LA LENGUA Y LA LITERATURA

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Amado Nervo 

 

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ÍNDICE

Segunda parte (continuación)

-XXIII-. Las escuelas sanatorios

-XXIV-. Los tratados literarios

-XXV-. La expansión de la lengua francesa y de la lengua española

-XXVI-. El Analfabetismo Analfabeto

-XXVII-. Una propaganda simpática

-XXVIII-. Los progresos del esperanto

-XXIX-. Hipertrofia del idioma

-XXX-. El léxico Cervantes

-XXXI-. De las nuevas orientaciones de la novela

-XXXII-. El Congreso de la Poesía y la Academia de los Poetas

-XXXIII-. La enseñanza de la lectura en Francia

-XXXIV-. Saber vivir

-XXXV-. De la utilidad de las Academias

-XXXVI-. Algo sobre la erudición y sobre el estilo

-XXXVII-. En que consistirá la reforma de la ortografía francesa

-XXXVIII-

-XXXIX-. El teatro español

-XL-. El unanimismo

-XLI-. El teatro argentino

-XLII-. Vocabularios hispanoamericanos

-XLIII-. Las cooperativas literarias

-XLIV-. El casticismo melindroso

-XLV-. Uniformidad de léxico

 

- XXIII -

Las escuelas sanatorios.

   El ministro de la Gobernación -dice un diario madrileño- ha dirigido una real orden al Ministerio de Instrucción pública, participándole que se han habilitado los Sanatorios de Oza (Coruña) y Pedrosa (Santander), para albergar durante el verano niños tuberculosos.

   Estos irán acompañados de médicos y maestros para ser atendidos en su salud y recibir al aire libre la instrucción necesaria.

   Comprendo que, comentando esta noticia, rebaso un poco el límite de mis informes; pero se trata de un asunto tan simpático que no resisto a la tentación.

   La escuela al aire libre durante el buen tiempo, la escuela bajo la sombra de los árboles, se multiplica en Europa en beneficio de los niños enfermos o débiles, y durante los dos meses más crudos del verano se identifica con otra institución verdaderamente piadosa: la de los sanatorios infantiles a la orilla del mar.

   Mucha gente ilustrada contribuye asimismo a enviar a los niños de las barriadas pobres a alguna playa donde almacenen oxígeno y salud para contrarrestar su ñoñez y su raquitismo.

   En días pasados, Francia inauguraba una escuela al aire libre, y dando cuenta de ello un importante diario, decía entre otras cosas lo siguiente, que traduzco:

   «Bajo los árboles amigos, en el vasto parque en que canta su canción, entre los rayos de oro, la fiesta del estío, las cabecitas infantiles se inclinan atentas sobre los libros escolares. Y las voces se llevan, alegres, hacia las frondas verdes.

   Hay allí ochenta niñas y niños de siete a doce años, en el antiguo establecimiento de los padres de Santa Cruz, en el Vesinet. Bajo la benévola y dulce mirada de cuatro institutrices: las señoras Pilon, Pognon, Martinet y Oyhambedeu, aprenden la bella armonía de nuestra lengua y las aventuras inauditas de nuestra historia.

   Son frágiles alumnos y alumnas de la Demarcación 16.ª de París, venidos de la gran ciudad donde los alojamientos son estrechos, donde la atmósfera está viciada, hijos de obreros la mayor parte, que desfallecían en el horno ardiente de la capital, y que ahora, al aire libre, bajo las ramas donde ríe el sol, piden a las plantas erguidas hacia el cielo azul la savia vigorosa de la vida robusta.

   -Estamos instalados aquí desde el 30 de mayo -nos decía monsieur Dubois, el director de la escuela al aire libre-. Esta institución, fundada por la Caja de escuelas de la decimasexta Demarcación, posee ochenta pensionados que efectúan una estada de treinta y cinco días.

   Pasado este lapso de tiempo, otros vendrán que gozarán a su vez de todos los beneficios de este higiénico sistema de enseñanza.

   Aquí practican una verdadera cura de aire, en un paisaje reposador, lleno de verdura y de luz, y siguen estudiosamente los trabajos escolares.

   El pizarrón es la calzada arenosa en que la institutriz traza figuras geométricas y plantea problemas.

   Gracias a monsieur Antonio Pinson, profesor del Liceo Janson-de-Sailly, y adjunto del alcalde de la decimasexta Demarcación, hemos podido crear esta escuela, en la cual nuestros hijos podrán hacer estudios provechosos y gozar de una floreciente salud.

   ¡Las cuatro de la tarde! Se oye la señal para el recreo y se produce una loca desbandada a través de las calles de árboles.

   Alegres chicuelos trepan a los troncos. Al pie de una encina una niñita rubia sueña con los ojos abiertos hacia el infinito..».

   Hay que conceder a los alemanes buena parte del honor que deriva de este entusiasmo por las escuelas al aire libre y por los sanatorios marítimos.

   En Charlottenburg, ciudad importante de Prusia, sabemos, por ejemplo, que todo el año se lleva a los niños de las escuelas al campo, a educarse y a higienizarse.

   Hay escuelas cubiertas, cobertizos para las meriendas, sitios deliciosos donde los niños estudian prácticamente la Historia Natural.

   Y como en España parajes como éstos abundan, el ilustre doctor Tolosa Latour, que tanto ha trabajado por la infancia, no se cansa de proponer la fundación de escuelas-sanatorios a la orilla del mar, como las dos de que hablamos al principio, destinadas a los niños débiles de las escuelas, hospicios y asilos.

   »Bosques frondosos -dice-, playas admirables existen en toda la Península española que pudieran competir con las extranjeras; lo que falta es que se avive el amor a la infancia, que se sienta el amor a la patria.

   »No desmayen los que desde altas o pequeñas, esferas han contribuido a este movimiento regenerador; no les importen los desvíos de las muchedumbres, ni la indiferencia de los poderosos, ni se lamenten de no obtener la debida recompensa, ni siquiera el testimonio de la pública simpatía; hay que insistir, hay que perseverar. Nada hace tan fuerte al hombre como sentir en el fondo del corazón la certidumbre de haber cumplido con su deber, pudiendo levantar la cabeza y mirar al infinito, de donde viene la luz que alienta y vivifica los cuerpos y las almas humanas».

   Hablando el mismo doctor Tolosa Latour de la indiferencia con que se lucha en España respecto de las expresadas fundaciones, dice que se debe al modo como se planteó aquí la lucha antituberculosa:

   «En la famosa Asamblea convocada en el Teatro Real no se hizo resaltar lo suficiente la importancia incuestionable que tienen los sanatorios marítimos de toda Europa para destruir en sus comienzos el veneno tuberculoso. Se habló del adulto, se recordaron estadísticas, se proclamó el miedo como elemento defensivo de la sociedad española, y ésta no se percató entonces, ni lleva camino de percatarse, de que lo que convenía hacer era modificar el terreno humano, en vez de combatir exclusivamente el germen.

   »De la existencia o no existencia del bacilo de Koch en los enfermos se deducía toda la terapéutica, y especialmente el pronóstico, y se olvidaron un tanto de los centenares de niños que, sin parecerlo, eran tuberculosos, estaban condenados a morir y podían ser peligrosos para cuantos le rodeaban.

   »Se preconizaron los dispensarios como el más eficaz y rápido elemento de combate, y al instalarse, con la oportunidad y celo de todos conocidos, colocáronse bajo el patronato de los Reyes y otras insignes personalidades, inaugurándolos el ministro señor La Cierva. Ilustres médicos pusiéronse al frente; jóvenes profesores trabajaron con entusiasmo, y puede decirse que esa forma de policía sanitaria, análoga a la gubernativa, que también se creó con grandes elementos, puso de manifiesto la extensión del mal, las hondas raíces que tenían en la familia y en la sociedad.

   »Y de igual modo que con los casilleros policíacos se averigua el número, género, especie y variedades de la gente maleante, sin que por ello se pueda conseguir disminuir la criminalidad, ni aun prevenirla, en tanto que otros organismos no se encarguen de remediar la miseria, perseguir la vagancia, y purificar las costumbres, de igual modo las Juntas de damas y los celosos clínicos, al ver la importancia para atajar el mal, se desesperaron. Se decía a los enfermos: «Tened cuidado de vuestra prole, alimentaos bien, respirad buen aire, tomad determinados medicamentos»; pero el reposo necesario, el aislamiento indispensable, la vivienda sana y los alimentos reparadores, no se les podían proporcionar.

   »Nunca se estimará bastante, ni habrá quien pueda elogiar debidamente, los esfuerzos de cuantos cooperan a la labor santa del dispensario. Acusarle de deficiencia es una injusticia. A quienes hay que llevar a diario para que se enteren de lo que ocurre en las clases proletarias es a las insignes personalidades que asistieron a la inauguración.

   »Verán niños que viven enfermos y contagiados por padres casi moribundos; observarán casos que causan dolorosos espasmos de angustia en el ánimo de los médicos, que sienten cómo se llenan sus ojos de lágrimas y cómo instintivamente se crispan sus manos ante esos espectáculos lamentables.

   »Es, pues, necesario distribuir esas criaturas donde les dé el aire y el sol: llevar la mayoría a las orillas del mar, donde a fuerza de paciencia se curan las gravísimas lesiones orgánicas que ahora no pueden ser admitidas en esos sanatorios que acaban de crearse.

   »Los que desde hace diez y ocho años vienen luchando en la oscuridad, sin elementos apenas, amparados por la caridad cristiana, sufriendo desdenes de todo género al tratar de crear estos centros benéficos en España, reciben a diario, en la actualidad, peticiones para numerosos enfermitos que no pueden admitir por falta de medios en el modesto sanatorio fundado en la costa gaditana.

   »¿Cómo han de tenerlos, cuando el Estado tiene que apelar a la cooperación de los hombres de buena voluntad?

   »Hora es ya, pues, de que sin lamentaciones estériles ni recriminaciones enojosas, volvamos la vista a la realidad y se diga a los españoles de toda procedencia, ricos, pobres, obreros e intelectuales, que la salvación de la raza estriba en llevar a los niños al aire, al sol, al mar».

   ¿Y en México, los pobres niños de los barrios, la infinidad de criaturas tuberculosas, raquíticas, ñoñas, en quienes la degeneración ancestral produce efectos tan lastimosos, tendrán sus sanatorios algún día?

   Estoy seguro de que pronto podremos responder afirmativamente a esta pregunta.

   Sé que, además de la solicitud que a usted, señor ministro, le merece todo aquello que se refiere al idóneo acondicionamiento de los edificios para escuelas y a las escuelas al aire libre, el señor vicepresidente de la República y ministro de Gobernación, señor Corral, se preocupa también de la importante parte que en este asunto le concierne, y, por lo tanto, no está lejano el día en que algo bello y práctico se haga en favor de los miles y miles de niños en quienes está en botón el mañana de la Raza.

 

- XXIV -

Los tratados literarios.

   Ramiro de Maeztu, en estos últimos días, ha abordado un problema de alto interés hispanoamericano.

   Francia, según se sabe, o sea la Sociedad de Compositores y Autores Dramáticos, de París, representada en Buenos Aires por un enviado especial y por el ministro plenipotenciario de la República, está gestionando cerca del Gobierno argentino la adhesión del país del Plata al régimen de tratados de propiedad intelectual que prevalece en las naciones europeas.

   Si las gestiones de los franceses tienen éxito, los españoles conseguirán también que se respete su propiedad intelectual en Hispano-América (exceptuando a México, con el cual hay, según todos sabemos, un tratado de luengos años de fecha).

   El régimen actual, según Maeztu, es mucho más perjudicial para España que para Francia, porque España es más bien un país importador que no exportador de productos culturales, mientras que Francia es un país exportador.

   Los franceses se ven obligados a pagar derechos de propiedad intelectual por lo que importan y traducen, pero ese gasto lo reembolsan diez veces con lo que exportan y dan para traducir. Mientras que España, según Maeztu, se halla en el caso contrario. Tiene que pagar derechos por lo que traduce y por lo que importa: novelas, grabados, música, teatro, reproducciones artísticas, manuales, libros de ciencia, artículos de arte industrial, etc.

   La única compensación posible a este desembolso, piensa Maeztu que debía hallar España en la América que habla español; pero no la halla, excepto, como dije, en México. Y así no es posible que florezca la producción mental española.

   Debe, pues, por todos conceptos, hacerse, especialmente con la Argentina, un tratado de propiedad literaria y artística.

   He aquí el anverso de la cuestión, perfectamente dibujado y expuesto.

   Veamos ahora el reverso, a saber: lo que piensan en la Argentina.

   La Prensa, de Buenos Aires, ocupándose del asunto en uno de sus últimos números, dice: «En cualquier pacto de esta naturaleza entre los países europeos y los hispanoamericanos, iríamos a pérdida segura, porque encarecía irremediablemente la producción intelectual, de la que nos encontramos ávidos, dificultando la producción del libro y de las obras artísticas en general; no recibiríamos, en cambio, el más mínimo beneficio y nos inhabilitaríamos involuntariamente para utilizar en pro de la cultura los tesoros de la inteligencia extranjera.

   »Hay un interés argentino, un interés americano en difundir la cultura por todos los medios posibles, poniendo la producción cerebral, que enseña y dignifica, al alcance de cuantos seres deseen obtenerla».

   La Prensa, elogia en seguida el tratado hispanomexicano de propiedad literaria.

   En su concepto, para la opinión argentina sería el único aceptable, porque aseguraría los derechos de los autores nacionales y extranjeros, pero a condición de que sus obras fuesen producidas dentro de la República.

   Queda, por tanto, planteado el problema en términos elevados, y refiriéndose a él Maeztu dice en otra parte, con mucha independencia y alteza de espíritu por cierto:

   «Mientras se trataba únicamente de intereses era difícil que un hombre delicado interviniese en ello. Los españoles sólo decían que les convenían los tratados; los hispanoamericanos contestaban que no les convenían a ellos. Ambos estaban en lo firme. Pero comprendo que Ángel Ganivet, con su hidalguía fundamental, se asquease de los argumentos españoles y proclamara en su Idearium español que no debíamos aspirar a cobrar en dinero la expansión de nuestro espíritu en América, sino regocijarnos desinteresadamente de que nuestra labor mental continuase influyendo sobre los pueblos de nuestra sangre».

   Pero esto es elevar la cuestión del plano estrictamente mercantil al plano cultural.

   «Si fuera cierto -dice Maeztu- que el actual régimen redundara en beneficio eminente para la cultura hispanoamericana, no tendríamos más remedio que bajar la cabeza.

   »Pero no es así. El único beneficio que obtienen los hispanoamericanos es algún abaratamiento en la importación y traducción de ciertas obras de carácter popular, como novelas y piececillas de teatro que, por lo común, no se proponen esencialmente elevar el promedio cultural.

   En cambio, ese abaratamiento dificulta en los países hispanoamericanos y en España la creación de cultura propia. Es evidente que, por ahora, los beneficiados con un régimen de tratados no serían los tratadistas, ni los ensayistas, ni los pensadores, ni los músicos de cámara, ni los sinfonistas, ni los poetas, sino unos cuantos escritores de literatura ligera. Pero el régimen de tratados haría posible la subsistencia de una literatura científica, seria, fundamental, española e hispanoamericana, que es lo que no tenemos, ni unos ni otros, y que es lo que forma la substancia cultural de un pueblo.

   »La literatura importada, de aluvión, inexpresiva de nuestro estado de conciencia, vale poco. La literatura que influye sobre nosotros es la nuestra. Para el alma argentina vale más La gloria de don Ramiro, de Larreta, o La instauración nacionalista, de Rojas, que la lectura-pasatiempo de cuatrocientas novelas francesas. Unamuno ejerce mayor influencia sobre el alma española -y conste que mi antiunamunismo va en aumento- que Tolstoi, Anatole France y Bernard Shaw reunidos.

   »El valor de mis correspondencias para La Prensa, Nuevo Mundo o Heraldo, no creo que dependa tanto de mi acceso inmediato a la vida política y literaria de Londres, como del punto de vista de un español, criado o educado en España, lleno de emociones españolas, en correspondencia y en trato personal constante con españoles e hispanoamericanos.

   En resumen, un poco de cultura de propia creación vale cien veces más que un mucho de cultura importada. La cultura propia es, esencialmente, formativa; la cultura importada es, esencialmente, informativa.

   »Pero la cultura propia hay que pagarla, no sólo porque es justo pagarla, sino porque como es dolor y esfuerzo, difícilmente se encontrará quien la produzca como no le obligue a ello la necesidad de ganarse la vida. El caso del hombre adinerado o del funcionario público que dedique la existencia a la formación y expresión de un ideario, será siempre excepcional y esporádico. Como el cura del pie de altar, así ha de vivir el autor del libro, si hemos de salir alguna vez, españoles e hispanoamericanos, de nuestra producción inconexa, desordenada, relejo de reflejos, satisfacción de vanidades, naderías...

   »Un régimen de tratados favorecería de momento el arte popular en España, en perjuicio de algunos pocos impresores de Hispano-América. Ello me interesa poco. Pero luego favorecería también la producción española de mayor importancia. Y así sería posible que tuviéramos sinfonistas, periódicos artísticos, ensayistas, pensadores, etc. Ello favorecería a España en primer término, pero también a Hispano-América por la emulación ya existente entre los intelectuales de la lengua española de allende y de aquende el mar. Y, además, aceleraría el momento en que Hispano-América crease su producción propia, en competencia con la nuestra, al brindar a sus intelectuales el mercado de España».

   ¿Qué decir sino que abundo en las ideas de Maetzu?

   Más aún: ¿no podría afirmar acaso que usted, señor ministro, abunda también en ellas? Es decir, que mucho antes de que Maeztu las expresara, ya usted, con su gran claridad de espíritu y de concepto, se servía manifestarlas a todos los escépticos que veían el tratado literario entre México y España como algo nocivo o inútil, cuando menos para nosotros.

   Cierto es, por otra parte, que las ventajas de nuestro tratado serán mayores para México cuando todas las naciones de Hispano-América, o siquiera las más importantes, hayan pactado con la madre patria los suyos respectivos, pues entonces se iría elevando paulatinamente, así en España como en México, el nivel de las ideas que se cambiasen, tal como lo siente Maeztu.

   El problema es de todos modos tan interesante, que me propongo volver sobre él en alguno de mis próximos informes.

 

- XXV -

La expansión de la lengua francesa y de la lengua española.

   Si es cierto que difundir el idioma patrio equivale a una conquista, moral cuando menos, Francia puede estar contenta. La expansión de su hermosa lengua es cada día mayor, y en estos últimos días han podido observarse dos hechos significativos y en extremo halagadores, a saber: en Berlín, el discurso en francés del canciller Bülow, quien se complace en hablar tan elegantemente como un parisiense de buena cepa; y en Arlon, ciudad del Luxemburgo belga, la celebración de un Congreso para la expansión de la Lengua francesa.

   Este Congreso tiene una importancia considerable, porque ha fijado métodos y ha hecho propaganda. Hablando de él un pensador del Norte, decía, en conversación con un colega francés: «Ese Congreso ha asociado a vuestra nación un conjunto de fuerzas extraordinariamente eficaces: las que representan las gentes del Norte y de las pequeñas democracias. Las gentes del Norte tienen una manera de obrar que vosotros no conocéis ya:

   tienen fe en la acción. Esta fe no es contemplativa ni egoísta; es colectiva y se concentra como en un foco. Se asocia y brota como la llama.

   El alma que fomentó en otro tiempo la ciudad, la comuna libre y comerciante, el orgullo burgués y la cultura artística, emplea su ardor ahora en extenderse, en irradiar. Encontrará usted a los belgas en una infinidad de asuntos internacionales. Los hay en África, en China, en Siam, en el Japón, en Egipto, y no son por cierto gentes inactivas. Hablan el francés y lo propagan. Lo mismo las pequeñas democracias, que tienen una libertad de movimiento que vosotros no conocéis; que saben moverse entre los grandes Estados sin despertar sus opiniones; que se deslizan entre los resquicios de los negocios que los mutuos celos o las poderosas competencias dejan subsistir y que, seguramente, acaban por influir en los bloques macizos entre los cuales se instalan.

   »Desead, pues, que las pequeñas democracias vecinas vuestras se apoderen lo más que les sea posible de vuestra lengua francesa. Tratadlas con discreción, alentadlas, no desconcertéis su buena voluntad con vuestras fáciles ironías. Si combatís su acento, su carácter, os combatís vosotros mismos. Las heridas de amor propio que les hacéis se vuelven en pequeñas derrotas para vuestro prestigio».

   Estas últimas palabras son dignas por todos conceptos de tomarse en cuenta. El país que quiera en efecto propagar su lengua y con ella su cultura, su influencia política, su prestigio, debe empezar por la aceptación de las deformidades, de los dialectos mismos, que preceden a todo aprendizaje completo.

   Achaque ha sido también de España, como lo es de Francia, abrumar de ironías al hispanoamericano o al catalán mismo, porque no pronuncian el castellano como en Castilla, porque tienen un vocabulario y modismos regionales. Hasta han procurado no entenderlos y no es del todo extraordinario encontrarse gente en Madrid -poca por fortuna- que «pilla» mejor el francés que el castellano de América. ¡Cuántos americanos se han quejado conmigo de que no los entienden! «¡Como si no hablásemos la misma lengua!», dicen con ingenuo asombro.

   ¡Qué conducta tan distinta la de los alemanes! «Jamás veréis a un alemán -dice Mr. Georges N.- reír de las deformaciones que en los patois o dialectos de los pueblos fronterizos alteran la lengua de Goethe. Lejos de eso, los alientan. Los consideran como avanzadas de la cultura alemana, y por lo mismo, de las empresas alemanas. Más aún, esos patois y dialectos los hablan ellos mismos».

   He aquí cuál deben, pues, ser la conducta lúcida de los que hablarnos el castellano y queremos que se propague esta lengua admirable. Dejemos que los que quieran aprenderla empiecen por hablarla mal. No riamos jamás de su acento, de sus ensayos, de sus balbuceos. Procuremos, sobre todo, entenderlos, y así atraeremos más y más aliados a la causa nobilísima del idioma y de la cultura hispanoamericana, tan amenguadas en estos momentos por la hegemonía de otros pueblos y de otras lenguas.

 

- XXVI -

El Analfabetismo Analfabeto.

   El señor Hernández Fajarnés, nuevo académico de la Lengua, ha definido el otro día con dos palabras, que, aunque unidas detonan un poco, son bastante expresivas, al peor enemigo del idioma y forma peor de la ignorancia, según él: a lo que llama el «Alfabetismo Analfabeto».

   «Sin duda -dice el señor Hernández Fajarnés- el analfabetismo es de varias especies y entre todas completan la ignorancia teórica y práctica de nuestro rico idioma. Pero entre estas formas de ignorancia, a mi ver, ni es la más grave ni es la más perniciosa la que señala el cero de la escala intelectual de los analfabetos, porque aun entre los que estudian y acaban «académicamente» carreras, los hay quienes ignoran el significado, régimen y construcción de las oraciones, el valor y propiedad de las palabras, el de las ideas que éstas enuncian, el régimen interno de las mismas ideas, su relación con la realidad, la prueba y fundamento de tal relación, rompiéndose así la cadena de comunicaciones de nuestra inteligencia con los medios naturales, con los verdaderos principios del conocimiento humano y de «nuestros» conocimientos con las causas reales, fenómenos y leyes del universo.

   »De donde resulta un analfabetismo por ignorancia de la Gramática y un analfabetismo por ignorancia del «uso» y «valor» de nuestro pensamiento, de las relaciones de la palabra con la idea, del fundamento crítico de la idea y de la palabra; muerte del valor positivo de nuestra razón para el descubrimiento y posesión de la Verdad, fin de toda ciencia; muerte de los dones literarios mejor dispuestos para expresar la belleza y comunicar a los demás el sentimiento ennoblecedor de la misma».

   Resulta, pues, según el criterio del señor Hernández Fajarnés, que son más atentatorios o nocivos para el idioma los que lo hablan de cierta manera que los que no saben ni cómo lo hablan, los hombres de carrera que los patanes.

   Y ello se explica porque el patán acaso altera un poco lo que oye, pero con alteraciones insignificantes; siendo, en cambio, por su falta de imaginación y de iniciativa, el guardián más fiel del acervo del lenguaje que ha recibido en herencia. Por eso vemos que en las provincias apartadas de España y de nuestra América, mantiénense inmutables ciertos arcaísmos, que son como sedimentos de pasados tiempos, ciertos viejos y gallardos giros ya en desuso, ciertas formas elocutivas del siglo XVII.

   En cambio, los semi-eruditos, los semi-instruidos, los analfabetos...

   alfabéticos, que diría el señor Hernández Fajarnés, alteran más o menos conscientemente la sintaxis e introducen en la circulación barbarismos deplorables...

   Hay, como habrán visto ustedes, cuatro analfabetismos, por lo menos, según el distinguido académico de la Española.

   1.º Analfabetismo por ignorancia de la Gramática.

   2.º Analfabetismo por ignorancia de la Lógica.

   3.º Analfabetismo por ignorancia del uso; y

   4.º Analfabetismo por ignorancia del valor de nuestro pensamiento.

   Pero yo me permito preguntar al señor Hernández: ¿qué gramática, qué lógica, qué uso y qué valor de nuestro pensamiento?

   Porque de esta clasificación y de las razones del citado académico, parece desprenderse que existe una especie de arquetipo inmutable de la Gramática, de la Lógica, del uso y del valor del pensamiento, al cual debemos ajustarnos en todos los tiempos; que el idioma es un organismo ya perfecto, incapaz de reforma y de variación, geométricamente delineado y del que no podemos salirnos, so pena de analfabetismo...

   Y esto no es exacto.

   La Gramática de ayer no es la Gramática de hoy. Las definiciones de Nebrija, su método y su criterio, han sido cien veces modificados desde él hasta Benot, hasta Bello y Cuervo, hasta Navarro Ledesma.

