TEORÍA Y CRÍTICA DEL PENSAMIENTO LATINOAMERICANO

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Arturo Andrés Roig

© Arturo Andrés Roig. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano Edición a cargo de Marisa Muñoz, con la colaboración de Pablo E. Boggia, Enero 2004. La presente edición digital, actualizada por el autor, se basa en la primera edición del libro (México: Fondo de Cultura Económica, 1981) y fue autorizada por el autor para Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes

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VIII
LAS ONTOLOGÍAS CONTEMPORÁNEAS Y EL PROBLEMA DE NUESTRA HISTORICIDAD

Antonello Gerbi en su valioso libro La disputa del Nuevo Mundo (1960) ha estudiado el desarrollo de lo que bien podría denominarse "ideología antiamericanista”, entre los años de 1750-1900 y dentro de la cual, según él mismo nos lo dice, el "triunfo más pleno" fue alcanzado en los escritos hegelianos.

En sus líneas generales, esa ideología se caracterizó, de acuerdo con lo que estamos viendo, fundamentalmente, por un desconocimiento de la historicidad del hombre colonial -sin olvidar las proyecciones que esa misma actitud tuvo respecto del proletariado europeo- en relación con un europeocentrismo cuya justificación se dejó, entre otros ideólogos, en mano de los filósofos de la historia. Tal campo del saber suponía, a pesar de lo dicho y en el caso particular de Hegel, una comprensión de la temporalidad nueva y hasta revolucionaria, que llevó a la distinción radical entre el tiempo de la naturaleza y el del hombre y, a la vez, dio las bases para una respuesta también nueva y revolucionaria, respecto del ser del hombre visto de ahí en adelante como ente histórico. Ya no cabía ningún "regreso" a la naturaleza y las formas de alienación que afectaban al ser humano no podrían en adelante ser resuelta mediante utópicas fugas, sino dentro del marco de lo social. Se iban dando las bases para un humanismo que, a partir de la noción de historicidad, una vez desfondado el mito del Espíritu Absoluto que había oscurecido las intuiciones originales de aquella filosofía de la historia, y una vez desenmascarados los mitos sucedáneos, concluiría en una comprensión del hombre como objeto de su hacerse y su gestarse.

Lo que resulta sorprendente, lo cual no significa que no sea explicable, es el hecho de que las más agresivas ideologías sobre las cuales se han tratado de justificar los imperialismos tanto del siglo XIX como del nuestro, podrían ser consideradas como un desconocimiento de historicidad de determinados grupos humanos en pensadores que, como Hegel, abrieron las puertas para el descubrimiento de esa misma historicidad. Ese pensamiento antropológico se muestra en esta ya larga historia que va desde Hegel hasta nuestros días, desarrollado dentro de los términos de una ontología en la que le acontece a un determinado sujeto, que no es necesariamente el hombre, "caer en el tiempo", o si es hombre, encontrarse "arrojado en el mundo" como consecuencia de una culpa originaria, sobre la base, tanto en un caso como en el otro, de una aprioridad del ser respecto de los entes. De esta manera, la problemática de la historicidad del hombre y más concretamente de su cotidianidad, se desarrolla de modo inevitablemente paralelo con el de la relación entre lo "originario" y lo "originado", lo "ontológico" y lo "óntico", lo "fundante" y lo "fundado", planteados en tales términos que acaba por desvirtuarse aquella historicidad y la única posibilidad que le queda al hombre viene a ser, según las formulaciones enunciadas en cada caso, otra vez, la de un "regreso".

Ahora bien, retomando nuestra historia, llegó un momento en el que el hombre europeo dejó de ser el único que hablara del hombre colonial y que éste comenzó a ocuparse de sí, ciertamente con el mismo lenguaje, pero, en ocasiones y tal como hemos tratado de mostrarlo, con una intencionalidad distinta. En el rescate de esos momentos se encuentra la posibilidad de una historia de la filosofía latinoamericana, dada como sucesivos recomienzos dentro de un marco de unidad no difícilmente reconstruible. En ese ya largo proceso, no bien conocido aun para nosotros, de lo que el hombre americano dijo de sí, llegó también un momento en el que se reproduciría un hecho en alguna manera semejante al que hemos mencionado. Nos referimos a algo muy reciente que ha tenido lugar dentro de una de las líneas de desarrollo de las ontologías elaboradas en América Latina en las décadas de los 50 y 60.

Esas ontologías, bajo las influencias de la filosofía europea de las dos posguerras, se plantearon la cuestión del hombre americano, la que desarrollaron de modo expreso en unos casos, implícito en otros, en relación con una determinada comprensión entre el ser y los entes. Las respuestas que se dieron a aquel problema incidieron, como es fácil pensarlo, sobre la comprensión de la naturaleza de un sujeto que había comenzado, una vez más, a ocuparse de sí, comprensión que en las ontologías mencionadas concluyó en la atribución de una historicidad defectiva, reducida a una futuridad, o en una negación de historicidad, teniendo todas corno punto de partida, casi sin excepción, ciertas pretendidas experiencias originarias de la temporalidad y una afirmación del ser de América como "vacío".

Aquella historicidad disminuida y hasta radicalmente negada; venía a afectar la imagen del hombre americano como realidad entitativa, hecho que aparece planteado de modo paralelo al de una noción de ser que de manera más o menos expresa se manifiesta, en aquellas filosofías de la temporalidad, desarrollado desde los supuestos de una "ontología del ser" y desde un rechazo, por lo general implícito de planteamientos derivados de una "ontología del ente" o del "objeto". Este hecho, como lo mostraremos al final, explica, a nuestro juicio, los intentos de un rescate del ente en planteos metafísico-ontológicos que podríamos considerar como la otra línea de desarrollo de las ontologías de las décadas de los 50 y 60 y aun más allá, desde la cual se intentaron otras respuestas al problema de la "historicidad" o se enunciaron otras bases para el mismo. De igual manera, ambas tendencias parten de dos concepciones antropológicas, en una de las cuales el hombre americano es reducido, en los casos extremos, a una natura naturata cuya única posibilidad de hacerse a sí mismo le viene de "afuera" y en la otra, se tiende a comprenderlo desde un concepto natura naturans desde el cual se asume toda natura naturata. Considerado el problema desde el desarrollo de nuestro pensamiento, la primera respuesta ha venido a reeditar, dentro de un nuevo tipo de discurso y en circunstancias distintas, planteos equivalentes a los que derivaban de un "legado" entendido como a priori respecto del sujeto y a desconocer por eso mismo, el a priori antropológico o, por lo menos, a debilitarlo.

Toda la historia que vamos a hacer, sobre la base de algunos ejemplos que nos parecen representativos, no excede los marcos de un pensamiento universitario y adolece, por eso, de las limitaciones que le son propias. La vida académica, sin embargo, no está exenta de contradicciones, a pesar de las ilusiones del academicismo, hecho del que no puede prescindir una crítica valorativa. En ello se funda la posibilidad de un rescate de los metalenguajes que inevitablemente han de ser transitados y que no siempre resultan ser recursos encubridores. Demás está decir, que los recomienzos de un pensamiento filosófico no se dan, necesariamente dentro del ámbito de las universidades en las cuales la filosofía se ha convertido, por lo general, en un oficio y de las que ha salido la ya enorme masa de literatura imitativa, hecho que llevó a Augusto Salazar Bondy a negar que hubiera filosofía en nuestra América. Mas no por esto hemos de renunciar, muy por el contrario, al estudio de la filosofía universitaria, siempre y cuando no caigamos en las trampas con las que se disimula lo ideológico y seamos capaces de señalar el modo como es posible, dentro de sus marcos, la enunciación de principios que puedan servir para un pensamiento liberador.

Comenzaremos hablando de algunas formulaciones del problema de la historicidad del hombre americano, en las que no se la niega, pero se la reduce, sin embargo, a lo que podríamos denominar una mera futuridad y se concluye, por eso mismo, en la afirmación de una natura naturans defectiva.

El ensayista chileno Félix Schwartzmann en su libro El sentimiento de lo humano en América, cuyo primer tomo apareció en 1950 (1950-1953), nos habla de un "rasgo unificador" vivido por el hombre latinoamericano, al que caracteriza como "la comunidad positiva del anhelo, de la experiencia cualitativa de la temporalidad percibida como plenitud de futuro" y que tiene su origen en un acto de experiencia primigenio, exclusivo de lo americano. Se trata, según sus palabras, de "la experiencia propia de lo visto por primera vez, de lo no hollado, que todo americano siente dentro de sí con rara proximidad. Presencia interior de lo originario y desprovisto de historia, que no sólo enlaza románticamente en torno a la naturaleza, sino que confiere, además, especial fuerza al sentimiento de futuro". Volviendo de modo patente a la fórmula hegeliana, bebida a través de sus divulgadores contemporáneos, en particular Ortega y Gasset, América es el continente sin historia que, paradojalmente, resulta ser el continente del futuro. La futuridad, que sólo es comprensible para el hombre dentro de los términos de una temporalidad histórica, queda fundada de este modo en una temporalidad ahistórica. Dicho de otra manera, el hombre americano, supuestamente colocado en medio de una pretendida "naturaleza pura", no hollada aún por la historia, posee una rara historicidad, para la cual lo único que cabe es la categoría de futuro, la que a su vez no tiene su raíz, ni en un pasado, ni en un presente históricos. Por extraño destino, la naturaleza, no la historia, lo hace futuridad pura. Resulta claro que ese "futuro" que se apoya en esa pretendida experiencia de lo "no hollado" y de "lo desprovisto de historia", no puede ser el futuro propio de ese hombre, en cuanto que el futuro, con toda su imprevisibilidad, será nuestro cuando se parta precisamente de la experiencia contraria, la de lo hollado o historizado, aun cuando no lo sea plenamente. Resulta curioso cómo la experiencia de las tierras baldías de nuestra América, se transforma en una pretendida experiencia de vacío ontológico. La "peculiar experiencia de la temporalidad" de la que nos habla Schwartzmann es simplemente una ilusión y, lo que es más grave, una elusión, favorecido todo esto por el juego verbal de estas ontologías de la temporalidad, como también por una visión "romántica" del paisaje americano, como el mismo autor lo declara, ciega para la presencia del hombre de la tierra que ha jugado y juega su destino en medio de una naturaleza que no se le presenta como "paisaje originario", sino como el lugar en el que carga con su propia historia en la lucha por sobrevivir. En consecuencia, si nos atenemos al autor chileno el hombre americano posee una historicidad defectiva. Su futuro no lo hace desde sí mismo, sino desde un vacío, por cuanto se parte de la hipotética posibilidad de un enfrentamiento con una naturaleza absoluta, lo cual supone, asimismo, un punto de partida absoluto que no se da de hecho ni siquiera para el hombre "prehistórico".

La misma intención que mueve el ensayo de Schwartzman, la de encontrar de modo radical lo que diferencia al hombre latinoamericano del europeo, la encontramos en el filósofo venezolano Mayz Vallenilla. Dentro de los típicos planteos de una fenomenología fuertemente influida por el heideggerismo, se pregunta si lo "nuevo" del Nuevo Mundo es novedad "óntica' u "ontológica". Si es lo segundo, debe radicar en un "temple de conciencia" desde el cual para el americano su "mundo' aparece como "nuevo". Ese temple existenciario, según lo entiende Mayz Vallenilla, es la "Expectativa". El hombre americano se ha descubierto como "conciencia expectante" y el temple, desde el cual parte, caracteriza toda su comprensión del mundo. Por cierto que la Expectativa supone necesariamente una cierta afirmación del sujeto, un reconocimiento de si mismo en su propia naturaleza, mas aquella autoafirmación es, a la vez, un restarse sujetividad, ya que por obra de la actitud expectante, nos afirmamos tan sólo como un "no-ser-siempre todavía". Se habría interpretado, de este modo, en su verdadero sentido y, a la vez superado, la comprensión hegeliana de América, expresable según Ortega y Gasset, en una fórmula muy parecida a la que propone Mayz Vallenilla, "un todavía no", (Ortega y Gasset, 1946: II) en cuanto que ésta corre el riesgo de hacer referencia a un futuro como espera de "algo", en un nivel de onticidad. La misma objeción cabría hacerle, si nos atenemos a este planteo, a la experiencia de temporalidad de las que nos habla Schwartzmann y tanto este escritor, como el clásico filósofo de la historia y su divulgador Ortega, no habrían profundizado en lo ontológico. La Expectativa sería, por el contrario, el fundamento de posibilidad de todo esperar, por lo mismo que se lo radica en lo ontológico, en un temple existenciario que es, por lo demás y según palabras de nuestro autor, "radical y decisivo" para el hombre americano. "Este 'no-ser-siempre-todavía' parece ser -nos dice- el carácter original del americano, su concepción de la historia, su modo de vivirla, su dialéctica, una dialéctica original, la aportación original del hombre americano a la historia en sentido universal. El hombre americano, el latinoamericano parece ser que por obra de esa historia se ha visto obligado a vivirla de manera original, especial. Nuestro ser reside, justamente, en ser siempre de este modo” (Mayz Ballenilla, E., 1957).

Dentro de estos ensayos sobre la naturaleza del ser de América y del hombre americano, la posición de Mayz Vallenilla significa una radicalización del problema de la historicidad. Ya no es solamente deficitaria por cuanto se partiría de un "no ser", sino que ahora lo es, además, por obra de un vaciamiento de "lo futuro", reducido a una mera "futuridad". De ahí que si bien nos habla de un hombre americano como integrado ya en la "historia mundial", el futuro de ese hombre se resuelve en una incógnita y, a pesar de las declaraciones en contra, se insinúa una especie de mesianismo, claro está que de carácter formal, en el que ya no se espera a "El que vendrá", al modo rodoniano y de los arielistas, sino a un "algo que se acerca", como mera posibilidad abstracta. Por otro lado, al afirmar una experiencia de conciencia como futuridad pura y en tal sentido indeterminada en lo que se refiere a contenidos, y neutra en cuanto a posiciones axiológicas se corre el riesgo de caer en la indiferencia hegeliana de la que hemos hablado en páginas atrás. El a priori antropológico, que se organiza sobre una tabla en la que rige la diferenciación entre el valor y el disvalor, queda limitado a un cogito entendido como la conciencia de un existente abierto a lo necesario de la temporalidad, sin más. Como era de esperar, esta "originalidad" del hombre americano, "tan radical y decisiva", no podía menos que despertar en el mismo autor un cierto asombro, de modo parecido al que nos confiesa un Murena.

A pesar de que Mayz Vallenilla le reconoce historicidad al hombre americano, e incluso trata de señalarnos, como hemos dicho, cuál es el sentido con el que se ha incorporado a la historia mundial, aquel sujeto resulta depotenciado. Del mismo modo sucede con todo lo que pueda haber aportado en el proceso de humanización de sí mismo, tarea que únicamente puede marchar sobre la base de proyectos orientadores de una praxis social que, aun cuando limitados dentro de horizontes de comprensión epocales, no podrán nunca ser justificados desde una futuridad formalizada y vacía, atenida cuanto más a un impreciso "algo que se acerca". Por lo demás cabe preguntarse hasta qué punto es aceptable una reducción de la humanidad latinoamericana a ese "hombre americano" del cual nos habla, como asimismo cuál es la validez de la descripción fenomenológica que se lleva a cabo, en la medida en que la presunta experiencia sobre la cual se apoya no ha sido criticada en sus supuestos.

Desde otro ángulo, otro filósofo nuestro, el argentino Nimio de Anquín, ha tratado de encontrar la "originalidad" de ese "hombre americano", a partir del modo de vivir la historicidad que lo diferenciaría, si no del hombre europeo, por lo menos del hombre de las culturas maduras. La tesis de una América "naciente", sin pasado a tergo, es para de Anquín un supuesto existencial, que aun cuando no lo llega a pensar como un "temple existenciario", hace de punto de partida de nuestro pensamiento a tal punto que lo conforma en su propia naturaleza. "Nosotros –dice- somos futuro puro o sea que para nosotros no rige la categoría de la culpa, porque carecemos de pasado. Toda la filosofía heideggeriana de la deuda o de la culpa fracasa en América porque la conciencia americana es, por ahora, futuro puro, y por eso digo que aquí, filosóficamente no puede haber pecado original” (Nimio de Anquín, 1964). En función de esto, el pensamiento americano resulta ser una curiosa reedición de la actitud que muestran, según Nimio de Anquín, los filósofos jonios, motivo por el cual entiende que vivimos una especie de "presocratismo". Mas, la tesis de Nimio de Anquín resulta en parte atenuada, pues, así como para los presocráticos no se puede de ninguna manera desconocer un pasado, ni menos hablar de ellos como puestos en su momento frente a una futuridad como aparece entendida en Mayz Vallenilla, otro tanto acaece en América, por donde se salva nuestro autor de caer en hegelianismo, como también de incurrir en una radicalización del problema de la historicidad. En efecto, esa "juventud" o "novedad" del hombre americano no implican un modo de ser ontológico negativo que imposibilita lo histórico, sino que surgen de una historicidad positiva. Para de Anquín, el hombre americano se encuentra incorporado en la historia universal, no de una manera extraña y ciertamente inexplicable, sino de un modo arcaico, semejante al del hombre presocrático. Resulta que esa manera de ser "futuro puro" no depende, como en Hegel y en otros que no se han apartado en esto del hegelianismo, de ser lo americano algo colocado antes de la historia, en el marco de una geografía, sino que es tan sólo consecuencia accidental de la carencia de una "gran historia" que nos ate a una tradición. El problema de la futuridad, a pesar de los términos extremos con que de Anquín se expresa en la cita transcripta, se da dentro de lo histórico y sin vaciar al futuro de contenido. La carencia de una "culpa" en nosotros no deriva de una ausencia de historicidad, sino de no haber alcanzado una tradición, aquella misma que fatigaba a los europeos y creaba en ellos una conciencia de culpabilidad, por lo que la "culpa" no resulta ser una cuestión ontológica al estilo heideggeriano, sino un fenómeno cultural. De todos modos hay en esto una cierta ambigüedad y de la ontología de Nimio de Anquín surge una débil afirmación del hombre americano como sujeto de su propia historia, acusado de moverse dentro de una cultura incipiente y de una inmadurez que lo mantiene, hasta ahora, dentro de los límites de una "historia pequeña". El mito de la Weltgeschichte viene, una vez más, a interponerse entre el pensador y su propia realidad, desfigurando las verdaderas causas de nuestra debilidad. Y así como Martí hablaba de "razas de librería", podría decirse, sin desconocer el vigor especulativo de pensadores como de Anquín, que no se ha llegado a la comprensión de que también hay "historias" que podrían ser calificadas del mismo modo. Por otra parte, es dudoso que no haya entre nosotros, a pesar de nuestra "pequeña historia", formas de conciencia culpable, en cuanto que no es necesario, para que ello se produzca, una tradición al estilo de la que ha posibilitado una historia mundial y en cuanto que hemos ingresado en la misma repitiendo e interiorizando todas las formas del discurso opresor que ha generado hasta ahora.

