LA METAFÍSICA DE NIETZSCHE

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MARTIN HEIDEGGER
Traducción de Juan Luis Vermal, publicada por Ediciones Destino en Barcelona en abril de 2000 

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Introducción
La voluntad de poder
El nihilismo

El eterno retorno de lo mismo 
El superhombre
La justicia

 

 

El superhombre

La verdad sobre el ente en cuanto tal en su totalidad es en cada caso asumida, dispuesta y preservada por una humanidad. Por qué esto es así, la metafísica no es capaz de pensarlo, ni siquiera de preguntarlo; apenas si es capaz de pensar que es así. La pertenencia de la esencia humana a la salvaguardia del ente no se basa de ninguna manera en que en la metafísica moderna todo ente es objeto para un sujeto. Esta interpretación del ente desde la subjetividad es ella misma metafísica y ya una oculta consecuencia de la encubierta referencia del ser mismo a la esencia del hombre. Esta referencia no puede pensarse desde la relación sujeto-objeto, pues ésta es precisamente el necesario desconocimiento y el constante encubrimiento de esa referencia y de la posibilidad de experimentarla. Por ello, la proveniencia esencial del antropomorfismo -necesario en el acabamiento de la metafísica- y de sus consecuencias, la proveniencia del dominio del antropologismo, constituyen un enigma para la metafísica, que ni siquiera puede advertirlos como tal. Puesto que el hombre pertenece a la esencia del ser y, desde ese pertenecer, resulta destinado a la comprensión de ser, el ente, según sus diferentes ámbitos y grados, se halla en la posibilidad de ser investigado y dominado por el hombre.

Pero el hombre que, estando en medio del ente, se comporta respecto del ente que es, en cuanto tal, voluntad de poder y, en su totalidad, eterno retorno de lo mismo, se llama superhombre. Su realización implica que el ente aparezca en el carácter de devenir de la voluntad de poder desde la más resplandeciente claridad del pensamiento del eterno retorno de lo mismo. «Una vez que hube creado el superhombre, coloqué a su alrededor el gran velo del devenir e hice que el sol estuviera sobre él en el mediodía» (XII, 362). Puesto que la voluntad de poder, en cuanto principio de la transvaloración, hace aparecer a la historia con el rasgo fundamental del nihilismo clásico, también la humanidad de esta historia tiene que confirmarse en ella ante sí misma.

El «super» en la expresión «superhombre» contiene una negación y significa salir e ir más allá, por «sobre» el hombre habido hasta el momento. El no de esta negación es incondicionado, en la medida en que viene del sí de la voluntad de poder y afecta absolutamente la interpretación del mundo platónico, cristiano-moral, en todas sus variantes, manifiestas y ocultas. La afirmación que niega decide, pensando de modo metafísico, que la historia de la humanidad se convierta en una nueva historia. El concepto general, aunque no exhaustivo, de «superhombre» alude ante todo a esta esencia nihilístico-histórica de la humanidad que se piensa a sí misma de modo nuevo, es decir, aquí: de la humanidad que se quiere a sí misma. Por eso, el anunciador de la doctrina del superhombre lleva el nombre de Zaratustra. «Tenía que concederle el honor a Zaratustra a un persa: los persas fueron los primeros en pensar la historia en su totalidad, en su conjunto» (XIV, 303).  En su «Prólogo», que anticipa todo lo que ha de decir, Zaratustra dice: «¡Mirad, yo os enseño el superhombre! El superhombre es el sentido de la tierra.  Que vuestra voluntad diga: ¡Sea el superhombre el sentido de la tierra!» (Así habló Zaratustra, prólogo, n. 3).  El superhombre es la negación incondicionada, recogida expresamente en una voluntad, de la esencia que ha tenido el hombre hasta el momento. En el interior de la metafísica, el hombre es experimentado como el animal racional (animal raciónale). El origen «metafísico» de esta determinación esencial del hombre que sustenta toda la historia occidental no ha sido hasta ahora comprendido, no ha sido puesto a decisión del pensar. Esto quiere decir: el pensar no ha surgido aún de la escisión entre la pregunta metafísica por el ser, la pregunta por el ser del ente, y aquella pregunta que pregunta de un modo más inicial, que interroga por la verdad del ser y con ello por la referencia esencial del ser a la esencia del hombre. La metafísica misma impide preguntar por esa referencia esencial.

El superhombre niega la esencia que ha tenido el hombre hasta el momento, pero la niega de modo nihilista. Su negación afecta a la caracterización que se ha hecho hasta el momento del hombre, a la razón. La esencia metafísica de ésta consiste en que el ente en su totalidad se proyecta y se interpreta en cuanto tal tomando como hilo conductor el pensar representante.

Pensar, comprendido metafísicamente, es el representar que percibe aquello por lo que el ente es en cada caso ente. Pero el nihilismo comprende el pensar (el entendimiento) como el tener en cuenta y el contar con un aseguramiento de la existencia consistente, pertenecientes ambos a la voluntad de poder; es decir, lo comprende como posición de valores. Por eso, en la interpretación nihilista de la metafísica y de su historia, el pensamiento, es decir la razón, aparece como el fundamento y la medida conductora de la instauración de valores. La «unidad» existente «en sí» de todo el ente, el «fin» último presente «en sí» de todo el ente, lo verdadero válido «en sí» para todo el ente, aparecen como tales valores puestos por la razón. Pero la negación nihilista de la razón no descarta el pensar (ratio) sino que lo recupera al servicio de la animalidad (aimalitas).

Sólo que también la animalidad está igualmente y ya de antemano invertida. No es considerada ya como la mera sensibilidad y como lo inferior en el hombre. La animalidad es el cuerpo viviente que vive corporalmente [leibende Leib], es decir, el cuerpo pleno de impulsos que provienen de él mismo y que todo lo sobrepuja. Esta expresión nombra la característica unidad de la formación de dominio de todas las pulsiones, los impulsos, las pasiones que quieren la vida misma.  En cuanto la animalidad vive como vida corpórea, es en el modo de la voluntad de poder.

En la medida en que ésta constituye el carácter fundamental de todo ente, sólo la animalidad determina al hombre como siendo verdaderamente.  La razón sólo es viviente en cuanto vive corporalmente. Todas las facultades del hombre están predeterminadas metafísicamente como modos en que el poder dispone sobre su propio ejercicio. «Pero el que está despierto, el que sabe, dice: soy totalmente cuerpo, y nada más; y alma es sólo una palabra para algo en el cuerpo.  El cuerpo es una gran razón, una multiplicidad con un sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor. Un instrumento de tu cuerpo es también tu pequeña razón, hermano mío, a la que tú llamas «espíritu», un pequeño instrumento y un pequeño juguete de tu gran razón» (Así habló Zaratustra, 1.ª parte: «De los que desprecian el cuerpo»). Lo que había sido hasta entonces la caracterización metafísica esencial del hombre, la racionalidad, se traslada a la animalidad en el sentido de la voluntad de poder que vive corporalmente.

Pero la metafísica occidental no determina al hombre sólo en general ni en todas las épocas en el mismo sentido como ser racional. Es el comienzo metafísico de la época moderna el que abre la historia del desarrollo de ese papel en el que la razón conquista su pleno rango metafísico. Sólo respecto de este rango puede medirse lo que acontece con este retrotraer la razón a la animalidad, a su vez invertida. Sólo el rango de la razón, desplegado hasta lo incondicionado en la forma de la metafísica moderna, desvela el origen metafísico de la esencia del superhombre.

El comienzo metafísico de la época moderna es una transformación de la esencia de la verdad cuyo fundamento queda oculto. La verdad se vuelve certeza.  Para ésta todo radica exclusivamente en el aseguramiento del ente representado que se lleva a cabo en el representar mismo. A una con la transformación de la esencia de la verdad se desplaza la estructura esencial del representar. Hasta entonces, Y desde el comienzo de la metafísica, el re-presentar (noeÝn) es aquel percibir que, en todas partes, no recibe simplemente al ente de modo pasivo sino que, por el contrario, dirigiendo la vista de manera activa, deja que se dé lo presente en cuanto tal en su aspecto (eÜdow).

Este percibir [Vernehmen] se convierte ahora en una vista [Vertiehmung] en sentido judicial (en el sentido de que tiene derecho y dice lo que es de derecho).  El re-presentar, desde sí y en dirección a sí, interroga a todo lo que le sale al encuentro respecto de si y cómo hace frente al aseguramiento que el re-presentar, en cuanto llevar-ante-sí, requiere para su propia seguridad. El representar ahora ya no es más sólo la vía que conduce a la percepción del ente en cuanto tal, es decir de lo consistente presente. El representar se convierte en el tribunal que decide sobre la entidad del ente y dice que en el futuro sólo habrá de valer como ente lo que en el re-presentar sea puesto por éste ante sí mismo y quede así puesto en seguro para él.  Pero en este poner-ante-sí el representar se representa en cada caso también a sí mismo; y esto no de manera secundaria y de ningún modo como un objeto, sino de antemano y como aquello a lo que todo tiene que estar remitido y en cuyo entorno únicamente toda cosa puede ser puesta en seguro.

El representar que se representa es, sin embargo, capaz de decidir de ese modo sobre la entidad del ente sólo porque no se rige solamente, en cuanto tribunal, por una ley, sino que él mismo da ya la ley del ser. El representar es capaz de dar esta ley sólo porque la posee en la medida en que previamente se ha convertido a sí mismo en ley. El desplazamiento de la estructura esencial del anterior representar consiste en que el llevar-ante-sí que re-presenta todo lo que le sale al encuentro se instaura a sí mismo como el ser del ente. La consistencia del presenciar, es decir, la entidad, consiste ahora en la representatividad por y para este re-presentar, es decir, en éste mismo.

