BIOTECNOLOGÍA GLOBAL, BIOSEGURIDAD Y BIODIVERSIDAD

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Curso de Doctorado "Biotecnología, ética y sociedad"

Enrique Iáñez Pareja

Instituto de Biotecnología Universidad de Granada, España

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Sumario:

1. Introducción

2. Bioseguridad: racionalidades científicas confrontadas

3. Bioseguridad: intersección ciencia-sociedad

4. La bioseguridad como arma arrojadiza política y comercial: Reunión de Cartagena

5. Biodiversidad y biotecnología

6. La conexión biotecnología-biodiversidad en el Convenio de Biodiversidad

7. Más allá de la bioprospección

 

1.  Introducción

La primera oleada de avances en Ingeniería Genética estuvo limitada a los laboratorios de investigación y a las industrias de fermentación, que funcionan con circuitos cerrados, en los que el comportamiento de los organismos manipulados es relativamente fácil de vigilar, y para las que se emitieron una serie de regulaciones que han funcionado razonablemente bien (en la Unión Europea, la Directiva 90/219 sobre "Uso confinado de microorganismos modificados genéticamente"). Tras 20 años, no se ha producido ningún accidente ni se ha materializado ninguna amenaza a la seguridad de los trabajadores o del entorno.

A partir de los años 80, conforme los organismos genéticamente modificados (OGM) comenzaban a salir de los laboratorios, primero en pequeños ensayos de campo y, desde los años 90, con grandes liberaciones a escala comercial de plantas transgénicas, el debate sobre la seguridad de estos organismos se ha desplazado al ámbito de sus posibles repercusiones ambientales y además, en el caso de organismos destinados a alimentación, a posibles efectos negativos para la salud, como alergenicidad, toxicidad, etc. Dentro de las repercusiones ambientales, se ha acuñado el neologismo "bioseguridad" para referirse a las condiciones intrínsecas de los OGM y de su manejo que garanticen su inocuidad ambiental, y concretamente, que no interfieran negativamente con las especies silvestres o cultivadas.

Igualmente en los últimos años se viene hablando de la importancia que reviste la conservación y gestión de los recursos vivos del planeta ("biodiversidad") en relación con el progreso de la biotecnología. Y esto por una doble razón: por un lado, la diversidad biológica representa una gigantesca reserva de "oro verde" que en su mayor parte está inexplorada, y que en última instancia es la materia prima de los programas de investigación y desarrollo de buena parte de la biotecnología; y por otro lado (y no menos importante), porque los países ricos en biodiversidad, que suelen ser naciones en vías de desarrollo, tienen el legítimo interés de que la comunidad internacional valore sus recursos vivos, y que se vean compensados de un modo justo por su conservación y su disponibilidad para la humanidad.

 

2.  Bioseguridad: racionalidades científicas confrontadas

La disputa científica sobre la evaluación de riesgos ambientales de los OGM se centra sobre todo alrededor de los efectos de la actual plantación masiva de plantas transgénicas. Según sus críticos, los peligros a evaluar en relación a potenciales amenazas a la biodiversidad se podrían centrar en los siguientes:

• Posibilidad de que las plantas genéticamente modificadas (PGM), por efecto del nuevo material genético introducido, puedan modificar sus hábitos ecológicos, dispersándose e invadiendo ecosistemas, al modo de malas hierbas.

• Posibilidad de transferencia horizontal del gen introducido, (p. ej., por medio del polen), desde la PGM a individuos de especies silvestres emparentadas que vivan en las cercanías del campo de cultivo, lo que podría conllevar la creación de híbridos que a su vez podrían adquirir efectos indeseados (invasividad, resistencia a plagas, incidencia negativa sobre otros organismos del ecosistema, etc).

• En el caso de plantas Bt, que portan un gen bacteriano que las capacita para resistir el ataque de larvas de insectos, un posible efecto indeseable sería que la toxicidad de la proteína Bt afectara también a insectos beneficiosos.

• Teniendo en cuenta que ciertas manipulaciones recientes de plantas para hacerlas resistentes a enfermedades ocasionadas por virus implican la introducción de algún gen del virus en cuestión o de otros relacionados, cabría la posibilidad de recombinaciones genéticas productoras de nuevas versiones de virus patógenos para las plantas. La pregunta subyacente es si los genes virales introducidos podrían afectar a la constitución de las poblaciones silvestres de virus o a la epidemiología de ciertas enfermedades. Aunque en laboratorio se han descrito mecanismos por los que genes virales expresados en plantas pueden modificar el comportamiento de virus, es muy difícil evaluar el riesgo de los ensayos de campo, ya que se desconoce casi todo sobre la dinámica poblacional de los virus vegetales en la naturaleza.

• Respecto de las plantas transgénicas resistentes a herbicidas, los ecologistas les achacan que inducirán un aumento del uso de estos agroquímicos. Pero el caso más en el candelero (las plantas resistentes al herbicida Roundup de Monsanto, cuyo componente activo es el glifosato) no tiene por qué ser así: Estas plantas están previstas para que el agricultor pueda eliminar malas hierbas empleando menos herbicida, y además, el glifosato no es tóxico para los animales superiores y se degrada por la microbiota del suelo. De hecho, el sistema está permitiendo un tipo de laboreo que conlleva conservar más la cubierta vegetal y el suelo, con lo que se produce menos erosión.

• Una de las manipulaciones potencialmente más inquietantes es la que tiene por objeto convertir ciertas especies de peces destinados a piscifactorías en resistentes a bajas temperaturas o en inducirles un crecimiento y maduración más rápidos. En ambos casos los ecólogos temen que su escape accidental desde las instalaciones (cosa bastante probable en instalaciones comerciales normales) represente competencia con especies naturales, desplazándolas y eliminándolas de sus respectivos hábitats, debido a la ventaja adaptativa de los ejemplares manipulados. Igualmente, la hibridación entre los peces manipulados y sus parientes silvestres conduciría al empobrecimiento genético de las poblaciones naturales.

Más adelante se comentarán con cierto detalle estos riesgos potenciales, aludiendo a datos empíricos y experimentales y a opiniones de distintos tipos de especialistas.

Hay que decir que las plantas transgénicas aprobadas han pasado gran número de controles institucionales, tras numerosos ensayos de campo, que incluyen estudios toxicológicos y ecológicos. De hecho, el grado de escrutinio de estos productos no tiene precedente dentro de la industria agroalimentaria, y cabe la posibilidad de que si se aplicaran criterios tan estrictos a productos convencionales que consumimos, muchos no pasarían la prueba. Otra cosa es que los estudios realizados sean capaces de cubrir toda la gama posible de efectos a largo plazo, no descartables, por supuesto, pero de nuevo esto no es exclusivo de la tecnología genética.

