TEORÍA Y CRÍTICA DEL PENSAMIENTO LATINOAMERICANO

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Arturo Andrés Roig

© Arturo Andrés Roig. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano Edición a cargo de Marisa Muñoz, con la colaboración de Pablo E. Boggia, Enero 2004. La presente edición digital, actualizada por el autor, se basa en la primera edición del libro (México: Fondo de Cultura Económica, 1981) y fue autorizada por el autor para Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes

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 XI
EL PROBLEMA DEL SER Y DEL TENER

Hemos dicho al hablar de la conciencia para sí o del "ponernos para nosotros mismos como valiosos", que este hecho presenta un grave problema. Si no nos autoafirmamos, no tenemos posibilidad de ser sujetos de nuestro ser histórico, mas, en ese mismo autoafirmarse se esconde también un principio de alienación. Se trata, por tanto, de preguntar si ese "ponerse para sí" es siempre legítimo y cómo habrá de ser determinado de modo tal que nuestra confianza en nosotros mismos sea a la vez desconfianza, que nuestro "ponernos como valiosos" se dé acompañado del suficiente grado de actitud critica.

El a priori antropológico exige el planteo de su legitimidad, de la cual depende en cuanto que una autoafirmación inauténtica lleva en su seno su propia muerte. Aun cuando pareciera ser una paradoja, que de hecho no lo es, la autoafirmación se nos presenta como un juego de afirmación, pero a la vez de negación de nosotros mismos. No cabe duda que en esa conformación de una autoconciencia interviene el factor personal, que no puede ser desconocido, como tampoco podemos ignorar que la conciencia, en su marcha conflictiva, no depende exclusivamente de si misma, sino que se mueve sobre y desde una experiencia social, dada en relación directa e inmediata a un sistema de contradicciones objetivas. Esto hace que una autocrítica no pueda ser entendida nunca como un mero ejercicio subjetivo y que la "buena voluntad" no sea factor suficiente ni muchas veces decisivo. La sujetividad, el acto de ponernos como sujeto, no se resuelve en una subjetividad, sino que es, además, la raíz de toda objetividad sin la cual no sería posible la subjetividad misma. De la construcción de esa objetividad depende la formulación del discurso y su carácter opresor o liberador, más aún, el discurso lo integra como uno de sus momentos.

El pensamiento filosófico, recién desde la modernidad en adelante, fue elaborado como una teoría de la sujetividad, a pesar de que el hecho de la constitución del hombre en cuanto sujeto es anterior a toda filosofía. El a priori antropológico tiene su raíz en la conciencia histórica la que, en su forma originaria es una experiencia propia del hombre en cuanto tal, señalable por eso mismo en todas las épocas y todas las culturas, a la que el filósofo argentino Rodolfo Agoglia ha caracterizado, según recordamos páginas atrás, como "la simple captación de que ciertos hechos, acciones, obras o procesos son modos de realización del hombre” (Agoglia, R., 1978a). No se trata de una conciencia de los hechos, sino de los modos de realización de un sujeto respecto de si, mediante aquellos hechos, acciones u obras y por tanto de un sujeto que, a su vez, se capta a si mismo como tal. La conciencia histórica implica, tanto en su experiencia originaria, como en las diversas formas que ha ido adquiriendo en el devenir de la humanidad, una comprensión de la temporalidad propia del hombre. No está de más que recordemos que esa conciencia, que supone el nacimiento de la humanidad, se presenta como un cambio cualitativo profundo de la temporalidad, tal como Hegel ha tratado de mostrarlo en su doctrina del paso del "en sí" al "para sí", tesis que a pesar de mantenerse dentro de las clásicas historias hipotéticas, rompe con ellas, entre otros aspectos, al afirmar en esa posible conciencia primitiva, sumergida aún en la naturaleza, el poder de negarla y de acceder a la autoconciencia y, con ello, de ingresar abiertamente en la historia.

El hecho de que la sujetividad surja a la par con aquella experiencia originaria del hacerse y del gestarse, no quiere decir que haya habido siempre una "toma de conciencia histórica", tanto en el sentido de descubrir que la naturaleza humana radica en la historicidad, que seria un modo cabal de esa posesión, como en el de objetivar en un discurso, desde una determinada racionalidad, el hecho mismo del transcurrir histórico. De todos modos, no podemos separar aquella experiencia originaria de un cierto presentimiento de la historicidad misma del sujeto, como tampoco podemos afirmar que no haya estado acompañada, desde siempre, de ciertas formas de reconstrucción y expresión, a las que podemos considerar como historiográficas. No se ha conocido jamás, ni se podrá documentar la existencia de agrupaciones humanas, por disgregadas que ellas hayan sido, que no hayan justificado su presencia concreta sobre la tierra mediante los siempre elocuentes y significativos mitos de origen, más cercanos, muchas veces, de la problemática de la historicidad que de la mera historiografía, pero incluyendo casi sin excepción ambas cosas. Conviene, por lo demás, ponerse en guardia respecto de aquella posesión de conciencia histórica en cuanto se la ha hecho consistir en una doctrina acerca de la historicidad, desde la cual nos declaramos en el plano de lo ontológico, condenamos al hombre común y su vivir cotidiano a lo óntico y concedemos generosamente valor de preontológico a todo lo que de alguna manera viene a confirmar nuestro discurso, aun cuando no revista su propia dignidad. La consustancial ambigüedad de la filosofía, a la que se le ha otorgado nada menos que la tarea de aquella posesión de conciencia histórica, lleva a que esa posesión sea, en muchos casos, una simple pérdida.

Las respuestas dadas desde la Edad Moderna al problema de las relaciones entre la sujetividad y la objetividad, abrieron las puertas para el descubrimiento teórico de algo que siempre ha sido y será lo inmediato, el a priori antropológico, pero a su vez, frenaron e inclusive imposibilitaron una toma de conciencia histórica al confundir el "mundo objetivo" con la realidad y, como consecuencia, lo discursivo con lo extradiscursivo. De ahí las formulaciones invertidas de las relaciones entre la conciencia y el mundo y la deformación doctrinal del a priori antropológico como resultado de un divorcio entre el cuerpo y el espíritu, la pretendida incompatibilidad entre el "tener" y el "ser" y la construcción de un voluntarismo, siempre presente, mas a la vez, negado ante la pretendida objetividad autónoma de un mundus intelligibilis. Desde la primitiva formulación del a priori antropológico platónico, siempre vigente dentro de sus diversas reinterpretaciones y actualizado a partir del cogito cartesiano, hasta concluir en el "yo infinito" de Hegel, la reducción de la realidad al "mundo objetivo", conducirá a imposibilitar aquella toma de conciencia histórica. La historicidad, separada de la empiricidad, no será aquello que constituye al ser del hombre desde dentro, sino únicamente aquello en lo cual "cae" y la temporalidad propia del hombre resultará depotenciada al afirmarse todo futuro como "regreso".

El rescate del a priori antropológico, que se encuentra afirmado y a la vez negado en el "poner" platónico (títhemi), en el cogito cartesiano, en el "sujeto trascendental" kantiano, en el "yo" fichteano, en el "yo-concepto" hegeliano o, más recientemente, en el "sujeto puro" husserliano, será únicamente posible desde una "desconstrucción" de las filosofías de la conciencia y del ser con las que se ha expresado el logocentrismo desde los griegos (Derrida, J., 1971).

La raíz de esas filosofías se encuentra, precisamente, en una afirmación ilegítima del a priori antropológico. La ilegalidad del "ponernos para nosotros mismos como valiosos" no deriva de una correcta o incorrecta fundamentación epistemológica sobre la cual se pretende haber alcanzado la cientificidad del discurso, sino de algo que está más atrás, anterior a todo discurso: la facticidad social. Para comprender lo dicho es necesario recordar, una vez más, que toda autoconciencia es necesitante de otra autoconciencia y que el ejercicio de la sujetividad no será nunca captado en su plenitud si reducimos un sujeto, que es eminentemente plural, un "nosotros", a un sujeto que, como condición de su incorporación a una universalidad, ha de ser considerado y pensado en un singular abstracto. En relación con aquel "nosotros", en donde se inserta todo singular concreto, se ejerce la función de reconocimiento, que se cumple desde una mismidad cerrada o abierta a la alteridad del otro.

Ese reconocimiento lo es siempre del hacerse y del gestarse, es una especie de constante regreso a la experiencia originaria a partir de la cual se constituye la conciencia histórica y tiene su manifestación en el acto cotidiano del trabajo. Las formas ilegítimas de reconocimiento son, por eso mismo, manifestación de modos imperfectos de convivencia, en relación con el proceso de transformación de la naturaleza y, consecuentemente, su creación y recreación de la cultura. Debido a esto último, el reconocimiento se juega todo entero en relación con la posesión de "cosas" (prágmata) y la satisfacción de demandas en un nivel de trato constante y permanente con aquéllas, a tal extremo que el ser y el tener se nos presentan como convertibles. En el ruego del Padrenuestro: "dadnos el pan de cada día", se manifiesta una apetencia que es tanto de tener como de ser y el "pan" es, en el texto y en el sentimiento de quien ora, tanto la hogaza o, por lo menos, el mendrugo, como la vida en toda su significación. El a priori antropológico es, por eso mismo a la vez un principio de tenencia y de entidad. El mundo de las cosas y la vida cotidiana, como la forma de vida que se desarrolla en relación con ellas, no es en sí el mundo de la alienación y de la pérdida del sujeto, sino el único mundo posible en el cual el sujeto puede reencontrarse consigo mismo.

El reconocimiento aparece estrechamente conectado con aquella voluntad mediante la cual nos ponemos como valiosos para nosotros mismos, aquel deseo de perseverar en el ser, el conatus del que nos hablaba Spinoza. Mas, en este momento, no podemos menos que regresar a las figuras de la conciencia y reconocer la profundidad trágica de las geniales intuiciones de la Fenomenología. Aquel salto cualitativo dentro de las formas de temporalidad, que podría señalárselo como el paso del "tiempo" a la "historia", o como la conversión de un estado de ensimismamiento en un estado de autoconciencia, abre aquella historia con la figura del amo y del esclavo. En ese momento del "para sí", en el que se pone de manifiesto para Hegel el a priori antropológico, el reconocimiento es arrancado mediante violencia. El esclavo reconoce al amo y éste se reconoce en el esclavo, en otros términos, el amo satisface su apetencia de bienes y su ansia de ser en cuanto que el reconocimiento no se reduce a un hecho cognoscitivo sino que es, a la vez y necesariamente, un acto de posesión en los dos sentidos indicados.

Sobre esta relación de sometimiento y de dominio, el amo monta su comprensión y a la vez su justificación del ser del esclavo y de sí mismo. La carencia a que es sometido el primero, fruto de la desapropiación del producto de su trabajo, le mueve a una permanente demanda clamorosa, airada o resignada, de los bienes indispensables para la subsistencia. De ahí que sea definido como un ser grosero en el que sólo impera una “apetencia de tener" y que se encuentra movido por los "bajos apetitos" y los "intereses materiales". El amo, por su parte, en el que aquella "apetencia de tener" se satisface mediante la violencia y el despojo, a tal extremo que según Hegel le lleva a "hundirse en la naturaleza", se considerará por encima de aquellos apetitos y aquellos intereses bajos que mueven a las multitudes groseras, sucias y siempre incansablemente hambrientas. El estará, frente a ellas, colocado en el ser. Su lengua no se moverá para clamar por el pan de cada día, sino para hablar del espíritu. Y de esta manera, las ideologías justificatorias de las relaciones de dominación y de explotación acaban estableciendo una incompatibilidad entre lo que consideran dos órdenes disociados, el del ser y el del tener, el del alma y el del cuerpo, el del sujeto puro y el del sujeto empírico, el de la fuerza y el derecho, el del significado y el significante, todo ello a costas del ocultamiento de la tenencia, la corporeidad, la empiricidad, la emergencia social y la palabra.

Como consecuencia de esa disociación, lo auténtico radica en la posibilidad de trascender el mundo de los entes e instalarse en el "orden del ser", mientras que lo inauténtico consiste en quedarse en ese horizonte mundano en el que primaría lo óntico y, en particular, la relación de tenencia respecto de las cosas. En verdad, autenticidad e inautenticidad pueden darse, y de hecho se dan, en el orden del tener, por lo mismo que es desde éste que nos abrimos, como única vía posible, al ser. El tener auténtico es apofántico respecto del ser, en cuanto que este ser no es un abstracto nivel del "sentido", por más peso ontológico que a éste se le conceda, sino que es para el hombre su hacerse y su gestarse. La cotidianidad no puede ser definida sino en relación con el trabajo, con el producto del trabajo y con el goce de ese producto.

El simulado rechazo de la apetencia de bienes por parte de quienes están plenos de ellos y la afirmación de la posibilidad de una instalación en el "orden del ser", muestra su verdadero sentido si tenemos en cuenta el papel que se hace jugar al ser, cuya "voz" ha de ser "escuchada" y cuyo "discurso" es el apoyo sobre el cual se organiza el discurso opresor. Hay hombres que pueden escuchar la "voz del ser", a pesar de su estado de "caídos" en este mundo y que son, sin embargo, los "portavoces" del principio fundante y, frente a ellos, la masa impersonal, anodina por lo mismo que masa, de los que movidos por una vida "material" y en medio de su cotidianidad sin horizontes, están vocados únicamente por el "tener". No se nos escapa que el sistema de relaciones que surge de este planteo es todavía abstracto en cuanto que el filósofo no es nunca un pretendido "escucha" individual del ser y en cuanto que hay, además, naciones dentro de las cuales si bien el esquema de relaciones apuntado adquiere una clara formulación, existe una conciencia nacional de superioridad respecto de otras: son los países "depositarios" del Espíritu, de la Civilización o de la Cultura. La ideología occidentalista y con ella el europeocentrismo son una prueba de ello.

La legitimidad del a priori antropológico es determinada, de acuerdo con el planteo anterior, a partir de un sistema de dualidades. Se trata de una larga tradición, la misma para cualquiera de sus líneas de desarrollo, ya se entienda que comienza con Platón y culmina en Hegel, o conforme con el último academicismo alemán, se juzgue que se abre con los presocráticos y termina con Heidegger. La oposición entre lo óntico y lo ontológico es una nueva versión del antiguo dualismo del cuerpo y del alma que se apoya, se justifica y se funda en la posibilidad que el alma tendría de contener al ser. Se trata de la ya prolongada filosofía de la conciencia puesta en crisis por las filosofías de denuncia o de sospecha iniciadas después de Hegel y de las que hemos hablado páginas atrás. No vamos a extendernos sobre la densa proyección contemporánea de toda esa problemática, en relación con la cual se está produciendo un recomienzo de la filosofía que podría significar la apertura hacia una filosofía verdaderamente mundial de la liberación (“Declaración de Morelia”, 1975).

Sí querríamos, a efectos de alcanzar una comprensión del problema de la legitimidad que aquí planteamos, comentar dos textos, uno europeo, reincorporado como preontológico dentro del pensar heideggeriano, y otro que, enunciado asimismo bajo la forma de mito, puede ser entendido claramente como la contraparte de aquél y que pertenece a la tradición de nuestras grandes culturas indígenas de la América Central.

Nos referimos a dos mitos de origen. Ya dijimos que en ellos se pone de manifiesto, a veces de modo patente, la problemática de la historicidad y que, en algunos casos, se encuentran expresados datos que responden a un cierto espíritu historiográfico. Es decir que constituyen, con su mundo de símbolos e informes factuales, una manifestación de aquella experiencia originaria del hombre como un hacerse y un gestarse. El rescate de los mitos, dentro de un pensamiento filosófico, es posible porque incluyen, todos, determinados filosofemas y su incorporación en una historia de la filosofía, que Hegel rechazaba, es asimismo justificable desde el momento en que partimos de la naturaleza ambigua de este saber derivada del hecho de que el concepto es tan representativo cómo cualquiera de los símbolos a los cuales recurre el mito.

Las narraciones antiguas a las que nos vamos a referir son, una, la fábula de Cura, tomada por Heidegger de la Colección de Higinio e incorporada en El ser y el tiempo como texto preontológico (Heidegger, 1962: 218), y la otra, la narración del origen de los primeros hombres que se encuentra en el libro sagrado del pueblo Quiché, el Popol Vuh (Popol Vuh, 1952). Ambos mitos son, desde el punto de vista de la naturaleza del hombre que en ellos se expresa, profundamente distintos y el hecho de que Heidegger haya incorporado al primero como antecedente de lo que él entiende como pensamiento filosófico, es explicable si tenemos en cuenta la larga tradición de aquella dualidad alma-cuerpo que caracteriza a la metafísica occidental, así como un rescate de narraciones como la del Popol Vuh, dentro de lo que podría ser considerado un pensamiento latinoamericano, se podría a su vez justificar si se piensa en la ineludible problemática del a priori antropológico, como así de su legitimidad, de la cual debe partir un pensamiento que pretenda colocarse más allá de las formas del discurso opresor, dentro de las cuales se ha manifestado, casi sin excepción, aquella metafísica.

En la fábula de Cura, el hombre resulta creado por obra de un proceso que podríamos entender como analítico. Primero se modela su cuerpo, recurriendo al barro húmedo encontrado en las márgenes de un río, luego, a esa materia se le agrega el soplo vivificante. El fin del hombre queda preestablecido, a partir de ese momento, como una disgregación y un regreso a la tierra y, a su vez, un reingreso al reino supremo del espíritu. Axiológicamente, se establece una diferencia radical entre la corporeidad y la espiritualidad. El alma, desde el comienzo mismo de la humanidad, es un préstamo del ser, al cual habrá de reintegrarse en cuanto propiedad suya. Allí quedará ante su presencia, hecho final sobre el que se habrá de fundar el rechazo de todas las formas representativas del conocimiento, como transitorias. El hacerse y el gestarse del hombre, su autoafirmación, queda signada por la dualidad originaria como una "Cura", entendida a la vez como un "esfuerzo angustioso" y una "entrega". El hombre está "hecho", es natura naturata, su hacerse se resuelve en un desprendimiento de sí mismo, de su propio barro originario, en una espera de la muerte como liberación de la cárcel del alma.

