LA TRANSFORMACIÓN DE LAS FUNCIONES DEL ESTADO

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

Su estimación y las posibilidades y los problemas que plantea

 

Frederick C. Turner

IMPRIMIR

 

La llegada de un nuevo milenio es un momento propicio para reflexionar acerca de la función que el Estado desempeña en la vida humana, analizando los beneficios y los fracasos del pasado como prólogo del futuro.  En el siglo XX, el poder estatal adquirió capacidades nuevas de destrucción, como en las dictaduras hitleriana y estalinista, pero los Estados fuertes también aguijaron el crecimiento económico y contribuyeron a aumentar enormemente el nivel de vida, gracias a lo cual los ciudadanos gozaron de más comodidad y tiempo libre para ocuparse de sus intereses.  Habida cuenta de estos contrastes, se plantean naturalmente algunos interrogantes:  ¿Cuánto poder debe dejarse ejercer a los dirigentes de los Estados, y en qué circunstancias deben hacerlo?      En los movimientos en pro de las reformas dl mercado y la democratización tan patentes en los dos decenios últimos, ¿qué políticas han dado buenos resultados y cuáles habrá que ajustar?  ¿Cómo nos puede ayudar la experiencia de determinados países, como Alemania, República de Corea o Rusia, a responder más concreta y pertinentemente a estos interrogantes?  Los ensayos que forman este número de la Revista Internacional de Ciencias Sociales nos ayudarán a responder a estas preguntas.

Por ejemplo, en el artículo que viene a continuación, Elordi expone un estudio intrigante, cuyas consecuencias son mucho más profundas de lo que a primera vista pudiere creerse.  Este autor se pregunta qué opinión tienen los ciudadanos de las reformas neoliberales de los dos decenios últimos, la privatización de las empresas públicas y el despido de gran número de empleados estatales.  Su respuesta es, en una palabra, que los ciudadanos abordan esos cambios de la actividad estatal desde una "ideología", lo que Dows (1957, pág. 96) define como su "imagen visual de la buena sociedad", sus patrones interrelacionados de valores, que a su vez proceden en gran parte de su situación socioeconómica.  En países aparentemente tan distintos como México, la Argentina y los Estados Unidos, da lugar a que una variación considerable de las preferencias por los partidos políticos esté determinada por la ideología (moldeada por la situación socioeconómica), que llega incluso al 42% en el caso de los Estados Unidos.  De este análisis se desprende con claridad que la ideología tiene importancia, no sólo en los Estados Unidos, sino también en países cuyas rentas per cápita son muy inferiores.

Si analizamos el estudio de Elordi, podemos subestimar su importancia y decirnos que, evidentemente, "Se sabe de siempre que se puede clasificar a las personas en 'de izquierdas' o 'de derechas' y que, naturalmente, la gente de derechas vota por los partidos más conservadores".  Ahora bien, conforme a la opinión generalizada en la disciplina de la ciencia política, nada más lejos de la realidad.  Las reflexiones al respecto se remontan al análisis empírico clásico  de Converse (1964), quien descubrió que los ciudadanos de los Estados Unidos carecen del interés y la capacidad necesarios para ideal marcos políticos lógicos de carácter general  -argumentación que, llevada al límite, vuelve sin duda más problemático el gobierno democrático.  El paradigma aceptado que rebaja la importancia de la ideología se ajusta además a estudios empíricos más recientes (véase Inglehart, 1997, págs. 254-257), según los cuales la clase social cada vez tiene menos importancia en la política.  Además, estas interpretaciones "no ideológicas" se ajustan a la perfección a las predilecciones de los especialistas estadounidenses en ciencias políticas, a los que  -sobre todo durante los largos decenios de la guerra fría-  les resultaba conveniente afirmar que en realidad las ideologías coherentes eran una entelequia.

¿Cómo pudieron errar tanto tantísimos especialistas en política de fama, tratándose de una cuestión tan importante y durante tanto tiempo?  La respuesta (dejando aparte los sesgos nacionales y los meros errores humanos) es que utilizaban un instrumental de análisis comparativamente primitivo en los primeros momentos de la investigación empírica .1  La ideología es un fenómeno complejo, que no se puede estimar mediante las respuestas personales a encuestas y que sólo resulta clara tras efectuar un análisis estructural de las variables latentes.  Si se aplica este método, como lo ha hecho Elordi, es posible analizar pormenorizadamente las variables que intervienen para averiguar cuáles son las que determinan más profundamente las orientaciones de izquierda y de derecha.  Metodológicamente, una consecuencia clara de esta investigación es que debería aumentar el número de especialistas en ciencia política que toman prestada la técnica del análisis estructural a la disciplina de la psicología, en que fue desarrollada.  En términos más generales, esta labor demuestra la importancia de los préstamos entre disciplinas con toda la claridad que puede hacerlo un estudio.

El artículo tiene además otras consecuencias.  Cuidando de no generalizar más allá de lo que ponen de manifiesto los datos que ha recogido, Elordi observa que su interpretación habrá de ser verificada en otros países y otras áreas culturales.  Aunque el análisis estructural con variables latentes no es una técnica fácil de dominar, quienes sean capaces de aplicarlo encontrarán cantidades ingentes de datos de encuestas que les servirán para explorar las interpretaciones aquí expuestas a grandes rasgos, entre los que descuellan los del Grupo de Estudio de los Valores Mundiales que Elordi ha empleado para su análisis.

