LA LENGUA Y LA LITERATURA

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

enlace de origen
Amado Nervo 

 

IMPRIMIR

ÍNDICE

Segunda parte

-I-. El castellano como lengua internacional

-II-. Nueva escuela literaria

-III-. La junta reformista de la enseñanza

-IV-. El congreso de la poesía

-V-. La aristocracia española y el cultivo de las letras

-VI-. La asamblea de la enseñanza en Valladolid

-VII-. Los concursos de poesía del Odeón

-VIII-. La pronunciación del castellano en América

-IX-. El Congreso Universal de la Poesía

-X-. El intercambio universitario. -Los literatos españoles en América

-XI-. El V congreso del Esperanto en Barcelona

-XII-. Altamira y el espíritu de colectividad

-XIII-. Las mujeres y la Academia

-XIV-. El castellano y la escuela de Salónica

-XV-. Las evoluciones del lenguaje en la República Argentina

-XVI-. «La nueva ortografía racional»

-XVII-. El teatro poético: su renacimiento en España y en el mundo entero

-XVIII-. El teatro poético

-XIX-. Inauguración del teatro para los niños

-XX-. De la supuesta decadencia de la literatura novelesca y teatral

-XXI-. Estadística escolar española

-XXII-. Los conservatorios de declamación

 

- I -

El castellano como lengua internacional.

   ¿Hay posibilidad de que el Español sustituya al Esperanto como idioma internacional?

   He aquí una pregunta que basta por sí sola para halagar legítimamente el orgullo de más de cincuenta millones de hombres.

   El Esperanto, a pesar de sus indiscutibles cualidades, no gana todo el terreno que se esperó en un principio. Le falta esa vitalidad de los idiomas «que se hablan». No cunde como ellos. Es un agregado artificial que resulta propicio más bien a los eruditos.

   Además, ciertas susceptibilidades nacionales le hacen sombra. No obstante la liberalidad con que ha acogido raíces y palabras de todas las lenguas, no resulta simpático. Es un vehículo de pensamiento quizá demasiado perfecto, pero carece de ascendiente, de eso misterioso que nos atrae hacia determinados idiomas, que nos hace aprenderlos con entusiasmo y hablarlos con predilección.

   En suma, una lengua no es más que un organismo sujeto a las leyes de la vida, del progreso, de la evolución de la decadencia y de la muerte, y corre la suerte de ciertos hombres y de ciertas existencias.

   Hay idiomas que tienen ángel, como el Francés, por ejemplo. Al Esperanto le falta este ángel. Echa uno de menos en él la agilidad, la gracia, la elegancia. Nadie, en cambio, le puede negar ni la robustez, ni la probidad... como a los suizos. Para los Dioses y los que más a ellos se parecen: los seres «alados y sagrados» de Platón, de seguro que no sería el Esperanto el lenguaje que escogerían para expresarse; aunque los esperantistas hayan representado en él una pieza de Molière.

   Supuesto, pues, que este idioma que ha obtenido en el mundo un honorable éxito de estima, no pase de allí, ¿cuál será la lengua internacional?

   No podemos esperar indefinidamente, hasta que un sabio nos dé construida de toutes pièces una lengua simpática a todas las naciones. El mundo marcha muy de prisa y las activísimas relaciones comerciales, políticas, científicas y literarias que se han desarrollado entre los pueblos, exigen a grito herido un procedimiento cualquiera para entenderse mejor.

   Un idioma nuevo, aun suponiendo que todos lo acepten, que se enseñe, en todas las escuelas, requiere por lo menos treinta años, o sea lo que tarda en entrar totalmente en acción una generación nueva, para ser vehículo efectivo y práctico de las relaciones entre los hombres.

   Ahora bien, el mundo no puede esperar esos treinta años. Urge, por tanto, que se adopte un idioma vivo, de los hablados por mayor número de individuos, el cual tendrá sobre cualquier lengua artificial la ventaja de millones y millones de gentes que lo hablan y además gozará de esa simpatía, de esa facultad de contagio, de predominio, de influencia, de ascendiente, que poseen los organismos por cuyas venas corra sangre de veras.

   ¿Y por qué ese idioma no habría de ser el Castellano? El Castellano es una de las lenguas más perfectas, la más perfecta acaso que existe, la más racional, la más lógica y fácil de aprenderse, y, sobre todo, aquella cuya ortografía puede simplificarse mejor.

   En realidad, esta ortografía viene modificándose desde el siglo XV, en que el buen maestro Nebrija escribió su gramática castellana. La conformidad de la escritura con la pronunciación, por la que tantos gramáticos ilustres han abogado, hoy por hoy, es casi absoluta, sin recurrir a los extremos de la «nueva ortografía racional» de nuestros amigos los chilenos.

   Los inconvenientes de nuestra ortografía son mínimos si se comparan con los de la ortografía inglesa o francesa; pues como decía ya un gramático ilustre de principios del siglo pasado, hay letras de cuya rectificación no podía resultar ningún equívoco, que es el principal inconveniente que se podía temer. Porque ¿qué equivocación puede resultar de dejar a la j todos los sonidos guturales, usándose únicamente de ella como en jente, jitano, cojer, ajitar, etc, y quedando la g sólo para las más suaves o paladiales, aun cuando interinamente conservase la u muda, como en guerra, guisado, etc.? ¿Qué, de dar a la i vocal todos los sonidos vocales, escribiéndose soi, doi, lei, mui, guirigai, etc., ni de quitar la h, a lo menos de en medio de dicción poniéndose sin ella anelo, saumerio, veemente, proibir, desonrar y otras muchas palabras que para nada la necesitan? Tampoco se originaría ningún desorden en la escritura de que a la z se le dejasen todos los sonidos linguales, aplicándole los que con la e y la i le quita la c, escribiéndose en adelante con z, zena, zinta, etc., así como se ha escrito zelo, zizaila, pez, pezes, cáliz, cálizes, etcétera, ni de que a la q se le quitase la u muda, que para nada sirve, escribiéndose qeso, qinta, qemar, qitar, etc. Es bien seguro que si nuestra Academia hubiese adoptado ya a lo menos estas enmiendas, que ningún trastorno producen, hubieran sido recibidas con aplauso, visto el justo deseo que todos tienen de ver la ortografía arreglada a la pronunciación.

   Pero no apuremos este asunto, que tan luminosamente ha sido tratado y resuelto por sabios lingüistas modernos, y veamos si el castellano tiene probabilidades de llegar a ser el idioma universal.

   Desde luego referiré que, últimamente, la Sociedad Nacional de Academias de los Estados Unidos habló de la urgencia de un idioma universal, el que, en su concepto, debía fundarse de nuevo, «a fin de evitar susceptibilidades de amor propio entre las naciones».

   Comentando lo anterior, la Sociedad Internacional del Idioma, de Cincinnati, Estado de Ohio, abogó también, y en términos verdaderamente cálidos, por la realización de tan noble desiderátum, añadiendo que, dados los fines que se persiguen, el idioma elegido debía ser el castellano, «la primera lengua merced a la cual se pusieron al habla dos mundos, al llegar a América las naves de Colón».

   Por su parte, el publicista don Ricardo Blanco Belmonte, discurriendo alrededor de este pensamiento, dice:

   «Si el mundo necesita para su mayor enlace adoptar patrón uniforme de expresión oral y escrita, ese patrón, ese modelo, no debe ser otro que el castellano».

   Conviene decirlo sin ufanía, pero con firmeza de convicción honda. Y hoy es más legítima aún esa manifestación, cuanto que ya tiene como precedente nada sospechoso el «alegato» de una sociedad y de un periódico que no pueden verse acusados de «españolismo».

   The Monthly Cincinnation está redactado en inglés, por escritores que hablan el inglés, y, sin embargo, reconocen la superioridad del castellano.

   Crear un nuevo idioma es casi tanto como correr el riesgo positivo de fracasar una vez más en la empresa acometida por distintas entidades.

   Además, lógicamente, el idioma que se inventase había de basarse en el latín para conservar las raíces de los vocablos antiguos y modernos, que son cimiento del lenguaje que habla en Europa el grupo románico, en contraposición al grupo teutónico. En el teutónico figuran el alemán y el inglés; en el románico el español, el italiano y el francés. Ni Alemania aceptaría el entronizamiento del inglés, ni Inglaterra el del alemán. Y, aun cuando llegasen a transigir, el grupo románico no acataría el acuerdo.

   Realmente, la supremacía corresponde a este último grupo, y, dentro de este grupo, Francia, Italia, España, a aquel de los pueblos que en justicia pueda ostentar mayores méritos y mejor derecho. «No hace falta, pues, inventarlo, ya que está inventado». Lo que sí se requiere es que sea reconocido el mejor derecho de quien lo posea.

   Diez y nueve naciones hablan actualmente el castellano, a saber:

   España, México, Guatemala, Honduras, Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina, Paraguay, Uruguay, Chile, Cuba y Santo Domingo. A estas diez y nueve naciones hay que sumar dos seminaciones, Puerto Rico y las mil doscientas islas que forman el archipiélago de Filipinas.

   Por la extensión territorial de esos pueblos, el español es, indudablemente, el lenguaje más difundido por el mundo.

   Tomando sólo como ejemplo, a título de comparación: Buenos Aires compite, ventajosamente, con Viena; México es mayor que Austria, Hungría, Alemania, Italia y Francia reunidas; Bolivia, Colombia, Perú o Venezuela, son, separadamente, dos veces mayores que cualquier Estado europeo y Austria-Hungría; la pequeña República del Ecuador equivale en superficie a la que unidas presentan Bélgica, Holanda, Dinamarca, Suiza y Portugal; la Argentina es mayor que toda Europa, prescindiendo de Rusia, y, en fin, la totalidad de territorio de la América que habla español, excede en un millón de millas cuadradas al de todos los pueblos europeos, Rusia inclusive.

   «Esto, por lo que se refiere a extensión. En lo que toca a población, esas diez y nueve naciones y dos seminaciones, con más las posesiones españolas en África, representan una masa de «sesenta millones de personas», que podrán amar más o menos a España; pero que, aun para hablar mal de ella, tienen que hacerlo en español».

   «Hay más todavía. Portugal y el Brasil, éste con quince millones de habitantes, y aquél con cinco y medio, tienen como idioma oficial el portugués, que, por su estrecha relación con el castellano, relación tan estrecha que un ilustre filólogo ha dicho que es el mismo castellano deshuesado, está infinitamente más cerca de él que cualquiera de los dialectos de las distintas regiones españolas».

   Por mi parte, y para reforzar mis argumentos y los anteriores del señor Belmonte, añadiré que el castellano, lejos de decaer, logra cada día mayores progresos, no obstante las ingenuas veleidades de los barceloneses que le hablan a su Rey en catalán...

   En efecto, en Alemania, por ejemplo, he leído que está dando los mejores resultados el movimiento iniciado hace algunos años por los fabricantes y exportadores alemanes, fomentando el estudio del idioma español entre sus empleados y dependientes, con el propósito de aumentar las relaciones, comerciales con los países de la América Central y del Sur.

   Con objeto de establecer agencias y representaciones en varias naciones del Continente e islas de América, han salido ya de Hamburgo, según noticia que tengo a la vista, más de 200 jóvenes alemanes que se dedican al comercio, los cuales, como es natural, compran las mercancías que necesitan a los exportadores alemanes, que, apoyados por un excelente servicio de transportes, y gracias a las facilidades que les dan las Compañías alemanas de vapores, estableciendo servicios rápidos y económicos con los principales puertos de las Américas Central y del Sur, han logrado realizar pingües negocios, con la circunstancia de que en muchos casos, el transporte de géneros desde Alemania a América resulta más barato que si hubiesen salido aquéllos de la mayoría de los puertos de los Estados Unidos.

   «No es, pues, extraño -añade la noticia- que ante tan benéfico resultado sea poco menos que obligatorio el estudio del idioma español en las Escuelas de Comercio de la Confederación germánica».

   Como el mundo se gobierna, según hemos convenido, por intereses y no por sentimientos, y en el interés de los grandes países industriales y exportadores está vender cuanto puedan a las diez y ocho naciones que hablan en el Nuevo Mundo el castellano, y que son excelentes consumidoras, claro que nuestro idioma tiene que lograr enormes progresos en el futuro.

   El mundo teutón se dará maña para aprenderlo, con el aliciente de la clientela, y hasta los ingleses y americanos mismos, si nosotros no les facilitáramos tanto la tarea, apresurándonos a hablar en inglés y poner en este idioma hasta los rótulos de nuestras tiendas, de seguro que acabarían por dominar el castellano.

   En África, donde la influencia hispana es grande, a pesar de todo, el castellano obtiene éxitos lisonjeros, y en estos días justamente acaba de producirse un hecho tan significativo para el porvenir de nuestra lengua, que no resisto a la tentación de copiarlo.

   «Una obra de capital interés para la restauración de nuestra influencia y prestigios no poco decaídos, por causas de todos conocidas, en Marruecos, está a punto de entrar en vías de realización por intervención directa y decisiva de S. M. el Rey -dice El Imparcial.

   »Esta obra es la construcción de escuelas españolas en Tánger.

   »El Rey, conocedor del estado precario en que atención tan importante se encuentra al otro lado del Estrecho, en menoscabo de nuestra penetración pacífica en el Imperio marroquí, pensó en apelar a la munificencia particular, tan presta en otros países para cooperar al fomento de la cultura general, y, a su paso por París, hizo una indicación al opulento señor marqués de Casa-Riera, el cual la acogió, mostrándose dispuesto a contribuir con una suma de consideración al establecimiento de una escuela o de un hospital en Tánger, lo que fuera más urgente a juicio de las personas que por su posición en la colonia española se hallan en condiciones de apreciar lo más conveniente a nuestros intereses, sin que la preferencia en la satisfacción de una de estas dos necesidades implicara el abandono de la otra.

   »Por mediación de nuestro ministro señor Merry del Val, se enteró el Monarca de que las escuelas eran las que requerían la prelación; hízolo sabor el noble marqués, y éste puso a disposición de S. M. la cantidad de 300.000 pesetas.

   »Entretanto, no se descuidaba nuestro representante, y, previendo una solución favorable a los anhelos de la colonia, por virtud de la alta mediación que se daba en el asunto, enviaba al Gobierno anteproyectos y planos y relación de las condiciones que ha de reunir la utilísima institución que se levantará en terrenos del Estado, con exclusiva intervención de operarios españoles.

   »Al recibir S. M. la noticia del generoso rasgo, telegrafió al prócer donante en los siguientes términos:

   »Complázcome en reiterarle la expresión de mi más profundo reconocimiento por sus nobles propósitos y sentimientos caritativos y de acendrado patriotismo, que tanto le enaltecen. -Alfonso».

   »Pocos días después se recibía en Palacio una carta del marqués de Casa-Riera para S. M. con una de crédito a su augusto nombre y cargo de los señores Urquijo y Compañía por pesetas 300.000 para construcción de escuelas en Tánger.

   »El Rey contestó por lo pronto con un telegrama de gracias, y después con una misiva de su puño y letra, en la que, a vuelta de frases amables y encomiásticas de la conducta del marqués, lo decía textualmente: ‘No encuentro palabras para elogiar su nobilísimo proceder. Que Dios le recompense como merece y le colme de dichas por este nuevo rasgo de caridad y acendrado patriotismo’.

   »Al decir ‘nuevo rasgo’ el Monarca se refería al donativo de 500.000 pesetas que un año antes había hecho el marqués de Casa-Riera para un hospital y asilo de españoles en París.

   »A la carta de S. M. replicó el marqués con otra en que decía: ‘La carta de V. M, además de un honor para mí, es un timbre para el nombre que llevo’.

   »En su escrito añadía el Rey que tenía empeño en que la gratitud de todos los españoles recayera, como era justo, en la persona del noble marqués, y en ese empeño continúa el joven soberano a juzgar por su apresuramiento en dar publicidad a tan patriótico proceder, una vez puesto en conocimiento de su Consejo de ministros.

   »El asunto está pendiente de pequeños detalles de trámite y preparación a cargo de nuestro ministro en Tánger, que trabaja en él con la mayor actividad, y no se hará esperar mucho el comienzo de las obras.

   Ya se verá, por tanto, que no es ilusorio ni descabellado el intento de hacer del castellano una lengua internacional. A todas las razones expresadas para robustecer esta idea, podría añadirse la de la semiderrota del Esperanto por el Ido.

   Como ustedes sabrán, en efecto, «después de haber estudiado todos los proyectos de lengua universal, y reconocido la excelencia del idioma ideado por el doctor Zamenhof, un comité internacional, compuesto de eruditos y lingüistas, resolvió, sin embargo, introducir ciertas modificaciones, así para simplificar la ortografía y la gramática, como para enriquecer el vocabulario con la adopción de raíces nuevas, cuidadosamente seleccionadas, conforme al principio del mínimum internacional». La raíz más internacional es la común a mayor número de idiomas.

   «Formada así, exclusivamente de raíces escogidas, la ‘linguo internaciona’ no constituye un habla nueva que estudiar; es, según quienes la forman (y la deforman), la quinta esencia de las lenguas europeas. La ‘linguo internaciona’ (sistema Ido) viene a ser un esperanto perfeccionado, que aventaja al esperanto primitivo, a lo que parece, en muchas cosas...», pero que hay que aprender de nuevo, digo yo...

   Tanto los esperantistas como los idistas, han traducido la «Plegaria en la Acrópolis» de Renán... Pero unos y otros convienen en que «la oración del maestro era más armoniosa en su idioma original»...

   Desengañémonos, pues: el lenguaje artificial que ha de servir en el futuro para el intercambio de ideas a los hombres de todos los climas, está aún en el seno de las posibilidades. En vez de quemarnos las pestañas aprendiendo Volapuk... para sustituirlo después por el Esperanto, y Esperanto... para sustituirlo después por el Ido... e Ido, para sustituirlo después por no sé qué cosa, aprendamos bien nuestro castellano, popularicémoslo, démosle prestigio y lustre y trabajemos por que impere en todos los países cultos.

   No podemos, por utilitaristas que seamos, prescindir de la belleza de la lengua en que hemos de comunicarnos, y no vale la pena de que nos entendamos todos si hemos de entendernos a ladridos.

   Yo sigo, por tanto, prefiriendo la armonía majestuosa de mi castellano vernáculo, en el cual, por cierto, nada pierde de su hermosura la «Plegaria, en la Acrópolis» de Renán, ni ninguna otra voz surgida de los labios de los hombres... o de los dioses.

 

- II -

Nueva escuela literaria.

   ¿Una nueva escuela?

   -Sí, señor, nada menos que eso. La Revista Internacional Poesía, que se publica en Italia, acaba de fundar una nueva escuela literaria bajo el nombre de «Futurismo».

   He aquí el manifiesto de los «Futuristas» traducido a buen romance:

   1.º Queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de la temeridad.

   2.º Los elementos esenciales de nuestra poesía serán el valor, la audacia y la rebelión.

   3.º La literatura no ha magnificado hasta ahora más que la pensativa inmovilidad, el éxtasis y el sueño. Nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, el paso gimnástico, el salto peligroso, la bofetada y el puñetazo (sic).

   4.º Declaramos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una hermosura nueva: la hermosura de la velocidad. Un automóvil de carrera con su caja guarnecida de gruesos tubos, como serpientes de aliento explosivo un automóvil enrojecido que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia.

   5.º Queremos cantar al hombre que mantiene la rueda cuyo eje ideal atraviesa la tierra, lanzada ella a su vez sobre el circuito de su órbita.

   6.º Es preciso que el poeta se gaste con calor, brillo y prodigalidad para aumentar el fervor entusiasta de los elementos primordiales.

   7.º Ya no hay belleza más que en la lucha. No hay obra maestra sin un carácter agresivo. La poesía debe ser un asalto violento contra las fuerzas desconocidas, para obligarlas a que se pongan a los pies del hombre.

   8.º ¡Nosotros estamos en el promontorio extremo de los siglos!...

   ¡Para qué mirar hacia atrás, pues que no podemos demoler los batientes misterios de lo imposible! El tiempo y el espacio murieron ayer. Vivimos ya en lo absoluto, puesto que hemos creado la eterna velocidad omnipresente.

   9.º Queremos glorificar la guerra -sola higiene del mundo-; el militarismo, el patriotismo, el movimiento destructor de los anarquistas, las bellas ideas que matan y el desprecio de la mujer.

   10.º Queremos demoler los museos, las bibliotecas, combatir el moralismo, el feminismo y todas las cobardías oportunistas y utilitarias.

   11.º Cantaremos a las grandes multitudes agitadas por el trabajo, el placer o la rebelión; las resacas multicolores y polifónicas de las revoluciones en las capitales modernas; la vibración nocturna de los arsenales y de las canteras, a la luz de las violentas lunas eléctricas; las estaciones de ferrocarril glotonas, que tragan serpientes que humean; las usinas suspendidas de las nubes por los hilos de sus humaredas; los puentes de saltos gimnásticos lanzados sobre la cuchillería diabólica de los ríos asoleados; los buques de vapor aventureros que van olfateando el horizonte; las locomotoras de vasto pecho que piafan sobre los rieles, como enormes caballos de acero embridados por largos tubos, y el vuelo resbaladizo de los aeroplanos, cuya hélice tiene crepitar de banderas y de aplausos de multitud entusiasta».

   Como ven ustedes, he traducido sin pestañear los doce párrafos esos, incendiarios.

   Y es que a mí, viejo lobo, no me asustan ya los incendios, ni los gritos, ni los denuestos, ni los canibalismos adolescentes. Todo eso acaba en los sillones de las academias, en las plataformas de las cátedras, en las sillas giratorias de las oficinas y en las ilustraciones burguesas, a tanto la línea...

   Los verdaderos revolucionarios, los que mueven, sacuden, cambian la tierra, son silenciosos, sonrientes, apacibles en apariencia, amigos discretos de la acción y enemigos resueltos de la logomaquia...

   Estos niños que desprecian a la mujer desde su futurismo ingenuo, probablemente tienen novia o amante... que los domina por completo.

   Estos incendiarios, ácratas y otras yerbas, no sabrán de fijo fabricarse más explosivos que los bombos.

   Italia, sin tanto alarde, sin futuristas, ha avanzado maravillosamente en estos últimos veinte años, quizá porque ha gritado poco y ha trabajado mucho.

   Pero lo más peregrino de los once artículos que he traducido, es lo que los jóvenes creadores de la nueva escuela se proponen cantar.

   Cantarán las locomotoras (no hagáis caso de las enmarañadas imágenes con que las nombran). Pero, ¿y no las han cantado ya, señores futuristas más de cien poetas modernos? Hasta Salvador Rueda, que no pretende, ni mucho menos, ser futurista, nos dijo hace la mar de tiempo:

Atrevido las montañas

el resuelto tren perfora,

al redoble acompasado

de su marcha monofónica... etc.

   Cantarán las fábricas, las multitudes que trabajan, gozan y se rebelan. ¡Bonita novedad! ¡Pues qué otra cosa he hecho yo!, diría al leer esto un Emilio Zola, por ejemplo...

   Cantarán las fábricas, los puentes, los buques de vapor... ¡Novísimo!

   Y cantarán por último los aeroplanos.

   Bueno, ya los cantaremos todos, a su tiempo, futuristas o presentistas...

   Por la exaltación de la prosa truculenta que os he traducido, comprenderéis que los futuristas son meridionales. En efecto, el futurismo nos viene de Italia, a la cual los nuevos poetas quieren redimir.

   «En Italia, dicen, es donde lanzamos este manifiesto de violencia derrocadora e incendiaria, por el cual fundamos ahora el futurismo, porque queremos librar a Italia de su gangrena de profesores, de arqueólogos, de cicerones y de anticuarios».

   «Italia ha sido largo tiempo el mercado de los cambalacheros; queremos desembarazarla de los museos innumerables que la cubren de innumerables cementerios».

   «Museos, cementerios... Idénticos verdaderamente en su siniestra promiscuidad de cuerpos que no se conocen. Dormitorios públicos en que duerme uno para siempre, al lado de seres odiados o desconocidos, ferocidad recíproca de los pintores y de los escultores, matándose los unos a los otros a golpes de líneas y de colores, en el mismo museo.» «Que se les haga una visita cada año como va uno a ver a sus muertos!... ¡Esto sí podemos admitirlo!... Que se dejen flores una vez por año a los pies de la Gioconda; esto lo concebimos!... Pero que vayamos a pasear diariamente a los museos nuestras tristezas, nuestros ánimos frágiles y nuestra inquietud, eso no lo admitimos! ¿Queréis por ventura envenenarnos?

   ¿Queréis podriros? ¿Qué puede encontrarse en un viejo cuadro si no es la contorsión penosa del artista que se esfuerza en quebrantar las barreras infranqueables para su deseo de expresar enteramente su sueño?» «Admirar un viejo cuadro es verter nuestra sensibilidad en una urna funeraria, en lugar de lanzarla hacia adelante como en chorros violentos de creación y de acción. ¿Queréis, pues, desperdiciar así vuestras mejores fuerzas en una admiración inútil del pasado, de la cual saldréis por fuerza agotados, empequeñecidos, atropellados?

   »En verdad, la frecuentación cotidiana de los museos, de las bibliotecas y de las academias (esos cementerios de esfuerzos perdidos, esos calvarios de ensueños crucificados, esos registros de ímpetus rotos...), es para los artistas lo que es la tutela prolongada de los padres para los jóvenes inteligentes, embriagados por su talento y por su voluntad ambiciosa.

   »Para los moribundos, los inválidos y los prisioneros, pase. Es quizá un bálsamo de sus heridas el pasado admirable, ya que el porvenir les está vedado... Pero nosotros no queremos esto, nosotros los jóvenes, los fuertes, los vivientes futuristas».

   No hay ideas, por rabiosas que sean, en las cuales no exista algo bueno, y mis amigos los futuristas, dentro de su inocente palabrería, suelen repetir dos cosas que vale la pena de que retengamos.

   Primera. Los poetas deben cantar el espectáculo de la vida moderna.

   Todo es digno de la lira, todo es poesía, el automóvil y el aeroplano, el trasatlántico y el acorazado, la fábrica y la tienda...

   Segunda. No veamos de sobra el pasado. El pasado está ya bien muerto.

   Utilicemos sus enseñanzas y una vez hecho esto, dirijámonos en línea recta al porvenir.

   Si los futuristas se limitaran a decir esto, no dirían nada nuevo, pero sí dirían algo inteligente, a lo cual habría quizá que objetar solamente que eso del pasado y del porvenir no son más que palabras; que el porvenir no existe sino por el pasado; que ambos forman una línea indivisible, un todo perfecto, perennemente inmóvil, alrededor del cual los hombres ambulamos como sombras...

   Lo malo es que estos jóvenes, en cuanto dicen una cosa razonable se arrepienten, y después de su tirada sobre el peligro de mirar hacia el ayer, lanzan su verba fogosa a ciento a la hora y exclaman como a modo de escollo de lo que he traducido:

   «Venga, pues, los bellos incendiarios de manos carbonizadas...

   ¡Vedles aquí! ¡Vedles aquí!» (¡Pronto vinieron!) «¡Prended fuego a los estantes de las bibliotecas! Desviad el curso de los canales para inundar los subterráneos de los museos» (nada más para eso...) «¡Oh! que naden a favor de la corriente las telas gloriosas...» «¡A vosotros los zapapicos y los martillos!... ¡Minad los cimientos de las ciudades venerables!»

   Como ven ustedes, esto ya es más grave, y habrá que llamar a la policía... Pero no, no pasará de allí. A las almas de ahora les faltan bríos hasta para repetir la triste hazaña del Califa Omar, y todos sus discursos incendiarios pueden reducirse a los términos del viejo diálogo inmortal:

   -¿Qué es lo que habláis, señor?

   -¡Palabras, palabras, palabras! (¡words, words!)

   Por lo demás, nuestros iracundos amigos se encargan de darnos la razón de sus desmanes líricos, tranquilizándonos al mismo tiempo, en párrafo subsecuente:

   -«¡Los más viejos de entre nosotros -dicen- tienen treinta años!»¿Ven ustedes cómo se explica todo?

   La embriaguez de la juventud, afirman los árabes, es más fuerte que la del vino...

   «Diez años nos quedan aún, añaden, para cumplir nuestra misión».

   ¿La de inundar los museos y quemar las bibliotecas?

   «Que cuando hayamos cumplido cuarenta años, otros más jóvenes y valientes tengan a bien echarnos al cesto como a papeles inútiles».

   ¡Arrea, y qué poca vitalidad se prometen los futuristas!

   Volvámoslos a disculpar empero. Ya veréis cómo a los cuarenta piensan de otra manera. Ya veréis también cómo para entonces no han quemado nada, no han destruido nada... Y lo que es mucho peor: ¡no han creado nada!

   Pero, en suma, no censuremos esta vanidad iconoclasta, por poco sincera, si viene acompañada de dos cosas preciosas: de juventud y de entusiasmo.

   La juventud es lo de menos. Veinticinco años los tiene cualquiera, como dijo el otro. Ser joven no es ninguna cualidad, ninguna gracia. Muy más difícil es ser viejo, y sobre todo, saber serlo.

   Pero el entusiasmo sí es de tenerse en cuenta, ahora que hasta los niños están blasés, que ni se cree ni se espera en nada, fuera del dinero.

   ¡Qué importa que ese entusiasmo, como el de los jóvenes redactores de la bella revista milanesa Poesía, se cifre en destruir! ¡La cuestión es tenerlo y alimentarlo: ya mañana se empleará acaso en edificar!

   El disgusto del pasado no viene, en el fondo, más que de un poquito de celo y de despecho porque no podemos igualarlo. Nos vuelve rabiosos la perfección de la obra antigua. No queremos admitir que nuestra época sea incapaz de producir un Homero, un Hesíodo, un Platón, un Sócrates, o viniendo a tiempos más cercanos, un Leonardo, un Miguel Ángel, un Shakespeare o un Cervantes. Y como no podemos igualar el pasado, como está allí severo, límpido, perfecto, aplastándonos como la catedral maravillosa en el villorrio incapaz de labrar una nueva, deseamos destruirlo, aniquilarlo... crear algo que no haya que comparar con él, a fin de que no resulte pequeño...

   Nuestra época industrial, pero sin quilates espirituales, esta época en que andamos más aprisa y más aprisa hacemos todo, pero en que somos mucho menos hombres que los abuelos, porque tenemos miedo de la vida, suele proporcionarnos un pretexto para ultrajar al pasado: aquellas gentes no conocieron ciertamente el aeroplano... decimos, sin pensar que en cambio su pensamiento era águila que se cernía tranquila en el espacio, en tanto que el nuestro se arrastra entre el cocido, la concupiscencia, el billete de Banco.

   Afortunadamente, aún somos capaces de una nobleza, la de indignarnos contra el pasado, es decir, contra nosotros mismos; no podemos igualarlo y pretendemos destruirlo (porque nos molesta su perfección).

   De tal sentimiento salen los propósitos y gritos rebeldes e incendiarios, tales como los de los portaliras italianos, propósitos que felizmente no se realizan, gritos que felizmente se pierden sin eco, pero que ayudan al entusiasmo de la labor nueva y a mantener la vibración artística que tiende a extinguirse para desgracia y condenación del mundo.

 

- III -

La junta reformista de la enseñanza.

   En uno de mis anteriores informes hablé de la Junta Reformista de la Enseñanza, que se inauguró con solemnidad en Madrid no ha mucho tiempo, y que está formada por hombres de pensamiento y de acción, entro los cuales figuran Ramón y Cajal, Vicenti, Rodríguez Carracido y otros distinguidos españoles.

   Los fines de esta Asociación no pueden ser más prácticos. Los catedráticos y escritores que la han creado propusiéronse ante todo orientar el pensamiento y la acción del pueblo, del Parlamento y del gobierno «hacia los problemas de enseñanza, a fin de mejorar y fortalecer los procedimientos docentes».

