TEORÍA Y CRÍTICA DEL PENSAMIENTO LATINOAMERICANO

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Arturo Andrés Roig

© Arturo Andrés Roig. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano Edición a cargo de Marisa Muñoz, con la colaboración de Pablo E. Boggia, Enero 2004. La presente edición digital, actualizada por el autor, se basa en la primera edición del libro (México: Fondo de Cultura Económica, 1981) y fue autorizada por el autor para Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes

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IV
EL PROBLEMA DEL "COMIENZO" DE LA FILOSOFÍA

Hemos dicho que el comienzo de la filosofía americana depende de aquella afirmación de Hegel a la que consideramos en su sentido normativo y por eso mismo a priori, la de "ponernos a nosotros mismos como valiosos". Dicho de otro modo, no hay "comienzo" de la filosofía sin la constitución de un sujeto (Roig, A., 1971a).

Nos hemos preguntado qué queremos decir cuando hablamos de "nosotros". Por de pronto, según la investigación que hemos hecho apoyándonos en el testimonio de algunos de nuestros intelectuales, no se trata de un sujeto pensante puro al estilo del ego cartesiano y de sus formulaciones posteriores, sino de un sujeto que con los riesgos del caso, deberíamos llamar empírico. Esa naturaleza se encuentra de alguna manera puesta de manifiesto en la formulación hegeliana del problema del "comienzo" de la filosofía y es desde su rescate, bajo aquel aspecto, que pretendemos partir. Bien es cierto que la empiricidad resulta desvirtuada en Hegel como consecuencia de la contradicción entre lo histórico y lo ontológico que le conduce a debilitar al hombre como sujeto de la historia en la respuesta pretendidamente superadora de la contradicción indicada.

Deberemos aclarar qué empiricidad es la de que hablamos. El hecho de que todo hombre se defina por la historicidad implica la existencia de una conciencia histórica, dicho de otro modo, de una determinada experiencia de sí mismo que sólo es posible si se da primariamente una potencia o capacidad de experiencia. La historicidad, es por lo dicho, una empeiría y el hombre, en cuanto sujeto histórico, un sujeto émpeiros, con lo cual no se quiere decir que haya elaborado y acumulado esta o aquella experiencia, sino que es capaz de hacerlo. La empiricidad así entendida, como manifestación inmediata de la historicidad, nos conduce a hablar de un sujeto empírico que nada tiene que ver con el desfondado "yo empírico", reducido a lo somático y del que nos hemos de depurar al estilo del Fedón platónico, o al que debemos negar como una pura naturaleza sumergida en su "en sí" al modo hegeliano, o que debemos poner entre paréntesis tal como se propone en las ldeas de Husserl en quien viene a resonar la vieja fórmula "soma-sema".

Ese valor concreto o empírico se pone de manifiesto en el hecho de que aquel acto originario de autoafirmación a partir del cual el hombre se constituye como sujeto, es fundamentalmente valorativo, otro aspecto intuido en Hegel pero desvirtuado asimismo por la contradicción indicada antes. Se trata de un sujeto que como hemos dicho, repitiendo a Hegel, "se pone a sí mismo como valioso" y "considera como valioso el pensar sobre sí mismo". Lo axiológico se muestra por tanto con una cierta prioridad respecto de lo gnoseológico, en cuanto lo posibilita. En efecto, lo que podríamos denominar "ejercicio valorativo originario" permite una toma de distancia frente al mundo, dicho en otros términos, genera el necesario alejamiento mediante el cual se enfrenta la realidad como objetiva. Sólo la constitución del hombre como sujeto hace nacer al mundo como objeto y el "tomar distancia" del que hemos hablado es, primariamente, un hecho antropológico. Inversamente la inexistencia de sujetividad implicaría el estar sumergido en una realidad absorbente que nos impediría verla como lo "exótico", en el sentido originario, es decir, como lo que está "fuera de".

Por otra parte, la empiricidad tal como la hemos definido, no resuelve la sujetividad en subjetividad. En primer lugar, porque las afirmaciones de que la filosofía tiene su comienzo concreto con la constitución del sujeto y de que el filosofar de ese sujeto "exige un pueblo", son convertibles y equivalentes. Se trata en nuestra interpretación de un individuo integrado en una totalidad social y que no es por eso mismo un "yo", sino un "nosotros", lo cual supone un principio fáctico de universalidad. Mas, la autoafirmación del sujeto como valioso no sólo se lleva a cabo desde una relativa universalidad, sino que tiene necesariamente una pretensión de universalidad. Dicho en otros términos, así como no hay objetividad sin sujetividad, tampoco hay individualidad sin universalidad. "Tener como valioso el pensarnos a nosotros mismos", implica la acción de pensarse en general, de darnos una determinación que va más allá de la subjetividad, ya que es connatural al pensar plantear sus respuestas en relación con lo universal. Y este hecho se da respecto de todas las formas de praxis, sean ellas las de carácter judicativo o las de la conducta moral o política, en el sentido amplio de los términos.

El "acto valorativo originario" es una posición axiológica que hace de supuesto en el clásico sentido de suppositum o hypótheton: aquello de que depende o en lo que se funda toda afirmación posible sobre el mundo, aun cuando la conciencia no pueda ser probada como anterior ontológicamente al mundo, sino todo lo contrario. La realidad que hace de referente es siempre anterior al lenguaje, aun cuando éste constituya el modo de prioridad del sujeto frente a lo objetivo, que es únicamente posible como un sistema de códigos desde los cuales convertimos al mundo en objeto de un sujeto.

Entendido de este modo el sujeto del filosofar nos quedan abiertas las puertas para dar una respuesta a la ambigüedad misma del saber filosófico, consecuencia de la naturaleza empírica del sujeto, único sujeto posible. El modo o grado de universalidad que surge de la afirmación de la sujetividad, condiciona todo otro modo posible de universalidad y de objetividad, haciéndolo siempre relativo a ese sujeto concreto, aun cuando se parta de condiciones pretendidamente puras de objetividad y de universalidad.

Cuando el sujeto latinoamericano se plantee de modo expreso la necesidad de una "filosofía americana", su propia autocomprensión como sujeto del filosofar no será otra que la que hemos visto páginas atrás, en donde se parte de un "nosotros" capaz de organizar su discurso desde su situación concreta histórica, a partir de una toma de posición axiológica. Se planteará, pues, el "comienzo" del filosofar como sujeto empírico, en el sentido que muestra el "nosotros" que hemos tratado de definir y con las contradicciones y caídas que le han sido propias en función de esa misma naturaleza empírica.

Desde el punto de vista del tema que nos interesa existe, dentro de la literatura clásica europea, una obra que puede ser considerada sin error como un nuevo Discurso del método, tal vez el segundo y el más importante luego del cartesiano, en la que por primera vez se dieron las bases teóricas para cualquier replanteo del "comienzo" de la filosofía, tanto en lo que se refiere a su aspecto social-histórico, como a su fundamentación epistemológica. Nos referimos concretamente a la Introducción que Hegel dio a conocer en sucesivas exposiciones, destinada a preceder sus Lecciones de historia de la filosofía. Aquella obra, ineludible punto de partida para nosotros, hace girar toda la cuestión del "comienzo" alrededor de la noción de sujeto, a partir de la cual hemos iniciado estas páginas sobre una teoría y una crítica del pensamiento latinoamericano.

Frente a las ya lejanas y a la vez tan actuales páginas de aquella Introducción, poco nos puede ayudar la filosofía contemporánea, especialmente la que ha tenido vigencia dentro del quehacer académico universitario latinoamericano de las últimas décadas, en particular en el intento de rever el pensar filosófico en su relación con un sujeto que no quiere "hacer" filosofía, sino "su" filosofía o mejor, "nuestra" filosofía, exigencia que sólo puede encontrar líneas germinales de desarrollo regresando a la olvidada etapa romántica. Claro está que frente a los planteos hegelianos, inagotadoramente sugestivos y ricos, no podemos renunciar a nuestro derecho de leerlos desde nosotros mismos, como Hegel exigía respecto de todo el pasado filosófico de la humanidad ni menos podemos desconocer, como tendremos ocasión de verlo más adelante, que el pensar contemporáneo en lo que ha tenido y tiene de más fecundo depende de la crítica a la filosofía hegeliana del concepto.

Sin perjuicio de tener que regresar sobre el tema, digamos que este nuevo Discurso del método no se reduce al planteo propiamente cartesiano de buscar un "punto de partida" (point de départ, Ausgang) y que la noción de "comienzo" (commencement, Beginn, Anfang), no incompatible con aquel concepto y al cual incorpora, es mucho más rica y se mueve en un horizonte de una problemática en la que lo histórico y la historicidad juegan su principal papel.

La diferencia se pone claramente de manifiesto si atendemos a la cuestión de la constitución del sujeto, tema que deberemos ineludiblemente iniciarlo a partir de ciertos clásicos y célebres textos de la Fenomenología del Espíritu, para luego adentrarnos en los desarrollos que muestra la Introducción a las Lecciones.

Lo que se plantea en la Fenomenología es fundamentalmente el comienzo de la conciencia, en otros términos, la constitución del ser humano como sujeto y por eso mismo, la realización del hombre en cuanto hombre. El punto de arranque de Hegel no habrá de ser el que había puesto en juego Rousseau, en quien es posible rastrear esta problemática del paso hacia la conciencia desde un estado anterior, que el filósofo ginebrino intentó reconstruirlo a partir de una "historia hipotética". Hegel nos habla también de un "hombre natural" o de un "hombre en estado de naturaleza", mas, si bien podríamos proyectar hacia un pasado lejano y desconocido para nosotros la vigencia de aquel "estado", Hegel comprende claramente que el "hombre natural" se encuentra presente en el hombre histórico y es riesgo constante que la conciencia tiene siempre a su lado en sus sucesivas figuras. De esta manera, aunque no sea legítimo mirar a ese "hombre natural" como un ser propiamente ya histórico, la historia del hombre se juega toda respecto de él, por lo mismo que en él está el germen de esa historia, y por cuanto ella se encuentra ontológicamente determinada por un "regreso" posible y constante a la naturaleza y aparece, además, organizada desde siempre como una lucha por colocarnos más allá de esa misma naturaleza, tan lejana para una "historia hipotética", como cercana para una historia que se concibe a sí misma como el proceso de constitución del sujeto.

Que el "hombre natural" es ya a su modo un ser histórico lo prueba lo que diferencia a este hombre de la mera animalidad. El hombre se presenta, en efecto, como un ser que tiene el poder de elevarse, de empinarse o peraltarse sobre la naturaleza; la humanidad es tal, cuando se levanta sobre la animalidad. Esta última se caracterizaría por encontrarse sumergida en lo particular, en lo singular; el animal mira y sus ojos no verían nada más que singularidades que no llegarían ni siquiera a ser para él singularidades repetidas. Bien es cierto que el instinto ordena la vida animal de un modo que a nosotros nos parece a veces teleológico, mas de hecho, las satisfacciones de las necesidades y de los sentimientos, son alcanzadas dentro del marco de una individualidad y aquellas singularidades parecerían estar referidas de modo estricto a ella, sin alcanzar tal vez por la vía misma del instinto una cierta prenoción de la universalidad de la especie: su mirar y su actuar no revelan un conocimiento de lo universal. De donde se infiere que habría en el animal una debilidad que es a la vez intelectual y volitiva, si bien respecto de él no podemos hablar sino impropiamente de intelección y de volición; en resumen, el animal representaría una versión sumamente pobre de la individualidad. No es un "ser en sí" al modo del "hombre natural" que contiene la propia potencia de su "ser para sí", sino que se trataría de un ser condenado a la repetición indefinida de su propia debilidad originaria.

No ignoramos los límites y los riesgos de tales tesis. La visión que Hegel tuvo de la naturaleza sufrió una fuerte modificación a partir del tercer cuarto del siglo XIX, que concluyó definitivamente con la vieja doctrina de la repetición indefinida de las formas y la incapacidad de creación de nuevas formas de vida. Mas esta profunda diferencia entre el evolucionismo hegeliano y el evolucionismo que habrían de generar los naturalistas, no invalida el poderoso esfuerzo de Hegel, desvirtuado y desconocido por estos últimos, de señalar la diferencia ontológica que hay entre un ente natural y un ente histórico, problemática a la que ha regresado el pensamiento contemporáneo. Por otra parte, la doctrina del "hombre natural", aun cuando ella estuviera en manos de Hegel al servicio justamente de una afirmación de historicidad como verdadera naturaleza del ser humano, se prestaba a un riesgoso y peligroso juego de resultas del cual nos vemos conducidos, en particular respecto de algunas de sus versiones o aplicaciones que aparecen incorporadas dentro de la filosofía de la historia, a denunciarlas como formulaciones ideológicas. Pues si bien el llamado "hombre natural" es un ente que posee una potencia, con el sentido activo que Hegel introduce en este concepto aristotélico, el colonialismo europeo al que nuestro filósofo representa de modo acabado, concluirá con Hegel mismo pensando en formas "impotentes" de esa misma potencia y echando por tierra lo que la tesis del "hombre natural" tenía de positivo.

La historia de la conciencia o de las etapas de conscientización del hombre, que van desde el aparecer de la conciencia misma hacia planos cada vez más "profundos" y gracias a los cuales el hombre se va constituyendo como sujeto, tiene como punto de partida aquella doctrina del "hombre natural". Esos momentos, tal como aparecen descritos en los cinco primeros capítulos de la Fenomenología del Espíritu son, el de la conciencia (Bewusstsein) o del "en sí" (an sich), el de la autoconciencia (Selbsbewusstsein) o del "para sí" (für sich) y el de la razón (Vernunft) o del "en sí y para sí" (an und für sich), que reúne o cancela dialécticamente a los dos anteriores en una unidad superior y más rica. En el primer momento, el de la conciencia en si, se trata de la simple conciencia propia del nivel del conocimiento sensible, que no va más allá de una certeza inmediata de una realidad exterior que le es "dada" y a la que no se enfrenta ni se opone. La actitud que la caracteriza es contemplativa, por lo que acepta pasivamente la revelación del ser. Se trata de una actitud ingenua en la que la conciencia, en cuanto no se opone como tal a la naturaleza, es todavía "naturaleza" y se encuentra sumergida en el "tiempo". Desde esta simple conciencia, en cuanto no se aparta de aquella actitud contemplativa, resulta imposible pasar a la autoconciencia, pues, quien contempla se encuentra absorbido por lo contemplado, inmerso en la "sustancia". No hay conciencia de sí, sino de la cosa contemplada; no hay propiamente "sujeto", no hay un "yo", sino una conciencia no desenvuelta ni desplegada, una "conciencia en sí".

Es necesario acceder a un plano más profundo, más humano todavía, como ya lo señalamos, el de la autoconciencia, en el que el hombre se convierte en un ser consciente de su oposición al mundo y por tanto consciente de sí mismo. El para si implica el paso de una forma de temporalidad a otra, de aquel mero tiempo confundido con la temporalidad propia de la naturaleza se avanza hacia la historia. Para esto es necesario que se ponga en acto un impulso por obra de la misma necesidad implícita en la naturaleza humana, que permita al hombre descubrirse a sí mismo como sujeto: el deseo (Begierde). A través de él la naturaleza se niega a sí misma en el hombre y le permite a éste enfrentarla como objeto. Dicho en otros términos, las necesidades que son originaria y primariamente orgánicas, naturales, nos mueven a poner la naturaleza a nuestro servicio y con ello a introducirla en lo histórico. Más, también es necesario superar la primitiva admiración que en cuanto sympatheía era tan sólo raíz del discurso mítico. El clásico thaumázein de los griegos es un comienzo del saber, mas siempre y cuando sea la admiración de un sujeto que parte de una negación y a la vez de una autoafirmación sobre las cuales puede llevar a cabo el ejercicio del preguntar desde sí mismo, tal como lo anticipó a su modo Platón con su doctrina del "preguntar abierto" (Cfr. Roig, A., 1972ª: III, 55). Y más allá de esta admiración, que se encuentra como lugar común en todas las doctrinas de la filosofía entendida como contemplatio que en Hegel queda subordinado como momento secundario, el verdadero papel que le toca jugar al sujeto en cuanto autoconciencia, habrá de ser el de la transformación por cuanto la única vía para negar la naturaleza consiste en historizarla. Ciertamente que estas afirmaciones de Hegel quedarán oscurecidas, como veremos luego, cuando tratemos acerca de la suerte que en él corre el a priori antropológico.

Ahora bien, la autoconciencia es una figura que sólo posee su verdad en la figura siguiente de la conciencia, la razón, momento de despliegue en el que, negado el deseo en cuanto impulso natural, será posible según pensaba Hegel, la constitución de un sujeto que habría de asumir y, a la vez, cancelar la primitiva conciencia en sí y la subsiguiente conciencia para sí, dando de este modo a la sensibilidad, que regía a la primera y al entendimiento (Verstand), categoría de la segunda, su lugar correcto dentro de un plano superior y más rico ontológicamente. En el serían posibles contenidos intencionales puros de la conciencia y la razón (Vernunft) habría de reencontrarse a sí misma con toda su potencia creadora, liberada de las formas de la representación. Con este tercer sujeto, Hegel venía a satisfacer una exigencia que estaba planteada desde los inicios de la modernidad, concretamente a partir del cogito cartesiano, pero reformulado ahora desde una visión en la que, si bien la tendencia ontologizante de la conciencia se mantenía en pie y con mayor fuerza que nunca, se había entrado en el riesgoso juego para todos los ontologismos, de tratar de incorporar la historia y la historicidad en el hecho mismo de la constitución del sujeto.

A pesar de la importancia que dentro de la historia de las figuras de la conciencia muestra la etapa o momento de la razón, es necesario regresar a la figura anterior, que es la que nos pone en claro sobre ciertos aspectos que son constitutivos de la razón misma. Concretamente, a propósito de la autoconciencia o de la conciencia para sí, Hegel nos plantea el problema de la naturaleza del sujeto, que si bien puede ser considerado formalmente como "absoluto" en su figura más desplegada, la de la razón, en aquel momento anterior es sin embargo esencialmente relativo tanto en lo que respecta a sus contenidos, como en lo que se refiere a su inserción en el mundo humano. Y este último aspecto que desde la autoconciencia se proyecta a la misma conciencia "en sí y para sí", es justamente el que deseamos destacar. Se trata, en efecto, de un sujeto inmerso en un mundo relacional humano del que deriva su propia posibilidad como sujeto y, a la vez, todos sus riesgos. "La autoconciencia -nos dice Hegel en un citado texto de la Fenomenología- sólo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia" (Hegel, 1985, parágrafo 3), es decir que aquel para sí que nace bajo el impulso del deseo, implica necesariamente una relación con otro, por lo mismo que éste completará el acto mediante el reconocimiento sin el cual no hay autoconciencia posible. Ciertamente que en el momento en el que se desfonde el impresionante esfuerzo ontologizador de la conciencia y se busquen otras explicaciones para la "ceguera" del entendimiento, este momento de la autoconciencia quedará como la figura de base desde la cual se habrá de reconstruir la filosofía.