El caso es que debido a la complejidad de la materia, hoy por hoy, es difícil realizar estudios completos sobre la seguridad ambiental a largo plazo de las PGM: es un ámbito nuevo que requiere mucha inversión, hay que controlar multitud de variables (desde el nivel molecular al de genética de poblaciones y el ecológico), se requiere la colaboración entre distintos especialistas (a menudo con presupuestos cognitivos y epistemológicos opuestos) y pocos investigadores de vanguardia están dispuestos a trabajar en el tema, debido a lo poco gratificante de la empresa (normalmente se obtienen resultados negativos, que son poco espectaculares, y que no lucen una carrera profesional).

Una cuestión previa para responder a este cúmulo de interrogantes sería: ¿cuáles son las suposiciones o puntos de partida adecuados para evaluar los riesgos de la nueva biotecnología en el sector agronómico? Según algunos (Miller et al., 1995) esto conduce inexorablemente a preguntarse si existe algo intrínsecamente distinto o especial en la Ingeniería Genética que justifique que tenga que evaluarse aparte, recurriendo a un nuevo paradigma distinto del usado para calibrar los riesgos en otros casos. Durante los primeros años de aplicación de las técnicas de ADN recombinante, y bajo el "espíritu de Asilomar" que pedía cautela ante una tecnología nueva, se establecieron regulaciones específicas para los productos desarrollados por Ingeniería Genética. Como dice Muñoz (1996), esto supuso "un giro radical respecto a la cultura del riesgo que ha considerado tradicionalmente el riesgo tras los hechos. La noción clásica de riesgo se ha centrado en los productos peligrosos y ha prestado menor atención a las técnicas o procesos peligrosos". Pero conforme se comprobó la seguridad en los laboratorios que trabajaban con ADN recombinante, tras miles de experimentos, se fueron relajando las directrices. De hecho, informes de las altas agencias científicas norteamericanas (el NRC y  la NAS) han concluido que no hay nada intrínsecamente peligroso en la Ingeniería Genética.

De acuerdo con esta conclusión, en los años recientes el énfasis evaluador se ha desplazado desde el escrutinio de la técnica en sí al de los productos obtenidos, independientemente de las herramientas empleadas. Según esto, el "consenso científico" que se está asumiendo en las políticas tecnológicas sobre la biotecnología por parte de las agencias reguladoras gubernamentales de los EE.UU. y, con más retraso, de la Unión Europea, proclama que no hay diferencias conceptuales significativas entre la seguridad ecológica o de otro tipo de las viejas técnicas de mejora genética y la nueva tecnología de manipulación genética in vitro. Este consenso se sustentaría tanto en datos empíricos (no hay nada biológicamente distinto en la expresión de genes transferidos por Ingeniería Genética a la de los transferidos con herramientas clásicas) como en extrapolaciones de principios científicos generales emanados de lo que conocemos sobre el mundo vivo y la evolución biológica. El corolario que se seguiría es que no se necesitan principios ni técnicas diferentes a los ya usados con anterioridad, a la hora de evaluar la seguridad ambiental de un organismo manipulado por Ingeniería Genética. Tanto si quisiéramos evaluar riesgos de este tipo de organismos, como si lo deseáramos hacer con organismos manipulados por métodos convencionales, o con organismos silvestres que se pretendan introducir en un hábitat o ecosistema distinto al suyo original, tendríamos que recurrir al mismo marco conceptual y metodológico. No tendríamos que someter una y otra vez a prueba la hipótesis de que el hecho de usar la nueva biotecnología genética altera las características asociadas a riesgos.

(En este sentido, véase Impactos ecológicos de las plantas de cultivo tradicionales, con datos empíricos que muestran cómo las cosechas tradicionales conllevan riesgos ecológicos, que se han llegado a plasmar en extinciones de especies silvestres, pérdida de identidad genética, creación de híbridos, incluyendo malas hierbas, etc.)

La conclusión de este enfoque es que los OGM deben regularse como cualquier otro organismo, a saber, en función del tipo de uso previsto (alimento, plaguicidas, etc.) y de su riesgo intrínseco (en el caso de poseer características de toxicidad, patogenicidad, invasividad, etc.), incluyendo las previsibles interacciones con el entorno donde se pretende aplicar. En este sentido se han propuesto algoritmos (por ejemplo, el de Miller et al., 1995) o jerarquización de organismos (p. ej., Barton et al., 1997) que permitan clasificar cualquier tipo de entidad viva (manipulada por cualquier técnica o sin manipular) según su grado de riesgo potencial. De este modo, se suministraría una sólida base para la evaluación y gestión gubernativas de los riesgos. Por ejemplo, los organismos de los niveles inferiores de riesgo no necesitarían regulaciones estrictas, sino todo lo más notificación por parte del responsable de su liberación a la agencia supervisora correspondiente, mientras que los organismos de los niveles superiores de esa escala estarían sujetos a estrecha vigilancia. En casos en los que la combinación de gen, organismo huésped y ambiente se estime que presenta riesgos excesivos de posible dislocación ecológica, se procedería a su total prohibición. Como se puede comprobar, una clave de estas propuestas es la consideración de la experiencia acumulada ("familiaridad") con un determinado organismo en el pasado, matizada y ajustada por la modificación genética (en el caso de que la haya), y de los efectos pleiotrópicos y de interacción con el ambiente.

