LA LENGUA Y LA LITERATURA

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Amado Nervo 

 

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ÍNDICE

Primera parte (continuación)

-XXI-. Las literaturas clásicas como arbitrio para obtener la ecuanimidad

-XXII-. La literatura española y la portuguesa. -El concepto francés de cada una de ellas

-XXIII-. La instrucción primaria en España

-XXIV-. Balance literario del año. -Los jóvenes escritores españoles. -Orientaciones dominantes

-XXV-. Extensión universitaria

-XXVI-. Del género trágico

-XXVII-. El espíritu literario y poético en los países vascongados

-XXVIII-. El estudio de la literatura en el bachillerato francés

-XXIX-. La mujer y la literatura española contemporánea

-XXX-. Los clásicos para todos

-XXXI-. El presupuesto español de Instrucción Pública. -Pensiones en el extranjero. -Creación de escuelas

-XXXII-. El salón de los poetas

-XXXIII-. Los juegos florales en España

-XXXIV-. El teatro de arte en Madrid

-XXXV-. El arte literario y las preocupaciones mercantiles

-XXXVI-. La reforma de la ortografía en Francia

-XXXVII-. La libertad del arte literario

-XXXVIII-. Composición literaria

-XXXIX-. Los iliteratos en el ejército y en la juventud francesa

 

- XXI -

Las literaturas clásicas como arbitrio para obtener la ecuanimidad.

   ¿Por qué deben estudiarse las literaturas clásicas?, se pregunta, en el periódico Patria, de la ciudad de Roma, el profesor Neno Simonetti, del Real Liceo di Ipoleto.

   Y responde él mismo a su pregunta de esta manera: «Porque poseen una potencialidad eficaz para la inteligencia: educan el sentido del arte y desarrollan la facultad del raciocinio».

   Estas literaturas, aunque muertas, tienen un espíritu inmortal, cuando se sabe encontrar su verdadera esencia -en concepto del mismo Simonetti-, y el pensamiento clásico que entrañan es fuente perenne de cultura.

   Todo esto es cierto: pero si a mí me preguntasen porqué deben estudiarse, por qué deben leerse cuando menos los grandes autores clásicos, aun en aquellos países como el nuestro en los cuales se ha suprimido la enseñanza del latín, yo respondería que por una sola y capital razón: porque tranquilizan.

   Quizá no haya nada tan pedagógico en estos tiempos, nada tan esencial, como tranquilizar el ánimo de la juventud.

   La vida moderna llena de vibraciones y de sorpresas, en la que se suceden descubrimientos, teorías, métodos; en la que todo gira vertiginosamente; en la que nada hay aún que pueda decirse definitivamente conquistado; en la que, por último, las especializaciones y divisiones requeridas para el estudio de las ciencias son cada día más numerosas y fatigantes, la vida moderna, digo, está caracterizada por un mal terrible.

   Por la inquietud. Nos falta el aplomo necesario y volvemos los ojos a todas partes esperando siempre y temiendo siempre algo nuevo que ha de venir.

   Han perdido su consistencia nuestros pensamientos, y no es muy indiscutible, que digamos, la finalidad de nuestros actos.

   La ciencia empieza a alumbrarnos, presentimos que un día no lejano su fulgor habrá de ser maravilloso: pero ahora, titubeante, si por una parte nos hace adivinar nuevas rutas, por otra nos deja ver lo espeso y desconcertante de las tinieblas que nos rodean.

   Añádese a esto lo despiadado, lo cruento de la lucha por la vida; la actividad excesiva a que estamos condenados, la perenne confabulación de viejos y nuevos deseos, la ambición mantenida en las almas por el espectáculo ostentoso del ajeno bienestar, de la ajena riqueza, y piénsese en la suma de inquietud que todas estas circunstancias deben producir en el espíritu moderno.

   Ahora bien, la literatura clásica tiene este privilegio:

   ¡tranquiliza!

   Si a San Agustín le hacían llorar las angustias de Dido, de lo cual se acusa con pella, ya converso y devoto, a nosotros los hombres de esta época, tan lejos en todo y por todo del espíritu antiguo, ya aquellas pasiones, aquellas luchas cantadas por los grandes poetas griegos y latinos, no pueden producirnos otra sensación que la de una noble y serena melancolía remota, que la de una suave simpatía dentro de una perfecta ecuanimidad.

   Las propias angustias de aquellos tiempos, los propios retorcimientos clásicos, no aciertan a inquietarnos, y dentro de un augusto ambiente penetrado de serenidad veremos siempre las torturas de Laoconte y los dolores de Niobe.

   Todos los tormentos, por virtud de los siglos, se han lapidizado, se han vuelto ritmo perenne, línea inmutable, actitud estatuaria... Son para nosotros como una perspectiva de arquitecturas perfectas, hechas con el purísimo maridaje del dórico, del jónico y del corintio...

   Parécenos al leer esas epopeyas, o esas anacreónticas, o esas odas, o esos madrigales, esas elegías y epigramas, como si pasásemos, en la paz de una tarde de otoño, por una vía bordada de pórticos, bajo la blancura de marmóreos arcos de triunfo, en los cuales están eternizadas las hazañas de los viejos dioses y de los invictos emperadores.

   No hay allí un solo detalle capaz de producir el desconcierto, la emoción aquella, la indecisión. Todo es, por el contrario, bello, grave, perfecto, y a veces luminoso y suavemente triste...

   ¿Y qué bien nos hace entrar en esa Atenas silenciosa o en esa vía Apia, o vía Flamiuia, donde ya nada se agita, donde los semidioses y los hombres quedan inmovilizados en el instante preciso en que el ritmo de sus formas, de sus miembros, alcanzaba su máxima hermosura y su máxima majestad!

   Yo de mí sé decir, que, cuando, después de estos inevitables razonamientos con la vulgaridad necesaria de mi vida y de las vidas de los demás, cuando después de esta perenne lucha cuyo triunfo es inferior al esfuerzo que nos cuesta, me siento desazonado e inquieto, entro con fruición incomparable a estos palacios de mármol, a estas termas apacibles, paso lentamente bajo de estos arcos triunfales que nos cuentan batallas de hace dos mil años; me paseo entre las columnatas de los vestíbulos; me reposo en las graderías de los templos; apaciento mis miradas en las actitudes eternas de las estatuas; veo con amor los graciosos pliegues de sus túnicas que ni modificará ya el andar ni agitarán los vientos; recorro con los ojos amorosos las espirales en relieve de las columnas conmemorativas; reclino mi brazo en las cornisas de los sepulcros; leo los desiguales epitafios de las losas votivas y subo por fin a las santas colinas para contemplar la mansa agonía del sol, que pone tonos de rosa en todos los bronces y tonos de bronce en todos los mármoles...

   Y esto que me acontece con la literatura clásica, esta paz, esta quietud, esta ecuanimidad que merced a ella conquisto, no se desdice ni disminuye con lo que se llamó hace algunos años la poesía parnasiana, esa poesía que se preciaba de ser blanca y simétrica como los pintores griegos, perfecta como las estatuas de Praxíteles, de Fidias y de Cleomeno, sin emoción, cual el alma sonriente y armoniosa de un efebo; esa poesía que, como reza el célebre verso de Baudelaire: Odiaba el movimiento que desplaza las líneas, y que pasó por el mundo, lineal, nevada y desdeñosa, mostrando a la multitud atormentada sus magníficas cráteras labradas a cincel y el puro gálibo de sus vasos esbeltos...

   Así, pues, dejo a Virgilio, a Horacio y a Homero para leer a Leconte de L’Isle, a Heredia -a estos dos sobre todo- y les debo a tan nobles y blancos maestros tanta serenidad como a los antiguos poetas inmortales.

   Fijaría yo, pues, en todo programa de literatura, aun en aquellos que se inspiran en ideas y métodos ultramodernos, la lectura periódica de los griegos y latinos, hecha con amor por hombres de la cultura y del espíritu entusiasta de un Jesús Urueta.

   Cuentan que Felipe II solía decir a los harto tímidos familiares o embajadores que se cortaban y temblaban en su presencia:

   «¡Sosegaos, sosegaos!»

   Esto hay que repetir a la juventud moderna, agitada por todos los vientos, sacudida por todas las vibraciones, desconcertada por incesantes teorías, ensordecida por los mil ecos de la prensa, devorada por tan diversos y punzantes anhelos, y preocupada por la rudeza de los combates que la aguardan:

   «¡Sosegaos, sosegaos!»

   Y para sosegarse hay dos medios eficaces:

   El primero, los juegos atléticos, bien entendidos, sin records, sin matchs, sin vanidad en fin; y el segundo, las lecturas clásicas.

   Pero fuerza es insistir: las lecturas clásicas hechas por un buen lector, con entusiasmo y con cariño.

   Cuando hace dos años se planteó el problema de estas lecturas en la Escuela Nacional Preparatoria, el señor Sierra opinó, con mucho tino, que debían ser completas. Esos trozos tomados de aquí y de ahí, esas mutilaciones, esas expurgaciones hechas sin ton ni son, con estrechez de criterio, no producían en lo más mínimo el efecto de claridad, de apaciguamiento y de luz, que nos causan los grandes autores. ¡Qué sabor podría tomarse a un canto de la Iliada, o a un acto de las tragedias esquilianas, desarticulados de la obra madre!

   La única cosecha de tales lecturas era el tedio.

   Se necesita la lectura completa. Claro es que se puede expurgarla, que el escrúpulo bien entendido de un profesor se negará a dar al alumno la idea de apasionamientos y desviaciones de la naturaleza que perturbarían la diafanidad de una conciencia o, cuando menos, prepararían la eclosión de una curiosidad malsana; pero aparte de que en las grandes epopeyas, que es a las que muy especialmente me refiero, no hay por lo general escollos de éstos, se puede, sin alterar la belleza de ciertos pasajes, cuando se tiene un espíritu fino, velar todas estas clásicas miserias! El buen lector, el sugestivo, el amable, el familiar lector, que tiene una voz tibia, pastosa, rica en el registro medio, pródiga en inflexiones: ecco il problema! Un lector así no tiene precio. El os hará sentir toda la divinidad que hay en los grandes griegos y latinos.

   Buena traducción y buen lector urgen, pues.

   Dificilillas son estas dos cosas, lo comprendo; pero hay que procurarlas.

   Buena traducción no sentenciosa, no apelmazada, no enfática (sobre todo no enfática) como algunas que yo conozco. Huir en ella de los largos períodos, no usarlos con suma discreción. La prodigalidad en las cláusulas, en los incisos, en los apartes, en los puntos y comas... voilá l’ennemi!

   Estilo fluido, casi ligero, con ciertas gravedades, cuando las pida la majestad del griego, pero sobre todo sonriente y gracioso. Cabe en la tragedia antigua la sombra de una sonrisa, esa sombra de sonrisa que juega aún en los mármoles más atormentados, porque los griegos no comprendieron los grandes dolores de una gran armonía de líneas. Prometeo es bello en su roca. En el mar que lo rodea sonrío el zafiro del cielo: juega la luz en la rosada desnudez de las oceánidas que lo contemplan... Laoconte muestra en sus movimientos un indecible ritmo que nos cautiva, y hay un incomparable embeleso en la actitud de Níobe desolada. Quizá -no me cansaré de repetirlo- es el lector lo más difícil de hallar.

   Yo me lo imagino, en primer lugar, con un espíritu cálido, meridional, y querría que fuese un delicioso conversador. La lectura, casi siempre, debe ser, en mi concepto, una conversación que se tiene con uno o varios silenciosos oyentes. Una conversación en que no hay interlocutores.

   Debe dársele todo el encanto, toda la naturalidad de lo habitual. Debe saberse jugar con las pausas, con la deliciosa expectativa de las pausas, cuando se hacen a tiempo, en los pasajes por excelencia, al borde por decirlo así, de los sucesos capitales afilando de esta suerte el interés y exaltando la curiosidad del auditorio.

   Se requieren, pues, un lector así, una traducción así... Pero cuando ambas cosas se han logrado en un establecimiento de educación, creedlo, no habrá mejor tónico para las almas de los alumnos, no habrá mejor equilibrio para sus facultades. Esas lecturas los penetrarán, los saturarán, los vestirán de sosiego, serán en sus espíritus activos e inquietos, como la suave y augusta quietud de un luminoso crepúsculo de septiembre!

 

- XXII -

La literatura española y la portuguesa. -El concepto francés de cada una de ellas.

   Enrique Gómez Carrillo, respondiendo a una información sobre la literatura española, escribía hace algunos días a Gustave Kahn: «Tengo la convicción melancólica de que no hay en Francia una literatura tan desconocida como la de España, ni un país tan desconocido como España misma. Desde Teófilo Gautier hasta Pierre Louys, y desde Paul de Saint Víctor hasta Mauricio Barrés, nada parece haber cambiado para aquellos que salen de París rumbo a Madrid. Y esto consiste en que nadie atraviesa la frontera con el alma simple del que busca impresiones personales, sino que todos, por el contrario, llevan ya en la memoria el catálogo de las sensaciones que hay que experimentar, de los paisajes que hay que amar, de los espectáculos que hay que admirar. Y en resumidas cuentas, ¿se viaja por España? ¡No!, más bien se hacen peregrinaciones. Hay una fe sentimental y una doctrina pintoresca, contra las cuales nadie quiere rebelarse. Y así vemos a un escritor que en otras materias es siempre independiente, Jean Lorrain, buscar en nuestros días, en una ciudad de trabajo y de comercio, de riqueza y de modernismo, en Barcelona, a la andaluza de obscuro seno con que soñó Musset. Pero, ¡qué digo! otro escritor que se envanece de conocer a España como a su propia patria y el español como su lengua materna, ha publicado recientemente una colección de cuentos en los cuales, queriendo encerrar el alma entera del país de Don Quijote, no ha puesto sino jirones incoherentes de un alma fantástica.

   Me refiero a Jean Richepin y a sus cuentos españoles, esos cuentos que los parisienses leen como la cosa más natural del mundo y donde se encuentran, al par que las siniestras caricaturas de Goya, las ingenuidades populacheras de los cromos que decoran las cajas de pasas».

   Las observaciones de Gómez Carrillo son de una desconsoladora exactitud. Los franceses pasan la frontera con el propio espíritu novelero, curioso y falseado por absurdas literaturas, con que las americanistas románticas trasponen aún el Río Bravo del Norte para viajar por Méjico.

   ¿Qué extraño es, pues, que la literatura española sea tan mal conocida en Francia, si el país mismo sigue viéndose a través de un absurdo velo abigarrado, en que parecen estallar los más vivos colores?

   La preocupación es tan honda, tan enraizado está en Francia el viejo prejuicio relativo a España, que está efectuándose aquí un fenómeno curioso. Los escritores españoles, después de protestar en todos los tonos contra la absurda manera de verlos y de juzgarlos que se tiene en Francia, han acabado por resignarse y ya no hacen más que sonreír cuando algún periódico francés o algún libro que vient de paraitre, les trae una nueva versión de la eterna novela forjada del otro lado de los Pirineos.

   Azorín expresaba el otro día con mucha gracia que acaso, en suma, un país no era como la realidad lo había hecho, sino como la imaginación de quienes más saben había decidido que fuese.

   La Leyenda tiene la vida dura, y así como, según el proverbio árabe, es más fácil arrancar a una leona sus cachorros que a una mujer su ilusión, así es de arduo sustituir una fábula por una realidad.

   Y sin embargo, Dios sabe lo que los españoles y aun los hispano-americanos hemos trabajado por mostrar a España tal cual es ante Francia.

   Doña Emilia Pardo Bazán ha publicado en francés cuanto dato se le ha pedido sobre el arte y la literatura españoles; Rubén Darío y Gómez Carrillo han hecho otro tanto. La España Moderna, del primero, ha sido leída por algunos franceses cultos. A Menéndez Pelayo, a Pérez Galdós y a Pereda se les ha traducido al francés. Misericordia, del segundo de los escritores citados, traducida por M. Bixio, ha circulado bastante en París. Blasco Ibáñez, traducido por Herelle, empieza a ser conocido, y Rubén Darío, que de una manera tan comprensiva representa el nuevo movimiento, los nuevos impulsos de la poesía y de la literatura españolas, ha vivido muchos años en París y ha tratado a todas las personalidades de la intelectualidad francesa.

   Más todavía: La influencia del espíritu francés, que los franceses gustan extraordinariamente de buscar en los otros pueblos, desentrañándola y definiéndola admirablemente, acaso en ningún país sea tan visible como en España... sin que los franceses se percaten de ello.

   Gómez Carrillo, echándoselo en cara, les citaba esta página de Manuel Ugarte, que por no tenerla en su original traduzco del francés:

   «El movimiento que tiene por objeto modernizar el castellano, viene de fuente francesa. No todos quieren confesarlo en España, pero esta es la verdad. Abandonando la solemne y vaga verbosidad del antiguo castellano, todos comienzan a ceder a las exigencias de la época, esforzándose en dar un poco más de precisión a sus frases. Los escritores hispanoamericanos, cuya cultura intelectual es exclusivamente francesa, han sido los primeros en emanciparse del purismo y en tomar la iniciativa de la evolución.

   Algunos han exagerado la tendencia, y llevados de su deseo de innovar, han escrito en un dialecto ridículamente incomprensible. Pero el tiempo, que se encarga de poner todas las cosas en su lugar, ha sabido portar un correctivo a estos ímpetus apasionados, reduciendo la tentativa a sus verdaderas proporciones. No faltan en España, entre los jóvenes, autores concisos y brillantes que se atienen más a la rapidez de la expresión que a las tradiciones de la forma... Tienen la desventaja de no contentar a los hablistas meticulosos que pasan su existencia imitando a los maestros antiguos; pero en cambio tienen la ventaja de ser leídos con interés por el público».

   «Hemos logrado, dice Salvador Rueda, hacer dar al castellano un paso hacia adelante, durante estos últimos quince años, volviéndolo sanguíneo hasta la congestión, pintoresco hasta la fidelidad del retrato, luminoso hasta el deslumbramiento, plástico hasta el relieve, y alado hasta disolver las ideas y darles el acento de la música y de los coros.» Y este es el resultado de la influencia de la literatura francesa en España.

   A pesar de lo cual y de ese orgullo que apuntaba arriba, que hace que Francia no se informe de las literaturas extranjeras sino juzgándolas como emanaciones de la literatura propia y complaciéndose así en descubrirlas, la literatura española es casi desconocida en París.

   No pasa lo mismo empero, y este es un hecho muy curioso, que quiero anotar en mi informe, no pasa lo mismo con la literatura portuguesa.

   ¿A qué se debe esta excepción?

   ¿A la excelencia de esa literatura? No, por cierto, ya que concediéndole y todo bastante mérito y conviniendo en que Portugal es, para usar una frase francesa, un petit pays á grande litterature, ésta no puede compararse ni en calidad ni en cantidad con la española.

   ¿A cierto matiz de exotismo? Claro es que algo incluirá tal matiz, aunque sólo algo. En efecto, Francia, que es el clarín del mundo, que sabe hacer un ruido tan noble alrededor de ciertas obras, de otra suerte condenadas quizás a una relativa ignorancia, busca en las literaturas extranjeras que descubre no sólo la huella de la propia que tanto le agrada encontrar, sino una miaja de exotismo que satisfaga su novelero espíritu latino. Ahora bien, Portugal resulta aún un si es no es más exótico que España para los parisienses.

   Hasta hace algunos años, sin embargo, los dos solos nombres ilustres en la intelectualidad lusitana, que sabían deletrear los franceses, eran, el del gran Camoens y el del alegre Gil Vicente. Los mejores informados acerca de la moderna literatura portuguesa habían leído impresos los nombres de Joao de Vens y de Almeida Garrett.

   Surgió en éstas el simbolismo francés y en Portugal hubo un ingenio suficientemente poderoso para cultivar la nueva simiente poética con el mismo vigor que los Macterlinck o los Moreas. Este hombre fue Eugenio de Castro, a quien sus primeras obras valieron la amistad y el aplauso de todos los pequeños príncipes literarios nacidos a la publicidad en 1884.

   Después de Eugenio de Castro se popularizó en Francia Oliveira Soares y los poemas la Reina de Saba, y los Palacios Confusos pasearon en triunfo por todos los cenáculos.

   La literatura portuguesa se puso de moda. Los nuevos hablaron ampliamente de ella, con especialidad uno, a quien con justicia se ha llamado en Francia el Introductor de las letras lusitanas, Mr. Phileas Lebesgue, quien buenas páginas dedicó a sus colegas de Tras os montes en el Mercurio de Francia.

   Quizá Lebesgue exageró una miaja el valor de sus amigos. «Leyéndole, dice un viejo simbolista, podría uno creer que la literatura portuguesa no cuenta entre sus adeptos más que genios, lo cual es demasiado, porque esto no acontece con ninguna literatura; ¿pero acaso no vale más esto que una reserva llena de acritud y el inútil desdén ante los bellos esfuerzos?»La reserva llena de acritud y el inútil desdén nos han tocado en suerte a los hispanoamericanos. Lejos de que alguien se tomase el trabajo de estudiar nuestra labor, la magnitud de nuestra labor (ahora apenas iniciada en España), la ignorancia se limitó a declarar a priori que todos éramos plagiarios de los franceses y la ironía grosera e inculta nos vació encima todas sus burlas.

   Aun hay mucha gente seria que cree que la labor modernista se ha limitado a usar una jerga incomprensible, esmaltada de las palabras glauco, lilial, policromo, venusino, etc., y que toda gente sensata debe inspirarse en las redondillas de Sinesio Delgado y en los sonetos de Manuel del Palacio.

   Pero volviendo a la literatura portuguesa, diremos que las exageraciones de Phileas Lebesgue fueron en extremo útiles.

   Así como el que poco pide nada merece, así el que no grita mucho no es oído, y en París, entre el estruendo de todos los entusiasmos, de todas las iras, de todas las opiniones, hay que gritar mucho.

   Eugenio de Castro y Oliveira Soares abrieron, pues, en Francia el camino a los demás, y pásmense ustedes de esta verdad: Francia hizo que los españoles y nosotros los hispanoamericanos conociésemos la literatura portuguesa, como ha hecho que conozcamos de un Villiers de l’Isle-Adam, se sabría Queiroz de memoria».

   «Eca -continúa diciendo Kahn- fue también un satírico de valor. En cuanto a Fialho d’Almeida, es un panfletiste y conteur, en quien lo trágico se une a lo cómico, lo melancólico a lo grotesco, lo malicioso a lo macabro... Sus retratos se destacan en plena y cruda luz, fijados de una manera inolvidable, por medio de algunos mordentes rasgos de lápiz. En otros escritores, como Camilo Branco, la verba bufonesca y satírica va unida a cierto sentimentalismo».

   Según el escritor citado; la saudade lusitana, «esa melancolía que constituye el extraño encanto de los mejores poetas de Portugal, parece ser más bien de esencia céltica y se superpone al viejo fondo ibérico, exuberante, alegre, sensual, enamorado de las réplicas vivas, de las justas del espíritu y de los contrastes».

   Pero estos análisis étnicos nos llevarían muy lejos de nuestro propósito y alargarían desmesuradamente nuestro informe, en el que sólo hemos pretendido dar una idea de la literatura portuguesa actual y del lugar que ella y la española ocupan en la estimación de los franceses y de los hispanoamericanos.

 

- XXIII -

La instrucción primaria en España.

   En 1319, don Enrique II expidió en la ciudad de Toro una pragmática en la cual ordenaba que los maestros no fuesen presos ni molestados por ninguna razón ni causa; que los justicias y escribanos saliesen a recibirlos a las puertas de las audiencias cuando tuviesen algún pleito y que no les hiciesen pagar derechos en causa alguna; que, por último, disfrutasen de cuantas gracias y privilegios gozan los duques, marqueses y condes.

   Como se ve, don Enrique: «Rey de España la muy gruesa, que por fechos de gran nombre conquistó tan rica fuesa», según rezaba su epitafio, debido, si mal no recuerdo, a Jorge Manrique, sabía muy bien lo que traía entre manos, y merecía por este hecho haber sido en los actuales tiempos soberano del país más culto de la tierra. ¡Quién le hubiera dicho empero al gran bastardo que cinco siglos más tarde, es decir, lo suficiente para civilizar cinco mundos, un sucesor suyo, Fernando VII, cerraría las Universidades, prefiriendo a ellas la apertura de la escuela de tauromaquia de Sevilla!

   Así fue, en efecto, y como para preparar el advenimiento de Fernando VII, ya en las postrimerías del siglo XVIII había en España 317.423 niños y 553.579 niñas en edad escolar que no recibían instrucción alguna, sin contar el enorme resto de adultos.

   Cierto que un siglo más tarde, en 1897, los 317.423 niños analfabetos se habían reducido a 92.184; pero, en cambio, las 553.579 niñas analfabetas sólo se habían reducido a 419.018. De 1897 a 1906, año de gracia que vamos acabando, de seguro que sería mucho suponer que los niños analfabetos se hubiesen reducido a 80.000 y las niñas a 400.000; pero aun suponiéndolo, tendríamos que hay todavía en la Península cuatrocientas mil niñas y ochenta mil niños que no van a la escuela estando en edad de ir.