De todos modos, de Anquín piensa el problema de la naturaleza del hombre americano dentro de los términos de lo que hemos denominado una "historicidad positiva" que, a nuestro juicio, aparece reforzada en él por su doctrina del "ontismo". Sin entrar a considerar la tesis de acuerdo con la cual vendríamos a ser una curiosa reproducción de los presocráticos y viviríamos una especie de "virginidad cultural", la teoría del "ontismo"-de la que nos deberemos ocupar más adelante- le permite a de Anquín intentar una fundamentación de la alteridad del ente respecto del ser. Ello consolida dentro de su pensamiento aquella "historicidad positiva" que le lleva a apartarse de las filosofías de la conciencia desde las cuales se ha planteado, por lo general, el problema de esa misma historicidad y hace posible una comprensión del a priori antropológico de signo afirmativo.

Frente a estas ontologías que hemos comentado y dentro de las mismas décadas, serán formuladas otras en las que la naturaleza del hombre americano será caracterizada como una carencia total de historicidad, ya por no haberla tenido nunca, ya por haberla perdido. América y su hombre no posee, para ellas, ningún poder de autorrealización y se resuelven ambos en una natura naturata, de la cual se salva, y no en todos los casos, únicamente el "filósofo de la temporalidad". A su vez, estas ontologías insistirán fuertemente en nuestra naturaleza pecaminosa, fruto de una "caída".

El tema del pecado original tiene, dentro de las teorías acerca del ser americano, una ya larga data. Para Sahagún, en los primeros tiempos de la Conquista, los indios eran víctimas de una debilidad moral e intelectual resultante del pecado primigenio (Villegas, A., 1966: 29-32). Este planteo teológico, que no reducía el estado de pecaminosidad a un determinado pueblo, ni partía de la afirmación de un "pueblo elegido" exento de él, sino que únicamente señalaba su mayor o menor fuerza y presencia, fue con el tiempo transpuesto dentro de los términos de una filosofía de la cultura, e inclusive de una ontología, como uno de los recursos ideológicos a los que se echó mano para justificar diferencias no meramente accidentales sino de naturaleza. "La impotencia de la naturaleza -nos dice Antonello Gerbi comentando las afirmaciones sobre América que hace Hegel- es la traducción, en términos fisiológicos, del antiguo Pecado Original. Y así cómo éste había servido para explicar, no sólo la expulsión del hombre del Paraíso, sino también toda la decadencia del mundo físico... y la universal pérdida de vigor de la Naturaleza, así, la 'impotencia' hegeliana, sin sombra de justificación en cuanto castigo de culpa cualquiera, acude a dar cuenta de aquello que en el Cosmos no anda como debería andar o no es como a nosotros nos pareciera ser”. Hegel marca el momento culminante en el que se generaliza e impone la idea de que ciertos pueblos padecen una suerte de "culpa originaria", de la cual están exentos otros. En otros términos, pueblos que no han sido expulsados del Paraíso y otros que ni siquiera han tenido la suerte de haber sido arrojados de él, debido a un "pecado" anterior a la maldición que los ha colocado, ab initio, al margen de todo Paraíso posible. Pecaminosidad, por lo demás, que no sólo alcanza a los hombres, sino también a sus tierras y que deben pagarlo todos juntos, incluyendo bestias y plantas.

A esta suerte de teología demoníaca, con las variantes del caso, habrán de regresar los “ontólogos" de los que ahora nos ocuparemos. Toda esta problemática, que habrá de incidir directamente sobre la cuestión de la historicidad de modo radicalmente negativo, aparecerá siempre como consecuencia de la afirmación de una realidad ontológica deficitaria del ser de América y del hombre americano, y muy particularmente, de cierto hombre dentro del cual no se encuentra, como es lógico, el propio escritor.

Uno de los ejemplos más acabados nos lo ofrece el libro del argentino H. A. Murena, El pecado original de América, aparecido en Buenos Aires dentro del clima generado por el Grupo Sur, en 1954, en donde el problema de la culpa adquiere todos los desarrollos posibles dentro de los términos de un discurso apocalíptico. A su manera, este libro y otros de jaez semejante, constituyen una prolongación y una nueva formulación de la actitud que determinados grupos, pertenecientes a las burguesías rioplatenses, adoptaron frente al vasto fenómeno de la inmigración europea y a sus consecuencias sociales, actitud visible ya de modo claro en toda la problemática del "cosmopolitismo enervador" del que se hablara del 900 en adelante.

En un tiempo habitábamos [dice este hijo o nieto de inmigrantes europeos] en una tierra fecundada por el espíritu, que se llama Europa, y de pronto fuimos expulsados de ella, caímos en otra tierra en bruto, vacua de espíritu, a la que dimos en llamar América... En aquel tiempo estábamos en el campo de lo histórico y la savia y el viento de la historia nos nutrían y nos exaltaban, hacían que cada objeto que tocáramos, cada palabra que enunciáramos, cada palmo de tierra que pisáramos, todo, tuviese un sentido, fuese una incitación; ahora poblamos naciones fuera del magnético círculo de lo histórico... naciones a las que la historia sólo alarga la mano en busca de recursos materiales, por lo que la historia tiene para nosotros una significación puramente material, y cada contacto con ella resulta vano y humillante para nuestro espíritu. De la cima alcanzada por pueblos que se cuentan entre los más luminosos del mundo, hemos sido abatidos al magma primordial en el que el destino humano tiembla al ser puesto otra vez en cuestión. De poder ser todo lo que el hombre es, hemos pasado a no ser ni siquiera hombres. De ser la semilla sembrada en la nueva tierra, nos hemos convertido en la semilla que cayó entre espinas.

De esta manera resulta reinterpretado el antiguo mito de la expulsión del Paraíso, si bien con sus variantes, dentro del espíritu con el que es tratado en Hegel, bebido a través de sus divulgadores. Hay hombres que han sido arrojados fuera de él, pero sucede que hay otros que han quedado dentro. Hay quienes han caído en el "pecado original" y otros que no, sin duda, hombres en estado angélico, porque "cada tierra guarda en sí un mandato de Dios" y hay "tierras espiritualizadas" y "tierras sin espíritu". Por otra parte, los americanos de origen europeo estamos pagando una "culpa", mas, según parece, el "pecado" no lo hemos cometido en el Paraíso, del cual, sin embargo, hemos sido "expulsados", sino que el pecado lo estamos cometiendo porque vivimos en esta América, que es el sujeto que padece la maldición divina.

Se trata, como el mismo Murena lo dice, de un extraño "segundo pecado original", que es el de "nacer o vivir en América" y que "constituye un castigo por una culpa que desconocemos". "América es el más evidente escándalo histórico del que se tenga noticia. Los pueblos de Europa y Asia han ido historizándose y espiritualizándose al mismo tiempo que historizaban y espiritualizaban sus tierras…”. Frente a estos pueblos, "no hay nada más viejo o avejentado que esta América integrada por razas indígenas en vías de fusión total o de extinción y por individuos de razas no originarias de América que en América han visto tornarse súbitamente inútil, caduco, senil, el espíritu que traían de sus comarcas originales".

Creado el absurdo, nada más inevitable que el consecuente asombro, fruto uno y otro de una de las manifestaciones más caprichosas de la ideología europeísta y antiamericanista. "¿Por qué estoy yo en América? ¿Por qué están aquél y el otro y el otro? ¿Por qué están en América todos los que están? ¿Por qué no nos tocó el destino de Europa o Asia, a nosotros, a todos los que han estado desde el descubrimiento? ¿Por qué hubieron de verse arrojados del espíritu al no-espíritu, en lugar de poder proseguir como otros en el seno del espíritu? Y, en fin, ¿por qué es preciso que alguien viniera a América?"

No se vaya a creer, sin embargo, que nuestro Continente padece un estado de pecaminosidad debido a la preponderancia de los intereses económicos por sobre los espirituales. Este hecho no es la causa, sino una de las tantas consecuencias, por cuanto no "estamos" en el pecado, sino que "somos" en él y porque lo económico, de por sí, en condiciones normales conduce a la vida del espíritu. "Lo natural es que el mercader, una vez satisfecho, se desinterese de los valores materiales y se preocupe por lo estético, por lo moral. ¿Quién puede dictaminar una incompatibilidad entre el dinero y el espíritu sin verse enseguida desmentido por toda la historia?" Nuestra pecaminosidad nos ha impedido organizar, lamentablemente, a diferencia de lo acaecido en el Continente del Espíritu, una estética y una moral de mercaderes satisfechos.

Sobre todas estas ideas Murena organiza una teoría de los arquetipos, los que son caracterizados en relación al modo como responden a la situación de pecado, teoría que deriva de las clásicas categorías sarmientinas de "civilización" y "barbarie" retomadas a través de la reinterpretación que hizo de ellas Martínez Estrada. La pintura de esos arquetipos, "modos peculiares exclusivamente de América", nos pone frente a la raíz social del discurso ideológico de Murena, en páginas que pueden ser consideradas, en buena parte, como autobiográficas y que reflejan el violento rechazo de las masas, principalmente las del proletariado suburbano, movilizadas por el peronismo.

Otra de las ontologías de la época, es la que nos ha dejado el escritor mexicano Edmundo O'Gorman en su libro La invención de América, aparecido en 1958. El tema de América aparece allí dentro de una problemática más vasta que es la del universalismo de la cultura de Occidente, a partir de la cual se trata de encontrar el sentido de lo que denomina "proceso ontológico americano". Se trata de ver fundamentalmente dos cosas: la naturaleza de la historicidad de América y a la vez, la inserción de América dentro de la Historia Universal, todo ello desarrollado a partir de una ontología del ente histórico organizada desde un historicismo antisustancialista. Desde este último se lleva a cabo, sabiéndolo o no, el regreso a Hegel. No se trata, sin embargo, de un regreso directo, en cuanto que este hegelianismo, como en general ha sucedido en nuestra América Latina, reflotó, en parte, como consecuencia del regreso que había puesto en marcha Ortega y Gasset. Asimismo deriva del escritor español la tesis de la "invención" que O'Gorman aplica al tema de América (Cfr. Ortega y Gasset: V, 1946: 395-396 y VII, 28-29). Un historicismo radical le lleva paradojalmente a la negación de toda historicidad y América, otra vez, es presentada como "vacío", tema constante de la ideología antiamericanista que integra la herencia hegeliana.

América -dice O'Gorman- no ha sido "descubierta", como si hubiera estado constituida como tal antes del llamado "descubrimiento". Ha sido fruto de una actividad creadora a la que denomina "invención", la que muestra, según el autor, dos etapas o fases, una primera, a la que denomina "invención geográfica", que concluye a comienzos del siglo XVI y otra, la "invención histórica" que se extiende hasta la segunda Guerra Mundial. A partir de ahí comienza ya a perfilarse el destino de América, que es, simplemente, el de dejar de ser América.

En el primer momento, superada la tesis de que las tierras encontradas eran asiáticas, se acaba por reconocer la existencia geográfica de un nuevo continente. Ahora bien, lo que se ha hallado es nada más que eso, un "continente", es decir, algo apropiado para recibir un "contenido" que, por cierto, no lo tiene. Lo que se ha encontrado, gracias a la "invención geográfica", es lo que ya había señalado Hegel, una pura geografía.

Su ser geográfico [dice O'Gorman] concedido y atribuido durante la primera etapa del proceso, hará las veces de substancia o soporte del ser histórico que ha de atribuírsele. El sentido con que América adviene al escenario de la historia de Occidente consiste, pues, en ese su peculiar vacío original, que al mismo tiempo que la separa frente a los otros tres continentes, la explica en términos del devenir histórico en que ellos ya tienen un ser tradicional, puesto que aquel vacío es potencialidad en ese orden del ser. En suma, que el ser inicialmente atribuido en el plano histórico a las nuevas regiones, ya plena y previamente constituidas en el ser geográfico de una de las partes de la Tierra, no es sino posibilidad de llegar a constituirse en el ser histórico que por ese motivo puede corresponderle.

Viene a suceder, en consecuencia, que la condición de posibilidad de lo histórico, por lo menos para América, es su propia carencia total de historia manifestada en su puro ser geográfico. Este "continente" sin contenido, caracterizado por aquel "peculiar vacío original", surge ante la historia de Occidente como lo que ha de ser llenado. Estamos frente a una realidad pasiva. "Se trata, recuérdese -nos advierte-, de un ens ab alio, de un ente que tiene su razón de ser en otro; concretamente, en Europa, pero no por ella misma, sino sólo en cuanto la civilización que representa es la forma más plenaria que se ha logrado del ser de la humanidad. América, pues, no aparece con otro ser que el de la posibilidad de actualizar en sí misma esa forma del devenir humano y por eso se afirmó...que América fue inventada a imagen y semejanza de Europa”.

La realidad americana aparece para el autor como esencialmente paradojal. Por un lado, como vacío que no acaba aún de llenarse "es y no es al mismo tiempo Europa"; por el otro, en la medida que se va llenando "va siendo", pero al mismo tiempo "dejando de ser", es decir, se va europeizando y al mismo tiempo desamericanizando, es decir, que lo vacío va siendo llenado. Paradojas que son únicamente posibles dado el punto de partida, aquella noción de "continente" sin contenido, es decir, radicalmente ahistórico.

Es claro [nos dice] que llegar a ser sí misma, es decir, actualizar plenamente la posibilidad que genéticamente es, significa llegar a realizar el ser europeo; pero no es menos evidente que llegar a eso es dejar de ser sí misma. Resulta, pues, que traducida la fórmula ontológica americana en términos de su devenir, lo que acontece es que mientras más se realiza América en su historia, al ir actualizando con mayor plenitud la posibilidad original que la constituye, menos propiamente americana es su historia, es decir, menos americana es América... .

Esa "aniquilación del ser de América" constituye su destino apocalíptico, que O'Gorman profetiza como un discurso que lo aproxima, si bien desde otros planteos, a la visión del problema que aparece en el argentino Murena. La tesis supone, lo mismo que en este autor, una contraposición de términos absolutizados, uno de los cuales funciona como valor y el otro como antivalor. El presupuesto de América como "vacío", como ente puramente geográfico que parecía ser tan sólo propio del primer momento de la "invención" de América, se mantiene vigente aun en la etapa que denomina de la "invención histórica" y, mas aún, la hace posible.

Como ha observado acertadamente Abelardo Villegas en su libro La filosofía de lo mexicano (Villegas, 1960: 230), la noción de "invención" que maneja O'Gorman, depende a su vez de lo que entiende por “hecho histórico". Nos dice, en efecto, que no hay "hechos en si” como se ha entendido con un criterio al que denomina “substancialista". "El ser de un existente no es algo en sí; nada que de un modo misterioso estuviese alojado en las cosas... el ser de las cosas depende del sentido que les atribuimos...”. En pocas palabras, y particularmente en materia de entes históricos, su ser lo constituimos nosotros, les damos o concedemos ser. La historia, en este idealismo radical, se convierte en un hecho de conciencia y particularmente de la conciencia del historiógrafo, que es quien la "hace" o la "inventa", afirmaciones todas que parten de una noción de historia que se niega a tener en cuenta la distinción entre historia como "lo acaecido'', sea o no ahora para nosotros "histórico", e historia como "lo reconocido", es decir, como historiografía, acto este último que tampoco es entendido en su verdadera naturaleza, en cuanto que el "hecho histórico" se constituye a partir de una "invención" a la que se concede virtudes ontologizantes. Como consecuencia de esto y creyendo escapar con ello a los que entiende como prejuicios "substancialistas", cae O'Gorman en un historicismo extremo, en un relativismo que le lleva a afirmar la "verdad" de las diversas "visiones del mundo", como verdaderas sin más, por el solo hecho de que sean congruentes con el a priori histórico desde el cual han sido enunciadas. "El ser de las cosas depende –dice- del sentido que les atribuimos, pero siempre dentro de un marco de significación total de la realidad, sin que pueda concluirse que la dotación de ser con referencia a una determinada imagen del mundo es un 'error' sólo porque esa imagen no sea vigente”. De esta manera no es un error, el geocentrismo, el error consiste en juzgarlo desde el heliocentrismo, que responde a otra "visión del mundo''. En materia de "invenciones históricas" no hay equivocaciones y son también "verdaderos", con este criterio, el esclavismo, el servilismo, el europeocentrismo, el racismo, los imperialismos, etcétera, y, como consecuencia, justificados. La teoría de la "invención" implica, además, un desconocimiento de la alteridad dentro del proceso histórico. Si todo depende de un sentido que se actualiza desde una "totalidad de sentido", a partir de la cual "inventamos" el hecho histórico lo "novedoso" no aparece como lo positivo, sino como lo no totalmente actualizado y no reintegrado aún a aquella totalidad. "Lo decisivo -nos dice O'Gorman- es reparar en que al ser inventada América como una Europa en potencia y a su imagen y semejanza, no tenemos un solo ente, sino una dualidad, pero una dualidad reducible y por lo tanto una aspiración a la unidad que, mientras no se realice mantiene separados y distintos a los dos entes en cuestión”. El destino de lo "otro" es incorporarse en la mismidad desde la cual se lo ha inventado, es decir que no hay propiamente "otro", sino un ser histórico al que se lo supone temporalmente diferenciado, mas no sustancialmente. De ahí que nos diga que la noción de "invención" se opone de modo radical a la de "descubrimiento", en cuanto que esta última afirmaría un sustancialismo de los hechos históricos. En verdad, superando los temores del sustancialismo, la oposición se da de modo radical, sí, pero en otro nivel, en cuanto que la "invención", como fruto de aquella "totalidad de sentido" resulta ser simplemente un encubrimiento de la alteridad de los entes históricos y por eso mismo un concepto claramente ideológico.