Otra atractiva línea de investigación, que en este caso Elordi no menciona, es estudiar a quienes no corresponden al patrón vigente.  Elordi muestra que las personas de situación socioeconómica elevada votan por lo general por los partidos de la derecha, están a favor de un Estado más reducido, se resisten a la regulación estatal y se oponen a las políticas públicas que tienen por objeto una mayor igualdad económica y social.  Pero ¿y quiénes no se ajustan a este molde?  ¿Y quienes, como los conservadores de la clase obrera estudiados hace mucho en Gran Bretaña, rompen con las preferencias ideológicas y de partido que parecería dictarles su situación socioeconómica?  ¿Por qué lo hacen?  Al plantear estas preguntas se ve la necesidad de investigaciones mediante encuestas más especializadas, centradas en determinados grupos de  algunos países, y es probable que se encuentre financiación para efectuarlas, sobre todo porque los dirigentes de los partidos políticos ansían saber con más precisión quiénes los respaldan y por qué.  Los temas de investigación a que nos referimos plantean además el imperativo de reinterpretar los datos de encuestas de hace decenios, como los recogidos por José Miguens en la Argentina, según los cuales aproximadamente uno de cada diez miembros de la clase superior apoyaba las orientaciones de Juan Domingo Perón en una época (1945-1973) en que el peronismo todavía era igualitario.

En el siguiente artículo, Welsch y Carrasquero analizan algunas de las mismas cuestiones que Elordi, pero lo hacen en un plano más general y con respecto a toda América Latina.  En siete de los ocho países que estudian, observan que los ciudadanos desean abrumadoramente que las empresas estén en manos privadas, aunque más respecto de algunas ramas industriales que de otras.  Aunque considera que las telecomunicaciones están mejor gestionadas por el sector privado, la gente no está igualmente segura de que así sea por lo que se refiere a algunos servicios públicos como la energía, el agua y el saneamiento.  Una gran mayoría desea que el Estado siga encargándose de servicios sociales como la enseñanza elemental y la atención de salud.  Coincidiendo con las conclusiones de Elordi, Welsch y Carrasquero observan que quienes son más instruidos y tienen una situación socioeconómica mejor están claramente a favor de reducir la función del Estado.  Entre los ocho países estudiados, la excepción es el Uruguay, un país cuyos ciudadanos apoyan resueltamente a la empresa pública, en parte porque la propiedad estatal ha dado mejores resultados en el Uruguay que en los demás países.

Welsch y Carrasquero demuestran además convincentemente que el crecimiento económico ha sido lento en la mayoría de esos países y que la distribución de la renta ha pasado a ser en algunos casos incluso menos igualitaria, pero que ello no ha obstado a la aceptación popular del gobierno democrático.  No encuentran prácticamente correlación alguna entre el activismo político, la protesta política y las actitudes hacia la disminución de la intervención del Estado.  Aunque en los distintos países las minorías están a favor de soluciones más autoritarias, en general los ciudadanos no quieren derrocar la democracia, sino hacer que funcione más conforme a sus deseos.

El estudio de Alemania que viene a continuación pone de manifiesto que la democracia ha sido compatible durante largo tiempo con un nivel elevado de responsabilidad del Estado por lo que hace al bienestar de los ciudadanos.  Ello no obstante, una notable cualidad del artículo de Schulz es que su autora no sólo rastrea la importancia particular del "Estado social" en Alemania, sino además las fuerzas que hoy día están socavándolo.  A este respecto, el artículo recuerda oportunamente cómo y por qué son objeto de ataques las funciones tradicionales del Estado nación.  Por lo que se refiere al propio Estado social alemán, el Sozialstaat antecede a los Estados de bienestar existentes en otros países a mediados y finales del siglo XX, pues sus orígenes se remontan a las políticas del canciller Otto von Bismarck en los decenios de 1870 y 1880.  Conjuga las preocupación por la clase trabajadora de los socialdemócratas y el sentido de justicia social de la enseñanza social católica, consiguiendo gracias a ello el apoyo de los poderosos partidos Socialdemócrata y Demócrata Cristiano.  Programáticamente, tras la unificación alemana de 1990, los ciudadanos del oeste y el este del país siguieron considerando que incumbía al Estado subscribir generosos programas de seguridad social, y este apoyo hace que sea costoso políticamente reducir esas prestaciones.  Por todos estos motivos, Schulz afirma que será difícil desmantelar en Alemania esos programas de prestaciones sociales y las concepciones del Sozialstaat en que se basan.

