo a otro, de abandonar sin más lo sensible y lo inmediato por un plano superior. Platón, que nace y se cría durante la guerra y vive la
decadencia de lo que fue la grandeza del siglo anterior, sufrió toda su vida la crisis de la ciudad. En ella la realidad aparece injusta, sin sentido, aunque algunas acciones de los hombres nos permitan vislumbrar todavía ecos de la justicia, algo que queda como rastro del sentido en la práctica y en las palabras. ¿Cómo salvar esos vestigios de racionalidad, cómo reencontrarle un sentido a lo que lo ha perdido? Esos vestigios dejan pensar que en el fondo la realidad tiene una estructura inteligible. Pero justamente porque ‘aquí’ la verdad de la realidad no está presente, hay que retrotraerla a otro plano ontológico, para que desde ‘allá’ pueda respaldar y salvar lo salvable aquí. Las Ideas son instancias objetivas donde se da la plenitud de lo que en el mundo sensible aparece como imperfecto. Escolarmente presentadas como un mero más allá, no están ‘afuera’ de la realidad, sino que pueden ser pensadas como una tensión hacia la perfección que funda el ser de lo que es. Cada cosa y todo aspira dramáticamente a su propia plenitud, aunque no la logre. Sobre este esquema, la pasión política de toda la vida impulsó al filósofo a tratar de ampliar la presencia de la verdad en el mundo con acciones muy concretas. Platón fracasa -iba a fracasar necesariamente- en este propósito, pero su fracaso tuvo el resultado inesperado de abrir, a larguísimo plazo, el horizonte ontológico de Occidente. En el plano en que puso a las Ideas se puso luego, a lo largo de las épocas, a Dios, a la subjetividad. Todavía estamos dentro de ese horizonte, ocupados con su quiebra.


El
periplo platónico
La biografía de Platón no es anecdótica con respecto al tema. Nace en 428, poco después del estallido de la Guerra del Peloponeso en 431: es contemporáneo absoluto de la época de crisis. Gran aristócrata, está naturalmente llamado a la participación en los asuntos de la ciudad. A los 20 años conoce a Sócrates, a quien trata hasta su ejecución en 399, ocho años después. Los socráticos se refugian entonces con su compañero Euclides en Megara. Al parecer Platón emprende luego viajes que lo llevan a Creta y Egipto. Hacia el 396 retorna a Atenas.
Su experiencia de los acontecimientos está documentada en un importante documento, la Carta VII6, que comienza recordando cómo desde joven Platón proyecta dedicarse a la política. En 404, cuando tiene 24 años, toman el poder en la derrotada Atenas los aristócratas recalcitrantes excluidos durante el largo período democrático, a través de la tiranía de los Treinta a cuya cabeza está Critias, brillante pensador de corte sofístico y tío de Platón. Los Treinta no tardan en cometer toda clase de crímenes, provocando en el joven -a quien habían convocado, pero que queda a la expectativa- la primera decepción. Restaurada al poco tiempo la democracia Platón admite la moderación del régimen, pero es el que condena a Sócrates. Las decepciones, la imposibilidad de encontrar compañeros adecuados (el ‘partido’ o secta), la mutación de las costumbres, y la corrupción y multiplicación de las leyes hacen que la vida política le parezca “presa de vértigo”. Convencido de que todos los gobiernos existentes son malos, renuncia a la intervención activa inmediata, aunque no a la reflexión política ni a la ambiciosísima pretensión de procurar la gran reforma necesaria. Y ésta sólo podrá plantearse desde la “recta filosofía”, de la que depende el conocimiento verdadero de lo justo: los males del género humano se remediarán sólo con el gobierno de los filósofos. Platón se convertirá en consejero y formador de dirigentes.
Alrededor de sus 40 años este cambio de perspectiva produce una torsión en su vida y obra. Hacia 387 Platón viaja a Italia, donde se encuentra con Arquitas de Tarento, filósofo y matemático pitagórico que a la vez está al frente de su polis (una suerte de gobernante filósofo), e inicia con él y con su círculo una perdurable amistad. Influencias pitagóricas irán a injertarse en la cepa socrática de su pensamiento. El viaje continúa a Sicilia, a la corte del tirano Dionisio I de Siracusa. El acontecimiento decisivo, preñado de destino, es el conocimiento del joven Dion, cuñado de Dionisio, de unos 20 años, con quien estrecha una amistad apasionada y en quien encuentra el perfecto discípulo para sus concepciones filosóficas, políticas y morales. Aunque la Carta VII no dice nada, Platón no debió de haberle caido bien al tirano, a quien habría intentado atraer a su filosofía. Una leyenda posterior, tal vez cierta, afirma que fue capturado o hasta vendido como esclavo por Dionisio mismo, y rescatado por un conocido cuando era subastado en la isla de Egina.
Tras el intento de convertir a un tirano, hacia 387 se funda la escuela de formación de dirigentes La Academia, que no es en rigor el primer intento en ese sentido después de la enseñanza asistemática de los sofistas. Ya hacía unos años que Isócrates -logógrafo, esto es, escritor de alegatos judiciales, que luego profundizaría su injerencia en la gran política a través de discursos escritos- había abierto una escuela de dirigentes que recoge de la sofística la orientación retórica y pragmática. Lo que Isócrates enseña y llama philosophía es una retórica con fundamento moral, pero no metafísico. La Academia ofrece una enseñanza con la misma finalidad, pero de base metafísico-científica. En conexión con ella hay que pensar la publicación de República, que funciona como su manifiesto y como presentación del programa de estudios. La Academia no debe ser pensada como una escuela platónica en la que se juraba por el maestro, sino como un centro de investigación donde la discusión era muy viva. El presupuesto ‘platónico’ común y mínimo sería en todo caso la convicción filosófica de que la realidad tiene a la base una estructura inteligible, cuyo conocimiento es condición necesaria de la acción, que sin ello es ciega. La interpretación platónica de esa estructura son las Ideas, pero no hace falta compartir ni el modo en que Platón las presenta, ni la doctrina misma. Por el contrario, en sus mismos diálogos (especialmente el Parménides) queda la huella de las fuertes discusiones a que era sometida esta doctrina central.
La finalidad manifiesta de la Academia es la formación de asesores políticos. Las cartas mencionan a Erasto y Corisco, que vuelven a legislar a su ciudad, Escepcis en la Tróade (Asia Menor), y se vinculan con Hermias, tirano de la cercana Atarneo. Hermias, ‘convertido’ por ellos, representa un experimento exitoso, en pequeña escala, del gobernante filósofo. A la muerte de Platón, Aristóteles y otros académicos irán a su corte. El mismo Aristóteles es convocado para educar a Alejandro como especialista, egresado de la Academia 7. Pero el campo principal de las aventuras políticas de Platón seguirá siendo Sicilia. La isla había conocido un fenómeno de concentración del poder semejante al de las potencias metropolitanas, pero por motivos geopolíticos distintos: la necesidad de enfrentar a Cartago. Hacia fines del siglo V los cartagineses vuelven a avanzar sobre la isla, y de esta crisis surge el joven general Dionisio como tirano de Siracusa, quien incrementa su poder concentrando la población y a lo largo de 40 años logra tener a raya al enemigo.
Platón vuelve dos veces más a Sicilia, donde en 367 ha accedido al poder el hijo o sobrino de Dionisio, del mismo nombre. La primera vez llamado por Dion, que lo entusiasma con que el joven tiene inclinaciones filosóficas y puede convertirse en el gobernante con que sueña la Academia. Pero las aficiones filosóficas de Dionisio II resultan superficiales para el gusto de Platón, que siente que el joven tirano lo quiere sólo para prestigiarse. Además, Dionisio está celoso de Dion, a quien expulsa, reteniendo al filósofo. Unos cuatro años más tarde Platón, que queda envuelto en las intrigas de Dion, hace un último viaje con la promesa del tirano de salvar la situación de éste a cambio de su visita, pero Dionisio no cumple y Platón tiene que ser rescatado por sus amigos de Tarento. Platón no vuelve más a Sicilia, pero Dion, con una blanda desaprobación del viejo filósofo8, organiza desde la Academia, junto a otros compañeros, una expedición armada para derrocar a Dionisio II, y de hecho logran tomar el poder. Siguen años confusos, en los que Dion enfrenta un retorno de Dionisio y a sus propios secuaces, hasta que es él mismo asesinado por un ateniense. Todos los personajes de este drama un tanto sórdido están en conexión con Platón, quien dirige las Cartas VII y VIII a los partidarios de Dion, que han recuperado el mando, casi como una explicación. La historia siciliana seguirá su curso. Dion y Platón no lograron instaurar un gobierno filosófico, pero sí liquidar el polo de poder de los tiranos de Siracusa, tal vez poco de acuerdo con las sublimes exigencias ético-políticas del filósofo pero efectivo, y que de perdurar hubiera quizás permitido a los griegos de Sicilia y al mundo griego en general una oportunidad distinta frente al horizonte en el cual aparecería finalmente Roma.
Platón vivirá todavía hasta el 347. A su muerte, a los 81 años, está trabajando en Las Leyes, su último gran intento de reformular el problema de la Ciudad, que lo obsesionara toda su vida.
Si una exposición de la teoría política de Platón nos remite a los grandes textos en que esto es tema explícito, como República o Leyes, el problema no puede menos que abarcar, al menos como trasfondo, la totalidad de la obra. Lo político y lo metafísico atraviesan la vida misma de Platón, y su metafísica tiene raíces políticas. Y la exposición central de su teoría política en República lo obliga a dibujar, así sea en esbozo, la totalidad de su metafísica madura.
Con el genial escritor y dramaturgo que es Platón hay que atender a los personajes y a la situación dramática. Para un diálogo en que se debatirán los problemas de fondo de la política, escrito en, si no para, una ciudad que ha pasado por lo peor, podríamos imaginar un marco donde se sintiera la presencia de la diosa de la ciudad y un elenco de reposados varones dispuestos a hacer la crítica de toda la experiencia del siglo V y ansiosos por reafirmar la pátrios politeía, la (supuesta) constitución tradicional. Nos encontramos en cambio con un Sócrates que baja al Pireo para participar en un festival nuevo, dedicado a Bendis, una forma tracia de Ártemis. Allí es retenido en casa de Céfalo, rico meteco llamado a Atenas por Pericles, y la concurrencia incluye a los hermanos de Platón, Glaucón y Adimanto; a Nicerato (hijo de Nicias, respetado general ateniense que será deshecho en Siracusa), quien será condenado por los 30; a los hijos de Céfalo, Polemarco y Lisias, luego célebre orador, y al sofista Trasímaco de Calcedonia. Los personajes mezclan, pues, jóvenes aristócratas con ricos metecos y los que podríamos llamar representantes de la nueva cultura, y encarnan más de una alusión a acontecimientos que, en la fecha dramática, están en el futuro. El escenario por detrás, el Pireo, ámbito de la democracia orientada al mar, opuesto al agro aristocrático y conservador, lugar de las glorias del imperio y de su desastre (la expedición a Sicilia organizada por Alcibíades) y de la resistencia armada a la tiranía oligárquica de los Treinta, está, sobre todo, cargado de sentido. El Pireo representa, en el drama político ateniense, todo lo que pudo verse como apertura e impulso o bien como elemento de disolución. Y al transfondo marinero, plebeyo y democrático, se agrega aún el elemento semibárbaro: el diálogo no está puesto bajo la advocación de Atenea sino de Ártemis, en una forma bárbara al parecer recién introducida. Ártemis misma es diosa de las fronteras, de los espacios de transición entre la ciudad y el bosque. Como si se mirara a la Ciudad desde sus bordes, en donde pasa a disolverse en lo otro. Sócrates baja al Pireo y se mezcla con la multitud portuaria de pireenses y forasteros en fiesta: los bordes, míticos y políticos, no son ignorados. Al contrario, son el dato y el punto de partida 9.