Ya Aristóteles había entendido, como en general todo el mundo clásico, que una autoconciencia no es posible sin otra autoconciencia. Las dos definiciones que nos ha dejado del hombre, aquella que afirmaba que "es un animal que posee logos" y aquella otra que decía que es un "animal político", son convertibles por cuanto son en el fondo una misma cosa. Logos, en efecto, no se reduce a ratio como se entendió en las traducciones latinas, sino que es a la vez y necesariamente verbum. Con ello se pone en evidencia una comprensión de la conciencia como realidad necesitante de una comunicación con otra, hecho sin el cual no se alcanza la total riqueza del intento definicional del Estagirita.

La riqueza de la descripción hegeliana de la autoconciencia se pone además de manifiesto en su descripción de los modos de reconocimiento. Éste no comienza con la relación de dos autoconciencias que se encuentran ambas constituidas como autónomas y libres sino que aparecen como contrapuestas. Así lo entendió también Aristóteles para quien este hecho se le presentaba como "natural" y definitivo. La importancia de la reinterpretación hegeliana consistió fundamentalmente en considerar ese mismo hecho como una situación histórica de la conciencia y como una contradicción que habrá de impulsar hacia otra figura, por lo mismo que las contradicciones son el motor mismo de todo proceso dialéctico. "Una es la conciencia independiente que tiene por esencia el ser para sí, otra, la conciencia dependiente, cuya esencia es la vida o el ser para el otro; la primera, es el señor, la segunda, el siervo” (Hegel, 1985: 4, A, 2). La satisfacción que el primero busca mediante el reconocimiento se logra con un acto de dominio sobre el otro, entendido como cosa, hecho que supone una interna contradicción ya que a la vez que se lo reifica se le exige aquel reconocimiento que es por naturaleza un acto propiamente humano.

Pero la riqueza temática del pensamiento de Hegel no queda mostrada en toda su significación si no relacionamos este momento de la autoconciencia con un concepto de capitalísima importancia al que Hegel concede un lugar por cierto destacable. Nos referimos al trabajo. En efecto, la relación entre la conciencia dominadora y la dominada es no sólo de reconocimiento, sin más, sino que es fundamentalmente de reconocimiento de una conciencia respecto de la otra en y por el trabajo. Y ello no podía menos que ser así, pues, toda la fenomenología de la conciencia supone desde sus primeras figuras un proceso de humanización, vale decir, de negación y por tanto de transformación de la naturaleza, y la única vía que el hombre tiene de lograrlo es la del trabajo. De ahí que la humanización o historización aparezca, desde el mismo momento de la simple conciencia en sí, como un hacerse y un gestarse del hombre respecto de sí mismo. La Fenomenología, en particular si nos atenemos al significado de la figura del amo y del esclavo, que a pesar de Hegel mismo ha logrado una autonomía dentro de lo que es el riguroso sistema general de la obra, señala una línea de interpretación de la historia que habrá de entrar en contradicción con aquella otra historia, la del Espíritu, para la cual la historicidad se resuelve en una caída en lo histórico. De ahí que la noción de trabajo acabe siendo desplazada por Hegel de un sujeto (el siervo o el esclavo) a otro (el Espíritu) y concluya, como tantos otros conceptos fecundos, malversado por la pasión ontologizante. Otro aspecto hay todavía que habrá de incidir negativamente en el auténtico valor de la fértil y trágica figura del amo y del esclavo. El mismo deriva de la ambigüedad del concepto de "hombre natural" que, referido al hombre en el cual tuvo su cuna el Occidente, supone una noción de potencia (dynamis) que es ya a su vez acto (enérgeia), mas, referido a aquellos hombres que nada tenían que ver con el soplo mítico del Espíritu que había concluido en la "libertad germánica", en particular africanos y americanos, la potencia se resuelve sin más en impotencia. Y aquí regresaba Hegel al enunciado aristotélico según el cual "ningún ser en potencia puede pasar a acto si no es por obra de otro ser en acto", axioma que no regía para el hombre europeo, movido interiormente por el nous poietikós entendido ahora como el Espíritu. Pues bien, para este segundo hombre natural, al no mediar aquel soplo del Espíritu, el trabajo resultaba contradictoriamente un hecho natural, una incapacidad de forzar la naturaleza para hacerla entrar en la historia.

El desfondamiento del ontologismo hegeliano acabará con el mito del "trabajo" del Espíritu y la tesis de Carlos Marx relativa a la diversidad de los modos de producción, permitirá considerar como ente histórico a ese negado "hombre natural" y abrirá la posibilidad de una nueva formulación de la Weltgeschichte, sobre la base de un concepto de trabajo, planteado ahora como hecho plenamente histórico.

Por lo que venimos diciendo, no nos cabe duda que el verdadero aporte que hizo Hegel, tal como lo vemos desde nuestra perspectiva, se encuentra en sus análisis del hecho de la autoconciencia, nivel en el que precisamente fue enunciado el a priori antropológico. En relación con ese horizonte de la meditación hegeliana y sin desconocer otros aportes, se desarrolla precisamente lo más valioso del problema del "comienzo" de la filosofía, tal como podemos verlo en las páginas de la Introducción a la historia de la filosofía. En esta obra, con no mejor claridad que en otras, se pondrán de manifiesto las dos tendencias constantes del pensar hegeliano: una de ellas, la exigencia de tener en cuenta de modo permanente lo social histórico, y la otra, la de encontrar una fundamentación de ese primer nivel en lo ontológico. Estas dos líneas de desarrollo se nos aparecen como un juego constante de "historizar" y a la vez "deshistorizar" y, de modo paralelo, de "socializar y "desocializar", todo lo cual se pone de manifiesto en el audaz intento, referido ya en concreto a la filosofía y su desarrollo temporal, de deshistorizarla desde su historia misma y de desocializarla desde su propia inserción social. No es difícil prever las consecuencias que para el a priori antropológico habrá de tener este complejo y gigantesco esfuerzo por partir de la historicidad y a la vez por impedir que la misma se disuelva en una mera facticidad carente de sentido. El rechazo del ontologismo hegeliano y de todos los que de una u otra manera lo siguen reeditando, no significa, a pesar de los temores de Hegel, aquella disolución, ni menos aún la imposibilidad de sentar las bases de otra ontología, que se encuentran enunciadas para el pensamiento poshegeliano en la misma obra de Hegel.

Veamos ahora cómo se plantea el problema del "comienzo" de la filosofía. Podríamos reconocer tres enfoques básicos a lo largo de los cuales Hegel desarrolla sus ideas al respecto. Por de pronto, dos de carácter social-histórico que se suponen e implican mutuamente, uno de ellos organizado sobre la noción de "decadencia" y, el otro, sobre el concepto de "libertad". La compleja trama de ambos, como así las contradicciones que plantean, tienen como motivo principal un juego constante que en ocasiones oscurece los textos, entre dos sujetos de aquel "comienzo". Ambos aparecen ya enfrentados, ya identificados, según una marcha dialéctica que no siempre alcanza a encubrir la presencia del sujeto real-histórico, el hombre, que por momentos pareciera cobrar un peso autónomo. El tercer enfoque, al que podríamos denominar de "los tiempos largos", se libra de la complejidad de los dos anteriores al primar en él definitivamente lo que para Hegel es, en última instancia, el verdadero sujeto de todo "comienzo" de la filosofía, el Espíritu.

Es necesario principiar señalando que, a partir de Hegel, quedó como una verdad incontestable, implícita en los grandes pensadores de todos los tiempos, que hacer historia de la filosofía es hacer filosofía y todavía más, que hacer filosofía consiste en una praxis, que aun cuando teórica, tiene su valor y peso propios. En este sentido, Hegel rechazará de modo claro y siempre aleccionador, primero, que la historia de la filosofía sea erudición y segundo, que el pensador pueda ser imparcial. La doctrina de las figuras de la conciencia le habrá de servir para señalar que no se puede hablar propiamente de un "comienzo" de la filosofía, sino de "recomienzos". La erudición se satisface con un simple dato historiográfico de naturaleza externa y se reduce a la indicación de una fecha o de un nombre, o a la determinación de un cierto movimiento filosófico temprano, de un lugar o de una escuela. Como dato así entendido, el comienzo se transforma en un simple apoyo historiográfico de naturaleza externa dentro de un sentido que podríamos considerar como puramente fáctico de la historia. Frente a ello, la filosofía será entendida en Hegel no como un factum, sino como un faciendum y muestra por eso mismo una serie de "grados" entendidos por él como momentos de una totalidad dialéctica.

La problemática ya antigua del "punto de partida", presente en todos los sistemas filosóficos aun cuando no siempre explícita y que había alcanzado una de sus primeras formulaciones para la Edad Moderna con el cogito cartesiano, resultó, como dijimos, sustancialmente cambiada con la noción hegeliana de "comienzo". De una comprensión estática, se paso a una visión dinámica y de una ontología ajena en principio a lo histórico, se avanzó hacia aquel audaz intento de encontrar el secreto de la historia misma de los procesos aun cuando ello fuera a costas del propio sujeto que enunciaba el cogito. El fantasma del cartesianismo siguió rondando, pero ahora dentro de un planteo en el que la exigencia de hacer del hombre un sujeto transformador de la naturaleza como maître et segneur de la misma, encontraba dados los pasos para ser entendido como transformador de sí mismo.

Sobre esa problemática y sobre la base de una constante contradicción entre lo social-histórico y lo ontológico, Hegel intenta explicar cómo ha comenzado la filosofía desde una teoría de la cultura en la que se destacan dos aspectos fundamentales: el primero de ellos, de carácter sincrónico afirmará la existencia de ciertas Gestalten o configuraciones históricas irrepetibles, compuestas por un conjunto básico de formas culturales internas que reciben su sentido del "espíritu" que rige a cada una de aquéllas. Las costumbres, la religión, la filosofía, el derecho, el comercio, el arte, etc., tienen todos ellos como suelo común ese "espíritu" que juega como la esencia que colorea y determina por entero a la estructura, entendida como un "sistema de conexiones". A esta visión sincrónica se agrega, en segundo lugar, un esquema diacrónico, en cuanto que cada configuración histórica corresponde a un pueblo, que es un momento dentro de un proceso en el que se va avanzando hacia formas de conciencia cada vez más "elevadas", a lo largo de una serie de florecimientos y decadencias. La filosofía, en donde se hace propiamente consciente aquel "espíritu", no es sin embargo determinante de las restantes formas culturales internas, sino que ella está determinada como las demás por el mismo. De esta manera surge la afirmación de que "la filosofía exige un pueblo", entendido en este caso el aforismo en el sentido de que todo filosofar es expresión de un proceso histórico-social evolutivo.

Ahora bien, aquel "exigir un pueblo" tiene todavía otros motivos y entre ellos, uno para Hegel de muy particular importancia que radica en el hecho de que todo pueblo concluye en una decadencia. El comienzo de la filosofía tiene que ver de modo directo con una serie de rupturas, por de pronto, hay una primera de la cual surge la sociedad humana y por tanto todo pueblo, que es la que se plantea entre el hombre y la naturaleza que significa el paso de la mera temporalidad a la historia; ahora bien, en cuanto que la naturaleza de alguna manera sigue como metida en la historia, se hace necesario una segunda ruptura esta vez en el seno mismo de la sociedad, la que mediante la división del trabajo deja a unos la tarea de satisfacer las necesidades materiales inmediatas y libera a otros de ella. Con esta segunda ruptura ha nacido el "ocio ciudadano", condición histórica sin la cual la naturaleza impediría la labor filosófica. La tercera ruptura se relaciona ya directamente con el paso de una sociedad juvenil, que ha logrado un determinado florecimiento, a una sociedad decadente que tendrá la virtud de profundizar aquella ruptura como consecuencia de una especie de regreso a la naturaleza, ahora por parte de la sociedad toda entera y que obligará al anterior ocioso a huir de la ciudad y a intentar fuera de ella, la "reconciliación" de todo lo que el estado de decadencia ha disociado. Las causas de tal situación se juegan en dos planos: por un lado, nos habla de la presencia de un agente social que funciona casi como el "agresor" del que nos habla Propp al analizar el cuento fantástico, (Propp, V., 1974) el "demagogo", que movido por un ansia de novedad no ajena a un espíritu de maldad, desquicia las relaciones normales que eran propias de todas las manifestaciones del pueblo en su etapa de florecimiento. Del mismo modo, se nos presenta un actante que cumple o pretende cumplir la función de restaurar el orden perdido, para lo cual ha de "salir de la ciudad" y adentrarse en lo que sería el mundo fantástico proppiano que rodea a la cotidianidad agredida y que aquí se pone de manifiesto como un ingreso a lo ontológico, único campo en el que el nuevo ocioso solitario puede "actuar". Todo este desarrollo se apoya, aun cuando no se lo diga expresamente, sobre el hecho de una cotidianidad agredida que muestra en sí misma caracteres positivos, pero que no puede ser restaurada a partir de ella, sino desde fuera de ella y en este caso mediante una "reconciliación" impotente. El paralelo entre el ingreso en el mundo fantástico que lleva a cabo el héroe del cuento popular y el ingreso en lo ontológico de este ocioso acosado por la "insatisfacción", a pesar de aquella impotencia, resulta evidente. De todos modos, lo que nos interesa destacar respecto de este plano de consideración del problema, es que se parte de una noción de cotidianidad entendida como positiva o negativa, buena o mala. Mas, en otro plano y como consecuencia de una ambigüedad permanente respecto del sujeto mismo de la filosofía, la cotidianidad pasa a ser desde el punto de vista axiológico, indiferente y más aun, la alteración y la decadencia se convierten en un momento necesario sin el cual el acceso a lo ontológico quedaría cerrado. En este nivel nos encontramos con que la filosofía, que se beneficia de la ruptura provocada por la decadencia, es causa de esta última. En efecto, el pensamiento filosófico se caracteriza, en un primer momento, por ser una "reflexión" y aquella función que la filosofía tenía de ser la toma de conciencia del "espíritu de la época", se convierte en el principio de destrucción de ese mismo espíritu, en cuanto que la actitud reflexiva pondrá al descubierto las contradicciones no desarrolladas que estaban dadas entre las diversas formas culturales internas de la "configuración histórica". La "reconciliación" únicamente será posible en el momento en el que el filosofar supere lo "reflexivo" (Verstand) y se instale en la visión dialéctica (Vernunft), para lo cual se ha de "huir de la ciudad" (Hegel, 1961: 190). De este modo, el problema del comienzo de la filosofía aparece señalado en dos etapas, dadas una como causa de la decadencia y la otra como una reconciliación que se resuelve en un reencuentro del pensamiento consigo mismo. En este momento hemos dado el paso de la consideración histórico-social a la ontológica, en cuanto que la "huida de la ciudad" no es ya obra de la insatisfacción creada por los demagogos, sino que es una necesidad del Espíritu en su eterna búsqueda de sí mismo. Para este sujeto, que estaba como escondido jugando en el fondo de todo el proceso, la cotidianidad, sea ella buena o mala, le es absolutamente indiferente. La esclavitud, como una de las formas sobre las que se lleva a cabo la división del trabajo, queda asimismo justificada y hasta el demagogo, que para el filósofo era causa de rechazo e insatisfacción, se convierte en un instrumento benéfico. Y aquí nos encontramos con lo que habíamos anticipado respecto de las diferencias que hay entre la visión de la historia que surge de la figura del amo y del esclavo en la Fenomenología y la misma relación de señorío y servidumbre que aparece implícita en todos estos desarrollos relativos al problema del comienzo de la filosofía. Mientras que en la obra señalada, el amo, dedicado al consumo, se sumergía en la naturaleza y el esclavo, condenado al trabajo, acababa siendo el verdadero transformador de ella y por tanto el creador de la historia, aquí sucede que el amo, personificado en el filósofo es el que, al huir de la ciudad salva, aunque tardíamente, el fundamento mismo de la realidad histórica de su pueblo. Dos puntos de vista que son, a nuestro juicio, una vez más, manifestaciones de aquellas dos tendencias contrapuestas entre lo social-histórico y lo ontológico que habíamos mencionado y que implican dos conceptos encontrados de historización, ya que el esclavo se nos presenta entregado a un trabajo que no es el mismo que el que el filósofo realiza en su función de "soporte" del Espíritu.

Como consecuencia de todo esto, la afirmación de que "la filosofía exige un pueblo" se nos presenta asimismo como profundamente ambigua. Ya anticipamos que, en un sentido, el filosofar es imposible fuera de la condición social del hombre. Bajo este punto de vista, la "filosofía" es entendida como la tarea que el hombre lleva a cabo en cuanto autoconciencia necesitante de otra autoconciencia, aun cuando ello se dé en condiciones inauténticas. Pero, bajo otro punto de vista, es la "filosofía", como sujeto, la que "exige un pueblo" así como necesita de la decadencia del mismo, sin interesarle el problema de la autenticidad de las relaciones humanas, las que justas o injustas, vienen todas a favorecerla en su desplegamiento. Como consecuencia, aquellos dos modos de "determinabilidad" del comienzo de la filosofía de que nos habla Hegel, que nos los presenta como indisolublemente unidos, quedan asimismo desfondados. Nos dice, en efecto, que la libertad que caracteriza ontológicamente al pensar (a la que considera "determinabilidad abstracta" del comienzo), se da a la vez y conjuntamente con la libertad política" ("determinabilidad concreta"). El hombre, en cuanto ciudadano, integrado en una sociedad que se ha organizado como "Estado de derecho", se piensa, en efecto, en lo universal y sólo de este modo es posible para él el ejercicio de la libertad. Se trata de un hombre que se pone a sí mismo como valioso y cuya voluntad individual no resulta negativa en cuanto se dan unidos para él la universalidad del derecho y la universalidad del querer. Pero todas estas consideraciones resultan congruentes siempre y cuando el sujeto del filosofar sea el hombre mismo concreto y no aquel otro que en su exigencia de autodespliegue subordina a ese mismo hombre, lo convierte en un soporte y acaba reduciendo la vida cotidiana en una realidad indiferente, en donde el "Estado de derecho" mismo es un instrumento más para una libertad, que a pesar de los esfuerzos de Hegel, no es la libertad del hombre. Como consecuencia, resulta que no es el "pueblo" el que necesita del concepto, sino que es éste el que necesita de aquél. Frente al concepto los hombres son, en definitiva, como "infusorios", seres mínimos que el Espíritu derrocha sin que eso le importe. De ahí el sentido que adquiere la libertad: ella es lograda mediante una ruptura que históricamente puede ser señalada con el nacimiento de la división del trabajo, pero que necesita que esa ruptura se profundice de modo tal que aquella división que ha hecho posible el ocio, haga del ocioso un individuo fuera del pueblo mismo. De este modo, el pueblo hace falta porque con el hecho de la decadencia se ahonda aquella libertad, con lo que el pueblo viene a jugar un papel semejante al del esclavo en relación con un amo, que una vez que lo ha usado y gastado, lo remplaza por otro.