Ahora bien, la autora no es optimista en cuanto a que esos programas puedan subsistir a la larga, siendo uno de los principales motivos el proceso de mundialización económica, que expone pormenorizadamente.  La desaparición de los obstáculos al comercio y el aumento de la movilidad internacional del capital al final de siglo suscitaron una competitividad sin precedentes, tanto en los Estados nación como entre ellos.  Junto con las mejoras de las comunicaciones y de las posibilidades de comercialización internacional, estos cambios han aumentado el poder de las empresas transnacionales y reducido el de los sindicatos y sus afiliados.   Al mismo tiempo, conforme envejecen las poblaciones de la mayoría de los países, las pautas demográficas reducen el número de los trabajadores que financian los programas de bienestar social de los Estados, al tiempo que se multiplican el número de los jubilados.  En el caso de Alemania, los elevados costos de la unificación de 1990 han exacerbado las consecuencias de esas pautas, ya que el desempleo y los costos de las prestaciones sociales han sido elevadísimos en Alemania oriental.  Las interpretaciones divergentes de los industriales y los dirigentes sindicales, que Schulz expone largamente, ponen en tela de juicio las maneras en que los alemanes podrán actuar con más eficacia en el futuro para mantener su competitividad en el mundo y por lo menos muchos de los beneficios económicos que han obtenido del Sozialstaat.

Estos debates tienen además importantes consecuencias psicológicas y políticas y acaso Schulz hace demasiado hincapié  Schulz  en el apremio con que los alemanes se enfrentan a un verdadero dilema, debiendo optar por perpetuar las generosísimas prestaciones del Sozialstaat en el siglo XXI o bien ceder y aceptar su desaparición.  A decir verdad, puede haber modos de conservar vivaz el Sozialstaat modificando algunas de sus prestaciones y esforzándose en aumentar la base económica que lo sustenta.  Sea como fuere, Schulz acierta al analizar sus dimensiones psíquicas y económicas.

El artículo de Madrid da respuesta a algunos de los dilemas que Schulz plantea.  Vale decir, que hay otros países que también tropiezan con los problemas que Alemania debe afrontar, como el envejecimiento de la población activa y el que haya menos personas en el grupo de edad que hace aportaciones a los regímenes de seguridad social financiados por el Estado.  Los problemas de los salarios y las prestaciones en la industria son particularmente agudos en Alemania, porque, como expone Schulz, Alemania tiene el nivel más elevado de exportaciones per cápita y de salarios por hora de los trabajadores industriales del mundo.  Ahora bien, los problemas de la disminución del número de trabajadores y del aumento del de los jubilados no son propios únicamente de ese país.  Entre las soluciones que Madrid propone está la posibilidad de invertir parte de las contribuciones al fondo de pensiones, a fin de que con el tiempo crezcan más de lo que tradicionalmente lo han hecho en Alemania.2  Así pues, no sólo se complementan muy ajustadamente los artículos de este número de la revista, sino que, más concretamente, las reformas del régimen de pensiones que propugna Madrid ayudan a responder a la pregunta final que plantea el artículo de Schulz, al hacer ver que lo más probable es que se acabe por modificar el Sozialstaat alemán, pero que para ello no será menester desmantelarlo.  Vistos, pues, juntos, los artículos de Madrid y Schulz indican opciones y posibles orientaciones a las políticas nacionales válidas en muy diversos Estados nación.

Madrid se muestra además perspicaz a propósito de otras cuestiones.  Investigando los motivos fundamentales de la privatización parcial o plena de los regímenes de pensiones en 11 países, arroja asimismo luz sobre algunas de las causas de la contracción de las actividades del Estado en general.  A primera vista, la reforma de las pensiones parece un terreno en el que es especialmente improbable que se reduzcan las responsabilidades del Estado.  Como tantísimos ciudadanos tienen intereses creados en los regímenes de pensiones existentes financiados por el Estado; como, por consiguiente, las medidas de privatización pueden acarrear elevados costos políticos y como muchos de los beneficios de esos cambios sólo se materializan a largo plazo, a primera vista parece remota la probabilidad de  reducir la financiación estatal de esos regímenes.  Pues bien, a pesar de esas fuerzas en contra, Chile modificó radicalmente su régimen en 1981, pasando de un régimen de contribuciones de los trabajadores y concesión automática de pensiones a la jubilación a otro basado totalmente en fondos con cuentas personales y de un método que definía las prestaciones a otro basado en las aportaciones.  Es decir, que los trabajadores chilenos pasaron a contribuir a sus fondos de jubilación, de manera que a la larga lo que recibirán dependerá de lo que hayan cotizado, del rendimiento a lo largo del tiempo de las cotizaciones abonadas y de cuáles sean los costos administrativos del nuevo régimen.

Son varios los motivos que abonan esos cambios de los planes de pensiones.  En primer lugar, el envejecimiento de la población  hace que en los países haya, relativamente, más jubilados y menos trabajadores, lo cual aumenta enormemente los costos de los pagos en concepto de pensiones y la carga que las cotizaciones para la jubilación suponen para cada trabajador.  Además, los países han modificado los regímenes de pensiones de jubilación para tratar de mejorar su competitividad internacional.  Reduciendo los costos de esas pensiones, los dirigentes han esperado disminuir los costos de producción y aumentar el atractivo de sus mercados internos para los capitales extranjeros.   Asimismo, como muestra el caso de Chile, los fondos aportados para financiar las pensiones privadas también pueden crear una acumulación de capital que ayude a financiar el desarrollo económico nacional, haciendo que los países dependan menos de las aportaciones de capital extranjero, que en ocasiones son inestables.

