EL FIN DEL MUNDO BIPOLAR Y LA CRISIS DEL MARXISMO

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Carlos Sabino

Este trabajo fue presentado al seminario postdoctoral "Tendencias Actuales de las Ciencias Sociales",
organizado por la Universidad Central de Venezuela, en Caracas, el día 26 de noviembre de 1992.
Se le han hecho pequeñas modificaciones a la ponencia original para su publicación.

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Presentación

    Carlos Sabino no necesita mayores presentaciones. La comunidad académica -e intelectual, en general- lo conoce bien por libros como El proceso de investigación, Los caminos de la ciencia, Cómo hacer una tesis y Empleo y gasto público en Venezuela. El lector común sabe de este sociólogo y doctor en ciencias sociales por su incursión en la literatura de ciencia ficción, con La Religión de los Hanksis. Y los lectores de las publicaciones de Cedice conocen su libro La seguridad social en Venezuela y su ensayo "Sobre el Neoliberalismo: La historia, los mitos, los principios" (Monografía Cedice No. 39).

    En esta oportunidad, Sabino reflexiona sobre las implicaciones que tiene, para el pensamiento y la investigación en las ciencias sociales, la derrota ideológica y práctica del marxismo-leninismo y la desaparición de la confrontación -característica del Siglo XX- entre los regímenes del "socialismo real", por una parte, y el mundo occidental capitalista, por la otra.

    Particular interés tiene, para los liberales, el pronóstico que formula Sabino en relación al futuro del debate ideológico. En contra de la interpretación que pudiere hacerse de las tesis de Francis Fukuyama, argumenta que, lejos de cerrarse, el universo del pensamiento social podrá ampliarse y diversificarse con la muerte del marxismo. No sólo continuará el debate entre los defensores de la libertad y los defensores de tesis que, abierta o solapadamente y en mayor o menor grado, llevan a la restricción o desaparición del libre accionar de las personas. También dentro del mundo del pensamiento liberal habrá diversidad y polémica. En torno a las "condiciones y límites del mercado", por ejemplo, hay mucho paño dónde cortar, como señala Sabino. Así como en relación al diseño de "políticas sociales" en los países que, plagados de pobreza, apenas comienzan a explorar los caminos de la economía libre y de la organización social que realmente garantice, aún más allá del ámbito económico, la acción humana en libertad.

    Por fortuna, en Cedice (y en el Instituto La Pallosa) los "ortodoxos", los no tan ortodoxos y los simplemente neoliberales, podremos continuar polemizando. Más que la tolerancia, el respeto por el pensamiento de los demás es característica esencial de un pensador liberal. A partir del presente texto de Carlos Sabino, invitamos al lector a sumarse al debate. 

Fernando Salas Falcón

 

Prólogo

    Dos imágenes, o quizás tres, se me presentaron con frecuencia mientras escribía este trabajo. La primera, la del regocijo de los alemanes trepando al Muro de Berlín, me recordaba el colapso imprevisible del comunismo y me llevaba a tratar de atisbar lo que sería el panorama intelectual del futuro, apagada ya la gran polémica que consumió a nuestro siglo. La segunda, entretejida alrededor de una palabra, me traía el recuerdo de la obra de Hayek, el gran pensador que había hablado de la fatal arrogancia para definir al socialismo. Entre ambas me advertían que, cancelada la fuerza intelectual del marxismo, los liberales quedábamos ahora con una responsabilidad peculiar: la de crear, investigar y difundir nuestras ideas sin caer en los vicios que habían llevado a tantas deformaciones políticas y éticas, sin la altanera pretensión de que algunos, sólo algunos, tienen la verdad.

    Pero, junto a estas imágenes más o menos explícitas, estaba también la convicción de que gran parte de la intelectualidad que conocía, directamente o a través de sus obras, había sucumbido a la peor de las incongruencias: habían querido ser críticos, iconoclastas y hasta revolucionarios, pero poniendo todas sus energías y sus ilusiones en la defensa del poder, concretamente en el poder del Estado, sacralizándolo y colocándolo por encima de los simples mortales, atribuyéndole una capacidad de obrar y una virtud que ellos mismos estaban lejos de poseer.