El segundo enfoque social-histórico del problema del comienzo de la filosofía se centra principalmente sobre la cuestión de la libertad, tanto en su manifestación política, como en su concreción ontológica y deja de lado aquella filosofía de la historia que se organizaba sobre las nociones de "florecimiento" y "decadencia". Posiblemente este nuevo desarrollo responda a la necesidad de explicar el comienzo en relación con la filosofía hegeliana misma, para lo cual se hará otro esbozo de filosofía de la historia fundado en la distinción de lo que podríamos considerar como tres "ciudades": la oriental, la griega y la germánica, dentro de las cuales se destacan, respecto de las dos últimas, el Estado ateniense y el Estado prusiano. Ya no necesita el Espíritu recurrir a sus "astucias", como eran las de la esclavitud y la decadencia, pues, ahora reposa en el Estado germánico, identificado con él por obra del filósofo, Hegel en persona, quien no necesita "salirse de la ciudad" y le basta con ejercer su rectorado de la Universidad de Berlín, especie de Academia Platónica reconciliada con la ciudad.

La filosofía es ella en sí misma, por su propia naturaleza, un ejercicio de libertad y su comienzo se da a la vez y necesariamente con él. Hegel nos dice, consecuentemente, que la filosofía comenzó allí donde hubo constituciones libres, es decir, con un tipo de sociedad humana organizada como Estado de derecho, tal como ya anticipamos. La definición de la libertad expresada en la exigencia de "no ser en otro" es, desde este primer punto de vista, libertad política: cada ciudadano se afirma a sí mismo respecto de los demás y todos, en conjunto, movidos por una "buena voluntad", sólo se entienden como individuos en relación con la universalidad de las leyes. Aquella definición cabe asimismo, de modo esencial, para otra manifestación de la libertad, la de pensamiento, de donde los dos enunciados del a priori antropológico -"ponernos para nosotros mismos como valiosos" y a la vez "tener como valioso el pensar sobre nosotros mismos"- expresan las dos facetas de la libertad política y de la libertad de pensamiento, ambas, ejercicios ineludibles del hombre en cuanto ciudadano. Se trata en los dos casos de un sujeto humano que ejerce la afirmación de su yo dentro de la pluralidad que exige la naturaleza misma de la autoconciencia en su acto de constitución. El hecho, por lo demás, de que esta autoconciencia se hubiera incorporado en una visión dialéctica de la realidad social, hacía innecesaria la decadencia y permitía, según pensaba Hegel un comienzo de la filosofía "desde dentro" del Estado mismo.

Ahora bien, la libertad de pensamiento no se reduce a uno de los modos de ejercicio de la vida política, sino que expresa una libertad mucho más profunda, que es la libertad del pensamiento mismo, tomado ahora como sujeto. Para éste rige la misma exigencia mencionada, la de "no ser en otro" y se manifiesta en el hecho de que el "objeto no le es dado", que sería justamente el modo de su alienación. Y esta libertad del pensamiento es, en última instancia, lo que nos hace verdaderamente libres en cuanto que en su ejercicio nos integramos como sujetos, en otro sujeto que hace de fundamento de nuestra naturaleza esencial, el Espíritu. De esta manera, la vía para alcanzar la plena libertad consiste en la duplicación de la sujetividad y en la referencia permanente del sujeto real-histórico a otro de naturaleza ontológica. En aquella integración e identificación se da precisamente el verdadero comienzo de la filosofía, que es al mismo tiempo una actividad inmanente, el "filosofar" del hombre, mas a la vez, una actividad que lo trasciende en cuanto que es el "filosofar" de la Filosofía. De ahí que Hegel concluya afirmando que "sólo la filosofía es libre" y que nosotros somos libres en cuanto la Filosofía se despliegue en nosotros.

La dualidad de sujetos es para Hegel, sin embargo, tan sólo posible a nivel del entendimiento. De hecho, la razón, como pensamiento propiamente dicho no admite tal dualidad. La conciencia humana es ontologizada para poderla fundir con una conciencia divina que va "cayendo" en lo temporal en su proceso de desarrollo eterno. El planteo hegeliano se anuncia de modo muy simple: "pensarnos libres es ser ontológicamente libres". Es meter en nosotros, en la historia, algo que estando separado del cambio, tiene sin embargo historia y esa "historia" que no lo es, resulta ser la búsqueda y realización de la libertad de un principio que, según Hegel, hace de nuestra inmanencia una trascendencia y de la trascendencia una inmanencia. De todas maneras, el hiato se mantiene y de ahí la honda dramaticidad del espectacular proceso evolutivo que se empeña Hegel en describirnos. La conciencia humana resulta de este modo un juego constante de anterioridades y posterioridades: es en cuanto pensamiento, a posteriori respecto del Pensamiento, de la Filosofía y del Espíritu, una sola realidad dicha con diversos nombres, mas, en cuanto la "Filosofía se acerca a ella", pasa a gozar de la misma aprioridad de ésta. Se consustancia con el Espíritu sin dejar de ser uno de sus soportes. El a priori antropológico deja de ser tal, para fundirse con el único a priori posible o, en el mejor de los casos, ser un momento necesario que ha de ser negado y cancelado. Sólo la destrucción de este impresionante mito ontologizante podrá restablecer para el pensar filosófico el verdadero sentido de la aprioridad y la aposterioridad de la conciencia respecto del mundo y establecer otras bases para responder al problema del comienzo de la filosofía. Con ello, la historia de la filosofía deja de ser la pretendida "historia" de la Razón, para reducirse más humildemente a una "historia del pensar racional" en la que la alienación y la libertad son pensadas y entendidas en relación con un sujeto al que no le acaece "caer" en lo histórico. Con ello el poder dialéctico de la enajenación que descubrió Hegel y que consideró como momento necesario del Espíritu en sus lentos pasos hacia el reencuentro de sí mismo, se historiza. La fuerza irruptora de los marginados y de los explotados, única que puede socavar los cimientos de las estructuras de dominación, queda libre de toda ontología ocultante y mitificante y el temor que era tan sólo la categoría esencial de esclavos y siervos, se extiende a los amos y señores.

Es virtud del pensar hegeliano el haber señalado con fuerza la relación que hay entre libertad y necesidad. Ambos términos no son un oppositum, en el sentido de no ser integrables dialécticamente. El hombre es libre en la medida que asume y cancela su propia necesidad, que le es consustancial, y la historicidad es en este sentido una realidad transida constantemente por la necesidad, como hecho interno y siempre presente. Sobre ella se edifica la libertad humana. Pensar de otra manera significaría caer en una comprensión abstracta de la libertad, es decir, en algo inexistente. Ahora bien, en el esfuerzo por mostrar el juego dialéctico entre libertad y necesidad, Hegel proyecta, una vez más, el problema hacia lo ontológico, tratando de fundar en este nivel aquella relación. La integración dialéctica de libertad y necesidad es posible por cuanto en el Espíritu ambos términos se identifican: en él su necesidad consiste en su libertad. Ésta resulta, de tal manera, absolutizada y en la exigencia de superar los opuestos o de integrarlos, se los ha borrado. Mientras para el hombre la necesidad es algo relativamente positivo, por lo mismo que sobre ella se juega la libertad, para el Espíritu, en su avance y reencuentro consigo mismo, la necesidad es tan positiva como su libertad. En efecto, la necesidad se expresa como autodespliegue, como "caída" en la temporalidad y en tal sentido, como mayor riqueza de contenidos desarrollados desde el Espíritu mismo. La incompatibilidad axiológica que se da para el hombre entre su necesidad y su libertad, se transforma en una equivalencia valorativa que si atendemos al desarrollo del Espíritu es simplemente indiferencia. El peligro de esta tesis no es difícil de señalar en cuanto que con ella están dadas las bases para cualquier tipo de justificación post factum. Por último, si el fundamento de la relación dialéctica entre necesidad y libertad se encuentra en el modo como juegan ambos opuestos en el desarrollo del Espíritu y la máxima libertad de éste consiste en su regreso a sí en cuanto pensamiento que se piensa a sí mismo, sólo es dado al filósofo, entre los hombres, el ejercicio de la libertad propiamente dicha, que es y no es su libertad. De esta manera, el comienzo de la filosofía que había sido relacionado con la aparición de las "constituciones libres", aun cuando ahora el filósofo sea entendido como un ciudadano que no ha abandonado la ciudad, reincide en este abandono, por lo mismo que su sujetividad ha acabado por disolverse en la sujetividad fundante y absoluta del Espíritu una vez más, el ansia de encontrar un "sujeto de apoyo" lleva a ontologizar la realidad histórico-social.

Todos estos planteos se relacionan, como habíamos dicho, con una cierta filosofía de la historia organizada sobre la imagen de tres ciudades: la oriental, la griega y la germánica. El problema de la libertad es considerado nuevamente sobre la base de la relación amo-esclavo. Conocida es la fórmula hegeliana con que expresa ahora su pensamiento: "En Oriente solamente uno es libre, el déspota; en Grecia, algunos son libres, los ciudadanos; pero en el mundo germánico, todos son libres”. En el análisis histórico-social Hegel parte de una serie de hechos que da como facticidad comprobada e indubitable. Nos habla, en efecto, de que en los países orientales existe establecida la relación amo-esclavo, como asimismo que en Grecia la vida civil no podía subsistir sin la institución de la esclavitud. Ahora bien, a esos hechos fehacientes agrega otros, el primero, que en el Oriente el temor es la categoría dominante, no así en los Estados griegos libres, respecto de los cuales silencia toda referencia a aquella categoría y, por cierto, otro tanto hace respecto del mundo germánico. Y todavía más, llega a afirmar, como hecho incuestionable, que en Europa es imposible que a un señor se le ocurra "convertir en esclavos a la mitad de sus súbditos", como es asimismo imposible que a un gobierno europeo "se le ocurra hacer una guerra para cazar esclavos". No hay posibilidad de los Herrenvölker. Todo el esbozo de filosofía de la historia que ahora desarrolla viene de este modo a quedar justificado sobre el señalamiento de hechos que no tienen todos el mismo peso y la jactanciosa "cientificidad" se resuelve en una arbitrariedad y parcialidad manifiestas.

Sin entrar a considerar la ontologización de todo este esquema, de lo cual hablaremos luego, observemos que es sobre esta facticidad que se trata de explicar por qué la filosofía no comenzó en el Oriente y sí en Grecia y por qué en esta última lo hizo de modo deficiente y a medias. La actitud de Hegel respecto del Asia, a la cual le concede el privilegio de ser la antesala histórica del mundo greco-germano, es radical. Se la excluye totalmente de la historia de la filosofía. Ahora bien, las contradicciones sobre las que se monta todo este análisis de los hechos históricos muestran su debilidad. No cabe duda que cuando en una sociedad rige la relación amo esclavo, no es libre ni siquiera el amo, ya que la relación implica necesariamente la alienación de ambos, aun cuando en sentidos diversos. También es cierto que la categoría que rige esa relación es la del temor, que alcanza asimismo a ambos, aun cuando Hegel parece pensar que no afecta al amo, en cuanto que el temor es para éste no tanto un estado de ánimo como un medio para someter al otro. Como consecuencia de lo dicho, afirmará que en el Oriente no se puede hablar de libertad en cuanto que para que uno sea libre es necesario que todos gocen de la misma situación. Este principio no tiene vigencia, sin embargo, en Grecia, en donde sí es posible que haya "algunos libres" a pesar de que la sociedad helénica estaba montada, lo mismo que la oriental, sobre el sistema de la esclavitud. La "limitación" de la libertad que encuentra que hay entre los griegos, si se es consecuente con el principio, no es tal y es necesario reconocer que el ciudadano estaba tan alienado y atemorizado como lo podría estar cualquier déspota oriental, como lo prueba el hecho constante del miedo a los levantamientos de esclavos característico de toda la Antigüedad clásica. Por otra parte, la afirmación de que "en el mundo germánico todos son libres", resulta por lo mismo tan inconsistente y arbitraria como la anterior: la de que "algunos son libres", y el juicio resulta tan ilusorio, por no decir falso, como éste. Basta con tener en cuenta la situación de la Alemania de la época y en particular la del campesinado, sometido dentro de estructuras de origen feudal y recordar el papel que la Europa de entonces comenzó a jugar respecto de los restantes países del mundo en el vasto y violento proceso de colonización de carácter netamente imperialista. El mismo Hegel en sus Lecciones de filosofía de la historia universal justificará, precisamente, el tráfico de esclavos negros como lo mejor que les podía pasar a estos seres sumergidos en la naturaleza y sin esperanza alguna de humanización desde ellos mismos. Y así como en el caso griego el "algunos" se reducía a "ninguno", en el europeo el "todos" se convertirá en "algunos" y éste necesariamente en "ninguno". A pesar de esto hay que reconocer que la afirmación de universalidad de la libertad que caracterizaría al "mundo germánico" y con él al mundo europeo "germanizado" (Francia, Italia, Inglaterra, etc.) no carece de una cierta objetividad, como sucede con todo universal ideológico. El "todos" que se enuncia, no es un "toto-total", sino un "toto-parcial" universalizado, desde el que la aristocracia del Estado prusiano y la burguesía aliada naciente ejercían su dominio sobre las restantes clases sociales a partir de una determinada conciencia para si, que aun cuando ilegitima, no dejaba de ser una forma de autoconciencia. Y otro tanto podemos decir de la Europa colonizadora respecto del mundo colonizado, de la que, aun cuando nos pese y sin que esto suponga ningún intento de justificación post factum, surgió, a partir del siglo XVIII, una comprensión de la humanidad desde una historia mundial dentro de cuyos marcos se habrá de intentar en adelante todo pensamiento y toda praxis de liberación. La significación de Hegel en este proceso no puede ser negada.

Este esbozo histórico-social que acabamos de comentar, no podía salvarse, como todos los que hace el filósofo alemán, de su correspondiente ontologización. En este caso, lo que se ontologiza es la relación amo-esclavo. A partir de este recurso se entiende por qué la filosofía tuvo su comienzo en Grecia y su pleno desarrollo en Alemania. El punto de partida se encuentra en la afirmación que ya hemos comentado según la cual "el sabernos libres, nos hace libres". La cuestión radica en preguntarse quién es el sujeto que se "piensa como libre" y quién es el que al no pensarse como tal, resulta "esclavo". Sucede que el esclavo no es el hombre vendido y comprado como fuerza de trabajo, sino la conciencia, que lo es respecto de un amo que no es precisamente el que compra o vende en el mercado de esclavos. El hecho de que la conciencia se encuentre sumergida en el "espíritu de la naturaleza", o en la "sustancia" como también le llama, que tal seria el "amo", consiste en el verdadero modo de esclavitud, con lo que la relación social concreta de dominación queda desplazada y resulta posible que en Grecia, a pesar de existir como condición necesaria, "algunos" puedan ser libres. Del mismo modo, la libertad germánica consiste en que el individuo no aparece como esclavo por cuanto no depende de la "sustancia" como le sucedía, según Hegel, al hombre oriental de modo extremo. La desocialización y deshistorización de la relación amo-esclavo restan, por lo demás, toda presencia a la categoría del temor en cuanto que no cabe ya hablar de un amo que atemoriza, ni de un esclavo atemorizado y muestran de qué modo el pretendido paso hacia lo concreto resultaba ser un vaciamiento.

El tercer enfoque acerca del problema del comienzo de la filosofía es el que hemos denominado de "los tiempos largos". Como anticipamos, este planteo se libra de la complejidad de los dos anteriores y esboza una filosofía de la historia en la que el sujeto es definitivamente el Espíritu. Sobre esta doctrina de los "tiempos largos", relacionada de modo esencial con la idea de la marcha "perezosa" de aquel sujeto absoluto, Hegel propone su periodización de la historia de la filosofía, dentro de la cual se habrán de señalar los sucesivos comienzos o recomienzos. En última instancia, hay tan sólo dos filosofías: la griega y la germánica, intermediadas por el pensamiento medieval que es declarado como un período medio de "fermentación" o de "preparación de la filosofía moderna". Los dos primeros periodos, ya acaecidos, negados y cancelados por el Espíritu en su marcha de regreso hacia si mismo, han durado mil años y la filosofía moderna o "germánica", iniciada con Descartes, pareciera estar destinada, conforme con la doctrina de la "marcha perezosa", a otros tantos. Sin entrar a considerar esta periodización, nos interesa destacar la desocialización y deshistorización del problema del comienzo de la filosofía, como asimismo la desaparición o, en el mejor de los casos, la pérdida de fuerza de los planteos que habían llevado a Hegel a señalar la existencia de un a priori antropológico. Tres aspectos nos parecen esclarecedores dentro de este nuevo enfoque y son ellos los relativos a los conceptos de trabajo y de guerra, por una parte y al problema de la indiferencia axiológica del que ya algo hemos dicho. El primero deja de ser, definitivamente, el trabajo del hombre para transformarse en la actividad desplegada por el Espíritu en su larga marcha; el segundo, es una transposición de acuerdo con la cual la guerra es la lucha de la razón contra el entendimiento, o el enfrentamiento del Espíritu consigo mismo en su exigencia de autodespliegue. Respecto de este trabajo y de esta guerra, el trabajo y las luchas humanas, sean ellos los que fueren, humanizadores o deshumanizantes, justos o injustos, nada interesan. Poco le importa al Espíritu el enorme dispendio de generaciones en su obra "sublime" y los pueblos y, dentro de ellos, los individuos, son simplemente sus instrumentos de los que echa mano movido por su eterna ansia de reencontrarse consigo mismo. Los sistemas axiológicos, sobre los que el hombre se imagina haber organizado su vida cotidiana, resultan relativizados y todo mal es para bien y todo bien, para mal, respecto de un sujeto impasible para el cual lo que únicamente vale es su propia riqueza. El proceso de humanización que surge de la clásica figura del amo y del esclavo se ha convertido en un proceso de "espiritualización" que resulta ser la negación del primero, mas no en el sentido de la Aufhebung, sino de una simple nihilización. La filosofía germánica ha regresado, desde este punto de vista y pese a Hegel mismo, a la rechazada filosofía oriental, con lo que deberíamos concluir, o que la filosofía no ha comenzado nunca, o que, contrario sensu, hay una filosofía oriental y, con ella, de todos los restantes pueblos del mundo no agraciados por el "descenso" del Espíritu.