Otro motivo para decantarse por la privatización ha sido el disminuir las presiones políticas y acrecer la justicia de los regímenes de pensiones.  Al orientarse hacia regímenes más democráticos muchos países en los dos decenios últimos del siglo XX, las demandas de los ciudadanos han formado cada vez más parte de procesos políticos nacionales.  En lo esencial, los votantes quieren pagar menos por concepto de cotizaciones, del mismo modo que, una vez jubilados, desean recibir más prestaciones.  En estas circunstancias, como documenta Madrid, en algunos países las cotizaciones han sido demasiado bajas para financiar los pagos corrientes, lo cual provoca preocupación y presiones políticas.  Calcula, además, que en algunos países latinoamericanos, casi la mitad de los habitantes se han hurtado a su obligación de cotizar al régimen público de pensiones.  Aún más, gracias a su considerable influencia política, los políticos, los congresistas, los funcionarios públicos, los diplomáticos y los oficiales de las fuerzas armadas han obtenido a menudo pensiones “de privilegio”,  a tasas muy superiores a las que sus cotizaciones justificarían.

Por dar sólo un ejemplo nacional, en 1999 muchos jubilados argentinos se esforzaban en vivir con pensiones que equivalían apenas a 150 dólares estadounidenses al mes.  Se calcula que el 85% de los jubilados percibía menos de lo necesario para satisfacer sus necesidades más elementales y que cerca del 65% de las personas mayores de 60 años no podía jubilarse al cumplir los 65 años por no haber cotizado los 30 años exigidos para ello.3  Al mismo tiempo, en mayo de 1999, el Ministro de Trabajo de la Argentina tuvo que dimitir cuando la prensa dio a conocer que, además de un salario mensual equivalente a 8.000 dólares, percibía asimismo al mes cerca de 9.000 dólares de jubilación estatal.4  Discrepancias semejantes acarrean un costo político demasiado elevado para cualquier democracia electoral, y las opciones existentes para disminuir las presiones políticas consisten en reducir las pensiones de jubilación “de privilegio” y pasar a un régimen de cotizaciones definidas.

En términos más generales, cuando los dirigentes políticos se enfrentan a los problemas demográficos, de competitividad y políticos que hemos expuesto, pueden adoptar varias medidas:  reducir las dispersiones de las pensiones, imponer fiscalmente las prestaciones de jubilación, exigir un número mayor de años de trabajo para tener derecho a una pensión estatal, o bien implantar una cláusula de verificación de ingresos, excluyendo con ello a algunos de aquellos cuyos impuestos han contribuido siempre a financiar el régimen tradicional.  Ahora bien, en ocasiones esas reformas parecen insuficientes o inadecuadas, y los dirigentes, optan además por la privatización, más o menos profunda.  Pueden, como hicieron los dirigentes chilenos, obligar a quienes ingresan en la población activa a cotizar al régimen de pensiones financiadas privadamente en su totalidad, o bien alentar el ahorro privado para la jubilación junto al régimen público, concediendo incentivos fiscales, regulando favorablemente las pensiones privadas o limitando las prestaciones del régimen público.

Estas opciones normativas ilustran diversas alternativas que se ofrecen a la intervención del Estado.  Ante presiones similares, los dirigentes de un Estado nación determinado pueden decidir actuar de distintas maneras.  Las políticas concretas que elijan beneficiarán a algunos contribuyentes o jubilados y para otros entrañarán costos, onerosos o moderados, según el caso.  La privatización parcial o plena del régimen de pensiones ofrece, pues, numerosas alternativas a la política pública, y las presiones a favor de la modificación del régimen han aumentado tanto que varios dirigentes han puesto en práctica la privatización, más o menos amplia.  La mayoría de los Estados se halla, desde luego, muy lejos de haber privatizado totalmente sus regímenes de pensiones, e incluso los que han actuado en ese sentido siguen garantizando por lo menos pensiones mínimas a quienes han quedado fuera del régimen privado y ejercen una supervisión general de la gestión del régimen de pensiones.  Ahora bien, aun con estas limitaciones, la experiencia de la reforma de las pensiones ilustra claramente los complejos motivos que existen para apartar al Estado de algunas funciones que a mediados del siglo XX muchos consideraban que le atañían natural y legítimamente.

Los tres artículos siguientes de este número de la revista  -los dedicados a la República de Corea, Sudáfrica y Rusia-  exponen circunstancias muy distintas en que se ha producido el apartamiento del Estado a que venimos refiriéndonos.  En su estudio de Corea, Kim y Hong demuestran que el proceso se inició realmente en ese país a principios de los años ochenta, cuando todavía se consideraba que la República de Corea era una de las economías "tigres" modelo de Asia.  Desde los años sesenta, los coreanos del sur han adaptado rápida y eficazmente su economía a las condiciones del mercado mundial y en los dos decenios últimos esta adaptación ha comportado pasar de la industria pesada a la alta tecnología y de un Estado propiciador del desarrollo a otro minimalista.