 

Por su interés, comentamos brevemente el estudio coordinado por Barton et al (1997) ya citado. Se trata del diseño de un método que depende de la estratificación de organismos en categorías de riesgo de ensayos de campo, de acuerdo con el juicio de un heterogéneo plantel de científicos agrónomos de varios países. Para ello se buscó el acuerdo sobre la ponderación de varios factores que determinan riesgo, calificando en cada caso con cifras entre 1 (menor riesgo) y 5 (mayor riesgo). Los factores evaluados para distintas plantas fueron:

 

riesgos para los humanos (p. ej., presencia o no de polen alergénico)
potencial de colonización (capacidad de conversión en maleza) 
centro de origen: este factor es muy importante para la cuestión de la biodiversidad, como ya se comentó. Se tiene en cuenta si el cultivo se realiza en la zona geográfica donde tuvo la planta doméstica su origen, en cuyo caso la valoración de riesgo es mayor. Sin embargo, una planta que se propague sólo vegetativamente o sólo se autopolinice, presenta menos riesgos.

relaciones ecológicas: aquí se evaluaban varias preocupaciones, como p. ej., posibilidad de transferir algún parásito, de cambiar interacciones con insectos, cambiar patrones de polinización, competencia con organismos indígenas beneficiosos, etc.
potencial de cambio genético
gestión de riesgos

La reunión de expertos llegó a la conclusión de que la mayoría de plantas evaluadas tienen intrínsecamente bajo nivel de riesgo (valor medio 1), que en algunos casos sube a 2, sobre todo cuando se cultivan ciertas plantas cerca de los centros de origen (caso del arroz o la soja en el sureste asiático), y que el riesgo es una función principalmente de la característica del producto, y no del método de modificación genética. Sin embargo, se reconoce que estas conclusiones se refieren a ensayos de campo, y no se pueden extrapolar directamente al caso de grandes plantaciones comerciales. 

Por lo tanto, el paradigma de evaluación de riesgos que se va imponiendo es uno basado en los productos y no en los procesos (ya no harían falta controles estrictos caso a caso de todas las pretendidas liberaciones de organismos que tienen una historia previa de comportamiento "seguro"). Este tipo de política ha sido bien recibida por la industria biotecnológica y agroalimentaria norteamericana, y se espera que dé más ímpetu a las aplicaciones comerciales. La legislación europea sigue rigiéndose en el momento actual por el paradigma de evaluación de la técnica "potencialmente peligrosa" (esta es la filosofía implícita de la Directiva 90/220 sobre "Liberación deliberada de organismos genéticamente modificados"), pero ante la presión de las empresas y el temor a perder la carrera tecnológica y comercial con los EEUU y Japón se está en camino de modificarla también en el sentido de evaluación de productos.

Pero a pesar del consenso en la política científica sobre la seguridad de los organismos biotecnológicos en el ambiente, la polémica académica está lejos de haber quedado zanjada. El frente "contestatario" se compone principalmente de ecólogos y biólogos de campo (incluyendo genéticos de poblaciones y evolutivos). (Una breve exposición de argumentos de unos y otros, en Kling 1996; y para un análisis de casos y opiniones, véase Butler y Reichhardt 1999). Veamos resumidamente el juego de argumentos y contraargumentos de unos y otros, junto con algunos datos empíricos:

Sobre la naturalidad y precisión del proceso de mejora:

A veces se dice que la ingeniería genética es negativa porque salta las barreras sexuales entre especies. Sin embargo, esto olvida el hecho de que en la fitomejora tradicional se viene usando desde hace tiempo un método artificial que fuerza igualmente a saltar las barreras evolutivas: cultivo in vitro de ovarios y embriones. Algo parecido habría que decir sobre la introducción de resistencia a herbicidas: ¿es malo hacerlo mediante ingeniería genética, mientras que permitimos hacerlo con genética mendeliana clásica?  Muchos ecólogos rechazan la idea de que la introducción en un organismo de un gen de una especie filogenéticamente no relacionada sea algo equivalente a la tradicional mejora que, todo lo más, logra la hibridación de especies o géneros emparentados: en el primer caso creamos una combinación inverosímil en la naturaleza (por ejemplo, un gen bacteriano en una planta superior, o viceversa), mientras que en el segundo estamos limitados por las barreras evolutivas que la naturaleza ha impuesto al intercambio de material genético entre especies.

La réplica de los biotecnólogos dice que la Ingeniería Genética es una técnica muy precisa, ya que sólo introducimos uno o dos genes perfectamente caracterizados, con lo que esta práctica presenta ventajas frente a la mejora tradicional, en la que junto a los caracteres buscados se transfiere una enorme cantidad de material genético sin caracterizar de la que se desconocen sus impactos. 

De hecho, muchas variedades tradicionales se seleccionaron tras inducción de mutaciones aleatorias, que en su inmensa mayoría quedan sin caracterizar, y de las que nada se sabe de sus efectos, salvo las ventajas que se seleccionan en el programa de mejora. Nunca se ha emprendido un estudio sistemático de los posibles riesgos de esa mayoría del genoma no caracterizado.

Hay varios ejemplos de caracteres indeseados introducidos por programas de mejora tradicional, como altos niveles de psoraleno (un cancerígeno) en apio o de solanina en patata, aunque se detectaron en la fase de pruebas de laboratorio.

Por otro lado, hay varios ejemplos de plantas de cultivo tradicionales que se pueden considerar "monstruos genéticos", porque su obtención, aunque por hibridación, ha dado lugar a auténticas mezclas de genomas de especies distintas:

El ejemplo más conspicuo es el triticale, obtenido hace más de 60 años por cruce de trigo y centeno, y cultivado en más de un millón de hectáreas en Canadá, México y Europa oriental.
El trigo ruso tiene mezcla de centeno y trigos silvestres.
 Los ciruelos modernos son cruces de ciruelos-cerezos y endrinos.
Sobre la posibilidad de transferencia génica horizontal:

Según los ecólogos, la posibilidad de transferencia horizontal añade un riesgo a los productos transgénicos, permitiendo la contaminación genética de otras especies.

Varios estudios emprendidos en Francia, Dinamarca y EE.UU. indican el escape de genes de resistencia a herbicidas desde plantas transgénicas a parientes silvestres.

Otro estudio francés reveló que colza genéticamente manipulada para hacerla resistente a herbicida producía descendencia fértil cuando se cruzaba con su pariente el rábano silvestre (si bien los genes de resistencia se iban diluyendo en sucesivas generaciones). 

No se puede olvidar que la transferencia de polen entre plantas relacionadas evolutivamente es muy frecuente, dando origen a híbridos, incluidos entre domésticas y silvestres. Por lo tanto, no cabe acusar a las transgénicas en exclusiva de ese "pecado", sobre todo cuando se quiere descalificarlas globalmente. Lo que hay que ver, caso por caso, es si la formación eventual de híbridos, sean cuales sean los parentales domésticos, lleva a efectos indeseados.(Véase artículo al respecto referido a problemas ecológicos de las plantas convencionales).
La propia biología ha revelado en años recientes que la transferencia horizontal de genes es un hecho natural, incluso entre ciertos microorganismos y plantas, y que ha debido jugar un papel en la evolución de la vida. Sin embargo, hay que conceder que no se puede abusar de este argumento, puesto que se puede esgrimir que los procesos naturales son más lentos que los artificiales, y han superado la prueba de la evolución tras millones de años. La posibilidad de transferencia horizontal, especialmente a través del polen, a especies silvestres relacionadas con la cultivada transgénica es algo que hay que estudiar en profundidad, sobre todo desde el punto de vista ecológico y de genética de poblaciones. 