La
construcción política platónica: la problemática de la justicia
República contiene el tronco de la teoría política platónica y también su trasfondo no explícito. Es un obvio texto de base, aunque hay que complementarlo con una mirada a los otros diálogos en que se replantea el problema. Para tratar de entender su sentido tenemos que buscar en el texto los pasos manifiestos y disimulados de la construcción política platónica y el estatuto de su propuesta política.
Los primeros tramos, que pueden ser un buen ejemplo de la metodología ‘socrática’ habitual en los diálogos, tienen un lugar necesario en la economía del diálogo. Sócrates inicia la conversación con el dueño de casa, Céfalo, acerca de la aceptación de la vejez y la utilidad de las riquezas, que sirven para no engañar ni mentir, y ante la cercanía de la muerte, para pagar deudas a hombres y dioses (justamente, Céfalo está llevando a cabo un sacrificio), y así se orienta hacia una primera definición de lo que será el tema explícito del diálogo, la justicia, como “decir la verdad y devolver a cada uno lo que de él hemos recibido” (331c)10. La ‘definición’ no deja de ser una ejemplificación de acciones justas, procedimiento típico de la consciencia común, que supone que basta con la mera exhibición de lo dado para que esto se explique por sí mismo, y da lugar fácilmente a los contraejemplos: en el caso, decir la verdad o devolver un arma al amigo que ha enloquecido. Céfalo es pronto substituido por su hijo Polemarco, quien invocando al poeta Simónides retoma la fórmula ‘la justicia es devolver a cada uno lo suyo’, entendiendo esto como ‘darle lo apropiado para él, o lo que conviene darle’, y rápidamente la traduce com ‘hay que hacer siempre el bien y nunca el mal a los amigos y a los enemigos devolverles el mal’ (331e-332a).
Metodológicamente, este segundo paso logra generalizar la idea y supera la mera ejemplificación. En realidad, se está enunciando la concepción más básica de la justicia presente en la moral tradicional: la interpretación de la fórmula refleja la concepción ‘homérica’, ‘heroica’, de la moral como afirmación de sí. La venganza no sólo era socialmente aceptada y exigida, sino que podía llegar a constituir una auténtica obligación religiosa11. Es una buena carta en el juego: el sentido común la admitiría sin más como verdad. A nosotros, con siglos de moral evangélica a cuestas –y además depreciada como lugar común- nos es difícil calibrar la profundidad –y el escándalo- de la revolución moral socrática, que reflejan justamente textos como éste, donde se va a establecer la obligación de hacer el bien en todos los casos.
El desmenuzamiento dialéctico de la fórmula conduce a resultados paradójicos: la justicia aparece como inútil, o como un arte de robar en beneficio de los amigos y perjuicio de los enemigos, y los amigos pueden ser o sólo parecer buenos. Esta discusión es posible a partir de la comparación de la justicia con las actividades técnicas (tékhnai), como la medicina y la cocina (que ‘dan’ ciertas cosas a quienes conviene), la navegación y la guerra, etc. Esa comparación también rige la pregunta de si el justo puede hacer mal a alguien (a los enemigos). La areté de los animales, es decir, la capacidad para realizar su función, (de los caballos y los perros el correr o la vigilancia, por ej.) resulta perjudicada cuando se les hace daño: se los hace peores. Lo mismo sucede con el hombre. Y si la justicia es una areté humana, dañar al hombre es hacerlo menos justo. A diferencia de otros técnicos, el justo ejercitaría su areté en hacer malo a otro. Pero lo bueno no puede hace mal, como lo caliente no puede enfriar o lo seco mojar. Por lo tanto, dañar es propio de lo injusto, y la máxima tradicional habría sido dicha en realidad por un tirano. La cuestión queda para ser replanteada.
En este primerísimo tramo, al que no se suele prestar mucha atención, se ha decidido algo esencial: la posición de la justicia en el ámbito de las técnicas u oficios útiles, con comparaciones más que usuales en el Sócrates de los diálogos. La base de las argumentaciones –que al lector de una traducción pueden parecer algo incoherentes- son dos términos intraducibles, tékhne y areté, cuyas versiones usuales dicen justamente lo que no son. Tékhne no es ‘técnica’ en el sentido moderno, ligado al desarrollo mecánico y a la apropiación de la naturaleza, ni ‘arte’, ligado a las ‘bellas artes’. Una tékhne –noción que se opone a la mera empirie- es un conjunto de reglas para obtener ciertos resultados o ejercer determinada actividad, reglas que a su vez se basan en el conocimiento (hay que subrayar este momento intelectual) del sector de la realidad en cuestión. La medicina, la agricultura o la navegación son ejemplos obvios. La época de la sofística, que cultivará sobre todo la tékhne retórica, promoverá a este campo otras actividades, inclusive la cocina o la lucha. Ya indicamos que la otra noción, areté, resulta ininteligible desde su usual traducción como ‘virtud’. Areté es lo propio de quien es ‘muy bueno’ en alguna capacidad: tékhne y areté juegan en el mismo ámbito. La palabra areté, por supuesto, será la clave de la ética, o mejor de las éticas griegas filosóficas, pero antes que nada de la moral prefilosófica. Originariamente propia de la más alta valoración social (y en esta dirección se relaciona con la aptitud para el mando), va a difundirse para indicar más en general las capacidades humanas, y por último –como al final de este mismo libro I de Rep.- las ‘excelencias’ y capacidades de animales y aún de cosas o instrumentos.
Una violenta intromisión de Trasímaco provoca un pequeño drama metodológico: el sofista quiere impedir la sinuosa dialéctica socrática, exigiendo una respuesta proposicional y precisa y no “lo conveniente, útil, ventajoso, lucrativo o provechoso”, y termina dándola él mismo, con gran satisfacción y no sin anticipar que cobrará por ella. Según Trasímaco, entonces, (338 c), la justicia es lo que conviene al más fuerte. Y apurado por Sócrates, que no se guarda una broma (¿sería justo entonces que comamos la comida que aprovecha a los atletas campeones?), explicita la fórmula: en las ciudades, sea que estén regidas por una tiranía, democracia o aristocracia, en cada caso el gobierno tiene la fuerza y dicta las leyes que le convienen: democráticas, tiránicas, etc. Y demuestra que son justas de facto, castigando a quienes las violan como culpables
de injusticia. La justicia, pues, es la conveniencia del gobierno establecido, sea cual fuere, ya que tiene la fuerza y el poder. Algo más abajo, la discusión definirá al gobernante stricto sensu como aquel que es tal sólo en tanto y en cuanto no se equivoca acerca de su conveniencia.
La postura de Trasímaco ha sido aproximada a la que en el Gorgias expone el extraordinario personaje Calicles, una suerte de sostenedor por anticipado del superhombre. La existencia histórica de Calicles tiende a negarse; está dibujado con tanta pasión, que se ha sugerido que Platón proyectó en él lo que hubiera sido él mismo sin la influencia de Sócrates. Calicles distingue entre lo justo por convención (o ‘por ley’, nómo(i)), esto es, la igualdad y la fealdad de cometer injusticia, y lo justo por naturaleza (physei)12, la dominación del fuerte sobre el débil. La ley es sólo la red que los débiles arrojan sobre el león para impedirle moverse. Si la felicidad consiste en el placer, sostiene Calicles, y el placer es la satisfacción de los instintos, el fuerte tiene que ampliar sus instintos lo más posible y tiene derecho a satisfacerlos, y esto sería la justicia. Lo natural y lo justo no es pues una igualdad o hermandad, sino el derecho del más fuerte (482e-484c; 491e-492c). El Trasímaco de Rep., partiendo también de la fuerza, vuelve a unir ley y naturaleza. Poseemos del auténtico Trasímaco algún fragmento donde la alusión convencional a la ‘justicia’ se contradice con el personaje platónico. Pero éste está ofreciendo en realidad un enunciado descriptivo, no normativo. La diferencia con Calicles es no sólo que ‘el fuerte’ es quienquiera ejerza el gobierno (y así no caería en las dificultades de Calicles cuando se le hace notar que es la multitud la que manda), sino que no se trata de ningún ‘derecho de naturaleza’, sino del mero hecho del poder.
Trasímaco, mezclando por cierto el sentido que ha dado a ‘justo’ e ‘injusto’ y el usual, concluye que al justo siempre le va peor que al injusto. La injusticia llevada a cierto punto, es ‘más fuerte, libre, poderosa que la justicia’. Sócrates, frente al ejemplo del pastor que cuida el rebaño para su provecho, muestra que las técnicas en sí mismas tienden al bien de aquello a lo que se aplican. El beneficio para el técnico es paralelo y depende del ‘arte del asalariado’. Los gobernantes, en consecuencia, gobiernan en beneficio del más débil y obtienen a cambio recompensas, honores, o el no ser gobernados por inferiores. Pero esto queda para otra ocasión. Lo que se va a discutir, en un enfoque que organizará toda la arquitectura del diálogo, es si la vida del injusto es mejor que la del justo. De acuerdo al terreno en que se ha puesto la cuestión, es un problema técnico: hay que decidir si es la justicia o la injusticia la que es areté y sophía, capacidad ejercida de acuerdo a un saber, que nos permite obtener lo útil o ventajoso en la vida. Poner la justicia en el ámbito de las tékhnai supone pues que hay un ‘arte’ o ‘técnica’ de vivir y un conocimiento del fin de la vida, y una capacidad (areté) para alcanzarlo13. La tarea o función (érgon) propia de cada cosa (‘del caballo o de lo que sea’) es lo que se puede hacer:
a. o sólo con eso (oír con los oídos, ver con los ojos),
b. o del mejor modo con eso (cortar los sarmientos de la vid con varios instrumentos, pero mejor con la podadera).
Ninguna cosa podría realizar bien su función propia si substituimos a la areté propia de ella la correspondiente kakía (no ‘maldad’ ni ‘vicio’ sino deficiencia o disfunción: la ausencia de sentido ‘moral’ en areté y su contrario es evidente en los ejemplos dados). Hay una función de la psykhé (demos a la palabra su traducción usual de ‘alma’, pero entrecomillada) que ningún otro ente puede hacer, como cuidar, mandar, deliberar; y en primer término vivir (tò zên), su función principal. La psykhé tiene cierta areté. Si se la quitan, hace mal sus funciones y se convierte en una ‘mala’ psykhé. Y, termina rápidamente el argumento, en una conclusión provisoria que tendrá que ser retomada a lo largo de todo el diálogo, como la justicia era una areté del alma y la injusticia una deficiencia, la psykhé justa, o el hombre justo, vive bien y el injusto mal. De allí se derian felicidad e infelicidad. Es ventajoso ser feliz, y entonces la justicia es más ventajosa.
La psykhé -a la que se empieza adjudicando ciertas funciones que llamaríamos ‘psíquicas’, pero que tienen neto alcance ético-político- tiene como función más propia y general ‘vivir’. Esto está sostenido por la semántica usual y arcaica de psykhé, aquello cuya presencia en el hombre permite la vida, o mejor, cuya partida determina la muerte. Pero -al menos desde Sócrates, o desde el Sócrates platónico (Critón 48b) hasta Aristóteles (Política 1252b30), vivir, zên, sólo se completa como eu zên, ‘vivir bien’, fórmula que equivale a la buena vida política, la cual frente al mero vivir biológico, zên, da la plena dimensión de la vida humana. La justicia aparece aquí como una areté junto a otras. Sin embargo, en ese mismo transfondo está la idea expresada por un proverbio, “la justicia es la suma de todas las virtudes”14. En el desarrollo del diálogo, la justicia aparecerá en cierto modo como la condición de posibilidad de las otras virtudes.
Al no haberse respondido a la pregunta inicial por la justicia misma, los resultados del libro I 15 son dados como no válidos. Pero el camino hecho ha servido para poner en cuestión tanto las concepciones tradicionales como las teorías sofísticas del poder: ambos momentos están envueltos en una misma crisis, y tienen que ser superados juntos. Y se aporta todavía un elemento más. Ya en el libro II, el diálogo substituye la interlocución de Trasímaco, que en adelante apenas dará señales de vida, por la de los hermanos de Platón, Glaucón y Adimanto. El primero adelanta, esperando ser refutado, una tercera concepción de la justicia que se mantiene fuera de la pregunta por su ‘esencia’ y en el ámbito de su utilidad. Se distingue entre bienes que se agotan en el goce que proporcionan, bienes agradables y además queridos por sus consecuencias, y bienes penosos, queridos sólo por sus consecuencias. La justicia, que debería estar en la segunda clase, es vista por la mayoría en la tercera. La injusticia sí sería un bien, pero padecerla constituye un mal mayor que el bien que supone cometerla. Los hombres, no pudiendo evitar la injusticia ni cometerla impunemente, convinieron en que era
preferible no hacer ni padecer injusticias. Éste es el origen de la ley y las convenciones, a