Anteriormente, todo ente es subiectum, es decir algo que yace delante por sí mismo. Sólo por eso yace y está a la base (æpokeÛmenon, substans) de todo lo que nace y perece, es decir de todo lo que llega al ser (al presenciar en el modo del yacer delante) y se va de él. La entidad (oæsÛa) del ente es, en toda metafísica, subjetividad en el sentido originario. El término más corriente, pero que no nombra nada diferente, es: «substancialidad». La mística medieval (Tauler y Suso) traduce subjectum y substancia por «understand» y, en correspondencia literal, objectum por «gegenwurf».

En el comienzo de la época moderna, la entidad del ente se transforma.  La esencia de este comienzo histórico se basa en esta transformación. La subjetividad del subjectum (la substancialidad) se determina ahora como el representar que se representa. Ahora bien, el hombre, en cuanto ser racional, es en un sentido eminente el representar que representa. Por lo tanto, el hombre se convierte en el ente eminente (subjectum), es decir en «sujeto» en modo «decidido». Mediante la aludida transformación de la esencia metafísica de la subjetividad, el nombre subjetividad adquiere y conserva en el futuro el sentido único de que el ser del ente consiste en el representar. La subjetividad en sentido moderno se destaca respecto de la substancialidad, que resulta finalmente superada en aquélla. Por ello, la exigencia decisiva de la metafísica de Hegel reza: «Según mi comprensión, que tiene que justificarse sólo por la exposición del sistema mismo, todo depende de captar y expresar lo verdadero no como substancia sino asimismo como sujeto (System der Wíssenschaft. Erster Teil, die Phänomenologie des Geistes [Sistema de la ciencia. Primera parte: La fenomenología del espíritu], 1807, pág. XX; Werke, II, 1832, pág. 14). La esencia metafísica de la subjetividad no se cumple con la «yoidad» ni menos aún con el egoísmo del hombre. El «yo» es siempre sólo una ocasión posible, y en ciertas situaciones la ocasión más próxima, en la que la esencia de la subjetividad se manifiesta y busca un abrigo para su manifestación. La subjetividad, en cuanto ser de todo ente, no es jamás sólo «subjetiva» en el mal sentido de lo que alude de modo casual a un yo singular.

Por eso, cuando en referencia a la subjetividad así entendida se habla del subjetivismo del pensamiento moderno, se tiene que alejar totalmente la idea de que se trate aquí de un opinar y de un modo de comportarse «meramente subjetivo», egoísta y solipsista. En efecto, la esencia del subjetivismo es objetivismo, en la medida en que para el sujeto todo se vuelve objeto. Incluso lo no objetivo -lo que no tiene el carácter de objeto- queda determinado por lo objetivo, por la referencia de su rechazo. Puesto que el representar pone en la representatividad lo que sale al encuentro y se muestra, el ente así remitido se convierte en «objeto».

Toda objetividad es «subjetiva». Esto no quiere decir: el ente queda rebajado a mero parecer y opinión de un «yo» cualquiera y contingente. Toda objetividad es «subjetiva» significa: lo que sale al encuentro es instaurado como objeto que se sostiene en sí mismo. «Entidad es subjetividad» y «entidad es objetividad» dicen lo mismo.

En cuanto el re-presentar se dirige de antemano a poner en seguro como  re-presentado todo lo que sale al encuentro, excede constantemente lo que se trata de representar.  De este modo, el representar es, pues, en sí y no accesoriamente, un apetecer. Aspira al cumplimiento de su esencia: a que todo lo que sale al encuentro y se mueve determine su entidad desde el representar como representar. Leibniz determina a la subjetividad como representar que apetece.  Sólo  con esta comprensión se alcanza el pleno comienzo de la metafísica moderna (cfr.  Monadologie, par. 14 y 15).  La monas, es decir la subjetividad del sujeto, es perceptio y appetitus (cfr. también Principies de la Nature et de la Grâce fondé en raison , n. 2).  La subjetividad como ser del ente significa: fuera de la legislación del representar que se apetece, no debe «ser» ni puede «ser» nada que lo condicione

Ahora bien, la esencia de la subjetividad impulsa sin embargo desde sí misma y de modo necesario hacia la subjetividad incondicionada. La metafísica de Kant se resiste aún a este impulso esencial del ser, para establecer, no obstante, al mismo tiempo, el fundamento de su cumplimiento. En efecto, lleva por vez primera al concepto la esencia encubierta de la subjetividad como esencia del ser en general, metafísicamente comprendido: que el ser es la entidad en el sentido de la condición de posibilidad del ente.

Pero en cuanto tal condición, el ser no puede estar condicionado por un ente, es decir por algo que es él mismo aún condicionado, sino sólo por sí mismo. Sólo como autolegislación incondicionada, el representar, es decir la razón en la plenitud dominada y completamente desplegada de su esencia, es el ser de todo ente. Ahora bien, la autolegislación caracteriza a la «voluntad», en la medida en que su esencia se determina en el horizonte de la razón pura. La razón, en cuanto representar que apetece, es en sí misma al mismo tiempo voluntad. La subjetividad incondicionado de la razón es volitivo saber de sí mismo. Esto quiere decir: la razón es espíritu absoluto. En cuanto tal, la razón es la realidad absoluta de lo real, el ser del ente. Ella misma sólo es en el modo del ser dispuesto por ella, llevándose a sí misma al aparecer en todos los grados para ella esenciales del representar que se apetece.

La «fenomenología» en el sentido de Hegel es el llevar-se-al-concepto del ser como incondicionado aparecer a sí. «Fenomenología» no significa aquí el modo de pensar de un pensador sino la manera en que la subjetividad incondicionada, en cuanto representar (pensar) incondicionado que se aparece a sí, es ella misma el ser de todo ente. La «lógica» de Hegel forma parte de la «fenomenología» porque sólo en ella el aparecer a sí de la subjetividad incondicionada se vuelve incondicionado, en la medida en que incluso las condiciones de todo aparecer, las «categorías», en su más propio representarse y abrirse como «logos», son llevadas a la visibilidad de la idea absoluta.

El aparecer a sí incondicionado y completo en la luz que ella misma es constituye la esencia de la libertad de la razón absoluta. Aunque la razón es voluntad, aquí, sin embargo, la razón en cuanto representar (idea) decide acerca de la entidad del ente. El representar distingue a lo representado frente y para lo que representa. El representar es por esencia este distinguir y escindir. Por eso, en el «Prólogo» a todo el Sistema de la Ciencia, Hegel dice: «La actividad de escindir es la fuerza y el trabajo del entendimiento, del poder más extraordinario y más grande, o mejor, del poder absoluto» (Werke, II, pág. 25).

Sólo cuando de este modo la razón se ha desplegado metafísicamente como la subjetividad incondicionada y por lo tanto como el ser del ente, la inversión de la anterior preeminencia de la razón en preeminencia de la animalidad puede convertirse ella misma en incondicionada, es decir, en nihilista. La negación nihilista de la preeminencia metafísica, determinante del ser, de la razón incondicionada -no su eliminación total- es la afirmación del papel incondicionado del cuerpo como puesto de mando de toda interpretación del mundo. «Cuerpo» es el nombre de esa forma de la voluntad de poder en la que ésta, por estar siempre en situación, es inmediatamente accesible para el hombre en cuanto «sujeto» eminente. Por eso, Nietzsche dice: «Esencial: partir del cuerpo y utilizarlo como hilo conductor» (La voluntad de poder, n. 532; cfr. n. 489, n. 659). Pero si el cuerpo se convierte en hilo conductor de la interpretación del mundo, esto no quiere decir que lo «biológico» y lo «vital» esté transpuesto a la totalidad del ente y ésta misma sea pensada de modo «vital», sino que significa:    el ámbito particular de lo «vital» es concebido metafísicamente como voluntad de poder. La «voluntad de poder» no es nada «vital» ni nada «espiritual», sino que lo «vital» (lo «viviente») y lo «espiritual», en cuanto entes, están determinados por el ser en el sentido de la voluntad de poder. La voluntad de poder se subordina la razón en el sentido del representar, poniéndola a su servicio como pensar calculante (como poner valores). La voluntad racional, hasta el momento al servicio del representar, transforma su esencia en voluntad que, en cuanto ser del ente, se ordena a sí misma.

Sólo en la inversión nihilista de la preeminencia del representar en preeminencia de la voluntad como voluntad de poder, la voluntad alcanza el dominio incondicionado en la esencia de la subjetividad. La voluntad ya no es sólo autolegislación para la razón que representa y que, sólo en cuanto representa, también actúa. La voluntad es ahora la pura autolegislación de sí misma: la orden de llegar a su esencia, es decir, la orden de ordenar, el puro ejercicio de poder del poder.

Por medio de la inversión nihilista, no sólo se gira la subjetividad invertida del representar en la subjetividad del querer, sino que, mediante la preeminencia esencial de la voluntad, se ataca y transforma incluso la esencia que poseía hasta entonces la incondicionalidad. La incondicionalidad del representar está siempre condicionada aún por aquello que se le remite. La incondicionalidad de la voluntad, en cambio, da además poder para que lo remisible se vuelva tal. Sólo en este inversor dar poder de la voluntad la esencia de la subjetividad incondicionada alcanza su acabamiento. Esto no significa que alcance una perfección que tuviera que medirse aún respecto de una medida existente en sí.  Acabamiento quiere decir aquí que la posibilidad más extrema de la esencia de la subjetividad, refrenada hasta el momento, se convierte en centro esencial. La voluntad de poder es, por lo tanto, la subjetividad incondicionada y, puesto que está invertida, también la subjetividad que sólo entonces ha llegado a su acabamiento y que en virtud de este acabamiento agota al mismo tiempo la esencia de la incondicionalidad.