De los tres enfoques que hemos comentado se desprende que la filosofía, al margen del problema del sujeto, es siempre entendida como un faciendum y que como lo hemos afirmado repetidamente, no se puede hablar de un "comienzo" sino de "recomienzos". Sería necesario todavía decir dos palabras sobre la relación que hay entre esta noción de "recomienzo" y la doctrina de los "grados de la conciencia de si" de la que nos habla Hegel, como asimismo las conexiones necesarias que tiene con la concepción de la filosofía en cuanto "saber de lo acaecido". La primera tesis se encuentra férreamente supeditada al rechazo de la contingencia, que le asegura a Hegel la posibilidad de afirmar que cada "grado" lo es dentro de un sistema, o mejor aún, del único sistema posible que funciona como a priori absoluto y que se encuentra contenido en el Espíritu, aun cuando no plenamente desenvuelto. De ahí la afirmación de que existe una sola filosofía, con lo que Hegel pretendía superar las respuestas escépticas de quienes afirmaban la "contradicción de los sistemas". El resultado de todo esto ha sido la supeditación de la historia de la filosofía rigurosamente a los esquemas de una lógica, donde se creyó poder someter toda forma de pensamiento a la necesidad silogística. Debido a ello, cada recomienzo resulta fijado de modo absoluto y la mirada dialéctica viene a reactualizar el viejo mito, revalorable ahora como representación verdadera del proceso, según el cual "volver la mirada hacia atrás" nos convertiría en estatuas de sal. Cada “grado de conciencia de si" coincide, además, con la aparición de un pueblo, pero, en cuanto los grados se encuentran fuera de toda contingencia y su necesidad es el resultado de ser "momentos" de un sistema, los pueblos y con ellos sus hombres, vuelven a ser vistos, una vez más, como una exterioridad en los que acaece la Filosofía. La relación del comienzo con la filosofía, entendida como hecho social-histórico, resulta por tanto nuevamente deshistorizada y ontologizada.

Por otra parte, cada recomienzo de la filosofía supone un tipo de movimiento regresivo que niega la representación que se tiene espontáneamente de la noción misma de comienzo, como punto inicial de un movimiento progresivo. Tal es la tesis de la filosofía como "saber de lo acaecido" que, en relación con la exigencia de necesidad y de rechazo de la contingencia, funda la negación de la posibilidad de toda forma de saber conjetural. Ahora bien, aquel regreso que implica todo recomienzo no es el que habían propugnado los humanistas del Renacimiento, que se declararon neoplatónicos o neoaristotélicos. Se trata sin más de un movimiento ontológico de carácter circular cuyo sujeto es el Espíritu el que, en cada una de sus "caídas" en la temporalidad, se confirma en su mismidad absoluta. Y por esto mismo, la filosofía no puede ser ni un progreso en sentido lineal ni menos aún, anticipatorio. Toda novedad surge dentro de los férreos marcos del sistema y sólo podremos saber de ella si el Espíritu, en función de su necesidad-libertad y por motivos que ignoramos, no resuelve dar un paso adelante. Mas, este hecho y su justificación será para nosotros siempre tardío. La dialéctica sólo puede mirar "hacia atrás" y en ese mirar va congelando el pasado y, aunque no se lo diga, hipotecando el futuro.

Toda la problemática del comienzo de la filosofía en Hegel se mueve por entero sobre la cuestión del sujeto y las dificultades que pueden señalarse en ella derivan del presupuesto de la necesidad de un sujeto fundante absoluto, que hace de apoyo y garantía de la historicidad a costas de ella misma. Como consecuencia, el a priori antropológico acaba por perder su propio peso ontológico y la sujetividad que se constituye sobre él corre el riesgo constante de ser anulada y absorbida. El hombre se le presenta a Hegel como la mediación más importante, a la vez la única y verdadera que encuentra el Espíritu en su autodespliegue, sin que deje nunca de serlo, sin parar mientes en que esa tesis, si nos atenemos a la escolástica hegeliana, encierra una contradicción que exige en cuanto tal ser negada y que se resuelve simplemente en dejar de considerar al hombre, sujeto, como mediación de otro sujeto.

 

V
LAS FILOSOFÍAS DE DENUNCIA Y LA CRISIS DEL CONCEPTO

Veamos ahora cuál es nuestra posición frente al problema que plantean las llamadas "filosofías de la conciencia" o del "concepto", a partir de la crítica generada por las grandes filosofías de "denuncia" o de "sospecha" que han abierto un nuevo y fecundo campo dándonos herramientas conceptuales para la reconsideración de una filosofía latinoamericana (Roig, 1974: VI, 39-75).

Podría ser entendida la historia de la filosofía como un largo proceso en el cual reincidentemente se ha visto el hombre obligado a desenmascarar la permanente ambigüedad del término mismo de "filosofía", que ha implicado e implica tanto las formas del saber crítico, como las del saber ideológico.

Para que esa ínsita ambigüedad sea vista es necesario, sin embargo, tener conciencia de lo ideológico, acontecimiento más bien tardío en la historia de la humanidad, que supone a su vez toda una manera muy viva de entender la naturaleza del concepto, instrumento mental con el que se expresa tradicionalmente la filosofía desde los griegos.

Los pensadores que creyeron posible una radical instalación en el concepto y por tanto un fácil rechazo de todas las formas que consideraron preconceptuales, entendieron haber superado toda ambigüedad y con ella todo lo espurio que la vida introduce en las formas de un pensar "libre". En esta línea se encuentra de modo interesante la filosofía kantiana. Conocido es el pasaje aquel del "Prefacio" de la segunda edición de la Critica de la razón pura, en el que el maestro de Könisberg hablaba con entusiasmo del hecho para él irrebatible del acabamiento de la lógica, que había nacido completa en manos de Aristóteles y que después del filósofo griego "no había podido dar un paso adelante". Por esto mismo le parecía inaceptable el intento de "extensión" de la lógica llevado a cabo por algunos de sus contemporáneos que habían pretendido agregarle capítulos de psicología, de metafísica o de antropología, tema este último que el mismo Kant nos aclara, versaba sobre "los prejuicios, sus causas y sus remedios".

Hegel habrá de heredar esta fe en la ciencia lógica estricta que concibe la posibilidad de alcanzar el concepto en su pureza, desprendido de todo lo que pueda entenderse como agregados preconceptuales y se opondrá, lo mismo que Kant, a aquella "exterioridad y decadencia de la lógica", tal como nos lo dice en su Enciclopedia. Expresa Hegel aquella concepción apoyándose en su distinción entre "concepto y "filosofema”, considerando que este último es el concepto "abstracto", es decir, no desprendido aún de la "representación" y que por lo tanto no puede ser el objeto propio de un saber estricto. Y es al precio de esta distinción, con la que un tanto paradojalmente se anticipa la doctrina de las ideologías, que postula Hegel nada menos que la posibilidad de la libertad entendida como el reencuentro del pensar consigo mismo.

Herederos del cogito cartesiano, Kant y Hegel no dudan, en ningún momento, del triunfo de la conciencia por su poder de evidencia y no cabe en ellos sospecha alguna que les mueva a denunciar la conciencia misma. Lo ideológico, marginado como realidad extraña al concepto, no molestaba a los filósofos con supresencia y los dejaba cómodamente instalados en un pretendido saber puro, en una conciencia transparente e impoluta, reinado del Espíritu, al que denominaron "filosofía". Pero la filosofía seguía, a pesar de esta ilusión, siendo una realidad tremendamente ambigua que exigía nuevas formas de crítica, más vivas, por lo mismo que seguía ocultando en su seno todo aquello que creía haberse expulsado de ella.

Nuestra época ha abierto nuevos horizontes. Las grandes filosofías de denuncia del siglo XIX, poshegelianas, las de Nietzsche, Marx y Freud, han sido asumidas en su mensaje más profundo y han provocado la crisis definitiva de la filosofía del "sujeto" o del "concepto", impulsando un vuelco radical, nuevo cambio copernicano, que ha llevado a la elaboración de una filosofía del "objeto" o de la "representación", dentro de la cual el problema de la libertad alcanza una formulación ciertamente revolucionaria.

Sabemos muy bien que la filosofía, más de una vez, ha sido pensada como "teoría de la libertad", a tal punto que se ha hecho coincidir la historia de la libertad con la historia de la filosofía. Pero, a partir del momento en que entra en crisis la filosofía del sujeto en la que la esencia había tenido prioridad sobre la existencia, el sujeto sobre el objeto y el concepto sobre la representación, se produce necesariamente el abandono de la filosofía como teoría de la libertad y surge con fuerza algo radicalmente distinto e inclusive contrapuesto, la filosofía como liberación.

El paso de la una a la otra implica un cambio en la noción de sujeto, como asimismo del papel que a éste le toca jugar en cuanto sujeto filosofante dentro de lo que Hegel denomina sistema de conexiones de una estructura histórica dada, en el cual la filosofía es uno de sus momentos. Cambio que acarrea como es lógico, puntos de vista distintos respecto de la metodología del saber filosófico y asimismo en relación con su historia. El rechazo de aquella "extensión indebida de la lógica" de la que nos hablaba Kant, y de aquella "extensión y decadencia" de la misma, a la que por su parte se refería Hegel, era sin duda, condición indispensable para asegurar una noción de sujeto que había concluido en el enunciado de un sujeto singular y absoluto y no plural y relativo, al que quedaba sometido ontológicamente el objeto. Se mantenía de ese modo una oposición, a pesar de los esfuerzos de la dialéctica hegeliana, entre un sujeto empírico y un sujeto trascendental, que hacía inútiles los esfuerzos de la dialéctica en cuanto suponía un punto de partida vicioso de acuerdo con el cual se diferenciaban, primero, los dos niveles y se trataba, luego, de reunirlos. La consecuencia de todo esto fue la conformación de un mundo de connotaciones negativas que, con su ya larga historia, desde Platón hasta Husserl, terminó por condenar lo empírico y hacer casi imposible el rescate del término.

Debido a lo que estamos señalando, toda aquella riquísima temática que Hegel desarrolla a propósito del problema del comienzo de la filosofía y que hemos intentado presentar antes y, en particular dentro de ella, las relaciones que trata de establecer el filósofo alemán entre la filosofía y el sistema de conexiones de cada época, habrán de ser desvirtuadas. En efecto, con el objeto de poder asegurar una conciencia autónoma y con ella la posibilidad de un sujeto absoluto de conocimiento, se pondrá en acto un método de reducción que llevará a una deshistorización de lo que se planteaba precisamente como histórico.

Para comprender lo que Hegel nos quiere decir cuando habla del papel que le toca jugar a la filosofía dentro del sistema de conexiones de una época dada, deberíamos regresar a la noción de "estructura histórica" tal como aparece en otras de sus obras. En los Lineamientos fundamentales de la filosofía del derecho, al final del "Prefacio", Hegel nos vuelve a decir que la "filosofía es su época aprehendida en conceptos". El tema se encuentra, como hemos visto, en la Introducción a la historia de la filosofía, obra que en su segunda parte se ocupa precisamente de "la relación de la historia de la filosofía con los otros productos del espíritu". La noción que surge de todo esto es la de la naturaleza estructural de una época histórica, dentro de la cual la filosofía es uno de sus momentos que, aun cuando tardío respecto de los demás, no escapa a la totalidad. De ahí que sea posible hablar de una conexión, por ejemplo, entre la forma histórica de una filosofía y la historia política.

Por eso mismo, la libertad, como ejercicio del pensamiento, no es ni puede ser extraña a la libertad política, a tal punto, que la primera surge, según pensaba Hegel, en relación esencial con la primera. Cuando lo absoluto deja de ser pensado con las envolturas sensibles de la representación, el pensamiento puede pensarse a sí mismo sin mediaciones y del mismo modo, cuando el individuo se piensa en lo universal, deja de ser en otro para integrarse como ciudadano en el Estado superándose de esta manera las formas de mediación política. En ambos casos, la libertad supone la negación de lo particular, lo sensible, lo existencial y la incorporación a una totalidad objetiva esencial. Este despojarse de la representación para dar lugar al concepto y esta incorporación de la existencia en la esencia, muestra que para Hegel, a pesar de la necesaria "buena voluntad" que exige la conversión del individuo en ciudadano, la conexión entre filosofía y política es posible porque ambos términos son homogéneos en cuanto son reducibles a pensamiento. Tanto en un caso como en el otro, la particularidad, tal como existe para la conciencia sensible, se trate de la vida teórica o de la práctica, es cancelada por el pensamiento desde un universal que nos pone frente a lo verdaderamente concreto.

Si tenemos en cuenta que esa negación de la conciencia sensible y la instalación en lo que podríamos entender como una conciencia absoluta se da únicamente en el pensamiento filosófico, se verá claro cuál es la función preeminente de la filosofía dentro del sistema de conexiones hegeliano, aun a pesar de la tesis de su presencia tardía, como también el enorme poder que se les concede a las totalidades objetivas elaboradas por la razón.

La reducción de la cual hablamos, con la que se relacionan estrechamente los aspectos anteriores, se logra no sólo mediante aquella homogeneidad que habíamos mencionado, sino también mediante lo que podríamos denominar la "función integradora" que Hegel concede al concepto, problema que podemos considerarlo en dos momentos: el primero, atendiendo al concepto en sí mismo y luego, considerándolo en el proceso de su constitución.

El concepto (Begriff) cumple aquella función en cuanto circularidad perfecta, en la que queda comprendido lo singular de modo transparente. Esa circularidad perfecta y esa absoluta integración es alcanzada, en su grado máximo, en la idea, tal como aparece definida en el parágrafo 213 de la Lógica, dentro de las páginas de la Enciclopedia: "La idea es lo verdadero en sí y para sí, la unidad absoluta del concepto y de la objetividad. Su contenido ideal no es otra cosa que el concepto en las determinaciones del concepto: su contenido real es sólo la exposición (desplegamiento) que el concepto da de sí mismo en la forma de su existencia exterior”. En esa "unidad absoluta del concepto y su objetividad", la única función que aparece es la de integración, dentro de una especie de tautología fundamental.

Ahora bien, así como se puede señalar una función de integración, hay del mismo modo una "función de ruptura". Esta segunda es posible para Hegel en este momento, exclusivamente en la representación (Vorstellung), es decir, fuera del concepto. En todo filosofema, que es como sabemos un modo de representación general de lo verdadero, hay una separación interior, una quiebra o ruptura que impide la coincidencia de forma y contenido. En el pensar conceptual, por el contrario, contenido y forma son integrados en uno: en tanto que lo que pensamos, es decir, el contenido, está, en la forma del pensamiento, ya no se oponen entre sí; por el contrario, en los filosofemas, por ejemplo, en los de la religión, el contenido no es expresado en la forma del pensamiento, sino en las de la representación y por tanto lo sensible aparece como recubriendo o encubriendo lo absoluto. Surge de este modo, en el pensar de Hegel, el importantísimo tema de la alienación, en este caso de la alienación del Espíritu en lo sensible, como producto de un fenómeno de encubrimiento y a la vez de ruptura, que tendrá proyecciones verdaderamente insospechadas dentro de las filosofías poshegelianas en cuanto se encuentra justamente allí anticipada la problemática de las ideologías.

Si nos colocamos ahora en el proceso mismo de la constitución del concepto, veremos que hay en Hegel un movimiento dialéctico que va de un primer momento de ruptura a un segundo momento de integración. En efecto, el paso del momento abstracto (negación) a lo concreto (negación de la negación), en otros términos, de lo que ahora es caracterizado como paso del "concepto abstracto" al "concepto concreto", es un movimiento dialéctico en el que el concepto integra en sí mismo lo que se le aparecía como negativo o enfrentado y, al cancelarlo, lo asume (Hegel, 1961: 141-154).

Y así como del análisis anterior surgió la relación íntima que hay entre alienación y ruptura, en este segundo análisis aparece otra no menos valiosa, la de dialéctica e integración. En efecto, la noción de integración es esencialmente dialéctica y las dificultades que ofrece radican justamente en el modo como es entendida en relación con la totalidad objetiva alcanzada en cada caso. En otras palabras, la función de integración del concepto no es siempre ejercida del mismo modo, en cuanto que el Espíritu en su eterno despliegue se va autocancelando a través de momentos en los que el concepto, como su realización concreta, va mostrando grados de integración cada vez más ricos, a costa de sí mismo.

De todas maneras, aun cuando en el segundo análisis podamos hablar de un momento de ruptura en el proceso de construcción del concepto, ella le es siempre externa, lo que le permite a Hegel determinar nada menos que la diferencia que hay entre el saber vulgar y el filosófico y, a la vez, entre el saber asiático y el saber europeo germánico, con todas las consecuencias sociales y culturales que esta diferencia supone. La verdad, dentro del saber vulgar, se presenta con una interna ruptura que sólo es superada por el filósofo en el momento de la aparición del saber conceptual o absoluto. Por eso mismo, los filosofemas con los que se constituye su "filosofía" no pueden entrar en la historia de la filosofía, pues, de hacerlo, caeríamos en una verdadera "exterioridad y decadencia de la lógica".

El saber sobre el cual se organiza la vida cotidiana no carecería, por tanto, de universalidad, mas ella sólo es alcanzable imperfectamente, por lo mismo que la cotidianidad se organiza sobre un lenguaje que no va más allá de filosofemas. La única vía de acceso a lo universal está dada para el hombre vulgar en su incorporación a la vida religiosa y, en relación muy íntima con ella, por su vivencia de las formas creadas por el arte. La otra vía surge de su ingreso a la "sociedad civil", sobre la que se constituye el Estado, organización social perfecta en la que sin embargo otros serán los realmente capaces de ponerse en lo universal. Aquel "pueblo" que era exigido por la filosofía como la "determinabilidad concreta" de su comienzo, no es por tanto cualquier comunidad humana, ni tampoco cualquier clase social, en cuanto que no toda manifestación religiosa o artística alcanza la universalidad del filosofema, ni todo grupo humano acepta integrarse buenamente dentro de los marcos de la sociedad civil. De este modo, la cotidianidad no sólo es desplazada en cuanto pensamiento y lenguaje a un momento prefilosófico, sino que no todas las formas de cotidianidad son dignas de consideración por el filósofo en la búsqueda de las raíces de su propio saber.

Aquella virtud integradora del concepto, posibilitada por la reducción que hemos mencionado resulta, sin embargo, desmentida a partir del mismo Hegel, si tenemos en cuenta lo que podríamos considerar como su "discurso político" del que es exponente significativo su obra Lineamientos fundamentales de la filosofía del derecho. Podríamos aventurar la tesis de que la quiebra del sistema de Hegel se produce necesariamente en torno a la cuestión del Estado, en cuanto que es allí donde se inserta el "discurso filosófico" en el "discurso político" y se pone de manifiesto con toda crudeza y fácil lectura el contenido ideológico del primero, por donde los Lineamientos resultan ser un texto clave para la comprensión del hegelianismo y, en general, de toda la "filosofía del sujeto".

Un texto conocidísimo del "Prefacio" de esta obra dice así: "Para agregar algo más sobre la pretensión de enseñar cómo debe ser el mundo, la filosofía, en todo caso, llega siempre demasiado tarde. Como pensamiento del mundo (Gedanke der Welt), aparece solamente cuando la realidad (Wirklichkeit) ha consumado su proceso de formación y se ha realizado (se ha acabado)... Cuando el filósofo pinta gris sobre gris, una forma (Gestalt) de la vida ha envejecido y no se deja rejuvenecer (verjungen), sino solamente reconocer (erkennen). El búho de Minerva sólo inicia su vuelo a la hora del crepúsculo”.