    Así, con esos encontrados sentimientos, fui elaborando las páginas que hoy tiene el lector ante sí. Fueron discutidas, inicialmente, ante un reducido auditorio en el que predominaban claramente los marxistas -o quienes habían sido marxistas hasta hacía poco tiempo- generándose una polémica que, al menos para mí, resultó fructífera. Ahora, gracias a la iniciativa de Carlos Boloña Behr y la actividad incansable del Instituto de Economía de Libre Mercado, podrán discutirse también en el Perú, país al que evoco siempre con auténtico cariño.

    Conocí al Perú hace bastante tiempo y, durante la época del frustrado experimento de Velasco Alvarado, pase allí un año. No volví a visitarlo hasta 1989 cuando, con auténtico horror, pude constatar lo que pueden hacer dos décadas de políticas erradas, de "crecimiento hacia adentro" y rampante estatismo: vi edificios ruinosos y alarmante pobreza, los mismos carros envejecidos de cuando me había ido, la agonía de un pueblo que se debatía entre el terrorismo y la inflación. Esa breve estadía, que coincidió con el principio del fin del comunismo en el este de Europa, me reafirmó en la convicción de que había que hacer todo lo posible para que los países de nuestra América cambiaran radicalmente, asumiendo una economía de libre mercado, reduciendo el papel del Estado y abriéndose al comercio internacional.

No quisiera concluir estas líneas sin agradecer al Instituto de Economía de Libre Mercado, y a Carlos Boloña en particular, la oportunidad que me han abierto para hacer posible que este ensayo sea conocido en el Perú y para que podamos debatir sobre los infinitos caminos que nos abre, precisamente, esa libertad que tanto valoramos.

Carlos A. Sabino

Caracas, 1993

 

I.- Introducción

    El propósito fundamental de este ensayo es explorar las consecuencias que la caída del comunismo ha provocado -o puede llegar a provocar- sobre la reflexión teórica en el ámbito de las ciencias sociales. El intento de relacionar ambos elementos no es, por supuesto, gratuito, y deriva de una convicción de ningún modo ajena a las preocupaciones y objetivos de este seminario. Me refiero al hecho de que las llamadas crisis paradigmáticas -los cuestionamientos y discusiones de los modelos en que se sustenta el desarrollo de las ciencias sociales- son a la vez antecedentes y consecuentes respecto a los cambios que se producen en el entorno en que vivimos.

    Porque no es posible imaginar, serenamente, que una transformación tan importante como la que acabamos de presenciar no tenga ninguna repercusión de fondo sobre el quehacer de quienes reflexionan sobre los derroteros de la ciencia social; pero tampoco es posible dejar de lado una relación de signo inverso, a mi modo de ver decisiva en esta coyuntura: el fin del socialismo soviético no se ha producido como resultado de una confrontación militar ni por causas externas directamente vinculadas a la economía o la política, sino que ha sido una especie de "hundimiento", una gigantesca implosión que no puede desvincularse de las raíces intelectuales que soportaban al sistema. La caída del comunismo es, de un modo decisivo, una consecuencia de modificaciones en el modo de pensar y de concebir lo social, una resultante de la crisis, bastante anterior y muchísimo más amplia, que sufrían el marxismo y el socialismo en general.

    Es cierto que las vinculaciones entre lo propiamente político o ideológico, por una parte, y los paradigmas epistemológicos que legitiman las diversas teorías sociales, por la otra, no son directas ni automáticas. No hay por supuesto una relación simple de causa a efecto entre planos obviamente tan complejos y, menos aún, una conexión que pueda ser entendida mecánicamente. Pero la relación existe, sin duda, y es preciso dedicar un esfuerzo sistemático a esclarecerla: no podemos proceder, en el plano de la epistemología, como si se tratara de asumir posiciones políticas ante una coyuntura determinada, pero tampoco podemos -y esto es para mí lo importante- seguir trabajando e investigando como si nada hubiese pasado.

Aceptar una tarea tan vasta como la que acabamos de delinear nos obliga a permanecer en un plano si se quiere exploratorio. No será posible, en estas pocas páginas, abordar una tarea de semejante magnitud en todas sus dimensiones y posibles derivaciones; tampoco podremos, por razones obvias, agotar el análisis de un proceso que dista mucho de haber concluido, que se está desenvolviendo aún de un modo acelerado, pues la razón no puede abarcar con nitidez aquello que se modifica y se desarrolla sin pausa. [La idea proviene de Shackle, G.L.S., Epistémica y Economía, Ed. FCE, México, 1976, cuando discute las limitaciones de la razón: "El analista... sólo puede razonar acerca de lo que en efecto está completo; y en un mundo donde existe el tiempo nunca nada está completo." (pág. 49).] Pero la reflexión es necesaria, imprescindible en realidad, y por eso intentaremos llevarla hasta donde seamos capaces.