Frente a esta América cuyo sentido originariamente ha consistido en no tener ninguno, que es tan sólo un ente "susceptible de llenarse de un contenido histórico" -del que carecía de modo absoluto en sus comienzos y que una vez alcanzado le habrá llevado a cambiar radicalmente de naturaleza, ya que dejará de ser América-, se encuentra Europa, mas no la Europa concreta, sino una otra esencial.

Si América fue generada a imagen y semejanza de Europa, no se trata de Europa en cuanto tal, sino en cuanto en su ser radica la significación de representar en grado de excelencia el devenir histórico de la especie humana, o si se prefiere, como la civilización que asume en sí misma la historia universal. Se trata, pues, de Europa como entelequia, no como un modo entre otros posibles del devenir humano, sino del único modo de este devenir: Europa, arquetipo histórico y dispensadora del sentido moral de toda civilización.

Esta Europa a la que O'Gorman se ve curiosamente obligado, a su vez, a "inventarla", es la que nos ha "inventado" y la que ha ido hasta la fecha enunciando desde sus diversas visiones del mundo, nuestra "verdad", ella es la que nos "ha generado como entes", ella es el ser per se del cual recibe ser y sentido América en cuanto ens ab alio, es, en fin, "la dispensadora del ser de todas las otras culturas". Se trata de un caso más de injusticia, tanto cometido contra América como contra Europa misma, deshistorizadas ambas y desconocidas en su ser concreto y humano, con todas las grandezas y miserias de lo humano.

La posición de un escritor como O'Gorman encuadra dentro de lo que se ha denominado "europeísmo mexicano" y contrasta en forma radical con el americanismo tan ricamente desarrollado en México como una de las consecuencias más fructíferas generadas por la Revolución de 1910. Las tesis de este ensayista no suponen únicamente las nociones de "vacío" y de "ahistoricidad", sino que se apoyan además, en una cierta conciencia de culpa que tiene sus raíces en el mismo pensamiento europeo, aun cuando sus desarrollos entre nosotros posean una cierta especificidad derivada, entre otros factores, de la dependencia cultural. La crítica más certera que pueda hacerse a O'Gorman ya la había enunciado Samuel Ramos cuando dijo que "El pecado original del europeísmo mexicano es la falta de una norma para seleccionar la semilla de cultura ultramarina que pudiera germinar en nuestras almas y dar frutos aplicables a nuestras necesidades peculiares. Aquella norma no podrá ser otra que la misma realidad” (Ramos, S., 1943: I, 143).

Las palabras de Ramos son ciertamente clarificadoras. No es América la que parte de un "pecado" que le sería ontológicamente consustancial, sino que es el escritor latinoamericano el que proyecta a lo ontológico un punto de partida ajeno a lo que venimos señalando como norma de un pensar propio, la de ponernos a nosotros mismos como valiosos, lo cual no es otra cosa que atenernos a esa realidad que menciona Ramos, aun cuando ella sea deficitaria.

La negación de historicidad llevará, dentro de las ontologías de las décadas de los 50 y 60, hecho manifiesto muy claramente en algunos de sus representantes, a expresiones que vienen a ser la repetición de otras que han sido utilizadas desde Ginés de Sepúlveda hasta nuestros días. En efecto, términos como los de "tierra en bruto" y como aquellos otros con los que califica a sus habitantes como "casi ni siquiera hombres", constituyen lo que en nuestra historia intelectual ha sido considerado, con razón, como la "calumnia de América". En esto concluyó el ontologismo en sus expresiones extremas.

Habíamos dicho en páginas anteriores que no existe, propiamente hablando, un comienzo de la filosofía americana, por lo mismo que no hay un comienzo para la filosofía en general, sino recomienzos, y sucede que éstos se han ido dando en aquellos momentos en los que el hombre americano se descubrió para sí mismo como valioso y exigió, por eso, una afirmación de la historicidad de sí y de todos los hombres.

Los textos que podemos señalar y que marcan hitos de lo que para nosotros es nuestro pensamiento, no muestran necesariamente los caracteres formales del discurso filosófico, tal como suele exigirse dentro del saber universitario, sino que aparecen, muchas veces, como textos políticos, en el más amplio y rico sentido del término. Suponen por eso mismo, no sólo una filosofía política, sino también una antropología y, con ella, una comprensión del ser y del ente.

Como es fácil entender esos textos revistieron, muchas veces, un claro sentido de denuncia y constituyen el anticipo, dentro de los desarrollos de nuestro pensamiento, de las "filosofías de denuncia" o de "sospecha" sobre las cuales se funda todo posible saber de liberación. Baste recordar, como ejemplo acabado dentro de ese estilo discursivo, las palabras de "Nuestra América" de José Martí. En ese tipo de discurso apareció, precisamente, el tema de la "calumnia", entendida como un desconocimiento u "olvido" de la dignidad de un hombre al que se lo miraba, precisamente, como subhombre. El grupo criollo que a finales del siglo XVIII comenzó exigiendo reformas dentro de la estructura social, política y económica de las colonias españolas y que luego promovió las guerras de la Independencia, se sintió calumniado. José Mejía Lequerica, una de nuestras mentes más lúcidas, habló con vehemencia en las Cortes de Cádiz, allá por 1813, de la "injuria" que sufría la América, considerada por sus antiguos amos como que no existía "para sí, sino para la Metrópoli" y fray Servando Teresa de Mier, en una actitud semejante denunciaba las razones por las cuales se entendía, en aquellas Cortes, que nuestra América era, con términos de la ontología contemporánea, un ens ab alio. Allí "se presentaron –decía- los múltiples dislates lanzados contra las Américas, los mismos que dictaron los españoles a de Pauw, Raynal y Muñoz... y todos los dicterios, calumnias y horrores que el odio más negro y el encono más profundo pudo vomitar jamás contra los criollos, indios y castas, sin perdonar a estado ni corporación alguna” (Flores y Caamaño, Alfredo., 1913: 221 y Zea, L, 1978).

Antonello Gerbi, en su obra ya citada, nos habla expresamente del hecho de la "calumnia de América" y de qué modo la misma alcanzó en las páginas de Hegel esa vestimenta ontológica que la hacía aparecer como "verdad objetiva". Ya hemos visto cómo la sombra de Hegel ha reflotado y reflota entre nosotros. Junto con los libros de Murena y de O'Gorman, dentro de la línea de desarrollo de los ontologismos que ellos representan, debemos hablar de la obra del argentino Alberto Caturelli, América bifronte, publicada en Buenos Aires en 1961. En verdad, nada nuevo nos viene a decir sobre el tema de América que no haya sido dicho ya dentro de la ideología antiamericanista tan duramente calificada por Antonello Gerbi. Hablando de las tesis de Hegel, Ortega y Keyserling, autores a quienes repite Caturelli, nos dice que, ante todo,

los tres manifiestan un acuerdo fundamental que los atraviesa como un denominador común: la afirmación expresa o implícita de la radical inmadurez de América; ya se trate de la reconciliación hegeliana situada en el futuro, ya del hombre como puro proyecto de Ortega, o del hombre abisal, telúrico, de Keyserling. Podemos suscribir sin temor que América, considerada en sí misma, es decir, lo americano puro, lo americano como americano, es lo no-realizado, lo puramente virtual, lo imperfecto, lo inmaduro, lo esencialmente primitivo... no se puede negar la evidencia; por grande y noble que nos parezca la misión de América, hasta cierto punto este parecer es más o menos vano desde el momento que no sabemos en qué consiste esta misión; y no lo sabemos porque América es lo inmaduro.

Esa "inmadurez" que se le presenta con tal "evidencia", connota otros caracteres asimismo negativos. América es, sin más, como ya lo había dicho Murena, "el ser en bruto", el continente en que aún no se ha develado el ser, por carencia de espíritu; un mundo con una presencia muda, sin voz. Y es a la vez una suerte de realidad demoníaca que pugna por mantenerse en lo originario, opaco, clauso y abisal. "América originaria tiende –dice- siempre a devorar como por succión, la emersión, por mínima que sea, de la América de-velada, que es en definitiva la verdadera América".

En pocas palabras, América es una realidad óntica, una facticidad en bruto, que sólo alcanzará su propio ser cuando dé el paso hacia lo ontológico, lo cual será obra del Espíritu y muy particularmente de los "filósofos", verdaderos héroes en esta lucha encarnizada entre el no-ser y el ser. Frente a ella, dentro de una abierta ideología europeísta, nos dirá el autor, en una posición semejante a la de O'Gorman, que Europa es "el país de la constante novedad del ser siempre descubierto por el espíritu al que es connatural el acto de develamiento del ser. Los oídos de Europa son finos y penetrantes como los modernos detectores de sonidos y saben escuchar los profundos rumores y las corrientes subterráneas". Europa es, frente a nuestra pobre humanidad, "el continente del espíritu que descubre".

La negación hiperbólica del hombre americano llega al extremo de declararlo una simple cosa, carente en absoluto de conciencia:

Así como esta mesa no tiene conciencia de mi existencia, así el americano, por mucho que hable y divague sobre América, no tendrá conciencia verdadera de aquello en que consiste la real existencia de lo americano como tal. Lo americano todavía se presentará a sus ojos como una ausencia, o como una impenetrable entidad que simplemente está ahí sin decirle nada. Se comportará (y en la mayoría de los casos ni eso siquiera) como un conato de ser... En definitiva, todo lo americano, yo mismo, tú, él, el mundo, el cosmos, todo, participa de esta primigenia y originaria oscuridad entitativa de América.

La consecuencia inmediata de estas afirmaciones es la negación de la historicidad del hombre americano que aparece, nuevamente, como un "futuro puro". Una autoafirmación del ensayista, dada dentro de un discurso típicamente opresor, lleva a un desconocimiento total de la alteridad y el "otro" queda reducido a una onticidad pura. Únicamente el autor, a pesar de la humildad que le lleva a colocarse orteguianamente entre las "cosas", se salva de la reificación y carga desde su mismidad absoluta de "filósofo que ha escuchado la voz del ser", con todas las posibilidades de una humanidad que no es ni siquiera un "conato de ser". La obsesión ontológica que mueve a estos escritores es una prueba de que no han alcanzado a configurarse como sujetos históricos y que padecen, precisamente, una suerte de miedo de asumir su propia historicidad. Aparece en ellos, "occidentalistas" declarados, la categoría del temor, que Hegel atribuía exclusivamente a la sociedad oriental, hecho que invalida, como vimos, el mito del Occidente hegeliano, pero que no invalida, sino que confirma, aquello en lo cual el filósofo alemán tenía razón, que la raíz del temor se encuentra en la vigencia de la relación de dominio, expresada en este caso en la oposición entre un hombre que "escucha la voz del ser" y un hombre reificado, una "mesa" sobre la cual apoya sus papeles llenos de sabiduría ontológica el filósofo. El portal de los Montejo se repite.

Gutiérrez Girardot nos habla de la "calumnia de América" que hace suya el filósofo alemán y de qué manera fue ella interpretada en nuestro tiempo por José Ortega y Gasset, acentuando su versión ontológica. Mas, la cuestión

no es ontológica, sino ideológica y la interpretación orteguiana, que al parecer fue hecha sobre la base de la lectura del índice de las Lecciones de Hegel, no es otra cosa que el eco perceptible de una situación política, pues, su artículo "Hegel y América", aparece en 1924, es decir es una época en que los historiadores Dobb y Hallgarten han llamado la del "imperialismo". Aunque la interpretación orteguiana es, desde el punto de vista del texto mismo, superficial e inexacta, resume ella la imagen que del Nuevo Mundo se tuvo en la Europa y en la Alemania del siglo XIX (Girardot, 1967).

Por lo demás, aquella "calumnia" venía acompañada en Ortega con otras tesis en las que encontraba su fundamentación y que significaban, del mismo modo, una interpretación desleída e intencionada del pensamiento hegeliano. Su doctrina de la "circunstancia" no supone un rescate de la fuerte presencia que se concede, en ese pensamiento, a lo social, sino un acentuar la tendencia desocializante a que conducía en el mismo la tendencia ontológica. La circunstancia se resuelve, en efecto, en Ortega en un mundo de "cosas" y no de hombres. "Esta que es la realidad -dice en uno de los innumerables textos que podríamos citar- se compone de mí y de las cosas. Las cosas no son yo ni yo las cosas: nos somos mutuamente trascendentes" (Ortega y Gasset, 1970: 225-226). Reificación del "otro", que es quien esencialmente compone siempre mi circunstancia, sea la de la humanidad americana, dentro de una filosofía de la historia, o la de las "masas" dentro de una filosofía social, que será recibida con beneplácito por nuestros europeizantes, encandilados por una retórica que, además, venía a justificar su elitismo y su antiamericanismo.

El problema del modo como el heideggerismo no se apartó de esta línea y ayudó a prolongar, junto con la anterior influencia de Ortega, aquella imagen, no es sin duda una cuestión filosófica y su explicación ha de buscarse en lo que señala Gutiérrez Girardot: una situación política o tal vez, más acertadamente, social.

Habíamos dicho que aquella historicidad disminuida y hasta radicalmente negada, venía a afectar la imagen del hombre americano como realidad entitativa. Afirmamos también que esa posición tiene como trasfondo, de modo más o menos implícito, una ontología del ser y, a la vez, una filosofía de la conciencia, desde las cuales se ha tratado de justificar la realidad deficitaria de nuestra América y de sus hombres, dentro de formas que pueden ser consideradas, si bien en diverso grado, como manifestaciones de un discurso opresor. Una respuesta a ese discurso, dentro de las mismas ontologías de las décadas de los 50 y 60, que puede ser caracterizada como una especie de defensa del ente y que supone una comprensión positiva de la cotidianidad, rechazada como el lugar de lo inauténtico por quienes pretenden ser los portavoces del ser, la encontramos en algunos escritores nuestros de los que hablaremos ahora.

Si bien es cierto que el problema de la historicidad aplicado a la realidad latinoamericana, puede y debe ser considerado desde un horizonte continental, no es menos evidente que las respuestas, positivas o negativas, no responden a situaciones estrictamente equivalentes, por lo mismo que los procesos políticos y sociales, aun cuando sigan ciertos ritmos comunes y muestren etapas generales compartidas, poseen características regionales. Lo primero que hemos dicho, aquella exigencia de consideración a nivel continental queda, por lo demás, justificada ampliamente, por cuanto temas como el que nos preocupa, han sido planteados en todo momento en relación no con el hombre chileno, venezolano, mexicano o argentino, sino con el hombre americano. Sin embargo, si queremos correlacionar estos esfuerzos teoréticos con el ámbito social dentro del cual surgen, no se puede menos que circunscribir el análisis de los hechos, aun cuando ellos tengan siempre un marco inevitable de referencia mucho más amplio.

En este sentido, lo que podemos considerar como respuestas dentro de la tradición intelectual argentina, a las actitudes prácticas y teóricas que implican los ensayos de algunos de los autores que hemos presentado antes, aun cuando no constituyan críticas directas a éstos, adquieren un sentido polémico y de enfrentamiento si atendemos a sus orígenes comunes en relación con el proceso social y político.

Las manifestaciones de la filosofía universitaria que estamos tratando tuvieron sus comienzos en la Argentina en la década de los 40, años en los que después de una etapa de gobiernos oligárquicos y declaradamente antipopulares, se inició el complejo y discutido proceso del populismo peronista. En sus inicios, los pensadores que darían nacimiento a las que podríamos llamar, en general, "ontologías del ente", comenzaron condicionados por la filosofía de la existencia, a más de otras influencias que pueden señalarse en cada caso, a lo que sumaron una actitud receptiva frente a la movilización política que generó el populismo. Este, con sus contradicciones, mostró la presencia de las temidas "masas" y su poder de irrupción, que aun cuando mediatizado por el caudillo, significaba el despertar de un vigoroso proletariado industrial y de extensos grupos de las clases medias. Este amplio y complejo fenómeno social llevó a cambios ciertamente significativos dentro del proceso de las ideas, tanto en el terreno del ensayo acerca de la realidad nacional, que alcanzó un amplio desarrollo, como en ciertas expresiones del pensar académico que se llevaba a cabo en las universidades. Así, entre otros aspectos, de un telurismo como el de un Martínez Estrada, se pasó a una nueva valoración de la tierra y del "hombre de la tierra", dentro de un telurismo que podríamos considerar como "positivo" aun cuando no superara el marco de irracionalidad que está tendencia implica. El ejemplo más interesante ha sido el de la obra de Carlos Astrada, El mito gaucho, aparecida en 1948. Junto con la reivindicación ideológica del amplio movimiento de irrupción popular, se generó un nacionalismo, al que las oligarquías consideraron como una repetición del fascismo europeo, acusación no del todo infundada si tenemos en cuenta las simpatías por el pensamiento alemán de derecha que podría fácilmente señalarse dentro de los antecedentes ideológicos de los mismos fundadores de las que llamamos "ontologías del ente", que se vieron reforzadas por el impacto de la filosofía de Heidegger en las universidades argentinas. Mas, bien pronto, el mismo proceso se ocupó de descalificar aquellas simpatías y más allá de las influencias y los posibles paralelos que algunos se ocuparon de establecer con ensañamiento -basta con recordar el insostenible libro de Ezequiel Martínez Estrada ¿Qué es esto? aparecido en 1956-, los pensadores citados se vieron en la necesidad de explicar, desde su propia realidad, el proceso. Y lo hicieron, en general, intentando dar las bases de un discurso en el que las categorías sobre el cual fue organizado, permite hablar de un intento de fundamentación, a nivel ontológico y dentro de las formas del saber universitario, de un pensamiento ajeno a las formas del saber opresivo vigente. No se trata de un caso más de las pretendidas "astucias de la razón" o de la "historia", ni menos aún, de una paradoja, explicaciones a las cuales suele echarse mano cuando se pierde la conexión entre los procesos sociales y los desarrollos del pensamiento. Estos escritores, empujados por el proceso social y varios de ellos abiertamente simpatizantes del movimiento político populista, buscaron en su preguntar por el problema del ser y del ente, una explicación de ese proceso de emergencia social. La respuesta fue en ellos casi la misma: la de subrayar la importancia del ente, su "peso ontológico", ya fuera entendiendo que el ser tan sólo puede realizarse en y por los entes, ya señalando la importancia de lo entitativo al remarcar su "distancia" respecto del ser. Y en todos los casos partiendo de una relativización de la univocidad: en unos, invirtiendo el orden del proceso en el sentido de que no es el ente el que "emerge" y "toma distancia" respecto del ser, sino que éste es únicamente posible en y por aquél, a posteriori; en otros, tratando de establecer aquella "distancia" a partir de la noción de alteridad o desde la categoría de "juego existencial". El paralelismo entre la emergencia social y la del ente, en el plano de una consideración ontológica, y del mismo modo, la prioridad de lo social respecto de la estructura política y jurídica del Estado, en relación asimismo con aquella noción de emergencia, resulta un hecho claramente visible. Las consecuencias que estos planteos tuvieron respecto del problema de la historicidad, enmarcado dentro de una comprensión de un sujeto como natura naturans, son de igual modo señalables.