El comienzo de la metafísica occidental concibe al ens (el ente) como lo verum (lo verdadero) e interpreta a éste como lo certum (lo cierto). La certeza del representar y de su representado se convierten en la entidad del ente. Hasta el [Grundlage der gesamten Wíssenschaftslehre] Fundamento de la entera doctrina de la ciencia de Fichte (1794), esta certeza permanece limitada al representar del cogito-sum humano que, en cuanto humano, sólo puede ser algo creado, y por lo tanto condicionado. En la metafísica de Hegel, la subjetividad de la razón desarrolla su incondicionalidad. En cuanto subjetividad del representar incondicionado, si bien ha reconocido la certeza sensible y la autoconciencia corporal, sólo lo ha hecho para superarlas en la incondicionalidad del espíritu absoluto y cuestionarles así toda posibilidad de una preeminencia incondicionada. En la medida en que en la subjetividad incondicionada de la razón queda excluida la extrema posibilidad opuesta, la de un dominio esencial incondicionado de la voluntad que se da órdenes desde sí, la subjetividad del espíritu absoluto es, ciertamente, incondicionada, pero es también una subjetividad aún esencialmente inacabada.

Sólo su inversión en subjetividad de la voluntad de poder agota la última posibilidad esencial del ser como subjetividad. En ella, a la inversa, la razón que representa se ve reconocida por la transformación en pensar que pone valores, pero sólo para ser puesta al servicio del dar poder a la sobrepotenciación. Con la inversión de la subjetividad del representar incondicionado en subjetividad de la voluntad de poder cae la preeminencia de la razón como vía directriz y tribunal para el proyecto del ente.

La acabada subjetividad de la voluntad de poder es el origen metafísico de la necesidad esencial del «superhombre». En conformidad con el proyecto del ente existente hasta el momento, lo que es verdaderamente es la razón misma en cuanto espíritu creador y ordenador. Por ello la subjetividad incondicionada de la razón puede saberse como lo absoluto de aquella verdad sobre el ente que enseña el cristianismo. De acuerdo con esta doctrina, el ente es lo creado por el creador. Lo más ente (summum ens) es el creador mismo. El crear es comprendido metafísicamente en el sentido de un representar productor. El derrumbamiento de la preeminencia de la razón representante contiene la esencia metafísica de ese acontecimiento que Nietzsche llama la muerte del Dios cristiano-moral.

Pero la misma inversión de la subjetividad de la razón incondicionada en subjetividad incondicionada de la voluntad de poder coloca al mismo tiempo a la subjetividad en el pleno e ilimitado poder de desplegar exclusivamente su propia esencia. Ahora la subjetividad, en cuanto voluntad de poder, sólo se quiere simplemente a sí misma como poder en el dar poder para la sobrepotenciación.

Quererse a sí misma quiere decir aquí: llevarse ante sí en el supremo acabamiento de su propia esencia y de este modo ser esa esencia misma.  La subjetividad acabada tiene que poner, por lo tanto, desde lo más interno, su propia esencia más allá de sí misma.

Pero la subjetividad acabada impide un exterior a sí misma. Nada que no esté en el círculo de poder de la subjetividad acabada puede reivindicar el ser.  Lo suprasensible y el ámbito de un Dios suprasensible se han derrumbado.  Ahora el hombre, puesto que sólo él está en medio del ente en cuanto tal en su totalidad como voluntad que representa y pone valores, tiene que ofrecer a la subjetividad acabada el lugar para su esencia pura. Por eso la voluntad de poder, en cuanto subjetividad acabada, sólo puede poner su esencia en el sujeto como el cual el hombre es y, más precisamente, aquel que ha ido más allá del hombre que existía hasta el momento. De este modo, puesta en su punto más alto, la voluntad de poder, en cuanto subjetividad acabada, es el supremo y único sujeto, es decir el superhombre. Éste no sólo va, de modo nihilista, más allá de la esencia del hombre habida hasta el momento sino que, al mismo tiempo, en cuanto inversión de esta esencia, sale más allá de sí mismo hacia su incondicionalidad, y esto quiere decir, a la vez, entra en el todo del ente, en el eterno retorno de lo mismo. La nueva humanidad en medio del ente, que en su totalidad carece de meta y en cuanto tal es voluntad de poder, si se quiere a sí misma y quiere, a su modo, una meta, tiene que querer necesariamente el superhombre: «¡No la humanidad, sino el superhombre es la meta!» (La voluntad de poder, n. 1001). El «superhombre» no es un ideal suprasensible; tampoco es una persona que surgirá en algún momento y aparecerá en algún lugar. En cuanto sujeto supremo de la subjetividad acabada es el puro ejercicio de poder de la voluntad de poder. El pensamiento del «superhombre» no surge, por lo tanto, de una «arrogancia» del «señor Nietzsche». Si se quiere pensar el origen de este pensamiento desde el pensador, entonces se halla en la íntima resolución con la que Nietzsche se somete a la necesidad esencial de la subjetividad acabada, es decir, de la última verdad metafísica sobre el ente en cuanto tal.  El superhombre vive en cuanto la nueva humanidad quiere el ser del ente como voluntad de poder. Quiere este ser porque ella misma es querida por este ser, es decir, en cuanto humanidad, es entregada incondicionadamente a sí misma.

Así Zaratustra, que enseña el superhombre, cierra la primera parte de su enseñanza con las palabras: «“Muertos están todos los dioses: ahora nosotros queremos que viva el superhombre”; ¡que ésta sea una vez, en el gran mediodía, nuestra voluntad última!» (Así habló Zaratustra, 1.ª. parte, conclusión). En el momento de la claridad más luminosa, cuando el ente en su totalidad se muestra como eterno retorno de lo mismo, la voluntad tiene que querer el superhombre; pues sólo con la vista puesta en el superhombre puede soportarse el pensamiento del eterno retorno de lo mismo. La voluntad que aquí quiere no es un desear y un apetecer, sino la voluntad de poder. Los «nosotros, que allí quieren son aquellos que han experimentado el carácter fundamental del ente como voluntad de poder y saben que ésta, en su grado más alto, quiere su propia esencia y es así la consonancia con el ente en su totalidad.

Sólo ahora resulta clara la exigencia del prólogo de Zaratustra: «¡Que vuestra voluntad diga: sea el superhombre el sentido de la tierra!». El ser dicho en este «sea» tiene el carácter de una orden y, puesto que la orden es por esencia voluntad de poder, es él mismo del tipo de la voluntad de poder. «Que vuestra voluntad diga» quiere decir ante todo: que vuestra voluntad sea voluntad de poder. Pero ésta, en cuanto principio de la nueva posición de valores, es el fundamento de que el ente ya no sea el más allá suprasensible sino la tierra de aquí, como objeto de la lucha por el dominio terrestre, y de que el superhombre se vuelva el sentido y la meta de tal ente. Meta no alude ya al fin existente «en sí» sino que quiere decir lo mismo que valor. El valor es la condición condicionada por la propia voluntad de poder para ella misma. La condición suprema de la subjetividad es ese sujeto en el que ella misma pone su voluntad incondicionada. Esta voluntad dice y pone lo que sea el ente en su totalidad. De la ley de esta voluntad toma Nietzsche estas palabras:

 «Toda la belleza y todo lo sublime que le hemos prestado a las cosas reales e imaginadas quiero reivindicarlos como propiedad y producto del hombre: como su más bella apología. El hombre como poeta, como pensador, como dios, como amor, como poder: ¡ay por la real generosidad con la que ha obsequiado a las cosas para empobrecerse y sentirse miserable! Este era hasta ahora su mayor desprendimiento, que admiraba y adoraba y sabía ocultarse que era él el que había creado eso que admiraba.» (La voluntad de poder, epígrafe al libro segundo, 1887-1888)

¿Pero de este modo no queda el ente en su totalidad interpretado a imagen del hombre y convertido en algo «subjetivo»? ¿No conduce esta humanización del ente en cuanto tal en su totalidad a un empequeñecimiento del mundo? Se impone, sin embargo, una contrapregunta: ¿quién es aquí el hombre por medio del cual y en dirección al cual se humaniza el ente? ¿En qué subjetividad se funda la «subjetivización del mundo? ¿Qué sucede si el hombre tal como ha sido hasta él momento tiene que transformarse previamente, por medio de esa única inversión nihilista, en el superhombre que, en cuanto suprema voluntad de poder, quiere dejar ser al ente como ente?

 «[...] no más voluntad de conservación, sino de poder; no más el grito humilde “todo es sólo subjetivo”, sino “¡es también obra nuestra!, ¡estemos orgullosos de ello!”» (La voluntad de poder, n. 1059).

 Es cierto que todo es «subjetivo», pero en el sentido de la subjetividad, acabada de la voluntad de poder, que da poder al ente para ser tal.

 «“Humanizar” el mundo, es decir, sentirnos en él cada vez más como señores.» (La voluntad de poder, n. 614)

No obstante, el hombre no se vuelve «señor» mediante cualquier violencia que ejerza sobre las cosas siguiendo opiniones y deseos casuales. Convertirse en señor quiere decir, ante todo, someterse a sí mismo a la orden que da poder a la esencia del poder. Las pulsiones sólo encuentran su esencia, de la especie de la voluntad de poder, como grandes pasiones, es decir como pasiones colmadas en su esencia por el puro poder. Éstas «se arriesgan ellas mismas» y son ellas mismas «juez, vengador y víctima» (Así habló Zaratustra, segunda parte, «De la superación de sí mismo»). Los pequeños gozos se mantienen extraños a las grandes pasiones. Lo que decide no son los meros sentidos, sino el carácter del poder en el que están integrados:

 «La fuerza y el poder de los sentidos, eso es lo más esencial en un hombre logrado y completo: el espléndido “animal” tiene que estar previamente dado, ¡qué importaría si no toda “humanización”!» (La voluntad de poder, n. 1045)

 Si la animalidad del hombre es reconducida a la voluntad de poder como su esencia, el hombre se convierte por fin en el «animal fijado». «Fijar» [Fest-stellen] significa aquí: establecer y delimitar la esencia y, de ese modo, hacerla a la vez consistente [beständig], hacer que se detenga en un estar [zum Stehen bringen] en el sentido del incondicionado estar por sí [Selbstständigkeit] del sujeto del representar. Por el contrario, el hombre que ha existido hasta el momento, que busca su distinción exclusivamente en la razón, es el «animal aún no fijado» (XIII, 276). «Humanización», por lo tanto, pensada de modo nihilista, quiere decir hacer que en primer lugar el hombre se vuelva hombre mediante la inversión de la preeminencia de la razón en preeminencia del «cuerpo».  Entonces, y al mismo tiempo, quiere decir: la interpretación del ente en cuanto tal en su totalidad de acuerdo con este hombre inverso. Por eso Nietzsche puede decir:

 «“Humanización” es una palabra llena de prejuicios y en mis oídos suena de modo casi inverso a como suena en los vuestros» (XIII, 206).

