LA LENGUA Y LA LITERATURA

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Amado Nervo 

 

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ÍNDICE

Primera parte

-I-. Del florecimiento de la poesía lírica en Italia, Portugal y España

-II-. El catalán y la supremacía del castellano

-III-. De los nuevos metros y las nuevas combinaciones métricas en la literatura moderna

-IV-. La cuestión de la ortografía

-V-. Del estilo exuberante

-VI-. El movimiento intelectual en Madrid

-VII-. Bolsas de viaje para los escritores y poetas. -Conveniencia de crearlas en el Ministerio de Instrucción Pública.-Lo que se ha hecho en Francia

-VIII-. Libros de niños. -Libros para niños. -Los niños en la vida y en el arte

-IX-. La Universidad Popular de Madrid

-X-. Los estudios histórico-literarios en España. -La poesía. -La novela histórica. -Literatura anecdótica. -Cultivo entusiasta de un noble género

-XI-. Programas, horarios y métodos seguidos en Francia para la enseñanza de la lengua nacional

-XII-. La enseñanza de la lengua y de la literatura en Francia

-XIII-. Observaciones en cuanto a la enseñanza de las lenguas vivas en Europa

-XIV-. La enseñanza de las lenguas modernas en Inglaterra

-XV-. Cómo se habla el español en España

-XVI-. El castellano en América

-XVII-. La enseñanza de las lenguas modernas en Francia

-XVIII-. El castellano en México. -Filología comparativa

-XIX-. Ateneo iberoamericano. -Conferencias autocríticas. -La crónica general de Alfonso el Sabio

-XX-. El teatro y el idioma en España y América

 

- I -

Del florecimiento de la poesía lírica en Italia, Portugal y España.

   El Liberal ha abierto una nueva sección, entre las muy interesantes que lo integran. Llámase «Poetas del día, auto-semblanzas y retratos», y me hace la honra de iniciarla con mi fotografía y unos versos más o menos personalistas que tuvo la gentileza de pedirme. Pero no es esta circunstancia la que me mueve a hablar de tal sección, sino los conceptos que el importante diario expresa en ella, a guisa de proemio, y que me parece muy oportuno copiar, por que encierran afirmaciones categóricas y llenas de optimismo, relativas al actual movimiento literario y poético:

   «El Liberal -dice el mismo- rechaza esos juicios, tan extendidos como chabacanos, que han sentenciado a muerte a la actual poesía española.

   Tiene, al revés, el meditado convencimiento de que la lírica española entra en los bellos días de su renacimiento y esplendor.

   »Como Portugal y como Italia, los dos países que hoy se honran con mejor y mayor número de poetas, España cuenta hoy día con una lucidísima generación de poetas jóvenes.

   »Tampoco El Liberal admite esa creencia baja y torpe de que en España nadie lee versos. Por el contrario, piensa que hoy más que nunca, es cuando se leen versos en España.

   »Y para comprobar el segundo extremo, esto es, que en España hay bastantes devotos de la poesía, El Liberal prepara una colaboración de poetas, en la seguridad de que ha de ser muy del gusto de los lectores».

   Varias afirmaciones, en efecto, contienen los párrafos anteriores, y quisiera yo recoger y glosar algunas, ampliándolas con juicios propios, por hallar que ésta es materia idónea y harto interesante para mi Informe.

   ¿Es cierto que Italia y Portugal son los dos países que se honran en la actualidad con mejor y mayor número de poetas?

   De Italia, qué duda cabe que atraviesa por un floreciente período poético! Bastaría Gabriel d’Annunzio, con su alta y fecunda labor para glorificar a la tierra de Leopardi y de Carducci.

   Su Nave recorrerá en breve tiempo el mundo, dejando la más lujosa estela de triunfos. Desde el monarca italiano hasta las turbas romanas, todos han sabido comprender esa pieza que exaltando el viejo poderío marítimo del Lacio, señala también a un pueblo ansioso de supremacías el camino del porvenir.

   «El Rey Víctor Manuel -decía una reciente noticia-, después de asistir a varias representaciones de La Nave, de D’Annunzio, obra por la cual siente profunda admiración, ha donado a la empresa del teatro Argentina diez mil liras en prueba de la satisfacción con que ve el rumbo que sigue su dirección artística, para bien de la dramática nacional.

   »Hay que tener en cuenta que al fundarse la compañía Stábile, que explota el teatro, el monarca, la subvencionó espontáneamente, al conocer su programa, con veinte mil liras.

   »La Nave sigue triunfando diariamente. Ha producido ya un beneficio líquido de ochenta mil liras.»

   Cito hasta el fin esta noticia para que se aquilate mi afirmación anterior respecto de cómo en Italia las masas están, al par del Rey, identificadas con su gran poeta. Bastaría tan admirable indicio para concluir que hay en ese país un verdadero florecimiento poético y literario.

   A él ayudan, por otra parte, circunstancias diversas; dos especialmente: el firme propósito que con fruto tan alentador está mostrando Italia de reconquistar su categoría mental de primer orden en el mundo, y el carácter tan personal y tan individual de la literatura y de la poesía italiana.

Respecto de esta segunda circunstancia, recordaremos aún las palabras pronunciadas no ha mucho en Francia por Matilde Serao en una interview:

   «Al contrario de la literatura francesa -dijo-, la nuestra no tiene escuela, y como nuestro país está en cierto modo desmenuzado en provincias, cada una sigue sus tendencias, sus tradiciones, sus orígenes; en una palabra: cada una se queda en su concha. Quizá esta situación tiene sus defectos, pero también tiene sus cualidades, porque asegura a la literatura italiana más variedad y más color local.

   »Sin embargo, hay una tendencia de concentración, cuyo foco es Roma, pero el movimiento puede considerarse aún como embrionario. No madurará sino dentro de veinte o veinticinco años».

   Por lo demás, no es sólo literariamente como Italia progresa, en opinión de la señora Serao (opinión que habrán de compartir todos los que sigan con atención el movimiento mental de la Península), sino en Historia, en crítica y, sobre todo, en Sociología, de la cual hay una importante escuela, el creador de la cual es Enrico Ferri, jefe del partido socialista, a cuyo claro nombre fuerza es añadir, no por analogía de tendencias, sino por paralelismo de mérito, el del gran historiador Ferrero, autor de trabajos importantísimos sobre la grandeza y la decadencia de Roma.

   En cuanto a Portugal, la afirmación del diario español citada al principio de este informe, es igualmente exacta. En el reino lusitano, probado en estos momentos por tan grandes infortunios, hay un vigorosísimo y substancioso movimiento poético y literario.

   De él me he ocupado ya en alguno de mis informes, aunque muy someramente, y recuerdo por cierto que hablaba de esa vaga filosofía, de esa tristeza céltica que flota sobre la lírica portuguesa, toda trémula de saudades y nostalgias.

   Justamente después de la afirmación mía, un crítico español muy versado en todo lo que atañe al arte y a la mentalidad lusitanos, decía:

   «Los portugueses son poco dados a las disciplinas metafísicas. La filosofía sistemática de escuela no es planta que arraigue en el Portugal contemporáneo; a cambio de esto, por la poesía de nuestros vecinos vaga una filosofía nómada, vaporosa, sentimental. Su lirismo, esencialmente amatorio, se enamora algunas veces con apasionados transportes y casi siempre con melancólica ternura; se enamora de las mujeres y de las ideas.

   De las ideas, como si fuesen mujeres. Y estas apariciones femeninas son figuras de plásticos encantos o sombras misteriosas. Son flores o nada más que fragancia de flores. Ensueños panteístas de diferente clase, según que animen a la naturaleza o según que la espiritualicen».

   Que Portugal se honra, según la afirmación de El Liberal que venimos glosando, con mejor y mayor número de poetas, lo comprobará simplemente esta enumeración que voy a haceros:

   Entre los líricos figuran y pueden ser considerados, sin hipérbole, como grandes poetas, Eugenio de Castro, Guerra Junqueiro, Correa d’Oliveira y Augusto Gil.

   Entre los dramáticos, con el mismo calificativo de grandes, están Julio Dantas, autor de Céia dos cardeaes, Rosas de todo o anno, Palacio de Veiros, Mater Dolorosa, y de tantos otros primores; López de Mendoça, y Lacerda. Si retrocedemos un poco, nos encontramos con temperamentos tan privilegiados como Castilho, Joas de Lemos, Loares de Passos, Méndez Leal, Preira da Cunha, Limoes Díaz, Tomás Ribeiro y Gonçalves Crespo.

   Me he entretenido, para dar más autoridad a este informe, en preguntar a dos literatos españoles, muy versados en letras portuguesas, cuáles eran sus poetas preferidos.

   Nombela y Campos, el primer interrogado, me respondió: Joao de Deus, Anthero de Quental y Antonio Nobre son los verdaderos maestros de la poesía portuguesa y tres poetas que pueden hombrearse con los mejores de otros países.

   Francisco Villaespesa, el segundo interrogado, me respondió ampliamente en estos términos:

   «Para mí el más grande de los poetas portugueses es Eugenio de Castro, porque ha sabido fundir, mejor que ningún otro poeta, todos los elementos e innovaciones de la poética moderna, con el carácter de su pueblo y de su raza. Creo más: que fuera de D’Annunzio y Maeterlinck, es el primer poeta de la raza latina.

   Señor del ritmo y de la imagen, sabe prodigarlos con la sobriedad y la elegancia de un ateniense del siglo de Pericles. Aun en aquellas de sus poesías más simbolistas, las imágenes son claros prismas tallados, griegas siempre, y el ritmo musical sin retorceduras, sin rechinamientos. Además, en todas ellas se ve al poeta portugués un poco melancólico y lleno de una íntima religiosidad por la naturaleza. Sagramor es uno de los más grandes poemas humanos que se han escrito, desde el Fausto. Constanza es toda el alma portuguesa simbolizada en aquella mujer engañada, que al morir perdona. Sus líricos son admirables y aun en aquellos de sus primeros versos, influidos por las recientes escuelas, se ve una gran nobleza de emoción y de estilo y se nota al gran poeta. Su influencia es enorme en la literatura portuguesa. Con Antonio Nobre, un poeta muerto en plena juventud, cuyo único libro So es lo más portugués, a pesar de todas las innovaciones métricas y rítmicas que se han escrito desde los admirables sonetos de Camoens, Eugenio de Castro constituye toda la poesía nueva de Portugal.

   Hasta en Guerra Junqueiro se ve esta influencia, notada ya por críticos tan expertos como el novelista Abel Bothello. Guerra Junqueiro es el poeta más popular de su país, el de más prestigio; su obra es una evolución continua. A los veintidós años publicó La muerte de Don Juan y La vejez del Padre Eterno, dos libros demoledores, terribles, en los cuales parecía resonar aún la gran trompa del Hugo de los Castigos.

   Después, La Patria, un panfleto espantoso, formidable, el mayor éxito de la poesía en Portugal, a raíz del ultimátum inglés. Luego dejó todos estos embates y escribió La Musa y Los simples, este último un gran libro, el más bello de todos, sencillo, lleno de amor y de paz, y sobre todo de naturaleza.

   Por último, su panteísmo filosófico se tradujo en su oración al pan y en la oración a la luz, libros de gran exaltación imaginativa. Otro gran poeta portugués es Gómez Leal, el más querido acaso de la juventud. Su primer libro Claridades de Sal es una maravilla. Poeta interno, algo diabolista, ha publicado más tarde libros terribles, como La mujer de Luto, y unas divinas estrofas a la muerte de Jesús. Desarreglado, poeta de saltos y de lagunas, es, sin embargo, el más genial de todos.

   Después de estos tres grandes poetas universalmente consignados, vienen los jóvenes, los de nuestra edad, es decir, de veinticinco a treinta y cinco años: Alfonso López Vieira, cuyos libros El encubierto, Ar livre y El poeta Saudade, son de un lirismo, verdaderamente portugués.

   Poeta del mar, de las viejas leyendas, pero modernizándolas al subjetivarlas, es para mí el que mejor sigue la tradición de Antonio Nobre. Antonio Patricio, poeta también del mar, y de las íntimas complejidades de la vida moderna, el más atormentado, el más inquieto, el que acaso refleja mejor el estado de su época, y al decir época me refiero solamente a la época vista a través de un temperamento de poeta y no a lo que de social pueda significar. Patricio es un aristócrata nitzscheano, cincelador de joyerías raras y complicadas, pero fuerte e intenso. Su libro Océano fue un acontecimiento. Otros dos grandes poetas que dentro de los modernos procedimientos siguen la tradición sentimental y popular de la poesía portuguesa, son: Antonio Correia d’Oliveira (de quien hablo ya al principio de este informe) y Riveiro de Carvalho, más delicado, más sutil el primero, pero más fuerte y más intenso el segundo. El primero ha cantado el campo, con una sencillez virgiliana. Aparte de éstos, un gran poeta popular, autor de cuadros (coplas) para todos, Augusto Gil. Y ese admirable poeta íntimo, el más subjetivo de todos, que se llama Fausto Guedes Texeira, el más amado de las mujeres y de todos los sentimientos.

   Su Mocedad perdida es un bello libro. Este poeta no tiene filiación con ninguno de los de su época; es el más original y su poesía psicológica es quizás única en Europa. Joao Lucio es un poeta de color y medio día. Es del Algarve y refleja su país como ningún otro. Aparte de éstos, que son los principales, existen multitud de «poetas verdaderamente notables sin contar a los grandes muertos».

Queda por tratar el capítulo relativo a España:

   ¿Es cierto que cuenta con una delicadísima generación de poetas jóvenes?

   Es cierto, siempre que se mencione entre ellos, como, por lo demás, lo hace El Liberal, a nuestros líricos hispanoamericanos, que son poetas de lengua y de cultura española o en todo caso latinos.

   Entiendo, en efecto, que puede sentirse honrada la nación, raza o lengua que cuenta, en número y calidad, con poetas como Rubén Darío, uno de los más indiscutibles príncipes de la lira moderna: ágil, singular, vario, culto y maestro indiscutible de la técnica; Salvador Díaz Mirón, altísimo en sus dos formas: la de brioso epicismo y la tersa y refinada forma actual; Leopoldo Lugones, el más original y personal de los poetas jóvenes de habla castellana; Antonio Machado, el más alto poeta lírico de la España joven.

   Francisco Villaespesa, el más humano, el que más cerca está de la inquieta y melancólica alma contemporánea.

   Luis G. Urbina, el más noble retoño de la poesía romántica en América, con un sentimentalismo de buena y bella cepa y una hondura de pensamiento notable: un cerebral completo.

   Ramón del Valle Inclán, que no ha necesitado escribir sus versos para ser considerado con justicia como uno de los grandes poetas españoles de ahora.

   Jesús E. Valenzuela, de una personalidad tan sugestiva e intensa.

   Guillermo Valencia, pensador y artista incomparable.

   Manuel Machado, cuyo último libro ha hecho exclamar a Unamuno:

«Manuel Machado consigue no pocas veces dejar de ser el hombre que es en la vida ordinaria -esta pobre vida que no debe ser sino pretexto para la otra- para convertirse en una cosa ligera, alada y sagrada, en un intérprete de la divinidad. Ocasiones hay en que le cuadra el viejo y ya tan gastado símil de abeja ática; ocasiones hay en que es clásico en el más estricto sentido».

   José Santos Chocano, en cuya desbordante lírica hay todas las pompas y todas las frescuras de América.

   Ricardo Jaimes Freire, cuya Castalia Bárbara fue una verdadera revelación en América.

   José Juan Tablada, que ha logrado ser siempre raro y precioso.

   Balbino Dávalos, cuya cultura es tan grande como su buen gusto, musa aristocrática y exquisita, parca, pero diamantina en la labor.

   Antonio de Zayas, que ha acertado revivir en el duradero esmalte de sus versos serenos, las más nobles figuras de la historia de España.

   Francisco M. de Olaguíbel, que supo en Oro y Negro dar una nota tan singular y tan bella.

   Salvador Rueda, cuyo numen es como un lujoso surtidor irisado.

   Efrén Rebolledo, el más artista y culto de los poetas del último barco... Y otros aún que alargarían esta enumeración más de lo debido.

   Concluyamos, pues, afirmando que El Liberal está en lo justo y que la lírica española entra en los bellos días de su renacimiento y esplendor.

 

- II -

El catalán y la supremacía del castellano

   Una de las muchas formas con que se manifiesta el catalanismo agudo, se refiere a la lengua. Los catalanistas à outrance han resuelto, por lo que se ve, proscribir en absoluto del principado la lengua castellana y hasta el recuerdo de los que con mayor brillo la han cultivado en España.

   Su más vivo deseo sería que el catalán dominase no sólo en las cuatro provincias, sino que, trasponiendo líneas divisorias, lograse imponerse en toda la Península y ¡quién sabe si hasta sueñan con que derrote por completo en Castilla misma al idioma de Cervantes!

   Tal tendencia, que se manifiesta en Cataluña, entre los exaltados, de todos los modos posibles, al grado de que en la última visita del Rey el discurso de bienvenida que ante él se pronunció fue en catalán, da lugar a interesantes debates y a estudios muy dignos de leerse.

   Ahora quiero especialmente referirme a uno de estos últimos, a las páginas que acaba de publicar don Baltasar Champsaur, quien hace, a propósito de la futura suerte de la lengua catalana, observaciones de peso.

   En realidad, según el señor Champsaur, esta cuestión del catalán, como todas las que se refieren a las lenguas, es de simple mecánica biológica. La lucha de las lenguas es como la lucha de las especies.

   Condiciones y circunstancias diversas dan a unas la vida y a otras la muerte. Flourens dice que a la naturaleza lo mismo le importan los individuos que las especies. Las oleadas de la vida llevan y traen formas variadísimas sin que parezcan tener predilección por ninguna. Nadie se entristece hoy por la desaparición del celta y del latín, ni mucho menos por la de tantas lenguas que ya no se oyen ni en América ni en África, perdidas para siempre y sin remedio. Han desaparecido el etrusco, el dacio, el antiguo prusiano, y en el siglo XVII el cornuallés o cornico, sin que hayan perdido nada los descendientes de los pueblos que los hablaron, porque es bien cierto, como afirma el señor Ruibal en su tratado de filología comparada, «que no existe relación necesaria entre lenguas y pueblos y países y lenguas, por lo mismo que jamás concuerdan el carácter de los países y el de los habitantes con el de sus idiomas respectivos».

   El idioma, por otra parte, no constituye la nacionalidad. Los imperios se forman y deshacen sin tener para nada en cuenta los idiomas, como se formó el imperio de Alejandro, como se formó Roma y como se ha formado Austria. La identidad de lenguas, dice Bry en su conocido libro de derecho internacional público, es sin duda un elemento importante de la nacionalidad, pero no es decisivo. En Suiza, el francés, el italiano y el alemán se reparten la supremacía y yo no creo que la confederación helvética, a pesar de su diversidad de origen y de lengua, está dividida en sus sentimientos nacionales y en su patriotismo, del cual son testimonio las páginas de su historia.

   Cataluña podría, pues, seguir siendo tan regionalista como quisiera, sin dejar por eso de aprender el castellano, que es la lengua no sólo de Castilla, sino de diez y siete Estados americanos, y su pretensión de abolir el idioma en que han pensado todos sus hombres ilustres resulta, tras de ser vana, ilógica.

   Pero sigamos leyendo a Champsaur, en concepto del cual, el catalán está forzosamente destinado a morir.

   En esta mecánica biológica de las lenguas, dice, uno de los dialectos se impone y domina a los demás y se constituye en lengua oficial y literaria como sucedió en Francia con el dialecto de la Isla de Francia o lengua oil, que convirtió en patuás el picardo, el borgoñón, el walón y el provenzal.

   «Es una ley natural, ineludible y, además, útil y sana. ¿Qué haríamos si todas las especies y todas las lenguas hubieran vivido fuertes y fecundas en toda la sucesión de los siglos? En este punto la Naturaleza no necesita rectificación.

   »Por esta misma ley están condenados a muerte los dialectos o lenguas -da lo mismo- que se hablan en España, y así lo reconocen todos los lingüistas.

   »El español concluirá pronto con el vasco», dice Hovelaque. El acantilado lingüístico del catalán se ve roído constantemente por el empuje vigoroso del oleaje castellano, hasta el punto de haber perdido ya gran parte de Aragón, en donde se hablaba constantemente su idioma o su dialecto. Y este poder invasor del castellano penetra también por Valencia, y se enseñorea de toda la región, amenazando la entraña misma del dialecto, el Ampurdán. La mujer catalana, espontáneamente, prefiere siempre el castellano; lo encuentra más armonioso, más distinguido, más culto, y por esta ancha brecha siempre abierta, a pesar de los terribles esfuerzos de todos los catalanistas, la lengua oficial y literaria penetra e invade el territorio rebelde. Inútil hacer diccionarios catalanes.

   Inútil pronunciar discursos en catalán. Inútil la infantil manía de escribir sus cartas en catalán. Esa ley invulnerable de mecánica biológica lo ha condenado a muerte irremediablemente, como están condenados a muerte la ballena, el elefante y los monos de Gibraltar».

   Como se ve, estas afirmaciones no pueden ser más categóricas. ¿Son asimismo justas? Yo creo que sí, quitándoles algo de su rigor. El catalán estará destinado o no a morir, pero lo que sí es un hecho es que el castellano habrá de dominar siempre en el principado, a pesar de todos los pesares.

   ¿Por qué? Por cuestión de intereses; porque los mejores clientes de Cataluña, los únicos clientes quizás, somos los españoles y los hispanoamericanos, y para vender sus productos el catalán tiene que hablarnos en nuestro idioma.

   Ahora bien: el espíritu industrial y de expansión comercial es tan poderoso o más en Cataluña que el espíritu de secta, y el más furibundo separatista, si es fabricante o representante de fábricas, tiene que aprender velis nolis el idioma de sus parroquianos, ya que sin duda no serán ellos quienes se pongan a aprender el suyo.

   Champsaur explica que el resurgimiento actual del catalán, como el del flamenco, es pura obra de literatos, y por consiguiente, añade, «cosa artificial y pasajera, sin verdadero arraigo en la muchedumbre, que se mueve siempre por necesidades concretas y tangibles y presta muy poca atención a las juglerías de los literatos».

   En esto, naturalmente, no estoy de acuerdo con Champsaur. Todos sabemos que hay en los idiomas dos tendencias diversas e igualmente poderosas, que contribuyen a formarlos: la docta y la popular, y que ninguna de las dos vive sin la otra. No es sólo el pueblo el que hace o deshace los idiomas. Son también los sabios y los literatos, que dan a cada sentimiento, a cada sensación, a cada idea, a cada objeto nuevo, una denominación adecuada. Si el catalán ha vivido, es justamente gracias a la literatura: ¿quién podría negar la formidable influencia de las Siete Partidas, de la Estoria de España o Crónica General y de los libros exemplos en la formación de nuestra lengua? ¿Quién osaría disputar al Arcipreste de Hita, autor «de la epopeya cómica de una edad entera, de la comedia humana del siglo XIV», como dice Menéndez y Pelayo, no sólo el mérito de ser la fuente histórica por excelencia, merced a la cual averiguamos lo que en las historias no está escrito, sino la decisiva influencia que tuvo en la futura abundancia y gallardía de nuestro léxico?

   Y a Boscán y a Garcilaso ¿quién puede quitarles su legítimo timbre de fertilizadores y suavizadores de la lengua castellana?

   La ciencia de hablar, como expresa muy bien el sabio Benot, no debe buscarse en las palabras aisladas, como lo profesan generalmente las gramáticas, aun las que más presumen de razonadas y científicas. Tanto valdría buscar la arquitectura en los ladrillos. Los vocablos son la condición del hablar, pero no la esencia del hablar. Con palabras no se habla, sino con su «combinación elocutiva». Ahora bien: el pueblo suele crear palabras, de hecho crea muchas, pero en las combinaciones elocutivas resulta por lo general poco feliz y éstas no trascienden de cierta esfera de modismos bajos, que no logran vida larga. En cambio, los literatos y los poetas sí crean continuamente combinaciones elocutivas. Ellas son una de las condiciones del estilo de cada escritor: y de los libros, en los países que leen mucho, especialmente como Francia, Alemania, Inglaterra, pasan a las conversaciones, al idioma corriente.

   Si la literatura de un país suele ser el reflejo de su vida, el idioma de un país muestra casi siempre el reflejo de su literatura.

   El autor dramático, por ejemplo, si bien es cierto que muchas veces se apodera de las locuciones populares, en cambio las idealiza, las corrige y las fija de un modo definitivo en los oídos del público. Es un creador de idioma de los más efectivos.

   Si el esperanto, como es muy presumible, llega a ser el idioma intermedio de los pueblos modernos, la lengua de las relaciones internacionales, se deberá a los literatos, y sólo a ellos, que empiezan a usarlo en las Asambleas, en los Congresos, y, sobre todo, en los teatros, en los periódicos y en las novelas y poesías.

   Mas tiempo es ya de que vuelva yo al trabajo de Champsaur, quien dice para concluir cosas que merecen reproducirse y meditarse, como las siguientes:

   «Por muchas cosas que escriban en catalán los catalanes, el oleaje del castellano continuará royendo todo el acantilado del dialecto, desde Lérida hasta Alicante, y seguirá penetrando en Cataluña con paso firme, amparado por el buen gusto y la predilección de la mujer catalana, para la que el castellano es siempre, y a pesar de la tiranía del catalanista, la lengua armoniosa, signo de distinción y de cultura. Y no es extraño, porque las lenguas dominadoras han revestido en todas partes estos significativos caracteres, razón de su imperio y de su triunfo. Es sólo cuestión de tiempo. Si el peligro no fuera tan real, los catalanistas no se hubieran acordado de lamentarse y enfurecerse, como por temporadas se lamentan y se enfurecen, haciéndose la ilusión de que las leyes naturales se ablanden con cándidos sentimentalismos. De aquí a ofrecer dádivas y sacrificios al dios San Jorge no hay más que un paso. Para bien de la cultura patria es bueno que no lo den.

   »Pero hay más. Los mismos catalanes hombres están convencidos, y así lo sienten, de que el castellano tiene algo de superior que atrae y seduce. Su vocalización es mucho más armoniosa, más delicada y al mismo tiempo más enérgica y viril. Esta influencia sugestiva no depende del carácter de lengua oficial y de las grandezas que evoca por sí mismo: es algo esencial el mecanismo fonético del idioma, que el oído de propios y extraños ha tenido ocasión de apreciar en todos los tiempos. Escritores catalanes de verdadero mérito han escrito siempre en castellano, conformándose en esto a la acción real de las leyes naturales. Quadrado, el ilustre menorquín, escribió siempre en esta lengua, y entre sus obras, su hermoso libro Forenses y ciudadanos; Balmes, su Filosofía fundamental, correctísima, cosa que no había conseguido en sus primeras producciones; Pi y Margall, cuya corrección nada tiene que envidiar a ningún autor castellano, tiene un puesto muy distinguido en nuestra literatura. Y hoy descuella en nuestra oratoria el castizo y vibrante Maura, hijo de Mallorca. Puede asegurarse también que los catalanes que han escrito y escriben en catalán no están a mayor altura que los que escribieron en castellano. Pero ¿no era bretón Chateaubriand? ¿No fue provenzal Daudet?

   ¿Acaso Guimerá no escribiría con la misma valentía en castellano? ¿Hemos de repetir la verdad lingüística que las lenguas nada tienen que ver con el carácter, ni con la espiritualidad, ni con la filiación etnológica de los pueblos que las hablan? El hecho fatal es que la lengua castellana ha sido y sigue siendo la dominadora en España en este momento. Por consiguiente, hay que acostumbrarse a la idea de una descatalanización lenta, pero inevitable. Al vasco y al gallego le sucederá lo que al bable, que apenas se habla. Y hasta el portugués tendrá que rendirse ante la acción dominadora del castellano.

   Las leyes naturales son sordas a las súplicas, a las lamentaciones y a los enfurecimientos.

   »Es, pues absolutamente lógico, porque está conforme con la mecánica natural de las lenguas, que nuestros Gobiernos continúen con firmeza la acción castellanizadora de nuestra lengua, en la escuela, en el Instituto, en la Universidad, en los Tribunales de justicia, en todas partes adonde llegue su poderío, ya directa o ya indirectamente, y convénzanse de una vez para siempre los catalanistas, los vascos y los gallegos: hablando castellano seguirán siendo lo que son y lo que deben ser, porque las lenguas no tienen relación alguna ni con el carácter, ni con la mentalidad, ni con la raza de los pueblos.

   ¡Cuán grato nos sería a nosotros, que tanto amamos nuestro admirable idioma, hacer extensiva a Hispano-América la vibrante profecía del señor Champsaur!

   ¡Cómo desearíamos creer que también en nuestro joven continente la lengua castellana seguirá siendo la dominadora! Desgraciadamente, influencias enormes pesan sobre ella; su unidad es muy difícil, dada la inmensa extensión de nuestras comarcas y las débiles comunicaciones que éstas mantienen entre sí, y otra profecía desconsoladora que el ilustre Cuervo estampa en su gramática nos dice que es inminente un desmoronamiento del castellano en dialectos diversos. ¿De hecho no es ya un dialecto lo que se habla en la Argentina? ¿Y no va para tal la lengua española que se habla en Chile? Dos corrientes formidables, la sajona y la indígena, aportan de continuo vocablos que dan al traste con la elegante pureza del viejo idioma. Los literatos, los modernos sobre todo, hemos extraído del Diccionario y de los viejos libros cuanta belleza hemos encontrado, oponiendo a un criollismo de mal gusto y a una angliparla desastrada, verdaderos antemurales de piedras preciosas: todas las que ocultaban las arcas del castellano. Pero nuestra labor va siendo impotente contra el alud, porque luchan en desigualdad de condiciones. Un ferrocarril a través de todas nuestras tierras latinas y merced a él un vigoroso intercambio intelectual, salvarían a nuestra lengua de esa terrible amenaza de desmoronamiento en patuás feos e incultos. También sería gran aliada la baratura del libro. De otra suerte, muy en breve un mexicano ni entenderá a nadie ni se hará entender en el Perú, ni un peruano en Chile, ni un chileno en Buenos Aires, y tendremos que traducirles además a nuestros hijos, no sólo el Quijote, sino nuestros propios libros de fines del siglo XIX y principios del siglo XX.

 

- III -

De los nuevos metros y las nuevas combinaciones métricas en la literatura moderna.

   Estrenóse, en los primeros días de este mes, en el Teatro Español, la leyenda trágica del poeta Eduardo Marquina, intitulada Las hijas del Cid.

   Esta pieza, que es un decoroso intento dramático, tuvo uno de esos éxitos de estima que el público discierne a obras que no lo entusiasman, pero en las que descubre nobles fines y serias cualidades. La leyenda explota aquel episodio terrible de la vida del Cid en que éste, ya viejo, ve afrentadas a sus hijas de la más vil manera por los Condes de Carrión:

De concierto están los condes

hermanos Diego y Fernando;

afrentar quieren al Cid,

y han muy gran traición armado;

quieren volverse a sus tierras,

sus mujeres demandando,

y luego les dice el Cid

cuando las hubo entregado:

-«Mirad, yernos, que tratades

como a dueñas hijasdalgo

mis hijas, pues que a vosotros

por mujeres las he dado».