Si recordamos cómo se elabora el discurso opresor según Francisco Bilbao, podemos entender lo que significa esta defensa del ente. El dominador se atribuye la "palabra del ser", se coloca en su nivel, los dominados quedan, por eso mismo, reducidos en cuanto a su "peso ontológico", a realidades derivadas, subordinadas "metafísica" y socialmente.

Las ontologías del ente se habrán de constituir como una respuesta al "despotismo de la razón" (De Anquín, N., 1972), que acentuando la univocidad concluye por negar toda alteridad, y como un intento de pensar la realidad desde el punto de vista de las categorías de natura naturata y de natura naturans, resolviéndose por la prioridad de la segunda sobre la primera.

El tema de la natura naturans había tenido respuestas implícitas en el pensamiento rioplatense ya desde la época del naturalismo romántico, dentro de los marcos de una filosofía de la naturaleza. Un cierto panteísmo, vago e impreciso, conducía a colocar los conceptos de ser y de ente más allá de la oposición inmanencia-trascendencia y la naturaleza era vista como un principio generador que se iba constituyendo en los entes y mediante ellos, que de este modo venían a integrar el principio naturante. Estas ideas se relacionaron con el neo-cartesianismo de los eclécticos y, en particular, con la noción del alma humana entendida como "fuerza", inspirada en algunos textos leibnicianos y concluyeron, a fines del siglo XIX y primeras décadas del presente, en la fundamentación de una pedagogía en la que, anticipándose a los principios de la llamada "educación activa", se entendió al educando como un agente autónomo de desarrollo (Roig, 1969a; Ander-Egg, 1979). Eran los años de los primeros grandes movimientos de masas en la Argentina y de la instalación, con Hipólito Yrigoyen, de un gobierno que venia a romper, aun cuando tímidamente, con el poder de los grupos oligárquicos tradicionales. El anarquismo, dentro del movimiento obrero de origen inmigratorio, como clima de época, influiría en aquella pedagogía de raíz krausista, reforzando el impulso utópico que era, sin duda, uno de sus componentes. El determinismo, que para los positivistas se presentó como garantía de cientificidad y de universalidad, desdibujó la noción de natura naturans de aquella pedagogía romántica y favoreció la constitución de un saber social de carácter opresivo, dentro de los términos de un racismo del que no se salvaron ni los más progresistas de sus teóricos. El hecho se mostró con caracteres similares en casi todo el Continente. En este sentido, la afirmación de Francisco Romero de que "la filosofía del positivismo contribuyó a suavizar y fortificar la existencia social'' (Romero, F., 1958), se contradice de modo manifiesto con la realidad histórica, tanto en el Río de la Plata como en otros países. La experiencia del Porfiriato en México y la del gomecismo en Venezuela, por no mencionar otras dictaduras, constituyen una prueba de lo dicho. Los comtianos argentinos, entre ellos un Alfredo Ferreira, aplaudirían abiertamente el golpe de Estado de 1930 y no encontraron contradicciones entre su positivismo y las doctrinas inspiradas en el fascismo europeo sobre las que los teóricos de aquel golpe justificaron inicialmente su política represiva. La reacción contra el positivismo, dentro del proceso de las ideas, no fue más feliz. El regreso al naturalismo romántico llevado a cabo sobre la temática de la evolución y movilizado por influencia de la filosofía bergsoniana, suponía el replanteo de aquella natura naturans sobre la base del rechazo del determinismo cientificista, pero sin que generara, salvo excepciones, formas de saber social en las que jugara algún papel la categoría de emergencia. La ideología de base de los positivistas deterministas y de los "espiritualistas" antideterministas, no había variado, con el agravante de la generalización de un esteticismo de acuerdo con el cual se creyó encontrar en la experiencia estética, el paradigma de la libertad, reducida a "libertad interior". Los pensadores argentinos posteriores a la reacción antipositivista se alejaron del concepto de natura naturans, en primer lugar, por que se desinteresaron de la filosofía de la naturaleza que había sido como un sustrato común imperante desde la época romántica hasta la antipositivista inclusive, y en segundo lugar, porque dentro de las influencias del culturalismo alemán, tendieron a convertir la filosofía en una "teoría de los objetos", y paralelamente, en una axiología que apuntaba a una visión fuertemente taxonómica y jerárquica de la realidad. En el fondo, interesó más el valor, que el sujeto del valor y venían a repetir, con su academicismo, lo que había denunciado Juan Bautista Alberdi en 1838 de los "ideólogos", a quienes les interesaba más la idea, que el sujeto de la idea. Se trataba de un pensamiento que condecía con el estado social represivo iniciado en 1930 y que provocaría las grandes movilizaciones del populismo, iniciadas quince años más tarde.

El valor y sentido de las ontologías de las décadas de los 50 y 60, como asimismo de las que podrían ser consideradas como respuestas a ellas, no podrán ser establecidos en todos sus alcances si no se tienen en cuenta estos procesos. Por lo demás, la problemática del ente y del ser, la de la historicidad, las respuestas dadas en relación con la cuestión de la "emergencia" del ente o de su alteridad, la puesta en duda de la tradicional filosofía de la conciencia, planteos hechos todos dentro de las formas del saber ontológico, no son cuestiones teóricas aisladas, sino que pueden ser correlacionadas fácilmente con la organización social del saber dentro de determinados momentos coyunturales y que tienen, por eso mismo, respuestas paralelas dentro de otras formas de conocimiento mucho más claramente conectadas con una praxis social, entre otras, el económico, el político, el sociológico o el pedagógico. En última instancia, la problemática de una natura naturata y de una natura naturans y consecuentemente de la historicidad, se resuelve, tal como lo entendió inicialmente Samuel Ramos, en una doctrina de la cultura, concebida como "cultura en acción", dentro de los marcos de un humanismo (Ramos, S., 1943: 151).

A partir de todos estos antecedentes esbozaremos, para terminar el pensamiento de los escritores argentinos que con su ontología dieron ciertas bases sobre las cuales se intentó una respuesta positiva a la exigencia de reconocimiento de la historicidad de todo hombre. Hablaremos de Miguel Ángel Virasoro, Nimio de Anquín y Carlos Astrada.

Los escritos más significativos del primero de los filósofos argentinos mencionado, son publicaciones un tanto tardías de un pensamiento largamente elaborado durante treinta años. En ellos se produce una toma de conciencia de las formas de "enajenación ontológica" en las que se había caído dentro de la filosofía rioplatense y se formula una doctrina a partir de la cual se intenta rescatar la categoría de emergencia. Su punto de partida es el de la comprensión unívoca del ser y del ente y su objetivo, la búsqueda de las raíces de la alteridad de este último. Un regreso a las categorías aristotélicas, renovadas por los neotomistas en la Argentina de los 40 al 50, como asimismo un apoyo en una univocidad al estilo hegeliano, no eran las vías más adecuadas. Virasoro se opone, además abiertamente a la filosofía alemana de moda impuesta en esos años en diversos círculos universitarios, en cuanto que conducía a un desconocimiento y desvalorización del mundo de los entes y, con éste, el de la vida cotidiana. "La aventura heideggeriana -dice en uno de sus últimos libros- que quería aprehender la verdad del Ser dando la espalda y extrañándose de los entes, parece tocar a su fin después de quince años de infructuosas búsquedas y forzadas deformaciones mentales, sin otro resultado que el haber llevado la conciencia contemporánea a su más extrema enajenación ontológica" (Virasoro, 1963: 91). Esta defensa del ente será llevada a término mediante un regreso al neoplatonismo, con todas las dificultades que ofrece, pero que le permitirá a Virasoro restar importancia a la relación dogmáticamente establecida de la prioridad del acto sobre la potencia. Mas, a la vez, suponía un rechazo del platonismo en general en cuanto que éste se ha caracterizado por la prioridad de la esencia respecto de la existencia y de la conciencia en relación con el mundo, con lo que venía a quedar en entredicho la filosofía hegeliana. El ser es, para Virasoro, lo indeterminado, una pura potencia destinada a concretarse en los entes. Y debido a esto, sucede que lo indeterminado se aparece de alguna manera determinado por lo que podría ser su única esencia, la libertad, naturaleza que podría entenderse como el fundamento mismo de posibilidad de la alteridad de los entes. Éstos adquieren peso ontológico, no por su distanciamiento respecto del ser, sino porque en ellos y por ellos el ser se realiza, al extremo de llegar a decir que "no se da ser sino en la forma de ente" y que, por tanto, el ser corre la misma suerte de este último en cuanto a su naturaleza temporal y relativa (Virasoro, 1965: 69-70 y 90). Como consecuencia de todo esto, se invierte la noción misma de "carencia" sobre la cual se organiza la determinación de la idea en Platón y el neoplatonismo en general: no es el ente el que con su inacabamiento sugiere lo acabado y perfecto, sino que es la riqueza y peso ontológico del ente lo que nos permite descubrir la carencia del ser. El ente no es, pues, lo "caído" respecto del ser, sino su emergencia misma, y su destino queda sometido al de los entes que habrían quedado liberados de un a priori ontológico determinante. El ser es tan sólo posibilidad, en el sentido de libertad, que es y no es forma o esencia, sino el fundamento de posibilidad de la alteridad en el mundo. Aquel mismo concepto de libertad le llevará a negar todo emanatismo, sin que por ello ponga en duda el principio de univocidad del ser y del ente desde el cual parte. En el mundo, la libertad "originaria", actualizada, se manifiesta como la rebelión de los entes respecto del ser, términos con los que cree poder asumir dentro de su pensamiento la idea de la creación judeo-cristiana. "La creación -dice- en vez de ser instantánea y definida desde un principio, sería progresiva e incierta, librada a la libertad del hombre en su cumplimiento. En ella tendría el hombre una función ontológica a realizar; habría pasado a manos del hombre la empresa de la realización del ser" (Virasoro, 1965: 96). Para muchos, estas palabras, expresadas en un vocabulario ontológico y aun teológico, habrían de sonar a titanismo, mas, ellas son congruentes con lo que mueve desde dentro el pensar de Virasoro: la revaloración de la vida cotidiana, -vida que se desenvuelve en un horizonte de lo óntico, desvirtuada de modo sistemático por la filosofía académica de la época, fuera ella la de inspiración heideggeriana o la de procedencia neotomista (Cfr. Roig, 1975a).

La problemática de la alteridad del ente en Nimio de Anquin intenta ser una respuesta a lo que entiende qué es la conciencia del hombre americano y las modalidades que ofrece en relación con el desarrollo de la modernidad europea. Frente a ésta, ese hombre se encontraría en una etapa primitiva e incipiente, pero concordando con ella en cuanto que su anticreacionismo y su modo de ver "natural" habrían sido un regreso a la visión griega del mundo. Y si bien la filosofía judeocristiana ha dado una respuesta radical al problema de la alteridad, al distinguir de modo absoluto la naturaleza de las creaturas respecto de la del Creador, la vigencia e imperio de la "conciencia natural" obliga a considerarlo dentro de los términos que esa misma conciencia permite. Por lo demás, cualquier solución teórica de inspiración creacionista, al exigir una decisión previa voluntaria resulta, por eso mismo, ser accidental, por lo que es ineludible partir de la distinción entre un "discurso espontáneo" y un "discurso voluntario", apoyado en una voluntad de fe, entre los cuales tiene prioridad filosóficamente el primero.

El problema no queda reducido, sin embargo, a este planteo y se nos presenta más complejo si atendemos a la diferencia radical que es necesario establecer entre las respuestas dadas a la cuestión de la alteridad, que tanto en el discurso espontáneo, como en el voluntario es asimismo accidental, en cuanto que la conciencia de alteridad no es consecuencia de la teoría que se pueda haber elaborado, sino que es previa a ella y surge de la praxis social. De este modo, puede haber un discurso liberador o un discurso opresor, tanto dentro de los marcos de la conciencia natural, como de la conciencia religiosa. La prioridad que De Anquin concede a los planteos que derivan de una conciencia natural respecto de las doctrinas de base teológica deriva, pues, de la doble accidentalidad de las que éstas dependen, a saber, la decisión previa de creer y la constitución de este acto sobre una conciencia de alteridad. Gustavo Gutiérrez había expresado, por esos mismos años, una tesis semejante: "La teología –dice- viene después, es acto segundo. Puede decirse de la teología lo que dice Hegel de la filosofía: sólo se levanta al crepúsculo" (Gutiérrez, G., 1971: 28-29).

¿Cuál es la comprensión del ser y de su relación con el mundo de los entes que ha caracterizado el "sentido común", propio de la "conciencia natural"? Para el mundo europeo es la que se constituye con el pensamiento griego: la del ser unívoco o, como también la denomina De Anquín, la del "ente emergente". Comprensión que ha caracterizado al pensar occidental, aun a pesar de la gran vertiente del pensamiento creacionista y, sobre todo, como consecuencia de lo que De Anquín denomina "la muerte del eón cristiano", a partir de la modernidad.

Así, pues, tanto porque la univocidad del ser es el modo de comprensión espontáneo con el cual se organizó la primera filosofía occidental, como por el hecho de su vigencia en el mundo contemporáneo, es necesario averiguar cuáles son las posibilidades teóricas del problema de la alteridad dentro de aquella comprensión. El proyecto de Nimio de Anquín tiende a mostrar cómo aun partiendo de la visión de una realidad unívoca, pueden ser entendidos los entes con un peso ontológico propio y, por eso mismo, con un grado de alteridad. La cuestión se plantea, dentro de la aceptada homogeneidad del ser y de los entes, como un problema de "distancia" entre el primero y los segundos, "distancia" que, en una posición inmanentista radical como la de Hegel, es entendida como la manifestación misma de la enajenación. De Anquín partirá de una valoración no "indiferente" de la distancia, única actitud que puede conducir a considerar la alteridad de los entes fuera de los marcos hegelianos de la doctrina de la "caída" del Espíritu en la temporalidad, y nos hablará, en consecuencia, de una "distancia infinita" posible de ser afirmada dentro de la comprensión unívoca.

En Hegel, el proceso de la Aufhebung lleva a entender la marcha dialéctica como un discurrir de alteridades relativas y transitorias que concluyen en la negación de toda alteridad, absorbida en la mismificación del Espíritu Absoluto. El objeto resulta, dentro de esta típica filosofía de la conciencia, sacrificado ante la omnipotencia del sujeto en un inmanentismo radical. Un concepto entendido como absolutamente integrador, por lo mismo que implica una posibilidad de inteligibilidad absoluta, conduce a la absorción total de lo otro y a su desaparición en cuanto otro. Sin embargo, dentro de la ya larga tradición que concluye en Hegel, no siempre se desembocó en ese inmanentismo omnipotente y nulificador en el que prima una necesidad lógica, que hizo imposible hablar propiamente de libertad fuera de sus férreos marcos. La raíz de la posición hegeliana se encuentra, entre los griegos, en la definición de la sustancia por "lo sido", el to tí en éinai aristotélico y en la justificación posterior de esa definición dentro de los límites infranqueables del silogismo. Frente a esa dialéctica considerada como "fuerte", el despreciado "silogismo débil" platónico resulta revalorado como un esfuerzo por aproximar la dialéctica discursiva a lo real mismo, en donde lo contingente y lo no contenido necesariamente en el concepto es posible de ser sospechado, aun dentro de una comprensión del ente como lo que emerge del ser unívoco.

Esta reivindicación de la "debilidad" del modo de razonar platónico se relaciona con el rechazo del concepto y a su vez de la conciencia, como el lugar donde se transparenta el ser. Hay, en efecto, una "oscuridad" del objeto que explica por qué la verdad, la a-létheia, ha sido entendida como "develamiento" o "desencubrimiento" de lo velado u oculto. Tener conciencia de esa oscuridad es ya tener el presentimiento de que estamos frente a lo otro que no puede ser mismificado, frente a lo que en autores como Hegel podría ser denominado una "voluntad de mismificación", supone la presencia de una conciencia de alteridad y, por eso mismo, de una aposterioridad de la conciencia frente al mundo. Como lo muestra Nimio de Anquín, el pensar contemporáneo parte de una afirmación existencial del objeto, la que presupone una alteridad del mismo respecto de toda conciencia. El principio de quiebra de las totalidades objetivas desde las cuales es asumido el objeto posee, en consecuencia, un inevitable origen externo. El objeto ha dejado de ser, definitivamente, una interioridad esencial exteriorizada, para ser entendido como una exterioridad existencial; aquella dialéctica de la circularidad se quiebra con la presencia de lo otro, del mismo modo que las esencias manipuladas discursivamente se quiebran ante las contradicciones que muestra la existencia, lo cual no quiere decir que el nivel discursivo no pueda aproximarse al proceso real mismo.