Lo inverso de la humanización, o sea la humanización por medio del superhombre, es la «deshumanización». Ésta libera al ente de las posiciones de valor del hombre que ha existido hasta el momento. Mediante esta deshumanización el ente se muestra «desnudo», como el ejercicio del poder y la lucha de las formaciones de dominio de la voluntad de poder, es decir, del «caos». Así, el ente es, puramente desde la esencia de su ser: «naturaleza». Por eso, en un primer proyecto de la doctrina del eterno retorno de lo mismo, se dice:

 « Chaos sive natura: “De la deshumanizacíón de la naturaleza”» (XII, 426).

La fijación metafísica del hombre como animal significa la afirmación nihilista del superhombre. Sólo donde el ente en cuanto tal es voluntad de poder y el ente en su totalidad eterno retorno de lo mismo, puede llevarse a cabo la inversión nihilista del hombre existente hasta el momento en superhombre y tiene que ser el superhombre como sujeto supremo de sí mismo erigido para sí por la subjetividad incondicionada de la voluntad de poder.

El superhombre no significa un burdo aumento de la arbitrariedad de los hechos de violencia usuales, según el modo del hombre existente hasta el momento. A diferencia de toda mera exageración del hombre actual hasta la desmesura, el paso al superhombre transforma esencialmente al hombre que ha existido hasta el momento en su «inverso». Éste tampoco presenta simplemente un «nuevo tipo» de hombre. Antes bien, el hombre inverso de modo nihilista es por vez primera el hombre como tipo.

 «Se trata del tipo: la humanidad es meramente el material experimental, el enorme excedente de lo fallido: un campo de ruinas.» (La voluntad de poder, n. 713)

La incondicionalidad acabada de la voluntad de poder exige ella misma como condición para su propia esencia que la humanidad conforme a tal subjetividad se quiera a sí misma y sólo pueda quererse a sí misma en cuanto se da, a sabiendas y voluntariamente, la forma del hombre nihilistamente inverso.

Lo clásico de este darse forma del hombre que se toma a sí mismo en sus manos consiste en el simple rigor de simplificar todas las cosas y todos los hombres en algo único: el incondicionado dar poder a la esencia del poder para el dominio sobre la tierra.  Las condiciones de este dominio, es decir, todos los valores, son puestos y llevados a efecto por medio de una completa «maquinalización» de las cosas y por medio de la selección del hombre.  Nietzsche reconoce el carácter metafísico de la máquina y expresa ese conocimiento en un «aforismo» de la obra El caminante y su sombra (1880):

 «La máquina como maestra. La máquina enseña por sí misma el engranaje de masas humanas en acciones en las que cada uno tiene que hacer una sola cosa: proporciona el modelo de la organización de partidos y del modo de hacer la guerra. No enseña, por el contrario, la soberanía individual: de muchos hace una máquina y de cada individuo un instrumento para un fin. Su efecto general es: enseñar la utilidad de la centralización.» (III, 317)

La maquinización hace posible un dominio del ente que ahorra fuerzas, es decir, que al mismo tiempo las almacena, un dominio que resulta en todo momento abarcable en todas direcciones. A su ámbito esencial pertenecen también las ciencias.  Éstas no sólo mantienen su valor; ni tampoco adquieren simplemente un nuevo valor. Más bien son ahora, por vez primera, ellas mismas un valor. En cuanto investigación dirigible y de carácter empresarial de todo el ente, lo fijan y, mediante sus fijaciones, condicionan el aseguramiento de la existencia consistente de la voluntad de poder. El adiestramiento [Züchtung] de los hombres no es, sin embargo, domesticación, en el sentido de refrenar y paralizar la sensibilidad, sino que la disciplina [Zucht] consiste en almacenar y purificar las fuerzas en la univocidad del «automatismo» estrictamente dominable de todo actuar. Sólo cuando la subjetividad incondicionada de la voluntad de poder se ha convertido en la verdad del ente en su totalidad, es posible, es decir, metafísicamente necesaria, la institución de un adiestramiento racial, es decir, no la mera formación de razas que crecen por sí mismas sino la noción de raza que se sabe como tal. Así como la voluntad de poder no es pensada de modo biológico sino ontológico, así tampoco la noción nietzscheana de raza tiene un sentido biologista sino metafísico.

La esencia metafísica, correspondiente a la voluntad de poder, de toda institución maquinal de las cosas y de todo adiestramiento racial del hombre radica, por lo tanto, en la simplificación de todo ente que parte de la simplicidad originaria de la esencia del poder. La voluntad de poder se quiere sólo a sí misma desde la altura única de esa voluntad una. No se pierde en la multiplicidad de lo inabarcable. Sólo conoce lo poco que está en relación con las condiciones decisivas de su acrecentamiento y su aseguramiento. Lo poco no es aquí lo mínimo y lo carente sino la riqueza de la suprema posibilidad de ordenar que, desde sus decisiones más simples, está más ampliamente abierta a las posibilidades del todo.

 «Un viejo chino decía que había oído que cuando los reinos deben sucumbir tienen muchas leyes.» (La voluntad de poder, n. 745)

De la simplicidad que le es propia a la voluntad de poder proviene la univocidad, el pulido y la firmeza de todas sus improntas y sus tipos. Sólo de ella surge y sólo a ella le corresponde lo típico. Pero el modo en que la transvaloración nihilista clásica de todos los valores anticipa, diseña y lleva a efecto las condiciones del dominio incondicional de la tierra es el «gran estilo». Éste determina el «gusto clásico», del que «forma parte una porción de frialdad, de lucidez, de dureza: lógica sobre todo, felicidad en la espiritualidad, “tres unidades”, concentración, odio al sentimiento, la sensibilidad, el esprít, odio a lo múltiple, a lo inseguro, a lo vago, al presentimiento, así como a lo breve, agudo, bonito, benévolo. No se debe jugar con fórmulas artísticas: se debe cambiar la vida para que después tenga que formularse» (La voluntad de poder, n. 849).

Lo grande del gran estilo surge de la amplitud de poder de la simplificación, que es siempre fortalecimiento. Pero puesto que el gran estilo pone de antemano su impronta en el modo del omniabarcante dominio de la tierra y puesto que está referido a la totalidad del ente, de él forma parte lo gigante. Su auténtica esencia no consiste, sin embargo, en la acumulación meramente cuantitativa de una multiplicidad excesiva. Lo gigantesco del gran estilo se corresponde con ese poco que contiene la plenitud esencial propia de aquello simple por cuya dominación se distingue la voluntad de poder. Lo gigante no está sometido a la determinación de la cantidad. Lo gigantesco del gran estilo es aquella «cualidad» del ser del ente que se mantiene conforme a la subjetividad acabada de la voluntad de poder. Lo «clásico» del nihilismo también ha superado, por lo tanto, el romanticismo que aún tiene escondido en sí todo «clasicismo» en la medida en que sólo «aspira» a lo «clásico».

 «Beethoven, el primer gran romántico, en el sentido del concepto francés de romanticismo, así como Wagner es el último de los románticos... los dos, antagonistas instintivos del gusto clásico, del estilo severo, para no hablar aquí del “gran” estilo.» (La voluntad de poder, n. 842)

El gran estilo es el modo en el que la voluntad de poder pone de antemano en su poder la institución de todas las cosas y el adiestramiento de la humanidad como dominación del ente en su totalidad, por esencia carente de meta, y, a partir de ese poder sobrepotencia y prefigura cada paso en un acrecentamiento continuo. Esta dominación planetaria es, metafísicamente, el incondicionado volver consistente lo que deviene en su totalidad. Este volver consistente se resiste, sin embargo, al propósito de poner en seguro sólo un estado final de duración ilimitada, de una uniformidad homogénea; en efecto, con ello la voluntad de poder dejaría de ser ella misma, ya que se quitaría la posibilidad de acrecentamiento.  Lo «mismo» que retorna tiene su mismidad en una orden siempre nueva. La «duración relativa» de las relativas formaciones de dominio es algo esencialmente diferente de la consistencia sin peligros de un permanecer paralizado. Aquellas son fijas por un tiempo determinado, que sin embargo resulta calculable. Esta fijeza siempre tiene, en el campo de acción del poder por esencia calculante, la posibilidad de un cambio dominado.

En el gran estilo el superhombre testimonia el carácter único de su determinación. Si a este sujeto supremo de la subjetividad acabada se lo mide con los ideales y las preferencias de la posición de valores existente hasta el momento, la figura del superhombre desaparece de la vista. Donde, por el contrario, toda meta determinada, todo camino y toda configuración no son en cada caso más que condiciones y medios para dar poder de modo incondicionado a la voluntad de poder, allí el carácter unívoco de aquel que, en cuanto legislador, pone las condiciones del dominio sobre la tierra consiste precisamente en no estar determinado por tales condiciones.