En la narración del modo como fueron creados los primeros padres de la humanidad, según el Popol Vuh, el método que se sigue es, por el contrario, de naturaleza sintética. No se trata de encontrar una materia pasiva, ajena radicalmente a lo humano, como es el barro respecto del alma, sino de hallar una "materia" que no es entendida como el sustrato sobre el cual se agrega algo, sino como el principio de la totalidad del ser humano. El mito afirma que los dioses hicieron al hombre íntegramente desde una "pasta de maíz" (echá), como resultado de una laboriosa búsqueda que los llevó a sucesivos intentos creadores uno de los cuales fue precisamente el de hacerlo de barro. "De tierra, de lodo hicieron la carne. Pero vieron que no estaba bien, porque se deshacía estaba blando, no tenía movimiento, no tenía fuerza, se caía, estaba aguado, no movía la cabeza, la cara se le iba para un lado, tenía velada la vista, no podía ver hacia atrás. Al principio hablaba, pero no tenía entendimiento. Rápidamente se humedeció dentro del agua y no se pudo sostener”. Como se ve claramente, en este texto, la "materia" que se buscaba para la creación del hombre, debía poseer una potencia de vida suficiente y propia. No hay "soplo" externo vivificador de un elemento previo, pasivo. Y he aquí que los dioses descubren esa sustancia con impulso propio suficiente, la que resulta ser el mismo alimento que el hombre prepara para su sustento. El hombre surge, de alguna manera, como creándose a sí mismo, desde sí mismo y haciéndose como totalidad, es una natura naturans. Nada más ajeno al dualismo alma-cuerpo. El hacerse y gestarse resulta radicado, no en la espera de la muerte, sino en el trabajo del cual surge el "alimento" que hace del hombre, hombre en su plenitud. Su ser depende de la creación de la cultura mediante el trabajo, simbolizados en la producción del alimento, como asimismo de la posibilidad de tenencia y goce de los bienes que la integran. Al negar la naturaleza, al hacer de una selva un sembradío de maíz, el hombre primitivo americano la transformó, mas también se creó a sí mismo. De esta manera, la posesión no es el objeto de un grosero "apetito de tenencia" proveniente de nuestro barro originario, "cárcel" o "tumba" donde habría caído nuestro verdadero ser.

Aquella dualidad sobre la que se organiza el discurso opresor que interioriza en la naturaleza misma del hombre la relación opresor-oprimido en la figura de "cuerpo-alma", ha tenido y tiene numerosas formas de manifestación. La legitimidad del a priori antropológico se ha establecido sobre la base de un esquema valorativo de acuerdo con el cual el principio "inferior" debe quedar "limitado", "controlado", en fin, "sometido" al principio "superior". Lo "grosero", lo "irracional", lo "particular" y, hasta en algunos casos, lo "demoníaco", sólo pueden convivir con el principio contrario, si aceptan el sometimiento de lo que se presenta como "universal", "objetivo" y, en ocasiones, como "eterno". No es difícil retrotraer estos planteos ontológicos al plano social, del que son de hecho una proyección y, a su vez, una deshistorización.

Sobre este sistema de valores y antivalores se ha respondido, dentro del pensamiento liberal decimonónico, al problema de las relaciones entre el derecho y la fuerza, entendiendo que esta última ha de ser "limitada" por el primero. La "extensión del yo", tal como se ha formulado, en este caso, el a priori antropológico, recibe su legitimidad de su limitación, dada por un orden objetivo inmutable, ajeno a lo histórico, el derecho natural. Dentro de estos términos aparece planteado el problema en Juan Bautista Alberdi. "¿Qué es el poder en su sentido filosófico?-se preguntaba a propósito del tema de la guerra, en 1870-. "Es la extensión del yo, el ensanche de nuestra acción individual o colectiva en el mundo, que sirve de teatro a nuestra experiencia. Y como cada hombre y cada grupo de hombres, busca el poder por una necesidad de su naturaleza, los conflictos son las consecuencias de esa identidad de miras, pero tras esa consecuencia viene otra que es la paz o la solución de los conflictos por el respeto del derecho o ley natural por el cual el poder de cada uno es límite del poder de su semejante” (Alberdi, 1934: 48).

Esta tesis, que el mismo Alberdi se verá conducido a poner en entredicho, como veremos páginas más adelante, era una manifestación más del logocentrismo y se organiza, por eso, sobre una dualidad equivalente a las otras que hemos mencionado. La fuerza es en sí misma, un principio de irracionalidad, y el derecho, dentro de cuyos marcos puede alcanzar una determinada legitimación, es una realidad "objetiva", externa. La fuerza es el cuerpo, lo sensible, lo material, el apetito de tenencia, la barbarie, en fin, el barro con el que nos modeló el alfarero mítico; el derecho es, por el contrario, el logos universal, entendido en este caso como el principio del que emana toda juridicidad. Como consecuencia de este planteo se concluirá en la repetida fórmula de que "la fuerza no crea derechos", que parte del presupuesto de la no juridicidad intrínseca de toda fuerza. Por tanto, ésta ha de ser limitada por el derecho, el cual curiosamente deberá recurrir a la fuerza para contener la fuerza, pero, por supuesto, una fuerza ahora legitimada, aun cuando sea tan represiva como cualquier otra.

Dentro de la historia del pensamiento argentino fueron los obreros anarquistas de principios de siglo, integrantes de aquella "masa cosmopolita" que debía ser encauzada en el marco de las "tradiciones nacionales", los que enunciaron las primeras críticas a la libertad liberal, desde fuera del liberalismo y dejaron sentadas las bases para una reconsideración del problema de la legitimidad del a priori antropológico. "El hombre es sociable -declaraba la Federación Obrera Regional Argentina en 1904- y por consiguiente la libertad de cada uno no se limita por la del otro, según el concepto burgués, sino que la de cada uno se complementa con la de los demás; que las leyes codificadas e impositivas (coercitivas) deben convertirse en constatación de leyes científicas vividas de hecho por los pueblos y gestadas y elaboradas por el pueblo mismo en su continua aspiración hacia lo mejor" (Oved, I.,1978: 429).

El rechazo de la doctrina de la "limitación" y la afirmación de que la libertad surge o nace de la "complementación", parte de presupuestos claramente legibles. El primero de ellos, el fundamental, es el de que hay fuerzas que no necesitan ser legitimadas por el "derecho", porque son legítimas por sí mismas y, en tal sentido, creadoras de derecho. Y esto, además porque el "mundo jurídico objetivo" es la proyección del sistema de relaciones humanas, el que no es una realidad estable, definitiva y pacífica y dentro de la cual se ponen en juego las fuerzas emergentes que conducen a la humanización de aquel sistema o las fuerzas represivas que las impiden. Las leyes no derivan del clásico derecho natural, sino que son "vividas de hecho por los pueblos y gestadas y elaboradas por el pueblo en su continua aspiración hacia lo mejor". Allí encontraban los anarquistas que radicaba la cientificidad del derecho. Y de este modo, así como el tener no es incompatible con el ser, así como el cuerpo no es la cárcel del alma, tampoco la fuerza es lo externo y contrario del derecho, en sí misma considerada. El pensamiento liberal hablaba de la "extensión del “yo" o de la extensión de la voluntad de poder de ciertos grupos humanos, mas, siempre partiendo de su típico individualismo; los anarquistas, por su parte, de una afirmación de un "nosotros" mediante "complementación"; frente al derecho natural, pensaban éstos en un derecho social; ante lo jurídico como sistema coercitivo de la "maldad originaria", oponían las fuerzas emergentes y rupturales del sistema imperante, aun cuando ello implicara partir otra vez del mito de la "bondad por naturaleza", justificado ahora por el hecho de la emergencia misma. Frente a la categoría del temor que impulsaba a los teóricos de la burguesía a escindir la fuerza del derecho en sus formulaciones doctrinales, nunca en su praxis, los explotados y dominados organizaban su discurso sobre las categorías de la ira y la esperanza.

Es connatural al acto de ponernos para nosotros mismos como valiosos, una pretensión de legitimidad. Sin lo primero, nos negamos en cuanto entes históricos, lo segundo, por su parte, nos puede llevar a la negación de la historicidad de los otros y consecuentemente de la nuestra. Ya hablamos en un comienzo de la necesidad y de la posibilidad de una crítica. La conversión de la conciencia histórica en una toma o posesión de ella, el eventual grado de plenitud que pueda alcanzar, depende de aquella crítica, que es individual y no lo es, que es subjetiva y al mismo tiempo depende de factores que nos impulsan o no hacia actitudes abiertas. Desde el punto de vista del discurso filosófico ha de partir, necesariamente, de la clara percepción de la ambigüedad de este saber, como asimismo de las herramientas metodológicas que organicemos en relación con su naturaleza. La comprensión de la universal historicidad de todo hombre que, como hemos dicho, supone un humanismo exige una clarificación del grado de legitimidad de nosotros mismos como valiosos, aun cuando ella se efectúe desde aquel reconocimiento de historicidad, porque, como habíamos anticipado, aun dentro de los términos de un humanismo podemos estar jugando con las pautas del discurso opresor.

 

XII
DESDE EL PADRE LAS CASAS HASTA LA GUERRA DEL PARAGUAY

La consideración del desarrollo de algunos momentos del humanismo hispanoamericano es de valor para un análisis de las formas ilegítimas de reconocimiento, tal como se han dado entre nosotros. Parecerá, tal vez, extraño que hablemos de ilegitimidad a propósito del humanismo, mas, es lo cierto que éste tuvo sus primeras manifestaciones como fruto de una actitud paternalista, que es de la que quisiéramos, en particular, hacer algunos esbozos históricos.

Hablaremos de tres formas del discurso paternalista: el paternalismo lascasiano, el paternalismo idílico bolivariano, el paternalismo populista alberdiano y concluiremos mostrando la crisis de este último como consecuencia de la Guerra del Paraguay. En cada uno de ellos trataremos de mostrar de qué manera el humanismo que los ha movido se encontró limitado e incluso desvirtuado por formas de reconocimiento que consideramos ilegítimas.

El primer sujeto que se enfrenta a la realidad americana con una comprensión continental y desde la necesidad de su incorporación a la Europa colonizadora atlántica es, para nosotros, el conquistador ibero. Este enunciará su palabra desde un "ego conquisto" cuya relación con el ego cogito de la modernidad ha señalado Enrique Dussel (1977: 16-17). El problema de la legitimidad de ese "yo conquistador" avanzó junto con el hecho mismo de la sujeción de las nuevas tierras y sus hombres. Mas, no lo hizo siempre, a pesar de mantenerse dentro de los términos de la relación dominador-dominado, de igual manera, en cuanto que generó dos discursos muchas veces abiertamente contrapuestos, el de la violencia y el de la no-violencia. De este último quisiéramos ocuparnos particularmente.

En los primeros tiempos de la conquista, que coincide con aquel momento acumulativo que mencionamos a propósito del problema de la recepción del legado, no se puede hablar de una afirmación del sujeto americano, dentro de la relación de dominación. El único que aparece como valioso para sí mismo es el conquistador. En un segundo momento surge, sin embargo, por imperio del proceso de evangelización, otro tipo discursivo que abrirá la posibilidad del discurso potencial del dominado, el "discurso paternalista" que se organizará, precisamente, sobre el problema de la tenencia y, en relación necesaria con éste, el del ser mismo del hombre americano como agente de su hacerse y de su gestarse.

La formulación más acabada y significativa de este discurso fue obra de fray Bartolomé de las Casas. Con él se inicia la historia del humanismo entre nosotros, como también la historia de un tipo discursivo que tendrá una vigencia permanente, salvando, claro está, las diferencias epocales que podrían señalarse.

Para dar forma a su propio discurso, Las Casas se ve obligado a hacer una caracterización de lo que impropiamente podríamos llamar "discurso opresor violento", en cuanto que el conquistador, al fundar toda relación en una fuerza represiva, renuncia de hecho a la palabra. Su "discurso" se expresa, según nos dice el mismo Las Casas, con "palabras saturadas de afrenta y de injurias" y que no son, por eso mismo, más que “griterío" (Las Casas, 1975: 351 y 352). La "injuria" consiste fundamentalmente en negarle humanidad al otro: "...finjen estos hombres mil falsos testimonios algunas veces perjurando, diciendo de los infieles que son perros, que son idólatras, que están envueltos en muchos nefandos crímenes, que son estúpidos y fatuos, e inhábiles e incapaces, por tanto, de la fe, de la religión y de la vida o de las costumbres cristianas”.

Estos hombres que con el pretexto de que el otro es "idólatra" lo sujetan por vía de violencia, están a su vez poseídos por un "ídolo": el deseo de dominar. "Estos hombres más bien hacen libaciones en honor de Baalim, es decir el ídolo peculiar de los que tal hacen y que es el que los domina y los tiene sujetos y está en posesión de ellos; en otras palabras: el deseo de dominar, la inmensa ambición de enriquecerse que nunca se sacia ni tiene fin, y que es también su idolatría. Porque Baalim, según San Jerónimo, significa "mi ídolo", el que me domina y está en posesión de mi....". El "ego conquisto" resultaba un "ego conquistado", se autoafirma a sí mismo como valioso de modo excluyente, con lo cual se aliena, se entrega a otro, como lo dice Las Casas, a su ídolo. Esta es por cierto la verdadera idolatría, señalada dentro de los límites de una crítica de la razón, entendida desde el punto de vista de su funcionamiento social y con un acento marcadamente renacentista no ajeno a la teoría baconiana de los ídolos.

La violencia del conquistador anula toda posibilidad de expresión por parte del dominado. El terror ante el "griterío", las "duras palabras”, los tormentos, oscurecen su razón:

El alma humana se consterna con el terror; con el “griterío” con el miedo, con las palabras duras, y mucho mas con los tormentos, se conturba se entristece, y en consecuencia, se niega a oír y considerar. Los sentidos exteriores y también el interior como la fantasía o la imaginación, se conturban; y la razón, por consiguiente, se oscurece; el entendimiento no percibe ni puede per­cibir una forma inteligible, amable o deleitable, sino por el contrario, una forma que entristece haciéndose odiosa, puesto que el mismo entendimiento percibe todo aquello como malo y detestable, como lo es en realidad (Las Casas, Ibidem: 352, 351 y 352).

La única forma que le queda al dominado de autoafirmación de si mismo frente al dominador, se reduce al odio y, junto con él, a negarse a oír; las masas sometidas se convierten en conjuntos de seres enconados y mudos. El odio es la única vía de expresión de un ser que se niega a ser totalmente reificado, que aun injuriado, comprado, vendido, violado, humillado de mil formas y asesinado, sabe que no es una cosa.

El conquistador, en cuanto hombre violento, a pesar de haber renunciado a su propia palabra y moverse tan sólo con la injuria, tiene quienes elaboren su discurso con los elementos ideológicos de la época. Aquella palabra reducida a "griterío", se hace jurídica, se incorpora en una historiografía. El derecho y la historia cumplen su función de justificación y llega un momento en que se dejan de oír los gritos de la violencia, la que no por eso habrá de desaparecer. La historia mundial comenzará entonces a nacer: el arte de construirla consistirá en poner la sordina al griterío, hacerle que suene como "palabra”.

Se ha dicho que cuando se reconoció que era mejor y más conveniente conservar vivo al prisionero de guerra que matarlo, nació la sociedad esclavista, mas, no se ha dicho lo suficiente, pues, para someter a ese hombre había que recurrir al terror y éste sólo era posible mediante el sacrificio de ese mismo hombre. La muerte de unos era la condición necesaria para el sometimiento de los otros. De este modo, el discurso de la violencia, en contraposición abierta con la palabra de fray Bartolomé de las Casas, habla con fuerza no tanto del sometimiento como del exterminio, por lo mismo que éste era pri­mero a efectos de poder crear el estado de terror. Así lo afirmaba Juan Guinés de Sepúlveda: "Podemos creer... que Dios ha dado grandes y clarisimos indicios respecto al exterminio de estos bárbaros" (De Sepúlveda, 1941: 115); así también pensaba Gonzalo Fernández de Oviedo, cuando hablaba del genocidio llevado a cabo en La Española: "Ya se desterró Satanás desta Isla: ya cesó todo con cesar y acabarse la vida de los más de estos indios" y cuando se preguntaba en la misma obra: "¿Quién puede dudar que la pólvora contra los infieles es incienso para el Señor?" (Citado por Lewis, J., 1975: 28). Así, aquella sordina que se fue poniendo al "griterío" se la fue colocando de a poco. Más adelante, cuando el exterminio masivo había logrado la sumisión de los sobrevivientes, el discurso opresor tomará cada vez más un aire de inocencia.

Frente al conquistador, con sus gritos e injurias como única palabra y frente al discurso justificador de los ideólogos de la conquista en eI que aún resuena el "griterío”, se organiza la obra del padre Las Casas. Su planteo es simple: se ha de poner limites a la autoafirmación del dominador y ello será única­mente posible reconociendo al dominado su naturaleza racional, viéndolo como criatura tan necesitada en su ignorancia de la salvación, como el otro, en su ansia de posesión y dominio. La relación dominador-dominado ha de ser organizada desde el plan de la salvación o de la condenación de las almas, mas, para eso, el dominador deberá trocar el "griterío" por la "palabra" que seguirá siendo la suya en cuanto dominador, pero revestida ahora de una actitud paternal. De este modo se pasa del discurso dominador violento, al no violento, al paternalista.