   Como se ve, la situación, es bastante análoga a la nuestra, empeorada allá por la difícil penetrabilidad mental de la raza indígena; pero la nuestra tiene de bueno que va corrigiéndose a grandes pasos, en tanto que en España se corrige con una extremada lentitud. En efecto, bastaría para darse cuenta de esta lentitud una comparación.

   En España hace un siglo las tres quintas partes de los niños llegados a la edad escolar no recibían instrucción alguna, mientras que en la actualidad el número de los mismos que no va a la escuela es sólo una séptima parte, refiriéndonos sólo a los varoncitos, ya que, como hemos dicho, hay cuatrocientas mil niñas en estado y condición de aprender que no aprenden.

   En la India hace apenas sesenta años no había más que 150.000 niños que fuesen a las escuelas. En la actualidad, ¿sabéis cuántos van? Cuatro millones. Estableced ahora si os place la proporción.

   Pero ¿es irremediable esta situación en España? No por cierto: todo el que ausculte con alguna atención este país advertirá que sus palpitaciones se aceleran, que sus energías aumentan. España adelanta, España encuentra de nuevo su camino. Marcha aún con cierta timidez, con cierto recelo; pero marcha, y como ha concluido por conocerse a sí misma, por no forjarse vanas ilusiones, por darse cuenta exacta de sus fuerzas, ya ningún espejismo la detendrá en su ruta.

   Es mucha carga para un país tener un gran pasado. Cuesta mucho trabajo caminar hacia el porvenir con una gran historia a cuestas.

   Frecuentemente hay que volver la vista hacia atrás; y el ejemplo de los abuelos, la influencia de los hechos y de las situaciones análogas a las que se nos siguen presentando suelen destruir las mejores iniciativas y los más firmes propósitos. La tentación de volver la cara hacia atrás es poderosísima... y hay peligro de convertirse en mujer de Loth, como en la comedia de Eugenio Sellés.

   ¿De qué depende la lentitud en el avance de la instrucción primaria en España? Parte de la, tenaz intromisión de la Iglesia en la enseñanza; parte de la falta de fe en la escuela; parte de las pésimas condiciones a que se hallan sometidos los maestros.

   Don Eduardo Vincenti, en un trabajo premiado en concurso abierto por El Imparcial, dice, sintetizando elocuentemente el actual estado de la cultura española:

   «Reina una deplorable unanimidad respecto a nuestros organismos de enseñanza, y así es que nadie discute y todos afirman que instruimos poco, que no educamos nada, que el maestro no obtiene fruto alguno de su trabajo, que la decadencia intelectual es un hecho, y que se impone la total reforma de toda educación nacional.

   »Todos, ante el fracaso de la familia, de la Iglesia, del Municipio y del Estado, y después de proclamar que la enseñanza es una función social, piden que el Estado intervenga siquiera sea por modo transitorio, porque al lado del derecho del padre está el del niño, y unidos a los deberes de la familia los del Estado; porque los seres sociales nacen para vivir en el mundo a la vez que en el seno del hogar, y, por tanto, la humanidad tiene derecho a saber si se lo envía un individuo perturbador o un elemento de progreso y de paz.

   «No hay más organismo con fuerza y elementos propios para el ejercicio de tan alta función, que el Estado o la Iglesia; así, pues, uno de éstos debe ser el representante de la sociedad y el ejecutor de sus aspiraciones, y descartada la Iglesia por propia declaración, al decir Jesucristo: «Mi reino no es de este mundo» (Ioan XV, 14, 36); y no aviniéndose a su espiritualismo, ni a la rigidez de su conciencia, ni de sus cánones la investigación científica queda sólo al Estado; a esta entidad tenemos, por tanto, que dirigirnos.

   »La organización de la enseñanza tiene que partir de arriba, empezar por la cúspide, y por tanto en el Ministerio tiene que iniciarse la reforma; y para esto, deberá encomendarse aquélla a personas de gran autoridad, creando al efecto tres centros directivos, extraños a la política, consagrado cada uno de ellos a distinto grado de la instrucción pública, y con el general objetivo de redactar las bases de la ley que sustituya a la de 1857.

   »La red oficial es tupida; tenemos cuanto tienen todos los países civilizados y, sin embargo, no tenemos nada, porque todo muere en la Gaceta y nadie se cuida de averiguar si se cumple lo mandado.

   »Partiendo, pues, del hecho de que no se puede organizar el Estado sino por medio de la educación, y de que no se puede organizar la educación sino por medio del Estado, entendemos que la nueva organización de la enseñanza demanda, para poder llevarla a cabo en buenas condiciones, partir de las siguientes premisas:

   »Primera. Creación de tres Direcciones técnicas en el Ministerio de Instrucción Pública, o sea: de enseñanza primaria, de enseñanza secundaria y superior, y de Bellas Artes y escuelas especiales, que serán desempeñadas en comisión por personas de relevante mérito y de reconocidas aptitudes pedagógicas.

   »Segunda. Presentación a las Cámaras de las bases de una ley de instrucción pública y prohibición absoluta a los ministros de alterar aquéllas por decretos una vez desarrolladas; y

   »Tercera. Reorganización del Consejo de Instrucción Pública».

   Respecto de la falta de fe en la escuela que se advierte en España, y de la cual hablábamos al principio, es muy lógica si se atiende al abandono en que la escuela misma se ha dejado. Hay, según el referido señor Vincenti, 18.000 maestros con menos de 1.000 pesetas anuales de sueldo no obstante el rápido encarecimiento de la vida en España. Estos 18.000 maestros sirven 18.000 escuelas que no cuentan para la compra de material escolar más que con tres pesetas mensuales; tocan a cada maestro 84 alumnos, a los cuales tienen que enseñar en ciento cincuenta días de cada año, pues el resto son, por uno o por otro concepto, días festivos o de reposo, y por último, como una masa sombría que obscurece el horizonte de la nación, el 64 por 100 de los españoles no sabe leer, y hay millón y medio de niños que vagan por las calles y los campos. Añádase a esto el pésimo estado de los edificios que sirven para escuelas, su cubicación defectuosa, su falta de aseo, de mobiliario, etc.

   Ante tal estado de cosas, hay sin embargo muchos españoles patriotas y cultos que no desmayan y que piensan continuamente en la difusión nacional y rápida de la instrucción primaria, base de todo edificio de cultura.

   Don Eduardo Vincenti propone en su estudio a este respecto, las siguientes reformas:

   «Creación anual de 1.000 escuelas según vayan saliendo de las nuevas Normales los futuros maestros, con el fin de que concurran los niños que hoy no pueden asistir a las escuelas por falta de aquéllas, pues sin aumentar antes el número de escuelas, de maestros y de locales, no se puede plantear el precepto de la ley de 1857 sobre la enseñanza obligatoria.

   »Crear 5.000 escuelas de un golpe en el presupuesto sin maestros ni locales, es continuar el descrédito de la escuela.

   »Cursos temporales para los ‘actuales’ maestros, con el fin de darles una preparación breve o intensiva en algunos meses, especie de instrucciones concretas (como se hizo en Francia en los cursos complementarios del Museo Pedagógico).

   »Aumento de los sueldos de los maestros en términos que les permitan dedicarse con más fervor a la enseñanza, partiendo de un mínimum de 750 pesetas para los actuales, y fijando en 1.000 los que disfrutarán los procedentes de las nuevas Normales, con el fin de que sueldos y personal estén a la misma altura.

   »Aumentar todos los sueldos de a mil pesetas, atraería las animosidades de los contribuyentes; el aumento debe, pues, venir en las condiciones ya citadas, no por la voluntad de un ministro.

   »Creación de las escuelas de ‘párvulos’ según el sistema Froebel, en la capital de cada región, ínterin no pueden establecerse en todas las capitales de provincia. Hoy tenemos una en Madrid como si fuese un objeto de arte, de lujo.

   »Organización de las escuelas especiales de ‘adultos’ para concluir rápidamente con los analfabetos, por lo menos en todos los pueblos mayores de diez mil habitantes».

   En efecto, para comprender la inmensa necesidad de estas escuelas de adultos, bien organizadas, hay que advertir que sólo existen 80.000 niños y 400.000 niñas en edad escolar, que no van a la escuela en España; los niños todos no dan sino un 15 por 100 de la cifra de analfabetismo, que es, como decíamos, de 64 por 100; es decir, que el 49 por 100 restante está constituido por analfabetas adultos!

   Resulta, pues, que, como en España, y según las frases del autor del estudio a que hemos venido refiriéndonos, «el soldado, el jurado, el elector y el labrador, ejercen sus funciones sin conciencia de lo que hacen, y es, por tanto, la verdadera masa nacional una masa totalmente inadecuada, es menester que entre la escuela primaria para niños de cuatro a doce años, y los centros superiores enclavados en las capitales, se creen escuelas rurales, complementarias de perfeccionamiento, para que el patriotismo, la moral (lecciones hoy de memoria en la escuela), tengan en aquéllas un desarrollo práctico, vivo, que eduque el espíritu, el corazón y la voluntad.

   »Estas escuelas, añade, podrían ser de campesinos en el invierno, pues los trabajos del campo lo permiten más fácilmente; la enseñanza, más que por asignaturas, debería ser por conferencias y adecuada a cada localidad.

   »Adultos y campesinos no pueden someterse a los cánones fijos, petrificados, uniformes, del programa, de la legislación, del título, etc.

   »Respecto al maestro, debe ser el mejor que se encuentre, con o sin título, maestro público o libre, esto poco importa; lo que importa es que no sea la escuela de adultos una institución para aumentar los sueldos de los actuales maestros, que dan o no la enseñanza, y que si la dan, se limitan a enseñar a leer y escribir como pueden y saben, y muchos (sin título), ni pueden ni saben».

   Con respecto a los libros y programas de estudios, el señor Vincenti dice:

   »Urge publicar la ley marcial escolar, dejando sin efecto todas las declaraciones de «libros útiles para la primera enseñanza», hechos por Consejos y ministros. Someter a reglas fijas los que en adelante se utilizasen, para evitar se copien y extracten unos a otros, y para que se enseñe más con ejemplos que con definiciones. Gramática y catecismo (ambos adaptados a la escuela y revisados los últimos por el Consejo) y vocabulario, bastan.

   »La educación no está en el libro de texto, ni en el programa; está en el método, en la acción, en la habilidad del profesor, en su poder de crear y dar vida a la personalidad naciente.

   «El programa ideal sería una hoja en blanco en que el maestro escribiese los signos de cada alumno».

   La instrucción debe seguir la ley del desenvolvimiento natural del niño, y así el dibujo debe ser estudiado como un verdadero lenguaje teniendo en él cada niño un medio voluntario de impresión y de expresión.

   Antes que las reglas del lenguaje, hay que conocer las palabras; nada de Ética o Derecho en las elementales, y mucho en cambio de Agricultura, dejando aquellas enseñanzas con nociones de Física para las superiores, o sea para niños de diez a catorce años.

   «Trabajos manuales, pero sin especializar el aprendizaje, ni darles carácter científico, porque sobran fórmulas, tecnología y clasificaciones; téngase en cuenta que los niños en su mayoría van a vivir en el campo, no en las fábricas, y que esos trabajos degeneran en farsas y ridiculeces cuando no están bien dirigidos, debiendo servir en primer término como una gimnasia de la mano y representar un homenaje al trabajo.

   »Se pide la enseñanza de la agricultura en los cuarteles y escuelas, y sólo aplausos merece esto, pero francamente, disertar ante soldados o niños sin el arado, ni el campo, ni la granja, nos parece dedicarse a inventar la oratoria agrícola.

   »El campo escolar debe ser una verdadera escuela práctica de enseñanza agrícola, dando a cada niño una parcela de terreno para que la cultive, abone, siembre, etc, y haciéndole cuidar uno o más árboles; uniendo esto a una exposición teórica, sencilla, bien al practicar un injerto, bien al podar, etc, se conseguirá más que hablando de lo que producen España y otros países por hectárea (los oyentes no saben qué es esto de hectárea).

   »La escuela debe incluir en su programa la educación física, representada por los paseos, viajes y colonias escolares, iniciadas en España con carácter más privativo que oficial. Conviene pasear a los niños frente a la realidad, hacérsela observar, y a la vez hacerles disfrutar del aire y de la naturaleza toda.

   »Las colonias en verano, el mar o la montaña y los paseos y visitas los jueves y domingos, serán la mejor lección que pueden recibir.

   »La educación religiosa debe seguir al cuidado de la Iglesia (Concilio de Trento) dejando a salvo la autoridad del padre y la conciencia del maestro».

   Hasta aquí el señor Vincenti. Nosotros, por nuestra parte, quisiéramos añadir que una de las cosas que más han influido en el atraso de la instrucción pública en España ha sido la inestabilidad de los gobiernos.

   Acaba, por ejemplo, de caer el Ministerio López Domínguez, y con él se va el ministro de Instrucción Pública, don Amalio Jimeno, hombre de buena voluntad que había empezado ya a hacer algo en pro de la reorganización de las escuelas de adultos.

   ¿Seguirá el que venga sus huellas? Es muy difícil, porque cada ministro tiene su programa y el amor propio suficiente para creer que este programa es el mejor.

   Para fijarse un programa práctico, para conocer bien el estado mental de un país, para llegar a una legislación efectiva y oportuna, se necesitan un tiempo y una calma que es imposible encontrar en lo furtivo de esos ministerios, cuyos cambios afectan, no sólo a los ministros, sino aun a los subsecretarios y a veces a otros empleados que tienen que retirarse a fin de que el Gobierno que viene después disponga de puestos suficientes para contentar a sus amigos y saldar sus compromisos de partido o simplemente de bandería.

   El personal docente, por otra parte, deja mucho que desear. La precaria situación, ya clásica en España, a que se condena todo aquel que ejerce el magisterio, no es precisamente un estímulo ni para reclutar buenos maestros ni para estimularlos ni para moralizarlos. Cada cual tira a salir del paso como puede.

   La falta de material escolar retrasa indefinida mente la familiarización del maestro con los nuevos métodos y procedimientos pedagógicos.

   No está muy lejos de España Alemania, donde infinidad de jóvenes destinados al profesorado podrían ir a estudiar la pedagogía moderna, especialmente el sistema froebeliano; pero el presupuesto de Instrucción Pública no permite un procedimiento amplio de pensiones para este fin.

   Por último, la iniciativa privada, el patriotismo de los ricos, que en otras partes, en los Estados Unidos especialmente, producen tan admirables resultados en lo que ve a la instrucción pública, en España (como en México, helas!) se orientan hacia inútiles fines religiosos. Hay aquí muchos ricos, más de los que se cree, pero casi ninguno de ellos sería capaz de dejar su fortuna para edificios escolares, para bibliotecas, para material de enseñanza, para dar premios o retiros a los maestros de Instrucción Primaria que se distingan, para pensionar profesores y alumnos en el extranjero, para crear museos científicos, para abrir concursos de libros diversos. Aquí como en México, casi todos aquellos que no tienen herederos siguen dejando sus capitales para las llamadas fundaciones piadosas, especialmente para iglesias y conventos, como si no fuera más piadoso civilizar al mundo!

   En fin, a pesar de estos obstáculos, con muchos de los cuales hemos tenido también en México que librar descomunales batallas, la España nueva surge lenta pero seguramente al lado de la España vieja. La amputación de las colonias ha podado a la nación, que reconcentra ahora sus energías en el propio solar, y el conocimiento sincero de sus necesidades va haciéndola curarse de males que, en suma, han sido triste patrimonio de todos los pueblos y de los cuales se desembarazará la madre patria con un vigoroso esfuerzo de su aún potente y lozana voluntad.

 

- XXIV -

Balance literario del año. -Los jóvenes escritores españoles.

-Orientaciones dominantes.

   Hubiera querido que este informe llevase por título: «Los jóvenes maestros de la literatura española.» Aun había estampado ya este titulo, que me parecía de perlas para mi compte rendue de fin de año, en la cual me proponía sintetizar el alcance del esfuerzo y de la producción literarios, durante la temporada que en la Península he permanecido; pero al tender la vista en rededor, no encontré, no digo ya maestros jóvenes: ni jóvenes siquiera, ni casi literatura moderna.

   No encontré jóvenes, porque la juventud no está constituida esencialmente por los pocos años, sino por el entusiasmo, por la agilidad, por el florecimiento, y aquí no hay ya entusiasmo ni agilidad: no hay más que escepticismo, displicencia, tristeza en el terreno literario, que es el que toca analizar. Los que ahora escriben, apenas si se reúnen en pequeños grupos, en un café. Ahí se habla un poco de toros, un poco de política y otro poco de literatura. Se aguza, con trabajo, con mucho trabajo, con pereza, con mucha pereza, un chiste, una frase más o menos ingeniosa, y ya está.

   Como la labor literaria sigue siendo muy poco productiva, como la que se exige en los periódicos es de baja calidad, no se lee en los rostros de los que dicen algo al público desde las columnas de un diario la alegría del trabajo. Están tristes todos o fastidiados, por lo que han escrito o por lo que van a escribir, y es tal su falta de entusiasmo que a los más desganados y displicentes americanos, quizá al que esto escribe, por ejemplo, nos encuentran ardorosos, creyentes, entonados.

   Nunca había comprendido yo tanto como en España el peso de ese grillete de la labor intelectual diaria, de ese grillete que yo he llevado tantos años, en tan favorables condiciones y sintiéndolo apenas, sin embargo, merced al calor de mi entusiasmo por el trabajo.

   El creare con giria de D’Annunzio no podría ser comprendido aquí, donde a pesar de las apariencias, del bullicio callejero, el pueblo es triste, quizá más triste que el nuestro, que es uno de los más tristes de la tierra.

   Cierto, todo el mundo sale a la calle, pero la mayor parte lo hace porque su tugurio nada tiene de amable, porque ahí se tuesta en verano y se hiela en invierno, porque el ir y venir callejero distrae la cesantía, o las, penas del mucho bregar con duras labores y magra pitanza.

   Hay músicas en todas las encrucijadas, pero músicas de ciegos músicas que tocan para implorar la caridad pública, músicas que no pueden ser alegres... que son infinitamente melancólicas.

   El literato no tiene, pues, fe en la literatura, y como la obra do arte es sobre, todo una obra de fe, cada día es más escasa y menos substanciosa, sobre todo en Castilla.

   El ensueño, más o menos turbulento quizá, más o menos áspero, pero ensueño al fin, generoso y cálido, la pasión por todas las más nobles formas del arte, va a refugiarse a Cataluña, donde hay ideales, donde el influjo del sol provenzal y del viejo y sonoro mar azul, autor de todos los grandes poemas, parecen ejercer vigorosamente.

   Y así laboran, allí hombres como Juan Maragall, como Alejandro de Piquer, como Santiago Rusiñol, como Puig y Ferrater, como Alomar, Oliver, Eugenio D’Ors, y cerca de ellos, en la fructífera y dorada Valencia, eso moro ardiente, vivaz, incorrecto, pero lleno de color, de alegría, de luz, que se llama Blasco Ibáñez. Y así viven en Barcelona periódicos como Forma, que honrarían no sólo a España, sino a Alemania misma.

   Si la literatura castellana joven está enferma, y no de modernismo, que ya se ha visto que éste, desbastado de sus malezas, resulta sano, vigoroso, cristalino, en un Rubén Darío, en un Eduardo Marquina, en un Eugenio de Castro; sino enferma de desilusión, de escepticismo, como cansada, no del esfuerzo propio que acaso no ha intentado o que acaso no ha sido estéril, sino del esfuerzo ajeno, del esfuerzo de las generaciones que preceden a estos muchachos que, por un aparente contrasentido, están ya viejos, que empiezan por no creer en el futuro de su país, que exclaman como Unamuno, el más alto y más hondo de los intelectuales de la España de hoy:

   «...Y en tanto, España se despuebla; sus hijos... corren a América, a la España grande y del porvenir, a la tierra de promisión. ¿Y nuestras ideas? Éstas no emigran, no pueden emigrar, son fósiles y las tenemos encastradas en el espíritu. Parecíamos tener un papel cultural en la América latina, nosotros, los de España, la primogénita de las naciones de lengua castellana. Hemos vendido la primogenitura por una olla de garbanzos. Hubo un tiempo en que Bolívar, el Libertador, el Quijote de América, soñó quijotescamente con venir a conquistarnos. Acaso sea este nuestro porvenir: que nos conquiste la América española. ¿Quién sabe si un día la vieja madre tendrá que vivir de sus hijas emancipadas?»¡Ojalá que estas palabras de Unamuno fueran proféticas; ojalá que los hispanoamericanos conquistásemos a la madre bien amada, no por la fuerza de las armas, que esto sería irrisorio y ridículo, sino por la fuerza de nuestro entusiasmo; que la conquistáramos para la alegría, para el júbilo de la vida, para el optimismo!

   Es claro que el señor Unamuno cree en su patria, en el porvenir de su patria. Cree tanto como el que esto escribe, que tiene una gran fe en el mañana de España: «La nación -dice- cambia por debajo de su piel, y los parásitos de ésta no lo observan. Un día u otro caerá en jirones esa piel vieja, cuando la nueva esté formada, fresca y tersa, por debajo. Y muchos de nuestros prohombres envejecerán en un día más que han envejecido en veinte años. ¿Será esto así? ¿No será un sueño de mis esperanzas?-se pregunta a renglón seguido el pensador, con cierta inquietud».

   No, no es un sueño. España avanza; este es un hecho. Basta ver cómo redime sus finanzas, cómo prestigia su moneda, cómo inicia valientemente leyes que, cual la de Asociaciones, habrán de revolucionar noble y útilmente el país. Pero estos progresos, quizá un poco lentos, y la transformación harto pausada que se va efectuando en los medios de vida, no alcanzan a estimular a los intelectuales, no alcanzan a sacudirlos de su indolencia, de su melancolía, de su pesimismo. Algunos de ellos, no pudiendo hacer otra cosa, se lanzan valientemente al trabajo normal, como Martínez Ruiz, como Luis Bello: otros, aún solicitados de vez en cuando por empresas editoriales, prefieren la estrechez diaria, los recursos aleatorios, la crítica al estado actual de cosas y el ojalá, en la humosa mesita del café, adonde no llevan ni siquiera a pacer a la bestia de la intemperancia, porque los españoles, felizmente, no beben como nosotros los americanos.

   Quizá de este estado de ánimo, de esta falta de fe en su país, nace la única literatura que parece irse cristalizando ahora: la humorística a la manera inglesa, la que cultiva con tanto acierto, casi diríamos con tanta maestría Pío Baroja, y a la cual se va consagrando también un escritor viejo, después de andanzas muy diversas: Palacio Valdés.

   Sí, los jóvenes literatos españoles, expoliados vilmente por los editores, enfrentados con el problema de la vida material todavía a una edad en que generalmente, en los jóvenes países de América (aun en el mismo Méjico, donde la lucha es brava) ya se ha resuelto, ni creen en su metier, ni gran cosa que digamos en su arte ni en su medio. Están vencidos de antemano, sobre todo por una razón capital: porque no esperan vencer.

   Si yo quisiera citar las palabras amargas, desesperanzadas de muchos escritores que empiezan apenas, que no se han dado, que no han podido darse cuenta todavía de las verdaderas asperezas del camino, llenaría muchas páginas de este informe.

   Hay muchos noveles poetas y escritores que ya no creen en nada, ni en sí mismos y esto, de verdad, no por una pose análoga a la que hacía que los poetas románticos de principios y mediados de la última centuria, a los veinte, a 50s se creyesen los seres más infortunados de la tierra.

   He aquí por qué es tan difícil encontrar a los maestros jóvenes de la literatura española, he aquí por qué nadie es ya capaz de pensar y trabajar con el entusiasmo, con la noble alegría, con el sabroso ingenio de los viejos maestros, de un don Pedro Antonio de Alarcón, de un don Juan Valera, de un Pereda, de un Pérez Galdós (para no citar a los clásicos, sobre todo al divino Cervantes, que siendo, como le llamó Benot, el rigor de las desdichas, supo saturar su gran libro de tanto optimismo, de tan sana alegría).

   Pero que no haya jóvenes maestros no quiero decir que no haya jóvenes que culminarán, a pesar de todo, del pesimismo ambiente, de la venalidad y rutina de los editores... Y éstos se llaman Ramón del Valle Inclán, Azorín, Pío Baroja, Ciges Aparicio, Luis Bello (aunque su labor no se ha condensado en libros), entre los prosistas; Antonio de Zayas, Eduardo Marquina, los Machado, Villaespesa y Diez Canedo, entre los poetas, y en la literatura dramática, claro está: Benavente, y los Quintero, los Quintero y Benavente.

   Ramón del Valle Inclán es, en mi concepto, el más consciente de los jóvenes escritores de España. El que mejor conoce y cultiva los secretos del estilo, el que mejor sabe lo que se propone y adónde va.