 partir de las cuales se designa ahora a lo legítimo y justo. La justicia no es un bien, sino un término medio entre el mayor bien (cometer injusticia) y el mayor mal (no poder vengarse de la injusticia). Pero el más justo de los hombres, si pudiera obrar como quisiera (como en la leyenda del anillo de Giges, que volvía invisible a quien lo llevara), cedería al deseo de tener más que los otros (pleonexía), ‘que toda naturaleza busca como lo bueno’, y que la ley reprime por la fuerza para preservar la igualdad.
Estamos aquí ante una teoría del origen convencional de la ley y la justicia, que en cierto modo resulta un Hobbes a mitad de camino: el pacto de no agresión que funda lo legal parece sostenerse sin necesidad de la constitución del Leviatán. Pero esto es así porque, a diferencia del hombre natural hobbesiano, cuya fuerza o astucia pueden siempre rehabilitarlo para la guerra, los actores de este pacto son esencialmente impotentes. Glaucón expone ‘lo que se dice’, lo aceptado por la opinión general. Se trata del hombre común y mediocre, que quiere y no puede ser injusto. Lejos de Calicles y su superhombre, acá primiedo: el perfecto injusto es inalcanzable.
El otro interlocutor, Adimanto, completa la vuelta de tuerca. Padres y poetas sólo recomiendan la justicia por sus consecuencias, y se considera que hasta los dioses ayudarían a los injustos, ya que sus sanciones pueden ser negociadas mediante ofrendas y ritos pagados con los productos mismos de la injusticia. Entonces es ésta la que en realidad resulta preferible por sus consecuencias, y todo inclina a los jóvenes hacia ella. La defensa de la justicia no podrá tener en cuenta, pues, las consecuencias externas, sino sus efectos en el alma, único modo de mostrar que es ventajoso poseerla por ella misma. El problema tiene que ser estrictamente planteado en condiciones límite: un hombre injusto, capaz de realizar la injusticia como un perfecto artista, y que lleva una vida feliz aún con respecto a los dioses, y un justo al que se despoja de todo, hasta de la apariencia de ser justo, y acumula sobre su cabeza todos los males, hasta una muerte entre suplicios, conservando sólo la justicia. Al fin de la vida, se tratará de ver cuál ha sido feliz.
En este punto termina la primera parte y puede comenzar la etapa constructiva del diálogo. Hasta aquí se ha pasado revista a la actitud inmediata, que supone sólo la existencia de cosas empíricas cuya ejemplificación y exhibición bastaría (Céfalo); a la moral ‘heroica’ tradicional (Polemarco); a las concepciones de cuño sofístico (Trasímaco); y por último, a la actitud prudente y cobarde del hombre común (Glaucón). Es decir, se ha dado cuenta de ‘lo que se dice’, de los diversos estratos dóxicos acerca de la justicia que circulan en la polis. El ámbito de esta primera etapa del diálogo es el de las sombras proyectadas en el fondo de la caverna. En adelante empezamos a ascender hacia las cosas que las proyectan.
Se ha discutido la condición del individuo justo. La búsqueda propuesta comienza substituyéndolo por la ciudad, sin más justificación que la imagen (368d) de la lectura, más cómoda, en caracteres grandes, a comparar con los pequeños para ver si son las mismas letras. La homología estructural entre el alma y la ciudad sólo se justificará al exponerse la tripartición del alma, cuyas ‘partes’ o funciones se corresponderán con los estamentos funcionales de la ciudad, en el libro IV. Fedón había puesto en juego una psykhé que consistía sólo en la pura actividad intelectual, a la que se oponían, como sôma, los aspectos ‘psíquicos’ que corresponden a la sensibilidad y las pasiones. República incorporará estos elementos al ‘alma’, y esta multiplicidad, que interioriza en ella el conflicto, permite explicar cómo una virtud de relación a otro como la justicia puede darse y ejercerse en el ámbito interno del individuo 16.