   Hay que advertir que se trata de un organismo independiente que nada tiene que ver con el Estado, que puede constituirse, eso sí, dado que lo juzgue conveniente, como colaborador suyo, oficioso y desinteresado, prestándole su apoyo y sus luces.

   Los miembros de la Junta han comprendido, sin duda, que el problema de la educación y de la instrucción del pueblo no es sólo el Estado quien debe plantearlo y resolverlo, sino todos los buenos españoles, porque es el problema nacional por excelencia.

   Tan simpático eco tuvo desde el primer momento la iniciativa de los catedráticos y hombres de letras de la Junta, que en poco más de un año hanse constituido cuarenta y siete Juntas locales en otras tantas poblaciones de España.

   Como se trata de un organismo neutral, en el que están representadas todas las opiniones, así el Profesorado de las Universidades, de los Institutos, Escuelas especiales, Normales y de Artes y Oficios e Industrias, como el Profesorado particular y aun muchas personas que no pertenecen al magisterio, han querido formar parte de la Asociación.

   Ahora se organiza la primera Asamblea general de la Junta.

   Habrá de verificarse en Valladolid el día 12 de abril en el Paraninfo de la Universidad, y oportunamente daré cuenta de los asuntos que en ellas se traten.

   Eligióse a Valladolid, según leo, para esta Asamblea inicial, porque fue en aquella histórica ciudad donde primero quedó establecida la Junta local correspondiente. El Ayuntamiento, por aclamación, resolvió tomar parte en dicha Asamblea, y otro tanto hizo el Claustro de la Universidad.

   Es de augurarse que las reuniones próximas se efectuarán con el mismo entusiasmo con que se ha de celebrar ésta, pues todos los ciudadanos comprenden la absoluta y capital urgencia que España tiene de renovarse mentalmente, renovación en la que sin duda está el secreto de su futura vida nacional.

 

- IV -

El congreso de la poesía.

   El día 22 de marzo, convocados por don Mariano Miguel de Val, nos reunimos en la Secretaría del Ateneo de Madrid varios escritores y poetas.

   Entre los que concurrieron o enviaron adhesiones se contaban Francos Rodríguez, Cavestany, Zayas, Martínez Sierra, Villaespesa, Machado, Marquina, Castro, Díez Canedo, Répide, Rubén Darío, Vicenti, Álvarez Quintero, Catarineu y Fernández Shaw.

   El señor Val dijo que el objeto de aquella reunión era conocer la adhesión de los elementos indispensables para la organización de un Congreso de la Poesía en Valencia, en octubre próximo.

   Así como en Provenza, con ocasión del cincuentenario de Mistral, va a celebrarse la Fiesta de la Poesía, así Valencia quiere congregar a los poetas españoles en rededor del viejo bardo levantino Teodoro Llorente, y hacer que la musa castellana resuene en la ciudad florida en los bellos días en que todo florece y fructifica.

   Para la realización del Congreso empezóse, pues, por lo que se empieza siempre entre nosotros en estos casos: por nombrar una Comisión a fin de que iniciase los trabajos preparatorios, Comisión que quedó formada como sigue:

   Señores Vicenti, Francos Rodríguez, Herrero, Zayas, Martínez Sierra, Machado y el que esto escribe.

   Ahora bien, ¿qué es eso del Congreso de la Poesía?

   Una denominación a la cual no hay que dar gran importancia, porque todavía no es definitiva.

   El mismo Teodoro Llorente, interrogado a este propósito, respondió:

   -«La denominación de Congreso no me parece del todo bien. Esto parece indicar controversias críticas literarias o discusiones sobre la forma.

   «Llamarle certamen y otorgar premios, tampoco me satisface.

   «Lo que estimo mejor, es algo así como un gran festival de la Poesía, en que la musa española luzca sus esplendores. Pero la forma no me atrevo a concretarla».

   Val, por su parte, dice:

   «Aun cuando nada puede todavía concretarse de lo que en definitiva será el Congreso de la Poesía en Valencia, porque toda su organización depende de los acuerdos que adopten sus organizadores valencianos y de Madrid, me veo de tal modo requerido a exponer con alguna amplitud mi pensamiento, que no puedo negarme a hacerlo, siquiera sea con la protesta de que no aspiro a que prevalezca en absoluto.

   »Me dirijo, pues, a los amigos y compañeros de Valencia y a cuantos desde otras regiones escriben interesándose por conocer los pormenores del proyecto.

   »Empezaré por decir que la organización del Congreso me parece absolutamente fácil.

   »Aun revestido de toda la importancia que se le quiere y debe dar, serán escasas las dificultades con que se tropiece, ni habrá obstáculo alguno por cuanto se refiere a los gastos que ocasione.

   »La necesidad de que sea Congreso estriba en que sólo así podrá contarse con la asistencia de los grandes maestros de las letras patrias, tales como don Marcelino Menéndez y Pelayo, que, a más de ser poeta, conoce como nadie la historia de nuestra Poesía, y puede, como nadie también, honrar con su presidencia la solemnidad literaria.

   »Una vez recibidos, dentro del plazo que se fije, los trabajos de los congresistas que hayan de actuar en el Congreso, se clasificarán formando, con arreglo a sus temas, las correspondientes Secciones.

   »Para la admisión de congresistas se formarán Comités en las distintas regiones y en Provenza, los cuales se pondrán en relación con la Comisión organizadora de Madrid.

   »Cada uno de los grupos regionales nombrará un presidente o mantenedor, que será el que lleve la voz como representante de su región en la solemne sesión de apertura.

   »La sesión de apertura, será, pues, el acto de presencia de las distintas regiones y entidades que concurran al Congreso.

   »Con el objeto de dar la mayor unidad y valor científico al conjunto de los trabajos que se presenten, la Comisión de Madrid encargará a todos y a cada uno de los mantenedores regionales un estudio histórico-crítico de la Poesía en sus respectivos países, con los cuales trabajos se formará uno o varios volúmenes importantísimos, seguidos de sus correspondientes antologías y de los cuales se harán grandes tiradas.

   »El Congreso se reunirá en Secciones tres días a lo sumo, pudiendo simultáneamente leerse varios trabajos en distintos locales.

   »Entre los fines del Congreso no debe olvidarse la fundación de una Sociedad en Madrid que sea algo así como Las Cortes de la Poesía Nacional».

   Esto de Las Cortes de la Poesía Nacional o de la Academia de la Poesía, ya es algo con visos de más permanencia y con más enjundia que el simple Congreso. ¿Por qué los poetas no han de tener también su Academia?

   ...Sólo que se me ocurre, preguntar lo que en esta Academia se haría.

   ¿Organizar certámenes? ¡Se organizan ya tantos!

   ¿Fijar los cánones del verso? ¡Qué cánones! El verso libérrimo ni los solicita ni los admite.

   ¿Estimular a los poetas? Habría que investigar qué clase de estímulo sería éste. Porque la progenie de los dioses, los seres alados y sagrados, ya no quieren ni palabras ni oropeles; quieren vivir. ¡Reivindican su derecho a la vida!

   ¿Pensarán en esto los congresistas de la Poesía?

   -Sí pensarán -me responde Val, quien, contestando así mismo a una pregunta de F. Aznar Navarro, ha agregado:

   «No será un hecho aislado y sin finalidad práctica el viaje de los poetas a Valencia. Ya sería bastante, como fuente de inspiración, reunir a estos idealistas bajo el dosel de un cielo que parece creado para cobijar espíritus soñadores; pero se trata de algo más: el comienzo de un plan más vasto, que tiende a constituir la Casa de los Poetas; la, cual será a un tiempo palacio de las musas, lugar de reunión, amparo de poetas pobres. A eso llegaremos. La iniciativa ha cristalizado. Sólo nos falta reunir unos miles de pesetas. Esto es fácil».

   Como ven ustedes, la juventud no duda de nada... ¡y hace bien!

   Aznar Navarro, comentando, sin embargo, las anteriores palabras, dice:

   «Posesión del divino estro» y «posesión de un palacio» (no siendo imaginativo), son posesiones que siempre se repelieron. Podrían dar fe desde sus tumbas aquellos hombres de mocedades ajetreadas que se llamaron Bretón de los Herreros, Pastor Díaz, Espronceda, Zorrilla, Trueba, Florentino Sanz, Narciso Serra y Gustavo Adolfo Bécquer, tan excesiva mente soñadores; poetas tan de sobra -y hombres tan de falta- que ni se cuidaron los pobrecillos de esperar semejantes posesiones.

   »Los tiempos han cambiado, como se ve. Los poetas de ahora quieren tener palacio. Son hombres más prácticos, y no diré que menos poetas, aunque no los halle a cada paso, mientras me tropiezo con harto numerosos malabaristas de la estrofa.

   »No está mal que los poetas vayan a la conquista del palacio. Ni quiero aguarles su presente gozo discurriendo sobre la influencia del ambiente académico en quienes lo respiran, ni hacer una brillante frase recordando cómo mueren los ruiseñores en las jaulas; ni pensar en desmayos tras la necesidad satisfecha, con el consiguiente ‘¡Es tan fácil no hacer nada!’ lanzado por el socarrón Miguel de los Santos Álvarez apenas convertido en consejero de Estado; ni las consecuencias de una vida lógica y de orden, tan detestada por Espronceda en su Diablo Mundo:

   »¡Oh, cómo cansa el orden! ¡No hay locura igual a la del lógico severo!

   »Pero sí he de acordarme -temblad, poetas soñadores y hombres prácticos!- de lo difícil que os va a ser lograr los elementos necesarios para que el palacio se alce. No hay entre vosotros un Mistral. Quiero decir, un salvador premio Nobel. O si sois vosotros hombres prácticos (aunque sin dinero), ¡oh, poetas!, lo es también en tal medida el prójimo adinerado, que tiene por costumbre dedicar sus capitales a menesteres más prosaicos.

   «¿Y por qué abandonar, aunque dinero no hubiere, la dorada idea?

   Mientras se incuba el Mistral español que un día pueda, con su buen premio Nobel, satisfacer la colectiva aspiración del palacio propio, hágase una instalación provisional con terreno del común, en el mismísimo Salón del Prado, alrededor de un banco simbólico.

   »Simbólico, sí, porque ese banco, en la Meca improvisada de los poetas españoles modernos, podría hacer el oficio de la piedra negra en la misteriosa Caaba, y podrían escuchar de continuo ante él los jóvenes poetas y ya hombres prácticos:

   »Aquí durmieron muchas noches, a falta de lecho mejor, grandes poetas antepasados nuestros. ¡No sabían vivir!»

   Yo entiendo, no obstante, que mientras se incuba este Mistral español de que habla irónicamente Aznar, hay que intentar algo.

   O el poeta desempeña una función social, o es un ser inútil.

   Si lo segundo, tengamos la franqueza de decirlo, de pregonarlo, y en vez de alentar por ningún concepto la poesía, y en vez de juzgarla representativa de la mentalidad del mundo, y en vez de creerla civilizadora y de honrar a los Homero y los Dante y los Shakespeare y los Víctor Hugo, combatamos desde la escuela, desde el hogar mismo, vigorosamente, toda tendencia a ella; no toleremos su intrusión ni su manifestación en ninguna parte; afirmemos de una vez que es cosa vitanda, o siquiera baladí.

   Si, por el contrario, entendemos que es una función social, que ayuda a la vida mental y a la economía misma de las sociedades, ayudemos a vivir a los poetas!

   En suma: o construyamos pajareras o comámonos a los pájaros... fritos!

   Para concluir estas notas diré a ustedes cuáles son los planes a que, según la última reunión habida, debe sujetarse la Asamblea:

   Ésta se verificará, como he apuntado, en el próximo mes de octubre y concurrirán a ella cuantos quieran inscribirse, con arreglo a las condiciones que han de publicarse, y los representantes de entidades colectivas, academias, ateneos, etc.

   El Congreso celebrará dos o tres sesiones para tratar temas de carácter teórico y de condición práctica, cuyo desarrollo ha de encomendarse a personas de grande suficiencia y autoridad.

   Entre esos temas están los de fundación de una Academia Nacional de la Poesía; relaciones entre los poetas hispano-americanos y todos los de la raza latina, o influjo social de la Poesía.

   Los asuntos de carácter práctico que han de tratarse, se refieren a la formación de una Sociedad de poetas para defensa de sus intereses; mutualismo editorial; constitución de un montepío; medios de facilitar el transporte terrestre y marítimo de libros a los países extranjeros y manera de difundir en el nuestro las lecturas poéticas.

   Por último, para dar fin a las tareas del Congreso se celebrará un gran festival consagrado al gran poeta español del siglo XIX don José Zorrilla. Poetas designados por distintas regiones españolas concurrirán al homenaje, en el que llevará la voz del Congreso don Marcelino Menéndez Pelayo.

   Se procurará que a este acto, celebrado al aire libre, concurran altas representaciones sociales y poetas de Francia, Italia, Portugal; que sea, en suma, la sesión, un espectáculo digno de la idea que la inspira y propio de la grandeza del certamen que se dispone en Valencia.

   Tal es el programa... De su realización daré a ustedes oportunamente cuenta, pues no nos es permitido a los poetas «llenos de fe sagrada» dudar de que ha de realizarse.

 

- V -

La aristocracia española y el cultivo de las letras.

   El 26 de abril se verificó en la Real Academia de la Historia la recepción del duque de T’Serelaes, miembro de la más linajuda aristocracia.

   A su erudito discurso -que versó sobre los historiadores de la ciudad de Sevilla, no sin hacer antes el elogio de su antecesor, el marqués de la Vega de Armijo- respondió mi distinguido amigo don Francisco Fernández de Béthencourt, en amplia y brillante pieza oratoria, que voy a comentar en mi informe porque, por primera vez que yo sepa en un sitio público, en ceremonia de alta resonancia, en presencia de príncipes, como la infanta doña Paz y su hija la princesa Pilar, que presidían la sesión, y de numerosos miembros de la aristocracia, se ha hecho una crítica de la nobleza española, envuelta si se quiere en todas las fórmulas que demanda la cortesía, pero no por eso menos enérgica y, digámoslo de una vez, menos justa.

   Hay que advertir que esta crítica, brotando de los labios del ilustre don Francisco Fernández de Béthencourt, no podría por modo alguno tacharse de parcial. Se trata de un testigo de mayor excepción, de un amigo decidido del patriciado español, autor del Anuario de la nobleza. El mismo, antes de precisar sus cargos, de los que hablaré luego, expresa, discretísimamente por cierto, los títulos que le dan derecho para hacerlos: «Yo me figuro -dice- que no carezco de alguna autoridad para decir en voz alta lo que sobre estos delicados asuntos pienso, y que ni la grandeza de España, ni la nobleza de nuestro país en general, han de enojarse extremadamente conmigo por nada que yo pueda decirles ni observarles, con todos los miramientos y todas las reservas que ellas quieran exigir de mi cariño».

   «Yo -sigue diciendo el señor Fernández de Béthencourt- he consagrado mi vida entera a su defensa y a su enaltecimiento; yo las he defendido muchas veces hasta de sí mismas, que es adonde más puede llegar el verdadero afecto; soy, en suma, muy amigo suyo, aunque nadie encuentre extraña mi aspiración constante a que se añada: Sed magis amica veritas.

   Yo me he dedicado en cuerpo y alma al estudio de su pasado y he procurado en cuanto he podido hacer del dominio general el conocimiento de su verdadera historia, que es el servicio mayor que puede prestarse a institución semejante; yo me he atribuido la misión de dejar consignado todo lo que fue y todo lo que hizo la nobleza española, cómo nació y cómo vivió, y he conceptuado siempre como título honroso el de ser su historiador, soñando en hacer míos, con orgullo injustificado, aquellos nobles conceptos de Salustio, cuando dice que después de realizar los altos hechos, nada hay tan grande como referirlos y perpetuarlos. Yo he asumido, por mi libre y desinteresada voluntad, la ardua tarea de relatar los de la nobleza española: primeramente, para que ella no los olvide; después, para que los pueblos a quienes prestó tamaños servicios no los ignoren, que es el lógico complemento de lo anterior, si es que todo no ha de ser un nombre vano y un mote huero, y ella misma, en tal caso, una cosa perfectamente inútil y una rueda sin aplicación necesaria en la complicada máquina nacional».

   Después de este exordio, ¿cómo va a enojarse la nobleza por lo que le diga mi grande y buen amigo don Francisco Fernández de Béthencourt?

   Y lo que le dice es nada menos que esto, envuelto en finuras de lenguaje: -Tú ya no piensas. Lo único que haces es jugar al golf, al polo, al tennis... y correr desaforadamente en automóvil... Ahora bien, si no piensas, ya no eres clase directora, «porque para dirigir es forzoso saber y pensar y no volver sistemáticamente la espalda a estos campos fecundos, agitándose impotente fuera de ellos».

   «Yo voy a decir aquí todo mi pensamiento -exclama valiente y noblemente el señor Fernández de Béthencourt- con la honrada franqueza y la diáfana claridad que imponen las severidades de este sitio, del que no me creeríais digno -y yo me lo creyera aún menos que vosotros- si me olvidara un solo instante de lo que debo a la verdad: el amor de las letras, de las ciencias y hasta de las artes, suprema expresión de la cultura humana, parece que muere a mano airada, sacrificado torpemente por la pasión desapoderada de los deportes corporales, como si hubiera entre uno y otra incompatibilidades absurdas y no cupieran juntos y hasta dichosamente se completaran, realizando la aplicación discreta del vulgar aforismo, no por repetido menos exacto «Mens sana in corpore sano» Es decir, que a la aristocracia española se le ha olvidado el mens para no acordarse más que del corpore.

   Y se le ha olvidado, asimismo, el dístico aquel de Bernabé Moreno de Vargas:

Las letras y las armas dan nobleza:

consérvanla el valor y la riqueza.

  

   Yo creo que nuestros jóvenes mexicanos de buenas familias deben ponerse el saco de esta crítica, porque les viene tan bien como a los españoles, y pensar que nuestra clase media, con su inteligencia, con su saber, con su tenacidad en la labor, es la única que en realidad está en México haciendo patria. Esta reflexión habrá de serles saludable, como espero que le serán a la aristocracia española las de don Francisco Fernández de Béthencourt... si es que las lee, cosa un poco difícil, porque el golf, el tennis y el polo le roban mucho tiempo.

   Debo advertir, Sin embargo, como un elogio a los criticados, que de los muchos que asistieron a la Academia de la Historia -porque aquí, a pesar de todo, la nobleza suele acudir a los banquetes espirituales- ninguno se molestó por la crítica. ¿Y cómo molestarse si la infanta doña Paz, que todos sabemos tiene acendrado amor por las letras y por las artes, era la primera en felicitar al señor Fernández de Béthencourt? Y advertiré, en segundo lugar, que éste ni por asomos pretende deprimir los deportes. Dios lo libre a él de esto y a mí también que gloso su discurso.

   Lo único que desearíamos los dos -y perdóneseme la inmodestia del plural- es que los que tanto se acuerdan del corpore de marras se acordaran un poquitín del mens.

   Lejos de desdeñar los deportes, el sabio académico los estima en alto grado.

   Leed si no: «Siempre hubo deportes físicos para los caballeros españoles -dice- y ya estáis oyendo que los designo con su bello nombre, casi olvidado, sin apelar a los calificativos bárbaros, como bárbaros son los que más privan; bárbaros en el sentido clásico de la palabra, que no hay que decir, y no se alarme nadie, que significa extranjero. Bien sabéis todos que es del siglo XV, el famoso Códice del Vergel de los príncipes, en que un prelado insigne trata a la perfección de cómo ha de procederse a la educación adecuada de los que ocupaban los primeros lugares en la jerarquía social, ensalzando como es debido las innegables ventajas de entregarse, en los ocios que dejan los arduos y graves asuntos, a vigorizar el cuerpo con la esgrima y con la caza, todo ello con magnífica disertación, no por original y nueva menos filosófica y levantada. Siempre hubo felizmente deportes para el viril recreo de la nobleza española, formada por la guerra y para la guerra, hija legítima de tantos siglos de luchas y batallas, cuyos primeros blasones se habían trazado con la propia sangre en los brumosos días de sus ignorados comienzos».

   «La nobleza peninsular amó siempre apasionadamente cuanto representaba fuerza, destreza, vigor, ligereza y gallardía: lució estas cualidades constantemente en los torneos y en las justas; ofreció con Suero de Quiñones y sus compañeros en el Paso Honroso de la Puente de Órbigo, singular ejemplo de desusada fortaleza; acreditóla a cada instante en los rieptos y desafíos, y cuando la mayor suavidad de las costumbres comenzó, después de consumada gloriosamente la unidad nacional, obra de siete centurias, en el campo, sobre Granada, todavía pensó que había de conservar la marcialidad de su espíritu, para el luchar continuo contra los moros mal sometidos, contra los africanos insolentes, contra los ingleses codiciosos, contra los franceses vecinos y enemigos, contra los turcos ensoberbecidos, contra los portugueses recelosos, y creó para conservarse maestra en los ejercicios de la jineta y de la brida, en los juegos de cabezas, de caña y alcancías, complemento natural de la educación de un caballero español, en todas las distintas esferas de la hidalguía tradicional, esos nobilísimos cuerpos que se llamaron y se llaman Reales Maestranzas de Caballería».

   Sólo que, la propia nobleza, que tan ahincadamente se dedicaba a tales ejercicios, «la misma fuerte mano que luchaba con el oso feroz en la abrupta montaña, que daba cuenta del fiero jabalí en las espesuras profundas, que perseguía certera al azor rapaz en su región del aire, que sostenía briosamente la lanza en el torneo, que airosamente blandía la espada en el duelo de cada día y de cada hora, en aquella vida de galanteos y aventuras, que ganaba las cintas con los colores de la dama gentil, solicitada del justador, dueña y señora de sus pensamientos, que acosaba al toro bravo en las dilatadas planicies andaluzas, esa misma mano escribía la Historia a la manera de Melo, disipaba las más espesas nieblas del pasado con la pluma luminosa del marqués de Mondéjar, esculpía tiernas endechas al modo de Garci Lasso y Jorge Manrique, trazaba con don Diego de Hurtado de Mendoza la típica figura de El Lazarillo de Tormes, bordaba madrigales y letrillas con el príncipe de Esquilache, disparaba acerados epigramas y sátiras implacables, a las de Juvenal no inferiores, con el conde de Villamediana; dejaba, en suma, páginas admirables, que durarán de fijo mientras millones de seres tengan en dos mundos por suya, sonora y rica, el habla majestuosa castellana».

   Para probar su aserto, el señor Fernández de Béthencourt cita nombres, no sólo de las viejas centurias, sino de recientísimos tiempos.

   España asistió a mediados del siglo XIX, por ejemplo, a un poderosísimo renacimiento literario, que se realizó alrededor del Trono. Bastaría mencionar los nombres del conde de Toreno, historiador; del duque de Frías, poeta; del duque de Rivas, autor dramático con Don Álvaro de Luna, poeta épico con El moro expósito, romancero admirable con los romances históricos; del marqués de Molins, autor de Doña María de Molina, de La espada de un caballero, periodista, orador, poeta, del barón de Bïozal, autor del poema clásico intitulado El cerco de Zamora; del duque de Villahermosa, traductor de las Geórgicas de Virgilio; del conde de Cheste, traductor de la Jerusalén libertada... de tantos y tantos que buscaron en las letras más lustre para sus títulos.

   ¿De dónde proviene, pues, el actual despego de buena parte de la aristocracia española por las fiestas y labores del espíritu? Yo entiendo que de una mala imitación de los ingleses. La anglomanía mal entendida destierra a las musas de los salones. Y digo mal entendida, porque bien sabido es que, junto a los deportes, privan entre las más nobles familias inglesas las letras, las ciencias y las artes. Nadie ha olvidado aún la gracia, la corrección y el encanto con que la gran Victoria manejaba el idioma, y no son pocos aquellos de sus descendientes, entre ellos su nieta, la actual soberana de España, que cultivan las letras. Inglaterra es el país en que se ennoblece a los poetas a los artistas y a los sabios.

   Si se la imita, cuerdo será imitarla también en esto.

   En cuanto a Francia, ¿quién no conoce los ilustres nombres de la duquesa de Rohan, que tiene como mote de su escudo aquel orgullo:

Roy ne pruis.

Prince ne daigne:

Rohan suis!

  

de la condesa de Haussonville, de la condesa Aimery de la Rochefoucauld, de la princesa de Jarante, las cuales en sus magníficos salones reciben y agasajan a los poetas? ¿Quién podría olvidar los versos encantadores de la condesa de Noailles? ¿Quién no ha leído a la traviesa y picaresca Gyp, condesa de Mirabeau? ¿Quién, por último, no ha oído mencionar, con respecto a la Academia, al ya clásico partido de los duques?

   ¡Imítese, pues, en buena hora en España a los ingleses y franceses cuando, con nobles deportes, intentan vigorizar el corpore asendereado; pero imíteseles asimismo cuando cultivan el mens, pensando que no hay aristocracia posible sin alteza de pensamiento, como podían afirmarlo un duque d’Aumale, hijo de reyes, un Broglie, un Mun, un Haussonville, un Segur, un Vogó o un Costa de Beauregard!

   ¿Oirá por ese oído la aristocracia española? ¿El sermón de don Francisco Fernández de Béthencourt, que he glosado y comentado, dará frutos?

   ¡Ay! si lo leyesen todos... Pero el trajín de las fiestas y de los deportes no da tiempo más que para ver los fotograbados de las revistas, y me temo que las palabras de mi amigo se hayan perdido en los ámbitos de la noble Academia de la Historia sin despertar eco ninguno...

   ¡El automóvil va demasiado de prisa, y más de prisa la vanidad deportiva, para que los alcancen las nueve hermanas, que calzan coturno, pero ya no tienen alas!

 

- VI -

La asamblea de la enseñanza en Valladolid.

   Más de una vez he hablado a ustedes de la Junta reformista de Instrucción Nacional, y en mi informe anterior anunciaba la gran Asamblea que debía efectuarse en Valladolid el día 12 de abril.

   En esa fecha tuvo efecto verificativo, a las cuatro de la tarde, y en el Paraninfo do la Universidad, ante concurrencia nutridísima, y presidida por el alcalde de Valladolid, rodeado de catedráticos de las Universidades, Institutos y Escuelas Normales de León, Ávila y Salamanca.

   El alcalde, señor Romero, dijo algunas afectuosas palabras de salutación a los asambleístas, y habló en seguida el ex rector de la Universidad, señor Alonso Cortés.

   Envío a ustedes abundantes recortes, que les darán amplios detalles de lo que fue esta importantísima Asamblea, llamándoles especialmente la atención hacia tres documentos que reproduzco en seguida, y que son: una carta del eminentísimo Ramón y Cajal y dos discursos: el primero, de Ortega y Munilla, y el segundo, del ilustre químico Rodríguez Carracido:

   Carta del señor Ramón y Cajal:

   Señor don José Ortega Munilla.

   Estimado amigo: Abrumadoras ocupaciones me impiden tomar personalmente parte en esa Asamblea de, los amantes de la cultura nacional. Excusado es decir que me asocio cordialmente a la noble labor emprendida por ustedes, y que me hallo en absoluto identificado con el espíritu y tendencias del Congreso.

   Harto conoce usted mis opiniones. Como usted y todos cuantos se preocupan del porvenir de la patria, pienso que el infalible remedio de nuestros males y decadencias está en la difusión e intensidad de la cultura. «Difusión cultural» en las masas para crear ese ambiente de amor y de entusiasmo, sin el cual no brota o se malogra el sabio incomprendido, e «intensidad cultural» en los intelectuales, y singularmente en el profesorado superior, para que produzcamos ciencia original, fecunda en aplicaciones a la vida, rica en promesas de prosperidad y bienandanza.

   Sólo la ciencia puede enriquecer y engrandecer a las naciones pobres.

   Agotada la geografía política, quedan aún, convidándonos a gloriosas hazañas, las luminosas tierras del espíritu. El mundo es todavía un enigma; las ciencias distan mucho de su ideal perfección; bríndannos las fuerzas naturales océanos de energía compensadora de la pobreza de nuestro suelo. El filón asoma por todas partes. Laboremos.

   Mas para que el éxito corone la redentora empresa, menester es crear plena conciencia de nuestro atraso, ansia general de reforma y renovación; es preciso desperezar la indiferencia y la rutina, estimular y asociar a la obra común a los partidos políticos y a los más ilustres estadistas; hay que recordar incesantemente a los gobiernos la urgencia de dotar a la enseñanza oficial, en todos sus grados, de los recursos indispensables.

   Misión inexcusable del Estado es multiplicar las escuelas y los maestros, crear Laboratorios y Bibliotecas modernas, mejorar las condiciones morales y sociales del profesorado superior, atender a la doble misión pedagógica de instruir y educar, estableciendo al efecto, en Institutos y Universidades, internados decorosos (superiores a los de las corporaciones privadas), donde, bajo la dirección de instructores ilustrados, sean simultáneamente cultivadas la inteligencia y el corazón, el cuerpo y el espíritu, y donde, en fin, con altas miras políticas, se inocule hondamente en el educando amor ferviente a la patria, y fe robusta y sin desmayos en los altos destinos de la raza.

   A conseguir tan hermosas aspiraciones, o mejor dicho, a crear el ambiente social necesario para alcanzarlas, responde la importantísima Asamblea de Valladolid. Por eso, merecerá de todos los buenos españoles sinceros y entusiastas plácemes. Quiera Dios no se malogren en la indiferencia hidalgos y patrióticos empeños, por cuyo logro hace fervientes votos su afectísimo amigo y admirador, S. Ramón y Cajal.

   Algunos párrafos del discurso del señor Ortega Munilla:

   «Nos congregan, señores, un triste sentimiento y una obligación inexorable: el sentimiento de ver cómo el más grande problema de cuantos perturban el alma española -el de la enseñanza- sigue abandonado de las iniciativas oficiales y pasan los gobiernos y se suceden en el mando los hombres de las más contrarias doctrinas, sin que le dediquen la atención preferente que su urgencia reclama; y ese abandono determina en nosotros la obligación ineludible de acudir con la humilde súplica y, si necesario fuera, con el enérgico requerimiento ante todos aquellos a quienes compete hoy y puede competir mañana el régimen de la nación.

   No hay sobre el planeta un pueblo culto que no dedique celoso cuidado a sus organismos docentes. Hasta aquellas minúsculas naciones mediatizadas, cuya independencia está sujeta a las altas combinaciones y aun a los bajos caprichos de la diplomacia, aumentan sin cesar la cifra de sus presupuestos de Instrucción Pública. Y por ser afrentosos para España, no quiero apuntar datos comparativos de los que resulta que somos la única excepción en esa campaña de nobles emulaciones por ver quién hace más y más pronto y mejor para el remedio de la peste negra de los entendimientos, que se llama barbarie. Las cifras de la estadística escolar de España son aterradoras. Sólo una pequeñísima parte de los ciudadanos sabe leer y escribir. Sólo una minoría exigua tiene la costumbre de leer. La inmensa mayoría de la masa nacional no ha pasado por la escuela, y eso basta a explicar la decadencia que nos lleva al abismo.

   De tal suerte se, ha ejercido aquí la tutela del Estado en lo que atañe a la enseñanza, que la cultura es un fenómeno esporádico, y la ignorancia, endemia dominante y persistente.

   Un pueblo sometido a tal vergüenza puede considerarse el más desdichado de todos. ¿Cómo han de ser respetadas las leyes, si el ciudadano no puede conocerlas por la lectura? Así, a la acción no ejercida por un maestro que no existe, en una escuela que nunca se estableció, ha de suplir el golpe férreo del castigo para que el orden público no se altere. Es que las muchedumbres ignorantes son rebaños y a los rebaños no se les conduce sino con la piedra que sale de la honda o con el duro garrote del pastor.

  

   En uno de los interesantes estudios que se han leído esta tarde se demuestra que no hacen falta nuevas iniciativas de gobierno para que se modifique con gran beneficio el estado presente de la incultura nacional.