   Bastaría para hacer célebre y respetable en un país más lector que nuestros países hispano o hispanoamericanos, a un escritor, una obra tan diáfana, tan llena de pericia, de fuerza, de aspiración justa y noble, como la Historia Milenaria de Valle Inclán. Yo no creo que en muchos años se haya escrito en España algo superior a ese pequeño libro admirable, que desdeñando cultivar las viejas, las inexpresivas formas del idioma, que son como bagazos del léxico, posee un lenguaje tan puro y a la vez tan nuevo, tan vigoroso y elegante. Un cuento malpocado que el autor sustrajo del libro, redondeándolo y haciendo de él un pequeño todo, bastaría asimismo para crear una reputación y en cuanto a las diversas Sonatas y al Jardín Nocelesco, son de una nitidez y de una música d’annunziana, lograda absolutamente dentro del castellano, pero con un conocimiento difícilmente superable de las excelencias de nuestro idioma.

   Para Azorín yo no puedo tener más que elogios; entiendo que dentro de la labor diaria, de esa labor efímera, a la que dan lo mejor de su cerebro hombres tan valiosos como José Nogales, Alfredo Vicenti y Luis Bello, Azorín hace verdaderos prodigios. En Francia, sus humorismos admirables, sus crónicas parlamentarias por ejemplo, serían saboreadas al par de aquellas actualidades de Capús que fueron la delicia de cierto público.

   Hay además en Azorín una cultura, un fondo, que no encontraríamos sino en poquísimos de los actualistas franceses. Azorín cala mucho, sin dejar por eso de ser uno de los más ágiles, de los poquísimos ágiles que hay en el periodismo español, generalmente hueco, afectado, doctrinario, sonoro, oratorio, ¡qué sé yo!

   Pío Baroja es también de los que se han creado un estilo. Sabe además desmigajar en sus libros cierta filosofía afable y de buen tono. En cuanto a Ciges Aparicio, se asemeja extraordinariamente a esos terribles rusos que han hecho libros como La Casa de los Muertos.

   Lo que Ciges Aparicio cuenta tiene quizá más verdad, más horrible verdad que lo que nos han contado esos hombres ingenuos y bárbaros del Norte, quienes han tenido la fortuna de que Francia, al traducirlos y popularizarlos, les dé todas las supremas galas de su estilo, las viejas y elegantes gracias de su idioma pulido, aristocrático y perfecto, y también otra fortuna no menos grande: la de que casi nadie fuera de su tierra, conozca su lengua todavía en formación y de que tenga cierto tinte de exotismo su brusca y desmadejada existencia de tártaros, y sus tendencias de evangelizadores y exégetas enrevesados.

   ¡Si Ciges Aparicio perfeccionara su estilo!

   Felipe Trigo es otro escritor digno de notarse. Es novelista hasta la médula de los huesos; pero le estorba el idioma. Nació para novelar con un instrumento más dócil, más moderno, más rápido de vulgarización y de difusión que cualquiera de las lenguas modernas, harto abundosas, nutridas, mazacotudas para la época de fiebre que vivimos.

   -Yo quisiera, me decía él la otra noche, escribir con ciertos signos taquigráficos, o más aún, hallar la manera de no escribir, sino de transmitir a los otros mis novelas sin estos intermedios forzosos y lentos y difusos del lenguaje.

   Y tiene muchísima razón Felipe Trigo, porque en suma esto del estilo, esto de la sintaxis, de los refinamientos léxicos, esto de escribir frases lapidarias va a acabar prontísimo, prontísimo va a ser inútil. Ya no hay tiempo de aprender literariamente los idiomas, ni va sirviendo ello de gran cosa. Los idiomas se condensan, se vuelven manejables, breves, concisos, y peor para los que no se vuelvan así.

   Serán la heredad de quince o veinte académicos apergaminados, que inconscientes de la vertiginosa marcha del mundo, leerán discursos y escribirán libros benditos para un público compuesto de ellos mismos!

   El libro se está muriendo. Dentro de cincuenta años no existirá un solo libro fuera de los pergaminos, no sólo porque el papel que se fabrica actualmente, hecho de fibra de madera, se vuelve polvo en seguida, sino porque los cilindros del fonógrafo habrán sustituido a nuestras bibliotecas.

  

   Pero digamos, antes de concluir este capítulo de los novelistas, que alrededor de las figuras que hemos evocado, gravitan otras, en formación, algunas bastantes apreciables, ésta o aquélla novísimas, las de más allá pasadas de tueste, y que se llaman Miguel A. Ródenas, autor de un libro muy estimable, Tierras de Paz; Gutiérrez Gamero, autor de El Conde Perico; Suárez de Puga, autor de Pan de Centeno, ensayo muy bien logrado; Antonio de Hoyos, joven y aristócrata, autor de Frivolidad; López de Haro, que lo es de En un lugar de la Mancha; Martínez Kleiser, de El Vil Metal; A. Larrubiera, de Fuera de combate; Federico Pita, de Derrotado, etc., etc.

   Otra de las características de la moderna literatura española, es la de mirar al pasado.

   Claro que siempre ha habido en España una decidida tendencia al estudio histórico, al trabajo de erudición, a la labor benedictina; pero este género, que parecía no deber tentar más que a los viejos, tienta asimismo a los jóvenes.

   «Los libros de este género, dice el escritor Luis Bello, cuyo nombre he citado ya; los libros de este género: monografías sobre sucesos o escritores antiguos, exhumación de documentos, ediciones de autores olvidados, son más, mucho más que los libros originales. ¿A qué obedecerá el fenómeno? ¿Será que la erudición encuentra más amparo entre los editores o que en España arderá el fuego sagrado de la tradición clásica, y los que cuidan de él, hombres solitarios, tenaces, laboriosos, encuentran en su aislamiento la energía necesaria para imponerse? Acaso ocurra también que aquí no hay una protección oficial efectiva sino para el arte que fue; para la historia, para las viejas letras, y no se ha encontrado todavía la forma de que el Estado coadyuve a un movimiento de la cultura actual».

   «Pero, sigue diciendo, la explicación más lógica está en la impasibilidad inalterable del bibliófilo, del erudito de vocación. En los momentos de crisis más profunda, aunque los espíritus inquietos anden vagando alrededor de todas las tendencias, veréis que él labra día por día su pequeño sillar, y al cabo de un año, de diez, de veinte, aparece con un grueso volumen. España es tierra donde se da muy bien esta clase de hombres enamorados de la historia; unos que empiezan por el amor de su casa, de su villa, de su región o de su raza, otros que se inspiran en el desamor a lo presente. Y cuando los demás vacilan, callan o se preparan al trabajo, los únicos golpes que se oyen son los de sus batanes».

   Recordará usted que uno de los últimos informes que he tenido la honra de dirigir a esa superioridad, se refería justamente al abundante cultivo de la literatura de erudición histórica en España. En ese informe citaba a usted muchas obras recién aparecidas. Ahora podría aumentar mi lista considerablemente; pero a fin de no extenderme demasiado, sólo citaré los siguientes títulos:

   Predicadores de los siglos XVI y XVII. Sermones de Cabrera. Teatro de Tirso de Molina. Menéndez Pidal: Leyendas del Último rey godo.

   Eloy Bullón: Orígenes de la Filosofía moderna: Precursores españoles de Bacon y Descartes.

   Cortés: Noticias de una corte literaria. Valladolid. Isidro Gil Fortuny: El castillo de Loarre y el alcalde de Segovia.

   Colección de libros y documentos de Núñez Cabeza de Vaca.

   Salcedo Ruiz: Estado social que refleja el Quijote.

   Aicardo. Palabras y acepciones castellanas omitidas en el Diccionario de la Academia.

   Correas: Vocabulario de refranes y voces proverbiales.

   Padre Alboraya: Historia del Monasterio de Yuste.

   Apraiz: Juicio de La tía fingida.

   Rivadeneyra: Meditaciones y soliloquios de San Agustín.

   Rodríguez Villa: Correspondencia de la Infanta Isabel Clara Eugenia de Austria con el duque de Lerma.

   Palencia: Crónica de Enrique IV.

   Actas de las Cortes castellanas do 1609 a 1611.

   Horozco: Relaciones y noticias toledanas del siglo XVI. Reunidas por el conde de Cedillo.

   Edición crítica de fray Luis de Granada, por fray Justo Cuervo.

   Edición crítica del Quijote, por Cortejón.

   Castro Alonso: La moralidad del Quijote.

   Castillo y Solórzano: La niña de los embustes. Teresa de Manzanares.

   Con epílogo de Cotarelo.

   Casanova y Patrón: Anales gaditanos.

   Omeca y Siles: Bodas regias y festejos.

   Gracián: Peregrinación de Anastasio.

   Dávila y Collado: Estudio de las Cortes y Parlamentos valencianos.

   Y conste que no he enumerado ni la mitad de los libros aparecidos recientemente.

   Como se ve, la producción original se ahoga por completo dentro del alud formidable de publicaciones históricas.

   ¿Es esto un mal?

   No lo sería, sino, por el contrario, debería reputarse como una gran muestra de actividad intelectual, si estuviera compensada, como en Alemania, Francia o Inglaterra, por una literatura de orientaciones modernas, de miras novísimas, vigorosa, fresca, lozana; pero acaso esta pertinaz mirada de ayer detiene los ímpetus de una raza y paraliza sus esfuerzos.

   Afortunadamente, junto a los escritores contemplativos va surgiendo cada día más nutrido un grupo de hombres de acción.

   De ellos hay que esperarlo todo.

   Por lo que ve a los poetas, una buena parte, estimulada, debemos confesarlo, por el ejemplo de los hispanoamericanos, sigue orientaciones más modernas.

   De ellas hablaría hoy sí no alargara así indefinidamente mi informe, por lo que prefiero que sean el asunto de uno de mis próximos trabajos.

 

- XXV -

Extensión universitaria.

   De poco tiempo a esta parte se advierte en la prensa española mayor atención para tratar los asuntos escolares y mayor cordura para examinarlos. Se echa de ver que la preocupación capital del país habrá de ser -si no comienza a serlo ya- la de la enseñanza; que la nación no está conforme con que clasificadores de segunda mano, demasiado diligentes en su desdén, la coloquen a la zaga de otras naciones que antaño estaban supeditadas a ella.

   De aquí que las pensiones en el extranjero se vean con mejores ojos y que nadie proteste porque se aumentan; de aquí que los créditos concedidos al Ministerio de Instrucción Pública sean cada vez más amplios; de aquí, por último, la indignación con que se ha recibido en una provincia la disminución de sueldos a los maestros de escuela, y el vivo anhelo que se echa de ver de que su situación mejore.

   Otro indicio favorable es el aumento de revistas de las llamadas de extensión universitaria, de las cuales conozco algunas bastante importantes.

   Estas revistas de extensión universitaria constituyen uno de los elementos más valiosos el adelanto de la instrucción pública en un país, y yo soñaría para Méjico, en tal sentido, algo muy bello, muy práctico y muy fácil, que nos haría avanzar en breves años al par de las naciones más civilizadas del mundo.

   Desearía que cada revista, cada periódico importante de los numerosos que se publican en la República, fuese cual fuese su índole, merced a un poquito de buena voluntad, se convirtiese en periódico de extensión universitaria, o más ampliamente aún, en auxiliar de todo género de instrucción. Bastaría para ello que dedicase una fracción mínima de su texto a asuntos escolares; pero en una forma pedagógica con espíritu metódico, siempre en el mismo sitio y señalada de un modo especial, que aislase tal sección de las otras del periódico.

   Imagínense ustedes todo lo que podría contener una sección así hábilmente distribuida. Lecciones de cosas, dibujos, himnos, tratados completos de todos géneros, hábilmente desmigajados.

   Así como se pagan redactores políticos o financieros, reporteros sociales, cronistas de teatro, así podría pagarse un redactor escolar, un hombre instruido que aportase sus diarias lecturas bien ordenadas a la niñez y a la juventud de las escuelas, y que consagrase los diversos días de la semana en su sección a diversos ramos de enseñanza, los cuales favoreciesen desde el parvulito de los jardines de niños hasta al alumno de los cursos universitarios superiores.

   Ciertamente hay muchas revistas en España y en América que consagran números u hojas especiales a los niños. El A B C, de Madrid, por ejemplo, trae semanariamente una hoja suplementaria dedicada a la niñez, con el título de Gente menuda. Pero, en lo general, estos suplementos no son pedagógicos. En ellos se procura simplemente distraer a los niños, no enseñarlos.

   A veces las materias están mal elegidas que, más que servir, perjudican a los lectorcitos. Se trata simplemente de una literatura humorística, de dudoso gusto y de una gráfica chusca que nada enseña.

   Yo me imagino sin esfuerzo todo lo que una sabia sección para los niños podría contener de enseñanzas y de bellezas. Veamos por ejemplo; la historia de la Habitación, ilustrada y explicada. En una sola sección, suponiendo que ocupase un octavo de plana, al ancho de dos columnas, dividida por plecas, podrían dibujarse hasta cinco habitaciones, llevando cada una al calce su leyenda. Y así, en dos o tres números, podrían desfilar ante los ojos curiosos y embelesados del niño la caverna ancestral, donde los primeros hombres en los lentos ocios intentaban y grabar sobre los cuernos del ciervo y sobre las piedras pulidas las imágenes fugitivas o estables de la Naturaleza; la choza lacustre, donde las mujeres y los niños, adornados de conchas, esperaban el regreso de la tribu, guerrera o pescadora, y distraían su soledad oyendo los secretos del mar en el nacarado seno de los grandes caracoles encontrados en la playa; el castillo roquero en que los barones de la Edad Media anidaban como milanos, y el palacio del Renacimiento, que es gloria de los ojos y ornato noble de las urbes.

   Otros cuatro o cinco números bastarían para un cancionero escolar que se popularizaría por toda la República. En cada sección cabrían perfectamente cuatro melodías con su letra.

   Pensad asimismo en la facilidad que habría para reunir, en unas cuantas secciones, la flor de la poesía contemporánea dando a conocer a la juventud, con atinada elección y breves comentos críticos, mejor y más ampliamente que cualquier crestomatía, la lírica moderna verdaderamente valiosa.

   Y no hablo de los diálogos instructivos acerca de diversas materias, de las vulgarizaciones sobre cosmografía, meteorología y la física del globo, de la historia de las exploraciones geográficas, de las representaciones sintéticas de la fauna y la flora de cada continente, de los mejores capítulos de instrucción cívica, etc., etc.

   Así, merced a esta sencilla labor de los diarios, se lograrían dos cosas: primero, mayor amenidad para un periódico, que sin duda obtendría hasta el beneficio de un excedente de circulación; segundo, y sobre todo, el nobilísimo ideal de que la Prensa entera de un país colaborase en la santa obra de la educación e instrucción nacionales.

 

- XXVI -

Del género trágico.

   ¿Debe acentuarse la tendencia trágica en el arte?

   A juzgar por los conceptos del nuevo académico de la Lengua don Valentín Gómez, sí.

   Protesta este señor contra el desdén que muestra el público hacia la literatura y el arte trágico y hacia el género trágico en general. «Se huye de él en busca de goces que amortigüen las angustias del alma enferma -dice-; pero lo trágico se impone en la vida y se impondrá al fin en el arte como la manifestación más grande, más verdadera y más profunda de nuestra naturaleza decaída y oprimida».

   «Si pudiésemos -añade- penetrar con el entendimiento en el fondo de esta tristeza universal, veríamos seguramente una tragedia espantosa del espíritu humano en las luchas de nuestro tiempo. Se ha vertido la sangre a torrentes para derrumbar el mundo de ayer y reconstruir sobre sus escombros el mundo moderno, y cuando se creía que ya la sociedad nueva se había constituido definitivamente, iluminada por el astro bienhechor de la libertad y regida por el augusto y severo genio de la justicia igual para todos, se alza en explosión formidable el alma irritada de muchedumbres hambrientas, pidiendo a lo menos una parte alícuota del botín conquistado en las batallas de lo nuevo con lo viejo y pidiéndolo a gritos, a puñaladas y a bombas... El terror se apodera de los vencedores de ayer, el desaliento cunde entre los más esperanzados y más enamorados de las grandezas indudables de nuestra civilización, y una pregunta brota de todos los labios, estremecidos de angustia: ¿Pero realmente ya no son posibles los paraísos terrenales? No lo son ni lo serán nunca. Somos los hijos del dolor. La comedia del hombre tiene siempre un desenlace trágico.

   «La historia entera de la humanidad es una gran tragedia».

   «En épocas decadentes y corrompidas -continúa el señor Gómez- el arte suele ser un entretenimiento agradable. Toma de la realidad lo risueño, lo accidental, lo cómico, y eludiendo sistemáticamente el desenlace definitivo, nos distrae de la seriedad fundamental de nuestro ser y de nuestro fin, y nos hace soñar durante algunos momentos con una especie de inmortalidad fútil, cuyo objeto se reduce a pasar eternamente el rato. Mas cuando los pueblos conservan su naturaleza viril y llevan animosamente el sello siniestro en los blasones de su raza, no vuelven el rostro al infortunio, sino antes bien se gozan en su contemplación y aplauden y aclaman a los grandes artistas y a los poetas esclarecidos que inmortalizan el dolor en las obras de su genio. He ahí el origen de lo trágico en el arte y particularmente de la tragedia escénica».

   He subrayado en el segundo de los párrafos que copio una palabra: se trata de una simple palabra, la palabra «indudables». Y la he subrayado porque allí se halla la clave de toda la doctrina «trágica» del señor Gómez. Casi afirmaría que este indudables no estaba escrito al principio, y que en las pruebas, el flamante académico tuvo buen cuidado de ponerlo.

   ¿Para qué? Para que no se pensase que él no creía en el progreso moderno.

   Claro que esto es una simple suposición mía, pero no sé por qué la hallo más razonable que la generalidad de mis suposiciones. El párrafo en que, según yo, se ha puesto la palabra indudables, debió decir en un principio:

   «El terror se apodera de los vencedores de ayer; el desaliento cunde entre los más esperanzados y más enamorados de las grandezas de nuestra civilización, etcétera».

   Pero después de escrito esto -sigo figurándomelo-, el ilustre don Valentín Gómez debió pensar: «No parece sino que aquí dudo yo de nuestra civilización (como es la verdad). Pongamos, pues, indudable después de grandezas».

   Y allí está, como decía yo, la clave de todas las teorías del señor Gómez.

   El señor Gómez no cree en la civilización. El señor Gómez piensa, no que la humanidad, procedente de un estado inferior, a través de mil evoluciones, va hacia un estado superior, sino que procedemos de un estado de gracia primitivo del cual caímos.

   En suma, el señor Gómez, como dijo muy bien Pidal y Mon al darle la bienvenida, es un tradicionalista a la española, y su clasificación doctrinal obliga a encasillarle en la lista de los escritores históricos que nutrieron sus conceptos con Balmes.

   Felizmente para esta España, que tan noblemente pugna por reconquistar su antiguo puesto intelectual en el mundo, hay muchos maestros jóvenes que creen en la ciencia y en la civilización modernas, que no vuelven jamás los ojos hacia las infantiles y absurdas teorías de nuestro origen edénico; que sí esperan, en nombre de esa ciencia, de esa civilización, en cuyas promesas confían porque las ven realizarse una a una; que sí esperan, digo, en paraísos futuros, no colocados sobre la movilidad de las nubes resplandecientes, no fincados en el cielo, sino en un estado social muy más alto y perfecto que los actuales ensayos en que nos ejercitamos; en un estado tan afinado y purificado por los siglos, que habrá de merecer el nombre de angélico. Y estos hombres, estos jóvenes profesores españoles, sin duda que estarán de acuerdo conmigo en una cosa: en que ya no es lícito predicar el dolor y el retorcimiento perenne como fin educativo, y en que toda la labor de los que forman espíritus debe sintetizarse así: renovar las almas, volviéndolas serenas.

   La serenidad: he aquí la pedagogía de las pedagogías, la ciencia de las ciencias, el arte de las artes, la joya de las joyas.

   Es fuerza que nos serenemos. La escuela, desde la más elemental hasta la más alta, debe proclamar a todas horas este ideal de serenidad, debe trabajar por él a todas horas.

   El espíritu de la humanidad lleva la huella de un tormento teológico de siglos, y los grandes pedagogos modernos no tienden, en suma, más que a borrar esta huella, diafanizando el alma infantil.

   Ved lo que se hace ahora con los párvulos. Los deleitables lugares en que sus almitas crisálidas, surgen al pensamiento, se llaman, bella y exactamente, Jardines; jardines de niños.

   En ellos todo está estudiado para no alterar la divina ecuanimidad de las almas vírgenes. Allí se aprende sin esfuerzo, encauzando todas las curiosidades nacientes de las almitas a quienes están dedicados.

   Los muros cubiertos de estampas cautivan las puras miradas del pequeñuelo, y deleitando su instinto de observación lo familiarizan con innumerables aspectos de la vida. Hay grandes mesas, y sobre las mesas infinidad de arquitecturas, de juguetes, de utensilios, de objetos que amplían con insinuaciones mudas y apacibles la visión interior y la exterior perspectiva del infante.

   Las labores están alternadas con suaves recreos. La casa llena de sol, con árboles, con flores, pintada de colores claros, infunde una santa alegría.

   Y de esos jardines arrancan todas las escuelas modernas, en una cristalina escala de ciencia y de amor.

   Y a medida que se va estudiando y comprendiendo, el alma se ensancha y se llena de dignidad y de luz.

   Sabemos que la humanidad es muy grande, que, como decía Marco Aurelio, cada uno de nosotros lleva dentro un dios escondido. Sabemos que el hombre no cayó jamás, que de la animalidad ha pasado al estado admirable que es hoy su conquista, y presintiendo el alcance de los progresos que vemos florecer por dondequiera, nuestro corazón se hincha de optimismo sano, glorifica nuestra alma al Señor y nuestro espíritu se llena de gozo como el de la virgen como nazarena.

   Esto supuesto, ¿no es verdaderamente lamentable que hombres cultos y que pueden aún ejercer cierta influencia en sus contemporáneos, vengan a resucitarnos rancios ideales de retorcimiento y de amargura?

   ¿No deberían, por el contrario, contribuir a esa labor, que los maestros modernos españoles, como todos los maestros que se respeten en el mundo, deben proseguir sin descanso: la de destruir en las almas hasta el último resabio enfermizo de las edades bárbaras y volver al ideal griego del mens sana in corpore sano, que fue la gloria, la excelencia y la paz de la humanidad en la época más grande por que ha atravesado?

   ¿Cómo hay bocas capaces de decir: Estemos tristes. La vida es trágica; el arte debe ser trágico, ahora en que, con sangre y alma, con incontables desvelos, se va logrando arrebatar el corazón de la niñez a esa absurda garra negra que desde el nacer la oprimía en la sombra?

   «Serenémonos».

   He aquí la augusta palabra que debería estar escrita en todas las aulas; que debería radiar en placas de mármol en todas las avenidas de las metrópolis.

   Serenemos la escuela, serenemos el arte, serenemos la ciencia, que nuestra alma se torne clara y alegre. La alegría no es baja ni vil. La alegría es santa.

   Estemos serenamente alegres:

   Porque vivimos, porque pensamos; porque la humanidad marcha gloriosamente a una gran conquista cercana; porque todo en el universo está henchido de esperanza; porque somos la flor del mundo y es clara y bellamente visible nuestra predestinación, estemos serenamente alegres.

   Trabajemos con júbilo. Creemos con alegría, siguiendo el consejo del poeta.

   ¡Crear con alegría! He aquí la finalidad mejor de toda escuela y de toda enseñanza. Quien crea con alegría y paz, grandes cosas, duraderas cosas habrá de crear.

   Apoderémonos del alma del niño y enseñémosle que nada es triste; que la humanidad en su camino hacia la verdad y hacia el bien, atraviesa momentáneamente por regiones de sombra; pero que si en esas regiones se tiene cuidado de alzar los ojos, se advierte que hay muchas estrellas.

 

- XXVII -

El espíritu literario y poético en los países vascongados.

   Hay un asunto acerca del cual hace tiempo que tengo deseos de informar a esa Secretaría de su muy digno cargo «El espíritu literario de los vascos»..

   La circunstancia de que año por año las Legaciones, siguiendo a la corte, se trasladen a San Sebastián, me da ocasión de observar a esta raza montañesa, un poco ruda, demasiado simple, muy mucho mística, que vive en las suaves y aterciopeladas laderas guipuzcoanas y alaveses, y en los bellos recodos de la tierra vizcaína, y en la cual se encuentran tipos de cabal hermosura.

   Pero confieso que, por más que he intentado encontrar la vena poética, el instinto literario, la blanda inclinación al ensueño que caracteriza a otras regiones de la Península, ello no aparece por ninguna parte en los Pirineos españoles.

   Basta recorrer Cataluña, Valencia, Andalucía, Galicia, cualquier rincón de Castilla, para darse cuenta de lo que compone y significa, aun en las vidas más humildes, la tendencia literaria y poética. De Cataluña nada diré porque salta a la vista su producción cada día más considerable y valiosa. De Valencia todos saben que es uno de los más activos centros de ideas de España. Galicia cada día da más pruebas de vitalidad mental.

   La vieja tierra gallega, es como su hermana la portuguesa, propicia a todo vuelo lírico, y pone en ello cierta gracia melancólica que place extraordinariamente. Las leyendas, algunas de las cuales tienen prestigio encantador, tina adorable, suavidad mística, van apaciblemente de siglo en siglo y de boca en boca, por aquellas praderas, bajo aquellas arboledas, enredándose al diáfano diálogo aldeano, que tiene arcaísmos de una elegancia ideal. El cantar, el romance, están vestidos de no sé qué espíritu del Norte, pero con un sello de región siempre definido e intenso.