Génesis y esencia de la ciudad
Queda claro desde el comienzo el carácter no empírico ni histórico, sino lógico, teórico y constructivo de la indagación. ‘Si examinamos con el lógos una ciudad que surge, conoceríamos cómo surgen su justicia e injusticia’, propone Sócrates. El procedimiento para descubrirla será genético y analítico: el desarrollo de la ciudad se proyectará a partir de sus elementos mínimos necesarios. Y el elemento propiamente dicho es el individuo. La familia, entendida como célula biológica y dispositivo de procreación y crianza, está simplemente ignorada. En este primer germen de ciudad está ignorado, inclusive, el sexo. Las condiciones de la reproducción sólo serán tratadas en relación a los guardianes, como una técnica altamente artificial y en el marco de las exigencias de la alta política. La Ciudad se origina, se deduce, sólo de la incapacidad del individuo para bastarse a sí mismo. Cada necesidad lleva a un hombre a unirse con el que puede satisfacerla, y la variedad de necesidades da lugar a una multiplicidad de hombres –esto es, de funciones- reunidos en un lugar para ayudarse entre sí. Y este intercambio se supone llevado a cabo en interés propio. La usual adjudicación a los griegos de una concepción donde la comunidad política funciona como dato primario no se comprueba en este texto decisivo. No hay instinto gregario ni necesidad de compañía que lleve a los hombres a agruparse, y menos la unidad y concordia cívica en la que más adelante Platón pondrá tanto énfasis. La sociedad se origina sólo por necesidades económicas17.
La Ciudad, además, no se propone la satisfacción de otras necesidades más que las básicas: la alimentación de la que depende la vida, habitación y vestido. En el libro I se había planteado la cuestión de la justicia en el marco de una ‘técnica de la vida’. Este marco continúa en los análisis presentes. Se trata del vivir en el sentido estrictamente biológico de las
condiciones y medios de la supervivencia. Para satisfacerlos harán falta un labrador, albañil, tejedor, zapatero: la ciudad estará compuesta necesariamente por cuatro o cinco hombres. Éstos podrían procurarse todo por sí mismos, haciendo todos los trabajos, pero del supuesto de la no autosuficiencia del individuo se deriva el de la división del trabajo: cada uno producirá un solo tipo de bienes. En una comunidad dispuesta para la satisfacción de necesidades elementales, esto atiende sólo a la facilidad inmediata de la realización del trabajo, y en todo caso a la calidad del producto. En este contexto, el principio moderno de la productividad no tiene sentido18. Pero detrás de ello hay más, mucho más: con la adopción aparentemente inocente del principio de la división del trabajo, en un marco en que resulta casi obvio (todo se hace más fácil, cada uno tiene aptitudes diferentes, el trabajador tiene que estar disponible en el momento oportuno), se ha sentado una pauta básica que se extrapolará a las más importantes construcciones políticas de Rep. y regirá opciones doctrinarias e ideológicas decisivas.
Por de pronto, los cuatro ciudadanos que producen los insumos básicos requerirán quién les fabrique sus herramientas: harán falta carpinteros, herreros, quienes críen ganado para las necesidades de la agricultura, el acarreo y la provisión de materias primas (pero no para comer: esta gente es vegetariana). La ciudad, que ya no es tan pequeña, seguramente deberá importar algo, y por lo tanto producir bienes de exportación, lo que supone artesanos, comerciantes y marineros. Y la división del trabajo requiere intercambio, un mercado y moneda. Esta intermediación estará a cargo de los más enfermizos. Los que sólo poseen fuerza física, la venden como asalariados.
‘La ciudad ha crecido hasta ser perfecta’ declara un Sócrates satisfecho. Pero la justicia y la injusticia no surgen de lo examinado, salvo tal vez que –como sugiere el interlocutor- se den en las relaciones mutuas que crea la necesidad. Para ceñir más de cerca el problema, Sócrates hace una descripción memorable del género de vida de estas gentes: producirán granos, vino, vestidos y calzado. Construirán sus casas, trabajarán desnudos en verano y abrigados en invierno. “Se alimentarán con harina de trigo o cebada, tras amasarla y cocerla, servirán ricas tortas y panes sobre juncos o sobre hojas limpias, recostados en lechos formados por hojas desparramadas de neuza y mirto; festejarán ellos y sus hijos bebiendo vino con las cabezas coronadas y cantando himnos a los dioses (...). No tendrán hijos por encima de sus recursos, para precaverse de la pobreza o de la guerra.” Podrán comer con el pan sal, aceitunas y queso, cebollas y legumbres hervidas, higos, guisantes, bellotas. “De este modo, pasarán la vida en paz y con salud, y será natural que lleguen a la vejez y transmitan a su descendencia una manera de vivir semejante” (372a-d). La réplica del interlocutor cae como un balde de agua sobre este idílico entusiasmo y parece condenar al fracaso todo el esfuerzo hecho: “Si organizaras una ciudad de cerdos, Sócrates, ¿les darías de comer otras cosas que ésas?” Nunca se enfatizará lo suficiente la necesidad de leer a Platón teniendo en cuenta su ironía que, como en estaescripción de la Edad de Oro, puede llegar a ser muy dura 19.
Los presupuestos a partir de los que se proyectó esta ciudad, coherentemente desarrollados, dan como resultado una sociedad bastante compleja, en la que existen inclusive el comercio internacional y la moneda aunque no se habla del régimen de propiedad. Y sin embargo se supone una simplicidad que no requiere ni coerción ni defensa ni gobierno20. La ciudad resultante está dirigida a satisfacer solamente las necesidades elementales. Es, pues, una ciudad ‘gástrica’, reducida a una sola de las funciones que se atribuirán al alma y al segundo modelo de ciudad: el elemento apetitivo-productivo, que resultará inferior al energético-militar y al racional-dirigente. Pero estos últimos están acá ausentes por innecesarios. Por eso la justicia –que será una cierta relación entre las ‘partes’ del alma y de la ciudad- no puede encontrarse aquí.
¿Creía Platón en la posibilidad o en la realidad histórica de una comunidad de este tipo? Es más que dudoso. En todo caso, su pesada ironía indica que no la consideraba deseable. La ciudad gástrica sólo desarrolla una de las funciones humanas, la inferior. Pero esta comunidad idílica y satisfecha se cierra sobre sí misma, y no podría ni querría superar su felicidad animal. Para pasar a lo que provisoriamente podríamos llamar ‘cultura’, es decir, a la emergencia de las funciones ‘superiores’ y por lo tanto al desarrollo de las más altas ‘virtudes’- hay que admitir un impulso que podría venir del exterior -lo que no está en las reglas- o redefinir la comunidad para que contenga en sí ese impulso. Pero si se ha descrito una comunidad ‘buena’ y ‘perfecta’, satisfecha, ese impulso sólo puede venir de un elemento negativo. Los interlocutores tendrán que cambiar su comunidad inocente por otra corrupta. Platón tiene que proceder a la peligrosa operación de inocular gérmenes patógenos en la comunidad sana y enfermarla, volverla ‘febriculosa’ o ‘inflamada’ (phlegmainoûsa, 373a), y dedicar todo el largo proceso siguiente a curar esa enfermedad. Pero ese proceso es también, en principio, la emergencia de más altas posibilidades de realización humana. En otras palabras: si la ‘inocencia’ no existe ni es deseable, toda virtud y ciencia tiene que ser ganada a partir de la corrupción, que entonces aparece ambiguamente como un dato imposible de suprimir y necesario, y si se quiere, benéfico.
Para seguir buscando la justicia, entonces, hay que dejar aquella ciudad en sus comienzos y considerar una ‘con toda clase de comodidades’. Pero estas comodidades son ‘recostarse en lechos y comer en mesas, disfrutando de manjares y postres’: no se incorpora nada nuevo, sino sólo los refinamientos innecesarios de la satisfacción de las mismas necesidades; en realidad, de la más básica, la alimentación, pues todo lo que se agregue –desde los lujos y las prostitutas hasta el arte- está en función del banquete, tal como más o menos podía haberlo conocido Platón en Sicilia21. Estamos siempre en el modelo de la ciudad ‘gástrica’, pero esta vez ‘malsana’. No suele ser advertido que ésta es la ciudad que se convertirá en el ‘modelo’, la presunta ‘ciudad ideal’ de Rep. En el momento de ser introducido, este célebre modelo es presentado como una ciudad enferma y decadente.
La ciudad deberá ampliarse para incluir a quienes satisfarán los deseos no necesarios: cazadores, artistas –pintores, músicos, poetas, rapsodas, actores y bailarines-, orfebres y fabricantes de adornos femeninos, servidores, animales para comer y quienes los crían, y como corresponde en una ciudad ella misma enferma, médicos. Esto ha sido interpretado como “ansia de posesiones privadas... la fuente principal de todos los males sociales”22. Sin embargo, esto no es del todo correcto. El ‘ansia de poseer’ no es acá un ansia de acumular: se desean los bienes para su uso y goce. La posesión no nace obviamente del trabajo ascético que da lugar a la acumulación, de acuerdo al modelo weberiano de la moral puritana, sino al contrario, al mejor estilo Calicles, de la expansión de los deseos y satisfacciones sensibles y corpóreos (comida y sexo) propios del ‘vientre’, como puede esperarse de la índole propia de esta ciudad gástrica. En la raíz no está el afán de poseer, sino el afán de gozar.
La clave está en ese “afán ilimitado de posesión de riquezas, sobrepasando el límite de las necesidades” (373d), y la consecuencia será que el país no será suficiente y deberá extenderse sobre el vecino (y viceversa, si la disposición de éste es la misma). Se produce la guerra, y podemos decir que hemos descubierto su origen en esa pasión de poseer. Estamos así ante la necesidad de un ejército completo, capaz de defender las riquezas y la población. Y aquí el sencillo principio de división del trabajo comienza a operar en gran escala y en forma poco ingenua. El tradicional ejército de ciudadanos –la ecuación ciudadano-soldado, vigente desde la revolución hoplítica del siglo VII- es reemplazado en su nombre (y en la importancia del comtido) por un ejército profesional. Así se cierra lo que parece una secuencia deductiva.
Pero no hemos salido de la dinámica de los instintos egoístas dados por supuesto desde el inicio, y no hay ningún motivo para que éstos dejen de jugar en los soldados. Establecida la necesidad de un ejército profesional, Platón ve (cf. 416a-b) que la clase militar -distinta ahora del resto de la población- se haría necesariamente con el poder en beneficio propio. El tronco de la organización política que va a proponerse tenderá justamente a impedir que esto suceda. Como obviamente no puede haber un poder coercitivo superior a quienes detentan la fuerza, la solución tendrá que ser su educación. Esta paideia estará encaminada a hacerles aceptar un modo de vida que ahogue la tendencia a la apropiación para el goce egoísta. Hay que suprimir pues el núcleo mismo desde el cual es posible decir ‘mío’. Esto llevará a la supresión de lo privado, tanto de la propiedad como de la familia.
El texto produjo una inflación ‘malsana’ de la ciudad hasta llegar a la necesidad de un ejército profesional, que se ha deducido de las necesidades de la clase de los productores-gozadores. A partir de este punto se da una inflexión, y el establecimiento del duro modo de vida del estamento militar es considerado como una operación de purga de la ciudad toda (cf. 399e). La clase de los productores es dejada aquí, y el texto no volverá a ocuparse de ella. No se dice si la purga del modelo la alcanza también a ella. Sería inconcebible que permaneciera envuelta en refinamiento y lujuria y los ascéticos soldados aceptaran defenderla. Las pocas alusiones posteriores hacen suponer lo contrario. Pero es posiblemente falso el preconcepto, teñido de proyecciones modernas, que nos la hace sentir como oprimida y miserable, ‘proletaria’. En todo caso, a la vista del régimen de vida de los guardianes, nuestra contextura pequeño-burguesa nos la haría seguramente preferible. Seguirá siendo el ámbito de la propiedad y la familia, pero no se dice cómo se las regularía. También queda en la penumbra, para discusión de la crítica, la existencia de esclavos y su condición. Establecida la necesidad del estamento militar, el texto se concentra en adelante en ella. Las dos cuestiones decisivas, que ocuparán casi todo el esbozo de organización, serán cómo elegirlos y cómo educarlos.