   De haberse cumplido la ley que hace tantos, tantos años fue votada por el Parlamento español y sancionada por la reina Isabel II-ley que obliga al glorioso recuerdo de su autor, don Claudio Moyano-, existirían en España «diez mil» escuelas más de las establecidas. Sólo en Madrid hay «cinco mil niños» que no pueden recibir enseñanza por no haber en la capital de la nación locales suficientes a la instrucción primaria.

  

   Me acompañaron desde la jornada inicial maestros de diversa doctrina filosófica; y cuando por primera vez nos congregamos los fundadores de la Junta Reformista de la Instrucción Nacional, nos acompañó el docto catedrático, tan respetable por su ciencia como por sus virtudes sociales, don Matías Barrio y Mier, y nos expresó su adhesión en una carta para nosotros memorable el insigne profesor de Metafísica de la Universidad Central don Nicolás Salmerón y Alonso. Así pudimos decir en nuestra convocatoria al profesorado:

   «Queremos constituir un organismo independiente de la acción oficial, perdurable y activo, que vele por los intereses de la cultura patria y congregue las voluntades y los esfuerzos de cuantos en el profesorado y en otras esferas de la vida intelectual aspiren al progreso, formando así una legión poderosa que influya en la obra de los gobiernos y del Parlamento, a fin de que se incorporen a las leyes las reformas que el adelanto mental de la patria exige.

   Trátase de una empresa nacional, por lo que deben colaborar en ella los hombres de todas las escuelas, sin exclusión de ninguna. Todos los intereses sociales, así los políticos como los mercantiles, se organizan para defenderse. Sólo los intereses de la enseñanza, los más altos de todos, carecen de esa organización, y así se ven de maltratados por la frivolidad y la ignorancia.

   Necesario es que nos agrupemos cuantos anhelamos el mejoramiento intelectual de la raza.

   Hay que ejercitar una campaña incansable para que la mente nacional tenga como la primera de sus preocupaciones la enseñanza de los ciudadanos, para que el aula esté rodeada de los mayores prestigios, para que no se regateen al maestro los elementos indispensables de su ministerio.

   Hay que reconcentrar la atención de los españoles en este problema de la cultura, hay que convencerles de su importancia y hay que hacer sentir en todas las esferas de la vida el peso de esta sentencia: si no somos un pueblo culto, seremos un pueblo sacrificado.

   Esta aspiración es unánime entre nosotros, pero esa unanimidad se dispersa como la luz no recogida por la pantalla. Y es necesario, es urgente, es vital el que tantos nobles esfuerzos, tantas útiles enseñanzas y tantos sabios ejemplos se reúnan y se metodicen, incorporándose a una obra común, de incansable persistencia, por la que se procure sanear el entendimiento español, hoy enfermo de rutina y de barbarie.

   Tales son los propósitos que hoy nos reúnen. Cuarenta y siete organismos funcionan en otras tantas poblaciones correspondiendo a esta iniciativa. Al acto de hoy seguirán otros y la persistencia del propósito se evidenciará más cuanto más recias sean las dificultades que se nos opongan. La noble hospitalidad que Valladolid nos concede es tanto más digna de gratitud cuanto que no se mezcla con ningún interés local o político. Aquí encontramos la primera y la más entusiasta acogida. Por eso hemos venido a Valladolid, al pueblo generoso a quien un día saludó diciendo que era el hijo mayor de la madre patria desvalida.

   En esta gloriosa ciudad lanzamos por primera vez el grito de alarma, seguros de ser oídos en todo el ámbito de la hispánica tierra. ¿Habremos de seguir siempre enclavados en el pantano de la ignorancia nacional? ¿No podremos algún día salir con raudo empuje en demanda de las altas cimas de la cultura? ¿Quedarán vencidas por siempre esas legiones de maestros que en Universidades, Institutos y Escuelas luchan hoy sin esperanza por el generoso afán del esplendor de España?... Antes de que tantos elevados espíritus se entreguen al pesimismo, habrá que aportar los medios de lucha. No nos cansaremos tan pronto, que merezcamos el desprecio que corresponde a los débiles y a los inconstantes».

   Discurso del señor Rodríguez Carracido:

   El eminente catedrático y académico pronuncia un elocuentísimo discurso que produce honda impresión en los oyentes y que obtiene reiteradas muestras de aprobación y de aplauso.

   Síntesis de su magnífica oración:

   «En este acto han hablado no sólo los aquí presentes, sino también los que allá en diferentes comarcas de España coinciden en sentir con vehemencia el ansia de satisfacer el hambre intelectual que año tras año, y sin esperanza de remedio, tiene, postrada la mentalidad de nuestro pueblo, condenándolo a la extinción de toda iniciativa, o a las peligrosas alucinaciones de colocarse súbitamente en las cimas sin escalar las pendientes que a ellas conducen.

   El propósito aquí manifestado degeneraría en mezquina maniobra si lo adscribiésemos a un partido político, cualquiera que éste fuese:

   conservador o liberal, reaccionario o avanzado. Nuestra empresa es política, en cuanto este calificativo se refiere al arte de gobernar a los pueblos, pero no en el sentido de la bandería de luchas personales encaminadas a la conquista del poder. Fuera de toda parcialidad, es entre los problemas de la vida nacional el más fundamentalmente político, porque, en último término, aquéllos se resuelven en cuestiones pedagógicas.

   Si la agricultura y la industria no prosperan entre nosotros como en otros países más adelantados, lo inmediato es investigar cómo se da la enseñanza de aquellas materias a las gentes que obtienen tan espléndidos resultados.

   Si la política sólo produce manifestaciones de garrulería, igualmente procede averiguar cómo se da la enseñanza de las ciencias sociales que a tal esterilidad conduce.

   Hoy, la cultura no puede ser mera ornamentación de oradores y escritores, sólo instruidos para deslumbrar al público con el caudal de su erudición y la brillantez de las metáforas su labor ha de ser más profunda y, por consiguiente, más trascendental, penetrando en lo íntimo del espíritu y modelando sus facultades para instituir un perfecto consorcio con la realidad a la manera de artífice hábil que llega a identificar los medios de trabajo a su propio organismo. Pecado capital de nuestra raza es la falta de fe en la Ciencia, quizá originada por la tradición puramente ornamental de la enseñanza que en su desvío de la realidad no pudo inspirar la convicción de que el saber es poder, porque la sabiduría transmitida fue sólo verbal, y ésta es tan inservible en el curso de la vida como un cauce ante el desbordamiento de un río. La verdadera cultura es formación psíquica, y aun diría psicofísica, la cual, por proceso evolutivo, a la manera del organismo que se ensaya en el ejercicio de nuevas funciones, va adquiriendo, como obra del propio esfuerzo, los órganos correspondientes.

   Instruir es perfeccionar el mecanismo de la vida social, y tendiendo a este fin en todos los países cultos acrecienta, de año en año, el presupuesto de la enseñanza. La vida nacional, en sus varios aspectos, y en su conjunto, es como una industria regida por consideraciones económicas. Toda tacañería en la calidad de la maquinaria es ruinosa, porque sus imperfecciones aparecen incalculablemente multiplicadas en escasez y tosquedad de la producción.

   Como en el trabajo fisiológico precede el estímulo nervioso a la concentración del músculo, en la Fisiología social los actos deben secundar las órdenes de la mentalidad directora. Sin el influjo del nervio casi invisible, el músculo sería una masa blanda, incapaz de realizar esfuerzo alguno, y sin las corrientes de la cultura científica, difundidas por el cuerpo social, la industria humana no hubiera podido enseñorearse de las fuerzas naturales y estaría sumida, como en parte aún está entre nosotros, en el miserable estado del período precientífico.

   El hombre sólo productor de kilográmetros tiene un valor mínimo, al mismo tiempo que da la mayor carestía posible a las unidades mecánicas de su trabajo. La cultura científica invierte estos términos pidiendo mayor desarrollo mental, el del maquinista de un tren de mercancías respecto al del mozo de cuerda. Watt redimió a millones de braceros y los ennobleció, exigiéndoles en vida cerebral la proporción en que los descargaba de vida muscular.

   Como se dice en el acta de nacimiento de esta Asociación, hay que hacer sentir en todas las esferas de la vida el peso de esta sentencia:

   «si no somos un pueblo culto, seremos un pueblo sacrificado», porque la cultura científica dignifica al individuo y dignifica a las naciones, dándoles la respetabilidad que afirma su independencia. Bélgica, Holanda y Dinamarca, no obstante su pequeñez territorial, tienen en su prestigio la fuerza de que carecen Turquía y Marruecos, y la mentalidad de sus cultísimos habitantes es más fuerte que el blindaje de los acorazados que pudieran tener para defenderles de extrañas intervenciones.

   Hay que reconocer que la Providencia ama mucho a España, porque mucho la castigó por su resistencia a la adopción de los nuevos métodos de enseñanza; y si la Junta que celebra su primer acto público en esta venerada Universidad, anuncia la hora de que el castigo va a cesar porque empieza la enmienda, consolidando asociaciones que perseverantemente demanda el acrecimiento del presupuesto de Instrucción pública, la posteridad otorgará a esta sesión, con mejores títulos que a otras, el calificativo de «sesión histórica», porque en ella se han sentado las bases inconmovibles sobre las que España ha de ir edificando el alma digna de encarnar en una potencia de

   He citado estas tres piezas (oratorias las dos últimas), porque abundan en ideas sanas prácticas, especialmente el discurso del señor Carracido, y muestran las nuevas y vigorosas orientaciones de la mentalidad española.

   Baldomero Argente, uno de los periodistas mejor informados de la Península, califica con razón la Asamblea celebrada en Valladolid de «la iniciativa más completa y mejor orientada de cuantas florecieron en los últimos años, e irrefragable declaración de que la conciencia del país se preocupa y tantea en las sombras». «Esta Asamblea -añade- ha sido en España una equivalencia de la información parlamentaria para la reforma de la enseñanza, abierta en Francia hace algunos años. Ha llegado a idénticas conclusiones sobre las deficiencias de organismos, procedimientos y resultados docentes, y ha mostrado en los informadores igual indecisión y vaguedad respecto de los modos y fines de su reforma. Constituye, en fin, un indeleble timbre glorioso en el historial público de Ortega Munilla, su iniciador y casi su apóstol».

   Por mi parte entiendo que, sea cual fuere la indecisión y vaguedad de la Asamblea, ya significa mucho su sola celebración y la simpatía con que ha sido vista por todos los españoles.

   Muestra sobre todo una cosa que vale la pena de tener en cuenta, y es que la iniciativa de tales o cuales núcleos, independientes del Gobierno, se sustituyen voluntariamente, espontáneamente a la del Estado que no puede hacerlo todo, y emprende con denuedo la obra magna de la educación nacional.

 

- VII -

Los concursos de poesía del Odeón.

   Dos hombres de mérito: Charles Morice, cuyo sólo nombre es un elogio, y A. Antoine, el famoso creador del Teatro Libre, han hecho, en los comienzos de este año, dos buenas obras que les valdrán el reconocimiento más simpático de los jóvenes poetas de Francia. Reinauguraron en primer lugar en el Odeón, del cual Antoine es el actual director, aquellas hermosas sesiones de recitación que tan interesentes son en Francia, y que Sarah Bernhardt hizo célebres en su teatro, y no sólo las reinauguraron, sino que les dieron nueva forma y significación: y crearon un concurso anual de poesía.

   Respecto de las recitaciones líricas es indecible el favor que les ha dispensado el público francés en estos últimos años y lo que ha contribuido a difundir el amor a la nobleza de la expresión.

   Nadie que a ellas haya asistido olvidará las bellas sabatinas del teatro de Sarah Bernhardt, en que la voz de oro de la gran trágica desgranaba los más intensos versos de Musset, de Baudelaire y de Verlaine, asesorada por los mejores recitadores de París, que nos decían impecablemente lo mejor de los grandes maestros. La moda cundió fácilmente, y las sesiones de recitación se multiplicaron en la gran ciudad. Las del Odeón han sido de las más saboreadas, por el espíritu de novedad y de gracia con que se organizan.

   Por lo que respecta al concurso, apenas iniciada la idea, el éxito fue sorprendente. En cuanto se publicó el anuncio, de todos los rincones de París y de Francia entera llovieron manuscritos hasta ascender a la respetable suma de ¡mil quinientos!

   Refiriéndose a ellos, dice el mismo Antoine con pintoresco estilo, «cada manuscrito tiene su fisonomía, su alma: antes de abrirlos, como viejo conocedor que soy, siento que éste o aquél traen algo imprevisto, algo nuevo, algo en fin; ante el rimero de papel que nos revelaba tantas fuerzas dormidas, comprendimos el interesante esfuerzo que constituía el sacar a plena, luz la obra aquella, poniendo a su servicio un hermoso instrumento de consagración pública, tal cual es el teatro del Odeón».

   Mas no era esto todo. Había que buscar el concurso de un Jurado serio que diese las garantías deseables de imparcialidad y de eclecticismo, y este Jurado se encontró, y bastará citar nombres para que se aprecie el valor de sus juicios.

   He aquí esos nombres: Condesa Mathieu de Noailles, Daniel Lesueur, vicepresidente de la sociedad «Gente de letras»; Paul Bourget, de la Academia Francesa: Antoine, director del Odeón; Adrien Bernheim, comisario del Gobierno en los teatros subvencionados; Gaston Deschamps, León Dierf (el príncipe de los poetas), Paul Fort, Louis Ganderax, director de la Revue de Paris; Gustave Kalin, Jean Moréas, Charles Morice, Henri de Régnier, Vallete, director del Mercurio de Francia: un areópago, en fin, digno por todos conceptos de respeto, y que concienzudamente púsose a seleccionar hasta escoger definitivamente determinado número de poemas.

   Hay que advertir, empero, que, al revés de otros concursos, en éste no decide simplemente el Jurado. En último término se apela al juicio del público, ante el cual se recitan esos poemas, escogidos por un Tribunal en el que están personificadas todas las tendencias, como se ve leyendo simplemente los nombres citados, y que ni siquiera se sabe de quién son, pues los sobres en que se hallan los nombres no se abren sino después de recitadas las composiciones.

   Pero no bastaba, en concepto de Antoine, asegurar a los laureados los honores de una audición pública salpicada de «bravos». Los poetas y los artistas, a pesar de todo, tienen necesidad de dinero. Antoine echóse, pues, a buscarlo, y gracias a su actividad ha podido formarse la siguiente lista de premios:

   1.º Premio del Odeón, francos 1.000 y un objeto de Sèvres, ofrecido por el subsecretario de Bellas Artes.

   2.º Primer premio del Matin francos 1.000.

   3.º Segundo premio del Matin, 500.

   4.º Tercer premio del Matin, 250.

   5.º Premio Beethoven, 200.

   6.º Premio del Temps, 200.

   7.º Premio del Mercurio de Francia, 250.

   8.º Premio del Intransigente, 100.

   9.º Premio de Henry Rothschild 500.

   10.º Premio de Je sáis tout, 250, y otro que veremos después.

   Hay que hacer de pasada un elogio de la liberalidad del gran diario Le Matin, siempre dispuesto a solidarizarse con cuanto puede contribuir a la excelencia del pensamiento francés.

   Por último, a quien se preguntase quién o quiénes iban a recitar los versos escogidos por el Jurado ante la élite que llenase el Odeón, hubiera habido que responderle con los siguientes nombres, que suenan ya a triunfo: Berhe Bady, Guilda Darthy, Laparcerie Richepin, Marthe Mellot, Ventura... mujeres todas de un arte supremo en los matices de la recitación, y de una suprema elegancia; y entre los hombres, Max, Desjardins, Bernard, D’Ines y Joubé.

   «Como sabéis -decía Antoine, refiriéndose a los premios que apuntó arriba-, todo este dinero va a ser puesto entre las manos del público. Es él quien va a distribuirlo, según sus preferencias, y al final de esa bella tarde de Junio (en que se celebrará la gran fiesta) habrá diez poetas, que espero y quiero soñar jóvenes, que saldrán del Odeón aturdidos por los bravos, embriagados de gloria y llevando en el bolsillo tres hermosos meses de vida campestre, que transcurrirá para ellos sin cuidados, y de la cual nos volverán con la cabeza llena de bellas cosas que les habrán dicho el cielo, el mar o el bosque».

   Y así fue, en efecto; y el día 2 de Junio actual, este torneo que os anunciaba arriba, se efectuó con un entusiasmo imponderable. El Jurado, entre unos dos mil poemas enviados, escogió veintiuno. La multitud, por un sistema sui géneris de voto, según dije, debía ser el juez y distribuir trece de estos premios. Para ello bastaba hacer poco más o menos lo siguiente: los títulos de los veintiún poemas elegidos, en pequeños paquetes de volantes, se distribuirían a los espectadores. Estos poemas serían recitados durante la velada por los prestigiosos artistas que cité.

   Cada espectador, por su parte, iría apuntando el volante correspondiente al poema que le agradase, y los escogidos los echaría al fin en una caja especial; el escrutinio vendría después, en la forma ordinaria en que se lleva siempre a efecto, y los trece poemas favorecidos por mayor número de votos irían saliendo por su orden.

   Así aconteció. Hízose el escrutinio en el foro, a la vista de todos, y después el director del Odeón fue abriendo los sobres con los nombres de los poetas premiados y los premios en cuestión, en esta forma:

   Premio del Odeón (La entrada misma de la matinée.) El autor se empeñó en guardar el incógnito, y el dinero de su premio está destinado al monumento de Paul Verlaine.

   Primer premio del Matin (1.000 francos): El Árbol, de Carlos Dormier:

   «Como fiel guardián en el umbral de la morada -extiende sus negros brazos y yergue su pilar. -Su sombra, girando sobre el suelo, marca la hora -y acaricia los muros con gesto familiar.

   »Como pastor vestido de un manto de verdura -por la mañana espía la partida del rebaño- y su masa se despliega cual sombría cabellera -cuando el adiós de la tarde palidece en las colinas.

   »Raqueta de trenzado verde, recibe o envía -el vuelo entrecruzado de gorriones sin fin- o bien aventando la luz del sol, cuyos rayos lo espolvorean; derrama piezas de oro a oleadas sobre el césped.

   »Su móvil cortinaje velando perspectivas -nos finge más cercana y grande nuestra casa. -Y los astros, por la noche, parecen suspendidos de sus hojas- como frutos de oro de todas las estaciones.

   »La sombra de nuestros abuelos -está mezclada con su sombra. -Y mucho tiempo nuestros hijos- a su vez en ella jugarán...

   »Y cuando venga para él la hora de la vejez -su madera muerta servirá de nuevo a los hombres. -Será acaso la gran puerta -o el sostén de los techos- o la cuna del niño, o trocaráse en pan!

   »Se le despojará de su costra rugosa- pero será su entraña la mesa de labor familiar- o el gran lecho en que se nace, se ama y se muere.

   «Y cuando ya nosotros mismos cerremos los ojos a la luz -sus tablas recibirán nuestro cuerpo, vueltas, ataúd -e iremos juntos a reposar bajo la tierra- y estaremos en la sombra bajo su sombra aún...».

   Ideas todas nobles, aunque no todas nuevas, e imágenes tiernas y luminosas.

   Segundo premio del Matin (500 francos). A la foule qui et ici de Jules Romains recibida, sobre todo por las damas de la concurrencia, con gentil entusiasmo:

   «Deja a todo mi soplo que te crea pasar como un gran viento sobre el mar..».

   Premio Leconte de Lisle (500 francos). Ofrecidos por Jean Dornis y otorgado a una poetisa, la señora Basset-Dauriac, por su composición Los Pierrots:

   «Mártires lamentables de parradas, de ferias, fantasmas desolados de desesperación..».

   Premio Henri de Rothschild (500 francos). Lo obtuvo Paul Isnard, por su composición La ballade du Potager.

   «Diré en verso y en prosa que no hay mejor cosa que un huerto de hortaliza..».

   Se trata de, un poeta vegetariano por lo visto.

   Premio Beethoven (271 francos 50). Ofrecidos por René Fauchwis, lo obtuvo Andrés Salmón, con su poesía Tzigane.

   «Como mi oso del Asia quisiera yo haber muerto...» (un vorrei morire poco interesante).

   Tercer premio del Matin (250 francos). Le Malfaisant espoir, de Ami Chantre:

   «Dame, Dios mío, pues la dicha es vana, la cordura de no esperar ninguna como el viejo, que no desea nada porque sabe que nada llega nunca».

   Premio del Fígaro (250 francos). Los bueyes, de Pierre Durón.

   «A veces, como obsesionados por la angustia de un sueño, la vida se duerme en sus ojos lánguidos, y los bueyes, resignados, inclinan la cabeza, renunciando a la esperanza de acordarse..».

   Premio del Mercurio de Francia (250 francos). La tierra maternal, de Hubert-Fillay, de Blois.

   «La tierra es mi rescate y el aire mi alegría».

   Premio del «Je sáis tout» (250 francos). Retour, de Paul Tort:

   «La hora teje sobre nosotros su tul de sombra gris, mira:

   ¿no encuentras que la luna es visible y en nada se parece a la de otro tiempo?

   Nos forjamos la ilusión de esperar el regreso de alguien que no ha de venir..».

   Premio de la Turquie nouvelle (150 francos). In Memoriam, de Lamille Dubois:

   «Digo tu nombre como se dice una plegaria y desde que partiste te contemplo mejor...».

   Premio del Intransigente (100 francos). Les petits bateaux, cuyo autor quiso guardar el incógnito.

   Después de haber leído (con la natural sorpresa que produce la incurable mediocridad de casi todas), estas vagas palabras más o menos rimadas, os preguntaréis, quizá por dónde anda la poesía francesa del siglo XX. Ella misma no lo sabe; como a la poesía latina en general, el período industrial la ha desorientado un poco, y se suele refugiar hasta en las hortalizas...

   Consten, empero, porque es de justicia, varias cosas: Primero, que se trata de concursos anuales para poetas nuevos, y no para celebridades, y que por algo hay que empezar; segundo, que el público, lleno de acierto, hizo su elección, en la cual no se trataba de premiar obras magistrales -¡ay! demasiado raras en todos los países y en todas las épocas-, sino las más aceptables entre las 21 designadas por el areópago de poetas y literatos; tercero, que a pesar de la endeblez de la producción que se advierte en los poetas jóvenes de Francia, y en general de todos los países latinos (pues en los países sajones acontece lo contrario), debemos recoger una nota consoladora, nacida del entusiasmo del torneo: que el amor a la poesía no muere en la tierra admirable de Francia. El entusiasmo que reinó durante esta velada, la oficiosidad amable con que el público se prestó al escrutinio, los aplausos verdaderamente entusiastas con que fueron acogidos los títulos de las composiciones premiadas, la atención intensa y conmovida o risueña con que se oyeron los poemas que lo merecían; lo que, en fin, precedió, acompañó y siguió a esta velada, muestra de sobra que el imperio de las bellas rimas y las bellas ideas, al cual debe el idioma francés su admirable desarrollo y su hegemonía, está lejos de acabar en la vieja Galia, felizmente para el alma vigorosa y lírica, ágil y ardiente, de la Gran República.

 

- VIII -

La pronunciación del castellano en América.

Los judíos. Su abolengo español.

   Un amable corresponsal anónimo me envía larga carta relativa a cierta posible reforma en nuestra manera de hablar. Dice que ha escrito en el mismo sentido a usted, señor ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, a quien colma de merecidos elogios, y después de referirse a los adelantos logrados, se expresa así:

   «Entre lo que falta por afrontar hay una reforma de capital interés, que, según parece, nunca se ha intentado, y que juzgo es ya tiempo de acometer: la corrección de nuestra habla.

   »Es verdaderamente chocante y desastroso, señor ministro -añade-, que en las escuelas nos digan los profesores de gramática que la c, la z, la ll y la y tienen su pronunciación propia y especial, y aun se tomen el trabajo de indicárnosla, y sin embargo, en la práctica, sigamos todos usando tales letras sin la distinción debida.

   »La consecuencia de esta aberración es el fárrago de disparates que a cada paso vemos en escritos y aun en libros, todo por no acostumbrar al niño a distinguir la c y la z de la s, la ll de la y la v de la b, disparates de los que ni aun los buenos escritores escapan cuando se ponen a manejar palabras poco usuales, y muchas veces aún por confusión, lo que no sucedería si en la práctica se diese a cada letra su verdadera pronunciación.

      »Ahora bien: cuando una falta se comete por ignorancia, cabe, sin duda, la disculpa; pero cuando, como en el caso presente, se incurre en ella a sabiendas, no se ve explicación posible a semejante conducta. Es seguro que todo el mundo ilustrado del país vería con gusto el perfeccionamiento de la pronunciación de la lengua, pero es seguro también que nadie se atreve a iniciarlo» (aquí el autor de la carta da extensamente el por qué de esta abstención, y concluye diciendo): «Y ya que en la República Mexicana se habla, sin duda, tan bien el español como en la misma España, donde, dicho sea de paso, en cada provincia o región se le altera de mil modos, pero siempre lamentablemente, esforcémonos por conservar, en toda su mayor pureza, esa hermosa herencia de la conquista, que tan suave y dulce suena al oído y al sentimiento».

   He copiado estos conceptos por la ingenuidad y buena fe con que están escritos, y porque todo hombre de sana voluntad debe ser escuchado con atención; pero es de advertir que lo que desea mi buen amigo anónimo es imposible. ¿Por ventura los andaluces, que tan cerca están del alma adusta de Castilla, han podido jamás abandonar su acento y el dejo peculiarísimo con que hablan? Algunos, los más saturados del espíritu castellano, merced a larga permanencia en la planicie central, pronuncian la c y z como deben pronunciarse, pero el esfuerzo que les cuesta es visible, y, en cuanto pueden, se lanzan a sus nativas y deliciosas confusiones de letras.

   No pidamos, pues, lo que apenas acertaría a alcanzar el esfuerzo lento y paciente de algunas generaciones, y contentémonos con algo que no heriría, por cierto, ninguna susceptibilidad nacional: con unificar la pronunciación de nuestra lengua en la amplia extensión de la República.

   Todos vosotros sabéis las diferencias de acento que existen hasta entre simples Estados limítrofes. El tamaulipeco y el veracruzano, el jalisciense y el sinaloense, el chihuahuense y el sonorense hablan con dejos especiales, que dan a sus locuciones una fisonomía bien marcada.

   Pues bien, yo no pretendo -líbreme Dios de ello- que desaparezca esta fisonomía. Pero sí pretendo que en las regiones más distantes del país se dé a las letras el mismo valor fonético, empeñándose los maestros en fijarlo con claridad y precisión. ¿Por qué el yucateco ha de pronunciar, a ciencia y paciencia de sus maestros: tráia y véya, por ejemplo, en vez de traía y veía? ¿Por qué ha de dar a la t cierto impulso y cierto martilleo característico que la convierten en una letra aparte, en un sonido extraño casi al idioma?

   Y lo que digo de los inteligentes y enérgicos habitantes de la Península podría aplicarse, mutatis mutandi, a todos los mejicanos de las diversas regiones, pues en cada Estado se da a la j, a la ll y a los diptongos pronunciación distinta, de tal suerte, que, merced a estas simples diferencias, puede adquirirse, sin gran pena, la práctica de descubrir la procedencia del que habla por su manera de hablar.

   Por lo demás, y cuando se advierte la rebeldía de tantos pueblos de sangre hispana a la pronunciación castiza de la e y de la z, se adhiere uno insensiblemente a la opinión de Moguel, quien creo que la primitiva pronunciación fue como la nuestra actual. Los sonidos linguodentales de la z y la c surgieron después.

   No sólo diez y nueve naciones de habla española refractarias a esta pronunciación corroboran lo intruso de la misma, sino que, del otro lado del estrecho, están para comprobarlo también los judíos.

   Como se sabe, éstos, expulsados de España -por un error nunca bastante llorado- hace siglos, han conservado, con devoción admirable, el idioma de sus abuelos. Si de Andalucía solamente hubiesen sido desterrados los hebreos, explicaríase fácilmente lo que diré luego; pero de todos los puntos de España e innumerables familias de ellos del riñón mismo de Castilla, fueron arrojados sin piedad al otro lado del mar. Pues bien: todos, sin excepción, hablan el castellano como nosotros.

   Nada menos que don Luis López Ballesteros, que ha hecho en estos días una fructuosa visita a Marruecos, decía, refiriéndose a ellos:

   «Hay cuestiones de las cuales estamos oyendo hablar constantemente, pero que no se nos presentan en toda su magnitud hasta que por un azar de la vida tenemos ocasión de observarlas ‘de cerca’. Eso me ha ocurrido a mí con la cuestión de la enseñanza del idioma español a los hebreos. Se ha escrito mucho acerca del verdadero y espontáneo fervor con que conservan los hebreos el recuerdo de España y del idioma de sus antepasados.

   Ejemplos bien curiosos y de países lejanos se están citando constantemente. Pero lo que causa verdadera pena es oír, como yo he oído, quejarse a distinguidos miembros de la Colonia israelita de las dificultades con que tropiezan para que en Tánger aprendan sus hijos, con la perfección que ellos desean, la lengua española. ‘Es nuestra lengua del hogar, me decía el señor Abenzú; lo hablamos todos nosotros; pero en ello interviene más que las facilidades que se nos dan, el tesón que ponemos en conservar como un tesoro el idioma de nuestros abuelos’. Y, en efecto -añade el señor López Ballesteros-, lo hablan a la perfección, sin más que un extraño dejo americano, que le presta gran dulzura, y sin los modismos de América, naturalmente».

   Por mi parte he conocido en diversos puntos de Europa a judíos descendientes de los expulsados de España. Todos hablan el castellano, y lo hablan todos como nosotros los americanos.

   ¿Cuál será la pronunciación que predomina a través de los siglos? Yo entiendo que ni la española ni la nuestra, pero acaso pudiéramos llegar, tanto en España como en América, a un modus loquendi basado en este simple principio: Deben escribirse con z todas aquellas palabras que escritas con s engendren confusión, como caza, raza, taza, etc.

   En cuanto a la e tendrá que desaparecer por inútil así que nos resolvamos a modificar una miaja siquiera la ortografía del idioma, sustituyéndola con la k antes de a, de o y de u.

   Hay en el hecho relativo a los judíos, citado por el señor López Ballesteros, algo que no debemos dejar pasar inadvertido, siquiera nos aleje un punto de la cuestión capital de este informe, y es la colaboración de esa raza, privilegiada a pesar de todo, para la difusión del castellano. Ella lo ha llevado como una reliquia a través de la tierra, conservándole su primitiva pureza, y lo habla con un elegante arcaísmo que seduce; ella ha sido un factor olvidado, menospreciado, pero de los más efectivos para la hegemonía de nuestra estirpe.

   A este propósito se me ocurre relatar algo de que fui testigo hace muchos años, y que constituye uno de los hechos más significativos y curiosos que darse puedan.

   Durante la Exposición de París de 1900, varios amigos, entre los cuales se encontraba Carlos Díaz Dufoo, frecuentábamos un restaurant de la pequeña rue Lédillot, establecido por dos judíos hermanos.

   Éstos, en cuanto supieron que éramos hispanoamericanos, nos colmaron de atenciones, asegurándonos diversas veces que su lejano origen era español.

   En cierta ocasión, uno de ellos se acercó a la mesa en que comíamos y nos afirmó que su familia hablaba tradicionalmente castellano, cuando se hallaba en la intimidad, aunque, a decir verdad, lo iban olvidando lentamente por falta de práctica. ¿Quieren ustedes -añadió en francés- que les diga algunas palabras españolas?

   -Ciertamente -respondimos nosotros a coro- y entonces él, después de somera meditación, exclamó con exquisito arcaísmo:

   -¿En dónde morades vosotros agora?

   Excuso decir el éxito que obtuvo la frase, que fuimos repitiendo después de corro en corro.