La comprensión unívoca del ser, que siempre ha tenido como supuesto la primitiva filosofía de la physis, se juega entre los extremos de una natura naturata y de una natura naturans, de una naturaleza en la que el ente pierde distancia y por tanto alteridad, o de una naturaleza dentro de la cual cobra precisamente distancia gracias a un acto naturante que supone en el ente un peso ontológico que lo dignifica en cuanto ente (Anquín, N. de, 1972).

Carlos Astrada es otro de los filósofos argentinos que se coloca en la línea de estas ontologías que podríamos considerar, en particular en su caso y de modo manifiesto, dentro de un pensar protestatario, que lo habrá de conducir desde una primera adhesión a la filosofía heideggeriana, hacia el marxismo, en la segunda etapa de su fecunda y agónica vida intelectual. Todo su esfuerzo teórico se encamina, casi desde sus primeros pasos, a una ruptura con el platonismo y, consecuentemente, con el hegelianismo, bajo la fuerte influencia del pensamiento vitalista nietzscheano, que siempre condicionó su lectura de Heidegger, aun en los momentos de mayor adhesión y entusiasmo. Sus ideas acerca de la naturaleza del hombre y en particular sobre la problemática de la historicidad, se centraron en él alrededor de la noción de "juego", elaborada ya en 1942 en su libro El juego metafísico, a partir del cual se fue borrando la exigencia de un "retorno al ser" y se fue acentuando una ontología del ente de claro sentido inmanentista, dentro de la cual insertó el homo curans heideggeriano, en un primer momento, para dar lugar más tarde al homo faber, en una revaloración marxista del trabajo, entendido como la actividad constituyente de la naturaleza histórica del hombre y en donde se da un juego constante y permanente de alienación y desalienación, no ya como problema exclusivo de conciencia, sino como una cuestión eminentemente social. La existencia humana, entendida como "riesgo", y en tal sentido como un "jugarse", no es ya el juego metafísico del que había hablado en un comienzo, sino el modo como el ente, en concreto, el hombre de cada día, pone de manifiesto su poder de emergencia, que acabará siendo la emergencia social- de una humanidad explotada y marginada, la del proletariado. "El dragón'' de la dialéctica", según palabras de Astrada, viene estructurando un nuevo mundo, abriendo las puertas al futuro; no se trata ya de aquella dialéctica que cerraba verticalmente el proceso histórico para rematar en el Espíritu absoluto, sino de una dialéctica abierta horizontalmente hacia un proceso temporal indefinido, mas no indeterminado (Astrada, C., 1970).

De estas tres ontologías reseñadas apretadamente, se desprende un hecho que es, para nosotros, de particular significación para la problemática de la historicidad del hombre americano. En ellas, a pesar de alguna insinuación de especificidades ontológicas de nuestro hombre, se supera el presupuesto que había imperado en esta temática, particularmente, la de un "vacío" como punto de partida, que conducía, en los casos extremos, a la negación de todo contenido de la futuridad, o a la búsqueda de un contenido por la vía del discurso apocalíptico. No hay ni puede haber una "naturaleza humana americana", ni consecuentemente, "experiencias ontológicas" diferenciadoras, fruto de la pretensión de encontrar, no ya la buscada "originalidad" que ha dado lugar a tantos ensayos, sino, heideggerianamente, una "originariedad" que diera la respuesta definitiva a aquella problemática, movida por una autoafirmación débil y hasta mendicante. No hay, por eso mismo, una dialéctica propia de nuestro discurso que nos diferencie de un hipotético e idealizado "hombre europeo" y, si de hecho es posible un pensar dialéctico que pretende comenzar de cero, no es exclusivamente nuestro, como trataremos de probarlo al hablar de la constitución de la filosofía de la historia a partir de la modernidad europea y cuando nos ocupemos, más adelante, de la categorización de los tipos de discurso sobre los cuales se ha organizado el pensamiento filosófico-político. Más allá del valor del saber ontológico, en sí mismo considerado y del trasfondo último de las tesis sobre la alteridad con las que se trató de responder a la problemática social de la emergencia ha sido una virtud de estas ontologías, frente a las anteriores de las décadas de los 50 y 60, la universalidad de sus planteos y, consecuentemente, el abandono del antiamericanismo revestido de americanismo que encerraban todas las búsquedas de originalidad radical, fuera ella positiva o negativa. Por lo demás, estas ontologías, en particular en algunas de sus formulaciones, a pesar de la fuerza que pusieron en la problemática de la alteridad, no alcanzaron a constituirse en una clara denuncia de una alteridad manipulada como novedad dentro de los márgenes del reformismo que permitía el estado liberal burgués. El pensamiento aporético de Miguel Angel Virasoro podría ser explicado dentro de esos marcos y el "vaivén ontológico" que le impulsaba a formular una defensa del ente, lo reconducía a una mística ontología del ser, en la que a pesar suyo se debilitaba la problemática misma de la emergencia.

La filosofía de la liberación, que dentro de las universidades argentinas tuvo sus antecedentes, en parte, en estas ontologías, se replanteó, con todas sus contradicciones, que ha hecho de ella asimismo un movimiento ambiguo, la problemática básica de la emergencia. Como en todos los casos, si no queremos caer una vez más y desde otros ángulos en- la negación o desconocimiento de nuestra historicidad, la tarea habrá de consistir en un nuevo rescate, no por cierto de una filosofía como opción frente a otras, sino de lo que esa filosofía puede haber aportado en el proceso de destrucción de las totalidades objetivas que frenan o desvirtúan aquel proceso de emergencia. Felizmente, la historia intelectual latinoamericana no se reduce a las formas del saber universitario, ni éste es una fortaleza inexpugnable. La llamada filosofía de la liberación, que fue en algunos de sus expositores, un intento de quiebra de los marcos institucionales establecidos del pensar filosófico desde dentro de ellos mismos y que proclamó una tímida "muerte de la filosofía", ha sido una prueba de que hasta los mismos centros generadores del discurso opresor pueden mostrar fisuras. No aceptar este hecho significaría confirmar la tesis del aislamiento de la vida académica; no llevar a cabo una revaloración crítica de una filosofía que pretendió decir algo nuevo, aun cuando con palabras consagradas, significa desconocer la imprevisibilidad de los caminos que conducen a la transmutación de valores, indispensable para sumarse a toda transformación.

 

IX
LA CONSTRUCCION DE LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA EN LA MODERNIDAD EUROPEA

Hemos hablado de una filosofía de la historia, la de la Europa colonialista del siglo XIX, para la cual es posible un hombre que por carecer no sólo de historia sino también de historicidad, no le cabe otra cosa que un "futuro puro", y cómo esta problemática internalizada en muchos de nuestros escritores, acabó revirtiéndose con las formas renovadas de un "saber ontológico". Ahora tendríamos que hablar de lo que esa misma filosofía de la historia considerada en sus orígenes, que se encuentran ya en los comienzos de la modernidad europea, entendió como "pasado" y de qué manera en relación con este mismo problema quedaron sentadas las bases para la constitución de una dialéctica cuya estructura alcanzará su más pleno desarrollo a partir del momento en el que el espíritu "libertario" de la burguesía en ascenso, cambie de signo (Roig, 1979a: 120, 129).

Esta línea de investigación nos conducirá, lo mismo que la anterior, al problema del reconocimiento de la universal historicidad de todo hombre, afirmación sin la cual el "ponernos a nosotros mismos como valiosos" no alcanza a constituirse en norma o pauta, en el sentido cabal filosófico de la misma.

Haremos nuestro análisis, en este caso, desde el punto de vista de la teoría de la comunicación y teniendo en cuenta que el discurso histórico-filosófico reviste un fuerte sentido de "mensaje", visible claramente entre otros aspectos, en el espíritu justificatorio que muestran ciertas formulaciones de la filosofía de la historia. Dicho de otro modo, las filosofías de la historia, en particular las que produjo el siglo XIX, pueden ser consideradas como discursos políticos, abiertamente intencionados, en los que se ha planteado como objeto señalar el camino que se debía recorrer, como asimismo los escollos que se debían evitar para que las potencias europeas pudieran cumplir con un destino al cual se sentían vocadas dentro del vasto proceso de dominación del globo, iniciado en el Renacimiento. De este modo puede afirmarse que la filosofía de la historia acabó constituyéndose en una de sus líneas de desarrollo, sin duda la de mayor volumen, en un modo de "filosofía imperial" que se ocupó tanto de los eventuales motivos de decadencia que había que evitar, como de las formas mediante las cuales la humanidad europea y dentro de ella una burguesía ya segura de sí misma, había de asumir de modo definitivo el destino de toda humanidad posible. Desde Gibbon, que entre 1782 y 1788 publica en Londres su Decadencia y caída del Imperio romano con el objeto de poner en guardia a los ingleses de lo que había de evitarse si no se quería incurrir en los errores de aquel Imperio de la Antigüedad, hasta Oswald Spengler que, terminada la primera Gran Guerra en la que los sueños del germanismo que orientaron las Lecciones de Hegel entraron en crisis, publica en 1918 su Decadencia de Occidente, la filosofía imperialista de la historia se nos presenta como un discurso político fuertemente apoyado en una "objetividad" cuya garantía estaba determinada por un horizonte de comprensión no criticado en sus propios supuestos culturales.

Otra línea de desarrollo de la filosofía de la historia había quedado sin embargo abierta, fruto de la exigencia de reconocimiento de la burguesía francesa en su lucha entablada contra el Antiguo Régimen y en una etapa en la que no había alcanzado aún la hegemonía ideológica y política, detentadas hasta ese momento por la nobleza y el clero. Si bien Kant había anticipado en 1784, como intérprete agudo de esa circunstancia, en su conocido opúsculo Idea de una historia universal en sentido cosmopolita la noción de una "ciudadanía mundial" (Weltbürgertum), fue Condorcet quien en su célebre Bosquejo de un cuadro histórico del espíritu humano, en 1793, sentaría las bases dentro de la Ilustración de un nuevo modo de ver la historia, al margen de aquella "filosofía imperial" que acabaría caracterizando el saber europeo. Para Condorcet ninguna sociedad quedaba al margen de la historia, por lo mismo que cualquiera fuera el estado que mostrara dentro del vasto cuadro del progreso el hombre se le presentaba siempre como un ser en lucha contra la naturaleza. De ahí que la historia humana fuera en una de sus líneas de desarrollo, la del trabajo, como la actividad mediante la cual han surgido etapas y sociedades diferenciables, desde la primitiva sociedad de cazadores y pescadores. Ese progreso indefinido, presentaba además momentos de decadencia. Ello se explicaba por el segundo factor que señala Condorcet, el de la constitución del saber, necesario para el dominio de la naturaleza, pero utilizado también para la dominación de los hombres entre sí. La historia humana se presenta de este modo como el paso de un saber opresor, a un saber liberador, el que será definido esencialmente por la lucha constante en contra de todas las formas de opresión y servidumbre. A pesar del punto de partida iluminista, hay en Condorcet un anuncio de los nuevos modos de entender la razón en cuanto que para él había una cierta racionalidad propia, no de los pueblos y naciones como se sostendrá luego, sino de los sucesivos modos de explotación de la naturaleza y sus consecuencias sociales.

De todas maneras, la filosofía de la historia de Condorcet, al igual que la de otros ilustrados, se quedó en un nivel abstracto. El concepto de nación y, junto con él, el nacionalismo, que tendrían principalmente sus inicios en una Alemania dividida y sometida, abrirían las puertas a una historización de la razón, dando fin a la visión cosmopolita ilustrada, asumiéndola desde otras formas universalistas. Mas, si el concepto de nación introduciría un cambio profundo en la filosofía de la historia, enriqueciéndola al poner en crisis instrumentos conceptuales abstractos, en aquel mismo concepto se encontraban sus propios peligros. Abría las puertas a un nuevo universalismo, mas también las cerraba. El paso que va de Herder a Hegel muestra este hecho, como nos explica por qué dentro de nuestros primeros filósofos de la historia no aparecieron como incompatibles la filosofía de la historia de Condorcet con la del primero. Cada pueblo es, para Herder, manifestación de una determinada comprensión del mundo y realiza desde ella, a su modo, los valores universales comunes a todos los hombres. En este sentido, no hay un pueblo elegido, sino que lo son todos los pueblos, cada uno según su especificidad cultural e histórica. De ahí que ningún pueblo pueda ser pensado como "medio" para otro. La universalidad del proceso histórico no era quebrada en cuanto que los fines se presentaban comunes para todos los hombres, mas ellos eran alcanzados a partir de la diversidad histórica (Agoglia, R., 1978). Ahora bien, si la noción de "medio" es el nervio de la dialéctica, como lo es del silogismo, indudablemente que la visión de la historia herderiana había de aparecer a ojos de Hegel, como la repetición del "silogismo débil platónico". Mas sucede que en esa "debilidad" de la filosofía de la historia, que favoreció una tarea selectiva abierta, radicaba su fuerza. Su posición, como la de Condorcet, lo colocaba al margen del vasto proceso de constitución de una filosofía de la historia imperial que es, en el fondo, la que acabó por imponerse en la tradición europea.

La exigencia de una filosofía de la historia "abierta", que justificara teóricamente el ingreso de las nuevas naciones hispanoamericanas dentro de la historia mundial, condujo pues a nuestros primeros teóricos a revalorar la doble línea, contradictoria en más de un aspecto, derivada del pensamiento de Condorcet y de Herder. Ciertamente que la vigencia del filósofo francés no constituía un anacronismo en cuanto su filosofía de la historia y dentro de ella su doctrina del "progreso indefinido", había sido actualizada por los socialistas románticos franceses, entre ellos Saint Simon, cuya influencia en el Río de la Plata, por ejemplo, es indiscutible. La doctrina herderiana de la "peculiaridad histórica" de cada pueblo y de cada época, no parecía compatible con la afirmación de un "proceso indefinido", tal como lo había pensado inicialmente Condorcet. Ambas tesis eran sin embargo valiosas, la primera, en cuanto que a partir de ella se podía defender la peculiaridad de las nuevas naciones surgidas en el continente americano, la segunda, porque aseguraba aquella justificación teórica del ingreso en la historia mundial dentro de los marcos de un cosmopolitismo renovado. En verdad, se llegó a entender, más allá de las contradicciones, y bajo el primer impulso del socialismo romántico que el desarrollo lineal y progresivo de la historia, no era incompatible con la heterogeneidad de los pueblos y de las culturas. Sin embargo, habrá que esperar la disolución del hegelianismo para que esta línea de la historia abierta fuera rescatada dentro de los marcos de un nuevo ecumenismo.

Mas, lo que deseamos en este momento es considerar aquella "objetividad" sobre la que se funda una filosofía de la historia organizada como "saber imperial", a partir de la noción de "mensaje" y más particularmente adentrándonos en las llamadas "funciones del lenguaje" como comunicación o interlocución. El problema es particularmente decisivo en cuanto que, como veremos, nos habrá de dar una respuesta acerca de la naturaleza del saber dialéctico que con la filosofía de la historia romántica adquirió su más plena significación y desarrollo dentro del pensamiento europeo.

Para comenzar, diremos que la estructura dialéctica típica de la filosofía de la historia como discurso opresivo ha llevado por lo general a una ilusión de objetividad, en la medida en que se ha "olvidado" que el historiador hace "historia" tan sólo de lo historiable, es decir, que hay una selección previa de los data que serán incorporados como los "momentos" del proceso dialéctico.

Una confrontación de diversas formulaciones de esta filosofía de la historia pone en descubierto el "olvido" y muestra la relatividad de la determinación de los "momentos" dialectizables y con ello la relatividad de la "objetividad" del proceso dialéctico sobre el cual en cada caso se ha organizado el discurso.

La cuestión es particularmente grave a partir del momento en que nace el concepto de "historia universal" o "historia mundial" con la filosofía romántica alemana de comienzos del siglo XIX. Este tipo de historiografía parte del presupuesto de la integración de todos los datos historiables que, como decía Hegel, "conviene" tener en cuenta. Ahora bien, lo que ha quedado demostrado por aquella confrontación que mencionábamos, es que la "historia mundial" no es sin embargo "universal" en el sentido de una integración completa de los datos de la historia, por lo mismo que para el historiador no todo "dato" merece igual tratamiento en cuanto a su "sentido".

Podríamos decir que el historiador empeñado en hacer "historia mundial" pone en juego dos modos de tratar los "datos": por una parte, en función de aquel sentido, los concibe en un proceso regido por una ley interna que se expresa en la dialéctica. El "sentido" estará confirmado además por la "conducta dialéctica" de los "datos" que nos permite integrarlos en una totalidad, pero, por otra parte a más de ser mostrados en su dialecticidad, han sido sometidos a una previa "selección". En verdad, en este nivel, no hay dialéctica sin selección. La historia como historiografía, en efecto, escrita, pensada o vivida, solamente "conserva" -que es uno de los elementos semánticos de la Aufhebung- aquellos "datos" que "merecen" ser conservados. La comprensión dialéctica lleva hacia una "totalización", que es justamente la que se pretende con una "historia mundial", pero inevitablemente sobre la base de aquella selección mencionada: se trata no de una totalización de todos los datos presuntamente históricos sino tan sólo de los conservables como tales.

Ahora bien, tres cosas debemos observar: la primera, que la confirmación de la "conducta" dialéctica implica un círculo vicioso. La integración de los datos en una totalidad no nos asegura en efecto su "objetividad" en cuanto que la totalidad la hemos puesto nosotros ya a priori en el acto mismo de selección; la segunda, que la "negación" -otro de los matices semánticos de la Aufhebung- sobre la cual se ha llevado a cabo la selección, no es siempre propiamente dialéctica, sino que respecto de los datos rechazados, aquellos declarados no dialectizables, suele ser un simple acto de nihilización o, en el mejor de los casos, de disminución de su valor histórico; y por último, sobre todo este proceso juega el "olvido" de la naturaleza misma de la selección la que es atribuida al peso histórico propio de los data seleccionados.