   La Lógica de un idioma, por su parte, es lo más deleznable que conozco. La lógica de ayer es el absurdo de hoy; y en cuanto al uso, su mismo nombre lo indica, es algo pasajero de suyo, momentáneo, subordinado a circunstancias de actualidad. De otra suerte no sería uso.

   Pretender, por tanto, que nos ajustemos a un modelo de idioma prefijado por algunos doctos y cristalizado definitivamente en un punto cualquiera de su evolución, es imposible.

   El mismo señor Hernández Fajarnés se vería apuradillo si le pidiésemos que nos dijese cuál debe ser ese modelo.

   Habría que fijarlo, en primer lugar, de un modo que no diese lugar a dudas, sin ambigüedad posible, y ¿quién se encargaría de hacer esto?

   ¿La Academia Española?

   ¿Pero cómo, si no hay dos académicos que estén absolutamente de acuerdo acerca del régimen y construcción de las oraciones, el valor y propiedad de las palabras, el de las ideas que éstas enuncian, el régimen interno de las mismas ideas, su relación con la realidad?, etc., etc.

   ¿El uso de los buenos autores?

   Pero habría, en primer lugar, que entendernos acerca de quiénes son los buenos autores, y en seguida sería preciso definir cuándo han sido correctos y cuándo no, porque si estudiamos, por ejemplo, cuáles son las proposiciones de dativo y ablativo correctas, veremos que lo son todas, y si pasamos revista a la manera de construir de los grandes hablistas del siglo XVI y del siglo XVII, notaremos una deliciosa anarquía y hallaremos en ellos ejemplos de cuantas maneras de construir hay, aun de las más absurdas.

   Querer fijar una forma definitiva al idioma es querer fijar una forma definitiva a la onda que revienta en la playa, a la nube que pasa.

   El idioma es organismo de plasticidad suma. En esta plasticidad está la condición misma, de su vida. Inmovilizarlo conforme al ideal de hoy es volverlo piedra, que se convertirá en losa, sobre la cual, sea cual fuere su belleza, ya no puede escribirse más que una palabra: «Aquí yace..».

   Otra debe ser la labor de las Academias y de los académicos, tal como yo la entiendo, y es: depurar perennemente el idioma que se habla; purificarlo de los barbarismos que lo enturbien, a tiempo y sazón que vayan apareciendo; sustituir prontamente palabras gallardas, elegantes, castizas, a los extranjerismos que la gente se ve forzada a usar porque carece de la equivalencia inmediata que no le proporciona la lentitud de los doctos. Popularizar las obras de los buenos escritores; abrir concursos en que se honre y se premie el buen hablar; españolizar todos los extranjerismos técnicos que son indispensables, porque designan nuevas máquinas, nuevos usos, nuevos productos; poner en activa circulación muchos arcaísmos expresivos que nos hacen suma falta y que duermen el sueño del justo en los casilleros del idioma; simplificar la ortografía, hacer amenos los estudios filológicos, etc., etc.

   Pero pretender convertir el castellano, tal cual se hablaba en esta o aquella época, en una especie de Venus de Milo, de perfección absoluta, a la cual deben ajustarse todos los ritmos y gracias y elegancias y perfecciones mismas del porvenir, es matar la lengua, embalsamarla y clasificarla ya para siempre entre los idiomas históricos... mientras siga viviendo y hablándose esto en que escribimos y pensamos ahora, esto que ya no se llamará Castellano, porque le faltará la identidad con que lo hablaba Cervantes... ¡pero que felizmente, y a pesar de todo, continuará siendo la expresión del pensamiento de setenta millones de hombres!

   Estoy, en cambio, de acuerdo, casi del todo, con los siguientes bellos períodos del discurso del señor Hernández Fajarnés, dirigidos a sus colegas:

   «Custodios oficiales de nuestro rico idioma, es, no de perfecciones literarias, sino del alma misma de la raza, de lo que sois custodios. Es la palabra la gran característica de la patria, y velando celosamente por que se mantenga y difunda nuestra lengua con todas las perfecciones posibles, conserváis y extendéis los horizontes de la patria. Porque la lengua se constituye en testimonio inhabitable de las grandezas del espíritu nacional, en el curso de los siglos, sea, cual sea la varia suerte de sus empresas.

   »Cuidar de, que se conserve y extienda más cada día la lengua española, mantenerla en todo el esplendor posible, con el uso e inteligencia más cabales, es obra de trascendental patriotismo; y los setenta millones que la hablan serán testigos fehacientes de nuestra nación, a través de la historia y en los confines del universo.

   »Renazca el espíritu latino que difundió por el mundo los elementos de la civilización inspirada por el cristianismo; ese espíritu latino que pide la suya, magnificada en el orden de lo material por todo progreso, profesores de un pueblo «de cuyo nombre no quiero acordarme», por patriotismo, imitando a Cervantes en su caso respecto del pueblo en que vivía el hidalgo manchego que su genio creara».

   Sí, de acuerdo estoy, pero recordando que la mejor manera de que se conserve y extienda más cada día la lengua española es quitarle toda solemnidad indigesta, evitar toda sinonimia inútil, toda verbosidad vana, toda tendencia a la logomaquia y volverla cada día más ágil, más fluida, más elegante y más concisa, a lo cual se presta porque es uno de los mejores instrumentos de expresión que existen en el mundo.

 

- XXVII -

Una propaganda simpática

   Si hay una manera efectiva y afectiva diligente y práctica de propagar una lengua, es sin duda la empleada por monsieur Maurice Damour en la Luisiana.

   Monsieur Maurice Damour, diputado por el primer distrito de Mont-de-Marsan, acaba de embarcarse en el Havre para América. Va a continuar una tarea por todo extremo simpática, emprendida hace algunos años.

   Era monsieur Damour vicecónsul en Nueva Orleans, y a fuerza de percibir a cada paso la palpitación del espíritu galo que anida aún en aquella tierra, descubierta en el siglo XVII por franceses y habitada aún por descendientes de los primeros pobladores, vínole la idea de aumentar la influencia intelectual de Francia y con ella los intereses franceses en toda la Luisiana.

   Para que su carrera consular no le impidiese realizar sus deseos, pidió al ministro de Relaciones que lo dejase en disponibilidad, y al propio tiempo logró que el ministro de Instrucción pública le confiase la misión de renovar la lengua francesa en la Luisiana.

   ¡Cuántos esfuerzos hechos desde entonces con la más afectuosa tenacidad por monsieur Damour!

   Pero los resultados fueron tales, que tienen por fuerza que halagar en sumo grado el ímpetu generoso del propagandista.

   Después de muchas reuniones y conferencias; después de una campaña perenne llevada a cabo con la palabra y con la pluma, monsieur Damour ha logrado agrupar a los descendientes de franceses, que habitan la Luisiana, y organizar con su ayuda desinteresada, solamente en las escuelas públicas de Nueva Orleans, 50 clases donde, se enseña la lengua francesa, que es para la mayor parte de los habitantes la lengua materna, la lengua de los abuelos.

   El año pasado, el Gobierno francés, reconociendo los inmensos servicios hechos a la causa nacional por Damour, le votó, a propuesta de Paul Deschanel y con cargo al presupuesto de Relaciones Exteriores, una subvención de diez mil francos «para estimularlo a continuar su labor patriótica».

   Recientemente, monsieur Damour fue electo diputado por Mont-de-Marsan, conforme me expresé arriba, y con este mandato la índole de sus labores tenía que tomar, otros rumbos. Pero tanto el ministro de Instrucción pública, monsieur Doumergue, como el de Relaciones Exteriores, monsieur Pichon, apelaron a su patriotismo, pidiéndole que no abandonase, a pesar de su puesto legislativo, la obra emprendida en la Luisiana.

   Monsieur Damour se embarcó, pues, de nuevo para aquella que fue tierra francesa, con el propósito de extender su propaganda a todas las ciudades y a todos los pueblos de la Luisiana, y de buscar un hombre abnegado e inteligente que le reemplace.

   Como el impulso capital está dado, la obra continuará creciendo y acabará por hacer una de las más bellas porciones del territorio americano, gracias a la libertad de las leyes de la gran República, una colonia mental de Francia.

   Y ya sabemos que quien dice mental acaba por decir económica.

   Se empieza por aprender bien el idioma de Francia, y se acaba por venir a París, por gustar la cocina francesa, por consumir los productos franceses, por ser, en fin, «parroquiano» de Francia.

   Los alemanes, que tienen un admirable sentido práctico, comienzan siempre por fundar escuelas de alemán en los países que quieren conquistar económicamente. En España misma hay excelentes escuelas alemanas donde se instruyen muchos niños españoles que aprenden a estimar a Germania y que acabarán por ser consumidores de sus productos.

   No se compra ni se vende sino hablando, y mientras mejor se habla, mejor se compra y se vende.

   Esto ya lo sabía sin duda monsieur de la Palice, pero parece que lo ignoran aún muchas gentes que desdeñan la difusión de su propio idioma.

   Si hay idiomas comerciales es porque antes ha habido idiomas literarios. El idioma se difunde esencialmente por medios literarios, llámense cátedra, conferencia, libro, revista o diario.

   Los españoles colonizadores de México, según me hacía notar con justicia un amable corresponsal anónimo, al cual me he referido ya dos veces en estos informes, no se preocuparon en lo general mucho que digamos de la correcta difusión de su idioma. Así se veía -y se ve- que el hijo de un español que habla bien regularmente el castellano, hable mal el mismo con deficiencia de términos y mayor deficiencia prosódica aún, sin que a su padre le choque ni mucho ni poco esto.

   Siempre encontrarán padre e hijo la manera de entenderse.

   La verdadera difusión del bien hablar es, pues, reciente en México; tan reciente como la renovación de nuestros sistemas de enseñanza, y si nuestra lengua se depura y embellece lo deberá exclusivamente a los procedimientos literarios que se empleen.

   El ideal sería que todo libro de enseñanza, así como va siendo un primor de impresión, un primor de ilustración, un primor de método, un primor de pedagogía actualísima, fuese un primor literario: que antes de declararse texto una obra, por elemental que fuese, se viera si además de estar bien metodizada y bien informada, estaba bien escrita, sencilla pero limpiamente escrita.

   De esta suerte, el libro que le lleva al niño indígena el pan científico, le llevaría el pan literario al propio tiempo.

   Aprendería el indio muchas cosas, sí, pero además aprendería a expresarlas.

   Los barbarismos de una obrita elemental, por pedagógica que ésta sea, dañan enormemente. Están destinados a fijarse en memorias frescas y a un uso activo en el indispensable ejercicio de la lengua.

   Por tanto, hay que evitar, a todo trance, estos barbarismos.

   Sentiría yo mucho que cuando digo la palabra literaria alguien entendiese retórica!

   Yo no quiero -líbreme Dios mil veces- obritas de texto retóricas o pedantes.

   Yo quiero que el estilo docente sea siempre sencillo, pero que sea estilo; que el maestro que va a tratar no importa qué ramo de enseñanza, la historia de México, por ejemplo, conozca a fondo este ramo, sepa desmigajarlo bien, según la categoría mental de la clase de alumnos a quienes se dirige, y además sepa escribir su idioma.

   Yo no sé el valor pedagógico que se les dará a los libritos de historia elemental del maestro Sierra (a mí me parece lo tienen grande); pero sí puedo decir que es un encanto leerlos. Pasa con ellos lo que con el teatro para los niños que soñaba Benavente: que instruyen a los chicos y encantan a los grandes (a veces también instruyen a los grandes...) Pues ¿por qué no se han de escribir, siguiendo ese alto ejemplo literario de don Justo Sierra, todos los libros que en México se destinan a las escuelas?

   Así, la difusión del idioma, tal cual debe ser, alcanzará su máximum.

   Así, los niños, al propio tiempo que aprenden las innumerables cosas elementales que necesitan aprender, se forman un estilo, y cuando llegan a las clases de literatura, llevan ya en embrión una cosa preciosa: el gusto, y poseen una facultad mas preciosa aún: la de expresarse bien.

   Pero observo que me he apartado un poco, sin querer, de monsieur Damour. Dejémosle por ahora en Nueva Orleans y felicitemos a Francia, que tiene cónsules de ese nivel patriótico y mental.

 

- XXVIII -

Los progresos del esperanto.

   Varias veces he hablado en estos informes del Esperanto. Ello nada tiene de raro, ya que difícilmente podrá darse asunto que mejor quepa dentro del marco de la misión que esa Secretaría se ha servido conferirme.

   El Esperanto tiende a realizar el más viejo ideal de los hombres:

   entendernos.

   Según la Biblia, los humanos nos entendíamos con las bestias en el Paraíso. La famosa manzana... de la discordia, hizo que la fiera y el hombre ya no pudiesen comprenderse (quizá porque el hombre tiene fierezas conscientes, y la bestia, tan calumniada, no).

   Sin embargo, si la fiera y el hombre ya no se entendían, los hijos de Adán... tampoco (puesto que por no entenderse Caín mató a Abel); pero podían conversar, cuando menos, entre ellos, hasta la famosa torre de Babel.

   Antes de la torre de Babel había, pues, un Esperanto, según la Biblia.

   El Esperanto actual se ha hecho esperar muchos siglos; en cambio, pretende destruir el castillo milenario. ¿Pero lo consigue?

   Sus apasionados gritan en todos los tonos que sí.

   Tristán Bernard le consagraba en días pasados en el Excelsior un ditirambo de lo más entusiástico... ¡No es el primero, ni será el último!

   Sin embargo, yo en uno de mis informes ponía a la lengua universal un reparo. Hace siglos, decía yo poco más o menos, el latín era en Europa la lengua universal; en ella escribían sus libros los hombres de todas las razas: lo mismo Calvino su Constitutio, que Servet su Restitutio Christiani; lo mismo Linneo sus clasificaciones admirables, que Kepler sus portentosas afirmaciones. No obstante, cuando dos hombres de diversas nacionalidades se encontraban y pretendían entenderse tendiendo entre sus cerebros un sutil puente de latín... solían separarse sin haberse entendido. ¿Por qué? Pues por un pequeño detalle: por el acento.

   Entre el acento latino de un tudesco y el de un francés había una sima infranqueable, y quien lo dude, que haga simplemente pronunciar a un alemán y a un francés el Dominus vobiscum (Fominus popiscum dirá el tudesco, y el francés, tras de introducir en el Dominus su u peculiar, que lo disfraza por completo, dirá vobiscom).

   Fresca está la tinta de lo que escribí entonces (no en los términos apuntados, pero sí con el mismo fondo) y ya cuento con un aliado francés para mi opinión.

   Cierto que él ignora hasta mi nombre, pero aliado es de todas suertes.

   Me refiero a Adrien Vély, quien en carta abierta, dirigida a Tristán Bernard a propósito de su defensa del Esperanto, a la cual hago alusión antes, le dice lo siguiente, que traduzco:

   «Mi querido amigo:

   He leído con vivo placer su artículo sobre el Esperanto. Pero debo confesarlo que no comparto del todo su entusiasmo.

   Reconozco con gusto que el Esperanto puede prestar algunos servicios desde el punto de vista literario, no obstante que hay en Francia y en Inglaterra bastantes gentes que tienen un cordial e inteligente conocimiento de los idiomas de las dos naciones. Pero en lo que se refiere a la conversación, hago algunas reservas.

   Yo hablo bastante bien el inglés y creo hablarlo con una pronunciación bastante buena... es decir, que no puedo llegar a hacerme entender ni por la mayor parte de los franceses que saben el inglés, ni por la mayor parte de los ingleses que saben el francés. En uno de mis últimos viajes a Londres, una mañana, después de varias excursiones por la City, quise, a la hora del almuerzo, hacerme conducir al café Royal, al restaurant francés de Londres. Tomé un cab y le dije al cabman:

   -Café Royal.

   Como esas dos palabras son las mismas en inglés y en francés, era absolutamente como si me expresase en Esperanto. El cabman me las hizo repetir diez veces. No entendía una jota. Al fin tuve que resolverme a escribírselas en un pedazo de papel. Las leyó y exclamó:

   -¡Oh! ¡Café Royal! ¡All right!

   Hablábamos la misma lengua, pero no nos entendíamos a causa de, nuestras diferentes pronunciaciones.

   Tomemos la frase de Esperanto que usted cita:

Kiajn logio ei havas

  

   Un inglés la pronunciaría así:

Kiedjn leudgien vai heveus.

  

   Y he aquí cómo la pronunciaría un alemán;

Kiach leudgien vai heveuss.

  

   Si usted se esfuerza en hacerse comprender pronunciándola a la francesa hay probabilidades de que su interlocutor, inglés o berlinés, lo lleve a usted a ver al representante local de la Agencia Hayas, para que le sirva de intérprete...

   Se verá usted, pues, forzado, sin duda, a hacer lo que el sordomudo, cuya divertida historia cuenta usted: a escribir la frase.

   Pero en estas condiciones y dado que en el extranjero las palabras de que se tiene necesidad para los usos corrientes son bastante limitadas, sería más práctico para un francés que permanece en Londres copiar, según las circunstancias, las frases hechas de cierto librito que se intitula:

L’Anglais tel qu’on le parle.

  

   ¿Cuándo nos dará usted, mi querido Tristán el Esperanto tal como se pronuncia? Nos lo debe usted y Claretie lo espera.

   Truly yours.

                       Adrien Vély».

   Esta desesperante dificultad de que habla Vély, de hacerse entender en Inglaterra, en Francia, en Alemania, aun hablando bien el inglés, el francés y el alemán, es uno de los más terribles obstáculos para el progreso de cualquier lengua universal.

   ¿Cómo allanarlo?

   ¿Modificando el acento de cada uno de los respectivos nacionales?

   Esto es un sueño.

   El acento enraíza firmemente en las honduras mismas de la fisiología, y el inglés ha de hablar siempre cualquier idioma (dado que se resuelva -caso dudoso- a hablar otro que el suyo) con acento inglés.

   Cuando uno se hace entender, por ejemplo, en Inglaterra no es porque los ingleses adapten siquiera una miaja su oído a nuestra pronunciación.

   Es porque nosotros hemos logrado, después de persistentes esfuerzos, pronunciar a la inglesa.

   Un amigo mío, que lo es también de Ramiro de Maeztu, me refería las angustias y los trabajos de éste para hacerse entender en Londres durante los primeros tiempos de su permanencia allí. Y, sin embargo, Maeztu, cuya madre es, según creo, inglesa, hablaba correctamente esta lengua.

   Al fin, después de formidables esfuerzos, adaptó su pronunciación a la inglesa, hasta identificarla, y un día, un camarada suyo, que le oía hablar corrientemente con un cabman con quien ajustaba el precio de una carrera, decía:

   «Maeztu debe hablar muy bien el inglés, porque le entienden hasta los cocheros».

   He aquí, en efecto, la piedra de toque: el cochero. Por lo que respecta a los cabman, ensayad que os entiendan la palabra Carlton, nombre de uno de los mejores hoteles londinenses... y veréis lo que significa el acento en una lengua.

   Vanamente repetiréis:

   -Carlton, Carlton.

   Después de insistir cinco o seis veces, puede ser, si no pronunciáis del todo mal, que el cabman exclame:

   «¡Oh! Corlton, Corlton (con una o atrozmente cerrada y difícil).

   Corlton... ¡All right!... «Pero ¡qué más! En Madrid suele suceder que la gente del pueblo no nos entiende a los hispanoamericanos.

   En cierta ocasión, una buena mujer se excusaba conmigo de no entender lo que le decía un compatriota amigo mío.

   -Como ese caballero me hablaba en francés... -decía.

   Y en Burgos, un guarda, queriendo halagarme, exclama:

   -El señorito habla bastante bien el castellano.

   -Sí -le respondí-, lo he practicado un poco.

   -¡Ya lo decía yo! -replicó el guarda, satisfecho de haber acertado.

   Pero, en fin, diréis vosotros; sabiendo Esperanto, queda el recurso de escribir lo que uno quiere en un papelito.

   ¡Y tenéis razón, es un recurso!

   Por lo demás, lo que he dicho hasta aquí no pretende nublar en lo más mínimo el brillo de la Lengua Universal. Encuentro, al contrario, que debe fomentarse su enseñanza y aplaudo de veras el buen intento del almanaque, Hachette para 1911, que abre un concurso de Esperanto y apoya su idea con las siguientes palabras:

   «Desde que en 1915, en Boulogne-sur-Mer, se abrió para el Esperanto la era de los grandes Congresos internacionales, la nueva lengua no ha cesado de hacer extraordinarios progresos.

   »El año 1910 ha visto el Congreso de Washington que ha reunido muchos miles de esperantistas y el Congreso especial de esperantistas católicos de París, que ha reunido a su vez algunos centenares de asistentes.

   »Además de esas grandes reuniones mundiales, los esperantistas son bastante numerosos ahora para organizar en todos los países Congresos nacionales y aun regionales. Habrá más de 30 en el curso de este año de 1911.

   »En cada ciudad se crean grupos que se federan entre sí. Estas federaciones a su vez forman entre ellas confederaciones.

   »Lejos de estar compuesto con elementos nuevos o completamente deformados, como lo estaba el difunto Volapuk, el Esperanto toma para su vocabulario a las lenguas indoeuropeas sus raíces más internacionales. Un pequeño juego de afijos bien escogidos le asegura además una riqueza y una elasticidad extraordinarias. Su gramática es de una simplicidad tan notable, que se pueden traducir con mucha exactitud textos de Esperanto sin ningún estudio previo de la lengua y sacar un mismo de ellos la Gramática».

   Los anteriores elogios, que traduzco gustoso, probarán que mis reparos al Esperanto no son apasionados.

   Dios siga deparando buena suerte a la lengua internacional y haga que la Humanidad, merced a ella, acabe al fin por entenderse.

 

- XXIX -

Hipertrofia del idioma.

   Entre las notas editoriales de El Imparcial, siempre discretas y oportunas, encontró en días pasados una que, por su exactitud, debe alarmar a todos aquellos que nos preocupamos de que no sufran menoscabo la elegancia, la pureza y la propiedad de nuestra lengua. Dice así esta nota editorial:

«PERDEMOS EL IDIOMA

   »Es penoso advertir la hipertrofia del idioma español como instrumento de expresión de las ideas científicas. Después de que se hubo constituido tan brillantemente en el siglo de oro, que adquirió la flexibilidad y hermosura en las pulidas obras de Fray Luis de León, en la magna producción de Cervantes Saavedra, en el Teatro conceptuoso de Calderón y en el donairoso y cortesano de Tirso de Molina; cuando acaparó una riqueza infinita en sus vocablos después del contacto con las civilizaciones árabes y al cabo de la conquista de los pueblos americanos, revistiéndose de mil matices y maneras de decir que se sobrepusieron al caudal de voces griegas y latinas, de cuyas lenguas conserva su filosófica estructura, es penoso al cabo de esto, que los hombres de hoy no sepamos ni desenterrar los tesoros de los siglos clásicos, ni curarnos de la barbarie de voces ríspidas e insulsas que nos invade, ni atinar con la palabra que en la lengua vernácula pinta con primor el menor detalle de los secretos de los fenómenos que a diario contemplamos en la Naturaleza.

   »Por tan pecaminosa negligencia, por descuido tan fatal, hoy hablamos una jerga inarmoniosa que, sin embargo, vamos ostentando por casinos y avenidas.

   »Ya en las aulas se habla siempre de compundaje, voltaje, amperaje, mereciendo la diatriba de algunos que otros que añaden examinaje y reprobaje. Esto en punto a nociones nuevas, puesto que otros, por hacer gala de políglotas, no encuentran equivalente a «hangar» cuando nos hablan de aviación. Y en modas, ¿qué decís? Hemos perdido ya los colores del espectro, los nombres de los tejidos, y seguramente que una dama no da tres puntadas ni se calza el dedal sin hacerlo en parisién como una «grisetilla».

   »Por otro lado, el sajón penetra en el comercio, en la técnica ferrocarrilera, en los deportes.

   »Hay mil neologismos; el castellano se atrofia; perdemos insensiblemente el idioma.

   »Hay -me decía en días pasados Antonio de Zayas, coincidiendo con esta queja de El Imparcial- una resuelta mala voluntad para encontrar el equivalente castizo de las palabras extranjeras más en uso».

   Y esta observación del joven poeta es de una angustiosa verdad.

   ¿A quién se le oculta que la palabra hangar que cita, por ejemplo, el editorialista de El Imparcial, tiene los equivalentes cobertizo y tinglado? ¿Por qué no usar estos equivalentes? ¿Por qué no decir asimismo deportista en vez de sportsman? ¿Por ignorancia capital? Pues cuando se ignoran cosas tan elementales, no debiera escribirse para el público. Yo, de gobernante, propondría una ley que exigiese a cuantos se dedican a escribir en los diarios un certificado de idioma. Debieran sustentar un examen, en el que probasen que saben siquiera el vocabulario más común, las quinientas o seiscientas palabras que bastar para escribir gacetillas...

   En esto de los términos técnicos viene notándose un desconcierto enorme desde hace unos diez años, y le sobra razón al editorialista de El Imparcial, quien pone a tal respecto el dedo en la llaga.

   Ya en 1903, mi ilustre amigo el doctor Tolosa Latour desarrolló un tema intitulado «El Diccionario Tecnológico Médico Hispanoamericano».

   Entre otras cosas muy interesantes y sugestivas, dice el doctor Tolosa: «Fue en un tiempo el idioma latino el preferido por los sabios de todos los países, y con profundo respeto hojeamos las obras clásicas, deletreando por culpa de la escasa o nula enseñanza de las viejas humanidades, aquellos libros donde la Medicina dice tanto con tanta brevedad como corrección. En los idiomas corrientes escriben ya los autores contemporáneos, y al leer las obras francesas, inglesas o alemanas, la nerviosa rapidez con que pretendemos asimilárnoslas no nos da tiempo de verterlas en los castizos moldes de nuestro vulgar romance. Y así como hay en todo el haz de la tierra plantas medicinales que hollamos con nuestros pies y ni las recogemos ni las aprovechamos por ignorancia, prefiriendo acudir a los preparados químicos que nos vienen de las grandes fábricas con preciosas envolturas, así también adoptamos perezosamente vocablos extraños, ignorando que tienen su correspondencia en el idioma».