El
estamento de los guardianes
La elección de los jóvenes soldados hace aparecer por primera vez una de las constantes del pensamiento político platónico, que volverá en otros lugares del texto y adquirirá una dimensión decisiva en Político: el problema de la armonización de los elementos fogosos y los mansos y reflexivos. Todas las cualidades militares podrían conducir a la agresión mutua y por lo tanto a la destrucción de ellos y de la ciudad que deben defender, a manos propias o de otros. Pero las referencias a la areté de los animales no han sido en vano. Una comparación o comprobación zoológica permite reconocer que esa coincidencia de opuestos existe, y no se pide algo contrario a la naturaleza. Las aptitudes naturales en base a las cuales habrá que elegir a los soldados (sagacidad, velocidad, fuerza, valentía), se encuentran en los perros guardianes, que darán su nombre a la clase. Sobre todo, los perros son mansos con los de la casa y agresivos con los desconocidos. Esto lleva a apuntar otra cualidad necesaria a este perro guardián humano, que será el germen de su conversión en gobernante: el ser “filósofo por naturaleza”. La indicación es esencial, pero está sellada con otro de los trozos maestros de la ironía platónica, aplicada ahora a su propia construcción: el perro gruñe al desconocido, aunque nunca le haya hecho daño, y les
hace fiestas a los conocidos aunque nunca le hayan hecho ningún bien. La pauta de discriminación es el conocimiento, y esto indica deseos de aprender: el perro es filósofo. Lo mismo habrá que buscar en los hombres.
La segunda cuestión será cómo criarlos y educarlos23. La base es la tradicional educación griega en música y gimnasia, que la paideia de los guardianes recoge. “Música” (de “musas”), en griego, comprende tanto la poesía como la música propiamente dicha. Su enseñanza consiste en el canto y memorización de los poetas, con Homero a la cabeza, los cuales, en ausencia de un texto sagrado u otra forma consagrada de autoridad, sustentan el saber colectivo como depositarios y transmisores de las concepciones religioso-políticas tradicionales sobre las que se basa la vida ciudadana. Platón incluye en ella también los cuentos de la primera infancia. Ese momento tempranísimo donde el carácter es maleable al máximo, fue siempre visto por Platón como decisivo y peligroso, y como una de las claves de la estabilidad política. Este momento prepaidético de la crianza (trophé) es el momento ontológicamente decisivo de la apertura al mundo. Esto corresponde al decir comunitario del m^ythos, las narraciones en que la comunidad nombra a los dioses, narra sus hechos y ubica al hombre en relación a ellos. Pero en Grecia el mito lleva los nombres propios de Homero y Hesíodo (377c, cf. Heródoto II 53), y este mismo carácter no anónimo indica que ya no es, o mejor, que en Grecia nunca fue (como en los pueblos ‘antropológicos’) un discurso cerrado sobre sí, capaz de instaurar y conservar el mundo de una sociedad tradicional. A la altura histórica de Platón, esas narraciones hace mucho que han sido cuestionadas, y es justamente en sus textos donde aparece la contraposición mito-logos. Pero el escepticismo de los intelectuales no quita al mito su enorme potencia organizadora. Por ello los dirigentes asumen el control político de la mitopoíesis. La posición de sí misma de una comunidad en sus mitos y la espontaneidad de la creación anónima o colectiva quedan reemplazadas por la introducción desde arriba, deliberada y consciente de mitos fabricados o modificados en función de la organización política y el manejo del poder: hay que seleccionar los mitos y no tolerar los que se opongan al proyecto, vigilar a quienes los componen, convencer a madres y nodrizas. Nos encontramos aquí con un procedimiento que reaparecerá en diversas instancias. No se trata de la imposición inquisitorial y externa de creencias, que Platón sabe muy bien que no funcionaría. Nuestro filósofo es más bien el inventor genial de las técnicas de inducción de creencias en niveles sub-racionales y sub-conscientes. Técnicas diferentes por cierto de la persuasión sofística, en parte sostenida por una racionalidad de la negociación y el acuerdo, y que siempre se desarrolla en el nivel consciente del habla y la escucha atenta. La misma objetividad del fundamento que pretende para sí la filosofía platónica le permite, como se indicará al cerrar la discusión sobre la música, introducir afectivamente ‘verdades’ que más adelante serán ‘reconocidas’ por la razón. Es fácil encontrar paralelos en los estados totalitarios y las contra-utopías del siglo XX, pero también en las sociedades democrático-capitalistas, movilizadas por la publicidad.
La expurgación de las fábulas a partir de los “mitos mayores” (377c) de Homero y Hesíodo, a veces denominada la “teología” de Rep., se propone depurar la concepción popular de los dioses. La crítica, en principio de carácter moral, abarca los abundantes aspectos de la mitología que a una lectura racionalizada parecen escandalosos y que pueden afectar las actitudes de los guardianes. Como fundadores y legisladores, a Sócrates y sus interlocutores compete no crear fábulas sino dictar normas para quienes las crean. El principio será ‘representar a la divinidad como es’. Detrás de las pautas éticas y de conveniencia política están los principios de la ontología platónica. Los guardianes no son, como tales, filósofos, y su educación les proporciona no un verdadero saber sino sólo una ‘opinión correcta’: si nos volvemos a remitir a la alegoría de la caverna, alcanzan sólo el segundo nivel, el del fuego, pero no salen de ella. Los mitos que se les cuenten reproducirán, en lenguaje figurado y como gestas divinas, los caracteres del verdadero ser, las Ideas, calificadas en Fedón 80b como ‘lo divino’, en neutro. La divinidad tal como es es “buena”, y lo bueno no puede hacer mal. La primera ley para los poetas sería pues que ‘la divinidad no es causa de todo, sino sólo del bien’. La segunda ley parte de las transformaciones y metamorfosis mitológicas –donde el ser de lo divino decae en apariencias cambiantes, fantasmas y engaños- para contraponerles el ser simple, que no se aparta de su forma (idéa) propia. Fedón 79a ss. justamente subraya la simplicidad y la permanencia en su identidad de lo que verdaderamente es. La divinidad, lo más excelente, no podría ser alterada desde afuera y menos desde ella misma, que siendo bella y buena sólo podría cambiar para peor, ni podría hacernos creer en transformaciones que en realidad no suceden, lo que sería mentir. Bondad, permanencia en el propio ser, veracidad, son los atributos ético-ontológicos de los dioses, a los que los guardianes deberán asemejarse en cuanto sea posible al hombre. La ambigüedad y la multiplicidad inquietante, las posibilidades de la apariencia quedan excluidas del fundamento, ya casi como el ‘mal’. La traducción política de esta situación ontológica es bastante obvia.
Es también importante el tratamiento de la mentira: la ‘verdadera’ mentira está definida no como la que se dice en palabras, sino como “la ignorancia en el alma del engañado” (382b). Este distingo abre la posibilidad humana (ya que los dioses son completamente ajenos al ámbito de la mentira) de la mentira útil: con los enemigos o los amigos perturbados; o en la creación de las fábulas cuando, por ignorancia del pasado, aproximamos en lo posible lo falso a lo verdadero. Esta poco ingenua posibilidad se convertirá luego (389b) en un ‘remedio’ que sólo debe aplicar el ‘médico’: prerrogativa de los gobernantes, para los cuales sería adecuado que “frente a los enemigos del estado y frente a los ciudadanos mientan para beneficio del estado”, mientras que los particulares que engañan a los gobernantes serán considerados gravemente culpables. Un poco más adelante, como veremos, abrirá la puerta a una célebre mentira política.
Luego 24 se expurgan los relatos sobre el Hades, condenando cuanto pueda infundir a los guerreros temor a la muerte, y sobre los héroes, con sus cualidades aceptables e inaceptables. Sobre los hombres, que completarían el esquema, resulta imposible fijar normas mientras no se sepa realmente qué es la justicia y si le corresponde o no la felicidad. Del tema o contenido (lógos) se pasa al estilo o modo de decirlo (léxis). El núcleo del problema estará en la conveniencia del estilo imitativo, propio sobre todo de géneros políticamente tan importantes como la tragedia y la comedia. Se teme la influencia en el carácter de la imitación de caracteres o circunstancias innobles. La abundancia de elementos imitativos y la variedad de ritmos y armonías, agradables para los niños y el vulgo, no deja de estar en contradicción con la simplicidad ontológica y política exigida. El ubicuo principio de la división del trabajo resuelve la cuestión. En una ciudad donde cada uno cumple una sola función y el zapatero no es piloto, y (los ejemplos pasan a ser políticamente envenenados) el labrador no es juez ni el comerciante soldado, como en la polis democrática y hoplítica, está completamente fuera de lugar ‘un hombre capaz de adoptar todas las formas e imitarlo todo’ (398a). Se lo honrará como a un ser divino y se lo invitará a irse. La versión según la cual Platón expulsa de la ciudad a los poetas malinterpreta el párrafo. El que no es aceptado es este imitador proteico, capaz de todas las metamorfosis. El poeta de esta ciudad –y toda estructura política, por su mismo carácter paidético, tiene que tener un poeta-, menos agradable y más sobrio, usará la narración simple, sólo imitará a los hombres de bien, y se adapará a los criterios educativos enunciados. Será el poeta del régimen 25.
Los mismos principios se aplican a la música propiamente dicha. La selección de armonías se hace según una muy precisa correspondencia entre las escalas del sistema musical griego y los caracteres o estados de ánimo: eliminadas las armonías lastimeras y muelles, quedan las que expresan el valor guerrero y las acciones pacíficas y mesuradas. Podemos entrever en qué medida la música -en la educación, en el teatro, en la guerra misma- permeaba el éthos político griego, aunque tal vez nos cueste entender la enorme importancia política que Platón le adjudica26. De hecho, de la estabilidad de las formas musicales se hace depender la de la ciudad misma (cf. 424c y Leyes 700a, donde la decadencia política de Atenas es adjudicada a las innovaciones musicales). No es casual que esta legislación sobre la música sea descripta (399e ya cit.) como purificación de una ciudad llena de lujos. La música, aunque el atractivo se manifiesta de muchos modos y todos los artistas, además de los poetas, deberán ser vigilados, es el núcleo de la educación porque impresiona el alma y la hace sensible a la belleza estético-moral mediante un vínculo previo a la razón, que luego será reconocido por ésta. La educación musical termina convertida coherentemente en ciencia ética, y por último culmina, en un tránsito lejanamente relacionado con Banquete, muy platónicamente, en una peculiar erótica: el educado en música, que rehuye lo discordante, ha de amar al alma noble encarnada en un hermoso cuerpo, aunque aceptaría un defecto corporal si el alma es bella. Pero el placer sensual, violento, se opone a la templanza. El ‘verdadero amor’ queda contenido en severos límites. Quien los traspase se hará acreedor al reproche de ser, literalmente, un maleducado (no músico e inexperto en lo bello, 403c) 27. Así se considera adecuadamente cerrada la discusión sobre la música, cuyo fin debe ser ‘el amor a la belleza’28.
La consideración de la gimnasia se rige por el principio de que el alma buena y cultivada imprime al cuerpo su areté y puede hacerse cargo de él. Como norma general se rechaza el régimen de los atletas profesionales, que enferman cuando se apartan de él, en favor de un régimen moderado propio de guerreros que deben mantenerse sanos en cualquier circunstancia, para lo cual Homero es buen maestro. El contraste entre esta simplicidad y los refinamientos gastronómicos y sexuales trae la consideración de la medicina y, tácitamente introducida por la dupla cuerpo-alma, de la abogacía (405a, dikaniké). Los buenos ejemplos en medicina los dan nuevamente Homero, con remedios rápidos para guerreros heridos, y el artesano obligado a trabajar, que no tiene tiempo de estar enfermo y se cura rápidamente o se muere. En la ciudad bien ordenada no hay lugar para el enfermo crónico, como los ricos actuales, y Asclepios, que “era un buen político” (407e), no dejó tratamientos para ellos. A los incurables del cuerpo la medicina debe dejarlos morir. A los perversos incurables, la justicia tiene que condenarlos a muerte. Pero los jóvenes guardianes no necesitarán de la justicia, y apenas del médico.
Con la observación general de que música y gimnasia no forman una el alma y la otra el cuerpo, sino ambas el alma, Platón retoma el tema recurrente de la armonización de los caracteres. La ferocidad y la blandura de quienes practican una sola deben convertirse en valentía y carácter filosófico, y reunirse armónicamente en los guardianes. La justa tensión y relajamiento de estos elementos sería el verdadero fin de música y gimnasia, propio del verdadero músico, y la tarea del verdadero gobernante, por la que subsistiría la politeía. La decadencia política empezará justamente con el predominio de la gimasia (infra, 546d).
Este esbozo, que deja de lado la normativa de las actividades particulares, se completa con la primera indicación acerca de los gobernantes, seleccionados entre los más viejos y los mejores en defender la ciudad: el principio intelectual gobernante, apenas desarrollado, no se diferencia aquí suficientemente del cuerpo militar, y los gobernantes no son por ahora más que jefes, generales que cuidan en el más alto nivel de la organización y disciplina del ejército. Hay un motivo tácito para presentarlos así: al señalarse por primera vez la cumbre de la construcción, se invierte la perspectiva individualista originaria. Estos gobernantes son presentados como los ‘perfectos guardianes’, de los que los llamados guardianes serían ‘auxiliares y ejecutores’: los que salvan a los soldados de convertirse en soldadotes. En ellos, lo común suplanta a lo mío de las tendencias egoístas. Se protege lo que se ama, aquello cuya felicidad y desgracia se consideran como propias. El
gobernante deberá ser ahora aquél empeñado en el bien de la ciudad, y los candidatos habrán sido probados desde chicos, tanto en los sufrimientos como en los placeres para probar su carácter y comprobar que la mantienen como su interés primero.
La puerta abierta para el uso humano de la mentira va a ser usada (148b ss.) para sellar este primer esbozo de organización política con una “noble mentira”, destinada a ser creída por los gobernantes mismos, o por lo menos por el resto de los ciudadanos. Esa “historia fenicia”, difícil de hacer tragar, de lo que Platón es consciente, combina dos mitos preexistentes. En primer lugar el de la autoctonía 29. Habría que convencer a los guardianes de que la educación recibida ha sido un sueño, que la tierra los ha formado en su seno y los ha parido con todas sus armas y posesiones, y por lo tanto es su madre que deben defender, y los demás hombres sus hermanos. Pero este mito, propio de aristocracias guerreras, se combina con el de las razas, de raíz hesiódica, y estos hermanos resultan diferenciados por el dios mediante la inclusión en ellos de oro, plata, bronce o hierro. Los caracteres se transmiten en verdaderas castas, aunque queda una probabilidad de que la descendencia pertenezca a otro metal. Los gobernantes deberán estar atentos a ella, porque “existe un oráculo según el cual la ciudad sucumbirá cuando lo custodie un guardián de hierro o bronce” (415c). Este mito, increíble para la primera generación, podría tener curso en las siguientes.
El mito suele causar molestia entre los comentaristas, y Popper ve en él la fundamentación racista del estado platónico. Más adelante las disposiciones sobre la reproducción constituyen un conjunto de estrictas medidas eugenésicas, y si bien la eugenesia platónica no dispone como el racismo moderno de una biología, la cría de animales le proporciona un modelo aceptable. Por supuesto, la lectura del texto posterior a la Segunda Guerra Mundial encuentra una sensibilidad erizada. El problema de Platón es legitimar el orden de la ciudad. Las ‘razas’, o mejor castas, organizan funciones: su legitimación tiene que ser algo más que propaganda, porque no se trata de hacer agradables ciertos aspectos del régimen, sino directamente de posibilitarlo, estructurando el éthos de la comunidad y de sus partes. Se supone que una justificación ‘racional’ sólo la proporciona la filosofía, a la cual ni siquiera el grueso de los guardianes accede. Un mito es entonces la solución adecuada. Ninguna estructura social es viable si no se encarna en los estratos más profundos y prerracionales de la colectividad. Pero el problema, aparte de que sea una mentira más o menos espúrea o cínica, es que, tal como se la plantea, la “historia fenicia” es apenas creíble. Más allá de la moralina no sería un instrumento eficaz, y Platón lo sabe (cf. 415d). Este mito indica un lugar en que el cartílago del armazón político no termina de cerrar. En vez de recurrir a mitos raciales con perfume nazi, Platón hubiera debido apelar al prestigio del saber de sus gobernantes. En ese sentido, los virtuosos ingleses y otros colonialistas modernos han tenido mejor fortuna cuando desde el s. XVIII en adelante fueron substituyendo la teología por la ‘ciencia’ natual o social para justificar sus imperios racistas.
Armada la primera aproximación al modelo hay que ponerlo a funcionar, y con ello los desajustes y chirridos, cuando no la insinuación de problemas más hondos, se hace sentir. Los jefes, ‘perfectos guardianes’, tienen que ocuparse de que “los enemigos de afuera no puedan hacer mal ni los amigos de adentro deseen hacerlo” (414b). El campamento de los guardianes tiene que estar en un lugar adecuado para reprimir sediciones tanto como para defenderse de ataques exteriores (415e). Este sordo rumor de las tensiones hace pensar que el mito no fue creído del todo por el pueblo. Pero lo más peligroso es la posibilidad de que los guardianes mismos se hagan con el poder: de que los perros se vuelvan lobos. La única contención es la ‘buena paideia’ que han recibido. ¿Pero quién puede asegurarnos absolutamente que esta educación funcionará? Además de encomendarnos a Santa Paideia, habrá que darles viviendas y medios de vida de modo que ‘no les impidan ser perfectos guardianes y no los induzcan a causar daño a los demás’ (416a-c).
La Ciudad de los Perros es una Esparta algo exagerada. El régimen de vida de los guardianes excluirá rabiosamente hasta la sombra de la propiedad privada. No poseerán nada, salvo los objetos de primera necesidad. Tendrán casa y despensa en común. Sus conciudadanos les pagarán con la cantidad justa de alimento, apropiado para atletas, que necesiten por un año. Harán vida en común y comidas colectivas, como si estuvieran siempre en campaña. Convencidos de poseer en el alma oro y plata divinos, el metal terrestre, ‘impuro y criminal’, se vuelve tabú: no podrán ni tocar los metales preciosos, ni usarlos ni aproximarse a ellos. La posesión y acumulación los convertiría de salvadores en tiranos, y la población sería vista como el enemigo interno. La conducta en la guerra, tratada más adelante (466e ss.), incluye llevar a los hijos a presenciar las batallas, dentro de lo seguro. El cobarde será desclasado, y el que caiga vivo abandonado al enemigo. El que se destaque será coronado en el campo y tendrá favores eróticos y gastronómicos. Los caídos en combate, o meritorios por otros motivos, serán honrados como dáimones. Con respecto a los enemigos, se inserta la importante observación de que los griegos no deben ser esclavizados. Griegos y bárbaros son enemigos por naturaleza, y su hostilidad es llamada propiamente “guerra”, pero entre ciudades griegas debe considerarse una disensión intestina o guerra civil (stásis). La consciencia panhelénica se hace explícita (470a ss.) y viene a reforzar el imperativo de unidad interna que rige a la ciudad, permitiendo exportar toda hostilidad y disensión como enfrentamiento con una alteridad completa.
El riguroso régimen ascético de los guardianes, privados de todos los disfrutes de la posesión y del goce, de los que sin embargo podrían apoderarse, plantea la cuestión de la felicidad (419a ss.). Ésta no corresponde a una clase (éthnos)
particular, sino a la ciudad como un todo, en vistas de la búsqueda de la justicia. Tácitamente, Sócrates ha substituido la noción de felicidad como goce por la de felicidad como cumplimiento de la función propia. Los guardianes tendrán la clase de felicidad adecuada a su actividad. Hay que mirar a la ‘ciudad entera’ y hacer que cada grupo cumpla con su función “por la persuasión o por la fuerza”, con lo cual gozarán de la felicidad que la (su) naturaleza les ha concedido.
La inversión del individualismo y el pasaje a una perspectiva orgánica se han logrado mediante el acotamiento estricto de los factores económicos. Los guardianes, que ya han renunciado a los bienes, no deben permitir en los artesanos los extremos de riqueza o pobreza, que producen haraganería o resentimiento e inseguridad política. Si los artesanos satisfechos no ponen en peligro la polis gracias a esta mesura en las posesiones, la clase militar podrá, de ser necesario, hacer la guerra con buenas esperanzas contra ciudades más ricas y más grandes: cada uno de sus ‘perros duros y flacos’ vale más que varios soldados ricos y gordos. Y al haber renunciado a la riqueza y no buscarse botín, se pueden utilizar los mismos tesoros del enemigo para la concertación de alianzas. Sobre todo (Platón tiene ante los ojos lo que ha sido la experiencia casi constante de la vida política griega durante generaciones), cada ciudad es múltiple: por de pronto doble, la de los ricos y la de los pobres, enemigas entre sí, y éstas se dividen todavía en otras. No es difícil hacerles frente utilizando sus propias disensiones, mientras que nuestra ciudad se mantendría ‘única’ gracias a la concentración del poder y la represión de los impulsos de expansión económica. Esta unidad es un índice ontológico de la ‘buena’ ciudad, y deriva de la unidad de cada uno de sus componentes y de su correcta ubicación en el todo. En los hechos equivale a la autosuficiencia de la ciudad que Aristóteles retomará, la cual pone límites al número de soldados (aquí unos 1000) y a la extensión del territorio. La regulación de la procreación tratará de que el número de ciudadanos permanezca constante (460a). En este pasaje, la legislación sobre aspectos concretos y específicos (aún la posesión común de las mujeres y la procreación, mencionadas al pasar en 424a) queda encomendada a la buena educación de los responsables. Por último, la legislación del culto se remite a Delfos.