Todo esto se debe a que la historiografía y con ella la filosofía de la historia que supone, aparece inevitablemente organizada desde un sistema axiológico que es el que determina fundamentalmente lo ideologemático del discurso es decir, su sentido ideológico y muestra de qué manera el sujeto del discurso, el historiador o el filósofo de la historia, se incorpora de hecho como sujeto de la historia misma que está pensando.

Es lógico que cuando el historiador se encuentra con que no hay "material histórico" de hecho se hace imposible toda selección. Ante los data no dialectizables no hay posibilidad de historiarlos dentro de una totalidad. El hecho llega a sus extremos cuando el historiador cree encontrarse con datos que no sólo no poseen un mínimo de peso histórico, sino que no tienen ninguno. Un ejemplo clásico nos lo ofrecen las Lecciones sobre filosofía de la historia universal de Hegel que se siente en la necesidad de abrir su historia con un capítulo dedicado a la geografía, en donde se pone todo lo no-absolutamente seleccionable y por lo tanto dialectizable, con el agravante de que dentro de lo que se declara como no-histórico se coloca una porción inmensa de la humanidad misma: África, América y las islas del Pacífico. Las palabras con que justifica este hecho, Hegel, son terminantes: "La Mnemosine de la historia no dispersa su gloria a los indignos" (Hegel, 1961: 77). La antigua oposición "griegos bárbaros", o tal como se generalizó la misma dentro de la literatura política latinoamericana del siglo XIX, "civilización barbarie", es una expresión del hecho mencionado y dio lugar a la justificación de hechos sociales de marginación y de explotación. Es el típico discurso justificatorio de una relación de dominación y por lo mismo de violencia.

Si el momento selectivo es necesario, se plantea pues el problema de las condiciones mismas de toda tarea selectiva. Por de pronto no parece fundamental tener presente que la selección se da en relación con una dialéctica discursiva y que el proceso histórico se encarga, con el desarrollo de sus contradicciones, de mostrar las formas de ocultamiento que hacen que la selección se lleve a cabo mediante un acto predialéctico de nihilización, como también que la dialéctica sobre la cual se organiza el discurso es una forma que expresa de algún modo la realidad objetiva, si bien parcializada y sometida a un ocultamiento. La extendida teoría de América como "vacío histórico", todas las doctrinas sobre la incapacidad "natural" del hombre americano de integrarse en una "historia mundial", son ejemplos de lo que venimos diciendo.

¿Cuáles son los data constantemente eliminados mediante esa selección predialéctica? Podríamos decir que lo rechazado, ocultado o ignorado por las filosofías de la historia está constituido por lo nihilizado en la realidad social misma: ellos son los grupos sociales sometidos a procesos de dominación y de explotación; por donde una de las vías más seguras para aproximarse a una selección que no traicione el espíritu integrado de toda dialéctica y que supere tanto el ocultamiento como lo que es ocultado, es la de interpretar los procesos a partir de las formas históricas de la dominación. Como ha dicho Leopoldo Zea, "nuestra filosofía de la historia ha de partir también de la esclavitud y de la servidumbre".

Justamente en relación con este hecho es importante señalar los riesgos que se corren cuando se enuncia tanto ese sujeto que resulta nihilizado, como el que ejerce el acto de nihilización. Así, cuando se habla de "América" y tal como lo hemos visto en las tesis hegelianas, en la medida en que no se avanza hacia una consideración de su realidad social, existe el peligro de su simplificación y de quedarse por tanto en un nivel abstracto. El desconocimiento de América es nada más y nada menos que el desconocimiento de sus grupos humanos que la han integrado y la integran, y el acto de nihilización no se lleva a cabo del mismo modo respecto de las diferentes clases sociales que en cada caso han constituido o constituyen las sociedades americanas. Exactamente lo mismo debemos decir del sujeto histórico "Europa", en aquellos casos en que se usa la expresión, por ejemplo, "Europa colonialista del siglo XIX" u otras por el estilo. No cabe duda que de la explotación colonial se beneficiaron los países colonialistas, pero éstos no eran toda la Europa, ni menos aún eran una "Europa esencial", ni todas las clases sociales, por ejemplo, el proletariado industrial inglés o francés, tuvieron la misma iniciativa histórica, ni la misma responsabilidad ni los mismos beneficios que la burguesía industrial y comercial británica o francesa en relación con el proceso de colonización. Y todavía algo más nos parece particularmente importante: que lo nihilizado, los grupos o clases sociales marginados y oprimidos, fuera y dentro de la Europa del siglo XIX, resultan ser lo que para la circularidad del discurso opresor es lo alterus, o dicho en otros términos, que es en ellos que se da de hecho el principio mismo de lo "otro", a partir del cual se organiza, cuando así sucede, el discurso liberador.

Ahora bien, lo que nos interesa es analizar la estructura discursiva misma. Quisiéramos señalar a propósito de la filosofía de la historia entendida desde el punto de vista de una teoría del mensaje, cuáles son las "funciones" en el sentido que ha dado a este término Roman Jakobson en su Ensayo de lingüística general (1963: cap. XI). Para éste, el esquema de la comunicación o interlocución supone un sujeto emisor, un mensaje, un sujeto receptor, un referente y un código que posibilita la comunicación entre ambos sujetos. A su vez el acto interlocutivo se organiza sobre una serie de funciones llevadas a cabo principalmente por el sujeto emisor: la "emotiva", expresada por la carga emocional que el emisor del mensaje pone en la expresión del mismo; la "conativa" o "vocativa", mediante la cual ese sujeto impulsa al oyente a la recepción del mensaje; "denotativa" o "cognoscitiva", que se caracteriza por ser una orientación hacia el "referente" una vez establecida la relación de interlocución entre ambos sujetos y que implica el problema de la objetividad del mensaje mismo; la función "fática", que se pone de manifiesto en todas aquellas expresiones verbales (phemí) utilizadas para lograr el mantenimiento de la comunicación, ejercida asimismo principalmente por el sujeto emisor; la "metalingüística", orientada a la aclaración del sentido no cabalmente entendido por parte del sujeto receptor, de elementos del código; y por último, la función "poética" que consistiría en una dirección hacia el mensaje por el mensaje mismo.

El hecho de que Jakobson intente determinar esas funciones independientemente de las intenciones y proyectos que pueda tener el locutor, tal vez justificable desde un punto de vista que nos parece estrechamente lingüístico, hace que su esfuerzo se quede a medio camino y que caiga en una extrema simplificación del esquema interlocutivo. En primer lugar es necesario observar que la circularidad del acto de la comunicación hace que no haya un "sujeto emisor" y un "sujeto receptor" absolutos y que la relación se dé entre un "sujeto emisor-receptor" y un "sujeto receptor-emisor" como consecuencia del código, a priori compartido necesariamente y sin el cual no hay interlocución posible, aun cuando ella sea imperfecta. Del esquema de Jakobson pareciera desprenderse que el hecho de la circularidad que implica todo mensaje establecido como tal, es una consecuencia, cuando sucede que en ciertas formas de discurso, más que consecuencia es condición del mensaje mismo. La historiografía y con ella la filosofía de la historia, en particular las organizadas por el siglo XIX europeo, son a nuestro juicio una prueba de lo dicho debido a aquel momento no-dialéctico que antecede comúnmente al momento dialéctico discursivo y que responde a los presupuestos axiológicos que constituyen la estructura profunda del mismo. En verdad, el hecho es común a todas las formas discursivas del saber social dentro de las cuales se encuentra inserto el discurso historiográfico y el filosófico-histórico. Más aún, deberíamos decir que el momento previo a la dialectización de los data históricos está en relación con la presencia de un cierto núcleo discursivo de carácter político y que en particular una filosofía de la historia, sobre todo si tenemos en cuenta el papel justificatorio que se le hace cumplir, contiene inevitablemente aquel núcleo. Ahora bien, la fuerza que muestra la circularidad del mensaje y que deriva de condicionamientos lingüísticos, así como acorta distancias entre el "sujeto emisor" y el "sujeto receptor" del esquema clásico, es la misma con la que se excluye de la comunicación a determinados sujetos históricos y que lleva, por otro lado, a la inclusión de un sujeto absoluto, sobre cuyo mensaje, se refuerza aquella circularidad.

Ese doble movimiento de "exclusión" y de "inclusión" nos viene a mostrar una vez más la extrema simplificación del acto interlocutivo dentro del esquema clásico de la comunicación. En efecto, no sólo hay un "sujeto emisor-receptor" y un "sujeto receptor-emisor" en relación de circularidad, sino que hay un sujeto absoluto, de cuyo mensaje se supone que es repetición el mensaje que se nos presenta dado a nivel histórico, y hay un sujeto o sujetos eludidos como tales y a la vez aludidos en el referente.

A propósito de esto último debemos hacer la crítica a lo que Jakobson denomina "función denotativa" o "cognoscitiva" y que se cumple respecto de la "realidad objetiva" o "realidad referencial". La cuestión radica en preguntarnos si esa relación es meramente de "conocimiento", en primer lugar, y luego, si la relación se cumple del mismo modo respecto de todos los elementos cognoscitivos que integran dicha "realidad objetiva". No es lo mismo, en efecto, la relación referencial cuando se trata de objetos entendidos como "naturales", o cuando se habla de símbolos lógico-matemáticos, que cuando ese objeto es el hombre o tiene que ver, aun cuando indirectamente, con lo humano y se tiene además alguna conciencia de ello. En tal sentido, es necesario reconocer que hay un "contenido antropológico" del referente.

Pues bien, el análisis de ese contenido pone en descubierto la presencia eludida-aludida de un sujeto emisor, que es excluido del ámbito de la circularidad del discurso en cuanto interlocución y que posee además su propio mensaje. Se trata de una especie de anti-sujeto que se presenta como un verdadero peligro, potencial o real, para la circularidad del mensaje establecido.

En este momento nos encontramos, por tanto, en la posibilidad de señalar otras "funciones" que nos aparecen dentro del esquema clásico de la comunicación que estamos haciendo. En efecto, podemos hablar de una "función de apoyo", que se pone de manifiesto con la presencia del "sujeto absoluto" y la garantía que ofrece su mensaje, sobre el cual se fundamenta el mensaje establecido entre los sujetos históricos propiamente dichos; y una "función de deshistorización", que puede ser revertida, que se lleva a cabo en relación con los sujetos históricos eludidos-aludidos.

Desde el punto de vista de la organización dialéctica del discurso, en particular si pensamos en la historia y en la filosofía de la historia, podríamos decir que la "función de apoyo" consolida la tarea predialéctica de la selección de los data dándole plena justificación, y que la "función de deshistorización" es el modo como se lleva a cabo la selección misma, en cuanto momento nihilizador. La tarea "predialéctica" se constituye de este modo en la "lógica secreta" de la filosofía de la historia.

Sin entrar en un análisis detallado, quisiéramos señalar la problemática que plantean aquellas funciones en tres discursos clásicos de la modernidad europea y que expresan la forma básica del discurso de esa misma modernidad y de su comprensión, implícita o explícita de lo que en el siglo XIX se constituye como "historia mundial": Discours de la méthode (1637), Discours sur l´inégalité parmi les hommes (1754) y Discours sur l´esprit positif (1844).

El Dios cartesiano, con su mensaje propio funda ontológicamente la posibilidad del discurso del sujeto histórico Descartes; el ateo, con el cual no hay posibilidad de entablar relación de mensaje y que sin embargo históricamente y de hecho enunció su propio discurso, es para el mismo Descartes el hombre sin voz, justamente porque rechaza la "función de apoyo" tal como el filósofo la entiende; es por eso mismo, el irruptor peligroso, el destructor de códigos hipostasiado en el Genio Maligno, que ajeno a la circularidad del mensaje cartesiano, sólo queda como un dato dentro del contenido antropológico del referente, junto con el hombre no-europeo, chinos y caníbales.

La Naturaleza rousseauniana se presenta asimismo como un absoluto que funda la posibilidad del discurso y sobre el cual se ejerce la "función de apoyo". El caribe -el hombre americano- que es expresión directa de la "voz de la Naturaleza", es ser sin historia. La "deshistorización" del "buen salvaje" responde a la necesidad de mostrar la presencia de la "voz" de un sujeto absoluto, a la vez que repite el esquema colonizador que divide el mundo según la vieja oposición entre griegos y bárbaros, vigente de modo claro en el discurso cartesiano. Este hombre sin "voz", deshistorizado, queda radicalmente fuera del discurso y sometido al mismo proceso de colonización y por tanto de dominación, si bien en este caso, de signo paternalista. Por otra parte, el "discurso del amo", sobre el cual se organiza la Europa feudal y que funciona como típico discurso opresor sobre una deshistorización de las relaciones "amo-siervo", resulta historizado por Rousseau, lo cual le permite reformular las demandas del "pueblo" desde su propio discurso, el del filósofo y mediante el recurso a otro sujeto absoluto.

La Humanidad, en el discurso comtiano, el "primero de los seres conocidos" como él gustaba llamarle, es el "sujeto de apoyo" que de modo parecido a la función que cumple el caribe como transmisor de la "voz" del mensaje de la Naturaleza en Rousseau, tiene su portavoz en el proletariado. Tanto éste como el caribe son deformados en su realidad histórico-cultural a fin de que puedan ejercer la pretendida misión de portavoces de un sujeto absoluto. Por otro lado, Comte recurre a una "historización" del discurso teológico-metafísico, que resulta en verdad una radical "deshistorización" del mismo, en cuanto que la historia es en definitiva entendida como un "regreso" a lo que denomina el "buen sentido" y el proceso histórico resulta bloqueado por el "régimen definitivo" de la Humanidad.

En estos tres ejemplos típicos de la modernidad europea, el mensaje aparece claramente estructurado sobre las dos funciones que mencionamos. Los tres suponen de modo más o menos manifiesto una comprensión de lo histórico-mundial desde una circularidad incluyente-excluyente, que tiene como punto de partida un momento nihilizador predialéctico y que supone por eso mismo la noción de "vacío histórico", típico fenómeno que puede ser considerado como uno de los caracteres básicos del "discurso opresor".

Todavía quisiéramos agregar algunas consideraciones sobre el problema de la circularidad del mensaje, referidas en este caso concretamente a la filosofía de la historia en tanto muestra caracteres que son propios del discurso filosófico. Nos referimos a su naturaleza deíctica, de la que ya nos hemos ocupado. La propiedad de ciertas palabras tales como los nombres de personas o los pronombres, que de alguna manera constituyen un escándalo para aquellos lingüistas celosos de la distinción entre lo lingüístico y lo extralingüístico, se presenta como carácter general del discurso filosófico. Así como no se puede alcanzar la significación adecuada de esos términos sino por su inevitable referencia a la "realidad extralingüística", otro tanto acaece con este discurso en su totalidad. De ahí que el "momento biográfico" o "ecuación personal" no sea algo externo al discurso filosófico sino aquello que le otorga su plena significación. Imposible sería sin duda un análisis del discurso cartesiano, por ejemplo, que no tuviera en cuenta el valor del "yo", no como "ego", sino como el yo personal de Descartes. El hecho se repite para todo tipo de discurso filosófico aun cuando el "momento biográfico" no se encuentre explícito y sea necesario reconstruirlo por otras vías. Pues bien, la presencia de la "ecuación personal", es lo que hace que el discurso filosófico adquiera forma de mensaje al centrarlo alrededor de un sujeto histórico, realidad extradiscursiva de la cual surge el discurso mismo y sin la cual pierde aquel sentido. Y es ese mismo sujeto histórico el que impone, desde una conciencia que no es exclusivamente individual, los límites dentro de los cuales se inscribe la circularidad del discurso como también el que garantiza mediante su apelación a un sujeto absoluto, la fuerza de aquella misma circularidad. Todo lo cual se lleva a efecto mediante las funciones que ya indicamos, las de "deshistorización-historización" y la de "apoyo".

Paralelamente a la naturaleza deíctica del discurso, se nos presenta su valor "redundante" sobre todo en cuanto lo consideramos asimismo como lenguaje. La distinción saussuriana entre "lengua y habla" (langue-parole) se encuentra de hecho presente en el discurso filosófico tradicional derivado del platonismo. De ahí proviene una cierta historiografía según la cual los "sistemas", en el sentido de "sistemas filosóficos", serían el modo como cada pensador "habló" la "lengua" del Ser. La relación que se da entre el "habla", entendida en este caso como este o aquel sistema filosófico y la "lengua" o paradigma, entendido como el nivel ontológico fundante de todas las hablas posibles, muestra claramente el hecho de la redundancia. En efecto, la noción de "modelo" implica de modo consciente o no, las de repetición o copia y la fuerza de la circularidad del discurso, en cuanto mensaje depende del grado de ontologización de la noción misma de paradigma dentro de este tipo discursivo clásico que ha impedido hasta ahora una correcta interpretación del valor de todo mensaje. La distinción entre un "discurso opresor" y un "discurso liberador" sólo puede avanzar, por eso, mediante el reconocimiento del grado de ilegitimidad de la afirmación del sujeto respecto de sí mismo, puesta de manifiesto justamente en la fuerza que deriva del ejercicio del tipo de redundancia que hemos señalado. La función que hemos denominado de "apoyo" y que lleva a supeditar nuestro propio discurso a otro, que es sin más el de un sujeto absoluto que nos hace de garantía, surge de esta necesidad de redundancia.