 

II.- DE LA CRISIS DE LOS PARADIGMAS AL DERRUMBE DEL MARXISMO

    Desde hace bastantes años se habla, cada vez con menos precisión en verdad, de la existencia de una crisis de los diversos paradigmas epistemológicos que fundamentan las teorías sociales. El concepto de crisis, que el lenguaje corriente ha ido apartando más y más de su significado original, ha agregado sin duda confusión a un enunciado que, en el límite, corre el riesgo de perder prácticamente todo su sentido. La tan mentada crisis de los paradigmas ha servido para aludir al desdibujamiento de las fronteras entre diversas maneras de hacer ciencia social, para hacer referencia a la pérdida de rigidez entre distintas opciones ideológicas y, en fin, para explicar las características de gran parte de la ciencia social actual, a la cual se define como sincrética, ecléctica o simplemente carente de rigor.

    Pero esta crisis de paradigmas, a mi modo de ver, es más una especie de cómodo rótulo que una verdadera crisis generalizada de perspectivas y modelos. Y afirmo lo anterior porque creo que el diagnóstico, al que nos hemos acostumbrado demasiado, se asienta sobre un postulado que es por completo erróneo: después de haber construido -abstrayéndolos de investigaciones reales hechas en épocas muy diferentes sobre temas también disímiles- algunos pocos modelos paradigmáticos que se suponía englobaban a las diversas tendencias existentes, ciertos autores se extrañan de que, muchos años después, no se haga una sociología que corresponda en propiedad a ninguno de ellos. Si se acepta como válido el arbitrario sistema clasificatorio que divide el trabajo científico en paradigmas cerrados resulta claro que, naturalmente, casi todos los trabajos contemporáneos se apartan de los modelos establecidos, que los paradigmas estarán en crisis o que, ampliando los términos, sea la propia sociología o las ciencias sociales las que estén en crisis.

    Pero ello no es verdad: la crisis no reside en que no se siga un listado arbitrario de modos de hacer ciencia que defina uno u otro pensador dedicado a la epistemología, porque está en la propia dinámica de todo quehacer científico el ir desenvolviendo líneas flexibles de trabajo, máxime cuando tanta diversidad existe -y debe existir- en el estudio de los complejos fenómenos sociales. La crisis, a mi modo de ver, ha estado en otra parte, en eso tan difícil de categorizar que de algún modo denominamos como marxismo. Y no es de extrañar que sean los marxistas, o los que de algún modo se sienten continuadores de dicha corriente, quienes más hayan enfatizado sobre una crisis que en verdad muchos otros no sentían.

    Del marxismo se ha nutrido una muy amplia parte de la ciencia social de las últimas décadas y de su crisis han emergido las otras crisis, reales o supuestas, con las que nos hemos habituado a convivir. Ninguna lógica tendría hablar, por ejemplo, de una paralela crisis del positivismo clásico -que fue superado ya hace muchos decenios- o de un estructural-funcionalismo que, como modelo explicativo global, perdió su atractivo hace un cuarto de siglo. Pero la crisis del marxismo (con los nombres diversos que asumió en la arena académica: "materialismo", sociología crítica, etc.) y las derivaciones a las que dio lugar, sí ha tenido consecuencias mucho mayores que la sustitución o la pérdida de vigor de alguna de las tantas aproximaciones teóricas a las que nos tiene acostumbrado el desarrollo de la ciencia social.

    Porque el marxismo era diferente: era más una cosmovisión, como estuvo de moda decir en un época, que un puro paradigma epistemológico comparable al de Levi-Strauss o Max Weber. El marxismo pretendía mucho más y llegó a ser mucho más entre militantes, académicos e intelectuales de varias generaciones. Han sido sus peculiaridades, pues, las que han producido la general conmoción a la que hemos asistido, una conmoción de tal magnitud que tardará varios años en asentarse.