   También Max Nordau pretende descender de judíos españoles, y una tarde inolvidable nos lo decía a don Justo Sierra, a Darío y a mí, exclamando en perfecto castellano:

   -Fuimos desterrados, es decir, arrancados de la tierra de nuestros padres.

   Ahora bien, ¿nada hará España por que estos centenares de miles de españoles de otros siglos sigan conservando el tesoro de su lengua íntegro y perfecto?

   Seguramente que el menor indicio en favor de la fundación de escuelas modernas españolas, cuando menos en Marruecos, donde los judíos de abolengo hispano son más densos, sería recibida con gratitud inmensa; pues como refiere el ya citado López Ballesteros, «recientemente los judíos de Fez, con ocasión de hallarse en la vieja capital mora el embajador español, fueron a visitarle, y cuando tantas cosas de naturaleza menos espiritual pudieron pedirle, sólo llevaron hasta él la insistente y clamorosa demanda de que España les envíase un maestro de lengua española».

   «¡Extraña raza ésta! -agrega López Ballesteros-; lo que en ella encuentro más admirable, aparte de las aptitudes reconocidas en todo el mundo, es la ausencia de rencor cuando hablan de España. Y hoy, cuando el sol vespertino matizaba de una pálida tonalidad de oro la costa de España, desde Trafalgar al Peñón, bajé a una pequeña playa en compañía de una amable familia israelita que me iba señalando las incomparables bellezas del paisaje. En la playa desemboca un pequeño riachuelo. «¿Sabe usted, señor, cómo se llama este río? Es el río de los indios. Dice la tradición que aquí, en esta playa, tomaron tierra los primeros de nuestros antepasados expulsados de España. Aquí levantaron sus tiendas; aquí acamparon». Y volviendo los ojos a la risueña costa bética, la persona que me daba estos datos, y con ella las demás que me acompañaban miraban con amor y melancolía a la España cruel que los había arrojado a las inhospitalarias, costas africanas, abriéndose de paso, torpe y fanática, la gran herida por donde había de escapársele a torrentes la sangre de sus venas.

   «Comunicaciones, escuelas, lengua... aprovechamiento de los elementos naturales de geografía, de vecindad y de los elementos espirituales de una raza... ¿Acaso no son todos éstos los factores fácilmente empleables por España en la lucha de concurrencia internacional que tiene por campo la tierra marroquí?» -se pregunta López Ballesteros, y afirmativamente le responderá, sin duda, todo el que lea estas líneas.

   Hace poco tiempo, en uno do mis informes, hablaba yo justamente del rasgo de liberalidad del Marqués de Casa-Riera, quien atendiendo a la insinuación del Rey se había desprendido generosamente de algunos cientos de miles de pesetas, destinados a la fundación de escuelas en Marruecos.

   Pero aun supuesta la noble donación y la inversión próxima de ese dinero, quedan dos problemas por resolver. Es preciso, primero, que en esas escuelas se procure, sobre todo, la racional expansión del idioma, no sólo entre los súbditos de España residentes en Ceuta, sino entre los judíos de abolengo español de todo Marruecos; y se requiere, en segundo lugar, que los métodos de enseñanza que se empleen sean menos anticuados que los que se hallan actualmente en vigor. La enseñanza española en Marruecos está en manos de congregaciones religiosas, según entiendo, y éstas, aunque animadas del más caritativo de los celos, no se hallan pedagógicamente a la altura moderna. La rutina anda allí campando por sus respetos. Si España quiere, pues, aumentar su influencia secular, pero debilitada en extremo en Marruecos, tendrá que echar mano de maestros jóvenes, seglares preferentemente, familiarizados con modernos métodos y susceptibles de entusiasmo por esta bella causa de la civilización ibérica en el África refractaria y misteriosa...

 

- IX -

El Congreso Universal de la Poesía.

   Será preciso que me ocupe por segunda vez -y no a de ser la última- del futuro Congreso de la Poesía en Valencia, única nota azul en medio de las angustiosas notas rojas de la guerra africana?

   Este Congreso, que ahora se denomina «Congreso Universal de la Poesía», habrá de celebrarse en la ciudad levantina del 27 de octubre al 3 de noviembre próximos.

   A él se invita a todos los poetas «que además de unidos por el sumo vínculo espiritual, lo estén por el de consanguinidad o por el de afinidad a los poetas españoles».

   Con tal fin se ha publicado -y sus autores han tenido por cierto la bondad de unir mi firma a la suya- una entusiasta convocatoria, en la que se dicen, entre otras, las siguientes cosas:

   «A los nacionales y regionales de la Península, así como a los del Continente e islas de América; a los franceses, incluyendo entre ellos a quienes cultivan las lenguas d’oc y d’oil; a los ingleses del país de Gales; a los italianos que hablen dialectos e idioma; a los portugueses de aquende y allende el mar: a los alemanes, a los escandinavos. a los romanos y los sefarditas se dirige este llamamiento.

   »Deseamos, sin reparar en confesiones ni en procedencias, que acudan a la cita los servidores de la Musa académica y los enamorados de la Musa aldeana; los refinados y los ingenuos; los irónicos y los místicos; los cautivos de lo ideal y los andariegos de la vía pública; todos aquellos, en fin, que posean la gracia comunicante de las palabras armoniosas».

   Como se ve, nada se quiere de matices exclusivos, nada de hoscos, nada de escuelas inhospitalarias. Todos los poetas caben dentro de la serena amplitud del arte.

   Pero sigue diciendo la convocatoria: «Y al convocar a los oficiantes convocamos de igual modo a los fieles, pues que a una sola comunión pertenecen los que administran y los que observan el mismo culto.

   »Época de Renacimiento poético es la época actual, no obstante el predominio aparente de los intereses materiales y de las aventuras positivistas. La industria y el comercio han entendido que el arte es su mejor auxiliar; que las grandes empresas e iniciativas no se desarrollan exclusivamente en los libros de caja, y que sin un poco de vapor de alma no funcionan bien las mejores máquinas ni avanzan con segura velocidad las más potentes locomotoras.

   »Ya no se considera a la Poesía como el ruido de un viento que, según la frase helénica, pasa desparramando gérmenes por golfos y despoblados.

   Se la considera como una sembradora que en dondequiera que hay una mota de tierra laborable deposita una semilla generatriz, como una fuerza real que tonifica, embellece y engrandece la vida y el trabajo de los hombres».

   Decían los admirables artistas del Renacimiento: «Lo que seas, sélo con toda tu alma»; y antes habían dicho los latinos: Age quod agis.

   Convengamos en que estos poetas de la convocatoria que he venido reproduciendo, cumplen, con amor, imperativos tales: Son poetas desde el fondo de las entrañas; creen que esta función de la Poesía sigue siendo, a pesar de los pesares, la más alta de todas; no tienen vergüenza de ser poetas; al contrario, de serlo se ufanan y enorgullecen. ¿Pensarían de otra suerte en un congreso universal de la Poesía? ¿Tendrían de otra suerte ese entusiasmo cálido, contagioso hasta para los más pesimistas? Y por otra parte, ¿a qué escribir convocatorias, a qué organizar congresos, a qué hacer nada en el mundo sin este factor capital del entusiasmo? Todo intento que por él no está animado, lleva en sí mismo su germen de muerte.

   Imaginad cuanto queráis; proponeos cuanto imaginéis, pero hacedlo con entusiasmo y estáis salvados, porque vuestra noble exaltación contagiará a los demás, y cuando los demás estén contagiados de vuestra santa locura, ni encontrarán nada absurdo ni reputarán nada imposible.

   ¡Cómo queréis que triunfe el ensueño si lo lleváis vergonzosamente disimulado a las espaldas, como un fardo y no ya como un ala! ¡Cómo pretendéis que la poesía vuelva a enseñorearse de todas las cosas si ante la sonrisa irónica de cualquier troglodita os ruborizáis de escribir versos!

   No hay, entendedlo bien, no hay empresa, por práctica que sea, que concebida en un grado eminente por ingenio, así sea un genio del negocio y del libro mayor, no tenga una alta dosis de imaginación y de poesía. Los reyes del acero, del petróleo, de lo que queráis... inclusive del tocino, han necesitado para amasar la suma de poder que tienen en sus manos, una audacia poética, una imaginación exaltada. En la cima -lo mismo en la del negocio que en la de cualquiera otra actividad mental -siempre hay poesía, como en la cumbre de las altas montañas hay siempre nieve...

   Volvamos empero todavía a nuestra convocatoria, que sigue diciendo:

   «Bienvenidos serán a Valencia los que a este fraternal emplazamiento respondan, y bien hallados se sentirán en la espléndida metrópoli levantina, en donde a vueltas de cuatro centurias se determina un segundo Renacimiento mercantil, artístico y literario, en donde el ambiente moral es tan propicio a la faena de los brazos como al alumbramiento de las imaginaciones y en donde, si se multiplican las flores, no menos se multiplican los frutos».

   Ya en otra ocasión, comentando yo algunas palabras de Alfredo Vicenti en El Liberal, hablaba de este renacimiento artístico y literario, no sólo de Valencia, sino de toda España. En efecto, no hay época en que los juegos florales, los certámenes y concursos de todos géneros hayan sido más frecuentes, y es indecible el número de libros de imaginación que se leen. Blasco Ibáñez, a este propósito, me daba cifras que asombran.

   Existen ciudades españolas, de tercer orden, donde se venden hasta tres mil ejemplares de ciertos libros. Y en cuanto al arte, ¿cuál es la casa que se resigna a no ostentarlo en alguna de sus más amables formas? Se ha visto, por ejemplo, a duques a quienes el chic y el sport parecían alejar enormemente de ciertas manifestaciones artísticas, ayudar de un modo entusiasta, y efectivo sobre todo, a un joven pintor cuyo género de talento no parecía susceptible de impresionar más que a ciertos elegidos.

   Ha podido quizá notarse en España, si no decadencia, cierto espíritu retardatario para algunos progresos, que, afortunadamente, se van ya abriendo campo; pero el entusiasmo poético, literario, artístico, nunca como ahora ha estado despierto.

   En Portugal también se advierte un activo movimiento literario y poético, y este entusiasmo por las letras es acaso el único que caldea los espíritus en la tierra lusitana. No hace mucho tiempo, en vida del rey don Carlos, un gran poeta: Guerra Junqueiro, la primer figura lírica del vecino reino, fue llevado a los tribunales por asuntos políticos.

   Al preguntarle: ¿cuál es vuestra profesión? -«¡Soy poeta!» -respondió serena y reposadamente Guerra Junqueiro; y el juez, sin hacer la menor observación, sin la menor muestra de extrañeza, encontrando que ser poeta era ejercer una noble función social, hizo un gesto al secretario para que constase en el acta esta «profesión» de Guerra Junqueiro.

   A don Juan Valera, en cambio, le causaba cierta pena pronunciar la palabra «escritor» cuando se le preguntaba su profesión, y prefería decir que era diplomático retirado; pero nacía la pena de don Juan de una consideración pecuniaria. Parecíale que la profesión de escritor estaba indecorosamente pagada en España, tanto que apenas podía mencionarse como «oficio».

   Pero antes de terminar este breve informe, bueno será que sepan ustedes cuáles son los fines «prácticos» (usemos la palabra ya que está tan en boga) del Congreso universal de la Poesía:

   «Anhelamos -dice la convocatoria- concretar los esfuerzos de todos los interesados para asegurar las conquistas modernas y ensanchar las acciones futuras de la Poesía; queremos reforzar los lazos de la simpatía con los del recíproco apoyo entre los poetas de España y los de fuera, sostener la fe, alentar la inventiva y agrupar en torno a quien sepa hacer sentir, auditorios cada día más numerosos y varios que le escuchen; es nuestro propósito fomentar y propagar un culto a la vez humano y divino, cuyo influjo sobre las conciencias y las inteligencias supera al que ejercen las otras bellas artes.

   »Pero deseamos también que para los efectos de la propiedad intelectual, de la publicidad y de la librería; para el intercambio de la producción nacional y extranjera y para obtener de los Gobiernos protección análoga a la que alcanzan la música, la pintura y la escultura en todas sus derivaciones, presenten, discutan y aprueben los congresistas aquellas fórmulas y reglas que mejor conduzcan a los fines expresados».

   Tranquilícense, pues, los utilitaristas: Esta fiesta «de la paz, de la fraternidad y de la cultura» tiene sus fines concretos definidos, prácticos. El tiempo, que diz que es dinero, no se perderá del todo. La cigarra en esta vez ha hecho alianza con la hormiga.

 

- X -

El intercambio universitario. -Los literatos españoles en América.

   Parece (Videtur, decía siempre Santo Tomás en todos los párrafos de su Summa, y en todos los tiempos que corren es más cuerda aún la palabra esta), parece, pues, que el intercambio universitario, tratándose de Francia y España, y sobre todo de España y las Américas de habla castellana, da admirables frutos.

   Que la madre Patria envíe a América un Rafael Altamira, un Miguel de Unamuno; que México envíe por ejemplo a otros países un Ezequiel Chávez; que mande el Uruguay un José Enrique Rodó: todo esto está muy bien. Cada país tiene sus adelantos propios, característicos, digámoslo así; sus métodos, sus adaptaciones, sus hallazgos pedagógicos. Aun cuando la corriente de las nuevas ideas se hubiese derramado igualmente sobre todas nuestras entidades hispanoamericanas -lo cual no es cierto ni podía suceder-, resultaría siempre que la fecundación habría sido diversa según las condiciones especiales de cada tierra. Muchas veces acontece que un país menos avanzado que otros puede, sin embargo, enseñarles algo, en virtud de estas adaptaciones especiales de frutos sui géneris producidos por su savia peculiar. De allí que el intercambio universitario sea utilísimo aun entre países de muy desigual cultura. Valdría la pena de intentarlo únicamente para saber cómo aplican otros países tales y cuales métodos experimentales que nosotros conocemos de sobra, pero que hemos seguido a nuestro modo.

   Pero si tal intercambio es indispensable, ¿pasa lo mismo con las conferencias de literatos? La cuestión es de gran actualidad ahora que Blasco Ibáñez ha ido a la Argentina y piensa ir a México, y vale la pena de ser consultada. Oigamos, desde luego, lo que de ella piensa el ironista Martínez Ruiz, el pequeño filósofo español, el ex-travieso y enseriado Azorín:

   «El hecho de que un novelista popular vaya a América a pronunciar unos discursos en un teatro -dice Azorín- ha llenado de admiración a los periodistas. Se han dicho muchas cosas sobre ello; se han fundado admirables esperanzas relativas al porvenir de nuestra patria en el continente americano.

   »A mi parecer, las cosas se han sacado un poco de quicio. Las letras españolas son... lo que son en la actualidad y están... como están. ¿Pero puede decirse que Fulano o Mengano es el embajador de las letras españolas en América? Todo esto es algo infantil; en la llamada república literaria ni hay presidente ni ministros ni embajadores. Cada cual representa lo que es y nada más. Cada cual es lo que es y no otra cosa. Un escritor a quien le han propuesto hacer un viaje y dar por tal cantidad unas conferencias, puede aceptar el trato y marchar a América y hablar en un teatro. Pero esto será un hecho individual; ni tendrá en ello nada que ver la literatura nacional, ni tal literatura podremos considerarla representada en dicho escritor. Ahora, después de esto, cabe considerar quién es el conferenciante y lo que exactamente, sin hipérboles ni ficticios entusiasmos, representa en la literatura nacional.

   »Puede darse el caso de que vaya a América un escritor verdaderamente meritísimo; pero puede también suceder que no marche a las Repúblicas americanas sino un escritor meramente «popular», «renombrado». Si el escritor de verdadero mérito no es «popular», es muy difícil que sea llamado para dar conferencias en los teatros; lo que se desea en este caso (caso puramente industrial) es que vaya allá un literato de gran nombradía, muy conocido, muy ensalzado por los periódicos. De otra manera, siendo un artista conocido sólo y gustado por un grupo de espíritus selectos e independientes, ¿cómo iba a ser negocio el llevarle a América? ¿Quién iba a llenar el teatro?»

   Ciertamente que este asunto debe considerarse de dos modos: como negocio y como arte; pero yo opino, con la venia del amigo Azorín, que el hecho de que una empresa gane llevando un escritor popular a América, no significa que el viaje de este escritor deje de producir frutos. En primer lugar, ¿en qué forma sino en ésta irá un escritor a las Repúblicas americanas a dar conferencias? ¿Pretende Azorín que por su cuenta y por acendrado amor al arte haga el viaje? Pero si los escritores populares de España, como Blasco, necesitan apoyarse en empresas editoriales poderosas para dar conferencias en América, los exquisitos, los que sólo conocen la crema de los elegidos, los santos de cenáculos íntimos, ¿cómo podrían excursionar al Nuevo Continente?

   Por otra parte, no se trata de irnos a mostrar a los intelectuales americanos los hombres que más valen en España. Nosotros los conocemos de sobra. Se trata de conquistar masas, de hacer labor de propaganda mental, de unificar el idioma, de enlazar todas las manos que se tienden de uno y otro lado del mar, y esto no pueden hacerlo los exquisitos, esto lo hacen los populares, no los Valle Inclán, sino los Blasco Ibáñez.

   Ya está mandado retirar ese desdén por los hombres que aciertan a conquistar a las almas simples. Los exquisitos son ingratos para con ellos, porque merced a ellos existen, como existe la crema merced a la leche.

   Claro que ha de ser muy conveniente y muy útil como lo dijo arriba, que vayan a América Unamuno y Altamira; pero es muy útil y conveniente también que vaya Blasco Ibáñez.

   Además, para repetir las palabras que Azorín oyó de boca de un argentino, «los españoles hablan de América como los franceses de España».

   Pero no los españoles cultivados y exquisitos; esos lo saben todo; saben hasta los nombres de las capitales de cada República, y suelen estar convencidos de que ya somos gente de razón y aun de que ejercitamos con cierta frecuencia la facultad de pensar. Los que suelen saber menos son los escritores populares, así de España como del Extranjero, y por allí se leen novelas en que la pobre etnografía y la geografía misma de nuestros países andan Dios sabe cómo. Y esos libros populares son los que nos hacen más daño; ya que hemos convenido en que los libros exquisitos no los leen más que las dos o tres personas exquisitas que hay en cada país, que vayan, pues, a América los escritores populares. Es posible que mañana Blasco, incitado por las reminiscencias de su viaje, escriba alguna novela sobre América, y es posible, asimismo, que en esta novela revele un conocimiento mejor de nosotros que el que los franceses revelan de los españoles.

 

- XI -

El V congreso del Esperanto en Barcelona.

   En los primeros días del mes de septiembre se celebró en Barcelona el V Congreso Esperantista, bajo la presidencia del mismísimo doctor Zamenhof.

   Acudieron esperantistas de todos los rincones y esquinas del mundo -¿no dice por ventura el abate Moreux que el planeta que habitamos es poliédrico?- y después de algunas sesiones en que habló, naturalmente, de los avances y progresos de la lengua universal, el celebérrimo doctor y sus numerosos adeptos se trasladaron a Valencia, donde en la actualidad la exposición regional congrega mucha gente, y llenaron uno de los números del programa de septiembre de dicha exposición.

   Ya en un informe reciente hablé yo del Esperanto y de si había probabilidades de que el castellano lo sustituyese en sus pretensiones de Lengua Universal. Por cierto que este mi informe fue muy reproducido, especialmente en Estados Unidos, y el ilustre Altamira me escribió una carta pidiéndomelo, pues comulga conmigo en idea tan halagadora y se propone desarrollarla, como él sabe hacerlo -y aun dice haberlo hecho ya- en amplio trabajo que pronto habrá de publicarse.

   En cambio, a ciertos esperantistas hispanoamericanos no les agrada mi idea. Eso de que el idioma que hablan se les vaya volviendo universal; eso de que de la noche a la mañana los entienda todo el mundo, no les hace maldita la gracia. Lo que ellos quieren, sobre todas las cosas, es un idioma nuevecito, que no sepan más que unos cuantos. Aunque esto parezca paradójico, tal es su psicología. Si toda la gente medianamente instruida y llegada a los treinta años supiese el Esperanto, los hispanoamericanos de que hablo lo detestarían.

   Se trata de un juguete nuevo y de una nueva forma de vanidad pedagógica, que es la más indigesta de todas las vanidades.

   No, señores míos, no soy amigo del Esperanto. Soy Amicus esperanto, sed magis amica lingua mea... (¿Está bien este latín, mi querido Balbino?) Yo deseo que la gente se entienda... sin dejar de confesar que aun con el Esperanto y todo -¡ay!- ¡los hombres seguiremos no entendiéndonos!

   Proclamo que el «idioma universal» ha hecho ciertos progresos. Son esperantistas, y no me duele decirlo: Appel, Boirac, D’Arsonval (el mago aquel que con corrientes alternas cura la arterioesclerosis... o dice que la cura); Bouchard, el Patriarca del Instituto, árbitro de los estómagos de la humanidad; el notorio, smart y sabedor príncipe Rolando Bonaparte; el muy sabio Painlevé, y Grautier, Haller y el nobilísimo doctor Doux, y el general Lebert y Deslanores... es decir, la mitad del Instituto de Francia... y el popular Monsieur Bienvenu Martin, y Godart y Cornet Deloude... y la mar.

   Ya veis mi imparcialidad, pues que no me duelen prendas y cito a los esperantistas conspicuos, y aun diré más: diré que todo un Tolstoi y todo un Max Muller y todo un Henry Philipps han manifestado su superior aprobación con respecto al Esperanto.

   Hay todavía un hecho significativo, a saber: que el Esperanto ha alcanzado los actuales progresos de que se ufana «sin más estímulo que la satisfacción personal que procura el estudio», como dice muy bien un adepto; esto es, que el vil metal no ha intervenido para nada.

   Pero...

   Sí, ustedes me van a permitir un solo y modestísimo pero.

   Pero El Esperanto, lengua llena de cualidades, es feo... sí, señores filólogos, ya solté la palabra, ¡es feo! Es como esas señoritas muy honestas, muy virtuosas, que son sacos de cualidades... pero no se casan nunca, a pesar de sus reiteradas súplicas a San Antonio... por falta de una sola cosa: de simpatía, de gancho, si me dan ustedes su venia para usar esta palabra.

   Es un idioma lleno de probidad (dejaría de ser suizo), pero que carece... ¿cómo diré aún de lo que carece?... Pues carece de ondulación, como el pueblo suizo, como el pueblo vasco, como otros pueblos que hay en la tierra y cuyos idiomas son rígidos, angulares...

   Hay otro inconveniente aún; pero éste no vamos a achacarlo al Esperanto en particular, sino a cualquier idioma internacional; y es que dos personas de distintas nacionalidades se entenderán por medio de él con bastante dificultad. ¿Por qué? Por el acento.

   Por simple cuestión de oído. Imaginad que un ruso, un alemán y un francés recitan en latín el Paternoster. Ya veréis qué tres Paternoster tan distintos. No parecerán ni siquiera primos hermanos. Todos habéis oído, sin duda, la peculiar prosodia con que los franceses pronuncian el latín. Aun se cuenta, que, consultada en cierta coyuntura la Sagrada Congregación de Ritos sobre la manera más idónea de pronunciar el latín, diz que dijo: «De todos modos, menos a la francesa..».

   En honor de la verdad, ello no pasa de ser un chiste, y para convencerse, basta oír a los tudescos o eslavos latinizar, ¿Cómo pronunciaban el latín los romanos del siglo de Augusto? Vaya usted a averiguarlo, tratándose de una lengua que ha pasado por tantas corrupciones, por tantas razas. Pronunciar el latín como los italianos es acaso lo más prudente, porque se trata de un indicio... Pero sólo de un indicio.

   Así, pues, cada pueblo -que no sólo los franceses- imprime a una lengua extraña su sello. Si el parisiense dice Oldanglan en vez de Old England, no os alarméis: oíd más bien cómo pronuncian los ingleses... cómo solemos pronunciar nosotros ciertas palabras, admirables de matiz y de expresión, de la maravillosa lengua de Chateaubriand, de Víctor Hugo y de Paul Verlaine.

   Pero, volviendo al Esperanto, he aquí que acontece con él lo mismo que con el latín.

   ¡Oíd hablar la futura lengua internacional a un alemán y a un español, y veréis el resultado!

   ¡Si en Madrid suelen no entendernos a los hispanoamericanos, sobre todo la gente poco cultivada, hablando y todo como hablamos un castellano regularcito, imaginad lo que acontecerá cuando gentes de acentos, diametralmente opuestos, como un japonés y un francés, quieran entenderse en Esperanto!

   El acento está en la médula de nuestra fisiología. Se aprende un idioma, pero no se aprende su acento. Sólo la práctica, no de años, sino de lustros, suele conquistarlo. Conozco mexicanos que residen hace veinte años en París y que hablan el francés como auvergnats; ¡qué más! Conozco marselleses a quienes en París difícilmente entienden diez palabras.

   Pero, en fin, no alambiquemos la cuestión. El español que pide sampán por champagne acaba por ser servido (sobre todo si tiene un luis en la mano), y ningún joyero de la rue de la Paix deja de vender una joya porque le llamemos a ésta bisú, como he oído llamarle a muchas apreciables personas de mi raza.

   El Esperanto es un intento serio de inteligencia mundial (¡qué horror de palabra!) y hay que estimularlo; no le hagamos la guerra con la acritud de Monsieur Remy de Gourmont. Más bien pongamos nuestro buen deseo en la balanza en que le ha colocado la sana voluntad de algunos hombres.

   Desinteresada e imparcialmente, pues, apuntemos aquí algunos párrafos de cierto bien intencionado filólogo a propósito del V Congreso celebrado en Barcelona, y que sirve de tópico a mi informe:

   «Quien haya consagrado algún tiempo al estudio del Esperanto -dice Monsieur Emile Fallek- sentirá por él gran admiración. Su principio, al menos, interesará a toda persona sensata lo bastante para que no sea hostil, o para acabar con lo que es peor que la hostilidad misma, con ese indiferentismo acerbo que así embaraza las grandes obras de progreso, como trata de obscurecer los más bellos ideales, impidiendo se desarrollen con la rapidez deseada.

   »Pregúntese -añade-, por curiosidad, a los jóvenes que han aprendido una lengua extranjera, después de algunos años, si sienten cariño hacia ella; si creen que la dominan lo suficiente para sostener una conversación; hágase una estadística, y ella será tan edificante, que el lector podría predecir, sin vacilar, de qué lado caerá la balanza. Sentad después la misma cuestión a los numerosos estudiantes del Esperanto, y ya se verá la respuesta afirmativa que sale de sus bocas».

   Yo creo que esta prueba a que somete el Esperanto el señor Fallek, es harto ingenua. Yo conozco gentes que han llegado a dominar el inglés o el alemán, y abundan quienes, sin dominarlos, se dan a entender en ellos.

   Todos éstos sienten un gran cariño por tales lenguas, lo cual se explica porque el efecto natural de un esfuerzo logrado es el entusiasmo. No veo por qué solo el Esperanto ha de producir placer e inspirar afecto a quien lo entiende. Trátase más bien de un privilegio común a las lenguas vivas.

   No necesita, por cierto, la nueva lengua internacional, de argumentos -tan débiles como el anterior- para su defensa. Mostrémosla más bien como la necesidad por excelencia de la época, y acertaremos.

   «La rapidez de comunicaciones (de las aéreas), acortando en cierto modo las distancias -dice también Monsieur Fallek- y atravesando las fronteras, dará ocasión a una mezcla tal de nacionalidades o idiomas, que para evitar probables confusiones será preciso hablar una lengua auxiliar que esté al alcance de todas las inteligencias».

   Este sí es argumento -aunque viejo como el mundo.

   En efecto, hay que aprender el Esperanto en provisión, especialmente, de que todo ser racional acabe por tener aeroplano o automóvil. Se trata de una necesidad futura, no de una necesidad actual, porque sépalo el señor Fallek: hoy por hoy la gente que usa el automóvil y que empieza a usar el aeroplano, se entiende perfectamente en francés. En Europa no hay una sola gente bien educada que no hable francés. Los hispanoamericanos, que somos viajeros por excelencia y que estamos en todas partes, nos damos a entender en francés con suma facilidad.

   El problema del Esperanto es un problema para mañana y no necesita la lengua internacional que la defiendan o es necesaria o no. Si es necesaria triunfará. Si no, irá al cesto adonde fue el Volapuk y adonde van todos los bizantinismos y modas de los hombres.

 

- XII -

Altamira y el espíritu de colectividad.

   Cuando este Informe llegue a México, el ilustre Rafael Altamira habrá dejado ya nuestras playas; pero su noble tarea de desinterés, fraternidad y cultura latinos empezará a producir sus frutos.

   Altamira no ha ido a América por su espíritu de lucro (el viaje constituye quizá para él un sacrificio), ni por deseo de gloria. Ha ido «representando un movimiento de opinión»; ha ido a tender un puente entre las ideas jóvenes y vigorosas, entre los deseos de cultura moderna, que bullen de uno y otro lado del mar, en los espíritus hispanoamericanos.

   La característica esencial de este sabio, tan moderno y tan hondo, es el despego de su yo, el desdén de la gloria personal, el amor a la obra colectiva.

   Bueno será que recordemos sus palabras en la Universidad de Oviedo, cuando con un banquete fraternal y filial lo despidieron los profesores y los alumnos.

   «Días ha -dijo- que me conmovió profundamente un espectáculo grandioso: un artista aclamado por la muchedumbre que llenaba el Coliseo de Campoamor. Un hombre era en aquel momento el intérprete de los sentimientos de una multitud que como él pensaba, que como él sentía; pero si es muy grande verse aclamado por las muchedumbres es más grande todavía ver que al paso de un hombre por la vida se ha dejado una huella en sus semejantes, que la semilla desparramada no se ha perdido, que algo germina en los corazones que se debe a una obra personal. Yo tuve y tengo la dicha de alcanzar lo que deseaba: veo algo mío en otros, veo que mis semillas no cayeron en erial, y puedo decir con orgullo: «Esto es mío». Esto es lo que me enseña este banquete que yo acepté con todos mis amores.

   Pero entiéndase bien: si el banquete significara solamente una adhesión a mi persona, yo no lo aceptaría. La propia personalidad nada vale: nada es, si no encarna en ella un movimiento colectivo. Esto lo es todo y aquélla sólo es necesaria como instrumento indispensable de la encarnación, ante la cual hay que rendirse por costoso que sea.

   Algunas veces me pregunté a mí mismo: ¿No sería mejor trabajar silenciosamente en mi cátedra, ser erudito, satisfacer el deseo de saber más; no sería mejor que emprender esta cruzada digna de más grandes héroes? De joven también yo luché por mi éxito, por la supremacía de mi «yo», pero luego me sentí irresistiblemente atraído por cuanto significaba obra social, obra colectiva.

   Es verdad que voy a América porque tengo fe en España, como decía nuestro compañero Valdés; pero entendámonos: ¿de qué España se, trata? Si de la España política, de la España de luchas y divisiones, en esa no tengo fe; pero sí tengo fe en el espíritu español, en ese espíritu grande y generoso que tanto se distingue por su amor a la justicia, y que reverdece vigoroso en América, a la cual podemos considerar, no como una tierra extraña, sino como nuestra nueva casa, en donde vibra el espíritu español que allí luchó por el ideal que, aunque equivocado, era grande y hermoso.

   Tengo gran fe en la juventud que trabaja, no en el estudiante que sólo persigue el sobresaliente y un título; no en quien se contenta con aprender los programas de las asignaturas, que eso poco significa. No creáis que mis mejores discípulos, mis verdaderos discípulos son éstos, sino los que obedecen a una orientación arraigada, aquellos en quienes germina una dirección adquirida en su convivencia con el profesor. La obra de estudio de programas y asignaturas se disipa, es obra muerta; lo que queda, lo que permanece es la influencia que determina el rumbo de la vida.