Se trataba sin embargo, como hemos dicho, de un huma­nismo. Absolutamente todos los hombres están en condiciones de recibir el mensaje cristiano: "...no hay ningún pueblo o nación, en toda la redondez de la tierra, que quede enteramente privado de este beneficio gratuito de la divina liberalidad…de ningún modo es posible que toda y una sola raza y nación, o que los hombres todos de alguna región, provincia o reino, sean tan del todo estúpidos, imbéciles e idiotas, que no tengan absolutamente ninguna capacidad para recibir la doctrina evan­gélica".

América es una de esas regiones de las cuales habla Las Casas y respecto de cuya humanidad rechaza, de modo termi­nante, las injurias y calumnias del conquistador. El hombre americano puede "recibir la doctrina evangelica", es decir. puede escuchar y puede llegar a hacerla suya. Es, en este sentido, un hombre como los demás, como el mismo conquistador. El principio de universalidad del humanismo cristiano llevaba a Las Casas a proponer y aun a exigir un cambio en el sistema de relaciones entre los europeos conquistadores y los naturales.

 Sobre esta base se organiza el discurso lascasiano que apunta, por un lado, a pacificar las almas enconadas y resentidas por causa de la violencia armada, predicando la resignación. "He enseñado -dice citando una historia de la vida de San Pablo­- que quienes por su alimento y vestido tienen una vida mediocre, deben estar contentos; he enseñado que los pobres deben regocijarse en medio de su pobreza... he enseñado que los hijos deben obedecer a sus padres y escuchar sus saludables amonestaciones. He enseñado que los que poseen bienes deben pagar con solicitud los tributos... He enseñado que las mujeres han de amar a sus maridos y han de honrarlos como a sus señores… He enseñado que los amos deben conducirse más humanamente con sus siervos; y he enseñado que los siervos deben servir fielmente a sus amos, como si sirvieran a Dios.. " La relacion de dominio quedaba de esta manera Iegitimada, siempre y cuando fuera entendida sobre la relación "padre-hijo”.

Mas, por otro lado, si bien la pacificación mediante la resignación era condición indispensable para la recepción del men­saje cristiano, no era ella suficiente. Como consecuencia del análisis acerca de las condiciones que debe reunir el discurso evangelizador para que realmente pueda ser recibido por el infiel, afirmará que es imprescindible respetar a éste en su libertad. que no es sólo libertad interior, sino también libertad en la posesión de bienes. Si el miedo debe ser eliminado, por lo que conturba el alma en su intimidad, ha de agregarse a esto un sentimiento de confianza derivado del respeto, no ya a las personas, sino de lo que ellas poseen. Esta será la única palabra que "obliga a callar", es decir, que elimina las protestas del evangelizado y que lo predispone para el "oír", fun­ción básica de la relación paternal. De ahí que el saqueo de América por parte de los conquistadores, se le presente a las Casas como contrario al derecho natural. Ve claramente la relación que hay entre el ser y el tener y como la supresión de la tenencia afectaba de modo directo al proceso de humanización, aun cuando el mismo estuviera siempre limitado dentro de los marcos del paternalismo.

¿No es una inqiuidad privarlos de sus bienes, despojarlos de sus tierras, de sus dominios, de sus honores, de sus esposas e hijos, de su libertad y de su vida, y afligirlos y contristarlos de otras mil maneras? Es ciertamente una iniquidad arrebatar lo ajeno, perpetrar crueles homicidios, oprimir a los miserables y a los que no pueden defenderse, enriquecerse con los bienes ajenos, mancharlo todo con acciones torpes y nefandan y ejemplos execrables, e infamar la religión presentándola como injusta e inmunda (Las Casas, Ibidem: 63, 233 y 385).

De este modo, si bien el discurso evangelizador es por naturaleza paternal y, por eso mismo, debe fundamentalmente ser "oído”, sucede que para que el otro esté en condiciones de prestar audiencia, no se lo ha de violentar, es decir, habrá que escucharlo en lo que respecta a sus derechos, de los que ha de gozar por naluraleza: la libertad y el goce de sus bienes. El infiel, respecto de la verdad revelada, sólo puede "oír", mas, para que este acto se convierta en un escuchar, deberá ser respetado en todo lo que él sabe, en función de su razón natural, respecto de lo justo y de lo injusto. Por donde el infiel tiene su discurso, su palabra, la que deriva, precisa­mente del ejercicio de la tenencia de sus bienes. Tales eran los límites que Las Casas entendía que debían conformar la autoafirmación del sujeto en cuanto sujeto conquistador, y el modo como el mismo Las Casas, bordeando lo utópico, reconocía la autoafirmación del sujeto americano.

De este modo, el discurso Iascasiano, que había intentado dar una fórmula humanitaria al régimen de conquista y domina­ción, sin dejar de ser por eso una de las variantes del discurso opresor, adquiría un sentido que lo ponía mas allá de su propia formula paternalista, La exigencia en que había concluido Las Casas era sin duda utópica, mas, el punto de partida que se la sugiere, suponía un grado de conciencia histórica, como asimismo una tesis ciertamente revolucionaria respecto de la prioridad que muestra la relación de tenencia.

El valor incuestionable de la posición del padre Las Casas, su radical novedad, aparece claramente si hacemos a grandes rasgos una historia del discurso paternalista en algunos de sus momentos y tal como la hemos anticipado. Veremos cómo en el pensamiento de Simón Bolívar, aquel discurso muestra un retroceso respecto de la apertura que hemos señalado, a pesar de la admiración que el Libertador tenía por el obispo de Chiapas (Bolívar, S., 1975: 62 y 79).

El discurso paternalista lascasiano habrá de servirle a BoIívar para justificar, a partir de una visión idílica de América, el régimen de opresión que el mismo las Casas había, justamente, denunciado. De este modo el paternalismo se convierte en un discurso abiertamente opresor,por lo mismo que ignora ideológicamente toda forma de opresión y la encubre con la visón idílica. Esta posición ha tenido, ciertamente. una amplia presencia dentro de nuestro desarrollo intelectual. Dentro de ella se encuentran, por ejemplo, el conocido poema de Andrés Bello La agricultura de la zona tórrida , aparecido en 1826, verdadero canto de paz escrito ya iniciadas las sangrientas guerras civiles y, dentro de un contexto semejante, la descripción de Tucumán que Sarmiento hizo en su Facundo en 1845 y cuyo carácter idílico ha sido subrayado por Noël Salomon (Salomón, N., 1977a).

Todo el proceso espiritual de Bolívar podría ser, entendido desde aquel discurso. EI nos permite medir la hondura de su pesimismo en el que cae cuando descubre que no hay tal idilio y que la América que había soñado se encaminaba inevitablemente hacia una cruel experiencia de guerras fratricidas con las que se abrían los puertas al temido levantamiento de las masas.

El documento al que nos referimos es la carta dirigida a la Gaceta Real de Jamaica fechada Kingston en septiembre de 1815. En ella Bolívar traza un cuadro de la situación social de la América Hispánica, destinado a lectores de habla inglesa, con el objeto de convencerlos acerca de la inexistencia de obstáculos para la creción de gobiernos independientes. En su análisis, Bolívar describe una estructura de la sociedad americana en la que coinciden la estratificación social con la racial, el llamado "régimen de castas”, que constituía según la mayoría de los poltlicos europeos y americanos, “la mayor dificultad" para la constitución de los futuros países. Anticipando criterios que se habrán de generalizar a finales de siglo por obra de la psicología de los pueblos, dirá que la “indolencia” , que resulta para él una virtud política, como así la posibilidad de gozar de las riquezas naturales sobreabundantes hacen que las relaciones entre las castas sean de confraternidad y dulzura. “El colono español -el español americano o blanco­-no oprime a su doméstico con trabajos excesivos; lo trata como a un compañero;lo educa en los principios de moral y humanidad que prescribe la religión de Jesús. Como su dulzura es ilimitada la ejerce con toda su extención con aquella benevolencia que inspira una comunicación familiar.El no está aguijoneado por los estímulos de la avaricia ni por los de la necesidad, que producen la ferocidad de caracter y la rigidez de principios, tan contrarios a la humanidad”. En pocas palabras, no hay opreción y el discurso paternalista rige la convivencia entre los hombres, haciendo que la relación entre el amo y el siervo no sea odiosa..

Por su parte, "el indio es de un carácter tan apacible que solo desea el reposo y la soledad: no aspira ni aún a acaudillar su tribu, mucho menos a dominar las extrañas” a pesar de “que su número exceda a la suma de los otros habitantes”, felizmente”no reclama preponderancia”. “El indio es amigo de todos…”

Si el indio y el blanco son "dulces", por la misma razón habrían de serIo los mestizos de ambos. Por su parte, el esclavo negro "vegeta abandonado en las haciendas, gozando, por decirlo así, de su inacción, de la hacienda de su señor y de una gran parte de los bienes de la libertad; y como la religión le ha persuadido que es un deber sagrado servir, ha nacido y existido en esta dependencia doméstica, se considera en su estado natural, como un miembro de la familia de su amo, a quien ama y respeta".

De esta manera, "todos los hijos de la América Española, de cualquier color y condición que sean, se profesan un afecto personal recíproco, que ninguna maquinación es capaz de alterar'" todo lo cual le parece ser al Libertador, fruto "del irresistible imperio del espíritu".

Ahora bien, si aquellos modelos clásicos, los de Atenas y Esparta, mostraron la posibilidad de organizar un Estado esclavista, aun a pesar de que los esclavos de la antigüedad griega no eran hombres siempre rudos, sino muchas veces filósofos, mercaderes y navegantes sometidos, con mayor razón se podrá organizar un Estado ordenado en la América Hispánica en donde los siervos y los esclavos "son de una raza salvaje, mantenida en la rusticidad por la profesión a que se les aplica y degradados a la esfera de los brutos". Con ello Bolívar en este momento de su texto concluye mostrando como factor positivo una situación de degradación que él mismo en otros escritos habría de repudiar.

El Libertador concluye con una invocación a los países europeos, Inglaterra y posiblemente también Francia, instándolos a apoyar la constitución de los nuevos Estados, dadas las ideales condiciones sociales de que gozan y anunciándoles que en caso de no contribuir a ese proceso se corre el riesgo de que los patriotas tengan que adoptar un discurso demagógico para "atraerse la causa popular" en contra del poder español.

De esta manera, el discurso paternalista no aparece como una opción frente a una forma odiosa de discurso opresivo violento, por lo mismo que se comienza desconociendo las formas de opresión o justificándolas como positivas. El discurso paternalista es el único, si bien se concluye señalando, como una lejana amenaza, no improbable, el levantamiento de las masas bárbaras como recurso último al cual debería echar mano el "partido independiente" contra el poder hispánico. Ese otro discurso posible es el "demagógico", o sea, aquél mediante el cual se promueven demandas sociales ilegítimas e innecesarias, a efectos de lograr una movilización política y militar mediante el apoyo de las castas sometidas.

Esas masas son las que se levantarán por obra de los caudillos locales, una vez desaparecido el enemigo externo. Y será ésa la hora del ocaso de los libertadores que las habían conducido como miembros del grupo criollo y habían logrado la independencia de América. Un análisis comparativo del texto de 1815 que hemos comentado, con los escritos bolivarianos posteriores, muestra un abandono de la visión idílica, insostenible para el mismo Libertador. De ella se pasará, siempre dentro de términos paternalistas, a la propuesta de un despotismo ilustrado claramente proyectado en el célebre "Discurso de Angostura" de 1819 (Bolívar, S., 1975: 93-123). Años más tarde, fracasado este proyecto, será la actitud paternal misma la que habrá de entrar en crisis.

La imposibilidad del regreso a cualquier forma de paternalismo, que para Bolívar significaba la imposibilidad de todo discurso, se habrá de producir trágicamente en 1830 como consecuencia del asesinato de Sucre, alarmante hecho político que coincide con lo que el mismo Bolívar llamó "la segunda Revolución Francesa", la de aquel año. Las dos cartas al general Juan José Flores, de julio y noviembre, expresa la situación de desconcierto y amargura de Bolívar, al extremo de confesar su deseo de abandonar una tierra maldita que en sus hombres muestra la perversa voluntad de ignorar los esfuerzos paternales de los libertadores. "Es imposible vivir -decía- en un país, donde se asesina cruel y bárbaramente a los más ilustres generales, y cuyo mérito ha producido la libertad de América”. A aquella misma situación espiritual responden las ensombrecidas palabras con las cuales sintetiza su pensamiento, casi al final de sus días:

Le dice al general Flores: Ud. sabe que yo he mandado 20 años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1. La América es ingobernable para nosotros; 2. El que sirve una revolución ara en el mar; 3. La única cosa que se puede hacer en América es emigrar; 4. Ese país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas; 5. Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos; 6. Si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último período de la historia (Bolívar, S. 1977: 282-285).

Desde la primitiva visión idílica, a esta visión catastrófica y casi apocalíptica, hay una distancia, indudablemente, pero ella no impide afirmar que ambas visiones son compatibles entre sí y que la segunda es consecuente de modo pleno con la primera. Más aún, el discurso de tipo apocalíptico supone necesariamente un primitivo discurso idílico, se encuentre o no expresado. El paternalismo se mueve entre la bendición de los hijos y su maldición. El encubrimiento y a su vez desconocimiento que supone la visión idílica, promueve luego la respuesta llena de asombro, de dolor y de pesimismo, que concluye en un manifiesto repudio. Sarmiento, en su Facundo, nos cuenta que las masas campesinas levantadas y fuera del control de los militares de la Independencia que las habían acaudillado en un primer momento, se presentaron como un poder o una fuerza social desconocidos en el propio seno de la sociedad que las contenía. El ejemplo de Artigas y sus gauchos orientales, era uno de tantos dentro del vasto continente sudamericano. Esas mismas masas y caudillos se caracterizaron por el "odio" a los militares de la Independencia, el mismo que movilizó el asesinato de Sucre y los atentados contra Bolívar (Sarmiento, D. F., 1967: 62 y 80). El discurso paternalista había conducido a una ceguera política como consecuencia de su punto de partida vicioso: ni los Libertadores eran "padres", ni las masas campesinas eran el "hijo". De ahí que todo tuviera que concluir inevitablemente en lo que Leopoldo Zea ha denominado: "la maldición del Libertador". Esta actitud no era ajena a un espíritu de negación de la población americana y es la misma que habría de llevar, en unos casos, hasta el genocidio y en casi todos, al deseo vehemente de continuar dominados y explotados por cualquier Imperio, ya fuera el de los españoles, o cualquiera de los que integraban las nuevas potencias extranjeras (Zea, L., 1978: 201-202). Se trata de un hecho permanente dentro de la conciencia de clase del grupo criollo que ya tiene sus antecedentes a fines del siglo XVIII. Francisco Miranda había anticipado de alguna manera la formulación del discurso apocalíptico, ante la experiencia política que significaba la liberación de los esclavos en Haití: " ...le confieso -decía a un amigo- que tanto como deseo la libertad y la independencia del Nuevo Mundo, otro tanto temo la anarquía y el sistema revolucionario. No quiera Dios que estos hermosos países tengan la suerte de Saint Domingue, teatro de sangre y crímenes, so pretexto de establecer la libertad; antes valiera que se quedaran un siglo más bajo la opresión bárbara e imbécil de España" (Francisco Miranda, 1933: 207).

Aquella Revolución de 1830 en Francia, que tan graves presagios tenía para Bolívar por las repercusiones de "su ideología exagerada" (Simón Bolívar, 1977: 285) y la entrada de los países hispanoamericanos en las guerras civiles, suponían amplios movimientos de protesta, en el caso europeo, del proletariado industrial y, en el caso americano, de las campañas contra las ciudades. Las masas campesinas, nucleadas y controladas primero por los líderes de la Independencia, provenientes de grupos ilustrados, conectados principalmente con el comercio ultramarino de las ciudades litorales, despertaron con nuevos dirigentes surgidos de entre los hacendados de las campañas y con el apoyo de los productores artesanales de pequeños núcleos urbanos del interior. El programa que traían, en contra del unitarismo de los ilustrados que hizo posible y eficaz el enfrentamiento contra el poder español, era el federalismo. De este modo, la autoafirmación del sujeto americano entraba en una nueva etapa, a partir de un nuevo régimen de contradicciones. Ya no se trataba de la lucha de las colonias contra el Imperio metropolitano, sino de las masas campesinas, con sus líderes naturales, contra las ciudades marítimas, dispuestas a abrir los puertos a la Europa industrial, Inglaterra y Francia.

Para un Bolívar, el discurso de los caudillos, con el cual reformulaban sus propias demandas y las de las masas que los seguían, era el "discurso anárquico" o el "discurso demagógico" que venía a poner en quiebra la idea de unidad americana. La aristocracia de los generales de la Independencia que Bolívar había soñado y cuyo modelo proyectó en la Constitución de Bolivia, no daba cabida a aquellas demandas sino dentro de los marcos del propio discurso paternalista. No otra fue, con variantes personales, la respuesta de O'Higgins y, en general, de la mayoría de los libertadores.