 

III.- LAS PROMESAS FRUSTRADAS DE UNA UTOPIA QUE SE QUISO CIENTIFICA

    El comunismo -y quiero que la palabra abarque tanto la utopía inicial como las sociedades concretas que algunos construyeron a partir de la misma- tuvo un atractivo peculiar que deslumbró a más de un gran intelectual de nuestro tiempo: apelando a la razón supo elaborar un discurso que tenía la fuerza de los mitos; asumiéndose como una filosofía y una cosmovisión, fue capaz de construir un imperio aparentemente indestructible. Tuvo la misma capacidad totalizadora que han mostrado algunas religiones, la fuerza para construir un mundo casi cerrado que abarcaba desde posiciones éticas y filosóficas precisas hasta organizaciones políticas concretas, estados, modos de comportamiento, hábitos y arraigados prejuicios.

    Esta capacidad para integrar, para constituir un entorno en el que una persona podía desarrollar toda su vida, sirvió para que el comunismo se convirtiese en una especie de protagonista central de nuestro siglo: en su nombre se desarrollaron luchas que recordaban las guerras santas de otros tiempos; alrededor de sus nociones básicas se conjugaban los afanes anticoloniales, los deseos de desarrollo económico y las rebeliones de todo tipo; su influjo intelectual, básicamente el influjo de la obra de Marx, modeló fuertemente el pensamiento de sociólogos e historiadores, de científicos y de poetas, afincándose en las universidades de todas partes como una fuerza casi incontestable.

    Como doctrina que tendía a cerrarse sobre sí pretendió inmiscuirse en cada campo de la actividad humana: nada era neutral, nada podía dejarse al azar o la libre opinión, porque tenía la voluntad implacable de los dogmas. Florecieron, pues, las herejías, las disidencias, las disputas colmadas de odio que surgían de desavenencias aparentemente triviales. No podía ser de otro modo: la única vía de mantener el sistema era apelar a una exigencia de disciplina y conformidad intelectual que, como resultado natural, derivó a la postre en el profundo estancamiento que hoy nos parece sorprendente.

    Porque, de algún modo, en esa capacidad abarcadora estuvo también el germen de su debilidad: el marxismo se pareció, en muchos sentidos, a una arrolladora religión laica pero, a diferencia de todas las religiones, no quiso construir paraísos sobrenaturales sino que se atrevió a hacer profecías concretas, verificables, que de algún modo podían contrastarse con los hechos que estaban a la vista de todos. Esa arrogancia, que sólo se han permitido algunas sectas efímeras, le resultó a la postre fatal: ni la vasta maquinaria de propaganda que organizó, ni el secreto o el aislamiento en que se trató de mantener a los pueblos que vivían bajo el comunismo, pudo impedir que se comparasen con los hechos las afirmaciones del llamado "socialismo científico", nombre altanero que no fue suficiente para ocultar el colapso.

    Es cierto que esto no se produjo súbitamente, de un modo frío, como cuando se intenta comprobar en el laboratorio la verdad de una hipótesis. Era demasiada la pasión que estaba en juego, y era obviamente también muy complejo el campo de la demostración. Pero, agotado el impulso que siguió a la Segunda Guerra Mundial y al período de descolonización inmediatamente posterior, el comunismo se fue estancando gradual e inexorablemente: primero fue su vitalidad intelectual -ahogada por la necesidad de hacer la exégisis a un mensaje que cada vez se distanciaba más de la cambiante realidad, cuando no quedaba aprisionado por la necesidad de justificar a quienes detentaban el poder; luego fue su capacidad de convocatoria, la posibilidad de proveer con ideas adecuadas a los nuevos movimientos sociales y políticos que iban emergiendo; por fin se expresó en la crisis de los Estados, en el retraso de sus economías centralizadas, que no eran capaces de producir ni asimilar el avance tecnológico y que se rezagaban no sólo en lo político y lo económico sino también en lo militar. Y, cuando los dirigentes más lúcidos intentaron realizar la reforma, la imprescindible puesta al día de un sistema que se fosilizaba sin alternativas, encontraron lo que ya antes habían encontrado otros reformadores en muy diversas épocas: no se puede abrir gradualmente un sistema cerrado en lo político y lo económico, no hay forma de reajustarlo gradualmente, porque las tensiones acumuladas son tantas que se desata -casi indetenible- una auténtica revolución.

    Estas son las líneas básicas del proceso que tan profundamente ha alterado el mundo en que vivimos, que aún en parte continúa desenvolviéndose ante nuestros ojos. Pero hay algo más, algo importante para las objeciones que seguramente se me estarán haciendo: la crisis del comunismo afectó no sólo a los regímenes que se autoproclamaron como tales sino que influenció además, de un modo indirecto pero no por ello menos decisivo, a ese conjunto de límites indeterminados que nos acostumbramos a denominar como "la izquierda", a los partidos y movimientos, a personalidades e intelectuales de todo tipo, incluyendo por cierto aquéllos que se dedican a las ciencias sociales.