   Yo os aseguro que toda vida, por humilde que sea, tiene su día de fiesta, día que no debemos buscar, sino esperar, como decía Leopardi, para que en ese día, cuando el mundo os reclame, podáis decir: aquí estoy.

   Procurad llevar a cabo la máxima de los educadores ingleses, que es, hacer caballeros antes que sabios, hombres desinteresados y que odien la mentira antes que hombres egoístas e hipócritas.

   Voy a América, no por mi éxito personal, sino representando un movimiento de opinión: sea o no un fracaso nuestra idea (hay derrotas que honran tanto como una victoria), siempre quedará la gloria de nuestra iniciativa, gloria que en absoluto corresponde a nuestra Universidad, y, como representación de ella, a su ilustre rector.

   Si alguna vez se, apodera de mí el desaliento en esas horas de desmayo que a veces nos amargan la vida, bastará para reanimarme el recuerdo de mis estudiantes, que tanto se interesan por mi obra».

   «La propia personalidad no vale nada, nada es si no encarna en ella un movimiento colectivo. Éste lo es todo, y aquélla sólo es necesaria como instrumento indispensable de la encarnación, ante la cual hay que rendirse por costoso que sea».

   He aquí, pues, el sencillo programa de este hombre culto y bueno, y he aquí también incluida la razón por la cual los pueblos latinos avanzan tan poco.

   No hay más que dos tendencias en el mundo: la personal y la colectiva.

   Existen dos clases de seres: los que buscan el medro, el triunfo, la preeminencia de su propio individuo, y los que suman su yo a la colectividad identificándose con los fines de ésta. Los segundos son los que realizan las grandes cosas, los que fundan los grandes pueblos, los que hacen triunfar las bellas causas. Ejemplos: el Japón, Alemania, ciertas comunidades preponderantes; a pesar de todo, como la Compañía de Jesús y los sindicatos modernos, que se están imponiendo en Europa a todas las hegemonías sociales anteriores.

   El hombre es superior a la amiba porque constituye una confederación de células abnegadas (valga el calificativo) que no tienden más que a un gran fin común.

   Toda asociación se convierte en intensidad de vida, y cuanto más los individuos se diluyen en la colectividad, más reciben de ésta, que al engrandecerse los engrandece.

   Altamira posee este espíritu de colectividad vastamente desarrollado... Pero, hay que confesarlo, se trata de un temperamento privilegiado, que tiene algo de ascético, en el buen sentido, es decir, que se somete voluntariamente a la severidad de una sabia disciplina. Y temperamentos así son excepcionalísimos en nuestra raza.

   Los latinos vivimos y morimos luchando desesperadamente por el triunfo de nuestra pequeña personalidad. La raza, los intereses comunes, la educación nacional, la cultura intensiva... Bueno, son bellas cosas; pero lo esencial es que triunfemos nosotros: el Estado está hecho para el individuo.

   Veamos, por ejemplo, al hombre intelectual. Le oiréis hablar con frecuencia de altruismo, de la instrucción de las masas, del bienestar de la colectividad; pero en el fondo esto le importa un comino. Lo que él desea es que sus libros se lean y que su nombre vuele de zona en zona. Si predica ideas nuevas no es por revolucionar con ellas, sino porque hieren el sentimiento usual, la mentalidad media de los otros, y así llama la atención.

   Qué pocos escritores de nombre, qué pocos poetas han tenido, por ejemplo, el santo valor de dedicar su obra a los niños, de pensar y escribir sólo para ellos, aun disminuyendo, a fin de ser comprendidos, la altura de sus ideas, desmigajando sus pensamientos como Víctor Hugo, a quien no le impidió, por cierto, ser un grande hombre ¡l’art d’être un grand pére!

   Y lo propio pasa con los músicos, con los arquitectos, con los pintores, etc.

   Todos quieren hacer de la Patria un pedestal para su gloria, encaramarse a ella para que los vean de fuera, y con frecuencia se duelen de que el pedestal es aún harto pequeño... pero sin curarse jamás de fundir su esfuerzo al de los hombres de buena voluntad, para agrandarlo.

   Yo -y perdóneseme que me cite a este propósito por venir el ejemplo tan a pelo-, desdeñando mi reputación literaria y lo que pudiesen decir de mí los tres o cuatro amigos exquisitos e inenarrables que tengo, escribí en cierta ocasión un libro de cantos escolares, graduados, porque me dolía oír las coplas y refranes, llenos de una deplorable chabacanería, que cantaban los niños de México.

   Un editor consintió en publicarlos... pero faltaba la música y no fue fácil hallar un músico mexicano que tuviese tiempo de componer cuarenta o cincuenta melodías simples y apropiadas.

   No es raro, en cambio, que músicos y poetas compongamos con títulos y aun con letras y asuntos extranjeros cosas inútilmente bellas, que en Europa no se han de conocer y que en México no pasarán de los libreros y atriles de cuatro o cinco señoritas que manejan idiomas.

   Y es que los intelectuales mexicanos solemos creer aún que lo que más nos interesa es dilatar nuestro nombre por el viejo mundo, formamos una reputación europea, pedir -a veces humildemente- a los extraños que se dignen creer que tenemos talento, sin pensar que la Patria requiere trabajo abnegado y obscuro, celo constante por la raza y no reputaciones y nombres sonoros, que no nos sirven ahora para nada, porque con nombres y reputación ni se educan nuestros indios, ni aprende a pensar nuestro pueblo, ni hemos de llegar a ser una gran nación.

   ...En cuanto al libro de marras, el editor y yo, tras haber logrado la colaboración fragmentaria de un maestro harto inspirado, pero también harto pobre y que por pobre hubo de abandonar la metrópoli, tuvimos que dirigirnos a un europeo -para que pusiese música a cantos escolares mexicanos-; pero al fin nos dolió esto, y el malaventurado librejo quedó guardado en un cajón para cuando haya un maestro mexicano- y lo habrá, sí, señor, lo habrá; yo, metido a optimista, lo he de ser incorregible-que arriesgue su reputación por incurrir en el vitando calificativo de «popular» y escriba música para los niños, para los que han de ser el México de mañana.

   Si dirigimos nuestra mirada a los arquitectos de la gran familia hispana -y conste que exceptúo aquí los de México porque soy enemigo de que mis afirmaciones, impersonales por excelencia, se juzguen alusivas -descubriremos en ellos un personalismo no menos deplorable.

   Por tener ideas propias, algunos de ellos nos están llenando el continente de edificios de un gusto generalmente pésimo; todo menos imitar a los clásicos.

   Los grandes maestros del tiempo de Luis XIV, Luis XV y Napoleón, los Mansard, los Hardouin, los Soufflot, los Giraldini, los Lemercier, los Louis, los Chalgrin, los Poecier y los Fontaine, jamás vacilaron, sin embargo, en inspirarse en la antigüedad serena, para edificar maravillas como el Panteón, como el Palais Royal, como el arco de la Estrella y el del Carrousel, como la plaza y la columna Vendome, como el Palais Bourbon, como la Magdalena, como el gran teatro de Burdeos, como la magnífica columnata del Louvre que mira hacia San Germán d’Auxerrois, como la infinidad de castillos de las márgenes del Loira. Y por eso Francia es la nación de los palacios y de las maravillas. En cambio, los hispanos-americanos, salvo honrosas excepciones -y entre ellas (aludiendo para el elogio ya que no aludo a nadie en la censura) bien está que cito el hermoso monumento de nuestra independencia que se erguirá, el de hombres ilustres, severo y noble, y el palacio de correos-, los hispanos-americanos, digo, preferimos edificar piezas de confitero, churriguerías deplorables, con tal de tener «estilo propio», como si un Tolsa no lo hubiera tenido al crear la admirable escuela de Minas.

   ...¿Pues y los pintores? ¡Pero a qué insistir! Altamira lo ha dicho:

   la propia personalidad nada vale si no encarna en ella un movimiento colectivo. Obtengamos de la visita de este español ilustre a la América latina el fruto de un poquito de altruismo intelectual. No nos avergoncemos de volvernos como niños para que un día los niños puedan volverse hombres. «Y si no os volviereis como estos pequeñitos -dijo Jesús- no entraréis al reino de los cielos».

   Aquí se trata de entrar también en el reino de la tierra que es el reino de la cultura.

   México será grande el día en que dentro de cada uno de los intelectuales mexicanos haya el espíritu de un maestro de escuela.

 

- XIII -

Las mujeres y la Academia.

   Ha vuelto a suscitarse en Francia esta cuestión particularísima y sugestiva: ¿Debe admitirse a las mujeres en la Academia?

   Cuando el sagaz y cultísimo Emilio Faguet recibió «bajo la cúpula» a René Dounic, dijo estas palabras refiriéndose a Madame de Sevigné: «Una ley, en mi concepto deplorable, niega los honores de la Academia a las personas de su sexo».

   ¿Por qué se los niega?

   Porque la Academia fue fundada en una época en la cual no se creía aún en la igualdad mental del hombre y de la mujer. He allí todo. Pero en los actuales tiempos, ¿qué podría objetarse? Nada... Sin embargo, hay unos señores que se llaman tradicionalistas, es decir, esclavos del precedente, los cuales pretenden que todo debe ser como era antes, por la sencilla razón de que así era antes. Estos señores de alma inmóvil niegan a la mujer el derecho de entrar a la Academia porque su fundador no se lo concedió. Su razonamiento es el siguiente: «Los reglamentos académicos ni siquiera autorizan a que se plantee la cuestión. Si alteramos las reglas constitutivas de la Academia Francesa, acabamos con la institución misma.

   Su fuerza reside en su carácter permanente: es intangible. Tal como fue creada en 1635, debe persistir a través de los siglos. Si tocáis una sola piedra del edificio, aunque sea con el pretexto de consolidarla, se derrumbará pronto el edificio mismo.

   »Por tanto, sea cual fuere el valor de las escritoras, no conviene considerar como posible su candidatura, porque el fundador de la Academia Francesa no lo quiso. Y no era por cierto porque faltasen, en el momento en que Richelieu reunió a los primeros académicos, mujeres de letras de gran talento y de renombrada virtud. Así, pues, lo que no plugo a Richelieu no sería oportuno discutirlo ahora».

   Esta opinión de los «conservadores» es la de Mauricio Donnay, quien se expresa en la siguiente forma: «Estimo que debe conservarse a la Academia el carácter que le dio su fundador. Y además, a la hora actual, las mujeres tienen otras cosas que conquistar, mejores que el sillón bajo la cúpula» (el argumento de Donnay es el viejo argumento de los que no quieren darlo que se les pide.» Si esto no vale la pena de buscarse..».

   Pues si no vale la pena, ¿por qué se empeñan ellos en tenerlo solos? Allá las candidatas que juzguen. Al señor Donnay no le importa si ellas tienen cosas mejores que conquistar. Pero sigue diciendo): «Sería más importante para ellas participar de la prerrogativa del sufragio llamado impropiamente universal, que entrar al Instituto. Con eso de querer estar en todas partes después de no haber estado por largo tiempo en ninguna (es una manera de hablar), las mujeres correrían el riesgo de comprometer una justa y noble causa: me refiero al feminismo».

   Como se ve, Donnay sigue saliéndose de la cuestión, según dijo el cocinero del cuento a los patos.

   Se trata de saber si las mujeres pueden o no entrar a la Academia, y no si les conviene o les perjudica entrar.

   Hay, en cambio, inmortales de espíritu moderno, en cuyo concepto la mujer podría brillar en la Academia. Monsieur Faguet es uno de ellos, según dije. He aquí sus palabras.

   «Convencido de la igualdad intelectual del hombre y de la mujer, estoy por la igualdad de derechos entre ellos. Es estúpido que en el siglo XVII, Madame de Sevigné, Madame de La Fayette y Madame de Maintenon no hayan pertenecido a la Academia, tanto más cuanto que eso es justamente lo que impide ahora comenzar, porque dicen por allí: No haber comenzado por Madame de Sevigné y comenzar por Madame Dupuis, Dupont o Durand... He aquí las consecuencias de una falta».

   Y yo me digo: Si la señora Dupont, Dupuis o Durand tiene tanto talento como la señora Sevigné, hágasela académica, aun cuando su nombre no sea decorativo.

   El académico Eugenio Brieux está en absoluto de acuerdo con Paul Hervieux en que más bien se cree en el Instituto una sección consagrada al mérito femenino en las letras, las artes y las ciencias. Piensa que este proceder suprime muchos inconvenientes.

   Claretie, por su parte, exclama: «Es ésta una cuestión grave que no puede resolverse así, de pronto». La cosa no es nueva, sin embargo, y Jorge Sand le consagró en otro tiempo un folleto intitulado Pourquoi les femmes a l’Academie, y por cierto, la gran escritora no era de opinión favorable a su sexo. Sin embargo, si Jorge Sand se hubiese presentado y me hubiera encontrado yo entre sus electores, sin vacilar habría dado mi voto al autor de François le Champi.

   Ya lo creo; como que Jorge Sand tenía infinitamente más talento que M. Claretie y que muchos de sus inmortales colegas.

   En España se ha tratado ya esta cuestión a propósito de doña Emilia Pardo Bazán. Nadie duda de que la ilustre dama tiene más títulos que muchos inmortales a usar la venera; nadie duda tampoco de que no la usará jamás.

   Después de todo, esta inhabilidad oficial favorece a las mujeres.

   ¿Qué ganarían ellas con ser académicas? Diremos, como Monsieur Donnay (el que se sale de la cuestión): ¿No nos hemos acostumbrado, por ventura, a excluir de este concepto de académico el concepto de verdor, de primavera, de lozanía? Un académico de número joven es un contrasentido.

   La venera en España es casi siempre galardón de las canas. Ahora bien: la mujer es la juventud eterna. La inmortalidad académica no sólo no se la da, sino que acusaría contrastes y sugeriría comparaciones, y nuestras académicas, más desgraciadas que Calipso, sufrirían doblemente: por no poder ser jóvenes y por ser inmortales.

 

- XIV -

El castellano y la escuela de Salónica.

Los israelitas y el judeoespañol.

   El Comité Central de la Alianza Israelita de París ha rehusado la admisión de un profesor de español para la Escuela de Salónica. A lo que parece, la proposición emanaba de la misma España, que varias veces ha insistido en su natural pretensión.

   En la Escuela Normal israelita de Auteuil la asignatura de la Lengua castellana es, según leo, facultativa, y de ella está encargado un español. Son muy pocos los judíos que cursan castellano, en virtud de que en una sola de las numerosas escuelas de la Alianza -en la de Tetuán-, existe cátedra de español; ¿quiere decir esto que nuestro idioma va a ser derrotado por el italiano y el francés en Oriente? Bien lo quisieran franceses e italianos, que hacen laudables esfuerzos por imponer sus idiomas respectivos, pero no es ni puede ser así.

   Los israelitas no estudian el castellano... pero en cambio lo saben.

   Es todavía una de sus dos lenguas vernáculas. Quien lo dude, que consulte los diversos estudios que a tan sugestivo asunto ha consagrado don Ángel Pulido Fernández, especialmente el que intitula «Intereses nacionales: Los israelitas españoles y el idioma castellano».

   «El viajero español que recorre la mayoría de las naciones de Europa -dice Pulido- y más señaladamente las de Oriente, suele hallarse sorprendido de modo agradable cuando se entera, de que en el tren, en el vapor, en las tiendas de comercio correspondientes a pueblos y ciudades cuyos naturales idiomas se diferencian radicalmente del suyo, encuentra, con frecuencia extraordinaria, individuos que primero escuchan con interés su expresión española, y luego con simpática espontaneidad, entablan conversación y hablando un castellano rarísimo y en grado desigual, pero muy desigualmente inteligible, se le presentan con marcada satisfacción como compatriotas de Oriente, y mantienen regocijados y afectuosos un largo coloquio sobre motivos de raza, de historia y de nacionalidad. Estos individuos son representantes de la muy extendida raza de judíos españoles, cuya existencia y conocimiento miramos torpemente con la mayor indiferencia todos en nuestro país, siempre imprevisor y ligero, desde los gobiernos a los sabios y desde los historiadores a los comerciantes y publicistas».

   Habrá quien imagine que este castellano rarísimo de que habla Pulido es alguna jerga ininteligible y que nos forjamos hartas ilusiones con los israelitas españoles de Europa, África y Asia; pero a quien tal piense, le bastará, para convencerse de lo contrario, leer algunas cartas de las muchas que entusiastas judíos romanos, turcos, austriacos, etc., han dirigido al expresado autor, cuando éste llamó la atención del Senado español sobre la necesidad de cultivar la expansión del idioma y con ella las del comercio e industria entre los judíos de abolengo castellano.

   He aquí dos de estas cartas, en las que el curioso lector advertirá formas de lenguaje a veces de un arcaísmo encantador, a veces bárbaras; pero siempre pintorescas.

   La primera es de don Lázaro Ascher, de Bucarest, y dice: «Como Amador de la Idioma española heredada de mis padres y abuelos y que ainda la hablamos en mi familia, vengo a pedir a usted de tener la bondad dejarme enviar los diarios ande apareció la dicha interpelación por leerla en original.

   »Mucho lo siento que a visitar Su Merced nuestra Ciudad no estuviese aquí por dejar ver a Usted los niños de nuestra escuela de 7 años para arriba que hablan esta linda lengua, como a justa razón se dice: ‘es lengua con cuala se habla a Dios’.

   »Todos los libros de oración, rogación. Biblia y otros semejantes, los tienen nuestros correligionarios trasladados en Lengua español. Sería muy venturoso si la ocasión se presenta por darle a Usted prueba de mi grande gratitud y reconocimiento».

   La otra carta, mucho más enrevesada, es de M. Gañy, residente en Rosiori (Rumania), que posee una vasta agencia y almacén de géneros varios, en sociedad con otro compatriota suyo. Dice así:

   «Los españoles ke nos topamos aky meldimos a con grande plaser la demanda ke su osted izu en el Senado español.

   »Ablamos la lingua spañola y sabemos muy boeno ke noestros padres si traban de los ebreos alongados agora 400 años.

   »Guadrimos la lingua y muchos uzos, man non podemos saber nada de la Literatura Spañola.

   »Seguramente en Madrid hay algún Jurnal imparcial, lyterar y me tomo la libertad de rogar a su osted ke aga mandar aky a mi adressa un numero siendo mi kero suscrir.

   »Vos presanto mis sinceras salutaciones».

   ¿No os parece admirable, conmovedora por todo extremo, esta persistencia en guardar, en hablar, en acariciar en la intimidad del hogar una lengua que de padre a hijo se ha ido trasmitiendo en el destierro, durante cuatro siglos, a pesar de todas las tormentas y de todos los...?

   Esta lengua contrahecha por las vicisitudes es el tesoro por excelencia del judío español, quien piensa acaso que mientras no la pierda no ha perdido del todo su patria, que mientras la lleve consigo, consigo lleva a España.

   Don Enrique Bejarano, sabio director de la Escuela israelita española de Bucarest, tiene, al dirigirse al senador señor Pulido, palabras más hondas y conmovedoras que las citadas.

   «Dotado -dice- de un alma pura, de un corazón generoso, usted, como otros amigos de España, desea entretener relaciones estrechas con mis hermanos exilados injustamente de aquel país dulce, de aquel cielo bienhechor, hacen más de cuatro siglos.

   »Desde veinte años que yo correspondo literariamente con ciertos señores doctos de España, los cuales deseaban desarrollar esas relaciones buscaban borrar la mancha comitada de sus abuelos de haber desterrado de sus nidos un pueblo tan pacífico, sometido, dulce y inociente; solamente por la ambición de hombres sin ley y sen fey.

  

   »Dios, que lee los secretos y conoce la verdad, nos es testigo si tal nos conservamos o guardamos rencor, o alguna malquerencia siquiera: pero nosotros lloramos las tristes consecuencias: Exilo desolante y recuerdo dolorioso de aquellos ilustres sabios que en el seno de España brillaban como un sol e enviaban rayos de sus ciencias por todo el universo, formaban su gloria y la del pueblo de Israel. ¡Todo desapareció por una sentencia: Sea oscuridad!...

   »Hoy en día se siente en silencio el dolorioso refren lleno de sospiro:

   «Yo sufro, Señor,

   Yo sufro tu saña,

   Perdí mi amor,

   Mi cara España!»

  

   «La mayor parte de esos judíos hablan el español con un idioma más o menos suave. Conservan aún el carácter del antiguo país natal; el aire de hidalgo; la pureza y el calmo natural; la mirada penetrante; el donaire español o portugués; en fin, las costumbres heredados de sus abuelos que os creiaron allá con tanto cuidado, y añademos a dicir, una solidaridad y una afección reciproca.

   »Esos desheredados de la fortuna; hermanos de ley y de fey; hermanos de dolor, llegando en los países hospitalarios, sobre todo en el Imperio Otomano, donde por orden Imperial de su Magestad Sultan Bajazet se les acordo la excelente acogida ellos parece haber jurado una amistad santa de ayudarsen reciprocamente y de espartir entre ellos el bien y el mal, el gozo y el dolor».

   ¿Es posible que habiendo quien conserve, siquiera sea de esta suerte, el amor a la vieja tierra, la tradición de la lengua castellana, España se desentienda de reforzar este amor, esta tradición y de purificar el idioma, que puede ser vehículo de intereses considerables?

   No por cierto, y de allí las gestiones del Gobierno español cerca de la Alianza israelita, de que hablaba yo al principio. Sólo que tales gestiones, en concepto de algunos conocedores, no son apropiadas.

   Oigamos a tal propósito lo que dice uno de ellos, Saturnino Jiménez, de Salónica, en carta reciente, que se refiere a los israelitas orientales.

   «Ya dije en mi anterior que en este asunto el Gobierno español había errado el camino. A pesar de los tres desaires (que yo sepa) recibidos, va a insistirse aún cerca del Comité local de la Alianza en Salónica. Y las gentes ríense de nosotros al ver cómo nos complacemos en enredar lo que tan sencillo es, considerado bajo su verdadero aspecto. Nuestros diplomáticos, convertidos en pedagogos, obstínanse en que el español se enseñe a los judíos, como si para éstos fuese aquél un idioma extranjero.

   Es un contrasentido colocar en las escuelas israelitas de Salónica la enseñanza del español sobre el mismo pie que la del francés, del italiano o del alemán. Hay que tener en cuenta que los alumnos de esas escuelas ya saben el español, como lo saben en este país todos los individuos pertenecientes a la raza de Israel. Con esta afirmación, la cuestión se plantea por sí sola. Para consolidar el uso de nuestra habla moderna en Salónica y en todo el Oriente, basta con la centésima parte de los esfuerzos llevados a cabo por Francia y por Italia para lograr que algunos centenares de mozalbetes y algunas familias charlen en un francés o en un italiano de relativa pureza.

   En mi anterior carta hablé de la facilidad con que podría introducirse el castellano moderno en el uso vulgar y de los medios que a este fin serían conducentes. Voy a ir aún más lejos. La clave del problema consistirá, simplemente, en enseñar a las clases populares el alfabeto latino.

   Yo llevo hecha la experiencia. Todo individuo del pueblo conocedor de los caracteres latinos dase con gusto a la lectura de nuestros periódicos y de nuestros libros; insensiblemente aprende nuevas voces, nuevas frases y su judeo-español se moderniza. El sentido de las palabras que no le son usuales, lo adivina; sin el menor esfuerzo intelectual, su léxico se enriquece, y con que oiga hablar algunas veces el español, tal como se habla en España, corrígese su pronunciación.

   El precedente, gran rabino de Salónica tuvo la idea de que en las escuelas populares del Talmud Tora, donde la instrucción se da en judeo-español, fuesen empleados los caracteres latinos. Muerto aquel gran rabino, la idea no prosperó. El actual director de la escuela de la Alianza Israelita en Salónica, señor Benhgiat, hombre de vasta cultura y de clarísimo entendimiento, es de parecer que a los alumnos que pasan rápidamente por la escuela para volver después al trabajo manual, con el que ganan su sustento, se les debiera administrar en su propia lengua es decir en judeo-español, los conocimientos generales que alumnos de otra condición social adquieren en francés.

   La necesidad de una escuela española es reconocida, tácita o explícitamente, hasta por los más caracterizados enemigos nuestros. ¡Cuán pronto, si esta escuela existiese, las demás que darían relegadas al último lugar! El Gobierno español haría muy bien en preocuparse seriamente de esta cuestión».

   En cuanto al senador Pulido, supracitado, entiende que los testimonios flamantes y autorizados (como las cartas reproducidas) de israelitas que expresan el estado actual de esta cuestión en Turquía, Rumania y Austria Hungría, es decir, en tres núcleos principales del pueblo hebreo español, sugieren los importantes hechos siguientes:

   1.º Que el pueblo judío español, diseminado por Europa, África y Asia Menor, siente los efectos de esa concurrencia poderosa que en todas partes se manifiesta ahora activísima, por acreditar el valor de ciertos idiomas y establecer su predominio.

   (De allí que la Alianza israelita universal, que tiene la Junta directiva en París, esté fundando escuelas en todas partes y les imponga la enseñanza del francés).

   2.º Que los Judíos españoles se han convencido de que su castellano familiar no es muy perfecto y no responde cumplidamente a las exigencias de la vida pública internacional y nacional.

   3.º Que, a consecuencia de esta inferioridad, los elementos más intelectuales de la raza plantean en términos persuasivos la necesidad imperiosa de reformar su lenguaje, dotándole de todas las bellezas, recursos y ventajas de un idioma enteramente desarrollado y excelente, como es el español contemporáneo, o de abandonarle sustituyéndole con otro.

   4.º Que los israelitas españoles, saliendo de la obscuridad y de la modestia a que han venido contrayendo su cometido social durante el largo éxodo de cuatro siglos, acuden ahora a la lucha por la vida en los sendos países de su residencia, asaltando las Universidades y Academias, invadiendo las profesiones liberales y los cargos más distinguidos, y disputando a las capacidades de las demás razas sus puestos en todas las esferas y Ministerios, armas, ciencias, política, etc.

   5.º Que por virtud de esta más amplia educación se están creando en muchos pueblos escuelas israelitas, cada día más perfectas, donde la enseñanza del español se contrasta con la enseñanza de otras lenguas, además de la que sea propiamente nacional en el respectivo paraje; y

   6.º Que en esta enseñanza las escuelas israelitas no reciben inspiración, ayuda ni elemento alguno de su antigua madre patria, y solamente beben sus conocimientos en los manantiales revueltos y defectuosos, impuros y pobres, de los antiguos libros judaicos, romances, cantigas, consejas, biblias, exégesis, leyendas..., los cuales no sirven para depurar las naturales adulteraciones de su idioma familiar, ni para favorecerle en su natural evolución biológica.

   Mas, preguntaréis acaso: ¿son tantos los israelitas españoles, que valga la pena de procurar con empeño la expansión entre ellos del idioma y de los intereses que de él se derivan?

   A esto se ha de contestar con números, que es aquí la mejor respuesta.

   No hay una estadística propiamente dicha de la población judío-española del mundo, pero se puede juzgar de la densidad de ella por los siguientes datos de diversas fuentes:

   Kayserling, citado por Pulido, dice en el prólogo de su «Diccionario bibliográfico de autores judíos españoles y portugueses» publicado en Strasburgo (1890), que los fugitivos desterrados de la península Ibérica por los Reyes de España y Portugal, doña Isabel y don Manuel, se refugiaron en Italia, en Francia, en las diversas provincias que formaban el Imperio turco, en los Países Bajos, en Inglaterra, en Hamburgo y en Viena. Por todas partes llevaron consigo la lengua materna. «Llevaron de acá -decía Gonzalo de Illescas en el siglo XVI- nuestra lengua, y todavía la guardan y usan de ella de buena gana; y es cierto que en las ciudades de Salónica, Constantinopla, Alejandría y el Cairo y en otras ciudades de contratación y en Venecia, no compran, ni venden, ni negocian en otra lengua sino en español. Y yo conocí en Venecia hartos judíos de Salónica que hablaban el castellano (con ser bien mozos) tan bien o mejor que yo».

   Don Antonio de Zayas, en una Memoria que escribió en Constantinopla, con referencia a los hebreos residentes en el imperio otomano, reino de Rumania y principado de Bulgaria, estimaba en 52.000 los judíos que hablan español en Constantinopla. Según él, había además 50.000 en Salónica, 22.000 en Esmirna y núcleos menores en otras muchas poblaciones.

   El doctor Psaltoff afirma por su parte, en carta que escribe al señor Pulido, que en Esmirna hay 25.000 israelitas que hablan español, en Salónica 60.000, en Constantinopla 40.000 y, según noticias, lo hablan todos los israelitas de la Turquía Europea y del Asia Menor. Don Enrique Bejarano, ya citado, afirma que el número de judíos españoles que hay actualmente en Oriente puede llegar a 471.900, los cuales se hallan esparcidos en Turquía de Asia y de Europa, Bulgaria, Servia, Rumania, Grecia y, en menos cantidad, en Austria, Inglaterra y Francia.

   En Bosnia, según otros datos, hay 10.000 judíos cuya mayoría habla español; en Servia, unos 8.000; en Sofía, unos 10.000, y en toda Bulgaria de 30 a 35.000.

   La colonia más numerosa de todas es la de Salónica, al grado de que, antes de ir a ella, los comerciantes aprenden el castellano.

   En suma, debe calcularse en medio millón el número de judíos españoles que hay en Europa y en la Turquía Asiática actualmente.

   Por donde se ve que tiene más el rico cuando empobrece que el pobre cuando enriquece, y que ya quisieran Francia e Italia esos quinientos mil parladores de sus lenguas, que España posee, a pesar de todo, maguer el gran yerro de los Reyes Católicos y cuatro siglos de olvido.

   Pero la responsabilidad para España es grande por lo mismo. ¿Va a dejar que, en la dura competencia entablada, Italia y Francia sustituyan en Salónica, en Constantinopla, en Rumania, en Servia, en Austria, su propia lengua al hereditario castellano?

   ¿Va a permitir que éste se extinga por fin entre las familias judías, cuando ellas mismas ansían hablarlo siempre, y cuando es tan fácil hacer que lo ejerciten y purifiquen, mediante la activa difusión de impresos y la labor de profesores entusiastas?

   Trátase de un punto de honor, y es de esperar que la madre Patria lo tendrá en cuenta y se decidirá a luchar denodadamente por la conservación de esa herencia preciosa, de ese medio millón de españoles, rancios de cuatro siglos, que, cultivados con cariño, crecerán en proporciones enormes y harán la propaganda más simpática a los intereses ibéricos en las naciones en que vivan; porque, como decía a don Rafael Altamira un argentino práctico, a medida que en su nación se despertaba el amor a España... ¡había más demanda de aceites españoles!

   Se empieza siempre, en efecto, por cambiar afectos y se acaba por un intercambio más práctico y de opimos resultados económicos.

 

- XV -

Las evoluciones del lenguaje en la República Argentina.

   Tiempo es ya, tal vez, de prejuzgar los resultados «literarios» de la visita a la República Argentina de dos hombres eminentes -por diversos conceptos- de España, a saber: don Rafael Altamira y don Vicente Blasco Ibáñez.

   Irán ambos probablemente a México, como ha ido don Juan Antonio Cavestany, senador, académico y poeta de rectas tendencias clásicas; y entonces será ocasión asimismo de hacer el balance de tales visitas; pero hay que decirlo de una vez: este balance tiene más importancia por lo que respecta a la Argentina; ¿saben ustedes por qué? Pues porque la Argentina en esto del idioma era, como si dijéramos, la hija rebelde. Y no porque llevase a la rica fuente del castellano su tesoro de regionalismos, sino porque soñó en un momento dado en crear el idioma argentino, para uso exclusivo del país, y este idioma era feo, se hubiera reducido según la expresión del publicista Juan B. Terán, «a un patuá pintoresco, pero pobre y local». El capricho ha pasado felizmente y hoy los grandes escritores de la República Argentina, como los de todas las Repúblicas hispano americanas, contribuyen no a desfigurar, sino a agilitar el castellano, dándole una intensidad de expresión que suele faltarle entre los cultivadores de vieja cepa, los cuales ahogan la intención, la sutileza y la gracia de la lengua en verbosidades excesivas y en enfatismos ya fuera de sazón.