Característicos al respecto ha sido la cultura confuciana de Corea y el papel especial desempeñado por los economistas de la administración pública en el fomento del crecimiento económico, las exportaciones y las iniciativas de las grandes empresas.  En cierto sentido, en los años ochenta el sector privado sencillamente había crecido por encima de la capacidad de los administradores del Estado de orientarlo, pero en otro sentido la burocracia estatal de República de Corea seguía siendo vital en el paso al Estado minimalista.  Con los gobiernos intervencionistas de los años sesenta y setenta y el apartamiento de la intervención en los dos decenios siguientes, quienes han dirigido la economía coreana han rechazado con eficacia las críticas de quienes, dentro o fuera del país, propugnaban el proteccionismo y un alejamiento del internacionalismo y de la "dependencia" internacional.  En ambos periodos, los coreanos se han beneficiado considerablemente de su cultura confuciana, que impulsó la contratación de los jóvenes más brillantes en la administración pública y proporcionó a los dirigentes del Estado el respeto que precisaban para reformar la economía nacional.

Como deja claro Kotzé en su estudio del Estado y la transformación social en Sudáfrica, las distintas culturas existentes en el país contrastan claramente con la cultura confuciana unificada de la República de Corea.  Kotzé analiza la transición negociada a la democracia, la transformación del Estado a partir de 1994 y la disminución de su capacidad en los planos institucional, administrativo, técnico y político, hallando que un "temor a la dominación" caracterizó a la política sudafricana en el siglo que acaba de concluir.  Aunque no es sin duda una de esas personas a las que denomina "afropesimistas", llega a la conclusión de que muchos sudafricanos temen al "Estado étnico partidista…  como instrumento de discriminación y de dominación, que favorezca a determinadas comunidades en la prestación de los servicios públicos".

Este análisis de la República de Sudáfrica debe verse en contraste con la experiencia de otros muchos Estados del Africa subsahariana.  Así, por ejemplo, Escudé (1999) ha afirmado que, en Estados como el Congo, la riqueza nacional se considera botín de guerra, las guerras civiles han pasado a ser endémicas y los jefes del ejecutivo son entronizados o mantenido habitualmente por mercenarios financiados por los Estados Unidos o potencias europeas.  Esos mercenarios han procedido frecuentemente de la propia Sudáfrica y no se les ha pagado en líquido, sino concediéndoles el derecho a explotar recursos de los Estados en que combaten.  Denominar "débiles" a esos Estados es eludir el problema, aunque sea claramente necesario reforzar sus capacidades si se quiere poner in a las guerras civiles, emplear los recursos nacionales para satisfacer las necesidades de los países e instaurar y respaldar regímenes de gobierno representativos.  Estos contrastes arrojan aún más luz sobre las extraordinarias diferencias de poder existentes entre los Estados más fuertes y los más débiles a finales del siglo XX, poniendo una vez más en entredicho los intereses y los motivos de dirigentes que hablan públicamente de la necesidad de la "no intervención" en los asuntos internos de los Estados nación.

El caso rudo, analizado por Bogomolov, demuestra igualmente los problemas que surgen cuando los gobiernos no consiguen regular una economía nacional.  Bogomolov efectúa una crítica pormenorizada de las reformas económicas de Rusia durante los 15 años últimos, comparándolas con las políticas aplicadas en China y los países de Europa oriental.  Como observa, las reformas de quienes denomina los "liberales radicales" fracasaron tan estrepitosamente que el producto interno bruto (PIB) de Rusia ha pasado a ser inferior al de países como Indonesia, México o el Brasil.  Entre los problemas a que han enfrentado los políticos rudos han estado los gigantescos déficit presupuestarios, la desmesurada importancia que se ha atribuido a mantener baja la inflación, las importaciones excesivas, una avalancha de deudas internas y externas y una fuga considerable de capitales.  Tras su análisis de los fallos políticos, el académico Bogomolov formula varias propuestas concretas para reemprender de la mejor manera posible el proceso de reforma orientado al mercado en su país.

El artículo de Bogomolov plantea indirectamente la importante cuestión de por qué hay políticas similares que se afirman y funcionan comparativamente bien en algunos países y en otros fracasan.  El método del Consenso de Washington, por ejemplo, consistente en disminuir los déficit presupuestarios, liberalizar el comercio y privatizar la economía alcanzó resultados impresionantes en algunos países latinoamericanos, pero fracasó en Rusia. Aunque se escribirán, y conviene que se escriban, libros acerca de la puesta en práctica de esas políticas en distintos contextos nacionales, es difícil rechazar la conclusión de Bogomolov de que en los años venideros en Rusia hará falta un Estado fuerte que regule el sector privado.  Bogomolov recalca la preocupación de Keynes por el nivel de la demanda efectiva como elemento esencial para aumentar la producción, y no cabe duda de que los bajos salarios y la estrechez de la demanda han estado entre los motivos del estancamiento de la producción en Rusia.  El debate, respecto de Rusia y de otros países, debe darse entre instrumentos normativos concretos, y el artículo de Bogomolov aclara los términos del debate.