Frente a esa situación de cambio, e influidos por el movimiento ideológico social derivado de la Francia de 1830, algunos de los miembros de la Generación argentina de 1837, sin salirse de los marcos de un paternalismo, intentaron justificar la lucha de las masas campesinas y de sus caudillos, que en el Río de la Plata había alcanzado su estabilización con el gobierno de Juan Manuel de Rosas. La dictadura de este estanciero de las pampas, que gozaba de una abierta simpatía popular y que se había caracterizado por una sangrienta y encarnizada persecución de los grupos que habían justamente liderado las guerras de la Independencia, debía responder a una cierta racionalidad histórica. Las respuestas apocalípticas, manifestación de una conciencia dominadora en sus momentos de impotencia, no podían abrimos hacia esa nueva racionalidad buscada.

En su libro Fragmento preliminar al estudio del derecho, aparecido en Buenos Aires en 1837, Juan Bautista Alberdi intentó dar con la nueva fórmula política que suponía un reconocimiento de la forma de conciencia para sí alcanzada por aquellas masas que habían protagonizado con la mediación de sus caudillos, primero la anarquía y que ahora sustentaban gobiernos tiránicos, enemigos de la antigua ilustración. Comienza el joven Alberdi con una afirmación escandalosa, que implicaba algo ciertamente nuevo dentro del pensamiento político hispanoamericano del siglo XIX: con ella se abandona la clásica definición de la noción de "pueblo" como sinónimo de la "gente decente" o de la "gente que tiene algo que perder" y se da una nueva fórmula dentro de la cual van a quedar también integrados todos aquellos grupos que hasta entonces se los había distinguido con los epítetos de "plebe", "gente baja, soez, vil", "hez de la población", "chusma", "gente de baja ralea", etc. Hay para Alberdi un sujeto que se autodetermina como valioso, el "pueblo", al que define diciendo que "no es una clase, un gremio, un círculo: es todas las clases, todos los círculos, todos los roles" y exige que su demanda social sea tenida en cuenta. "Respetemos al pueblo: venerémosle; interroguemos sus exigencias y no procedamos sino con arreglo a sus respuestas”. Alberdi avanza más allá de su propia definición y concluye entendiendo por "pueblo", de modo restrictivo, tan sólo aquella "gente baja" que mencionábamos. El futuro de la humanidad se encuentra, nos dice, en esa "pobre mayoría", en nuestra "hermana" que vive en "inocente ignorancia". "La emancipación de la plebe -dice más adelante y de modo ya abierto- es la emancipación del género humano, porque la plebe es la humanidad, como ella es la nación. Todo porvenir es de la plebe. .. Todo conduce a creer que el siglo XIX acabará plebeyo y nosotros desde hoy le saludamos con este título glorioso” (Alberdi, 1955: 76-77).

Eran éstos los mismos años en los que el joven Alberdi había comenzado a hablar de la necesidad de una "filosofía americana", de un pensamiento propio que, asimilando los principios, supiera aplicarlos a nuestra circunstancia. De alguna manera, la posición intelectual y política del Alberdi de entonces suponía la afirmación de que para poder enunciar nuestro propio discurso como americanos, se debía ampliar el sujeto histórico que se afirmaba a sí mismo como valioso y que, por eso, el discurso anterior, no era legítimo. No deja de ser significativo que la idea de una filosofía americana naciera en una época de crisis de la noción misma de sujeto en relación directa con nuestra realidad histórica, social y nacional.

A pesar del cambio de valoraciones que supone la posición de Alberdi, se trataba sin embargo de una nueva fórmula del discurso paternalista. El anterior se había organizado sobre la pasividad histórica de las masas, de las clases sociales dominadas, ya fuera dentro de los términos del discurso lascasiano, ya dentro del discurso idílico bolivariano. Esta nueva versión, que parte del reconocimiento de un fenómeno de irrupción social, tenderá a aminorar la fuerza del paternalismo clásico, reduciéndolo a un fraternalismo, actitud que coincide con la de los románticos sociales franceses de la época (Picard, R., 1947: 328). Al hablar de la mayoría se la trata de "hermana", es decir, que quien habla no es ya el "padre", sino el "hermano mayor". La "plebe" o la "muchedumbre", siempre "mujer", ha dejado de ser "hija".

Pero esto no fue nada más que un momento dentro de la historia de una generación de intelectuales. Bien pronto, el discurso paternalista, que de alguna manera implicaba un cierto americanismo, se habrá de expresar abiertamente como discurso dominador, acompañado de una violencia semejante a la que había permitido a un Las Casas dar nacimiento a la primera denuncia de ilegitimidad del discurso opresor.

Desde aquel americanismo, reforzado por la actitud fraternalista, Alberdi avanzará hacia un europeísmo organizado crudamente sobre el rechazo de los grupos sociales inferiores. "En América -dirá algunos años más tarde con uno de esos aforismos lapidarios que salían de su pluma apasionada- todo lo que no es europeo es bárbaro”. Aquel porvenir de la plebe que le hizo saludar emocionado al siglo XIX, se transforma en el presente de una aristocracia dominadora que habla de "purificar el sufragio universal", que propugna por boca de Alberdi, el mantenimiento de la obediencia que ha generado el despotismo surgido de las mismas masas, obediencia, que claro está, puesta al servicio de un gobierno "elevado y patriota", será fecunda, así como fue estéril bajo los gobiernos populares que la crearon. A esta política abiertamente antipopular y, por eso mismo, antiamericanista y europeizante, se suman las proposiciones de acuerdo con las cuales la República Argentina debía ser entregada a la dominación incondicional de la nueva Europa colonizadora, mediante tratados que sometían de modo absoluto el trabajo del hombre nativo y los recursos naturales, a los intereses de aquélla (Alberdi, 1957: 80-90).

Todo el cambio de valoraciones que fue modificando las diversas fórmulas del discurso paternalista y con él el sentido que fue tomando el humanismo limitado que le acompaña, muestra los vaivenes de la conciencia histórica americana, condicionados de modo permanente por el mayor o menor poder de irrupción de los grupos sociales dominados. Éstos se nos presentan, por eso mismo, como uno de los determinantes decisivos de las sucesivas ideologías sobre las cuales organizaron su pensamiento político los intelectuales que hacían de voceros de la preburguesía hispanoamericana del siglo XIX.

El humanismo que supone el paternalismo se nos muestra, pues, como ilegítimo. Muestra una apertura, un reconocimiento que, como acabamos de ver, no es tan espontáneo ni generoso como se lo suele entender. Con ese humanismo, el discurso opresor había dado con un eficaz modo de encubrimiento, el mismo que se extenderá y renovará por obra de la conciencia liberal hasta nuestros días y que estará en la base de los populismos latinoamericanos contemporáneos, con todas sus contradicciones.

Concluiremos este intento de señalar algunas de las formas paternalistas de nuestro humanismo, en particular el que se desarrolla durante el siglo XIX, con el análisis de uno de los últimos libros de Juan Bautista Alberdi, escrito como respuesta a dos guerras, la del Paraguay (1865-1870) y la franco-prusiana (1870), titulado El crimen de la guerra. En esa obra se intentará llegar a una visión universal del hombre, a partir del problema del derecho, esfuerzo de alguna manera semejante al universalismo propuesto por fray Bartolomé de las Casas desde el pensamiento teológico.

La agitada vida intelectual de Alberdi se desarrolla a lo largo de tres etapas, una primera, en la que se adoptan formas de discurso paternalista, dentro de los términos de un americanismo. Es la época del Fragmento preliminar al estudio del derecho (1838), del "Programa para un curso de filosofía" (1840) y del escrito "Sobre la conveniencia y objeto de un Congreso General Americano" (1844). Una segunda, en la que se ingresa en un discurso abiertamente opresor y se justifica con él la violencia social y la intervención europea y, en tal sentido, se adopta un abierto antiamericanismo: es la etapa en que publica Bases y puntos de partida para la Constitución de la Confederación Argentina (1852) y escribe, como respuesta a la Guerra de México El gobierno de Sudamérica (1863) y una tercera, en la que como consecuencia de la posición adoptada por Alberdi en apoyo del Paraguay, atacado por la Triple Entente (Argentina, Brasil, Uruguay) y la experiencia directamente vivida por él de la guerra franco-prusiana, adoptará una actitud crítica respecto de su propio europeísmo, a la vez que regresará a un cierto americanismo, todo ello inspirado principalmente por el tema de la guerra. De esta manera, lo mismo que sucedió en un Las Casas, el nuevo discurso humanista reaparece como una respuesta ante la presencia del "discurso" de la violencia, aquél al que el obispo de Chiapas denominó "griterío". Es también la época en la que Alberdi, aproximándose a una posición como la de Francisco Bilbao, acabará por esbozar una cierta crítica de la razón política. Esta etapa alberdiana es principalmente la del Crimen de la guerra (1870) y de Luz del día en América (1871).

Habíamos dicho que el comienzo de la filosofía no es un factum, sino un faciendum, que no hay propiamente "comienzo", sino "recomienzos". Mas hay también, al Iado de estos últimos, lo que bien podríamos llamar "caídas", momentos de oscurecimiento de la conciencia histórica y pérdida de la posesión o toma de la misma. El pensamiento filosófico se muestra, en ese proceso, con altibajos, se mueve entre accesos a un nivel de sentido crítico, o descensos a lo ideológico. Momentos en los que los universales que se manejan son pretendidamente integradores, como la praxis social se encarga de mostrarlo. La figura agónica de Alberdi, el primer latinoamericano que habló de la necesidad de una filosofía nuestra, es un ejemplo ciertamente apasionante de un proceso en el que el pensamiento filosófico se nos muestra radicalmente encarnado, con sus miserias y sus grandezas.

No es un hecho casual que uno de los temas capitales del pensamiento del padre Las Casas, en la obra de la que nos hemos ocupado páginas atrás, sea el de la guerra, a tal punto, que bien podría decirse que su tesis central es precisamente el "crimen" de este hecho. "Y en realidad ¿qué otra cosa es la guerra -decía fray Bartolomé- sino un homicidio Y un latrocinio común entre muchos? y es tanto más criminal cuanto más se dilata" (Bartolomé de las Casas, 1975: 345). Este es precisamente el punto inicial de la meditación de Alberdi en sus últimos años.

Parte de la existencia de esa forma de discurso opresor al que se le dio el nombre de "derecho de gentes" y que, tal como era entendido, resultaba contradictorio con el derecho natural. Según aquél, no había un solo derecho, sino siempre dos y lo que en uno de ellos era juzgado como injusto, en el otro podía ser justo. "Si no hay más que un solo derecho -dice Alberdi- como no hay más que una gravitación; si el hombre aislado no tiene otro derecho que el hombre colectivo, ¿se concibe que lo que es un delito de hombre a hombre, pueda ser derecho de pueblo a pueblo?" "Todo se aclara y simplifica -dice más adelante- ante la idea de un derecho único y universal. ¿Cuál es en efecto el eterno objeto del derecho por dondequiera que se lo considere? El hombre, siempre el hombre”. En pocas palabras, el derecho no es concebible sino como un humanismo.

"El derecho es uno para todo el género humano, en virtud de la unidad misma del género humano. La unidad del derecho, como ley jurídica del hombre: ésta es la grande y simple base en que debe ser construido todo el edificio del derecho humano. Dejemos de ver tantos derechos como actitudes y contactos tiene el hombre sobre la tierra. ..Un solo Dios, un solo hombre como especie, un solo derecho como ley de la especie humana” (Alberdi, 1934: 51, 185 y 168).

La posición de Alberdi muestra algo que podríamos considerar como una constante del humanismo hispanoamericano desde sus orígenes hasta el siglo XIX: la inserción del derecho de gentes dentro del derecho natural, ya fuera éste el de los teóricos españoles de los siglos XVI y XVII, o el elaborado sobre la base de Grocio, movida por la intención de no diluir el primero en el segundo, sino de justificarlo desde un horizonte de universalidad (Cfr. Roig, 1979b: 1-127). Lo que juega en el fondo es la afirmación de que el acceso a lo universal, lo es siempre desde lo particular y que éste no se resuelve en una pura irracionalidad. Esta posición se encuentra, como ya lo hemos visto claramente, en el padre Las Casas y se habrá de mantener vigente en los grandes juristas de cuyas manos nacerá lo que se denominó nuestro "derecho patrio", como es el caso de Andrés Bello. “El derecho de gentes -decía el humanista venezolano- no es, pues, otra cosa que el natural, que, aplicado a las naciones, considera el género humano, esparcido sobre la faz de la tierra, como una gran sociedad de que cada cual de ellas es miembro, y en que las unas, respecto de las otras tienen los mismos deberes que los individuos de la especie humana entre sí" (Bello, A., 1847).

El mismo Alberdi que en 1852 había dicho que en América “todo lo que no es europeo es bárbaro" y que en 1863 había justificado la invasión francesa a México, considerando que significaba el avance de la civilización sobre la barbarie, descubre, como fruto de su experiencia en el Viejo Mundo, la barbarie europea. El estado de barbarie dejaba de ser algo consustancial a lo americano, casi como su definición esencial. Al rebajar lo europeo a sus límites propiamente humanos, se abría la posibilidad de una comprensión del hombre americano como ente histórico, haciendo que el bárbaro de nuestras tierras dejara de serIo por naturaleza.

"La guerra puede ser -dice hablando de los países europeos- el único medio de hacerse justicia a falta de un juez; pero es un medio primitivo, salvaje y anticivilizado, cuya desaparición es el primer paso de la civilización en la organización interior de cada Estado. Mientras él viva entre nación y nación, se puede decir que los Estados civilizados siguen siendo salvajes en su administración de justicia internacional”. "El hombre actual -dice en otro texto- se presenta bajo tres fases, en lo interior de su patria es un ente civilizado y culto; fuera de sus fronteras, es un salvaje del desierto. Lo que hoy se llama civilización no es más que una semi-civilización o semi-barbarie y el pueblo más culto es un pueblo semi-salvaje”. En relación con esta misma constatación, antes había dicho que "en las naciones cristianas y civilizadas" -algo así como lo que ahora se denomina "mundo occidental y cristiano"-, la parte de presupuesto dedicada a la guerra "absorbe las tres cuartas partes". "Sólo el Asia, el África y la América indígena, es decir, sólo los pueblos salvajes, son excepción de esta regla de los pueblos civilizados y cristianos", textos elocuentes que muestran cómo la experiencia había llevado a relativizar los conceptos de civilización y de barbarie y con ello, las categorías básicas del pensamiento político y social latinoamericano (Alberdi, 1934: 76, 137 y 191).

En ese proceso de clarificación que caracteriza esta última etapa de la vida política e intelectual de Alberdi, descubre, como ya lo había hecho antes Bilbao, que esa "justicia de la barbarie" que es la guerra, era el fruto del "anhelo ambicioso de ciertos Imperios a la dominación universal o continental". Y esos Imperios tienen sus ideólogos que son los que denominan "ciencia del derecho de gentes, la teoría y la doctrina de los crímenes de la guerra", con la que "han prostituido su razón misma", con la que el hombre "se distingue de las bestias". Resulta evidente que Alberdi no polemizaba contra Grocio, dentro de cuyas ideas se encuentra inserto su pensamiento, sino que denunciaba la que podríamos denominar el uso ideológico del derecho natural, sin llegar a poner en tela de juicio la doctrina (Alberdi, 1934: 46 y 57).

Por otro lado, Alberdi ve con claridad que no son los pueblos los que hacen las guerras imperialistas, sino ciertos grupos sociales movidos por sus intereses, que confunden con los de la nación. Para salvar este hecho, no encuentra otro remedio que aceptar lo que denomina "gobierno moderno", que es aquel que surge de la "soberanía popular", la república democrática. Esta se le presenta ahora como la única vía para impedir que los "soberbios" impongan su voluntad arbitraria, por la cual no sólo privan de libertad a los pueblos agredidos, sino que además pierden ellos mismos su propia libertad. "Todo pueblo en el que el hombre es violento, es pueblo esclavo”. Frente a aquéllos, "sólo son libres los humildes", porque "la humildad, como la libertad, es el respeto del hombre por el hombre". Consideraciones todas éstas que no apuntan a reducir el problema de la guerra a un problema de moral individual, pues, aquellos soberbios constituyen, como el mismo Alberdi lo denuncia, ciertas aristocracias, y dentro de ellas, las aristocracias militares, que acaban por dominar y someter a su propio país. “El primer efecto de la guerra -efecto infalible-, es un cambio en la constitución interior del país, en detrimento de su libertad, es decir, de la participación del pueblo en el gobierno de sus cosas…" "Así, -continúa diciendo- todo país guerrero acaba por sufrir la suerte que él mismo pensó infligir a sus enemigos por medio de la guerra. Su poder soberano no pasará a manos del extranjero, pero saldrá siempre de sus manos para quedar en las de esa especie de Estado en el Estado, en las de ese pueblo aparte y privilegiado que se llama ejército. La soberanía nacional se personifica en la soberanía del ejército; y el ejército hace y mantiene los emperadores que el pueblo no puede evitar”. Tal es el fin de los Imperios, no sólo sojuzgar a otros pueblos, sino imponer dentro de su seno, una opresión semejante.

Y de este modo, los pueblos quedan a merced de un "puñado de sus hijos", que "es el menos digno de serlo como sucede a menudo con la aristocracia". ¿Cuándo terminará esa oprobiosa situación de una clase social opresora sobre las otras? "El día que el pueblo se haga ejército y gobierno”. Será entonces, el fin de las guerras injustas, de la opresión interior y de la agresión exterior. Estas afirmaciones de Alberdi implicaban el reconocimiento de que hay fuerzas que son jurídicas en sí mismas, con lo que venía a poner en tela de juicio su propio concepto de libertad condicionado por el discurso liberal vigente. Este cambio de actitud expresaba el pensamiento de ciertos intelectuales europeos no comprometidos con las monarquías burguesas instaladas desde la Restauración, no era por lo demás, ajeno al socialismo utópico de la época y suponía, a su vez, una cierta valoración del proletariado europeo en el que Alberdi había visto encarnada la barbarie. En sus Cartas quillotanas había hablado, en efecto, de "la canalla que sólo sabe apedrear sus reyes en las capitales de Europa" (Alberdi, 1919: 81).