Deberíamos todavía hacer algunas consideraciones sobre los problemas que plantea la naturaleza dialéctica del discurso historiográfico típico que estamos analizando. Habíamos dicho que hay un momento selectivo prediscursivo y predialéctico que lleva a la eliminación de un cierto sujeto (elusión), que queda por eso mismo fuera de la circularidad del mensaje, pero que al mismo tiempo no puede dejársele de tener presente dentro de la "realidad objetiva" a la cual se hace mención en ese mismo mensaje (alusión). Este sujeto que sometido al doble juego de "elusión-alusión" es aquel que actual o potencialmente enuncia o puede enunciar en algún momento, un discurso en el que se piense el proceso histórico desde un centro axiológico diverso del nuestro. Pues bien, el juego mencionado implica además una "ilusión", que es en este caso "ilusión de objetividad" (de "realidad"), lo cual no significa que el mensaje organizado sobre una circularidad excluyente, no tenga su grado de "objetividad" la que está dada en la posibilidad misma de la circularidad. La ilusión consiste en entender que el valor dialéctico de nuestro discurso es expresión omnicomprensiva de una "dialéctica real", siendo que para podernos instalar en nuestra "dialéctica discursiva" hemos comenzado por suspender lo dialéctico mismo. Entre la realidad como proceso dialéctico que nos excede y el horizonte dialéctico discursivo establecemos, en efecto, un momento no-dialéctico, por donde sucede que corremos el riesgo permanente de quedarnos en ese horizonte. Una de las maneras de superar la "ilusión de objetividad" consiste en comenzar a dudar acerca de la legitimidad de nuestra afirmación de nosotros mismos como valiosos, y de la "objetividad" en general que es la que nos confirma en nuestros criterios selectivos. En última instancia la constitución de esa "dialéctica discursiva y de su objetividad defectiva, es un problema de "falsa conciencia" y su superación, sin dejar de lado aquella duda como momento metodológico saludable, depende de la marcha de las contradicciones a que nos somete el proceso dialéctico real que nos abre a una praxis que puede resultarnos desocultante.

 El proceso histórico se nos presenta como una permanente quiebra de la circularidad de los mensajes establecidos. Para los interlocutores instalados en el interior de su propia circularidad es concebible la presencia de lo "nuevo" histórico, pero nunca entendido como "alteridad" que venga a irrumpir de modo destructivo respecto de la circularidad misma. La noción hegeliana del concepto, quien contiene en si los posibles momentos de su propio desarrollo, nos da la exacta idea del modo como es entendida esa circularidad. Es, por otra parte, la raíz constitutiva de los "universales ideológicos", que son por esa mismo opresores y causas de marginación. Las filosofías de historia, manifiesta u ocultamente opresivas, se organizan sobre ellos y como hemos dicho en un comienzo, la confrontación de las sucesivas filosofías de la historia con las que los pensadores europeos del siglo XIX Y comienzos del actual han pretendido justificar el papel de la Europa colonizadora del resto del mundo muestran la relatividad de aquéllas.

La estructura típica del discurso opresor señalada a través de algunos antecedentes dentro de la modernidad europea, juega fundamentalmente sobre la base de un doble vaciamiento de historicidad que alcanza su máxima fuerza en la relación de Europa con el mundo colonial, con las aclaraciones que hemos hecho en un comienzo respecto de Europa como sujeto de dominación colonial. Aquella historicidad es negada, en algunos casos radicalmente al hombre no-europeo, al colonial, declarado como una pura naturaleza y a la vez resulta negada al colonizador al hacer que su mensaje sea reproducción de otro de naturaleza absoluta. Entre naturaleza y ontología no hay lugar para lo histórico propiamente dicho.

A su vez, el esquema se repite dentro del mundo colonial mismo entre dominadores y dominados, entre aquellos que hacen de vehículo satisfecho de la colonización y quienes sufren todas las formas de opresión, tanto las externas como las internas. Éstos son los nihilizados por toda conciencia opresora que no practica nada más que una sola dialéctica, en Europa o en América Latina y cuyo símbolo en todo discurso ya desde los albores de la modernidad, es para nosotros, los latinoamericanos, el "caribe" o el "caníbal".

Nada más ajeno a toda autocrítica que la tesis de Charles Aubrun según la cual los europeos son "dialécticos", mientras que los latinoamericanos somos "estáticos y maniqueos" de donde concluye que "el rendimiento de la máquina [sic] latinoamericana de hacer historia... es notoriamente inferior a la máquina histórica europea", nuevo modo de justificar una determinada filosofía de la historia, la de la Europa colonialista y de seguirse moviendo dentro del ámbito de la "ilusión de objetividad" con la que se encubre el discurso opresor. (Anbrun, Ch., 1967)

La filosofía de la historia de América Latina no tuvo, particularmente a lo largo del siglo XIX y salvo excepciones, formulaciones independientes y se la encuentra por lo general incorporada como momento del discurso filosófico-político, dentro del cual el problema del destino de nuestra América, como asimismo el de la comprensión de su pasado, han sido temas constantes. A pesar de lo dicho, aquel "momento" se nos presenta casi siempre cualificando de tal manera la totalidad del discurso señalado, que podría afirmarse que el pensamiento sobre nuestra realidad es, aun cuando de modo a veces difuso, una filosofía de la historia. La razón de este hecho pareciera quedar confirmada por la convicción generalizada entre muchos de nuestros intelectuales contemporáneos de que todo saber sobre lo americano exige una filosofía de la historia, planteada ciertamente sobre las nuevas formas del saber social.

El esquema básico sobre el cual aquel discurso filosófico-político aparece organizado, y esto no sólo es válido para el siglo XIX, juega casi siempre sobre la oposición "civilización-barbarie", en donde el primer término funciona dentro del proyecto ideológico como el absoluto sobre el cual se apoya el mensaje del pensador, y el segundo, la "barbarie" terminó siendo sin más el sujeto sin voz con el cual no hay interlocución, es el hombre deshistorizado dentro de ese mismo mensaje.

A ese típico discurso opresor, que repite los esquemas de la modernidad europea en lo que ella muestra como su más constante respuesta ante el problema que planteaban los pueblos colonizados, se opone sin embargo una filosofía de la historia de signo contrario. Ya vimos cómo la fórmula hegeliana según la cual hay que ocuparse tan sólo de "lo que ha sido y de lo que es", aparecía invertida en el pensamiento de Bolívar para quien por el contrario, nuestra tarea consistía en ocuparnos "de lo que es y de lo que será". Los románticos, como hemos dicho, en la etapa del socialismo utópico, frente al discurso opresor de la época, encontrarán en la doctrina del "progreso indefinido" de Condorcet, y en el nacionalismo herderiano planteos que facilitaban la constitución de una filosofía de la historia "abierta" única que podía justificar el ingreso de nuestra América dentro de los marcos de una historia mundial. Ésa fue, como veremos más adelante, la posición inicial de Juan Bautista Alberdi. A aquel mismo discurso opresor se opondrá a fines de siglo José Martí, como vimos páginas atrás, denunciando el absoluto en el que se apoya y exigiendo que sea puesto en "formas relativas", rechazando a su vez el desconocimiento de ese hombre al que se declara "bárbaro" y exigiendo que se escuche su voz. "No hay batalla entre la civilización y la barbarie sino entre la falsa erudición y la naturaleza", es decir, entre el hombre ideologizado, enunciador de mensajes "cultos", salido de las universidades, y el hombre espontáneo, "natural", exento de mediaciones, por lo mismo que cuando expresa su mensaje no recurre a principios ocultantes, sino que lo hace a partir de una cotidianidad oprimida y por eso mismo potencial o actualmente desocultante. Se trata de un hombre que plantea de modo radical una nueva manera de entender la función de "apoyo". En él radica justamente el poder de irrupción en la historia: "Viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada en los libros." Es el único hombre que puede quebrar la circularidad del discurso opresor, por lo mismo que sufre en carne propia la opresión y la marginación. Si no queremos caer más en una selección nihilizadora y quedarnos en el nivel de una mera dialéctica discursiva, no tenemos otra vía que la del reconocimiento de ese hombre como poseedor de voz propia. El es la muerte de la "palabra extranjera". "Con los oprimidos -nos dice Martí- había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores" (Martí, J., 1992: 480-487).

 

X
LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA MEXICANA

Una respuesta a la filosofía de la historia de la modernidad europea, y a su vez, una tesis sobre el modo como se ha elaborado en América Latina la filosofía de la historia, es la tarea a la que se ha entregado Leopoldo Zea. La crítica que lleva a cabo gira por entero sobre la necesidad de rehacer nuestro propio pensamiento a partir de una afirmación de nosotros mismos como valiosos, que implica necesariamente la exigencia de reconocer la historicidad de todo hombre. La ya vasta labor intelectual de Zea se nos presenta como uno de los intentos más persistentes y, a la vez, comprometidos de hacer filosofía latinoamericana dentro de las pautas que hemos mencionado como necesarias para la constitución de una filosofía, partiendo por eso mismo de una comprensión de la legitimidad de la filosofía como saber normativo (Roig, 1977a: 303-309).

El punto de arranque de las investigaciones de Zea fue, en sus años juveniles, bajo el magisterio de José Gaos, la historia de las ideas. El mismo maestro comentando la obra ya clásica de Leopoldo Zea, aparecida en 1943, Dos etapas del pensamiento, advirtió que ella no se reducía a una presentación de corrientes de pensamiento y de sus posibles sistemas y circunstancias, sino que ellos eran vistos "desde la altura de una nueva filosofía de la historia de Hispanoamérica". Años más adelante, Zea explicó la razón de esa implícita filosofía de la historia, la que si bien no había sido inicialmente programada como tal, acabó por constituirse como una temática orgánicamente desarrollada: "Inmersos en nuestra propia e ineludible realidad –decía-, quienes hemos venido haciendo la historia de las ideas de esta nuestra América, hemos tenido que relacionar el pasado de las mismas con el presente en el que las analizamos y el futuro que las mismas necesariamente señalan." (Zea, L., 1974: 17) Ese "relacionar las ideas" con su propia temporalidad y en conexión con un origen y un destino, no ya de las ideas sino de quienes las expresaron, implicaba ineludiblemente una filosofía de la historia y más aún, la exigía.

Ahora bien, no sólo la historia de las ideas acabó resolviéndose en una filosofía de la historia, sino que Zea llegó a la comprensión de que la filosofía americana, dejando aparte el problema de su historiografía, es asimismo fundamentalmente, filosofía de la historia. Y la razón epistemológica se encuentra en el hecho tantas veces señalado pero no siempre atendido, de que la filosofía es posible sólo a partir de un determinado grado de "conciencia histórica", conciencia de la historicidad del hombre y por tanto meditación acerca de su ser histórico y de su historia.

Zea coincide en esto con lo que nos dice Rodolfo Agoglia respecto de nuestra filosofía la que "tendrá -dice este autor- que constituirse no en una formulación teórica más, sino en filosofía de la historia: será éste su modo específico de ser". "Así como para la filosofía platónica lo fue la indagación desde el ser ideal para el medioevo la meditación desde el ser absoluto y para la modernidad la investigación desde la realidad del mundo exterior, como consecuencia en cada caso de la primacía del saber matemático, del saber teológico y el auge de las ciencias físico-matemáticas, nuestro siglo hace filosofía desde las ciencias humanas e históricas" (Agoglia, R., 1978a: cap. 12).

Tanto Zea como Agoglia muestran, por otro lado, cómo la filosofía en América Latina ha sido en sus representantes más lúcidos, una filosofía de la historia, la que constituye, según lo dice el último de los filósofos citados, "su más genuina tradición". De la misma manera lo entendió José Gaos, uno de los más importantes y significativos estudiosos del pensamiento hispánico que vivió empeñado en encontrar el sentido de éste dentro del desarrollo del pensamiento mundial. La "filosofía americana", tal como la llamó Juan Bautista Alberdi, era una filosofía de la historia. El pensamiento de Andrés Bello se movía en la misma dirección y proponía que nuestra historia fuera considerada "con mirada filosófica". Lo mismo podríamos decir de tantos otros, un José Enrique Rodó, un José Martí, un José Carlos Mariátegui. En nuestros días, un grado agudo de "conciencia histórica" ha llevado a descubrir toda esta persistente y continua línea de pensamiento, como consecuencia de la lucha de los pueblos latinoamericanos por su liberación, tanto externa como interna, tanto nacional como social La posición de Augusto Salazar Bondy se movió en sus últimos años en ese ámbito. Leopoldo Zea ha retomado esta ya vasta tradición que ha hecho de la filosofía latinoamericana un humanismo, a pesar de los sucesivos academicismos que se vienen dando desde la escolástica hasta nuestros días.

Y justamente contra estos academicismos, tanto latinoamericanos como extranjeros, ha tenido Zea que defender la condición misma de posibilidad de la filosofía de la historia como saber científico. En particular las impugnaciones han venido de los neopositivistas y de la denominada "historia intelectual". Contra los primeros, Zea ha mostrado lo endeble de la tesis del "fin de las ideologías", que es sin duda la más negativa de las ideologías académicas. Precisamente si la filosofía no es un factum sino un faciendum se debe a esta tarea de verdadera crítica que permite señalar, como lo hemos dicho, el modo como se juegan las funciones de integración y de ruptura propias del concepto, juego que permite el enunciado de pretendidos universales que deben ser desenmascarados. La filosofía latinoamericana, en esos momentos que pueden ser considerados como grados sucesivos de afirmación de un para sí, ha puesto de manifiesto precisamente, el importante tema ontológico y epistemológico del "olvido", que no supone un ponerse más allá de las ideologías, sino una comprensión de la filosofía como saber ambiguo, dentro del cual lo ideológico es un factor que debe ser desentrañado en vistas de una praxis liberadora.

Ha tenido Zea que salir también por los fueros del historicismo, el cual para los neopositivistas toca a su fin, lo mismo que las ideologías o, tal vez, como una ideología más. Ciertamente que si nos atenemos a algunas formas del historicismo tales como las que se vieron en nuestra América Latina en la década de los cuarenta, no cabe sino hablar de su fin, mas éste ha tenido lugar dentro del mismo desarrollo del pensar historicista, como una de sus etapas superadas. No se trata, pues, del fin del historicismo, sino de un historicismo determinado, aquel que se organizó principalmente sobre la noción orteguiana de "circunstancia". Se trata en cierto sentido del fin de la influencia de Ortega y Gasset. Un nuevo historicismo fue madurando, enriqueciéndose y clarificándose en América Latina, tarea en la que jugó un papel destacado en sus inicios el maestro Gaos. Este historicismo ha concluido en nuestros días en un diálogo fecundo con las filosofías de denuncia y sin pretender ser una opción excluyente respecto de ninguna de ellas, ha alcanzado una sistematicidad a partir de una ontología del ente histórico en la que la meditación del ser humano desde el punto de vista del hacerse y del gestarse, es posiblemente su tema central. Se trata con palabras de Arturo Ardao, del "avance hacia el comportamiento autónomo en el seno de la doble universalidad filosófica: la de los objetos y la de los sujetos" (Ardao, A., 1977). Es decir, no se trata de una filosofía de los objetos, y su paralelo, la filosofía de los valores, tal como lo entendió el academicismo anterior al actual, sino del reencuentro de un sujeto histórico concreto con los objetos vistos desde aquel sujeto, rescatado desde la perspectiva de una "conciencia histórica". Un sujeto en el que el "ser" y el "tener" no se dan escindidos, sino que son el uno para el otro.

También el neopositivismo ha hablado del "fin de los nacionalismos culturales" y de la consecuente necesidad de hacer una filosofía "supranacional" que sería, por ese motivo, un saber integrador. Por cierto que una filosofía como la que se llamó en su momento "filosofía de lo mexicano", cayó en una ontologización de lo nacional, en particular en algunos de sus cultores, que debía llevar necesariamente a un rechazo. Mas, la crítica a los "nacionalismos culturales", lo mismo que dijimos al hablar del historicismo, no fue llevada a cabo desde afuera, sino desde adentro. El libro de Abelardo Villegas, La filosofía de lo mexicano (1960) es una prueba elocuente de esta crítica interna. Una filosofía de la historia o simplemente una filosofía que quiera ser respuesta a los problemas humanos concretos, no puede prescindir de las particularidades desde las cuales el hombre accede a lo universal y dentro de ellas, desde los inicios de la modernidad, la nación juega un papel histórico y conformador que sólo una abstracción deshumanizadora puede negar. Mas, esto no quiere decir, que sólo haya de atenderse a lo nacional, como tampoco que lo nacional sea un mundo de entelequias ya hechas. Las tradiciones nacionales, los valores a los que se echa mano para invocar la existencia de una cultura nacional y aun de la nacionalidad misma, no son nunca anteriores al hombre concreto. El "legado", tal como dijimos en un comienzo, no es anterior ontológicamente al sujeto que lo recibe y es éste el que define a aquél y no viceversa. Esto es lo que nos quiere decir Leopoldo Zea cuando afirma a propósito de los nacionalismos "que el pasado por grande que éste haya sido, ha de ser simplemente, un instrumento al servicio del futuro" (Zea, L., 1978: 32). Y quien instrumentaliza ese pasado es un sujeto concreto, que no es justamente la nación, sino los grupos humanos que la integran y que hacen a la nación. Un nacionalismo ha tocado a su fin, pero ello no implica el fin de lo nacional que ha de ser asumido por una nueva filosofía de la historia.

Como Zea lo ha señalado, tan negativo puede ser un "nacionalismo cultural", como un "supranacionalismo". Todo depende de la intencionalidad con que sean propuestos y asumidos sus valores. No significa una misma cosa el ideal bolivariano, grande a pesar de Bolívar mismo, que como hombre de carne y hueso no estaba exento de contradicciones, que un ideal trasnacional difundido por la tecnocracia, el industrialismo y el comercio internacionales generados en el seno de las grandes potencias bajo el signo del capitalismo. No tiene el mismo valor un nacionalismo que predique primero la liberación nacional y deje para después la liberación social, única vía por la cual las naciones pueden acceder a un legítimo plano de humanización. Todos estos juicios de valor no pueden ser renunciados y hacen a la naturaleza misma de una filosofía de la historia. Al denunciar el ejercicio del juicio de valor como lo que resta cientificidad al discurso, el nuevo academicismo no se salva de lo ideológico, sino que produce una de las ideologías más peligrosas de nuestro mundo contemporáneo (Zea, L., 1974: 12-15).