En el último artículo de este número de la revista, Turner y Corbacho analizan asimismo una serie de instrumentos normativos.  Evalúan las funciones del Estado en el futuro, clasificando sus actividades conforme a dos categorías:  desempeñar funciones tradicionales con más eficacia y forjando funciones nuevas.  En cuanto a las primeras, ponen el acento en los beneficios que reporta el aprovechar el proceso de crecimiento para satisfacer las necesidades de los más damnificados por la pobreza.  Las posibles estrategias al respecto son la instrucción y la formación en profesiones con niveles salariales elevados, que fomentan la creación de puestos de trabajo en el sector privado, con el consiguiente aumento de los ingresos fiscales.  Otra orientación consiste en hacer que entidades de la sociedad civil intervengan más activamente en el desempeño de algunas de las tareas tradicionales de las autoridades.

Al mismo tiempo, procesos claramente en curso en muchos países apuntan a la asunción de nuevas funciones por el Estado y los ciudadanos saldrán beneficiados en los Estados cuyos dirigentes sean más creativos innovando o adaptando esas funciones a sus países.  Allá donde los regímenes tributarios son correctos y los niveles de renta per cápita son relativamente elevados, las innovaciones interesantes consisten en conceder créditos fiscales por las rentas del trabajo, igualar las donaciones a las universidades públicas y aumentar los servicios que prestan los municipios.  Donde el PIB es bajo y son endémicos el fraude fiscal y la corrupción, para aplicar esas políticas son requisitos previos indispensables el aumentar la renta agregada e instaurar un régimen fiscal eficiente.  En términos más generales, al haberse privatizado las empresas públicas, apremia más el implantar una regulación estatal eficaz, especialmente en los países que carecen de los sistemas de regulación relativamente eficientes de las democracias europeas occidentales.

Por lo que hace a su dimensión internacional, dicen Turner y Corbacho, las reformas antes expuestas son más viables si se consigue mantener bajo el nivel de gastos militares, lo cual acrece la importancia de actuar mediante la diplomacia y las organizaciones regionales e internacionales para resolver conflictos, regular el comercio y abordar problemas tan apremiantes como las hostilidades étnicas.  Sólo unos Estados relativamente fuertes pueden desempeñar esas funciones, por lo que  -sobre todo en regiones como el Africa subsahariana-  es vital crear capacidades estatales.

Si examinamos este artículo correlacionándolo con los demás de este volumen, ¿a qué conclusiones llegamos acerca de la transformación de las funciones del Estado?   Si va a decir verdad, al igual que en otros proyectos de investigaciones coordinadas, las conclusiones de los distintos artículos condicen en gran medida, apuntando colectivamente a orientaciones políticas con más claridad de lo que puede hacerlo un solo artículo.

Con seguridad, de los estudios reunidos en este volumen se desprende que los modelos de gobierno de un país no se pueden aplicar sin más en otro.  Como dice Bogomolov a propósito de Rusia, las estrategias de reforma deben ajustarse a las características económicas, la historia y los valores de cada país.  En un contexto más general, la adopción de amplias porciones de la constitución de los Estados Unidos en algunas naciones latinoamericanas en los siglos XIX y XX abocó en regímenes políticos muy diferentes del de los Estados Unidos, porque los valores y las normas  -por ejemplo, las pautas personalistas de lealtades-  diferían mucho en esas otras repúblicas americanas.  De igual modo, al esforzarse los gobiernos en consolidar las estructuras democráticas y reforzar los mecanismos del mercado a principios del siglo XXI, sus dirigentes deben tener presente los valores de sus pueblos conforme se formulen y apliquen políticas de reforma.

En segundo lugar, la existencia de Estados nacionales fuertes sigue teniendo gran importancia a principios del siglo XXI.  Reguladores en lugar de propietarios, esos Estados serán "enjutos", es decir, que se habrán desprendido de las empresas públicas que ornaban a muchos de sus homólogos en el siglo XX.  Fijar y aplicar las normas de la competencia comercial, facilitar la infraestructura esencial al sector privado, fomentar la instrucción y la tecnología y dotar de una red de seguridad social a las personas incapaces de arreglárselas por sí solas habrán de ser las funciones esenciales del Estado.

El Estado sigue siendo vital para el desarrollo económico.  Como observa Ferrer (1999, págs. 21 y 22), a cada Estado nación le sigue correspondiendo desempeñar funciones esenciales, entre ellas la de crear instituciones que produzcan estabilidad y solucionen los conflictos sociales, estimulando el ahorro y la formación del capital e impartiendo instrucción básica y formación profesional.  Como las maneras de conseguirlo varían de un país a otro, en opinión de Ferrer (Ibíd., pág. 23), "El desarrollo no se importa…  Sólo tienen éxito los países capaces de poner en ejecución una concepción propia y endógena del desarrollo y, sobre esta base, integrarse al sistema mundial".  En ese sentido, el desarrollo sigue siendo una empresa autóctona, que los dirigentes de cada país deben emprender en un plano habida cuenta de sus recursos y capacidades y posibilidades.  De hecho, la calidad de los dirigentes políticos varía considerablemente, no tanto entre los países como dentro de éstos, y por consiguiente una de las innovaciones más útiles para los Estados en los años venideros puede ser el concebir estrategias gracias a las cuales ocupen puestos de poder los dirigentes más capaces.