    La raíz del problema es, de algún modo, bastante simple: comprometidos con textos y con determinadas tradiciones, con propuestas teóricas y con modos de hacer derivados de un tronco común, los intelectuales pretendidamente críticos próximos a la tradición marxista se encontraron con un chantaje diabólico que acabó por mellar completamente el filo de sus instrumentos de análisis: no era fácil distanciarse por completo de los "socialismos reales", no era casi posible, porque surgía de inmediato la acusación de estar haciendo el juego al enemigo, de estar defendiendo a un capitalismo que se consideraba como condenado a la desaparición. Toda crítica se hallaba limitada entonces por la necesidad, a veces puramente afectiva, de defender algunos aspectos de la gestión concreta de los regímenes comunistas, de no traspasar ciertas barreras intangibles que todos conocían. En nuestro continente, por ejemplo, la piedra de toque siempre la constituyó el castrismo: se podía ser marxista-leninista y aun así hacer la crítica más mordaz a la Unión Soviética, pero no se podía ser siquiera progresista si uno se atrevía a decir que Castro era un caudillo dictatorial o totalitario.

    El problema, en realidad, era mucho más extenso de lo que el ejemplo anterior, puramente político, podría dar a entender, se expresaba en todos los campos de la reflexión teórica y de la práctica social y estaba agravado por algunas características del marxismo a las que sólo nos referiremos al final. Porque ya desde el momento en que se aceptó que la primera revolución socialista podía comenzar en un país "atrasado" sin que por ello fuese necesario criticar la obra de Marx, desde el momento en que la teoría fue modificada en cada ocasión en que se necesitaba adoptar un viraje o aprobar una política, las posibilidades de una crítica despiadada al mundo existente -o, más modestamente, las posibilidades de una ciencia social sin compromisos con el poder- quedaban casi excluídas por completo. La ética, la filosofía de la historia, hasta mucho de las ciencias de la naturaleza, quedaban comprometidas en idéntica trampa. Baste recordar, para comprender la magnitud del problema, que pocos, muy pocos intelectuales de izquierda -críticos y transformadores por propia definición- se atrevieron a aceptar que había abrumadoras semejanzas entre los regímenes de Hitler y de Stalin.

    De allí que la existencia de socialismos reales ejerciese una influencia tan negativa sobre todo el desarrollo del pensamiento de una época: las universidades y los medios de comunicación, los institutos y los centros de investigación, todos recibieron por igual la impronta de esa crítica a medias, de esa defensa implícita de un sistema que aprisionaba la reflexión libre, que sometía al indirecto juego del poder a quienes se pretendían la vanguardia crítica de un nuevo pensamiento.

 

IV.- EL FIN DE LAS UTOPIAS

    Estamos sin embargo -y añadiré, por fortuna- ante una situación por completo diferente. No es de extrañar que todavía algunos, de profunda mentalidad conservadora, se empeñen por defender lo que ya prácticamente no existe; no hay que asombrarse de que muchas personas sientan una especie de vacío ideológico, de falta de horizontes, de ansiedad ante el cambio. Tanto los profesores que se han pasado una vida repitiendo los viejos textos de Marx como los burócratas de la OTAN, por ejemplo, deben sentir que el mundo vacila bajo sus pies, que desaparecen las certezas que dieron sentido a su existencia. Pero el cambio es la vida misma, la palpable afirmación del tiempo, y este cambio sin duda traerá un aire refrescante capaz de oxigenar a nuestras ciencias sociales.

    Uno de los efectos más palpables del fin de ese mundo bipolar en el que vivimos durante tantos años, será la gradual pero segura desaparición de una bipolaridad del pensamiento que -creo- en nada nos favoreció. El habitar un universo que se dividía inevitablemente entre "ellos" y "nosotros", el saber que esa frontera intelectual era paralela a una línea divisoria señalada por misiles nucleares, nos situó a todos en un contexto de confrontación semejante al de una economía de guerra. Al efecto ya mencionado en el punto anterior habría que sumarle efectos paralelos, aunque sin duda menos marcados, en todas las corrientes de pensamiento existentes, en todos o casi todos los ámbitos de reflexión. Porque en nada se estimula el pensamiento libre cuando a priori se establecen barreras y campos de pertenencia y, sin auténtica libertad para reflexionar, la crítica corre el riesgo de ser secuestrada o desvirtuada por completo.