Ellos ambos le prometen

de obedecer su mandado.

Ya cabalgaban los condes

y el buen Cid ya está a caballo

con todos sus caballeros,

que le van acompañando.

Por las huertas y jardines

van riendo y festejando;

por espacio de una legua

el Cid los ha acompañado;

cuando d’ellas se despide

lágrimas le van saltando.

Como hombre que ya sospecha

la gran traición que han armado,

manda que vaya tras ellos

Alvar Fáñez, su criado.

Vuélvense el Cid y su gente,

y los condes van de largo;

andando con muy gran priesa

en un monte habían entrado

muy espeso y muy oscuro,

de altos árboles poblado.

Mandan ir toda su gente

adelante muy gran rato;

quédanse con sus mujeres

tan sólo Diego y Fernando.

De sus caballos se apean

y las riendas han quitado.

Sus mujeres que lo ven

muy gran llanto han levantado;

apéanlas de las mulas

cada cual para su lado;

como las parió su madre

ambas las han desnudado

y luego a sendas encinas

las han fuertemente atado.

Cada uno azota la suya

con riendas de su caballo;

la sangre que de ellas corre

el campo tiene bañado;

mas no contentos con esto

allí se las han dejado.

Su primo que las hallara,

como hombre muy enojado

a buscar los condes iba;

y como no los ha hallado

volviese presto para ellas

muy pensativo y turbado:

en casa de un labrador

allí se las ha dejado.

Vase por el Cid su tío.

Todo se lo ha contado

con muy gran caballería

por ellas han enviado.

De aquesta tan grande afrenta

el Cid al Rey se ha quejado;

el Rey como aquesto vido

tres cortes había armado.

   He aquí, pues, el núcleo del drama; pero como la escena capital, de un interés rudo, de una trágica y salvaje belleza, no puede representarse, la obra resulta lánguida.

   La escena que precede a la afrenta, hácela pasar el poeta en una tienda de campaña, ya en pleno bosque. Doña Sol y doña Elvira aguardan a los condes de Carrión para seguir su camino. Todos sus acompañantes amigos hanlas dejado ya. Se sienten muy solas y un angustioso presentimiento las acosa.

   En esto un pobre romero anciano pasa por allí y se acerca a hablarles y trata de hacerles compañía. Su voz tiembla de ternura y también de presentimientos dolorosos. Es el Cid, el Cid que ostensiblemente no puede ya acompañar a sus hijas, a quien su carácter, su penacho, su leyenda misma como si dijéramos, prohíbenle mostrarse humano; pero que en el fondo tiembla por la suerte de sus hijas y, padre amantísimo, ronda por cuidarlas aquel claro de la selva.

   Sangre del Cid ella sola se guarda, dícele orgullosamente doña Elvira, rehusando su compañía; doña, Elvira, que ha conocido acaso a su padre, tras del piadoso disfraz, y que con una frase altiva del mismo aprendida, quiere darle valor...

   El Cid a esto nada puede responder y se aleja cubierto con la esclavina constelada de veneras, se aleja estremecido de piedad paterna, se aleja; pero no sin decir a las infantas que en el hueco de un árbol cercano deja un caramillo. Que en cuanto ellas requieran ayuda lo hagan sonar, y que a la voz aguda de la caña quienes velan por ellas vendrán a socorrerlas...

   ¡Ay! el caramillo suena; pero demasiado tarde, cuando los infantes de Carrión, ebrios y brutales, han afrentado ya a las míseras.

   La escena ésta que describo, llena toda del temblor de lo que se espera, de la ansiedad de lo desconocido, es acaso lo mejor de la pieza.

   El Cid aparece en toda la leyenda bajo un aspecto que ha desconcertado por completo a la masa del público: el de padre amantísimo, lleno de ternuras. De aquí tal vez el éxito discreto de la obra, que ciertamente merecía algo más. De seguro que todo el mundo esperaba combates, tropeles de turbulentas mesnadas, ruidosas rotas moras, descalabro de castillos, incendio de ciudades.

   Y nada de esto sucede. En el primer acto el Cid organiza la nueva vida cristiana de Valencia, tomada ya a los sarracenos, y la infantita doña Sol aparece, como una princesa de las estampas, con un brial violeta, ingenua y celeste, distribuyendo caridades a los vencidos.

   En el acto segundo vemos a los infantes de Carrión bebiendo y holgando en un harén, con bellísimas moras que por cierto sólo piensan en aturdirlos con sus caricias para entregarlos inermes a los suyos.

   Mientras allá en los campos el Cid, que ha organizado una algarada, se bate con el enemigo, y en medio de la pelea echan todos de menos a los infantes.

   En esta escena hay incidentes verdaderamente teatrales y con habilidad producidos, como la descripción que un jefe árabe hace, a propósito de un presagio, de cómo domaba a dos serpientes, y la entrada de Téllez Muñoz, sobrino del Cid, enamorado en silencio y caballerescamente de la infantita doña Sol, y que testigo de la cobardía de los de Carrión y generoso hasta el heroísmo, les entrega una bandera que él ha cogido a los moros para que ellos la muestren como trofeo propio, y les cuenta cómo ha sido la algarada, a fin de que puedan decir al Cid y a sus esposas que estuvieron en ella.

   La obra es, en mi concepto, merecedora de loa; toda ella hija de un alto, noble y delicado intento; y si, como digo, su éxito no puede llamarse ruidoso -lo que en suma acaso es en su abono- sí puede calificarse en cambio de un éxito serio.

   En casi toda la leyenda, y a esto quería yo venir a parar, como asunto por excelencia de mi informe, Marquina usa el endecasílabo gallego.

   No puede hacer la postrera limosna... -dice con simbólico y sentencioso candor la infantita doña Sol a su aya, refiriéndose a Téllez Muñoz, que velada, pero expresiva y castamente, le revela su amor, y a quien ella, en su honestidad de casada, no puede consolar...

   Sangre del Cid ella sola se guarda -exclama doña Elvira en las circunstancias que hemos apuntado, y de todas las bocas y en casi todas las escenas surge el endecasílabo gallego sin rima, como obedeciendo a un definitivo propósito de volverlo a la circulación corriente por parte del poeta.

   Sabida es la historia de este metro. Cuando Rubén Darío vino por primera vez a España y escribió aquel célebre Pórtico a Rueda, díjose y sostúvose que había inventado un nuevo metro (el que hoy usa Marquina en Las hijas del Cid), hasta que Menéndez Pelayo puso las cosas en su lugar...

   Darío mismo, por lo demás, refiere el suceso en las siguientes palabras de sus recientes Dilucidaciones:

   ...«Y mis aficiones clásicas encontraban un consuelo con la amistosa conversación de cierto joven maestro que vivía como yo en el hotel de las Cuatro Naciones. Se llamaba y se llama hoy, en plena gloria, Marcelino Menéndez Pelayo. El fue quien oyendo una vez a un irritado censor atacar mis versos del Pórtico a Rueda como peligrosa novedad:

... y esto pasó en el reinado de Hugo, emperador de la barba florida...., dijo: ¡Bonita novedad! Esos son sensiblemente los viejos endecasílabos de gaita gallega:

Tanto bailé con el ama del cura,

tanto bailé que me dio calentura.

Y yo aprobé. Porque siempre apruebo lo correcto, lo justo y lo bien intencionado. «Yo no creía haber inventado nada»... etc.

En efecto, no había invención alguna. Cuando yo era niño mi nana me contaba la viejísima historia de los Duendes del Bosque, quienes cantaban aquello de:

Lunes y martes y miércoles tres,

jueves y viernes y sábado seis.

   Pero si Darío no ha inventado metros, ha en cambio devuelto a la circulación admirables combinaciones antiguas, como en sus layes, dezires y cantares a la manera de Johan de Mena.

   Metros ya no inventa nadie, diga lo que quiera un estimable literato centroamericano, que en días pasados sugería una nueva combinación de sílabas y de acentos que sólo tenía el defecto de ser del todo inarmónica.

   Si Darío y otros que como él (Lugones por ejemplo) tienen una digitación tan hábil para ese tecleo de la técnica, no han acertado con un hallazgo, dificilillo sería que otros acierten; pero no deja de ser lastimoso hacer constar que todo el virtuosismo moderno no haya dado aún una forma nueva a la lírica castellana.

   Eso sí, las resurrecciones han abundado.

   Poetas sobran que, juzgándolo procedimiento novedosísimo, echan mano de aquel balbuceo del endecasílabo por el que el divino Herrera experimentaba tal veneración y respeto, al leer las obras del marqués de Santillana.

   En efecto, véase este soneto y dígase si la colocación de los acentos, si la cojera de algunos versos, si la ingenuidad del ritmo no lo asemejan a composiciones modernas de tal o cual ultrapoeta:

«O que diré de ti, triste emispherio,

o patria mía, que veo del todo

ir todas cosas ultra el recto modo,

donde se espera inmenso lacerio?

¡Tu gloria é laude tornó vituperio

e la tu clara fama en escureça!...

Por cierto España, muerta es tu nobleça

e tus loores tomados hacerio.

¿Dó es la fée... dó es la caridad?

dó la esperança?... Ca por cierto absentes

son de las tus regiones é partidas.

«Dó es justicia, templança, igualdat,

prudencia é fortaleça?... Son pressentes?

Por cierto non: que léxos son fuydas».

   La veneración de Herrera se comprende: este soneto es el padre, admirable, de los innumerados que brotaron más tarde de tantas y tan doctas liras. El gran marqués de Santillana, cuya técnica fue tan notable para su época como la del Rey Sabio en la suya, cuando cultivaba «multitud de metros y ensayaba diversas combinaciones rítmicas, sustituyendo a la grave y austera rigidez de la gran maestría, ya la ligereza del arte real, ya la majestad y pompa de la maestría mayor, cuyo origen puede sin dificultad encontrarse en la métrica hebraica».

   Indecible es el mérito de hombres como Gonzalo de Berceo, el Arcipreste de Hita, el Canciller Pero López de Ayala, al transformar la poesía castellana, y este mérito se vuelve inmenso en el marqués de Santillana, porque él unió a una comprensión clara y profunda una ductilidad de espíritu y de imaginación de que difícilmente se halla ejemplo, una erudición notable, un vivo deseo de progreso y una galanura incomparable en el decir.

   «Nacido de la primer nobleza -dice uno de sus más ilustres biógrafos-, no le era posible echarse en brazos de la poesía popular, «de que las gentes de baxa e servil condición se alegraban»; para cultivar tan bella arte, debía hacerlo a la manera de los doctos, que alcanzaban en la corte de Castilla alto renombre; y aficionado desde la infancia con la lectura de los códices atesorados por sus mayores, a los ingenios eruditos, sólo podía encontrar en ellos modelos dignos de ser imitados.

   Cuando, entrado ya en la juventud, comenzó a tomar parte en el movimiento intelectual de aquella corte, brillaron a su vista con inusitado esplendor las glorias de los italianos y lemosines, y no fueron para él de poca estima las obras de franceses y catalanes.» «Es notable -añade el biógrafo en sustanciosa nota- cuanto sobre los poetas franceses dice el marqués de Santillana en el párrafo XI de su carta al condestable, sobre lo cual pueden verse también los números XXX, LVIII, LVII, LVXXVI y LXXVII de su Biblioteca. Su amor a estos estudios le hizo ser considerado por sus coetáneos como sobradamente adicto o las cosas extrañas, llegando a tal punto, que el autor de las Coplas de la Panadera le califica del siguiente modo, al dar cuenta de su esfuerzo en la batalla de Olmedo:

Con fabla casi extranjera,

armado como francés,

el nuevo noble marqués

su valiente bote diera.

A tan recio acometiera

los contrarios sin más ruego,

que vivas llamas de fuego

pareció que les pusiera».

   No debemos quejarnos, los poetas de ahora, de todos los cargos que se nos han hecho con harta acritud, por nuestra adhesión a las cosas extrañas, que han servido por cierto para enriquecer la poesía castellana.

   En buena compañía estamos para las censuras. El marqués de Santillana, hace muchos siglos, y después Boscán y Garcilaso y más tarde Cervantes, fueron reprochados por lo mismo y, sin embargo, a ellos se debe el brillo de la rima. Siguiendo las huellas de los trovadores provenzales, «aspirando al propio tiempo a dotar a la literatura castellana de la metrificación ilustrada con las creaciones de los vates toscanos», fue cómo el nobilísimo marqués engrandeció esta literatura.

   Los poetas nuevos de América y de España hemos procurado algo análogo en estos tiempos, y sobre nosotros han llovido soflamas, escándalos y aspavientos, de los que acaso, en suma, debiéramos enorgullecernos.

   No nos enorgullezcamos, empero, demasiado. Menos felices que el marqués de Santillana, aún no hemos logrado inventar un metro...

   ¿Tan difícil es, pues, inventar un metro, que Darío, con todo su docto y tenaz deseo, lo más que ha logrado es popularizar los olvidados, y ninguno de los nuevos de América ha logrado más que él?

   Difícil, sí, debe ser, y en todos los idiomas, ya que Edgardo Poe, que en su Cuervo procuró con empeño originalidad grande, no quiso lanzarse a la conquista de un metro nuevo, contentándose sólo con una inusitada combinación de metros conocidos.

   «Aquí bueno será decir -como afirma el gran poeta- unas cuantas palabras de la versificación. Mi primer objeto, como de costumbre, fue la originalidad. Lo mucho que ésta se ha descuidado en la versificación, es una de las cosas más incomprensibles del mundo. Admitiendo que hay poca posibilidad de variedad en el mero ritmo, es, sin embargo, claro que las variedades posibles de metro y estrofa son absolutamente infinitas y, sin embargo, «durante siglos enteros, nadie, en verso, ha hecho ni parece haber intentado hacer una cosa original. De hecho, la originalidad -a no ser en espíritus de fuerza muy excepcional- no es, como muchos suponen, cuestión de impulso o intuición; en general, para encontrarla, hay que buscarla trabajosamente, y aunque es un mérito positivo y de la más alta calidad, exige para lograrse menos invención que negación.

   »Por supuesto, no tengo pretensiones de originalidad ni en el ritmo ni en el metro de El Cuervo. El ritmo es trocaico, el metro es octámetro acataléctico, alternando con heptámetro cataléctico, repetido en el estribillo del quinto verso y terminado con tetrámetro cataléctico. Con menos pedantería, los pies empleados consisten en una sílaba larga seguida de una corta: el primer verso de la estrofa consta de ocho pies de éstos- el segundo, de siete y medio; el tercero, de ocho, el cuarto, de siete y medio; el quinto, de los mismos, y el sexto, de tres y medio. «Ahora bien; cada uno de estos versos, considerados aisladamente, se ha empleado ya y toda la originalidad que tiene El Cuervo está en su combinación para formar la estrofa, pues nunca se había intentado nada, ni remotamente, semejante a ello».

   Hace unos doce lustros que se escribieron estas líneas. Desde entonces, mucho se ha intentado en asunto de combinaciones y muchas se han logrado.

   El metro de nueve sílabas, por ejemplo, se usaba rara vez en la literatura, considerándosele rudo e insonoro. Hoy se usa familiarmente y nuestro oído, a él acostumbrado, lo encuentra armonioso, descubriendo en él una música nueva y bella.

   Darío dice:

juventud, divino tesoro,

ya te vas para no volver:

cuando quiero llorar no lloro

y a veces lloro sin querer.

   Y de fijo nadie osará afirmar que estos versos son ingratos. Yo (y perdóneseme que me cite: lo hago sólo a título de ejemplo), yo he usado mucho el verso de nueve sílabas, que satisface por completo mi oreja. Recientemente escribí los siguientes:

Papá Enero que tienes tratos

con los hielos y con las nieves

(y que sin embargo remueves

el celo ardiente de los gatos),

guarda en tu frío protector

el cuerpo y el alma en flor

de mi niña de ojos azules

(en cuyas ropas y baúles

hay castidades de alcanfor).

Mantén sus ímpetus esclavos,

mantén glaciales sus entrañas

(como los fiords escandinavos

en su anfiteatro de montañas).

Pon en su frente de azahares

y en su mirar hondo y divino

remotos brillos estelares,

quietud augusta de glaciares

y limpidez de lago alpino.

   He usado, asimismo, de este metro en combinaciones diversas con otros, obteniendo efectos muy variados. Éstos por ejemplo:

Yo no sé si estoy triste

porque ya no me quieres

o porque me quisiste,

¡oh! frágil entre todas las mujeres;

ni sé tampoco

si de ti lo mejor es tu recuerdo

o si al olvidarte soy cuerdo

o si al recordarte soy loco; etc.

   Martínez Sierra ha combinado estrofas como ésta:

Y un precoz pensador de diez abriles,

intrigado pregunta

a una rubia y graciosa chiquitina:

-Di, ¿cuál será el secreto de la historia

de Pierrot y Colombina?

   «Martínez Sierra -dice el joven y ya ilustre crítico Andrés González Blanco en un reciente estudio- ama los hexasílabos, y sobre todo a los hexasílabos agudos, y no he de pasar sin decir que esto -en un escritor que profesa la abstención de todo esfuerzo métrico- acusa en verdad un relevante gusto. El hexasílabo, en efecto, con ser corto aritméticamente, es uno de los versos castellanos más amplios rítmicamente, y tiene una cadencia de solemnidad y de acompasada prosopopeya que conviene muy bien a las estrofas inrimadas del verso libre. Martínez Sierra, al alternarla con el endecasílabo, y al usarlo, ya en acento agudo, ya con una cadencia llana un poco menos benesonante, ha logrado una combinación métrica muy grata al oído y muy simpática -literalmente, como puede notarse en estos sentidos versos del epílogo:

Estrofas mías: Quiero

antes de que emprendáis vuestra jornada,

daros mi bendición,

mi bendición humilde,

bendición de poeta y de cristiano:

«Pasad, haciendo el bien».

   Alfonso López Vieira, el notable poeta portugués en su último libro de versos combina felizmente el decasílabo y el octosílabo, y explica esta combinación diciendo:

   «Igualmente veréis casados neste livro os dóis metros construtivos de lingua, que o feroz preconceito nunca deixara unir: o decasílabo, esta maravillosa flor grega que atravessou vindo ató nos uni mundo de geladas convencoes ficando inoca, intacta e tao humana na nossa linguageni que por si mesma se alicerca na prosa ritinica, na desprevenida fala; e a redondilla, essa outra ilor suprema, con tanta graca de Primitiva, e que tem por medida a respiraçao do homem».

   Rubén Darío ha hecho con el viejo hexámetro primores de técnica.

   En general, es este gran poeta quien más pródigo de combinaciones se ha mostrado; algunas tan bien logradas como la de su responso a Verlaine: Padre y maestro mágico, liróforo celeste...

   Manuel Machado usa también ampliamente de todos los maridajes métricos, y no son raros en él los aciertos. De él son estos versos:

Gongorinamente

te diré que eres noche

disfrazada

de claro día azul;

azul es tu mirada

y en el áureo derroche

de tu pelo de luz, hay un torrente

de alegría y de luz.

   Leopoldo Lugones ha solido desdeñar estos alardes, pero en cambio ¡con qué admirable pericia maneja los metros conocidos!

   Y es tiempo ya de concluir. Muchas citas se quedan en la memoria, pero alargaría sin provecho, y sí con fatiga de lectores, este informe sobre los nuevos metros (que resultan no ser ningunos) y sobre las nuevas combinaciones métricas, que resultan incontables.

 

- IV -

La cuestión de la ortografía

   La cuestión de la ortografía en estos momentos se impone más o menos en todas partes. En Lieja dio lugar a uno de los números del programa de un Congreso que tuvo por objeto la extensión de la Lengua Francesa.

   En la época -variable según el país- en que las lenguas modernas comenzaron a adquirir conciencia de sí mismas y derecho a la escritura, los primeros escribas se esforzaron en emplear una ortografía fonética, en designar cada sonido por medio de una letra y en no emplear una letra sino para un sonido. A medida que los idiomas evolucionaban, la ortografía, igualmente, se modificaba, hasta el día en que llegaron los gramáticos, ignorantes en su mayoría de las verdaderas leyes filológicas.

   Se pretendió entonces dar reglas inmutables y fijar el idioma, so pretexto de que algunos grandes escritores habían escrito obras notables en una lengua «definitiva». Como las leyes del lenguaje no obedecen a la férula de los pedagogos, la evolución continuó, en tanto que la ortografía permanecía inmutable: de donde proviene ahora una diferencia enorme entre el lenguaje y la escritura que lo transcribe. Y no solamente la ortografía de cada lengua es eminentemente arcaica, sino que está asimismo esmaltada de fantasías burlescas, salidas por completo del cerebro de los gramáticos.

   Esta es la historia de todas las ortografías. Al griego moderno le ha ido, sin embargo, peor aún: en él la lengua misma ha sido torturada y desnaturalizada por la escritura. El señor Psichari y el señor Pallis han mostrado la importancia capital que tiene para Grecia una reforma lingüística, de la cual la ortografía no constituye más que uno de los aspectos.

   Francia e Inglaterra son las naciones más mal libradas con respecto a la ortografía. El hecho es tanto más lamentable cuanto que el francés y el inglés son dos idiomas claros y sencillos dotados de una gran fuerza de difusión.

   Desgraciadamente, su ortografía impide singularmente su expansión.

   ¿Quién no se sorprendería si pensase que la ortografía francesa corresponde poco más o menos en su conjunto a la pronunciación de la lengua en el siglo XIV? De entonces acá no se han introducido más que dos reformas importantes: el cambio de oi en ai en monnaie, etc., y la supresión de la s de beste, etc. En cambio, los «grandes retóricos» han añadido a la lengua letras parásitas que existen todavía, cambiando lais en legs, doit en doigt, pois en poids, etc.

   Como el francés, el inglés ha tenido la doble mal aventura de evolucionar muy rápidamente y de ver su ortografía fijada casi por completo hace cinco o seis siglos, cuando Chaucer fue proclamado «clásico».

   La distancia enorme que existe ahora entre la pronunciación y la gráfica no parece asustar mucho a la mayoría de los ingleses, que son muy conservadores y tradicionalistas. En Francia parece más probable que en Inglaterra una reforma.

   El español y el alemán no vieron su ortografía fijada sino hasta el siglo XVI, la época de Cervantes y de Lutero.

   La evolución de estas lenguas es más lenta, circunstancia que les asegura ahora una ortografía relativamente satisfactoria.

   Deseamos a la Academia de Madrid, que pretende ser el custodio de la Lengua, que se muestre menos rebelde a las reformas que la Academia Francesa. En cuanto a la ortografía alemana, ha sido mejorada muchas veces. Hace como quince años, especialmente, se suprimió toda una serie de haches parásitas y de letras dobles.

   Los italianos, que pueden leer sin aprendizaje a escritores de fines del siglo XIII, como Dante conocen poco los inconvenientes de una mala ortografía. La lengua tan vecina aún del latín no ha evolucionado sino con mucha lentitud a través de los siglos.

   Los estudiantes franceses e ingleses encuéntranse, pues, en un estado de inferioridad con respecto a sus vecinos. En tanto que aquéllos pasan años y años en asimilarse una ortografía burlesca, éstos les tornan la delantera cultivando conocimientos que desarrollan la inteligencia: ciencias, historia, geografía, lenguas vivas.

   ¿Cuándo se desembarazarán Francia e Inglaterra de la superstición de la ortografía, que tanto pesa sobre la escuela?

 

- V -

Del estilo exuberante

La fertilidad de léxico en algunos escritores castellanos modernos

   Pasada la tormenta romántica, el desordenado, el incontenible aguacero de imágenes, de adjetivos, de antítesis opulentas, de hipérbatons modosos, de sinónimos matizados, todos hemos vuelto a convenir en que la condición por excelencia de un bello estilo debe ser la sobriedad.

   Entendámoslo bien, la sobriedad; en modo alguno la pobreza. Decir lo que decir hemos sin hojarasca de palabras inútiles; que nuestra frase, mejor que abundante y opima, sea nítida, lisa, bruñida; que exprese lo que se propone sin todos esos empavesados multicolores que fatigan la vista y ultrajan el ideal de elegante simplicidad que todos nos afanamos por alcanzar.

   Algunos autores se figuran que, para comunicar al lector la expresión verdadera de una cosa, se necesitan muchas palabras. Lo que se necesita es la palabra justa. Los tales ensayan con la abundancia lo que obtiene sólo la precisión del léxico; más bien parece que imaginan que, arrojando al papel muchas combinaciones verbales, el lector acabará por hallar las que él necesita para comprender lo que se pretende insinuarle. ¡Grave error!

   El lector no verá más que una llamarada de colores, una confusión de imágenes o de voces.

   Es preciso, antes de escribir, buscar la palabra adecuada, aquella que tiene el colorido justo que necesitamos.

   Ved, por ejemplo, la bordadora. Mirad cómo vacila para escoger la hebra que debe completar un dibujo de colores. Cómo coloca diversas hebras sueltas de matices análogos, sobre las ya fijas, a fin de ver cuál es la que mejor rima, y prenderla luego.

   Sólo que la pereza del entendimiento se opone en muchos escritores a esa paciente operación previa que escoge y combina las frases, antes de verterlas, a fin de que las que vierta sean justamente aquellas que sean necesarias.

   El vasto conocimiento del idioma suele perjudicar al estilo, y a este propósito quiero hablar ahora en mi informe.

   Hay en España, entre los autores que conocen el idioma, una exagerada tendencia a hacer alarde de este conocimiento. Y en América, asimismo, los escritores castizos pecan por este lado. Acaso se imaginan: que la ostentación de innumerables vocablos y formas de lenguaje consagrados impiden que se enmohezca la lengua y constituyen el mejor antídoto contra ese desfiguro perpetuo a que someten el castellano los otros, los de la tribu rebelde, los modernistas, sea dicho, en fin. La intención será todo lo sana que se quiera, pero el resultado es desastroso. En ese berenjenal de palabras el lector se fatiga y se pierde, y el autor no logra jamás afirmar su estilo.

   Convengamos, por otra parte, en que no todos los verbosos escritores castizos actuales se proponen desenmohecer precisamente vocablos: se proponen también ostentar su conocimiento del idioma. Se trata de una especie de torneo de la vanidad. Y si en la empresa emborronan su estilo, lo vuelven indigesto y petulante, bien merecido se lo tienen.

   Como no quiero multiplicar los ejemplos, porque lo que mucho prueba no prueba nada, voy a citar dos nombres solamente que se refieren: el uno, a la generación de escritores que ahora se extingue; el otro, a la generación de escritores que ahora llega a la plenitud.

   Los dos son notables y dignos de estima, por más de un concepto. Los dos, maestros en el idioma.

   Me refiero a don Juan Valera y a don Francisco Navarro y Ledesma, muertos ambos con breve intervalo: el primero, ya muy anciano; el segundo, arrebatado en flor a las letras españolas.

   Don Juan Valera poseía como ninguno la lengua, tenía esa suprema, esa elegante ironía que a tan pocos es dado manejar finamente. Conocía el significado exacto de las palabras, aunque no ese significado arcano, íntimo, misterioso, que las palabras esconden, sin el cual jamás se podrá expresar todo lo que se quiere, y que ellas ocultan avaras para los elegidos.

   La palabra dice y quiere decir. El autor dice con ella esto o aquello, pero no logrará apoderarse del ritmo íntimo de las cosas sino cuando quiere decir esto o aquello, cuando intenta expresar lo que no se expresa de por sí, cogiendo simplemente las palabras necesarias, sino lo que sólo acierta a expresarse después de mirar muchas palabras al trasluz, a fin de ir descubriendo su significación escondida.

   Hecho esto hay que saberlas juntar. Las palabras sufren de verse mal unidas. No es el adjetivo usual, el habitualmente visto al lado de un nombre, el que por lo general le conviene. Hay admirables alianzas posibles entre el substantivo y el adjetivo, pero sólo les es dado encontrarlas a los grandes escritores, a los verdaderamente intuitivos.

   Muchos se imaginan que cuando dicen mar azul, mar proceloso, mar inmenso, han dicho algo: han definido el alma del mar. No han dicho absolutamente nada. Esa alianza es vana. Quizá hace siglos tuvo alguna virtud. Hoy ya no tiene ninguna. Los ojos del lector pasarán a través de ese substantivo y ese adjetivo sin hacer alto, sin que en su espíritu despierte ninguna vibración dormida.

   Maeterlinck o D’Annuncio no dirían mar azul, mar proceloso, mar inmenso, sino como para reposar al lector; porque esos adjetivos sin relieve marchan unidos a mar como no importa qué transeúnte se une a otro en el azar de la acera. Para decir la virtud secreta y poderosa del mar, necesitamos ir a buscar en los yacimientos del idioma otros calificativos que nos están esperando, pero que no se nos revelarán tan fácilmente como creemos.

   Decid mar imperioso, decid mar sonoro, decid mar genésico. Ya andáis un poco más cerca de la expresión. Decid llanura móvil, como dijo el divino Homero; mar selvoso, como dijo Esquilo; decid orgullo de la ola, ritmo de la ola, misterio de la ola; os seguís acercando... Pero el adjetivo o los adjetivos por excelencia suelen dormir en la veta, vírgenes y callados. El idioma evoluciona, muere, pasa... Otro lo sustituye, y aquel adjetivo no fue hallado... porque los escritores más atentos estuvieron a la abundancia exterior y aparente de la lengua que a la sabia y admirable riqueza interior de los vocablos.

   Pero volvamos a don Juan Valera y a Navarro Ledesma.

   El primero jamás adivinó el poder oculto de las palabras.

   No creo que las usara nunca por instinto, sino con absoluta deliberación, pero gustábale mucho el escarceo y con suficiencia de general victorioso hacíalas evolucionar.

   Generalmente un nombre iba abundantemente adjetivado. Don Juan quería dejar ver cómo sabía el idioma; los adjetivos eran viejos o nuevos, eran arcaísmos buscados y aun neologismos, puestos con cierta coquetería, como diciendo: «¿Ya ven ustedes? Si no uso frecuentemente esta voz es porque no debe usarse, porque no tiene nada de castizo; pero de ninguna manera por falta de conocimiento de ella. La uso, sin embargo, para que veáis que tengo manga ancha en esto del idioma, que no soy pacato, que no gusto de mojigaterías, que uso de cierta noble e indulgente liberalidad, que no soy de los que se aspavientan con los neologismos.» Y todos respondíamos: «¡Cómo conoce el idioma este don Juan!»

   Y este don Juan jamás se asomó al mundo interior del léxico, a lo que está en lo hondo de la palabra, a lo que conserva aún el sello enigmático y lejano de su origen celeste:

«En el principio el Verbo era Dios y el Verbo estaba en Dios, y por Él fueron hechas todas las cosas y sin Él no fue hecha cosa alguna..».