   En Andalucía, la literatura y la poesía son necesidad unánime e intensa.

   El pueblo más bajo, más pobre, más abandonado, las necesita como las clases ilustradas y las tiene: las tiene en el cantar y en el cuento, dos géneros que satisfacen plenamente su sed de pensar y de sentir.

   El cantar es la vida de Andalucía.

   Allí donde no llegan ni el libro ni el periódico, o porque la pobreza es suma o porque la ignorancia es mucha, llega el cantar, llevando su santa limosna de idealismo.

   Imaginaos una de esas míseras casitas acurrucadas, casi diríamos escondidas, entre los pardos terrones de la llanura. Un sol ardiente la tuesta. Cuando llueve, el agua la penetra. Los que allí se guarecen: un hombre, una mujer, una niña, ejercen cualesquiera de esos oficios que matan el hambre por temporadas: oficios que, tras de dejar poco, duran una estación.

   Allí no se lee. La madre nunca supo leer. El padre, si lo supo, lo ha olvidado. La chica, obligada a prestar su colaboración en la faena doméstica, no puede ir a la escuela.

   Parece que entre aquellas gentes y la civilización debiera haber una muralla infranqueable. Pero no la hay. El avecilla dorada y ágil del cantar la salva. El cantar está constantemente empollándose en la tierra andaluza. Él dice, no solamente el mal de amar; no solamente resume las penas, las alegrías, las creencias de aquellas vidas humildes y de las que las precedieron, sino también trae la nota fresca, viva lozana del suceso diario.

   A cada nuevo incidente, a cada nuevo descubrimiento, a cada nuevo conflicto, corresponde un cantar. Cantar a la guerra actual, al automóvil que pasa, al gobierno que cae, al ideal que surge, a la preocupación nacional que asoma.

   Cantar a todo, cantar para todo. Y de guitarra en guitarra va saltando la copla como entreenrejado de armonía, y va a llevar hasta la cueva gitana más escondida de la vega su nota vivaz.

   Sintetizado ya por el cantar, sabrán la pobre mujer y la chica de nuestro cuento lo que pasa o ha pasado recientemente en el «mundo». Y el cuento picaresco y gracioso, el cuento que va de boca en boca masculina, el género literario volante, por decirlo así, que nutrirá a su vez la mentalidad del padre de familia, que no puede o no sabe leer y que sólo en la conversación con los demás desentumece su entendimiento.

   Pero en Vasconia qué poco asoma este espíritu poético. Los únicos que lo llevan en trashumante vuelo, son acaso los versolaris o koblakaris, que en los pueblos perdidos en las montañas, en las obscuras tabernas en que fermenta la sidra, dicen sus ingenuos versos, entregándose a diálogos o réplicas que ponen sonrisas en los labios.

   Y sin embargo, qué buena compañía fuera en estos paisajes que tienen una tan persuasiva apacibilidad, la compañía de los poetas. Cuánto mejor en esas abrumadoras, en esas interminables lluvias del invierno que os penetran de humedad y de tristeza, fuera consuelo y distracción un libro de versos, que el Gerokogero, ese libro clásico de los vascos, que significa «después de después» y sólo tiene fines ascéticos!

   Se me figura que estos espíritus son poco ágiles para amar y concebir ciertas formas ondulantes del arte y de la vida. Espíritus cuadrados, rígidos, que no deben desdeñar la matemática, y que acaso en la Edad Media habrían proporcionado buena contribución a la escolástica. Espíritus, sobre todo, con un sedimento natural del ascetismo, que no bastan a destruir la belleza de estos paisajes y el azul moaré de este mar.

   El vasco podría ser soldado (lo ha sido, llegando a la heroicidad):

   podría ser sabio (y de hecho ha logrado serlo también); pero literato, poeta, sólo por excepción.

   La música es, de las artes, la que acaso lo atrae de una manera más efectiva. La banda y el orfeón apasionan al pueblo, que se asemeja en esto a otros pueblos de montaña. Pero aquí, arrollando estos vuelos, impidiéndolos y como trayendo las almas a una noción árida, exacta, precisa, monótona de la vida, está la afición de las aficiones: el ejercicio nacional por excelencia: la pelota, con su perenne ruido seco sobre la piedra...

   A Miguel de Unamuno, a ese espíritu peregrino que en sus últimos versos se nos ha revelado de una manera tan original, en la que hay por cierto mucho de este ascetismo de la montaña vasca, de que hablaba yo hace un instante; a Unamuno, pedíle su opinión sobre el espíritu literario vasco, en días pasados. Y él me respondía:

   La producción literaria en vascuence o euskera, es pobre y de muy escaso valor, y más pobre la poesía.

   La imaginación del vasco ha estado durante siglos dormida. Nuestra vitalidad espiritual se ha desplegado en la acción, y si hemos tenido Aquiles -yo creo que sí-, la falta de Homeros ha hecho que sean poco conocidos. Es difícil encontrar pueblo más pobre en leyendas, cuentos, fantasías, etc.; su espíritu es pregurático. Sólo desde hace poco, y merced a choque más íntimo y fuerte con la cultura, se nos ha despertado la imaginación, y por cierto creo yo que con una frescura y brío notables.

   Contribuía a esa poquedad la índole de nuestra vieja lengua, pobre de conceptos transcendentales, embarazosa y de pesado manejo, una lengua inepta para expresar debidamente la complejidad espiritual del alma moderna.

   Yo creo, en efecto, que de aquí proviene la sequedad de espíritu de la raza.

   Cuando un pueblo no tiene una lengua vasta, rica, eufónica, clara y difundida, debe arrojarla como un harapo inútil y buscar otra en que pueda vaciar su mentalidad.

   Si el vaso es pequeño y no se puede ensanchar, es fuerza beber en otro vaso; y aquí el otro vaso es la nobilísima y poderosa lengua castellana. En ella caben ciertamente todas las modalidades del alma euskera, y ella tiene todos los acentos para prestárselos. Pero el vasco pretendió encerrarse en su lengua (que, como dice muy bien Unamuno, ya no es más que una curiosidad filológica) como en una torre. En ella quiso confinar su vida y su pensamiento, de suerte que los achicó y empequeñeció sin ver que aquellos de sus más grandes hombres, los que habían llegado a imprimir su sello en toda el alma peninsular, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, el Canciller Pero López de Ayala, etcétera, empezaron por vaciar su pensamiento, su espíritu, en el molde castellano, y con guión castellano de caridad, de ciencia o de conquista, impusieron al mundo su obra.

   Nada hay más desazonado y nocivo que ese orgullo de una raza que, creyéndose o por su fuerza o por su belleza, o por su inteligencia superior a las que la rodean, levanta entre ellas y su pensamiento un almenaje inexpugnable, y se encierra deliberada y definitivamente en él.

   Y no hay almenaje más inexpugnable que el de la firme voluntad de confinarse en la inmovilidad ancestral de un dialecto o idioma imperfecto.

   Este confinamiento es fatal para el porvenir. La raza se vuelve semejante a esos gentileshombres de campaña que, pretendiendo no tratar más que a gentes de su devoción, acaban por morir solos después de haberse comido su última col y su última remolacha.

   En mi concepto, no hay síntoma peor de la decadencia de un país que el apego orgulloso a su dialecto y el desdén por el idioma dominador.

   El afán de valerse exclusivamente de ese dialecto o lengua imperfecta para pensar, mostrando así que no se necesita más amplitud de léxico, acaba por achicar el pensamiento.

   Es claro: cuando muchas cosas no pueden decirse en el dialecto que mamamos y nosotros estamos resueltos a no decirlas en otro, acabamos por retirarlas de la circulación. Y así vamos cada vez pensando con menos palabras: es decir, vamos pensando menos. No hacemos a nuestra lengua, del tamaño de nuestro espíritu que se ensancha: apretamos nuestro espíritu hasta hacerlo del tamaño de nuestra lengua.

   A fin de he hallarnos en conflicto, nos resignamos a expresar sólo lo que nuestros padres expresaron, en la forma en que lo expresaron, y como esas locuciones, a fuerza de usarse, han perdido su virtud, acabamos por matar la expresión de las palabras y su alma misma, múltiple y misteriosa.

   Afortunadamente, Vasconia no está en este caso. Vasconia ha salido de sus torres almenadas. La propia belleza de su suelo la salvó atrayéndole ese movimiento incesante de turistas veraniegos, que ayudaron a sacudir su alma bella, grave, huraña y orgullosa.

   Además de la vitalidad de que las tres provincias están hace años dando muestras, el suave prestigio del castellano-rey parece excitar a los cerebros a una mayor actividad lírica y a una mayor producción literaria, fuera ya de los grilletes vernáculos.

   Es muy poco lo que se conoce, sin embargo, de poesía vascongada, en vascuence, desde D’Echepare acá.

   Hay un canto muy renombrado en Vasconia, un canto clásico en la Lengua: el célebre canto de Altabiscar; pero, a lo que parece, es apócrifo y se sabe su historia.

   Unamuno opina que en general son mejores los poetas vasco-franceses.

   ¿Será por la índole de su dialecto? Puede ser, pero acaso ha influido también su menor aislamiento, que permite corrientes más amplias de ideas.

   Uno de los más acertados e inspirados poetas vascos -en concepto de Unamuno, el mejor-, J. B. Elizamburu, era vasco-francés y escribía en dialecto laborkano.

   Porque el vasco está descompuesto de yo no sé cuántas formas dialectales, no sólo de una frontera a la otra, sino dentro de las fronteras mismas.

   Hay vasco-franceses un poquito distantes del Bidasoa, que con dificultad podrían cambiar algunas palabras con un guipuzcoano o un vizcaíno. Y hay asimismo guipuzcoanos que en Álava o en Vizcaya suelen encontrarse con que muchas palabras familiares tienen distinto nombre.

   Pero volvamos a nuestros poetas. Hay una colección llamada El Cancionero Vasco, de Manterola, en que puede seguirse fácilmente la palpitación de esta lírica, de mucho tiempo a la fecha. Allí está, en vascuence, pero con su traducción, acaso lo mejor de la obra de Elizamburu, en la que se hace muy especialmente notar la poesía Vere Achea (mi casa), que es muy bella.

   Hay otro poeta, éste guipuzcoano, Izurta, del que se habla muy bien.

   A lo que, parece, sus poesías en el original tienen no sé qué, suave encanto, que pierden por completo en la traducción.

   Un vizcaíno, Felipe Arrese, escribió una elegía que pronto se hizo célebre en las Provincias: «Ama euskeriari az ken agurrak», que quiere decir «Último adiós a la madre eusquera». Esta elegía se encuentra en el cancionero citado y Unamuno me dice que es en su concepto la poesía vascongada de más brío y más conato, a trechos realmente inspiradísima. El mismo ilustre amigo me recuerda aquel cura vasco-francés de que habla Michel en Le Pays basque y que, enfermo de tisis, escribió a su madre una despedida en que expresa, con muy delicado acierto, una honda emoción.

   De San Sebastián era el poeta Bilinch, llamado Indalecio Bizcarrondo, que, escribió algunas cosas delicadas. Su musa, en extremo popular, pecaba por esta circunstancia de poco culta.

   Podrían citarse otros nombres como los de Iturriaga, Eusebio María Dolores Azcué, etc, pero ninguno sobresale.

   Menéndez y Pelayo -me decía el ilustre Unamuno- llamó a la poesía vascongada en castellano-y no sin cierta insidia- «honrada». Y yo dije en cierta ocasión que me proponía deshonrarla. La poesía vascongada es nítida, escogida, demasiado terre á terre y con instintos didácticos. La fábula predomina y se busca en ella la moraleja, la intención didáctica.

   Cae en sermón fácilmente; todo eso del arte por el arte, nos repugna; el esteticismo no entra aquí. Para los grandes raptos líricos nos ahoga un ambiente moral en que se condena todo lo que es demostración de interioridades.

   Preguntó al maestro Unamuno si él no había cultivado alguna vez la poesía vascuence? Y me respondió: -Hace años ya, siendo mozo, intenté escribir poesías en vascuence y hasta hice alguna- jamás publicada- pero aparte de que yo pienso en castellano, se me resistía la lengua. O la violentaba, haciendo con ella lo que hacen los vascófilos o entusiastas, o violentaba mi pensamiento. El vascuence no es una lengua de cultura. Usted sabrá que yo he abogado por su desaparición. Conviene que desaparezca para que descubramos los vascos toda la hondura de nuestro espíritu.

   En concepto de Unamuno, en Vasconia no puede decirse que haya habido una cultura propia interna. Los grandes hombres surgidos en esta tierra cumplieron su obra al servicio de la Corona de Castilla.

   El espejo poético del alma escocesa -sigue diciendo Unamuno al que esto escribe- no es ningún poeta de la vieja lengua céltica que agoniza en los highland; es Burns que cantó en un dialecto escocés de la lengua inglesa, en una manera de pronunciar los escoceses la lengua de Shakespeare. Y aquí, la más genuina literatura vascongada hay que buscarla en castellano.

   En castellano, pues, busco yo esta genuina literatura vascongada, y la encuentro desde luego en un hombre fuerte, quizá el más fuerte, mentalmente, de la España nueva; en un hombre pletórico de ideas, con un poderoso sabor de originalidad, filósofo, sabio, poeta, de una austeridad, de una aspereza de espíritu ignacianas; en un hombre-, severo como el espíritu ascético de estas montañas, abundante en el pensar y vasto en el decir; que gusta mucho de codearse con el alto pensamiento sajón, y que desdeña las sinuosidades, las retóricas y la índole mirona de la literatura francesa. ¡Y este hombre es el mismo Miguel de Unamuno!

   El es el hombre representativo en estos momentos de su raza. Su raza lo hizo esquivo, serio, frío, grave y huraño. Su raza le puso en el alma misticismos que él modalizó y personalizó a su antojo. Su raza le hizo desdeñoso de formas y de ondulaciones vanas. Y después, en aquella alma grande entró el vasto espíritu de Castilla, y el alma se dejó poseer, y supo ser luego más hondamente castellana que otras muchas.

   Así, pues, quien quiera estudiar el espíritu literario o poético de los vascos, el alma vasca mostrándose a través de ese amplio cristal de nuestro idioma, que lea, no sólo los Ejercicios de San Ignacio o las obras del canciller Pero López de Ayala: que lea y medite al hombre extraño y fuerte que se llama Miguel de Unamuno.

 

- XXVIII -

El estudio de la literatura en el bachillerato francés.

   El estudio de la literatura en el bachillerato francés, es excesivamente laborioso y amplio, como todos saben. Me fijaré únicamente en uno de los ciclos, suponiendo que el candidato escoge el más simpático de todos: «Lotin-Langues».

   Por lo que respecta a los idiomas, nuestro amigo elegirá dos aparte, del materno. De esos dos, deberá hablar uno correctamente y en cuanto al otro, lo poseerá en grado tal que conozca, siquiera sea sumariamente, su literatura. Esto es por lo menos lo que se exige en la práctica, además del latín.

   En cuanto a la lengua materna, al francés, el candidato deberá poseerlo gramatical y literariamente.

   Por lo que ve a la literatura misma, el cielo en cuestión comprende la latina, desde luego aunque en la forma elemental en que la hemos estudiado nosotros los mexicanos, allá en los tiempos en que figuraba en los programas y en que se estudia aún en los seminarios.

   Pero, ¿y la literatura francesa? ¿Bastará una bien ordenada crestomatía, uno de esos morceaux choisies que tanto abundan en las librerías parisienses? De ninguna manera. Se exige el conocimiento de toda la literatura francesa, desde la chanson de Rolando hasta nuestros días, y ese nuestros días supone même los poetas modernos y los escritores de la última hornada, cuya labor merece considerarse.

   Y no se crea que una es la ley escrita y otra la práctica y que se puede salir del paso con estudios someros. Bastaría para convencer a los ilusos recordar lo que a un jovencillo amigo, recientemente, le preguntaron en su examen: desde luego la influencia española e italiana en la literatura francesa del siglo XVII; definición y explicación del conceptuosismo español y del concetismo italiano, si vale esta palabra.

   Fuentes españolas, además, de Guillén de Castro en que bebió Corneille sus inspiraciones; sentimientos e ideas que campean en el Cid del mismo; análisis de la obra de Fenelón; tendencias políticas que se advierten en el Telémaco, relativas a la forma de gobierno y que valieron al Cisne de Cambrai, más que el quietismo, el confinamiento a su región: prosa del Telémaco, cadencias y ritmos especiales que en ella se advierten; Malherbe y su obra, escritores y poetas del siglo XVIII. Pobreza de poetas en este siglo, razones por las que no puede considerarse a Voltaire como poeta; la obra de Andrés Chenier; Chateaubriand y su influencia en la estructura misma de la lengua francesa. Víctor Hugo. Los escritores, y poetas actuales.

   Como se ve, no se trata, pues, de salir del paso. Cuando se ha dicho en los programas relativos que toda la literatura francesa, especialmente la del siglo XVII, se ha hablado con sinceridad. El candidato deberá conocer toda la literatura francesa.

   Claro que hay infinidad de libros que se van modificando conforme a los nuevos planes de estudios, que se ajustan a ellos y que pretenden servir de guía a discípulos y maestros; pero, claro también que, no estando autorizado ni admitido ninguno, la elección tiene que ser un poquito difícil. Estos libros son, por lo general, de trozos escogidos, aunque algunos pretenden llenar el requisito de amplitud requerida y la necesidad de leer la obra completa que pregonan los sistemas modernos, con mil arbitrios. Quién elige varias de las mejores páginas de un autor y enseguida reproduce una de sus obras, por entero, sistema que obliga a tomos voluminosos y a tipos de letra asesinos de la vista. Quién se contenta con un comentario preliminar sobre cada autor y algunos trozos escogidos del mismo; sistema inútil porque no hay profesor que quiera atenerse a otros comentarios que los propios, así como no hay módico que halle buena la receta del colega; quién, por último, sólo reproduce -eso sí, por entero- la obra maestra o una de las obras maestras de cada autor.

   Quizá este procedimiento es el preferible, aunque requiere también libros voluminosos.

   De todas suertes, fuera de las leyes o programas oficiales, no se puede decir que exista en Francia un guía fijo para el maestro, ni creo que se haya logrado ese sello de unificación que tanto buscan los modernos en la enseñanza, sobre todo en lo que atañe al juicio que el alumno debe formarse de cada autor. Aquí hay una amplitud enorme, dentro de la que caben así el criterio del abate, preparación de jóvenes ricos, como el profesor radical, de las extremas izquierdas escolares.

   ¿Es, por lo demás, criticable la amplitud del programa francés? Yo creo que no. En la práctica se ve que, a pesar de ese enorme recargo de materias de que adolecen por lo general los programas latinos y de los inconvenientes que tiene para las comprensiones claras, metálicas y las retentivas permanentes, quizá por la belleza misma del campo ese que se espiga, el discípulo espiga con entusiasmo y, en efecto, cuando se gradúa de bachiller conoce el tesoro total de la admirable literatura de su patria, así las sorprendentes pinturas humanas de Lafontaine, como las epístolas maestras de madame de Sevigné, espejo da la prosa francesa; así las hondas observaciones sobre los hombres de su tiempo, de la Bruyère, como la filosofía histórica de Montesquieu; así las presas espléndidas de Voltaire, de Chateaubriand, de Michelet, como la poesía eterna de Vigny, de Hugo, de Musset, de Lamartine y de los grandes modernos.

   En la primera enseñanza, los profesores han sido avaros de literatura antigua, y con razón, porque el niño tropieza penosamente con los arcaísmos, con la infinidad de giros que han caído en desuso o que ya no expresan lo que expresaban antaño; mas ahora, que se trata de jóvenes de diez y seis a diez y nueve años, por lo general, los programas de enseñanza abren a estas mentalidades más poderosas ya, más amplias y más lozanas, de par en par las puertas del santuario en que esplenden la poesía y la literatura francesa de otros tiempos.

   Y así desfilan, engolosinando los espíritus: las pastorales estancias de un Thibaut de Champagne; los claros e ingenuos relatos del sire de Joinville, en que tan ideal surge la figura de Luis el santo; las crónicas palpitantes de interés de los rondeles elegantes de Charles d’Orleans; las delicadas ironías o suaves sentimentalismos de Villon; y luego toda la opulencia del siglo XVI: Marot, Ronsard, Bellay, Bellear, Montaigne, Malherbe, Racan, para entrar por fin a la maravilla del siglo XVII, rey de la poesía, y del siglo XVIII, rey de la gran prosa de Francia.

   Así, pues, el recargo literario del bachillerato francés, pedagógicamente discutible, está de sobra compensado por la magnificencia del caudal mismo de prosa y poesía inapreciables que se le ofrece liberalmente al alumno, y que produce en su alma juvenil y generosa un noble deslumbramiento.

 

- XXIX -

La mujer y la literatura española contemporánea.

   Una de las características de la mentalidad femenina en España es el desvío por las bellas letras, y con más razón aún por los estudios serios.

   Reina en este punto el mismo criterio que reinaba en Francia a principios del siglo. La mujer que escribe desciende en cierto modo de su nivel social y se vuelve casi piedra de escándalo para tales y cuales espíritus timoratos. Un articulista francés refería en días pasados las dificultades con que, debido a este criterio, luchó en otro tiempo cierta escritora compatriota suya, célebre en la actualidad. Su madre, una buena burguesa, se asustó cuando la joven le hubo manifestado sus deseos de dedicarse a la carrera de las letras:

   -¡Cómo, hija mía! -exclamó la buena señora-. ¡Eso es imposible!

   -¿Y por qué?

   -Pero... ¿vas acaso a disfrazarte de hombre? ¿Vas a fumar cigarrillos?

   En efecto, para las honradas señoras francesas de antaño, una escritora tenía que ser a la fuerza por el estilo de Jorge Sand, según le representaban las ilustraciones populares. Es decir, con un fez, un pantalón de húsar y una amplia blusa, y fumando cigarrillos.

   En España, ninguna señora de la buena sociedad se asustaría por lo de los cigarrillos: todas los fuman. Pero por lo que ve a la literatura, pocas partidarias o ninguna habría de encontrar en la aristocracia.

   Hay, sin embargo, una dama española, nacida en las gradas de un trono, que escribe: la Infanta doña Paz, y de la Reina Victoria se afirma también que tiene talentos literarios. Sólo que estos altos ejemplos no cunden por ahora en las clases pudientes. ¿A qué se debe? Yo creo que a la futilidad, a la agitación, al atolondramiento de la vida moderna, en la crema de los círculos sociales. La literatura, que tan de moda estuvo en el reinado de don Alfonso XII, ya no lo está.

   Traído por Cánovas a raíz de todas las veleidades revolucionarias y de la República, este Rey quiso ante todo hacerse simpático, dominar la opinión, y uno de sus más felices arbitrios fue mimar a los escritores célebres.

   No, era raro en aquella sazón que un poeta o un novelista se sentasen a la mesa real y acompañasen al monarca a excursiones de placer.

   Naturalmente, la literatura, merced al regio padrino, se coló de nuevo por los salones, y hubo muchas duquesas que escribieron versos.

   El espíritu sopla ahora de otro lado; el automóvil hace demasiado ruido para dejar oír el suave rumor de unos versos. Por otra parte, no hay tiempo de leer para esa gente que vive encendida en fiebre de movimiento, divagada y ansiosa, y como no se lee, no se escribe.

   Pero, diréis, las mujeres de la clase media sí podrían escribir. ¿Por qué no lo hacen? ¿Por qué no imitan a las francesas?

   En efecto, en este punto el contraste entre Francia y España no puede ser más grande. En Francia, donde según los datos publicados recientemente por una publicación popular, habría hace veinte años mil escritoras, hay en la actualidad nada menos que cinco mil, entre las cuales se cuentan una Daniel Leseur, una Judith Gautier, una madame Delaune Mardrus, una condesa de Noailles, una Gip, una madame Catulle Mendes y una madame Fernand Gregh.

   En España, casi tenemos que reducirnos a citar un solo nombre: el nombre estimabilísimo de doña Emilia Pardo Bazán.

   Hemos dicho casi, porque es claro que citaremos algunos más, pero dejando el primero solo y aparte, a fin de no amenguar los otros con comparaciones.

   ¿Debe por ventura atribuirse este desvío al fervor religioso? No por cierto; ya que un alto ascetismo no impidió, ni a Santa Teresa de Jesús, ni a la venerable madre María de Jesús de Agreda, escribir cosas tan admirables como las que escribieron.

   Y vaya si fue piadosa también doña Concepción Arenal, lo cual no lo estorbó tampoco, por cierto, para señalarse tan brillantemente con sus prosas, con sus versos, con la alteza de su estilo y de sus pensamientos.

   Piadosa, sí, y no sólo de palabra, sino de acción. No contenta con llevar a cabo innumerables obras de caridad, fundó un periódico, destinado especialmente a facilitar y multiplicar estas obras, y llevada de un espíritu cristiano, tan fervoroso como heroico, llegó hasta a ponerse al frente de las ambulancias del Norte, en la segunda guerra carlista.