Los
fundamentos éticos de la República: la teoría de las virtudes
A esta altura se está en posición de retomar las cuestiones pendientes que motivaron el diálogo: qué son y en dónde residen justicia e injusticia, en qué se diferencian, a cuál hay que atenerse para ser feliz. El modelo se da como bien constituido y completo, y por lo tanto la ciudad será prudente, valerosa, temperante y justa (427e). Este conjunto de virtudes, que luego recorrerá los siglos como el canon de las cuatro virtudes cardinales, aparece aquí por primera vez. Las ‘virtudes’ son enumeradas sin justificación y caracterizadas rápidamente: esta presentación no es más que un esbozo o aproximación, y de nngún modo alcanza a ser un verdadero conocimiento, que sería el conocimiento de las respectivas ideas.
La sabiduría o prudencia (sophía) se presenta en el acierto en las deliberaciones de la ciudad, ciencia que se distingue de las múltiples técnicas porque no delibera sobre algo determinado sino sobre el todo político y sus relaciones internas y exteriores. Es propia de unos pocos ciudadanos, los ‘perfectos guardianes’, por cuya ciencia la ciudad será ‘sabia’. El valor se ubica fácilmente en relación con los guerreros, y consistiría en mantener la opinión correcta, inculcada por la educación, sobre cuáles cosas son temibles y cuáles no, y no cambiarla en circunstancias buenas o malas, por placeres ni dolores. La sophrosyne, que mal o bien traducimos como “templanza”, es una especie de ‘acorde y armonía’: el orden (kósmos) en los placeres y pasiones, el dominio sobre ellos, ‘ser dueño de sí’, vocabulario que alude a la subordinación, dentro de la misma persona, de los elementos menos buenos a los mejores. El dominio razonable de los apetitos es la única ‘virtud’ a la que podría aspirar la clase inferior, aunque el texto (431cd) sugiere más bien que sus deseos son puestos en su lugar por los de los ‘pocos y mejores’ para que la sophrosyne prevalezca en el conjunto por sobre la tendencia al desorden. Pero esto se convierte inmediatamente en la identidad de criterio en gobernantes y gobernados acerca de quién ha de mandar, un acuerdo entre todos los ciudadanos, es decir, entre el elemento menos bueno y el mejor, acerca de cuál de los dos ha de tener la preeminencia.
La justicia, cuya búsqueda se presenta en metáfora de batida de caza, era una presa que siempre estuvo cerca: el principio de división del trabajo (que cada cual se ocupe de aquello para lo que está naturalmente dotado) resultó ser “la justicia o algo de su especie”, y su primera ‘definición’ es “hacer lo que es propio de uno, sin dispersarse en muchas tareas” (433a). Esto no parece agregar nada al principio de la división del trabajo. Pero en 433e-434a se la pone en juego como actividad judicial de los gobernantes, dirigida a impedir que alguien se apropie de lo ajeno y sea despojado de lo propio. Esto, cuya lectura inmediata haría pensar en ciertos derechos, en especial sobre posesiones u honores, se convierte en el derecho a “tener cada uno lo propio” y a “hacer lo suyo”. Es decir, la garantía de que ocupará efectivamente su puesto en la ciudad, que le pertenece no por un principio convencional sino funcional-ontológico: ‘lo mío’ es ‘lo que soy’ y ‘para lo que sirvo’, y esto ‘me es debido’. Conversamente, cualquier intento de cambiar de actividad o de lugar en un avance sobre ‘lo ajeno’, una apropiación injusta del ‘ser’ de otros. La justicia no es una cuestión de intercambio de bienes o condiciones, sino de posesión originaria e intransferible de lo que ya soy y de la función que cumplo. De este modo funciona como el
fundamento de la jerarquía cívica, y así funda el ‘ser’ de la ciudad. La justicia se convierte inmediatamente en la permanencia en la propia clase y casta: salirse de ellas e intercambiar actividades es ‘la mayor injuria contra la ciudad y lo peor que puede hacerse contra ella’, y en esto consiste la injusticia. De esta forma la justicia asegura y hace obligatorio el ejercicio de las respectivas capacidades (aretaí), y puede decirse que es ‘la madre de todas las virtudes’.
El casi inadvertido, pequeño y aceptable principio de la división del trabajo ha sido el módulo operante en esta construcción de la ciudad y su justicia. Si tenemos memoria, encontraremos que el germen ya estaba en los pasos iniciales del diálogo en los primeros intentos de definición de Céfalo y Polemarco, que apuntaban al “dar a cada uno lo suyo”, y que ahora revela todas sus implicaciones. Nada de lo dicho en esos primeros tramos del diálogo era inocente. Tampoco el final del libro I, que introducía a la justicia en términos de funciones y capacidades del alma. Ahora, el análisis político va a revertir al paralelo análisis psicológico. El alma, tripartita como la Ciudad, tendrá tres virtudes funcionales. La justicia, que al ordenarlas las posibilita, aparece como la virtud de las virtudes.
En efecto, la comprobación de lo hallado acerca de la justicia pende ahora del proyectado paralelo con el alma del hombre individual. De acuerdo a la prioridad del individuo sentada desde el principio, los caracteres de las ciudades vienen de los de sus habitantes: la fogosidad de los del norte, el afán de saber de los griegos, la avidez de ganancias de fenicios y egipcios. Hay que ver si la homología es estricta y cada una de estas tendencias viene de una ‘parte’ del alma o de su totalidad. La solución se plantea al hilo de una cuidada aproximación a lo que luego llamaríamos principio de no contradicción. Los ejemplos, detallados y sencillos, que no resumimos, muestran con facilidad cómo los deseos -de beber, por ejemplo- pueden ser refrenados por otro principio, que se identifica con la parte razonable. Igualmente la cólera se presenta distinta de los deseos y de la razón, aunque puede ponerse del lado de ésta. Así se reencuentran en el alma las partes correspondientes a las clases, con sus funciones y virtudes, rectitudes y desvíos, y su armonización será naturalmente la justicia dentro del individuo (443e), así como la injusticia será su disensión y desorden. A la parte racional del alma le corresponde mandar y a la irascible secundarla, cuando están puestas de acuerdo por la música y la gimnasia. Ambas gobiernan la parte concupiscible, que ocupa mayor lugar en el alma y es por naturaleza “insaciablemente ávida de riquezas”. Hay que vigilarla porque llena de los placeres propios del cuerpo se fortifica, se niega a realizar lo suyo, e intenta esclavizar y gobernar lo que no le compete.
La equivalencia individuo-ciudad parte del individuo. Nuestra moderna palabra “justicia” cubre dos palabras griegas, díke y dikaiosyne. Díke, indica Homero en un principio las decisiones judiciales de los nobles en un marco pre-político, y luego Hesíodo se refiere además a la rectitud de estas decisiones. Con Solón se convierte en un principio político-religioso, que regula en el largo plazo los conflictos entre clases en el seno de la ciudad, ‘vengando’ los excesos de un grupo con el exceso del grupo contrario. Así, a los nobles cebados en los empobrecidos campesinos se les augura que el pueblo se pondrá a la cabeza un tirano que los aplastará. Pero este juego es un orden objetivo o en todo caso referido a Zeus. Ese mismo juego, también nombrado como díke, adquiere un alcance cósmico-ontológico y también político en Anaximandro y Heráclito. Podemos seguir la palabra y el concepto de díke en la tragedia, en especial en Esquilo, y en otro sentido en Parménides. En todos estos casos, aunque compromete a los hombres, Díke es un juego transcendente que jamás podría ser reducido a lo humano, y menos al hombre individual. En cambio, la palabra dikaiosyne, que aparece en Heródoto, se afirma con Platón, donde queda atribuida al ámbito completamente heterogéneo de las ‘virtudes’ 30. El individuo resulta así el lugar originario de la ‘justicia’, y la estructura tripartita del alma de Rep. da lugar a la de la ciudad. La justicia en la ciudad no deberá ser tratada -como en Solón- como un campo de fuerzas en conflicto, sino como el ámbito de represión y economía pulsional de los individuos. Pero a la inversa, este principio de la represión es político, así como el modelo jerárquico que en realidad se proyecta al alma.
Parece (445a) que puede cerrarse la arquitectura del diálogo y responderse a la pregunta, clave de bóveda, acerca de la técnica de la vida: si conviene ser justo, aún en las estrictas condiciones propuestas. El alcance ontológico de la justicia basta para descalificar cualquier modo de vida que perjudique y corrompa “la naturaleza de aquello gracias a lo cual vivimos” (445b), esto es, la psykhé. Pero para probarlo, habría que examinar las principales formas del ‘vicio’ (kakía, C. Eggers Lan “malogro”), que en la ciudad equivaldrán a los malos regímenes.
En el pasaje al libro V, los interlocutores interrumpirán este programa, que no se retomará hasta el VIII, para exigir explicaciones sobre la escandalosa cuestión, lanzada al pasar, de la comunidad de mujeres e hijos, “primera ola” que se le viene encima a Sócrates y que éste afronta con todos los recaudos del caso. La clave la dará nuevamente la comparación con los perros guardianes. Parir y criar no incapacita a las hembras para hacer las mismas actividades que los machos (451e): la diferencia de funciones en la reproducción no constituye una diferencia esencial. Por lo tanto, corresponde dar a las mujeres la misma educación en música y gimnasia, y también en el arte de la guerra. Sin embargo, la habitual lectura ‘feminista’ que habla de la igualdad de los sexos en República no tiene en cuenta que, llamadas a desempeñar las mismas tareas, sin embargo las mujeres son inferiores a los hombres en ellas, y no sólo ni en primer lugar por las fuerzas físicas, sino sobre todo por las intelectuales, aunque las excepciones sean numerosas. Más adelante (540c) se hará explícito hincapié en la existencia de gobernantas.
La segunda ola es la comunidad de mujeres e hijos, que no se conocerán con los padres. Para justificar su cuestionada posibilidad y utilidad se recurre nuevamente al hilo conductor de la cría de perros y otros animales, es decir, el mejoramiento de las razas. Las disposiciones comportan una buena cantidad de ‘mentiras útiles’ y medidas ocultas de los gobernantes para que los mejores hombres y mujeres se reúnan frecuentemente como al azar, y los inferiores a la inversa. Habrá fiestas nupciales regidas por falsos sorteos, y los jóvenes distinguidos en la guerra o por otro motivo serán premiados con cópulas frecuentes. Padres y madres estarán en pleno vigor físico y espiritual (20 a 40 la mujer, 25 a 55 el hombre). Los mayores podrán copular libremente, pero sin procrear. Fuera de estos límites, o dentro de ellos pero sin autorización,