   Este don Juan no penetró jamás a uno de esos callados claustros, donde las palabras nunca dichas son como invioladas monjas, a fin de robarse a Doña Inés, a ese incontaminado vocablo que expresa hasta lo inefable y que suele prenderse como gota de luz a los puntos de la pluma y caer sobre las cuartillas como un diamante, a condición de que la pluma esté sostenida por la mano de un genio.

   Don Juan amaba el sinónimo sobre todas las cosas.

   Yo conozco más de diez escritores castizos, en España y en América, que aman el sinónimo sobre todas las cosas. Es natural: el sinónimo prueba que se saben muchas palabras. El coco de los escritores medianos, y hasta de los que no escriben, es la repetición de las palabras:

   «Ello indica pobreza de estilo», afirman. Y para huir de la pobreza de estilo se lanzan desesperada mente por el camino de la sinonimia.

   Yo conocí a un joven que, antes de escribir, hacía una lista de sinónimos o, cuando menos, de palabras de significación aproximada.

   Supongamos que iba a tratar de una iglesia, en la cual se había efectuado una gran solemnidad.

   Mi amigo empezaba por escribir:

Iglesia,

Templo,

Santuario,

Basílica,

y después:

Casa de Dios,

Lugar de oración,

Nave; etc.

   «La iglesia, decía, estaba resplandeciente de luces».

   Y un poco más allá:

«Oprimíanse los fieles bajo la nave».

   Y luego:

«En el solemne silencio del templo».

   Y después:

«Penetró el obispo a la basílica», etc.

   Y mi amigo quedaba satisfechísimo de la opulencia de su vocabulario.

   Hubiera sido capaz de escribir: «Esos burros, asnos, jumentos o pollinos que van por los tortuosos senderos, por las torcidas veredas, por los estrechos caminos..».

   Pues bien: con un talento veinte mil veces mayor, pero con análoga tendencia, escribía don Juan Valera.

   Jamás pensó que el estilo está en la construcción y no en la abundancia; que el misterio de la personalidad se halla en la sintaxis y que con cien palabras puede un hombre de talento hacer más que otro con mil. Combinar los vocablos como se combinan los colores; buscar el prestigio del matiz, el perfume nuevo de la expresión no hallada hasta entonces: that is the question!

   Las palabras no son ni viejas ni nuevas: son viejas y nuevas sólo en razón de la manera con que se las combina, de la forma en que se las junta.

   Don Juan Valera, que sabía tantas cosas, no sabía esto.

   Tampoco lo saben muchos modernos; pero, como decía más arriba, me fijaré para no divagarme en uno solo, reputado por los más como maestro: en Navarro Ledesma. La obra maestra de este escritor y filólogo tan merecidamente apreciado, es, sin duda, El ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra.

   Abro al azar una página, la número 5, y hallo, desde luego, estas frases... «la lucha era más fácil; los cambios y vaivenes de la fortuna y del azar, no menos súbitos».

   Y más adelante:

   «Por entre el bullicio y estruendo del domingo, un hombre joven», etc.

   Y después:

   «Tropezando y cayendo, a trancas y barrancas, un día de vos y otro de vuesa merced, vivía la familia del cirujano Cervantes

   Y luego:

   «El famoso colegio... era oficina incansable y colmena laboriosa de la ciencia».

   Y luego:

   «No tenía cejas, por lo cual le ofendía y enfadaba la luz».

   Esta fertilidad de palabras, cuyos significados tienen parentela, unida a una arrolladora abundancia de toda suerte de voces, se encuentra en todo el libro, que es, por cierto, admirable. Navarro Ledesma quiere hacernos ver, ante todo, que conoce su idioma y, para probárnoslo, sigue el procedimiento habitual, el procedimiento de don Juan y de Galdós y de doña Emilia y de don Marcelino: palabrear, palabrear libremente, bellamente, gallardamente.

   Únase a esto el afán de los modismos rancios, de las arcaicas frases hechas, de los refranes, de las construcciones cervantinas, y tendremos una idea de lo que es en lo general la alta literatura española, cultivada por viejos y jóvenes (salvo un Azorín, un Valle Inclán y otros que pretenden -y lo logran- crearse un estilo poderoso): algo lleno de pompa, recamado, solemne; luciente, pero sin fisonomía.

   Hay vocablos que tienen fortuna; por ejemplo: ensoñar, ensoñado. Los encontraréis en todos, a cada paso. Veréis que están metidos con toda deliberación en la frase, y veréis también que la frase de cada autor en que el ensoñar anda, se parece a la del otro, como un cero a otro cero.

   Eso que los franceses aman tanto, la façon, la manière, parece no tener significación alguna para los escritores castellanos.

   El ideal de estos últimos es, sobre todo, la ostentación del léxico.

   Y como no debe ponerse el vino nuevo en odres viejas, y como no es posible pensar de un modo original cuando se vierte el pensamiento en frases hechas hace siglos, gastadas por la circulación, resulta -a mí me resulta cuando menos- que, salvo esos que he citado, un Valle Inclán, un Azorín, los demás ya sé lo que van a decirme, todo lo que van a decirme.

   Leerlos es para mí más bien un ejercicio de fraseología, un aprendizaje o una recordación de vocablos.

   El poder, la magia de la façon, del sello personal, es inútil buscarlos...

   Y he aquí cómo lo mejor es enemigo de lo bueno, y he aquí cómo este amor sin ponderación al castellano perjudica al castellano, que demanda en estos tiempos de prueba, en que diez y ocho Repúblicas lo circulan de un modo diverso, mayor movimiento, nuevas canalizaciones, combinaciones elocutivas no hechas, formas no visadas que nos lo presenten rejuvenecido, flamante, amable y apto para luchar con los otros idiomas, que libran un gran combate por la conquista del mundo.

   Sólo una cosa rancia es buena: el vino.

 

- VI -

El movimiento intelectual en Madrid

Opiniones literarias

   El año pasado fue elegido -para empezar a funcionar éste- secretario primero de la Sección de Literatura del Ateneo Científico, Artístico y Literario de Madrid, el joven escritor Bernardo G. de Candamo.

   El reglamento del Ateneo exige, según parece, que el secretario primero de cada sección lea algún trabajo, y el señor Candamo, sometiéndose a este canon, escribió con el título de «Opiniones literarias» algunas notas bastante nutridas y sugestivas sobre los dos últimos períodos de la mentalidad literaria en España: el período de decadencia absoluta que siguió a los Alarcón, Campoamor, Núñez de Arce, doña Emilia (en algunas de sus obras), Valera, Bécquer, etc., y el período actual en que se nota un renacimiento de originalidad, de entusiasmo, de fuerza y de vida, y en el cual sobresalen, como figuras de cierto considerable relieve, Jacinto Benavente en el teatro, Pío Baroja en la novela, Unamuno y el malogrado Ángel Ganivet en la especulación filosófica, Martínez Ruiz en la ironía (estilo Sterne o Carlyle o Hackevay o algo de cada uno) y Francisco Villaespesa, Manuel Machado (buen instrumentador) y el sereno y robusto Eduardo Marquina, en la lírica.

   Es también costumbre, a lo que parece, que el trabajo presentado por el secretario de cada una de las secciones sea discutido por los ateneístas, libremente, sin más requisito que el de pedir la palabra (privilegio que tiene sus inconvenientes cuando se trata de juveniles, turbulentos y exaltados espíritus latinos, que todo es uno), y las «Opiniones literarias» del señor Candamo han sido acaloradamente rebatidas o cálidamente defendidas durante algún tiempo -y lo son aún-, constituyendo esta discusión la actualidad intelectual por excelencia en España durante los meses de Enero y Febrero (continúa el debate en Marzo) y mereciendo, por tanto, que me ocupe en ella al redactar mi informe de este mes de Febrero, pues nada más a propósito para reflejar el estado de la que pudiéramos llamar «cuestión literaria» y que es y seguirá siendo la cuestión palpitante en la capital ibérica.

   Voy, pues, a hablar primero de las «Opiniones literarias» del señor Candamo, y después, de la fisonomía del debate que se continúa todos los martes por la noche en el Ateneo, al cual he asistido con cierta asiduidad y en el que se han ejercitado todos o casi todos los muchachos que aprenden a pensar en Madrid.

   El señor Candamo empieza por una definición, delicada y bella: «Es el arte la más fuerte, la más honda manifestación de la vida: es como una resultante de la vida misma», dice. Luego nos recuerda las dos clases de hombres destinados a seguir caminos diversos, de que nos habla Musset en sus páginas sobre las maravillosas memorias de Casanova.

   Estos hombres que van por diversos caminos son extraños entre sí y se miran con el más absoluto desdén. Marchan unos por cierta y determinada senda rectilínea, con paso lento y metódico, casi maquinal, sometidos a órdenes, reglamentos y liturgias, a la ley inexorable de castas y categorías: son los religiosos, los juristas, algunos militares acaso; todos cuantos a lo largo del tiempo han dado vida a esa cosa muerta que se llama escalafón. Son fríos, apacibles. No hay en sus movimientos brusquedad alguna. Ni un grito, ni un gesto, ni una palabra desentonada.

   Cuidan de conservar su energía inútil, y estas fuerzas inejercitadas los vuelven luego gordos y mansos, y ponen en sus rostros esa suave sonrisa beatífica de hombres satisfechos que hemos visto en algunas caricaturas, en algunos retratos, en los rostros de algunos señores amigos nuestros.

   La otra senda no es una senda trazada y recorrida: es la tierra. En carrera loca, desenfrenada, pasan unos hombres valientes. Es el suyo andar ilógico y descompasado. Hombres capaces de vivir con intensidad, se dejan arrastrar por la vida misma y van y vienen y tornan a ir, irreflexivos, incomprensibles, como una pluma arrebatada por el viento y que se entrega a su merced.

   Y aquí, entre estos hombres, sonríe maquiavélico Casanova y yerguen en el aire diáfano el esplendor acerino de las espadas nuestros viejos conquistadores, nuestros guerreros de antaño. Y Rodrigo de Vivar blande su tizona en una actitud gallarda y grandiosamente épica. Pasan así el Aretino, que muere de risa, y el socarrón de Rabelais y Benvenuto Cellini, el perverso, y Miguel de Cervantes, y el fuerte, el intensísimo vividor que fue Lope de Vega. Son los creadores, los artistas. Son así los hombres capaces de todas las heroicidades, de todas las locuras, de todas las noblezas.

   En la complejidad de sus espíritus laten anhelos místicos y ansias amorosas, y afanes de posesión e instintos de generosidad, y como el «hidalgo de un tiempo indefinido» retratado en un firme grabado lírico por ese forjador de bellos versos, Rubén Darío, tienen:

Sangrientos labios dignos florecidos de anécdotas en cien Decamerones.

   El lema de su escudo ideal se cifra en esta fórmula: ¡Vivir!

   Estos hombres inadaptables son como los «sabios mal educados» de que nos habla el infatigable creador Pío Cid «que no siguen las reglas usuales, sino que piensan o manipulan a su antojo y así revelan su originalidad, sacan a la luz nuevos hechos ocultos, inventan».

   ¿Hay en España artistas de éstos que, si vale la frase, no caben en los moldes simétricos de la mediocridad habitual? Muy pocos, según el señor Candamo, aun cuando la actual decadencia de la literatura española «tiene unos vagos vislumbres de renacimiento».

   Los viejos de España no entienden ni gustan de la obra de los jóvenes. Ellos no comprenden, según el señor Candamo (quien sorprende un diálogo entre dos), más que «los nobles endecasílabos sonoros, heroicos de antaño, el suave octosílabo, la quintilla de las largas tiradas dramáticas, único rival posible de la décima, cuando se intentaba hacer venir a abajo los teatros de provincia, llenos de ese buen público que invade los coliseos de Vetusta o Lancia en las novelas de Leopoldo Alas y de Armando Palacio Valdés».

   Como se ve, el señor Candamo (joven habría de ser) siente un reflejo de esas indignaciones líricas formidables que hará quince años sentían en Francia las nuevas escuelas contra «las momias», muy especialmente académicas, y ¡ay! nosotros creímos también de buen tono sentir en México, hace algún tiempo, indignaciones que sugerían a un poeta francés de los nuevos que se hiciese con los viejos lo que con ellos hacen algunos indígenas del archipiélago malayo: subirlos a un árbol y sacudirlos fuertemente. Los que tuviesen bastante fuerza en los músculos para mantenerse entre las ramas serían dignos de vivir, los otros serían devorados.

   Quién sabe si acá para internos esto nos pasará a los que ahora escribimos, a los que ahora son jóvenes o todavía somos jóvenes, inclusive al señor Candamo, dentro de algunos años. ¡Se envejece tan pronto! ¡Y los que vienen detrás solicitan con tal impaciencia su puesto en la vida!

   Los viejos no son más que ex jóvenes que hicieron su revolución y crearon y pensaron y amaron. Tenían una porción de camino que recorrer y lo recorrieron. ¿Por qué habían de aventurarse por el camino nuestro? ¿Por qué habrían de gustar de lo que nosotros hacemos? Hicieron su obra, cumplieron su misión, empujaron al universo hacia adelante el paso que les correspondía, y ahora confinan en el castillo de sus viejos ideales su espíritu aterido... como haremos nosotros, como hará el señor Candamo dentro de algún tiempo.

   Cierto que hay ancianos que en bella comunión y en conciliatorio consorcio de ideales juntas sus cabellos blancos con nuestros cabellos negros. Pero éstos son seres excepcionales que sobreviven a su época, amando y comprendiendo la época nueva. No pretendáis encontrarlos en cada recodo de la vida. Son como las perlas negras, raros y preciosos.

   El señor Candamo analiza en seguida la asenderada cuestión del arte aristocrático y del arte popular. No hay más que dos públicos: la aristocracia del pensamiento y el pueblo. «Los espíritus cultos tienen sus poetas de Homero a Rubén Darío (el señor Candamo olvida que Homero [o el conjunto de los cantos homéricos] fue esencialmente popular); sus dramaturgos de Aristófanes a Jacinto Benavente (hay, sin embargo, entre los dos una ligera diferencia).» «El pueblo, sigue diciendo, tiene sus coplas, sus romances y sus cuentos: son los cantares de amor, de sangre y de muerte en Andalucía; las jotas rudas en Aragón, y en Asturias y en Galicia dulces melopeyas, nostálgicas y misteriosas, como sus paisajes y como su cielo. En cambio, la burguesía lee a... Jorge Ohnet, López Bago, Pérez Escrich..».

   Una y otra literatura son indispensables.

   «Es necesario que los pobres de espíritu tengan también su ideal», ha dicho un escritor francés.

   Convenido. Pero entonces, ¿por qué indignarse contra quienes no cultivan el arte aristocrático? ¿Por qué indignarse contra los que ensanchan su copa, a fin de que en ella beban muchas bocas?

   Yo escribo para los menos: el señor Guerra Junqueiro, de Portugal, a quien Candamo con justicia llama alto poeta, escribe para los más; ¿quién es más artista, quién crea más belleza, quién produce más emoción de los dos?

   ¡Ah! señor de Candamo, debo confesar humildemente que el señor Guerra Junqueiro, el cual se acerca a ese ideal a que ha solido llegar el inmenso Maeterlinck, a ese ideal que pudiéramos llamar evangélico: reunir en la misma página tuétano de león para los fuertes y tuétano de lechón para los débiles, néctar para los olímpicos y miel virgen para los simplemente humanos. ¿Cómo se consigue esto? Pues muy sencillamente. El señor Candamo mismo ha encontrado, con su claro talento, el secreto, y este secreto es admirable por su sencillez:

   «El secreto está en la humildad, en la humildad que crea religiones, en la humildad que hace al seráfico Francisco de Asís escribir por vez primera en idioma italiano para que el pueblo comprenda su fragante himno de bien aventuranzas por el hermano sol, por la hermana agua, por los hermanos pájaros y por nuestra hermana la muerte. A la amorosa humildad se debe esa plegaria de color y de luz, que es la anunciación de Fra Angélico. Ella dio vida a los versos de Francis Jammes e inspiró la dulcedumbre de unos cantos compuestos en portugués por Guerra Junqueiro. Y la humildad de los antiguos maestros castellanos ostenta en el tesoro de la mística todo el orgullo de su lujuriante florecer.»      Estamos, íntimamente, absolutamente, de acuerdo el señor Candamo y yo en estas bellas apreciaciones, en estas nobles y clarividentes palabras que constituyen el meollo de su trabajo.

   Ese es el secreto, el divino secreto: la humildad y, añado yo, la alegría en la producción, esa santa alegría que nos identifica con todas las modalidades del Universo, ya sean hostiles, ya sean amables, esa serena alegría de Marco Aurelio y de San Francisco.

   Al precepto de D’Annunzio: Creare con goia, deberíamos añadir: y con humildad!

   Pero he aquí, señor Candamo, el verdadero escollo. No hay casi poeta que no se encarame a la trípode para escribir, o que no comience por desempeñar para continuar por producir, o que no pretenda saberlo todo, o que no llame filisteos a quienes no gustan de sus versos... o que, en fin, no esté henchido, empapado, compenetrado, saturado de su yo...    convirtiéndose, más que en el sencillo y blanco sacerdote de la naturaleza, en el engreído y solícito administrador de su pequeño renombre. Yo conozco a muchos poetas así de América: ¿qué, el señor Candamo no conoce a muchos poetas así en España?

   Cierto, sin humildad no se puede ser gran poeta, porque el alma íntima y radiante de las cosas no se comunica más que a los humildes.

   Sin humildad no se puede hacer arte moderno. Porque como dice muy bien el señor Candamo, «el arte moderno no quiere ser elocuente ni oratorio. No va en pos de las muchedumbres para hacerlas estremecerse a sus gritos épicos. Sólo anhela llegar al corazón de los hombres sencillos e inteligentes de una manera humilde y natural, con la magnífica naturalidad de una puesta de sol o de un amanecer riente. A esos hombres va el arte en toda su pureza, alegra su espíritu y arranca destellos de ideas y de su tesoro interior».

   Esto de la humildad en el arte lo admito y lo apadrina también, con convicción, Manuel Urbano, cuya épica, o más bien escolio y comento al trabajo del señor Candamo, ha sido hasta ahora de lo poco apreciable y digno de tomarse en cuenta entre lo muchísimo que se ha dicho y sigue diciéndose en el Ateneo durante las noches de los martes, bajo la presidencia de Carlos Fernández Shaw, espíritu noble, ponderado y fino, y con asistencia de toda la juventud literaria española, que campa por sus respetos en Madrid.

   Porque, como siempre ocurre en estos casos, se ha dicho mucho, pero se ha aprovechado poco. Aquella bandada de muchachos agitados y nerviosos, ha asido por los cabellos la oportunidad de hablar y cada uno ha dicho del arte lo mucho que siente... y lo poco que entiende.

   Desgraciadamente, la discusión no se ha mantenido en el terreno ideológico y frecuentemente el debate, vuelto personal, ha llegado a la acritud y aun al insulto. Hay ateneístas de veinte años que querrían comerse crudo a Grilo, por ejemplo.

   ¿Por qué Grilo ha de llegar a ser hasta académico, cuando España olvida a Ganivet y apenas lee al maestro Unamuno, a ese maestro Unamuno que ha probado que «todo es nuevo bajo el sol», que halla que la vida es plenitud plenitudinis et omnia plenitud y que saca el oro de la originalidad de la escoria de las ideas ambientes, quizá porque -volveré a citar a Candamo- «en arte, cuando un hombre habla, poniendo el espíritu en cada palabra, realiza siempre una obra incomparable, que no repite jamás ninguna anteriormente realizada?»

   La Academia es el coco de estos muchachos agitados.

   -¡Vengo -decía uno de ellos la otra noche, cierto jovencito que promete mucho por cierto, y que se apellida como yo me llamo: Amado -vengo a denigrar y a vilipendiar a algunos académicos!

   -¡Mientras yo sea presidente de esta sección -ha replicado inmediatamente el señor Fernández Shaw con mucha oportunidad y tino- aquí no se vilipendiará, no se denigrará a nadie!

   Cierto, de esta prolongada discusión de las «Opiniones literarias» del señor Candamo -¡ay! como de otras muchas discusiones- no surgirá la luz. Pero es consolador y vivificante ver el entusiasmo de la nueva pollada literaria, para discutir o apologizar a sus maestros y antecesores.

   Hay en esos discursos, incorrectos y a veces incendiarios, súbitas revelaciones de talentos futuros y pruebas alentadoras de que la juventud literaria de España -al revés de muchos de los de la pelea pasada- lee, lee bastante, aun cuando a veces se lo indigesten las lecturas, y tiene arrestos, vigor y savia.

   Yo no puedo menos que regocijarme de esto porque adoro al sol hasta cuando me quema, al viento hasta cuando me derriba, y a la juventud hasta cuando me ataca.

 

- VII -

Bolsas de viaje para los escritores y poetas. -Conveniencia de crearlas en el Ministerio de Instrucción Pública.-Lo que se ha hecho en Francia

   Hacía tiempo que venía reclamándose en Francia, para los poetas y literatos, algo así como el premio de Roma, que existe para los pintores, músicos y escultores.

   El señor Emilio Blémont, presidente de la Sociedad de los poetas, logró interesar al señor Bienvenu Martin en la creación de lo que se ha llamado una bolsa de viaje, de 3.000 francos, que debería ser entregada cada año a un escritor -poeta o prosista- y por fin, después de varias gestiones, el señor Aristide Briand, ministro de Instrucción Pública, Bellas Artes y Cultos, ha aprobado este interesante proyecto.

   El ministro encargó al señor Emilio Blémont que escogiese los miembros de la comisión que va a ser llamada a definir las condiciones en las cuales debe entregarse la bolsa anual de viaje, y la lista aprobada es la siguiente: los señores Sully-Prudhomme, Anatole France y Maurice Barrés, como académicos; Emilio Blémont y Emilio Michelet, como miembros de la Sociedad de los poetas franceses; Augusto Dorchaim, Víctor Margueritte y León Riotor, como representantes de la Sociedad de gente de Letras; Julio Claretie, Cátulo Mendes y Mauricio Donnay, como autores dramáticos; León Dieux, Ernesto Dupuy y Raúl de Saint-Arroman, como comisionados del Ministerio de Instrucción Pública; Lucien Descaves, Elemir Bourges y J. H. Rosny, como miembros de la Academia de los Goncourt; Bearquier, Couyba y Sembat, como diputados; Mauricio Faure, Máximo Lecomte y Rivet, como senadores. Como se ve, los sufragios que un escritor o poeta necesita para obtener esa bolsa de viaje, son numerosos y variados; pero en fin, también los pintores y los músicos tienen que luchar arduamente para obtener el premio de Roma.

   ¿Por qué hasta hoy se concede oficialmente pensión a un poeta o a un escritor para que viaje?

   ¿Es acaso porque el Estado se enmienda de un desdén anteriormente sentido con respecto a estos artistas?

   No por cierto. El Estado sigue creyendo, como todo el mundo, en la inmutable preeminencia de la Poesía sobre sus hermanas la Pintura, la Escultura, y la Música.

   Es más bien porque estas pensiones no se habían creído necesarias.

   Ha sido preciso que muchos pensadores sugiriesen y aun probasen su conveniencia, su utilidad, para que el Ministerio de Instrucción Pública de Francia pensase en concederlas.

   Hace ya, algún tiempo que un diputado pronunció en el Palais Bourbon estas palabras, que figuran en el Journal Officiel de Francia:

   «El Presidente: Capítulo 48. -Viajes y misiones científicos y literarios. Tiene la palabra el señor Couyba.

   »El señor Couyba: Querría yo, con mis colegas de todos los partidos de la Cámara, llamar la atención e invocar los recuerdos del señor ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, con respecto a una categoría de ciudadanos que, como el Edipo de Sófocles, no han pedido hasta hoy gran cosa, y a quienes, por lo tanto, no se les ha dado casi nada. Y sin embargo, esos ciudadanos han dado alguna gloria a Francia; quiero hablar de los literatos y de los poetas. (Voces de «¡muy bien, muy bien!») Vos, señor ministro, enviáis a Roma, a Atenas y a otras partes y hacéis bien, a los músicos, a los pintores, a los escultores, a los artistas propiamente dichos; acaso podríais también tender la mano a esos otros artistas: los literatos, que son músicos, escultores, cinceladores del pensamiento y del estilo, que son, frecuentemente ricos de talento, pero más frecuentemente aún pobres de fortuna, sobre todo un sus comienzos. (Voces de «¡muy bien, muy bien!»)

   »Uno de sus defensores más autorizados, el señor Emilio Blémont, presidente de la Sociedad de los Poetas franceses, concibió un día esta idea interesante y fuese a ver al ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, a quien dijo, poco más o menos, estas palabras (es el señor Blémont quien habla): «Señor ministro, vos sabréis que los viajes forman a la juventud y conocéis ejemplos famosos que lo comprueban: Lamartine, en Nápoles- Musset, en Venecia; Víctor Hugo, en Madrid, Chateaubriand, en América; Verlaine, en el país de Shakespeare, de Tennyson y de Shelley, encontraron toda una renovación literaria y poética».

   A pesar de tan bellas palabras, el ministro «lo estaba pensando»; no se dejaba convencer. Sin embargo, la corriente de la opinión iba engrosando; Gastón Deschamps, que es tan leído y escuchado, decía poco antes de que se decretase la pensión: «Es bueno que los poetas viajen.

   Jamás nos cansaremos de decir esta verdad. Los viajes, se dice, forman la juventud. Ahora bien, los poetas, por definición, son siempre jóvenes, puesto que, según la bella frase de Alfonso Daudet, son hombres que han conservado sus ojos de niños.

   »Es preciso que los poetas dejen errar su vida llena de sorpresa y de éxtasis, por el espectáculo ondulante y diverso de la vasta natura. Sobre todo en poesía, conviene unir con lazos armoniosos la vida y los libros.

   Las musas son incapaces de vivir enjauladas y aun de divertirse en cabinet particulier. Necesitan aire y espacio. Los caminos reales tientan su humor aventurero y sus ligeras plantas. No las encerremos, pues, bajo los techos donde repliegan sus alas y quebrantan su ímpetu!

   «¡Ay!, muy frecuentemente nuestros poetas viven retenidos, lejos del cielo, del mar, de las estrellas, por un hilo en la pata o por una cadena en el cuello. Están sujetos a ocupaciones caseras, pegados al banco de alguna oficina (como ese pobre de Alberto Samain), o bien tienen que sujetarse voluntariamente a las servidumbres sociales..».

   Como se ve, por artículos y discursos no ha quedado, y era ya tiempo de que el Ministerio de Instrucción Pública de Francia respondiese a este anhelo, a esta necesidad que se imponían.

   Y el Ministerio ha respondido.

   Ahora bien, me digo yo; ¿por qué ese Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, de México, que tanto se preocupa de las pensiones, que aún procura aumentar su número no crea una Bolsa de viaje aplicable cada año, después de determinadas pruebas, a un literato o un poeta?

   ¡Ah! Estos viáticos no serían, por cierto, gravosos para el presupuesto del Ministerio. Equivaldrían apenas a una de las pensiones anuales más modestas que se conceden a los pintores. En efecto, con 3.600 francos que se dan a un pensionado modesto, un poeta, un escritor, podrían perfectamente hacer un viaje, cuyo mínimum de tiempo se fijaría en seis meses.

   Con ese dinero podrían pagarse los pasajes, que calcularemos en 1.500 francos, y seis meses de permanencia en el extranjero, a razón de 350 francos mensuales (o sea los 2.100 francos que restan), durante seis meses, período muy suficiente para que un poeta, para que un escritor, adquiriesen cuando menos una idea sintética de ese espectáculo ondulante y diverso de la vasta tierra.

   Se obligaría a cada pensionado a traer de su peregrinación un libro, y para evitar las coincidencias analogías de asunto y la monotonía resultante, se fijarían a cada uno, de acuerdo con sus tendencias y gustos, diversos objetivos.

   Quién vendría a traernos su visión de las lluvias y el gris pertinaz de Holanda; quién la suya de la perenne nieve y el agua dormida y misteriosa de las montañas y los fiords de Noruega.

   Quién vendría con el deslumbramiento de los soles de Grecia y de las santas ruinas blancas que sonríen aún en las montañas helénicas, y quién traería sobre su espíritu y sus versos proyectada la sombra secular y teológica de las ciudades góticas, o la vasta impresión de misterio de las pirámides y de la esfinge...

   Y a algunos poetas y escritores que ganasen la pensión y que hubiesen ya viajado en el extranjero, se les obligaría a viajar por México mismo, a sentir la palpitación poderosa de nuestros trópicos, a soñar y pensar bajo la maravilla de las grandiosas ruinas de Oaxaca y de Yucatán.

   Y otros irían a sorprender los informes aleteos del águila del Norte y otros descenderían desde las vértebras de los Andes hacia los litorales apacibles o activos de algunas de las naciones hermanas del Sur...

   ¿Verdad que vale la pena de crear estas modestas Bolsas de viaje, a imitación de Francia; estas modestas Bolsas de viaje que no gravarán al Erario con más de mil quinientos pesos anuales y que pueden significar tanto para el Pensamiento de la nación?

   Así, pues, señor, yo me permito, como corolario de este informe, proponer a usted la creación de una Bolsa de viaje para los poetas y escritores mexicanos.

 

- VIII -

Libros de niños. -Libros para niños. -Los niños en la vida y en el arte

   Quéjase una escritora portuguesa de que en nuestra literatura latina, tan fecunda y tan rica, con suma dificultad se encuentra, o no se encuentra del todo, a esa deliciosa flor humana que se llama el niño, idealizada por la pluma de los grandes escritores.

   El niño dice poco o nada a los novelistas y a los poetas de Francia, de España, de Portugal y de nuestra América.

   Yo más que nadie he tenido ocasión de comprobar esto en mis arreglos de lecturas para los niños mexicanos. Frecuentemente me he leído a un poeta, a un novelista, de cabo a rabo, de cuerito a cuerito, sin encontrar una página adecuada o sobre los niños o para los niños. Esto por lo que ve a los autores «viejos» de México, que por lo que ve a la mayor parte de los nuevos, son algunos de ellos tan complicados, tan sensuales y tan amigos del léxico raro, que me ha acontecido repasarlos con la mayor diligencia y la más paciente solicitud, sin dar con una sola página suficientemente diáfana y tersa para la pura y luminosa mirada de un niño.

   Debo hacer constar que de «los nuevos» de América, Rubén Darío es quien más fácilmente me ha dado páginas muy bellas para la infancia. Pero Rubén Darío es toda la lira, lo ha comprendido todo, lo ha sentido todo...

   En México, fuera de las candorosas poesías de Rosas y de los Cantos del Hogar, los niños no tienen literatura... Pero consolémonos: no andan mejor provistos nuestros hermanos de la América del Sur y de España.