La meditación sobre el crimen de la guerra le lleva a Alberdi a una nueva extensión de la noción de "pueblo". Vimos cómo en sus años juveniles había hablado del "pueblo" como el conjunto de todas las clases sociales. Ahora avanzará hacia una noción a la que denomina "Pueblo-mundo", del que habrán de nacer algún día "Los Estados Unidos de la Humanidad". Ese "pueblo" y el Estado en el que habrá de concretarse, será el encargado de enjuiciar los imperios en sus pretensiones de violencia. "El principio natural que ha creado cada nación, es el mismo que hará nacer y formarse esa última y suprema nación compuesta de naciones, que es el corolario, complemento y garantía del edificio de cada nación, como el de cada nación lo es de sus provincias, departamentos, comunas, familias, ciudades”.

Se habrá avanzado, de ese modo, hacia "la unión del género humano". Una unidad que se apoyará en una diversidad, en cuanto que no "dejará jamás de ser una unidad multíplice". Frente al continente europeo, relativizado ahora en cuanto que la civilización no es incompatible con la barbarie, aparecen ante sus ojos los otros continentes, como realidades valiosas en sí mismas. Alberdi regresa, de este modo, al bolivarismo que había sostenido en 1844 en su estancia en Chile, pero hace de él un programa mundial. “A la idea del mundo-único o del pueblo-mundo ha de preceder la idea de la unión europea o de los Estados Unidos de Europa, o la unión del mundo americano, o cosa semejante a una división interna y doméstica, diremos así, del vasto conjunto del género humano en secciones continentales, coincidiendo con las demarcaciones que dividen la Tierra, que sirve de patria común al género humano”. Se renueva, en este momento, en el pensamiento alberdiano, su antimonroísmo y vuelve a afirmar con fuerza los caracteres culturales propios de Hispanoamérica, la que constituirá, por derechos propios, lo que denomina "La Unión Americana".

Europa, para llegar verdaderamente a la civilización, necesita de la humanidad. Únicamente haciendo de todas las naciones una sola, sin que por ello desaparezcan, sino antes bien alcancen la posibilidad de cumplir con su misión en la historia, el derecho adquirirá esa universalidad que ahora no posee.

Ahora bien, ese "pueblo-mundo" aparece dividido en dos bloques: el de los imperios de turno en pugna, por un lado, y el de "los pueblos que hasta aquí han vivido impotentes y despreciados de los fuertes", que se le presentan a Alberdi como "una tercera entidad", la de los débiles y no-beligerantes. Mientras no se constituya aquel Estado al que ha llamado “Los Estados Unidos de la Humanidad", toca a estos pueblos neutrales el ejercicio de juzgar acerca de la justicia o injusticia de las guerras. “...los neutrales -dice- representan y son la sociedad entera del género humano, depositaria de la soberanía judicial del mundo, mientras que los beligerantes son dos entes aislados y solitarios que sólo representan el desorden y la violación escandalosa del derecho internacional o universal" (Alberdi, 1934: 172-173; 206 y 209).

Ahora bien, cuando Alberdi habla de los pueblos que integran esa "tercera entidad" entre los poderosos en pugna, entiende por tal no sólo las naciones ajenas a la guerra, sino los grupos sociales inferiores dentro de las mismas potencias en lucha. Regresa, de este modo, a otra de las definiciones de "pueblo" que había dado en el Fragmento, despojada ahora de paternalismo. La "neutralidad" es virtud de los "débiles", a los que considera, a su vez, como "humildes" y "no-violentos". En ellos radica el principio de la justicia en cuanto que la "debilidad" y la "humildad" hacen posible la enunciación de un juicio de carácter universal, por lo que aquella "debilidad" venía a ser una fuerza. La función que habían de cumplir los neutrales en el caso de guerra, era una problemática que se encontraba ya en Grocio, mas, ahora no son las casas reinantes o las aristocracias las que tenían el derecho y la obligación de mediar entre primos, sino una entidad nueva, el "pueblo", en el doble sentido señalado y en función de una conducta social que no es justamente la de los poderosos de la tierra. Por lo demás, como los que dan el peor ejemplo de violencia resulta ser a su vez los "civilizados", experiencia que mueve toda la diatriba de Alberdi contra la guerra, dentro del concepto de "naciones débiles", aparecía, de pronto, todo el mundo colonizado y sometido como aquél del que habría de surgir un nuevo derecho internacional, más humano y más justo.

Sin enjuiciar las nociones de "Imperio" y de "naciones neutrales", manejadas por Alberdi, que hacen que sus propuestas se queden en un nivel de abstracciones y utopía, es importante señalar de qué manera en escritores como éste, el mundo colonial organizado por la Europa conquistadora, adquiere una cierta conciencia de sí mismo como totalidad dentro del proceso histórico mundial. No menos importante resulta destacar cómo se abandona aquella metafísica de la historia que giraba toda entera sobre el concepto romántico de nación, para descubrir que hay otros sujetos históricos, las clases sociales. Alberdi, en este segundo aspecto, partía del conocimiento directo del proceso político argentino. La Guerra del Paraguay, guerra injusta y fratricida, fue movilizada, en la Argentina, por la burguesía portuaria de Buenos Aires y tuvo la más viva resistencia en las poblaciones campesinas del interior que se negaron, muchas veces con su propio sacrificio, a combatir al hermano paraguayo. No era una nación la que hacía la guerra, junto con las otras naciones sudamericanas que la acompañaban en este hecho genocida, sino una de aquellas aristocracias de las que el mismo Alberdi nos hablaba.

Si bien el derecho de gentes que propugnaba se apoya por entero en los principios de la economía política clásica y en un progresismo típicamente decimonónico, alcanza a intuir los móviles ideológicos del liberalismo de la época. "El autor -dice- se ve desterrado por los liberales de su país por el crimen de que son cuerpo de delito sus libros; por haber defendido la libertad de América en el derecho desconocido de una de sus Repúblicas” (Alberdi, 1934: 115). Quedaba, de esta manera, levantada la culpabilidad que sobre el mismo Alberdi pesaba, de aquellas páginas en que había visto a esa misma América, como tumba de la civilización. La experiencia de una injusticia, vivida de modo directo, y una conducta personal comprometida, le había llevado a un humanismo clarificador y, a la vez, superador de las formas de paternalismo, dentro de cuyos términos se ha movido, no siempre en el mejor de los casos, el discurso político latinoamericano.

 

XIII
EL PROBLEMA DE LA "FORMA" DENTRO DE LA FILOSOFÍA POLÍTICA LATINOAMERICANA

La cuestión del para sí y su grado de legitimidad puede ser estudiada de modo interesante si analizamos el amplio tema de la "forma", en particular relacionado con el proceso de constitución de las nacionalidades latinoamericanas.

Los fundadores de las patrias de nuestro Continente se preguntaron de modo expreso acerca de la "forma" que había de dárseles. La respuesta, que pareció fácil en un comienzo, fue mostrando su extrema complejidad en cuanto que no se trataba de decidirse por la monarquía o la república, la democracia o la aristocracia, la unidad o el federalismo, como si estas fórmulas fueran una cuestión de mero derecho constitucional. Bien pronto y a medida que se iba organizando una toma de conciencia histórica, surgió claramente que había una constitución o forma real a la cual de alguna manera debían adecuarse, de acuerdo con un cierto realismo más o menos acentuado según los casos, las constituciones escritas, o que había que transformar aquella realidad, respetando criterios de oportunidad o directamente mediante violencia, para que fuera ella la que se adecuara a la forma ideal propuesta.

En general, las respuestas dadas al problema de la "forma" aparecen determinadas por dos actitudes divergentes que se relacionan con la fuerza y sentido que se concede a las categorías de "futuro" y de "pasado" y que generaron dos tipos de discursos, muchas veces antagónicos, a los que no sin cierta ambigüedad e imprecisión se los ha denominado "liberal" y "conservador".

El problema de la "forma" se planteó con mayor insistencia y claridad en el desarrollo del pensamiento político y social del liberalismo, si bien es cierto que las respuestas teóricas dadas en esta línea, serían incomprensibles si no se tuviera en cuenta el modo como esta misma problemática fue encarada por los que organizaron su discurso sobre una valoración positiva de la categoría de "pasado" y que constituyen el pensamiento "conservador".

En general, tanto en uno de sus desarrollos como en el otro, la noción de "forma" significó ambiguamente, ya la concreta, que mostraba la organización social, ya la ideal con la que debía expresarse aquélla o la que debía imprimírsele, planteos que suponían todos, a su vez, la noción de "modelo", si bien es cierto que no siempre con el mismo sentido. En efecto, en unos casos, el modelo estaba dado por la forma real, aun cuando ella debiera ser mejorada, mientras que en otros, esa forma real, era sin más un antimodelo (Kaplan, M., 1974).

Dentro del pensamiento liberal, y con las variantes que es posible señalar en su desarrollo, el problema que nos interesa comienza planteado como cuestión de "forma", sin más, en la etapa del liberalismo ilustrado durante las guerras de la Independencia. Los liberales románticos, los de primera hora, plantearán en función de su organicismo, una noción de "forma" entendida como "estructura" (Roig, 1969b), que les llevó a un intento de descripción que Sarmiento, en su Facundo, denomina "fisiognómica". Más tarde, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, a medida que el liberalismo fue ganando posiciones en la lucha por el poder político e ideológico, se hablará de la necesidad de una "re-forma", y más aún, se la impondrá, fundamentalmente como reestructuración jurídica y en lucha abierta contra la Iglesia y los grupos de poder tradicionales. Los positivistas, a fines del siglo XIX y comienzos del presente, desarrollarán una "morfología social", que tiene sus antecedentes tanto en la fisiognómica de los primeros románticos, como en los principios de modernización de los países hispanoamericanos, surgidos del movimiento que acabó denominándose de la Reforma. Aquella morfología, del mismo modo que sucede con los diversos criterios con que se entendió el problema de la "forma", en particular desde la versión romántica, sería en ellos tanto una "descriptiva" como una "proyectiva" sociales, en un intento de señalar lo que con ellos se consideró como una "conformación".

Toda esta compleja historia ideológica no podría ser satisfactoriamente analizada si no se tiene en cuenta, en todo momento, los sujetos históricos que plantearon el problema y su relación de enfrentamiento y lucha con otros sujetos, entendidos tanto éstos como aquéllos, atendiendo a sus grupos sociales. Por otra parte, la oposición entre "liberales" y "conservadores", que puede ser entendida desde aquellas actitudes que señalamos respecto de las categorías de "pasado" y de "futuro", cuyo sentido es necesario desentrañar, ha impedido en más de un caso mostrar de qué manera el conservadurismo suponía una actitud receptiva, si bien siempre moderada y, sobre todo, "realista", de incorporación al vasto fenómeno mundial del liberalismo. De esto hay que hacer excepción, claro está, de los ultramontanos apegados en los inicios del proceso a las viejas estructuras de origen feudal.

Las diferencias entre las dos principales categorías discursivas aquí mencionadas, como así las variantes internas que pueden señalarse en cada una de ellas, constituyen lo que podríamos denominar "estrategias dialécticas", entendiendo por tal el modo de comportamiento de determinados grupos sociales de poder, en relación con el ejercicio de ese poder frente a otros grupos sociales. El sujeto que moviliza aquellas estrategias no es, ni tan universal que pueda ser entendido como "el hombre americano", o "la conciencia americana", ni tan individual que pueda ser reducido al modo personal de ver las relaciones humanas en este o aquel escritor, descontado, por cierto, que la genialidad con la que los problemas han sido encarados en muchos de ellos, hace que su pensamiento no sea la simple expresión del grupo social al que pertenecen o han pertenecido. De todos modos, ese sujeto justifica su estrategia y se justifica a sí mismo, concediéndose legitimidad en su autoafirmación, invocando como sujeto real de su propio discurso, ya sea la nacionalidad a la que pertenece, ya sea la América misma y, por supuesto, la América "civilizada" opuesta a la "bárbara", en el discurso liberal típico de mediados del siglo XIX, ya sea la América del "orden", opuesta a la "anárquica", en el discurso conservador paralelo.

Por otro lado, las formas discursivas que trataremos de caracterizar en función del modo como en cada una de ellas juega lo dialéctico, no son las formas del discurso que podrían ser teorizadas en un tratado de retórica, sino que dependen de modo absolutamente directo del proceso social Iatinoamericano y, en tal sentido, podríamos considerarlas como irrepetibles, aun cuando haya coincidencias con formas posteriores y se pueda, a partir de ellas y con fundamento, hacer una teoría general del discurso.

 Sobre la base de estos criterios estudiaremos el tema de la forma en tres de sus grandes etapas: la neoclásica o ilustrada, dentro de la cual se ha desarrollado la conciencia dialéctica de los libertadores y de los partidos "unitarios" que trataron de prolongar la posición política de aquéllos, entre los años de 1825 y 1830; la de la preburguesía latinoamericana, que en el Río de la Plata se constituye, según Noël Salomon entre 1820 y 1850, fenómeno que puede ser considerado, con sus variantes, como general para todo el Continente. Esta etapa, tal como ya lo dijimos, terminó planteando el problema de la Reforma y tenía como objetivo la organización de una burguesía autónoma, que en algún caso se dio en llamarla, posteriormente, "burguesía nacional". Por último, fracasado este proyecto, entre fines del siglo XIX y primeras décadas del presente, el problema de la forma será elaborado por los positivistas, entendido preferentemente como cuestión racial y enfocado, por lo común, desde una psicología de los pueblos. El sujeto que lleva adelante estos desarrollos teoréticos, como el mismo Salomon lo dice, pertenece a las "oligarquías asociadas" a las burguesías que detentan el poder mundial, dicho en otros términos, a una burguesía dependiente. El llamado "idealismo del 900", que habrá de generar un nuevo americanismo y una nueva interpretación del mensaje bolivariano, se replanteará el problema de la forma, en relación con un nuevo nivel de conciencia histórica, que le ha llevado a Leopoldo Zea a hablar de un "proyecto asuntivo", a partir del cual se debe, sin duda, intentar para nuestros días una respuesta superadora (Salomón, N., 1977b).

 Dentro del tipo de discurso que hemos dicho se organiza sobre la categoría de "futuro", puede señalarse como el más significativo, el que surge de políticos e intelectuales provenientes de la preburguesía comercial portuaria en ascenso, que tuvo sus principales manifestaciones entre 1810 y 1820 y del cual pueden ser mostrados antecedentes que vienen desde finales del siglo XVIII. Se caracteriza este tipo de discurso por una actitud regida por un "espíritu constructivista", mas, determinado por un nivel de conciencia histórica que demuestra en él un escaso grado de desarrollo del importante concepto político de "oportunidad", en particular respecto de las relaciones sociales internas de las naciones en formación. La actitud frente a lo oportuno, teorizado en la filosofía política clásica con la noción de kairós, lleva a entender la organización de las relaciones sociales, ya sea sobre el concepto de "prudencia política", ya simplemente, sobre el de "eficacia", que no excluye necesariamente la violencia. Y esta última es la respuesta en la que concluirá el constructivismo de este primer tipo de discurso, fuertemente ahistórico y cuyos últimas manifestaciones, en el momento del levantamiento de las masas campesinas, concluidas las guerras de Independencia, adquirirá en más de un caso, un claro matiz apocalíptico.

Regido asimismo por la categoría de futuro, se organiza con los románticos un segundo tipo de discurso, asimismo de espíritu constructivista, que proviene de un sujeto histórico surgido de la preburguesía en formación, del hinterland latinoamericano. Expresa el pensamiento de grupos humanos que integran las élites de las ciudades agrícola-manufactureras, dentro de lo que podría ser considerado en Sudamérica, como una especie de cultura andina, y que se desarrolla entre los años de 1820 y 1850. Se caracteriza por un nivel de conciencia histórica que abre a una nueva comprensión de lo oportuno y que dará nacimiento a un pensamiento político mucho más realista, e incluso eficaz, en una época que se caracterizó según palabras de José Luis Romero, por "un ascenso de las gentes de la plebe rural" (J. L. Romero, 1977: 183). Las respuestas ideológicas generadas por la Revolución francesa de 1830, darán las armas intelectuales para esta nueva comprensión del proceso latinoamericano. La noción de oportunidad dará nacimiento a un cierto realismo y las estrategias dialécticas con las cuales se moviliza, permiten mostrar dos vertientes, una de ellas a la que podríamos calificar del "discurso realista violento", fuertemente antiigualitarista y un "discurso realista populista", proclive a un cierto igualitarismo, que proporcionará a esta posición un sentido mucho más rico de la clásica noción de kairós, dentro de la cual la exigencia de eficacia se contrapesa con la de prudencia.

Siempre dentro de la categoría de "futuro", hablaremos de una última forma discursiva que fue expresión ideológica de las ciudades comerciales consolidadas a fines del siglo XIX, principalmente ubicadas en los litorales marítimos o de ciudades del hinterland asociadas, en un proceso de integración nacional más avanzado, a ciudades portuarias. Son en general, las ciudades a las que José Luis Romero ha denominado "ciudades burguesas". Es ésta la etapa de la franca constitución de las burguesías dependientes, que aparecen ya claramente entre los años de 1880 y 1910, sobre la base de un doble sometimiento, el de las gentes de la "plebe rural" respecto de los grupos de poder interno, ya su vez, el de éstos, constituidos en oligarquías, en relación con los centros de poder mundial, principalmente británicos. Toda la literatura francesa generada a partir de la guerra franco-prusiana y de la Comuna de París, que alcanzó en Europa su expresión más congruente con los positivistas, constituyó una de las fuentes de inspiración del nuevo tipo de discurso. Un declarado germanismo, difundido por escritores franceses y un fuerte antiigualitarismo, fueron algunas de las notas del pensamiento político de la época.