la procreación se convierte en impiedad. Se impone el aborto, y si se llega al parto el hijo no será reconocido por la ciudad, y su suerte queda en la sombra. Los deformes “serán escondidos en un lugar secreto y oculto, como corresponde” (460c). Los hijos de los mejores serán criados en un establecimiento común, y todo tenderá a que la raza de los guardianes se mantenga pura. Por supuesto, no se distinguirán ni padres ni parientes: las clases de edad valdrán como parentesco, con normas sobre el incesto algo relajadas entre ‘hermanos’. Este dispositivo cuasi nazi tiende a dar a la construcción platónica una base biológica que tendrá luego consecuencias importantes en la teoría de la decadencia.
El excursus sobre las mujeres tiene el papel arquitectónico no incidental de invertir totalmente el punto de partida individualista. El afán de poseer para gozar dio lugar a la clase militar, pero ésta se perfecciona con la extirpación total de la apetencia no sólo de propiedad sino de cualquier núcleo de privacidad donde pueda hablarse de lo ‘mío’, y cuya realización más conspicua es la casa y la familia, que proporcionan goces y penas que los otros no comparten. La unidad de la ciudad se funda en cambio en una comunidad de dolores y alegrías. Lo ‘propio’ queda reducido a un núcleo mínimo: sólo se posee el cuerpo (464e). La ciudad es un organismo que siente como un todo lo que afecta a las partes.
La tercera ola (472b ss.), la más terrible, es la cuestión de la factibilidad de la ciudad proyectada; cuestión que a nosotros puede parecernos descabellada pero no a un griego, con la experiencia de la colonización en su memoria histórica. Esto pone en juego su estatuto ontológico: se han establecido los ‘modelos’ o paradigmas del hombre perfectamente justo y su contrario para calibrar nuestra dicha o desgracia según nos aproximemos a ellos, sin esperar que el hombre justo empírico coincida absolutamente con ese modelo. Del mismo modo, se ha “producido con la palabra (lógo(i)) un modelo de ciudad buena” (472e), y no sería menos buena si no pudiera demostrarse su factibilidad. Pero si se quiere ver en qué medida es posible, hay que conceder que no se puede realizar algo tal como se lo describe: por naturaleza, la prâxis se acerca menos a la verdad que el dicurso (léxis).
Se ha visto en esta ‘ciudad en la conversación’, siempre más verdadera que cualquier práctica posible, la indicación de que República es un proyecto más o menos utópico y de que Platón está confesando aquí su mera calidad de ejercicio teórico. Pero el modelo, que en el nivel individual es realizable (592ab), en el nivel político sería al menos parcialmente factible. Tan es así, que Platón en persona intentó, sin suerte, llevar a cabo su iniciación. La posibilidad de que la ciudad se realice pende de un solo cambio, difícil pero posible: el gobierno de los filósofos. “A menos que los filósofos reinen en las ciudades, o los que ahora son llamados reyes y gobernantes filosofen de modo genuino y adecuado, y que coincidan en una misma persona el poder político y la filosofía..., no habrá, querido Glaucón, fin de los males para las ciudades ni tampoco, creo, para el género humano” (473d). Pero la afirmación de Sócrates es escandalosa, y se hace necesario explicar quiénes son los verdaderos filósofos.