   Compuse hace más de tres años un libro de Cantos Escolares, dolido de ver lo que se cantaba en las escuelas y en los coros de muchachos, y no me fue posible encontrar, entre tanto músico sabio como tenemos, uno solo que patrióticamente se decidiera a ponerles música: una melodía cualquiera.

   Fue preciso recurrir a un músico extranjero, pero éste se mostró con el editor tan exigente y difícil en asunto de dinero, que no les fue posible convenirse y el libro se fue al cesto.

   Pero oigamos a la escritora portuguesa. Entre los escritores franceses, en su concepto, hay algunos que escriben en forma autobiográfica, poniendo en escena un personaje ficticio, que evoca y describe su infancia. Pero sólo lo hacen con el propósito de preparar la juventud de su héroe.

   No so abandonan ingenuamente a su trabajo de psicología infantil, libres de preocupaciones de otro orden: de aquí el poco valor de esas notas sin exactitud. La gente que las lee hácelo con precipitación, ansiosa del momento en que el héroe del libro, desciñéndose el infantil disfraz, se lanza al duro combate de la vida, a sus peripecias y a sus pasiones.

   El niño, en la literatura francesa, casi no existe.

   En la obra colosal de Balzac, de ese Balzac que a medida que se interna en el tiempo se vuelve más asombroso y más grande, en vano se busca un niño que haga reír, que ilumine la vida de los personajes del gran creador de almas, a quien los siglos futuros pondrán al lado de Shakespeare (a cuyos pies lo puso ya Taine).

   Jorge Sand, que fue madre, y madre tan extremosa; que fue abuela, y abuela de tal suerte adorable, no nos hace sentir al niño en ninguno de sus libros. Nos cuenta, en la Historia de mi vida, su propia infancia, pero tan excepcional es ésta, tan diferente de las otras, que quien la lee percibe perfectamente que no son así los niños que conoce.

   Quizás Víctor Hugo sea, en toda la literatura francesa, quien mejor ha traducido el alma infantil, poniendo en escena a sus nietos Juana y Jorge; pero desgraciadamente no ha tenido imitadores.

   Yo conozco dos novelas francesas modernas que se refieren a niños:

   Clara d’Ellébeuse del hondo y sutil Francis Jammes, y Poil de Carotte, de Jules Renard... pero se trata de dos morbos. Clara d’Ellébeuse, en que se adueña de nosotros toda la enfermiza y sutil psicología de una niña que se cree fecundada por un beso, y en cuanto a Poil de Carotte hay en sus páginas una psicología hábil, pero llena de perversidades.

   Por lo que ve a la autora portuguesa a quien hemos venido citando, encuentra antipática y repelente la infancia de Juan Jacobo Rousseau, contada por el gran filósofo, y poco amable la niñez de Vallis, referida asimismo por él.

   No opinamos como la autora en cuestión, pero si juzgamos que la infancia de Juan Jacobo no es de las que digiere cerebro infantil alguno, y en cuanto a Vallis, rebelado desde la cuna, en precoz efervescencia de odios y es de aquellos a quienes se puede aplicar la frase que a Benvenuto Cellini fue aplicada y que él cita en sus Memorias: «Nació con la espuma en la boca».

   En la literatura portuguesa y brasilera no existe tampoco el niño, como afirma la citada escritora y como es la verdad.

   Nunca convergen sobre su fisonomía encantadora y misteriosa los rayos de luz de una comprensión genial.

   Nunca es el asunto en torno del cual otros se congregan.

   En la literatura italiana sí encontramos alentadoras excepciones. En el Piccolo Mondo Antico, de Fogazzaro, el personaje más interesante, embelesadora y deliciosamente estudiado, es una pequeñuela.

   ¡Qué magia de figurita! ¡con qué encanto infantil conversa! ¡cómo va desarrollándose a nuestros ojos! ¡qué goce proporciona el verla moverse, andar, brincar, discretear, preguntar!... ¡cuánta gracia en sus pequeños defectos de curiosa, de observadora de lo que en derredor acontece!

   Aparece ante nosotros viva y natural, sin más idealidad que la del arte, que aureola su cabecita airosa.

   El libro todo está admirablemente escrito, aun cuando nuestra autora declara que una vez muerta la niña (Fogazzaro tiene la crueldad... o la misericordia de matarla) ya nada más le interesa en esas páginas, notables sin embargo.

   Pobre flor de poesía creada por un poeta y apagada luego por su soplo «como se apaga una luz»...

   No creo necesario citar, como otra excepción italiana, el Diario de un niño (Corazón), de Edmundo de Amicis.

   Pero, desgraciadamente, la literatura de Italia no es muy pródiga de figuras infantiles...

   Cierto que si los italianos y españoles destierran de la literatura a los niños, no los destierran del arte:

   ejemplos, los Bambinos de Rafael, los ángeles y querubines de toda la pintura italiana, y los Dioses niños del resplandeciente y dulce Murillo!

   Y sin embargo, nada sucede ser más interesante, más sugestivo para una pluma experta, que esas almas nacientes, que se abren «como una flor misteriosa», que esas inteligencias que asoman a la vida llenas de curiosidades y de interrogaciones y cuya sensibilidad es un misterio insondable.

   Pero veamos ahora el reverso, el hermoso reverso de la medalla.

   ¿Dónde?

   En la literatura anglo-sajona.

   Ésta, en asuntos infantiles, es riquísima. El niño pasea triunfalmente por sus páginas, como, por lo demás, pasea triunfalmente, por la vida.

   Recuerdo haber contemplado un cromo inglés con cierto deleite.

   Llámase, si mal no recuerdo, Su majestad el niño, y nos muestra el espectáculo de una de las calles más populosas de la inmensa Londres, en la cual todo el mundo de peatones, de cabs, de carros, de ómnibus, de vehículos de todos géneros se detiene ante el imperioso signo de un policeman, a fin de que pase de una acera a otra, de la mano de su nodriza, un bebé de dos o tres años!

   Este cromo, que hace suavemente sonreír, nos dice todo lo que es el niño en la vida inglesa.

   ¿Qué tiene, pues, de extraño que, siendo tanto en la vida, su delicada y cándida silueta se proyecte sobre muchas de las mejores páginas literarias de esos cultos pueblos que se llaman la Gran Bretaña y los Estados Unidos, como la flor más preciada de una raza noble y potente?

   Distínguese la literatura inglesa -como lo hace notar la señora Vaz, a quien vengo glosando- por la agudeza penetrante en el análisis de los caracteres que lo pertenecen, y no se limita a estudiar al hombre y a la mujer ya hechos, ya modificados por la acción de la vida, ya gastados en sus aristas más ásperas por el contacto permanente de sus semejantes, desfibrados ya por la fuerza brutal de las circunstancias externas; sino que va a buscar la raíz de los sentimientos, de las tendencias, de las pasiones, de las energías (que después nos hieren y sorprenden en el hombre y en la mujer), en el alma reveladora del niño...

   Como en Inglaterra hay muchas mujeres de talento y algunas de genio, que tienen consagrada su vida a la literatura de ficción, y como el instinto maternal puede ser olvidado, eludido, discutido, si se quiere, pero nunca destruido enteramente, las novelistas inglesas que no tienen hijos descubren esa maternidad ideal del arte y del libro, que las compensa y consuela de la falta de la otra.

   Las novelas de miss Yonge, tan amadas de la juventud, están llenas de niños, de la vida de los niños, de su ir y venir incesante y expresivo.

   En Villete, de Carlota Bronte, que es una escritora genial, hay en las primeras treinta páginas una obra maestra de psicología infantil.

   Se trata de una niñita de cuatro o cinco años a quien su padre adora y llena de mimos y a quien, en vísperas de un largo viaje necesario, se ve obligado a encomendar a una vieja amiga.

   Con esta materia prima elemental, hace miss Bronte un cuadro que bastaría para consagrar su nombre.

   ¿Y las dos criaturas de la novela de Eliot: The mill on the floss?

   ¡Qué magistral pintura de la mujer y del hombre inglés!

   ¡Qué encanto de evocación! ¡qué primor descriptivo! ¡qué milagro de intuición moral!

   El rapaz Tom es el tipo admirablemente fijado del chicuelo que será un hombre inglés, vulgar.

   Es brutal, egoísta, busca-pleitos, autoritario; consciente de su superioridad absoluta de hombre, como más tarde lo estará de su superioridad absoluta de inglés...

   Jamás tiene para la hermanita, que le adora, una frase, una palabra de ternura, una expresión de agradecimiento. Todo le es debido a ese pequeño tirano, que en la libertad y la abundancia de la vida rural irá adquiriendo y desenvolviendo fuertes músculos, capacidad de trabajo, endurecimiento físico y moral, conciencia de su máscula soberanía, de su poder de gobernar sin nunca ser gobernado.

   En cuanto a ella, la pequeña Magda, será más tarde la gran escritora que se llamará Jorge Elliot, y por tanto debemos verla bajo este aspecto excepcional. El libro es, sobre todo, la más viviente de las autobiografías. Pero en ella resalta una deliciosa figura infantil, llena de gracia, de capricho y de abnegación inconsciente.

   Si la mujer inglesa tiene una infancia así, ¡qué extraño es que sea la bella creadora de razas y de naciones que han ocupado tanto lugar en la historia!

   Las escritoras que no tienen la sensibilidad aguda y mórbida de Carlota Bronte, ni la genial simpatía humana de la celebérrima autora de Adam Bebe, poseen, sin embargo, a juicio de la señora Vaz, un instinto que las lleva a buscar en el niño un elemento de profundo interés para sus estudios de caracteres.

   Y es ésta una de las cosas que hace que una novela inglesa mediana sea de lectura más útil, provechosa o instructiva que una novela continental (para hablar como ellos).

   Es el estudio del carácter humano, en sus infinitas modalidades, el tema predilecto de los escritores de Inglaterra.

   Ahora bien; la clave del carácter del hombre está en el carácter del niño, y está en él asimismo la clave del carácter de la raza.

   ¿Por qué los latinos, los hispanoamericanos, los mexicanos, que tenemos tan curiosos ejemplos de psicología infantil, desdeñamos esta literatura?

   El niño de nuestra raza se desenvuelve más rápidamente que el sajón y muestra más temprano que él una individualidad definida. Todas sus cualidades, todos sus defectos, todas sus energías se ostentan en germen antes de los diez años, con una vivacidad que sorprende.

   Hay en él precocidades admirables, réplicas o interrogaciones verdaderamente desconcertantes. El carácter idealista, imaginativo, ardoroso de la raza, se revela en todos sus actos, a veces muy fuera de razón y de un modo personalísimo e intenso. Y, sin embargo, nuestros escritores andan a caza de problemas sociales que aún no se plantean en nuestro medio en formación, o sobre el eterno hierro del amor, o se enfrascan en la voluptuosidad de historietas afrodisíacas...

   El único que ha procurado en México desentrañar la psicología infantil, analizar esos espíritos misteriosamente embrionarios de nuestros niños, ha sido -hay que hacerle justicia- Ángel de Campo (Micrós).

   Hay en su obra, desmadejada a veces y mal estilizada otras, pero siempre sincera y siempre basada en la verdad y en la vida, niños admirablemente sorprendidos. Él sí se ha asomado al alma de la infancia y la conoce tan bien como el inmortal autor de ese Tom Sawyer que, barajado con La mula y el buey, con Las aventuras de Paconito Migajas y otras lindezas de Pérez Galdós (bien escritas, pero mal vistas), interesaba hasta el delirio a nuestros alumnos de primer año de Lengua Nacional.

   ¿Por qué la Secretaría de Instrucción Pública no patrocina un concurso de novelas de niños, de estudios de almas infantiles?

   Haría un gran bien, porque no se puede mejorar una raza si no se la conoce, y no se conocen ni las energías, ni las aspiraciones, ni los defectos, ni las cualidades de una raza, si no se ha familiarizado uno con sus niños, si no se ha asomado uno al alma en germinación de sus niños, si no ha sabido uno amarlos, comprenderlos y dirigirlos.

 

- IX -

La Universidad Popular de Madrid

   A riesgo de apartarme, siquiera sea un ápice, del programa que esa Secretaría de su digno cargo se sirvió fijarme para que a él ajustase mis Informes mensuales, quiero hablarle en éste, correspondiente al mes de Mayo, que hoy fina, de una importantísima Institución libre de enseñanza, de vulgarización científica, existente en Madrid y que, aun cuando tiene semejantes en Europa y América, no sólo no ha imitado a ninguna de ellas, sino que reviste caracteres muy especiales.

   Me refiero a la Universidad Popular de Madrid.

   ¿Qué clase de Institución es ésta?

   En primer lugar diré que ni es obra de sectas, como las instituciones similares de Francia, ni vive en modo alguno de apoyo oficial, y ha sabido crear en Madrid el tipo de conferencia amistosa, de conversación familiar, encaminada a educar e instruir a las masas.

   La Universidad Popular no se jacta por cierto de la originalidad que todos le reconocemos. Si, según las palabras de uno de sus organizadores, no está formada a la moda de ninguna parte, no es porque aspirase deliberadamente a singularizarse, sino porque la prisa que hubo por trabajar, por hacer, no dio tiempo a mirar los modelos que pudieran ser imitados.

   No se ha pretendido singularizar la obra; se ha pretendido simplemente adaptarla a la índole del pueblo español. No se ha desdeñado la enseñanza de lo que se practica en otros países, pero, al desarrollar ese estudio, los fundadores llevaban ya por delante una considerable cantidad de labor y de observaciones propias y estuvieron por ello a cubierto de caer en lo demasiado exótico.

   Por lo apuntado se viene fácilmente en conocimiento de la índole de esta obra educativa, y puede ya responderse a la pregunta hecha arriba:

   ¿Qué clase de institución es la Universidad Popular?

   «La Universidad Popular -dice el artículo 1º de sus estatutos- es una institución que tiene por objeto realizar una obra de educación social, divulgando entre los elementos populares toda clase de conocimientos útiles por medio de conferencias, cursos, veladas, excursiones, visitas a museos y fábricas, publicaciones especiales, etc., etc».

   La idea generadora de esta institución fue una idea de alta solidaridad, y su tendencia, según las palabras de los fundadores, la de aproximar a los que están distanciados y mantener unidos a los que se hallan en peligro de separarse. Su acción, pues, ha tenido que ser recíproca: llevando a los elementos populares los resultados más fácilmente asimilables del estudio ordenado que no han podido hacer por sí mismos, y recogiendo de ellos, en cambio, las enseñanzas valiosas que de modo tan pródigo da la realidad viva siempre que a ella se acude con ansia de aprender.

   Añádase a esto el nobilísimo afán de sacudir la apatía ambiente, de destruir la ignorancia, de matar la intransigencia, y tendréis en obra a la Universidad Popular.

   Para fundarla no se ha necesitado más que buena voluntad. A sostenerla contribuyen todos. No hay profesor, no hay artista, no hay hombre que pueda decir una palabra de bien, de progreso, de amor, de enseñanza, que no acepte gustoso la invitación que se le hace.

   Como local, la Universidad Popular puede decirse que no tiene más que uno y que los tiene innumerables. Últimamente se ha instalado en la calle del Sacramento, número 4; pero va por todo Madrid difundiendo sus enseñanzas y sus beneficios. El nuevo domicilio en que se ha instalado tiene pocas y modestas habitaciones. En ellas no se ven más que mapas, carteles antialcohólicos y pizarras y muchos libros, casi todos obsequio de generosos donantes. Pero de aquel modesto refugio la Universidad Popular irradia poderosamente y poderosamente difunde una inmensa cantidad de bien.

   La labor hecha por la Universidad Popular desde 1904 hasta la fecha ha sido enorme, como verá usted por las listas que acompañarán a este informe.

   La norma adoptada desde el primer momento fue la de no limitarse a ofrecer, para que la aprovecharan los que quisieran ir en su busca, sino llevarla en primer término a los puntos de reunión habitual de los obreros y, en general, de todos los elementos a los cuales puede esta enseñanza convenir.

   Las mujeres tienen su porción de cuidados, de cultura, de educación en la Universidad Popular, la cual ha dado clases especiales de instrucción primaria para señoritas.

   Oigamos lo que a este respecto nos cuenta don Antonio Gascón y Miramón, vocal de la Junta de gobierno de la Universidad:

   «La Asociación general de modistas -dice este señor- se dirigió de oficio a la Universidad Popular rogando que se proporcionara a sus asociadas las enseñanzas de lectura, escritura, gramática y aritmética.

   Nuestra Universidad creyó que no podía contestar con una negativa a esta demanda; pero considerando que por la índole de la nueva enseñanza pedida y de las alumnas que habrían de recibirla era precisa una organización especial, recabó el concurso de la Asociación para la enseñanza de la mujer, cuyas alumnas más adelantadas, en unión de algunos individuos del Profesorado de dicha Asociación, tomarían a su cargo la tarea, conservando siempre los profesores de la Universidad Popular cuanto se refiere a la organización y cuidado de la enseñanza. Con la ayuda ocasional de varios de nuestros compañeros, cuidaron especialmente de este servicio, y no faltaron ni un solo día los señores don Constancio Bernaldo de Quirós y don Guillermo Beeluire».

   Las clases se dieron por la noche, tres veces a la semana, y los resultados fueron verdaderamente alentadores.

   Una de las tareas más simpáticas de la Universidad Popular es la de las visitas a los Museos.

   Yo he presenciado casualmente algunas, pues son muy frecuentes, y he quedado encantado de la diafanidad, del espíritu claro y sintético con que se dan las explicaciones.

   Estas visitas han sido frecuentes; fijándonos en el año de 1905, tenemos que solamente del 15 de enero al 9 de julio se hicieron a los Museos del Prado, de Arte Contemporáneo, de Reproducciones, Arqueológico y de Ciencias Naturales, veintiuna visitas en otros tantos domingos.

   Cada profesor tuvo a su cargo un grupo de 12 a 20 alumnos. Los primeros grupos se formaron con los asistentes a las conferencias dadas en el Centro de Sociedades Obreras, después se formaron otros en la Asociación general de Dependientes de Comercio y en la de Modistas y ya avanzado el curso, la Sociedad El Fomento de las Artes formó un grupo más, del que se encargó uno de los profesores de la Universidad Popular.

   Los alumnos matriculados pasaron de 250. Los que asistieron en cada día fueron de 80 a 18. Los 16 profesores que se encargaron de este trabajo dieron nada menos que ciento treinta y cuatro lecciones!

   El público de la Universidad Popular es, por todo extremo, interesante. Veréis allí desde el sexagenario hasta el niño; veréis a los dos sexos representados por sus más humildes individuos; veréis el amor, la devoción, la sostenida quietud y atención con que todo el mundo oye las lecciones que le dan, la puntualidad con que todo el mundo acude a oírlas.

   Este espectáculo constituye sin duda la mejor recompensa, el mejor estímulo para las nobles energías que en la Universidad Popular laboran.

   No quiero concluir este informe sin dar el último resumen de trabajos hechos, a saber, el efectuado en el curso de 1905-1906, advirtiendo que si no doy el de los trabajos completos, desde la fundación de la Universidad, es porque no bastarían para ello muchas páginas.

   Ojalá que este resumen determine, en las diversas instituciones docentes de nuestro México, el movimiento de simpatía hacia la Universidad Popular de Madrid, a que las nobilísimas tareas de ésta le dan derecho.

   CURSO DE 1905 A 1906 Resumen de los trabajos hechos en este curso hasta el día 22 de abril inclusive.

   - Conferencias y lecciones diversas ................................. 148

                         »con proyecciones...................................... 14

                         »con ejemplos musicales ........................... 26

   - Audiciones musicales .................................................... 25

   - Curso de Economía, lecciones ...................................... 12

              »de Geografía, lecciones ...................................... 6

   - Lecciones en los Museos .............................................. 121

                    »en el estudio del señor Sorolla ..................... 2

   - Clases a las obreras ....................................................... 139

   - Conferencias sobre Higiene

   bucal en las Escuelas Municipales................................... 19

   - TOTAL .......................................................................... 512

   Los Centros en que ha trabajado este año la Universidad Popular, son:

   Centro de Sociedades Obreras. Relatores, 24.

   Centro de Sociedades de Dependientes de Comercio. Costanilla de los Ángeles, 1, 2.º

   Centro Obrero Societario. Costanilla de los Ángeles, 1, 1.º

   Centro de Pintores Decoradores. Horno de la Mata, 7, 2.º

   Centro Instructivo de obreros republicanos del distrito de la Inclusa. Abades, 20.

   Centro Instructivo de obreros republicanos del distrito de la Latina. Ruda, 21.

   El Fomento de las Artes. San Lorenzo, 13.

   El curso de Economía se ha dado en el Centro de Sociedades de Dependientes de Comercio. El de Geografía se da en un local del Ateneo, los domingos por la mañana.

   En la semana próxima comenzarán los trabajos en los centros siguientes:

   Centro Instructivo de obreros republicanos del distrito de Buenavista. Núñez de Balboa, 23.

   «La Única.» Sociedad de los gremios de comestibles unidos. Pontejos, 1.

   Cinco centros de obreros católicos.

   Poco después se inaugurará la tarea en el Centro Instructivo de obreros republicanos del distrito de Palacio. Reyes, 19.

   Constructores de carruajes. Relatores, 24.

   Sordo-mundos. Luzón, 4.

   Centro Instructivo y Protector de ciegos. Barbieri, 21

   Como he dicho, la Universidad Popular ha arrendado hace días un modestísimo local en la calle del Sacramento, número 4. Esto la permitirá centralizar su labor y montar algunas enseñanzas sistematiza das, sin perjuicio de continuar, como hasta ahora, sus demás trabajos.

   Queda abierta la matrícula enteramente libre y gratuita para los cursos siguientes:

Geografía.

Historia de España.

Aritmética.

Geometría.

Física.

Antropología.

Higiene popular.

Legislación social.

Derecho político.

Derecho mercantil.

Solfeo.

   Los cursos serán, por ahora, de una a dos lecciones semanales, según los casos. Las clases se darán n las últimas horas de la tarde y por la noche hasta las once, comenzando en los primeros días de Mayo.

 

- X -

Los estudios histórico-literarios en España. -La poesía. -La novela histórica. -Literatura anecdótica. -Cultivo entusiasta de un noble género

   Es admirable cómo de pocos años a esta parte, la literatura histórica, esa flor y nata de la prosa didáctica, ha florecido en España.

   ¿Será que la nación, amargada un tanto por sus recientes desventuras, se vuelve hacia su glorioso pasado en demanda de consuelos? No lo creo.

   Más bien pienso que esta moda francesa de las monografías, esta boga de la historia anecdótica, de la reconstrucción y resurrección de épocas más o menos olvidadas, ha acabado de pasar los Pirineos y ha hallado en España un medio ambiente propicio.

   Yo me explico perfectamente, por lo demás, ese novísimo y entusiasta cultivo de la historia, aquí donde es historia todo, donde las piedras hablan a quienes saben interrogarlas, donde cada florecita del camino, cada jaramago, cada cardo, podrían decirnos al oído cosas muy bellas y muy hondas.

   El venero es tan rico, tan opulenta la veta, que todo el mundo va dejándose tentar y ya casi no hay autor que no emprenda uno de esos libros de historia amena que tanto enseñan sonriendo, que por sus dimensiones y por su estilo nos invitan poderosamente a leerlos, y que son como guías literarias y admirablemente documentadas para viajar por este mundo de recuerdos.

   Los españoles han sido siempre historiadores. Tantas cosas han visto en esa su secular época, de conquista, de colonización, de dominio casi universal, que no han resistido al natural impulso de contarlas.

   Y así se vio en otros siglos, especialmente en el XVI y XVII, a esos soldados y a esos frailes que al propio tiempo que guerreaban o evangelizaban, iban historiando lo que veían, en verso, como don Alonso de Ercilla en su Araucana, o en prosa, como don Diego Hurtado de Mendoza, Hernán Cortés en sus Cartas de Relación sobre el descubrimiento y conquista de la Nueva España, el capitán Bernal Díaz del Castillo, don Francisco de Xerez, don Gonzalo de Hernández de Oviedo, Garcilaso de la Vega, ¡qué más!, el mismísimo Carlos V en sus comentarios, por desgracia perdidos.

   Pero todos los prosadores históricos de la época clásica hacían sus relaciones harto mazacotudas, vertebradas con enormes períodos, y construidas con esa penosa sintaxis de los expresados siglos XVI y XVII, y tanta paciencia se necesita ahora, dentro del vértigo de la vida moderna, para leer a un Gonzalo de Illescas como a un Luis del Mármol Carvajal, a un Zurita, a un Bernardino de Mendoza, a un Mariana, etcétera.

   Por lo que ve a los Cronicones de los siglos XIII, XIV y XV, así como a los poemas de aquel tiempo, difícil es que hayan abundado en país alguno como en España, y muchos de ellos son aún donosos y entretenidos, así como las historias de principios del siglo XVI.

   ¿Quién no lee con gran interés, por ejemplo, la terrible crónica de don Pedro I de Castilla, apellidado el Cruel... o el justiciero, como otros dicen, cuyo autor es el canciller don Pedro López de Ayala? No menos solazosa es la Crónica de Don Enrique Cuarto, por don Diego Enriques del Castillo, y la de los Reyes Católicos, por Hernando del Pulgar.

   Menos abundante fue la novela histórica, cuyo prestigio es hoy tan grande entre los que leen. Sin embargo, allí está Ginés Pérez de Hita, que aún se deja leer con encanto. Este género, en los tiempos modernos, degeneró en España. A ejemplo de Dumas padre, en sus divertidas pero absurdas novelas históricas, aquí se prostituyó el género sin pudor alguno.

   En los más discretos escritores influyó Walter Scott, al cual se imitaba furiosamente, y así llegó a las veces a adecentarse la novela histórica a principios del siglo pasado. Baste recordar las obras de Trueba y Cosío; el admirable libro del gran Larra: El doncel de Don Enrique el Doliente; Doña Isabel de Solís, de Martínez de la Rosa, y el Moro Expósito, del duque de Rivas, que, como dice Antonio Cortón, no es, en suma, más que una novela en verso.

   Hasta Espronceda, con su desmadejado Sancho Saldaña, se lanzó por los vericuetos de la novela histórica.

   El género decayó, sin embargo, después; pasó la moda y bueno es que haya pasado, porque no tenían aquellos escritores el concepto exacto de lo que este género literario debe ser, ni esa disciplina, esa fidelidad, esa exactitud que hoy se muestra en la reconstrucción del paisaje histórico.

   En la segunda mitad del siglo XIX empezó a ver el público español hombres de talla, de instrucción muy vasta, de criterio muy amplio, ocuparse con verdadera devoción en asuntos históricos.

   Don Antonio Cánovas del Castillo, a pesar de su vasta y agitada labor política, se dio a la historia con verdadero amor, y hay que confesar que su estilo se acerca ya a esta novísima forma de la literatura histórica que hoy priva en España.

   En sus páginas sobre «La casa de Austria en España», hay retratos admirables, entre ellos el sereno y grave de Felipe II, depurado de tanta tontería como se ha dicho de este rey. De don Marcelino Menéndez Pelayo, como historiador, ¿qué diré que no sea conocido de todo el mundo? Diré mi opinión, diré que me resulta ameno, a pesar de su excesiva erudición, y que si fuera dable fundir en uno a Azorín, por ejemplo, con su extraordinaria amenidad, con su exquisita comprensión de las cosas, y a don Marcelino con su saber, y dedicar a ese compuesto humano a escribir monografías históricas, o novelas, o libros de reconstrucción, éstos serían preciosos por todos conceptos.

   Pero me he acercado insensiblemente a los días actuales y fuerza es justificar lo que decía al principio, de ese florecimiento de los estudios históricos que aquí se advierte, ya sea en sus más severas formas, ya en esas más sugestivas, más insinuantes y por ende más populares del libro especial, ameno, anecdótico, que se concreta a estudiar tal o cual figura, tal o cual fecha, tal o cual suceso, con abundancia, pero sin congestión de noticias y de datos. Tal clase de obras, de pocos años a esta parte, ha aumentado en extraordinarias proporciones y, en la imposibilidad de hablar de todos los autores y todos los libros, enumeraré, sí, algunos, muchos, para que se vea el furor de que esta literatura disfruta.

   Empezaré por Pérez de Guzmán, el académico de la Historia, el cual por cierto quiere mucho a los americanos, ha estudiado a fondo nuestra vida colonial, y se ha leído a cuanto poeta ha habido a las manos, desde Francisco de Terrazas, hasta... Rubén Darío.

   Pérez de Guzmán es amenísimo. Su literatura histórica se informa admirablemente en el documento, pero huye de la nota nimia y pesada.

   Sus estudios, sus trabajos, son de una noble limpidez y de una admirable imparcialidad. Él es quien, por amor a la verdad, ha sabido mostrarnos la simpática, la dignísima figura de don Fernando V de Aragón en su verdadera luz, combatiendo a todos aquellos que injustamente han pretendido atribuir el mérito total de la política de su tiempo al cardenal Cisneros, supeditando al sagaz, al prudente, al sabio, al diplomático esposo de la gran Isabela.

   El ha sido asimismo quien ha roto lanzas por esa pobre, prosaica y calumniada Doña Mariana de Austria.

   De don Benito Pérez Galdós no diré más sino que en sus Episodios Nacionales cada día hay menor dosis de novela y mayor dosis de historia.

   El próximo episodio versará sobre Prim.

   Esa figura luminosa y caballeresca aparecerá dentro de un marco rigurosamente histórico.

   Al principio, el eminente autor pensó en mover a su héroe en México, primeramente; revivir de nuevo con su poderoso espíritu, que todo sabe animarlo, aquella aventura con que un hombre, envainando su espada, supo ganarse más gloria, más veneración y amor que si ella hubiese continuado siendo el instrumento de las más resplandecientes victorias.

   Pero luego, la misma escrupulosidad de don Benito, su amor mismo a la verdad, han hecho que no se decida a describir aquel escenario nuestro, aquella nuestra vida; porque teme no describirlos bien, recela que por las arterias de sus personajes no corra la sangre; teme no encontrar la cantidad de documentos y la calidad de los mismos que necesita, y estos sus nobles escrúpulos harán que el héroe se mueva sólo dentro del escenario europeo y que Galdós, al hablar de los movimientos que en México precedieron a la Intervención y al Imperio, se refiera más bien a aquellos personajes mexicanos que anduvieron por Europa y que más o menos influyeron acá en las Cortes, siendo coautores en la lastimosa aventura que acabó con la muerte de Maximiliano.

   Don Antonio Rodríguez Villa escribió hace poco tiempo un interesantísimo libro: La Reina Doña Juana la Loca, libro que me he leído con verdadero deleite. Rodríguez Villa es un hombre laboriosísimo y ha vaciado en esas páginas todo el archivo de Simancas.

   La larga y angustiosa vida de la que fue hija de la reina más grande de España y madre del Emperador más ilustre de la historia moderna está allí detallada día por día. El documento la sigue paso a paso, desde su infancia hasta su matrimonio con don Felipe, durante su larga estancia en Flandes, en su regreso a Castilla, su viudez, y, por último, en ese casi medio siglo de soledad y pasión en Tordesillas, en el viejo palacio donde murió.