¿Qué significa en este caso la función de "reconocimiento"? En un primer lugar, reconocer significa "integrar" en un plano ontológico y dentro de un sistema de conexiones, todos los elementos de una realidad óntica dada, en este caso, una época histórica, de modo tal que todos ellos queden comprendidos en una totalidad objetiva como momentos de su verdad y, de esta manera, justificados. Esta función de integración resulta además una fijación de la realidad óntica y el discurso filosófico viene a ser un discurso conservador que no expresa lo que ha de realizarse, sino lo realizado y esto, porque la estructura real es vista como un "resultado" y, sobre todo, porque la filosofía se ha declarado impotente en cuanto poder rejuvenecedor, en cuanto saber de denuncia.

En un segundo sentido, sin embargo, la noción de "forma envejecida" incluye de hecho una denuncia, por lo que la justificación viene a ser, paradojalmente, una condena. Pero sucede que ella no se encuentra instalada de derecho en la totalidad objetiva misma porque el rejuvenecimiento no constituye una cualidad propia de la función integradora del concepto. Si bien para Hegel la historia no se clausura como lo demuestra el hecho de que las formas de vida envejecida anuncian con su vejez nuevas formas, la filosofía sólo es capaz de expresar dialécticamente las formas viejas. Esta impotencia de la filosofía tiene su raíz en la interna incapacidad del concepto hegeliano de abrirse a la historia como irrupción, como asimismo en una noción de sujeto solamente posible dentro de las filosofías de la conciencia.

La exigencia de alcanzar totalidades dialécticas mediante el peso concedido a la categoría de pasado, conduce a hacer "racional" la historia, pero a costa de reducir la dialéctica real de los procesos a una mera dialéctica discursiva, cuyo poder le viene de aquella invención tardía que convierte todo en necesario, En ese momento ya no se puede hablar ni siquiera de las pretendidas astucias de una Razón que echa mano de contingencias y en tal sentido de imprevistos para alcanzar sus propios designios, en cuanto que han desaparecido hasta las contingencias. De este modo, para el filósofo, en su impotencia, la historia se ha clausurado.

Decíamos que la quiebra del sistema de Hegel aparece claramente en su noción del Estado. Éste en cuanto totalidad objetiva, ejerce una función de integración que supone la presencia normal, dentro de aquélla, de todos los elementos de la sociedad. En otros términos, la doctrina del Estado es la reformulación de lo que Hegel llama "sociedad civil"; ésta, por su parte, en cuanto comprende las necesidades de los individuos y de los grupos, organizados en un sistema, es de hecho la formulación de la demanda social. Nada ha de quedar fuera de la reformulación, fuera de la totalidad objetiva ordenadora, dado que como el mismo Hegel lo dice en el parágrafo 303 de sus Lineamientos, "ningún momento debe mostrarse como multitud desorganizada".

Dentro de este esquema, el "grande hombre" es el agente reformulador, el que cancela lo que hay de naturaleza en la sociedad y la integra en un orden de razón dándole sentido a todos sus elementos que sólo alcanzan su verdad en la totalidad. Por su parte, el "pueblo" es en este caso la multitud integrada, que si bien para Hegel es por definición el conjunto de hombres que constituye la parte que no sabe lo que quiere, se incorpora gracias al "grande hombre" y a los funcionarios de Estado que de él dependen, todos de inteligencia "más vasta y más profunda", dentro del Estado como multitud organizada.

Ahora bien, esta imagen "perfecta" del Estado, en la que la función reformuladora aparece asumiendo todas las formas de la demanda social, se encuentra de hecho brutalmente quebrada por la presencia de grupos humanos que rechazan toda integración. Éstos, no constituyen ya el "pueblo", sino el "populacho" (Pöbel), definido por Hegel como un grupo de gentes que atribuyen al gobierno una "mala voluntad" hacia ellas y que representan por tanto el "punto de vista negativo" (Hegel, 1976: parágrafos 93, 301 y 302). Los grupos humanos que integran el "populacho" son incapaces de toda forma de pensar lo universal como consecuencia de una "mala voluntad" que está en ellos mismos. Con ello viene a desconocerse toda función de irrupción social e histórica a las clases oprimidas contestatarias, que son las que, justamente gracias a su "mala voluntad", se encuentran en capacidad de quebrar las totalidades objetivas y de dar el paso hacia nuevas formas de universalidad verdaderamente integradoras.

Toda la suerte del concepto hegeliano y de su función de integración entra, pues, en quiebra ante este hecho escandaloso del populacho, y le lleva a inevitables contradicciones. Por un lado, aquél atenta, en cuanto desorden y no es resorte del Estado atender su demanda social, en la medida que se mantenga como particularidad negativa, como populacho; al no poder asumir dentro de la totalidad objetiva un elemento de la sociedad civil que se presenta como una pura irracionalidad para el filósofo y que viene a quebrar la juridicidad misma, la razón se declara impotente y sólo puede ejercerse, en nombre de esa misma razón, la represión social. De este modo, el concepto, que en la lógica hegeliana cumple tan sólo una función de integración, viene a exigir en nombre de tal integración, un acto de ruptura.

A esta contradicción, que no por casualidad surge en los Lineamientos en relación con el problema de la propiedad privada se agrega otra, manifestada en las Lecciones de filosofía de la historia universal. Allí se dice al tratar el problema de los fundamentos geográficos de la historia universal, en el capítulo segundo, que un verdadero Estado y un verdadero gobierno sólo se producen cuando ya existen diferencias de clase, cuando son grandes la riqueza y la pobreza, y cuando se da una relación tal que una gran masa ya no puede satisfacer sus necesidades. Es decir, se trata de una facticidad que hace falta al Estado, un desorden que se ha de mantener como desorden para organizar el orden; la pura irracionalidad no aparece ya exclusivamente como accidente de la sociedad civil, externa a la totalidad objetiva, tal el caso anterior, sino internalizada en la misma, y otra vez el concepto viene a jugar en contra de su definición una función de ruptura.

Habíamos dicho que la historia de la filosofía se nos presenta como un largo proceso en el cual reincidentemente el hombre se ha visto obligado a desenmascarar la permanente ambigüedad del término mismo de "filosofía", que ha implicado e implica, decíamos, tanto las formas del saber crítico, como las del saber ideológico. También habíamos afirmado que la conciencia de lo ideológico es un hecho tardío en la historia de la humanidad y que supone, frente al largo y extenso predominio de la filosofía del sujeto, una nueva comprensión de la naturaleza del concepto y a la vez del sujeto mismo.

Si bien este planteo es contemporáneo y su formulación abierta se encuentra para nosotros a partir de la segunda mitad del siglo XIX, ha habido importantes anticipaciones del mismo dentro de la filosofía racionalista europea. Una de ellas se encuentra en las páginas de la Ética de Spinoza, en donde aparece enunciada la noción de "esfuerzo" o "conato", como categoría ontológica. En la Proposición VI del libro VII, en un texto que ya hemos citado antes, dice Spinoza: "Toda cosa en cuanto que tal se esfuerza en perseverar en su ser" (Unaquaeque res quantum in se est, in suo esse perseverare conatur), y en la Proposición XXIII del libro II dice que "El alma no se conoce a si misma sino en tanto percibe las ideas de las afecciones del cuerpo" (Mens se ipsam non cognoscit, nisi quatenus corporis affectionum idea percipit). Es decir, que no se piensa la conciencia como una pura intencionalidad y que en la idea se encuentra presente de modo necesario la representación del cuerpo.

Otro antecedente no menos valioso se encuentra en la conocida doctrina de Leibniz de la "percepción" y de la "apercepción", tal como aparece expresada en sus Nuevos ensayos y en la Monadología, y su relación con la noción de "apetición" o "apetito". En este caso, tampoco se reduce la conciencia a intencionalidad, en cuanto se postula la existencia de modos de conocimiento no conscientes y se hinca además todo proceso cognoscitivo en el apetito o esfuerzo.

La "indebida extensión de la lógica" en la que habían incursionado los contemporáneos de Kant y a quienes, como vimos, rechazaba, había llevado a la elaboración de una "teoría de los prejuicios", antecedente no menos importante que los citados, dentro del racionalismo de la época en su versión ilustrada. La conciencia aparece ahora con un lado oscuro que enturbia su función cognoscitiva y que tiene su origen en un impulso de dominación social (Barth, H., 1951; Lenk, K., 1974; Janet, F., 1977).

Pero todas estas anticipaciones cobran fuerza y provocan la crisis definitiva de la filosofía del concepto o de la conciencia, con la constitución de las grandes filosofías de denuncia poshegelianas del siglo XIX, las que resultarían, sin embargo, ininteligibles, si no tenemos presente la riquísima y compleja problemática hegeliana de la alienación sobre cuya crítica y profundización se organizan.

Nietzsche, Marx y Freud son los grandes filósofos que, desde diversos puntos de vista, congruentes en aspectos fundamentales, inaugurarán una etapa decisiva para el pensamiento contemporáneo (Ricoeur, P., 1955; 1965). La crisis de la filosofía del concepto o del sujeto es, en todos ellos, una crisis de la noción de conciencia. Nietzsche en su libro La voluntad de dominio, aproximándose a un peligroso irracionalismo, nos habla de "la extraordinaria equivocación de considerar el estado consciente como el más perfecto" y nos incita a buscar "la vida perfecta allí donde hay menos conciencia, es decir, allí donde la vida se preocupa menos de su lógica, de sus razones", todo lo cual supone la puesta en duda de la objetividad, condicionada por una fuerza preconsciente, la "voluntad de vivir". Lo que Nietzsche llama el "platonismo", es un sistema de opresión de la vida que se ejerce desde la totalidad objetiva del concepto, instrumentada por los filósofos movidos por esa misma secreta voluntad de poderío (Nietzsche, F., 1947: IX, parágrafos 142 y 438).

En Freud no se habla de "concepto" sino más bien de "representación", en la que se entiende que se ponen de manifiesto dos funciones expresivas, una, la de la "intencionalidad", la otra, la del "deseo" que interfiere en la primera distorsionándola, todo lo cual supone una doble investigación. La representación como intencionalidad es objeto de la teoría del conocimiento, y en cuanto deseo, materia de estudio del psicoanálisis, si bien podría decirse que en última instancia no hay nada más que un solo método, dado que la presencia del deseo como factor condicionante de los contenidos intencionales, hace que la teoría del conocimiento sea un saber abstracto. La psicología profunda proclama de este modo la heteronomía de la conciencia enraizada ahora en la existencia como deseo. El objeto intencional padece, en adelante, de una casi invencible oscuridad, además de una irrecusable parcialidad. Las totalidades objetivas quedan de este modo denunciadas y destruida la imparcial universalidad del concepto.

También en Marx el concepto, en este caso muy concretamente el concepto hegeliano y en abierto rechazo, será entendido como representación. El campo en el que se trabaja ahora no es ya la cultura, como en el caso nietzscheano, ni la psicología tal como acontece en Freud, sino muy concretamente el de la vida social, y lo que resulta encubierto son las relaciones sociales. La depuración de la representación encubridora, la ideología en sentido negativo, se lleva a cabo cuando se establece correctamente y mediante un método crítico, su naturaleza refleja. Los intereses de clase, que juegan un papel equivalente a la voluntad de poder y al deseo, ejercen una interferencia entre el objeto, las relaciones sociales mismas y el sujeto, impidiendo que las primeras se expresen adecuadamente y deformando de este modo su representación. Lo mismo que en Nietzsche y Freud, es imposible en Marx un análisis de la conciencia desde el punto de vista de un método eidético y sólo cabe aquí una hermenéutica de la escondida significación de los contenidos intencionales que obliga a salirse de la conciencia misma.

A su vez, la constitución epistemológica de la representación legitima, el "concepto científico" de Marx, que se funda en la noción de reflejo, es más rica de lo que podría parecer y pone de manifiesto la compleja naturaleza de la doctrina. El matiz pasivo que es constitutivo semántico del término "reflejo", estaría en aparente contradicción con el valor dialéctico y activo de la conciencia implícito en la concepción marxista del hombre como ente histórico, capaz de generar procesos de transformación. Con la doctrina del reflejo se quiere afirmar, sin embargo, la prioridad del ser social sobre la conciencia, del objeto sobre el sujeto. "No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia” (Marx, C., 1970: 31-36). Con ello quedan claramente marcados los limites dentro de los cuales el hombre construye su mundo, respecto del cual, tanto como de sí mismo tiene la responsabilidad de toda transformación. La conciencia queda de este modo crudamente hincada en la existencia. Las totalidades objetivas se han vuelto sospechosas y el método de crítica ideológica, que juega un papel en alguna medida semejante al psicoanálisis freudiano y al nihilismo activo nietzscheano, permite la denuncia de la función opresora del concepto y nos abre hacia una nueva comprensión de la naturaleza del sujeto.

El pensamiento contemporáneo verá enriquecida toda esta problemática al regresar a un aspecto de la conciencia ya implícito en Aristóteles, en aquella su célebre definición del hombre como animal que tiene logos y que reaparece en la Fenomenología a propósito del problema del reconocimiento, la afirmación de que toda autoconciencia existe por otra: la cuestión del lenguaje. El impacto causado por la, lingüística en los diversos campos del saber actual ha conducido, inevitablemente a meditar e investigar una de las más importantes formas de mediación que constituye a la conciencia misma y sobre la cual se organiza la objetividad. La problemática del lenguaje como acto de comunicación conduce al rescate de esa objetividad desde la sujetividad, como asimismo a la posibilidad de determinar los limites dentro de los cuales el hombre como natura naturans se enfrenta a la realidad en su esfuerzo de transformación de ella y de sí mismo.

El pensar actual, organizado sobre un ejercicio de la sospecha y movido por un impulso liberador que ha hecho de la filosofía un saber positivamente critico, ha quebrado la noción de totalidad sobre la que se manejaban las filosofías del concepto y ha provocado una profundización de la noción de ruptura. En Hegel ésta se daba, como hemos visto, en la representación y tenia como causa la presencia de algo que interfería la relación de identificación de la conciencia con su objeto imposibilitando una coincidencia entre forma y contenido del pensamiento. Lo que interfería, a saber, lo particular, lo singular, la intuición, el sentimiento, la imagen, los intereses particulares, etc., encubría el verdadero contenido del pensar e impedía aquella adecuación; mas, esto no se producía por culpa de la conciencia y lo que le obstaculizaba en la aprehensión de la esencia, de lo universal, le era externo. La conciencia no era culpable de la ruptura que la separaba de su objeto y cuando superaba esa valla, en el momento en el que pasaba de la representación al concepto, ejercía libre y plenamente su función de integración.

Ahora bien, a partir de las filosofías de denuncia, se niega la posibilidad de tal paso en cuanto que aquel disvalor que se atribuía a lo particular, lo singular, etc., abarca ahora a la conciencia misma, objeto de duda y de sospecha. Se ha producido así un desplazamiento y un ahondamiento de la noción de ruptura. Ya no es producto de algo exterior a la conciencia, interpuesto entre ella y su objeto, sino que es causada, en este nivel, por la conciencia misma. Ya no se trata de una interposición entre ella y su objeto, sino de una posición de la conciencia, por la cual el objeto resulta oscurecido por un acto del ser consciente. Surge, de este modo, la noción de una conciencia falsa o culposa. No se trata ya de una alienación del Espíritu como momento necesario y positivo para su propio autodespliegue, que no llegaba nunca a oscurecer al Espíritu mismo en cuanto para él todo le era transparente, incluso su propia alienación, sino de un oscurecimiento que la conciencia del hombre concreto adopta engañosamente como su propia claridad.

De este modo, las funciones de integración y ruptura que eran propias, la primera exclusivamente del concepto y la segunda exclusivamente de la representación, quedan integradas en la representación, única forma posible del concepto, con el grado de profundización que hemos mencionado. A la vez, queda puesto en claro el sentido equivoco de la función de integración en cuanto que el concepto, cuando se constituye como universal ideológico, oculta o disimula una ruptura en el seno mismo de su pretensión integradora manifestada.

Ya no se trata de una crítica del conocimiento que desprenda al concepto de todos los acarreos sensibles propios de la representación y originados en un sujeto empírico que ha de ser negado, sino de una autocrítica de la conciencia que descubra los modos de "ocultar-manifestar" que pone ese sujeto empírico, como único sujeto posible. La filosofía será por tanto critica, en la medida que sea autocrítica. En este nivel de profundización de la noción de ruptura, el problema de las funciones de ruptura e integración en cuanto propias del concepto, no es ya una cuestión exclusivamente gnoseológica, sino un problema antropológico, que parte de una comprensión radical mente distinta de la noción de sujeto y del modo de afirmarse como valioso para si mismo.

El punto de partida se encuentra en una conciencia histórica para la cual tiene presencia la alteridad como el factor de irrupción que va destruyendo y recomponiendo las totalidades objetivas. Surge de este modo una comprensión distinta de la dialéctica, que deriva del lugar en el que se pone el acento. No se subraya el momento de totalización, que se presenta ahora con la precariedad e inestabilidad de todos los fenómenos históricos, sino en el momento anterior de la particularidad desde la cual se lo ha alcanzado y cuya legitimidad deriva de la capacidad de desconstrucción y reconstrucción de las sucesivas totalizaciones. Tal sería la dialéctica que se encuentra señalada en Bilbao y Martí, ejemplos de ese faciendum a través de cuyos momentos, dados necesariamente dentro de horizontes de comprensión epocales, es posible reconstruir una historia del pensamiento latinoamericano. La verdad no se encuentra primariamente en la totalidad, sino en determinadas formas de particularidad con poder de creación y recreación de totalidades, desde fuera de ellas mismas, en cuanto alteridad. Debido a ello, no hay modo de alcanzar un para sí dentro de los términos de un discurso liberador, si no se asume esa alteridad desde una conciencia de alteridad. Desde ella, que nos mueve de modo permanente a un reencuentro con nuestra radical historicidad y situacionalidad, es posible descubrir que el hombre es anterior a las totalidades objetivas. De la misma manera, desde ese para si fundado en una conciencia de alteridad, es posible limpiar de ambigüedad a la filosofía y señalarle su naturaleza auténtica de saber, al servicio, no de la justificación de lo acaecido, sino del hacerse y del gestarse del hombre, abierto por eso mismo a "lo que es y lo que será" y no a lo que “ha sido y lo que es eternamente". Conciencia de alteridad que asegura la desprofesionalización de la filosofía y nos revela, no precisamente el papel tardío y excepcional que le cabe al filósofo, sino su lugar al lado de aquel hombre que por su estado de opresión constituye la voz misma de la alteridad y en cuya existencia inauténtica se encuentra la raíz de toda autenticidad.