   «Conocemos -dice Terán- el carácter actual de la lengua española:

   sonora, rotunda, propia para la epopeya y la oratoria, carece de claridad, energía y gracia. Atascada en sus moldes clásicos, resulta pesada para la sutileza moderna, inapta para el análisis y la fineza del detalle; porque ha perdido su espíritu la invención y la originalidad que la elevaron en las manos de Cervantes, porque no puede producir una lengua rica y flexible sino un pueblo que piensa como el francés, siente como el italiano, coloniza y conquista como el inglés».

   Claro que no estoy de acuerdo con Juan B. Terán. ¿Y cómo he de estarlo si en la misma España, entre los prosadores hay un Ramón del Valle Inclán, lleno de flexibilidad, de elegancia, de gracia y de fuerza, incapaz de caer ni dormido en el anacronismo de un período castelariano, de esos que ya no usan sino los viejos oradores que consumen invariablemente el turno y que pueden contener cinco minutos la respiración?

   Hay ya una buena porción de españoles que piensan como los franceses, es decir, con claridad helénica: un Benavente, por ejemplo, en cuya pluma anida la suave y alada ironía latina como en la pluma de un Anatole France; todos, por otra parte, sienten como los italianos; y si no saben colonizar como los ingleses, yerro es éste que tienen los alemanes y los franceses, sin perder por ello su superioridad en otras cosas.

   Al castellano le falta sólo un poquito de adaptación al medio, ponerse de acuerdo con la multiplicidad y actividad de las vibraciones del alma moderna. La Academia no puede hacer nada por esta adaptación del idioma porque en ella predominan los viejos o los hombres que, a pesar de su muy relativa juventud, merecen serlo por la inmovilidad del espíritu.

   Es achaque de académicos españoles hurgar y desmenuzar la obra clásica, sin oír los apremiantes clamores de los pueblos hispanos que les piden palabras nuevas para dar un nombre a la variedad infinita de sensaciones, de emociones del espíritu actual, a las nuevas máquinas, a los útiles de uso reciente, a los innumerables descubrimientos que los sajones y los franceses nos dan a diario. Mientras un padre Cejador, con saber y autoridad indiscutibles, se pasa la vida averiguando cómo hablaba Cervantes, la gente, española de ahora no sabe cómo llamar a las máquinas voladoras, a los conductores de automóviles, a las fotografías a distancia... a miles de cosas que nos rodean.

   Un Benavente, un Darío, un Valle Inclán, un Maeztu, un Miguel de Unamuno, llevarían a la Academia española, sangre, y vida nueva; pero alterarían quizá las digestiones de muchos filólogos de esos que saben cuántas palabras usó el marqués de Santillana y que serían incapaces de traducir a buen castellano un menu francés.

   Mas de esto a achacar al idioma defectos que no tiene, hay su diferencia.

   El castellano ha sido solemne y enfático, porque fuimos un pueblo lleno de solemnidad y enfatismo. Ya no lo somos. Españoles e hispano americanos empezamos a comprobar una aptitud para la civilización mucho mayor de lo que convendría a nuestros detractores.

   Pero si hay rigor en las afirmaciones de Terán, hay también en sus juicios mucho de exactitud y de justicia que debemos reconocer.

   Hablando de la Argentina, dice: «Está habitada por un pueblo que conserva la lengua de sus colonizadores, que la impusieron como en la historia de todas las conquistas. Pero desde el primer momento debió sufrir la lengua la impregnación del ambiente, la exósmosis de los dialectos indígenas que dieron al explorador la nomenclatura de la fauna y de la flora, los nombres de las cosas americanas, de los detalles de su vida pastoril o de las idiosincrasias de sus imperios teocráticos.

   »Y después de la ruptura política -hecha cada día más precaria la comunicación con España- nuestra habla ha recibido la contribución de otras lenguas, nuestro pueblo el contacto de otros hombres.

   »Con otro espíritu, con otra historia, con otro destino y con otros medios, la lengua ha sufrido las transformaciones que las nuevas influencias le imponían.

   »E. Quesada, a quien no podría citar en mi apoyo, afirma que en América la idea es más intensa, pero la expresión más desaliñada».

   Traía, en concepto de Terán, el colono español a América otro interés que el de la belleza y de la forma. «Ni la urgencia de la conquista del suelo y del indio, dejaban descanso a su espíritu, más duro que su cuerpo infatigable».

   «Vino después la improvisación de la independencia, la zozobra de la vida nueva, sus terribles sorpresas».

   «Hemos debido atender a la acción antes que al pensamiento, al pensamiento antes que a la palabra».

   «Esa será tal vez la cuna de la expresión descuidada e irregular de que habla Quesada, pero que refleja un pensamiento más activo y más agudo».

   «La renovación de la lengua se produce. Ligada por un lado con los dialectos indígenas, modificada profundamente por nuestra pronunciación, con sus proverbios que son el elemento pintoresco y familiar del idioma, bajo la influencia diaria de lenguas más flexibles, se altera la herencia primitiva, que se enriquece con nuevas y crecientes adquisiciones».

   Yo hallo, sin embargo, que esta alteración, tras de ser menor ahora que hace diez años por ejemplo, es más sagaz y avisada, más simultánea con la que se produce en la Península misma, y ello se debe al mayor comercio mental entre América y España, a que nos leemos más unos a otros, a que empiezan a ir a América intelectuales españoles y a que la colaboración de escritores como Unamuno, Valle Inclán, Baroja, Blasco, Benavente, y de poetas como los Machado, Villaespesa, Marquina, etc, desparrama pródigamente las peculiares formas de elocución de la España actual, recogiendo en cambio (al interesarse por nuestra literatura todos los jóvenes pensadores españoles) mucho de la ductilidad y la gracia pintoresca de nuestra lengua, poco susceptible de trabas, y recordando y legitimando merced a nosotros -por qué no decirlo- muchos nobles arcaísmos del más rancio abolengo, como mercar, artimaña, arremedar, arrempujar, jabalín, ñublar y ñublado, pelegrinar y pelegrino, tusar y atusar, etc, etc.

   «Un episodio curioso en la historia de nuestra lengua -dice a este respecto Terán- es la supervivencia de viejos vocablos castellanos desaparecidos en España y que provienen de la conquista como el agora de nuestras gentes, como el aloja y el maíz a los que se descubre ahora un origen latino.

   »Así como aquí, en Estados Unidos, los puristas proscriben vocablos criollos que no son sino du bon vieil angláis, viejas maneras de la lengua.

   Y no sólo los proscriben estos señores puristas, sino que hay quien los califique de galicismos, como a fenestra.

   Pero sigue diciendo Terán: ‘Se comprueba en la producción argentina una sobriedad en la oración, agilidad y movimiento en la construcción, inquietud en la frase, que no son castellanas.’

   »Groussac, en su lejana historia del Tucumán, estudiando la elaboración de estos pueblos, creía encontrar desviaciones lingüísticas que anunciaban la nueva raza.

   »Interesa su testimonio, porque ahora, en uno de sus últimos escritos-a propósito de americanismos- ha cambiado de idea.

   En suma: que la nueva manera argentina de hablar se distingue «por una mayor delicadeza y transparencia en el vocablo, por la rara justeza del adjetivo y la sensible sugestión de la idea».

   ¡Y qué mejor cosa puede apetecerse, añado yo, que esta nueva manera!

   ¡Pues qué más ha de pedir España sino que estas naciones de América que sorbieron lo mejor de su alma altiva y poderosa, así como rejuvenecen este alma le rejuvenezcan la lengua!

   Pero hay un límite y es el marcado por la belleza.

   Y el criollismo no sólo iba por caminos revolucionarios, sino por caminos de fealdad. La nueva inyección de casticismo le ha venido, pues, muy bien, porque el casticismo en América tiene la ventaja de pasar por la alquitara de nuestro temperamento innovador. No amojama ni reseca ni paraliza la lengua, sino que le da cuerpo, es como cuando se echa vino nuevo en uno de esos toneletes que contuvieron por años vino viejo.

   ¿A qué se ha debido el encarrilamiento de la lengua argentina? Ya lo apuntó arriba: a la activa colaboración española, en primer lugar.

   La Nación, La Prensa, y sobre todo Caras y Caretas, la popularísima revista cuya circulación asciende ya a más de ciento diez y ocho mil ejemplares, tienen una nutrida colaboración española.

   Toda la España intelectual llena amplias páginas de estas importantísimas publicaciones.

   Otrosí, los grandes autores argentinos y uruguayos, como un Lugones, un Rodó, el ya citado Terán, Jaimes Freyre, etc, no desdeñan escribir en buen castellano; en admirable castellano, agregaría, porque en sus plumas expertas, sueltas, ágiles, la lengua tiene un colorido, una novedad, una gracia incalculables. Y es que estos jóvenes autores no sufren del heredismo del adjetivo. Adjetivan, como Valle Inclán, a su modo, casando matices, acoplando las palabras que tienen verdadera afinidad ideológica.

   En Castilla sabemos que el sustantivo suele traer, ab eternum, como la soga al caldero, su adjetivo, hidalgo, eso sí, cervantesco; pero, por su misma ranciedad, inapto ya para mover nuestra alma y solicitar nuestra imaginación.

   Hay un enorme lote de parejas de sustantivos y adjetivos de palabras que hace siglos celebraron sus nupcias. Los americanos, a veces por una santa ignorancia, a veces conscientemente, separamos a estos cónyuges tan bien avenidos.

   En nuestra memoria el atavismo asocia menos a las parejas en cuestión, y así sucede que casamos un viejo nombre con un adjetivo viejo también, si se quiere, pero que jamás se desposó con él, y la pareja, como por encanto, se rejuvenece y hasta deslumbra y da a la lengua española, en la Argentina, o en México, o en el Perú, esa intensidad mayor, esa agudeza, esa actividad, ese nervio de que habla Terán, a la manera que cuando un prócer, en vez de maridarse con alguna su parienta cercana, logra, casándose con una noble de otra familia de sangre absolutamente distinta, retoños floridos, temblorosos, de savia nueva.

   Y no quiero de intento hablar del caso, harto común también en América, en que el señor sustantivo, de sangre gastada, se casa con un adjetivo joven..., porque aun cuando los resultados suelen ser maravillosos, suelen también, por el mal gusto de tal o cual casamentero escritor, ser deplorables.

 

- XVI -

«La nueba ortografía racional».

   Ha aparecido en Madrid un libro español, impreso con ortografía fonética, o sea con la «nueba ortografía razional».

   Se llama «Pasado, presente, porbenir de la abiazión: Teoría práctica del buelo. Primera obra ke se escribe con ortografía natural».

   Esto de primera obra será en España, pues en nuestra América, especialmente en Chile y en México, abundan los libros y opúsculos impresos con la «nueba ortografía». Precisamente viene a mi memoria un trabajo a mí dedicado por mi amigo don Aurelio González Carrasco (González Karrasko mejor dicho) y que apareció en las columnas de El Imparcial.

   De todas suertes bueno está que en España empiecen a preocuparse de este asunto, en mi concepto más importante que la difusión del Esperanto.

   Entendámonos primero en nuestro propio idioma y busquemos después medios de entendernos con los ultrafronterizos.

   Emile Faguet, en un travieso artículo publicado en días pasados, a propósito de los moralistas, que en su concepto, no sirven de nada, afirmaba que hay dos ortografías: la de las costumbres y la de las palabras, y que con ambas acontecen dos cosas: 1.º, que nadie las sabe; 2.º, que todo el mundo quiere reformarlas.

   Tiene razón de sobra Faguet. Nadie sabe la ortografía; pero en el caso actual se trata precisamente de reforzarla para aprenderla. La tal reforma no nos hará escribir mejor. Bien sabemos que los admirables autores del siglo XVII ortografiaron sus obras lo peor que pudieron, lo que no impide que éstas sean inmortales, pero en aquellos tiempos no era mal visto eso de escribir buelo o vuelo, por ejemplo, y ahora, en esta época de las «buenas formas», poco nos importa la vaciedad del concepto con tal que vaya con el uniforme ortodoxo.

   Un crítico español muy leído, refiriéndose a la ortografía fonética del «Pasado y presente de la abiación», al principio de estas notas citado, hace las siguientes sensatas observaciones:

   «En general, toda ortografía es fonética. Los signos ortográficos corresponden o han correspondido a sonidos. La inmensa mayoría de las palabras se escribe, en castellano, como se pronuncia. Hay, sin embargo, en la escritura, letras que no corresponden ya a sonidos, o variedad de signos para expresar el mismo sonido. Las variaciones entre la pronunciación y la escritura obedecen a la historia de las palabras. Como es natural, la pronunciación varía más que la escritura, y elementos que mueren se transforman o se simplifican en la primera, subsisten y permanecen en la segunda, conservando al vocablo su fisonomía histórica o algunos rasgos de ella. De ahí nace la ortografía etimológica, que tiene casi siempre antecedentes fonéticos más o menos lejanos y acaso procedentes de otras lenguas.

   «Evidentemente, la ortografía evoluciona en sentido fonético. Poco a poco se va reduciendo el elemento etimológico y se van simplificando los signos de la escritura para asignar a cada sonido un signo invariable.

   Cualquiera que vea escrituras y textos impresos del siglo XVII, y los compare con documentos actuales, observará que la ortografía presente es mucho más sencilla. Hasta el siglo XVII puede decirse que la ortografía es anárquica y varia. Sirvan de ejemplo las letras i e y. La y griega ha sido usada como vocal en muchos de los casos en que hoy se emplea la i, y ésta empleada como consonante en casos en que ahora se usa la y. El deslinde se ha operado respecto de la i, que en la actualidad se emplea sólo como vocal; pero todavía la y se usa como vocal en contados casos, cual el de la conjunción copulativa. La tendencia de la ortografía es a uniformar y a simplificar las formas de la escritura.

   Ahora bien, el señor Andany y los que como él piensan, están muy de acuerdo con esa evolución de la ortografía; pero quieren acelerarla, implantando desde luego una escritura en que no haya para cada sonido más que una letra y en que cada letra responda a un sonido. Esto es lo difícil de la reforma. No hay duda de que si en un país la Academia, si por ventura la hubiese, y los principales escritores se concertaran para dar un golpe de Estado gramatical e implantasen la nueva ortografía, al cabo de poco tiempo se habría aclimatado, y las gentes encontrarían mayor facilidad para escribir. Pero no hay que engañarse, suponiendo que con esto quedaría resuelto de una vez para siempre el problema. La pronunciación varía antes que la escritura, y al cabo de tiempo volvería a haber en ésta elementos muertos, elementos históricos que no se corresponderían exactamente con los sonidos. Sería menester revisar de tiempo en tiempo la ortografía, como se revisan ciertos Códigos, y esta operación resultaría harto difícil, porque las variaciones de la pronunciación no son uniformes.

   »Por eso, la ortografía etimológica no es tan artificial como parece, y la ortografía mixta de etimológica y fonética tiene su razón de ser, aunque sea más difícil y aparentemente menos lógica que la escritura fonética por completo. La pronunciación es variable y tiene poca fijeza.

   El h, por ejemplo, es sonido en algunas partes de España, y en otras no.

   La diferencia entre la v y la b tiene base fonética en algunas localidades y en otras carece de ella. Por eso la reforma ortográfica no puede hacerse precipitadamente por procedimientos dictatoriales, como lo que empleó Pedro el Grande para europeizar a lo moscovitas.

   »De propósito he dejado aparte el argumento estético. A algunos les parece que perderían las palabras, al escribirse la nueva ortografía, su fisonomía propia, adquiriendo una bárbara y fea catadura o un seco aspecto de fórmulas matemáticas. Mas ésta e una ilusión del hábito y del uso. Al poco tiempo nos acostumbraríamos a la nueva escritura y la actual nos parecería entonces arcaica y oscura. Sin duda para las personas de letras serán siempre más interesantes las formas ortográficas en que la historia de las palabras haya dejado invisibles huellas; pero el lenguaje es de todos, y la comodidad de la mayoría pesa más en tal negocio que el placer de los doctos.

   »En resumen: la ortografía que preconiza y practica el señor Andany es como un anticipo de lo que será verosímilmente la ortografía de lo porvenir, mas esta transformación se hará lentamente y será punto menos que imposible que desaparezcan del todo los elementos etimológicos, porque lo fonético se va convirtiendo en etimológico con el tiempo, por virtud de las variaciones prosódicas. No hay que olvidar que si la pronunciación es principalmente de origen popular, porque el uso común domina en ella, la escritura es de origen letrado y erudito. El pueblo, principalmente, ha hecho la pronunciación castellana; pero la ortografía la han hecho gramáticos, escritores, humanistas, impresores, gentes que tenían presente el latín y el griego y se guiaban por razones literarias y por el uso de los doctos».

   Para concluir estas observaciones debo manifestar que los hispanoamericanos andamos mucho más necesitados que los españoles de una ortografía natural y simple.

   El español más palurdo sabe que zapato se escribe con zeta y que en escepticismo hay una ese y dos ces: nosotros, es decir, los andaluces y nosotros, no lo sabemos, y sólo a fuerza de educar la mano logramos que ésta acabe por saberlo y maquinalmente escriba con corrección. Nos urge, pues, que las palabras se escriban como las pronunciamos.

   Cierto que en lo de la zeta tendremos que buscar un modus vivendi con España, ya que para nosotros es una letra muerta, inútil, estorbosa, que se nos atraganta a cada paso; salvo en tal o cual palabra que la ha menester para presentársenos con su peculiar fisonomía y pergeño, como caza, aunque ni en ésta es indispensable. En efecto, con decir «casería» basta casi siempre, y en ciertos casos con la supresión o el uso del reflexivo se aclara todo, ya que decimos: «se anda casando» o anda casando, y así de las otras palabras en que parece reina absoluta la última letra del abecedario.

 

- XVII -

El teatro poético: su renacimiento en España y en el mundo entero.

Monna Vana. -Francesca de Rimini. -La Nave. -Chantecler.

 -Gerineldo. -Las Hijas del Cid, etc.

   La Moda -me decía poco ha Linares Rivas, autor del bello Caballero Lobo- se vuelve hacia el teatro poético: yo quiero escribir una pieza histórica en verso.

   Y como para corroborar estas palabras, el poeta Eduardo Marquina nos hace un elogio de la forma poética, que él por cierto ha cultivado con éxito así en Las Hijas del Cid (hablé de esta obra en su sazón) como en Doña María la Brava.

   La poesía -dice Marquina en conceptos intensos y llenos de calor de juventud-, la poesía no es la materia, sino «un modo» de la materia. Desde que esta verdad tan fundamental se ha abierto paso, una revolución definitiva ha trastornado y vuelto a crear todos los géneros poéticos. La poesía no es, como afirmaron los neoclásicos dogmáticos ni una selección de asuntos ni un rango de palabras: es una cuestión de forma y una ordenación perfecta de vocablos.

   Pero aquí «forma» y «ordenación» tienen un sentido infinitamente superior al que, de antiguo, se lo atribuía en los tratados, y si han venido a ser todo lo esencial del elemento poético, no es porque de la poesía nos formemos hoy un concepto mas bajo y más estrecho quo los antiguos, sino porque «forma» y «ordenación» tienen, para nosotros, un valor espiritual más hondo y positivo que tuvieron para los retóricos y gramáticos las ideas de «belleza», «armonía», «rima», «lenguaje poético» y demás ingredientes conocidos. Aquélla era una fotografía poética, un plano de la poesía con cálculos de altura y escala de comparación; nosotros pretendemos considerar la poesía «esencialmente» de dentro a fuera, en lo que constituye su acción propia, la ley de su constante creación.

   Es goethiana la frase de «monumentalizar la vida», refiriéndose a la poesía. Y ya en ella, se atribuye a este arte, como a todos una actividad «formal». La vida se nos presenta enlazada, continuada, fuerte, perenne.

Nuestras vidas son los ríos

que van a dar en la mar...

  

   Cada fragmento de esta vida que nosotros arranquemos de la masa total, moriría, aislado de su fuerza de continuidad, como una flor que arranquemos de la planta. Es necesario envolver este fragmento en una forma, sutil y vibrante, capaz de sustituir virtualmente la continuidad material de aquel fragmento con los anteriores, los concomitantes y los sucesivos, que eran la razón de su vida. Es necesario que el hecho aislado, objeto de nuestro canto, si no queremos que muera, logre, en él, la misma «importación en el presente», origen del porvenir, que es íntima forma de la vida.

   La forma poética, de consiguiente, suprime, no el tiempo, sino la medida humana del tiempo.

   Hay en la forma poética, es decir, en la poesía, por encima de todo, esta «reintegración vital» del hecho cantado. Las cosas que desaparecían fatalmente en la evolución material de la vida, las salva la poesía de perecer, creando a su alrededor, con cuanta virtud puede, esta atmósfera sutil de la forma, que se sustituye a la forma temporal. De aquí todas las definiciones, en parte exactas, de la poesía, atribuyendo a este arte, un poder de eternidad. «La poesía revela la ‘esencia’ de las cosas», revela su elemento «eterno», destruye lo accidental y relativo para mostrarnos lo «sustancial» y «absoluto», etc, etc. Todas estas definiciones, en parte exactas, prescinden de la verdadera poética para no fijarse más que en los resultados. La poesía, efectivamente, parece, reducirse a una eternización (monumentalización, ha dicho Goethe) de las cosas; pero no es aislándolas de lo que llamamos tiempo, sino poniéndolas en condiciones de una integración constante en él, como lo logra».

   Y tras este cálido y frondoso elogio de la musa, Marquina nos promete un estudio sobre el teatro poético, estudio que espero con interés y del que me ocuparé a su tiempo.

   Que el público busca nuevas orientaciones dramáticas, es un hecho; que el teatro realista no le satisface ya, es otro hecho innegable.

   «El realismo -dice Álvaro Alcalá Galiano, joven escritor de la aristocracia, española que acaba de enviarme su primer libro, Impresiones de Arte-, el realismo, tal como se entiende, no puede crear un modelo nuevo de tragedia; para llegar a esas alturas necesitaría el sentimiento poético, alma de los grandes trágicos, y esa inspiración idealista que conmueve a todas las razas. Le falta el apoyo del artista y el del público aficionado al drama, porque al encerrar la vida en los estrechos moldes de la comedia, el actor dramático tiene que limitarse a las piezas del antiguo repertorio, ya poético, ya puramente efectista, que le proporciona sus ruidosos éxitos. ¿Cómo explicar, si no, que los grandes artistas sigan representando esos papeles dramáticos de una escuela que hoy desdeñan los autores?... Si el realismo interesara igualmente al espectador, aquéllas se habrían perdido en el olvido; pero, al contrario, esas permanecen y las obras del día pasan con velocidad cinematográfica. Al público no puede interesarle un arte prosaico, falto de sensibilidad, que ni llega al alma, ni conmueve, ni abre nuevos horizontes. El arte no es una fotografía; hay algo más allá de lo que vemos: es lo que imaginamos y lo que sentimos; pero sin imaginación fantaseadora, la obra de arte nunca llega hasta las cumbres de la poesía, que todo lo idealiza. La observación de por sí es crítica, fría y reflexiva, prosaica en su forma y en su fondo. Ha triunfado en el teatro, pero sólo al concebir comedias donde halla el humorismo su adecuado género, satirizando la vida real. Aristófanes, Molière, Sheridan, Moratín y otros ingenios universales que han retratado a sus contemporáneos, sólo fueron autores de comedias; los grandes creadores sacaron de la nada sus figuras inmortales, como Esquilo y Sófocles, Lope de Vega y Calderón, Shakespeare y Schiller, los cuales vieron la realidad bajo la luz del idealismo, que purifica todo lo vulgar y sabe hacer grande hasta lo más inmundo. Sin esa inspiración verdadera del poeta dramático, llena de fuerza y de vigor, la observación y la realidad nos dejarán completamente indiferentes, porque un autor dramático no ha de ponerse al nivel del público, sino que ha de elevar su mentalidad, iniciándole en un arte nuevo. Debe cambiar la forma, debe ampliar más su cuadro, buscando la variedad, que es la nota característica de nuestro tiempo».

   El realismo no ha cumplido ni con los cánones de la estética ni con los cánones de la vida.

   Su único mérito debió ser la verdad; pero ni como verdad ha existido.

   Sus pinturas, exageradas siempre, no nos mostraban al mundo sino prolongado hacia abajo, al revés del idealismo, que nos lo ha mostrado siempre prolongado hacia arriba, hacia el ensueño. La única razón de ser del realismo, el famoso documento humano, es errónea. Jamás ha habido documento humano en esa escuela. Es más verdadero Hamlet y Macbeth y Otelo, que todos los tipos de Zola o de Mirabeau, como es más real lo inverosímil aparente, lo extraordinario, frecuentísimo en la vida, que la tabla rasa de esas existencias sin relieve que se complacían en pintarnos los de la escuela del autor de Madame Bovary, y que, dígase lo que se diga, han sido aderezadas por la imaginación de sus autores.

   La vida siempre es móvil, cambiante, varia, propensa al suceso fértil en el incidente, pintoresca, pasional, maravillosa muchas veces.

   Los realistas nunca supieron verla. Miopes de nacimiento, se han parecido a Descartes, que, por falta de observación delicada y paciente, juzgaba que la inteligencia de los animales no era más que el mecanismo de un reloj bien arreglado.

   Para los realistas, muy capaces de pasarse la vida estudiando cosas nimias mientras el alma múltiple de las cosas mismas alentaba a su lado sin que de ello se percatasen jamás, la verdad tenía que ser forzosamente «normal», «ponderada» en lo alto y extraordinaria, en cambio, en el morbo, en lo patológico. Sólo la enfermedad ha tenido para ellos proporciones. Se han matado los ojos contando las burbujas de cieno, cuando podían contar las estrellas del cielo. La humanidad, con razón, se aparta de ellos decepcionada y procurando aire puro, harta de oler malos olores y de contemplar figuras contrahechas. Un potente y generoso impulso de ideal recorre el mundo y pasa a través de las almas, y el teatro tiene que responder a este impulso. De ahí el nuevo fervor por la poesía escénica; de allí que triunfen D’Annunzio en Italia, Rostand en Francia y en España Benavente cuando sueña, y Marquina cuando poéticamente se asoma a la historia, y Linares Rivas en el emblemático Caballero Lobo, y Castro en el Gerineldo y en la refundición (libérrima) de La Luna de la Sierra, de Vélez Guevara. De allí que cada día el público se muestre más amigo del teatro clásico y más displicente ante el perennemente estúpido problema del adulterio... que siguen sirviéndonos ciertos europeos.

   Los mismos Quintero, fotógrafos expertos, procuran condensar en sus obras o diluir en ellas (según) la mayor cantidad de ensueño. Ejemplos: La lucecita, que veía El Centenario, y el novelesco amor de Doña Clarines. El público aplaude estas tentativas. Tiene bastante el pobre con la enojosa y desabrida realidad diaria, y va a buscar al teatro un poco de generoso ensueño que lo reconforte. Ríe de buena gana los realismos, cuando son amables sátiras de la vida, pero en cuanto se les vuelven transcendentales pone gesto de pocos amigos. Quien dude de que volvemos al teatro poético con el ímpetu del hijo pródigo a los brazos de su padre, que lea cuanto se refiere al triunfo de Rostand en Chantecler.

   «Todo es Chantecler, todo para Chantecler» -decía sonriendo, en víspera del estreno de la obra de Rostand, Enrique Gómez Carrillo.

   Todo es Chantecler, todo para Chantecler... Los ministros y los embajadores que, por lo general, tienen poco respeto por los poetas, ahora se inclinan ante Rostand como ante un semidiós. Los periódicos publican cada mañana los nombres de los elegidos que han gozado de la sin par ventura de asistir a la repétitión de algunas escenas. Ayer era Clemenceau; anteayer Briand; hoy, según se asegura, será el mismísimo Fallières. Mas esto no es todo. En las tertulias bulevarderas de los iniciados, un rumor halagüeño y extraordinario circula desde hace algunos días. «El príncipe heredero de Alemania -dicen los que todo lo saben- va a venir de incógnito a París, con objeto de ver el estreno.» Y aunque la noticia probablemente es falsa, no tiene en el fondo nada que pueda extrañar a los parisienses, que viven en una atmósfera obsesionante de «chanteclerismo», que no piensan sino en Chantecler, que no hablan sino de Chantecler.

   ¡La «chantecleritis» nacional! -exclama un ironista.

   No hay, en efecto, más que leer los periódicos puramente noticiosos, ajenos a toda literatura y desdeñosos de toda estética, para comprenderlo.

   He aquí el Matin. En su primera página encontramos algunas noticias que nos interesan. «Un ministro -dice una de ellas- no puede aceptar ninguna invitación desde el 1.º de Enero, pues desea estar libre la noche del estreno de Chantecler.» Y otra: «El doctor Cazin, distinguido cirujano de la Cruz Roja, contaba el otro día que dos clientes suyas, de la más elevada alcurnia, enfermas de cuidado y que deben ser operadas, se niegan a dejarse operar antes de haber asistido al estreno.» Y otra: «Un multimillonario americano, que había tomado un palco para la première de Chantecler, creyendo que se verificaría en la fecha señalada, o sea hace más de quince días, y que tenía urgencia de volver a Nueva York, se queja de los perjuicios que los aplazamientos de la gran solemnidad le causan; pero no consiente en marcharse antes de haber oído cantar el gallo simbólico.» Estos son los «grandes casos», los casos dignos de publicarse.

   Pero no son ni los más interesantes ni los más conmovedores. Otros hay, menos conocidos, que indican mejor el entusiasmo popular.

   -En las fábricas -decíame ayer un amigo- los obreros toman una butaca para Chantecler, como en España las cigarreras compran un billete de lotería de Navidad. Cada uno pone una peseta. Luego, solemnemente, se rifa el papelito color de rosa. El que lo gana, asistirá en nombre de todos a la fiesta magnífica.

   En los círculos literarios, la fiebre es increíble.

   -¿Va usted al estreno? -se preguntan todos los chers confréres al encontrarse.

   Y todos contestan:

   -Sí... Sí... Naturalmente...

   Pero, en realidad, son muy pocos los que tienen la suerte de haber recibido una butaca. Y los demás intrigan, y sufren, y se creen humillados...

   Para la Prensa extranjera, como un gran favor, Rostand ha dado cuarenta butacas. «Somos los cuarenta escogidos -decíame mi querido Ricardo Blasco que, como todos lo saben, es uno de los corresponsales aquí más estimados y más conocidos-; somos los cuarenta envidiados.» Yo comencé por sonreír. Mas luego, viendo que por mi modesto fauteuil se me ofrecen ya, no ciento, sino hasta mil francos, he llegado a ponerme serio.

   ¡Una butaca de doscientos duros!... ¡Pensar que hay muchos periodistas que pagan tal suma!...

   -¿Qué quiere usted que hagamos? -preguntan los que han venido de Nueva York, de Chicago, de Berlín, de Viena, con el encargo de hacer la «crítica» telegráfica del estreno-. Si no asistimos a la première, no habremos cumplido con nuestro deber, y nuestros directores nos harán los cargos consiguientes...

   -¿Tanto interesa Chantecler en vuestros países? -preguntan los escépticos.

   -Más de lo que se cree, pues la fiebre no es nacional, sino internacional... Los italianos, sobre todo los ardientes y sonoros italianos, no duermen pensando en Chantecler. «Todos los grandes poetas toscanos -dice el Secolo- se disputan con acritud el honor de traducir la obra desconocida.» En Inglaterra y en Alemania pasa algo por el estilo.