 Del mismo modo que sucede con el tipo de discurso anterior, es posible reconocer, en relación con el modo como se juega con la categoría de "oportunidad", dos vertientes equivalentes en éste: una "realista violenta", y la otra "populista". La primera concluirá, lo mismo que en el caso anterior, en una visión apocalíptica de América.

 El problema de la "forma" y consecuentemente el de la legitimidad del para sí, tuvo al mismo tiempo otras respuestas, en un tipo de discurso organizado sobre la categoría de "pasado". Sólo mencionaremos dos manifestaciones que nos parecen las más importantes: una de ellas surge de un patriciado culto ciudadano, dentro de los términos de un pensamiento “conservador". En éste, una conciencia histórica que lleva a revalorar el pasado hispánico, condiciona la noción misma de oportunidad sobre la base de lo que se entiende como un realismo político. Esta actitud no niega la incorporación de los países latinoamericanos a las estructuras del poder mundial, ni menos aún rechaza los planteos básicos del liberalismo económico, pero lo hace poniendo condiciones que impidan lo que para este mismo discurso es considerado como "anarquía" o "demagogia". Para esta posición, la realidad social hispanoamericana contiene, a pesar de su atraso, un valor de modelo propio, congruente con aspectos que ofrece el modelo de la Europa moderna. El ejemplo más acabado de este discurso es, sin duda, el que elaboró Andrés Bello, quien se esforzó por hacer coincidir las tradiciones hispánicas heredadas, en particular la relativa a la autonomía de las comunas, con la filosofía liberal del siglo XIX. Se trata del discurso que acabaría constituyéndose, con las variantes del caso, en el ala derecha del liberalismo en todo el Continente.

 Mas, al Iado de este tipo discursivo, que aparece ya plenamente organizado a mediados del siglo XIX, hay otros, que funcionan asimismo sobre la categoría de "pasado", uno de ellos, el que surge de los hacendados, gamonales y estancieros del hinterland de todo el Continente, que muestra dos vertientes diferenciables: la de los "ultramontanos", defensores de las instituciones de origen feudal, vigentes, en particular, en las relaciones de trabajo campesino. En ellos se afirma un paternalismo violento y, sólo de modo impropio, podría señalarse en su discurso la existencia de una estrategia dialéctica, en cuanto que su posición parte de una afirmación ciega de una situación que se considera inamovible. Las respuestas dialécticas son únicamente posibles cuando se concibe algún tipo de movimiento social, que en este caso es rechazado. Y el de los "caudillos" que surgen en el mismo hinterland, que son asimismo, por lo general, hacendados, pero que se mueven con una actitud "populista", un paternalismo que de alguna manera se abre hacia la conciliación de sus propias demandas sociales con las de las "gentes de la plebe rural". Estos caudillos, y las masas campesinas levantadas con ellos, son los que habrán de provocar las primeras manifestaciones de aquellas visiones apocalípticas, que aparecen de modo constante en la literatura política latinoamericana. El populismo de los caudillos, que es expresión de un tipo de discurso conservador, fue el detonante de casi todas las formas de discurso violento que surgieron de tantos liberales latinoamericanos.

 Pero también se levantaron grupos campesinos en contra de sus propios patrones, conducidos por jefes surgidos de entre aquellos mismos y que fueron reprimidos brutalmente tanto por liberales, como por conservadores moderados y ultramontanos, e incluso por los caudillos populistas. La ideología de estos grupos espontáneos, verdadera revolución social permanente y descoyuntada, se organizó ideológicamente, en su primera etapa y durante casi todo el siglo XIX, sobre elementos tradicionales, provenientes de sus creencias religiosas. De esta manera, la religión, que fue uno de los recursos más fuertes y constantes del discurso conservador, aparecía aquí con un signo invertido, legitimando lo que para burgueses y terratenientes representaba la más temida de todas las formas de anarquía. Estos movimientos no alcanzaron, por lo general, a expresarse en un nivel discursivo, .aun cuando en ellos hay un discurso implícito, que no encuadra en el "discurso conservador", ni menos en el "liberal". Posiblemente, para estos movimientos espontáneos, la única categoría vigente, de modo crudo, era el de un presente de miseria y opresión, y su discurso quedaba, de esta manera, fuera de las dos grandes categorías que vamos analizando. La ausencia de la categoría de futuro fue una de las causas del fracaso de esta revolución social en ciernes, como lo fue, si bien en otro sentido, el fracaso de la contrarrevolución de los ultramontanos (Moreno, S., 1976).

 ¿Qué significan las categorías de "pasado" y de "futuro" sobre las cuales hemos establecido las dos grandes líneas discursivas de las que hemos expuesto aquí algunos de sus desarrollos? Por de pronto, es necesario señalar que no se trata exclusivamente de conceptos temporales. El hecho de no haberse subrayado lo suficientemente este aspecto, ha llevado a desconocer el sentido social con el que esas categorías han sido utilizadas. Un. texto de Juan Bautista Alberdi nos aclara lo que queremos expresar. "Si fuere preciso localizar -dice- el espíritu nuevo y el espíritu viejo en Sud América, la simple observación nos haría ver que la Europa del siglo XIX, atraída por la navegación, el comercio y la emigración, está en las provincias del litoral, y el pasado, más particularmente, en las ciudades mediterráneas. Esto se comprende, porque se ve, toca y palpa" (Alberdi, J. B., 1886: 69). Es decir, que el "espíritu viejo", el "pasado", es algo que "está", es algo "presente" y, al mismo tiempo, el "espíritu nuevo", a saber, el "futuro", es también un "presente". Ambos "están" de tal manera como realidades actuales, que el mismo Alberdi nos habla de que ese pasado y ese futuro, pueden ser vistos, tocados y palpados. Por otra parte, esas categorías son valores. Lo temporal se junta, no sólo a dos realidades que se nos dan como un presente, realidades en última instancia sociales, sino que son a la vez categorías axiológicas. Sarmiento en su Facundo, al describir la realidad social argentina anterior a 1810, pero aún vigente en su tiempo, dice que se trataba de "dos civilizaciones diversas: la una española, europea, culta, y la otra, bárbara, americana e indígena" (Sarmiento, D. F., 1967: 59). En este texto lo que sería entendido como "pasado" y "futuro", a saber, "barbarie" y "civilización", aparece claramente en sus connotaciones valorativas. De esta manera, negar el "pasado" o afirmarlo, según los casos, y lo mismo habrá de decirse respecto del "futuro", se resolvía en negar o afirmar grupos sociales actuales, en su mismo presente. Por otra parte, el sujeto que niega o afirma, no es el "hombre americano", que niega o afirma la "realidad americana", sino que es un hombre americano que niega o afirma a otro.

En el caso del discurso organizado sobre la categoría de "futuro", la forma que se proponía como ideal, nos resulta en parte real, en cuanto que "lo real" está regido por la categoría de lo conveniente y el canon o criterio de determinación de esto último, estaba dado por las demandas sociales de quien proponía el modelo. Dicho de otro modo, la legitimidad del modelo propuesto, mediante el cual se llevaba a cabo una autoafirmación, dependía del grado de legitimidad que el grupo proponente se atribuía a sí mismo, sobre la base de un reconocimiento de su propia presencia real en el proceso.

Ciertamente que la noción de modelo, que llevó a este tipo de discurso a organizarse en muchos casos de modo expreso sobre una paradigmática, excedía la propia realidad social con la que se pretendía justificar al grupo que se sentía encarnado en aquél. El caso de Domingo Faustino Sarmiento es, en este sentido, aleccionador. Él, en persona, se consideró como un modelo y su interés en alabar los casos de vidas ejemplares de otros ciudadanos de su tiempo, dentro de un declarado plutarquismo que en su momento denunció Alberdi, era una confirmación de que se entendía como representante acabado de un grupo social americano del cual habría de derivar el progreso y la civilización. Si ese futuro tenía alguna posibilidad, ello se debía a que de alguna manera era ya un presente. Mas, eso no significaba que se entendiera a sí mismo como manifestación de un grupo social que constituía un modelo acabado, sino que entendía que ese grupo era expresión de otro modelo que encarnaba cumplidamente la civilización. En ese juego de paradigmas se insertaba, pues, la categoría de "futuro", que no era, indudablemente, una pura futuridad. El neoclasicismo se habrá de caracterizar, tal vez más que otras formas discursivas del tipo que estamos considerando, por ese juego de modelos en el que se pone en movimiento aquella "función de apoyo" de la que ya hemos hablado.

 A esta rica problemática se sumó la polémica sostenida dentro de la formulación del tipo de discurso organizado sobre la categoría de "pasado", relativa a la oposición del pensamiento "utópico" y del pensamiento "realista", en donde los términos de "utopía" y de "realismo" jugaron un claro papel ideológico, usado como imputación el primero y como autodefinición el segundo, para un determinado grupo social conservador. Por cierto que si el discurso liberal típico es definido como una negación de un "pasado" abstracto, y no como negación de grupos sociales concretos y, del mismo modo, como afirmación de un "futuro" igualmente abstracto, sin ningún valor de realidad presente, podría llegarse a afirmar que ese discurso se movía entre dos utopías. El desencuentro entre ambas líneas básicas del discurso filosófico-político responde, pues, a estrategias dialécticas. "Utópico" era un procedimiento que pretendía, ya sea por medio de la violencia o mediante concesiones populistas, acelerar un proceso que, para el pensamiento "realista" debía ser llevado con otro ritmo. De ahí que, para el discurso político liberal, ese "realismo" fuera, sin más, expresión de un "espíritu retrógrado", mientras que lo que se le acusaba de "utópico" no era otra cosa que "espíritu de progreso".

 No ha de extrañar, por lo dicho, que dentro del discurso organizado sobre la categoría de "futuro", se entendiera que lo "utópico" respondía a una empiricidad. Para Juan Bautista Alberdi, en un escrito suyo que hemos comentado, "el pueblo americano" -entiéndase las oligarquías liberales en cuyo nombre hablaba- era "un gran empirista, si no un gran pensador" y ese empirismo consistía, según el mismo Alberdi, en la "elaboración de tipos ideales de gobierno". De esta manera, el denunciado utopismo que reprochaban los conservadores a los liberales, resultaba ser un "empirismo", por lo mismo que respondía de modo directo a las demandas sociales de lo que llama "pueblo americano" (Alberdi, 1974: 57).

 Por cierto que para los ultramontanos, lo que para el pensamiento conservador abierto a la incorporación de la América Latina al proceso del capitalismo mundial, se presentaba como "utopía", tuvo colores aún más negativos y fue valorado, por ellos principalmente, como "anarquía" y "demagogia". No se distinguió entre las diversas formas de desarrollo del pensamiento liberal y en muchos casos hasta se confundió la política liberal con la política conservadora de los caudillos. El terror ante la anarquía, que llevó a las respuestas apocalípticas que hemos mencionado, se produjo asimismo en el seno del propio pensamiento liberal, en aquellos momentos en los que los conductores políticos y militares de la preburguesía latinoamericana, descubrieron su impotencia ante los procesos, en particular los generados inmediatamente después de concluir las guerras de Independencia.

 El problema de la forma se relaciona, además, estrechamente, con la extendida discusión acerca de la imitación y la adecuación de los modelos. En general, la acusación de utopía va unida a la de "espíritu imitativo o servil" y la afirmación de un "realismo", con la de un espíritu organizador de "formas adecuadas". En Lucas Alamán, uno de los teóricos del pensamiento conservador mexicano, el "realismo" que postula se organiza sobre una conciencia histórica que le lleva a denunciar un constitucionalismo que parecería tener como presupuesto que "la nación mexicana se componía de individuos que acababan de salir de manos de la naturaleza, sin recursos, sin pretensiones, sin derechos anteriores". La "imitación servil" que implicaba aquel constitucionalismo, se le presentaba como la causa de la anarquía y la única solución habría de consistir en dejar "la forma de gobierno a que la nación estaba acostumbrada" (Zea, L., 1978: 236-237 y 240). Por cierto que la "nación mexicana" que invocaba Lucas Alamán se reducía a un determinado grupo social, el patriciado de las ciudades y los terratenientes, cuyas pretensiones eran invocadas, con lo que la categoría de "pasado" sobre la cual organiza su propio discurso, es sin más, un universal ideológico, y la "imitación servil", descontando la parte de razón que tenía frente a los liberales radicales, es la imputación con la cual se rechaza la aplicación de un modelo que venía a poner en peligro aquellas pretensiones que se mencionan. Ese denunciado "servilismo" era un arma de lucha contra una capa social en ascenso, la del mestizo mexicano que también partía de pretensiones que componían la realidad misma de la "nación mexicana" como el proceso histórico lo demostró ampliamente.

La polémica entre la imitación de modelos y su utilización a partir de una adecuación, también se manifestó dentro de los liberales. En el Río de la Plata, el enfrentamiento entre los viejos unitarios ilustrados y la nueva generación que se consideraba más allá del pensamiento de ellos, como también del federalismo de los caudillos conservadores, gira por entero sobre este problema. Toda aquella generación partía de la necesidad de tener en cuenta la realidad social, pero con matices que la dividen internamente. Para unos, dicha realidad debía ser conocida a efectos de poder aplicar los modelos con eficacia, sin que en última instancia fuera reconocido el sujeto histórico que habría de sufrir la violencia que acarrearían los cambios que deseaban; para otros, los menos, el reconocimiento de la realidad social iba acompañado de una cierta simpatía por la plebe, dentro de los límites de un paternalismo revestido de fraternalismo. Los objetivos que perseguían coincidían, lo que los diferenciaba eran las estrategias dialécticas puestas en juego. Como veremos luego, el distanciamiento en la evolución intelectual de Sarmiento y Alberdi, las dos más grandes figuras de la Argentina del siglo XIX, puede mostrarse precisamente en relación con su valoración de lo paradigmátíco. El "pasado", que era el "presente" de las masas campesinas, no tenía además un mismo matiz axiológico, en cuanto que en un caso debía ser lo nihilizado, mientras que en el otro, se había de contar con él de alguna manera.

 De este modo, se constituyen dos estrategias, una violenta y la otra de rodeo, que sería a la larga la que habría de ser abandonada dentro del proceso social y político movilizado por el liberalismo y que los mismos que la sostuvieron, repudiaron en ciertos momentos de su vida intelectual.

El realismo violento se presentaba como una prolongación del constructivismo ilustrado, acompañado ahora por un cierto grado de conciencia histórica que sólo servía para reconocer los obstáculos que había que superar para imponer los modelos. Este nuevo constructivismo se presentaba como encarnado, frente al de los viejos unitarios que para superar su posición abstracta arropaban sus discursos con las imágenes de un mundo mítico y atemporal, el de los clásicos grecorromanos, dentro de una especie de platonismo político. El gran paso que significó la aparición de un pensamiento romántico consistió en la convicción de que los procesos históricos no son fácilmente reducibles a la idea, a la forma o paradigma, tal como la habían entendido aquéllos. En este momento, los ejemplos del mundo grecorromano fueron inútiles. Las montoneras y los levantamientos campesinos acabaron con el neoclasicismo.

 El constructivismo como tendencia caracterizó principalmente al discurso liberal, pero también es visible en el discurso conservador, aquel que apoyándose en la categoría de "pasado", encontraba en éste el punto de apoyo propio desde el cual se habrían de alcanzar las formas del Estado de derecho postuladas por los teóricos del liberalismo europeo. La ingente labor de codificación, promovida en Chile por Andrés Bello, que fue modelo en el proceso de organización jurídica de todo el Continente, mostró de qué manera podía sostenerse un constructivismo dentro de las formas del pensamiento conservador, dicho de otra manera, reunir un cierto rescate del pasado con las exigencias de progreso del siglo. Bello hablaba de "la necesidad de conocer a fondo la índole y las necesidades de los pueblos a quienes debe aplicarse la legislación" y aconsejaba "desconfiar de las seducciones de las brillantes teorías" y "escuchar la voz de la experiencia" (Bello, A., 1884).

Mas, lo que quisiéramos señalar es que esa actitud manifiesta en un Andrés Bello, no es totalmente ajena a las formulaciones del discurso político latinoamericano organizado sobre la categoría de futuro. Así como de este tipo discursivo no podría decirse que partía propiamente "de cero", tampoco el discurso conservador "progresista", dejaba de apoyarse en formas de nihilización, por lo mismo que fue una de las expresiones de grupos de poder. A pesar de la fuerza con que el discurso que hemos denominado "realista violento", rechaza en bloque todo el pasado ideológico y cultural sobre el que se encontraba organizada la primitiva sociedad que anhelaba cambiar, parte siempre de la autoafirmación de demandas sociales muy concretas e insertas en aquella misma sociedad. Por donde las teorías de América como "vacío", o del hombre americano como "natural" y no histórico, o simplemente "bárbaro", resultaban imputaciones abstractas que sólo adquieren su verdadero sentido cuando se descubre que se trata de una América y de un hombre americano. La "barbarie", de la cual se encontraba exenta la burguesía, no sólo señalaba objetivamente el atraso técnico de la sociedad hispanoamericana en relación con la cultura europea del momento, sino que ideológicamente servía para justificar y legitimar por la vía de una dialéctica violenta, la lucha de la burguesía por el poder social y político.