La aparente inaprehensibilidad del superhombre muestra la agudeza con la que es comprendida, a través de este auténtico sujeto de la voluntad de poder, la aversión esencial a toda fijación que distingue a la esencia del poder. La grandeza del superhombre, que no conoce el estéril aislamiento de la mera excepción, consiste en que pone la esencia de la voluntad de poder en la voluntad de una humanidad que, en tal voluntad, se quiere a sí misma como señora de la tierra. En el superhombre hay «una jurisdicción propia que no tiene ninguna instancia por encima de ella» (La voluntad de poder, n. 962). La ubicación y la especie del individuo, de las comunidades y de su relación recíproca, el rango y la ley de un pueblo y de los grupos de pueblos se determinan de acuerdo con el grado y el modo de la fuerza imperativa desde la que se ponen al servicio de la realización del dominio incondicionado del hombre sobre sí mismo. El superhombre es el tipo de esa humanidad que por vez primera se quiere a sí misma como tipo y se acuña ella misma como tal tipo. Para eso se precisa, sin embargo, el «martillo» con el que se estampe y endurezca ese tipo y se destroce todo lo habido hasta el momento por serle inadecuado. Por eso, en uno de los planes de su «obra capital», Nietzsche comienza así la parte final: «Libro cuarto: El martillo. ¿Cómo tienen que estar formados los hombres que valoren de modo inverso?» (XVI, 417; 1886).  En uno de los últimos planes, el «eterno retorno de lo mismo» es aún la determinación del ente en su totalidad que todo lo domina; la parte conclusivo se titula allí: «Los inversos. Su martillo “la doctrina del retorno”» (XVI, 425).

Si el ente en su totalidad es eterno retorno de lo mismo, a la humanidad que tiene que comprenderse como voluntad de poder en medio de esa totalidad sólo le queda la decisión de querer la nada experimentada de modo nihilista antes que no querer en absoluto y abandonar así su posibilidad esencial. Si la humanidad quiere la nada entendida de modo clásico-nihilista (la carencia de meta del ente en su totalidad), se crea, bajo el martillo del eterno retorno de lo mismo, una situación que hace necesaria la especie inversa de hombre. Este tipo de hombre pone, dentro de la totalidad carente de sentido, a la voluntad de poder como «sentido de la tierra». El último período del nihilismo europeo es la «catástrofe», en el sentido afirmativo de giro:

 «la emergencia de una doctrina que criba a los hombres... que a los débiles los impulsa a tomar resoluciones, y también a los fuertes» (La voluntad de poder, n. 56).

Si el ente en cuanto tal es voluntad de poder, el ente en su totalidad, en cuanto eterno retorno de lo mismo, tiene que sobrepotenciar toda referencia al ente.

Si el ente en su totalidad es eterno retorno de lo mismo, entonces el carácter fundamental del ente se ha revelado como voluntad de poder.

Si el ente como voluntad de poder impera en la totalidad del eterno retorno de lo mismo, la subjetividad incondicionada y acabada de la voluntad de poder tiene que ponerse en forma humana en el sujeto del superhombre.

La verdad del ente en cuanto tal en su totalidad está determinada por la voluntad de poder y el eterno retorno de lo mismo.  Esa verdad es preservada por el superhombre. La historia de la verdad del ente en cuanto tal en su totalidad y, como consecuencia de ella, la verdad de la humanidad incluida por ella en su campo tienen el rasgo fundamental del nihilismo. Pero ¿de dónde toma su esencia propia la verdad del ente en cuanto tal en su totalidad así cumplida y así preservada?

 

 La justicia

Nietzsche reserva las expresiones «lo verdadero» y «la verdad» para lo que Platón denomina lo «verdaderamente ente» (öntvw ön, ŒlhyÇw ön), con lo que se alude al ser del ente, a la idea. Por eso, «lo verdadero» y «el ente», «el ser» y «la verdad» significan para Nietzsche lo mismo. Pero puesto que piensa de modo moderno, la verdad no es sólo en general una determinación del conocer que representa sino que, conforme a la transformación del representar en remitir asegurador, consiste en poner lo constante. El tener la «verdad» es el tener-por-verdadero que re-presenta (La voluntad de poder, n. 507). Lo verdadero es lo fijado en el pensar representante y por lo tanto lo consistente. Pero éste, después de la transvaloración nihilista, no tiene más el carácter de lo suprasensible que está en sí allí delante. Lo consistente asegura la existencia consistente de lo viviente, en la medida en que éste necesita un entorno fijo a partir del cual conservarse.

Pero la conservación no es la esencia de lo viviente sino sólo un rasgo fundamental de esa esencia que, en su carácter más propio, es en cambio acrecentamiento. Puesto que la conservación pone en cada caso algo fijo como condición necesaria de la conservación y el acrecentamiento, pero el poner tales condiciones es necesario desde la esencia de la voluntad de poder y, en cuanto posición de condiciones, tiene el carácter de una posición de valores, lo verdadero, en cuanto consistente, tiene el carácter del valor. La verdad es un valor necesario para la voluntad de poder.

Pero el volver consistente fija en cada caso lo que deviene.  Lo verdadero, puesto que es lo consistente, representa por lo tanto lo real que esencia en el devenir precisamente tal como no es. Así, lo verdadero es lo no adecuado al ente en el sentido de lo que deviene es decir a lo propiamente real, y es por consiguiente lo falso, si se piensa la esencia de la verdad, de acuerdo con la determinación metafísica usual desde hace tiempo, como adecuación del representar a la cosa . Y Nietzsche piensa en efecto la verdad en ese sentido.  Cómo podría, de lo contrario, enunciar así la correspondiente delimitación esencial de la verdad:

 «Verdad es la especie de error sin la cual una determinada especie de seres vivientes no podría vivir.  El valor para la vida decide en última instancia.» (La voluntad de poder, n. 493)

La verdad es ciertamente un valor necesario para la voluntad de poder.

 «Pero la verdad no vale como medida suprema de valor, menos aún como poder supremo.» (La voluntad de poder, n. 853, III)

La verdad es la condición de la conservación de la voluntad de poder.  La conservación es un modo necesario pero nunca suficiente -es decir, que nunca sustenta propiamente su esencia- del ejercicio de poder de la voluntad de poder.  La conservación queda esencialmente al servicio del acrecentamiento. El acrecentamiento va en cada caso más allá de lo conservado y del correspondiente conservar; y esto no mediante el mero agregado de más poder. El «más» de poder consiste en que el acrecentamiento abre nuevas posibilidades del poder más allá de aquél, transfigura a la voluntad de poder en dirección de esas posibilidades superiores y desde allí la incita al mismo tiempo a que penetre en su esencia propia, es decir, a que sea una sobrepotenciación de sí misma.

En la esencia del acrecentamiento del poder así entendida se cumple el «concepto superior» del arte.  Su esencia puede observarse en la «obra de arte allí donde aparece sin artista, por ejemplo como cuerpo, como organización (el cuerpo de oficiales prusianos, la orden de los Jesuitas).  En qué medida el artista sólo es un estadio previo» (La voluntad de poder, n. 796). La esencia del auténtico rasgo fundamental de la voluntad de poder, o sea el acrecentamiento, es el arte. Sólo él determina el carácter fundamental del ente en cuanto tal, es decir, lo metafísico del ente. Por eso ya pronto Nietzsche llama al arte la «actividad metafísica» (La voluntad de poder, n. 853, IV).  Puesto que el ente en cuanto tal (en cuanto voluntad de poder) es en esencia arte, en el sentido de la metafísica de la voluntad de poder el ente en su totalidad tiene que ser comprendido como «obra de arte»:

 «El mundo como una obra de arte que se da a luz a sí misma ... » (La voluntad de poder, n. 796)

 Este proyecto metafísico del ente en cuanto tal en su totalidad realizado con vistas al arte no tiene nada en común con una consideración estética del mundo; al menos que se entienda la estética tal como Nietzsche quiere que se la entienda: «psicológicamente».  Entonces la estética se transforma en la dinámica que interpreta todo ente siguiendo el hilo conductor del «cuerpo». Pero dinámica quiere decir aquí el ejercicio del poder de la voluntad de poder.

El arte es la condición suficiente de sí mismo condicionada por la voluntad de poder como acrecentamiento. Es el valor decisivo en la esencia del poder. En la medida en que en la esencia de la voluntad de poder el acrecentamiento es más esencial que la conservación, también el arte es más condicionante que la verdad, aunque ésta, en otro respecto, condiciona a su vez al arte. Por eso, al arte, a diferencia de la verdad, le es «más» propio el carácter de valor, es decir le pertenece en un sentido más esencial. Nietzsche sabe «que el arte tiene más valor que la verdad» (La voluntad de poder, n. 853, IV; cfr. n. 822).

En cuanto valor necesario, la verdad tiene, sin embargo, dentro de la esencia unitaria de la voluntad de poder, una referencia esencial al arte, del mismo modo que la conservación la tiene respecto del acrecentamiento. La esencia plena de la verdad sólo puede aprehenderse, por lo tanto, si en ella son también pensados su referencia al arte y el arte mismo. A la inversa, la esencia del arte remite a la esencia de la verdad antes determinada. El arte abre, transfigurando, posibilidades superiores de sobreacrecentar la respectiva voluntad de poder.

Esta posibilidad no es ni la no contradicción de la lógica ni lo realizable de la praxis, sino el centellear de lo que aún no ha sido osado y que por lo tanto no está aún allí delante. Lo puesto en la apertura que transfigura tiene el carácter de apariencia [Schein]. A esta palabra se le debe mantener su esencial ambigüedad: apariencia en el sentido de lucir y brillar (el sol brilla) y apariencia en el modo del mero parecer así (el arbusto que en el camino nocturno parece ser un hombre pero es sólo un arbusto). Aquélla es la apariencia como comparecer [Aufschein], ésta la apariencia como parecer [Anschein] - Pero puesto que incluso la apariencia en el sentido de comparecer hace que la totalidad del ente en su devenir se fije y vuelva consistente en determinadas posibilidades, resulta al mismo tiempo una apariencia que no es adecuada a lo que deviene. Así, la esencia del arte, en cuanto voluntad de apariencia como comparecer, muestra también su conexión con la esencia de la verdad, en la medida en que ésta es comprendida como el error necesario para asegurar la existencia consistente, es decir como mera apariencia.