   Quizá precisamente de lo que peca este libro es de exceso de documentación. Rodríguez Villa apenas si habla en él: deja que el documento nos lo refiera todo, y todo nos lo refiere el documento con una ingenuidad, con un color, con una vivacidad admirables. Sólo que esas largas tiradas de citas asustan al lector poco dado a estudios, y son, por lo tanto, poco eficaces para la vulgarización de la Historia. Para mí, las tales citas han sido un verdadero regalo, por lo que dejan transparentar de todo el reinado de los Reyes Católicos, de la vida castellana en las postrimerías del siglo XV y comienzos del siglo XVI; pero es claro que al común de los lectores hay que tratarlos con más suavidad, a fin de que lean y se instruyan.

   Como los trata, por ejemplo, el erudito y amenísimo padre Coloma. Se recordará que este ilustrado jesuita empezó por escribir encantadoras narraciones para los niños, en las cuales había ya sus asomos de Historia.

   Dedicóse después a obras de mayor aliento, y publicó aquellas famosas Pequeñeces que tanto escándalo armaron en España, y en las que con colores tan vivos pintaba a la aristocracia madrileña.

   A Pequeñeces siguió Boy, que empezó a publicarse en el Mensajero del Sagrado Corazón de Jesús, de Bilbao, y que se suspendió de la noche a la mañana. ¿Por qué? Quizás la Compañía de Jesús, siempre avisada y prudente, halló que las novelas del padre Coloma removían demasiado la curiosidad pública. Ello es que Boy no continuó y que, después de algún tiempo, el padre Coloma se nos mostró en un nuevo avatar: el de historiador.

   Su primer libro de estudios históricos fue el intitulado Retratos de antaño, escrito a instigación de la duquesa de Villa Hermosa, y que se refería a antepasados de esta excelsa dama, nada menos que de don Martín de Aragón, que era de origen real, y la cual que siempre protegió las artes y las letras, dando claras muestras de su desprendimiento y de su amor a España con el precioso regalo de dos Velázquez al Museo del Prado, por lo cual los yanquis le ofrecían una fortuna. A los Retratos de antaño, que se referían especialmente a la que fue llamada La Santa Duquesa, y que si he de decir la verdad eran un poquito secos, un si es no es adustos y asaz repletos de erudición, siguió un libro de éstos que llamo yo de historia anecdótica, una amabilísima monografía, La Reina mártir, estudio muy completo sobre María Estuardo. Es claro que impera en esas páginas un criterio especial, que están escritas con un determinado fin y que no es tal criterio precisamente el que la Historia acepta con respecto a la infortunada Reina de Escocia. Pero en cambio, la soltura y claridad del estilo, la gracia y primor del colorido, el interés inmediato e intenso que esas páginas despiertan, hace de La Reina mártir una lectura que difícilmente se olvida.

   Ningún reposo se dio después de este bello libro el padre Coloma, y el año pasado publicó el primer volumen de una obra de más aliento, cuya edición quedará completa en el año actual. Trátase de Jeromín, o sea la vida de don Juan de Austria.

   He leído ese primer volumen a que me refiero y confieso que me ha encantado.

   El padre Coloma afirma en él sus cualidades de historiador sugestivo, erudito sin indigestión, insinuante, pintoresco. Esta historia de don Juan de Austria, como otras muchas historias ciertas, prueba que nada hay más novelesco que la realidad y que a veces, como dicen los franceses, la verdad es inverosímil. Qué admirable, qué raro y brillante destino el de ese Jeromín, cuya primera infancia transcurrió en Leganés, en las cenagosas callejas en que con palurdillos de su edad jugaba a la ballesta; que ignoraba de dónde venía y adónde iba, y que un día de golpe y porrazo se encuentra con Felipe II, quien le dice nada menos que estas palabras, en presencia de Luis Guijada, tutor disimulado del arrapiezo, y del gran duque de Alba:

   -Y a todo esto, señor labradorcillo, no me habéis dicho aún vuestro nombre.

   -Jerónimo -respondió el muchacho.

   -Gran santo fue; pero preciso será mudároslo... ¿Sabéis quién fue vuestro padre?

   Enrojeció Jeromín hasta el blanco de los ojos y alzólos hacia el Rey, entre llorosos e indignados, porque le pareció afrenta no tener respuesta que darle. Mas conmovido entonces Don Felipe, púsole una mano en el hombro, y con sencilla majestad le dijo:

   -Pues buen ánimo, niño mío, que yo he de decíroslo... El Emperador, mi señor y padre, lo fue también vuestro, y por eso yo os reconozco y amo como a hermano.

   En esto de vidas que por lo maravillosas eclipsan a la novela mejor urdida, y que son y serán siempre admirable asunto para esa literatura histórica de que vengo hablando, no anda por cierto escasa la época moderna. Allí tenéis a la Emperatriz Eugenia, pasando del relativo bienestar de una existencia decorosa al primer trono del mundo y paseando en triunfo por París. Y allí tenéis también, para no ir muy lejos, a aquella guapa Pepita nuestra, que casada con Bazaine pasó de una población del Estado de Veracruz, primero al Palacio de México y luego al de las Tullerías y que acaso no estuvo muy lejos, si la aventura del Mariscal cuaja, de escalar el trono de Francia.

   El incomparable Navarro Ledesma también hizo como ninguno, debiéramos decir, historia anecdótica.

   Ese hombre, que poseía de un modo insuperable el idioma, que conocía tan a fondo la historia de su país, que había logrado hacerse un estilo tan puro y amable, tenía que descollar, como descolló, en tal género literario.

   Su Ingenioso Hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra es, sencillamente, una obra maestra; más que todos los elogios que de ella pudiese yo hacer, y que alargarían yo sé hasta dónde este Informe, está su lectura. Leed esa paciente, esa opulenta y nobilísima obra; es lo mejor que podréis hacer.

   Navarro Ledesma, en sus últimos días, había hecho con verdadera veneración un viaje por Castilla la Vieja, un piadoso viaje por los caminos del Cid, y «marchó Navarro Ledesma -dice Enrique de Mesa en una página que dedica al maestro muerto en flor- a recorrer el viejo solar de Castilla. En substancia de su pluma con castizos jugos, templado su espíritu en puras, españolas fuentes, forjado su estilo en castellano yunque, ¿quién mejor que él podría arrancar a las llanuras ásperas, a las renegridas piedras y a los soleados muros de las ciudades muertas sus recuerdos históricos y sus fábulas legendarias?».

   «Visitó el maestro el lugar de las campañas de Fernán González, el sitio de la tragedia de los Infantes, y en la tierra por él amada sintió el último de los dolores de su vida, que le llevó a la muerte».

   Qué libro tan hermoso, qué bella reconstrucción, qué resurrección portentosa de un Cid o de un Alvar Fañas de Minaya hubiera salido de ese viaje! Pero la muerte, áspera y diligente, arrebató al sembrador en pleno esfuerzo... y el libro fuese con él a la tumba...

   Don Julio Nombela, editor de la Ultima Moda, ha decidido asimismo editar una serie de obras históricas que se referirán a autores célebres.

   Esta colección, según las palabras del editor, «tiene por objeto contribuir a la cultura de todas las clases sociales, reuniendo en un sólo volumen y en el más reducido espacio posible los más interesantes detalles de la vida de los autores nacionales y extranjeros, antiguos y modernos, de universal celebridad, la completa reseña de sus obras y los fragmentos de ellas que mejor caractericen su peculiar estilo y pongan de relieve sus cualidades personales». En la época actual, añade el editor, «es indispensable poseer una ilustración general y sólida, que no permite adquirir fácilmente la vertiginosa rapidez con que se vive. Los libros que ofrecemos aspiran a satisfacer en breve tiempo y a poca costa esta necesidad intelectual, etcétera».

   La verdad es que estas líneas que he citado no han sido simples retóricas de reclamo ni palabras al viento: el primer libro de la serie, el Espronceda, de don Antonio Cortón, cumple con tan buenos propósitos y, con justicia, ha merecido el unánime sufragio de la Prensa. La vida del poeta, depurada de mentiras líricas y de injustas leyendas, aparece diáfana en esas páginas en las cuales se respira el ambiente de los comienzos del siglo XIX.

   Cortón no adula al poeta, no procura embellecerlo, con todo y que se ve a las claras cuánto lo ama. El Espronceda de su libro es el verdadero, con todas sus miserias y todas sus bellezas, y así la figura adquiere un relieve definitivo y tanto más noble cuanto más verdadero.

   Citaré, para concluir, porque no puedo menos, dadas ya las exageradas proporciones de este modesto trabajo, las siguientes obras:

      Fernando VI y Doña Bárbara de Braganza, por Alfonso Danvila.

      Suizo de Molina, por Blanca de los Ríos.

      El Arcipreste de Hita, por Julio Puyol y Alonso. (Este estudio crítico es muy importante).

      Alarcón, por Luis Fernández Guerra. Refiérese este libro a nuestro glorioso don Juan Ruiz de Alarcón, y nos cuenta su vida y sus trabajos en España, diciéndonos todo lo que puede interesar al lector; cuanta anécdota se ha podido recoger sobre el graso poeta, su situación con respecto de sus contemporáneos: sus rivalidades con Lope, etc., etc.

   Los precursores españoles de Bacon y de Descartes, por don Eloy Bullón.

   Cómo se defendían los españoles del siglo XVI, por F. de la Iglesia.

   Origen filológico del Romance Castellano, por don Manuel Rodríguez y Rodríguez.

   También pertenecen a la literatura histórica versos, como los que con el título de Leyenda ha coleccionado don Antonio de Zayas, y que retratan a innumerables glorias españolas con un hábil rasgo, en su medio ambiente especial.

   Y, por último, en la nueva colección popular intitulada Oro Viejo y Oro Nuevo, se han reimpreso los principales romances históricos del duque de Rivas.

   No creo necesario citar más, aunque me vienen innumerables nombres a la memoria, para justificar lo que al principio de mi informe decía de este reflorecimiento, de esta abundancia de estudios históricos de todos los géneros, que muestran una corriente muy simpática, un rumbo muy loable, una orientación muy noble de la mentalidad española actual.

 

- XI -

Programas, horarios y métodos seguidos en Francia para la enseñanza de la lengua nacional

   Señor:

   Aprovechando mi permanencia do algunos días en Francia y la amabilidad de nuestro ministro el señor Mier, quien se sirvió recomendarme con las personas que podían ayudarme en mi cometido, he visitado, en ejercicio de la comisión con que se sirvió usted honrarme y que consiste en estudiar en los países extranjeros los métodos, programas de enseñanza, textos, innovaciones y adelantos relativos a las clases de Lengua Nacional de cada uno de esos países y de su literatura propia; he visitado, digo, algunos liceos y colegios y procurado darme cuenta de los métodos que siguen para la enseñanza del francés y del resultado de estos métodos.

   Desde luego me he fijado en la graduación que aquí se hace de los estudios, en general; en la división de los cursos y en los programas relativos a ello, y he formado el siguiente pequeño cuadro que los sintetiza y resume:

1.º Enseñanza materna.

2.º Clase infantil.

3.º Enseñanza primaria propiamente dicha.

   Por lo que ve a la enseñanza maternal, a la que el gran Froebel dio una importa que pudiéramos llamar meticulosa y en la que basó todo su noble edificio pedagógico, no me parece que pueda compararse aún en Francia a la americana, por ejemplo, que ha sabido transplantar y robustecer todos los métodos alemanes con loable rapidez y con notables resultados.

   Quizá éste, que pudiéramos llamar profesorado nimio y metódico de la madre, que norma y guía cada movimiento de su hijo hacia un fin perfectamente definido, convirtiendo en un pretexto de educación cada detalle de la vida exterior, no cuadra con la índole de nuestras madres latinas, cuya dulce misión más está entretejida de besos que de enseñanzas.

   Por lo que ve a lo que aquí se llama clase Enfantine y que entiendo que corresponde a nuestros jardines de niños, se nota en Francia algo muy digno de ella: el vivo deseo de aprender de los anglo-sajones, lo que constituye una de sus más nobles preseas en asunto educativo, y es cada día más notable el mejoramiento del material escolar, por ejemplo, y cada día se impone más a los espíritus esta idea madre de la educación americana e inglesa: todo para el niño. Hagamos del niño desde su más tierna edad un ser consciente de sus deberes y de sus derechos. Démosle lo más pronto posible lo que los americanos llaman con una frase muy atinada y típica el control de sí mismo: the self control; coloquémosle en su verdadero lugar con relación a todas las cosas, para que la perspectiva de ellas nunca lo engañe, y hagamos por medio de útiles escolares, sabiamente construidos y combinados, que se forme un concepto sintético del mundo que le rodea y de la manera de utilizarlo.

   Creo, no sé por qué, que los maravillosos triunfos del Japón, que el inopinado movimiento con que éste se ha impuesto al mundo, que, sobre todo, el tino inmenso con que ha sabido aprovechar las enseñanzas del exterior, han conmovido a Francia, mejor que tantos libros, y la han hecho salir de sí misma y buscar en el extranjero comparaciones muy útiles e insinuaciones muy saludables.

   Por más que cierta clase de periódicos, con un lamentable jacobinismo, tiende a engañar a la nación con respecto al valor intelectual de los otros pueblos, y ahora especialmente con respecto al enemigo de su aliada la Rusia, otros periódicos, con celo digno de todo elogio, quitan de sus ojos las vendas y le dicen palabras como estas de Ludovico Naudeau: «¿Por qué Inglaterra supo hace algunos años que podía, sin temor de fracaso, aliarse con el Japón? ¿Por qué los Estados Unidos observan desde hace mucho tiempo una actitud deferente respecto del pueblo nipón? Porque esas dos naciones han sido informadas, advertidas por sus innumerables viajeros, porque sus concienzudos escritores sabían ya que el Japón se había convertido en una gran potencia en una época en que otros pueblos menos clarividentes, o quizá menos documentados, se complacían aún en sarcasmos y burlas que no eran más que la manifestación de su ignorancia...

   Por un viajero francés en el Japón circulan dos o tres mil viajeros anglo-americanos. Por un libro escrito sobre el Japón en lengua francesa, aparecen veinte en lengua inglesa. En los registros de los hoteles, a cada instante se ven nombres célebres de todo Londres o de todo Nueva York.

   Pero ¿dónde están los nombres franceses? No los veo. Francia, sin embargo, es el país en que hay más rentistas.

   ¿Qué hacen los ricos franceses? ¿Por qué se resignan a ser nulos?

   Cuando el Universo se abre a ellos, ellos se desecan en su pequeña patria provincial. ¡Ay! Francia entera se ha vuelto una pequeña patria, y el mundo terrestre no es tan vasto como lo creen los sedentarios. Señores ricos de Francia, los navíos os esperan.»

   - Ludovic Naudeau. Le Journal, 12 de agosto».

   La anterior cita, que a primera vista parecería improcedente, no lo es, en modo alguno, si se considera que confirma lo que indicaba arriba respecto del naciente, pero vigorosísimo, deseo que hay ya en este país tan grande, tan bello y tan noble, de aprender franca y resueltamente lo que ignora, de salir de sí mismo, de asimilarse lo mejor de otros países y de ejercer así de nuevo en el mundo ese divino apostolado intelectual que le conquistó el nombre de madre y maestra latina.

   No hace muchos años aún, requisitorias del linaje de la de Naudeau hubieran sido muy mal recibidas. Hoy, aquí, abundan los que las pronuncian y más aún los que las escuchan y meditan.

   En el terreno de la Instrucción pública, que es el que nos atañe y nos interesa por ahora, se advierte todavía más que en otros este nobilísimo deseo de expansión y de comparaciones. Basta ver, en la carta que el ministro de Instrucción pública dirigió, por ejemplo, en enero de 1902 al Presidente de la Comisión de Enseñanza de la Cámara de Diputados con motivo de los nuevos programas, las frecuentes alusiones a los métodos de enseñanza más fructíferos del extranjero y a lo que de ellos es aplicable a Francia.

   Es proverbial la frase aquella de que en 1870 no fueron los cañones, sino los maestros de escuela de Alemania, los que triunfaron. Francia ya puede decir ahora que tiene maestros de escuela en toda la amplísima y dignísima significación de la palabra.

   Pero vengamos a la enseñanza del francés.

   En lo que aquí se llama classes Enfantines, la enseñanza de la lengua se hace: 1.º Por medio de Ejercicios orales, a saber: preguntas muy familiares que tengan por objeto enseñar a los niños con claridad y corrección los defectos de pronunciación.

   Ejercicios muy sencillos de lenguaje: vocabulario y frases breves.

   Ejercicios de memoria: recitación de poesías muy sencillas y fáciles, siempre explicadas en clase previamente.

   2.º Ejercicios escritos, que consisten: en copiar textos breves, previamente explicados, y que preparen para el estudio de la ortografía.

   En escribir al dictado textos del mismo género.

   3.º En lecturas, muy breves, hechas en clase y contadas luego por los niños.

   Como se ve, estos procedimientos son análogos del todo a los propuestos en diversas ocasiones en México por los programas de Lengua Nacional.

   En la división de dos al-los, que aquí se llaman preparatorios, la repartición de horas beneficia singularmente al francés, pues que a él se le consagran nueve horas semanarias de clases.

   El programa que se sigue es éste:

   Lectura, acompañada de una corta explicación del sentido de las palabras más difíciles. Colección elemental de trozos escogidos.

   Los trozos escogidos son obligatorios en la división preparatoria.

   Los hay, como todos sabemos, en Francia en una proporción enorme. Yo conozco más de veinte volúmenes y casi todos bien arreglados, de suerte que experimentamos, con respecto a ellos, lo que aquí se llama l’embarras du choix. Para hacer su lectura más interesante, los autores modernos empiezan a preocuparse sobre todo -y éstas son desde hace tiempo por cierto las ideas de usted, señor ministro, sobre el particular- de que cada lecturita constituya un ensemble, si he de usar la palabra extranjera; un todo y no un fragmento desmadejado que no puede tener interés alguno para el niño.

   Así, pues, búscanse especialmente los cuentos, las anécdotas, los pequeños discursos (la mies aquí es vasta y muchos los operarios), y cuando hay que tomar algo de carácter fragmentario, porque el autor clásico o moderno en cuya obra se espiga no tiene nada pequeño y adecuado, entonces el fragmento es, casi siempre y merced a una atinadísima elección, tan bien hallado, que se desprende y destaca perfectamente en la crestomatía y despierta el buscado interés del niño.

   Pero sigo mi enumeración:

   Lengua francesa - Primeras nociones sobre las diferentes especies de palabras: nombre, artículo, adjetivo, verbo.

   Primeros elementos de la conjugación: verbo être, verbo avoir.

   Verbos regulares (la voz activa solamente). La pasiva tiene modalidades que suponen para su comprensión ideas un poquito más avanzadas. Formación del femenino y del plural, con una breve explicación, repetida lo más posible, de la índole del idioma acerca de esa formación.

   Concordancia del adjetivo con el nombre y del verbo con el sujeto.

   Análisis: reducido a sus formas más simples.

   Naturaleza de las palabras: género, número. Relaciones del adjetivo con el nombre, determinado o calificado sujeto del verbo.

   Ejercicios de análisis, generalmente orales y algunas veces escritos.

   Ejercicios orales - Preguntas y explicaciones a propósito de los diversos ejercicios de la clase.

   Interrogación sobre el sentido, el empleo, la ortografía de las palabras que hay en el texto que se ha leído. Deletreo de las palabras difíciles.

   Reproducción oral de pequeñas frases leídas y explicadas y luego de narraciones o de fragmentos leídos por el profesor.

   Ejercicios de memoria - Recitación de poesías de índole muy sencilla, siempre explicadas previamente en clase (sentido de las palabras y de las frases).

   Ejercicios escritos - Ejercicios graduados de ortografía (en el pizarrón o en los cuadernos).

   Dictados de poca extensión, previamente leídos y explicados y que ofrecen un sentido completo e interesante.

   Llamar la atención de los niños sobre la puntuación. Nada más que llamarles la atención, pues esto de la puntuación constituye algo de lo más hondo y difícil de lo que pudiéramos llamar la psicología del lenguaje y del estilo.

   En el llamado «segundo año preparatorio» se dedican a la enseñanza de la lengua siete horas semanarias.

   La distribución de trabajos es como sigue:

   Lectura: el mismo programa que en el primer año preparatorio.

   Colección elemental de trozos escogidos.

   Lengua francesa: nociones sobre las diferentes especies de palabras:

   nombre, artículo, adjetivo, pronombre, adverbio, verbo, conjugación completa de los verbos regulares (voz activa).

   Reglas de concordancia, las más sencillas; naturaleza de las palabras: género, número, personal tiempo, modo.

   Idea de la proposición: simple análisis de sus elementos esenciales:

   sujeto, verbo, complemento del verbo (directo o indirecto).

   Atributo del sujeto.

   Ejercicios de análisis, las más veces orales y algunas veces escritos.

   Ejercicios orales - El programa mismo del primer año preparatorio.

   Ejercicios de memoria: el mismo programa que en el primer año preparatorio.

   El profesor podrá hacer que sus discípulos aprendan de memoria trozos dictados, previamente leídos y explicados en clase.

   Ejercicios escritos:

   El mismo programa que en el primer año preparatorio.

   Pequeños ejercicios de la lengua francesa.

   Composición de pequeñas frases con elementos determinados.

   He aquí algunos ejemplos de ejercicios que es necesario variar:

   Distinguir los nombres de los adjetivos, verbos, etcétera., empleados en frases dichas por el profesor, escritas en el pizarrón o tomadas de un texto. Cambiar en una narración el tiempo de los verbos. Cambiar la persona. Ejercitar a los discípulos en encontrar, o si es posible en clasificar, cierto número de nombres, de adjetivos, de verbos, que se relacionen con un determinado orden de ideas. Explicación del sentido de los adjetivos que se dicten. Iniciar el empleo de nombres abstractos.

   He aquí, señor, lo que constituye la enseñanza primaria de la Lengua en Francia, enseñanza eminentemente práctica y nutrida que ya no se encontrará tan extensa y prolijamente en los años secundarios. Los dos años preparatorios de que acabo de hablar no deben confundirse, naturalmente, a pesar de su denominación, con lo que nosotros llamamos enseñanza preparatoria; pues corresponden en absoluto, como se ve, a la primera enseñanza. Constituyen, sí, una preparación sólida y vasta para la enseñanza secundaria, que consta de dos ciclos: el primero de una duración de cuatro años; el segundo de, una duración de tres, y que sí corresponde a nuestra enseñanza preparatoria.

   De estos dos cielos y de todos los detalles de la enseñanza secundaria hablaré en mi próximo informe, añadiendo algunas observaciones y apreciaciones personales.

   Protesto a usted mi profundo respeto y mi alta consideración.

   París, Agosto 16 de 1905.

 

- XII -

La enseñanza de la lengua y de la literatura en Francia.

   En mi anterior informe tuve el honor de hablar a usted acerca de los programas, horarios, métodos, etcétera, que se siguen en Francia para la enseñanza de la Lengua, y de comentar y glosar lo que me pareció digno de comento y de glosa.

   Voy a hablar a usted de los mismos detalles referentes a lo que en aquella nación se llama enseñanza secundaria siquiera sea someramente; pues me urge en posteriores comunicaciones informarle con respecto a muchas cosas que se refieren a la comisión que tuvo usted a bien confiarme, sobre todo en lo que ve a la enseñanza de la Literatura; pues confieso a usted que la materia es fértil por demás.

   La enseñanza secundaria está constituida por un curso de estudios de una duración de siete años, y comprende dos ciclos: uno de una duración de cuatro años; el otro de una duración de tres años.

   En lo que se llama el primer ciclo, los alumnos -y esto obedece a nuevos arreglos, hijos de nuevas ideas pedagógicas- pueden escoger entre dos secciones.

   En una se enseña, independientemente de las materias comunes a las dos secciones, el latín, a título obligatorio, desde el primer año, y el griego ad libitum a partir del tercer año.

   En el otro, que no incluye ni la enseñanza del latín ni la del griego, se da más desarrollo a la enseñanza del francés y de otros ramos.

   En el primer año de la enseñanza secundaria, correspondiente al primer cielo, que consta de cuatro años (el segundo ciclo consta de tres), la enseñanza del idioma francés se hace de la siguiente manera:

   División A.

   (Es decir, la que supone al par que la enseñanza del francés la del latín y del griego, y en la que consagran al francés sólo tres horas semanarias.).

   Lectura, explicación y recitación de autores franceses, gramática francesa, estudio de la sintaxis.

   Ejercicios de lengua francesa y de ortografía.

   Pequeños ejercicios orales y escritos de composición.

   Por lo que ve a las reglas se enseñan, sobre todo, por el uso. El profesor no debe dejar pasar inadvertida ocasión alguna de hacer que los discípulos las apliquen instintivamente. Unirá, pues, su enseñanza a los ejemplos que proporciona el lenguaje hablado lo escrito.

   El estudio de la gramática tendrá por objeto resumir en fórmulas precisas las reglas sacadas de la experiencia.

   En el mismo primer año, en la División B, es decir, en aquella que no supone la enseñanza del latín y del griego, y en la que se emplean cinco horas semanarias, el procedimiento es el siguiente:

   Gramática práctica.

   Ejercicios sencillos de análisis gramatical y de análisis lógico, sobre todo orales.

   Ejercicios sobre el vocabulario: familias de palabras, palabras simples, derivadas, compuestas.

   Lecturas y explicaciones de autores.

   Por lo que ve a la recitación, se hace de preferencia aprender de memoria a los alumnos pequeñas composiciones.

   Repetición libre, de viva voz o por escrito, de lecturas o narraciones hechas en clase.

   Pequeños ejercicios de composición.

   En el segundo año, y suprimiremos en esta vez y en las subsecuentes el programa de la División A, que sólo mencionamos en el primer año a título informativo, pero cuya enumeración es innecesaria, ya que está incluida en la División B (que se desarrolla en cinco horas semanarias); en el segundo año, digo, el método es el siguiente:

   Segundo año del primer cielo.

   División B.

   Estudio más completo de las formas -Sintaxis.

   Ejercicios escritos y orales de la lengua francesa.

   Lecturas y explicaciones de autores. Recitación. Se hará de preferencia aprender de memoria a los alumnos poesías breves y se les acostumbrará asimismo a hacer lecturas complementarias, que serán revisadas en clase. Pequeños ejercicios de composición.

   Debo advertir, antes de seguir adelante, que cada profesor tiene en su clase una pequeña biblioteca compuesta en este curso, por ejemplo, de trozos escogidos de prosa y verso, de los clásicos franceses.

   Poemas antiguos puestos en francés moderno. Por ejemplo, la canción de Rolando.

   Fábulas de La Fontaine. Boilean, Sátiras escogidas. Episodios de Lutrin. Racine-Esther, Fenelón y Telémaco.

   Poetas escogidos del siglo XIX.

   Cuentos y narraciones en prosa tomados de los escritores del siglo XIX.

   Esta biblioteca va aumentando naturalmente a medida que los cursos ascienden, según lo iremos viendo, y en ella escoge sus lecturas el profesor.

   Pasemos ahora al tercer año del primer ciclo:

   Lectura, explicación y recitación de autores franceses.

   Los discípulos, como en el año anterior, harán lecturas complementarias, que serán después comprobadas en clase.

   Revisión de la gramática francesa. Nociones muy elementales de versificación, con ocasión de la explicación de los textos.

   Ejercicios de versificación. Ejercicios de lengua francesa y de ortografía. Composiciones muy sencillas.

   Está recomendado en este curso al profesor que, con ocasión de la lectura de los textos, dé las nociones de gramática histórica que le parezcan necesarias. Estas nociones no serán materia de un curso continuado y solamente se darán dentro de la proporción en que puedan hacer más inteligible el uso actual de la Lengua.

   La pequeña biblioteca de autores que el profesor posee ha aumentado en este año con los siguientes:

   Corneille: Escenas escogidas.

   Molière: Escenas escogidas.

   Fenelón: Diálogos y fábulas escogidas.

   Voltaire: Carlos XII. Siglo de Luis XIV.

   Retratos y narraciones, tomados de las memorias de los siglos XVII y XVIII.

   Chateaubriand: Narraciones, escenas y paisajes.

   Michelet: Extractos históricos.

   Pasemos ahora al cuarto año del primer ciclo:

   En éste el método a que se ajusta la enseñanza es el siguiente:

   Lectura, explicación y recitación de autores.

   Los discípulos se acostumbrarán a hacer lecturas complementarias que serán comprobadas en clase como en el curso anterior.

   Lecturas y preguntas destinadas a hacer conocer las grandes épocas de la literatura francesa.

   A partir de esta clase, se pondrá en manos del discípulo un tratado elemental de literatura francesa.

   En cuanto a los autores que en este curso se leen, explican y recitan, he aquí la lista:

   Corneille: Horacio Cinna.

   Racine: Britannicus-Efigenia.

   Molière: Le Bourgeois Gentilhomme - Les femmes savantes.

   Bossuet: Oraciones fúnebres.

   Chateaubriand: Narraciones, escenas y paisajes.

   Víctor Hugo: Poesías escogidas.

   Cuentos y narraciones tomadas de los escritores del siglo XVII y del XVIII.

   Escenas tomadas de los autores cómicos de los siglos XVII y XVIII.

   El segundo ciclo de la enseñanza secundaria, que venimos analizando consta de tres años.

   He aquí el programa del primero:

   Explicación y recitación de autores franceses.

   (Los alumnos, como en los años anteriores, se acostumbrarán a hacer lecturas complementarias, que serán después comprobadas en clase, de composiciones francesas).

   Lecturas y cuestionarios destinados a hacer conocer a los principales escritores franceses, hasta fines del siglo XVI.

   A partir de esta clase se pondrá en las manos de los alumnos una gramática más desarrollada.

   Autores:

   Trozos escogidos de pensadores y de poetas de los siglos XVI XVII, XVIII y XIX.

   Canción de Rolando.

   Villehardouin, Joinville, Froissart, Commines. Extractos. Crestomatía de la Edad Media.

   Montaigne: Principales capítulos y extractos.

   Obras maestras poéticas de Maret, Ronsard, du Bellay, d’Subigné, Regnier, Corneille. Teatro escogido.

   Molière: Teatro escogido.

   Racine: Teatro escogido.

   La Fontaine: Fábulas.

   Boileau: Sátiras y epístolas.

   Bossuet: Oraciones fúnebres.

   La Bruyère: Caracteres.

   Cartas escogidas de los siglos XVII y XVIII.

   Lecturas sobre la sociedad del siglo XVII, tomadas de las memorias y de las correspondencias.

   J. J. Rousseau: Trozos escogidos.

   Obras poéticas maestras de Lamartine y de Víctor Hugo.

   Principales historiadores del siglo XVIII.