 

VI
VAZ FERREIRA: UN COMIENZO DE LA FILOSOFÍA LATINOAMERICANA

Carlos Vaz Ferreira constituye para nosotros uno de los ejemplos que podemos señalar de ese recomienzo del filosofar en América Latina, cuyos momentos deben ser rescatados para alcanzar una respuesta al problema tantas veces planteado de si existe o no una filosofía latinoamericana. Más allá del horizonte de comprensión epocal dentro de cuyos márgenes se mueve el pensamiento de este filósofo, como de cualquier otro, podremos encontrar ese sujeto que, a través de diversas formulaciones, ha ido dando nacimiento a un pensar propio (Roig, A., 1971b ; Ardao, A., 1978).

Aquella psicología y aquella antropología, capítulos ilegítimos de la lógica para Kant, constituyen justamente parte fundamental de lo que da sentido y valor a la obra del filósofo uruguayo y en particular a su clásico y siempre actual libro, Lógica viva, aparecido en 1910. Dos importantes líneas de pensamiento confluyeron fecundamente en la obra filosófica de Vaz Ferreira: una de ellas fue la de aquellos modernos a los que se refiere Kant y que luego rechazará a su modo Hegel, integrada en sus orígenes por todos los pensadores del siglo XVIII que intentaron la elaboración de una "lógica de los prejuicios", línea que se mantuvo viva en el positivismo inglés, en particular en manos de Stuart Mill, en quien confluyeron la tradición baconiana con la ilustrada; la otra es la que deriva de Hegel y que los eclécticos franceses del siglo XIX difundieron imponiendo la necesidad de una visión dialéctica del desarrollo del pensamiento. De este modo, en contra de la tradición kantiana y hegeliana, y con la ayuda del pensar de origen dieciochesco, se amplía la lógica y, en contra de la tradición ilustrada, apoyándose en esto necesariamente en el hegelianismo, si bien recibido indirectamente, se le reconoce su naturaleza dialéctica. Estaban dadas, de este modo, las bases para alcanzar una temática viva y fecunda, desde la cual Vaz Ferreira se nos aparece como uno de los más significativos intentos de filosofar latinoamericano y, a la vez, como uno de los precursores del pensar crítico contemporáneo que, principalmente con el marxismo, el freudismo y algunas de las formas del saber actual derivadas del impacto de la lingüística, han dado entrada amplia a aquel capítulo de antropología negado por Kant. Y no nos cabe duda alguna de que estamos viviendo en nuestros días plenamente, aquella revolución en la lógica que anunciaba Vaz Ferreira de modo agorero hace ya casi ochenta años: "Hoy día se está produciendo –decía- una revolución, todavía parcialmente inconsciente, en la lógica que la transformará, y que depende del descubrimiento de la verdadera función de los términos, del descubrimiento de las verdaderas relaciones ideo-verbales: qué es el lenguaje, para qué sirve, qué es lo que podemos expresar y qué es lo que no podemos expresar” (Vaz Ferreira, 1958: IV, 242).

La crítica a la noción de sistema, enraizada en aquella tradición dieciochesca de donde vienen las expresiones "espíritu de sistema", "preocupaciones de escuela", etc., usadas por nuestro filósofo, muestra la clara conciencia que había en él de lo ideológico. Un sistema al que se le ha puesto un "nombre" y que se organiza sobre una fórmula como "para resolverlo todo", ha nacido, por lo general -nos dice- "por supresión", caso común entre los sistemas filosóficos y sociales; a su vez hay una "simplificación", consecuencia directa de aquella supresión, de modo tal que "tener un sistema se diferencia de no tener un sistema en que con una sola palabra se puede explicar todo lo que se piensa"; de donde proviene, además, una cierta "originalidad" que les viene a determinados sistemas no de su riqueza precisamente, sino de lo que han suprimido. Estos sistemas, "cerrados" y "cristalizados", proclives a "geometrizar" la realidad, funcionan sobre la mencionada supresión, que es el modo cómo Vaz Ferreira retoma el "olvido" del que habían hablado Bilbao y Martí y junto con ellos otros pensadores latino americanos (Vaz Ferreira, 1959: VII, 83; 1961: X, 100, 162 y 189; 1958: IV, 161).

Nuestro filósofo propone como remedio para superar las consecuencias del "espíritu de sistema", que no nos reduzcamos a pensar con una sola idea, sino que tratemos de hacerlo "con todas las ideas posibles" y declara que su enseñanza se habrá de centrar en esto. Dejemos de lado este remedio que no parece alejarse mucho de la noción de "sistema incompleto" de los eclécticos franceses y atendamos más bien a lo que consideramos que es ciertamente importante en todos estos desarrollos: la cuestión de la causa por la cual el espíritu de sistema lleva a tener en cuenta una idea solamente y a pensar con ella sola. Allí sí que Vaz Ferreira se nos aparece aportando algo que lo aleja fuertemente de la escuela ecléctica en cuanto ésta lo había desplazado o ignorado: que el espíritu de sistema es simplificador, geometrizador y cerrado como consecuencia de las "preocupaciones de escuela", tal como decían los ilustrados, en otras palabras, debido a ser un modo prejuiciado de considerar esa realidad. Hay en la raíz del espíritu de sistema, como móvil profundo, una cierta ansia de seguridad, de perseverar en el ser, claramente visible en el sentimiento de desamparo y de pérdida que se produce cuando el sistema -verdadero refugio y defensa- pierde su claridad geométrica. La gente obra "como si tuviera miedo a la complejidad real de las cosas, que desconcierta sus juicios, que quita a éstos su simplicidad y su geometrismo" (Vaz Ferreira, 1958: IV, 64, 131, 160, 174 y 181-182). El temor de perder la visión parcializada dentro de la cual no entran las visiones parcializadas de otros y frente a las cuales somos hostiles, es sin más una manifestación de lo ideológico. Sólo en tal sentido se explica esa extraña relación que Vaz Ferreira ve claramente, entre geometría y seguridad, y entre carencia de geometría y miedo. El sistema en cuanto fruto del espíritu de sistema se transforma en síntoma de una "tensión" interna y, en tal sentido, es respuesta ideológica; a eso se debe precisar lo difícil que es superar la "impresión de abandono" y el "sentimiento de pérdida" en los que cae el hombre cuando se queda sin el apoyo de aquella tensión, problema que no alcanza a ser profundizado en Vaz Ferreira por su rechazo de los conceptos de clase social y de conciencia de clase, que le impidió superar el individualismo propio de la filosofía liberal de la época (Vaz Ferreira, 1959: VII, 25).

Sin embargo, su fuerte denuncia de un orden social injusto, como también de ese estado intelectual y moral al que denomina "anestesia para los absurdos y para los males", supone necesariamente la afirmación de una sociedad opresora en la que, mediante un ejercicio de domesticación de la conciencia, se ha llegado a un embotamiento que impide sentir "el dolor de los que sufren", como también percibir el estado generalizado de violencia sobre el cual aquella sociedad opresora se ha instalado. Los "sistemas sociales" surgidos de esta situación han de ser también parciales y cerrados y el interés explica esa hostilidad contra lo "inesperado", contra lo que se considera "no integrable" en el sistema y cuyo reconocimiento constituye la única vía para lograr justamente nuestra liberación de los prejuicios o "preocupaciones" (Vaz Ferreira, 1958: IV, 185). Por donde, a partir de esta temática, Vaz Ferreira viene a reconocer de hecho la realidad de una conciencia de clase en la que él mismo se encuentra instalado de modo crítico, la de la burguesía liberal uruguaya de comienzos del siglo XX. La "sinceridad", en cuanto apertura del espíritu es, también en este caso y según pensaba nuestro autor, lo que puede salvarnos de ese aferramiento respecto de nuestros ideales y de nuestras esperanzas, que nunca son tan inocentes como creemos ya que "aun en la vida del hombre más elevado y puro, hay mal realizado, daño causado, dolor producido" (Vaz Ferreira, 1961: X, 30 y 45 ). En consecuencia, resulta claro que el lugar donde se ha de estudiar el concepto, no es ya aquel en el que lo veía la lógica tradicional, y que su estudio se realiza ahora en el acto mismo de la comunicación, en donde, precisamente, lo lógico se muestra con toda su rica complejidad y en donde la filosofía se descubre en su ambigüedad intrínseca.

La crítica a la noción de sistema se da acompañada, en Vaz Ferreira, de una toma de posición respecto de lo dialéctico. Su actitud, dentro del panorama intelectual rioplatense, es por lo demás, altamente singular. Ya dijimos que esta problemática la ha recibido indirectamente del pensamiento hegeliano a través de la filosofía francesa ecléctica o influida por ésta. Frente a José Enrique Rodó, en quien también es visible la presencia del pensar ecléctico y a José Ingenieros que en su libro Psicología biológica, aparecido en Buenos Aires casi al mismo tiempo que Lógica viva, rechazaba totalmente lo ecléctico, Vaz Ferreira se nos presenta como el único escritor que asume claramente la problemática dialéctica que presentaba el eclecticismo e intenta superarla desde adentro. En líneas generales podríamos decir que nuestro autor, apoyado en su conciencia de lo ideológico y en su crítica a la noción de sistema, denuncia la pretendida dialéctica de los eclécticos como un puro verbalismo historiográfico que ha llevado a ignorar el verdadero terreno en el que se juega el movimiento de la realidad, como también denuncia la actitud del hombre vulgar que se coloca fuera de toda actitud dialéctica en una posición asimismo radicalmente ideológica.

Decíamos que Vaz Ferreira deseaba estudiar el concepto en el acto mismo de la comunicación; pues bien, debido a esta exigencia no podía menos que conceder una importancia muy grande a ciertas formas que el concepto presenta en aquel acto como consecuencia de motivos que la lógica tradicional había considerado como extraños a su objeto; entre esas formas, la paralogística es una de las más interesantes y a ella se encuentra dedicado casi por completo el libro Lógica viva; por otro lado, Vaz Ferreira ve, con acierto que, dentro de los paralogismos, el llamado de falsa oposición pone en juego la suerte de toda la dialéctica. No cabe duda que este paralogismo es estimulante para la vida y el pensamiento, siempre y cuando en un momento dado seamos capaces de descubrirlo como tal, ya que, de lo contrario, la fuerza propia del pensar resulta gastada en pura pérdida (Vaz Ferreira, 1958: IV, 38 y 62). Pues bien, el factor que nos impide desenmascarar la falsa oposición y que nos hace tomar, ya como opuestos términos que no lo son, o que nos hace, en el otro caso, tomar como contradictorios, términos que únicamente son contrarios, es lo ideológico. En la primera actitud, el paralogismo de falsa oposición llevaba a una dialéctica verbal, en la segunda, a la imposibilidad de todo proceso dialéctico.

Frente al hombre común para el cual lo contradictorio se da, a la vez, tanto en el pensar como en el ser, Vaz Ferreira trata de probar que la oposición contradictoria es sólo producto del pensamiento, mientras que en el ser se dan únicamente los contrarios; en otras palabras, todo su esfuerzo consiste en mostrar que los opuestos sólo son contradictorios en el plano subjetivo, porque en el objetivo son, simplemente, contrarios; y si los opuestos fueran contradictorios objetivamente, no habría posibilidad alguna de un proceso integrativo de los opuestos en unidades superiores, no seria posible lo dialéctico. De esta manera lo ideológico juega en el sentido de objetivar una realidad pensada como absoluta, por motivos no lógicos, siendo que la realidad es relativa.

Respecto del filósofo ecléctico que no negaba el hecho dialéctico sino que, por el contrario, entendía haber fundado su filosofía en él, Vaz Ferreira mostrará la debilidad de su posición mediante un desplazamiento hacia lo concreto. Por un lado, denuncia la cargazón ideológica del concepto, hecho que los eclécticos, en su rechazo del pensamiento dieciochesco, habían ignorado, y por el otro, pone en claro la inutilidad de una dialéctica que queda satisfecha con un escolar inventario historiográfico de sucesivas escuelas filosóficas, en el cual aquélla se ejerce.

Pero los eclécticos no sólo se le aparecen manejando una floja dialéctica, sino que hay todavía otros aspectos derivados que son más graves; por de pronto, al no reconocer lo ideológico no pueden denunciar el sentido paralogístico de los sistemas opuestos que se proponen luego sintetizar desde una posición superadora y se quedan, en este aspecto, en el mismo plano del hombre vulgar; de ahí que su dialéctica sea algo puramente artificial que trabaja con "teorías cristalizadas" (Vaz Ferreira, 1957: II, 12-28 ). La única manera para salvar esta situación y alcanzar una "polarización libre" que permita el juego dialéctico en otro nivel, consiste en regresar a los hechos mismos, en ponernos "antes que la teoría". De este modo se da el paso de una lógica no-dialéctica, pero que creía ingenuamente serlo, a una lógica dialéctica. Esta será "natural", no "artificial", será expresión de la relatividad de lo real mismo; las "relaciones lógicas" que aparecen ahora serán relaciones dialécticas por lo mismo que son relaciones reales, y las teorías, doctrinas o sistemas, serán entendidos, en lo que tienen de verdaderos, como expresión de la realidad con referencia a la cual poseen únicamente justificación. De este modo, si bien el importante esfuerzo de Vaz Ferreira no significó un total desprendimiento del eclecticismo en cuanto que los opuestos son vistos, casi siempre, como "complementarios" y, a su vez, la "superación" es entendida como "conciliación", en relación con los ideales de la democracia liberal dentro de cuyos márgenes se movió, estaban dadas las bases para alcanzar un saber dialéctico valiosamente apoyado en una actitud critica.

Ahora bien, con todos estos desarrollos que hemos mostrado apretadamente se echaban, también, las bases para la organización de un pensar latinoamericano. Vaz Ferreira hereda el mensaje americanista de Rodó y lo completa y perfecciona en sus escritos con una técnica filosófica y una actitud crítica que no había alcanzado el autor del Ariel. En efecto, en el libro Pensamiento y acción (1908) responde a las mismas exigencias que movieron a Rodó a defender la existencia de una concepción del mundo y de la vida nuestras, en contra de una nordomanía avasalladora, pero con una diferencia importante: que Vaz Ferreira alcanza un nivel epistemológico ciertamente notable, riguroso y claro, que muestra la debilidad intrínseca del pragmatismo como doctrina y por ende del espíritu pragmático del cual es expresión filosófica. No menos valiosa es, en esta línea de pensamiento, la crítica a la pedagogía norteamericana llevada a cabo por nuestro autor.

Mas, no radica tanto en estos aspectos como en otros que intentaremos mostrar, el aporte realmente valioso de Vaz Ferreira para la fundamentación de un pensar latinoamericano. Tal vez lo principal haya sido el haber puesto en descubierto la radical ambigüedad de la filosofía, al afirmar que no hay conceptos puros y que, en última instancia, todo concepto es representación, lo cual hace de la filosofía, en sus manos, una herramienta eficacísima para el análisis de nuestros procesos intelectuales. Y como consecuencia de esta tesis, claramente presente en sus escritos, surge otro aspecto no menos importante: el de la denuncia de la alienación que supone dialectizar sistemas y no atender a los procesos dialécticos de los hechos, con el agravante de que, para nosotros, los sistemas son importados y los hechos, nuestros. En efecto, el paralogismo de falsa oposición adquiere, en nuestro medio, una fuerza mayor que en Europa, en donde las posiciones teóricas surgen en relación con su propia realidad social y cultural, mientras que aquí prescindimos de esa realidad y las recibimos como sistemas puros, por donde lo paralogístico, como consecuencia de este hecho, viene a ser un vicio consustancial a la importación y adopción externa de las diversas filosofías (Vaz Ferreira, 1960: VIII, 83, 84). La única manera de superar esta alienación que nos lleva a encontrarnos satisfechos de un saber verbal importado sobre el cual ensayamos respuestas "dialécticas", es la de afirmar una facticidad propia sobre la que habremos de tratar de leer la naturaleza dialéctica de los procesos. Aquella valiosa exigencia de Vaz Ferreira de "regresar a los hechos", ajena a la que se habrá de plantear más tarde dentro de una filosofía de la conciencia, implica, además, el reconocimiento de la dignidad ontológica tanto del sujeto que ha de llevar a cabo la tarea, como del objeto, los "hechos" que son, sin más, nuestros hechos, nuestra facticidad. Justamente, desde esa dignidad ontológica del hombre americano y de Latinoamérica, ni mayor ni menor que la de otro hombre, es posible desenmascarar el saber importado, denunciar el espíritu imitativo y arrojar por la borda todo lo inauténtico. Una noción de sustancia que tiene su raíz en el pensamiento leibniciano, que si bien no superaba el individualismo liberal tenia la virtud de conceder al sujeto un poder de autodeterminación, pensamiento conocido en el Río de la Plata también a través del espiritualismo francés finisecular, da fuerza a todos estos planteos a lo largo de los escritos de Vaz Ferreira y nos confirma en nuestra necesidad no sólo de alcanzar una autoconciencia, sino a la vez junto con ella necesariamente, de tenernos a nosotros como valiosos: "Supongamos que un ser cualquiera,-nos dice- tiene o adquiere conciencia que lo hace sentirse uno... Ese ser se siente sujeto y por consiguiente se considera a sí mismo naturalmente, no artificialmente desde fuera, no como nosotros podemos considerar a los seres, sino naturalmente desde sí mismo, desde adentro; este ser que considera al mundo exterior como distinto de sí, tiene fuerza, debe sentirse libre. Y este sentimiento, ya puede adelantarse que no es un sentimiento ilusorio" (Vaz Ferreira, 1957: II, 254). Aparece de este modo colocado Vaz Ferreira en la línea del pensamiento de Martí para quien el "hombre natural", por contraposición con el "hombre artificial" era el que, con el apoyo de su propia facticidad y a partir del reconocimiento de sí mismo, venía a romper con las totalidades opresivas.

 

VII
EL DESCONOCIMIENTO DE LA HISTORICIDAD DE AMÉRICA

Podríamos resumir uno de los aspectos que consideramos fundamentales de todo lo que hemos dicho, afirmando que respecto de todo hombre, de cualquier cultura, nación o clase social, lo que interesa no es si ha entrado en la "historia mundial", ni menos aún si de alguna manera ha colaborado en su reconstrucción historiográfica, sino tan sólo si es "ente histórico", dicho de otro modo, si posee historicidad. Y la respuesta habrá de ser, necesariamente, afirmativa, en sentido plenamente categórico. Por eso mismo vendrá a poner en entredicho aquella "historia mundial" que se organizó sobre una división de hombres que habían "entrado" en ella y de hombres, en algunos casos, simplemente subhombres, que no lo habían hecho, ni tal vez lo podrían hacer. Y de la misma manera habrá de quedar en cuestión la tesis según la cual había un cierto grupo privilegiado, perteneciente a una determinada cultura y, dentro de ella, a ciertas naciones, que habían recibido la misión de hacer entrar a los demás hombres en aquella historia.