   De esto, además de los periódicos, tienen la culpa los editores de obras de vulgarización científica a bajo precio.

   En España hay varios editores de cuyos nombres no quiero acordarme, quienes, no contentos con acrecentar a diario el galimatías de que adolece el castellano, contribuyen con carretadas de términos técnicos, pésimamente traducidos, a que nadie se entienda.

   Ellos son los que lanzan esos hangares, y esos compundajes, voltajes y amperajes de qué habla El Imparcial. Ellos y los reporters de los grandes diarios.

   Pero ¿cómo exigir instrucción ni siquiera sentido común a un pobre hombre que traduce tal o cual obra de vulgarización científica por veinte duros... cuando no por diez?

   Los reporters de los grandes diarios sí son menos disculpables.

   Algunos ganan bastante dinero para comprarse un buen Diccionario Inglés Español o Francés Español y viceversa. Podrían además cultivar un poquito su espíritu con buenas lecturas. Si leyesen a nuestros mejores hablistas de España y América, ejercitarían fácilmente el buen léxico de que han menester.

   Y conste que no me refiero a la lectura de autores áridos e indigestos. Bastaría con conocer a cualesquiera de los autores modernos de España; bastaría hasta con leer a los cronistas más en circulación, a un Gómez Carrillo, a un Zozaya, a un Répide, a un Luis Bello, a un Mariano de Cávia... Ninguno de ellos dirá hangar por tinglado, ni amperes por amporios... como no dirá tampoco presupuestar por presuponer, afecto por aficionado, intrigado por preocupado, preciosura por preciosidad, revancha por desquite, constar o constatar por comprobar, etc., etc.

   Con un poquillo de docilidad ya tendríamos un nombre menos difícil de pronunciar y más castizo para el novísimo aeroplano. Lo habríamos llamado simple y sencillamente volador, como quiere Cávia... y diríamos cernerse por planear, y quizá atracar, a pesar de su filiación marítima, en vez de aterrar, que tiene un significado completamente distinto del que quiere dársele... Pero ¿quién se ocupa de substituciones tan sencillas?...

   ¡Vengan galicismos, y ruede la bola!

   Un joven cultísimo, laborioso y sereno, M. de Toro y Gisbert, hijo de don Miguel de Toro y Gómez, excelente amigo a quien conocí y traté en otro tiempo en París, se pregunta en reciente estudio sobre extranjerismos y neologismos: «¿Qué debemos hacer cuando nos encontramos en presencia de una palabra extranjera que queremos introducir en un discurso o escrito?

   Claro está que sólo debe recurrirse a este género de voces cuando materialmente no existe el equivalente exacto de la cosa en castellano.

   Así, por ejemplo, rechazar lunch queriéndolo reemplazar por merienda, es una majadería tan censurable como la de empeñarse en ofrecer bouquets en lugar de ramos a las señoras.

   Hay cosas que no existen en castellano y, por consiguiente, cuando las tengamos que designar, deben conservar su nombre exótico. A este género pertenecen chalet, bar, bersagliere, bookmaker, cocktail, demimonde, grog, groom, poney, sleeping-car y otros varios.

   Cuando se trata de palabras poco corrientes, y sobre todo, si no se siente uno con suficiente ánimo para ponerle las banderillas al toro, vale más dejar dichas palabras al natural, tal como las escriben en su tierra, sin meterse en camisa de once varas. En una conversación se procura pronunciarlas lo mejor que Dios le dé a entender a uno, procurando ajustarse a la pronunciación natural de la palabra. Si la engasta uno en un escrito debe subrayarla.

   Ahora bien: si se siente uno más animoso o si la palabra es ya bastante corriente, no es atrevimiento exagerado procurar aderezar el vocablo a la española, siguiendo los ejemplos que nos suministran la Academia y los buenos autores».

   Y a renglón seguido nos da una pequeña y útil lista de extranjerismos que ha tiempo adquirieron carta de naturalización.

   Hela aquí:

   Arrurruz, viene del inglés, arrow-root, raíz, flecha.

   Buró, viene del francés, bureau. Clisé, viene del francés, cliché.

   Contralor, viene del francés, controleur. Corsé, viene del francés, corset. Epilocho, viene del italiano, spilorcio. Esplín, viene del inglés, spleen. Margrave, viene del alemán, markgraf. Sumiller, viene del francés, sommelier.

   Ahora bien: al lado de estos extranjerismos naturalizados desde hace ya tiempo, encontramos a cada paso en los escritores modernos otras palabras españolizadas según el mismo proceder. No negaré que encuentro muy aceptables las formas bandós, coctel, dubuar, fular, mitin, borders, rosbif, biftec, que, después de todo, difícilmente se substituirían con otras españolas que, además, están ya admitidas por casi todo el mundo, y que tarde o temprano han de entrar en la lengua, como ya lo hicieron años ha croqueta, piqué, neceser, paletó, financiero, cutí, matiné y otros centenares que no lo merecían más que ellas.

   Repito que la única regla que en este caso debe seguirse es la de no emplear una palabra extranjera al natural, ni españolizada, mientras haya otra castellana que signifique lo mismo (no algo análogo, sino exactamente lo mismo); ¡qué demonios!, de alguna manera habrá que expresarse cuando quiera uno escribir lo que los ingleses llaman beefsteack. No creo que sea ya posible transcribir esta palabra con la forma bifstec, que corresponde exactamente a su pronunciación figurada. Hoy todo el mundo dice biftec y hasta algunos bisté y así lo he visto ya escrito. Y hasta más de una vez he oído diminutivos como bistelico y bistelizo, que me han dejado soñando.

   Así, pues, pongamos a mal viento buena cara y procuremos aderezar lo mejor que podamos a la española los vocablos que, acompañando cosas nuevas, se nos entren de fuera».

   El consejo es excelente. No hacen otra cosa los franceses desde años ha, y les va muy bien. Su idioma es cada día más rico, más expresivo, más elástico.

   He dicho al principio que los reos capitales del actual desbarajuste del idioma son: los editores de libros y los editores de periódicos. Si ambos quisieran enmendarse, les bastaría un arbitrio harto sencillo: tener un buen corrector de pruebas, que estuviese asesorado por tres diccionarios de los mejores en su género: uno español-francés y viceversa, otro español-inglés y viceversa y el último de la Academia.

   Antes de permitir el uso de un extranjerismo, el corrector lo buscaría en el diccionario respectivo a fin de ver si tenía traducción exacta en castellano. Si no la tenía, el corrector, apelando a su buena memoria, procuraría recordar la castellanización de este extranjerismo hecha por buenos escritores.

   En el supuesto de que su memoria no le ayudase en tal sentido, se limitaría a castellanizar la palabrita según su leal saber y entender.

   Expurgaría, además, las pruebas todas, escrupulosamente, de todas esas bárbaras y absurdas construcciones que hallamos a cada paso en muchos escritores muy leídos en América sobre todo, como me dijo de no faltar, venía en harapos, bajo el punto de vista, bajo la base de esto o de aquello; mi mujer se hizo embarazada.

   Es así que se puede afirmar por los resultados conseguidos que los cálculos eran justos; mi madre estando enferma, no he podido ir a ver a usted; si jamás voy a París, me guardaré de ir en Febrero; toda mi familia es aprensiva, «mismo» yo... Llena los frascos para tener bien de vino; etc., etc.

   Ya que muchos de los que escriben para el público o de los que traducen del francés ignoran en absoluto su lengua, ¿por qué no procurar que los correctores de pruebas lo sepan siquiera medianamente? Así evitaríamos que de uno de los más admirables idiomas del mundo se formen diez o quince dialectos feos y que en breve plazo los hispanoamericanos de diversas nacionalidades tengamos que entendernos en esperanto... o, lo que es peor, en inglés!

 

- XXX -

El léxico Cervantes.

   Hay muchos señores que se enfurruñan y molestan porque diz que en todos los empeños que se ponen para que España y sus antiguas colonias, hoy casi todas florecientes, se ayuden y entiendan mejor, hay mucho de lírico.

   Esta palabra lírico los saca de sus casillas: «¡Los intereses son los que ligan!», afirman estos señores. Y creen con ello haber dicho todo.

   Si se les pregunta qué clase de intereses, enójanse más aún.

   En el fondo ellos creen que no hay en el mundo más que una clase de interés: el comercial.

   Comprar y vender: he ahí el Universo; he ahí la ley y los profetas...

   Yo soy tan condescendiente y conciliador, que quiero conceder por un momento a los expresados señores que no hay, en efecto, bajo el sol que nos alumbra (y si me apuran mucho en todos los mundos posibles) más que una ley, que es la de la oferta y la demanda, superior a las enunciadas por Newton (y las cuales hoy, por cierto, andan en tela de juicio). Según esta ley, lo que a nosotros los de raza española nos interesa, no son los lazos afectivos con la madre patria, sino que ella nos compre cada día más sacas de garbanzo, y nos venda, lo más barato, sus mejores vinos.

   Perfectamente; pero aun considerando las relaciones hispanoamericanas desde este único e importante punto de vista, habremos de convenir en que la primera condición para comprar y vender es entendernos, y para entendernos hacemos falta los que escribimos, los poetas, los literatos, los que procuramos contribuir a que el castellano se hable de la misma manera en México que en Buenos Aires, en Madrid que en Santiago de Chile, salvo, naturalmente, los pequeños matices que no dañan a la totalidad de la lengua.

   Si convienen ustedes conmigo, señores míos, en esta manera de razonar, tendrán la máxima amabilidad de otorgarnos a los antedichos poetas y escritores que trabajamos por este ideal, siquiera una modesta patente de hombres prácticos, que buena falta nos hace para trajinar por el mundo.

   Y si se trata de otorgarnos esta patente pido que se le dé, de toda preferencia, a don Francisco Pleguezuelo, cuyo discurso relativo al léxico de Cervantes, pronunciado muy recientemente en la fiesta dada por la Unión Ibero Americana, en honor de las Repúblicas nuestras, con motivo de su Centenario, será el objeto de este informe.

   Piensa el señor Pleguezuelo (y ya había antes hablado extensamente de ello en una conferencia) que no se debe consentir jamás, bajo ningún pretexto, que el castellano deje de ser la lengua oficial en el territorio español, y su idea es tan natural que está y ha estado siempre en los espíritus, menos, quizá, en los espíritus catalanes.

   Piensa asimismo que, aunque ello parezca utopía, debiera haber, así como hay misioneros religiosos y misioneros comerciales, una especie de apostolado lingüístico. «Lo cual -dice-, después de todo, no es tan utópico, si se considera que casi siempre que se cumplen los fines más idealistas, resultan también cumplidos otros más positivos y más prácticos. Y si se tiene en cuenta, sobre todo, que quizás algo pudiera irse haciendo en este sentido con la intervención de nuestros cónsules, mediante la concesión de honores, franquicias y derechos, ya que no fueran posibles subvenciones, a todos los españoles que acreditaran hallarse consagrados en el extranjero a la enseñanza de nuestro idioma».

   Piensa que podría también hacerse lo conducente a que las jóvenes españolas, fortificando el ánimo al par que la inteligencia, inundaran otros países en calidad de institutrices o profesoras, como vienen a inundar a España, y es bueno que lo hagan, las extranjeras.

   Piensa otras muchas cosas; pero especialmente lo siguiente, que, es a lo que deseo referirme: que tomando España, como pueblo de origen, la iniciativa, aprovechándose como base los organismos académicos existentes y contribuyendo con exiguo sacrificio cada uno de los pueblos hermanos, se constituyera aquí, donde están el viejo solar, los viejos archivos, las raíces de la lengua, una comisión permanente, compuesta de autorizados representantes de todos los pueblos (y de España por supuesto), encargada de formar un diccionario español hispanoamericano, donde con amplio y fraternal criterio se diera entrada y sanción a cuanto pudiera merecerlo de lo antiguo y de lo nuevo, de lo de aquí y de lo de allí, sin exclusivismos ni prevenciones, sin arrogancias ni desdenes, de modo que resultara una obra tan imparcial, tan elevada y tan completa, que inspirando amor y respeto a escritores y no escritores de ambos mundos, llegara a ejercer sobre todos ellos la presión necesaria y suficiente para que el vocablo castellano saliera de todos los labios con el mismo cuño y con el brillo y consistencia y duración del oro.

   «Porque bien lo sabéis -añade el señor Pleguezuelo (poniendo el dedo en la llaga)-: a pesar de tantas corrientes de mutuo amor y de recíproca admiración (en esta casa sinceras, como en pocas partes); a pesar de muchas públicas protestas, es lo cierto que todavía, en voz baja, muchos de aquí suelen desdeñar el estilo americano y muchos de allí suelen decir con gesto despectivo: «Escribe muy español».

   Yo no sé si esto último se dice en América. Yo, en todo caso, no lo he oído decir jamás. Sé, en cambio, en cuánto se ha apreciado y tenido siempre a los grandes escritores españoles, cómo, con qué devoción se les lee; cómo, con qué devoción se les guarda.

   Pero en cuanto a lo primero que afirma el señor Pleguezuelo, a saber, el desdén de algunos por el estilo americano, desgraciadamente es cierto todavía, aunque el número de los desdeñosos sea cada vez menor.

   Por un desconocimiento total de nosotros, hay escritores españoles, y no de los viejos, sino de los jóvenes, como Andrés González Blanco, que piensan que en América nadie sabe escribir el castellano... que lo pensaban, rectificaré, porque estoy seguro de que él ha rectificado también su decir.

   ¿Pues no afirmaba, por ventura, en días pasados uno de los noveles autores, con ignorancia deliciosa, que yo era el único que en América sabía escribir el castellano? Aun cuando se trataba de tan desmesurado elogio, lo taché a las volandas en el artículo en que figuraba, destinado por cierto a la Revista Moderna, de México; llamé al autor, y gracias a innumerables revistas y libros de América que poseo, lo convencí sin esfuerzo de que hay en el nuevo Continente centenares de hombres que manejan admirablemente el castellano, con una soltura y una agilidad poco comunes; que América fue la patria de Bello, es la de Cuervo y que en ella escriben y piensan y versifican un Justo Sierra, un Federico Gamboa, un Manuel Díaz Rodríguez, un José Enrique Rodó, un Rafael Delgado, un Salvador Díaz Mirón, un Leopoldo Lugones, un Rubén Darío, un Luis G.

   Urbina, un Enrique Larreta (léase su admirable libro La gloria de don Ramiro, verdadero monumento de la lengua), un Jesús Urueta y tantos y tantos conocedores de la totalidad del idioma, como lo fue don Rafael Ángel de la Peña, como lo son Casasús, Salado Álvarez, Balbino Dávalos, Pedro Emilio Coll, Eduardo Wilde, ministro de la Argentina en Madrid; Juan B. Terán, argentino también; el cubano Jesús Castellanos; el peruano y clásico Ricardo Palma, etcétera, etc., etc., porque citaría cien más!

   Y debo confesar, sin que ello sea modestia, porque no sólo no la tengo, sino que detesto esta antipática virtud, que yo, a pesar del generoso juicio del escritor citado, no soy de los que escriben mejor el castellano en América. Ya quisiera poseerlo como Salado, como Gamboa, como Rafael Delgado, como don Justo, como Díaz Mirón.

   Yo escribo un castellano mío, que no es ni malo ni bueno; es simplemente mío, con mucho de instintivo, poco de leído y algo de estratificaciones, acaso nobles y bellas, de otros tiempos, que están en mi espíritu y duermen en mi tierra tranquila y solitaria.

   Pero sigamos a nuestro amigo Pleguezuelo. «Es necesario -dice él- que estos apartes de si «habla muy americano o habla muy español» desaparezcan, y para ello urge que aceptemos los españoles, por nuestro lado, americanismos y que los americanos, por el suyo, acepten los que podríamos llamar hispanismos; transigiendo unos y otros en cuanto fuere necesario, seguros todos de que los puntos de transacción marcarán siempre el ancho cauce del más genuino castellano; porque órganos tan autorizados para seguir formando el lenguaje, son los hijos de los que allá fueron a conquistar y poblar el suelo americano (pensemos no más que en Andrés Bello), como los hijos y descendientes de los que aquí quedamos; y si hemos de ensanchar más la contextura política y social, preparándonos para una vida de raza superior aún a la de la nación, necesario es ensanchar también los moldes del idioma, para que todo vaya tomando proporciones atlánticas en vez de mediterráneas. Hay que aceptar giros, vocablos, acepciones, nombres de cosas que nosotros no tenemos, para que siquiera en la esfera del lenguaje lleguen a unificarse hasta la fauna, la flora y la gea de aquellos territorios y del nuestro. Con este criterio por una parte y con el de aceptar y respetar por otra raíces y modelos de la tierra hispana, habrá de formarse ese gran diccionario, proscribiendo de él todo barbarismo, todo lo superfluo y lo vicioso; aleccionando y corrigiendo de este modo a los malos escritores, que no son planta exclusiva ni del viejo ni del nuevo continente. Creando, en fin, una autoridad, una norma, una guía para todos, y un elemento poderosamente conservador de la unidad del idioma!

   »Porque también me figuro -sigue diciendo el señor Pleguezuelo- que se convendrá conmigo en que los elementos que pueden integrar o representar la llamada, fuerza centrípeta, los diccionarios, son incomparablemente valiosos y eficaces, dejando siempre, a salvo, por supuesto, lo que por abreviar hemos llamado el nuevo milagro griego. No sólo sirven para depurar los idiomas, sino también para guardarlos, conservarlos, tenerlos como en estuche, protegerlos y defenderlos contra toda clase de agentes exteriores y enemigos; y a ellos acuden los que ignoran, los que dudan, los que disputan; y de ellos se saca siempre algo que sirve para evitar deformidades y extravíos. No sólo constituyen un freno para el común de las gentes, sino que también refrenan a los escritores más altivos. No son sólo un inventario: son una fuerza moral, vienen a ser un código. Y en este caso, el libro que yo imagino, hecho por autoridad sin semejante hasta ahora, con el corazón y el pensamiento puestos en el interés de una raza, podría ser para ésta no ya un código, sino una arca santa, merecedora de religioso respeto.

   »Y habéis de considerar, además, que este medio en que yo insisto (de la formación internacional de un léxico), es fácil y, viable, no sólo por lo poco gravoso que económicamente habría de resultar, sino también por la especial esfera a que se refiere. ¡Cuán difícil sería hoy por hoy, cuán imposible, mejor dicho, la acción de veinte naciones en el terreno económico, político, religioso, jurídico, industrial! ¡Pero qué exenta de dificultades y qué llena, por el contrario, de atractivos en los dominios ideales del lenguaje! ¡Y habéis de considerar, por último, que esa acción común, por hoy únicamente posible en el idioma, será ejemplo y enseñanza y sugestión y costumbre y acicate para otras acciones simultáneas, conjuntas, paralelas, correspondientes al interés solidario de la raza y a ese vago ideal que todos acariciamos, de formas superiores de asociación humana.

   »Aunque para concluir no lo dijera, bien se comprende que son dos las ideas principales que yo me he propuesto llevar a vuestro ánimo: la de que la formación internacional de un léxico sería el medio más adecuado para procurar el bien y prosperidad de nuestro idioma y la de que procurar esto constituye un alto deber, atendiendo al todo a que pertenecemos, de manera que nuestro natural egoísmo resulta económico y conforme con el interés general humano; punto de vista que centuplica la energía para el cumplimiento del deber, y punto de vista que no es exagerado, como bien claramente lo demuestra el hecho (ya que mis argumentos no hubieran tenido tal virtud) de que en importantes publicaciones y sociedades de los Estados Unidos, de un pueblo que habla inglés, abóguese, como abogan, férvida y elocuentemente, por el establecimiento del español como lengua internacional. Hecho al que puede añadirse el de su enseñanza oficial en Francia y hasta en el apartado Japón... ¡Como si los extranjeros quisieran consolarnos de domésticos extravíos!»

   Es claro que la idea del señor Pleguezuelo vibró simpáticamente en el corazón del auditorio. Todos sentimos en estos momentos la necesidad de defender el común patrimonio de la lengua. Los argentinos mismos, cuyo desvío por ella era conocido hasta hace poco, ahora, llenos de entusiasmo, con motivo de la visita de la infanta Isabel, convienen en hacer todo lo posible por purificar y guardar el precioso depósito.

   En España uno de los comentarios favorables al señor Pleguezuelo ha sido el del conocido poeta y periodista Cristóbal de Castro.

   Helo aquí, ya que mi informe debe tender a ilustrar cuanto sea posible la cuestión, con dictámenes avisados:

   «En el local de la Unión Iberoamericana, donde tanto orador meloso y tanto poeta cursi contribuyeron a que el tópico de «estrechar los lazos» haya dado la forma del ridículo, sonó por fin la voz discreta.

   »El señor Pleguezuelo pide la formación de un diccionario hispanoamericano, bajo la advocación gloriosa de Cervantes.

   »Veinte naciones hablan hoy el idioma del Quijote, el idioma es el vínculo espiritual más puro, y, por lo tanto, más duradero; las fronteras se ensanchan o se acortan; los ejércitos vencen o son vencidos; tal río, que hace años era del Paraguay, hoy pertenece a la Argentina; tal pabellón, que ayer tenía escudo real, tiene hoy el simbolismo republicano de un águila o de un sol. Las naciones geográficas dependen de una guerra o de un tratado; las naciones espirituales tienen la permanencia secular de su habla. El idioma, como el espíritu, goza soberanías sobrehumanas.

   »En la floresta de homenajes nacida al centenario, de la Argentina, destácase el proyecto del diccionario, con la robusta sencillez de un roble. Todo el talco de las poesías y de los discursos caerá ante el paso de las horas; todas las recepciones y asambleas perecerán, efímeras y gárrulas; pero si el diccionario se hace, quedará patriarcal y santo, túmulo secular de varias razas, arca de la alianza de veinte pueblos.

   »El lenguaje, como el espíritu, necesita comercio y renovación.

   Incorporando al casticismo hispano las voces juveniles de pueblos jóvenes, se ensanchará el idioma, como el mar con la ofrenda de los ríos, y quedará inmutable en sus esencias, como el padre océano, patriarca que, acogiendo de tantos manantiales aguas tan variadas y diferentes, las santifica en su unidad potente, infundiéndolas el respiro de su alma.

   »Además, este diccionario tendrá como un nuevo conquistador, el avance de ejércitos invasores. Italia, Francia e Inglaterra son voraces en la irrupción americana, y no contentas con arrebatarnos la geografía comercial y diplomática, avanzan, con facundia rastaquoère, por las fronteras del idioma con sus ejércitos de libros, de teatros y de periódicos. En México, y en la Argentina sobre todo, los emigrantes italianos y franceses, juntamente con los autores y los cómicos de sus países respectivos, destacan ya insolentes avanzadas; argentinos y mexicanos mezclan a la pureza de Cervantes voces extranjerizas y modismos anárquicos. La jerga emigratoria mancha con sus canturrias de aluvión el ritmo de Quevedo y de Solís.

   »El diccionario, pues, debe aprestarse en plazo corto y lanzarse a los mares tras de las carabelas de los Pinzones. La sombra de Cervantes le será propicia, y las veinte naciones que han de anidar en él, las veinte palomas de sus almas sentirán el calor del nido, arrullándose con el mismo arrullo hispano. Y Andrés Bello surgirá, filólogo y poeta, y Palma, con sus Tradiciones peruanas, y Argüello, con su Ojo y alma, y Peza, ingenuo y creyente, y Díaz Mirón, frondoso y exaltado, y Acuña, y Mármol, y Tablada, y Pimentel, y Altamirano, y el duque «Job», aplaudirán en la «región luciente» el desfile de estos modernos capitanes que se llaman Leopoldo Lugones y Rubén Darío, Amado Nervo y César Dominici, Icaza y Ocantos, Gómez Carrillo y Manuel Ugarte, a los cuales habrá que señalar la avanzada de honor en este diccionario-mausoleo.

-Cristóbal de Castro».

   Otros se dicen en cambio: si existe el Diccionario de la Academia, que periódicamente adopta los americanismos oportunos, ¿a qué un nuevo diccionario?

   El Diccionario de la Academia, podríamos contestar, es una autoridad puramente española, y se trata de una autoridad, así como de una colaboración y una amplitud hispanoamericanas.

   Se trata de una contribución unánime de la raza, que ahora no existe; se trata de que presida a la fijación del léxico un criterio más liberal y más amplio que el de ahora; se trata de utilizar la autoridad de los grandes filólogos americanos, que no están todos en las academias correspondientes.

   Se trata... pero como yo no soy el autor del proyecto, no me compete defenderlo. Era simplemente mi misión informar acerca de él, como lo hago.

   Al señor Pleguezuelo toca responder a las objeciones. Yo he cumplido mi misión.

 

- XXXI -

De las nuevas orientaciones de la novela.

   Octavio Uzanne, el amable y sagaz escritor, ha llevado a cabo en estos días una información curiosa relativa a las corrientes literarias europeas de nuestro principio de siglo.

   Según él y con él, en concepto de muchos grandes libreros parisienses, la decantada crisis del libro no existe.

   Aún se lee y se lee mucho, si se tiene en cuenta que vivimos más de prisa, que los deportes de todo género han adquirido enorme ascendiente en las sociedades modernas, y que nuestros vagares son mucho menores que antaño.

   Aún se lee, sí, señor: sólo que se leen cosas muy distintas de las que se leían hace diez años, quince años si os parece mejor.

   Cierto importante librero de esos que saben percibir las menores pulsaciones del público, interrogado por Uzanne, respondióle:

   -«Hay una gran diferencia entre nuestro público actual de compradores y el que teníamos que contentar hace unos quince años. Ya no se trata de la misma gente. En otro tiempo nuestra clientela se componía de eruditos reales o superficiales, o sea de aficionados más o menos bibliófilos, muy meticulosos, curiosos de ejemplares intactos o escogidos y de autores consagrados. Entonces había aún mandarines literarios, de cuyos libros se hacían tiradas enormes: 40, 50, 60.000 ejemplares y aún más. Algunos jefes de escuela quedaban aún en esa época en la República de las letras: Loti, Daudet, Anatole France, Verlaine, y los jóvenes revelados merced al Mercurio o la Revue de Paris, los provocadores de escándalo. Desde hace tiempo todo eso se ha nivelado. Ya no se conocen las tiradas de cien mil.