La crítica hecha a la filosofía de la historia que se practica en nuestra América Latina y en particular a la labor de Leopoldo Zea, proviene también de ciertos estudiosos que se mueven en el campo de la llamada intelectual history, otra forma de positivismo. Para éstos, la historia de las ideas, campo desde el cual arrancó la filosofía de la historia en el caso concreto de Zea, ha sido desvirtuada y transformada en una "metahistoria", carente de "objetividad" y por tanto de cientificidad. La posición de estos críticos resulta tan endeble como lo es en general todo intento de regresar a un empirismo ingenuo que cree poder captar los "hechos" en su mera facticidad. Ahora bien, en verdad, que esta crítica y a la vez este rechazo de la filosofía de la historia manifiesten una actitud ingenua, no revestiría gravedad alguna, si no fuera que por detrás de ellos, lo que mueve dicha actitud es una "falsa conciencia", es decir, se trata una vez más de una posición ideológica que se ignora a sí misma como tal. Y lo segundo, que al escindir lo subjetivo de lo objetivo y al desconocer el correcto funcionamiento de la subjetividad en la construcción del conocimiento, se encuentran aquellos críticos en la imposibilidad de alcanzar lo mismo que predican, a saber la cientificidad de su propio saber.

Zea sale, pues, en defensa de lo que podríamos llamar "los derechos de la subjetividad", sin que esto suponga necesariamente afirmar un idealismo, ni menos aún la arbitrariedad en el manejo de los datos por parte del historiógrafo. Justamente se pregunta Hegel si un historiador de la filosofía "no debe ser más bien imparcial, no juzgar, no seleccionar, ni añadir nada de lo suyo, ni recaer sobre ello con su juicio". “Esta exigencia de imparcialidad -dice luego- parece indudablemente muy plausible como una recomendación a la equidad. Precisamente la historia de la filosofía debe, incluso, producir esta imparcialidad”. "Pero lo peculiar es que -anota a continuación- solamente quien no comprende nada de la cosa, quien posee solamente conocimientos históricos se comporta imparcialmente. El conocimiento histórico de las doctrinas no es ninguna comprensión de las mismas." Y todavía agrega "… aunque la historia de la filosofía tiene que narrar hechos sin embargo, la primera cuestión es, a saber, qué es un hecho en filosofía" (Hegel, 1961: 232-233).

¿Aceptar estas afirmaciones de Hegel significa caer en hegelianismo? Sin duda que no, a pesar de la acusación en tal sentido que lanzan los partidarios de la "historia intelectual". Lo que Hegel afirma, tiene en su sistema una elaboración que podríamos calificar de "hegeliana", pero lo que dice en este caso, es ni más ni menos lo que se encuentra supuesto en todo auténtico modo filosófico de pensar el problema.

El maestro Gaos había planteado la cuestión en los mismos términos: "…¿qué se quiere decir cuando se dice que algo es un “hecho”?... Como se empezó por ver, se quiere decir que el algo que es un hecho es algo independiente de las ideas acerca de él, pero como se va viendo el algo que es un hecho no es algo independiente de las ideas acerca de él" (Gaos, J., 1954: 246). El hecho no se reduce a la idea como había entendido dentro de su idealismo a ultranza un O´Gorman, según vimos y aquí critica Gaos; mas, tampoco hay hechos sin idea de ellos, sin sentido otorgado a los hechos, como pretende el empirismo ingenuo.

En esto radicaría el sentido de la Aufhebung a pesar de los riesgos que la tarea selectiva inevitable y necesaria, mencionada por el mismo Hegel en el texto citado, trae consigo. Como hemos tratado de mostrarlo aquella tarea plantea un momento predialéctico que puede, no ya regatear el sentido que los hechos tienen, sino simplemente el no verlos. "El sujeto, pura y simplemente -dice Leopoldo Zea-, busca hacer suyo al objeto, incorporándoselo y no una vez más, eludiéndolo. Esto es precisamente lo que significa la Aufhebung hegeliana de que nos habla José Gaos" (Zea, L., 1978: 24).

Ese sentido de los hechos no es por otra parte una comprensión deshilvanada y ocasional de ellos, sino que se da dentro de un determinado horizonte de comprensión. El historiador de las ideas y el filósofo de la historia se encuentran inevitablemente dentro de una comprensión del mundo y de la vida que funciona como a priori histórico. El punto de arranque de esta cosmovisión es siempre una autoafirmación de sí mismo como valioso como también el que es valioso conocernos a nosotros mismos, todo lo cual se constituye en un "proyecto" de vida. El empirismo ingenuo no escapa a esto y su más grave falta consiste en no someter a una investigación crítica su propio punto de partida. "Toda filosofía de la historia, por supuesto -dice Zea-, implica un proyecto" que no es ilegitimo en si mismo pero que debe ser sin embargo legitimado, a partir de investigación de la intencionalidad que lo mueve. La respuesta de Zea en este sentido es clara: el empirismo ingenuo responde a un proyecto que es sin más el que caracteriza a una filosofía de la historia, implícita en este caso, organizada dentro de términos del "discurso opresor". Y aunque lo que vamos decir parezca una paradoja, aclarando que no creemos en la sustantividad de las paradojas, el empirismo ingenuo dentro de sus limites teóricos, se muestra como el heredero de la filosofía de la historia de la modernidad europea, y resulta ser por eso mismo hegeliana, en lo que el hegelianismo tiene infecundo y negativo. En este sentido, la acusación de hegelianismo que se ha lanzado contra la filosofía latinoamericana contemporánea, como si fuera lo que la caracteriza por contraposición con el pensamiento norteamericano, ignora que la filosofía de la historia y otros campos de trabajo filosófico que no le son extraños, se han organizado en nuestra América Latina teniendo en cuenta el pensamiento de Hegel, verdadero nudo de la filosofía, pero también a partir de su rechazo. En tal sentido no hay pues hegelianismo, sobre todo si se tiene cuenta la presencia de los aportes que las "filosofías de denuncia" han legado y pueden todavía legar a nuestro mundo contemporáneo.

Por lo pronto, la filosofía de la historia que Hegel lleva a su culminación dentro del pensamiento europeo, tiene sus orígenes de los que no se desentiende en ningún momento, en la Europa colonizadora. "El siglo XIX -dice Leopoldo Zea-, siglo en el que se van afianzando las conquistas del mundo occidental sobre el resto del mundo, es también el siglo en que surgen las grandes filosofías de la historia que sirven de justificación a esa expansión. Es el siglo en el que un Hegel y un Comte, entre otros, afianzan históricamente a la cultura occidental en el presente, al mismo tiempo que prolongan ese presente en el futuro” (Zea, L., 1957: 56). Este invento de la modernidad europea, es fundamentalmente obra de la burguesía triunfante, que a efectos de alcanzar su propia justificación organizará un discurso en el que se habrá de jugar de modo ambiguo a la historización y a la deshistorización, según los casos y conveniencias y se acabará predicando con un Hegel o un Comte, la clausura de la historia.

Ahora bien, si la historia había sido declarada como terminada y sin embargo, a pesar de los deseos de la burguesía triunfante, la historia continuó, y lo que es más grave para esa misma burguesía, abriendo caminos impensados, era inevitable que aquella historia fuera respecto de esta última, simplemente la pre-historia. Marx y Engels son quienes ven el problema en estos términos y la aparición del libro de Carlos Darwin, El origen de las especies, les permitirá mostrar de qué manera la estructura del capitalismo en ascenso era la repetición pura y directa del estado de naturaleza. El hombre europeo, a pesar de su encuentro con el Espíritu absoluto, no había salido de las cavernas (Zea, L., 1977: 57-58)

Mas, todavía en otro sentido la filosofía de la historia hegeliana resultaba ser la culminación de la prehistoria. El hecho tiene relación directa con el problema que hemos denominado de "selección predialéctica". De acuerdo con la antigua división entre "bárbaros" y "griegos", entendida por la modernidad europea y en particular por Hegel, como la distinción entre "naturaleza" e "historia" el mundo colonizado y dominado por la Europa conquistadora no entraba propiamente en la historia mundial. El hombre africano y el americano, seres impotentes, no habían salido aún del estado de naturaleza y sólo el hombre europeo podría empujarlos hacia ella. El amo era el encargado de historizar al esclavo, a pesar de que el mismo Hegel en su Fenomenología había afirmado lo contrario. Pues bien, la nueva filosofía de la historia, sin superar a pesar de esto su eurocentrismo, como bien lo señala Zea, abandonando el Espíritu como canon para medir lo humano, y retomando elementos que están en el mismo Hegel historizaría a todos los hombres de todos los tiempos y lugares, a partir de la noción de trabajo. La doctrina de los "modos de producción" hará dar un vuelco radical a la filosofía de la historia europea, como ya lo dijimos, abriendo las puertas para el reconocimiento de la historicidad de todo hombre (Zea, L., 1978: 66). No se trataba de un economicismo, sino de una nueva antropología que parte de la relación consustancial, ontológica entre el ser y el tener. "La historia no da sentido al hombre (como sucedía en la filosofía del Espíritu), sino que es éste el que da sentido a la historia. Son los hombres actuando los que hacen la historia, los que originan esa marcha aparentemente ajena a cada uno de ellos" (Ibidem). Había nacido de esta manera una nueva historia mundial, que no aparecía organizada sobre la distinción entre "hombres históricos" y "hombres no históricos".

De ahí el punto de partida de la filosofía de la historia contemporánea y a su vez de una filosofía de la historia de América Latina: retomar una historia que se había declarado concluida. "Nuestra filosofía de la historia -dice Zea- como conciencia del sentido de la misma, expresa la continuación de una historia que se decía cancelada" (Zea, L., 1977: 48, 49).

Retomar una historia que se consideraba clausa, pero además desde otra conciencia, no la conciencia conquistadora y colonizadora, bajo cuya presión acabó por constituirse la línea negativa de la filosofía de la historia europea, sino la conciencia de dependencia, la de aquel esclavo a cuyo cargo estaba nada menos que la historización del hombre. Mas, tampoco exclusivamente a partir de la conciencia dominada del proletariado industrial inglés, francés o alemán, como si ella fuera la forma paradigmática de toda conciencia de este tipo por el hecho de integrar la "civilización" europea, sino de la de todo hombre. Dicho de otro modo, una filosofía de la historia que arranca también y necesariamente del hombre dominado de las colonias de los sucesivos imperios. Una filosofía de la historia, tal como la entiende Zea para América Latina, que no acepta ninguna justificación para las relaciones imperialistas y esto aun cuando de ellas se entienda que por obra de las pretendidas "astucias de la razón" habrá de progresar la humanidad. No hay justificación postfactum de la miseria, del hambre, la explotación, la marginación, la tortura y la muerte. Las cosas podrían haberse dado de otro modo y de hecho se han dado así más de una vez en la historia. En este sentido la filosofía de la historia americana se presenta como una inversión de la hegeliana, mas también, como una inversión de todo eurocentrismo, del cual no estuvieron exentos Marx y Engels (Zea, L., 1978: 66, 99 y sgs.). De esta manera es entendida nuestra filosofía de la historia: "...aquella que se inicia como toma de conciencia de la dependencia y de la necesidad de liberación de los pueblos que sufren. Filosofía que se encarna en un Simón Bolívar y se cierra en un José Martí." Todo lo cual supone un "proyecto libertario", mas también y necesariamente a la vez un "proyecto igualitario", ese "igualitarismo" que espantaba y espanta a las burguesías latinoamericanas. (Zea, L., 1978: 42-43)

Tal es el punto de partida de la nueva filosofía de la historia que no es un factum sino un faciendum, algo que habrá qué ir haciendo y que más de una vez serán los mismos que den un paso adelante, los que marcarán un paso hacia atrás. La historia intelectual de Juan Bautista Alberdi es un ejemplo acabado de la condición humana y la filosofía sólo desde ella y a partir de ella alcanza su total dignidad pero también su miseria. La lucha contra su propia ambigüedad constituye el quehacer filosófico mismo.

Ahora bien, Zea no sólo ha tratado en sus libros de hacer esa nueva filosofía de la historia sino que además ha elaborado una interpretación de lo que la filosofía de la historia ha sido entre nosotros, particularmente a lo largo del siglo XIX. La tesis central de esa interpretación la había enunciado Gaos quien la había encontrado confirmada, además, en los propios estudios iniciales de Zea, en particular en aquella obra titulada Dos etapas del pensamiento en Hispanoamérica que ya mencionamos. Según el maestro Gaos la historia intelectual latinoamericana se ha caracterizado por "EI esfuerzo por deshacerse del pasado y rehacerse según un presente extraño", dicho de otro modo por una actitud utópica y nada dialéctica. Como consecuencia de ello, la filosofía de la historia que habrá de hacerse, según el mismo maestro concluía, habría de consistir "En vez de deshacerse del pasado, practicar con él una Aufhebung... y en vez de rehacerse según un presente extraño, rehacerse según el pasado y el presente más propios con vistas al más propio futuro" (Zea, L., 1978: preliminar).

De esta manera, si la nueva filosofía de la historia, la que propone Zea, puede ser entendida como una "inversión" de la de Hegel en cuanto que el punto de partida de aquella es la conciencia de dependencia, la filosofía de la historia latinoamericana anterior, se presenta, por lo mismo que no es de espíritu propiamente dialéctico, como la antípoda de la hegeliana (Zea, L., 1978: 19, 164 y 172).

Ahora bien, esta caracterización que en algún momento le pareció a Zea ser exclusiva del pensamiento latinoamericano y su única forma de pensar, a tal punto que podía ser explicada culturalmente como una herencia ibera, por contraposición con la mentalidad sajona, será objeto de un importante cambio. Una nueva perspectiva le habrá de llevar a reconocer diversos "proyectos", dentro de la conciencia histórica latinoamericana, uno de los cuales, que culmina con el pensamiento de Martí, en el mismo siglo XIX muestra una comprensión dialéctica ajena precisamente a “aquella extraña configuración" que había llevado a una cultura de nihilización y de superposición. Siempre le parece sin embargo a Zea que esta última actitud ha sido la predominante (Zea, L., 1976: 21-27).

A este nuevo planteo se ha de agregar una interpretación de la filosofía de la historia hegeliana, señalada constantemente por Zea en el hecho de la existencia en Hegel mismo de una negación nihilizadora que es justamente la que lleva a la distinción entre "hombres históricos" y "hombres naturales". Como consecuencia de esto aquella "lógica formal" que caracterizaría a la conciencia americana de acuerdo con lo que surge de los planteos de Zea, se encuentra en Hegel mismo. El hecho responde al modo como la modernidad europea construyó la filosofía de la historia. Y así, el intento de Zea viene a colocarse más allá de la propuesta misma del filósofo alemán en cuanto si bien es necesario regresar constantemente tal como él lo dice con fuerza, a la Aufhebung hegeliana, lo será desde un exigencia de reconocimiento universal de la historicidad de todo hombre (Zea, L., 1957: 61-62).

Y de este modo no hay un hombre europeo dialéctico y un hombre latinoamericano no-dialéctico, como si se tratara de dos tipos humanos diversificados, sino que ambas actitudes son señalables en el uno y en el otro. Cuanto más, lo que podría decirse, y en tal pareciera resolverse el pensamiento de Zea, es que esos hombres se distinguen porque en ellos predomina una de las tendencias sobre la otra y además, que ello no es fruto de una herencia, o incluso de un modo ontológico de la conciencia, sino que es consecuencia de situaciones históricas concretas. La clave de todo esto se encuentra, como el mismo filósofo mexicano lo afirma con mayor insistencia cada vez en el hecho de la dependencia, en la inexistencia de un sujeto que haya alcanzado un para sí que lo haga comprenderse a mismo como valioso y que sea capaz de rescatar su ser y su tener.

De esta manera, aquella Europa de la que surgiría toda creación posible según los europeístas a ultranza, sin negar el potente impulso creador que indudablemente la ha caracterizado a lo largo de su fecunda historia, resulta humanizada. Se esfuma el paradigma, para historizarse su realidad con lo cual se hace un acto de justicia con el nombre europeo mismo.

Y a la vez, con la doctrina de los diversos "proyectos" con los que el hombre latinoamericano ha organizado su propia conciencia histórica, se humaniza a este hombre, abriendo las puertas para ponerse más allá de su comprensión como antimodelo. La cultura latinoamericana ha sido de yuxtaposiciones, pero también de asimilaciones. Hubo imitación, pero también recreación de lo imitado, tal como la doctrina del circunstancialismo lo había señalado desde sus inicios. Y por supuesto todo esto dentro de los límites que permitían los sucesivos estados de dependencia, que hace que la yuxtaposición haya tenido más fuerza que la asimilación, la que no alcanzó, según Zea, un plano de conocimiento consciente. "Faltará aquí la negación –dice-, en sentido hegeliano, no habrá absorción; y si a pesar de todo la hay, ésta no será consciente ni para el conquistador ni para el conquistado." Y todavía con más fuerza nos dice: "Pese a todo hubo asimilación, pero tan sorda que no se hizo consciente al hombre que sufrió la conquista y la colonización" (Zea, L., 1978: 104-105).

La existencia de lo que el mismo Zea denomina "Proyecto asuntivo", llevado a cabo por toda una generación, entre cuyos representantes se destacan un José Enrique Rodó y un José Martí y que tiene antecedentes tan valiosos como el que encarnaron las figuras de un Francisco Bilbao y un Andrés Bello, prueba sin embargo que el hecho no careció de un grado de conciencia. Aquella asimilación creadora no-consciente, fruto de una dialéctica real, la de los hechos mismos, encontró pues en determinados momentos, quienes supieran verla y afirmarla en el nivel del discurso. Y es precisamente la existencia de aquella "negación dialéctica", como la presencia en nuestra historia de esos intelectuales, lo que hace posible, según nos dice Zea, "lo que llamamos filosofía de la historia americana" (Zea, L., 1978: 172).

 

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