En tercer lugar, de los artículos se desprende -a veces sutilmente-  un tema conexo, el de que las decisiones políticas prevalecen sobre los procesos económicos.  Es decir, que los dirigentes políticos optan por estrategias económicas alternativas y de la solidez o debilidad de esas estrategias dependen el éxito de los regímenes y la riqueza de las naciones.  Como escribe Bogomolov, es en la política donde justamente deberíamos buscar la clave del éxito o del fracaso de las transformaciones económicas.

En cuarto lugar, en este contexto (nacional e internacional) el mercado ha adquirido una importancia primordial, ya que, a finales del siglo XX, incluso los comunistas se han puesto a defenderlo y a rechazar las soluciones estatistas.  Como dicen que afirmó recientemente el secretario general del Partido Comunista francés (Bronner, 1999, pág. 4, 1), "Los comunistas no son enemigos del mercado.  Los comunistas han roto con la visión estatista de las cosas".  Las economías de mercado han sustituido a las economías ordenancistas en la mayoría de los países, y al iniciarse el siglo XXI parece poco probable que las sustituya algún otro tipo de sistema económico.

Esta situación tiene consecuencias de gran alcance tanto respecto de la política como por lo que hace al crecimiento económico.  Como subraya Dahl (1999, pág. 200), las economías de mercado conducen a la "desigualdad en recursos sociales", de manera que, en los hechos, "los ciudadanos no son iguales políticamente", y esto  -junto a la falta de interés por la política entre los jóvenes y los bajos niveles de confianza en las instituciones políticas y sociales en muchos países-  provoca graves problemas que deben afrontar los dirigentes de los Estados nación democráticos.  Hallar la manera de maximizar la igualdad política y social, sin perder ni disminuir mucho las tendencias generadores de riqueza de la economía de mercado, es de hecho una de las tareas planteadas para los decenios venideros.

En quinto lugar, como ha expresado perfectamente Francisco von Wuthenau, los Estados están perdiendo poder en todo el mundo al tiempo que sus ciudadanos se vuelven más exigentes.5  Los jóvenes de países tan diferentes como la Argentina y Chile por un lado y los Estados Unidos por otro sienten escaso interés por la política y votan mucho menos que las personas de grupos de más edad.6  Las personas mayores, comprendidas las jubiladas, votan en porcentajes muy superiores, naturalmente, por distintos motivos.   Cabría afirmar que los votantes de más edad comprenden mejor que los jóvenes cómo puede ayudarles su voto y que tienen más tiempo para discusiones y actividades  políticas y menos diversiones que quienes se encuentran en el tercer decenio de sus vidas.  Ello no obstante, cuando muchas personas  de 20 a 30 años de edad no votan, debemos tomar nota de ello, porque esta abstención puede presagiar una nueva época de la política, en la que generaciones sucesivas tengan comparativamente poco interés por la cosa pública.  Puede que tenga razón Lavena (1999, pág. 1) cuando escribe que para los jóvenes la imagen del Estado ya no es la de antes, acarreando "la privatización de las actitudes y del comportamiento".

Si en un plano los ciudadanos quieren que el Estado los deje solos para dedicarse a sus ocupaciones privadas, también desean  - paradójicamente en ocasiones-  que las autoridades atiendan sus demandas, tradicionales o nuevas.  Conforme avanzaba el siglo XX, la gente recurría al Estado para que éste hiciese cada vez más cosas, y a esta luz habrá que contemplar la opinión que de las autoridades tienen los ciudadanos.  En los decenios últimos, la confianza pública en el parlamento y otras instituciones de gobierno ha disminuido radicalmente en la mayoría de las democracias occidentales, y puede que una de las causas sean las mayores expectativas que tantísimas personas han llegado a depositar en el gobierno y el Estado.  Como escribía recientemente The Economist ("Politics Brief", 1999, no. 50):

La democracia puede acabar siendo víctima de su propio éxito.  Podría suceder que la gente esperase hoy en día más de las autoridades, que impusiera nuevas demandas al Estado y que, por consiguiente, fuese más probable que se sintiera decepcionada.  Al fin y al cabo, la idea de que las autoridades deberían hacer cosas como proteger o mejorar el medio natural, mantener niveles elevados de empleo, arbitrar entre opciones morales o velar por la igualdad de trato a las mujeres y las minorías es relativamente moderna y todavía objeto de controversias.

Estas mayores demandas no son el único motivo de que haya disminuido la confianza en las instituciones de gobierno, pero sí constituyen una dimensión del problema y al respecto los ciudadanos deben actuar con circunspección tocante a lo que esperan que las autoridades puedan realizar, además de recurrir al sector privado o a asociaciones entre éste y el sector público para alcanzar metas que es evidente que el Estado no puede lograr por sí solo.