   Seguramente se venden menos ejemplares de un solo libro; quizá se vende más de la masa de las producciones nuevas, en un género más serio.

   -¿Esta producción -preguntó Uzanne- es, sin embargo, excesiva? ¿No es cierto que aumenta y se exagera cada día?

   -No podría yo negarlo. Es espantoso lo que se produce. Ya no se puede diferenciar a nadie. Los nombres conocidos se ahogan en la masa de los desconocidos. La novela abunda sobre todo y se desborda.

   -¿Y se venden las novelas?

   -Cada día menos, si no me engañan mis observaciones rectificadas, por lo demás, por las de mis colegas. El público parece fatigado por las obras de ficción. Hubo un momento en que, ayudado por una publicidad ingeniosa, el lector se dejó seducir; pero hoy ya no se deja engañar ni por el reclamo mejor disfrazado. Está cansado de toda esa literatura en que no se encuentra más que el amor, el adulterio, asuntos sexuales, psicologías femeninas, confesiones sin originalidad. La novela popular, en ediciones muy baratas, se vende aún como pan; pero el libro de imaginación, los cuentos, las novelas, los estudios pasionales, las psicologías refinadas, las aventuras de amor, «el 3 frs. 50», como decimos nosotros, se halla en el marasmo, en la decadencia. Todos los editores lo dicen. Se desea otra cosa, eso no interesa ya a nadie. Hay seguramente un krack de la novela.»  ¿Cuáles son las causas de estas nuevas orientaciones?

   Los editores les asignan muchas. Hay quien se mete en honduras para analizar lo que existe dentro del espíritu de las muchedumbres.

   Pero yo me digo: ¿para qué tanto trabajo inútil?

   Los tiempos cambian y nosotros cambiamos con ellos. He aquí la vieja, la vulgar pero suprema razón de ésta y de todas las mutaciones del planeta. Un lugar común si queréis, mas por ventura, ¿no son lugares comunes las leyes todas del mundo una vez conocidas?

   He dicho antes que los deportes dejan menos tiempo para leer: pero entendámonos. Dejan menos tiempo, no a los que usan de ellos racional y moderadamente, sino a esa sociedad frívola, snob, ultra-smart, que les dedica todas las horas libres del día, y esa sociedad, fuerza es decirlo, jamás ha leído mucho que digamos. No se trata de gente con quien puedan contar los escritores: no les resta ningún valor con su abstención. Los que usan, sin abusar, de los deportes, sí leen. Sólo que ya no leen novelas. Prefieren a las obras de ficción las obras de realidad.

   Los deportes, por otra parte, en el sentir del librero interrogado por Octavio Uzanne, han creado una literatura técnica especial, que va enraizando en un mundo nuevo. Hay entre ella los mapas de las carreteras las guías prácticas, las publicaciones de viajes y de conferencias geográficas, etc.

   Nunca se han vendido tantos libros de este género como ahora, y los editores que han sabido presentir los nuevos gustos se han enriquecido.

   -¿No estima usted -pregunta Octavio Uzanue a su librero- que los grandes magazines ilustrados cuya boga persiste, la afición a los grandes diarios, más difundidos que antes y que dan a millones de lectores novelas, cuentos y dramas de apaches, frescos, de la víspera y puestos en escena por redactores que tienen estilo de folletinistas; no estima usted, digo, que todo ese papel impreso para la masa ha podido perjudicar al libro digno de tal nombre?

   -Eso se dice y se repite; pero ¿puede usted creerlo verdaderamente?

   Esté usted seguro de que en todos esos decires hay una evidente exageración. Yo sé bien que se trata de la opinión general, pero quizá esta opinión ha sido falseada. El público que lee los periódicos o es un público aparte que no lee más que eso, o bien un público elegido que, se educa para el libro, inconscientemente, y que debe formarnos poco a poco un considerable contingente de compradores. Ese público se afina, se instruye, se da cuenta y va creando su juicio y su discernimiento. Percibe muy pronto que el tiempo pasado en la lectura de la mayor parte de las novelas es un tiempo irremediablemente perdido y sin provecho alguno. No tarda en convencerse de que las obras de gran reportaje sobre los países extranjeros, como los libros de Julio Huret, los cuadros de viaje a la manera de Pierre Loti, de Andrés Chevrillon y de tantos otros, las memorias auténticas, los recuerdos históricos, los estudios sobre el pasado artístico, pintoresco y mundano, o sobre el movimiento social; que los retratos literarios, y por último las memorias de hombres y mujeres célebres de otros tiempos, constituyen lecturas infinitamente más nutritivas, más reconstituyentes que las historias imaginarias que se parecen todas y en las cuales hay demasiada aventura. Debemos convenir en que los volúmenes de documentación histórica son de un precio muy elevado; pero eso no detiene a los compradores distinguidos, que cada día son más, cuando se trata de estudios científicos y de obras de vulgarización tales como las memorias.

   Las de madame de Boigne, por ejemplo, tuvieron un verdadero éxito; el «1815» de Houssaye, las publicaciones de Frederic Masson sobre Napoleón y su familia, los grandes volúmenes sobre madame Du Barry por Saint André, sobre el duque de Morny por Lolliée, sobre Taillerand, los numerosos estudios de historia literaria de León Seche, todo eso se vende a maravilla y mil veces mejor que las novelas, no obstante que el precio es más elevado.

   En suma, que las modernas orientaciones literarias son más definidas, más seguras, más nobles.

   Ello obedece a la instrucción más sólida y perfecta que se da en las escuelas y al perenne escenario de la civilización en todo lo que tiene de sugestivo, y especialmente al ya familiar espectáculo de la máquina, cuyo organismo cada día nos maravilla por modo eminente.

   El muchacho que sale de las escuelas superiores posee un bagaje tal que puede comprender el mecanismo extraordinario de la vida moderna.

   Se apasiona por los adelantos de los cuales es espectador; desea contribuir a ellos y busca en los libros serios la explicación de lo que aún ignora.

   Por otra parte: ¿Por qué la literatura, la novela sobre todo, ha de ser un mero pasatiempo, menos útil todavía que el tennis o el golf?

   ¿Por qué el literato, el novelista, no han de contribuir de una manera más directa, más efectiva, más substanciosa al movimiento cultural moderno?

   Los novelistas profesionales tienen una indicación harto clara de las orientaciones actuales, si leen con reposo los párrafos de este informe.

   Hay cien actividades literarias posibles fuera del esfuerzo novelesco que, por cierto, gasta más fósforo que el libro de literatura técnica.

   ¿Por qué no ir paralelamente a las exigencias de su época?

   El escritor debe ser ante todo un ser actual, es decir, debe moverse en el medio ambiente en que se mueven los espíritus contemporáneos.

 

- XXXII -

El Congreso de la Poesía y la Academia de los Poetas.

   El famoso y nunca bien ponderado Congreso de la Poesía fracasó, por fin, definitivamente.

   A lo que parece, una de las circunstancias sine qua non para que esta gran Asamblea de jilgueros tuviese verificativo, era que se celebrase en Valencia, «la ciudad de las flores».

   Hemos convenido desde hace mucho tiempo en que el escenario forzoso de la poesía ha de estar compuesto de flores, pájaros y mujeres bonitas.

   ¿Por qué?

   Nadie acertaría a decirlo. Acaso porque el lugar común es el barco que más anclas echa en el mar de nuestro pobre espíritu, moldeado por las convenciones.

   ¿Qué necesidad tiene la Poesía de colorines, de telones de boca y de fondo, cuando ella misma lleva consigo todo el vestuario?

   Ponedla en los yermos árticos o antárticos, y allí cantará.

   Envolvedla en noches, en brumas; vestidla de desolación, y así cantará.

   Pero el clisé triunfó en esta vez y además del clisé había el deseo de añadir a las fiestas valencianas, con motivo de la clausura del certamen, una nota gaya.

   El Congreso, por tanto, debía irrevocablemente celebrarse en Valencia.

   De allí que se transfiriese nada menos que cuatro veces, en el espacio de poco más de un año.

   De allí que se transfiriese, sí, porque aun cuando a ustedes les escandalice la enunciación de un hecho, este hecho es todavía de una verdad incontrovertible: los poetas en plena mañana del siglo XX, por lo general no tienen dinero. Bien sé yo que los poetas sajones y aun los franceses sí suelen ser ricos; pero en España y en nuestras Américas, quien se desposa con la Poesía debe estar inflamado por un amor semejante al que nuestro seráfico Padre San Francisco experimentaba por la pobreza.

   El activo, el enérgico, el infatigable Mariano Miguel de Val se percató pronto de esta imposibilidad pecuniaria y arregló las cosas de manera que los poetas pudiesen ir a Valencia por muy poco dinero.

   Ya que el Pegaso, alirroto probablemente, o poco avezado a los caminos de la tierra, se negaba a prestarles el modesto servicio de un viaje gratuito a la bella ciudad que conquistó el Cid, los insípidos y lentos ferrocarriles disminuirían para ellos sus tarifas... Pero ni aun así -¡oh dioses- podía ir, no digo la totalidad, sino la mayoría de los poetas!

   Sin embargo, contando con los que hay en Valencia (que son muchos) y con los menos desfavorecidos de la fortuna -españoles e hispanoamericanos (que son pocos)- había un número suficiente para que la Asamblea se efectuase con decoro.

   Sólo que una de las condiciones que los poetas imponían para el Congreso, era que lo presidiesen los Reyes: la Reina sobre todo. Entiendo que en esto, los que me leáis estaréis de acuerdo con los poetas españoles.

   Cuando se tiene una reina tan guapa como la reina Victoria -una de las más bellas soberanas de Europa- rubia como un mediodía de Madrid, de tez más suave que el más suave jazmín sevillano, ella y sólo ella debe presidir una gaya junta.

   Pero tal presidencia no fue posible.

   Además, el Rey, cuya intención era permanecer cuatro días en Valencia, tuvo que reducirlos, a última hora, a tres.

   La Junta organizadora de los festejos valencianos, naturalmente, hizo esfuerzos enormes para que todos los actos del programa se verificasen en esos tres días.

   Y, naturalmente también, al pobre Congreso de la Poesía le tocaba el tiempo más justo posible. Fue desposeído por las demás Corporaciones, al grado de que apenas lo quedaran una o dos horas... Ya sabemos de antiguo que cuando se trata de reparto los poetas llegan siempre tarde. Y si por casualidad llegan temprano, no por eso se les da más.

   La ración que el repartidor encuentra congrua para ellos, es invariablemente mínima.

   Mas en esta ocasión los poetas protestaron y, cortés pero enérgicamente, dijeron a la Junta de festejos: aut César aut nihil.

   Como no era posible, por otra parte, darles más tiempo, pues que todo el mundo se había repartido febrilmente las setenta y dos horas de los tres días de marras, el Congreso no se celebró.

   Pero Mariano Val no es hombre que retroceda por tan poco. Si el Congreso de los Poetas (que, como dije a usted, había de ser preliminar para la fundación de la Academia de la Poesía) no se celebraba, la Academia famosa se fundaría quand même.

   La infanta doña Paz presidiría la sesión inaugural de esta Academia, sesión que habría de efectuarse en el Ateneo.

   Y así fue, como verá usted por la siguiente breve crónica que copio de un diario importante:

   «La solemnidad celebrada ayer tarde (4 de noviembre) en el Ateneo, constituye el preliminar para establecer en España una «Academia de la Poesía».

   »Realizará, entre otros laudables fines, la «Academia de Poesía española» una protección resuelta a los poetas que carezcan de recursos para publicar sus obras, que son casi todos los poetas desde que en el mundo se versifica. Si vamos a juzgar de los vates actuales y venideros por el número que suscitan ciertos concursos, es indudable que la Corporación naciente tendrá una horrenda tarea seleccionadora.

   »La infanta Paz, exquisita cultivadora de las letras, así en prosa como en verso, presidió el acto de ayer, que dio principio con un breve y razonado discurso del señor Val, exponiendo las ideas que habrán de presidir a las ocupaciones de la Academia. El señor Val dedicó a la infanta ilustre elogios merecidísimos.

   »A excepción de la señora doña Blanca de los Ríos, afortunadísima investigadora de nuestra literatura clásica, que leyó un hermoso estudio acerca de la poesía en la Historia, y de la sentidísima impresión de la infanta Paz sobre La poesía del hogar, que fue aplaudidísima, todos los demás trabajos que se leyeron estaban escritos en verso.

   »Francisco Villaespesa leyó briosamente nueve sonetos excelentes.

   »El tema La poesía del pueblo sirvió a Manuel Machado para concentrar en intensos versos el alma compleja de aquel a quien con razón se ha llamado el «primer poeta». Enrique de Mesa condensó en preciosas cuartetas de corte clásico La poesía de la Sierra. Los hermanos Quintero contribuyeron a la fiesta con un panegírico al poeta de las Rimas. Antonio Zayas leyó una composición vibrante, digna de figurar entre las mejores de entre las suyas, y don Ángel Avilés cantó en dos buenos sonetos La poesía de la patria.

   »La fiesta, en suma, resultó muy grata y de buen augurio para el designio que persigue».

   Este designio no tardó en cristalizarse, como verá usted, asimismo, por la siguiente crónica que también me permito reproducir:

«LA ACADEMIA DE LA POESÍA ESPAÑOLA

   »En la secretaría del Ateneo de Madrid se ha celebrado, bajo la presidencia de don Salvador Rueda, una reunión para la aprobación de los estatutos de la naciente Academia de la Poesía.

   »Asistieron las señoras condesa de Castellá, doña Blanca de los Ríos, doña Sofía Casanova y los señores Rueda, Martínez Sierra, Villaespesa, Machado, Ortega Morejón, Val, Mesa y Brun. Los señores Vicenti, Zozaya, Avilés, Fernández Shaw, Répide, Godoy y Zayas enviaron sus delegados a fin de adherirse a los acuerdos que se adoptaran.

   »Por unanimidad fueron elegidos académicos de número, los 33 señores siguientes:

   »Don Joaquín Álvarez Quintero, D. Serafín Álvarez Quintero, D. Ángel Avilés, D. Jacinto Benavente, D. Luis Brun, D. Emilio Carrere, doña Sofía Casanova, D. Cristóbal de Castro, D. Ricardo J. Catarineu, D. Carlos Fernández Shaw, D. Ramón de Godoy, D. José Joaquín Herrero, D. José Jurado de la Parra, D. Juan Ramón Jiménez, D. José López Silva, D. Antonio Machado, D. Manuel Machado, D. Eduardo Marquina, D. Gregorio Martínez Sierra, D. Enrique de Mesa, D. José María Ortega Morejón, D. Antonio Palomero, D. Ramón Pérez de Ayala, D. Pedro de Répide, doña Blanca de los Ríos, D. Francisco Rodríguez Marín, D. Salvador Rueda, D. Mariano Miguel de Val, D. Ramón del Valle Inclán, D. Alfredo Vicenti, D. Francisco Villaespesa, D. Antonio de Zayas y D. Antonio Zozaya.

   »La Comisión Administrativa quedó constituida en la siguiente forma:

   »Presidente, D. Alfredo Vicenti.

   »Vicepresidentes: D. Ángel Avilés, D. Jacinto Benavente, D. José Joaquín Herrero y D. Francisco Rodríguez Marín.

   «Vocales: D. Eduardo Marquina, D. Salvador Rueda, D. Ramón del Valle Inclán y D. Francisco Villaespesa.

   »Bibliotecario: D. Gregorio Martínez Sierra.

   »Archivero: D. Manuel Machado.

   »Secretario: D. Mariano Miguel del Val.

   »Vicesecretarios: D. Enrique Mesa y D. Luis Brun.

   »Aprobáronse y firmáronse los estatutos que, en cumplimiento de los preceptos legales, ya han sido presentados al gobernador civil.

   »En las primeras sesiones que se celebren se ultimarán las listas de académicos honorarios y colaboradores.

   »Quedaron nombrados académicos correspondientes fundadores todos los adheridos al Congreso Universal de Poesía, declarándose exentos de abonar la cuota de entrada y los derechos expedidos de título.

   »Dentro de pocos días aparecerá el primer libro de la Academia.

   Contendrá todos los trabajos leídos en la solemne sesión del día 4, celebrada en el Ateneo de Madrid bajo la presidencia de la infanta doña Paz de Borbón; contendrá además los estatutos y la lista general de académicos.

   »Inmediata labor de la Academia será la formación del Libro de oro Libro de la Poesía, para el que se cuenta con los más valiosos originales.

   »Pero antes que nada se harán las gestiones relativas al domicilio de la nueva Corporación que se instalará pronto en uno de los sitios más céntricos de Madrid».

   Ni un solo nombre de poeta hispanoamericano en esa lista de 33 académicos.

   ¿Por qué? Porque los señores Machado, Marquina y Martínez Sierra (tres emes... meticulosas) se opusieron terminantemente a que se nos considerase a los poetas hispanoamericanos como poetas españoles.

   ¿Acaso porque escribimos en un dialecto especial?

   Puede ser, por más que en ese dialecto hayan pensado Díaz Mirón, Rubén Darío, Justo Sierra, Luis G. Urbina y Leopoldo Lugones, poniendo en sus versos la totalidad del ritmo y de la magia del español.

   El criterio reciente no era ese, sin embargo, en España.

   Al poeta no lo nacionaliza la tierra donde nació: lo nacionaliza el idioma en que compone, ya que es el idioma el instrumento por excelencia de la Poesía. Se puede ser pintor argentino, mexicano, español; pero no se es más que poeta castellano o de lengua castellana.

   A Rubén Darío y a mí se nos ha repetido esto muchas veces en Madrid.

   Y la razón debe ser segura y convincente, cuando sabemos, por ejemplo, que a don José María de Heredia, criollo cubano, hijo de español, nacido en la Isla cuando ésta dependía de la Península, es decir, cuando era tierra española, jamás, que yo sepa, se lo ha considerado como poeta español.

   ¿Por qué? Pues, sencillamente, porque componía en francés.

   Poeta francés fue, en cambio, sin que a nadie se le ocurriese negarle tal calidad, y la Academia francesa confirmó esta nacionalidad, no sólo legal, sino literaria, abriéndole sus puertas.

   Me apresuraré a decir que los señores Marquina, Machado y Martínez Sierra han procedido, en mi concepto, guiados por un criterio sincero (lamentable quizá sólo para las futuras relaciones intelectuales entre España y América, que habíamos convenido en estrechar y que diz que debían favorecer a la unidad de nuestro común idioma).

   Tan sincero es su criterio, que están, según sé, por completo de acuerdo en que a algunos poetas americanos (muy pocos, pero de seguro que entre ellos no faltará Rubén Darío) se les nombre «colaboradores».

   Yo criticaría la Academia. Diría que si tiene éxito, los poetas que la forman acabarán por academizarse, y que ésta es la peor cosa que puede sucederle a un poeta.

   Pero, una de dos: o yo soy nombrado colaborador (parece que sí) o no lo soy.

   Si soy nombrado colaborador (y vaya si colaboraré al Congreso), se diría que critico ingratamente a quien me distingue; y si no soy nombrado colaborador, se diría que siento despecho.

   Y como, en realidad, en mi sincero amor a España yo no siento más que lo que he sentido siempre: un gran deseo de que en ella vuelva a ser grande todo, hasta los poetas, me limito, señor ministro, a informar a usted, como es mi deber, acerca del Congreso de la Poesía, para el cual, por cierto, usted tuvo la amabilidad de nombrarme representante de nuestra muy amada México.

 

- XXXIII -

La enseñanza de la lectura en Francia.

   Un distinguido pedagogo francés ha descubierto algo verdaderamente desolador. La juventud francesa de las escuelas, de los liceos, de los colegios... ¡no sabe leer! Este pedagogo, que es también un literato, un periodista, Lucien Descaves, afirma que ninguno de los alumnos de dichos establecimientos ha sido iniciado en el mecanismo de la lectura, «la cual es para la enseñanza lo que el tronco del árbol es para las ramas».

   «Partiendo de este principio -añade- puede decirse que el número de iletrados es incalculable, y verdaderamente apena que se gaste cada año tanto dinero para coger al toro por la cola en vez de cogerlo por los cuernos...» (expresión verdaderamente pintoresca... hasta para un pedagogo).

   Pero no sólo monsieur Lucien Descaves hace tan peregrinas afirmaciones -que por lo que diré después no me sorprenden-; monsieur León Riquier, profesor de la Escuela Normal, busca hace cuarenta y cinco años los mejores procedimientos para enseñar a leer a las gentes que leen mal.

   Estas gentes, según monsieur Riquier, se llaman legión.

   En concepto de monsieur Riquier, la rapidez misma de la lectura es la causa de lo mal que se lee, y para remediar este inconveniente propone un simple signo, una coma invertida -que podría colocarse entre las palabras que no separa la puntuación natural.

   Antes de monsieur Riquier, todo el mundo lo recuerda, otro pedagogo, monsieur Alcanter de Brahm, inventó un signo que, según él, era indispensable, para el matiz de la lectura: el punto de ironía.

   El punto de ironía estaba designado, como su nombre lo indica, para marcar los períodos o frases zumbones, satíricos, burlones, pince-sans-rire, que dan tal colorido al idioma literario.

   Claro que quien sabe leer no necesita que lo indiquen con punto la entonación que debe dar a tales o cuales conceptos; pero monsieur de Brahm estimaba justamente que la inmensa mayoría de alumnos, y aun de adultos relativamente ilustrados, es incapaz de advertir a primera vista esta entonación y más incapaz aún de darla al período que la ha menester.

   ¡Ay! el punto de ironía de monsieur Alcanter de Brahm no tuvo éxito ninguno. ¿Pasará lo mismo con la coma invertida de monsieur Riquier?

   Este último, que es ante todo un profesor de dicción, considera la lectura como debe considerarla todo el mundo, como la considera el viejo Legouvé: como un arte, un arte admirable y difícil.

   Monsieur Descaves, por su parte, se contentaría con que los maestros y los alumnos se dignasen considerarla siquiera como una cosa útil, necesaria en innumerables casos, y enseñarla aquéllos y aprenderla éstos con el mismo cuidado que ponen en la gramática, la historia y la geografía.

   Ahora bien, ¿consagran los maestros franceses una solicitud tal a la lectura?

   «¡Ah! no por cierto -exclama monsieur Descaves...- Y por lo demás, ¿cómo podrán enseñar a los otros lo que ellos mismos suelen ignorar?» ¿Es posible esta ignorancia? Sin duda alguna. Los hechos lo confirman. ¿De dónde dimana? Según cierto viejo profesor de instrucción primaria, que durante treinta y cinco años ha ejercido el magisterio en Francia, una de las razones de tal atraso es lo mucho que se exige del maestro de escuela, cuyas atribuciones son cada día más amplias y más complicadas y cuyas fuerzas tienen límites, aun cuando no los tenga su celo.

   Muy frecuentemente el institutor o maestro de provincia es secretario de la Mairie, agente de propaganda al servicio de esta o de aquella obra de beneficencia, conferencista, organizador de fiestas, consejero universal...

   Estas faenas debilitan más o menos su energía moral y quitan a la escuela recursos que debían consagrársele por completo.

   La preparación de una conferencia, de una reunión amistosa con su respectivo concierto, frecuentemente exigen quince días de trabajo, cuando menos. La papelotería municipal lo reclama; por otra parte, y como si esto no bastara, sus noches están dedicadas a las clases de adultos. Es el único en el pueblo para desempeñar una faena que demandaría el concurso de tres maestros cuando menos.

   ¿Qué hace el institutor en estas condiciones? Toma y deja. ¿Qué es lo que deja? ¡Ah! en primer lugar, las clases nocturnas, diga lo que quiera el optimismo oficial. ¡Ustedes comprenden que no va a matarse desasnando adultos analfabetos! ¡Se contenta con darles un pasante benévolo que los enseñe a leer! ¡Peor para ellos, si cuando tenían tiempo de aprender, allá en sus mocedades, fueron a la escuela tres o cuatro años en vez de ir siete! ¡Que ahora recuperen como puedan el tiempo perdido!

   Por desgracia, la pendiente es resbaladiza..., y al cabo de poco tiempo el maestro descansará también en el pasante por lo que respecta a la tarea de enseñar a leer a sus discípulos diurnos; de tal suerte, que toda una clase viene a ser víctima de la fatiga del maestro, quien sirviendo a tantos amos acaba por quedar mal con todos.

   Ahora bien, la tarea de enseñar a leer a los niños es capital. Sobre ella reposa todo el edificio escolar.

   «Del maestro que la enseña -dice el tantas veces citado Mr. Descaves- depende que la lectura sea un ejercicio fastidioso, ininteligente, rutinario, en vez de ser una adquisición atractiva y fructuosa, un passepartout que no solamente abre todas las puertas, sino que da gana de abrirlas. ¿Cómo no comprenden los maestros desdeñosos de esta parte elemental de su misión, que estimulando en el alumno el gusto de la lectura lo ponen en aptitud de instruirse por sí mismo, casi sin el concurso de ellos o, cuando menos, ahorrándoles muchísimo trabajo?

   »La mala lectura, por el contrario, disgusta al niño y le hace odiar todos los libros».

   La proporción de los niños que no saben leer es muy grande, según Mr. Riquier. Refiere éste que en días pasados, como delegado cantonal que es, visitaba un grupo escolar de seis a setecientos alumnos. Entre los niños una tercera parte no sabía leer. La misma proporción se advertía entre las niñas, con la agravante de que se veía desde luego que éstas no aprenderían jamás, por falta de una enseñanza seria y metódica! Había niñas de diez años que en vez de leer, recitaban, mascullaban, con la voz falsa, estridente, insoportable, que todos conocemos tanto, esa voz del niño que dice de memoria un cumplido o una fabulilla. «¿Creen ustedes -pregunta Mr. Riquier- que esas infelices niñas gustarán alguna vez de la lectura y desearán enriquecer su vocabulario, su acervo de ideas? Y si a los veinte años no saben nada, ¿de quién es la culpa? La culpa es de un sistema defectuoso, que ya no permite al maestro ocuparse por sí mismo de sus discípulos más pequeños y llevarlos suavemente del alfabeto a la lectura silábica y de ésta a la lectura corriente. Una vez forjada la llave (y bien forjada), se puede estar tranquilo. El niño no se quedará encerrado en ninguna parte.