    Otra consecuencia, más sutil pero no por eso menos significativa, es que la crítica al mundo existente no podrá contar ya con el recurso de asumir la presencia implícita de "lo otro", de un punto de referencia distinto aunque brumosamente definido que se utiliza para reforzar el argumento propio. Me explicaré: cuando un científico social planteaba que los hechos eran de tal o cual manera, que se cumplían ciertas leyes para los fenómenos que describía o explicaba, siempre aparecía alguien que se regodeaba en decir que sus afirmaciones eran sólo válidas para "el capitalismo", no más; fuera de ese capitalismo, se postulaba implícitamente, había algo radicalmente diferente, sistemas concretos (o quizás utopías que se reflejaban imperfectamente en dichos sistemas) donde las cosas eran de otro modo. Es cierto que este recurso fue empleado básicamente por aquéllos que, en la periferia del auténtico esfuerzo intelectual, asumían de un modo más plano y directo la confrontación ideológica a la que venimos refiriéndonos. Pero no por ello, sin embargo, esta actitud dejó de influir en todo el ámbito de la reflexión social, sumergiéndonos en un tipo de discusión profundamente estéril, plagado de falacias.

    Pero el fin del mundo bipolar al que nos venimos refiriendo no significa que estemos iniciando una nueva era de uniformidad, como algunas visiones simplistas y apresuradas han tratado de señalar. La historia no se termina porque se haya demostrado que ciertos modelos de sociedad conducen al estancamiento y la opresión. Sería darle demasiada importancia al marxismo que conocimos atribuirle el carácter de última utopía, decir que con él se cierra la aventura del pensamiento humano. Porque, y para dar sólo un ejemplo familiar, hay diversas formas de encarar una economía de mercado y, mucho más allá de eso, hay infinitos problemas que reclaman al espíritu humano, muchas maneras de concebir el mundo que poco tienen que ver con la polémica básica que ocupó a nuestro siglo. Creer otra cosa, suponer que con el marxismo acaba toda posibilidad de discrepancia, sería tan ingenuo -o tan perverso- como imaginar que luego de Copérnico o de Darwin ya no quedaba nada por discutir, sino una sola idea imponiéndose en determinado campo del pensamiento. Muy por el contrario, una vez que se avanza hasta un determinado punto, una vez que la historia descarta ciertos caminos para internarse por otros, florecen nuevas posibilidades de discusión y de crítica, se abren nuevos caminos para el pensamiento, descartando los desgastados modelos que se habían demostrado infecundos, permitiendo aproximaciones más ricas, más libres, más profundas.

    Pero esta necesaria disgresión, esta recusación al historicismo implícito en la efímera tesis del "fin de la historia", no debe apartarnos de la consideración de aquéllo que constituye el punto de partida de nuestra reflexión: con la caída del comunismo acaba ciertamente una época, se cierra un debate, se cancela un determinado modo de pensamiento práctico y una manera de concebir la utopía. Para explicarme tendré que retornar a lo que, páginas más arriba, había mencionado como una limitación fundamental del pensamiento de izquierda.

    Decíamos allí que la existencia de regímenes concretos que se postulaban como socialistas, de un modo u otro, había secuestrado en buena medida la capacidad de análisis crítico de los sectores que se reclamaban como "progresistas". Pero ello ocurrió porque otro factor, en la propia ideología de quienes conformaban la izquierda, se sumó a esta limitación con un peso incontestable. En su lucha contra lo que se concebía como explotación capitalista los pensadores del siglo pasado buscaron diversos modelos alternativos capaces de construir un mundo mejor para los trabajadores. La primera gran polémica que atravesó al socialismo de entonces marcó, en definitiva, los derroteros que luego habrían de transitarse. Frente a un anarquismo que nunca pudo construir una alternativa económica viable para el mundo moderno, pero que advirtió sobre la inevitable opresión de la institución del Estado, la mayoría de los socialistas se pronunció por una solución diferente: la de asumir, bajo la defensa del "común", de lo social o de lo colectivo, la recusación al individualismo capitalista. Los resultados fueron incalculables. A medida que progresaba el movimiento y se expandía su influencia fueron perfilándose con más fuerza las consecuencia de ese modo de concebir el futuro, de esa lectura de la posible utopía. Surgieron -explícitamente luego del Qué Hacer? de Lenin- las concepciones que confiaban a una vanguardia esclarecida la tarea de ejercer una tutoría sobre las masas revolucionarias, la defensa de la inefable "dictadura del proletariado" y la convicción de la superioridad de la economía planificada. Todo esto fue configurando un modo de concebir la utopía que escindía el mundo entre los dirigentes portadores de la conciencia histórica y "las masas", un modo de pensar que ponía al Estado en el centro de la escena intelectual, un estatismo que, casi como un reflejo condicionado, sobrevive en diversas vertientes de la izquierda no marxista.