En las diversas formas de estrategia dialéctica que caracterizan al discurso liberal, en particular el que hemos señalado para nuestro siglo XIX, imperan los mismos conceptos integradores, expresados todos ellos resumidamente en la mágica palabra "civilización", del mismo modo que se hará más tarde con la palabra "progreso", las que haciendo o no concesiones a la "barbarie", justificarán, en cuanto universales ideológicos, las diversas formas de ruptura, concretadas como opresión y marginación social. La "civilización", mostrada constantemente en el discurso político mediante "ejemplos", ya fueran ellos tomados del mundo grecorromano, del mundo europeo industrial o de la biología, será la forma por excelencia que vendrá a legitimar cualquier vía dialéctica que se ponga en marcha. Esa dialéctica discursiva, ya lo hemos dicho, no es enteramente vacía, en cuanto que expresa demandas sociales concretas, pero es al mismo tiempo un "vaciamiento", llevado a cabo mediante un "olvido", categoría política acuñada, dentro de nuestra historia intelectual por lo que podríamos considerar nuestro discurso liberador. Vaciamiento que, en el orden de la filosofía de la historia, regirá la determinación de los datos historiables, siguiendo una tarea selectiva que ya venía impuesta por la filosofía de la historia y la antropología que la acompaña, elaborada por los países centrales.

Por otra parte, en este mismo tipo de discurso, organizado sobre la categoría de futuro, el realismo político, tanto el que va acompañado de violencia, como el que hemos denominado "populista", pareciera tener como trasfondo una permanente provisoriedad e implicar en su seno una actitud oculta que lleva a anular el principio mismo que postulaba la necesidad de atenerse de alguna manera a la realidad social. A pesar de las diferencias de los grupos de la burguesía que hemos indicado páginas atrás, se trata siempre de grupos que organizaron su conducta social y política sobre una relación de dominación respecto de las clases sociales inferiores, y su discurso se movió, por eso mismo, entre el "griterío" y la "palabra paternal", teniendo esta última como presupuesto al primero.

 Volvamos al problema del paradigmatismo o ejemplarismo. La primera etapa, corresponde, como hemos dicho, al momento neoclásico. En los años anteriores a las guerras de Independencia, en aquellos en que el grupo criollo exigía del imperio español una reforma en las colonias, el recurso a la imagen de los clásicos grecolatinos estuvo condicionado dentro de ciertos límites, que al comenzar aquellas guerras fueron sobrepasados. En ese momento, el paradigmatismo grecolatino comienza a ser utilizado por un sujeto que se siente afirmado en su conciencia de sujeto histórico, agente de su propio destino. Ya no se trata del colono, el "español americano" que juega con los ejemplos del mundo clásico dentro de los marcos opresivos de una sociedad colonial, sino de un hombre, el del grupo criollo, que enfrenta esa situación y la repudia. Mas, ese rechazo no implicó de ninguna manera el abandono del neoclasicismo, sino un uso de diverso signo como consecuencia de una transmutación axiológica. Rodó ha descrito la tiranía que ejerció en los últimos tiempos de la colonia española, el recurso de los clásicos. "El principio de imitación de modelos irremplazables -dice-, base de las antiguas tiranías preceptivas, era, en relación al pensamiento y a la sociabilidad de la Colonia, una fuerza que trascendía de su significado y alcance literario, para convertirse en la fatal imposición del ambiente y en el molde natural de toda actividad, la mismo se tratara de las formas de la producción intelectual que de cualquier otra de las manifestaciones del espíritu" (Rodó, J. E. 1957: 693-694). Pero esos mismos clásicos habrían de servir para otros fines. Dentro de la literatura política de la modernidad europea, en la época de las monarquías absolutas, ya Hobbes había alertado contra el espíritu subversivo inspirado en los ideales republicanos del Mundo Antiguo, que ponían en peligro el poder establecido. "En cuanto a la rebelión, en particular contra la monarquía, una de las causas más frecuentes de ella -decía- es la lectura de los libros de política y de historia de los antiguos griegos y romanos" (Hobbes, 1940: 200). El mismo Rodó dirá, por su parte, que “la idea de libertad llegó identificada con la afectación antigua de la forma, a los pueblos de nuestra América" (Rodó, J. E., Ibidem). El proceso de independencia abre un nuevo uso de los antiguos, que habrán de aparecer ahora como el modelo que había de ser invocado, no ya como el mundo paradigmático que había sido asumido por la cultura española y que se había manifestado casi exclusivamente en el terreno literario, sino como el modelo de las nuevas potencias, Inglaterra y Francia, que se presentaban como el fin de los despotismos y de las tiranías, con un franco sentido político.

 Las nuevas relaciones de dependencia que se abren con el fin del Imperio español, acentuarán un juego paradigmático bastante complejo, en el que un modelo aparece como justificación de otro, en una serie ascendente o descendente, casi como un sistema de hipóstasis. La antigüedad grecolatina constituía el mundo paradigmático de la civilización, representada por Inglaterra y Francia, y éstas, a su vez, eran el "ejemplo" que habían de adoptar como modelo las nuevas naciones hispanoamericanas. Por otra parte, lo grecolatino, lo anglofrancés y lo sudamericano, respecto de lo cual son entendidos los modelos logrados y a lograrse, se reducen a señalar en todo momento el papel histórico, dentro de las culturas correspondientes, de las antiguas aristocracias, republicanas o imperiales, de la burguesía europea contemporánea y de las aristocracias criollas americanas, presentándose, a su vez, estas últimas, como el modelo de virtudes cívicas que habrían de seguir las otras castas.

 Para el neoclasicismo hispanoamericano contemporáneo de las guerras de la Independencia, la noción de lo "clásico" incluía tanto lo antiguo como lo actual y si el Imperio romano podía ser invocado, no lo era menos Inglaterra, como su heredera y otro tanto podríamos decir de la relación entre Atenas y Francia. Por su parte, Estados Unidos, que casi al mismo tiempo comienza a funcionar como paradigma, no aparecía diferente del republicanismo latino de los primeros tiempos o de las repúblicas democráticas del Estado ateniense. Estas equiparaciones no son de extrañar toda vez que los mismos países europeos habían creado su propia imagen, en la etapa colonialista mundial, mediante el recurso a lo que consideraban como su pasado cultural propio. Si en pleno clasicismo Racine había afirmado que “El gusto de París se ha visto que coincide con el de Atenas", más tarde, en pleno romanticismo, en una etapa de rechazo de lo clásico, Víctor Hugo seguiría diciendo como justificación del colonialismo francés de la época y a propósito de la conquista de Argelia que “. ..es la civilización que avanza sobre la barbarie. Es un pueblo ilustrado que va a llevar la luz de la civilización a un pueblo en tinieblas. Somos los griegos del mundo, nos toca, pues, iluminarlo" (Cfr. Zea, L., 1978: 246). Como es de esperarse, esta equiparación de modelos, Grecia, modelo de Francia, y Francia, del mundo, no podía faltar entre nuestros neoclásicos.

 No es de extrañar que Bolívar interpretara la significativa dedicatoria con que Volney abre las páginas de su tan leído libro, sobre la base de una equiparación entre lo clásico antiguo y lo clásico contemporáneo: " Aquí es el lugar de repetiros, Legisladores -decía en el Discurso de Angostura-, lo que os dice el elocuente Volney en la dedicatoria de sus Ruinas de Palmira: ' A los pueblos nacientes de las Indias Castellanas, a los jefes generosos que los guían a la libertad: que los errores e infortunios del mundo antiguo enseñen la sabiduría y la felicidad al mundo nuevo'. Que no se pierdan, pues, -continuaba diciendo Bolívar las lecciones de la experiencia; y que las secuelas de Grecia y Roma, de Francia, de Inglaterra y de América nos instruyan en la difícil ciencia de crear y conservar las Naciones, con leyes propias, justas, legítimas y sobre todo útiles" (Bolívar, S., 1975: 107).

Como se ve, la autoafirmación del sujeto americano y su legitimidad venía a ser lograda y demostrada sobre la base de un sistema de modelos que se remitían los unos a los otros, hasta llegar al último, el grecolatino, en un proceso de deshistorización que alcanzaba su grado máximo cuando se había llegado a aquellas fuentes originarias. No resulta difícil ver, en todo esto, una filosofía de la historia implícita en la que el discurso resultaba organizado sobre aquella "función de apoyo" de la que hemos hablado.

En la etapa neoclásica se tiende, por lo general, a mostrar una imagen del mundo antiguo de tipo positivo, que se logra, ya sea haciendo abstracción del régimen de esclavitud y mostrando una vida republicana ajena por completo a aquella institución nefanda, o haciendo de necesidad, virtud, es decir, mostrando de qué manera esa misma esclavitud había permitido una vida ciudadana honesta y ejemplar. Vimos, precisamente, cómo este segundo recurso es al que echa mano Bolívar dentro de lo que hemos denominado "paternalismo idílico". Por otra parte, el ejemplarismo de nuestros neoclásicos no fue por lo común más allá de una parenética y partió del presupuesto de la necesidad de la moral como salvaguarda de la vida política, todo ello sobre la base de una tabla de virtudes que giraba por entero sobre el respeto a la propiedad privada, entendido como la virtud suprema, conjuntamente con la "seguridad". La moral era la única que podía contener la anarquía y conducir a los propios integrantes de la democracia criolla a renunciar a la permanente tentación que significaba el discurso demagógico, surgido de ella misma. Esa moral determinaba los límites de lo que se entendía por utópico dentro de la parenética de inspiración clásica, cuya definición surgía de la acusación de concesiones indebidas o ilegítimas en favor de los grupos sociales inferiores, a las cuales eran proclives los llamados "demagogos".

Ambas actitudes mencionadas, la de hacer abstracción de la esclavitud o la de demostrar sus "virtudes" en el modelo greco-romano, parten de un presupuesto común a todas las formas de paradigmatismo, de acuerdo con el cual, el modelo muestra una sociedad ideal en la que no se dan contradicciones sociales. La jerarquía de. paradigmas que va hundiéndose en un pasado cada vez más abstracto y perfecto, hasta llegar a los modelos fundantes, parte de la idea de un proceso que se desarrolla desde la presencia de modelos relativos (la propia clase social que se pone a sí misma como modelo, pero enfrentada a contradicciones a veces antagónicas), hasta la presencia, ontológica, de modelos totalmente ajenos a tales contradicciones.

Con los románticos, el tema de la forma alcanzará uno de sus más importantes desarrollos, que coincide, en general, para todos los países sudamericanos, con el inicio del largo proceso de organización nacional.

La antigua costumbre de mencionar a los griegos y los romanos no se perdió fácilmente, y, en este sentido, la influencia de la literatura política de los abuelos neoclásicos fue visible a lo largo de casi todo el siglo XIX y llegó a entroncar con el movimiento arielista del 900, especie de neoclasicismo renacido. Ciertamente que el uso de la literatura grecolatina no será el mismo. En los románticos es posible ver un rechazo del valor paradigmático de lo clásico antiguo y consecuentemente una revaloración de los modelos contemporáneos. Así, Vicente Rocafuerte, hombre de dos épocas, señalaba la inutilidad del ejemplo de la democracia griega, aduciendo que el concepto de "república" que debía generalizarse entre nosotros, mostraba una "radical diferencia" derivada del sistema de representación política ignorado por los antiguos (Rocafuerte, V., 1947: IV, 12). Años más tarde, Juan Bautista Alberdi, en el libro que comentamos páginas atrás, rechazará, por su parte, el modelo de la Roma imperial, en cuanto que no era adecuado para la noción de "democracia" moderna, por lo mismo que al estar organizado sobre la noción de que lo extranjero es bárbaro, su derecho externo se resolvía en un derecho de guerra (Alberdi, 1934: 40).

Ese desajuste de los paradigmas clásicos surge en todos estos hombres de una conciencia cada vez más acentuada de la existencia de una realidad propia, que revestía caracteres de “original" y que obligaba a replantear el problema de la forma.

Los primeros y tal vez más importantes desarrollos teóricos de esta nueva manera de entender el problema, surgirán en el Río de la Plata, dentro de la literatura política liberal elaborada por hombres del interior argentino, nacidos en aquellas ciudades andinas de carácter agrícola-manufacturero de las que hablamos en un comienzo. Los dos ejemplos más acabados son los de Juan Bautista Alberdi, nacido en Tucumán y Domingo Faustino Sarmiento nacido en San Juan. Ambos darán nacimiento, con sus primeros escritos aparecidos en Buenos Aires y en Santiago de Chile, a un realismo político, dentro del constructivismo que ha caracterizado al pensamiento liberal en ascenso ya desde los ilustrados. Lo harán, sin embargo, con signos diversos. El primero de ellos habrá de entenderlo dentro de los términos de un "populismo", motivo por el cual será objeto de rechazos, y el segundo, dará las bases para una noción de realidad social que constituirá el antecedente más importante del discurso opresor que luego elaborarían los positivistas en todo el Continente. El Facundo, aparecido en 1845, no sólo se impuso por su calidad literaria y la innegable genialidad de su autor, sino también por lo que significó ideológicamente en el paso de las preburguesías de mediados de siglo, a las oligarquías asociadas del 900.

En un capítulo anterior analizamos el sentido del "populismo" desarrollado por Alberdi. Aquí ampliaremos su pensamiento filosófico-político de sus años juveniles, relativo al problema de la forma y consecuentemente del paradigmatismo:

¿Qué nos deja percibir ya la luz naciente de nuestra inteligencia [se preguntaba Alberdi] respecto de la estructura actual de nuestra sociedad? Que sus elementos, mal conocidos hasta hoy, no tienen forma propia y adecuada. Que ya es tiempo de estudiar su naturaleza filosófica y vestirles de formas originales y americanas. Que la industria, la filosofía, el arte, la política, la lengua, las costumbres, todos los elementos de la civilización, conocidos una vez en su naturaleza absoluta, comiencen a tomar más francamente la forma más propia que las condiciones del suelo y la época les brindan. Gobernémonos, pensemos, escribamos y procedamos en un todo, no a imitación de pueblo alguno de la tierra, sea cual fuere su rango, sino como lo exige la combinación de las leyes generales del espíritu humano, con las individuales de nuestra condición nacional (Alberdi, 1838: 53).

El romanticismo significó un rudo golpe para la antigua exigencia de imitación de los antiguos que había caracterizado al discurso liberal de las primeras décadas del siglo XIX, y con ella de todas las formas imitativas. Por otra parte, el organicismo propio del historicismo romántico hará que el tema de la forma sea visto desde la noción de "estructura", término que, de acuerdo al valor semántico de la época, llevará a entender la noción de modelo en el sentido de "forma real" o actual. La legitimidad de la autoafirmación del sujeto americano dejaba de funcionar dentro de los términos del constructivismo típicamente ilustrado y se lo trataba de encontrar mediante la elaboración de una noción de realidad social. Salomon ha señalado una misma tendencia dentro del costumbrismo, clara en Sarmiento, de describir los tipos como conjuntos organizados, en el sentido de estructuras. Por otra parte, el escritor sanjuanino, en contra de Cuvier y siguiendo ideas de Geoffroy de Saint Hilaire, admitía una evolución de las formas (Noël Salomón, 1968: 378).

 Otro tanto puede decirse de la noción de estructura, tal como la entiende Alberdi. En efecto, como puede verse en sus escritos iniciales, para éste, toda realidad es un sistema compuesto de elementos que se definen por él y muestra, además, un proceso o desarrollo cuya ley es necesario determinar. Se trataba de la noción de "sistema de conexiones", considerada ya desde un punto de vista dialéctico. Dentro de la estructura, la idea ha perdido aquella fuerza constructivista que había justificado todos los intentos de despotismo ilustrado, y frente a ella se reconoce la presencia de otros factores. En contraposición con el pensamiento de los ilustrados, en AIberdi hay por tanto, dos sentidos de la forma: por un lado, las sociedades en su estado "natural", alcanzan normalmente una conformación, mas, por el otro, es dado al hombre intervenir en ese proceso en la medida que puede lograr el conocimiento de sus leyes y desde ellas corregir o hacer progresar las formas espontáneas. Surge de este modo la idea de "forma indígena", que sólo es reconocible a partir de un cierto respeto de lo propio y que nos obliga a alejarnos de toda copia servil. Dentro de los marcos del "populismo", que explica un cierto determinismo optimista que rige este discurso, se concedía a las élites un papel constructivo, pero ahora, el constructivismo, a diferencia del que derivaba de la mentalidad dieciochesca, exige una adecuación de las formas ideales a lo que Alberdi denomina "la ley del espacio y el tiempo". Paralelamente se reconoce la existencia de formas a las que llegan los pueblos de modo normal, las que no pueden ser ignoradas, ni tampoco rechazadas. De esta manera, la noción de forma, que filosóficamente no es extraña a la de concepto, se presenta en el pensamiento de estos románticos de la primera hora, ejerciendo una función de integración que suponía una crítica a la ruptura que los ilustrados habían ejercido desde sus universales ideológicos. Los límites de integración del nuevo discurso ya los hemos analizado al comentar el sentido del discurso paternalista y de su historia.

 Mas he aquí que no todos los integrantes de la generación argentina de 1837 pensaron el problema de la misma manera. En el Alberdi del Fragmento no aparece la idea de lo "in-forme" o caótico que impida una visión optimista de la integración de las clases sociales. Su obra no aparece organizada crudamente como una contraposición de valores y antivalores, como sucederá más tarde en el mismo Alberdi y el proceso de democratización, aun cuando llevado adelante de modo bárbaro por Juan Manuel de Rosas y, en general, por los caudillos, no supone que no se puedan alcanzar las formas adecuadas. No serán aquéllos, los que las habrán de lograr, pero son los que han preparado su posibilidad por haber reconocido de hecho a la “plebe", en la que se encuentra el futuro de la humanidad.