Sobre la posibilidad de que las plantas manipuladas o los híbridos con silvestres se conviertan en malas hierbas:

Esta no es una posibilidad exclusiva de las plantas transgénicas, ya que algunas especies cultivadas tienen cierta tendencia a asilvestrarse. Para especies como el maíz o la soja, con una larga historia de domesticación, esto es improbable, y a priori no hay razones científicas claras por las que una planta portadora de un rasgo agronómico adicional pueda convertirse en maleza (García Olmedo, 1998, p. 181).

Para un análisis general sobre los impactos de especies invasivas silvestres, véase el sitio web invasivespecies.gov.

Sin embargo, se desconoce qué pasaría cuando existan millones de hectáreas de plantas transgénicas con diferentes transgenes: ¿podría haber un efecto en eventuales híbridos que adquirieran varios genes que les confirieran alguna ventaja selectiva?

Como ya dijimos, hay algunas manipulaciones intrínsecamente más peligrosas: por ejemplo, la de convertir a especies de gramíneas cespitosas (por ejemplo, para campos de golf) en resistentes a herbicidas, porque aquí si existe un riesgo alto de diseminación e invasión de ecosistemas. Este tipo de plantas deberían prohibirse. 

Lo anterior nos conduce a uno de los puntos más oscuros: los efectos a largo plazo sobre la biodiversidad, ya que aún no se dispone de una ecología predictiva capaz de hacer frente a la complejidad de la cuestión.

La ocurrencia de este tipo de fenómenos sería especialmente preocupante de producirse en los centros de biodiversidad de los países tropicales, porque podría amenazar la integridad de los ricos recursos genéticos que se albergan en ellos. Pero de nuevo habría que decir que la transferencia horizontal de genes entre especies ocurría ya antes de la Ingeniería Genética. Lo que la investigación ha de aclarar es si el hecho de que tal transferencia se dé entre plantas transgénicas y otras no transgénicas, silvestres o cultivadas, conlleva riesgos adicionales de erosión genética y pérdida de biodiversidad.

La introducción de variedades transgénicas en las regiones que son los respectivos centros de origen de las plantas cultivadas acentúa las preocupaciones anteriores. Por ejemplo, se están ensayando ya patatas transgénicas en México, uno de los sitios donde aún crecen patatas silvestres. La introducción en ese mismo país de maíz transgénico sería arriesgada, ya que Mesoamérica posee parientes silvestres (teosinte) que hace falta preservar puros. En caso contrario, si finalmente se producen híbridos indeseados, estaríamos amenazando no sólo parte de la biodiversidad, sino dilapidando un capital natural que nos podría ser útil en el futuro, como fuente de rasgos para programas de mejora genética. Esto va a obligar a regular cuidadosamente la certificación del origen de las semillas a la hora de su distribución en tales centros de diversificación biológica.

La cuestión sobre la biodiversidad no se puede separar de las prácticas agrícolas locales y de las características de los distintos países. Cada país y cada zona agrícola habrá de prestar atención a la presencia de parientes silvestres cercanos e introducir medidas correctoras, en su caso, o incluso prohibir ciertas plantaciones por los riesgos inasumibles de cara a la protección de su biodiversidad.

Sobre las plantas manipuladas con el gen bacteriano tóxico para larvas de insectos:

Aunque la proteína Bt es inofensiva para organismos distintos de los insectos, se teme su incidencia en insectos útiles y el surgimiento de mutantes resistentes entre los nocivos. De nuevo nos encontramos con resultados contradictorios  e incompletos:

En algunos estudios de laboratorio se ha visto que insectos depredadores beneficiosos alimentados con larvas de insectos nocivos que a su vez se alimentaban de plantas manipuladas, tenían mayores tasas de muerte.

Un estudio reciente, de cierta repercusión pública fue el que indicaba que larvas de mariposa monarca alimentadas en laboratorio con hojas de algodoncillo (su alimento natural) mezcladas con polen de maíz transgénico, sufrían graves anomalías de crecimiento y elevada mortalidad. Sin embargo, este estudio ha sido criticado por otros científicos, sobre la base de varios errores metodológicos, y sobre el hecho de que la situación de laboratorio era muy forzada y totalmente distinta de las condiciones de campo, por lo que se hace difícil extrapolar sus conclusiones a las condiciones naturales. (Véase reciente informe de la EPA estadounidense).

El tema donde parece haber más consenso es el del surgimiento de mutantes resistentes a la toxina Bt, cosa altamente probable (y ya hay casos) debido a que se trata de un rasgo monogénico.
Los biotecnólogos industriales, sin embargo, resaltan las ventajas de las plantas Bt:

Permiten un tratamiento no químico, ecológicamente más amistoso. De hecho, un informe reciente indica que los estados sureños norteamericanos han reducido significativamente el empleo de insecticidas químicos, coincidiendo con la plantación masiva de cosechas transgénicas.

Aunque se concede que el surgimiento de resistencia es inevitable, se han propuesto prácticas agrícolas para retrasarlo, especialmente el mezclar áreas transgénicas con un 20% de la superficie de cosecha no transgénica, con objeto de que al cruzarse insectos resistentes y no resistentes, se diluyan los genes de resistencia en sucesivas generaciones.

La industria está desarrollando nuevas cepas de cultivo con nuevos genes tóxicos selectivamente para insectos, lo que garantizaría el control a largo plazo de las plagas.

Una de las cuestiones más difíciles de resolver es la de la pleiotropía, es decir, los efectos indirectos (y en nuestro caso, no previstos) que se pueden derivar de la interacción del gen transgénico con el fondo genético de la planta receptora. Actualmente la técnica no permite la inserción exacta del gen en un lugar elegido, sino que el proceso es aleatorio. Por lo tanto, se desconoce cómo puede afectar esta integración a la dinámica del genoma receptor, y sobre todo, los efectos sobre la expresión de otros genes y por lo tanto sobre el metabolismo de la planta. Así pues, no cabe descartar la aparición de efectos imprevistos. Algunos expertos advierten que se debe realizar mucha más investigación básica sobre el control de los genes y sus efectos pleiotróicos más que dedicarse a responder a problemas concretos planteados por la opinión pública.