Dicho de otro modo, el reconocimiento de historicidad de todo hombre no necesita como condición que se haya accedido a una "toma" de conciencia histórica, por cuanto la historicidad implica siempre, necesariamente, como lo ha señalado Rodolfo Agoglia, una "forma elemental y primaria" de aquella conciencia. El desconocimiento de ésta, apoyado en el hecho de que no se haya logrado una cierta forma de "toma" o "posesión" de aquella "forma elemental", constituye una de las tantas formulaciones paralogísticas de razonamiento (Agoglia, M., 1978a).

Aquella historia se presenta como un intento parcializado en cuanto a sus alcances y, a la vez, como un saber fundado sobre una inversión y una confusión y ambigüedad. De ahí la fuerza de la afirmación de que los pueblos "sin historia", no poseen historicidad, con lo cual ésta venía a recibir su fundamento de posibilidad de aquélla. En verdad, el hombre es "historiador", porque es antes y primariamente, ente histórico y la historia como historiografía es tan sólo una manifestación de lo que ha sido ignorado invocando su ausencia.

Por otra parte, se ha de poner también en entredicho el concepto de "historia" que supone la noción de "historia mundial". En efecto, la denuncia de no haber elaborado una historia ha sido el resultado de un desconocimiento de los diversos modos como todo pueblo, aun dentro de las formas de la conciencia mítica, se ha considerado a si mismo como "ente histórico". De hecho no existe ninguna organización cultural, aun cuando sea clasificada como "primitiva", en la que el hombre no haya dado un paso desde aquella "forma elemental y primaria", hacia alguna forma de posesión de la misma, es decir, hacia lo que hemos denominado "toma de conciencia histórica". Más aún, no solamente no existe, sino que la hipótesis del "buen salvaje", ella misma es infundada y no hay modo alguno de probarla. Es necesario, por tanto, reconocer modos culturales diferenciables en el ejercicio de la historicidad, como así en sus manifestaciones.

Este planteo no rige sólo para una historia mundial, en la que los sujetos que la movilizan y teorizan invocan esta su capacidad como prueba de estar instalados en el ser. También se da en la ontología en la que los filósofos, sujetos de una forma equivalente de Historie, encuentran en ello la evidencia de su naturaleza histórica (Geschichlichkeit). No es extraño que así sea, pues el dominador necesita la total posesión del nivel discursivo, como asimismo partir del presupuesto de que su voz es el de una humanidad privilegiada. No posee la voz porque es hombre, sino que es el hombre que posee la voz. Tampoco resulta extraño que ese hombre haya teorizado acerca de su propia "conciencia histórica" y que haya llegado a ahondar en la naturaleza de la misma, constituyéndola en un campo teórico. Sabemos que ese campo se ha caracterizado por una radicalización cada vez más clara del sujeto de dicha conciencia que es, sin más, para nuestro mundo, el hombre en su hacerse y su gestarse. Mas, esta comprensión ha supuesto, en su última etapa, el abandono de aquel nivel discursivo y, a su vez, la aparición de un nuevo sujeto de discurso que no se considera ser histórico porque habla, sino que es de por si poseedor de historicidad, aunque no "hable", o, aunque se le niegue la voz. Dicho de otro modo, sólo se pudo llegar propiamente a una "conciencia histórica", cuando este campo teórico fue, antes que tal y de hecho, el centro mismo de una praxis y cuando, a partir de ella, se pudo denunciar la inversión que implicaba el nivel discursivo. De ahí que sea necesario distinguir entre la "conciencia histórica" como campo teórico, y la misma como lo dado fácticamente en las diversas actitudes que, de un modo u otro, vinieron a quebrar las totalidades opresivas, aun las de aquel discurso en el que se había hablado de "conciencia histórica". Con todo lo cual no venimos a negar la necesidad de un campo teórico, sino a afirmarlo en su propia raíz. Aun en el hombre premoderno, o en el más "primitivo" de los hombres, sin la menor idea de una "historia mundial", es ineludible reconocer la existencia de una conciencia histórica, por lo mismo que la temporalidad dentro de la cual se movió ese hombre, no fue la de la naturaleza. Bastaba que tuviera voz para que aquélla quedara negada.

Más aún, la negación de la "palabra" al otro, conduce a negar nuestra propia palabra, a quedarnos legítimamente sin ella. Reducir el lenguaje del otro al grito, lleva a enunciar nuestra pretendida "palabra", también desde el grito. Aristóteles que define al hombre como un "animal que posee logos" ("palabra" y "razón"), cuando analiza la sociedad esclavista, a la que justifica, disocia los dos sentidos del "logos" y deja al esclavo una palabra vacía. Frente a ese ser inferior, el amo es aquel cuya voz supone la totalidad significativa del "logos". Al "esclavo por naturaleza" no le resta nada más que una voz cuasianimal, equivalente al grito. Como consecuencia de este hecho, La política aristotélica se construye toda ella, teniendo no como presupuesto la palabra, sino el grito, en cuanto que éste es necesario para el "logos", así como el esclavo es necesario para la ciudad. Podríamos afirmar, como corolario, que la pauta enunciada en este caso como una exigencia de "reconocer la historicidad de todo hombre" es equivalente a la del "reconocimiento de que absolutamente todo ser humano posee voz". En consecuencia, la distinción entre "hombres históricos" y "hombres naturales", entre un ser parlante y otro mudo, entre un individuo capaz de discurso y otro impotente para el mismo, no puede ser más que ideológica. Y ello aun cuando ese hombre "mudo" o "incapaz de discurso" no fuera considerado como un ser perverso o degenerado, un caníbal, sino como un "buen salvaje", y se tuviera alguna razón en considerar al "civilizado" con ciertas ventajas sobre aquel "salvaje" o "bárbaro", cualquiera fuera el nivel de cultura que se le reconociera. El problema que señalamos no es una cuestión del pasado, dio la tónica a toda una época de nuestra modernidad, en particular la que culminó en el siglo XIX, el gran siglo de la Europa colonizadora, pero se ha seguido repitiendo bajo otras formas, a las cuales no podían ser ajenas las sociedades latinoamericanas contemporáneas. Siempre hay alguien que detenta la voz, y siempre hay un otro que sólo barbariza o balbucea. Y no es una casualidad que sea dentro del grupo social que "posee" la palabra, que hayan surgido, casi sin excepción, los historiógrafos, los filósofos de la historia y los ontólogos.

La pauta que en este caso comentamos, supone por todo lo dicho, un humanismo, y en la medida que no hay ningún humanismo que no sea pensado como un "proceso de humanización", ella adquiere toda su fuerza programática. Aquel "ponernos para nosotros mismos como valiosos" quedaría sin justificación, si no fuéramos capaces de ver la relación necesaria que hay entre una afirmación legitima de un "nosotros" y lo que se ha de entender como humanismo. Por cierto que con lo dicho nos quedamos todavía a mitad de camino en cuanto que, como lo sabemos muy bien, las más nobles palabras ocultan juegos innobles y, tal vez, más que las palabras "innobles" mismas, que por serlo no resultan utilizables. Hay pues, "humanismos" y "humanismos" y deberemos todavía esforzarnos por alcanzar una total clarificación del verdadero sentido.

Tal vez sea conveniente volver otra vez a Hegel y repensar su respuesta ante el problema de América. En las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, nos dice su autor, en un célebre texto, lo siguiente: 

América es, pues, el país del porvenir, donde en los tiempos futuros se manifestará, en el antagonismo de la América del Norte, puede suponérselo, con la del Sur, el peso de la historia universal: es un país de sueño para todos aquellos que fatiga el depósito histórico de armas de la vieja Europa. La América debe separarse del terreno sobre el cual ha transcurrido hasta ahora la historia universal. Lo que ha sucedido allí hasta ahora es tan sólo el eco del viejo mundo y la expresión de una vida ajena; ahora bien, como país del porvenir, no nos interesa aquí, de una manera general; pues, en relación con la historia tenemos que ver con lo que ha sido y lo que es, mas, en filosofía, ni con lo que ha sido ni deberá ser solamente, sino con lo que es y eternamente será, con la razón, y con ella tenemos bastante trabajo. (Hegel, 1940: I, 90).

En resumen, y señalando algunos de los juicios de este rico y complejo texto, América "es el país del porvenir" y es, además, "un país de sueño". La historia se ocupa solamente "de lo que ha sido y de lo que es" y la filosofía, únicamente de lo "que es y eternamente será". Con lo que América no puede ser objeto de estudio de ninguna de las dos ciencias, pues, no ha sido ni es, no ha llegado aún a la historia, ni se encuentra instalada en el ser, no posee sustancialidad como para constituirse en objeto de la filosofía. Como "país de sueño" únicamente cabe respecto de ella la elaboración de un discurso que no es ni histórico, ni filosófico, un discurso de lo meramente posible, un saber de conjetura que se aproxima a lo utópico, tal como lo muestran las palabras iniciales del texto.

Sin un pasado histórico, sin una realidad ontológica, América es tan sólo "el país del porvenir", una especie de futuridad pura, si tal cosa es posible. Y en verdad, atribuir una futuridad de esta naturaleza implicaba una contradicción, incluso respecto de la noción de futuro tal como la entiende el mismo Hegel, quien tenía muy en claro que todo futuro depende de un pasado y de un presente. Baste recordar, en efecto, que había incorporado de modo muy vivo en su pensamiento la noción aristotélica de dynamis. Para el filósofo griego, todo paso de un acto a otro es posible, aunque no necesariamente, porque lo que se puede llegar a ser, se encuentra contenido potencialmente en el presente y en el pasado. Y la noción de dynamis en Aristóteles, y también en Hegel, implicaba dos notas fundamentales: la de "poder", como fuerza, y la de "posibilidad". Para Hegel, en el concepto de algo, en su esencia, estaban contenidos potencialmente todos sus desarrollos, de ahí que hablar de una pura futuridad, era a la vez hablar de un concepto sin contenido, o de un ente, aristotélicamente hablando, que tiene la absurda cualidad de pasar a lo posible, sin que tenga cierta circunstancialidad o sea, en alguna medida, un cierto acto que fundamente tal posibilidad.

¿Cómo explicar esta aparente contradicción? No cabe nada más que aceptar que, para Hegel, América no posee sustancialidad, y si la posee lo es en un grado ontológico negativo, como una pura materia incapaz de darse forma por sí misma. Y esto último es, en efecto, lo que sucede, y la futuridad que se le atribuye a América no le es propia, su futuro es el de Europa, Continente del Espíritu, capaz por eso mismo de introducir una forma a una materia.

Resulta interesante y aclaratorio ver cómo el mismo Hegel habla de otros pueblos "no-históricos". En efecto, cuando se ocupa de los nómadas de las mesetas centrales del Asia, dice: "Estos pueblos, sin desarrollo histórico, poseen ya sin embargo, una potencia de impulso capaz de modificar su forma, y aun cuando ellos no ofrezcan una materia histórica, en ellos sin embargo conviene captar la historia en sus comienzos” (Hegel, 1940: I, 104). Es decir, que hay pueblos no-históricos, capaces de ingresar a la historia por su cuenta: en ellos, en su realidad actual, está contenida una futuridad que les pertenece como posibilidad propia y gracias a un poder propio. Frente a ellos, América constituye un pueblo no-histórico, incapaz de una historicidad que surja de ella misma en tanto que no tiene "potencia de impulso", es decir, no es acto de ninguna manera y necesita de un agente externo que habrá de sacarla de su pura materialidad impotente.

Y por lo mismo que el porvenir de América está dado en el futuro de Europa, es un "país de sueño", pero no para los americanos que en su impotencia no se sueñan a sí mismos, sino para todos aquéllos que se sienten cansados de la vieja Europa convertida en un arsenal. Una pura futuridad, basada en una carencia de pasado histórico y, a la vez, en una realidad ontológica defectiva, no posibilita ni siquiera un saber de conjetura, y sólo aquellos que cuentan con un pasado pueden recrear su imaginación, sus "sueños", desde afuera de esa tierra baldía y proyectarle un futuro, que será el de ellos. Y para esta labor, América cuenta sin embargo con algo que la favorece, no es un "continente cerrado en sí mismo", como el .África, tierra sin esperanzas, sino que se muestra como un "continente abierto", que está esperando el soplo vivificador del "Continente del Espíritu".

Por todo lo que vamos diciendo, resulta imposible lo que conjetura el mismo Hegel: que América "debe separarse del terreno sobre el cual ha transcurrido hasta ahora la historia universal". Una vez más juega el filósofo alemán con términos ambiguos, pues, el sujeto que ha de cumplir con tal recomendación no es la América misma, incapaz en su impotencia de pasar de lo no-histórico a lo histórico, el sujeto que habrá de separarse no es otro, nuevamente, que Europa, la de la utopía que Europa ha hecho respecto de sí, y esta vez por obra del mismo Hegel.

Si analizamos ahora la noción de futuro, pensada respecto de Europa misma, nos encontramos con otras dificultades. Ya vimos que si bien Hegel aventura una conjetura -América sería la destinada a construir la nueva Europa-, rechaza luego los "sueños", las utopías, en cuanto no son objeto ni de la historia ni de la filosofía. Sucede que Europa, para Hegel, tiene y no tiene ella misma futuro, a pesar de su textura ontológica que le ha permitido incorporarse plenamente a la historia universal. A pesar de aquella afirmación del mismo Hegel de que las "formas caducas", anuncian "formas nuevas", (Hegel, 1976, Prefacio) la apertura hacia lo futuro escapa de las manos del hombre europeo mismo, debido a que el verdadero sujeto de todo desarrollo es un espíritu cuyos pasos dependen, en última instancia, del despliegue de su propio concepto. Los tiempos nuevos, nos resultan, en consecuencia, algo extraño y la historia se va clausurando para nosotros en cada una de las etapas de autorrealización del principio fundante. Debido a ello resulta, paradojalmente, que el futuro del hombre americano es el de otro hombre "sin futuro".

Se ha achacado muchas veces a Hegel haber "clausurado" la historia. En realidad, el planteo en relación con el cual surge el problema de la clausura o bloqueo del proceso histórico es mucho más complejo y matizado. El intento de Hegel es el de colocarse frente a un futuro que pueda ser objeto de un saber no-conjetural, y encontrar un punto de vista que nos permita un análisis del proceso histórico dentro del cual todos los éxtasis del tiempo se nos presenten dados dentro de un sistema. Para lograr esto, una vía posible era la de considerar lo que podríamos llamar el "futuro sido", y dejar, para los hombres de mañana, el "futuro que será". El análisis del futuro resulta desplazado hacia atrás y no se le permite franquear los límites del presente. Dicho de otro modo, se habla de lo que fue o es actualmente el futuro de un pasado: el mundo medieval, por ejemplo, ha sido lo futuro del mundo greco-romano, así como el mundo germánico ha sido y es lo futuro de ellos dos. En ese "futuro sido" todo puede ser explicado como desarrollo del concepto, y no impide aventurar la tesis -única conjetura legítima- de que habrá más adelante otro "futuro sido", por lo mismo que la categoría de futuro es la que funda la posibilidad tanto del "futuro sido" como la del "futuro que será". De este modo, vamos avanzando en nuestro conocimiento del proceso de la historia, de un "futuro sido" en otro, por donde el bloqueo del proceso histórico no supone la suspensión del proceso, sino tan sólo los límites de nuestro horizonte de comprensión del mismo. Así como no hay un comienzo de la filosofía, sino recomienzos, no hay tampoco un bloqueo de la historia, sino sucesivos bloqueos y desbloqueos.

De todos modos, esto era una manera de negar el futuro y de cerrar la historia, por lo menos para nosotros como sujetos, ya que no para el sujeto absoluto, el Espíritu. El desarrollo de éste, bien es cierto que no es una repetición de su propio contenido, al modo como la planta se repite a sí misma de manera indefinida. El Espíritu progresa, la planta, dentro de la concepción hegeliana, no muestra propiamente evolución. Mas, aquel progreso lo que hace es mostrar "novedades", nunca "alteridades", pues nada puede ser ajeno al a priori absoluto. La reducción del a priori antropológico a este a priori, convierte la historia en una ontología evolutiva, y acaba por poner en crisis el concepto mismo de historicidad. Dentro de nuestra comprensión de los procesos históricos, podemos pensar la "diferencia", pero nunca dentro de un tipo de saber anticipatorio, sino dentro de la categoría del "futuro sido". No podemos prever el porvenir, por cuanto no somos el sujeto de la marcha dialéctica a través de la cual el Espíritu pone en juego su libertad. Los frutos de ésta son, para nosotros, imprevisibles y tan sólo podemos conocerlos a posteriori.

La tendencia a clausurar la historia deriva del modo como se lleva a cabo aquella afirmación del nosotros mismos como valioso. Lo presente, el praesens latino, es "lo que está puesto delante", "lo que es dado", en el sentido de "don". De este modo, la noción de presente supone un alguien a quien las cosas, los hechos, le son dados; es decir, que el presente es el modo como el sujeto, para quien lo presente es tal, se reconoce como sujeto. Está en juego su autoafirmación frente a lo que le es dado. Ahora bien, ¿cómo alcanzar un presente en el que el sujeto quede radicalmente autoafirmado? ¿Cómo apresar lo real y tomar posición ante ello? La cuestión depende del modo como llevemos a cabo la actitud de asumir en ese presente, la pareja de contrarios "pasado-futuro". En ella, el "pasado" es lo que disponemos, es "nuestro" pasado, mas, del "futuro" no puede decirse, con la misma seguridad, que es "nuestro", por cuanto encierra lo imprevisible. Y éste es, justamente, el factor que de buena gana querríamos eliminar, pues, lo imprevisible puede ser lo no-nuestro, lo ajeno. Frente a él, lo que puede pasar es que simplemente no podamos afirmarnos. La respuesta habrá de ser, por tanto, la de dar por bloqueado el proceso de la historia, y ello lo haremos descubriendo que en la pareja de contrarios "pasado-futuro", el segundo término se encuentra dado potencialmente en el primero, no sólo como "futuridad", sino como "lo futuro", es decir, las posibilidades mismas que se habrán de desarrollar y de las cuales tendremos siempre noticia a posteriori, una vez acaecidas.

De esta manera, la síntesis entre pasado y futuro, se realiza a costa de lo imprevisto del futuro. El sujeto, en su autoafirmación de sí mismo como valioso, considera imposible todo lo que pueda quebrar su principio de mismificación, con lo que cree haber superado la contradicción de los opuestos. La contradicción, que es real, realísima, no es en verdad superada o asumida; queda latente, y la dura y cruel realidad histórica vendrá en su momento a dejar en descubierto esta dialéctica bloqueada, pura dialéctica discursiva. Mientras tanto, el sujeto se siente respaldado en su propio pasado, que es lo que dispone como lo realmente a la mano. Está, respecto de él, en una segura actitud de dominio. No de otra manera aparece Hegel cuando nos habla del mundo oriental, del mundo greco romano y del cristiano medieval, respecto del mundo germano; modo de resolver la contradicción entre lo que "ha sido" y lo "imprevisible por ser", quitando fuerza a lo imprevisible, que es clara demostración de que se está actuando en función de una voluntad de poder ilegítima.