   »Pero no acaba aquí todo: es necesario que los jóvenes maestros que han obtenido su título de enseñanza superior, no sigan viendo la lectura como un curso elemental indigno de ellos.

   »¡Oh viejo maestro, que me habéis enseñado el alfabeto -concluye Mr. Riquier-, yo admiro de sus maestros por la lectura!»Yo por mi parte creo que la razón principal, de que los niños no aprendan a leer, es el desprecio de sus maestros por la lectura.

   Hemos convenido, así a priori, en muchas cosas absurdas, entre otras en que la «lectura no sirve de nada», lo cual es tanto como decir lectura no sirve de nada», lo cual es tanto como decir que el dibujo, para los que se dedican a pintar, no sirve de nada, el conocimiento de las llaves, de las notas, de los tonos. ¿Con qué entusiasmo, con qué estímulo, puede enseñar a leer el maestro que empieza por despreciar esta enseñanza? A él mismo, por otra parte, lo han enseñado harto mal. Seguro estoy de que si con un público muy escogido se invitase a leer en alta voz a veinte maestros, diez por lo menos mostrarían dos defectos capitales: la monotonía de la voz y la articulación defectuosa.

   Nada, por otra parte, más fácil de corregir que estos defectos, vencidos los cuales, la lectura es un verdadero deleite para el que la hace y para los que la escuchan, sobre todo para los últimos.

   La articulación defectuosa es, de los dos tropiezos, el que se corrige más pronto, a menos de imposibilidad orgánica (aunque aquí cabría citar el clásico y asendereado ejemplo de Demóstenes), y una vez corregida merced a un poco de ejercicio y de paciencia, la lectura comienza a deleitar.

   A medida que se purifica la dicción y que la voz adquiero elasticidad para las entonaciones, para esa enorme variedad de entonaciones que permite nuestra admirable lengua, la lectura se va volviendo música, una música que impone su prestigio, su cadencia, su hermosura aun a los alumnos más jóvenes, los cuales se quedarán verdaderamente suspendidos de vuestros labios.

   Merced a tan bella adquisición ya no habrá lecturas fastidiosas. Las interesantes serán un encanto, las áridas se volverán soportables.

   Cuando el discípulo llegue a leer como vosotros los maestros, lo cual será más fácil si se tiene en cuenta que a él no le toca vencer vicios de articulación, de dicción o de entonación, seguramente que, como dice el pedagogo citado arriba, se volverá vuestro mejor colaborador.

   Desaparecida la parte más ingrata de su aprendizaje, el entusiasmo y el estímulo con que su joven espíritu habrá de internarse en todas las materias, os ahorrará la mitad de vuestras fatigas.

   Señores maestros, de cualquier nacionalidad que seáis, pero especialmente franceses, italianos e hispanoamericanos: enseñad, ante todo y sobre todo, a leer bien a vuestros discípulos. Poned en sus manos ese admirable instrumento de cultura y utilizadlo vosotros mismos con amor y con entusiasmo. No os arrepentiréis, sobre todo cuando hayáis visto la noble opulencia de los frutos.

 

- XXXIV -

Saber vivir.

   Los franceses suelen quejarse más o menos amargamente del recargo de materias de que sufren los alumnos. «Llevan -decía ayer cierto escritor- un saco que cada año se vuelve más pesado.» «Los programas -añadía- están horriblemente recargados. Los alumnos también. Un joven ciudadano que frecuenta la escuela «laica», de su barrio, lleva a las espaldas lo menos cinco kilos. ¡Es enorme!, asusta ver todo lo que hay en ese saco...

   ¡Cuántos «cursos», tratados, manuales y resúmenes! Todo eso es pesado para los brazos del niño, pero es más pesado aún para su cerebro. ¡Apenas se atreve uno a pensar en lo que tiene que aprender ahora un infeliz muchacho de catorce años! Y cada año los programas se agravan, se complican: todo el bagaje de un Pico do la Mirandola pesaría apenas al lado de lo que nuestros chicos llevan mañana tras mañana a la escuela».

   En México andamos poco más o menos como en Francia. Creo que en la Preparatoria nada tenemos que envidiar a los franceses... A pesar de lo cual, yo propondría una clase, un curso, un aprendizaje más, por todo extremo necesario. Esta clase, este curso no sé cómo llamarle; tal como yo le concibo y propongo jamás ha existido en nuestras Escuelas. Sería hasta difícil incluirlo en los programas. Es algo mucho más amplio que lo que nuestros padres llamaban Urbanidad, más práctico que lo que los franceses llaman Civilité; se roza a veces, pero muy poco, con la instrucción cívica, y más, mucho más, con ce savoir vivre, y habrá que establecerlo, no en la escuela primaria, sino lo más tarde posible, cuando están ya próximos los estudios profesionales, o el definitivo ingreso en la vida de los negocios y del trabajo.

   Tal vez le llamaría yo a este curso, así de una manera general, Curso de cultura, y serviría para prestigiarnos en el extranjero mucho más que una porción de cosas que, nos cuestan hartas fatigas y harto dinero.

   Quizá al explicar mi idea me salga un poco o un mucho de la zona que para mis informes me ha demarcado esa Secretaría; pero juzgo que no será sin provecho.

   Para hacerme entender mejor, procederé por ejemplos y descripciones, un poco ajenos en apariencia, pero con más meollo del que muestran a primera, vista.

   Quiero suponer que un mexicano llama a las puertas de su Legación en París, Londres, Bruselas, Viena o Madrid. Mi ideal sería que desde el momento en que, gracias a la amabilidad del ministro o del personal de la Legación, aquel mexicano entra, como si dijéramos, en la habitual circulación de la metrópoli, nada, absolutamente nada, le distinguiese del común de los hombres cultos que están en los clubs, en los teatros, en las calles, en los salones de la Legación o en las otras salas mundanas.

   Ansiaría que adquiriese el tono discreto y elegantemente neutro que aman tanto los ingleses, que son los hombres más bien educados de la tierra.

   Querría, en suma, que aquel hombre no llamase en absoluto la atención ni por su traje, ni por su aspecto, ni por su gesticulación, ni por el timbre de su voz; que fuese como los otros que le rodean; the right man in the right place.

   Tengo la satisfacción de confesar que algunas veces, que muchas veces, acontece así. Pero otras... en cambio... y como estas otras son las que conviene suprimir o modificar, que se me perdone lo agridulce de mi crítica (la cual no se refiere en manera alguna a personas determinadas), en gracia de mis excelentes propósitos de humilde aprendiz de «educador nacional», propósitos que no están, por desgracia, a la altura de mis merecimientos y de mis aptitudes.

   Lo primero que hace el mexicano a quien critico, es abrazar fuertemente, en medio de la calle, a los compatriotas o amigos que encuentra y darles unas palmaditas en el hombro. Les llamo palmaditas por nuestro amor al diminutivo, pero ciertamente este diminutivo no lo merecen; porque son en extremo vigorosas.

   He visto a un «paisano» saludar de esta manera a un caballero francés conocido viejo, y a la consideración de ustedes someto la cara de estupefacción que puso el dicho caballero.

   El mexicano en seguida se pone a hablar. Nos ponemos a hablar, diré mejor, y en lo sucesivo emplearé el plural, por ser menos vejatorio para nuestra vidriosa vanidad. Nos ponemos a hablar en voz alta, muy alta, de tal suerte que todo el mundo, en las terrazas de los cafés, en los tranvías, en los teatros, vuelve la cara con cierta sorpresa. Gesticulamos también de la manera más expresiva. A muchos casi nos es imposible hablar sin gesticular. Las manos con desaforados movimientos, los músculos todos de la cara, completan nuestro discurso. Nuestra voz es regularmente de un metal áspero y está llena de estridencias penetrantes. Es imposible que no se enteren de cuanto decimos los que están a diez metros de distancia, y si no hablan nuestra lengua, la vivacidad de los ademanes y la pirotecnia de los ojos, las pobres manos atormentadas, y el fruncimiento de boca, cejas y frente, les traducirán asaz nuestra conversación.

   Si se nos invita a comer, solemos presentarnos con un ligero retardo y encontrarnos con que sólo se nos espera a nosotros para sentarse a la mesa.

   Si un amigo que nos acompaña denodadamente durante una hora o dos, desea retirarse, no lo dejamos ir.

   -No, hombre -le decimos-, quédese.

   -Tengo una cita.

   -¿Con quién? ¿Dónde? ¿A qué hora?

   Es imposible (tan cariñosos así somos) que nos resignemos a dejar ir a un amigo que quiere absolutamente irse. Lo obligamos a que mienta para ver si se libra de nosotros, y a última hora le proponemos que deje sencillamente plantada a la persona que, afirma, le espera.

   Otra de nuestras características es la susceptibilidad.

   El señor Presidente de la República dijo en reciente ocasión, si mi memoria no me es infiel, que el mexicano tenía más presentes sus derechos que sus deberes.

   Esta frase es de una absoluta verdad. Llevamos nuestros derechos en la alforja delantera, como el del cuento llevaba las faltas de los demás, y nuestros deberes en la alforja que penden sobre la espalda... para no verlos nunca o lo menos posible. Y como solemos exagerar la noción de nuestros derechos, así como la amplitud de nuestros merecimientos, nos juzgamos acreedores a una suma tal de finezas, de atenciones, que son prácticamente irrealizables y que los otros no podrían jamás dispensarnos.

   De aquí la susceptibilidad turbulenta y vidriosa, los sentimientos con los amigos, los odios y malas voluntades. Cuando viajamos por el extranjero, esta susceptibilidad crece hasta adquirir proporciones irritantes por servirnos.

   Ciertamente, al hacer el inventario de todas estas pequeñas flaquezas pienso que no somos nosotros los únicos que en América adolecemos de ellas; que son más bien defectos hispanoamericanos; pero a mí, naturalmente, me interesan de una manera especial mis compatriotas, hago hincapié en ellos, guiado por mi ensueño de que el mexicano jamás difiera por su cultura de los extraños, aun en los medios más refinadamente cultos.

   Ahora bien: ¿cómo corregir todos estos (y algunos otros) pequeños defectos, que tanto obscurecen el papel decoroso y aun brillante que podemos representar en el mundo?

   Esos defectos, en todos los países civilizados, se corrigen en la escuela.

   En la escuela, decíamos en días pasados cambiando ideas a este propósito la ilustre doña Laura Móndez de Cuenca y yo, es donde los niños sajones aprenden.

   A hablar en voz baja.

   A no gesticular demasiado.

   A mantener quietas las manos.

   A no mirar a las gentes con mirada insistente y curiosa, sean cuales fueren su traje y sus maneras.

   A dejar la mayor suma de libertad posible a los otros.

   A no hacer preguntas indiscretas.

   A no pretender obligar a un amigo a que beba o coma con nosotros.

   A no quitar el tiempo con visitas interminables a las gentes ocupadas.

   A no disgustarse ni sentirse porque los extraños no nos abruman a consideraciones.

   A vestir y peinarse «como todo el mundo».

   A hablar lo menos posible de nosotros mismos, a dominar nuestras exaltaciones.

   A cumplir, en suma, el sabio precepto inglés: «Vivir... pero dejar también vivir a los otros».

   Entiendo yo que una clase especial para enseñar estas y otras cosas análogas que constituyen la difícil ciencia de convivir con nuestros semejantes, nos puliría y afinaría de tal suerte que un mexicano honraría a su país por la distinción de sus maneras, como de hecho lo honran muchos, dondequiera que estuviese y fuese cual fuese su origen.

   ¿De qué le sirve a un joven de diez y seis años resolver ecuaciones de segundo grado o haberse leído todos los textos, si no sabe ni comer, ni sentarse, ni hablar, ni saludar a una dama, ni hacerse amable a los otros, ni dominar sus iras, ni vestir con sobriedad, ni ser, en fin, en todas partes, el hombre adecuado en el lugar adecuado?

   Los mexicanos viajamos mucho, es decir, que la Patria envía a todas partes spécimens de sus diversos núcleos sociales. ¿No sería prudentísimo educarlos antes en ese ritmo del bello y decoroso vivir, del movimiento mesurado y justo haciendo de cada uno de nosotros un hombre armonioso?

   La fealdad física de alguno de nosotros, ni mayor ni menor que en otros muchos países, para nada nos estorba. Yo he visto japoneses que no son precisamente Antinoos, pero que han adquirido una desenvoltura tan elegante y discreta, que no desdicen al lado de ningún teutón rubio de cara de dios wagneriano.

   «¡Puerilidades!» -dirán algunos, sobre todo entre esos hombres que ni se peinan ni se cambian de camisa con una frecuencia ejemplar, que suelen hasta ser pozos de ciencia... pero pozos un poco turbios...

   ¿Puerilidades? ¡Ah, no! felizmente para México, habrá muy pocos que lo digan.

   Quien ha hecho lo más hace lo menos. Hemos logrado, gracias a un régimen sabio, que se tome en serio a nuestro país en todas partes...

   ¡Procuremos que individualmente se nos tome en serio también!

   Yo llegaría hasta sugerir el establecimiento de clases de civilidad para adultos.

   En ellas los que no hemos podido afinarnos en razón de las excesivas labores y penalidades de nuestra vida, puliríamos esa faceta que le falta a nuestra personalidad.

   Yo de mi sé decir que no me avergonzaría de asistir a una de esas clases.

   ¿Y vosotros, amigos míos?

   Me he salido en esta vez del margen demarcado a mis informes; que se me perdone en gracia de mi buena voluntad.

 

- XXXV -

De la utilidad de las Academias.

   Ahora vienen cayendo en la cuenta en Francia de que las Academias no sirven de nada.

   ¡Es todo un descubrimiento éste!

   De la Academia francesa dicen que es una antigualla. Si no se ha hundido en el descrédito que diz que merece, es... ¿saben ustedes por qué?

   Pues porque los escritores más bravos y llenos de acometividad para atacarla cuando son jóvenes, cuando están ya maduros acaban por entrar «bajo la cúpula»... y así se hacen cómplices decididos de la rutina de que antes abominaban.

   El hombre es así... dicho sea en mengua de la especie.

   Que un rey sonría a un republicano convencido, que le dé una cruz, que le llame amigo... y ya tenemos un realista más.

   ¿Quién no recuerda el caso de Carducci en Italia?

   En España, toute proportion gardèe, tenemos otro caso reciente: el del poeta Marquina.

   Las Academias poseen, pues, esa fuerza casi incontrastable. A sus más briosos enemigos los hacen... ¡académicos!

   Y no es esto lo peor. Lo peor es que los académicos así fraguados, lejos de llevar un ímpetu viril, nuevo, a la arcaica corporación, vuélvense más papistas que el Papa y son después reaccionarios por excelencia.

   Pero, a pesar de estas «adaptaciones», por no llamarles de otro modo; a pesar de esta ductilidad de los academófobos de antes y academófilos de después, la institución, en concepto de sus detractores, resulta absurda e inútil. Dicen ellos: «El estado actual de la instrucción general y las publicaciones enciclopédicas hacen superfluo el famoso Diccionario que la corporación arregla y desarregla para distracción de sus pretendientes.

   Veinte escuelas literarias fueron sucesivamente sucediéndose, para las cuales las leyes del purismo jamás llegaron a ser un hecho acogible; en materia de lenguaje y de gusto, es nula la influencia académica.

   Considerada como Jurado literario, la Academia recompensa sólo a las medianías; detesta la originalidad. Como sociedad benéfica, administra sus bienes correctamente, pero sin iniciativas lúcidas ni generosas. Su espíritu de cuerpo es reaccionario, menospreciador y mezquino; sus ceremonias son propias de otras épocas. Pretendiendo gobernar los destinos de las letras, la Academia carece de autoridad. En conclusión, es un círculo que se considera a sí mismo como autoridad nacional, sin tener el menor derecho para ello. Mortifica, en verdad, el que un grupo de gentes privadas se atribuyan ilegítimamente el derecho de representar el talento y la ideología francesa..».

   Bueno, todo eso está bien pensado y bien dicho..., pero lo malo es que los que protestan con tanta lógica están generalmente dispuestos a cambiar de ideas si les dan derecho a llevar la fea casaca verde rameada...

   Sin embargo, oigámoslos... mientras no se las dan. ¿Cuál es el remedio que proponen?

   El capital remedio, según ellos, consiste en que las elecciones se verifiquen por sufragio restringido. Las ambiciones, de este modo, se exasperarían, sin embargo, pues como observa un cronista, aun cuando fueran nombrados hombres de mérito, precisaría crear muchas plazas para satisfacer, no ya a cuarenta, sino a cuatrocientos individuos. «Los influjos políticos y sociales lucharían a porfía para favorecer a la nueva especie de inmortales y las lindas costumbres parlamentarias entrarían a formar parte de las costumbres literarias».

   Por otra parte, si la Academia francesa se renovase de esta suerte, ganaría acaso en autoridad y en prestigio; pero... ya no sería la Academia francesa.

   Hay instituciones que no pueden progresar. La atmósfera nueva las mataría.

   La tradición es lo único que da cierto prestigio platónico a las Academias de la Lengua, y merced a ese prestigio viven aunque inútil y estérilmente.

   Decretan con lentitud vocabularios que ya nadie consulta; premian libros que ya nadie lee; dan a la virtud recompensas que ya nadie solicita.

   Los diarios, las revistas, las obras teatrales son los verdaderos árbitros del idioma, porque van paralelamente a las exigencias modernas.

   Las Academias no se renovarán, pues, ni tendría objeto su renovación.

   Quedan allí, enconchadas en un rincón, para halagar la vanidad de los literatos que envejecemos, con la verdura dorada de un uniforme y de un estoque, o el ornato pectoral de una cruz...

 

- XXXVI -

Algo sobre la erudición y sobre el estilo.

   No sé quién dijo que la erudición es una forma de la pereza.

   Evita, en efecto, la fatiga de pensar.

   Con un poco de método y de laboriosidad se es erudito. Con otro poco de cuidado, se es castizo. Lo que no se puede ser ni con método, ni con laboriosidad, ni con cuidado, es pensador.

   Una tendencia que ya va siendo vieja, porque ahora todo envejece con suma rapidez, es la que consiste en sacrificarlo todo a la erudición.

   Se escribe un libro sobre cualquier cosa y es preciso haberse leído, para escribirlo, una biblioteca.

   El público, en cambio, suele no leer el libro y hace bien, porque con su seguro instinto, el público quiere interesarse y no sabemos interesarlo.

   Eternamente cierto será lo que fue evangelio de muchos hombres de ingenio de la generación pasada: «El único género que debe evitarse es el género fastidioso.

   Lo esencial en un libro, sea científico o literario, es interesar. Si pretendo enseñar algo, ha de cautivar primero la atención. Si no pretende enseñar, sino deleitar tan sólo, claro que ha de cautivar también la atención, en absoluto, sobre todas las cosas.

   Preguntaron en cierta ocasión a Dumas hijo:

   -¿Cómo es que vuestro padre, que publicó tantos y tantos libros, no escribió jamás una página fastidiosa?

   Respondió:

   -Porque una de las cosas que nunca supo mi padre fue fastidiar...

   ¡Imitemos a Dumas!

   Es tarea decorosa citar todo lo que se ha escrito con respecto a un asunto, pero es más decorosa tarea aún pensar algo propio acerca de él.

   Me sugieren estas reflexiones otras de Palacio Valdés, que me parecen muy oportunas y que acaso constituyan una segura orientación para muchos.

   «Hay y hubo siempre -dice Palacio Valdés en una reciente conversación literaria- idólatras del libro.

   »Son éstos los que creen que ser eruditos, conocer las ediciones de todas las obras y saberse de memoria, como un catálogo viviente, la bibliografía universal, es ser algo superior a los que con su ingenio, con su talento productor, crean. Así, la gente no concibe un escritor que no haya leído mucho. A mi me han enviado retratos personas de mi amistad con esta dedicatoria: «Al gran sabio Palacio Valdés». Y es que confunden al escritor con el erudito, inferior a aquél. Yo he visto en las historias literarias los nombres de los poetas, de los novelistas, de los filósofos, de los historiadores... de los eruditos, jamás».

   Hay otro punto, respecto del cual Palacio Valdés hace observaciones interesantes: el lenguaje.

   «Yo -dice- no soy un idólatra del lenguaje, como muchos escritores modernos, que lo sacrifican todo al estilo. El lenguaje es un instrumento.

   No sólo hay que escribir bien: hay que decir algo.

   »Yo, en mis mocedades, hice una apuesta respecto a este punto:

   escribir un cuento en cada uno de los lenguajes de los siglos XIV, XV, XVI, XVII y XVIII. Y digo esto para que se vea que, con un poco de estudio y otro poco de habilidad, se crea un estilo peculiar o se imita perfectamente a cualquier gran literato antiguo.

   »Santa Teresa de Jesús no tenía conocimiento del lenguaje, no había leído más que algunos libros piadosos y otros cuantos de caballerías. Y, sin embargo, es la mejor escritora de nuestra literatura. ¿Qué quiere decir esto? Que debemos escribir sinceramente, con claridad y con elegancia, como se habla. Sin rebuscar formas pedantescas, que a menudo encubren la vacuidad de los que las emplean. Y esto no quiere decir, claro está, que se deba abandonar el lenguaje y el estilo y escribir con desatino. Pero de ello a convertirse en esclavo de un molde, vaya mucha diferencia».

   En mi sentir, el escollo este del molde viene, sobre todo, del deseo de originalidad. Se cree encontrar la originalidad en una fórmula, en una receta literaria.

   Debiera pensarse que, siguiendo el cauce sereno del propio temperamento, se encuentra la originalidad siempre.

   La sinceridad es la originalidad mejor, porque merced a ella se parece uno siempre a sí mismo: es decir, es uno siempre vario en su estilo, asomándose al espejo en que se copia todos los días análoga, pero todos los días distinta, la fisonomía de nuestra vida.

   ¿Habéis visto mayor originalidad que la de la naturaleza?

   Contemplad un paisaje: el que sea más familiar para vosotros, aquel que veis todos los días desde vuestros balcones.

   Siendo el mismo, lo veréis a diario diferente.

   No sólo se diversificará según las estaciones, sino que será uno en la mañana y otro en la tarde, para ser otro bajo la blanda y misteriosa iluminación de la luna.

   Pero ¡qué digo! Cambiará cada hora, cada minuto, cada segundo...

   Y sin embargo, la perspectiva es fundamentalmente la misma...

   Yo recuerdo haber leído lo difícil que es dibujar los detalles lunares. A cada instante la luz los transforma, variando su tonalidad de tan singular modo, que cansa y desespera el pincel del astrónomo...

   Imitemos por tanto a la naturaleza, siendo como ella sinceros, como ella ingenuos, como ella movedizos y cambiantes.

   Huyamos del procedimiento. El procedimiento es el recurso de los que no tienen ya recurso mental ninguno. Merced a él, los que carecen de personalidad se embozan en la personalidad de los demás.

   Los espíritus subalternos se enamoran del procedimiento. Es, en general, lo único que ven y lo único que les seduce.

   No advierten que quien lo usa posee una individualidad poderosa, de la que este procedimiento deriva sin que él se dé cuenta.

   No se percatan de que ese procedimiento es eminentemente suyo; de que el traje ajeno que van a ponerse les vendrá muy largo...

   Quizá estas reflexiones desbordan del cauce usual de mis informes; pero si bien se mira no alteran su índole, antes la afirman.

   Ellas dimanan, por otra parte, de una actualidad literaria, y por lo tanto, conservan su carácter informativo, que es el peculiar de la misión que usted, señor ministro, se ha servido confiarme.

   Tal vez vosotros habréis oído decir (volviendo al primer punto de estas notas) que la descripción del París medioeval que Víctor Hugo hace en Nuestra Señora, es falsa; que París no era así; que profundas investigaciones y estudios sapientísimos muestran que era de otro modo...

   No hagáis caso: Víctor Hugo no fue erudito a la manera de los ratones de biblioteca... pero era en cambio genial, y esta evocación de París seguirá siendo por los siglos de los siglos una de las reconstrucciones más maravillosas que existen.

   Víctor Hugo, mejor que Fernández y González, presentía la historia...

   También habréis oído decir, probablemente, que en los Trabajadores del mar hay un pulpo fantástico; que los pulpos no son así; que no aspiran la sangre de nadie; que se trata de un bicho inofensivo...

   No hagáis caso: Víctor Hugo no era naturalista, pero sabía más que los naturalistas todos, por una sola razón: porque tenía genio, y el genio está identificado con la naturaleza, es la naturaleza misma llevada a la mayor excelencia, es el solo ojo que sabe contemplar la vida; es el único oído que sabe auscultar los latidos más íntimos de la creación.

   Los naturalistas, los sabios, en general, se equivocan a cada paso; el genio no se engaña jamás; y es que los sabios no tienen sino la pálida linterna de la experimentación, en tanto que los genios poseen la intuición suprema.

   Moraleja: Anna a Dios y haz lo que quieras, decía un gran Padre de la Iglesia. Y yo digo: Ten talento y escribe lo que te plazca, y cuando ya no tengas talento... ¡métete a erudito... como yo pienso hacerlo!

 

- XXXVII -

En que consistirá la reforma de la ortografía francesa.

   En uno de mis últimos informes hablaba de la próxima reforma oficial de la ortografía francesa. Hoy se sabe ya, detalladamente, en lo que consistirá tal reforma. En efecto, el ministro de Instrucción Pública de Francia, a petición del diputado monsieur Beauquier, acaba de anunciar a la Cámara su proyecto de simplificación ortográfica.