Pero por ahora, lo más importante para evaluar el riesgo es el gen que se introduce: no es lo mismo introducir un gen que interfiere con la maduración del fruto, que hacerlo con un gen que determine un rasgo tóxico para el hombre. En el primer caso, y a salvo de posibles pleiotropías, la transferencia no plantea mayores riesgos, mientras que en el segundo asistiríamos a un auténtico peligro.

Por otro lado, los ecólogos han señalado graves defectos y carencias en la concepción y metodología empleada en los estudios de evaluación de riesgo de los ensayos de campo con las plantas transgénicas: se estarían obviando importantes cuestiones ecológicas y evolutivas. Los ecólogos no están en principio en contra de la relajación de las normas de bioseguridad; de hecho estarían de acuerdo con tal relajación en el caso de que la experiencia acumulada apoyara tal medida. Lo que cuestionan es que los experimentos de evaluación de riesgos realizados hasta ahora hayan aportado respuestas significativas, e incluso dudan de que se haya partido de los presupuestos e hipótesis adecuadas. En este sentido, los especialistas en ecología de suelos son muy sensibles, conscientes de que su objeto de estudio es una entidad increíblemente compleja, para la que la ciencia aún no dispone de modelos teóricos y herramientas metodológicas suficientemente refinadas, por lo que a fortiori, desconfían del enfoque simplista empleado en la evaluación de los OGM en el ambiente. La preocupación de los ecólogos de cara al futuro se basa en la ignorancia sobre los efectos a largo plazo resultantes por un lado del aumento exponencial del número de seres vivos manipulados que camparán libremente, y por otro, en que se podrían planear liberaciones potencialmente arriesgadas para las que no existe ninguna experiencia previa de impactos ecológicos (por ejemplo, hierbas perennes resistentes a sequía, acuicultura con peces adaptados a nuevos climas o ambientes, etc.). Pero el argumento también se puede usar contra productos derivados de la mejora tradicional: el tipo de estudios multidisciplinares capaces de evaluar riesgos de cualquier tipo de proceso de mejora genética sencillamente no ha existido, y sólo ahora se está en camino de diseñar el tipo de experimentos de control tanto para organismos transgénicos como para organismos convencionales, que nunca han pasado el severo escrutinio al que se está sometiendo la Ingeniería Genética.

(Véase el artículo adicional sobre evaluación de impactos ambientales).

Por otro lado hay un viejo problema que el debate sobre los OGM ha sacado de nuevo a la luz, y para el que muchos piden una solución: las propuestas de evaluar seres vivos (manipulados o no) destinados a ser liberados en el medio ambiente en función del riesgo ecológico derivado de la combinación organismo más ambiente llama la atención sobre la ancestral práctica humana de introducir animales y plantas en ecosistemas y áreas geográficas diferentes, con efectos ecológicos (comprobados, no hipotéticos) desastrosos. Una pregunta pertinente aquí sería: ¿tiene sentido poner restricciones draconianas a cultivar una planta domesticada por el simple hecho de haberla manipulado con una determinada técnica para que su fruto tarde más en madurar, y en cambio seguir permitiendo la introducción irrestricta de animales y plantas exóticos en todos los lugares del planeta? ¿Por qué no aplicar los mismos criterios de evaluación de riesgo a ambos tipos de intervenciones humanas en la Biosfera?

Expresándolo con claridad: no parece (eco)lógico -perdón por el juego de palabras-  que no haya regulaciones que impidan la introducción de animales y plantas exóticos (no coevolucionados en el lugar donde se van a aplicar), por el simple hecho de que son "naturales" (a pesar de su alto riesgo intrínseco y de los numerosos casos históricos de desastres ecológicos que han creado), y en cambio se pretenda restringir seriamente ciertas manipulaciones genéticas en plantas familiares y seguras, por el simple hecho de que un nuevo rasgo útil ha sido introducido con una técnica tildada de sospechosa con "argumentos" poco científicos.

 

Pero queda la pregunta de hasta qué punto nuestra experiencia con los métodos tradicionales de mejora y el paradigma de evaluación de riesgos en base a productos y no a procesos, despejan totalmente las dudas sobre la bondad ambiental de esta tecnología. Pero igualmente habría que reconocer que es imposible predecir los impactos ecológicos a largo plazo con el estado actual de nuestro conocimiento. Ahora bien, ¿esto es exclusivo de la biotecnología? Pensamos que no. Más bien esta es una cuestión intrínseca al desarrollo de las grandes tecnologías, que apela en última instancia a actuar con cautela y responsabilidad, pero planteando el interrogante de si sería ético renunciar absolutamente a una posibilidad tecnológica que bien manejada podría conllevar grandes beneficios a la humanidad. No existen actividades humanas de riesgo cero, sino que existen actividades con riesgos relativos que hay que ir evaluando progresivamente y sopesándolos con los beneficios que se pueden derivar, y en este sentido la biotecnología no es una excepción (García Olmedo 1998, p. 178).

Pero más allá de las amenazas y miedos más o menos reales o imaginarios, más allá de la cacofonía mediática donde diversos grupos de presión pugnan por manejar mitos y fantasmas tecnológicos, hay que resaltar dos datos: tras casi 30 años, la tecnología transgénica no ha sufrido ni un solo accidente digno de mención; y la propia comunidad europea, centro de las dudas e incluso de amenazas de moratorias para los productos desarrollados, ha realizado estudios de bioseguridad por valor de varias decenas de millones de euros, sin que se haya concretado ningún riesgo sustancial. Es de lamentar que los propios líderes políticos europeos sean incapaces de aprovecharse de la experiencia desarrollada a costa de los bolsillos de los ciudadanos.

Aún no existe una evaluación global y científica de los riesgos ambientales potenciales de las plantas genéticamente manipuladas. Quizá haya que desarrollar un paradigma de política científica que permita a las agencias públicas responsables realizar decisiones incluso en ausencia de un conocimiento exhaustivo (algo que probablemente es utópico), que reconozca como válidas ciertas decisiones en ausencia de un acuerdo universal, y que favorezca el reconocimiento y delimitación de aquellas áreas de incertidumbre en las que los criterios prudenciales (socialmente asumidos) conduzcan, llegado el caso, a moratorias o renuncias de desarrollo en función del los valores puestos en juego. Por ejemplo: no sería aconsejable permitir maíz transgénico en la región meso-centroamericana, donde se encuentran multitud de variedades de maíz tradicionalmente cultivadas por los indígenas, y el teosinte, precursor silvestre de esta planta. Salvo que los datos científicos garantizaran la seguridad, a priori no sería ético poner en peligro el rico acervo genético y cultural ligado al centro de diversidad y domesticación de esta especie. Pero en Europa, donde no hay parientes del maíz, los derivados transgénicos, una vez pasadas las pruebas agronómicas y sanitarias de rigor, no deberían suponer mayores amenazas.