   Más aún: la obra por excelencia de su pluma es El visitador del pobre; es decir, una obra de piedad y de amor.

   Quizá hay que asignar dos orígenes a la escasez de labor literaria en las mujeres españolas:

   Primero, la oposición sistemática de los hombres.

   Segundo, el hecho de que en España, como en Hispano América, la Literatura no sea todavía un metier productivo como lo es en Inglaterra y en Estados Unidos; como empieza a serlo en Francia.

   Examinemos cada uno de estos dos capítulos:

   Es un hecho, con respecto al primero, que el hombre de nuestra raza no cree, sino a medias, en el talento de la mujer. Sigue considerándola como un ser medularmente inferior, y juzga, por lo tanto, que en este camino de la Literatura ha de ganar poco y ha de perder mucho.

   Ni aun los franceses logran desembarazarse del prejuicio de inferioridad intelectual femenina, por lo cual no es raro que espíritus tan amplios y libres como el de Emile Faguet escriban:

   «Las inglesas y las americanas han trazado desde hace mucho tiempo el camino a las francesas. La mujer, además, es por excelencia educadora; tiene aptitud para llenar todas las funciones sedentarias, y la ensoñación debe conducirla fatalmente a la Literatura. Añadid a esto que en nuestro tiempo las mujeres han abordado todas las carreras. La de escritor parece fácil; no exige, en apariencia, ni aprendizaje ni gastos. Con algunos centavos de papel, una pluma y tinta, todos pueden esperar la conquista de la fortuna y de la gloria; las mujeres han logrado frecuentemente una y otra, porque si es raro que tengan ingenio, frecuentemente tienen talento».

   Como ven ustedes, apunta aquí la más fina ironía del maestro, cuyo desdén protector por las escritoras se acusa demasiado.

   El español -como el hispanoamericano- es más rudo y sumario que Faguet para sus juicios, y en vez de revestir su desdén con circunloquios, suele repartirlo con harta franqueza entre las mujeres que escriben.

   Bastaría acaso para no multiplicar citas, recordar los ataques de que ha sido objeto doña Emilia Pardo Bazán. Se diría que su talento, completamente masculino, humilla a los hombres, sobre todo a aquellos a quienes, a pesar de su sexo dominador, no les ha sido dada ni la excelencia en el pensar ni la excelencia en la expresión.

   No es extraño ni mucho menos que esta mujer, acosada y combatida, en cuyo talento tanto trabajo ha costado creer a los escritores, se haya vuelto hosca y se haya encerrado en su excesivo orgullo como en una fortaleza.

   La segunda razón del desvío de la mujer española por la Literatura, decíamos que radicaba en el hecho de que aquí, como en Hispano América, escribir no es aún un metier productivo, como lo es en Inglaterra y en Estados Unidos y como empieza a serlo en Francia.

   En los dos primeros países citados, el número de escritoras se llama legión. Los hombres, día a día, abandonan a sus colegas con faldas el arte de novelar. Casi todas las obras de imaginación son escritas por mujeres.

   Los escritores se dedican preferentemente a la Sociología, a la Economía política, al estudio de los grandes problemas modernos.

   En cuanto a los productos de esta labor mental, no pueden ser más halagadores para las mujeres. Tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos las novelas femeninas se venden por centenares de miles, y hay innumerables damas que, escribiendo, se ganan decorosamente su vida.

   Por lo que respecta a Francia, ya decíamos al principio que, de mil mujeres que escribían hace veinte años, el número de las que escriben asciende en la actualidad a cinco mil.

   Hay, sin embargo, pesimistas que juzgan que escribir es mal oficio:

   Coppée, entre ellos, que, interrogado acerca de lo que pensaba de sus colegas femeninos escribió:

   «Les ha llegado a ellas también su vez de enfermarse de este el mal del siglo: escribir. Yo soy de la Academia desde hace veinte años; el número de libros que se nos envían se ha decuplado. El resultado de esta plétora no se ha hecho, por cierto, esperar. Por un fenómeno que puede parecer peregrino, pero que, sin embargo era fácil de prever, los lectores han disminuido a medida que los escritores producen más. La Literatura, que en otro tiempo era, un arte, se ha vuelto un oficio, un mal oficio, y, quizá por esta sola razón me admiro de que se dediquen a él las mujeres, que, en general, son más prácticas que los hombres».

   No ha de ser empero un oficio tan malo -digo yo- cuando, lejos de desengañarse y desertar, el número de escritoras aumenta cada día. Por su parte, el articulista que citaba al principio es de mi opinión, pues comentando a Coppée, dice:

   «¿Un mal oficio? Eso es discutible. Hay numerosos casos, que por delicadeza no precisamos aquí, en que una mujer abrumada por trágicos reveses de fortuna, ha encontrado en las letras, no sólo un consuelo, sino también una manera de ganar el pan muy honorable.

   «Algunas de nuestras novelistas, sobre todo las que escriben novelas de enredo, colocan fácilmente su original para los folletines y ganan hasta ochenta mil más modestamente mil francos por año. Otras llega diez mil francos anuales, lo que constituye, si no la riqueza, cuando menos un modesto pasar. Hay también quienes se quedan en la miseria, frecuentemente por falta de trabajo; algunas veces por falta de talento. La prevención del público contra los libros firmados por nombres femeninos es cada día menor, aunque no ha desaparecido totalmente. Este prejuicio es el que constreñía a Jorge Sand y ha compelido a Daniel Lesueur a adoptar seudónimos masculinos. Muchos libros dicen todavía, hoy por hoy, que las mujeres, que son las principales, por no decir las únicas lectoras de obras de imaginación, no gustan de las obras firmadas por gentes de su sexo, quizá por un oculto sentimiento de celos; quizá también porque les parece menos interesante conocer el pensamiento de sus congéneres».

   Quedamos, pues, en que en Francia escribir no es mal oficio.

   Pero ¿y en España?

   Yo recuerdo que en cierta ocasión Rubén Darío, en su nombre y en el mío, escribió a doña Emilia Pardo Bazán, pidiéndole que propusiese nuestra colaboración en un periódico en el que ella escribía.

   Doña Emilia respondióle que no valía la pena de intentarse; que «era tan poco lo que a ella le pagaban, que le daba vergüenza confesarlo».

   Esto acontecía allá por el año 1901; de entonces acá las circunstancias se han modificado apenas; la colaboración, así sea de maestros, se paga harto mal en España, aunque nunca tan mal como en nuestro Méjico, y la propia doña Emilia, que es una hormiga intelectual, que produce enormemente, no debe por cierto abundosa pitanza a su pluma.

   El autor que más gana en España es don Benito Pérez Galdós, y él mismo ha confesado no hace mucho a un joven amigo suyo, que no podía aún soñar en vivir una vida tranquila de los productos de su labor realizada, con ser ésta y todo, tan sustancial y abundosa. Y cuenta que don Benito sabe de números y, como Shakespeare y como Víctor Hugo, administra hábilmente sus libros.

   He aquí, pues, explicado, mejor que por otras razones, por estas dos examinadas, el desvío de la mujer española por la Literatura, que si, además de ser oficio fácil? le fuera productivo, tentaríala sin duda alguna.

   En Inglaterra una gran cantidad de mujeres se dedicó a escribir novelas porque vio en ese expediente una manera honrosa de vivir.

   «Desde hace tiempo -dice el articulista citado al principio de estas líneas- la situación, en este sentido, es neta y clara para las mujeres inglesas, quienes después de haber escrito en un principio, como está pasando en Francia, obras psicológicas encantadoras, se han deslizado de la novela puramente novelesca hacia las obras de documentación histórica.

   »En cuanto a los americanos, quieren que la literatura sea el privilegio de la mujer y que los hombres se reserven el arte militar, las exploraciones, las finanzas, etc. De cuarenta volúmenes que aparecen en América, treinta son obras de mujeres. Mark Twain, hablando recientemente de este estado de cosas, afirmaba que un escritor masculino despertaría muy pronto en Estados Unidos el mismo estupor que un caballero que hiciese bordados o tapicería».

   No obstante lo apuntado, podría yo citar algunas damas españolas cuya labor, precisamente por ingrata y mal comprendida, es más meritoria y que honran a su sexo y a su patria.

   Mencionaré primero, haciendo abstracción, por harto conocida y citada, de doña Emilia Pardo Bazán, a doña Blanca de los Ríos de Lampérez.

   Esta señora se ha dedicado con mucho fruto a las investigaciones históricas, que tanto privan en España, y con especialidad ha desenterrado numerosos datos y documentos relativos a la vida y obras del maestro Tirso de Molina, cuya ilustre y simpática figura, gracias a su pluma, ha adquirido un relieve más extraordinario aún.

   También a la literatura histórica se ha dedicado doña Magdalena S. Fuentes y acaba justamente de escribir un estudio, si breve, lleno en cambio de erudición y de amenidad, sobre La Mujer en el Teatro de Rojas y en el que hay síntesis tan bien logradas como la que contienen estos párrafos:

   «Las mujeres de las obras de Rojas son más admirables por la filigrana del cincelado que por la originalidad de los caracteres, más populares por su calor humano que por su arrogante pujanza. Las protagonistas de Donde hay agravios no hay celos, de Don Lucas del Cigarral, de Amo y criado, son figuras repetidas hasta la saciedad en la dramática de entonces; pero que en las comedias del insigne dramático toledano se hallan como depuradas de muchos de los defectos inherentes al tipo, tal vez por una crítica certera realizada sobre las obras de los dramaturgos anteriores, tal vez por la suavidad de modelado y la irradiación de vida que Rojas supo prestar a sus figuras femeniles».

   «Las heroínas de su teatro corresponden a los tipos generales de las comedias de la época; discretas y sagacísimas damas, que, bajo el velo del disimulo, tan favorable a equívocos e intrigas como el clásico manto de las tapadas, insinúan intencionadamente sus deseos; solteronas ridículas, varias y quisquillosas; criadas traviesas, interesadas y ladinas; labradoras cultas e integérrimas; mujeres, en fin, tales como tenían que producirlas los convencionalismos, el ambiente de hipocresía y los resabios pagano-escolásticos de la poesía, de la educación y de la cultura».

   Citaré, después de la señora Fuentes, a la señora Carmen de Burgos Seguí. Esta dama ejerce en sus escritos una especie de apostolado feminista y escribe en los diarios, en el Heraldo sobre todo, del cual es corresponsal, actualidades de un estilo fácil y agradable. Ha publicado, además, novelas y cuentos.

   Asimismo mencionaré a la señora Pilar Contreras de Rodríguez, quien ha dado a luz en estos días un tomo de versos, intitulado Entre mis muros.

   Tiene esta señora analogía con nuestra poetisa doña Esther Tapia de Castellanos, y suele acertar como ella en la expresión de los afectos y sentimientos de la familia y del hogar.

   Sofía Casanova, otra dama española, dedícase a la novela y acaba de publicar asimismo una obrita, Lo Eterno, que es muy apreciable como ensayo y que ha merecido a un crítico muy escuchado conceptos como los siguientes: «Trata Lo Eterno un tema bastante repetido en la novela española y extranjera: el amor profano de un clérigo. Es un asunto genuinamente romántico en cuanto dramatiza el amor, dándole el atractivo de lo pecaminoso y convirtiéndole a la par en una fuerza trágica que se erige en destino de una vida. Pero la señora Casanova trata este asunto algo escabroso con todos los miramientos posibles. El eclesiástico de su historia no llega a caer en el pecado material de impureza. Peca con la intención y la fantasía, mas en el terreno de los hechos, su pecado se reduce a estorbar con una perfidia los amores de la mujer que le ha inspirado sentimientos mundanos con otro hombre. En realidad, no se diferencia mucho la sustancia de esta narración de lo que ocurre en las vidas de los santos. Se trata sencillamente de una tentación, como las muchas que refieren los hagiógrafos, y como el eclesiástico de Lo Eterno se arrepiente y acaba por ser un misionero ejemplar que da testimonio de la fe, creo yo que con algunos retoques de forma, Lo Eterno podría figurar sin inconveniente hasta en un santoral moderno. Acaso porque vivimos en una época de poca fe, ésta se ha vuelto más recelosa y desconfiada y no tolera ya lo que forma uno de los grandes motivos y uno de los más frecuentes temas de la literatura hagiográfica.

   Más reparos que desde el punto de vista moral se pueden poner a la novelita de la señora Casanova desde el punto de vista literario, que es un punto de vista profano. Aparte de que estas tragedias íntimas de la tentación han perdido mucha fuerza en el ambiente de moralidad de las sociedades modernas, encuentro que la novela de Sofía Casanova es una novela más pensada que sentida y vista plásticamente.

   Es una novela sin carne, concebida intelectualmente: escrita en suelto y elegante lenguaje, pero que no nos da una emoción intensa de realidad. Tal vez el asunto contribuye a ello. Acaso es muy difícil para la fantasía moderna trasladarse al estado de alma que supone la tentación y vivirlo con intensidad para reproducirlo en una fábula. El hecho es que entre los escritores que han tratado el mismo asunto que presenta la señora Casanova, son pocos los que han acertado a darle una profunda intensidad de sentimiento humano, como Galdós en Tormento, o una elevada idealidad simbólica, como Zola en La faute de l’abbé Mouret».

   En Andalucía escribe lindos versos, y recientemente ha salido a luz un tomo de ellos, fresco y oloroso, Pepita Vidal, que singulariza en España el caso tan común en nuestra América española, de muchachas como María Enriqueta, como Dulce María Borrero, como Carlota Wathes, cultivadoras hábiles y graciosas de las nobles letras.

   Podría citar aún a María de Atocha Ossorio y Gallardo, a doña Concepción Jimeno de Flaquer, tan conocida entre nosotros, y a algunas más; muy pocas confirman juntamente la regla de este asendereado desvío de la mujer española por la literatura, pero mi informe va extendiéndose más de la cuenta y por ahora pongo punto a mis disquisiciones.

 

- XXX -

Los clásicos para todos.

   La casa editora madrileña de Perlado, Páez y Compañía, acaba de publicar un libro clásico de alto merecimiento, La Celestina, tragicomedia de Calisto y Melibea. Texto de veintiún actos, según la edición de Valencia, 1514, comparado con el primitivo de diez y seis, según las de Burgos, 1499, y Sevilla, 1901. Con un apéndice: el auto de Traso.

   De seguro nada tiene de particular la reaparición de un libro clásico. Todos los principales se reeditan periódicamente en bibliotecas que siempre obtienen el favor de cierto público. No me referiría, pues, a la Celestina, de Fernando de Rojas, si no estableciese un precedente por todos conceptos recomendable: el de que aparezcan en ediciones baratas los textos célebres corregidos con esmero. Éste lo está por el catedrático de la Universidad Central don Cayo Ortega Mayor, quien, dice un bibliófilo, además de notar las más notables variantes que se observan en las primeras ediciones de la inmortal tragicomedia, la ha ilustrado con un breve e interesante prólogo, donde se contienen en resumen los principales datos conocidos acerca del autor de la Celestina y de la obra misma, y se discuten con razones muy atinadas los problemas críticos que ha suscitado el famoso libro de Fernando de Rojas.

   La casa de Perlado Páez es la editora de la conocidísima y popularísima «Biblioteca Universal», que comenzó con El romancero del Cid, del cual se han hecho ya ocho ediciones.

   En esa biblioteca, que todos conocemos, figuraba ya por cierto La Celestina a que ahora vengo refiriéndome, y asimismo han sido publicados Fray Luis de León y San Juan de la Cruz, Cervantes, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, Lope de Vega, Santa Teresa, el Lazarillo de Tormes etc., etc.; pero aunque tales tomitos, lejos de ser despreciables, han sido de una gran utilidad para difundir el conocimiento y el amor de las letras clásicas, se trata simplemente de obras fragmentarias, que no se han cotejado con todo el esmero deseable y que no se destinan a una biblioteca seria; mientras que la nueva edición de La Celestina sí viene ahora corregida y depurada con escrúpulo de bibliófilo, y si por su precio está al alcance de todas las fortunas, por su valer puede, compararse a las grandes ediciones, de autores castellanos destinadas a los eruditos.

   Ya antes de Perlado Páez y Compañía, un joven literato español había editado un coqueto e interesante, facsímil, La hija de Celestina, de Salas Barbadillo, y su empeño me pareció a mí digno de todo aplauso. Proponíase dicho escritor que este tomo fuese el primero de una nueva biblioteca clásica, económica, cuidada y correcta; pero no tuvo éxito su intento, o él careció del entusiasmo suficiente para llevar a cabo su obra, y La hija de Celestina constituyó el primero y único tomo de la colección.

   ¿Acontecerá lo mismo con La Celestina, de Rojas? ¡Cuánto lo lamentaríamos!

   Nosotros encontramos, en efecto, que estas ediciones baratas de los clásicos son eminentemente instructivas.

   En los momentos en que cae sobre España y sobre América una verdadera andanada de traducciones francesas, la difusión del poderoso, hondo y sereno espíritu clásico entre las masas sería de una utilidad inmensa.

   Y no es que me queje de la difusión de la cultura francesa en España.

   Dios me libre y guarde de ello. Me quejo del insoportable galimatías de las traducciones actuales.

   Empecemos porque se trata de folletines de enredo, generalmente, insignificantes, de los cuales se echa mano sin discernimiento, y añadamos que las traducciones no pueden ser peores. Como que el fin que se persigue, sobre todo, es producir novela barata: ¡a treinta céntimos el tomo, con ilustraciones!, claro que no se andan por las ramas los editores en lo de la elección. Hay que advertir, además, que esas publicaciones son semanales y que, por tanto, urgen muchos autores, y no es el caso de seleccionarlos.

   Allá van en montón los grandes y los pequeños, los buenos y los malos. Sólo en una cosa se parecen todos: en lo mal traducidos. La pésima traducción identifica a Balzac con Graboriau. Es preciso, para que tales bibliotecas tengan cuenta, que el original no cueste nada. De aquí que no se eche mano jamás de literatos españoles. Estos, que abundan en calidad y cantidad, podrían escribir novelas agradables, interesantes, sabrosas. No es el ingenio lo que escasea, por cierto, en la coronada villa. Pero por más que la mayor parte de los escritores jóvenes hayan hecho voto de pobreza, es natural que pongan un precio a sus producciones, y este precio, por modesto que sea, parece excesivo a los editores.

   Así, pues, salvo una biblioteca, la de El Cuento Semanal, que publica todos los viernes una novela inédita de autor conocido o desconocido, todas las demás echan mano de traductores de ínfima cuantía, a los cuales sólo dos cosas se exige: que vayan aprisa y que cobren poco, a lo que ellos de buen grado se comprometen. Con tales antecedentes ya se comprenderá el aguacero de galiparla que cae sobre la noble lengua castellana.

   Mientras que las bibliotecas clásicas van reeditándose con majestuosa lentitud y a precios excesivos: mientras que la producción moderna española se imprime a duras penas y en ediciones reducidas, los folletines franceses, ingleses e italianos aparecen amontonadas por todas partes, mostrando el abigarramiento de sus llamativas carátulas.

   ¡Cómo no alegrarse, por tanto, de que, de cuando en cuando, una Celestina, de Rojas, expurgada y corregida con escrúpulo y amor de bibliófilo, aparezca a precio bajo en el mercado! Y ¡cómo no desear que cunda el ejemplo y que los editores echen mano para sus bibliotecas populares del inagotable tesoro de la Literatura clásica española! Que el público no la saborea, que resulta indigesta, es falso. Basta ver cómo se agotan los pequeños tomos de la «Biblioteca Universal», a que me refería al principio.

   Hay, por otra parte, innumerables novelas españolas de una ligereza, de una gracia, de una picardía difícilmente superables por los modernos y que serían aún leídas con deleite, ya que el gran público no las conoce.

   Es su precio el que las pone fuera del alcance del pueblo, que sigue siendo castizo por excelencia. Fuerza es, pues, alabar y estimular a quienes, a semejanza de los franceses, de los ingleses y de los italianos, procuran popularizar a nuestros clásicos, cuya frecuentación haría más por la cultura del pueblo que muchas conferencias y muchas prédicas.

   Y quien dice nuestros clásicos, puede también decir nuestros grandes autores modernos.

   Para estos últimos, la difusión es más homogénea; con el título de Oro viejo, por ejemplo, se empezó a imprimir hace poco más de un año una biblioteca, en cada uno de cuyos tomos campea, sobre papel rojo un medallón dorado con el perfil de algún literato célebre. En esa biblioteca, que es económica, pues vale cada tomo una peseta, se ha pasado ya revista a buena variedad de autores, desde don Ramón de la Cruz hasta don Juan Valera, publicándose casi siempre con acierto algunas de las mejores páginas por ellos escritas.

   El público, lejos de mostrarse esquivo con los editores, los ha alentado, comprobando lo que antes expresaba yo de su castizo interés por las buenas lecturas.

   El teatro, por su parte, contribuye a comprobar mi aserto. No se da el caso de que a la interpretación de una pieza clásica no acuda en masa el público. María Guerrero pudo comprobarlo de sobra. Y no se diga que era la pompa de los trajes y la propiedad de la mise en scéne lo que atraía espectadores, porque es aún frecuente que en el salón de la Comedia y en el de la Princesa se dediquen algunas veladas por año a las obras del teatro antiguo, entre las cuales figuran mucho en los carteles El Alcalde de Zalamea, Don Gil de las Calzas Verdes y La Verdad Sospechosa, así como algunos arreglos de Shakespeare, entre otros La fierecilla domada; y aunque la escena ni los trajes pueden llamarse lujosos, sino más bien modestos, el entusiasmo de los concurrentes no decae un punto.

   Debemos, pues, convenir: primero, en que de las grandes creaciones del clasicismo español, teatrales o novelescas, se desprenden todavía un encanto, una gracia, un interés difíciles de sustituir; segundo, en que el ingenio que rezuman las comedias de un Tirso o de un Alarcón, nada ha perdido aún de sus quilates, y tercero, en que, salvo tales o cuales parlamentos y digresiones hijos del espíritu de la época y de fácil supresión o arreglo, lo ágil, lo fino, lo ingrávido del espíritu, del diálogo, del retruécano, de la imagen, que campean en esas piezas, las hacen competir briosa y triunfalmente con innumerables comedias modernas, al grado de que el público actual, un poco escamado del teatro de última hora que le sirven tantos autores zonzos o verdes, estaría dispuesto, como el Aladino de La Lámpara Maravillosa, a cambiar lámparas nuevas por lámparas viejas.

 

- XXXI -

El presupuesto español de Instrucción Pública. -Pensiones en el extranjero. -Creación de escuelas.

   El asunto culminante del mes, en materia de Instrucción Pública, ha sido la discusión del Presupuesto del ramo, la cual ha dado lugar a numerosos incidentes, tanto en el Congreso como en el Senado, hasta el momento de su aprobación.

   Lo reñido de los debates, el calor con que conservadores, liberales y republicanos han reinado y defendido las ampliaciones o reformas que insistentemente sugerían, muestra que España empieza a preocuparse seriamente de este gran problema, el más importante de todos.

   Uno de los puntos discutidos ha sido el de las pensiones en el extranjero. En las campañas iniciadas por las minorías acerca del presupuesto, se ha pretendido nada menos que se destine un aumento de cinco millones para toda clase de pensionados en el extranjero y para algunas escuelas.

   La moción provino del ilustre diputado don Melquiades Álvarez, catedrático de la Universidad de Oviedo, quien exclamaba:

   «Esos cinco millones son necesarios para crear creando al efecto juntas de hombres competentes que se encarguen de organizar perfectamente estos servicios y de emplear a conciencia ese dinero».

   La pretensión, empero, no tuvo éxito, acaso porque los prohombres del partido liberal no la apoyaron debidamente. En efecto, el señor Moret manifestó que «aunque el presupuesto no correspondía en su concepto a las necesidades modernas, la modificación no podía pedirse ni en la forma ni en la cantidad que pretendía el diputado republicano».

   Otros personajes liberales calificaron la petición de cinco millones de extemporánea, afirmando que no era posible pedir así, de primas a primeras, una cantidad relativamente excesiva, sin haber prefijado su empleo y sin tener formado un plan detallado para saber siquiera en lo que se iba a gastar ese dinero.

   El ministro de Instrucción Pública, señor Rodríguez San Pedro, se ha mantenido por su parte inflexible ante las instancias de las oposiciones y en su discurso para contestar a las minorías ha sabido defenderse de los innumerables cargos de éstas.

   Dos capítulos figuran sobre todo en el discurso: el de las pensiones y el relativo a la creación de escuelas. De ambos quiero ocuparme brevemente, pues aunque sé que al hacerlo rebajo un poco la zona de mi comisión, que se refiere más bien a la literatura y enseñanza de las lenguas, no creo por otra parte que deba dejarse pasar inadvertida tan interesante controversia.

   En realidad no es reo el señor Rodríguez San Pedro, por lo que se refiere a las pensiones, de haberlas mermado durante el tiempo de su gobierno; pues de datos oficiales resulta que en 1902 fueron pensionados cuatro alumnos de las universidades; en 1903, otros cuatro; en 1904, tres, pertenecientes a los Institutos, Escuelas de Comercio y Escuelas Normales; en 1905, diez y seis profesores y nueve alumnos; en 1906, exactamente el mismo número de unos y otros, y en 1907, quince profesores y nueve alumnos, es decir, sólo un profesor menos que el año anterior.