   Con este motivo, Mr. Auguste Renard, agregado de la Universidad de París, ha preguntado a uno de los confidentes de Mr. Doumergue cuáles son los cambios que éste se propone introducir en la ortografía francesa, y he aquí la respuesta:

   «El Proyecto que el ministro presentará a la Cámara tiene por objeto suprimir algunas de las más visibles anomalías de la ortografía actual, anomalías cuyo estudio no aprovecha en modo alguno a los niños y que supone una gran pérdida de tiempo. Este Proyecto tiene doble base: las modificaciones ya aprobadas por la Academia Francesa y las proposiciones presentadas a esa misma Academia, en 1893, por el vicerrector de la Academia de París, monsieur Gréard.

   »En efecto, en 1905, la Academia, invitada por el ministro de Instrucción Pública, Mr. Chaumié, a dar su opinión sobre la reforma, en respuesta al proyecto de Paul Meyer, hizo esta declaración en su informe (redactado por Mr. Emile Faguet): «La Academia reconoce que hay simplificaciones deseables y que es posible aplicarlas a la ortografía francesa».

   ¿Cuáles son estas modificaciones? La Academia acepta con especialidad la supresión de h en el grupo griego rh, como rétorique, rinocéros, etc., en lugar de rhétorique, rhinocéros; la substitución de la i y la y, pronunciada como i simple, como analise, stile, en lugar de analyse, style; la substitución de la c a la t antes del diptongo ie, como confidenciel, substanciel, derivados de confidence y substance en vez de confidentiel y substantiel; la extensión de la s como signo del plural en las siete excepciones en ou, como bijous, etc., y algunas otras simplificaciones. Atacar, pues, estos cambios, sería atacar las decisiones mismas de la Academia.

   En cuanto a las proposiciones de Mr. Gréard se refieren principalmente a la supresión de las consonantes dobles, a la reducción a c, r, t, f, de los grupos griegos ch, rh, th, ph, como cronique, rétorique, téatre, fénomène, etc., en lugar de chronique, etc.; y al empleo uniforme de la s como signo del plural, como hibous, bateaus, animaus, chevaus, etc.

   He aquí, pues, los solos cambios que habrá.

   Cierto que los revolucionarios como Mr. Brunot no quedarán contentos; pero según el Diario Oficial, sus proyectos no eran aceptables, porque introducían trastornos tales en la manera de escribir, que se hubiera necesitado evidentemente que todo el mundo se pusiese a aprender de nuevo la ortografía. El ministro de Instrucción Pública está de acuerdo en reformar, pero a condición de que las reformas puedan ser aplicadas fácilmente por todo el mundo.

   Por lo que respecta a los cambios, claro que no serán obligatorios.

   No se puede impedir con las leyes que cada cual escriba como le plazca.

   Serán, sí, autorizados en los exámenes (y sin duda, también, en las escuelas). El decreto que promulgará la reforma será, según las palabras del confidente del ministro de Instrucción Pública, un «edicto de tolerancia». En adelante estará prohibido contar como falta la conformidad de cualquier alumno a la nueva manera de escribir. Todo discípulo estará autorizado a escribir, por ejemplo, paysane con una sola n, como courtisane, o pestilenciel, como artificiel.

   El proyecto en cuestión pasará a manos del Consejo Superior de Instrucción Pública antes de que termine el presente año escolar.

   La reforma de la ortografía francesa, es, pues, un hecho.

   ¿Cuándo podremos decir otro tanto respecto de la española?

 

- XXXVIII -

La reforma de la ortografía en Francia.

   En mi informe último hablaba yo de las reformas decretadas, por decirlo así, en Francia, a la ortografía. Ahora me ocuparé de la declaración hecha a este propósito por la Corporación de impresores en su principal órgano, intitulado La Bibliografía de Francia. En esta declaración la citada Corporación afirma «que no aplicará una reforma ortográfica que no obtenga antes el asentimiento de la Academia Francesa; pues, decretada por la sola autoridad del ministro de Instrucción Pública, tendría el carácter de un «golpe de Estado».

   Comentando lo anterior, Augusto Renard, profesor de la Universidad y secretario general de la Asociación para la simplificación de la ortografía, se pregunta con mucha justicia: Si nos colocamos en este terreno, ¿qué decreto del Gobierno dejaría de ser golpe de Estado?

   Pero, se objeta, en esta materia el ministro es incompetente. Sólo la Academia tiene el derecho de legislar. Suplantándola, el ministro cometería una «usurpación de poderes».

   «La verdad es -añade Renard-: 1.º, que la Academia tiene como principio no hacer jamás reforma alguna; y 2.º, que siempre se ha ajustado a este principio».

   ¿Se quiere una prueba?

   En cuanto al principio, he aquí un testimonio que nadie recusará: el de la Academia misma. En todos los prefacios de su diccionario, la Academia declara expresamente que se ha impuesto como ley no anticiparse jamás al público en materia de reforma, observando escrupulosamente el uso establecido.

   Prefacio de 1740 (3ª edición):

   «L’on (on es la Academia) ne doit point, en matierè de langue, prévenir le public mais il convient de le suivre, en se soumettan, non pas à l’usage qui commence, mais à l’usage généralement reçu».

   Prefacio de 1762 (4.ª edición):

   «La profesión que la Academia ha hecho siempre de conformarse al uso universalmente aceptado, sea en la manera de escribir las palabras, sea al calificarlas, la ha forzado a admitir los cambios que el público ha hecho».

   Así, pues, la Academia, según confesión propia, se ha trazado como regla no tomar jamás la iniciativa de una reforma, no adoptar los cambios sino cuando el público los ha hecho ya».

   Por otra parte, la Academia ha conformado siempre su conducta a sus declaraciones.

   Desde 1694, fecha de la primera edición de su diccionario, modificó muchas veces su ortografía, especialmente en 1740, 1762 y 1835. Ahora bien: en cada una de estas veces el público se lo había anticipado ya, y ella, en realidad, no hacía sino plegarse al uso establecido.

   De una sola vez, en 1740, modificó la ortografía de cinco mil palabras (A. F. Didot las contó y, como dice Sainte-Beuve, podemos estar seguros de que las contó bien), cinco mil palabras de las diez y ocho mil que contenía solamente el diccionario (ahora contiene cerca de treinta y dos mil), más de la cuarta parte del vocabulario académico. Ya se adivinará fácilmente la hecatombe de ph, de ch, de th, de rh, de letras dobles y de letras etimológicas que fue, necesaria para operar esta reforma que según observaba la Academia misma, había sido hecha ya por el público antes que por ella.

   Veintidós años después, en 1762, nueva reforma, más considerable aún.

   La Academia añade dos letras al alfabeto, la j y la v, a fin de distinguir la i de la j (jouir en lugar de iouir) y la u de la v (sauver en lugar de saver), de donde vino la necesidad de arreglar de nuevo el orden alfabético de una parte del diccionario, sin contar una carnicería de letras etimológicas, de ph, de ch, de th y de y (la palabra chymie, por ejemplo, se convirtió en chimie); pero el público, en esta ocasión también, se había anticipado a la Academia, según declaración expresa de la misma.

   Por último, cuando en el siglo pasado, en 1835, adoptó la sustitución de ai por oi en las formas je chantois, ils avoient, les françois, no obstante la viva oposición de Chateaubriand, Lamennais y Nodier, que se oponían a que se escribiese je chantais, ils avaient, les français, a fin, decían, de no cambiar la fisonomía de las palabras, este cambio tan legítimo, reclamado veinte veces por Voltaire, había pasado ya del uso corriente, especialmente en el Monitor Universal.

   Así, pues, según queda comprobado plenamente por las citas del profesor Augusto Renard, siempre que la Academia Francesa ha llevado a cabo una reforma, esta reforma había sido ya realizada por el público.

   Jamás se ha anticipado la ilustre Corporación al uso establecido.

   ¿Por qué no habría de suceder ahora lo mismo?

   ¿Por qué la Academia, anticipándose a dar su adhesión la reforma proyectada, había de ponerse en contradicción con sus principios?

   Nada hay que esperar, pues, por ahora de los inmortales, y si el público francés aguarda su autorización para simplificar la ortografía, corro el riesgo de no simplificarla nunca.

 

- XXXIX -

El teatro español.

   El señor Cavestany acaba de presentar en la Alta Cámara una proposición para que el Estado se incaute del Teatro Español, apoyándola con un brillante discurso. Con esté motivo se formó la Comisión correspondiente, la cual nombró para presidirla a don José Echegaray.

   La Proposición del señor Cavestany está concebida, poco más o menos, en los siguientes términos:

   Artículo 1.º Se crea, bajo la dirección del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes un organismo que se llamará «Teatro Español».

   Art. 2.º Con el fin de que este organismo comience a funcionar, desde luego el Gobierno concertará con el Ayuntamiento de Madrid lo necesario para que en el concurso próximo a celebrarse se adjudique a dicho organismo, por un período de cinco años, el disfrute del edificio perteneciente al Municipio que ha venido llamándose hasta ahora Teatro Español.

   Durante ese período se habilitarán los medios bastantes a producir la cantidad anual que se estime necesaria para construir un edificio nuevo digno del objeto a que se le destina, que será también Escuela de Declamación y que deberá estar terminado al expirar el plazo del concierto arriba indicado con el Ayuntamiento.

   Art. 3.º En el Teatro Español alternarán periódicamente las representaciones de las obras clásicas con las modernas.

   Art. 4.º El Teatro Español dará también, periódicamente, representaciones a precios reducidos, y aun gratuitas.

   Art. 5.º El Teatro Español celebrará igualmente grandes solemnidades literarias, representando obras de los teatros griego y latino, así como de otros autores extranjeros consagrados por la inmortalidad.

   Art. 6.º La compañía del Teatro Español se compondrá de actores y actrices que se dividirán en dos categorías: de término y de entrada.

   Los primeros serán inamovibles y tendrán participación en los beneficios y derechos a la jubilación, cuando se retiren, después de cierto número de años de servicio. Los de entrada podrán pasar a ser de término, como premio de su mérito. Los alumnos que hayan obtenido primeros premios en la Escuela de Declamación, ingresarán como actores de entrada en el Teatro Español, y dicha Escuela celebrará periódicamente representaciones en el mismo teatro que sirvan de enseñanza y estímulo a sus alumnos.

   Art 7.º La temporada del Teatro Español durará ocho meses: desde 1.º de octubre a 31 de mayo. Durante las vacaciones los actores serán dueños de trabajar donde les convenga.

   Art. 8.º Los ingresos del Teatro Español se destinarán a su sostenimiento y formar un fondo del que saldrán las jubilaciones y cuantos gastos se estimen necesarios para su mayor esplendor, así como los encaminados a cumplir las obligaciones nacidas de esta ley.

   Art. 9.º El Gobierno consignará en los presupuestos anuales las cantidades necesarias para la subvención con que se haya de auxiliar el organismo a que se refiere el artículo 1.ºArt. 10. Al frente del Teatro Español estará un director gerente, nombrado por el ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, que habrá de ser persona de reconocida competencia. Este cargo será inamovible, a no ser por causa justificada, y disfrutará, en concepto de gratificación, la cantidad de 15.000 pesetas, con cargo al presupuesto del Teatro.

   Art. 11. Al lado del director y para asistirlo debidamente, tanto en las cuestiones artísticas como en las administrativas y de gestión en la entidad de que se trata, se constituirá, nombrado igualmente por el ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, un comité compuesto de seis individuos: tres autores dramáticos, uno de los actores de término de la compañía, un crítico de teatros y otra persona extraña a éste y aun a la clase de escritores, pero de notoria autoridad en cuestiones de teatro.

   Este comité se reunirá por lo menos tres veces al mes.

   Art. 12. La marcha del trabajo, el reparto de papeles y la resolución, en fin, de todos los asuntos, será de la competencia del director gerente, que se asesorará, cuando lo juzgue necesario, del comité (del que formará parte para los asuntos artísticos el director de escena, y para los administrativos el administrador) y aun de una Junta general compuesta de todos los actores y actrices de término.

   Art. 13. El ministro de Instrucción Pública resolverá en alzada sobre cualquier asunto relacionado con la marcha del Teatro Español.

   Naturalmente, esta proposición de ley sufrirá tales o cuales modificaciones, pero la esencia será la que he transcrito.

   Se ve a las claras que el señor Cavestany se ha inspirado en la organización de la Comedia Francesa, lo cual, por cierto, nada tiene de malo, sino antes bien de loable, ya que en su género es aquélla la institución más admirable que se conoce.

   Debo advertir asimismo que no es el señor Cavestany en este caso más que un portador de aspiraciones cada vez más intensas y unánimes.

   La idea del Teatro Nacional, del Teatro Español, viene germinando desde hace tiempo en el seno de una élite entusiasta.

   «Las circunstancias lamentables y mezquinas en que por causas muy complejas se halla la dramaturgia nacional -dice un joven escritor-; el estado de interinidad en que está el primer teatro de España; la dispersión por América y provincias de valiosos elementos dramáticos; el estado de opinión que en la Prensa y en las tertulias van adquiriendo estos asuntos de bastidores, y antes que todo y sobre todo, el ansia patriótica de un renacimiento teatral, han dado origen a una exaltación, a una preocupación de ciertos hombres eminentes, los cuales, en varias conferencias, han echado las bases del teatro nacional español.

   »Periodistas y críticos, autores y actores, hasta los mismos empresarios teatrales, han tenido en principio para el proyecto toda clase de elogios. La opinión asimismo lo acogerá con viva simpatía, y la decisión del señor Maura, que apoyará efusivamente esta obra patriótica, no tendrá en contra suya ni «el duplo de un voto».

   Por lo que respecta a autores y actores, su aspiración, según palabras del joven mismo escritor, ha sido siempre ésta: que exista un teatro nacional.

   «De los autores no habrá que decir si les convendrá o no que sus obras, en vez de estar sujetas al rudo temporal de un abono fanático o de una empresa exclusivista, tengan desde hoy el santo asilo de un teatro ecléctico. Porque el Teatro Nacional, por sólo el fuero de su nombre, no es posible que tenga prejuicios ni de tendencias ni de escuelas, y, en su tutela paternal y amplia, acogerá del mismo modo al romántico que al naturalista y al clasicista lo mismo que al moderno.

   »En cuanto a los actores, el solo hecho de librarles de una sujeción personal, como la del empresario, para entregarles a un contrato impersonal, como el que con el Estado concierten, ya es por lo pronto una ventaja. En el Teatro Nacional el actor no correrá el riesgo de que la temporada «se tuerza», pues el Estado se la garantiza. En el Teatro Nacional, el actor a su sueldo garantizado ha de unir el prestigio y el decoro de una posición oficial y definitiva. En el Teatro Nacional, el actor obtendrá los beneficios de una jubilación por el Estado. ¿Qué más puede pedir un actor? Todos los vaticinios de algaradas, de piques, de rencillas de bastidores, de vanidades y de altiveces que anuncian los zaragozanos de saloncillo, serán «fogata de virutas, el día en que se publique el Reglamento, suponiendo, como es de suponerse, que el reglamento del Teatro Nacional se redacte juiciosa y sabiamente».

   He aquí precisamente el busilis. Un reglamento juiciosa y sabiamente redactado es un verdadero cuervo nácar.

   El tiempo es el único corrector posible de errores que sólo la práctica evidencia, ¡qué duda cabe! El reglamento que rige y concierta los esfuerzos de los asociados de la Comedia Francesa, es el más sabio en su género en el mundo, lo que no impide una interminable sucesión de choques entre monsieur Claretie y sus irritables artistas... Demasiado irritables, a pesar de no estar incluidos en el genus irritable vatum de los latinos...

   De todas suertes, lo esencial es que haya un reglamento... malo o bueno para el futuro Teatro Español. Hemos convenido en que sin reglamento no se puede hacer nada en este mundo... ¡ni arte siquiera, ni poesía... nada! y yo decía -¡ay! con harta justicia- en líneas escritas recientemente, que el hombre no es ni un animal de costumbres, ni un animal religioso..., sino un animal reglamentador!

   «Si el Teatro Nacional se lleva a efecto y funciona admirablemente -se pregunta el periodista aludido-, ¿no tocará a rebato en las demás taquillas de los demás teatros grandes? Ceferino Palencia y Tirso Escudero creen que no. Escudero y Palencia creen que hasta para los mismos empresarios el Teatro Nacional será provechoso. ¿Paradoja? Ni mucho menos.

   »¿Es que la Comedia Francesa no perjudica ni al Odeón, ni al Vaudeville, ni a la Renaissance, ni al Réjane, ni al Sarah Bernhardt, ni al Gymnase, ni a Varietés, ni a Nouveautés? Al contrario. Lo que hace la Comedia Francesa es dar a conocer cada año autores y actrices que, consagrados ya por el espaldarazo artístico, van al año siguiente a traer público a los demás teatros de París. Con el Teatro Nacional de España ocurrirá lo mismo. Primero, porque el Teatro Nacional, como ha de tener día fijo para tragedia, para drama, para comedia y para sainete, y días clásicos y días populares, no podrá mantenerse en sus carteles una obra, por grande que sea su éxito, sino contado número de noches. Y los autores y actores, como lo primero que necesitan es nombre, irán al Teatro Nacional por el «gentil espaldarazo», y, cuando ya lo tengan, irán con otras obras y otros contratos a que los demás teatros les den dinero».

   Es decir, que el Teatro Nacional será, como dice un conocido empresario, español, «una escuela de autores y de actores, que han de utilizar luego los demás teatros».

   Y si el Teatro Nacional Español ha de constituir, sobre todo, esta escuela, convengamos en que en México la creación de un organismo semejante es de toda conveniencia también.

   En efecto, la gran objeción que se ha opuesto siempre a nuestras ilusiones de un Teatro mexicano, es la falta de actores y de autores.

   Es así que, justamente para que haya autores y actores, es indispensable que haya teatro: ergo...

   El año de 1902 tuve yo la honra de rendir ante usted, señor ministro, un extenso informe acerca de la constitución del Teatro francés y de la posibilidad de crear un organismo análogo en México. Usted que desde hace muchos años alimentaba el vivo deseo de una institución tal, acogió solícito mi informe y aun me encargó de la formación de un grupo de jóvenes que pudiese ser más tarde el núcleo de la Comedia mexicana.

   Yo formé fácilmente este grupo. No tuve para ello más dificultad que la de congregar los diversos elementos que conocía, y que hoy, dispersos de nuevo, trabajan aquí y allí, ya profesionalmente, o ya como simples aficionados.

   Todos recitaban bien y estaban alentados por un entusiasmo simpático.

   Pero les faltó el estímulo principal. Un teatro donde trabajar y elementos para montar las primeras piezas.

   Ninguno pensaba en sueldo: eran todos (ellas y ellos) demasiado jóvenes, y, por lo mismo, generosos, desprendidos y con fe en el arte.

   Pero había algunos gastos urgentes y no les tocaba a ellos sufragarlos.

   Gracias a las vivas simientes de simpatía que se habían establecido entre todos por la identidad de ideales, y a promesas más o menos lejanas de un teatro que, según las miras de usted, debía ser el Teatro Iturbide, aquel grupo se mantuvo compacto y unido alrededor mío durante varios meses, hasta que un día, convencido de que sus esfuerzos eran prematuros y de que mientras usted no regentara del todo el ramo de Instrucción pública, que aún no se elevaba a la categoría de Ministerio, todo era vano, se fue desmoronando lentamente...

   Yo asistí a este desmoronamiento, que era el de uno de mis más luminosos sueños...., como he asistido a tantos otros derrumbes espirituales: con una callada, pero dolorosísima resignación.

   Mas las circunstancias se han modificado en los últimos años por completo. La Subsecretaría de Instrucción Pública se convirtió en Ministerio.

   Una simiente de vitalidad y de energía ha reanimado, gracias a usted, los entusiasmos. Hasta la momia del Conservatorio. merced a la solicitud de la Secretaría de Instrucción Pública y a los esfuerzos del malogrado Ricardo Castro y de Gustavo Campa, parece revivir, galvanizarse. El número de actores jóvenes ha ido en aumento. Se construye teatro, la obra del Palacio legislativo avanza, abriendo campo a la posibilidad de utilizar el teatro Iturbide. Y, por último, nuestros hermanos los españoles se lanzan bruscamente a realizar un ensueño que ha sido tan nuestro... ¿No ha llegado, por ventura, señor ministro, el momento de intentar algo en México en este sentido y estimulados por el ejemplo de España?

   Yo sé que en usted vive y medra el antiguo sueño y por lo que respecta al grupo de ayer, al núcleo hoy disperso, de seguro a la primer palabra que usted pronunciase se reconstituiría y apretaría en torno suyo.

   ¿Quién sabe si Borrás no aceptaría gustoso, secundado por actores mexicanos -entre ellos Manuela Torres- la misión de disciplinar y perfeccionar ese grupo?

   Los autores de teatro vendrían después.

   Allí está Federico Gamboa, que de seguro escribiría algo bello para la primera velada de la Comedia Mexicana.

   Entre los jóvenes del último barco, la producción surgiría tan nutrida, que el único embarazo posible sería el embarazo de la elección.

   De todas suertes, los intentos que se hagan en España para la creación del Teatro Nacional y los resultados que den, habrán de aleccionarnos mucho a los mexicanos. Observemos, pues, la marcha del proyecto y que una cálida emulación responda en México al esfuerzo de nuestros hermanos de la Península.

 

- XL -

El unanimismo

   Entre las cosas nuevas que me he encontrado en París cuéntase una escuela literaria.

   Parece mentira que haya todavía quien se ocupe en fundar escuelas literarias; pero el hecho es ese.

   El jefe de esta escuela, M. Jules Romains, acaba de hacer representar un drama en el Odeón. Los otros poetas, sus compañeros, son admitidos en las grandes revistas. Trátase, pues, de gentes conocidas, pero que hallan que les falta una cosa muy importante: la notoriedad, y van a buscarla en donde pueden, en un membrete, en un título nuevo, en una palabra:

«EL UNANIMISMO»

   ¿Qué es el unanimismo?

   He aquí algunos conceptos de su programa:

   «Ponte al paso de las grandes ondas. Deja que tu corazón se exalte dulcemente y no impidas a tu vida que desborde de sus límites normales».

   Es preciso hacer resurgir -según esos poetas- el alma de las colectividades. Van, por tanto, a comenzar cantando la vida unánime de la ciudad, que está hecha de innumerables vidas individuales, trabajo poético que se asemeja al del perfumista, que recoge el perfume único de mil violetas de un jardín.

   La idea no os nueva; aun cuando la defiendan «los jóvenes». ¡Ay! ya sabemos que, decididamente, nada es nuevo en este mundo. Paul Adam, allá en sus comienzos, como lo hace notar Maurice Verne, en un libro qua se intitulaba La Ville de Demain, se ocupaba ya del alma de las muchedumbres.

   Verhaeren ha procurado también internarse en esta alma unánime.

   En concepto del citado Verne, las fórmulas del unanimismo harán acaso sonreír a quienes juzguen rápida y superficialmente. Sin embargo, debemos reflexionar y observar con calma antes de condenar semejantes esfuerzos.

   Hay alrededor de nosotros espectáculos que pueden excusar las exageraciones inevitables de una escuela tan joven. Un teatro puede darnos débil y vaga idea del alma única de una aglomeración. El espectáculo de la calle es igualmente elocuente, sólo que allí los cambios de colores, de ruidos, los cien aspectos diversos, acaban por distraer nuestra atención... Pero si pensamos en todo lo que debía haber de emoción colectiva en el anfiteatro antiguo, mientras se representaba al formidable y obscuro Esquilo, comprenderemos mejor lo que una multitud temblorosa, presa de una misma emoción, puede producir de verdad inconsciente...

   En el curso de mis viajes -añade Verne- he presentido con frecuencia la fuerza obscura de los grandes concursos de pueblo. Pero me fue dado asistir al más efectivo fenómeno unanimista en Francfort, cuando la primer llegada del Zeppelin. La ciudad, al aproximarse el aparato del Conde, fue presa de un estremecimiento único. Toda ella era una sola alma entregada al culto del aeronauta. Un gran amor ascendía hacia el cielo, que el dirigible iba a recorrer. El pueblo, inmovilizado durante horas enteras, tendía sus deseos hacia el espacio. Los fluidos que se escapaban de la multitud parecían capaces de soportar la aeronave. Todo el vigor psíquico, la energía mental de la multitud, ser colectivo, iba positivamente a ayudar al vuelo del dirigible. La fe de aquel pueblo igualaba a la fuerza fisiológica de un titán; parecía capaz de determinar un milagro...

   «¿Qué hay, pues, en definitiva, de condenable si un grupo de poetas pide a tales espectáculos un retoño de inspiración?» Seguramente nada, respondo yo; pero ¿no os parece demasiado sutil fundar una escuela sobre modalidad tan vaga?

   Por lo demás, ¿qué gran poeta no ha sido unanimista?

   ¿No lo fue por ventura y en grado eminente Víctor Hugo?

   ¿Se puede acaso ser poeta y no sentir el influjo admirable que se desprende de una multitud?

   ¿Por qué singularizarse en una sola cuerda de la lira? Muchas tiene y todas hay que herirlas al unísono o alternativamente. Ningún espectáculo de la naturaleza, de la vida, es desdeñable para el poeta.

   Tanto prestigio debe tener para él el perfume misterioso de un alma solitaria como el fluido potente que se desprende de una colectividad febril.

   No todos, sin embargo, toman en serio, como Maurice Verne, a los unanimistas.

   El pince-sans-rire, el siempre ingenioso Clement Vautel, dice:

   «Tenemos una nueva escuela literaria: el Unanimismo.» Su principio es muy sencillo: el escritor unanimista no se ocupa más que de las multitudes. Para interesarlo, hay que llamarse legión. Después de la escuela del cabello cortado en cuatro partes, viene la de las multitudes, de las bolas, y el animal único que puede inspirar es el animal de cien mil patas.

   Añadamos inmediatamente que el unanimismo no tiene hasta hoy más que un solo adherente: M. Roinains. Es poca gente para una escuela de las multitudes.