    Parecerá exagerado para algunos la afirmación de que toda propuesta estatista, toda ideología que promueve una expansión de las funciones del Estado, contiene gérmenes evidentes de autoritarismo y corre el riesgo de derivar en totalitaria. Pero se nos concederá, al menos, que resulta bastante difícil hacer un culto a una institución que centraliza el poder, que lo define por antonomasia, y desplegar simultáneamente un pensamiento crítico, libre, iconoclasta. La búsqueda de la extensión de las funciones del Estado, o el reclamo a las ideologías que pretender reducir su papel, contiene de por sí algo de contradictorio, algo que genera una especie de disonancia. Los espíritus libres suelen apartarse del mundo de lo "oficial", suelen florecer al margen, cuidando celosamente una independencia que los lleva a veces, o casi siempre, a nadar contra la corriente de las ideas establecidas. [Justo es anotar, en este punto, que lo mismo sucede no sólo con respecto al Estado sino también en relación a los dogmas de las iglesias, a las tradiciones tribales o nacionales y, en general, a todo conjunto de ideas sancionado por algún cuerpo colectivo en el que recae un poder social.] Porque no es fácil derrumbar mitos si se postula una expansión del poder político, no es cómoda la posición de quien pretende descubrir las falacias del discurso mientras sostiene que deben reforzarse las instituciones que más discursos falaces han producido en el curso de la historia.

    Por ello es que sostengo, tal vez conducido por un optimismo que no niego, que el mundo se hace propicio ahora para otras posibilidades de pensamiento crítico, centradas en la libertad individual, que se dediquen al análisis de las variadas formas de opresión de nuestro tiempo. Que pienso en un futuro abierto, de nuevas utopías tal vez, pero donde la libertad y no el culto al poder recorra con su influjo permanente los caminos de la crítica.

Caracas, 1992

 

POST-SCRIPTUM

ECONOMIAS DE MERCADO: UN FUTURO ABIERTO

    Decíamos, páginas atrás, que el derrumbe del socialismo y el consiguiente reconocimiento de que el mercado es la forma más eficiente de organización económica, de ninguna manera significa que estemos iniciando una nueva era de uniformidad. Creemos conveniente aclarar, para acercarnos a la problemática concreta que vive la sociedad venezolana, a qué nos referimos cuando mencionamos que "hay diversas formas de encarar una economía de mercado y, mucho más allá de eso, hay infinitos problemas que reclaman al espíritu humano, muchas maneras de concebir el mundo que poco tienen que ver con la polémica básica que ocupó a nuestro siglo."

    Dentro de la abstracción general que podemos definir como economía de mercado, caben un sinnúmero de posibilidades que resulta oportuno mencionar. En cada sociedad concreta -a nivel nacional, pero también regional o aún municipal- existe una infinidad de áreas que pueden ser objeto de políticas públicas o de la actividad privada. Muchos servicios pueden ser o no privatizados, o entregados en concesiones a particulares, o asumidos por iniciativas conjuntas; la salud, la educación y la infraestructura son, en este sentido, áreas donde no pueden aplicarse axiomáticamente principios políticos tajantes porque, por ejemplo, hasta el desarrollo tecnológico existente en un momento dado hace que determinados servicios puedan considerarse o no como monopolios naturales. Del mismo modo es interesante advertir que son muchas las opciones, aún dentro de un concepto estrictamente de mercado, que se abren para la llamada política social. Aceptando que la inmensa maquinaria burocrática que hoy llamamos Estado de Bienestar o Welfare State habrá de desaparecer algún día, puesto que sus costos y sus consecuencias económicas y sociales son insostenibles para una sociedad auténticamente libre, queda todavía un amplio abanico de opciones en cuanto a tan delicada materia: la magnitud y las características de instituciones tales como el seguro de desempleo, las transferencias directas, las pensiones a los incapacitados y a los ancianos sin recursos, son apenas algunos de los temas que permanecerán en discusión, pues sólo dentro de un espíritu chatamente dogmático sería posible afirmar que existe una solución definitiva a tan complejos y cam- biantes problemas.