Notas
1 En terminología de Karl Polanyi. Cf. K. Polanyi, C. M. Arensbreg, H. W. Pearson eds., Comercio y mercado en los imperios antiguos, tr. c. Labor, Barcelona 1976, esp. K. P., “La economía como actividad institucionalizada”, pp. 289-315, esp. 296 ss.
2 Como recuerda Jean-Pierre Vernant (Los orígenes del pensamiento griego, tr. c., Paidós, Barcelona-Bs. As.- México, 1992, p. 59), poner algo en discusión pública se dice en griego “llevarlo hacia el centro”. En estos párrafos el lector reconocerá ecos del ilustre historiador francés, aunque a diferencia de él creemos que en el tránsito a la polis ha pesado más el conflicto entre clases que el agôn aristocrático.
3 Cf. David Grene, Greek Political Theory. The Image of Man in Thucydides and Plato, The University of Chicago Press, Chicago & London, 1950; Phoenix Books Ed. 1965, Introd., pp. 4-6.
4 Esta expresión es ambigua. En Atenas, esa polis ‘tradicional’ fue identificada con la constitución de Solón, que es ya el resultado de violentos conflictos y que no dejó luego de transformarse. En otros casos, como en las ciudades j

ónicas o Corinto, el temprano y muy activo desarrollo comercial tiene que haber influido (aunque nuestra información es deficiente) en la concepción del estado. En realidad, en casi todo el mundo griego, el momento de la presunta ‘ciudad tradicional’ estuvo ocupado por tiranías progresistas. La diferencia, en todo caso, estaría en la ausencia de una concepción desencantada del poder.
5 Los intentos de la crítica de recuperar el Sócrates histórico han sido sumamente problemáticos, y quizá tengamos que atenernos a Sócrates en Platón. Pero en los textos ‘socráticos’ hay un meollo que es distinto de lo que llamamos propiamente platónico, aunque es su germen.
6 Se atribuyen a Platón trece cartas relacionadas con sus vicisitudes políticas. Las más importantes parecen auténticas, especialmente la VII, suerte de autobiografía escrita al final de su vida. En todo caso, sería un documento muy cercano en fecha y origen a Platón, con datos auténticos sobre las actividades del círculo académico.
7 Otras noticias de académicos activos en política en Plutarco, adv. Col. 1126c. Karl Popper (La sociedad abierta y sus enemigos I, tr. c. Paidós, Bs. As., pp. 138 s., 323) insiste en que la Academia fue un semillero de criminales políticos y tiranos. Cf. José Enrique Míguenz, Política sin pueblo. Platón y la conspiración antidemocrática, Emecé, Bs. As. 1994, pp. 135 ss.
8 Cf. Carta VII 350cd.
(9 Un análisis de la semántica del escenario de Rep., del que acá apenas damos una indicación, en Gregorio Luri Medrano, “A la sombra de Ártemis. Reflexión sobre los espacios mítico e histórico de ‘La República’”, Convivium 6 (1994) pp. 72-90. (Para Ártemis, tener en cuenta J.-P. Vernant-P. Vidal-Naquet, Mito y tragedia en la Grecia antigua II, Tr. c. Taurus, Madrid, 1989, “Figuras de la máscara en la antigua Grecia”, esp. pp. 35 ss.). Luri Medrano entiende que el Pireo y su significado son asumidos positivamente. La lectura opuesta, que es la nuestra, está sugerida por M. Austin-P. Vidal Naquet, Economía y sociedad en la antigua Grecia, tr. c. Paidós, Barcelona-Bs. As.-México 1986, en una breve
nota (p. 240 n. 1): como en el célebre texto del libro VII, que parte desde la caverna hacia la Idea del Bien, el diálogo parte de la caverna... El Pireo.
10 Ésta y las demás citas literales (indicadas con comillas dobles) están tomadas de: Platón, República. Traducción y notas: Conrado Eggers Lan. Gredos, Madrid 1992. En algunos casos se introducen modificaciones.
11 W. K. C. Guthrie, A History of Greek Philosophy III, Cambridge 1969, p. 113 n. 1. Algunas expresiones de esta concepción tradicional: Teognis 337-340 (341-350), Solón 1.5-6 D, Eurípides Medea 809 y, en Platón, Menón 71e.
12 La oposición physis-nómos ha sido usada luego, un tanto simplificadoramente, para encuadrar una discusión que recorre todo el siglo V.
13 F. M. Cornford, The Republic of Plato, Oxford Univ. Press, London-Oxford-New York 1941, reprs., pp. 8, 30.
14 Focílides 10D, Teognis 147-8. Aristóteles lo cita como proverbio en Ética Nicomaquea 1129b27-30.
15 Que la crítica alemana del siglo XIX consideraba un diálogo juvenil independiente, el Trasímaco, vuelto a usar para abrir la obra madura.
16 Cf. Fedón 64d-66a. En ningún caso la traducción de sôma y psykhé como ‘cuerpo’ y ‘alma’ podría ser tan engañosa como en ese pasaje. Los dos sentidos básicos del uso platónico de sôma serían ‘“ropaje” de la psykhé’ y ‘fuente de la irracionalidad’ (C. Eggers Lan, El “Fedón” de Platón, Eudeba, Buenos Aires 1971, p. 99; cf. toda la n. 29). En ningún caso sôma es una mera ‘cosa’.
17 Cf. Guthrie, HGP IV, p. 445. Popper, más allá de su mirada hostil y en general simplificadora, descubre lo que un análisis tradicional usualmente no se permite registrar; en el caso, el materialismo de base de los análisis platónicos, que lo lleva a relacionarlos con los marxistas.
18 M. Austin-P. Vidal Naquet, Economía y sociedad... cit., p. 30.
19 Y si no se la quiere percibir, puede verse cómo cierra Platón el comentario al modo de vida de la humanidad bajo el gobierno de los dioses, en el mito del Político (272b-d).
20 Podría verse una lejana similitud con el Segundo Tratado de Gobierno de Locke, con su peculiar ‘estado de naturaleza’ sin gobierno pero con propiedad y moneda.
21 Carta VII, 326b.
22 G. M. A. Grube, Plato’s Tought, Methuen, London 1935, p. 267. “Esta convicción de los males de la propiedad privada es un punto cardinal en la filosofía social de Platón.”
23 La palabra griega para “educación”, paideía, va a evolucionar hacia un sentido mucho más abarcador que “educación”, y en principio apunta a la formación del hombre como tal. Una referencia obvia es la célebre monografía de Werner Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, tr. c., FCE, México, ed. en un vol., 19571, 19622, reimp.
24 En el libro III. Recordemos que los libros son meras divisiones papirológicas, y no estructurales de la obra.
25 A lo largo de su obra, y especialmente en Ion y Fedro, Platón sostuvo una comprensión positiva de la poesía, que reconoce su índole peculiar al distanciarla del conocimiento y ponerla en el territorio de la inspiración y la manía divina. En Rep. habla el legislador y planificador político, que toma sus recaudos con ella justamente porque conoce demasiado bien su poder demoníaco (387b, Homero es censurado a causa de su altísimo valor poético).
26 Y tras él Aristóteles, aunque con menos énfasis (Pol. VIII).
27 La concepción platónica del amor aparece en el plano humano (ya que en Banquete se eleva hasta las cúspides metafísicas de la realidad) como una relación educativa, de índole homosexual –de acuerdo al trasfondo cultural helénico en general y en especial espartano, donde la pederastia era un componente básico de las instituciones político-militares-, pero contenida en cuanto a su realización sensual (de donde “amor platónico”).
28 Pero ‘bello’, en el mismo uso común del idioma griego, apunta a la belleza moral tanto al menos como a la belleza sensible.
29 Hay semejanza con mitos de fundación bien conocidos, por ej. el de los espartos, guerreros nacidos en Tebas de los dientes de un dragón sembrados por el fundador Cadmo. Los mismos atenieses se consideraban autóctonos.
30 Cf. E. A. Havelock, “Dikaiosyne: An Essay in Greek Intellectual History”, Phoenix 23 (1969) 49-70.

Sala de Lectura
Biblioteca Virtual CLACSO
La filosofía política clásica
De la antigúedad al renacimiento
Atilio Borón - compilador
Capítulo I

LIBRERÍA PAIDÓS

central del libro psicológico

REGALE

LIBROS DIGITALES

GRATIS

música
DVD
libros
revistas

EL KIOSKO DE ROBERTEXTO

compra y descarga tus libros desde aquí

VOLVER

SUBIR