   Sólo en España tienen razón. Porque de una comedia que es toda magia verbal, toda alarde de ingenio, toda juego de luces, qué es, os pregunto, lo que se puede traducir...

   Hasta para contar el argumento creo que Ricardo Blasco se verá esta noche en gratides apuros, cuando, después de cada acto, tome su pluma de escritor telegráfico y se diga: «Hay que comunicar esto a Madrid cual si fuera el relato de una batalla».

   Y después del estreno, y aun cuando la obra de Rostand no es extraordinaria ni mucho menos, la magia omnipotente, de la rima se enseñorea de tal suerte de las almas, que la propia aridez crítica se vuelve toda flores.

   L’Action, de Mr. Henry Berenger, dice:

   «En una época en que la poesía parecía imposible ya para el teatro, Edmundo Rostand ha tenido la gloria de rejuvenecerla» («rejuvenecerla» digo yo, a ella que es la eterna juventud), de crearla de nuevo, de adaptarla a todos los movimientos de la acción, a todos los estremecimientos de la vida, a todos los sobresaltos del alma. Ya rápida y desnuda como una prosa, ya sonora como una risa y lírica como un ensueño, esta poesía multiplica el prodigio de un drama, cambiante como la vida misma, pájaro maravilloso que ora marcha sobre la tierra, ora canta al cielo, y cuyo plumaje, por momentos replegado, se despliega y se alza de pronto con musical irradiación de alas endiamantadas».

   Decid francamente si soñabais que en París y en el siglo XX la poesía obtuviese de la crítica sufragios tales. Mas no es esto todo. Oid al flemático Times, que exclama:

   «Es una obra llena de delicias literarias, de alta fantasía, de extraordinaria virtuosidad en la versificación -acrobatismo he oído decir-; algunas veces hay en ella verdadero fervor lírico que está inspirado por el sincero amor y conocimiento de la naturaleza en sus más secretos repliegues. Es nuevo, es ingenioso, es divertido esto como espectáculo. Es, en una palabra, una obra extraordinaria que sólo Rostand podría concebir».

   Y el Daily Chronicle:

   «La literatura francesa es todavía más rica ahora que ayer. Gracias al genio de M. Rostand acaba de recoger una herencia nueva y gloriosa.

   ¡Cómo alabar cual conviene esta exquisita pieza en verso con sus sátiras y sus respuestas espirituales y su exposición franca de los pecados humanos:

   la vanidad, la charlatanería, la hipocresía y la arrogancia! Es Voltaire combinado con Rabelais, sin la vulgaridad del uno y sin la amargura del otro».

   Y así, los periódicos todos del mundo. Hemos visto, pues, a las naciones cultas del planeta ocupadas en discutir apasionadamente durante meses una obra del teatro poético. A quien después de esto dude del nuevo fervor espiritual que enciende los corazones del reinado nuevo del alto señor que se llama Ideal, ¿qué podríamos decirle?

   Y con respecto a aquellos que lamenten la caída del realismo, que no se desconsuelen más de lo oportuno: nada pierden. Decir que una obra es realista, no es precisamente decir que pinta la vida tal cual es. La vida tal cual es, sólo la pintan los poetas. Retratar con la pluma, con la palabra, con el pincel, es, en suma, fisiológicamente imposible. En las escuelas se ha llevado a cabo este experimento que espero convencerá a los amigos apasionados del realismo. Se les ha mostrado a varios alumnos un paisaje o una habitación amueblada, o simplemente un cuadro. Se les ha hecho que los miren con detenimiento y en seguida se les ha pedido que describan lo que han visto. Pues bien, no ha habido jamás dos discípulos que estén de acuerdo. Todos ven cosas diferentes o ven las cosas de distinto modo. Si cuatro artistas pintan un rincón pintoresco, diferirán los cuatro de tal modo al pintarlo, que apenas podrán compararse los cuatro lienzos. Cuando los Goncourt dijeron que el arte era un rincón de naturaleza visto a través de un temperamento, condenaron en absoluto el realismo, porque los temperamentos no fotografían, no traducen siquiera.

   Crean con los elementos exteriores extraordinarias arquitecturas internas...

   Pero volvamos al drama poético.

   El triunfo -más ruidoso aún que el de Rostand- de Gabriel D’Annunzio en La Nave, es otra prueba de la sed de entusiasmo y de ensueño que tienen los públicos civilizados.

   En Madrid, la devoción con que va a oírse al Benavente idealista, al de Los Intereses Creados, al de El Príncipe que todo lo aprendió en los libros, al de La Escuela de las Princesas, refuerza mi decir.

   El verso, proscrito momentáneamente de la escena, es acogido de nuevo como amo y señor, y el ilustre autor dramático que dijo que en España el porvenir del teatro está en el renacimiento poético, tiene mil veces razón.

   Así lo cree conmigo el ya citado Álvaro Alcalá Galiano, quien, comentando las palabras que subrayo, añade:

   «En Francia, en Italia, en Inglaterra, los poetas se han alzado victoriosos contra la prosaica escuela decadente, como hicieron los románticos antaño contra la frialdad clásica de la vieja escuela que derrumbaron. A principios de este siglo vemos la inspiración poética rompiendo de nuevo la superficie de hielo que cubría el volcán apagado».

   Pero no es esto todo. No sólo triunfa la poesía en el teatro, sino que triunfa la Historia poéticamente evocada, como en los tiempos de Shakespeare o en los de Schiller y Víctor Hugo.

   La historia en la vida -dice nuestro Álvaro- como en la escena, es la mejor educadora de los hombres, porque ha producido los más grandes dramas en la realidad, como las más hermosas obras en el teatro.

   «Es el pasado en donde se combina la realidad con la poesía, el ideal con las tablas, el esplendor del cuadro que evoca la mise en scène, con la fuerza dramática de las pasiones. Así lo entendió el propio Ibsen en Catilina y Emperador y Galileo; Maeterlinck en Monna Vanna, y hasta Sudermann al dar una espléndida evocación del antiguo Oriente en su tragedia bíblica Johannes. Tener en estos prosaicos tiempos de la escuela moderna un psicólogo como Paul Hervieu, abordando el gran drama histórico Theoroigne de Méricourt, es prueba de que para los dramaturgos, como para los poetas, el pasado es fondo inagotable de inspiración que seduce al artista y logra deleitar al público. En Italia, Gabriel D’Annunzio, con Francesca da Rimini, intentó unir la forma poética y el drama. En Francia, los triunfos inolvidables de Edmond Rostand con Cyrano de Bergerac y L’Aiglon, hacen prever que este renacimiento poético del teatro tendrá lugar al abrir las viejas páginas de la Historia, evocando de nuevo ante el mundo la resurrección ficticia de sus héroes, sepultados en la tumba del olvido».

   Tengamos, pues, fe, ¡oh señora poesía!, ¡oh alta musa! El mundo es todavía tuyo. Te creyeron muerta, pero dormías únicamente; como la hija de Jairo.

   Vuelve a las tablas de donde te proscribió la árida dramaturgia de última hora, para arrastrar ante los públicos en éxtasis tu manto de emperatriz. ¡Oh musa que hablaste por las bocas de fuego de las Rachel, de las Ristori y de las Sarahs: tuya es de nuevo el alma humana! ¡Tómala en tus brazos, sacúdela, ennoblécela, vivifícala y lánzate otra vez con ella hacia el azul, en medio del abejeo de las estrellas.

 

- XVIII -

El teatro poético.

(2.º Informe)

   Será preciso que vuelva a hablar a ustedes del teatro poético.

   Trátase de la cuestión palpitante.

   La idea está en el ambiente y cada día obtiene un más señalado triunfo en Europa.

   No cabe ya ignorarla ni desdeñarla.

   El teatro realista, de costumbres (¡y qué costumbres nos viene pintando desde hace veinte años, Dios eterno!), rinde una batalla decisiva. El público da la espalda a las miserias de la vida para volver los ojos a la única realidad, a la interior arquitectura de su ensueño.

   Cada día una nueva obra «poética» viene a reforzar el caudal de este teatro del porvenir.

   Ahora quiero hablar de tres de estas obras, casi simultáneas: una tragedia italiana La Beffa, de Benelli, que acaba de triunfar en París; una comedia española, Las figuras del Quijote, de Carlos Fernández Shaw, y una pieza para niños representada en la Comedia, de Madrid, La Cabeza del Dragón, del incomparable Valle Inclán.

   La Beffa es una tragedia toscana, esencialmente poética. Su acción hace pensar en Boccacio y en sus continuadores. «Es -como decía el mismo Benelli- un encaje mojado en sangre».

   He aquí como refiere un cronista el argumento de la pieza:

   «El caballero Gianneto Malespina tiene una linda querida que se llama Ginebra.

   Una noche, los hermanos Neri y Gabriel Chiaramantesi, bravos de oficio, enamorados de la dama, meten a Gianneto en un saco, lo echan al Arno y se creen dueños de amar sin ser molestados por nadie. Pero Malespina se salva de la cruel beffa y, a su vez, logra hacer encerrar como loco al mayor de los Chiaramantesi, al terrible Neri. «Ya ves -le dice- que la maña vale más que la fuerza. Tú eres hercúleo. Yo soy ingenioso. Tú estás aquí atado con terribles cadenas, mientras yo consuelo a la rubia Ginebra de tu ausencia».

   Al cabo de algunos días, Gianneto hace poner en libertad a Nieri y le dice: «Esta noche, si quieres matarme, ven a casa de la Ginebra. En su cama me encontrarás, amoroso y decidido. Ven. Señor loco, ven».

   Al mismo tiempo la Ginebra ha dado cita al menor de los Chiaramantesi, a Gabriel, de modo que cuando Neri, loco de celos, entra en la alcoba con el puñal en la mano, en vez de matar a su enemigo, mata a su propio hermano.

   Historias como ésta -concluye el expositor- las hay a millares en la literatura toscana de antaño y hogaño. Pero lo que no abunda en ningún país es ese acento feroz y lírico de deseo, de odio, de venganza, de heroísmo, de traición y de burla. Ese acento es el que ha triunfado en Italia y en Francia».

   Ese acento, digo yo, sólo puede producirlo el teatro poético y llega ahora casi con el prestigio de la novedad, después de tantos y tantos años de diálogos familiares, en que los conflictos amorosos son siempre pedestres, en que se dicen máximas de mundología mediocre, en que la mujer engaña al marido por interés o por vicio, no por pasión...

   París tiene el delito de todo eso y por ello triunfa La Beffa.

   Por la primera vez desde que París existe -dice Gómez Carrillo- una obra extranjera cuyo autor es joven, obtiene un éxito grande, ruidoso, unánime y sin ninguna clase de restricciones, como aquellos que acogieron las comedias de Ibsen y de D’Annunzio, en tiempos de Sarah Bernhardt como actriz y sin Jean Richepin como poeta, la tragedia toscana habría triunfado. Hay tanta poesía en esas aventuras florentinas, que son ligeras cual encajes y ardientes cual fiebres!... Al solo ver, cuando el telón se levanta, los trajes de los señores del Renacimiento, amplios y solemnes y cubiertos de oro como las túnicas de los iconos bizantinos, la magnificencia del siglo de Miguel Ángel comienza a alucinarnos. Y luego, al oír el nombre de Lorenzo de Médicis, la ilusión se completa y se precisa.

   ¡Lorenzo el magnífico!...

   Toda la belleza galante acude a nuestra imaginación para fascinarnos en cuanto oímos este nombre. Porque Lorenzo el magnífico es, al mismo tiempo, el espíritu pagano y la pasión cristiana; es el arte impecable, es la sutileza platónica, es la elegancia oriental, es el lujo estupendo y es, asimismo, la crueldad más refinada y la más refinada cortesía: y es el amor voraz, que devora las almas cual un incendio; el amor con sus divisiones horrores, el amor hecho de celos y de lujuria, el amor florentino, en una palabra».

   El amor poético, digo yo, para concluir.

   En cuanto a Las figuras del Quijote, trátase de una ampliación de cierta obrita muy bella, que gustó en Apolo en su tiempo y que se llama La venta de Don Quijote.

   La idea es muy simpática y muy poética al propio tiempo:

   Un día, cierto genio que paseaba por ruines pueblos de la Mancha su manquedad y su inopia, topa con una mezquina venta donde por vil precio le dan más vil hospitalidad aún. Come las sobras de la cocina, duerme en el pajar o en el patio sobre los bultos que la arriería ha de cargar mañana en los tardos mulos. Y aun así el ventero juzga que le da harto para lo que paga.

   Un día llega a la venta con gran estrépito, produciendo un escándalo y una alharaca inconcebibles en la modorra y el sosiego insípido y pertinaz del campo, un pobre loco de los contornos. Este sueña con desfacer agravios y remediar entuertos. Lleva en el alma un casto y luciente penacho de ensueños... Ama un fantasma blanco, al cual ha puesto un nombre que es música en el oído y miel en los labios (mel in ore melos in aure). Pregunta quiénes son los oprimidos para remediarlos, quiénes las damas acuitadas para socorrerlas con la fuerza de su brazo... Todos reían de él menos el manco.

   Por la noche, el loco, a quien un ímpetu de redención devora las entrañas, se levanta de su jergón y recorre la venta.

   Una criada gorda y sensual que tiene cita con el novio en un pajar, topa con él en la sombra.

   -¡Es Dulcinea! -exclama el loco.

   Y allí de los juramentos estentóreos, de las líricas protestas a la princesa lejana...

   Toda la venta se despierta. Jura el ventero, chillan las mozas ríen los arrieros. El loco con la espada desnuda rubrica el aire... Al fin todos ríen... menos el manco!

   En esto llegan el cura, su sobrina y el ama. Van a recoger al pobre Quijano, que se les ha escapado...

   Él se revela... pero el manco está allí, el manco que lo calma, que aprueba sus palabras, que finge creer en sus fantasmas.

   El loco le tiende la mano y se la estrecha con una afectuosa y enérgica convicción.

   -Vos, caballero, sois discreto y me comprendéis -le dice-. ¿Cómo os llamáis?

   -Miguel de Cervantes.

   -Pues sois el único que me habéis entendido. -Y se aleja con los suyos. El manco lo ve partir melancólico y exclama:

   -Yo te haré inmortal, loco sublime.

   Y escribe después el Quijote.

   Veamos ahora, tras esta mi rápida exposición, las opiniones de la crítica.

   Alejandro Miquis, que con extensión y seriedad se ocupa de la tendencia poética de la obra y de su importancia, nos dice:

   «Nuestro teatro padece tremendo anquilosamiento por haberse encerrado en una orientación única y demasiado rígida, y el teatro poético (y de este tema, que está desarrollando actualmente en un caro colega un autor poeta, será necesario hablar extensamente) es una de las formas fuera de esa orientación que más urge llevar a nuestra empobrecida escena.

   De cómo ha realizado el señor Fernández Shaw su idea llevando a la práctica su propósito, apenas si hay que hablar. Las figuras del Quijote no es, en realidad, una obra nueva: es una adaptación a ambiente distinto de La venta de Don Quijote que, con música de Chapí, aplaudimos todos durante muchas noches en Apolo.

   Entonces la obra fue muy favorablemente juzgada por la crítica y ahora no sería procedente ni motivado el juicio de revisión. En todo caso procederá aumentar los elogios que en aquella época se hicieron al señor Shaw, ya que las variaciones importantes, se reducen a la sustitución de los cantables por bellísimas escenas en admirables versos, de que la amabilidad del autor nos permite ofrecer a nuestros lectores preciada muestra.

   Lo que no sería de ningún modo procedente es discutir si es lícito llevar a la escena figuras como las de Don Quijote y su escudero, y sobre todo, si al llevarlas es posible que adquieran no ya más vida, sino la propia intensísima que en la novela tienen. Este problema arduo no es del momento.

   Cuanto a la interpretación, no puede decirse que fue afortunada; pero tampoco me parece justo censurar por ella a los actores de Lara, que estaban fuera de su ambiente y alejados de su habitual medio de expresión.

   Los actores actuales, deformados por el mal gusto del público, han ido olvidando poco a poco la tradición gloriosa de nuestro Teatro: no cultivan el verso ni hacen habitualmente sino tipos del día, y esto forzosamente ha de traducirse, por mucho que sea el talento de ellos, en deficiencias cuando llegan casos como el estreno de anoche. Es justo, pues, callar piadosamente los nombres de los equivocados y consignar sólo el de la señorita Alba, actriz que anoche logró la más completa consagración de su talento y de su arte, que muchas veces he elogiado aquí mismo. En la escena del segundo acto con don Alonso hizo una maravillosa labor de mímica facial, a que pocos actores pueden elevarse; y de tal modo supo expresar todas las impresiones que en la Pingajosa producían las palabras del Hidalgo, que bien puede decirse que nadie podrá hacer más ni mejor en ese papel.

   Y ahora aguardemos a que el ejemplo del señor Fernández Shaw sea seguido y venga pronto ese Teatro poético que nos está haciendo muchísima falta».

   Fernández Shaw escribió para su obra un prólogo en verso que siento no poder reproducir por su extensión y que no quiero mutilar.

   Miquis le llama «lo más interesante de la función» y añade:

   «En él, el autor ilustre de la Poesía del mar, el más grande ciertamente, de los poetas españoles actuales, hizo una, alta y noble declaración de propósitos: su obra era una tentativa mejor, la primera piedra aportada para un edificio ideal, sagrario guardador del alma hispana. Para un Teatro poético y patriótico que haga resurgir la fuerza histórica de nuestra raza en nobles figuras para las que el señor Fernández Shaw quiere el habla de Rojas y el pensar calderoniano.

   El prólogo, con tal contenido y con la forma magnífica propia de su autor, forzosamente había de ser una obra admirable y admirada, y así fue:

   cuantas ideas en él expone el señor Fernández Shaw fueron subrayadas por el asentimiento del público, y en más de una ocasión fue el prólogo interrumpido por los aplausos, justos, calurosos y entusiastas, de todos.

   El autor de Las figuras del Quijote ganó, pues, fácilmente la primera batalla y conquistó con su prólogo muchos partidarios fervientes para su idea. Realmente, nadie puede ser adversario de ella. El resurgimiento de nuestra raza, mejor aún el resurgimiento de nuestra patria, puede tener cuna y templo en el Teatro, y el resurgimiento del Teatro castizamente español ha de ser obra de los poetas que sepan, como Fernández Shaw, pensar hondo y sentir alto».

   Toca, por último, sitio en esta somera reseña a La cabeza del Dragón, de Valle Inclán. Trátase de una obra para los niños, la cual viene a aumentar el acervo de ese Teatro Infantil que inició Benavente y del cual en diversas ocasiones he hablado a usted.

   Todos sabemos que Valle Inclán es estilista máximo, y por lo mismo nada tiene de raro que su obrita, ingenua por aquellos a quienes se dirige, sea pulida y preciosa como cuanto es suyo.

   Trátase de una fábula de un interés intenso, de un colorido de estampa, desarrollada con la instintiva técnica y maestría peculiar de su autor.

   He aquí, pues, las tres valiosas contribuciones al teatro poético.

   Pero hay algo más: hay un estudio muy jugoso y cálido de Marquina, el que nos prometía el mes pasado, y que trata a fondo la cuestión.

   Mis informes son, más que todo, una revista de ideas, de opiniones, de doctrinas acerca de aquellas actualidades docentes que usted, señor ministro, se ha servido señalarme.

   Fuerza será, por tanto, que reproduzca el pensamiento de Marquina, que tan bellamente ilustra la importantísima cuestión.

   Dice, pues, el poeta lo siguiente:

   El Teatro Poético. -El fondo del problema.

   Los que quieren hacer del «drama histórico» una reproducción científicamente exacta de un hecho pasado cualquiera, están tan alejados del verdadero teatro poético, como los cultivadores del teatro moderno en su acepción verista, realista, naturalista o francesa, como yo acostumbro a llamarla, con un apelativo inexacto, pero que evoca el género de una manera más amplia y comprensiva.

   Lo primero que resultaría anacrónico en un teatro histórico con pujos de realidad científica, es el verso. Consta que en época alguna han tenido los hombres por costumbre metrificar ni rimar la expresión de sus propios sentimientos en el dialogar ordinario de la vida. Y suprimido el verso, que lleva consigo una «tónica» general en todo el drama, caen con él muchos de los artificios, adornos, licencias y libertades, que son otras tantas necesidades de la expresión y que, en el drama histórico, por un consentimiento tácito y usual, se vienen permitiendo.

   Aún cabría sutilizar las exigencias y no consentir en cada drama histórico el empleo de giros, palabras y locuciones que no constaran en el léxico conocido de las épocas respectivas. Así resultaría un drama escrito en castellano del siglo XII o XIII perfectamente incomprensible para los espectadores de hoy.

   Extended a los accesorios, a la indumentaria, suntuaria arquitectura, etc., las mismas exigencias que se tienen con el idioma y su forma, mostraos tan implacables de estas exigencias como os permite y os enseña a serlo la verdad que preconizan las obras del día, y habréis hecho el teatro histórico, o inadmisible por faltar a estas reglas, o por atenerse a ellas, pedante, insustancial y fatigoso.

   Cogido entre estos dos extremos, al teatro histórico no le queda otro remedio que desaparecer por anacrónico o arrostrar por incomprensible la fría desatención de sus espectadores.

   La crítica, en ambos casos, cumple con su cometido condenándolo. Y, en general, eso venía haciendo la crítica con los escasos dramas llamados históricos que de cuando en cuando, como cadáveres galvanizados de un pasado muerto, se arriesgaban a levantar, en nuestros escenarios, el sudario de olvido que envolvía a todo el género.

   En estas circunstancias, desde su pedestal de príncipe del teatro moderno, que la crítica unánime le había adjudicado, y por una de estas contradicciones que caracterizan a los ingenios extraordinarios, Benavente publica su famosa alocución llamando a los poetas al teatro.

   Se dio al grito toda la resonancia que, por venir de donde vino, merecía. Pero, en general, se pensó poco acerca de este grito; muy pocos trataron de darle un sentido dentro de la tónica general del teatro de Benavente; casi ninguno se preguntó para qué fin este hombre tan a la moderna llamaba a los poetas al teatro, y, a la vuelta de un par de años, hemos de confesar que la alocución citada se ha olvidado casi, que las cosas siguen estando como estaban, y que muy contadas personas echan de menos a los poetas en las tablas de los escenarios.

   Y, sin embargo, la idea del teatro poético sigue abriéndose paso. En estos dos años, Benavente logra dos éxitos excepcionales con Los intereses creados y El príncipe que todo lo aprendió en los libros, dos obras francamente «poéticas»; en Francia, Rivoire, con El buen rey Dagoberto resucita las grandes noches de la Comedie française; Rostand halla modo de entretener la curiosidad mundial durante algunas semanas con su Chantecler; en Italia, D’Annunzio convierte en solemnidad nacional el estreno de La Nave; desde Bélgica logra Maeterlinck, con su Pájaro azul, un éxito europeo... Y al lado de esto, Bernstein se ablanda, Capus se aburguesa más cada día, Donnay fatiga: una ráfaga de cansancio y de duda parece helar de antemano los últimos brotes raquíticos del ingenio francés. El artificio de los medios tonos prudentes que acusa las épocas de agotamiento, mancha de la mediocridad la producción transpirenaica. Las tragedias abigarradas del mundanismo trashumante, la horrenda miseria moral del París moderno, las convulsiones sociales, a veces sangrientas, con que pasado y porvenir están librando sus combates en el fondo de la conciencia actual, no inspiran a los dramaturgos franceses ni una fábula digna del momento, ni una máscara en armonía con semejante fábula.

   Su teatro es una columna plástica de la revista o del periódico. Los autores dialogan en él la «Crónica del día» y nada más. A fuerza de limitaciones y de timideces hemos desvirtuado por completo la dramática.

   Ya el teatro no evoca la vida, la diseca. La ofrece disecada, inmóvil, inerte, en un momento único de su desarrollo, con todos los colores, con todas las flexiones, con todos los detalles del natural; pero muerta, inevitablemente muerta, sin raíces dentro de la tierra y sin perfumes en la violación del aire; sin pasado ni porvenir.

   ¿Dónde la salvación?

   Si lo que se pide es una fórmula, me va a ser muy difícil concretarla. Si la buena voluntad de mis lectores me quiere seguir acompañando, trataré de demostrarles que esta anhelada renovación está en el teatro poético.

   Hemos hecho imposible el drama histórico por empeñarnos en que sea un drama «moderno»... de ayer. Y estamos acabando de matar el drama moderno por empeñarnos en que sea un drama «histórico»... de hoy. Es decir, que en ambos casos, lo que mata al Teatro no es el género de la producción, sino el modo de concebirla y la forma, correlativa de la concepción, en que la encerramos. Quitarle al pasado su «misterio» y quitarle al presente su trascendencia, parece que sea procedimiento moderno de verdadera ciencia y servicio meritorio de la verdad. Pero es, en realidad, un crimen de biología universal, una superchería odiosa y falsísima.

   La pretendida verdad histórica es tan relativa y accidental y cambiante y dudosa como la pretendida verdad naturalista de ciertas obras que se precian de reproducir la vida moderna exactamente, cuando lo que hacen es detenerla para marcar, sobre un fondo, su silueta, de un momento.

   Hay que llegar al fondo del problema. Y el fondo del problema, como procuraremos demostrar a nuestros lectores en otros artículos, es éste, de una vez para todas: en el teatro no se trata de verdad, sino de poesía.

   E. Marquina. Me alegra ver que Marquina y yo coincidamos de tal suerte en nuestras apreciaciones, exponiendo él las mismas ideas que hace un mes exponía yo a usted en mi informe.

   La verdad histórica, en efecto, no existe y es infantil condenar en nombre de ella al teatro poético.

   Los hechos de que ha sido escenario el mundo son no sólo difíciles, sino imposibles de desentrañar, porque al producirse, los hombres que los presenciaban veían los de distinto modo, los narraban diversamente, y la imaginación de las multitudes los adulteraba en seguida. Pero los movimientos que han determinado estos hechos, sí son palpables, apreciables en todos sus detalles y constituyen el mejor documento, la mejor narración del hecho mismo; así como los vicios o virtudes de un hijo nos prueban hasta la evidencia los de sus antecesores.

   Los mismos Evangelios, que son el documento por excelencia de la fe cristiana, no constituyen, como dice muy bien el Padre Loisy, «más que un eco, necesariamente debilitado y un poco mezclado, de la palabra de Jesús; queda la impresión general que Él ha dejado a sus oyentes bien dispuestos, así como las más hirientes de sus sentencias, tal cual han sido comprendidas e interpretadas»; pero en cambio, el movimiento del cual fue Jesús el iniciador, está ahí, nos rodea, vive, palpita, englosa media humanidad, y esa nos dice más sobre la naturaleza y la excelencia del Cristo que todos los cotejos y críticas de los sinópticos.

   Ahora bien: los poetas, con su receptividad exquisita, retienen y luego formulan de una manera eterna estos grandes movimientos humanos, y por eso los verdaderos historiadores son un Homero, un Hesiodo, un Moisés y un Dante y un Shakespeare y un Cervantes y un Hugo; y por eso la obra poética es la única realidad incontestable; y por eso el teatro poético es el teatro por excelencia, del pasado, del presente y del porvenir.

 

- XIX -

Inauguración del teatro para los niños.

   Antes de lo que yo mismo imaginaba, el teatro para niños, de que recientemente hablé a usted, pasó del proyecto a la realidad.

   El 20 de diciembre, y en el hermoso y elegante teatrito del Príncipe Alfonso, efectuóse la primera representación, con el éxito más franco y simpático que pudiera desearse. El día mismo de la inauguración, el ilustre Benavente decía en una de sus sabrosas crónicas de El Imparcial:

   «Hoy empezará sus representaciones el Teatro para los niños. Nada diré de sus principios, por tener yo tanta parte en ellos. Otros autores vendrán después que justifiquen el elogio. Por ahora baste con alabar la intención y agradecer a la compañía del teatro y a su director, Fernando Porredón, el entusiasmo, la fe ciega, el desinterés absoluto puesto al servicio de la idea. En compañías de pretensiones y en empresas de fuste, no es tan fácil encontrar todo eso.

   «No se aspira a la perfección ni mucho menos; es un ensayo, un modesto ensayo de un teatro en que los niños no oirán ni verán nada que pueda empañar la limpieza de su corazón ni de su inteligencia. No saldrán de allí con adquisiciones preciosas en su vocabulario, como la «vértiga», la «órdiga» y otras expresiones. No se iniciarán en los encantos del garrotín y del molinete.

   «Si la idea fracasara y yo tuviera la conciencia de que no era por culpa mía ni de cuantos han de ayudar y servir en la empresa, hago voto solemne de escribir, en desagravio de mi error y agravio de lo ajeno, una «cachunda» de gran espectáculo, que dedicaré a cuantas y cuantos se lamentan de la inmoralidad en el teatro».

   A pesar de la ligera tinta de irónico pesimismo que se trasluce en las líneas anteriores, la idea ha prendido y el éxito es para alentar a cualquiera. Claro que se necesitan autores que ayuden a Benavente; ¿pero podrían faltar en esta España, tan fecunda en obras teatrales, unas cuantas para los niños, para los que son la verdadera España nueva?

   Que el éxito es sólido pruébanlo no sólo presunciones afectuosas como las mías, sino afirmaciones amplias de la crítica madrileña.

   José de Laserna, el sagaz crítico de El Imparcial, refiriéndose a la inauguración del Teatro para los niños, dice:

   «Una hermosa iniciativa de Benavente comenzó a realizarse ayer, y con tanta fortuna y tan brillantísimo éxito que, apenas comenzada, pudiera decirse que está ya concluida.

   No ha sido un ensayo con la vacilación y la inseguridad de los tanteos en las primeras pruebas de una obra magna, casi sin precedentes:

   ha sido la obra misma que surge perfecta, en cuanto cabe la perfección humana, del genio creador de tantas obras admirables.

   Hágase el teatro, dijo, y el teatro fue hecho.

   Ya tienen nuestros ingenios y nuestros poetas la pauta que seguir y el modelo a quien imitar, y, a su imagen y semejanza, la conquista de los más frescos laureles y los más puros sufragios a que puedan aspirar los sabios y los buenos.

   «Que los niños se diviertan y que los grandes no se aburran.» Ahí es nada, hinchar... esta fórmula. Ayer los grandes y los chicos se confundieron en el mismo deleite y todos a una aclamamos al supremo hacedor de tan encantadores mundos de poesía, de ternura y de gracia, de compasión y de piedad también.

   Las tristes realidades humanas que en la comedia primera, ya elocuente en su titulo -Ganarse la vida-, nos mueven a la conmiseración de los explotados y los oprimidos, ofrécense como contraste a las ideales fantasías de El príncipe que todo lo aprendió en los libros.

   Ganarse la vida, es una preparación, un anticipado reverso de El príncipe azul, y así estas dos caras de una misma medalla se completan en un todo indivisible de continuidad.

   Perdón, Juanito; perdón, Mariquita, si me pongo pedante y os hablo un lenguaje que, afortunadamente, no comprendéis. Es que yo soy ya grande; y esto, el hacerse grande, es una cosa que da lástima que les pase a los chicos, según acaso hayáis ya leído en alguno de los siete u ocho kilos de libros con que os veo ir cargados todos los días al colegio.

   Fijaos en el príncipe azul, el que todo lo aprendió en los libros y no aprendió nada, y lo comprenderéis. Lo mejor que aprendió aquel príncipe bueno, generoso, valiente, fue en la vida. Los libros, casi todos los libros, andan todavía por un lado y la vida por otro.

   Pero es preciso que os fijéis en aquellos dos pobres niños «que se ganaban la vida» en casa de sus avaros y descastados tíos, y no les pongáis polvos de pica ni les tiréis pellizcos como su primo el rico, y compadeceos por la severidad con que se les trata y amadlos por la bondad de su corazón y por el filial sacrificio que hacen escribiendo a su madre lo contentos que están, lo bien que lo pasan... y lo escriben llorando.