   (He tenido empeño en dar cuenta de estas largas listas de autores porque las encuentro graduadas con tal perfección y tino, que juzgo que serían el mejor indicio para la elección de esa pequeña biblioteca del profesor que el señor Sierra, ministro de Instrucción Pública, desea que haya en cada clase).

   Pasemos ahora al segundo año del segundo ciclo (último de la enseñanza del francés).

   En éste la biblioteca del profesor, que hemos visto enriquecerse continuamente, agrega a las obras que acabamos de mencionar, las siguientes:

   Pascal: Pensamientos Provinciales (I, IV, VIII y Extractos).

   Fenelón: Carta a la Academia. Extractos de otras obras.

   Montesquieu: Consideraciones sobre las causas de la grandeza y de la decadencia de los romanos.

   Diderot: Extractos.

   J. J. Rousseau: Trozos escogidos. Carta a D’Alambert sobre los espectáculos.

   En cuanto al programa de este año, helo aquí:

   Explicación y recitación de autores franceses.

   Composiciones francesas.

   Lecturas y preguntas destinadas a hacer conocer los principales escritores franceses del siglo XVII al fin de la primera mitad del XIX.

   Como en el curso anterior, como en los anteriores, diremos mejor, los alumnos harán lecturas complementarias, que serán comprobadas en clase.

   En este año termina, como lo indico arriba, por lo que ve a la lengua francesa, la Enseñanza secundaria.

   Los programas, como se ve, no pueden ser menos pesados, y, sin embargo, el alumno que concienzudamente haya recorrido todos los años se encontrará con un conocimiento amplio y comprensivo de la lengua y de la literatura de su país.

   Lo que más me ha agradado en estos programas es la graduación perfecta por la cual se pasa desde los primeros hechos del Lenguaje hasta los más amplios conocimientos literarios. La gramática -que apenas asoma la oreja- ha ido hábilmente dejando el campo a la literatura patria, y no se ve entre unas y otras enseñanzas solución alguna de continuidad.

   Lo que constituye, hoy por hoy, en México el anhelo por excelencia del Ministerio de Instrucción Pública, con respecto a la Lengua y la Literatura, a saber: la unificación de métodos desde la primaria hasta la preparatoria, en Francia se ha realizado de la manera más perfecta. Sea cual fuere el criterio personal de cada profesor, el cauce común por el que tiene que deslizarse su enseñanza es de tal suerte definido y preciso, que la enseñanza misma tiene que serlo. La homogeneidad de ésta no peligra en lo más mínimo a través de todos los cursos- ¿cuándo lograremos esto en la Preparatoria?

   Yo entiendo que allá se requerirá algo más que en Francia: La homogeneidad del Profesorado.

   Pido a usted perdón, señor, por las innumerables deficiencias de este informe y le protesto mi más distinguida consideración y mi respeto.

 

- XIII -

Observaciones en cuanto a la enseñanza de las lenguas vivas en Europa.

   En mi anterior informe hablaba a usted de la enseñanza de la lengua francesa en todos los grados y en todos los Liceos y Colegios de la República. En éste me propongo apuntar las mejores observaciones y notas que he podido recoger, acerca de la enseñanza de las lenguas vivas en general, en los más cultos países de Europa.

   Pero antes de decir algo respecto de esta enseñanza y para fijar la cuestión y encauzarla, sería acaso oportuno preguntarse: ¿qué debemos entender por el conocimiento de una lengua? Conocer una lengua, dicen casi todos los autores, es escribirla y leerla con facilidad y corrección.

   ¿Se puede por ventura llegar a tal resultado en el estudio de una lengua distinta de la materna en la escuela primaria?

   Este fin, dice una autoridad, es tanto más difícil de alcanzar cuanto que hasta en la propia enseñanza del idioma materno llegamos, sino aproximativamente, a dar a nuestros discípulos un lenguaje preciso y exacto, una escritura justa y correcta. Y sin embargo, este es el objeto hacia el cual debemos ir, y nuestra enseñanza debe estar organizada de manera que, a su salida de la escuela, los niños sepan hablar de una manera conveniente la segunda lengua, tener una correspondencia fácil, leer los periódicos y las obras de escritores populares.

   ¿Cuál es el mejor método que debe emplearse para llegar a resultado tan apetecido? Para responder a la pregunta basta observar lo que pasa a nuestro alrededor. ¿Cómo obran en efecto las gentes prácticas que quieren hacer aprender una lengua extranjera a sus hijos? ¿Qué hacen, concretando más la pregunta, los padres mexicanos que desean que sus hijos aprendan el inglés? Los envían a Estados Unidos o a Inglaterra, uno o dos años, o bien pagan ya una aya o ya un profesor particular que hablen el inglés o el idioma que se trata de, que los niños aprendan. Pero sería muy poco práctico, muy poco moderno, el padre que se contentase con enviar a sus hijos a una clase de inglés o de francés, a menos que sus medios de fortuna no le permitiesen hacer otra cosa.

   Y es que el niño aprende a hablar por audición y por imitación. El niño habla bien cuando sus padres hablan bien, y basta ponerlo en contacto con personas que hablen correctamente un idioma para que con mucha rapidez comience él también a hablar esta lengua.

   De tales consideraciones se derivan, pues, muy naturalmente, tres principios fundamentales, a saber:

   1.º Hay que hacer hablar al niño el idioma que se trata de enseñarlo el mayor tiempo posible.

   2.º Es indispensable que el profesor conozca a fondo la segunda lengua, porque no se enseña bien sino lo que se conoce bien.

   3.º Deben ser corregidas cuidadosamente todas las faltas, así de composición como de pronunciación.

   Se me dirá que estos principios no son nuevos. Es claro: Montaigne recomendaba ya los viejos, no sólo con el fin de estudiar las costumbres de los pueblos que uno visita, sino como medio práctico y fácil de aprender sus respectivas lenguas... Y vaya si ha llovido -y nevado- desde Montaigne hasta nuestro flamantísimo siglo XX. Pero hay cosas que deben repetirse en toda sazón, a fin de que lleguen a formar cuerpo con las ideas reinantes. Conmenio dice a su vez: «La lengua se aprende mejor por ministerio del uso, del oído, de la lectura, de las copias, etcétera, que por ministerio de las reglas. Estas deben seguir solamente al uso para darle mayor seguridad».

   Si se estudian las leyes de la evolución del lenguaje, si se observa en seguida el procedimiento que emplea la madre para enseñar a hablar a su hijo, se advierte que los primeros sonidos empleados por el hombre primitivo, así como las primeras palabras que el niño pronuncia, son las que designan seres o cosas que están a su alcance, que viven con ellos, de los cuales se sirven y que ven diariamente. Los gritos que lanza el salvaje se vuelven pronto monosilábicos y representan en su mente nombres de objetos. Poco a poco estos nombres se transforman en adjetivos y estos adjetivos se unen a los nombres para distinguirlos entre sí. Por fin aparecen los verbos para marcar la acción o el ser que ejecuta la acción.

   De la propia suerte, el niño aprende, antes que nada, los nombres: añade en seguida adjetivos a los nombres, luego emplea verbos, y formula así frases, a las cuales no faltan más que preposiciones, conjunciones, etc, que son como ligamentos y eslabones de palabras que el uso le hará adquirir.

   El estudio del desarrollo del lenguaje en los sordomudos confirma esta teoría. Resultan, pues, de aquí varios principios nuevos, cuya estricta observancia será eminentemente útil.

   1.º Se necesita al comenzar el estudio de una segunda lengua dar los nombres de los objetos que el niño ve, toca, observa, emplea, de aquellos que, en una palabra, entran dentro del lenguaje corriente.

   2.º Es preciso, hasta donde sea posible, hacer entrar las palabras en frases completas, porque la asociación de los elementos de la frase facilita considerablemente el trabajo de la memoria.

   3.º En toda lección de una lengua extranjera es indispensable aprender pocas palabras, pero estas palabras deben ser de naturaleza diferente. No serán ahora nombres, mañana adjetivos, pasado mañana verbos, sino simultáneamente uno o dos nombres, uno o dos adjetivos, uno o dos verbos.

   Por último, si tomamos en cuenta el desarrollo intelectual del niño, la gran movilidad de su pensamiento, las impresiones diversas y múltiples que asedian su cerebro, encontramos que la enseñanza de una segunda lengua debe:

   1.º Ser intuitiva: las palabras deben darse con las cosas.

   2.º Ser atractiva: el niño retiene mejor lo que aprende con gusto.

   3.º Ser graduada: cada lección debe reposar sobre lo que se ha aprendido y constituir un paso hacia adelante sobre lo que queda por aprender. Con este fin es bueno quizá que el profesor inscriba en un memorándum especial las palabras nuevas que ha enseñado.

   Todas las consideraciones que preceden pueden resumirse en el principio fundamental siguiente: «La elocución es el alma de la enseñanza de una lengua».

   El estudio de la representación gráfica de ésta y de sus leyes gramaticales no deben iniciarse sino cuando el vocabulario ha adquirido un desarrollo suficiente, apoyándose sobre el vocabulario. En ningún caso la regla deberá preceder al conocimiento práctico del hecho lingüístico que ella enuncia.

   Para pasar de la teoría a la práctica es conveniente repartir de la manera siguiente, entre los tres grados, los diversos elementos del estudio de la segunda lengua:

   El primer grado estará exclusivamente consagrado a la elocución oral.

   El segundo grado, a la vez que se desarrolla el vocabulario, adquirido según el método llamado de los círculos concéntricos, se llega al estudio de la lectura y de la ortografía usual, así como a los primeros ejercicios de redacción escrita.

   En el grado siguiente los tres elementos, elocución, redacción, lectura, ortografía, gramática, se combinan de modo que se presten mutuo apoyo. La mayor parte de las lecciones de elocución dan lugar a una redacción escrita; la lectura, que en el grado precedente servía de complemento y de resumen a un ejercicio de elocución, sirve a su vez para el desarrollo del vocabulario, para el conocimiento de las leyes de la construcción literaria, por el estudio de trozos de una forma más alta; la redacción escrita, por último, es, por sí misma, un excelente ejercicio de ortografía.

   Estas ideas, que no son mías, pues que yo no hago otra cosa que buscarlas en quienes más saben, han sido aplicadas con éxito en varios libros para niños, en los cuales hay por lo general una serie de imágenes que representan juguetes u objetos que se encuentran en la esfera de observación de los niños, o también escenas infantiles. Merced al empleo de estos libritos y con un poco de cuidado en las lecciones, la unión íntima de la cosa y de la palabra que es el fin que se trata de alcanzar, se realizará aún sin que lo noten los alumnos. Cada vez que éstos recorran uno de los indicados volúmenes, aun cuando sea sólo por matar el tiempo, las palabras tan frecuentemente repetidas en vista de los objetos que representan los grabados, volverán por sí mismas a su espíritu, y así, una de sus más bellas diversiones, la que consiste en mirar estampas, servirá para fortificar el conocimiento de la segunda lengua.

   Concluyo aquí estas notas, que tienen, entre otros méritos, el de no ser mías, y digo entre otros, no por falsa modestia, sino porque creo que lo mejor que debemos hacer los mexicanos es lo que decía no ha mucho el ilustre Miguel de Unamuno, en un inolvidable trabajo pedagógico, que deberían hacer los españoles: No procurar muchos pensamientos nuevos (que acaso ni lo serían, porque la Europa culta y Estados Unidos piensan más pronto que nosotros, si se me permite la frase), sino adaptar a nuestro país abnegadamente, humildemente, lo que inventan y piensan los demás.

   Madrid, Octubre 19 de 1905.

 

- XIV -

La enseñanza de las lenguas modernas en Inglaterra.

   De dos años a esta parte, el método para enseñar las lenguas modernas en Inglaterra ha sufrido notables reformas: se ha reconocido gradualmente que el viejo método de gramática y traducción, muy bien adaptado y adecuado, si se quiere, para el estudio del latín y del griego, que sólo pueden ser leídos y escritos, no es necesariamente el mejor para el francés y el alemán, que requieren indispensablemente la fluidez en la palabra. Ahora se conviene, generalmente, en que el objeto de la enseñanza de una lengua viva no es que los discípulos puedan aprender a traducirla con facilidad al inglés, sino más bien que se aproximen hasta donde es posible al conocimiento nativo de dicha lengua.

   El informe de la Universidad de Londres, respecto a la enseñanza de las lenguas modernas en las Escuelas Secundarias de la metrópoli británica, escrito por el profesor Rippmann y el doctor Edwards, y publicado por el Consejo del condado de Londres, muestra a las claras que queda todavía mucho por hacer en Inglaterra para llegar a la altura de Francia y de Alemania en la enseñanza de los idiomas. Los dos citados profesores insisten en ese informe en hacer notar que muchos maestros parecen haber descuidado el estudio de los recientes progresos en la teoría y en la práctica del aprendizaje moderno de las lenguas. Lamentan que las más extrañas combinaciones de viejos y mal asimilados métodos modernos, se consideran frecuentemente como procedimientos evolutivos y útiles, en tanto que los verdaderos adelantos pedagógicos son vistos con indiferencia. Por otra parte, el personal que forma el magisterio para esta enseñanza en que venimos ocupándonos, no puede, ser más deficiente.

   Pero los párrafos más interesantes del informe del profesor Rippmann y del doctor Edwards son aquellos en que ambos inspectores describen la pronunciación francesa y alemana en las escuelas que han visitado. Por lo que ve al francés, la pronunciación de los sonidos pu, peu y peur, rara vez se efectúa con corrección y menos aún se adquiere. No se hace ninguna diferencia entre vu y vous... y hay que notar que vu se pronuncia como vieu, es decir, como si en castellano dijésemos viu. Las vocales nasales se descuidan mucho; comme casi nunca difiere en la pronunciación inglesa de con, a menos que no sea para hacerlo rimar con «bun» o para dar (¡peor que peor!) el sonido ng a la sílaba con. Las consonantes no salen mejor libradas. Nada se hace para obtener la pronunciación correcta de sonidos tan difíciles como la n mouillée en agneau, por ejemplo, o la ele, de lui (que, entre paréntesis, se pronuncia en Inglaterra como louis). Nada hay, por lo demás, en el universo, tan deplorable como un inglés hablando francés.

   Cuéntase que en cierta ocasión, a raíz de una gran discusión sobre la fonética del latín, el alto clero francés preguntó a la Sagrada Congregación de Ritos de Roma «cómo debía pronunciarse el latín».

   -«De todos modos... menos a la francesa», dicen que respondió el Ilustrísimo Cuerpo.

   Pues una respuesta análoga podría darse a los que preguntan en Londres cómo debe pronunciarse el francés:

   -¡De todos modos... menos a la inglesa!

   La pronunciación del alemán en Inglaterra no es menos peregrina, a juzgar por lo que dicen los repetidos Rippmann y Edwards en el Informe relacionado, y el doctor L. Savory, quien ha escrito tanto sobre la enseñanza de las lenguas vivas. Rara vez se insiste para que los alumnos «atrapen», perdonando ustedes la palabra en gracia de lo expresiva que es, los sonidos de la índole de ich y ach, que se pronuncian, merced a una lamentable complacencia, como isch, ik o ak. Las letras v, w, s y z no se pronuncian sino muy rara vez como f, v, z y ts, sino como la pronunciación que tiene en inglés. Von, por ejemplo, no se pronuncia casi nunca fon.

   A pesar de estos defectos de método y de pronunciación, los inspectores antedichos reconocen que se ha hecho mucho por la enseñanza de las lenguas vivas en Inglaterra (en comparación con lo que antes se hacía) y que no está lejano el momento «en que el estudio serio de las lenguas modernas obtenga en las aulas inglesas el importante puesto que merece».

   En Alemania -dice el profesor Savory- ese momento» llegó ya hace tiempo, y el contraste entre el estado retrógrado en que se halla la enseñanza de las lengua vivas en Inglaterra y el adelanto de la misma en las escuelas superiores germanas, no puede menos que humillar nuestro orgullo nacional (our national pride).

   Provisto de un permiso del Ministerio de Instrucción Pública de Alemania, el profesor Savory dedicó algunas semanas a estudiar la enseñanza de las lenguas modernas en los Gymnasien y en los Realschulen, y he aquí algunas de sus observaciones:

   Las escuelas superiores de Prusia pueden dividirse en tres clases:

   Primera. El viejo Gymnasien, en el cual la enseñanza corresponde más o menos a la enseñanza clásica en las escuelas públicas de Inglaterra, consistiendo en el latín y el griego, el alemán, ciencias y lengua inglesa en las provincias del Norte, y francesa en las provincias del Sur del reino, de acuerdo, como se ve, con la étnica y la geografía de la Europa limítrofe.

   Segunda. El Real gimnasien, en que queda la enseñanza del latín, pero no la del griego, y en consecuencia so deja más tiempo a las ciencias y a las lenguas modernas.

   Tercera. Oberrealschulen, en que están excluidos tanto el latín como el griego y en que los principales puntos de enseñanza son la historia y la literatura alemanas, el francés, el inglés, matemáticas, geografía y ciencias naturales.

   El abiturienten o examen final de esto que pudiéramos llamar bachillerato, efectuado en las tres escuelas, da derecho a la admisión en las Universidades, aunque los estudiantes de medicina o de leyes están obligados a cursar latín y los candidatos para las sagradas órdenes deben cursar latín y griego antes de entrar al estudio de sus respectivas profesiones. Todas estas escuelas tienen nueve cielos, que corresponden a un curso de nuevo años. Los nombres de las clases, empezando de arriba para abajo, son: Ober y unter-Secunda, Ober, y unter-Tertia, cuarta, quinta y sexta.

   Los alumnos entran a la edad de nueve años, y si son estudiosos y obtienen regularmente sus promociones al fin de cada año, pueden pasar su Reife-prufung o abiturienten-examen a la edad de diez y ocho años e ir entonces a la Universidad.

   Aquellos que han pasado por los seis cielos inferiores obtienen el privilegio de servir solamente un año en el ejército en vez de dos en la infantería y tres en la caballería. La mayor parte de los alumnos abandona las aulas cuando ha pasado estos seis cursos, y así se ve que en innumerables villorrios de Prusia no existen los tres grados superiores.

   En este caso, las escuelas son llamadas Progimnasien, Realprogymnasien y Realschulen, respectivamente, para distinguirlas de las completas, que denominan Gymnasien, Realgymnasien y Oberrealschulen. Es, pues, necesario para un muchacho que ha cursado en una de estas escuelas más pequeñas y que desea completar su educación, pasar para los tres últimos años de su carrera a una población que posea una de las instituciones mayores, o sea de nueve años.

   De los tres tipos de escuelas, la Real y Oberrealschulen son acaso las más interesantes en razón de su novedad.

   La Oberrealschulen en Marburg, en la provincia de Hessen-Nassau, puede tomarse como el establecimiento típico de su clase. Situada en una ciudad de veinte mil habitantes, contiene 450 alumnos, casi todos salidos de la población o de sus alrededores. La pensión anual que la escuela reclama es 130 marcos, o sean 32 dollars 50 y debe ser pagada por todos, aun por los alumnos más pobres; pero si las autoridades están convencidas de que los padres de un muchacho no pueden afrontar los gastos, reducen la suma y aun la perdonan.

   Como Marburg posee también un clásico para hombres y escuela superior para mujeres, no hay lago ninguno en el curso de nueve años y los alumnos pueden, por lo tanto, completar su instrucción preparatoria sin ir a otra parte.

   El profesor Savory refiere que obtuvo el permiso necesario para pasar una semana en el Oberrealschulen y asistir a todas las clases que le plugo.

   Asistió de preferencia a las de francés e inglés en todos los cursos.

   El francés empieza a aprenderse desde el primer año y durante los cinco primarios años se le consagran seis horas por semana. En Untersecunda el número de horas se reduce a Cinco, y en los tres cursos finales, a cuatro.

   Los alumnos han aprendido, pues, el francés con tres años de anticipación, con respecto al inglés, la otra lengua extranjera que se comienza a aprender en Untertertia. En esta clase se le consagran cinco horas y cuatro horas por semana en las subsecuentes. Los nuevos métodos rigen en ambas lenguas, que son, casi exclusivamente, habladas. Los alumnos son cuidadosamente instruidos en la formación orgánica de los nuevos sonidos y aprenden a hablar y leer las lenguas extranjeras de la propia suerte que aprenden a hablar y leer su lengua nativa. Los profesores de francés y de inglés son especialistas avezados, que no sólo pronuncian estas lenguas muy bien, sino que saben la manera de que sus discípulos adquieran esta pronunciación. En inglés los sonidos difíciles, como th, r y u, han sido aprendidos perfectamente casi por cada discípulo. Yo tuve la fortuna, dice el informante ya citado, a quien he venido glosando, de dar a los alumnos en Untersecunda (varían éstos entro la edad de diez y seis y la de veintiún años) una conferencia sobre nuestras escuelas públicas. Los ensayos en inglés que escribieron ellos después prueban que entendieron todo lo que se había dicho. Considerando que en este curso había estudiado el inglés sólo dos años, su adelanto era notable. La lectura de Shakespeare en Obersecunda podría compararse muy favorablemente con la que hace en Inglaterra un muchacho de quinto año. Me invitaron a dar a las dos clases superiores una lectura sobre un asunto financiero, y la discusión en inglés que siguió hubiera ciertamente emulado muchas discusiones técnicas de Oxford o Cambridge.

   He aquí algunos ensayos en inglés acerca de los siguientes asuntos (entre otros) escritos por los alumnos de los mencionados cursos durante el año pasado: «Historia del drama inglés desde los tiempos de Shakespeare hasta nuestros días.» ‘Elementos extranjeros en la lengua inglesa. -Macbeth’. -En qué razones funda Macaulay el deber que tiene el Estado de educar al pueblo».

   Es cosa evidente que estos alumnos han adquirido las lenguas extranjeras de tal suerte que son capaces no sólo de expresarse -escribiendo o hablando- sino también de apreciar de una manera inteligente la vida y la literatura de Francia o Inglaterra y, por lo tanto, de obtener una cultura humanista no inferior a la que pueden proporcionar el latín y el griego. Este fin se tiene, por lo demás, siempre a la vista. No se pregona indebidamente la supremacía de lo real a expensas de lo ideal y las lenguas modernas se miran como algo esencial y no como simple adorno o mero procedimiento en la lucha por la vida. Los alumnos reciben una simpática iniciación en lo que constituye los modismos forasteros, así como en las modalidades diversas del pensamiento contemporáneo exteriorizado por el lenguaje, y apreciando asimismo el espíritu y el trabajo de todos los grandes pueblos se unen instintivamente a este espíritu y comulgan con el pensamiento europeo en todo lo que tiene de más comprensivo y excelente en su grande y evolutivo impulso hacia la civilización.

   Por lo demás, en Londres, como dice muy bien el señor Savory, en Inglaterra mejor dicho, hay ya muchos hombres eminentes que reforman de fond en comble los métodos para la enseñanza de los idiomas. Llámanse estos hombres, para no citar más que los principales, Rippmann y Edwards, en Londres: Breul y von Gleyne, en Cambridge; Berton, en Oxford; Miss Birley, en Winchester, Andrews, en Bolton, y Brigstocke, en Berkhamstea.

   Todos estos maestros enseñan que las lenguas modernas son capaces de convertirse en instrumentos eficientes de una educación liberal, y el movimiento educativo ha adquirido en este terreno un impulso notable, digno por todos conceptos de estímulo y de aprobación.

 

- XV -

Cómo se habla el español en España.

   Si por acaso este informe cayese en manos de algún ibero, que no se alarme: no tendré la singular pretensión, no incurriré en la peregrina petulancia de afirmar que en México hablamos mejor el español que en España, el castellano... que en Castilla. Equivaldría quizá para algunos tal afirmación a aquella de ciertos estimables compatriotas míos, quienes (con motivo de algunos conciertos dados por el gran pianista en México) sostenían que Paderewsky no tocaba como se debía el minueto de...

   Paderewsky. Aunque si bien se mira, no hay paridad con el ejemplo este que cito, pues podría muy bien acontecer que un idioma se desnaturalizase y corrompiese en su país de origen, en tanto que en las colonias permaneciese incontaminado y perfecto.

   No es esto empero lo que yo pretendo afirmar: en Castilla, en las Castillas, se habla nuestra lengua mejor que en la América latina, en general, pero no mejor que en Venezuela, Colombia y México. En Galicia el idioma es de un suave y encantador arcaísmo que recuerda el peculiar carácter de nuestro hablar campesino; sobre todo en las rancherías y pueblos del interior. Pero por lo que ve a las demás provincias de España, sobre todo tratándose de pronunciación yo encuentro que andamos mucho mejor por allá.

   El español, el castellano especialmente, tiene siempre una crítica, más o menos acerba, para nuestra manera de pronunciar la lengua. Halla insoportable nuestra dicción y suelo reírse de ella. Aquí, donde todas las voces son graves, donde la pronunciación de las jotas es siempre mojada, donde el acento es regularmente gutural y ronco, nuestro diapasón relativamente agudo, nuestro timbre frecuentemente metálico, la dulzura a veces excesiva de nuestras inflexiones, chocan extraordinariamente. No basta que algunos adaptables lleguen hasta pronunciar con corrección la ce y la zeta; no hallarán gracia en ninguna parte si su voz no es grave y sibilante su dicción.

   Algunos españoles, más inflexibles aún, encuentran que nuestra confusión de la ese con la ce y la zeta son absolutamente insoportables.

   Por lo demás, tanto en lo que ve a la pronunciación como a la expresión de nuestra Lengua, creen algunos de estos estimables abuelos excesivamente rigoristas, que son ellos los únicos que tienen el cetro del bien pensar y del buen decir. No conciben que nosotros podamos hacer evolucionar la lengua, no nos conceden siquiera que pongamos en ella ese ligero e indispensable matiz regionalista, no soportan que usemos tal o cual modesto y discreto modismo especial. El madrileño que dice azararse por azorarse, a ciencia y, conciencia de que habla un caló que no tiene ni siquiera el mérito de la sonoridad, se irrita de veras porque los mexicanos decimos ahorita, que, en suma, no es más que un humilde y castizo diminutivo.

   Esto del ahorita, de tal manera origina burlas, o cuando menos sonrisas piadosas, que hay que poner todo su afán en reemplazarlo por el ahora mismo, si no se quiere ser blanco de grandes desdenes.

   El madrileño que os espeta este dichoso adverbio: entusiásticamente, a cada instante, se escandalizará sin duda porque vosotros engarzáis en vuestra conversación tres o cuatro pues.

   Nosotros somos, y esto se lee en todas las miradas de muchos filólogos de España, simples depositarios del idioma. No podemos hacer de él más que el uso natural y moderado de que los propietarios de viviendas (viviendas que aquí en Madrid se llaman cuartos, aunque tengan diez y seis o veinte piezas) hablan en sus contratos de arrendamiento. Nos han entregado ese idioma por inventario (el inventario se halla en el Diccionario de la Academia), y habremos de devolverlo algún día con sus herramientas completas: sus verbos, sus nombres, sus preposiciones. No tenemos derecho a más...

   Los doctos saben que Bello y Cuervo han conocido y hecho avanzar más la lengua que muchas generaciones de gramáticos. Saben que a Bello, muy especialmente, se le reconoce el descubrimiento de las leyes de los diptongos; que la metodización y agrupación por familias y caracteres de los verbos irregulares, que la división más perfecta de los tiempos y números, que tantos y tantos progresos de la lengua hoy reconocidos con aplauso por la honorable Academia, a ellos y a otros americanos insignes, entre los cuales está nuestro don Rafael Ángel de la Peña, se les deben; pero esto lo saben sólo los doctos, ante cuyos ojos solemos hallar gracia.

   Don Ricardo Palma defendió aquí en Madrid, en una inolvidable asamblea, el incontestable derecho que tiene el Perú, o Colombia, o México, o cualquier nación de la América española, a usar sus especiales regionalismos; tanto derecho, cuando menos, como el que tienen y jamás se les ha negado a las provincias españolas para usar los suyos. Pero ni aun por esas: aquí, donde el Parlamento ha concedido a Cataluña que use el catalán en comunicaciones oficiales, hay gentes cuya intransigencia no concede a ningún americano el uso de una palabra indígena.

   Por lo que ve a la pronunciación del castellano, es de notar el colorido que cada uno pone aquí -según su provincia- en lo que habla. No sólo no se encubre la heterodoxia relativo (si heterodoxia es) de la pronunciación regional, sino que se ostenta, se subraya. El castellano viejo y el gallego dirán siempre con insistencia, con vigor, delante de vosotros, Madriz, por Madrid, y saluz, por salud. El andaluz, con no menor énfasis, os dirá Jué, por juez, y lojombrej, en lugar de los hombres. En cambio, púdicamente se cubrirá el rostro y se tapará las orejas la Prosodia, si no pronunciáis, ¡oh americanos!, la ce y la zeta, o si aspiráis una miaja, casi nada, la hache.

   Yo encuentro que en México, por lo que ve a la pronunciación, no se nos pueden hacer en puridad más que dos cargos: 1.º, que no pronunciamos como se debe la ce y la zeta; 2.º, que solemos -nuestros rancheros especialmente- aspirar la hache.

   Por lo que ve al primer cargo, también puede hacerse a las Provincias Vascongadas, a Cataluña, a buena parte de Andalucía, a las Baleares, a las, Canarias y a las Filipinas. No merecemos, pues, el escándalo, ni el reproche de los prosodistas.

   Por lo que ve a la aspiración de la hache, ni hemos llegado nunca, como los andaluces -nuestros abuelos-, a decir jambre, por hambre, y jacer, por hacer, ni debemos olvidar que en sus orígenes esta letra tuvo una distinta y definida aspiración.

   Fuera de esos dos cargos y de usar todo linaje de diminutivos, no merecemos reproches.

   Jamás en México hemos dicho cezoz, por sesos, como en Granada o Málaga; jamás hemos pronunciado shinshe, por chinche, como en Cataluña y en Valencia; jamás de los jamases hemos osado decir caga, por caja, como en Galicia; nunca nos hemos atrevido a decir e’fueno, por es bueno, como en Toledo, ni Madrí como en muchos pueblos de Castilla la Nueva. Ni hemos dicho en ningún tiempo perru por perro, como en Badajoz, o monti, por monte, como en Santander, o ardit, por ardid, como en Barcelona, o Haráh, por Jerez, como en Sevilla.

   Por lo que ve a los barbarismos y galicismos, desapasionadamente pienso que, sin andar nosotros muy bien en México, los españoles andan peor, y ello es natural, por lo que ve a los segundos, si consideramos su aproximación a Francia, aproximación geográfica e intelectual. No criticaré las palabras saldos, retales, fumista, etc., que son el pan de cada día, ni los vocablos pitorreo, coña, y otros de esa laya que el género chico ha entronizado y entroniza continuamente (aquí como en México); me fijaré sólo en algunas de las más conspicuas locuciones que andan por ahí de boca en boca.