La esencia plena de lo que Nietzsche llama verdad y delimita en primer lugar como apariencia necesaria en relación con el poder no contiene sólo la referencia al arte, sino que, más bien, sólo puede tener el fundamento unitario de su determinación en lo que previamente sustenta de modo unitario la verdad y el arte en su esencial referencia recíproca. Pero esto es la esencia unitaria de la voluntad de poder misma, comprendida ahora, sin embargo, como el llevar-a-brillar-y-aparecer aquello que condiciona su dar poder para la sobrepotenciación de sí mismo. No obstante, en lo que Nietzsche llama verdad e interpreta como «error», se destaca al mismo tiempo, la adecuación al ente como determinación conductora de la esencia de la verdad. Asimismo, la interpretación del arte en el sentido de la apariencia transfigurante reivindica sin saberlo el abrir y llevar-a-lo-abierto (el desocultar) como determinación conductora.

Adecuación y desocultación, adaequatio y Œl®yeia, imperan en el concepto de verdad nietzscheano como el eco que nunca se extingue y sin embargo permanece totalmente  inadvertido de la esencia metafísica de la verdad.

En el comienzo de la metafísica se decide acerca de la esencia de la verdad como Œl®yeia (desocultamiento y desocultación) de manera tal que en el futuro esa esencia retrocede, aunque sin desaparecer nunca, frente a la determinación, que tiene en aquélla su raíz, de la verdad como adecuación (ñmoÛvsiz, adaequatio). La metafísica no atenta en ningún momento contra la esencia de la verdad imperante desde entonces como apertura adecuante del ente por medio del representar, pero deja sin embargo que el carácter de apertura y desocultación, incuestionado, se hunda en el olvido. Mas este olvido, tal como corresponde a su esencia, se olvida completamente a sí mismo desde el instante histórico en el que el representar se transforma en el autoasegurante remitir de todo lo representable, o sea, en certeza en la conciencia. Cualquier otra cosa en la que el representar pudiera aún fundarse como tal queda negada.

Pero la negación es lo contrario de la superación.  Por eso, la esencia de la verdad en el sentido de desocultamiento tampoco puede nunca volver a introducirse en el pensamiento moderno, porque efectivamente ya siempre y aún está imperando, aunque transformada, trastocada, desfigurada y, por lo tanto, no reconocida. Como todo lo olvidado, la esencia así olvidada de la verdad no es una nada. Únicamente esto aquí olvidado lleva a la metafísica de la subjetividad incondicionada y acabada a colocarse, partiendo de su oculto inicio, en la extrema contraesencia de la determinación inicial de la verdad.

La verdad como aseguramiento de la existencia consistente del poder está referida por esencia al arte como acrecentamiento del poder. Verdad y arte están esencialmente unidos a partir de la unidad simple de la voluntad de poder. Aquí tiene la plena esencia de la verdad su oculto fundamento determinante. Lo más íntimo que impulsa a la voluntad de poder hacia su extremo es que se quiere a sí misma en su sobrepotenciación: la subjetividad incondicionada pero inversa.  Desde que el ente en cuanto tal en su totalidad comenzó a desplegarse en el modo de la subjetividad, también el hombre se ha convertido en sujeto. Puesto que, en virtud de su razón se comporta respecto del ente representando, el hombre es en medio del ente en total remitiendo a sí a éste y poniéndose en ello a sí mismo necesariamente en todo re-presentar.

El modo en el que el hombre es en el sentido de la subjetividad determina al mismo tiempo quién es: aquel ente ante el cual es llevado todo ente y por el cual todo ente es justificado como tal. El hombre se convierte así en el fundamento y la medida, que descansan sólo sobre sí, de la verdad sobre el ente en cuanto tal. Esto implica: con el despliegue del ser como subjetividad comienza la historia de la humanidad occidental como liberación del ser humano hacia una nueva libertad. Esta liberación es el modo en que se lleva a cabo la transformación del representar: del percibir [Vernehmen] como recibir (noeÝn) al percibir como interrogatorio [Ver-hör] y jurisdiccionalidad (per-ceptio).  La transformación del representar es ya, sin embargo, la consecuencia de una transformación en la esencia de la verdad. El fundamento de este acontecer del que surge la nueva libertad le permanece oculto a la metafísica. Pero de él surge la nueva libertad.

La liberación para la nueva libertad es, negativamente, el desligarse de la seguridad de salvación cristiano-eclesiástica, creyente en la revelación. Dentro de ésta, la verdad de la salvación no se limita a la referencia fideística a Dios sino que, al mismo tiempo, decide acerca del ente. Lo que se llama filosofía queda como sierva de la teología. El ente, en sus diferentes órdenes, es lo creado por el Dios creador y lo que por medio del Dios redentor es nuevamente elevado de la caída y devuelto a lo suprasensible. La liberación respecto de la verdad como certeza de salvación, puesto que coloca al hombre en el ámbito libre de la inseguridad y se atreve a la osadía de su propia elección esencial, tiene que ir, sin embargo, en sí misma hacia una libertad que proporcione ahora con mayor razón un aseguramiento del hombre y que determine de manera nueva la seguridad.

El aseguramiento sólo puede realizarse ahora desde y para el hombre mismo. En la nueva libertad, la humanidad quiere estar segura del autodespliegue incondicionado de todas las facultades para el dominio ilimitado sobre toda la tierra. A partir de esa seguridad, el hombre tiene certeza del ente y de sí mismo. Esta certeza no sólo ejecuta la apropiación de una verdad en sí, sino que es la esencia de la verdad misma. La verdad se convierte en la puesta en seguro de todo ente, asegurada por el hombre mismo, para instituirse de modo dominante en su totalidad.  La nueva libertad señala en dirección del despliegue de la nueva esencia de la verdad, que se instaura en primer lugar como la autocerteza de la razón representante.

Pero puesto que la liberación para una nueva libertad en el sentido de una autolegislación de la humanidad comienza como una liberación respecto de la certeza de salvación cristiano-suprasensible, esta liberación sigue referida, en su rechazo, al cristianismo. Por ello, a la mirada que sólo se dirige hacia atrás, la historia de la nueva humanidad se le aparece fácilmente como una secularización del cristianismo. Pero la secularización que traslada lo cristiano al «mundo» necesita de un mundo que haya sido previamente proyectado desde exigencias no cristianas. Sólo en el interior de éste puede desplegar e instaurarse la secularización. El mero alejamiento del cristianismo no significa nada si previamente y para ello no se ha determinado una nueva esencia de la verdad y no se ha hecho aparecer el ente en cuanto tal en su totalidad desde esa nueva verdad. Pero esta verdad del ser en el sentido de la subjetividad sólo despliega sin limitaciones su esencia si el ser del ente se lleva al poder de modo incondicionado y acabado como subjetividad.

Por lo tanto, sólo en la metafísica de la voluntad de poder la nueva libertad comienza a elevar su plena esencia a ley de una nueva legalidad. Con esta metafísica, la nueva época se eleva por vez primera al dominio completo de su esencia. Lo que le precede es un preludio. Por ello, la metafísica moderna sigue siendo hasta Hegel interpretación del ente en cuanto tal, ontología, cuyo logos se experimenta de modo cristiano-teológico como razón creadora y se funda en el espíritu absoluto (onto-teo-logía).  Sin duda, el cristianismo aún sigue siendo en adelante un fenómeno histórico. Por medio de modificaciones, acomodaciones y compromisos se reconcilia en cada caso con el nuevo mundo y con cada uno de sus progresos renuncia de modo más decisivo a su anterior fuerza conformadora de historia; pues la explicación del mundo que reivindica está ya fuera de la nueva libertad.

Por el contrario, apenas el ser del ente como voluntad de poder se traslada a la verdad que le es adecuada, la nueva libertad puede llevar a cabo la justificación de su esencia a partir del ser del ente en su totalidad así determinado.  Pero a este ser le tiene que corresponder, al mismo tiempo, la esencia de tal justificación. La nueva justificación de la nueva libertad exige, como fundamento determinante, una nueva justicia.  Éste es el camino decisivo de la liberación hacia la nueva libertad.

En una nota del año 1884 que lleva por título «Los caminos de la libertad», Nietzsche dice:

 «Justicia como modo de pensar constructivo, eliminador, aniquilador, a partir de las estimaciones de valor: supremo representante de la vida misma.» (XIII, 42)

 Justicia, en cuanto «modo de pensar», es un re-presentar, es decir un fijar «a partir de estimaciones de valor». En este modo de pensar se fijan los valores, las condiciones de la voluntad de poder relativas a un punto de vista. Nietzsche no dice que Injusticia sea un modo de pensar entre otros a partir de (arbitrarias) estimaciones de valor. De acuerdo con su formulación, la justicia es un pensar a partir de «las» estimaciones de valor explícitamente llevadas acabo. Es el pensar en el sentido de la voluntad de poder, que es la única que pone valores. Este pensar no es una consecuencia de las estimaciones de valor, es el llevar a cabo la estimación misma. Esto queda atestiguado por la manera en que Nietzsche caracteriza la esencia de este «modo de pensar». Tres determinaciones expresivas, y nombradas además en una sucesión esencial, guían la mirada esencial hacia su constitución. 

El modo de pensar es «constructivo». Levanta aquello que no está aún como algo allí delante y quizá no lo llegue a estar nunca. El levantar es un erigir. Va hacia lo alto, y de manera tal que sólo así se abre y conquista la altura. La altura que se escala en el construir asegura la claridad de las condiciones bajo las cuales se encuentra la posibilidad de ordenar. Sólo desde la claridad de esta altura puede ordenarse de modo tal que en la orden todo obedecer se transfigure en querer. Esta altura señala la dirección hacia lo recto.

El pensar «constructivo» es al mismo tiempo «eliminador». De esta manera fija y mantiene firme lo que puede sostener la construcción y rechaza lo que la pone en peligro. De tal forma asegura el fundamento de la construcción y selecciona los materiales para la misma.

El pensar constructivo-eliminador es al mismo tiempo «aniquilador». Destruye aquello que, por solidificar y tirar hacia abajo, impide el constructivo elevarse-a-lo-alto. El aniquilar asegura contra el embate de todas las condiciones de la declinación. El construir requiere el eliminar. En todo construir (en cuanto crear) está ya incluido el destruir.