   Luego veréis al príncipe azul «que realizó sus ensueños porque creía en ellos».

   Las hadas generosas que buscaba, los monstruosos ogros que temía y que los libros le enseñaron, no existen; pero hay hadas y hay ogros, unas que venerar y otros que destruir, porque éstos son los verdaderos ogros que se tragan las casas y las tierras de las víctimas de sus sórdidas garras, y aquéllas las verdaderas hadas que infunden el ánimo, la nobleza, el bien.

   La ciencia, ¡ah, la ciencia! Cuando el príncipe ha de escoger, perdido en el bosque, entre dos caminos, su preceptor, eminente, vacila.

   La carta geográfica no está clara. Pero era que el preceptor saltó dos líneas. La ciencia no se equivoca nunca. Los que se equivocan son los sabios, lo cual no es igual, aunque viene a ser lo mismo...

   Decir la luminosa fantasía, la poética inspiración, la ironía sin hiel, la gracia infantil, la fluyente ternura que Jacinto Benavente derrama a raudales en este cuento de El príncipe azul, con ingenuidades de Perrault y ráfagas de Shakespeare, no sería posible más que reproduciéndolo entero. Y ni aun así, porque la acción escénica, la plasticidad de las figuras, los trajes, las luces y las «láminas» que como apropiado y deliberado ornamento semejan la decoración, realzan y avaloran lo positivo y lo irreal que en tan armoniosa ponderación y tan igual intensidad en este precioso cuento nos regocijan y nos conmueven a todos, porque ni es grande para los chicos, ni chico para los grandes. He aquí la fórmula.

   Niños y poetas...

   No me atrevo a decir: ¿qué más da?

   Temo que Nanito, Polito y Rucito, tres niños -¡qué niños!- abandonados al «cine», me motejen de cursi...

   Pero, en fin, los poetas en verso -como el poeta en prosa- cantaron ayer el nacimiento del nuevo teatro.

   Curiosidad, de Catarineu, es un pedazo de corazón y un primor de arte. Catarineu tiene hijos. Es poeta. ¿No he dicho ya bastante?

   Te voy a contar un cuento, de Rubén Darío (que leyó muy bien Nilo Fabra), tiene todo el preciosismo, toda la armonía y todo el ritmo de la musa principesca y fantasista del exquisito vate americano.

   A los niños, de Marquina, es una poesía cálida, vigorosa y trascendente, que leyó su autor con la misma sincera emoción que palpita en sus versos, y que se nos transmite dulcemente.

   Porredón, que hubo dado lectura a la composición de Catarineu, lo hizo de la de Campoamor El buen consejo, para digna coronación de esta parte de la fiesta, que acogió el público con calurosos aplausos y demanda de repeticiones. Fabra y Marquina leyeron dos veces.

   Todos los actores de la compañía rivalizaron en su trabajo, y ténganse todos por beneméritos en tan nobilísimo empeño, así como el escenógrafo Muriel, hijo, y la empresa y dirección que tanto entusiasmo han puesto en el Teatro para los niños.

   Mas el primer vencedor de ayer fue Benavente. Se le aclamó, se le ovacionó, se le dieron vivas.

   Ahora... Hacen falta más niños.

   Pero, por Dios, que no vayan Nanito, ni Polito, ni Rucito, que se van a aburrir».

   Ya ven ustedes cómo esta crítica, en la que hay amenidad y gracia liberalísimas, me evita decir a mi vez la impresión que produce la bellísima obra inaugural intitulada El príncipe que todo lo aprendió en los libros, que acierta a embelesar de la propia suerte a los niños grandes y a los niños chicos. Pero no es sólo José de Laserna el convencido, el que alaba con elogios cálidos, el que cree en el triunfo de la idea empollada por el ilustre autor de Los Intereses Creados; otro crítico, el de El Liberal, dice bellamente, con generosa comprensión alentadora:

   «Benavente es un ser excepcional. Lo que él discurre, siente y expresa, se sale de las reglas que gobiernan la vida.

   Al solterón impenitente, que atento a su propio bienestar huye del matrimonio para evitarse asperezas y sinsabores, le suelen molestar los niños.

   No disculpan sus travesuras, ni tienen nunca para ellos un amable perdón.

   -Los niños, a la cama -dicen si es de noche.

   -Los niños, lejos. Nunca con las personas mayores -exclaman de día.

   La cuestión es no ver nunca a los niños. Ellos saltan, chillan y molestan; se alteran los nervios, se perturban las digestiones. ¡Y luego lo que hacen sufrir cuando caen malitos!

   Nada, nada de chicos, ¡Que los aguanten sus padres!

   Benavente es soltero, y, sin embargo, ama a los pequeñuelos. Y ahora da en la diabólica idea de construir un teatro de niños, donde, sin que se aburran las personas grandes, empiecen los chicos a ver la vida tal cual es, conduciéndoles de la mano por una senda de saludable alegría, que al mismo tiempo les sirva de beneficiosa enseñanza.

   ¿Qué guía a Benavente en su admirable intento? ¿El amor a los niños?

   ¿Será acaso una satisfacción a la mujer, que instintivamente odia al solterón porque fue invulnerable a los ataques de Cupido?

   Yo creo que Benavente no siente remordimientos por nada; y si va a esto del teatro de los niños, es porque tan alto ingenio, antes que dramaturgo, es un poeta de exquisita sensibilidad y busca en el amor a los niños un manantial de inspiración, que otros grandes poetas hallaron en las flores, en el mar o en las estrellas.

   Esto es el Teatro de los Niños, inaugurado tarde en el lindo coliseo de la calle de Génova con brillante éxito. La obra de un poeta. De un gran poeta, que ama la vida en su más hermosa manifestación. La idea es bellísima. Si fracasa en su noble intento el eximio autor de Por las nubes, no será suya la culpa. Es una obra que requiere el concurso y la ayuda de muchos. Benavente, aun siendo formidable el empuje de su talento, no podría por sí solo convertir el proyecto en realidad. Es indispensable que los Quintero, Linares Rivas, Marquina, Catarineu, Palomero y otros buenos poetas secunden al esclarecido autor y hagan teatro para los niños.

   Entonces, sí; entonces el triunfo será seguro, y mientras los pequeñuelos ríen y se divierten, los grandes saborearemos las infinitas bellezas que en sus «producciones infantiles» pondrán los poetas.

   Ayer mismo experimentamos dulcísima emoción, suave y tierna alegría con el cuento de Benavente El príncipe que todo lo aprendió en los libros.

   Cuento primoroso, preñado de una amable ironía hacia esas fantásticas narraciones que embelesan a los niños y de las que «echamos mano» cuando, rebeldes a nuestros mandatos, procuramos infundirles pavor con ogros, brujas, hadas y príncipes encantados.

   Los niños se divirtieron mucho con el cuento de Benavente. En los grandes produjo verdadero asombro el ingenio de este hombre, que en tan diversas formas se ofrece a la admiración general.

   El teatro de los niños está en marcha..».

   Sí, en marcha está, en efecto; y hasta yo, el único hombre de raza española que no lleva quizá en el bolsillo una pieza en tres actos, si alguna vez he sentido tentaciones de escribir para el teatro, es ahora que se trata de coadyuvar a la óptima obra de Benavente.

   Me consuela, sin embargo, la idea de que en otros géneros algo y aun algos he pensado y publicado para los niños y de que toda la producción de mis últimos años puede ponerse sin recelo entre sus leves manos impacientes y bajo sus diáfanos ojos curiosos llenos de porqués.

   NOTA.-El anterior informe se cerró en diciembre. Ahora, en enero, el teatro para los niños ha sido reforzado con una bella pieza más, debida por cierto a un americano, al joven y vigoroso escritor peruano don Felipe Sassone.

 

- XX -

De la supuesta decadencia de la literatura novelesca y teatral.

   ¿Decae la literatura en Francia? Los editores se quejan de que ya no se producen ni se leen novelas como antes. Los empresarios de teatro ponen el grito en el cielo porque no pueden enriquecerse en tres años. ¿Qué debemos pensar?

   Ante preguntas como ésta lo mejor es consultar la opinión de quienes se hallan en plena brega literaria con nombre y prestigio.

   Así lo ha juzgado un publicista francés, que habiéndose dirigido a J.

   H. Rosny y a Lucien Descaves, obtuvo respuestas por todos conceptos interesantes.

   J. H. Rosny (¿quién no conoce a este cerebral lleno de originalidad, miembro de la Academia Goncourt, cuyas admirables novelas, en las cuales sirve casi siempre de teatro la virginidad de la tierra en los viejos milenarios, hemos paladeado deleitosamente?), J. H. Rosny, digo, se muestra desalentado en su respuesta:

   El estado actual de la literatura y de las artes -exclama- es excelente, puesto que el número de hombres de talento crece sin cesar!

   Pero el citado de los literatos y de los artistas es, en general, execrable, ya que el número de los que mueren de desesperación y de miseria crece también incesantemente. Mientras yo escribo estas líneas, millares de hombres y mujeres jóvenes se disponen a venir y aumentar el desolado ejército de las artes y de las letras. No hay más remedio que dejar a todas estas pobres víctimas estrellarse contra la implacable realidad.

   Algunas veces yo he pedido un ministerio destinado, no al Estímulo, sino al Desaliento de las Bellas Artes, pero ya no lo reclamo. A lo que parece, este ministerio sería tan impotente contra el pulular de escritores, de pintores y de escultores, como S. M. el Rey de Italia contra los terremotos..».

   Y este reproche es maravillosamente justo. Yo, en mi pequeño radio de acción, lo advierto con profunda pena. Todos los días me escribe o se me presenta, en busca de estímulos más o menos platónicos, algún joven escritor o poeta, español o hispanoamericano. Generalmente, tan generalmente que apenas sí hay una sola excepción en el año, este muchacho no tiene talento. Basta hojear el inevitable cuaderno más o menos sucio que trae en la bolsa de pecho de la americana, para convencerse de ello.

   Después de haber tenido (y es mi caso) la paciencia de leer muchos centenares de tonterías en prosa o verso, se adquiere un olfato conspicuo... A las primeras líneas advierte uno que el joven aquel no hará nada, que es un candidato más a la miseria, que se pasará la vida escribiendo al margen de los diez o doce que tienen verdadero talento en la actualidad; que va a perder lastimosamente su tiempo y -lo que es peor- a hacerlo perder a los otros. Que nunca logrará tener segunda túnica...

   como los apóstoles, y que restará para siempre a sus semejantes una actividad apreciable, valiosa quizá, si la empleara en otras cosas.

   Vuestra lealtad en casos así, os sugiere decir, suave, eso sí, muy suavemente, alguna de estas verdades al neófito. Yo confieso que varias veces he oído la voz de mi lealtad... Pero, ¡ay de mí!, lejos de agradecerme el noble consejo, nuestro candidato a inmortal se revolverá contra mí con dientes y uñas:

   me llamará Dios menor, me acusará hasta de haberle plagiado alguna ideíca e irá a escribir a su provincia española o a su nación sud-americana horrores sobre mi tergiversada y simple personalidad.

   Hay, pues, que dejarlos que se estrellen, como dice Rosny, que se coman los codos de hambre, que no tengan jamás camisa limpia, que acaben como moscas ahogadas en ajenjo, que sean la lata de los propietarios de revistas y de los amigos piadosos... todo menos disuadirlos de que escriban versos o prosa. Cuando a un hombre se le ha incrustado en la cabeza que es literato, poeta, artista, nada en el mundo tendrá fuerza para desenraigarle tal idea. Acabará quizá, aporreado por la indiferencia unánime, despreciando él a su vez a los verdaderos literatos, poetas o artistas; mas no sin guardar celosamente en algún cómplice cajón de su escritorio un manojo de versos amarillento, que diz que la envidia y la malevolencia se empeñaron en no apreciar.

   ¡Dios mío, y sin embargo, es tan fácil, como dijo Voltaire (si mal no recuerdo), no escribir una tragedia en cinco actos! ¡Hay tantas brillantes y bellas actividades que ejercitar en la vida!

   La economía política -aunque hoy, piadoso lector, van resultando ya más economistas que poetas-, la sociología las incontables ramas de la fisiología, la microbiología, la astronomía, la física del globo, las exploraciones de todos géneros, los mil problemas mecánicos de resolución relativamente fácil y llena de promesas pecuniarias, etc., etc., ofrecen campos infinitos a la perseverancia mental.

   El mundo está aún lleno de secretos y de bellas esperanzas. La riqueza nos rodea. La fortuna sólo aguarda para entregarse al impulso del hombre joven, fuerte y nuevo, nuevo sobre todo de espíritu y de ideas...

   Por Dios, mancebos que, por la mayor de las aberraciones extraviados, pretendéis escribir prosas o versos: aun suponiendo que todos fueseis genios, creédmelo, romped vuestro ajado y sucio cuaderno de rimas, de cuentos, de novelas. Por ahora, creedlo, más os valdrá volar como un Wright o un Bleriot que como Víctor Hugo falsificado. Lanzaos en los brazos robustos de la realidad fecunda, muy más bella que todas las ficciones de vuestra neurastenia... y no os enojéis conmigo por el consejo. Soy un Dios menor sincero que os compadecería aun cuando llegaseis a Dioses mayores. Los tiempos estos ya no son los de los Dioses, son los de los hombres inteligentes y los enérgicos. Corren malos vientos para las divinidades, estad seguros, jóvenes que os quedáis soñando a la orilla del camino, mientras el genio humano pasa por ese camino mismo a la conquista del universo!

   Pero oigamos ahora a otra autoridad, a Lucien Descaves. De fijo conocéis a este vigoroso autor teatral, que firmó con otros cuatro, hace veinte años, cierto famoso manifiesto por medio del cual los literatos jóvenes y conocidos de entonces arrojaron el guante a Emilio Zola, declarándose enemigos del materialismo.

   Pues este Lucien Descaves afirma que «no hay decadencia: hay simplemente, crisis, un momento en que faltan ímpetus. Pero ello pasará.

   En cuanto a las manifestaciones artísticas colectivas, en fila, bajo una bandera, opina que no debemos echarlas de menos. No perteneciendo a ninguna escuela, los de la generación que llega envejecerán menos pronto que sus predecesores los naturalistas, simbolistas, naturistas, etc.

   «¿Ausencia de ideal? -exclama-; ¿qué es lo que llamáis vosotros ideal? La definición que Vigny da del arte: «la verdad elegida», me parece convenir admirablemente al ideal. Pero cada escritor, cada artista, lleva en sí mismo su ideal, es decir, un sentimiento de la verdad conforme a su temperamento.

   »En literatura, Villiers, Vallés, Barbey d’Aurevilly y Théophile Gautier, no tienen el mismo ideal; lejos de eso, y, sin embargo, son cuatro grandes escritores. Yo no les pido, para amarlos igualmente, más que una llama, y esa la tienen.

   »Del hecho de que la novela se haya ido convirtiendo desde hace algunos años en labor de damas, haríamos mal en decir que es un género en decadencia. Si se leen menos las novelas nuevas, se leen en cambio más las viejas, reeditadas en las colecciones baratas. ¡Hay, pues, compensación!

   »No debe verse prejuicio ninguno de sexo en la observación relativa a las novelas que escriben las mujeres, y la prueba es que yo pongo a madame de Noailles por encima de todos los poetas de ahora (y sírvanse ustedes tener en cuenta que no la conozco, ni siquiera la he visto nunca)».

   Según Descaves, no hay, pues, decadencia en el gusto por la novela.

   Al contrario, podríamos añadir nosotros: hay refinamiento. Se leen poco o no se leen las novelas de ahora; pero hay que convenir (aunque muchas estén escritas por señoras) en que todas o casi todas son rematadamente malas. Están ya lejos los tiempos en que una novela solía ser obra maestra, los tiempos en que Flaubert, Zola, Maupassant, Bourget, los Goncourt, Loti, Villiers de l’Isle Adam, Daudet, Mirbeau, Pierre Louys, etc., etc., escribían esos primores que honran aún a la literatura francesa.

   El público lo sabe y por eso prefiere las ediciones baratas de Balzac, que lo hace pensar, o de Dumas, que lo divierte.

   Los editores se han visto forzados a adoptar los procedimientos de un Wells o de un Conan Doyle, discípulos del ingenio anglo-sajón de Poe, para compensar la penuria de géneros y de asuntos novelescos que se advertía por dondequiera.

   Para que Matilde Serao o Daniel Lesueur hayan venido a sustituir a Jorge Sand, se ha necesitado verdaderamente un derrumbamiento literario.

   Resumiendo, pues, la venta de las novelas nuevas decae; pero no el gusto por la lectura de las que valen verdaderamente.

   Si las publicaciones que antes se distinguían por su originalidad, como el Mercurio de Francia, hoy dan sitio de honor a novelas como la más reciente publicada por esta revista y que es imitación servil de un cuento de Edgard Poe, el público selecto les rend la pareille comprando novelas viejas...

   Veamos ahora, para volver un poco a las ideas de nuestro amigo Descaves, lo que éste opina con respecto a la decadencia del arte dramático:

   «Donde no se puede negar la crisis -dice- es en el teatro, que ya no aparece sino como una gran industria en el marasmo. Léase a tal respecto el excelente artículo de M. Séverin Gisors en La Revue. Este autor pone el dedo en la llaga: ¿queréis apostar a que en nuestras escenas parisienses, de cincuenta piezas reservadas para el invierno próximo, cuarenta y cinco tendrán por argumento el adulterio?» pregunta M. Gisors. Y estas piezas en que no se busca más que carne y toilettes con salsa picante, estarán firmadas... ¿por quiénes?

   »Pues por los proveedores más estimados... a lo menos en Francia, porque en el extranjero comienzan a volver la espalda a un teatro así y se atienen a Maeterlinck, a falta de Françoís de Curel, la más bella y la más alta expresión del arte dramático contemporáneo, en mi concepto.

   »Pero monsieur de Curel, herido por la indiferencia del público, vive apartado y no son los directores de teatro quienes le harán salir de su pabellón de caza en los bosques, estad tranquilo.

   »Monsieur Séverin Gisors tiene paradojalmente razón: lo que falta en la actualidad al teatro son piezas malas, piezas mal hechas y declaradas innobles por todas las gentes «del oficio», autores, directores, directoras, comanditarios, apuntadores, porteros...; las malas piezas, en fin, que representaban hace quince años el Teatro libre, l’Oeuvre o Paul Fort.

   »Los directores ya no montan más que piezas buenas, o más bien dicho, una pieza, siempre la misma..., recalentada en el fuego de las tablas.

   Pretenden que eso es lo que el público pide; pero entonces, ¿por qué no son todos millonarios?

   »Calumnian al público; si dijesen la verdad, habría que reconocer, en efecto, que estamos en decadencia, aunque yo no creo que el ideal del espectador sea siempre una «buena digestión».

   ¿No es verdad que Lucien Descaves ha puesto a su vez el dedo en la llaga? Si el teatro francés y en general el teatro europeo decae, es porque se encanalla...; es decir, porque lo encanallan los empresarios. No es cierto que el público pida sólo desnudeces, verduras, conflictos bajos de adulterio. Hay infinitas gentes que detestan esta laya de piezas; pero como no les dan otras, se resignan. En Europa el teatro es una necesidad social. El larguísimo hábito de frecuentarlo, la atávica y secular costumbre de concederle una importantísima porción de nuestros ocios, hacen que, a pesar de todo, las salas de espectáculos estén siempre henchidas, especialmente en las metrópolis, donde se cuenta con un nutridísimo movimiento de viajeros. Pero aún hay grupos intensos que gustan de ver en las tablas conflictos nobles y bellamente resueltos, que piden a los autores dramáticos que los hagan pensar.

   Cierto es que nadie puede dar lo que no tiene, y debemos convenir en que, a medida que el teatro se envilece, asaltan las tablas autores que en otra época no hubieran osado, por su ignorancia e inopia de ideas, escribir comedias... ¿Cómo van a hacer pensar tales gentes si ellas mismas no disfrutan de esta facultad, en otro tiempo fundamental para escribir?

   Refugiémonos, pues, en el admirable teatro francés de hace veinte años. Refugiémonos también en el hondo, en el poderoso e inquietante teatro de Maeterlinck, mientras termina el triste desfile de Monsieur, Madame... et l’autre, de que hablan Descaves y Gisors.

 

- XXI -

Estadística escolar española.

   Acaba de publicarse la estadística escolar prescrita por la ley de Instrucción pública del año de 1857.

   La obra, está concebida de tal suerte, que se subdivide en regiones universitarias, por provincias y distritos, estudiando las escuelas que existen en España, las cuales hállanse clasificadas teniendo en cuenta su condición. Determínalas además el número de habitantes, la población de hecho y de derecho y otros datos que, como éstos, provienen de la Dirección General del Instituto Geográfico. Este, para facilitarlos, se ha guiado a su vez por las correcciones que, en el último período de rectificación, se han hecho en el censo.

   He aquí los datos en cuestión:

   El número de escuelas protestantes existentes, que son 91 en todo el reino, y el de las laicas o que prescinden de la religión, cuya cifra asciende a 107, corresponden: de las primeras, 5 a Baleares, 22 a Barcelona, 5 a Cádiz, 1 a Córdoba, 3 a Gerona, 1 a Granada, 2 a Guipúzcoa, 14 a Huelva, 3 a Logroño,14 a Madrid, 4 a Málaga, 2 a Murcia, 2 a Pontevedra, 3 a Salamanca, 2 a Santander, 1 a Tarragona, 1 a Valladolid, 1 a Vizcaya, 1 a Zamora y 3 a Zaragoza.

   De las segundas, o sea escuelas laicas o que prescinden de la religión, corresponden: 2 a Albacete, 1 a Alicante, 1 a Almería, 3 a Baleares, 43 a Barcelona, 3 a Cádiz, 2 a Castellón, 1 a Córdoba, 5 a Gerona, 3 a Jaén, 2 a Lérida, 13 a Madrid, 1 a Málaga, 1 a Murcia, 1 a Pontevedra, 1 a Salamanca, 5 a Santander, 5 a Tarragona, 11 a Valencia, 1 a Valladolid, 1 a Vizcaya y 1 a Zaragoza.

   El número de escuelas católicas de carácter privado se eleva en España a 5.014, correspondiendo de ellas: 36 a Álava, 42 a Albacete, 92 a Alicante, 64 a Almería, 88 a Avila, 175 a Badajoz, 796 a Barcelona, 56 a Burgos, 62 a Cáceres, 188 a Cádiz, 77 a Canarias, 79 a Castellón, 50 a Ciudad Real, 92 a Córdoba, 97 a Coruña, 14 a Cuenca, 179 a Gerona, 106 a Granada, 28 a Guadalajara, 119 a Guipúzcoa, 38 a Huelva, 27 a Huesca, 88 a Jaén, 36 a León, 64 a Lérida, 42 a Logroño, 246 a Madrid, 52 a Málaga, 136 a Murcia, 86 a Navarra, 43 a Orense, 97 a Oviedo, 43 a Palencia, 59 a Pontevedra, 66 a Salamanca, 169 a Santander, 17 a Segovia, 133 a Sevilla, 19 a Soria, 221 a Tarragona, 12 a Teruel, 48 a Toledo, 119 a Valencia, 97 a Valladolid y 95 a Vizcaya y Zaragoza.

   Hay, pues, en cada provincia de España un número de escuelas católicas privadas proporcionado a su densidad de población; y es de notar que sólo en una provincia deja, de haber establecimientos docentes de esta clase: en Zamora.

   Respeto al número de escuelas que debe tener y tiene cada provincia, la obra en cuestión acusa que sólo cuatro provincias españolas cuentan con mayor número de escuelas que las que vienen obligadas a sostener. Son éstas: Álava, que tiene 304 escuelas, debiendo tener 270; es decir, 28 más; Burgos, que tiene 1.058, siendo su cifra obligatoria 1.042, es decir, 16 más; Soria, que tiene 561, no debiendo tener más que 539, es decir, 22 más; y Teruel, que sostiene 546, debiendo tener 538, es decir, un exceso de 8.

   Todas las demás provincias de España, según este resumen, desatienden el cumplimiento de la ley en punto a extremo tan esencial de la vida pública.

   Provincias de primera clase, como Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Granada, Valladolid, Zaragoza y Vizcaya, aparecen con cifras como 415, 535, 415, 335, 322, 74, 125 y 44, respectivamente.

   Provincias de inferior categoría hay muchas también con cifras de menos, alarmantes en verdad.

   Ejemplos: Albacete, 170; Alicante, 238; Almería, 277; Ávila, 34, Badajoz, 290; Baleares, 190; Cáceres, 111; Cádiz, 458; Canarias, 363; Castellón, 145; Ciudad Real, 170; Córdoba, 238; Coruña, 603; Gerona, 123; Huelva, 139; Jaén, 325; Lugo, 722; Málaga, 353; Murcia, 509; Oviedo, 252; Santander, 110; Tarragona, 124, etc., debiendo advertirse que en la cifra de escuelas existentes va comprendida la de las subvencionadas y de patronato.

   Como totales definitivos de la estadística escolar se ven estas cifras:

   Debe haber en España 34.366 escuelas, y hay 24.681.

   Hay en España 9.266 Ayuntamientos.

   Existe en la nación una población de derecho que asciende a 20.820.463 almas y una población escolar (de seis a doce años) de 2.417.254 individuos.

   Me ha parecido interesante enviar a usted estos datos, aun cuando la estadística escolar está más bien al margen de las atribuciones que usted se ha servido designarme para mis informes a esa Superioridad.

 

- XXII -

Los conservatorios de declamación.

   El ilustre autor dramático Brieux, de la Academia Francesa, analizando el reglamento y las funciones del Conservatorio de París, se queja de que aquellas reglas que rigen para la Música no convienen en manera alguna a la Declamación, y observa que en el Conservatorio la música es todo, y el arte dramático, nada.

   A propósito de esto hace algunas consideraciones que me parece oportuno traducir, porque tienen aplicación en buena parte a nuestro Conservatorio.

   «Desde que se creó el Conservatorio -dice Brieux- todos sus directores han sido músicos: Cherubini, Auber, Ambroise Thomas, Theodore Dubois y Gabriel Fauré.

   Sea cual fuere la gloria de un músico, sea cual fuere su competencia en armonía, no está calificado para dirigir estudios de Arte Dramático.

   Se puede comprender a Bach, Beethoven y Wagner y ser incapaz de juzgar las aptitudes de los intérpretes de Racine, de Corneille y de Emile Augier.

   Imaginad lo contrario: que a un literato se le confiase la dirección de los estudios musicales: ¡qué griterío, qué protestas de los compositores, los instrumentistas y los cantantes! ¡Y tendrían razón!

   Ahora bien: puesto que tendrían razón, imitémosles y pidamos resueltamente, hasta que se haya practicado, la separación de la Música y del Arte Dramático.

   Que se deje por tanto a monsieur Gabriel Fauré la dirección del Conservatorio de Música y que se cree al lado una Escuela de Arte Dramático, cuyo director sea un hombre del oficio, un hombre de Teatro, que haya hecho en el Teatro sus ensayos, que sepa hablar la lengua de todo ese pequeño mundo del teatro, que pueda gobernarlo, que admire lo clásico y guste al propio tiempo de las obras modernas.

   Este hombre, ¿es posible encontrarlo?

   Antes de que se realice esta reforma esencial, es inútil pensar en mejoras necesarias; porque las reformas nada son si el que está encargado de llevarlas a cabo no las ha deseado.

   Entonces, y solamente entonces, se podrá discutir sobre los medios útiles para asegurar a la Escuela de Arte Dramático profesores asiduos, trágicos para la tragedia y cómicos para la comedia.

   Se dará a esos profesores, de nuevo, el sitio que jamás debieron perder en las comisiones de examen. Se reconstituirá el Jurado, compuesto exclusivamente de hombres de teatro. Se prepararán algunas representaciones dadas por los discípulos en matinées, los jueves, en la sala de espectáculos de la Escuela, teniendo como público a los educandos de los liceos -sin críticos y sin periodistas. Se estudiará la creación de bolsas de viaje que permitan a los mejores alumnos ir a Londres, a Munich, a Berlín, a Viena, a Roma, a Atenas.

   Se harán otras mil cosas que serán excelentes...

   Monsieur Brieux no dice cuáles son algunas de estas mil cosas... pero con las que ha mencionado bastarían para formar un programa muy completo y muy fructífero.

   En mi concepto, las tres cosas esenciales entre las que él apunta, son:

   1.º Los hombres de teatro para dirigir el Conservatorio o el anexo del Conservatorio que se destine a la Declamación, como decimos nosotros.

   2.º Las representaciones frecuentes, sobre todo aquellas que se dan ante los alumnos de las escuelas.

   3.º Las bolsas de viaje.

   En cuanto a la primer circunstancia, no necesita comento.

   Es claro que resulta absurdo en demasía que un músico dirija a los aspirantes a artistas de verso; se necesita exclusivamente un actor. Hasta el señor de la Palice pensaría, así.

   En México se ha solido echar mano de los poetas que recitan bien, para profesores del Conservatorio.

   Yo los juzgo, en ocasiones, necesarios, porque los actores saben a veces declamar, pero no recitar, y hay bellezas en el teatro, en el teatro moderno sobre todo, sea poético o prosaico, que se pierden en absoluto con la declamación.

   Pero es claro que si un actor reúne, las dos aptitudes de declamador y recitador, si sabe mover su voz en ese admirable registro medio, en que están los matices más delicados, las inflexiones más varias y el secreto de las emociones más sutiles, de las sensaciones más elegantes, mejor que mejor.

   El teatro poético de hoy: El cuento de Abril, de Valle Inclán, por ejemplo, declamado se desnaturalizaría en absoluto. Necesita toda la suavidad de tono, toda la elegancia de dicción, todo el aterciopelado que cabe en el registro medio.

   Y lo propio digo del teatro moderno de costumbres, del diálogo fino de los actuales comediógrafos franceses.

   En cuanto a la segunda circunstancia, a las representaciones frecuentes, convencidos nos hallamos todos de que sin ellas no puede haber estímulo posible.

   Un Conservatorio de Declamación, un anexo, una clase, lo que se quiera, se muere de agotamiento sin matinées teatrales.

   Todo lo que fuera de, esto se haga es vano.

   Por eso cuando usted, señor ministro, se sirvió confiarme el reclutamiento y formación de un grupo de jóvenes que pudiesen fundar más tarde el teatro mexicano, la comedia nuestra, insistí con tanto calor en la frecuencia de las representaciones.

   Y está bien que éstas se den para los compañeros de las escuelas y liceos, almas nítidas, que tienen entusiasmos nuevos, ingenuos, y, por lo mismo, eminentemente estimuladores. Y está bien que no asistan críticos ni periodistas, cuyas crónicas, o inflamarían a los alumnos de vanidad precoz, o los desalentarían en absoluto.

   Queda el tercer capítulo: el de las bolsas de viaje. Éstas se forman, como usted sabe, de muy diversas maneras, y en tal asunto podía servir buena parte del Reglamento que rige en nuestro Conservatorio para las pensiones-premios.

   Con una subvención relativamente modesta; con producto de funciones dadas por los alumnos a beneficio de tan noble objeto; con un tanto por ciento de recargo a las entradas de los teatros; con una pequeña tributación anual de los alumnos mismos, podría acaso formarse un fondo que permitiese al mejor discípulo del año viajar por aquellos centros de Europa en que pudiere depurar y perfeccionar sus aptitudes.

   Basten por ahora estos apuntes, que son a modo de breve cimiento de lo dicho por Brieux, y ya oportunamente insistí sobra asunto de tan reconocida importancia.

(continúa)

 

Extraido de
librodot.com 

LIBRERÍA PAIDÓS

central del libro psicológico

REGALE

LIBROS DIGITALES

GRATIS

música
DVD
libros
revistas

EL KIOSKO DE ROBERTEXTO

compra y descarga tus libros desde aquí

VOLVER

SUBIR