 

3. Bioseguridad: intersección ciencia-sociedad

Los estudios sobre Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS) tienden a resaltar los factores sociales y culturales que interaccionan con el complejo ciencia-tecnología y a su vez son afectados por éste. Dichos enfoques ponen de manifiesto que la solución a los conflictos asociados a las tecnologías no depende única ni principalmente del "cierre" de las controversias científicas (a su vez condicionadas por factores extracientíficos), sino de valores culturales y sociales complejos. En las sociedades democráticas dichos valores, incluyendo cosmovisiones religiosas y filosóficas que interpretan el significado de la naturaleza y de la interacción del hombre con ella, tienen que ser tenidas en cuenta a la hora de lograr la aceptación de nuevas tecnologías (González García et al., 1995). En el ámbito de la reflexión ética se llega igualmente a una profundización en el significado social y simbólico asociado a la percepción de riesgos derivados del avance tecnocientífico. La conclusión es que, al contrario de lo que piensa parte del entorno científico e industrial (y muestran algunas encuestas), un mayor grado de conocimiento por parte del público de una tecnología no conduce necesariamente a su mayor aceptación, ya que más allá de la corrección científica y de las bondades asociadas a la tecnología, el juicio ciudadano incluye también apreciaciones éticas, religiosas, estéticas, etc., a menudo ambiguas o difíciles de concretar, pero que nunca deberían pasarse por alto. La tentación del complejo tecnoindustrial es minimizar o despreciar tales percepciones como residuos emocionales o irracionales, pero lo más sensato y maduro es reconocer la pertinencia de esta dimensión social pluriforme, y la necesidad de un diálogo fructífero entre los actores sociales implicados y afectados. En el caso de la Biotecnología, esta necesidad es incluso reconocida por influyentes analistas adscritos a los intereses industriales, si bien a menudo es patente su tono condescendiente y su enfoque táctico destinado a persuadir al público a aceptar las propias posiciones. Estos intentos de persuasión por uno y otro lado son buenas ilustraciones de lo que dentro de la sociología del conocimiento se ha dado en llamar "enfoque ecológico", que caracteriza la evolución de la ciencia y la tecnología como el resultado de la lucha de distintos actores sociales por un recurso limitado: la opinión pública.

Emilio Muñoz (1999) ofrece un modelo de relaciones entre producción agrícola y su uso sostenible, ejemplificado con un triángulo cuyos vértices son: producción de alimentos, bioseguridad y biodiversidad (los tres objetivos a lograr), y que se relaciona con los dos entornos de conflicto más importantes: el de las racionalidades científico-técnicas en disputa (p.ej., ecólogos frente a moleculares) y el de los problemas éticos y socio-económicos. Argumenta que hay que estudiar caso por caso, según una ética consecuencialista y de responsabilidad, ponderando las diferentes racionalidades (que van a determinar la relación coste/beneficio), moduladas a su vez por la relación carga/ventaja en el ámbito social (teniendo en cuenta factores como la competitividad y el empleo frente a los usos/abusos de los recursos naturales)

Otro tema de controversia sobre las plantas de cultivo transgénicas prolonga a su vez el ya viejo debate sobre los efectos de la pérdida de diversidad genética ("erosión genética") de las especies domesticadas. La Revolución Verde trajo consigo la preeminencia de un número limitado de variedades de alto rendimiento, seleccionadas para ser efectivas en el contexto de una agricultura mecanizada y altamente dependiente de productos químicos y de agua. En este proceso de selección se han perdido muchas variantes génicas (alelos) que podrían ser útiles ante un cambio en determinadas condiciones ambientales o ante una nueva plaga (esto ya ha quedado ilustrado ampliamente en repetidas ocasiones, como en la famosa epidemia de helmintosporiosis que aquejó al maíz híbrido de los EEUU en 1970). Por más que los defensores de la Ingeniería Genética comercial de plantas planteen que con esta técnica se están añadiendo genes nuevos (y teóricamente, se estaría aumentando su reserva genética), los genéticos de poblaciones responden que insertar uno o dos genes a las especies de cultivo no supone una ganancia sustancial. Por otro lado, dadas las tendencias de la Agricultura actual a sustituir las variedades tradicionales por las modernas, ¿qué efectos en la diversidad genética tendrá el hecho de que se empiecen a introducir a gran escala una serie de nuevas cosechas biotecnológicas cada vez más uniformes? ¿Compensan los rendimientos mayores esperables a corto plazo frente a una mayor vulnerabilidad de estas plantas a largo plazo debido a una menor diversidad genética? Muchos genéticos de poblaciones muestran abiertamente su preocupación al respecto, y se preguntan si los desesperados y caros esfuerzos por preservar ciertas porciones de biodiversidad (a veces en formas altamente artificiales como los bancos de germoplasma) son la única manera racional de salvar recursos genéticos que pueden ser imprescindibles para afrontar los retos de la alimentación del futuro. Por lo tanto, si estas tendencias actuales no se corrigen, lo que cabría esperar es que los intereses comerciales y la mera búsqueda de mejoras en los rendimientos económicos conlleven el que la biotecnología vegetal colabore en la erosión genética de las plantas de cultivo y de sus parientes silvestres, a costa de prácticas agrícolas tradicionales que usan numerosas variedades locales adaptadas a condiciones específicas.

Obsérvese que este argumento no va en realidad contra la biotecnología en sí, sino contra el actual modelo agronómico, anterior a las nuevas técnicas genéticas. Si la biotecnología comercial queda en manos de unas cuantas multinacionales que sólo busquen ganancias inmediatas imponiendo unas pocas semillas transgénicas, esto no sería más que un episodio más (y desgraciado) en la ya larga historia de erosión genética, pero no sería atribuible a la biotecnología. De hecho, cabe imaginar una biotecnología al servicio de una agricultura sostenible, pero mucho debería cambiar la mentalidad mercantilista al uso. Pero incluso actualmente, la biotecnología está desempeñando un papel muy importante en la valoración de la biodiversidad tanto cultivada como silvestre: el avance de diversos proyectos genoma de plantas, y la aplicación de técnicas derivadas de la PCR están suponiendo herramientas insustituibles para evaluar la diversidad de por ejemplo los bancos de germoplasma, y ya se están empezando a localizar genes interesantes en algunas de los millones de muestras de estos bancos de semillas. La simple caracterización de rasgos útiles acelera los programas de mejora tradicional, y hace más racionales los diseños de nuevas plantas transgénicas, si bien todos están de acuerdo en que hará falta impulsar la investigación sobre la fisiología de los rasgos.