   Mas hay otras capillitas en las que el sacerdote, el chantre, el bedel y los fieles no son más que una sola persona: por ejemplo, el futurismo, el intenseísmo, el esoterismo, el naturismo, el neo-clasicismo, etc., etc.

   Y después de esto, ¿qué? Nada...

   El público ignora todo eso. Si por casualidad se le muestra una de las nuevas obras, bosteza o ríe.

   De esta suerte, la pintura, la música, todas las artes, o casi todas, se diseminan en grupos y en subgrupos, cuyo esfuerzo fracasa miserablemente. Ningún eco... En vano se buscará entre estos jóvenes (algunos de los cuales tienen cincuenta años) la apariencia de la vida.

   Sus hijos han nacido muertos y no se conservan ni en espíritu de vino...

   «Una formidable mala inteligencia separa al público de las últimas generaciones de escritores y de artistas, y por eso sucede que la multitud, que no comprende el nuevo lenguaje, lee las novelas policíacas, canta Tu ne sauras jamais y se extasía ante las reproducciones del Vértigo.

   »-¡Despreciemos la multitud! -dicen esos excéntricos. Extraña época en que a todo se le da un barniz democrático, y sin embargo, no tenemos más que una música, una pintura y una literatura para la élite, o más bien para los snobs».

   Estos unanimistas, sin embargo, no incurren en el anatema de Clement Vautel: no desprecian a la multitud, puesto que la base de su escuela es cantarla... pero la cantarán tan sutil y singularmente, que ella no se dará cuenta ninguna de que la cantan. Son quintaesencistas nimios e inútiles.

   El alma unánime de las turbas no se percatará de los unanimistas.

   ¿Qué importa? -diréis-. Tampoco el león se ha dado cuenta de que lo han cantado, pintado, literaturizado a porrillo...

   Bueno, ¿pero no os parece absurdo sorprender el alma de las muchedumbres, pesarla, medirla, ponderarla, exaltarla, para que de ello no se den cuenta más que tres o cuatro personas?

   Todo esto de las escuelas haría sonreír si no diese lástima. Lástima por tantos jóvenes que se empeñan en vivir al margen de la vida, cuando debieran sumergirse en su caudal cristalino y profundo.

   He allí por ejemplo a los pobres marinetistas haciendo todo género de contorsiones literarias para lograr un poquito de singularidad vana. Aquí está ahora el amigo Marinetti con su futurismo pasado por agua, en el que sólo cree Enrique Gómez Carrillo, si es que Enrique Gómez Carrillo cree en alguna cosa.

   Los estudiantes invitaron en días pasados a Marinetti a que expusiese el por qué de su odio al pasado, y el autor del Roi Bombance habló dos largas horas en un estilo espumoso y epiléptico.

   ¿Qué dijo?

   Que en Nápoles una multitud furiosa le arrojó coles, manzanas y naranjas podridas.

   ¡Vaya si hizo bien la multitud napolitana!

   ¿Qué pregonó?

   He aquí sus palabras:

   «¿Qué es lo que admiráis en Italia vosotros, pobres franceses? Casi no amáis allí más que nuestras tumbas y nuestros cadáveres. Florencias, Roma, Venecia, esas tres podredumbres de Italia. ¡Ah! ¡cuándo vendrá el santo, el saludable temblor de tierra que derrumbe los monumentos antiguos, vergüenza de Italia!

   »¡Cuándo vendrá el bello cataclismo que destruya las bibliotecas y los museos, los inmundos Rafaeles, los inconfesables Miguel Ángeles!

   ¡Cuándo se cegarán, para la utilidad de los tranvías eléctricos y de los autobús, tus ignominiosas lagunas, oh Venecia, amante neurótica de los románticos, y tus canales que acarrean ollas rotas y excrementos líquidos en una atmósfera de letrinas!

   »La verdadera belleza, sabedlo, es la de las ciudades industriales (¡oh ideal Chicago!), la de las bellas fábricas de Milán, de Génova, de Turín, cuyas chimeneas ensucian el deplorable azul del cielo italiano, poniendo ante él un velo de hollín!

   »Jóvenes apasionados -siguió aullando Marinetti-: Despreciad el sexo; amad a los gatos, a los perros y a los caballos..».

   Los jóvenes en cuestión habían escuchado en una semisomnolencia irónica, salpicada de epigramas, pero al fin los silbidos vinieron... Era natural.

   «¿Qué hay en el mundo más bello que un andamio, sobre todo cuando el albañil se cae de él y se estrella en el suelo?» -gritaba, gesticulando, Marinetti.

   «¿Qué cosa más sublime que esa fábrica de explosivos del Japón, que utiliza osamentas de los campos de batalla de Mandchuria para fabricar la pólvora y matar a los vivos? ¿Qué cosa más bella que lo rojo?» Al llegar Marinetti a este punto, hasta los silbidos se apaciguaron.

   Silbar... era demasiado. Los estudiantes de París se contentaron con reír...

   Lo dicho: ¡qué lástima de juventud que no se sumerge en el límpido y hondo caudal de la vida! ¡Qué lastimosa agonía de la sinceridad, justamente cuando el vigor de los años mozos debiera tender a ella con más fuerza!

   ¿Hasta cuándo será preciso detestar un aspecto de la actitud humana para amar otro aspecto diferente?

   ¿Por qué han de excluirse los canales de Venecia y las fábricas de Milán?

   ¿Por qué odiar a Miguel Ángel en nombre de las fábricas de pólvora?

   Pobre Marinetti: ¿por qué en vez de tu pobre snobismo no tienes talento?

   ¡Pero son éstos demasiados porqués para un informe!

   La juventud parisiense, más cuerda que yo, no ha formulado ninguno, no ha preguntado nada a Marinetti. ¡Se ha contentado con reír!

 

- XLI -

El teatro argentino

   ¿Existe el teatro Hispanoamericano?

   ¿Está siquiera en embrión?

   Sus manifestaciones, ¿pueden considerarse sólo como manifestaciones aisladas, o como signos de una vida que comienza a alentar y que promete robusteces próximas?

   Preguntas son éstas que no América, nuestra América, sino Europa, empieza a hacerse.

   Por más que las metrópolis del convencionalmente llamado viejo mundo se empeñen ignorarnos, los hispanoamericanos acosamos a París, a Londres, a Roma con nuestra obra, con nuestros nombres.

   Somos gentes con quienes es preciso contar. Ayudamos a sostener y, óinganlo ustedes, a afinar este complicado y delicioso organismo de París.

   En los actuales momentos, París trabaja para nuestra raza y gracias a nuestra raza, con proporciones tales que eclipsamos a los sajones.

   La mujer argentina, chilena, mexicana o madrileña, trae ocupados beneficiosamente a todos esos magos de la rue de la Paix, a los Doucet, a los Paquin, a los Worth; mueve los pinceles de la Gándara, impone su tipo a los novelistas modernos y, fijaos bien, no es extravagante como la mujer sajona, que confunde frecuentemente el esfuerzo con la fuerza y la extravagancia con la originalidad, sino que sabe fundirse en esa deliciosa finura de matices que hacen de la parisiense una de las flores más delicadas del mundo!

   No cabe, pues, desconocernos, y París empieza a preguntarse, no ya como antaño, de qué color usamos el taparrabo y de qué pájaro son las plumas que llevamos en la cabeza, sino: si tenemos novela, si tenemos teatro; si poseemos instintos técnicos; si nuestros pintores pueden reputarse como coloristas a la manera española; si Rubén Darío o Leopoldo Lugones son los primeros poetas de habla castellana, etcétera, etcétera.

   Por tanto a nadie hace sonreír aquí que a un erudito bien informado se le ocurra proponerse esta u otra cuestión por el estilo: ¿Existe ya un teatro hispanoamericano? ¿qué fisonomía, qué índole tiene? ¿qué tendencias persigue? Y en efecto, hay entre otros un publicista que sabe lo que trae entre manos: George Billotte, quien nos dice, no ya respecto de toda la América latina, sino respecto de una sola de sus Repúblicas, estas palabras que traduzco: «Cuando recorre uno Buenos Aires, la ciudad de ímpetus prodigiosos, ahora segunda ciudad latina del mundo (cuya población ha ascendido de 60.000 habitantes en 1875, a 1.250.000 en 1906), y se examina en detalle la diversidad de monumentos de sus inmensas avenidas, se sorprende uno del número de teatros que encuentra. Se experimenta, como consecuencia de esta sorpresa, la impresión de una vida intelectual refinada, y se siente uno impulsado a preguntar si la Argentina tiene sus dramaturgos nacionales para alimentar esos teatros, o en otras palabras, si existe un arte dramático argentino».

   ¿Cómo hay que responder a esta pregunta?

   Afirmativamente, y tal afirmación salta a la vista en cuanto se consultan datos, harto visibles, a los cuales, con toda buena fe, recurre Georges Billotte.

   En efecto, además del gran teatro municipal Colón, de arquitectura imponente y uno de los más vastos del mundo, el cual ha de consagrarse exclusivamente a la música, existen los siguientes teatros bonaerenses:

   1.º La Ópera, que viene, en categoría arquitectónica, después del anterior.

   2.º El Politeama.

   3.º El Odeón.

   4.º El Victoria.

   5.º El de la Comedia.

   6.º El de Mayo.

   7.º El de Rivadavia.

   8.º El Teatro Argentino.

   9.º El Marconi.

   10. El San Martín.

   11. El Apolo.

   Claro que dejamos muchos en el tintero, porque deseamos ocuparnos de los principales.

   Ahora bien, ¿qué géneros imperan en estos teatros?

   Según dijimos, el Gran Teatro Municipal Colón, lleno de suntuosidades, va a dedicarse exclusivamente a la música. Se inauguró hace poco y se afirma que su acústica es inmejorable y que puede contener 3.750 espectadores. El Teatro de la Ópera es algo como el Teatro Real de Madrid y como fue nuestro benemérito Teatro Nacional: rendez-vous de cantantes italianos que van en invierno (en Buenos Aires, de Junio a Septiembre, por ejemplo).

   En el Politeama alternan el drama y la música.

   En el Odeón reina la comedia. Allí ha tenido fructuosas temporadas María Guerrero.

   En los teatros Victoria, de la Comedia, de Mayo, Rivadavia, Argentino, Marconi, San Martín, etc., se representan todos los géneros: el drama, la comedia, el vaudeville, la zarzuela, el género chico, etc., etc.

   Pero, citábamos intencionadamente al último (por aquello de que los últimos serán los primeros), el Teatro Apolo, que merece especial atención.

   En este teatro sólo se representan obras de autores argentinos.

   Pertenece a una familia, la familia Podestá, y dos de los hermanos de este apellido son los directores del teatro. Otros miembros de la familia, artistas de talento, se distribuyen los papeles de las piezas del repertorio. Se cita como autor distinguido a Pablo Podestá y como primera actriz digna del nombre de estrella a Blanca Podestá, persona de una gran belleza.

   Arturo Podestá escribe entremeses y sainetes.

   Uno de éstos, intitulado ¡Qué niño!, ha alcanzado un número considerable de representaciones.

   Los autores argentinos representan asimismo piezas en otros teatros.

   En general, hay en Buenos Aires una tendencia unánime a protegerles y ayudarles. No existen monopolios, ni españoles ni de ningún género, que excluyan de los teatros nacionales a los autores nacionales o les pongan trabas. Por lo demás, los argentinos no lo tolerarían.

   Entre los teatros que más frecuentemente admiten piezas argentinas, citaremos el Marconi, el Victoria y el Politeama.

   Los dramaturgos -dice Billotte- no faltan en la Argentina y por su número se imponen a la atención general. Claro que habrá que hacer algunas reservas en cuanto a la calidad de las piezas representadas. No podría ser de otro modo; pues no va uno lógicamente a esperar encontrarse en los autores argentinos obras tan perfectas como las de los dramaturgos experimentados de la vieja Europa. Las letras y las artes demandan tiempo para desarrollarse y perfeccionarse y requieren asimismo largos períodos de paz. Ahora bien, hasta 1880, época en que el presidente Avellaneda triunfó de la guerra civil, la Argentina había vivido desde el comienzo de su emancipación constantemente en la anarquía. Además, en toda nación que se forma, las preocupaciones de orden material absorben las facultades de los habitantes. Antes de consagrar tiempo a lo que constituyo el embellecimiento de la vida, hay que pensar en la vida misma y asegurar el pan cotidiano.

   Sin embargo, el teatro nacional ha producido ya obras originales interesantes, que, aun cuando las consideremos como ensayos, tienen un sabor extraño y fuerte. Y la vitalidad de este teatro no podrá ponerse en duda si hacemos observar que se ha mantenido y progresado, a pesar de la más temible competencia.

   Esta competencia es la que hacen las grandes compañías europeas que visitan frecuentemente la Argentina y que se enlazan unas con otras, casi sin interrupción, durante la estación de invierno, que coincide con el verano europeo.

   El argentino, a pesar de la contribución considerable de la inmigración y de la mezcla de sangre indígena, ha seguido siendo español.

   Es además un español de cultura francesa. La literatura de Francia ha sido siempre conocida y apreciada en la Argentina. Hace treinta años en Buenos Aires se arrebataban de las manos las novelas de Zola y de Daudet, que se pedían a París con prisa febril. Ahora se lee con el mismo interés a Barrés, a Anatole France, y las obras de estos autores se encuentran en todas las librerías. Puede decirse que el 75 por 100 de los libros que se leen en la Argentina son franceses; franceses son asimismo los métodos de enseñanza que han prevalecido hasta hoy en las escuelas argentinas, a donde han ido numerosos universitarios de Francia, atraídos por las condiciones ventajosas en que se les ha contratado: (2.000 francos de sueldo mensual y 5.600 como gastos de viaje e instalación). Si a esto se añade que los grandes diarios de Buenos Aires, tales como La Prensa y La Nación, son de los más importantes del mundo (el hotel de La Prensa en la Avenida de Mayo ha costado 13 millones), que cada número de esos dos diarios tiene de 16 a 48 páginas (La Prensa publica anuncios por valor de 5.500 francos diarios), y que cotidianamente los dos periódicos tienen crónicas muy documentadas, muy eruditas, que emanan, ya de los americanos del sur y del centro que residen en París, ya de literatos extranjeros (muy frecuentemente franceses), y en ese caso traducidos en las oficinas mismas del diario a medida que se van recibiendo, nadie se asombrará de que Buenos Aires conozca a fondo todas las manifestaciones del arte europeo y de que, sobre todo en el teatro, siga muy atinadamente sus huellas».

   Subrayo las líneas anteriores porque está escrito que nosotros los hispanoamericanos no podemos hacer obras maestras. ¿Por qué? Pues porque sí. No hay otra razón (because is the women’s reason).

   Todavía no he leído a un europeo bastante imparcial (sobre todo a un francés) para conceder que podamos tener genio sin parecernos a Francia o pareciéndonos, como se parecen unos a otros los europeos.

   ¿Acertamos por ventura alguna vez a producir una obra de originalidad potente, de sello raro y personal, Las montañas de oro, por ejemplo?

   Pues cuando se ocupe un crítico francés de la obra, hará cuanto esté a su alcance para probar que esa obra está influida por algún poeta francés. Francia no se halla dispuesta a admitir sino lo que ella produce o lo que ella cree que produce de su cepa gloriosa, y como decía muy graciosamente Miguel de Unamuno, cuando un francés elogia a un extranjero deja en todos sus conceptos transparentar esta idea.

   «Hay que convenir en que, para no ser francés, no es del todo tonto».

   No le reprochemos esto a Francia. Pecado es también de otros pueblos que se ufanan de su cultura. Nadie puede vivir sin amor propio. Si todos supiésemos exactamente lo que son nuestros hormigueros en este pobre peñasco dorado por un sol mediocre que se llama la tierra, quizá no tendríamos el valor de vivir.

   Hacen, pues, bien los europeos en creerse maestros perpetuos de nosotros. Y nosotros, por nuestra parte, no escatimaremos el cher maître a todo hombre que se nos proponga, como tal.

   Pero (y a ello iba en mi digresión), dada esta tendencia mental europea a nuestro respecto, ¿no es mucho que, aunque sea creyéndonos influidos por ellos, los críticos del viejo continente empiecen a darse cuenta de que existimos?

   Tienen, por tanto, sumo interés los siguientes párrafos -siempre referentes al arte teatral en Buenos Aires- de nuestro amigo Billotte:

   «En el teatro argentino actual, nuestra curiosidad es solicitada de preferencia por las piezas que nos revelan los usos particulares del país y la mentalidad de sus habitantes. Lo más frecuente es que las piezas representadas pertenezcan al género dramático o melodramático. Estas piezas tienen, en general, mucho color y son vigorosamente conducidas.

   »Citaremos como modelo del género la Piedra de escándalo, de Martín Coronado, que alcanzó trescientas cincuenta representaciones.

   »He aquí el asunto: En una pequeña estancia del campo argentino, vive un viejo estanciero con su hijo y sus dos hijas. El capataz está enamorado de Rosa, la hija menor, pero no se atreve a declarársele. Rosa, de quien su hermana mayor tiene celos porque es bella, cae en una abominable emboscada y pierde la flor de su doncellez. Desde entonces, se declaran las dos hermanas una guerra franca. Rosa se vuelve el sufrelotodo de su hermana. El hermano vanamente trata de interponerse. La hermana mayor acaba por declarar públicamente, en una escena muy dramática, la afrenta de que Rosa ha sido víctima... Cae la tarde. Sabemos que el seductor de Rosa intenta llevar a cabo aquella misma noche el rapto de la joven. Los mastines han sido envenenados. Rosa y su hermano son los únicos que velan.

   El padre, pobre anciano sin defensa, nada sabe de lo que pasa. Rosa declara que se suicidará antes de caer en las manos del miserable. Su hermano jura defenderla y sale para ir a buscar su fusil. En esto, el capataz, cuya faena acabó, vuelve a la estancia. Encuentra a Rosa sola y le parece más bella que nunca. Decídese, pues, a hablar y le pide que sea su mujer. Rosa experimenta al principio una gran alegría, pero se domina pronto, y a fin de parar de un golpe las insinuaciones del honrado muchacho, le descubre su deshonor. Un estridente silbido se deja oír fuera. El hermano vuelve con su fusil en la diestra; abre la ventana, se arrodilla y va a tirar; pero el capataz, cuyo valor nos ha hecho conocer una escena episódica anterior, se apodera del fusil, y como Rosa, asustada, quiere detenerle, la rechaza, exclamando que ya él nada tiene que perder en la tierra, y dispara sobre el enemigo invisible. Después saca su machete y salta por la ventana para hacer justicia completa.

   »Este drama -comenta, Billotte- es bastante pobre de inventiva, hay que convenir en ello, y los personales que en él se agitan pertenecen a una humanidad extrañamente simple».

   Y yo me pregunto: ¿son acaso más complejas las almas bretonas o pirenaicas? ¿Ha encontrado el señor Billotte una mentalidad más sutil en los apaches que alientan en el corazón mismo de París? ¿Cree que no hay midinettes del Marché Saint Honoré o de la rue des Petits Champs con el alma tan elemental como la de Rosa?

   Por lo demás, el crítico añade que los personajes están animados de una vida intensa y que las situaciones en que se encuentran son de tal manera fuertes, que el espectador se conmueve a pesar suyo, y no piensa en criticar la pieza sino cuando ha caído el telón.

   Con la Piedra de escándalo, Billotte menciona el hermoso drama de nuestro amigo el impetuoso publicista Alberto Ghiraldo, intitulado Alma gaucha, y la Indiada de Carlos Pacheco. Pacheco -dice nuestro crítico- no ha revestido jamás las escenas de la vida argentina de un tono más vivo que en su Indiada.

   ¿Cómo representan los actores argentinos estas piezas de su tierra?

   «Con un ímpetu y un brío de los que difícilmente puede uno formarse idea.

   Su mímica expresiva y desordenada recuerda la de los artistas sicilianos de la compañía de Giovanni Grasso y de Mimi Aguglia. Los figurantes mismos están llenos de convicción y toman constantemente parte en la acción».

   Los autores argentinos no se contentan, empero, con escribir dramas.

   Han tratado también de pintar la sociedad de su país en obras de un gusto más discreto, y hasta han escrito, con éxito, comedias de costumbres.

   Entre las piezas de esta nueva categoría merecen citarse la obra interesante de José León Pagano, Almas que luchan (que pasó de las cien representaciones); la agradable comedia, de un autor anónimo, intitulada Los colegas; dos piezas de Florencio Sánchez, M’ hijo el dotor y la Gringa, y, por último, el Doctor Morés, de Alberto del Solar. (Florencio Sánchez ha escrito además dos dramas aplaudidos: Los derechos de la Salud y las Pobres gentes, y Alberto del Solar es el autor de una pieza histórica muy conocida y no sin mérito, llamada Chacabuco.) Dentro del mismo orden de ideas de las anteriores, pero en una categoría que nuestro crítico estima inferior, hállase un cuadrito de observación harto penetrante: Mala yerba, de José Eneas Ríu, y Silvino Abrojo, juguete cómico de José M. Casais. El éxito de este juguete parece inagotable.

   Conviene también -añade- poner en el número de los autores notables del teatro argentino a Enrique García Velloso, autor de un drama célebre, Caín, y de una comedia agradable, aunque de sal un poco gruesa, Fruta picada.

   Rafael Padilla, que fue agregado a la Legación argentina en Madrid, ha hecho representar tres piezas con éxito: La pena capital, Leonor y Una incógnita sin solución.

   Pero no termina aquí la lista, a la que había que agregar aún muchos nombres; los siguientes, entro otros: J. Sánchez Gardel, autor de Campanas; Méndez Caldeiro; Roberto J. Payró; Nicolás Granada Trejo; Julio G. Traversa, autor de Cómo se ama; David Peña, cuya pieza más importante, Doña Próspera, parece haber sido inspirada por la Electra, de Pérez Galdós; Luis Arcos y Segovia, autor de Pecados capitales; Mariano Rojas, autor de Avestruces, José de Maturana, autor de Flor de trigo; Julio Parido; Ricardo R. Flores, Vicente Martínez Cuitiño, y Gregorio de Laferrere.

   ¿Que la mayor parte de estas piezas son incompletas y sumarias? ¿Que no hay ninguna tendencia unánime en el teatro argentino? ¿Que se trata de esfuerzos aislados?

   ¡Ay! Así y todo, cómo quisiéramos una lista análoga de autores y de obras para los comienzos del teatro mexicano, que, salvo raras excepciones (como la del ilustre Federico Gamboa), parece haber anclado, por ahora, en el género chico.

   Cierto que no podemos comparar aún nuestra capital con Buenos Aires, y no menos cierto que la literatura ha seguido en México (con incomparable éxito) otros caminos. De todas suertes, el hueco es muy sensible y debemos llenarlo; deben llenarlo mis compatriotas, porque, en cuanto a mí, me siento incapaz de escribir una comedia de costumbres.

   Mi único teatro posible sería para leído, y la escena, con eso, nada saldría ganando.

   ¡Ah! ¡Si un Micrós, por ejemplo, hubiese pensado en escribir para el teatro! ¡Qué penetrantes y regocijadas comedias presenciaríamos!

   Pero Micrós se diría, como nos decimos todos, que aún no tenemos teatros, ni compañías, ni alicientes pecuniarios, ni público.

   Y se murió sin dejarnos esa herencia admirable.

 

- XLII -

Vocabularios hispanoamericanos

   En la Argentina se ha editado un Diccionario en el que se contienen todas las voces usadas en la República, castellanas o regionales.

   Ya sabremos, pues, a qué atenernos con respecto al idioma del Plata, y quedarán definitivamente consagradas palabras como chancho, mucama, bochinche y otras que nos escocían no sé por qué.

   La verdad es que los argentinos no han logrado introducir aún, en el caudal del idioma, muchas voces suyas que digamos. Sus palabras y locuciones regionales se quedan allá, para Buenos Aires, sin acertar a imponerse ni en España ni en las otras Américas, fuera del vecino Uruguay.

   ¿A qué debe atribuirse esto?

   Entiendo que, en su mayor parte, a la extremada juventud de la floreciente República.

   El Perú, que tiene abolengo e historia, ha traído al acervo del léxico español infinidad de palabras, ¡y de México no se diga!

   Nuestro contingente prestado al idioma es enorme. Abrid un diccionario castellano por ejemplo, o un buen diccionario, el de Viada y Villaseca, pongo por caso, y será raro que tropecéis con una página en que no haya uno o muchos mexicanismos, aceptados y conocidos más o menos en España.

   Citaré algunos de la che, sin que ello indique preferencia especial por esta letra, sino la simple casualidad de páginas:

   Chachalaca. Ave de México, de carne muy sabrosa, del tamaño de una gallina común, que, mientras vuela, no cesa de gritar. || adj. y s. com. fig. Méjico: Persona locuaz.

   Chalate: Méjico. Matalón.

   Chalupa. 3.ª acepción: Pequeña canoa que sirve para navegar en las chinampas de Méjico. Mej. especie de torta de maíz.

   Chamagoso. Méjico: Mugriento, astroso. Méjico: mal pergañado. Méjico: aplicado a cosas, bajo, vulgar y deslucido.

   Chaparreras. Especie de zahones de piel adobada, que se usan en Méjico.

   Chapetín. Méjico: Rodaja de plata con que se adornan los arneses de montar.

   Charal. Pez que se cría con abundancia en Méjico y, curado al sol, es un artículo de comercio bastante importante.

   Chía. Planta mejicana, de cuya semilla se obtiene un aceite secante muy bueno para la pintura.

   Chicotazo. Méjico: Golpe dado con el chicote.

   Chicote. 2.ª acepción. Méjico: Látigo para castigar las caballerías.

   Chicotear. Méjico: Dar chicotazos.

   Chiflón. Méjico: Canal por donde sale agua con fuerza. Derrumbe de piedra suelta en lo interior de las minas. (Hay también el americanismo chiflón, viento colado o corriente muy sutil de aire.)