Las tres determinaciones de la esencia de la justicia como modo de pensar no sólo están ordenadas de acuerdo con su rango sino que expresan sobre todo la movilidad interna de este pensar. Construyendo se dirije hacia lo alto, erigiendo así la misma altura, de ese modo se eleva sobre si mismo, se diferencia respecto de lo inadecuado y erradica sus condiciones. La justicia, en cuanto tal pensar, es el devenir señor de sí mismo desde el escalar que a la vez erige la altura suprema. Ésta es la esencia de la voluntad de poder misma. Por eso los dos puntos del texto conducen a la enfática caracterización de la justicia en la que se recoge lo dicho: «supremo representante de la vida misma». «Vida» es, para Nietzsche, sólo otra palabra para ser. Y ser es voluntad de poder.

¿En qué sentido es la justicia el supremo representante de la voluntad de poder? ¿Qué quiere decir aquí «representante» [Repräsentant]? La palabra no designa aquí a quien está en lugar de algo que él mismo no es. Tampoco tiene el significado de «expresión», que precisamente en cuanto tal no es nunca lo expresado mismo. Si lo fuera, no podría ni tendría que ser expresión. El «representante» sólo tiene su auténtica esencia allí donde la «representación» [Repräsentation] tiene una necesidad esencial. Ésta aparece apenas se determina en general el ser como re-presentar [Vor-stellen] (re-praesentare).  Pero este re-presentar tiene su esencia plena en llevarse a la presencia ante sí mismo en lo abierto marcado y mensurado exclusivamente por él. De este modo, la esencia del ser se determina como subjetividad. Ésta, en cuanto representación, requiere al representante, el cual, al representar, hace aparecer en cada caso al ente mismo en su ser, es decir, en la presencia, en la parousÛa, y es así el ente.

La voluntad de poder, el esencial entrelazamiento de acrecentamiento y conservación del poder, al darse poder a sí misma para sobrepotenciarse, lleva a su propia esencia al poder, es decir a aparecer en el ente. Voluntad de poder es representación que pone valores. Pero el construir es el modo supremo de acrecentamiento.  La eliminación que distingue y preserva es el modo supremo de conservación. La aniquilación es el modo supremo de la contraesencia de la conservación y el acrecentamiento.

La unidad esencial de estos tres modos, es decir la justicia, es la voluntad de poder misma en su suprema altura esencial. Pero lo supremo de ella consiste en ese poner las condiciones de sí misma. La voluntad de poder se da poder para su esencia poniendo como condiciones «puntos de vista». De esa manera hace que aparezca [erscheinen] en una unidad lo fijado y lo que deviene en su doble apariencia [Scheinen]. Pero dejando que aparezca así, se hace aparecer ella misma como aquello que el dejar aparecer que ejerce el poder es en lo más íntimo, en la doble apariencia del comparecer [Aufschein] y el parecer [Anschein].

La esencia de la verdad asumida y preservada, aunque más no sea en el completo olvido, por toda metafísica, es el hacer aparecer como desocultar de lo oculto: el desocultamiento. Por lo tanto la «justicia», por ser el modo supremo de la voluntad de poder, es auténtico fundamento determinante de la esencia de la verdad. En la metafísica de la subjetividad incondicionada y acabada de la voluntad de poder, la verdad esencia [west] como «justicia».

No obstante, para pensar la esencia de la justicia de manera adecuada a esta metafísica hay que excluir todas las representaciones acerca de la justicia que provienen de la moral cristiana, humanista, iluminista, burguesa y socialista.  Lo justo [das Gerechte] sigue siendo, ciertamente, lo que se adecua a lo «recto» [das Rechte]. Pero lo recto, lo que indica la dirección [Richtung] y da la medida, no existe en . Lo recto da el derecho [das Recht] a algo. Pero lo recto se determina a su vez a partir de lo que es de «derecho». La esencia del derecho la define Nietzsche, sin embargo, del siguiente modo: «Derecho = la voluntad de eternizar una respectiva relación de poder» (XIII, 205). La justicia es entonces la facultad de poner el derecho así comprendido, es decir, de querer esa voluntad.  Este querer sólo puede ser como voluntad de poder. Por eso, la segunda nota de Nietzsche sobre la justicia, casi contemporánea de la primera (del año 1884), dice lo siguiente:

 Justicia como función de un poder que mira lejos en torno a sí, que ve más allá de las pequeñas perspectivas del bien y del bien y del mal, que tiene, por lo tanto, un horizonte de ventaja más amplio; la intención de conservar algo que es más que esta o aquella persona.» (XIV, 80)

Es difícil no percibir la consonancia de las dos determinaciones esenciales de la «justicia»: justicia, «supremo representante de la vida misma», y justicia, «función de un poder que mira lejos en torno a sí».

Función significa aquí «funcionar», llevar a cabo como despliegue esencial, y por lo tanto el modo en el que el poder aquí nombrado es propiamente poder. Función alude al mismo «poder que mira lejos en torno a sí».

¿Hasta dónde mira en torno? En todo caso «ve más allá de las pequeñas perspectivas del bien y del mal». «Bien y mal» son los nombres que designan los puntos de vista de la posición de valores habida hasta el momento, que reconoce como ley vinculante algo suprasensible en sí. La mirada que atraviesa abriéndose sobre los valores hasta el momento supremos es «pequeña», a diferencia de la grandeza del «gran estilo», en el que se prefigura el modo en el que la transvaloración nihilista-clásica de todos los valores habidos hasta el momento se convierte en el rasgo fundamental de la historia que comienza. El poder que mira lejos en torno a sí, en cuanto poder perspectivista, es decir que pone valores, supera todas las perspectivas habidas hasta el momento. Es aquello de lo que parte la nueva posición de valores y que predomina en toda nueva posición de valores: el principio de la nueva posición de valores. El poder que mira lejos en torno a sí es la voluntad de poder que se reconoce a sí misma. En una lista de lo que hay que pensar «Para la historia del ofuscamiento moderno», se indica de modo conciso:

 «Justicia como voluntad de poder (adiestramiento)» (La voluntad de poder, n. 59).

La justicia es un ir más allá, poniendo puntos de vista, de las perspectivas habidas hasta el momento. ¿En qué círculo visual pone sus puntos de visión este «modo de pensar constructivo»? Tiene «un horizonte de ventaja más amplio». Nos quedamos sorprendidos. Una justicia que pone la mira en la ventaja indica de manera suficientemente capciosa y basta hacia el dominio de la utilidad, el aprovechamiento y el cálculo. Además, Nietzsche subraya en su manuscrito la palabra «ventaja», para no dejar ninguna duda de que la justicia de la que aquí se trata se dirige esencialmente a la «ventaja».

La palabra «Vor-teil» [ventaja, parte previa], de acuerdo con su auténtico significado, entretanto perdido, se refiere a la parte adjudicada de antemano antes de hacer una partición y reparación. La justicia es el adjudicar, previo a todo pensar y actuar, de aquello en lo que pone exclusivamente la mira. Esto es: «conservar algo que es más que esta o aquella persona». No es una fácil utilidad lo que está en la mira de la justicia, ni seres humanos determinados, ni tampoco comunidades, ni tampoco «la humanidad».

La justicia mira más allá, hacia esa humanidad que debe ser troquelada y seleccionada para formar ese tipo que posea la propiedad esencial de instaurar el dominio incondicionado sobre la tierra; pues sólo por intermedio de éste la esencia incondicionada de la voluntad pura llega a aparecer ante sí, es decir, llega al poder. La justicia es el adjudicar, en una construcción previa, las condiciones que aseguran un conservar, es decir un preservar y un conseguir.

El «algo» que quiere conservarse en la justicia es, sin embargo, el volverse consistente de la esencia incondicionada de la voluntad de poder como carácter fundamental del ente. La voluntad de poder tiene el carácter del devenir.

«Imprimir al devenir el carácter del ser, ésa es la suprema voluntad de poder.» (La voluntad de poder, n. 617)

Esta suprema voluntad de poder, que es el volver consistente al ente en su totalidad, desvela su esencia como justicia. Puesto que sustenta y predomina en todo hacer aparecer y todo desocultar, es la esencia más íntima de la verdad.  Al devenir se le imprime el carácter del ser en cuanto el ente en su totalidad llega al aparecer como «eterno retorno de lo mismo». Ahora bien, se había dicho, sin embargo, que el volver consistente del devenir era en cada caso una «falsificación» y que en la «cima de la consideración» todo se convertía entonces en una apariencia. El propio Nietzsche comprende la esencia de la verdad como una «especie de error». Éste es acuñado y justificado en su genero por el fundamento determinante de la esencia de la verdad, por la justicia.

Sin embargo, la verdad sólo sigue siendo una especie de error y engaño mientras se la piense, de acuerdo con su concepto no desplegado, aunque corriente, como adecuación a lo real. Por el contrario, el proyecto que piensa el ente en su totalidad como «eterno retorno de lo mismo» es un pensar en el sentido de aquel eminente modo de pensar constructivo, eliminador y aniquilador. Su verdad es e1 «supremo representante de la vida misma». Del pensamiento que aquél piensa, se dice: «La vida misma creó este pensamiento, el más grave para, la vida». Es verdadero porque es justo, en cuanto hace aparecer la esencia de la voluntad de poder en su forma suprema. La Voluntad de poder, en cuanto carácter fundamental del ente, justifica el eterno retorno de lo mismo como la «apariencia» en cuyo esplendor resplandece el triunfo supremo de la voluntad de poder.  En esta victoria aparece la esencia acabada de la voluntad de poder misma.