Por otro lado, cabe igualmente imaginar un impulso a la biotecnología dentro de prácticas de agricultura sostenible, al servicio del Tercer Mundo y de la conservación de la biodiversidad, colaborando con la agricultura de los países en desarrollo, donde se necesita imperiosamente aumentar la producción de alimentos, diseñando los programas de mejora en contacto con los propios agricultores, partiendo de sus razas locales de cultivos y teniendo en cuenta su contexto cultural. Para esta labor están especialmente capacitados los centros internacionales de investigación agronómica agrupados en el CGIAR, y que desempeñaron un papel crucial en la diseminación de la Revolución Verde que evitó el hambre en numerosas zonas del mundo a partir de los años 60. Pero a la luz de los datos sobre el descenso de financiación de estos centros, y en general de la vergonzosa dejadez de ayuda al desarrollo que se está produciendo desde los países ricos, hay que dudar sobre la concreción de estos deseos.

 

4.  La bioseguridad como arma arrojadiza política y comercial. Reunión de Cartagena

El Convenio de Biodiversidad (CBD) de la Cumbre de la Tierra de Río (Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio ambiente y Desarrollo, 1992) estableció como objetivo central la vinculación de la conservación de la biodiversidad con el uso sostenible de los recursos. En su artículo 19 prevé la elaboración de un Protocolo de Bioseguridad (PBS) para evitar que el uso de las técnicas y productos de la biotecnología produzca efectos ambientales indeseados y dañinos, especialmente en el Tercer Mundo. Para tal fin, y tras varias conferencias preparatorias, estaba prevista la adopción del documento definitivo de bioseguridad en la reunión de Cartagena de Indias (14-21 de febrero de 1999), pero finalmente la reunión fracasó sin un acuerdo, que se intentará del 24 al 28 de enero 2000 en Montreal (Canadá). Son varios los mecanismos reguladores y armonizadores que preveía el borrador:

El llamado Acuerdo Informado por Adelantado (AIA) es el centro neurálgico del Protocolo: pretende regular internacionalmente la transferencia, manejo y uso transfronterizos de los organismos vivos modificados por biotecnología que puedan tener efectos adversos sobre el uso sostenible de la diversidad biológica. Este AIA  se refiere principalmente a los mecanismos de notificación por adelantado por parte del exportador y al consentimiento que concede un país importador de semillas u otras muestras vivas derivadas de manipulación biotecnológica, antes de permitir su tránsito transfronterizo.

Se detallan requerimientos para la evaluación y gestión de los riesgos, las medidas de emergencia, el manejo, transporte, etiquetado e identificación del material. Es de destacar que estos requerimientos son numerosos, y de hecho van más allá de lo que normalmente se pide en el comercio internacional de numerosos productos (Korwek y Zannoni, 1999).

Se establece una Cámara de Compensación de Bioseguridad (Biosafety Clearinghouse) para facilitar el intercambio de información sobre los OGM y su regulación. Se incluyen igualmente previsiones sobre responsabilidad legal por daño a la biodiversidad derivado del tránsito internacional de los OGMs, y cuestiones socioeconómicas.

Según algunos observadores, el fracaso estaba cantado desde el momento en que se dejó que las reuniones preparatorias quedaran impregnadas de las pugnas políticas y económicas de diversos grupos de países. Existían tres batallas principales en el escenario de Cartagena:

 

la guerra comercial que enfrenta a los EE.UU. con la Unión Europea, acentuada por el hecho de que el primero es el líder mundial en biotecnología, con un mercado abierto y una regulación favorable al cultivo comercial de plantas transgénicas, mientras que Europa se debate en el marasmo de unas directrices suspicaces y un lento burocratismo. Desde EE.UU. se percibe la actitud europea como una estrategia deslealmente proteccionista, que tras la cortina de humo ecologista, está destinada a bloquear la entrada de los productos biotecnológicos norteamericanos.

La eficaz labor mediática de los grupos ecologistas, que han logrado atraer a una buena parte de la opinión pública europea y a parte de los de los delegados del Tercer Mundo. Curiosamente, autoridades del entorno de investigación y comercial de los países en desarrollo (poco representados en la reunión) han alzado sus voces para denunciar el paternalismo de esta actitud, y de cómo ésta puede dar al traste con las posibilidades que se prevén para aliviar el problema de la alimentación.

La mayoría de los países del Tercer Mundo se enfrentaban a su propio dilema: cómo decidirse por una tecnología que puede dar soluciones a sus problemas de crecimiento y que al mismo tiempo presenta riesgos potenciales no sólo para su biodiversidad, sino nuevos retos económicos y sociales.

Como se sabe, la reunión de Cartagena terminó en fiasco cuando el denominado "Grupo de Miami", que agrupa a algunos de los países grandes exportadores de granos (EE.UU., Canadá, Australia, Argentina, Chile y Uruguay) quiso imponer consideraciones de tipo comercial sobre los criterios ambientales y sociales. Según Hodson de Jaramillo y Aramendis (1999) fue precisamente la entrada de los intereses comerciales y socioeconómicos, lo que llevó a la discusión lejos de los aspectos técnicos sobre bioseguridad, y la responsable del fracaso, ya que no era posible conciliar esos intereses con los requerimientos de parte de los países en desarrollo, que igualmente se apartaron de los aspectos centrales sobre biodiversidad para exigir compensaciones sociales y económicas. De esta manera, lo que era un borrador con directrices claras sobre protección de la biodiversidad dentro del contexto del CBD, se transmutó en una discusión relativa a la Organización Mundial del Comercio (OMC).

(Los autores citados en el párrafo anterior han publicado un libro que resume los cinco años de negociaciones del Protocolo de Bioseguridad, y que temporalmente se puede consultar en Internet).

Se pueden resumir algunos argumentos a favor de incluir consideraciones socioeconómicas en el Protocolo de Bioseguridad (véase p. ej., Crompton y Wakeford, 1998 ):


La tecnología y prácticas agrícolas desarrolladas en el contexto de países muy desarrollados podrían generar problemas de manejo en países en desarrollo. Por ejemplo, en el caso de plantas con el gen Bt de resistencia a insectos ¿podrán o querrán los agricultores de la India cumplir los consejos de dejar un porcentaje de terreno con plantas no manipuladas para retrasar la selección de insectos mutantes resistentes a la toxina Bt?