   Las pensiones, como se ve, han ido en notable aumento año por año.

   Fruto es éste del ejemplo de las naciones más cultas, especialmente de Alemania, Estados Unidos y el Japón. Pero el señor Rodríguez San Pedro no cree que estas pensiones sean eficaces para la mejora de la enseñanza, y se ha negado para lo de adelante a que se envíe al extranjero a todo el que lo solicite, y quiere que para no derrochar el dinero se haga una selección entre los solicitantes, escogiendo a quienes estén en condiciones de utilizar la ayuda del Estado.

   ¿Quién osaría negar que colocado en este punto de vista tiene muchísima razón el señor ministro de Instrucción Pública?

   Pero también la tienen sus opositores colocados en el suyo.

   Si las pensiones hasta hoy no han sido provechosas en España, débese quizás a dos causas principalísimas:

   Primera: al poco cuidado con que se han distribuido.

   Segunda: a la falta de una vigilancia hábil sobre los pensionados.

   Ha sido ligereza frecuente (sobre todo en otros tiempos) de tales o cuales ministros de Instrucción Pública, así en España como en nuestra América, el prodigar las pensiones, como dice muy bien el señor Rodríguez San Pedro, a todos los que la solicitaban, no escaseando por cierto los casos en que mensualidades y viáticos sirviesen para un paseo más o menos «instructivo» de jóvenes favorecidos por influencias oficiales.

   Así había quienes estudiaban los presupuestos para saber a cuánto ascendía cada año la partida de pensiones y que se dedicaban a solicitarlas con tozudo esfuerzo, hasta obtenerlas.

   Pero, aun pensionando a gente que lo merecía, resultaba el segundo inconveniente: el de la falta de una vigilancia hábil y también de un programa práctico.

   Los pensionados, tanto en España como en Hispano América, han solido partir al extranjero sin tener más que ideas vagas de su misión y de su fin. ¡Qué mucho que volviesen sin haber hecho nada los que partían sin saber lo que iban a hacer!

   Todo se reducía, claro, a algún mal informe, a algún mal cuadro o a tal o cual piececilla de música, pasodoble o vals; brillante, melosamente dedicado.

   En el extranjero no había organizada inspección alguna ni existía un centro especial dolido, bajo la afectuosa y solícita vigilancia de hombres de honor, de ciencia y de respeto, se cambiasen ideas, se metodizasen trabajos, se definiesen los medios a propósito para que todas las energías aquellas concurrieran, cada una con sus especiales elementos, a la obtención de los altos fines para los cuales habían sido destinadas.

   En estas circunstancias no es difícil prever el desprestigio de la pensión y el desconsuelo de los ministros de buena voluntad.

   Pero de allí a concluir que las pensiones deban mermarse o suprimirse, no puede haber un camino lógico y por eso protestan las minorías, aun cuando el acuerdo entre ellas y el Ministerio de Instrucción Pública entiendo que ha de ser fácil en lo porvenir: basta con que se reglamenten estricta y concienzudamente estas pensiones; con que se exijan, como en Méjico, ciertas pruebas que son del todo decisivas y merced a las cuales se acabará por seleccionar el personal de profesores y alumnos que en el extranjero deben trabajar por el adelanto y la grandeza de su patria.

   Veamos ahora el segundo importante capítulo de este debate, que a, pesar de la aprobación de los presupuestos habrá de seguir preocupando la conciencia nacional, y que resurgirá anualmente, sin duda, en el seno de las Cámaras.

   Se trata de la creación de escuelas.

   Los liberales quieren muchas escuelas, cuando menos ochenta mil. Cada año deben crearse dos mil quinientas, hasta que se llegue a aquel crecido número.

   Los conservadores objetan que para las ochenta mil escuelas se necesitan cuando menos ciento sesenta mil maestros, muy difíciles de hallar en una nación de 18 millones de habitantes.

   Un diputado afirmó, por otra parte, en el Congreso que, en suma, en España había más escuelas que en Inglaterra, más que en Alemania y más que en el Japón, a lo que replica un escritor especialista que esto es, absolutamente inexacto, porque para hacer el cálculo se toma la palabra «escuela» como signo de cantidad, cuando la frase por sí sola nada representa mucho más si, como ocurre en España, «se halla la escuela absolutamente vacía».

   «Valdría lo mismo -añade el cuestionado escritor- sostener que 10 regimientos de los nuestros, de a 800 hombres cada uno, sumaban más soldados que ocho regimientos rusos de a 3.000 plazas.» «Una escuela de Londres o de Berlín o de Tokio, supone, por sola, más escuelas que diez juntas de las de Madrid, y lo supone en alumnos, en maestros, en material y en locales».

   «Nosotros -dice aún el escritor citado, que es el señor don Tomás Maestro, ilustre médico-legista-, fuera de contados ensayos no poseernos aún el régimen moderno de la instrucción elemental, el constituido por la escuela graduada -conozco una admirable en Cartagena, levantada gracias a las loables iniciativas de su altruista alcalde, don Mariano Sanz, y a la no desmayada insistencia y voluntad de acero de dos apóstoles de la enseñanza, los señores Martínez Muñoz y Martí Alpera-. El tipo común y corriente de nuestra escuela de niños es todavía el medioeval, el solitario; un maestro, una sola clase, entre mazmorra y zahúrda, y un hacinamiento informe de criaturas de todas las edades escolares, desde los seis años a los catorce, amarrados al duro potro de la mesa palotera, sin aire, sin luz, yertos en el invierno, amodorrados y sudorosos con el calor de Junio, y sintiendo a cada instante sobre las tiernas palmas de sus manos la maldita férula de Orbilio Pupilo.

   «Tan desdichado espectáculo hace traer a la memoria la doliente carta que, en el siglo XVI, escribió Rodolfo Agripa a su maestro Juan Wessel: Se me quiere confiar una escuela; mas considero este ensayo difícil y enojoso en extremo. Una escuela se asemeja a la prisión, donde no se oyen más que golpes y llantos sin fin. Si hay algo para mí que lleve un nombre contradictorio, es la escuela. Los griegos la llamaban «schola», recreo, y los latinos «ludus litterarius», juegos literarios; pero no hay nada que diste tanto del recreo y del juego. Aristóteles la denominaba «phrontiserion», lugar del tormento, y éste es el nombre que mejor la conviene».

   Yo hallo la pintura exagerada, como hecha de propósito para mover la opinión hacia este problema tan urgente de resolver en España. Pero de todas suertes, la escuela elemental está aquí muy lejos del ideal moderno.

   En Madrid, por ejemplo, no ha sido posible aclimatar aún, que yo sepa, más que un jardín de niños, y aun ése dentro de una forma un poquito convencional.

   Los admirables métodos suizos y alemanes, que han hecho de la escuela de párvulos un verdadero paraíso, donde las enseñanzas se cuelan al cerebro con la radiosa facilidad y el encanto de una hebra de sol, de un perfume, de una melodía, no son ni aun sospechados en muchas poblaciones de la Península. En Granada hay un canónigo, el señor Manjón, que va para santo, según dice la gente, y que ha presentido o estudiado algo del sistema froebeliano, el cual aplica a los gitanillos del Albaicín y del Sacro Monte. Es cosa conmovedora ver a esos chicuelos, hasta hace poco ineducables o incapaces de domesticarse, salir en bandadas de sus cuevas para ir a la escuela del padre Majón, que por artes que a la gente sencilla parecen milagrosas, y cuyo secreto en suma no está más que en la dulzura y la paciencia, mezcladas a cierta amenidad en el aprendizaje, ha logrado desasnar a muchos e infundirles estímulos para ellos desconocidos.

   La gente de todas categorías ayuda a esta obra con gusto, y hay ya varias escuelas de tal sistema en Andalucía y una en Salamanca; lo que prueba el buen deseo que anima, aun al bajo pueblo español, en este asunto de la instrucción; pero claro que se necesitan iniciativas y esfuerzos más vastos y poderosos.

   En la actualidad, el número de escuelas que hay en España asciende a 24.262; pero debe advertirse que desde el año de 1857, famoso en Méjico por la promulgación do la carta fundamental, la ley de Instrucción pública determinaba para la nación un número de 63.247 escuelas elementales.

   ¿Cómo es que no ha podido crearse ni la mitad? No hay que culpar de esto al país; los partidos, las revoluciones, la anarquía, las guerras, no ayudan a fundar establecimientos de instrucción.

   Ahora que la noble tierra española atraviesa, por un período de paz y de trabajo, que ha logrado, desde hace algunos años, saldar sus presa puestos con superávits decorosos, es llegado el momento definitivo de pagar esta deuda. Sólo que se requiere crear escuelas provistas de todos los útiles modernos, con edificios ad hoc y profesorado apto. Y es preferible que sean muchas menos las que se establezcan y con tal de que estén mejor dotadas y puedan pagar bien a su personal docente. Así, pues no debe censurarse la parsimonia del Gobierno, que acaso prefiere hacer pocas cosas con tal de hacerlas bien.

   Lo esencial, lo consolador, diremos, es que ya el país entero, como se está viendo, sale de su indiferencia y se muestra resuelto a emprender enérgicamente, por medio de la enseñanza, la reconstrucción nacional.

   Si las buenas resoluciones y el entusiasmo persisten, tal vez no está lejano el día en que se hayan realizado en España todos estos cuandos que enumera con amargura de reproche el ya citado señor Maestre, y que concluyen con una interrogación dolorosa y con cargos quo no reproduciré por inmerecidos:

   «Cuando en los países cultos toda la atención del Estado es poca para cuidar de la escuela y del niño, habiéndose, instituido los médicos escolares, los dentistas escolares, los oftalmólogos escolares, llegando Alemania en esta forma de servicios a nombrar, en 1902, un médico alienista para cada distrito, encargado del reconocimiento mental de los maestros, y el Estado de Nueva Jersey instaló un gabinete de desinfección, que esteriliza diariamente con formalina todo el menaje escolar de cada alumno; cuando el ministro de Instrucción de Prusia ordena, en 21 de Diciembre de 1900, que no se encuadernen los libros de las escuelas con alambre, y el Japón crea, en 1899, una sección de Higiene escolar agregada al Ministerio de Enseñanza, y el Mikado promulga una ley prohibiendo el uso del tabaco a los menores de edad, y en Connecticut acuerda el Consejo que las maestras, no lleven vestidos de cola, porque pueden infectar la escuela con los gérmenes recogidos en la calle; cuando en 1902 gastó Berlín 300.000 marcos sólo en los baños de sus escolares, y en los Estados Unidos de América, el Bureau of Education abre un expediente para determinar las condiciones de luz que debe tener una escuela, y Cohn, de Breslau, inventa un procedimiento técnico automático que acusa la iluminación normal de que ha de gozar un centro docente; cuando Engels, después de las experiencias de Lode y de Reichenbach, llega a resolver el problema de que en las escuelas no haya polvo, y Plank escribe su notable libro Los pies calientes en la escuela, y Furst edita el suyo, La limpieza de las clases en la escuela primaria, y la ciudad de Brooklyn funda una biblioteca para niños en medio de un parque, y la de Hamburgo adquiere 25 hectáreas de bosque, donde juegan los alumnos de sus escuelas elementales; cuando las instituciones instructoras de niños anómalos se multiplican por todas partes, fundándose 57 en Alemania, con 211 clases y 4.467 discípulos; 253 en los Estados Unidos, en las cuales se da enseñanza a 71.600 niños, sosteniendo Londres siete grandes centros para sordo-mudos con 18 sucursales distribuidas por toda la ciudad; cuando el Municipio de Cristianía reparte en sólo un invierno un millón de raciones gratis a los niños pobres de sus escuelas, y las cuatro cocinas escolares que sostiene Ginebra proporcionan alimento todo el año a los educandos indigentes, y la ciudad de Charlottenburgo gasta en este servicio 15.000 marcos anuales, y el cantón de Berna mantiene 15.000 niños, de comida y vestidos, y el Ayuntamiento florentino sostiene a 2.500 y hasta en Rusia, los zemstwos, dan abrigos y almuerzo caliente a los alumnos pobres que viven lejos de las escuelas; cuando todo esto ocurre por el mundo, y en New-York, Chicago y Missouri se instituyen Tribunales especiales para la corrección de niños delincuentes, y el Schulturnen recorre con sus contracciones salutíferas desde Nagasaki a Edimburgo, y la Unión berlinesa de la enseñanza paga, en 1902, 18.000 marcos a las empresas de ferrocarriles por excursiones de sus colonias de escolares, ¿qué han hecho nuestros políticos por la pobre España?»

   Los políticos, especialmente los ministros de Instrucción Pública, quizá no han podido hacer gran cosa porque, como me decía el ilustre don José Echegaray, cierta vez en que lo visité, (preguntándome cuánto duraban los secretarios de Estado en México) aquí duran tan poco... que no alcanzan a veces ni a darse cuenta del engranaje de su ramo.

   La política, además, suele ser en todas partes función negativa. (Por eso nuestro Presidente prefiere a ella la mucha administración.) Lo bueno es que España quiere ponerse al nivel de los pueblos verdaderamente cultos, y las naciones, más felices que los individuos, pueden siempre lo que quieren con firmeza y perseverancia.

 

- XXXII -

El salón de los poetas.

   Hace algunos meses que viene hablándose con insistencia en París del Salón de los Poetas.

   Todo el mundo, como nota un cronista, tiene en París su salón, y así hay el Salón de los «papelistas», el de los «orientalistas», el de las «mujeres pintoras», el de los «pointillistes», el de los «goguinistas», etc., etc.

   No podrían, pues, los poetas dejar de tener el suyo y van a inaugurarlo en breve.

   El presidente de este salón será Edmundo Haraucourt, y en el Jurado de admisión figurarán, entre otros, Paul Deroulède, y Gustavo Kahn: dos temperamentos líricos de lo más antagónico que puede darse, circunstancia que, en suma, es acaso una garantía de acierto.

   Pero dirán ustedes: ¿cómo va a ser ese Salón de los Poetas?

   Parece, en efecto, un poquillo difícil concebirlo.

   ¿Es un salón en que se exhiben ediciones de versos de cierto lujo?

   Pues entonces más bien resultará aquello una exposición de impresos, de relieve, de estampería...

   ¿Es un salón donde se puede ir a leer las mejores producciones de los grandes poetas modernos?

   Pues resultará entonces un gabinete de lectura.

   Los versos no pueden exhibirse como un cuadro, una estatua o un bibelot.

   Recuerdo, empero, haber oído que este Salón de los Poetas tendrá un poco de todo lo que he apuntado y algo más que habrá de caracterizarlo.

   A saber: tendrá una estantería a la vista, de donde los concurrentes podrán tomar, para leerlos, los tomos de versos de todos los poetas actuales, tomos que, empastados con solidez y elegancia, estarán a la mano del público, si se quiere hasta en diversas secciones.

   Estas secciones obedecerán a la clasificación de escuelas, de tendencias, de estilos.

   Habrá asimismo una especie de memorándum, impreso o manuscrito, donde podrán buscarse detalles del poeta que se desea leer: datos biográficos, crítica de su obra, etc.

   Y por último, habrá algo que sí caracterizará e individualizará el Salón de los Poetas, y es a saber: lecturas y conferencias diarias sobre los poetas cuyos libros se exhiben. Estas lecturas y conferencias podrán alternarse con recitaciones especiales.

   Y aun acontecerá que el poeta mismo sobre el cual versa la conferencia, irá a decir algunos de sus versos.

   Debo advertir que el salón será sólo de poetas vivos. Los muertos no caben en él.

   ¿A qué obedece esto?

   En primer lugar, a la índole de todos los salones. Es un salón, una exposición anual, destinada a mostrar los progresos de las artes, y los muertos ¡ya no progresan!, están definitivamente fijados en una modalidad:

   la última a que se sujetan...

   Por otra parte, en un salón se discute y a los muertos ¡a qué discutirlos!

   Añádase que al excluirlos del salón se les da una muestra de cortesía.

   Los muertos no pueden defenderse... Así, pues, que no concurran. Que vayan sólo los vivos, los que estén allí apercibidos a cubrir su obra, a ampararla de las críticas y los ataques.

   Añadamos todavía una razón. Si se va a admitir a los muertos, harán una sombra terrible a los vivos. Son muchos, son muy grandes. Se llaman Hugo, Musset, Vigny, Lamartine, Baudelaire, Leconte de Lisle, Heredia, Verlaine, Sully Prudhomme, etcétera, etcétera.

   Hay que advertir también que los poetas modernos no están muy seguros de su grandeza (modestia que los honra). La prueba es que pusieron el grito en el cielo cuando, conforme a la ley francesa, las poesías de Musset pasaron a ser de propiedad pública.

   Juzgaron que en cuanto aconteciera lo mismo con otros grandes poetas del siglo XIX, la competencia iba a ser imposible. El público dejaría lo nuevo por lo viejo, sin duda alguna, tanto más cuanto que las ediciones de los viejos serían muy baratas. Bueno y barato en vez de discutible y caro... La elección no era difícil.

   El salón será, pues, todos estas cosas que hemos apuntado y acaso será una más todavía, cuando, en parte, por lo menos, se levante el entredicho a los grandes poetas muertos. Será una exposición retrospectiva del tomo de versos, desde un Joachin du Bellay, por ejemplo, autor de la reforma poética en los comienzos del siglo XVI y creador de sonetos admirables, hasta un Jean Moréas.

   Así caracterizado, el Salón de los Poetas acabará por prender en el ánimo público.

   Pero de todas suertes lo ilógico de su designación y de su asimilación a los salones de pintura y escultura, subsistirá.

   En resumen, vendrá a ser una sala de lectura donde se darán conferencias alternadas con recitaciones.

   La única singularidad de la institución consiste en que será periódica, singularidad que es la que le da analogía con los salones de arte.

   Yo me digo: ¿por qué no desdeñar tal analogía y crear de una vez un teatro de recitaciones y conferencias poéticas?

   En ese teatro se darían diariamente, durante la temporada de otoño, invierno y primavera, conferencias breves sobre los poetas franceses y extranjeros, y un grupo de actores recitaría sus mejores versos, cuando no pudiesen ser los poetas mismos quienes los recitasen.

   ¿Habría público para un teatro así? En París de seguro que lo habría.

   De hecho lo hubo siempre en aquellas inolvidables matinés de Sarah Bernhardt, en que se recitaban los mejores versos de los grandes líricos.

   Os aseguro que, a pesar de todos los pesares, los poetas conquistan a un público numeroso, y esto no sólo en la capital del mundo. En Madrid, he tenido frecuente ocasiones de comprobarlo.

   A las veladas líricas del Ateneo o de la Unión Ibero Americana acuden innumerables oyentes, mujeres sobre todo, sí, mujeres, que con heroísmo edificante soportan los más soporíferos discursos, alentadas por la ilusión de oír al cabo de ellos los versos de algún poeta predilecto. Ni la incomodidad, ni el calor, ni la distancia, las amilanan.

   A veces, frecuentemente, tienen que permanecer de pie, porque llegan un poco tarde... Sin embargo, con paciencia indecible permanecen, y no ha bastado a alejarlas de estas fiestas líricas ni la pésima organización de casi todas las solemnidades literarias, que no parece sino que están hechos para inspirar el horror de la poesía...

   Un salón permanente de poetas tendría, pues, éxito, no ya sólo en París, sino en Madrid y en nuestro México mismo.

   ¡Y costaría tan poco organizarlo!

 

- XXXIII -

Los juegos florales en España.

   En lo que va del mes de Mayo, seis días apenas, se han celebrado ya en España dos juegos de flores: unos en Barcelona y otros en Sevilla.

   En los primeros pronunció un discurso, muy notable por cierto, cuajado de erudición, como todo lo suyo, el muy ilustre don Marcelino Menéndez Pelayo. En los juegos florales de Sevilla, organizados por el Ateneo, el mantenedor fue el conocido poeta académico Cavestany, sevillano por más señas. El poeta premiado con la flor natural fue un Cavestany también, hijo primogénito del primero, y del que, usando un mexicanismo pintoresco, podríamos decir que tatea con acierto. No hay casi mes en que no se celebren juegos florales en alguna ciudad de la Península. La bella costumbre, lejos de caer en desuso, cada día se afirma y enraíza más.

   Tiene no sólo la ventaja de mantener el señorío de los versos con su influencia amable y civilizadora, no cierto prestigio feminista que, naturalmente, place sobre manera a las mujeres jóvenes. En países como los nuestros, donde la mujer no está todavía habilitada para ejercer funciones políticas, donde no le abren las puertas de las academias, donde ni siquiera puede andar sola en las calles sin exponerse al alud de madrigales anodinos de la gente caldía, este reinado efímero, pero tan simpático, de los juegos florales, de las cortes de amor, la indemniza de situación subalterna y disciplinada, aumenta su poder y su influjo sin restarle gracia ni encanto alguno.

   El delicado arcaísmo galante, merced al cual le ponemos en las manos el cetro, no altera en nada el ritmo de sus líneas y halaga toda esa innata delicadeza de su alma.

   En México, el poco tacto de algunos jurados y la vanidad quebradiza y amarga de algunos poetas han quitado a los juegos florales mucho de su encanto y espontaneidad. De desearse fuera, sin embargo, que volviesen a adquirir el vigor y el prestigio de antaño. Estas fiestas, en medio del trajín de nuestras ciudades, ponen una nota de cultura exquisita, reposan y elevan las almas, las sustraen un poco a todo el mezquino enredo de las diarias pasiones familiares, que endeblecen lo mejor de nosotros, y por último, dignifican a nuestras mujeres, dándoles así el desquite de una vida ingrata, erizada de pequeños deberes en la cual florecen tan pocas satisfacciones.

 

- XXXIV -

El teatro de arte en Madrid.

   Una loable tentativa de arte constituye la actualidad literaria en Madrid. Trátase del Teatro libre, a semejanza del fundado en París por L. Poe. En Madrid la institución llámase simplemente teatro de arte y ha escogido como escenario el de la Ciudad Lineal, simpática sala de espectáculos en las afueras de la villa, en un apacible y pintoresco sitio.

   El plan de trabajos de los organizadores consiste en dar series de funciones, en que sucesivamente se representen obras maestras del teatro escénico, de todos los géneros, sin prejuicios de escuela ni de tendencia, pero elegidas entre las que, por circunstancias especiales de originalidad de orientación, incompatibilidad con el gusto corriente y dificultades, escenográficas o de otra índole, no sean representables en los teatros actuales.

   Los gastos originados por esas funciones han de satisfacerse por quienes se adhieren a la idea, fijándose de antemano para cada serie la cuota con que cada uno debe contribuir.

   La primera de estas series -que ha empezado ya- consta de cuatro funciones, representadas los días 26 y 30 de Mayo y 10 y 15 de Junio corriente. La función primera se compuso de Teresa (pieza en un acto), de Clarín, y El escultor de su alma, de Ángel Ganivet (tres actos).

   La segunda función compúsose, de Sor Filomena, de los Goncourt (tres actos), y Peregrino de Amor, de Brada (un acto).

   En la tercera función, que se representará el día 10 de Junio, pondráse en escena Cuando caen las hojas, de José Francés (un acto), Trata de Blancas, de Bernardo Shaw (cuatro actos). Y por último, la cuarta función se compondrá de El sueño de un Crepúsculo de Otoño, de D’Annunzio (un acto) y La Rousalka, de Eduardo Schuré (cuatro actos).

   Estos programas que he enumerado, dan clara idea de las preferencias del teatro de arte, cuyo espíritu es del todo análogo al teatro de l’Oeuvre de París.

   He aquí, por lo demás, cómo explican sus propósitos los adheridos hasta hoy, entre los que figuran, por cierto, Benito Pérez Galdós, Jacinto Benavente, Ramón del Valle Inclán y otros nombres tan ilustres como éstos:

   «Sinceros amantes del arte escénico, síntesis y compendio de todas las bellas artes; dolidos y apenados del industrialismo que parece ser razón única de su vida, pretendemos crear, no frente al teatro industrial, sino a su lado, y completándole para dar la fórmula del teatro íntegro, un teatro de arte, un teatro que pueda ser, según la frase feliz de Lucien Muldfeld, «un laboratorio de ensayos donde libremente sean puestas en práctica nuevas fórmulas de arte».

   »Eclécticos, convencidos de que la belleza no es patrimonio de una secta ni de una escuela, pretendemos abrir ese teatro a todas las tendencias, sin pedir a los que las sirven más que sinceridad en su amor a lo bello y a lo verdadero.

   »Libres de prejuicios que no sean el culto a la belleza, todas las ideas nos parecen admisibles, a condición sólo de que el arte las decore y muestre; todas las respetaremos, aun no siendo las nuestras, aun oponiéndose rudamente a ellas, con tal de que su escudo sea el anhelo artístico, puro y elevado, incapaz de buscar cereales en campo de laureles.