Sólo desde la esencia de la nueva justicia se decide también el tipo de justificación que le es adecuada. Ésta no consiste ni en la adecuación a algo allí delante ni en la apelación a leyes válidas en sí. Toda pretensión de una justificación de este tipo queda sin fundamento ni eco en el ámbito de la voluntad de poder. La justificación consiste, por el contrario, en lo único que satisface la esencia de la justicia en cuanto «supremo representante de la voluntad de poder». Es la representación. Por el hecho de mostrarse en el campo del poder como una forma de la voluntad de poder, un ente está ya en su derecho, es decir en la voluntad que se ordena a sí misma su sobrepotenciación. Sólo de este modo puede decirse de él que es un ente en el sentido de la verdad del ente en cuanto tal en su totalidad.

 Las cinco expresiones fundamentales: «voluntad de poder», «nihilismo», «eterno retorno de lo mismo», superhombre» y «justicia» corresponden a la esencia de la metafísica articulado en cinco momentos. Pero la esencia de esa unidad, dentro de la metafísica y para ella misma, permanece encubierta. El pensamiento de Nietzsche obedece a la unidad oculta de la metafísica, de la cual debe constituir, ocupar y elaborar su posición fundamental no concediendo a ninguna de las cinco expresiones la primacía exclusiva de ser el único título que pudiera guiar la estructuración del pensamiento. El pensamiento de Nietzsche se mantiene en el movimiento interno de la verdad en la medida en que, conducido en cada caso por cada una de las expresiones fundamentales, abarca con la mirada la totalidad y percibe la consonancia de todas. Esta inquietud esencial de su pensamiento testimonia que Nietzsche resiste al mayor peligro que amenaza a un pensador: abandonar el lugar de destino inicialmente asignado a su posición fundamental y hacerse comprensible desde algo extraño e incluso pasado. Si después vienen extraños que encubren la obra con títulos extraños, que hagan lo que más les plazca.

Pero si el intento hecho aquí de señalar la unidad oculta de la metafísica de Nietzsche le da, no obstante, el nombre de metafísica de la subjetividad incondicionada y acabada de la voluntad de poder, ¿no se está forzando lo que Nietzsche había evitado: la clasificación histórica hecha desde afuera, que sólo mira hacia atrás, o más aún, el siempre funesto y fácilmente maligno cómputo historiográfico? ¡Y esto, además, sobre la base de un concepto de metafísica que el pensamiento de Nietzsche ciertamente satisface y confirma, pero no fundamenta ni proyecta en ninguna parte!

Estos interrogantes no hacen más que impulsar a plantear esta única pregunta: ¿en qué tiene su fundamento la unidad esencial de la metafísica? ¿Dónde tiene su origen la esencia de la metafísica? La solución de estas cuestiones tiene que decidir si un repensar de este tipo sólo aporta una teoría añadida sobre la metafísica, con lo que permanece entonces indiferente, o si, por el contrario, este repensar es una meditación y, entonces, también una decisión.

Si la metafísica de Nietzsche es caracterizada como la metafísica de la voluntad de poder, ¿no adquiere prioridad una expresión fundamental? ¿Por qué precisamente ésa? ¿Se basa la preeminencia de esa expresión fundamental en que la metafísica de Nietzsche es experimentada aquí como la metafísica de la subjetividad incondicionada y acabada? ¿Si la metafísica es, en general, la verdad del ente en cuanto tal en su totalidad, por qué no habría de caracterizar a la metafísica de Nietzsche la expresión «justicia», que nombra el rasgo fundamental de la verdad de esa metafísica?

Nietzsche desarrolló expresamente la esencia de justicia sobre la base de la voluntad de poder sólo en las dos notas comentadas, que él mismo nunca publicó. No declaró nunca a la nueva justicia como el fundamento determinante de la esencia de la verdad. Pero en la época en que redacta esas dos interpretaciones de la esencia de la justicia, Nietzsche sabe una cosa: que hasta entonces una comprensión decisiva no había alcanzado nunca en él una verdadera claridad. En el fragmento de un prefacio (1885-1886) a la obra Humano, demasiado humano (1878) en el que se ofrece una mirada retrospectiva, escribe lo siguiente:

 «Tardíamente sucedió que me di cuenta de qué me faltaba en realidad por completo: la  justicia.  “¿Qué es justicia? ¿Y es posible? ¿Y si no fuera posible, cómo podría soportarse la vida?”: así me preguntaba de modo incesante. En cualquier lado en que escarbara dentro mío me angustiaba profundamente encontrar sólo pasiones, sólo perspectivas desde un cierto ángulo, sólo la irreflexividad de aquello a lo que le faltan ya las condiciones previas para la justicia: ¿pero dónde estaba el discernimiento?; es decir, el discernimiento que proviene de una comprensión más abarcadora.» (XIV, 385 s.)

Desde esta comprensión tardía se vierte retrospectivamente, sin embargo, una luz sobre ese temprano presentimiento que domina en todas partes el pensamiento de Nietzsche y que en la segunda Consideración intempestiva («De la utilidad y desventaja de la Historia para la vida», n. 6) pone expresamente a la «justicia» en el lugar de la rechazada «objetividad» de las ciencias históricas; esto, sin embargo, sin comprender la esencia de la objetividad metafísicamente a partir de la subjetividad y sin saber aún del carácter fundamental de la justicia, de la voluntad de poder.

Pero suponiendo que se conciba a la esencia de la voluntad de Poder como la subjetividad incondicionada y, por haber sido invertida, también como la subjetividad sólo entonces acabada; suponiendo además que se piense metafísicamente la esencia de la subjetividad del sujeto; y suponiendo finalmente que la esencia olvidada de la verdad metafísica sea nuevamente recordada como el desocultamiento de lo oculto (Œl®yeia), y no simplemente como objeto de opinión y repetición; suponiendo todo esto, ¿no supera el peso de esta concisa nota sobre la «justicia», concisa por estar verdaderamente conformada, a todas las demás consideraciones de Nietzsche sobre la esencia de la verdad, en las que sólo resuenan las «teorías del conocimiento» contemporáneas?  Pero puesto que, de todos modos, en el pensamiento de Nietzsche queda oculto que y cómo la «justicia» es el rasgo esencial de la verdad, no es lícito elevar la expresión fundamental «justicia» al rango de título principal de su metafísica.

Metafísica es la verdad del ente en cuanto tal en su totalidad. La metafísica de la subjetividad incondicionada y acabada piensa, sin decirlo, la esencia de sí misma, o sea la esencia de la verdad, como justicia. La verdad del ente en cuanto tal en su totalidad es, de acuerdo con ello, verdad sobre el ente, pero de manera tal que su propia esencia es decidida desde el carácter fundamental del ente por medio de la voluntad de poder en cuanto constituye su forma suprema.

¿Es pues, necesariamente, toda metafísica verdad del ente en cuanto tal en su totalidad en ese doble sentido? ¿Verdad sobre el ente porque verdad que proviene del ser del ente? ¿Si es así, esta proveniencia de la esencia de la verdad dice algo sobre ella misma? ¿En cuanto proviene de este modo, no es en sí misma histórica? ¿Esta proveniencia de la esencia de la verdad no dice al mismo tiempo algo de la esencia de la metafísica?  Efectivamente, dice lo siguiente, expresado en primer lugar sólo de modo negativo:

La metafísica no es una fabricación del hombre. Pero por eso tiene que haber pensadores. Éstos se sitúan en cada caso primeramente en el desocultamiento que se prepara el ser del ente.  La «metafísica de Nietzsche», es decir, ahora, la verdad del ente en cuanto tal en su totalidad preservada en la palabra desde su posición fundamental, es, conforme a su esencia histórica, el rasgo fundamental de la historia de la época que, sólo desde su incipiente acabamiento, se da comienzo a sí misma como tiempo de la modernidad:

 «Un período en el que la vieja mascarada y el aderezamiento moral de los afectos provoca repugnancia: la naturaleza desnuda; en el que las cantidades de poder son simplemente reconocidas como decisivas (como determinantes del rango); en el que vuelve a aparecer el gran estilo, como consecuencia de la gran pasión.» (La voluntad de poder, n. 1024

Queda aún la pregunta acerca de qué pueblos y qué humanidad estarán sometidos de modo definitivo y anticipador a la ley de la pertenencia a este rasgo fundamental de la incipiente historia del dominio de la tierra. Ya no es, en cambio, una pregunta sino que está decidido, lo que Nietzsche apuntó alrededor de 1881-1882, cuando, después de Aurora, le asaltó el pensamiento del eterno retorno de lo mismo.

 «Se acerca la época en la que se emprenderá la lucha por el dominio de la tierra, se la emprenderá en nombre de doctrinas filosóficas fundamentales.» (XII, 207)

Con esto no se dice, sin embargo, que la lucha por el aprovechamiento ilimitado de la tierra como campo de materias primas y por la utilización sin ilusiones del «material humano» al servicio del incondicional dar el poder a la voluntad de poder para llegar a su esencia fundamental recurra como ayuda, o siquiera como fachada, a la invocación de una filosofía. Por el contrario, cabe suponer que la filosofía como doctrina y como figura de la cultura desaparecerá, y que puede desaparecer porque, en la medida en que ha sido auténtica, ya ha nombrado la realidad de lo real, es decir el ser, sólo desde el cual todo ente es llamado a ser lo que es y cómo es. Las «doctrinas filosóficas fundamentales» aluden a lo que se enseña en ellas en el sentido de lo expuesto en una exposición que interpreta el ente en su totalidad en dirección del ser. Las «doctrinas filosóficas fundamentales» aluden a la esencia de la metafísica que llega a su acabamiento y que, de acuerdo con su rasgo fundamental, sustenta la historia occidental, le da la forma europeo-moderna y la destina a la «dominación del mundo». Lo que se expresa en el pensamiento de los pensadores puede imputarse historiográficamente a la esencia nacional del pensador, pero no puede hacerse pasar jamás por una peculiaridad nacional. El pensamiento de Descartes, la metafísica de Leibniz, la filosofía de Hume, son, en cada caso, europeos, y por ello planetarios. Del mismo modo, la metafísica de Nietzsche no es jamás, en su núcleo, una filosofía específicamente alemana.  Es europeo-planetaria.

 

Martin Heidegger

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