   Vienen luego las voces mejicanas chile, chiltipliquín, chinampa, chinampero, chiguirito, chipichipi, (llovizna), chiqueadores (adorno mujeril usado antiguamente en México).

   ...Y no continúo, porque llenaría páginas y más páginas de mi informe.

   El inteligente y amable don Francisco Pleguezuelo, que tanto amor tenía a nuestras Américas y tan devoto era de la culta y elegante lengua de Castilla, soñaba -y yo hablé de esto en un informe- con un gran léxico hispanoamericano, que fuera como el arca santa de nuestro idioma.

   Seguramente que si ese ensueño se realiza, el nuevo diccionario argentino aportará a él un copioso contingente; pero, de seguro también, el contingente de México será el mayor de todas las Américas, con la circunstancia de que en nuestra contribución habrá centenares de voces, no sólo aceptadas de antaño por la Academia, sino de uso corriente en España y en enorme extensión del Nuevo Continente.

 

- XLIII -

Las cooperativas literarias.

   Sacudirse la tiranía del editor. No vender por unos cuantos francos el jugo mismo del cerebro. No pasar por esas humillaciones que impone el librero rapaz al sabio, al literato, al poeta.

   ¡He aquí un viejo sueño que hasta hace muy poco parecía irrealizable!

   Yo recuerdo que varios amigos en México, hará unos diez años, pensábamos lo más seriamente del mundo en una cooperativa literaria sui generis.

   Tratábase de reunir trescientos intelectuales, buscándolos en todo el haz de la República, los cuales se comprometiesen a dar para la cooperativa dos pesos mensuales.

   Con los seiscientos pesos se reuniesen era nuestro propósito editar dos obras cada mes, elegidas por suerte entre todas las que los asociados tuviesen dispuestas.

   El producto de esas obras se iría distribuyendo, parte en ediciones, parte para un fondo de reserva que diese desde luego mayor solidez a la empresa y permitiese en breve tiempo ofrecer a los autores las utilidades a que tendrían derecho.

   Calculábamos que al cabo de dos años nuestra cooperativa tendría un local en Plateros, destinado a vender los libros todos de los asociados, y que cada una de éstos podría obtener las ganancias totales de sus libros, menos, naturalmente, un tanto por ciento destinado a sostener el funcionamiento de la cooperativa.

   Todo se quedó en buena intención y los libreros debieron sonreír un poco de nuestra juvenil ingenuidad.

   En España, el año pasado quedó (con mejor suerte que la nuestra) constituida una empresa editora, en la cual figura, conspicuamente por cierto, nuestro buen amigo Gregorio Martínez Sierra.

   Llámase esta empresa «Biblioteca Renacimiento»; se encarga de administrar los libros que edita y puede gloriarse de haber obtenido ya halagadores resultados. En efecto, de febrero de 1910 a febrero de 1911, ha vendido, según datos especiales que recojo, más de 93.400 volúmenes, de novelas y poesías. Da a los autores, según su importancia y popularidad, de setenta y cinco céntimos a una peseta por cada ejemplar realizado.

   Felipe Trigo, novelista bastante leído en España, cuyo estilo voluptuoso place en extremo a las estudiantiles turbas, ha podido en un solo año, según me aseguran, ganarse treinta y cinco mil pesetas con sus obras, mediante este decoroso «porcentaje».

   En cuanto a la empresa, ya anda muy cerca de las cien mil pesetas de ganancia líquida. Ya se ve, pues, que, sin tratarse de cooperativas, sino de una simple compañía más liberal que las otras casas editoras, las ganancias son pingües.

   Fuera de esta empresa, hay sin embargo en España muchos autores que editan y explotan resueltamente ellos mismos sus libros. Ejemplos: Pérez Galdós, Blasco Ibáñez, Valle Inclán. Y no les va mal... ni mucho menos.

   En París este sistema no es usual, y según nos refiere Gómez Carrillo, por primera vez desde hace más de un siglo, una gran novelista francesa, Gabriela Reval, se decide, en vez de dar sus obras a un editor, a publicarlas ella misma y a administrarlas personalmente.

   «La diferencia -dice la Reval- es tan extraordinaria, que no comprendo cómo mis compañeros todos no hacen lo mismo».

   En París, en efecto -nos cuenta Gómez Carrillo-, el editor es un tirano que impone a sus víctimas condiciones extraordinarias. A Anatole France, lo mismo que a Perico de los Palotes, le da cincuenta céntimos por ejemplar que vende de sus obras.

   Y como las novelas se venden uniformemente a tres francos, esta proporción, cuando se trata de autores populares, resulta muy productiva para el negociante, muy mezquina para el escritor, muy absurda para ambos.

   Porque si lo que cuesta más es el primer millar, lo natural sería que los autores comenzaran a cobrar un «porcentaje» mayor después de un número determinado de ediciones vendidas.

   «Esta situación -dice a su vez Gabrielle Reval hablando con un repórter- ha indignado siempre a los literatos. Maupassant tuvo, hace veinte años, la intención de romper con la rutina y convertirse en su propio editor».

   No sólo Maupassant. Otros muchos novelistas de los que venden veinte, treinta o cuarenta mil ejemplares de cada una de sus obras, han comprendido la gran ventaja que le sacarían a su labor si, en vez de emplear un intermediario para darla al público, la imprimieran y la vendieran ellos mismos. El gran Zola, en más de una ocasión, habló del asunto con los Goncourt. Pero ni Zola ni nadie quiso exponerse a los riesgos de una organización comercial complicada. Imprimir no es todo, hace notar Gómez Carrillo.

   Y en efecto, no es todo. ¿Pues y el envío de paquetes a los corresponsales del mundo entero, corresponsales que precisa ir formando en todas partes si se pretende vender un libro?... ¿Y la correspondencia copiosa e incesante? ¿Y la contabilidad?... ¿Y, añadiré, la falta de delicadeza de algunos señores corresponsales que se quedan con los libros y no envían jamás un céntimo al pobre autor?

   Porque con los libreros las cosas andan muy derechas. Un corresponsal tiene siempre necesidad del librero que le manda constantemente determinado número de ejemplares de obras diversas. Si no paga con puntualidad, si falta del todo a sus compromisos, el librero lo rinde por hambre, no enviándole ya un solo libro nuevo, y además lo desacredita en el comercio. Pero un pobre autor ¿qué puede hacer? Necesita asociarse con varios colegas, tener un administrador activo e inteligente, constituir, en fin, la cooperativa literaria en toda forma.

   De otra suerte se agotaría en nimios esfuerzos y en labores administrativas... ¿y qué cerebro iba a quedarle para escribir bellos libros?

   La propia Gabrielle Reval -según Gómez Carrillo- confiesa que la tentativa revolucionaria le da resultados pingües..., pero le cuesta enormes molestias.

   «Para que mi sistema, diera de sí todo lo que debe dar -dice ella- sería necesario que nos uniéramos en grupos numerosos los literatos y nos editáramos. Eso, si no me equivoco, se llama en lenguaje comercial el sistema de las cooperativas. Tratándose de escritores, la palabra puede hacer sonreír. Sin embargo, nada tiene de cómico que los trabajadores de la idea, como los trabajadores de las, fábricas, quieran agruparse para sacudir el yugo del capitalismo opresor. Los Lemerre, los Garnier, los Hachette, los Collin, no imponen sus condiciones sino porque saben que el escritor está obligado a aceptarlas. Pero que se funde una cooperativa de novelistas con una organización editorial basada en la repartición de los productos, y los editores, en general, tendrán que cambiar de sistema o que desaparecer».

   Antes creo yo que se defenderán y han de defenderse encarnizadamente.

   Su primer movimiento será no vender en sus librerías a los autores de la cooperativa. Pero si éstos son numerosos y populares, no habrá al cabo más remedio que ceder y abrirles camino. Cuando ello suceda -y sucederá si los escritores se unen- se habrá dado un gran paso para la emancipación de los trabajadores más nobles y quizá más tiranizados que hay en el mundo!

 

- XLIV -

El casticismo melindroso

   El ilustre Padre Cejador, con ese «amor» por todo lo hispanoamericano que le caracteriza, la emprende contra don Manuel Antonio Román, por lo que verán ustedes en los siguientes párrafos que transcribo:

   «En el tomo II de su Diccionario de helenismos, que me ha regalado su erudito autor don Manuel Antonio Román, leo, a la página 46, a propósito del verbo «chocar»: «Darle la acep. de «agradar», «complacer»; tamaña barbaridad no la hemos oído ni leído en Chile, sino en Hartzenbusch y en Cejador, que en el Diccionario del Quijote, artículo «chocarrero», escribió: «Entre los clásicos, «chocar» significó repugnar, impresionar desagradablemente; pero ya iba tomando el valor de extrañeza, de impresionar como algo extraño, como se ve en «chocarrero», y como ya éste significa gracioso, «chocar» hoy también se toma por caer en gracia». Y añade de su cosecha, como si fuera «chocante», el erudito autor y buen amigo mío: «Pues no, señor; mal hacen, pésimamente hacen, los que acepten tan descabellada acep., y peor y repeor los que la disculpan».

   »Ni acepté ni disculpé yo nada en aquel párrafo; sólo pretendí exponer hechos y darles su porqué, oficio del lexicógrafo. Que «chocar» por caer en gracia se use en toda España, sobre todo en Castilla, así como por extrañar en Aragón y por disgustar en Andalucía, es cosa averiguada.

   Que estos valores de caer en gracia y de extrañar apuntasen ya en chocarro, chocarrero, chocarrear y en el chucanada de Honduras y otras partes, no lo es menos. Que no sea una barbaridad de Cejador, sino de todos los españoles, puesto que todos lo usan, y ni en el párrafo aludido lo uso ni autorizo yo, ni sé lo haya leído en ningún otro de mis escritos, cosas son que pueden probarse. Pero ya que allí ni lo aceptó ni lo disculpé, voy a aceptarlo y a disculparlo ahora, porque si los demás españoles por usarlo son bárbaros, bárbaro quiero ser yo también. Y sirva esta cita de mi buen amigo el señor Román para dar a conocer aquí su Diccionario, que bien merece ser conocido por la mucha erudición que encierra y los afanes que ha debido costar a su autor.

   »El cual ha debido cuanto trae sobre «chocar» en el P. Juan Mir, otro trabajador incansable y benemérito de la lexicografía castellana, que merece ser más conocido y leído de lo que lo es, sobre todo por los galicistas y por los que no suelen conocer ni leer autores católicos. Que esa es la madre del cordero, por cierto harto tiñosa; los no católicos no leen a los católicos, y los católicos no leen a los que no lo son. El P. Juan Mir es jesuita, y su Prontuario de hispanismo y barbarismo merece leerse. Verdad que el bueno del Padre no me cita a mí donde, como en la Introducción, debiera, difiriendo tanto en principios lingüísticos, y citando a otros autores que han escrito menos; pero yo, con no ser muy aficionado a los Padres, le cito siempre que puedo y con loa. Ahora lo hago, además, para tacharle de purista demasiadamente melindroso y de no admitir evolución alguna en el castellano.

   »Entre los clásicos, «chocar con» valió dar un golpe una cosa con otra, de donde acometer y embestir de golpe, lleva la contra, ir contra lo acostumbrado. De aquí tres modernas acepciones, fruto de la evolución, de las cuales sólo la primera, y a regañadientes, acepta el P. Mir, con ser la que tiene en francés, desechando las otras dos, que el francés no tiene y estaban encerradas ya, como en su botón, en los derivados chocarro, chocarrero, etc.

   »La primera es la de ofender, repugnar, disgustar, que tiene el francés y hoy se usa en España, mayormente en Andalucía: ¿Por qué chocar conmigo sin razón?» (Bretón). «No quiero chocar con la señora condesa» (Larra).

   »En esta acepción y construcción no hay más que un ligero matiz de la acepción metafórica de los clásicos, porque el que va contra o lleva la contra, por lo mismo ofende y disgusta.

   »Choquemos con todo el mundo, despreciando y pisando todas sus locuras y vanidades» (Muniesa). «De chocar con un grande, de arrestarse con un rico» (Niseno). «¿Pensaste que en él había de haber bonanza y ninguno que chocase con vos?» (Aguado).

   «Hácenlo algunos transitivo: «Por no chocar enteramente la moda» (Azara). «Cosa que ofenda al pudor ni que choque al buen sentido» (Jovellanos).

   »La segunda acepción moderna es de extrañar y ver, como cosa rara, que no es de costumbre, y se usa sobre todo en Aragón. La construcción es la transitiva anterior, de la cual salió esta segunda, porque lo extraño y no acostumbrado como que repugna y ofende. «A la primera vista tanto choca» (Duque de Rivas). «¡Disparates! Cierto que me ha chocado» (Moratín).

   »La tercera acepción moderna es de caer en gracia, agradar, regocijar, usada particularmente en la meseta castellana, y nació de que siempre lo nuevo place, de modo que del extraño, y admirar lo extraño, se puso al caer en gracia y agradar. «Bastará que por ahí veas otra (mujer) que te choque» (Hartzenbusch).

   »La segunda y tercera son fruto de la evolución natural semántica del idioma, y ya las tenían los derivados chocarro, chocarrero, chocarrear, como se ve por estos ejemplos: «El choque de tantas admiraciones y de tantos desengaños» (Quevedo). Choca, pues, lo admirado y lo que desengaña disgustando, conforme a las dos primeras acepciones. «Caer un chocarrero en gracia de un rey» (Juan de Pineda). Aquí se ve qué propio es del chocarrero el caer en gracia sus chocarrerías, porque chocan, esto es, porque las extrañamos y nos caen por la novedad en gracia. Igual valor tiene chocarrear, que es gracejar, cierto que chocando con lo usado y común, y por lo mismo, con alguna bajeza, como el truhán y payaso; pero este mismo matiz lleva hoy el chocar por agradar, por lo extraño y no usado. «Nos regocijamos y regodeamos y nos holgamos y aun chocarreamos, (Juan de Pineda). «Chocarrearse con ellos algunos ratos» (Boscán).

   »Las tres modernas acepciones del verbo «chocar» y del adjetivo «chocante» son, pues, fruto natural de la evolución. No las verá el P. Mir con buenos ojos por no hallarlas en los clásicos; pero yo, que soy tan castizo como el que más, si antes nada hice más que contar el hecho de usarlas los españoles, no sólo los eruditos, sino los populares, y declarar el porqué de su evolución semántica, ahora las acepto por ser castizas, aunque nuevas. ¿No son tan castizamente españoles los ciudadanos que ahora nacen en España como los que nacieron en el siglo XVI? Pues tan castizas son esas tres acepciones de «chocar», ya que han brotado en España de la evolución natural semántica, del valor propio que tuvo siempre este verbo, como habían brotado en chocarro, chocarrero y chocarrear. El paso de la construcción intransitiva a la transitiva es corriente en nuestro idioma, y ni nuestros clásicos melindrearon ni el pueblo melindrea en llevarla a verbos de suyo intransitivos, como entrar, caer y quedar. No hay quien las pueda tachar, por consiguiente, de no ser castizas y tan bien nacidas y venidas al mundo como el mismo que las tache, y pretender desterrarlas del castellano es empresa tan hacedera como si quisiera desterrar del mundo los automóviles, porque no los gozaron Quevedo y Cervantes, a quienes no hubiera parecido muy desagradable, creo yo, darse en ellos sus buenas carreras, riéndose de los Mires de entonces, enemigos de cuanto nuevo nace, como si Dios fuera el autor de lo viejo que fue y el diablo fuera su sucesor en dar vida a cuanto engendran y crían los pestilentes tiempos que corremos.

   »En los de oro que pasaron el vocablo «chocante» significó el que embiste o se opone y es de genio fuerte, mal sufrido. «Ni menos mofaron de él ni burlaron, como si fuera chocante, o loco, que tales disparates decía» (Valderrama). «Ese chocante embajador de Febo» (Cervantes). En este sentido he llamado yo chocante al señor Román, y acaso no me entienda ni me hayan entendido los lectores. Porque es lo cierto que ya nadie lo usa sino como chocar, por lo que hace gracia, lo que parece extraño y lo que repugna; sólo en América vale truhán, impertinente, casi a la antigua y medio a la andaluza. No hay que darle vueltas: los idiomas evolucionan y no hay represa que los detenga».

   Este sólo en América vale truhán, etc., no tiene precio.

   Estoy seguro de que el desdeñoso españolismo del sabio P. Cejador el sólo en América tiene un sentido análogo a «sólo en Getafe» o algo por el estilo. América, mi buen P. Cejador, está constituida por diez y ocho naciones, y el simple hecho de que sólo en esos diez y ocho pueblos se use un vocablo o se use en determinado sentido ya sería quizá razón suficiente para adoptarlo aun en España, justamente por las razones que da el padre Cejador.

   Es curiosísimo que cuando en la Península se sale la gente de lo castizo, esté muy bien pensado porque «no hay que darle vueltas, los idiomas evolucionan y no hay represa que los detenga», y en cambio cuando a los castizos nos adherimos nosotros, los pobres diez y ocho pueblos de América, ni por esto se nos trate con indulgencia.

   Ello viene de una idea muy general, no sólo en el Padre Cejador, a quien, dicho sea de paso, estudio y admiro, sino en todos los hablistas de la vieja Metrópoli. Esta idea, sin las naturales formas de cortesía, pudiera expresarse así: «Los españoles hemos prestado a los hispanoamericanos la lengua que hablan, pero conste que ésta sigue perteneciéndonos por completo y que sólo nosotros sabemos usarla».

   No de otra suerte algunos simpáticos madrileños, con ese mismo orgullito, harto disculpable, hanme dicho:

   «Nosotros que los conquistamos a ustedes...» A lo que yo he respondido con mi habitual sonrisa: ¡Qué nos iban a conquistar ustedes, hombre! Los mexicanos somos descendientes de aquellos españoles osados, aventureros, que jamás conocieron el miedo, que lucharon con todas las intemperies y todas las asechanzas de las tierras desconocidas y se establecieron allá y allá nos engendraron. ¡Vosotros, los que os habéis quedado en la Puerta del Sol bebiendo mal café y criticando al Gobierno, no nos conquistasteis, vive Dios! ¡Sois nuestros hermanos muy queridos, pero nuestros padres... ca!

   ¿Será preciso repetir al notable P. Cejador este clisé de que el idioma es tan nuestro como de los castellanos? ¿Será preciso insistir en que en Buenos Aires, en México, en Lima, Guatemala, la Habana o Bogotá la lengua tiene el propio derecho que en España para evolucionar o no?

   Volviendo al verbo chocar, debe saber el Padre Cejador que en toda América se usa en el sentido clásico de repugnar, impresionar desagradablemente, como quiere el señor Román, y si no ha de aplicársenos la ley del embudo, entiendo que todos los clásicos y además diez y ocho naciones (sin contar la Isla de Puerto Rico), que en junto tienen tres veces más habitantes que España y los mismos derechos que ella, si no imponen la ley a Castilla, merecen cuando menos que se respeten sus usos lingüísticos.

   ¿Por qué el P. Cejador, delicioso y consumado arcaísta en cuyos escritos hay una prodigalidad tal de voces que ya no se usan, o se usan sólo en muy determinadas regiones de España y que acaso enturbien la claridad de su vigoroso estilo, ve con tanto desdén nuestros arcaísmos?

   ¿Por qué, en cambio, se escandaliza y enoja si nos pilla a los americanos con un barbarismo en los labios, cuando harta ocupación tendría con expurgar el lenguaje de Castilla de galicismos innumerables que lo afean, sobre todo desde que es chic hablar en galiparla?

   ¿Y por qué admite con tanta facilidad que un verbo que en España tenía un sentido tan opuesto al que ahora se le da, siga, no obstante, siendo ortodoxo, y en cambio nosotros no disfrutemos casi ni del derecho de cambiar un tantico así la significación de una palabra?

   ¡Ah! son muchos porqués estos para mi sabio y atareado amigo, pero a todos ellos pudiera responderse con un porqué capital. Porque los veinte millones de españoles, señor Nervo, aunque hablemos el castellano como un catalán, un canario o un gallego, tenemos todos los derechos y ustedes no tienen ninguno.

 

- XLV -

Uniformidad de léxico

   Una casa editora de París está trabajando en firme para posesionarse por completo del comercio de libros españoles en América, y como pudiera tachársele su extranjerismo, despliega cierto celo por el idioma, digno de tenerse en cuenta.

   Desde luego pretendo nada menos que esto: uniformar nuestra manera de hablar en América y en España.

   Para ello, y en cuanto topa con un vocablo regional, lo suprime sin piedad, a menos que se trate de regionalismos aceptados por la Academia.

   Las frases citadas en idioma extranjero no alcanzan tampoco misericordia. Hay que buscarles su equivalente: ¿Que no lo tienen? Pues se les busca a pesar de todo. ¡Deben tenerlo! ¿Qué es eso de que en castellano no haya palabras para traducir las francesas?

   -¿Pero y el matiz? -protestan los escritores susceptibles-. ¿No comprende usted que esta palabra española no tiene el mismo matiz que la francesa?

   -¡Véngame a mí con matices! Aquí no estamos en una tintorería, sino en una casa editora. El matiz, que se lo lleve el diablo -responde el irascible editor.

   En un libro mío decía yo, por ejemplo, burla burlando, que la vaca era un animal demasiado burgués, demasiado pot-au-feu buscando justamente en el calificativo francés el equívoco, necesariamente, cómico, a que da lugar lo pot-au-feu, tratándose de una vaca...

   Pero fueron implacables y me tradujeron el pot-au-feu por la palabra... casero. La vaca resultaba por tanto muy casera... ¡la pobre que jamás ha tenido casa!

   Sin embargo, no pretendo reír del intento.

   Quienes lo abrigan dicen que es preciso que todo lo que en ese caso se publique vaya de acuerdo con el diccionario de la Academia, y esto lo encuentro yo muy razonable, no porque el diccionario de la Academia valga gran cosa, que todos sabemos lo contrario, sino porque, malo como es, constituye de todas suertes algo como el Código oficial del idioma. Si se quiere una pauta, hay que atenerse a él, ya que para huir de la anarquía hemos de acatarlo.

   Pero, digo yo, ¿qué va a hacerse con dos clases de palabras: los regionalismos que expresan algo que no tiene expresión adecuada en España y los nombres técnicos de nuevos inventos? Respecto de los regionalismos, nunca ha sido vitando usarlos en el caso indicado arriba, ni a nadie se le ha ocurrido criticárselos a los buenos autores españoles, no obstante que hay algunos tan peculiares, que saliendo de la comarca donde se usan no los entiende ni Dios Padre.

   Justamente don Marcelino Menéndez Pelayo, hablando de don José María de Pereda en su discurso leído el 23 de enero pasado, en el acto de la inauguración del monumento al ilustre escritor, dice: «Sus libros son tan locales, que para los españoles mismos necesitan glosario».

   ¿Es esto loable porque se trata de un Pereda y reprobable cuando se trata de un hispanoamericano?

   Ya se ve que esa frondosidad del idioma, pródiga en vocablos, no puede menos que dañar a la limpidez del estilo, pero no es ésta una razón para condenar los giros regionales. Será razón para que el autor no los use sin necesidad.

   Cuando es necesario, no sólo por lo que expresa, sino por la fisonomía especial que da a descripciones locales tan bellas y bien logradas como las que se encuentran en las mejores novelas mexicanas (La Parcela, La Calandria, La Bola, etc.), ¿qué se va a hacer sino acatar y aplaudir el regionalismo?

   Claro que la tendencia de cada país ha de ser repudiar los vocablos especiales de los otros países; pero si la Academia Española fuere menos perezosa, ya se encargaría eficazmente de ir adoptando los regionalismos que no tienen sus análogos en castellano y de rechazar los demás.

   Esto lo hace la Academia con extremada flema y languidez y tan de tarde, que su labor resulta inoportuna.

   Pero su lentitud es más censurable todavía cuando se trata de los términos científicos que designan nuevos inventos.

   Preguntaba yo al corrector de la casa editora a que he venido refiriéndome:

   -Y si se encuentra usted una palabra referente a las nuevas máquinas, a los aeroplanos, por ejemplo, ¿también la suprime usted porque no está en el diccionario?

   -No, señor.

   -Entonces tiene usted que buscarle una designación castellana.

   -Sí, señor.

   -¿Y si esa designación no cuadra al vecino de enfrente?

   -Que él invente otra.

   -¿Y la uniformidad, en qué queda?

   -¡Ah! Señor mío, hay que encontrar un verbo adecuado para eso que hacen los aeroplanos cuando... cuando... permítame usted el barbarismo, cuando planean.

   -Yo pondría uno: planivolar.

   -Planivolar... perfectamente, muy bonito, me gusta la mar... ¡Lástima que no tenga usted ni la autoridad ni la publicidad suficientes para imponerlo!

   -¡Qué le vamos a hacer!

   -A mí se me ocurriría que la Academia tuviese una comisión activa, destinada a castellanizar, luego de aparecidas, las palabras nuevas que por fuerza tenemos que usar, como estas que se refieren a vehículos, a máquinas, a utensilios indispensables.

   -Excelente idea.

   -De esta suerte la gente sabría a qué atenerse desde luego, porque se entiende que la tal comisión daría a sus ukases lingüísticos la necesaria publicidad.

   Hay muchos bien intencionados, deseosos de vivir en paz con el idioma, los cuales adoptarían inmediatamente todo vocablo castizo o castellanizado que se le diese en lugar de un extranjerismo. Pero los míseros generalmente no saben cómo llamar en cristiano viejo las cosas, y como tienen que decirlas de cualquier modo, las dicen como las oyen, eso sí, santiguándose escandalizados:

   -...¿No encuentra usted que una comisión así sería más útil en las Academias que todas las nimiedades filológicas en que se pasan el tiempo los inmortales?

   -¡Ya lo creo!

   -Pues sugiera usted que se nombre, si se quiere uniformar el idioma, porque de otra suerte, a fuerza de injertos extranjeros, hechos inconsideradamente por escritores y traductores ignorantes, en vez de una lengua y noble como la que tenemos, nos vamos a encontrar un día de éstos con tantos dialectos como países hablaban el castellano.

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