   »Nuestra empresa es noble y laudable, y, para realizarla, llamamos a los hombres de buena voluntad, de espíritu amplio y rectitud de intención suficiente para que nada pueda parecerles pecaminoso y atrevido, mientras no traspase los límites del decoro y de la licencia y lleve como garantía la sanidad del propósito. Llamamos a los hombres de buena voluntad y de cultura de espíritu suficiente para constituir el público de vanguardia que desbroce el camino y abra horizontes nuevos al arte escénico del porvenir.

   »Queremos con nosotros a cuantos sientan la necesidad de elevar el nivel intelectual, moral y estético del teatro; a cuantos quieran trabajar en esa elevación que ha de darnos el definitivo derrumbamiento de las fórmulas viejas que oprimen y anquilosan el arte escénico: el arte escénico, que por ser la vida misma en acción, mayor libertad y movimiento necesita.

   »Nuestro programa es amplio, porque amplio es el terreno por conquistar, pero su amplitud no nos arredra porque no tenemos por enemigos la impaciencia ni la premura; convencidos y seguros por ello de nuestro triunfo, no nos urge vencer; nuestra labor es obra de precursores y sus efectos no son a fecha fija.

   »Si somos pocos, procuremos ser los mejores y practiquemos el apostolado del ejemplo; que cada día tenga su trabajo, y la labor, por ardua que sea, será realizada. Nuestro trabajo de hoy, trabajo de iniciación, aparte se declara; nuestro propósito es lo que importa, y para él pedimos adhesiones y apoyo.

   Démosle los que como nosotros sientan y piensen y el arte escénico será algún día en España algo más que entretenimiento de desocupados y buscavidas de menesterosos».

   Restando de estos párrafos tales o cuales frases hechas y períodos sonoros, ripio indispensable de todo manifiesto, programa o exposición de miras, queda en el fondo la expresión de un propósito moderno, loable por todos conceptos, noble y sereno, para el que deseo la mejor suerte.

   No hay que ocultar, empero, que esta empresa del teatro libre, que fracasó en un país como Francia, donde las ideas nuevas se abren paso fácilmente, tienen muchos escollos. Uno de ellos está en la elección de piezas.

   Suele suceder, y de hecho ha sucedido en algunos centros extranjeros, que los adheridos o iniciadores llevan fines muy particulares, de un egoísmo disculpable, si se quiere, pero que mina las bases mismas de una institución de este género.

   Consisten estos fines en representar las obras propias, aquellos ensayos más o menos audaces o más o menos imperfectos que no merecieron la acogida de otros empresarios, o lo que es peor todavía, piezas sin mérito alguno que desprestigian desde luego la calidad del repertorio.

   Los miembros de este cenáculo tienen cada uno su drama (¡qué menos puede pedirse a autores inéditos!), y como las veladas son reducidas y los dramas de los socios incontables, el teatro libre se reduce a un teatro de familia, en que las obras maestras de los autores nacionales y extranjeros ceden el paso a los ensayos dramáticos de los socios. Pasa en esto algo análogo a lo que sucede con los editores de libros modernos, cuando son, a la vez que editores, autores. Sus primeros propósitos se refieren a la divulgación de las grandes obras, de aquellas que por sus tendencias avanzadas no han encontrado acogida en las casas editoriales por mayor.

   Pero como el libro inédito del editor hace cosquillas, se empieza por editarlo mientras se traduce el otro, y al cabo resulta aquello una sociedad de ediciones de familia también, en que la obra maestra no asoma por ninguna parte.

   Si en España se salva este escollo que en otras naciones de Europa no se ha salvado; si los adheridos al teatro de arte tienen el suficiente desinterés para ayudar a la representación de las grandes obras dramáticas españolas o extranjeras, sin pensar en las que ellos guardan en el fondo del cajón; si se constituye un tribunal de seriedad y prestigio, que dictamine acerca de las obras que merezcan representarse, el bello intento de crear un teatro libre florecerá vigorosamente, porque aquí abundan aptitudes para la obra escénica, además del tesoro de piezas dramáticas españolas que no han sido suficientemente representadas por lo osado de sus tendencias.

   Por lo pronto, casi en su totalidad, es de alabar la lista de las que se han elegido:

   La Teresa, de Clarín; El escultor de su alma, de Ganivet, y la Rousalka, de Schuré, son obras capitales, que deben conocerse, y ciertamente que la Sor Filomena de los Goncourt y El Sueño de un Crepúsculo de Otoño, de D’Annunzio, no necesitan recomendaciones ni elogios.

   Esperemos, pues, que la noble idea fructifique y traiga nuevos estímulos y nuevo vigor para la moderna producción dramática en España, tan abundante ya y tan preciosa.

 

- XXXV -

El arte literario y las preocupaciones mercantiles.

   Monsieur Emile Fabregue ha iniciado en la Nouvelle Revue una información sobrado interesante:

   «¿Creéis -pregunta- que el arte y la literatura atraviesan en este momento una crisis, en razón del desenfrenado triunfo del dinero? ¿No es cierto que las preocupaciones mercantiles obscurecen y rebajan el ideal de los trabajadores intelectuales?»

   Entre las respuestas dadas, es digna de notarse, por lo concisa, clara y ejemplificada, la del popular humorista del Matin, H. Harduin:

   «Dos poetas muy grandes -dice- han brillado en el siglo XIX: uno de ellos, Víctor Hugo, fue administrador vigilante, cuidadoso, de su patrimonio intelectual, y extrajo de su producción literaria todo lo que ella podía dar.

   »El otro, Lamartine, no tuvo preocupación mercantil alguna, Pródigo, sin cuidarse ni mucho, ni poco de sus intereses materiales, Lamartine fue también un poeta de genio. De suerte que ni las preocupaciones mercantiles, ni la ausencia de ellas, parecen tener una influencia sobre el ideal de los trabajadores intelectuales.

   »Remontándonos un poco, encontramos a Beaumarchais, hombre de negocios, sobre todo mañoso y sin escrúpulos. No obstante eso, dejó dos obras maestras. Voltaire estimaba que el dinero era cosa muy necesaria y se ocupó siempre de ganarlo. No por eso dejó de ser Voltaire.

   »Si Corneille hubiese tenido los medios modernos de sacar partido comercialmente de sus obras, nada indica que hubiese dejado de componer el Cid. ¡En cambio, ya viejo, se hubiera abstenido probablemente de, escribir Pulchérie, Surena y también Agésilas!

   »Conclusión: Se puede con preocupaciones mercantiles ser un grande hombre. Se puede sin preocupaciones mercantiles ser un imbécil».

   Estas ideas se esfuerzan injustamente por romper un clisé absurdo: el de que todo trabajo intelectual debe estar reñido con el negocio; clisé que condena al hombre de genio a la incapacidad de ganar dinero, sin tener en cuenta los nombres que cita Harduin y otros que no cita: el de Shakespeare, por ejemplo.

   Las juzgo, pues, muy loables, y de tal manera se parecen a las mías, que encuentro entre mis más recientes notas a propósito de la muerte de un americano poeta y banquero, mister Edmundo Stedmann, presidente del Instituto Nacional de Artes y Letras, los párrafos siguientes, que copio, entre otros, por lo que tienen de oportuno y de actual:

   «El poeta, como respondió muy bien uno, español, a cierto infatuado extranjero que se lo preguntaba desdeñosamente, sirve para hacer todo lo que hacen los que no lo son, y además, versos.

   »Con este criterio, que es el verdadero, ¿por qué sorprenderse de que Shakespeare haya ganado dinero y de que Víctor Hugo haya muerto rico?

   «De Shakespeare se afirma que desde niño comprendió el valor del oro, porque su padre, que fue rico en un principio, se arruinó después. Durante su agitada existencia, que no careció de borrascas, compraba y vendía sucesivamente tierras, valiéndose para ello de las sumas que ganaba con sus producciones. Se calcula que el precio de venta de cada obra suya era de 150 a 275 francos, siendo ciento el de cada una de las obras reformadas que vendía. Se calcula, asimismo, que las 19 comedias y tragedias que escribió desde 1591 a 1599, le produjeron como 500 francos anuales cada una. Como los empresarios se oponían a la impresión de las obras de teatro que habían pagado, por el recelo de los plagios, en una época en que la propiedad literaria no estaba debidamente garantizada, pocas piezas de Shakespeare se imprimieron durante su vida; pero, en cambio, sus derechos de autor -si así podían llamarse entonces- le valieron hasta 5.000 francos al año, en tiempos en que el dinero valía cuatro o cinco veces más que hoy.

   »En cuanto a Víctor Hugo, harto reciente es su historia para que digamos cómo labró su riqueza».

   Entendámonos, pues; los poetas, encontrando que el aplauso, el renombre, eran más tentadores que la fortuna, han solido ser negligentes o desdeñosos para el negocio, resolviendo en otra forma el problema de la dicha personal; pero esto, que se debe a deliberada voluntad (no de otra suerte que la elección de la Santa Pobreza hecha por los místicos), nunca significó impotencia, como cree el vulgo, para los números. También los números son una harmonía.

   ¿No se llamaron, por ventura, números los versos antiguos? Así, pues, cuando la felicidad se compraba con un noble gesto, con un harmonioso verso; cuando las mujeres amaban las justas gayas, los floridos torneos, el poeta pagaba con belleza, con ideal, con ensueño.

   Hoy que ciertas satisfacciones sólo pueden obtenerse con oro, el poeta baja de su trono de dios indiferente y lo conquista.

   Y entiéndase que cuantas veces he dicho poeta no he pretendido designar tan sólo al que hace versos, sino a todo aquel que en prosa o en verso ha acertado a expresar el ideal de la raza, la hondura de la emoción ambiente o su propia hondura y su propio ideal.

   La incompatibilidad de la matemática con el talento poético y literario, es falsa: la han propalado aquellos enemigos de los poetas a quienes no les fue posible emularlos.

   Por tanto, a la pregunta de si el arte y la literatura atraviesan en este momento una crisis, consecuencia del triunfo desenfrenado del dinero, hay que contestar tal vez que sí; pero a la pregunta de si las preocupaciones mercantiles rebajan y obscurecen el ideal de los trabajadores intelectuales, hay que contestar desde luego que no.

 

- XXXVI -

La reforma de la ortografía en Francia.

   Una comisión especial trabaja actualmente en Francia en la reforma de la ortografía. Propónese, desde luego, a lo que se sabe, reemplazar por simples f, t y r algunas ph, th, rh estorbosas.

   Se afirmaba que el ministro de Instrucción Pública trataba de simplificar por medio de un decreto la ortografía francesa; naturalmente, esto no pasa de un reportazgo inconsiderado. Los idiomas no se reforman con decretos. Monsieur Doumergue, interrogado a tal propósito, ha respondido:

   «Monsieur Gréard presentó en otro tiempo, con respecto a la ortografía, conclusiones muy moderadas. Después, el Consejo Superior redactó un informe considerable que llegaba a conclusiones osadas. Yo, por mi parte, me inclino a estudiar de nuevo el proyecto de monsieur Gréard.

   Es una tentativa audaz esa de legislar sobre la Lengua Nacional. El solo papel legítimo de las academias o de las comisiones oficiales consiste en ratificar con prudencia las modificaciones que impone el uso. Y la sanción de estas decisiones se aplica en los exámenes. Cierto es que las pruebas de ortografía en la enseñanza primaria han sido frecuentemente chinoiseries. Se acumulaban dificultades y trampas de las cuales hasta los mismos examinadores hubieran sido incapaces de salir airosos. En muchos puntos cierta tolerancia es razonable. La reforma que tenemos a la vista consistirá, pues, en consagrar primero cierto número de modificaciones generalmente admitidas, y después en volver facultativas otras modificaciones».

   Monsieur Urbain Gohier, cuya competencia en el asunto nadie podrá negar, no es partidario de la reforma:

   «Una lengua viva -dice- como cualquier criatura viviente, no admite la lógica absoluta en su constitución. Tan extravagante sería promulgar de golpe una ortografía nueva, como el modelar otra vez las orejas y la nariz de todos los ciudadanos, que no tengan estos apéndices conforme a los modelos griegos. Una lengua tiene su fisonomía que hay que respetar».

   «La nuestra -añade- cuenta con sobrados enemigos. Mientras que las grandes naciones extranjeras tratan de reaccionar contra la invasión de elementos equívocos, nosotros abandonamos la lengua francesa a la invasión de todos los germanismos, hebraísmos, anglicismos, sin contar el argot de los sports, el argot de los malhechores, el argot de la Bolsa y del teatro; sin contar los barbarismos de los periodistas improvisados, de los oradores parlamentarios, de los novelistas iliteratos y de los metecos, aunque no tienen el instinto del terruño.

   »El Consejo de las universidades americanas recientemente inscribía, como libro clásico para el estudio de la lengua alemana, un conjunto de extractos de publicistas contemporáneos. Rehusó hacer otro tanto para el estudio de la lengua francesa, alegando que esta lengua, escrita por nuestros contemporáneos, es una mixtura heteróclita. Tal juicio parece duro; pero no puede decirse que sea injusto. Nosotros leemos a diario pruebas impresas y vemos que se nos fabrican sin cesar palabras absurdas, no obstante que existe la palabra justa y correcta, y aun suele cambiársenos el género de las palabras usuales. Cuando se haya, pues, cambiado hasta el aspecto de la palabra escrita, ¿qué quedará de ella?

   »Pensad en la destrucción de nuestros bosques y de nuestros viejos castillos por las «bandas negras»; en la demolición de las viejas murallas, de los viejos puentes, de las viejas habitaciones en las ciudades; en el asolamiento y devastamiento de los paisajes típicos llevado a cabo por los ingenieros; en el pillaje de nuestros tesoros de arte religioso por los ladrones fantasmas: no parece, pues, sino que se trata de la sistemática devastación de todo lo que fue Francia.

   »El elector «avanzado» confunde fácilmente el progreso con el odio al pasado y el aniquilamiento de sus vestigios. Hay que hacerle comprender que debemos cuidar nuestro patrimonio común precisamente porque es de todos.

   »Los demagogos han arrojado sobre la ortografía la sospecha de aristocracia, La ortografía es perfectamente democrática. Nunca la sabe uno con más seguridad que a los doce años, en el momento del certificado de estudios, a la salida de la escuela primaria, sin el auxilio del griego ni del latín. Y la escuela primaria está abierta a todos, gratuitamente. Y la lectura perpetua, que fortifica la costumbre de la ortografía, está recomendada a todos también».

   Como se ve, el criterio de monsieur Urbain Gohier es reaccionario de un modo manifiesto. El idioma para él es un organismo viviente, a condición de que no se mueva, de que no se adapte, de que no se varíe: es decir, no es un organismo viviente.

   Se trata de un patrimonio común, como si dijéramos, del patrimonio de los antecesores. Podemos usufructuarlo, pero no aumentarlo. Es un nolli me tangere para nosotros, no obstante que jamás lo fue para los antepasados.

   ¿Pues qué, el francés de Thibaut de Champagne o de Joinville era igual al de François Villon o al del Loyal Serviteur?

   ¿Pues qué, Margarita de Angulema escribía en francés idéntico al de Racan? ¿Y éste usó por ventura los mismos términos que Voltaire? En todos los tiempos el francés ha evolucionado, admirablemente por cierto; ha impuesto infinidad de palabras a otras lenguas; pero también se ha acaudalado con todos aquellos vocablos que le hacían falta, y si ahora es expresivo, claro, dúctil y rico, débese precisamente a esa manga ancha que indigna tanto a monsieur Urbain Gohier.

   «Una lengua viviente, como cualquier ser viviente -dice Gohier-, no admite la lógica absoluta en su constitución».

   Claro que no la admite así de golpe y porrazo, pero sí merced a sucesivas reformas. ¿Por qué no hemos de aspirar a la lógica y a la perfección de nuestra lengua? Ni siquiera valen razones de estética, porque no puede ser antiestético un idioma que es lógico y perfecto. ¿Es que, la ph, la th y la rh son más bellas que las simples p, t, r? ¿El que tengan en su abono un ligero matiz de arcaísmo las hermosea de tal modo que en nombre de la belleza no debemos tocarlas?

   Por lo demás no se trata de un examen de ideas, de una especulación más o menos agradable e instructiva, sino de hechos.

   Monsieur Doumergue, a quien citaba yo arriba, ha dicho también con suave ironía:

   «La gente no espera nuestros decretos para tomarse con la ortografía todo género de libertades».

   La gente, en efecto, no ha esperado nunca los decretos académicos para hablar y escribir. Con su sentido profundamente práctico, que es el verdadero creador de idiomas, la multitud va suprimiendo en éstos lo innecesario, y acaba por imponer al mundo su modo de expresarse.

   Si las corporaciones doctas se muestran, pues, esquivas a estos hechos consumados, hacen muy mal, porque establecen cismas peligrosísimos.

   Estos cismas acaban por partir un idioma en dos (como pasó con el griego y el latín): el idioma culto y el popular, y monsieur Gohier debe saber de sobra lo que acontece en estos casos: el idioma popular es el que vive. El culto se torna en lengua de eruditos y se muere sin remedio.

   ¡Cuánto mejor es, por tanto, que el Ministerio de Instrucción Pública tome cartas en el asunto y se modifique de derecho lo que de hecho está ya modificado!

   De hecho, sí, porque la ortografía francesa, como la inglesa y la alemana, se está modificando profundamente, no sólo en las producciones de los literatos... sino hasta en las de los académicos. Monsieur Gohier no ignora quizá que los literatos no son los únicos que cometen faltas de ortografía o que escriben con una ortografía sui generis. Hay infinidad de escritores y de sabios que no se ajustan en esto a la ortodoxia académica.

   Y no por cierto de los más modernos.

   Justamente Le Matin, diario en que colabora monsieur Gohier, refería en días pasados la sabrosa anécdota siguiente: M. Gaston Boissier, secretario perpetuo de la Academia francesa, que acaba de morir, no vivió siempre en armonía perfecta con la ortografía.

   Cierta mañana, Gaston Boissier llegó lleno de júbilo a casa de Renan, su colega en la Academia francesa y en el Colegio de Francia.

   -Tengo que anunciaros -dijo el célebre filósofo- una noticia que va a humillaros.

   -¿Qué noticia?

   -Mis autógrafos se venden más caros que los vuestros.

   -No me sorprende -contesta Renan con aspecto malicioso, que decía mucho más que sus palabras-. ¿Pero cómo lo sabéis?

   -Ayer, en la sala de ventas de la rue Drouot, se subastaron dos cartas: una vuestra y otra mía. La vuestra fue adjudicada en tres francos y la mía en cinco.

   -No me contáis nada nuevo -declaró Renan-: ya estaba yo enterado.

   Pero no hay por qué enorgullecerse. ¿Sabéis la razón?

   -No.

   -Es que hay en vuestra carta tres faltas de ortografía. Ahí la tengo sobre mi escritorio. Es uno de mis amigos quien, viendo que se vendía y percibiendo las perlas falsas que ornaban vuestra prosa, pujó para quedarse con la carta, y me la trajo luego diciéndome: «Devolved esta carta al señor Boissier. Si la dejásemos circular en público, con sus ornatos gramaticales, podríamos perjudicar a la Academia francesa.

   No era, por lo demás, M. Gaston Boissier el solo académico que anduviese a trompicones con la ortografía.

   En 1868, en Compiègne, a ruegos de la Emperatriz Eugenia, los académicos, en gran número, tuvieron a bien someterse a la prueba de un dictado, que se hizo famoso después y que fue arreglado por uno de ellos; Próspero Merimée (quién imaginó, en realidad, la prueba, fue el ministro de Instrucción pública de entonces, Víctor Duruy), que para mostrar el abuso que se cometía al dictar en los exámenes de profesores trozos difíciles, quería hacer quedar mal la propia ciencia de los académicos.

   No hubo un solo inmortal que saliese bien de la prueba: ninguno de ellos hubiera podido recibir el título de profesor de Instrucción Primaria... En cuanto a la Emperatriz, que había declarado no comprender que pudiesen cometerse errores ortográficos y que también había tomado parte en el concurso, su dictado era verdadero estuche, realmente guarnecido. Tenía noventa faltas graves o ligeras; treinta más que el dictado del Emperador.

   Si pues ni los emperadores ni siquiera los académicos de la Lengua escriben con ortografía, ¿cómo pretende el señor Gohier que ésta sea perfectamente democrática «Nunca sabe uno la ortografía con más seguridad que a los doce años», dice Gohier. Cierto, porque es la única edad en que suele uno medio saberla...

   Yo tengo cartas de literatos ilustres, con cada falta de ortografía que tiembla el universo! Y eso que nuestra ortografía española es infinitamente más simple que la francesa. Los que en castellano cometen (o cometemos) faltas no tienen (o no tenemos) disculpa. Pero sin disculpa y todo...

   Créalo, pues, el señor Gohier: el Gobierno francés hace perfectamente en modificar la ortografía, volviéndola más sencilla, más racional, más lógica. Lo propio están haciendo otros países y otros gobiernos.

   En cuanto a suponer que un idioma puede reformarse así, de golpe, con un decreto, claro que, nadie lo supone; se reformará con lentitud, si se tiene cuidado de volver ortográficamente legítimo lo que el uso patrocina ya. Hay, asimismo, otro factor poderoso para conseguirlo, y es el ejemplo de los grandes.

   A este respecto, recordaré lo que aconteció en los Estados Unidos no hace muchos años:

   El presidente Roosevelt dio a la imprenta nacional la orden de imprimir en lo futuro, en ortografía reformada, todos los mensajes y todos los documentos que emanasen de la Casa Blanca.

   Quiso también que su propia correspondencia fuese igualmente escrita en ortografía reformada.

   Se creía -y no se han equivocado quienes pensaban así- que este ejemplo, venido de tan alto, sería seguido probablemente por los Ministerios de Washington, y se esperaba que llegase un día en que todos los documentos oficiales fuesen escritos en ortografía reformada, según el método fonético del profesor Brander Mathews, de la Universidad de Columbia, patrocinado por Andrew Carnegie, el archimillonario.

   Según este método, desaparecen las letras mudas. Se escribe, por ejemplo: gazel, sulfur, fantom, catalog, en vez de gazell, sulphur, phantom, catalogue.

   Claro que tal reforma se ha ido haciendo gradualmente. Pero mister Roosevelt ha adoptado las listas parciales de palabras reformadas, a medida que se han ido reformando.

   La Comisión propuso especialmente, para ciertos participios pasados ingleses, la sustitución de la letra t a la final d. Basábase para esto en autoridades históricas, como Bacon y Shakespeare, en oposición a la ignorancia y la rutina de los escritores y literatos actuales.

   Mister Roosevelt ha dicho varias veces que en su concepto este proceder fortificará la ortografía inglesa, volverá la lengua más popular y permitirá a los extranjeros aprenderla más rápidamente.

   Espera que así, simplificada, la lengua «triunfará pronto del francés como lengua diplomática».

   Admirador entusiasta de la lengua anglo-sajona, así como de las instituciones anglo-sajonas, no ve razón alguna para que el idioma «de la raza dominante» no sea reconocido como idioma dominante.

   Los candidatos a los puestos del Gobierno deben saber servirse de la ortografía fonética, y los funcionarios reclaman esta instrucción en las escuelas.

   Como consecuencia de la revolución ortográfica, los norteamericanos esperan que Inglaterra y sus colonias tendrán que elegir entre la adopción del nuevo método o el surgimiento de una lengua americana. Ya lo ve, pues, Mr. Urbain Gohier: no conviene retardar con lirismos lo que acaso es capital para el predominio de la admirable lengua francesa: que una hoz hábil siegue todas esas letras inútiles que no tienen más razón de ser que la de una fisonomía etimológica lejana; que el aprendizaje del francés sea más fácil, si es posible, que el inglés. De ahí depende en gran parte la hegemonía del pensamiento latino, tan seriamente amenazada y combatida.

 

- XXXVII -

La libertad del arte literario.

   Creo haber dicho a usted oportunamente que, bajo los auspicios del conocido senador monsieur Beranger, se celebró en París, en Mayo último, un Congreso internacional contra la pornografía, esa pornografía que invade e infecta sin misericordia la novela contemporánea. En este Congreso, como era de preverse, mucha gente, animada de las mejores intenciones, pero de un celo excesivo, condenó algunas obras que, a pesar de su crudeza, son trabajos de arte, merecedores de toda consideración y respeto. Entonces George Lecomte, presidente de la Sociedad de Hombres de Letras, sin quitar, ni mucho menos, la razón a quienes combatían la publicación de libros obscenos, supo, sin embargo, sostener los derechos de la literatura alta y libre, defendiendo los libros de Zola, atacados por gente ignorante. Han pasado ya más de dos meses de estos interesantes debates, y acaba de fundarse una liga en favor de la libertad del arte literario, «liga de protesta cortés y mesurada contra el celo intempestivo de algunos congresistas extranjeros, llenos sin duda de buenas intenciones, pero excesivamente peligrosos y faltos de tacto».

   Esta liga publicó en el Mercurio de Francia un manifiesto, señalando ciertas tonterías -no pueden llamarse de otro modo- de que algunos representantes extranjeros del Congreso se jactaron cándidamente.

   Uno de ellos, por ejemplo, se enorgullecía ante sus colegas de haber hecho que se prohibiese la venta de los libros de Zola, de Pierre Louys y de Maupassant. Otro hizo que se suspendiera una pieza de Donnay. Otro aún denunció una novela de René Boylesve...