    Otra elemento a tomar en cuenta es que una economía de mercado no surge en el vacío, sino en el marco de sociedades concretas, específicas, que tienen particulares sistemas legales y jurídicos, que poseen una tradición consolidada en usos, costumbres y valores determinados, que tienen una conformación social también específica. Es verdad, por cierto, que una economía de mercado no puede surgir y florecer en el marco de cualquier entorno social: cuando se restringe de un modo sustantivo el derecho de propiedad o cuando se imponen serias restricciones a las libertades individuales es imposible que los individuos establezcan los intercambios económicos o realicen las actividades productivas que van creando las interacciones de las que surge el mercado; pero es cierto también que, más allá de estos cruciales elementos, existen variadas alternativas de organización social dentro de las cuales es factible que se despliegue el tipo de economía al que nos estamos refiriendo. Para dar un ejemplo fácil de captar podríamos mencionar que en el mundo contemporáneo se aprecia que no existe una relación directa entre la existencia de economías de mercado vigorosas y la religión predominante en cada sociedad: no son solamente los países protestantes los que se desplazan por esta vía, sino otros donde predominan formas de culto por completo diferentes -como el Japón, China o Corea- o donde, como ya se aprecia en Latinoamérica o en el sur de Europa, existe una sólida tradición católica.

    Pero la pluralidad a la que nos referimos, obviamente, no se agota en esta falta de correlación entre la religión predominante de una sociedad y el modelo económico que se sigue. Hay otros elementos, igualmente decisivos para definir el modo de vida de las personas, que por completo escapan a la dicotomía estatismo-sociedad de mercado. Entre ellos podemos mencionar los valores éticos dominantes, las formas sociales de cooperación, la estructura de la familia, la composición de una sociedad según sectores, grupos y estratos de ingreso. Quien piense que todas las sociedades humanas acabarán pareciéndose por el sólo hecho de aceptar una economía de mercado deberían hacer un simple listado de los países y regiones que actualmente -en mayor o menor medida- se guían por este modelo. Las disparidades culturales y sociales son tan evidentes que nos eximen de abrumar al lector con ejemplos que seguramente conoce.

    Más allá de estas diferencias de hecho que todos podemos constatar y que se refieren al carácter concreto de cada agrupamiento social, existe el inmenso campo de las cuestiones que los seres humanos conscientemente discutimos y decidimos; en este plano permanecerán siempre abiertas distintas alternativas que, sin duda, se debatirán con pasión y hasta con violencia. Ya no se hablará, posiblemente, de las supuestas bondades del socialismo o de la economía planificada, pero con toda seguridad se discutirán a fondo temas que tienen que ver con los límites y la propia existencia de los estados nacionales, con las migraciones internacionales, los modelos de constitución política y hasta la conquista del espacio exterior; descansaremos por fin -o al menos a eso aspiro yo- de las encendidas proclamas revolucionarias, pero tendremos ante nosotros temas que no se pueden resolver apelando sólo a lo que nos enseñan los neoclásicos: la prohibición sobre el consumo de ciertas drogas, las cuestiones del aborto, la homosexualidad, la pornografía y muchas otras que se refieren a las normas morales que decidimos crear y respetar, los problemas del tipo de educación a desarrolar, de normas de convivencia y de relación social que se considera preferibles estimular.

    Es cierto que, sobre todas estas cuestiones, es posible avanzar algunos criterios específicos que resulten compatibles con él respeto y la ampliación de las libertades individuales; pero ello no significa, ni mucho menos, que todos quienes estamos a favor de una economía de mercado tengamos un acuerdo siquiera mínimo al respecto. Respecto a tales temas, por lo tanto, es que los auténticos liberales deberíamos concentrar nuestros esfuerzos, pues hay mucho que estudiar y que analizar sobre materias tan importantes para nuestro futuro inmediato. Si no lo hacemos, tendremos que enfrentar, desarmados, el debate de un siglo XXI donde coexistirán, como siempre ha sucedido, opciones a favor de la libertad y a favor del control de unos hombres sobre otros.

Caracas, 1993

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