En sexto y último lugar, como atestiguan varios artículos de este número, decir que es preciso reforzar en lugar de disminuir múltiples capacidades de los Estados no significa negar la urgencia que tiene el fortificar el sistema de las Naciones Unidas.  Políticamente, la existencia de disensiones en el Consejo de Seguridad impide a las Naciones Unidas intervenir en enfrentamientos como la crisis de 1999 de Kosovo, en que la intervención militar provino de la Organización del Tratado del Atlántico del Norte (OTAN).  A pesar de ello, una vez concluido el conflicto militar directo, las Naciones Unidas buscaron desempeñar una función de primera magnitud durante muchos años, lo mismo que las fuerzas de las Naciones Unidas se esfuerzan en mantener la paz en otras zonas, Chipre entre ellas, en que dos miembros de la OTAN, Grecia y Turquía, siguen enfrentados.  Además, para combatir con la mayor eficacia posible enemigos comunes como las enfermedades y el analfabetismo, habrá que hacerlo evidentemente en el plano internacional, además de en los planos nacional y local.  En estos terrenos corresponde a los organismos especializados del sistema internacional desempeñar un papel importantísimo, y las campañas de la OMS, la UNESCO y otras organizaciones de las Naciones Unidas que han cosechado éxitos lo han hecho ya en muchas ocasiones.  Con cierta ironía, pues, cabe decir que un motivo concluyente para que los Estados sean fuertes es que deben prestar sus fuerzas constructivamente en el sistema de las naciones Unidas.

Traducido del inglés

 

Notas

1. Ni Converse ni Inglehart pasan por alto, por lo demás, la importancia de la ideología ni la influencia de la clase y de la situación socioeconómica.  Así, por ejemplo, Converse (1964, pág. 247) escribe que "Pese a la gran diversidad de las preocupaciones de la ciudadanía estadounidense en los años cincuenta, si se nos pidiese escoger el hilo conductor de pertinencia ideológica más visible y persistente, deberíamos buscarlo sin duda en la clase social".  De igual modo, Inglehart (1997, pág. 255) observa que "Recientemente, ha habido amplios debates acerca de ha disminuido realmente la influencia de la clase social en la manera de votar.  Si nos centramos en determinados periodos de algunos países dados, es bastante fácil demostrar que no ha habido esa disminución".

2. Históricamente, las aportaciones al Sozialstaat de los trabajadores alemanes se han limitado a financiar el pago de las prestaciones corrientes, aunque a niveles muy generosos, y aunque esto es cierto en general, no ha caracterizado a todas las ramas de la industria, pues, por ejemplo, la caja de pensiones del sindicato de mineros ha arrojado habitualmente déficit considerables, ya que muchísimos mineros fallecían mucho antes de las fechas fijadas en el seguro y por ello no llegaban a cobrar las correspondientes pensiones.

3. Véase Clarín, 11 de abril de 1999, pág. 24.

4. Véase La Nación, 22 de mayo de 1999, pág. 1.

5. Conversación con Francisco von Wuthenau, Buenos Aires, 12 de mayo de 1999.

6. En principio, cabría esperar que el porcentaje de votantes de Chile y la Argentina fuese muy superior al de los Estados Unidos porque en aquéllos es obligatorio acudir a las urnas.  Los índices son algo mayores en esos países, incluso entre los jóvenes, y algunos de sus ciudadanos dicen a los encuestadores que votan porque es obligatorio.  A pesar de ello, el índice de votantes es bajo entre los jóvenes chilenos, porque únicamente los inscritos tienen que votar y muchísimos jóvenes no se inscriben.  En la Argentina, se han suprimido en la práctica las sanciones contra quienes no votan y, naturalmente, ha disminuido el índice de votantes.

 

Referencias

BRONNER, E. (1999), "Common Causes:  Left and Right Are Crossing Paths", New York Times, 11 de julio.

CONVERSE, P. (1964), "The Nature of Belief Systems in Mass Publics", en Ideology and Discontent, comp. por D. Apter, Nueva York, Free Press.

DAHL, R. (1999), La democracia:  una guía para los ciudadanos, traduc. por Fernando Vallespín, Buenos Aires, Taurus.

DOWNS, A. (1957), An Economic Theory of Democracy, Nueva York, Harper and Row.

ESCUDÉ, C. (1999), Mercenarios del fin del milenio: Estados Unidos, Europa y la proliferación de servicios militares privados, Buenos Aires, Editorial de Belgrano.

FERRER, A. (1999), De Cristóbal Colón a internet:  América Latina y la globalización, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

INGLEHART, R. (1997), Modernization and Postmodernization:  Cultural, Economic, and Political Change in 43 Countries, Princeton, Princeton University Press.

LAVENA, C. (1999), "Elecciones en Chile, ¿derecho a automarginarse?".  Inédito.

"Politics Brief:  Is There a Crisis?", The Economist, 17 de julio.

 

Nota biográfica

Turner es catedrático de ciencias políticas de la Universidad de San Andrés, Vito Dumas 284, (1644) Victoria, Provincia de Buenos Aires, Argentina.  Ex presidente de la Asociación Mundial de Investigaciones sobre la Opinión Pública, fue asimismo vicepresidente del Consejo Internacional de Ciencias Sociales de 1994 a 1998.  Entre sus obras más recientes están Opinión pública, elecciones y consolidación democrática en América Latina (con Friedrich J. Welsch, 2000) y Social mobility and political attitudes:  Comparative perspectives (1992).

LIBRERÍA PAIDÓS

central del libro psicológico

REGALE

LIBROS DIGITALES

GRATIS

música
DVD
libros
revistas

EL KIOSKO DE ROBERTEXTO

compra y descarga tus libros desde aquí

VOLVER

SUBIR