   Aquí todo el mundo dice (como en México también, es verdad) pasar desapercibido, por pasar inadvertido; bajo la base, por sobre la base; terreno accidentado, por terreno desigual o quebrado; presupuestar, por presuponer, y transar, por transigir. Pero, en cambio, yo no he oído en México, como oigo aquí a cada paso: coloridad, reasumiendo, aprovisionar, remarcable y afeccionado.

   Creo, pues, y perdóneseme que no razone más esta mi creencia por miedo a la sobrada extensión de mi Informe, que ni merecemos la fama de mal hablar que nos sigue por todas partes a los americanos, ni es justa siempre con nosotros la buena madre Patria, tan hospitalaria y generosa de suyo, negándonos todo derecho en lo que ve al idioma.

   La evolución de éste en América -evolución buena o mala, no lo discuto- es un hecho. Nuestra lengua, tan bella, tan expresiva, tan augusta, está amenazada gravemente. El ilustre Cuervo opina que acabará por diversificarse en varios dialectos. Hay países en América donde la han puesto de tal suerte, a fuerza de desfiguros, que no la conoce nadie y cualquier día va a acontecernos que, al revés de Paganell, hablamos el mexicano, o el argentino, o el chileno, creyendo hablar el castellano.

   ¿Cuál es el remedio para tamaño mal? Los hombres ilustrados de España y de América piensan que una más íntima unión mental entre todos los que hablamos el español, un intercambio más nutrido de libros, la edición a precios verdaderamente mínimos de las obras maestras del lenguaje y del estilo, sobre todo de las modernas, pues las clásicas suelen ya ser ilegibles para el pueblo, y sobre todo la instrucción del repórter, que desgraciadamente en América es el que se hace leer del pueblo, sin saber -por su crasa ignorancia- ni en qué idioma escribe, retardaría, si no conjuraría del todo, el peligro. Pero el remedio es tan complicado, que yo no tengo grandes esperanzas de que se aplique a nuestra pobre lengua, herida de muerte, no por los revolucionarios, sino por los ignorantes.

 

- XVI -

El castellano en América.

Prejuicios e inexactitudes.

   El padre don Julio Cejador es un hombre muy docto. Se ha dedicado con especialidad a los estudios lingüísticos.

   He notado que estos estudios apasionan a los clérigos, y me lo explico, primero, porque no hay en ellos choques de ideas que alteren o disgusten sus convicciones, y segundo, porque contentan su amor al pasado.

   Así, pues, el padre Cejador se consagra amorosamente a estos estudios, y le debemos ya una sustanciosa gramática, un libro vasto y eruditísimo intitulado La lengua del Quijote y varios artículos muy doctos sobre asuntos filológicos, sin contar trabajos también muy doctos que tiene en preparación.

   Más aún: el padre Cejador ha intentado conocer a los escritores americanos, y yo le debo un artículo, que no he leído porque no recuerdo en qué revista me dijo él que se había publicado hace tiempo.

   Entiendo que en ese artículo, o lo que sea, el padre Cejador no me trata muy mal.

   Y presumo que tampoco me trata muy bien.

   «Cuando lo escribí -me dice- no lo conocía a usted. Ahora advierto en su prosa ciertas tendencias hacia el castellano clásico».

   Como seguramente en mis versos el padre Cejador no advirtió esas tendencias, y además los que deben haber caído en sus manos están muy lejos de la apacible, cristalina e inocente vulgaridad de un Grilo, de un Gabriel y Galán o de un Balart, debo confesar que si me trata mal se lo perdono de antemano y de todo corazón.

   Pero no divaguemos.

   El padre Cejador, a quien me complazco en llamar amigo (no sé si él experimentará una complacencia análoga por lo que a mí se refiere), dio en cierta ocasión, tropezó, debiéramos mejor decir, porque esta es la palabra, con una carta de un señor chileno.

   Los chilenos, tan progresistas, tan soldados, tan marinos, no gustan mucho de cultivar las bellas letras. Son espíritus razonadores y fuertes, y apenas si entre sus poetas nuevos se cuenta uno que vale (a pesar de su apellido), Dublé Urrutia, autor del bello libro intitulado Del mar a la montaña.

   Cierto que fue un notable escritor y erudito chileno el que halló una página original del romancero del Cid; cierto que un hijo del presidente Balmaceda, aunque arrebatado en flor a la vida, dio muestras de exquisito temperamento literario, y mereció que Rubén Darío, su amigo de la adolescencia, le consagrase uno de los primeros libros, A de Gilbert; mas no obstante esto, Chile se ha inclinado más hacia las armas que hacia las letras, y si sus tenaces, sus formidables antepasados de bronce inspiraron uno de los poemas épicos españoles de más fuste a don Alfonso de Ercilla, no ha sido costumbre que los escriban ni los abuelos ni los nietos.

   Caupolicán habla en octavas reales muy bellas, pero sólo en la Araucana.

   Dicho lo anterior, no es de extrañar que los chilenos, a quienes por otra parte ha tocado en suerte una abundante y culta imaginación inglesa, no cultiven el castellano como placería al padre Cejador. Se han encontrado con exigencias, con necesidades nuevas, y les han dado su nombre en la lengua que se les proporcionaba; el español en sus vastos litorales y en sus inmensas montañas ha evolucionado qué sé yo cómo.

   ¡Sábenlo el mar y el viento!

   La carta con que tropezó Cejador no era, pues, una carta modelo:

   estaba muy lejos de parecerse a las que don Luis de Vargas dirigía a su tío a propósito de la viudita de marras. Había en ella barbarismos a granel, sintaxis enrevesada, anglicanismos, galicismos... ¡qué sé yo!

   El padre Cejador se dijo: «Para muestra basta un botón», y sin ponerse a pensar que la gente ilustrada de Chile escribe mucho mejor: que Chile, con ser país tan adelantado e importante, no es toda América; que dondequiera cuecen liabas y que andan por allí cartas de gente del riñón de Castilla peores que las del chileno, ya que los que hablan y escriben mal lo mismo nacen aquende que allende el charco (estos aquende y allende puede ser que le gusten a mi ilustre amigo el padre Cejador), tronó con toda la fuerza de su indignación y de su sabiduría contra el continente entero, lanzando un delenda América, en su bello y valioso trabajo sobre el castellano en nuestros países.

   -Ciertamente -me dijo el padre Cejador- he extremado la nota:

   comprendo que, aunque en Chile y la Argentina nuestro idioma anda muy malparado, en México, Perú y Colombia se habla mucho mejor... ¡Pero usted sabe que para que la crítica aproveche tiene que ser así... durita!

   -Padre -le dije yo-, el castellano se habla bien y mal en todas partes: entre un argentino criollista y un catalán separatista, no sabría yo con quién quedarme. Pero, en cambio, dudo que en nuestro idioma se pueda escribir con más elegancia que la de un Rafael Obligado.

   Hay en la Argentina un poeta, un muchacho, que levantó bandera de rebelión literaria: Leopoldo Lugones, y cuya osadía sabia y llena de pericia en la métrica nuestra ha sabido sacar un maravilloso partido de la lengua vernácula (este vernácula ya sé que le gusta al padre Cejador, porque la otra noche me lo rió complacido en el Ateneo). Pues bien, Leopoldo Lugones, ultramodernista en sus procedimientos, sabe el castellano, sin embargo, como cualquier académico de la Española, y su admirable libro El imperio jesuítico, que nadie ha leído en España, es un primor de buen decir, además de ser un primor de erudición histórica.

   A Rubén Darío, que es intelectual argentino, ya que en aquella brillante tierra se formó, hombres de España tan notables como Valle Inclán, Azorín, Luis Bello, lo han calificado el primer lírico castellano actual, y el que dude de la estima en que aquí se le tiene que se lo pregunte a doña Emilia Pardo Bazán, a don Marcelino Menéndez y Pelayo y a las cartas americanas de don Juan Valera.

   Y cito estos dos casos justamente porque podrían ser los más sospechosos.

   En cuanto al vulgo, aseguro que tan mal habla en las Vascongadas o en Andalucía como en la Argentina o Chile.

   ¿Por qué, olvidar, por otra parte, que aquel don Rafael Ángel de la Peña, de quien también me ha hablado el padre Cejador, y aquel don Rufino Cuervo, a quien tanto admira, que continúa admirablemente a Bello, y que con su diccionario de Construcción y régimen está levantando uno de los máximos monumentos de la Lengua, nacieron en esta América donde, según el padre Cejador, se habla tan mal el castellano?

   Confiéselo el ilustre autor de La Lengua de Cervantes: se ha dejado llevar por un prejuicio muy común y muy injusto, ese que nos niega todo a los de allá, para concedérselo todo al terruño, prejuicio tan petulante a las veces (no por cierto en el padre Cejador) que ha hecho decir a un indiano, bastante ilustrado por cierto, en varios círculos madrileños, que todo el movimiento de ideas habido en México en estos últimos años, y en el que se distinguen por diversos conceptos hombres que se han llamado y se llaman don Gabino Barreda, don Justo Sierra, don José Ives Limantour, el doctor Parra, los señores Macedo, etcétera, se lo debe a él!

   Afortunadamente la juventud española piensa de otra manera.

   Preguntadlo al eminentísimo Unamuno, que llama a nuestra América, la España grande y la tierra de promisión.

   Seamos, pues, justos, mi ilustre amigo.

   Se puede saber el castellano y escribir versos que no se parezcan ni a las redondillas de Sinesio ni a los madrigales de Grilo, y no sólo se puede, sino que se debe, para que la lírica española, en la que supieron injertar savia tan vigorosa, y tan ajena a ella los Espinel, los Boscán, los Garcilaso, no se pudra en ese pozo de mediocridad y anodismo en que la dejó al partir el gran poeta Zorrilla.

   Para concluir voy a citar algunas líneas de Azorín, en artículo a mí consagrado. Ellas han de ayudarme mucho en esta justísima defensa, ¡oh!, mi ilustre amigo don Julio Cejador, y acaso hagan en usted más mella que las razones que yo esgrimo:

   «... y note usted que el más alto poeta que existe hoy en lengua castellana -dice J. Martínez Ruiz- es también venido de América; hablo del queridísimo Rubén Darío.

   -Comienza usted a desvariar un poco, mi excelente y joven amigo. Yo le confieso a usted que no veo en estos poetas las grandezas y maravillas que usted advierte; la poesía castellana está en decadencia lamentable desde que Campoamor y Núñez de Arce...

   -Perdón, perdón, mi buen señor; ya conozco esos viejos plañidos. Ante todo, estos dos poetas que usted acaba de citar, esperan todavía un entendimiento sereno y penetrante que haga la crítica de sus obras; temo que por lo que toca a Núñez de Arce lo hemos de poner en el mismo casillero modesto en que hemos colocado a don Manuel José Quintana. Y después, en cuanto a la decadencia actual de la poesía, yo le he de decir a usted que no hay tal decadencia, sino que, por el contrario, lo que existe es esplendor, fuerza, apogeo, puesto que nos encontramos en un período de renacimiento poético, como hace siglos no lo ha tenido España.

   -Me deja usted un poco estupefacto; yo no sé qué pensar, mi buen amigo, ante sus paradojas.

   -Nada hay más cierto, mi excelente señor, que el renacimiento de que hablo a usted. A mi entender Rubén Darío es un lírico de los que continúan la tradición, la línea, la estirpe maravillosa de los Berceo, Juan Ruiz, Garcilaso, Góngora, Espronceda y Bécquer; después de éstos, y por derecho propio, viene el autor de Prosas profanas. Y a su alrededor, o circulando en distintas órbitas, tenemos a poetas como Eduardo Marquina, autor de las admirables Elegías; a Juan R. Jiménez, el melancólico, a Antonio y Manuel Machado, a Francisco Villaespesa, a Antonio de Zayas, a Pérez de Ayala, el primitivo...

   -Basta, basta, joven amigo; está usted haciendo la apología de los modernistas.

   -Modernista no significa nada; es un vocablo absurdo; todo escritor, haya vivido en un siglo en que haya vivido, ha sido modernista; un poeta del siglo XIV era más moderno que otro del siglo XIII; los del siglo XXI serán más modernos que nosotros.

   -Sí, sí, pero estos poetas están todos extranjerizados; no tienen fisonomía propia. Y luego, las cosas que hacen con la métrica...

   -No hay un error semejante a éste. En cuanto a las innovaciones métricas, si lo innovado es bello, poético, debemos admitirlo desde luego; ¿quién ha trazado de antemano la forma y medida que deben tener los versos? ¿Por qué razón vamos a limitarnos a lo ya hecho y no podremos admitir formas nuevas? Los que crearon las formas viejas ¿no disponían de una libertad al usarlas? ¿Por qué motivos hemos de creer que esta libertad ha caducado y no se nos ha de conceder a nosotros? Vicente Espinel hizo una cosa inaudita, estupenda, terrible, en su tiempo. Inventó una forma poética nueva: la décima; es de creer que los viejos poetas de aquel entonces se escandalizaran, se horrorizaran ante, este desenfreno. Y, sin embargo, hoy este desenfreno de Espinel ha llegado a ser una tradición fundamental, esencial en poesía, y por un viceversa curioso, el verdadero desenfrenado y loco sería, para los viejos poetas actuales, el que atentase contra ella... «Y vamos al reproche de extranjerismo: menos fundamento si cabe tiene este anatema que el anterior. Las ideas, como las cosas, no son autóctonas, primeras; todo nace de, todo. Suponer que una idea puede ser original sería introducir en el universo una causa primera, algo no creado; es decir, sería romper la ley de causalidad universal, de concatenación fatal, de determinismo. Y claro está que esto es francamente absurdo. Las ideas nacen de las ideas; la lectura de una página interesante nos sugiere asociaciones ideológicas que antes no teníamos; todos los literatos saben que leyendo es precisamente cuando las ideas nuevas acuden a sus cerebros, y de este modo no es extraño que unas literaturas influyan en otras y determinen en tal o cual nación aletargada estados y movimientos literarios pujantes y desconocidos..».

   ¿Está usted convencido, mi eminente padre Cejador? ¿No? De todas suertes he de agradecerle que me haya escuchado, pues a usted debo estas páginas que llenan uno de mis deberes periódicos para con la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes de mi país.

 

- XVII -

La enseñanza de las lenguas modernas en Francia.

   Debemos consolarnos de encontrar aún en nuestra América tales o cuales dificultades en la práctica de la enseñanza de ciertas materias, si tenemos en cuenta que en Europa misma, y en países tan adelantados como Francia e Inglaterra, la pedagogía no ha acertado aún a resolver muchos de los más ingentes problemas del aprendizaje moderno.

   Circunscribiéndome a la enseñanza de las lenguas extranjeras, se recordará que en uno de mis informes anteriores hacía yo notar extensamente las deficiencias de esta enseñanza en Inglaterra, la cual se ponía justamente como ejemplo para estimularse a Francia y Alemania.

   Ahora bien, en Francia se está muy lejos de haber alcanzado siquiera una perfección relativa en este ramo; se advierte ahora más que nunca la existencia de enormes defectos en los métodos que se siguen con las lenguas vivas.

   Las Universidades, que, como dice un docto profesor, pueden y deben:

   primero, formar sabios: segundo, preparar el personal de la enseñanza secundaria, no cumplen con la segunda parte de su programa.

   «Saber, y saber enseñar, sobre todo cuando se trata de lenguas vivas, dice este profesor, son, en efecto, dos cosas muy diferentes».

   Hay profesor capaz de comentar a fondo una poesía de Goethe y de explicar de un modo conveniente una página de los Nibelungos y que, en cambio, no podría sacar de un texto las aplicaciones, ya gramaticales, ya simplemente útiles desde el punto de vista del provecho que los discípulos deben obtener para la adquisición y el manejo de la lengua.

   Y en este terreno parece que no sólo las grandes Facultades de provincia, sino aun la mismísima de París, no han podido organizar hasta hoy la preparación especial de los candidatos para el certificado de aptitud para la enseñanza de las lenguas vivas en los liceos y colegios.

   Ya en 1893, Monsieur Pinloche, presidente del Jurado para el certificado de alemán, señalaba esta lengua y sus consecuencias desagradables en los siguientes términos: «Si se considera que la mayor parte de los candidatos al certificado de aptitud no tienen ni experiencia ni dirección pedagógica, a nadie asombraría que este concurso siga siendo, a pesar de todo, tan débil y dé resultados tan poco apropiados a las exigencias de la enseñanza secundaria».

   Más tarde, él mismo añadía: «La ligera mejora que el Jurado ha tenido el gusto de advertir en el conjunto del concurso de este año, se refiere más bien al conocimiento de las lenguas que a la aptitud para enseñarlas.

   Deseamos que se facilite más y más a los candidatos el medio de llenar esas lagunas y sobre todo que el azar tenga una participación más y más restringida cada día en la preparación pedagógica».

   Mas a lo que parece, a pesar de estas indicaciones autorizadas, la situación no ha cambiado y la enseñanza de lenguas vivas en Francia sigue siendo muy deficiente.

   Se escribe mucho, se pedagogiza mucho, si me permiten ustedes la palabra; se discute mucho y con mucha sabiduría; pero los jóvenes de Francia, como los de Inglaterra, salen de las aulas con un alemán o un inglés muy discutible en el magín, y siguen siendo lo que han sido siempre: incapaces de hacerse comprender en otra lengua que en la suya; en tanto que en Alemania, en Italia y en nuestras Américas aumenta muy sensiblemente cada año el número de jóvenes que poseen prácticamente el inglés y el francés, y que se hacen entender perfectamente en todas partes.

   ¿A qué se debe esto? ¿Será quizás a que el francés como el inglés, tan aptos e inteligentes para otras cosas, no lo son en absoluto para el aprendizaje de las lenguas extranjeras? Líbreme Dios de afirmación tamaña, aunque para mí tengo que hay en el italiano, por ejemplo, y en el hispano-americano, cierta aptitud especial para este aprendizaje.

   Sea como fuere, los franceses buscan con toda actividad un remedio a esta situación, y hacen cuanto es posible por mejorar el personal de su profesorado.

   Ha habido ya dos Congresos: el de Mons, de 1905, y el de Munich, de 1906 (Congreso de profesores de lenguas vivas), que se han ocupado de este importante problema, formulado por Mr. Pinloche, profesor del Liceo Carlomagno y maestro de conferencias de la Escuela Politécnica, en los siguientes términos: «¿Por qué medios se puede asegurar el mantenimiento sino por el desarrollo de las nociones de lenguas vivas adquiridas en la enseñanza secundaria?»

   Mr. Pinloche redactó a este propósito una exposición en la cual abundan los argumentos. He aquí algunos: «No puedo menos de repetir aquí lo que he dicho tantas veces fuera: La conservación, es decir, la solidez de las nociones adquiridas estará siempre en razón inversa del empirismo con que se hayan adquirido estas nociones. Pero admitamos que la enseñanza secundaria haya resuelto -y está lejos de ello- esta cuestión tan compleja de que hay que eliminar de empirismo y adquirir procedimientos científicos en la pedagogía de las lenguas vivas y que se haya logrado formar, en número suficiente, discípulos verdaderamente capaces de pensar, y, por consiguiente; de hablar y escribir convenientemente en una lengua extranjera; admitamos todavía más: que algunos de estos discípulos (naturalmente no han de ser numerosos) hayan tenido la buena fortuna de permanecer en el extranjero bastante tiempo para sacar un partido verdaderamente útil de la lengua correspondiente; queda aún por averiguar dónde y cómo estos mismos individuos, ya en el dintel de las carreras activas, encontrarán, sin expatriarse, los medios de luchar contra la desaparición rápida, casi fatal, de las nociones adquiridas al precio de tantos esfuerzos y sacrificios.

   »Yo respondo: es preciso que estos medios los encuentren en las Universidades, y si ahora no los hallan en ellas, es preciso que los hallen mañana.

   »Claro que la organización actual de nuestras Universidades no responde en modo alguno a la necesidad que acabo de señalar. Los cursos de lenguas extranjeras en las Facultades tienen el inconveniente de no dirigirse más que a una categoría muy restringida de oyentes, categoría que casi no comprende, cuando menos en Francia, más que a los candidatos a los exámenes establecidos con el fin de reclutar el personal de profesores.

   »Pero no se trata solamente de formar licenciados, agregados y doctores: hay otras categorías no menos interesantes de discípulos llamados también a ser útiles al país, y que tienen el derecho de esperar de las Universidades una dirección y un apoyo.

   »Una vez reconocido este principio -y me parece difícil que no lo sea- queda por examinar por qué medios podría ponerse en aplicación.

   »El mejor parece ser la creación de institutos especiales dependientes de las universidades. Lo mismo que hay ciertas facultades de ciencias, institutos de química, de física, de ciencias naturales, etcétera, abiertos a todos los trabajadores que no persiguen la adquisición de un grado o de un diploma universitario, asimismo debería haber en las facultades de letras verdaderos institutos de lenguas vivas, donde podrían ejercitarse y desarrollarse todos aquellos que tuvieren necesidad de una verdadera enseñanza superior de estas lenguas, de acuerdo con las necesidades más y más complejas de las diversas profesiones.

   Seguramente que no sería oportuno tratar aquí en detalle de la organización de tales instituciones, que tendrá forzosamente que variar en los diferentes países y aun en las diferentes regiones, y con las diferentes categorías de oyentes. Pero creo que desde ahora el Congreso puede afirmar estos principios y la necesidad urgente que hay de aplicarlos».

   De seguro que estos institutos especiales, dependientes de las universidades y destinados únicamente a la enseñanza de los idiomas, darían excelentes resultados; pero a condición de que los métodos aplicados en ellos fuesen eficaces, y hasta ahora, hay que confesarlo, no se ha encontrado un método absolutamente eficaz para enseñar las lenguas vivas desde la cátedra de una universidad. De aquí que extrauniversitariamente, si se me permite el adverbio, sea cada día mayor el número de institutos que pretenden en Francia enseñar de un modo práctico los idiomas extranjeros, así como el número de métodos que se publican, y diz que por medio de los cuales estos idiomas deben infaliblemente aprenderse.

   El sistema que en la diversidad de tanteos de que hablo ha tenido más fortuna, es el sistema Berlitz, pero esto es acaso asunto de reclamo en buena parte, aun cuando no se deban desconocer del todo algunas de sus ventajas.

   En mi concepto el achaque de que adolece en Francia la enseñanza oficial de los idiomas es el exceso de cientificismo. Se habla mucho de la historia de una lengua, se analizan sus componentes, se insiste sobre la índole de sus verbos, se clasifica su vocabulario, se enumeran sus grandes producciones clásicas, se ponen en parangón sus giros, sus modismos, con los de la lengua vernácula, y más resultan los cursos superiores conferencias sobre las lenguas extranjeras que verdaderos procedimientos de enseñanza. La filología mata al aprendizaje.

   Como, por otra parte, el ciudadano francés, de todos los europeos es quien menos viaja, quien menos se encuentra en contacto forzoso con los idiomas extraños, además de que es raro el país en que por lo difundido de la lengua francesa no se le evita el trabajo de darse a entender, resulta que el aprendizaje queda absolutamente reducido a los límites de los cursos de estudios, primarios o secundarios, que, como digo, están muy lejos de haber encontrado métodos adecuados a las necesidades modernas.

   La lengua viva que además de la materna se aprende en los colegios franceses, y que es por lo general el inglés o el alemán, se enmohece frecuentemente por falta de uso. Acaso lo único que se conserva de ella es algo así como la reminiscencia de ciertas frases familiares. Si añadimos a esto el desdén natural que el francés siente por las literaturas extranjeras, encontraremos que nada tiene de raro que la mayoría de los profesionales de la nación ignoren en gran parte la producción enorme de ideas de todos géneros que informan la vida intelectual extranjera y viva de sus ideas propias, poderosas, nutridas y abundantes si se quiere, pero naturalmente deficientes por falta del necesario cambio y del necesario consorcio con las ideas de los demás.

   Así lo empiezan a reconocer los educadores franceses, y uno de ellos dice, en reciente trabajo, las siguientes palabras refiriéndose a una categoría especial de profesionales:

   «Nuestros médicos, aun los profesores de escuelas de medicina, conocen en su mayor parte muy poco de alemán. Resulta de esto que nos informamos de la producción germánica, que es inmensa y generalmente excelente, con retardos inverosímiles. Tal o cual procedimiento quirúrgico, tal o cual remedio son desconocidos entre nosotros, en tanto que se han difundido ya por el mundo entero hace dos, tres, cuatro años, y algunas veces más.

   »En la facultad de letras es imposible emprender una investigación de historia o de filología con los alumnos. No hay uno entre diez capaz de entender un libro escrito en lengua extranjera. Lo propio acontece en la facultad de ciencias y otro tanto en la facultad de derecho con los aspirantes al doctorado».

   Y esta diferencia, según el mismo autor, es sensible, sobre todo, por lo que ve a los estudios económicos, «donde es preciso leer la abundante producción de los alemanes, de los americanos, de los ingleses y de los italianos, que en veinte años a esta parte han trabajado mucho».

   «Todo trabajo original, concluye el autor citado, se paraliza entre nosotros, a causa de la ignorancia de nuestros estudiantes. Sería por tanto muy necesario, no solamente que se siguiese cultivando la lengua extranjera aprendida en el colegio, sino que se estudiase después otro idioma. No se trata de aprender a hablarlo, que esto es largo y difícil, sino simplemente de leer un texto fácil que se refiera a cada especialidad, en cuyo caso la adquisición del vocabulario es muy sencilla».

   Hay que esperar que para el Congreso de Lenguas vivas que deberá efectuarse en Hanover en 1908, se habrá encontrado ya en Francia una fórmula pedagógica que concilie y remedie todas estas exigencias que tan sensibles son en la enseñanza de los idiomas modernos. Pero yo creo que hay, fuera de métodos y congresos, de informes y de análisis, un remedio indirecto para las deficiencias que en la enseñanza de que vengo hablando se advierten, y éste consiste en persuadir a los estudiantes franceses de la importancia capital y del valor inmenso que tienen las producciones científicas y literarias alemanas, americanas e inglesas. En efecto, hay además de la imperfección de los métodos que en Francia se emplean para aprender los idiomas y la dificultad natural que tiene el francés para asimilarse las lenguas extranjeras, un hecho que impide adquirir y poseer éstas, y es cierto desdén nacional para la producción ajena.

   Creen los franceses, porque así se lo han repetido en todos los tonos, que en lo que ve a literatura y ciencias, fuera de tales o cuales significadas personalidades antiguas o modernas, fuera de tales o cuales obras maestras, todo lo demás se ha inspirado en Francia y de Francia es tributario. Muy pocos son los que se imaginan, por ejemplo, la riqueza inmensa de la literatura alemana actual, casi del todo desconocida de este lado del Rhin, y menos son aún los que comprenden el valor del movimiento científico que se opera en Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. Los profesionales en lo general viven de las ideas ambientes; leen los libros de sus colegas, reciben las publicaciones francesas y sólo cuando un descubrimiento nuevo hecho en el extranjero ha traspuesto las lindes de todos los pueblos, lo reciben y lo analizan, no sin cierta prevención y cierta desconfianza. Habría, pues, que empezar por convencer, así al profesor como al alumno en Francia, de que es absolutamente indispensable aprender el alemán o el inglés a fin de leer la riquísima producción literaria y científica de esos países y completar así el bagaje de conocimientos adquiridos. Habría que convencerlos de que ya no se puede, so pena de quedarse muy atrás en el camino, ignorar el movimiento de ideas que existe en los países anglo-sajones, sino que, muy al contrario, es preciso conocerlo ampliamente y estimarlo en todo lo que merece, tanto cuanto se estima en el extranjero el movimiento intelectual de Francia.

   Supuesta tal convicción, el estímulo para la enseñanza y el aprendizaje de los idiomas modernos será grande y se traerán métodos prácticos, sistemas racionales y progresos visibles.

 

- XVIII -

El castellano en México. - Filología comparativa.

   En uno de los primeros informes que tuve la honra de dirigir a esa superioridad, hacía yo algunas observaciones con respecto a la pureza más o menos discutida del castellano en España, afirmando que, mientras en algunas regiones la mínima influencia extranjera habría permitido que subsistiese una especie de sedimento de la lengua del siglo XVII, llena aún de toda la elegancia, el carácter y el prestigio de la época, en otras el influjo francés era enormemente preponderante, sustituyendo infinidad de giros castizos por galicismos flamantes, a las veces menos expresivos que las construcciones indígenas. Es ésta una verdad de facilísima comprobación, a pesar de lo cual, los filólogos españoles, sean quienes fueren, no habrán de concedernos nunca que nosotros conservamos inmutables numerosas formas de elocución de extraordinaria pureza.

   En efecto, yo, después de afanosas comparaciones y de pacientes análisis, me he convencido en absoluto de que si de algo se peca en América, especialmente en México, por lo que se refiere al idioma, es de arcaísmo. Claro que no me refiero ni a la juventud intelectual ni a la juventud que ejerce en la metrópoli y en algunas ciudades de provincia del Norte, como San Luis y Monterrey, sus actividades en la esfera comercial.

   Dos grandes corrientes de extranjerismo tienden en la República a modificar nuestra lengua: la americana y la francesa. La americana afecta especialmente a la gente de negocios y a los industriales, ya introduciendo vocablos, giros, modismos que designan cosas, acciones y operaciones para las cuales no hay palabras en castellano, o ya sustituyendo a las expresiones autónomas otras que no siempre las reemplazan con ventaja.

   La corriente francesa influye únicamente en el lenguaje de los intelectuales. Nos llega con los libros de París, exactamente como a los españoles, y con los libros se sigue alimentando. Ha modificado considerablemente el léxico y el estilo de la gente nueva, pero no ha perjudicado más que a los ignorantes, que adoptaban una recién venida palabra francesa sin conocer la equivalente castellana; pues en cuanto a los otros, a los instruidos, les ha aprovechado, dándoles medios de expresión, sólo donde no los había, y volviendo más maleables y ágiles su estilo y su pensamiento.

   Pero fuera de estas dos grandes corrientes que a pesar de su fuerza no ejercen presión sino sobre dos reducidas clases sociales, la gran mayoría, la inmensa mayoría de los mexicanos, sigue expresándose en un idioma compuesto de algunas voces derivadas de los idiomas precolombinos y de infinitas voces arcaicas. En cierta ocasión don Benito Pérez Galdós me ponderaba el encanto de ciertas palabras usadas en México, que se remontan directamente a Don Quijote, o que tienen genealogías un poquito más antiguas. Yo le respondí que no se trataba sólo de ciertas palabras, sino de innumerables palabras. México fue conquistado justamente cuando comenzaba el apogeo del idioma castellano, cuando éste dejaba su pesada armadura y se volvía elástico, gracioso, cortesano, gallardo. Durante los siglos XVI y XVII todo el mundo escribía con elegancia. No sé qué prestigio había en la morfología de las palabras que no se transformaban sino para engalanarse y embellecerse.