Habría que estudiar el posible impacto de la introducción de  nuevas variedades en las economías locales y sobre todo en la agricultura de subsistencia, para evitar una mayor dependencia respecto de empresas extranjeras. De hecho, en algunos países del Sur se está intentando conceder más importancia a los policultivos menos dependientes de insumos externos, lo que va en contra de la tendencia a monocultivos intensivos de la agricultura de occidente. Otras preguntas pertinentes podrían ser: ¿las plantas transgénicas importadas por países pobres van a desequilibrar las economías  de los campesinos locales? ¿Cómo se afectaría el entramado social por un cambio hacia agricultura de exportación frente a agricultura de subsistencia?

El hecho de que no se puedan realizar estudios exhaustivos sobre impactos socioeconómicos a largo plazo no puede servir de excusa contra la posibilidad de que cada país examine caso a caso e intente minimizar algunos efectos negativos inmediatos sobre el entramado socioeconómico. Por lo tanto, el libre mercado no debe tener la última palabra en las decisiones que afecten a economías especialmente vulnerables.(Por ejemplo: ¿deben los países pobres aceptar una tecnología tan perturbadora como las semillas terminator que no pueden germinar a la siguiente generación? ¿Tienen que someterse al pago de cánones por el uso de semillas en cada estación de siembra? ¿No cuentan para nada las perturbaciones socioeconómicas que tales inventos occidentales pueden conllevar para los países en desarrollo?)

Hay precedentes de países que han introducido consideraciones de impactos socioeconómicos: Dentro de la Unión Eropea, Austria, Dinamarca, Finlandia y Suecia, y fuera de ella, Noruega, cuya Ley de Tecnología Genética concede una gran importancia a estas cuestiones.

Incluso en la Unión Europea, con su legislación unificada, algunas directivas, incluida la 90/220 sobre liberación de OGMs, han permitido interpretaciones y adaptaciones nacionales que responden a criterios sociales. Con más razón habría que admitir tales criterios cuando se pretenda la armonización con países de sur cuyas necesidades y sistemas socioeconómicos son tan diferentes a los intereses comerciales del Norte (Crompton, 1999).
 

Pero en el polo opuesto, algunos analistas ligados al mundo de la biotecnología se oponen totalmente a introducir en sus reflexiones los temas sociales y han ido aún más lejos, al impugnar los mismos presupuestos técnicos del PBS como "no científicos, antiinnovadores y anticompetitivos" (Miller 1999 a, b), especialmente porque se sustentan sobre una idea abandonada hace tiempo entre los investigadores en la materia: que la tecnología transgénica, por sí, merecería un sambenito especial y hay que vigilarla especialmente. Con ello se olvidaría el principio básico de que la regulación debería estar en función del riesgo intrínseco del producto, y no de la técnica que lo ha producido (véase la discusión del apartado anterior). Si se aprueba finalmente algo parecido al borrador que se discutió en Cartagena, sería catastrófico...

 

1.- para el medio ambiente, porque retrasaría o impediría la adopción de técnicas más ecológicas y que requieren menos productos químicos;

2.- para los consumidores, a los que habría que aumentar los precios derivados de costosos análisis socioeconómicos;
3.- y especialmente para los países en desarrollo, que no podrían permitirse tales lujos, y que verían dificultado el acceso a herramientas valiosas para aumentar su producción de alimentos y levantar nuevos mercados. La regulación que se pretende aprobar sería un desincentivo para desarrollar cultivares y variedades adaptadas a las condiciones locales de los países en desarrollo, favoreciendo a cambio los productos de gran valor añadido o con altos precios de mercado, sólo al alcance de los ricos.

 El caso es que habría que justificar por qué precisamente se ha escogido a los productos derivados de la nueva biotecnología como los únicos que deberían requerir análisis socioeconómicos previos, algo que nunca se ha hecho con ningún tipo de bienes de consumo (Miller y Huttner 1998) y que no ha adoptado nigún organismo internacional, ni siquiera la frecuentemente "escrupulosa" Unión Europea.

Lo curioso es que EE.UU. forzó el fracaso de Cartagena (lo que para estos críticos era bueno) pero por razones equivocadas, ya que en vez de centrarse en lo esencial (es decir, los argumentos científicos que avalan la regulación de productos potencialmente peligrosos, independientemente de su proceso) dio una deplorable imagen de protección de sus grandes intereses agroindustriales. Para más ironía, la propia legislación estadounidense viola el acuerdo GATT que regula el comercio mundial, ya que al no estar basada científicamente se puede considerar como una barrera comercial no tarifaria. La postura norteamericana parece estar diciendo que está a favor de una regulación costosa y excesiva siempre y cuando no amenace los intereses de su industria agrobiotecnológica.

La verdad es que ya podemos lamentar algo de todo esto: el PBS, al centrarse exclusivamente en los productos desarrollados por una tecnología innovadora considerada peligrosa (pero que aún no ha producido ningún daño comprobado), ha dejado pasar la oportunidad de hacer algo más lógico: considerar los riesgos del tráfico transfronterizo de cualquier tipo de seres vivos -silvestres o domesticados, y dentro de éstos, tradicionales o transgénicos-, pero sobre la base de peligros y riesgos constatables y científicamente fundados. Porque lo que sí está claro (y esto no son sospechas) es el daño que desde hace siglos viene produciendo la introducción de animales y plantas en entornos que no son los suyos: ahí están los cientos de casos documentados de extinciones ocasionadas por los europeos en sus viajes. No se ve la lógica de obstruir draconianamente posibilidades de una tecnología sospechosa simplemente bajo hipótesis, descuidando los cotidianos daños que el mismo tráfico comercial de productos convencionales conlleva a la biodiversidad. Sería lamentable que la comunidad internacional dedicara recursos preciosos a regular actividades de riesgo bajo o nulo, mientras se deja que continúen actividades realmente dañinas.

Otros observadores no son tan críticos, y reconocen que el BSP puede tanto promover como dificultar el comercio de los OGM. Si se aplica juiciosamente, podría favorecer el intercambio de material del que se sepa que no va a representar amenazas a la biodiversidad, mientras que al mismo tiempo puede dotar a la comunidad internacional de un mecanismo armonizador útil sobre todo para los países en desarrollo, que no hubieran sido capaces de poner en pie los suyos propios sin colaboración exterior.

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