   Como se ve, pues, gentes honorables, hasta inteligentes, son capaces de condenar un libro de Zola o de Maupassant. ¿Debemos lanzarles por eso nuestros anatemas? No del todo, si tenemos en cuenta lo difícil que es decir dónde acaba el arte y dónde comienza la pornografía.

   Meditando con mucha lucidez acerca del asunto, el ilustre Paul Margueritte dice, entre otras cosas, lo siguiente, que me apresuro a traducir por lo que ilustra esta interesantísima cuestión:

   «Cuando se ha visto ya -dice Margueritte- condenar o perseguir a hombres como Jean Richepin, Paul Adam, Catulle Mendés, Raoul Ponchón, Lucien Descaves, Willette, Forain, Steinlein y Jean Veber, tiene uno el derecho de calificar de retrógrados el gusto y los sentimientos del Congreso contra la pornografía, y es imposible dejar de notar la mala inteligencia latente y acaso franca, que o se ha producido ya o se producirá en fecha próxima entre las declaraciones de los principales congresistas y la del ilustre y animoso presidente de la Sociedad de Hombres de Letras.

   »Georges Lecomte -el presidente de la referida Sociedad- no censura, y con razón, más que la pornografía deshonrosa. Letrado, antes que todo, republicano amante del progreso, novelista también, quiere hacer respetar los derechos del escritor sincero. Ahora bien, la mayor parte de los congresistas antipornográficos ignoran esos derechos, los desconocen o los niegan.

   «Hay en esto una mala inteligencia que un escritor experto, crítico concienzudo, Georges Fonsegrive, no ha podido menos de reconocer lealmente, en un reciente artículo de La Revue Hebdomadaire, artículo que puede dar mucho que pensar y hasta justificar en absoluto la libertad del arte.

   »Georges Fonsegrive, católico ilustrado y sin gazmoñería, investiga en ese artículo cuáles son las «fronteras de la pornografía», y como de una parte está el sentido de lo bueno y de lo verdadero en el arte, si de la otra Fonsegrive reprueba, con razón, las manifestaciones groseras y lúbricas, forzoso le es convenir en que estas fronteras son flotantes, limitadas por las costumbres, los hábitos, las conveniencias del tiempo en que vivimos; es decir, que son muy relativas.

   »Ciertamente yo me adheriría a las conclusiones de Mr. Fonsegrive, si éste, como moralista cristiano, no juzgase el arte por sus consecuencias sociales, y fundándose, a lo que parece, en que el pueblo no comprende la desnudez de las estatuas griegas, entre otras del discóbolo, no declarase lo siguiente:

   «¿Habrá, pues, que perseguir y proscribir el discóbolo? El mismo senador Mr. Beranger se opondría sin duda a esto. Sin embargo, fuerza sería concluir que si la observación demostraba que la inmensa mayoría de los espectadores se impresionaba del mismo modo que los obreros mencionados, la proscripción del discóbolo se impondría.

   »Este veredicto, suscrito por la concienzuda pluma de Mr. Fonsegrive, trae aparejadas tales consecuencias y reflexiones tales, que en verdad no puede uno menos que participar por el manifiesto de la Liga en favor de la libertad del arte.

   »Subordinar la moralidad de una obra de arte o de un libro a la incomprensión obscura de las masas, sería la peor regresión a la barbarie.

   Y, persuadámonos bien de que, ante este criterio, nada subsistirá dentro de muy poco tiempo; ni un cuadro, ni una estatua, ni un libro, por honrados y humanos que fuesen.

   «En efecto, no hay obra que no exalte el sentimiento del amor terrestre o místico, y que, por consecuencia, no pueda atizar en los ignorantes el sentido genésico o las fuerzas romanescas del deseo. Los más bellos y delicados libros serían proscritos como inmorales: Dominique, de Fromentin, ¿no produjo, por ventura, millares de víctimas sentimentales?

   »¿Werther, no desencadenó acaso el gusto mórbido del ensueño y la sed inextinguible del amor en innumerables almas jóvenes?

   »Ayer, apenas apareció un libro muy bello de Eduardo Rod, con el cual no estoy de acuerdo del todo, pero cuya franqueza admiro. En esa novela, Aloyse Valerien, dos seres son arrastrados hacia el abismo del amor, rompiendo con las leyes y las convenciones mundanas, sin que nada, ni la influencia de los padres amados, ni los ejemplos trágicos de la experiencia, puedan retenerlos. ¿Prohibiríais vosotros ese libro de pasión dolorosa clarividente, porque no han de faltar amantes que peguen a sus páginas los rostros ardorosos y en ellas hallen un estímulo para ceder a su destino?»

   M. Remy de Gourmont, en términos excelentes, trató este asunto en días pasados en el Mercurio de Francia, mostrando que lo que se llama pornografía no es en suma otra cosa que la libre expresión del sentimiento sexual.

   Este sentimiento, quiérase o no, y aunque, se le oculte bajo una capa de hipocresía, está en la base de todo. Agita la adolescencia del hombre y de la mujer, da a su vida consciente toda su intensidad, y no muere sin causar profundas revoluciones orgánicas. Ligado al cerebro y a todas las fuerzas vivas de nuestros sentimientos y de nuestras ideas, es al mismo tiempo verbo y carne. Sin él no hay pensamiento y ni poesía, ni novela, ni filosofía, ni artes humanas.

   El cristianismo ha querido sofocarlo y no lo ha logrado. Felizmente, dice M. Remy de Gourmont, porque suprimirlo sería suprimir la vida.

   Como se ve, pues, los señores del Congreso Internacional contra la pornografía se tienen que encontrar hoy, mañana y después, con uno de los más complicados problemas.

   ¿Cómo marcarlas lindes que separan la pornografía del arte? ¿Es posible juzgar con el mismo criterio al autor de El triunfo de la muerte y a los que escriben ciertos librillos verdes que andan hipócritamente en el mercado?

   ¿Y, por otra parte, no es relativa por ventura la inmoralidad de un libro? ¿No depende más que todo de la edad, del carácter, de la imaginación y de la cultura del lector?

   ¿La Biblia misma, no turbaría profundamente con ciertos relatos el espíritu de un adolescente?

   ¿No tratan acaso los jesuitas, en la actualidad, de influir en el Papa, a fin de que se prohíba la lectura de los Evangelios que, según dice, proporcionan apoyo a las teorías protestantes?

   El público, y sólo el público, puede, por tanto, ser juez en asunto tan escabroso, y desechar con energía todos aquellos libros que simplemente tiendan a exaltar en nosotros a la bestia; proscribiendo en los casos especiales aquellos que, teniendo una forma artística y todo, sean peligrosos para las almas que empiezan a vivir.

   En cuanto al escándalo producido por la obra de arte entre los ignorantes, no es ni puede ser argumento para la proscripción de aquélla.

   Edúquese más bien a las masas, a fin de que hallen, como nosotros, casta la desnudez de la estatua.

   Hay falsos pudores que conviene suprimir desde la infancia, pensando que el hábito tranquilo de contemplar desnudeces valdrá siempre más que el seudo casto propósito de no mirarlas.

   El pudor irrazonado y la malicia son hermanos. Hay muchas cosas que hacen enrojecer a las vírgenes, no porque sean malas en sí mismas, sino porque una convención social las proscribe.

   Muchas jóvenes se ruborizan, por ejemplo, de mostrar sus pies desnudos, y sin embargo, ¿hay algo más casto, más bello, más clásicamente noble que los pies desnudos de las vírgenes?

   La gazmoñería, la bigoterie, ha falseado todos los altos conceptos de la vida.

   En realidad, por lo que respecta al papel impreso, no hay libro de arte sincero que no pueda leer una mujer serena y fuerte. Pero justamente la gazmoñería acaba con todas las serenidades y con todas las fortalezas.

   Juremos guerra a muerte a la gazmoñería y despreciemos profundamente la ignorancia esclava que no sabe elevarse a la alta y libérrima concepción del arte.

   En cuanto al libro que pretende exteriorizar la belleza en un estilo noble, respetémosle.

   Hagamos, en cambio, a un lado la obra sin fisonomía y sin individualidad, recordando que hay una clase de libros que siempre son inmorales: los mal escritos.

 

- XXXVIII -

Composición literaria.

   El desarrollo de un tema literario es considerado hoy en día, por todos los pedagogos, como la prueba esencial de un examen y como el procedimiento mejor para el aprendizaje. No es raro, pues, que la enseñanza literaria conste casi exclusivamente de lectura y de composición; de composición sobre todo consistente en tomas determinados, que el alumno borda a su antojo y en los que por lo general apunta temprano el estilo.

   Si se tiene cuidado de que estos ejercicios sean frecuentes, uno por semana, o cuando menos dos por mes, se advierte en breve un positivo adelanto en la expresión de la idea. La personalidad de cada alumno se va definiendo de un modo gracioso y pintoresco.

   De fijo lo más difícil que hay en achaque de literatura es decir las cosas clara, elegante y simplemente. Todos en los comienzos tendemos a complicarnos, e impulsados por una vanidad infantil, ponemos la tienda entera sobre el mostrador según la expresión de un poeta amigo mío.

   No nos contentamos con saber las tres o cuatro misérrimas cosas que hemos podido coger aquí y ahí, sino que ponemos nuestro empeño en que los demás sepan que las sabemos. No es, pues, raro que en las composiciones de los alumnos haya citas, apuntes filosóficos, neologismos... Y hasta construcciones nuevas. Al cabo de medio año todo esto ha desaparecido y el estilo se vuelve sencillo, consistente y bruñido, hasta donde es posible.

   Pero hay todavía un inconveniente mayor que el apuntado, y es la sequedad, a saber, el extremo contrario.

   De esto adolecen los alumnos por lo general: las alumnas casi nunca.

   A cierta edad, la imaginación de la mujer es mucho más fértil que la del hombre. (¿Y después?)

   Los alumnos suelen presentar composiciones de una concisión telegráfica. En ocasiones hasta más breves que el tema mismo, enunciado en unas cuantas líneas. Las alumnas, por el contrario, fácilmente novelan, a veces con ingenuidad encantadora.

   Un conocido profesor francés, a este propósito refería en días pasados, al resumir sus impresiones de fin del año escolar, una deliciosa anécdota, que no resisto a la tentación de contaros.

   Se trata de una de las llamadas «composiciones de estilo» en cierta clase de cierta escuela parisiense.

   El tema que debía desarrollarse era éste: «Las alegrías del marino a su vuelta al hogar».

   Las alumnas bordaron más o menos ese tema, pero sin gran sinceridad porque muchas de ellas jamás habían visto el mar. Sin embargo, casi todas procuraron pintar, con briznas de recuerdos de sus lecturas, el contraste entre los peligros del viaje y la calma del ansiado puerto. Tal era la idea dominante. Ciertamente el «marino» del tema hubiera estimado modestas las «alegrías» que las alumnas le decretaban según sus gustos personales, y que eran un poco insípidas... Pero hay que convenir en que tampoco se les pedía un cuadro realista.

   En muchos de los temas, el marino era un buen hijo que, durante todas las pruebas de la navegación, no había pensado más que en su vieja madre, que lo esperaba ansiosamente. Volvía, en efecto, con economías considerables, y renunciaba en adelante al mar, para consagrarse por entero a la autora de sus días.

   Muy prácticas las pequeñas escritoras, no se imaginaban que el mar, con todos sus peligros, pudiese ser una pasión, y llenas de ilusiones transformaban a todo marino después de una larga travesía en Nabab.

   Había sin embargo algunas que, mujercitas al fin, hablaban de las satisfacciones íntimas del viajero que volvía a su hogar, y describían los regalos que de lejanas tierras había traído a sus amigas y parientes. ¿No era esto lo principal? ¿Quién pensaba en las fatigas pasadas?

   Pero la pequeña Margarita X abarcó más ampliamente el asunto, e imaginó con una encantadora ignorancia de la vida toda una historia complicada. Esta historia es impagable.

   Margarita tiene buen corazón y no dejó de pensar en el aislamiento de aquellos seres a quienes al embarcarse dejan los marinos, a veces por años enteros. Su narración ponía en escena, del más peregrino modo, al teniente Dorval y a su joven esposa.

   ¡Oh, con cuánta pena veía la señora Dorval embarcarse a su marido cada vez que éste partía! Iba a acompañarlo hasta el muelle, y largamente, cuando el buque dejaba el puerto, agitaba el pañuelo. Pero cuando el marino no era ya más que un punto en el espacio, sentíase la infeliz muy sola. Si a lo menos tuviese un niño que la consolara y a quien hablar del ausente! Pero no, ni un bebé!

   Un día, el señor Dorval tuvo que partir para un viaje que debía durar siete años. Ya imaginaréis si los esposos estaban afligidos, y si de nuevo se lamentaban de la obstinación del Cielo en permanecer sordo a sus deseos.

   Pero el señor Dorval era un hombre animoso; se hizo a la mar, y todo aconteció a maravilla para él.

   Vino por fin el momento del regreso. Desde el puente de su buque el marino buscaba a su mujercita, a quien felizmente distinguió en el muelle.

   Pasemos por alto las primeras efusiones y lleguemos al pasaje delicioso por excelencia.

   «Ven pronto a casa -dijo la señora Dorval-; tengo una sorpresa para ti.» Él, sin adivinar de qué se trataba, siguió a su mujer, que iba tan deprisa como podía. Llegaron a la casa, y allí, en una cuna, su mujer le mostró de pronto lo que siempre había tan vivamente deseado: dos lindas criaturas, la una de un año, la otra de dos, y a cual más rubia, que le sonreían, y le tendían sus bracitos. Al ver esto el señor Dorval creyó volverse loco de gusto. Por fin sus votos estaban colmados.

   Cayó de rodillas y dio gracias al Señor por haberle hecho padre, en tanto que lágrimas de alegría inundaban su rostro.

   La pequeña Margarita se sentía muy orgullosa de su composición, y no comprendía en absoluto por qué los elogios que le hacían iban mezclados con risas. ¡Oh santa simplicidad y cándida inocencia! Poneos en lugar de los profesores. ¿Qué habríais hecho? ¿No era lo mejor dar resueltamente el primer premio a la niña?

   Pues eso se hizo.

   Y he aquí -concluye el narrador- algo que honra la moralidad de nuestras escuelas.

 

- XXXIX -

Los iliteratos en el ejército y en la juventud francesa.

   En estos momentos agita la opinión francesa un asunto por todo extremo interesante: la disminución del analfabetismo en los conscritos o reclutas que llegan iletrados al regimiento. Hace cuarenta años, un 25 ó 30 por 100 de jóvenes franceses no sabía ni leer ni escribir. Desde que se estableció la República esta proporción se ha reducido de tal suerte que ahora apenas si un 5 ó un 6 por 100 se hallan en ese triste caso.

   Pero Francia tiene de vecinas dos naciones que aguijonean saludablemente su amor propio: Alemania y Suiza, y sabe perfectamente, porque consulta sin cesar las estadísticas, que apenas si uno o dos soldados suizos de cada cien son analfabetos; mientras que en el censo militar francés de 1907 había más de once mil jóvenes que no sabían ni leer ni escribir, y cinco mil de los cuales se declaraba «que no se había podido comprobar su instrucción». Así, pues, veinte mil soldados franceses, según la estadística, son incapaces de escribir su nombre, y están privados de los menores rudimentos de instrucción primaria.

   Si entre nosotros aconteciese esto, con qué sonrisa de complacencia lo sabríamos. ¡Imaginad, por un momento, que en México sólo el 5 ó 6 por 100 de los jovencitos mayores de doce años no supiese leer ni escribir!

   ¿Concebís felicidad más grande? Pero Francia no puede consolarse con esto.

   Francia quiere que en la enorme masa de su ejército, compuesto de jóvenes que son lo mejor de la nación, no haya uno sólo analfabeto. ¿Qué idea de Patria, de deber, de sacrificio, piensan aquí, puede tener un soldado que no sabe ni leer?

   Se ha dicho hasta la saciedad que los vencedores de 1870 no fueron Bismarck ni Moltke, sino los maestros de escuela alemanes, y Francia no ha olvidado esto. Así, pues, nada menos que 200 diputados republicanos de todos los matices han firmado una proposición de ley, cuyo fin esencial es señalar al país el mal de que vengo hablando.

   Uno de estos doscientos firmantes, el diputado por el Sena, Fernando Buisson, razonando la antes dicha proposición de ley, se expresaba de esta suerte:

   Sin perjuicio de todas las otras medidas legislativas y administrativas que sean necesarias, queremos que se haga en Francia lo que ha tenido un éxito maravilloso en Suiza, a saber: al día siguiente del voto de la Constitución que colocó el ejército bajo la mano de las autoridades federales, Suiza estableció en 1875 un examen anual de reclutas, desde el punto de vista de la instrucción. Se trataba de una especie de certificado de estudios, un poco más completo que el francés, al cual se somete a todos los jóvenes reclutas.

   Este certificado de estudios comprende cuatro pruebas: lectura explicada, redacción, cálculo mental y escrito, conocimientos cívicos (historia, geografía, instituciones nacionales).

   El resultado se pone de manifiesto año por año merced a estadísticas que son interesantísimas. Se trata de un doble resultado. De una parte, a fuerza de energía y de perseverancia, se ha extirpado la plaga de los iletrados: en 1906 de 28.000 hombres sólo 17 no sabían leer de corrido.

   Por otra parte, y éste es el más admirable efecto de la institución, el promedio general se ha elevado de tal suerte que un 39 por 100 del efectivo militar total ha obtenido un conjunto de notas superior a la media, lo que supone una elevación general del nivel de la instrucción popular en la masa de la nación que es por todo extremo apreciable.

   ¿Cómo ha podido lograrse este milagro en menos de una generación?

   Únicamente por la fuerza de la opinión pública despertada, estimulada, aguijoneada por la publicación de los resultados. El amor propio de los individuos y de las familias, el de las poblaciones, el de las autoridades diversas, ha barrido todos los obstáculos.

   Sin copiar punto por punto el sistema suizo, dice monsieur Buisson, queremos retener la idea esencial: que haya a la entrada al regimiento un examen individual, serio, obligatorio. No pedimos que reciba el amplio desarrollo que se le da en Suiza. Por restringido que sea, una vez que exista, producirá en la juventud que haya llegado a la edad militar cuando menos tanto efecto como nuestro humilde certificado de estudios en la juventud que ha llegado a la edad escolar.

   Y dirigiéndose a los maestros de escuela, el diputado Buisson les dice calurosamente: -Lo que os pedimos, señores institutores, es que nos ayudéis a esclarecer la opinión pública. Es que aprovechéis el momento de emoción oportuno. La ocasión es propicia para enderezar cierto número de errores, para disipar muchas ilusiones en que se complace nuestra pereza.

   El nuevo proyecto de ley, que la Cámara votará sin duda alguna, os pide, señores maestros, que desempeñéis un nuevo papel. El inspector primario será directamente quien, guiándose por el cómputo de faltas señalado por vosotros mismos, hará requerimientos, perseguirá a los faltistas que son verdaderos delincuentes, y pedirá para ellos los rigores de la ley.

   Esta misión sin duda vosotros la aceptaréis sin titubear. No temeréis las recriminaciones que podrá valeros. Pero con una condición, y es que, por su parte, la nación haga en vuestras clases lo que hace fuera de ellas: todo lo necesario para justificar los rigores de la ley. A condición también que la caja de escuelas esté lista para ayudar, para levantar a las familias indigentes cuya negligencia tiene por excusa la miseria; a condición, por último, de que los reglamentos escolares se adapten y diversifiquen lo que sea necesario, para hacer a todos más fácil la frecuencia de la clase, según los lugares, las estaciones y las ocupaciones del país.

   Y obteniendo esto, diréis aún (y seréis oídos) que Francia es el país que más ha reducido el período escolar y que nuestras leyes necesitan en este punto una corrección inmediata. Todos nuestros vecinos, con excepción de España e Italia, hacen durar la escuela primaria hasta la edad de catorce años cumplidos: todos estiman que permitir al niño que abandone la escuela, para aprender un oficio, a los once o doce años, es un acto de absoluta imprevisión social y que no aprovecha en realidad ni a las familias ni al trabajo nacional.

   Y diréis aún que, aun cuando la asistencia a la escuela esté asegurada, en Francia, como en todas partes, hay que someterse a la ley de la naturaleza. Un niño que deja todo estudio a los doce años, y que está sometido sin remisión a la dura ley del trabajo manual no interrumpido, en los campos y en el taller, olvidaría forzosamente lo que mal o bien ha aprendido en su rápido paso por la escuela. El mayor número de iletrados se compone, no de jóvenes que no saben leer, porque desde los doce a los veinte años han olvidado lo que aprendieron. En casi todos los países vecinos se han establecido clases complementarias obligatorias de los catorce a los diez y siete o diez y ocho años, a razón de algunas horas por semana, tomadas de las horas de trabajo. Casi todas las legislaciones suizas y alemanas contienen este artículo: «Se prohíbe dar clases a los jóvenes aprendices u obreros, después de las siete de la tarde».

   Es fuerza que nosotros votemos una ley semejante si queremos alcanzar a los países que nos han ganado terreno.

   «Todas estas son verdades nuevas en Francia» -dice Buisson-. ¿Y en México, pregunto yo a mi vez? «Es difícil hacerlas entrar en los espíritus», añade, y habría que decir en la conciencia pública.

   Señores maestros -concluye monsieur Buisson-, no vaciléis en defender ante la nación la causa de esos ignorantes, de esos incultos, de esos iletrados de ahora y de mañana, a quienes hay que salvar, que instruir, en interés propio y en bien de la patria.

   Pero, digo yo, ¿es que el ideal de una nación tan culta como Francia puede satisfacerse con que los jóvenes del pueblo, destinados todos durante dos años al ejército, sepan leer, escribir y contar?

   No, este ideal sería demasiado raquítico, demasiado modesto.

   El soldado debe ser, si es posible, un hombre instruido, un poco literato, un poco artista.

   ¿Habéis leído, cuando la guerra ruso-japonesa, que tantas sorpresas produjo al mundo y cómo empleaban sus ocios los ejércitos del Mikado?

   Era, frecuente, en los intervalos de reposo, ver a los simples soldados japoneses ya pintando hermosas acuarelas, estilizadas y finas, ya escribiendo sus impresiones, ya... componiendo versos.

   ¿Qué raro es que haya vencido un pueblo cuyos simples reclutas poseían una mentalidad tal?

   Ciertamente, y a pesar de la opinión apuntada arriba, no es la ignorancia la que impide los heroísmos. Guzmán el Bueno no era un letrado.

   Juana de Arco no sabía teología ni cánones. ¿Pero no es mejor, por fortuna, en la guerra moderna, no sirve más a la patria el tranquilo y lúcido (lúcido sobre todo) cumplimiento del deber? ¿No influye en gran manera en la victoria la iniciativa personal del soldado, cuando va guiada por una instrucción sólida?

   No es el número ni el valor de los soldados lo que triunfa en la guerra moderna: es la calidad de los mismos. La táctica personal colaborando, no mecánica, sino inteligentemente, con la táctica de los estados mayores, y completándola en el detalle.

   He aquí cuál debe ser, pues, nuestro sueño, el sueño de todos los países civilizados, mientras subsista la posibilidad absurda y bárbara de la guerra: no sólo que cada soldado sepa leer de corrido y escribir su nombre, sino que sea cada uno de ellos un hombre medianamente instruido.

   Para lograrlo, hay que evitar, desde luego, y por cuantos medios estén a nuestro alcance, que los muchachos de las clases humildes entren a los talleres antes de haber completado su instrucción secundaria. La ayuda que sus familias creen obtener de ellos será inmediata, es cierto, interrumpiéndoles su instrucción, pero en cambio engañosa y nula al cabo de poco tiempo. En efecto, el aprendiz de doce años se volverá analfabeto y acabará invariablemente (acechado por las malas compañías y por la taberna) en la cárcel o en el hospital.

   Para los aprendices incultos queda el remedio de la escuela de adultos. Pero por ningún concepto, la escuela nocturna. La escuela nocturna es nula en este caso. Viene, después del horrible trabajo del día, a ser una pena más, y todos sabemos que el aprendizaje con pena y esfuerzo excesivos se vuelve nulo también.

   Se necesita un gran deseo de instruirse, deseo que es cándido suponer en todos los individuos de nuestro pueblo, para, después de las fatigas del día, emplear fructuosamente las primeras horas de la noche.

   La clase para adultos debe llenar una condición esencial: que en ella se sustituya un trabajo a otro, el intelectual al manual; debe darse en horas de faena, exclusivamente. El aprendiz, el obrero, saben así que la hora o las dos horas diarias que gastan en aprender, no son un exceso de tarea, sino una agradable variedad dentro de la tarea; que esas horas, dándoles labores de espíritu, les restan, en cambio, quehaceres materiales. Y así irán al estudio con verdadero amor y deseo.

   Cuán sabia es, pues, la legislación suiza que todos debemos implantar en nuestros países y que tan discreta y concisamente resuelve el problema:

   «Queda terminantemente prohibido dar clases a los aprendices u obreros jóvenes después de las siete de la noche».

(a la segunda parte)

 

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