   Ese idioma fue el que heredamos de nuestros abuelos, ese idioma el que se quedó en nuestras apacibles regiones, incontaminado como la nieve de las montañas, ese idioma fue el que formó nuestro acervo definitivo y el que constituye aún nuestro elemento por excelencia de expresión.

   Los españoles instruidos, cuando lo oyen, sonríen satisfechos y complacidos, embelesándose con los puros e ingenuos arcaísmos que suelen brotar, sobre todo de los labios del pueblo. Los españoles adocenados e ignorantes exclaman: «¡Pero qué mal se habla el castellano en América!» A estos últimos y a mis compatriotas que sin darse cuenta hablan una lengua arcaica, sufriendo sin protestar los reproches de los doctos, va encaminado mi informe de hoy, con la esperanza de que no les falte paciencia para recorrer la larga lista de palabras con que voy a regalarles el oído.

   Es común oír en México en las casas de comercio, y ver estampada en los libros de cuentas esta palabra: acarretos: «tanto por acarretos en el mes».

   Un español moderno dirá acarreos o quizá transportes, pero acarreto es absolutamente castizo, con cierto leve dejo arcaico.

   Nuestros rancheros dicen acetar por aceptar y conjugan aceto, acetas, etc.; todo el mundo sabe que aceto, conceto y otras palabras de esta laya, abundan en los clásicos. Dice nuestro vulgo: No te achaparres, se achaparró, en vez de decir: No te agaches, se agachó. No hay aquí disparate alguno, sino la aplicación de un vocablo caído en desuso casi por completo en España.

   Nuestra gente de provincia dice: Estoy achacoso, estoy lleno de achaques, tomando esta palabra en su recto sentido, es decir, como sinónimo de enfermedad.

   Son igualmente arcaísmos muy usados en México (arcaísmos, repito, que no disparates), todos estos que vais a leer:

   Adormirse, por dormirse; adoctrinar, por doctrinar, agror, por agrura (siento un agror muy molesto); agüelo, por abuelo (anda a moler a su agüelo -absolutamente clásico).

   Alivianar, por aliviar aliviana la recua de ese peso»).

   Anciano, por antiguo (esta casa es muy anciana); aparcero, por camarada; aparcera, por manceba; aquerenciado, por enamorado (dicen que me han de quitar -las veredas por donde ando -las veredas quitarán- pero la querencia cuándo!... cantarcillo popular).

   Arrempujar, por empujar (¡No arrempujes! oía yo decir en la escuela).

   Artimaña por maña, industria o destreza; asín y asina, por así; baluma, por balumba. (Está esto muy balumoso, dicen en Jalisco).

   Benino, por benigno; colatín, por volantín (antiguamente volatín y bolantín eran lo mismo: una especie de cordel que servía para diversos usos; para pescar, por ejemplo). Los indios de México tenían una diversión muy atrevida y especial, a saber: la de girar alrededor de un gran poste, suspendidos de un cordel y vestidos de plumas de pájaros. Los más hábiles en el vértigo del giro, lograban mantener por algunos instantes la horizontal. Era natural que a los caballitos que al principio pendían de cuerdas, se les llamase bolantines, como con delicioso arcaísmo se les llama aún en muchas regiones de México, en tanto que en España se les denomina pintorescamente tío vivo; bonificar, por abonar o poner una cantidad en cuenta (se usa aún en el comercio, sobre todo en algunos Estados).

   Carnicería. -En cambio en México se usa siempre el moderno carnicería, en vez del arcaico carnecería, que es tan común en las dos Castillas.

   Catear. -Catear una casa. Registrarla, buscar algo en ella: se usa mucho en México.

   Clavar-clararse, por engañarse. Me clavé! dícese aún en México, cuando cae uno en una trampa -en un engaño.

   Cobertor, en su vieja acepción de colcha, usado en México, en vez de la palabra manta que se usa en Castilla.

   Contradecidor, por contradictor. Muy usado por las clases bajas; convenencia, por conveniencia; chapado a la antigua, voz muy castiza, desusada casi por completo en España; chasquista, por petardista o estafador.

   Desafuciar, por desahuciar (todavía se usa en el interior de México).

   Descoger, por escoger (de uso frecuente en las rancherías).

   Desconforme, sin conformidad con esta o aquella cosa.

   Descorazonar(se)-desmayar, perder el ánimo (todos lo usamos).

   Desfruncir, por desobedecer, desplegar, desarrugar.

   Deturpar, por manchar, afear. -Término periodístico por excelencia.

   Dotor, por doctor; efeto, por efecto; emprestar, por prestar-e, prestado, emprestador; enviejar, enviejarse, por envejecer; finchado, por hinchado (Fulano va por allí, está muy finchado).

   Jabalín, por jabalí; mesmo, por mismo (clásico): ñublado, por nublado (usado en la mayor parte de los ranchos y haciendas); ñudo por nudo (ídem); obsequias por exequias; Otubre, por octubre; participio, por participación. Innumerables gentes, aun entre las ilustradas, usan en México este arcaísmo. «Yo no quiero tener (o tomar) participio en esto o aquello».

   Perfeto, por perfecto (clásico); poderío, por fuerza o esfuerzo.

   («Hice poderío y medio por disuadirle», dícese en México; es decir, empleó un grande esfuerzo, hice un grande esfuerzo); usufruto, por usufructo:

   velador. -Nadie usa en España este vocablo para designar la mesa de noche.

   En México es muy usual, sobre todo en provincia. Velador era, en efecto antaño, una mesita redonda o cuadrada, que se ponía cerca del lecho.

   Generalmente tenía un solo pie.

   Antes de terminar esta ya larga lista, que no comprende, sin embargo, más que tales o cuales de los innumerables arcaísmos usados en México, especialmente por nuestro pueblo, aprovecharé la oportunidad para advertir a determinados aristarcos que, cuando los modernistas usábamos palabras como aurifebrista por orífice, pucela, por doncella, veneficio por maleficio, etc, no incurríamos en galicismo alguno, sino que desenterrábamos sencillamente vocablos que habían caído en desuso sin razón, pues, o eran muy bellos, como los dos primeros, o no tenían sustitución exacta, como el último.

   Si ha habido quien consulte Diccionarios y procure de más buena fe en América conocer el admirable caudal de nuestra lengua, ha sido, sin duda, ese bicho tan calumniado por los tontos, que se llamó modernista o decadente.

   ...Pero como no es objeto de este informe la defensa de tal o cual escuela literaria, sino la rehabilitación de algunas de nuestras palabras y formas de lenguaje. Aquí pongo punto, reiterando a usted, señor ministro, las seguridades de mi más distinguida consideración.

 

- XIX

-Ateneo iberoamericano. -Conferencias autocríticas. -La crónica general de Alfonso el Sabio.

   A la sombra de la Unión Iberoamericana está organizándose un nuevo Ateneo, que, naturalmente, se llamará también el Ateneo Iberoamericano, aunque esto no significa, en modo alguno, dependencia de la Unión.

   Se compondrá el Ateneo Iberoamericano de varias secciones, científicas y artísticas, y de una sección literaria. Esta última, que es de la que me corresponde hablar, dada la índole de mis Informes, está constituida por el siguiente personal:

   Presidente, el que suscribe.

   Primer vicepresidente, don Andrés Ovejero, catedrático de la facultad de letras de la Universidad Central.

   Segundo vicepresidente, don Felipe Trigo, novelista muy original y muy leído en España.

   Primer secretario, don José Pérez Bojart.

   Segundo secretario, don Manuel Núñez Arenas.

   Primer vocal, don José Rodríguez Villamil, Segundo vocal, don Leopoldo Alas, hijo del eminente novelista y crítico, muerto.

   Todas las secciones y comisiones son autónomas, pudiendo tomar cuantas iniciativas les plazca, y en caminar su esfuerzo por no importa qué rumbo, con tal de que se tienda al mismo fin.

   ¿Qué fin es éste? Solidarizar más y más cada día a las naciones hispanoamericanas.

   La Sección literaria ha creído que el primer trabajo que debe intentar es el de aproximar a los pensadores de España y de América, a los pensadores jóvenes sobre todo, porque éstos tienen ideales más amalgamables, más identificables.

   No se dirigirá, por tanto, a los literatos solamente. Se dirigirá a todos los mentales de América.

   Cree esta Comisión que no hay forma alguna, que no debe haber, cuando menos en estos tiempos, forma alguna del pensamiento que no sea literaria.

   Sería hacer una injuria a la cultura de los jóvenes pensadores de España y América creer que son incapaces de verter sus ideas, filosóficas o artísticas, sus especulaciones científicas, poéticas, en un molde literario, que tenga un estilo, una índole, una fisonomía. Así, pues cuantos dicen algo a los demás desde cualquier tribuna moderna sea la de un diario o la de una revista o la de una cátedra, caen bajo la influencia de la literatura en lo que ella tiene de más noble y universal: la personalidad del estilo, la aptitud de la expresión, la inteligibilidad de los giros y de las construcciones.

   Y aun cuando así no fuera, aun cuando hubiese, por absurda condescendencia unánime, un estilo antiliterario para escribir de ciencias o de arte, ¿qué intento mejor para solidarizar el pensamiento hispanoamericano que el de enriquecer, el de hermosear el idioma por medio de un activo cambio de libros y el de procurar que cuantos escriban, así en España como en la vastísima porción del nuevo continente que es latina, escriban bien?

   España se regocija de la aparición de no importa qué libro en América, decía el señor Ovejero en sesión pasada, porque todo libro escrito en castellano prolonga la cultura española en el mundo.

   La Sección literaria del Ateneo Iberoamericano, por su parte, se regocijará de todo nuevo libro aparecido en España o América, sean cuales fueren sus tendencias, porque es una contribución más a la vida mental de nuestra raza.

   Pero hay algo que debemos intentar antes que todo, y es conocernos mutuamente, ya que conocernos es estimarnos.

   El escritor americano ha encontrado hasta ahora poca acogida en España; ni se nos conocía ni se nos tenía en cuenta. Por su parte los jóvenes escritores españoles han sido poco leídos del otro lado del mar y han encontrado sólo un mercado bastante raquítico para sus libros.

   En América sólo correspondían hasta hace poco con la España literaria los académicos de las diversas emanaciones de la docta Corporación que hay en el Continente; pero tal correspondencia era baldía, porque estos señores, por lo general acostumbrados a vaciar ideas en moldes antiquísimos, siempre los mismos, han acabado por combinar sólo los moldes, los giros, las frases hechas, los modismos seculares, quedándose sin las ideas mismas, dejándolas evaporarse.

   Se refiere que a Laplace le dijo Napoleón que por qué en su mecánica celeste no nombraba jamás a Dios.

   -Porque no he necesitado de esta hipótesis -respondió el sabio.

   Los académicos conservadores, los que han hecho algo sagrado e intangible del idioma, es decir, un idioma muerto, tampoco han necesitado de ideas para escribir. Como el niño combina cubos de madera con letras o figuras, ellos han combinado clisés, logrando una ortodoxia de sintaxis que constituye sus delicias, que no inquieta ni su estómago ni su sueño, y prescindiendo de la onerosa tarea de pensar lo que no pensaron sus abuelos.

   El intercambio de ideas entre la España mental y la América pensadora, ha sido, pues, nulo, hasta hace muy poco tiempo, en que los ojos de algunos poetas y pensadores jóvenes se han vuelto hacia nosotros desde la madre Patria, buscando en las audacias coronadas de éxito de nuestra nueva literatura un estímulo y un apoyo para sus futuras orientaciones. Y así han venido a significar algo en la literatura española novísima un Rubén Darío, un Leopoldo Lugones, un Salvador Díaz Mirón, un Manuel Gutiérrez Nájera, etc, etc.

   Pero el comercio mental está muy lejos de ser tan vigoroso y estrecho, tan benéfico y cordial como puede y debe serlo, y a intensificarlo tenderán como primer arbitrio los propósitos del Ateneo Iberoamericano. Para ello van a constituirnos los que forman la Comisión literaria en intermediarios oficiosos entre los de acá y los de allá.

   Recibirán cuanto libro se pretenda enviar por su conducto a América, y distribuirán concienzudamente en España cuanto libro de América se les remita.

   Más aún: todo libro que se envíe a la Sección, será leído con la detención y el juicio que merezca, y según su importancia, logrará una nota bibliográfica más o menos nutrida y extensa, procurándose que ésta se publique, no sólo en la Revista de la Unión Iberoamericana que ya es de suyo muy leída, sino en diarios de gran circulación de España. El propósito de la Comisión es que tales notas formen a fin de año un volumen en el cual esté reflejado todo el movimiento mental de España y América y que este volumen se imprima a costa de todos los que a su difusión quieran contribuir, para lo cual bastará que tomen uno o dos ejemplares.

   Entiende la Sección literaria que del conocimiento mayor de unos y otros, de los que en España escriben y de los que escriben en América, resultarán además de las ventajas apuntadas, algunas de índole puramente práctica, a saber: la formación de un público cada vez mayor de lectores españoles para los que escriben allá, de lectores americanos para los que escriben acá; la facilidad de encontrar en cada país corresponsales amistosos y seguros que ayuden a la difusión de los libros, sin pasar por las horcas caudinas de cierta laya de libreros.

   Estos corresponsales harán irradiar, por decirlo así, las obras que reciban en todas direcciones y lograrán una simpática propaganda de ideas.

   He aquí hasta ahora los propósitos de la Sección literaria del Ateneo Iberoamericano, de los cuales he creído conveniente hablar a esa superioridad, porque constituyen una información nueva, de las que entran en el programa que ella ha tenido a bien trazarme. Por lo demás, las ideas que antes que a nadie he expuesto a esa Secretaría, se expresarán, aunque con mucha más brevedad, y sólo en sus grandes lineamientos, en una circular que será profusamente difundida entre todos los hombres de estudio y de pensamiento de América y España.

   Paso ahora a ocuparme de otra novedad literaria de estos días.

   Doña Emilia Pardo Bazán, elegida el año último presidenta de la Sección literaria del Ateneo de Madrid, como todos sabéis, ha procurado imprimir algún movimiento a esta Sección, y entre las novedades que ha inaugurado, se cuentan las llamadas conferencias autocríticas. En éstas, el autor invitado a hablar refiere su vida literaria, el por qué de sus orientaciones, sus lecturas preferentes, sus fuentes mejores de inspiración; nos dice cómo escribe, qué medios le son más propicios, qué concepto tiene formado de su propia obra, etc.

   Cuando la señora Pardo Bazán pensó en organizar estas conferencias, nos decía frecuentemente en el Ateneo las esperanzas que alimentaba de que fuesen interesantes, curiosas y originales. -«¡Qué mejor que cada uno de nosotros puede decir lo que es, lo que sabe, lo que piensa!» -exclamaba.

   -Cierto -respondí yo-; pero todo el interés de una conversación de este género está en que el conversador sea sincero. Si no lo es, se tratará de un discurso más, tan vano como todos los discursos.

   La famosa inscripción del templo de Delcos: Nosce te ipsum, nos muestra la importancia que se daba desde la antigüedad más remota a la introinspección, y lo esencial que es para todos asomarnos a nuestro propio espíritu antes que juzgar a los demás, pero esta operación refleja que conocernos y examinarnos es muy difícil. No sé qué brumas de misterio y de falacia envuelven a nuestras almas; no sé qué perspectivas engañosas alteran nuestras concepciones personales. El caso es que con sumo trabajo logramos saber lo que somos, y el que acierta a juzgarse sin pasión, obtiene un señaladísimo triunfo sobre sí mismo.

   Hay algo, empero, todavía más difícil que el nosce te ipsum, y es, supuesto el logro de este precioso conocimiento, la sinceridad para decir a los demás lo que de nosotros pensamos. Todos gustamos de hablar de nuestra propia persona, pero en lo general para exaltarla, con más o menos habilidad, más o menos directa o embozadamente, pero para exaltarla siempre.

   Y si esto es en las conversaciones privadas, imaginad lo que será en las conversaciones públicas. Una vez que el hombre, y especialísimamente el literato, se siente escuchado, se ve expuesto a la expectación intelectual de los demás, se acuerda de que la palabra sirve para disfrazar el pensamiento y habla ya sólo para la galería, procurando dibujar en la imaginación de ésta una figura artificial, adornada de todas las cualidades por él amadas. Tal labor es, a las veces, hasta inconsciente. Quizá el autor habla con sinceridad. Mas su autorretrato es falso.

   Cuatro son hasta ahora los conferencistas que han hablado de sí mismos en el Ateneo: Dicenta, Martínez Sierra, Felipe Trigo y Valle Inclán.

   Dicenta, ya lo sabemos todos, tiene ideales revolucionarios, y está lleno, además, de un sentimentalismo social sui generis. El creo que un obrero, por ejemplo, y así lo expresa en su drama Daniel, es, pongo por caso, infeliz porque el patrón come pavo trufado mientras él come salchicha. Esto es absolutamente cándido. Yo conozco de cerca a los obreros, y podría asegurar al señor Dicenta que si les diésemos langouste pochée au canapé y huevos á la grand duc, probablemente no les proporcionaríamos placer alguno. Es preferible darles carne con patatas y salchicha: lo que ellos saben gustar. Como conocemos las ideas del señor Dicenta, y como sabemos que con un espíritu de secta no se puede ser sincero ni aun en literatura, no insistiremos sobre su conferencia.

   Martínez Sierra es un escritor delicadísimo: en su conferencia nos dijo bellas cosas, divagando alrededor de su personalidad y de sus obras.

   Felipe Trigo es sincero, y por tanto, hablando de su persona, cautiva.

   -Yo -dice- gusto de lo que escribo, más que de lo que escriben los otros. Todas mis obras me complacen, pero la que a todas prefiero es Alma en los labios.

   A la bonne heure! Así, sí nos entendemos! Cuando un hombre nos habla con una ingenuidad tal, se nos vuelve un precioso documento humano.

   Valle Inclán, el último que ha ocupado la cátedra del Ateneo para hablarnos de sí mismo, es sin duda uno de los temperamentos más cultos y raros de España. Su conferencia fue una deliciosa ironía. No habló sólo de sí mismo, sino de los demás, y luego, un poco de su vida, harto fantaseada por cierto; de su manera de ver el paisaje, de sus personales procedimientos y, sobre todo, de su sistema para usar el léxico.

   Encuentra, por ejemplo, que no deben usarse ciertas palabras de dura o difícil pronunciación, como aquellas que tienen dos consonantes después de una vocal: objeto, septiembre, etc, porque dice, con una semiburla peregrina, la cantidad de esfuerzo que su pronunciación requiere no se gasta sino a expensas del entusiasmo o de la comprensión del lector. Aun sostiene -si no en su última conferencia, sí en tal o cual conversación amistosa- que determinados vocablos no deben usarse en su significado, sino en otros completamente distintos. Seguramente -digo yo- en aquellos que sugiera su estructura y su sonido... Así se volvería a la onomatopeya... pero en cambio no nos entenderíamos ni para remedio... ¿Es esto un inconveniente? Chi lo sa!...

   De todas suertes las conferencias autocríticas del Ateneo han sido muy dignas de oírse, y valía la pena de que yo informase de ellas a esa Superioridad.

   Para concluir este Informe, hablaré a usted de otro suceso literario:

   el último de que me ocuparé ahora. La publicación hecha por don Ramón Menéndez Pidal, en la Nueva biblioteca de autores españoles, de la «Primera Crónica general o Estoria de España», que mandó componer don Alfonso el Sabio.

   Hasta hoy todas las ediciones hechas de esta obra admirable, la primera verdaderamente literaria de nuestro idioma, adolecían de innumerables defectos, de mutilaciones y obscuridades lamentables.

   La publicación actual, hecha con excesivo cuidado y con gran pericia, expurgada y reconstituida, es lo que debía ser: el monumento valioso de nuestro idioma, en el cual ya la lengua aparece formada, gallarda, noble, expresiva y colorida, el libro sin paralelo en las literaturas europeas, considerado por Dozy, en palabras que cita un académico, «como el creador de la prosa castellana del buen tiempo viejo, que tan fielmente expresa el carácter español; a la vez vigorosa, amplia, rica, grave, noble, sencilla, y todo ello cuando los demás pueblos de Europa, sin exceptuar a Italia, distaban todavía mucho de producir una obra en prosa que fuera recomendable por su estilo».

   Como más amplia noticia de esta publicación tan importante, envío a usted el adjunto artículo de Jacinto Octavio Picón, que es el académico a quien me refiero, y que analiza la obra de Pidal con mucho acierto.

   Reitero a usted las seguridades de mi más distinguida consideración.

 

- XX -

El teatro y el idioma en España y América.

   Se ha llamado al teatro espejo y escuela de las costumbres; yo le llamaría mejor cátedra del idioma. En los países en que el teatro entra en el grupo de diversiones familiares, es indecible lo que los espectáculos influyen en el lenguaje.

   Dos operaciones parece realizar el teatro: primero recoge y sorprende la lengua corriente con sus locuciones, con sus giros especiales, con sus modismos, con sus sintaxis; luego la depura y la enriquece, volviéndola así acrecida al común acervo.

   Y si no realiza el buen teatro estas dos operaciones, debería realizarlas.

   No hay duda de que la pureza, la elegancia, el primor del castellano en el siglo XVII se debió especialísimamente al opulento y admirable teatro español. Los grandes autores, los Lope, los Alarcón, los Tirso, tomaban del exterior los habituales elementos del idioma, pero volvíanlos a la multitud en extremo enriquecidos, flexibilizados, elegantes, llenos de expresión.

   El idioma que se iba formando alrededor de este teatro, que este teatro iba formando, diremos mejor, era acaso un poco solemne, un poco enfático- pero en cambio, ¡cuán expresivo y caudaloso!

   Volvamos la vista a Francia y advertiremos la influencia formidable que el teatro ejerce aún en la lengua. Infinidad de giros, ¡qué digo!, hasta de formas especiales de lenguaje, hasta de neologismos, deben su existencia a la comedia francesa y a los teatros de bulevar.

   Los libros más leídos influyen menos en el habla común que una simple pieza de teatro. Y es que en el teatro oímos las nuevas formas idiomáticas, no las vemos como en la frialdad silenciosa del libro.

   Ahora bien, supuestas estas ligeras consideraciones, ¿qué influencia ha ejercido el teatro moderno en el idioma castellano en España?

   En general una influencia pésima.

   Las piezas de Zorrilla, por ejemplo, conservando à outrance el lenguaje caballeresco, manteniendo el énfasis tradicional, reviviendo la pomposa redondez de los períodos heroicos, influyeron siniestramente en ese atolondramiento, en esa confianza ciega en las promesas de la tradición que llevó a España al desastre.

   Y cito el nombre de Zorrilla porque es el romántico más grande de España. Otros astros menores, en terreno más estrecho, realizaban también esta obra. Parecía que después de ellos el teatro español debía humanizarse, pero no fue así: Echegaray y Tamayo y Baus, entre otros, se encargaron de mantenerlo dentro de la vieja armadura. Echegaray ha escrito dramas y comedias «actuales» que nada tienen de actualidad. Sus personajes han existido quizá en alguna época; pero si bien se les examina, no existen ahora. Dicen cosas solemnes pretendiendo decir cosas sencillas; hablan al parecer en prosa, pero en realidad continúan hablando en verso; tienen una prosopopeya y una gravedad tal que aun las frases más sencillas son en sus labios postulados, máximas, apotegmas. Los parlamentos de las piezas de Echegaray se parecen, aunque en ellos alterne el bello sexo, aunque haya mucho movimiento escénico, a una asamblea de magistrados en alguna República antigua, a un consejo de esos que celebraban en los gobiernos patriarcales los ancianos del pueblo. Lo que se dice, siempre pretende imponerse por la substancia, por la doctrina: esa alada gentileza de la lengua que va y viene por la calle, que entra y sale en los corrillos, que dice las cosas de la vida con la simplicidad de la vida misma; que canta y ríe y aun filosofa así, siempre de prisa, siempre de vuelo... Esa alada gentileza de la lengua no la conoce don José, no la han conocido sus contemporáneos. Ha sido preciso que Benavente y los Quintero, inspirándose en el admirable y suelto diálogo francés de Donuay, de Capus, de Lavedan, la insinúen al espectador en medio del apelmazamiento, de la concreción de un castellano cúbico, sin solución de continuidad; de un conglomerado secular en el cual era imposible la incrustación de un arabesco, de un dibujo gracioso, de un rasgo tenue...

   Pero, en fin, siquiera estos señores hablaban y hablan aún en castellano y con sus mazacotudas piezas de teatro conservaban las solemnes tradiciones de adusto y enfático buen decir.

   ¡Quién hubiera pensado que un día habríamos de echarles de menos, que habríamos hasta de desear el nuevo advenimiento de sus rígidas formas elocutivas!

   Hará unos quince años, en efecto, quince años apenas, que todos dormíamos tranquilos, sin presentir la plaga mayor que ha podido caer sobre el castellano, sobre el castellano popular sobre todo: el género chico.

   El género chico contaba para triunfar con algo invencible, inevitable, con algo que siempre acude a la cita: con la imbecilidad humana, y, naturalmente, triunfó.

   Empezó por usurpar el lenguaje del pueblo para irlo adulterando después, embajeciéndolo, envileciéndolo hasta el infinito.

   Algunos de sus idiotismos tuvieron la triste fortuna de llegar a los salones; pero la mayor parte se fueron quedando en las capas inferiores de la sociedad.

   El pueblo de Madrid, el de México y el de Buenos Aires, el de toda nuestra Hispano-América tenían cierta sencilla nobleza de expresión, aun dentro de las incorrecciones naturales de su lenguaje. El género chico se encargó de emborronar, de emporcar esta nobleza. Como sus autores no sabían nada ni habían pensado jamás gran cosa, recurrieron al quid pro-quo pedestre, a la frase canalla, al modismo inepto, al rufianismo irónico.

   Por unos cuantos céntimos le daban y siguen dándole al pueblo una cátedra diaria de caló infecto.

   Ellos han sido quienes han desfigurado las palabras más bellas de que antes se servían el amor, el coraje o la tristeza del pobre ellos son quienes han fijado y consagrado en Madrid los disparates callejeros, los barbarismos absurdos, los modismos estúpidos. Incapaces de una frase realmente ingeniosa, han recurrido a toda clase de dislocaciones para producir efectos groseros con sus diálogos.

   Cierto, hay excepciones, sobre todo las hubo en los comienzos de esta vil y cenagosa marea de mal gusto. Hubo una Verbena de la paloma, una Fiesta de San Antón... ¡pero qué poco relieve tienen estos sanos intentos entre el número de inepcias, entre la prodigalidad de piezas nauseabundas o anodinas!

   Y esto pasaba en España: en México pasaba algo peor todavía.

   Allá los que se lanzaron a crear lo que pomposamente llamaban teatro nacional, como si así fuese posible crear algún teatro, como si ellos tuviesen tamaño para crearle estaban en lo general a un nivel mental mucho más bajo que los autores españoles del género chico.

   Estos, a pesar de todo, lograban en contadas ocasiones tener ingenio.

   La musa callejera de España regaba en la escena a las veces sus avalorios y sus lentejuelas, sus canutillos y sus chaquiras. Aquéllos, los de México, no tenían más que la incontinencia del lenguaje como arma de éxito, como deus ex machina insustituible.

   No hubo miseria fraseológica, no hubo palabra tabernaria de que no echaran mano. Todos aquellos harapos sucios y malolientes el idioma, que creíamos escondidos allá muy hondo, perdidos allá muy abajo, en las prisiones y en los cuarteles, fueron ascendiendo, ascendiendo hasta la matinée dominical, y dichos por actores medianos que pretendían hacer reír, lograron llegar a los oídos de las señoritas, sin que por ello se escandalizaran mucho que digamos los papás.

   ¡Adónde ir! ¡Casi no teníamos, casi no tenemos otros teatros que los del género chico! En alguna parte se ha de pasar el rato...

   Y así la pura linfa de nuestro idioma se ha ido pervirtiendo y cada día, sin pensarlo, sorprendemos en nuestros labios, en los de nuestros amigos, acaso en los de nuestras mujeres o nuestras novias, tales o cuales dicharachos, inocentes si se quiere, dichos con ingenuo espíritu, pero que pervierten muchos de nuestros más bellos vocablos, que defiguran muchos de nuestros más nobles giros.

   De ahí han salido tantos epigramas chabacanos que tienen la vida dura, sobre todo entre la gente de poca imaginación, porque sirven como de ripios obligados a los que no saben discurrir gracejo alguno.

   Entre los procedimientos capitales del género chico figura el de desfigurar las palabras a fin de hacerlas cómicas. Hay siempre, o casi siempre, un personaje que pronuncia mal y que pronunciando mal hace reír.

   Este arbitrio primitivo y tosco es, y ha sido siempre, de seguros resultados. Fijaos en los individuos del pueblo y aun en las familias de la burguesía, cuando son de medianos alcances intelectuales: es para ellos una verdadera fiesta la palabra mal pronunciada. La celebran ruidosamente, la repiten hasta que le exprimen todo el jugo, y después, como a fuerza de repetirla han olvidado la estructura del vocablo correcto, la sustituyen a éste y así va formándose un caló íntimo, familiar, que acaba por ingresar al idioma de todos los días. Y he aquí cómo un inepto autor de género chico tiene más influencia sobre el idioma que todos los buenos escritores que con libros sencillos y adecuados pretenden popularizar el buen decir castellano.

   ¿Qué remedio tienen estos desmanes? Yo no veo más que uno directo: la previa censura.

   Si se encuentra justificada ésta en lo que ve a la moralidad de las obras, ¿por qué no ha de hallarse justa y lógica por lo que ve a la pureza del idioma?

   Es el idioma una común heredad, una común riqueza que nadie tiene derecho de pervertir y alambicar a sabiendas.

   ¿De qué sirven los nobilísimos, los tan loables esfuerzos de nuestro ministro de Instrucción Pública por desarrollar todo aquello que contribuir pueda a la limpieza, exactitud y elegancia de la expresión de qué sirven los bellos libros y los bellos himnos premiados en concursos, los suntuosos juegos florales, las ediciones populares, mientras haya tres o cuatro libretistas de zarzuela dispuestos a valerse de la odiosa popularidad del género chico para inundarnos de locuciones estúpidas y para mutilar a mansalva las frases más expresivas y más bellas?

   Es claro que los concursos iniciados por esa Secretaría a fin de estimular la producción teatral en México habrán de combatir con cierta eficacia el mal de que hablo. Pero si esta eficacia ha de ser mayor; si hemos de ir creando el teatro nacional, no lo que irrisoriamente se ha llamado así, sino el verdadero teatro nacional, fuerza será que una previa censura en la cual figure un literato enérgico y avisado, impida, no sólo todo aquello que ofenda la decencia de las costumbres, sino todo aquello que ofenda la decencia del idioma: que nuestra lengua evolucione gracias a un Rubén Darío, a un Leopoldo Lugones, a un Díaz Mirón, santo y bueno; pero que tres o cuatro autores anodinos de género ínfimo la desfiguren y enturbien, malo, absolutamente malo e intolerable.

(continúa)

 

Extraido de
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