Es necesario tener en cuenta que Hegel no rechaza la categoría de lo "imprevisible" dentro del proceso histórico. Justamente, porque la afirma, sostiene tan sólo como posible el saber de lo acaecido. ¿Cómo prever la voluntad libre de un sujeto, el Espíritu, que nos excede y cuyos designios se nos escapan? Por la misma razón, no es posible la previsibilidad en cuanto saber anticipatorio. En el intento de afirmar la total inteligibilidad de la historia, se ha caído en una absolutización de los términos. Para nosotros, los despliegues futuros del Espíritu, son imprevisibles de modo absoluto, para ese sujeto, de la misma manera, son absolutamente previsibles, en su inescrutable providencia.

Imprevisibilidad y previsibilidad son términos relativos entre si, pero relativos a un mismo sujeto histórico, el hombre concreto. Lo previsible puede resultar negado por lo imprevisible, y a su vez, éste puede dejar de ser tal, por lo anticipado o previsto. Y ello porque a nivel discursivo, aun cuando exprese una determinada realidad, no es necesariamente la realidad. Hay una dialéctica de lo real que excede la dialéctica discursiva, aun cuando pueda ser reflejada en ésta. La dialéctica de la mismidad se constituye sobre la equiparación del mundo objetivo con el mundo real, borrando las distinciones entre el nivel discursivo y el extradiscursivo. De esta manera, el pasado organizado en nuestro discurso, adquiere una racionalidad y, por tanto, una universalidad, que es la que nos justifica a nosotros que hacemos la historia y, el futuro, aun cuando sea considerado como "diferente", no tiene por qué ser más que algo ya contenido en lo que nos legitima.

Los tres éxtasis del tiempo no constituyen un sistema. Si bien es cierto que de alguna manera lo futuro está contenido potencialmente en el pasado, no es menos cierto que en el futuro están dados potencialmente los factores de ruptura de ese pasado que nos sostiene en nuestro presente. Y ello porque en el proceso histórico lo que va dándose no es solamente "nuevo' respecto de lo anterior, sino que puede ser "otro". Por tanto lo más radical del modo de vivir nuestra temporalidad ha de consistir en estar abiertos al futuro como alteridad. El peso de nuestra actitud frente al devenir histórico habrá de quedar puesto más hacia el futuro que hacia el pasado, en una cierta actitud de negación del pasado, aun cuando esto venga a quebrar lo que consideramos como racionalidad de la historia. Se trata de estar abierto a lo otro, aun cuando lo otro no nos confirme en lo que postulamos como universal.

Pero, para negar un pasado, tenemos que contar con él, es decir, entendernos como seres con historia. Si partimos de la tesis hegeliana de América como vacío, no habrá posibilidad de un acto de negación desde nosotros mismos, y caeremos en una autoproyección alienada, desde una historia ajena, impuesta. Por lo que tampoco tendrá sentido hablar de futuro. Negar el pasado, no significa desconocerlo, sino reconocerlo, pero a partir de un futuro que ha de ser objeto de una filosofía que se ocupe precisamente, también, de lo que será, con toda la carga de contingencia de la historia. Tomar conciencia de nuestra historicidad es aceptar que el futuro puede venir a negarnos en lo que considerábamos como lo más plenamente justificado, como puede ser nuestra inserción en la sociedad, el mundo de relaciones con las cuales nos movemos y nos autoafirmamos en ella. Reconocer que el ser del hombre, absolutamente de todo hombre, radica en su hacerse y en su gestarse, y que someter el futuro a un pasado, que es "nuestro pasado", es cerrar las puertas al futuro de los otros e impedirles construir su propio ser. Y sobre todo, adquirir conciencia de que lo dicho no se resuelve en un "problema de conciencia", aun cuando inexorablemente tengamos que elevarnos a ese nivel.

Si regresamos a la comprensión de América, que hay en Hegel, nos encontramos, además, que el mundo americano era para él, lo "nuevo". Europa, como el "viejo mundo", mira a América como el "mundo nuevo" y, en tal sentido, pareciera abrirse a un reconocimiento de su historicidad. Mas, no es así, en cuanto que la "novedad" de América se da en el plano primitivo de lo físico y no en el de lo histórico, y padece, por tanto, la debilidad ontológica propia de todos los entes que no han emergido de la naturaleza. América es, por eso mismo, sinónimo de inmadurez, y su juventud no es en ella un mérito, sino un defecto. Posee "novedad" al modo como es novedosa para un artesano una materia hasta entonces desconocida, a la cual puede darle forma según sea su voluntad, en cuanto inerte o pasiva. En consecuencia. América no es "nueva" para sí misma, sino para otro, el hombre europeo que la ha descubierto, junto con el resto desconocido del globo. De esta manera, el "descubrimiento" resultaba ser un total "encubrimiento", por lo mismo que se afirmaba al descubridor como único sujeto histórico, como exclusivo agente del hacerse y del gestarse humanos. En consecuencia, desde el punto de vista ontológico, América era "novedad" al modo como se nos muestran "nuevos" los entes físicos dentro del vasto proceso de la evolución, y si esa "novedad" adquiría algún sentido histórico, lo era tan sólo para el hombre europeo, respecto de sí mismo.

En consecuencia, América quedaba reducida a ser el país de utopía. A pesar del abierto rechazo de toda forma del saber de conjetura, Hegel no hacía más que continuar una importante tradición ya iniciada durante el Renacimiento por Tomás Moro y, más tarde, por Campanella y Bacon, entre los más conocidos del género utópico. En todos ellos se encuentra supuesta una radical ahistoricidad de América, condición que facilita la constitución de un discurso ejercido por un sujeto que previamente se ha declarado "descubridor" de ese buscado "no-lugar" que habían soñado ya los antiguos con la ÚItima Thule, las Hespérides o las Islas Bienaventuradas. Las utopías han cumplido y cumplen una función de crítica social de tipo indirecto, y a la vez, un papel regulador, indicando a su modo los límites posibles para una sociedad de acuerdo con los horizontes de comprensión de cada época. Ahora bien, ni el sujeto autor del discurso utópico, ni la sociedad a la cual se criticaba, y a la cual se le proponían límites y posibilidades, eran el hombre americano y la sociedad americanas. América fue para estos autores, y entre ellos para Hegel, un continente para ser soñado por otros.

A esto se agrega, concretamente en el caso hegeliano, que la negación de historicidad surge del hecho que muestra una nueva humanidad que no aparece integrada en la "historia mundial", sino al margen de la misma y, más aún, ajena a ella totalmente, por lo menos hasta el momento del "descubrimiento". De este modo, la historicidad no es entendida como aquello que funda la posibilidad de la historia, y consecuentemente de la historiografía, sino que como ya anticipáramos, se invierten las relaciones. No está de más que insistamos en la afirmación de que el hecho de que el hombre americano primitivo, en particular el de las grandes culturas, no hubiera llegado a pensarse dentro de los marcos de algo semejante a una "historia mundial" dentro de sus propios límites culturales, o no fuera pensable en relación con aquella misma historia organizada por otros, no implicaba, de ninguna manera, que no fuera un ser histórico ni menos aún que no tuviera un modo propio de asumir la particular temporalidad que caracteriza a todo hombre en cuanto tal.

Y precisamente, el desconocimiento que se da junto con el encubrimiento sistemático llevado a cabo por los ideólogos colonialistas de la Europa "descubridora", y sobre todo conquistadora, constituyó uno de los hechos más importantes de la "historia mundial", que no aparece expreso en la filosofía de la historia hegeliana y en otras similares a ella. Para reconocer tal encubrimiento habría que haber partido de un reconocimiento de historicidad de una humanidad que pasó a ser dominada. Y aquí sí que no hubo relación de utopía entre Europa y América.

De este modo, en el caso de América, Hegel, al mismo tiempo que se atreve a aventurar conjeturas, condicionado indudablemente por la fuerte tradición utópica que desde el Renacimiento rigió toda comprensión de lo americano a nivel discursivo, rechaza la posibilidad de un saber conjetural. Todo juicio de futuro queda invalidado como consecuencia de una indiferenciación entre lo utópico y lo profético, que en cuanto saber anticipatorio de inspiración divina, es rechazado desde el punto de vista de la filosofía. Nada tiene que ver ésta con la antigua mántica, ni con el tipo de sabiduría propio de la tradición hebreo-cristiana de los profetas. Del mismo modo, ningún papel juega la utopía, a pesar de no poderse desprender de ella, como hemos visto, en cuanto que el destino de los pueblos no es una tarea o un proyecto de un sujeto histórico, surgido de su propia empiricidad, sino algo que forma parte del despliegue necesario de otro sujeto, al que le acontece "caer" en la historia, y de lo cual nos enteramos a posteriori. Con Hegel se produce una primera muerte de las utopías de estilo renacentista, aun cuando todavía se mueva dentro de su atmósfera, mas ello a costa de la función utópica misma, de la cual aquel estilo ha sido una de sus manifestaciones. De hecho, aquella muerte se habrá de producir cuando un nuevo hombre, que comience a considerarse como ente histórico, retome la utopía con otro sentido, y ése ha sido el papel que le tocó jugar a América cuando comenzó a comprenderse como sujeto de su propio devenir histórico.

Una de las tareas más valiosas a las cuales habrá de entregarse el hombre americano, que comenzó a tomar fuerza ya a fines del siglo XVIII y caracterizó singularmente al siglo XIX, será, entre otras cosas, el de un rescate del saber de conjetura, y dentro de él de la utopía como función crítica reguladora, la que sólo es posible a partir de un reconocimiento del sujeto como valioso para sí mismo, y a su vez, desde una comprensión de la universal historicidad de todo hombre. Con ello, quedan las puertas abiertas para un planteo epistemológico de la cuestión del destino social y cultural de nuestro ser latinoamericano, como asimismo de una filosofía de la historia organizada sobre la categoría de futuridad rescatada como positividad.

La problemática del destino de América y de su hombre, como americano, se relaciona, tal como lo vimos en el caso del "legado", con el proceso de incorporación al Occidente. Por eso mismo, se desarrolla en íntimo contacto con el concepto de "historia mundial" y con la filosofía de la historia que implica. Se conecta, asimismo, estrechamente con las cuestiones de "unidad" y "diversidad" de América Latina. Nuestro destino histórico consiste en que podamos algún día afirmar un "nosotros" legítimo, con el que nos incorporemos al proceso de humanización, sin tener que esperar, ciertamente, la consumación de los hechos. Mas, para eso, nuestra filosofía de la historia no habrá de transitar los caminos ya incontables del discurso opresor. No será necesario tener "historia", sino saberse ente histórico. No será necesario tampoco, en el caso de descubrir que ya tenemos alguna "historia", ponernos a justificarla frente a la "gran historia" elaborada por los teóricos de la Weltgeschichte. Una vez más, la tarea habrá de ser la inversión de la filosofía imperial.

La problemática surge claramente del pensamiento de Simón Bolívar, expresado en 1815, en su "Carta de Jamaica", años antes que Hegel dictara sus cursos sobre filosofía de la historia universal. Para el Libertador había en nuestra América una serie de factores que constituían, según vimos, razón suficiente de unidad, a pesar de los factores que se presentaban como diversidad disolvente. La unidad de nuestra América, condición indispensable para jugar un papel dentro de una historia mundial, encerraba toda la problemática de nuestro destino histórico, su punto de partida y también su meta. Bolívar tenía clara conciencia del margen de utopía que encerraba su proyecto, pero, en el sentido de un "no-lugar" que podía tener "lugar", como él lo expresa, "en alguna época dichosa". "¡Qué bello seria –dice- que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! ¡Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un congreso de los representantes de las repúblicas, reinos o imperios, a tratar de discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración” (Bolívar, S., 1975: 63). Estas palabras de Bolívar suponen una filosofía de la historia, fundada no solamente sobre una experiencia histórica vivida directamente por el mismo Bolívar y por el grupo social que representaba, sino además, sobre la conciencia de la capacidad de "hacer historia" y, por tanto, de plantearse su futuro, entendido como destino. Éste resultaba entendido, como aquello que debemos llegar a ser social y culturalmente, por lo mismo que de alguna manera ya lo somos y, sobre todo, porque somos entes históricos. La filosofía de la historia que se desprende de los textos bolivarianos, se organiza sobre una fórmula radicalmente distinta de la expresada en el texto hegeliano: en el pensamiento del Libertador no hay que ocuparse "de lo que ha sido y de lo que es", sino de "lo que es y de lo que será", enunciado en el plano concreto de la contingencia de lo histórico. Por lo demás si pensamos los ideales bolivarianos dentro de ese amplio programa de humanización con que fueron planteados, más allá de sus inevitables condicionamientos sociales, aquella contingencia no suponía únicamente lo "nuevo", como manifestación de una mismidad repetitiva, sino la alteridad. Que el propio Bolívar no comprendiera al final de sus días este hecho, no invalida el sentido del auténtico bolivarismo.

La raíz de esa diferencia de planteamientos deriva del de la desnaturalización y pérdida de sentido del a priori antropológico, acaecidos en la filosofía hegeliana, y el reencuentro espontáneo de ese principio por parte de un hombre que se había lanzado, como oprimido, en una lucha de liberación. Se trata de un hombre, en este caso, del hombre hispanoamericano, el que representa y expresa Bolívar, que si bien no había entrado en la historia mundial, o estaba dando sus primeros pasos en ella, se consideraba a sí mismo como sujeto de historia, aun cuando estuviera en sus primeras páginas. Se trataba de un hombre que no se apoyaba tanto en la historia como lo ya acaecido y lo historiable, aun cuando se le presentaba como un pasado inmediato glorioso, como en su propia historicidad, es decir, en su condición de ente histórico, raíz de aquella valoración. No temía por eso mismo incursionar por lo que podría ser utópico, y aquella "época dichosa de nuestra regeneración", con la que Bolívar expresaba su sentimiento, tenía un "lugar" posible, por lo mismo que el juicio de futuro, y con él el saber de conjetura, eran ejercidos desde una voluntad que correspondía a un sujeto no enajenado.

La meditación de Juan Bautista Alberdi sobre este problema, en 1844, en un texto que ya hemos comentado antes, (Alberdi, J. B., 1844) revela claramente que el pensamiento de Bolívar no era un momento accidental. Se plantea Alberdi la cuestión del destino, en relación estrecha con nuestra unidad y diversidad, a la vez que trata de mostrar la legitimidad del contenido utópico del planteo. Retoma la tesis bolivariana y vuelve a preguntarse por el destino de nuestra América: "Desde que concluyó la guerra de la Independencia con la España -dice- no sabemos lo que piensa la América de sí misma y de su destino: ocupada de trabajos y de cuestiones de detalle, parece haber perdido de vista el punto común de arribo que se propuso alcanzar al romper las trabas de su antigua opresión”.

Esta problemática del destino de América y del hombre americano -nos aclara ahora Alberdi-, no fue en Bolívar una "utopía negativa". Los "utópicos negativos" son aquellos que no sólo "ven lo que no existe", sino que además "no ven lo que existe", lo que "todo el mundo toca". Niegan, por eso mismo, "la realización de un hecho considerado practicable por el genio mismo de la acción -dice Alberdi hablando de Bolívar- y por el buen sentido de los pueblos". El Libertador habría puesto en marcha, pues, una "utopía positiva" que debía ser retomada en su sentido de idea reguladora a partir de la elaboración de "tipos ideales de organismo social". Alberdi propone dar bases de un saber anticipatorio, un "idealismo" con raíces en la realidad empírica. De la conjunción de idealidad y empiricidad habrá de salir la unidad expresada inicialmente como acto de voluntad, en "un programa de su futura existencia continental". Será éste "una carta náutica que marque el derrotero que deba seguir la nave para cursar el mar grandioso del porvenir". Bolívar, hombre de acción antes que de pensamiento, no propone un imposible en el sentido negativo de lo utópico. Parte de la afirmación de un hombre americano que se conoce en su misma realidad histórica como sujeto de su historia, con las contradicciones y límites que esa experiencia muestra. En aquel conocimiento, que es un reconocimiento, consiste el "empirismo" que ha caracterizado, según piensa Alberdi, a los grandes realizadores de la América Hispánica.

Tanto del pensamiento del Libertador, como de la interpretación que de él hace Alberdi, surge que el destino de América y de su hombre, no es entendido como una realidad hipostasiada. No se trata de un ente con voz propia al que hay que "escuchar", tal como aparece en el mismo Hegel, quien hablaba de la victoria de los griegos sobre los persas como algo que era producto del "gran interés del Destino por el florecimiento de todo el Occidente". Tampoco se trata del "Destino manifiesto" heredero directo del anterior, con el que los ideólogos del expansionismo yanqui han pretendido justificarlo. Ni menos se trata de un destino, que como respuesta a la doctrina norteamericana, sea entendido, a su vez, como nuestro "Destino manifiesto" (Vasconcelos, J., 1958: 918, 919, 920).

La afirmación de un "nosotros" que conlleva el problema de un destino latinoamericano, tiene una raíz, como lo señala acertadamente Alberdi, de tipo empírico. Se trata de una tarea, un hacer, que venimos cumpliendo juntos y que podríamos terminar también juntos, sobre la base de una decisión que puede tener amplios márgenes de error, pero también de acierto. América Latina sólo se justifica en cuanto inicie desde sí misma un proceso de humanización que sea consciente de las limitaciones de los anteriores procesos similares, y sólo podrá hacerlo, volviendo a todos aquellos legados que ha recibido, como asimismo a todos los que habrá de recibir, asumidos desde el sujeto latinoamericano concreto.

Tal es el sentido del destino en esos ensayos sobre la realidad americana en los que se señalan con fuerza los factores negativos que nos impiden cumplirlo, y que no son otros que los derivados de una defectuosa afirmación de nosotros mismos como constructores de nuestra propia vida latinoamericana. Manuel Ugarte planteaba así las cosas en su Destino de un continente, en las primeras décadas de este siglo. Nuestro destino frente a las nuevas formas del imperialismo, depende, como hemos recordado páginas atrás, "del amor a nosotros mismos", de "la inquietud de nuestra propia existencia", en otras palabras, del reconocimiento de nosotros mismos como valiosos. Del mismo modo lo había entendido a fines del siglo pasado, César Zumeta en su obra El continente enfermo, en donde la dolencia que señalaba, no era la que divulgarían los positivistas al estilo, por ejemplo, de un Alcides Arguedas o de un Carlos Octavio Bunge. Nuestra "enfermedad" era un hecho histórico y derivaba de nuestra renuncia a afirmarnos a nosotros mismos (Ugarte, M. 1923; Zumeta, C., 1961).

 

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