Sarmiento, refiriéndose a la vida culta de las capas pudientes de la sociedad de su época, afectadas por el impacto de las guerras civiles, en un texto que muestra su radical diferencia de posición respecto de la que ofrece el Alberdi del Fragmento, dice que "hoy día las formas se descuidan entre nosotros, a medida que el movimiento democrático se hace más pronunciado". El principio popular introduce una causa de deformación por lo mismo que es lo informe o caótico. El caudillo no sólo ignora, según Sarmiento, la forma que "más conviene a la República", sino que las formas que aún subsisten dentro de la convivencia social, han perdido su fuerza porque "el espíritu estaba todo en el comandante de campaña" (Sarmiento, 1967: 112, 124 y 127). Curiosamente, ese descuido de las formas de que se queja Sarmiento, fue uno de los secretos de su éxito literario, como lo hace notar Noé Jitrik (1977: 29).

Noël Salomon en su estudio sobre el Facundo, al que define como "manifiesto de la preburguesía argentina de las ciudades del interior", nos aclara cuál era la posición del ilustre sanjuanino respecto de las clases sociales inferiores y cómo interpreta, desde esa valoración, la Revolución francesa de 1830 (Salomón, N., 1977). Recordemos, de paso, que para Bolívar, aquel estallido revolucionario iba a llevar a todos los extremos de la anarquía, por obra de sus imitadores sudamericanos, y de qué manera, a su vez, fue saludado por otros miembros de la generación de 1837, como la aurora del "socialismo", que es la interpretación vigente en el Alberdi del Fragmento. Pues bien, Sarmiento hará la lectura antipopular de aquel resonado acontecimiento europeo.

Según nos dice, las ciencias sociales, como consecuencia de aquella Revolución, han tomado una "nueva dirección", gracias a la cual "se comienzan a desvanecer las ilusiones". ¿Cuáles eran éstas? Pues, en pocas palabras, todas las que habían despertado las ideas democráticas e igualitarias originadas en la Revolución de 1789.

Desde entonces (comenta Sarmiento, refiriéndose al 1830) empiezan a llegarnos libros europeos que nos demuestran que Voltaire no tenía mucha razón, que Rousseau era un sofista, que Mably y Raynal eran unos anárquicos, que no hay tres poderes, ni contrato social, etcétera. Desde entonces sabemos algo de razas, de tendencias, de hábitos nacionales, de antecedentes históricos. Tocqueville revela por la primera vez el secreto de Norte América; Sismondi nos descubre el vacío de las constituciones; y Thierry , Michelet y Guizot el espíritu de la historia; la Revolución de 1830 toda la decepción del constitucionalismo de Benjamin Constant (Sarmiento, 1967: 109).

Sarmiento declara terminado el paradigmatismo ilustrado, como consecuencia del descubrimiento de un constitucionalismo abstracto y de la existencia de una constitución real que está dada por factores históricos concretos: las razas, los hábitos nacionales, las tendencias. Mas, esta exigencia de una ciencia social que debe fundarse en el conocimiento de la realidad histórica de los pueblos, parte del rechazo de esa misma realidad. Se trata de un saber de la realidad, para poder obrar con eficacia contra ella.

Noël Salomon analiza el texto sarmientino y no nos deja lugar a dudas acerca de lo que significa ideológicamente:

Es fácil entender lo que D. F. Sarmiento les reprocha a Rousseau y Mably: se trata, a todas luces, de su teoría de la "soberanía del pueblo" y de su idea de que tal soberanía debe ejercitarse con igualdad a favor de todos los ciudadanos. Aunque procedía de una familia que ha pintado en sus escritos autobiográficos como "pobre", el sanjuanino compartía la ideología de la "parte acomodada" de la sociedad cuyana -a la vez criolla y "preburguesa"- y no aceptaba en todas sus consecuencias la tesis de la igualdad. Al contrario, descubrimos en el Facundo una verdadera teoría de la "clase ilustrada" que parece ser una herencia de los esquemas del "despotismo ilustrado" renovados por el ejemplo práctico de la muy burguesa y censitaria monarquía de Julio en Francia, de ahí nace el elogio de Guizot y la crítica de Benjamin Constant muy de moda en los medios reaccionarios franceses ya en tiempos de la Restauración, después de 1815 (Noël Salomón, Ibidem).

Como el mismo Salomon lo destaca, Sarmiento decía que el pueblo es "un menor de edad a quien hay que mantener bajo tutela". Todo el Facundo se resuelve, en definitiva, en términos de un paternalismo violento y hace de él la más acabada expresión de aquella variante discursiva que mencionábamos en un comienzo. "Los pueblos –dice- en su infancia son unos niños que nada prevén, que nada conocen, y es preciso que los hombres de alta previsión y de alta comprensión les sirvan de padre" (Sarmiento, 1967: 130). La polémica, dentro del discurso opresor, acerca de si los pueblos son "niños" o son "enfermos", se repetirá a lo largo de todo el siglo. José Enrique Rodó tratará de aminorar la violencia de la obra de Alcides Arguedas, de la que hablaremos luego, disintiendo respecto de la acusación de “enfermedad" y declarando, sin apartarse de toda esta larga tradición paternalista, que es más correcto hablar de "pueblo niño". No cabe dudar de la influencia del Facundo en todos estos escritores sudamericanos (Rodó, J. E., 1957: 130).

 La posición de Sarmiento es abiertamente antiigualitarista y su liberalismo se encuentra condicionado, con palabras de Salomon, "por preocupaciones oligárquicas". "Creía en 1845 -nos dice el escritor francés- en los valores que informaron la ideología 'ilustrada' de la 'preburguesía' del interior, la cual, precisamente, entre 1820 y 1850, intentó alcanzar la 'felicidad del pueblo' por los 'que poseen y saben' y a pesar de hablarnos de una 'igualdad natural', Sarmiento no concibe la posibilidad de una igualdad social”. "Pese a las afirmaciones de .socialismo' -de los intelectuales de la generación de 1837-, igual que no pocos liberales españoles de los años 1811-1845, alimentaron un innegable concepto elitista del 'pueblo', visto como populacho, tan persuadidos estaban ellos que les tocaba el privilegio de 'pensar' en nombre de todos" (Salomón, N., Ibidem).

 La actitud de Sarmiento anticipa en el Río de la Plata las teorías que con las lecturas de Renan concluirán equiparando el concepto de "democracia" con el de "mediocracia" y entendiendo que aquélla era una reedición de una "pan-beocia", temas éstos que, apoyados en esta tradición latinoamericana, reaparecerán con sus connotaciones particulares, con los arielistas.

 Para Sarmiento la humanidad se divide en los hombres que aspiran a "vivir bajo un gobierno racional y preparar sus destinos futuros", de los cuales eran un ejemplo los intelectuales argentinos exiliados en Montevideo y Santiago; y aquellos a los que denomina "los hombres materiales" y a los que define como "los que pacen su pan bajo la férula de cualquier tirano" (Sarmiento, 1967: 231), afirmaciones éstas que si bien incluían con justicia a los obsecuentes de todo poder político, también se referían al hombre común, al despreciado "populacho" que sólo se preocupa por el pan, por lo mismo que carece de él. El pensamiento sarmientino se organiza sobre una desvalorización de la relación de tenencia y en una afirmación de un pretendido desprendimiento por lo material, que según él caracterizaba justamente a los representantes de una burguesía cuyos ideales terminaron, congruentemente, en el más desembozado mercantilismo.

 La evolución intelectual de Sarmiento no fue como la de Alberdi. Su posición dentro de la ideología liberal, que en sus comienzos había sido más bien moderada y había participado de ciertas ideas proteccionistas como consecuencia de los intereses de las ciudades agrícola-manufactureras del interior de las que provenía, fue radicalizándose a medida que se fue incorporando al grupo liberal porteño que triunfó de la tiranía popular de Juan Manuel de Rosas. Su presidencia de la República coincidió con la República de Thiers, el sangriento represor de la Comuna de París, y no escatimó elogios a este gobierno esencialmente antiobrero en Francia, país cuya imagen, por otro lado, fue perdiendo a sus ojos valor de paradigma, para acentuarse cada vez más su norteamericanismo. Años antes, en ocasión de la secesión de la provincia de Buenos Aires, había afirmado que la Constitución de la Confederación Argentina, dictada en Paraná en 1852, era defectuosa en todo aquello que no era copia textual de la Constitución norteamericana, abandonando por completo aquel realismo social que se respira en las páginas del Facundo (Roig, 1972b). Todo este desarrollo intelectual explica el racismo en que concluyó Sarmiento, en su último libro escrito en 1883, Conflicto y armonía de las razas en América, que llegó a constituirse en una especie de Biblia del pensamiento positivista posterior.

De esta manera, Sarmiento, que como pocos argentinos de su época alcanzó una clara comprensión de la misión social del escritor, que inauguró en su tierra, junto con Alberdi, la profesión del intelectual comprometido y que expresó uno de los momentos más vigorosos de conciencia histórica del siglo XIX, no pudo trascender los límites de una autoafirmación transida de contradicciones y de violencia (Cfr. Roig, 1970).

 A pesar de los aspectos negativos señalados en Sarmiento, no pretendemos proponer, como lo hicieron ciertos nacionalistas a partir de 1930, el regreso a un "criollismo", en el sentido rioplatense del término. Es necesario reconocer que el proyecto liberal abrió el Río de la Plata hacia un proceso de tecnificación y, a la larga, de una elevación media social, que hizo de las antiguas campañas y de las primitivas ciudades, sumergidas en un evidente atraso caracterizado por formas de vida sumamente primitivas, un país semimoderno. Mas, tampoco aceptamos una justificación post factum del proceso de violencia y opresión y, consecuentemente, del elevado costo del mismo. Así como no existe una "astucia de la razón", como creía Hegel, tampoco existe una "astucia de la historia", como afirmaron los que justificadamente dejaron de creer en el Espíritu, pero que acabaron, en más de un caso, remplazándolo por otro ente metahistórico. La tesis de que la formación de una burguesía habría de generar el Estado industrial, entendido como la etapa final de la humanidad al estilo de un Saint Simon, de un Comte o de un Spencer, o que provocaría la formación de un proletariado en alguna manera semejante al proletariado industrial inglés, francés o alemán, proletariado de cuyo poder de irrupción se esperaba el paso hacia una sociedad más justa, no es ajena a una cierta comprensión del concepto al estilo hegeliano, para el cual sólo cabe lo "nuevo", en el sentido que hemos comentado páginas atrás. Otros podrían haber sido los caminos de la historia, como lo fueron, caminos que se reducen sin más a los de los hombres en cuyas manos está el aprovecharse o no de situaciones coyunturales, que no son fruto de aquella "astucia", sino casi siempre de la estupidez e inhumanidad generada por una voluntad de poder ilegítima. El programa de Saint Simon para quien "todos los pueblos de la tierra, bajo la protección de Francia e Inglaterra unidas, se elevarán sucesivamente y tan pronto como lo permita su estado de civilización, al régimen industrial", era, además de un programa contradictorio en sí mismo por cuanto debía llevarse a cabo sobre la base de la dominación y explotación de esos pueblos, un programa también coyuntural. No puede haber por tanto ninguna justificación post factum del mismo (Saint Simon, 1966: 163).

 Con los positivistas, la ciencia social romántica dará sus primeros pasos hacia su constitución como sociología, hecho que se produjo junto con la organización, en diversos países latinoamericanos, de ciertos campos del saber científico, en particular el de la naturaleza. El caso de la paleontología es en el Río de la Plata, uno de los ejemplos más significativos de este proceso cultural. Nace de este modo una nueva ciencia de la sociedad fuertemente influida por un pensamiento biológico que impondrá un nuevo concepto de evolución ajeno por completo al que los románticos habían concebido bajo la influencia de las filosofías de la historia del espiritualismo francés de la segunda mitad del siglo XIX. Se impondrá, como consecuencia, un determinismo más acentuado que el romántico, que atenuará la idea del poder creador del hombre y pondrá una fuerte valla al espíritu constructivista. El antiintelectualismo, que es nota común de la época, junto con el biologismo, niega a la idea poder en cuanto agente histórico y tiende a desconocer, en algunos casos de modo radical, historicidad a todas las manifestaciones que se consideran como primitivas dentro de la estructura social. La doctrina de la forma es reelaborada dentro de los términos de un organicismo naturalista y la forma paradigmática, es, simplemente, la del ser vivo que acaba reemplazando a la antigüedad grecolatina. El antiteleologismo, que se considera uno de los criterios fundantes de la objetividad del saber científico, servirá, a unos, para justificar el rechazo de ciertos cambios sociales y a otros, les llevará a una ineludible contradicción, visible, de modo muy claro, por ejemplo, en un José Ingenieros (Cfr. Roig, 1977b). Obvio resulta decir que la autoafirmación de una conciencia americana queda relegada, en más de un caso, a un sinsentido. En las posiciones extremas, la doctrina se expresa dentro de los términos de una patología social, bajo la generalizada influencia de la psicología de los pueblos, antecedente de la actual psicología social.

 Dentro de la profusa literatura positivista y sin pretender desconocer que en ella hubo diversas líneas de desarrollo, trataremos de mostrar cómo se presenta el problema de la forma en uno de los autores, tal vez más representativos de su época, el boliviano Alcides Arguedas y su divulgado libro Pueblo enfermo.

Esta obra, cuya primera edición es de 1909, ampliada en reediciones posteriores, en 1910 y 1937, lleva el sugerente subtítulo de "Contribución a la psicología de los pueblos hispanoamericanos" (Arguedas, A., 1960: 393-617). Se trata, fundamentalmente, de un pretendido estudio de psicopatología social, que culmina con una terapéutica, ampliada esta última parte en la tercera edición sobre la base de la dolorosa experiencia de la Guerra del Chaco. Entre la consideración de lo patológico y su curación, se juega, pues, el problema de la forma, entendida en su doble faz de "conformación mental", la forma dada de hecho y la ideal propuesta por el escritor. En líneas generales, a pesar de algunos momentos literarios, la obra resulta muy poco personal, condicionada fuertemente por el género ensayístico de moda y más fuertemente aún, por la extracción social del autor. En este segundo aspecto resulta ser abiertamente ideológica.

 Como consecuencia de lo dicho, Arguedas se nos muestra lleno de contradicciones. Mientras adopta, por una parte, una actitud comprensiva respecto de la situación de opresión del indígena y denuncia crudamente a los grupos opresores, por la otra, desarrolla un racismo que implica el más profundo desprecio por su propio pueblo, al que declara "enfermo" y en vías de degeneración. A su vez, las dolencias del hombre boliviano son explicadas como fenómenos naturales, no propiamente históricos, por lo mismo que "los fenómenos sociales hay que explicarlos biológicamente" (Arguedas, A., 1960: 535), mas, los remedios que se proponen en la parte terapéutica son políticos. Este doble criterio se relaciona con los sujetos que entran en juego en el drama boliviano que nos describe Arguedas: el que es explicado en su conformación mental como "enfermo" está integrado por los grupos sociales inferiores, el indígena y el mestizo, mientras que el "médico", que se supone exento de enfermedades sociales, pertenece a la aristocracia blanca, de origen hispánico, dentro de la cual se siente ubicado el propio escritor.

En verdad, a pesar de todo el andamiaje "científico" sobre cuya base explica el origen de las "enfermedades nacionales" y que son causa de degeneración, se trata de un ensayo en el que lo pretendidamente "psicológico" o "sociológico" encubre un proyecto ideológico que marca los límites de la objetividad del discurso. Arguedas aparece retomando la línea de pensamiento del último Bolívar, como si en el transcurso de un siglo no hubieran variado las condiciones sociales y políticas del Continente.

Desengañado de su obra [dice]. entristecido por haber precipitado la liberación de pueblos casi primitivos, tarde ya, cuando todo remedio era poco menos que imposible y las turbas, ebrias de efímera gloria, se conceptuaban insensatamente superiores, capaces, conscientes, vio el héroe máximo que había "arado en el mar" y cometido un grave error al excitar el entusiasmo bélico de las masas ignaras y poco dispuestas a gobernarse bien o regularmente siquiera. Y arrepentido, decepcionado, escribe algunos días antes de morir, estas palabras tremendas que, como las de Cristo, se han cumplido al pie de la letra…

Para este bolivarismo reaccionario, que podemos ver en otros positivistas de la época, por ejemplo, en un Laureano Vallenilla Lanz, los pueblos constituidos por el potente esfuerzo del brazo y del genio de Bolívar "han caído en manos de multitudes bárbaras" (Arguedas, A., 1960: 537). Sobre este presupuesto reconstruye la historia política boliviana, haciendo una caracterización "psicológica" de los gobernantes que cayeron en el grave error de profundizar la presencia de la barbarie, en contra de la "gente decente", caracterización movida principalmente por sus arraigados prejuicios raciales, unidos a su aristocratismo: "Belzú, el caudillo de las plebes", "Linares, el dictador incomprensivo", " Achá, el oportunista cínico", "Melgarejo, el bárbaro sentimental", “Morales' el bárbaro bruto", "Ballivián, el lisiado revisor", "Daza, el perfecto modelo de cholo", etc. Los epítetos ponen en evidencia su desprecio de hombre culto, "civilizado" y europeizante -el libro fue escrito en Francia y pensando en el lector francés- por todo lo que aún sigue siendo, sin más, la barbarie, es decir, lo americano.

 El viejo ideal del despotismo ilustrado, en su expresión más violenta, despojado de todo paternalismo, es nuevamente propuesto por Arguedas como solución de las "enfermedades" de su pueblo y para ello recurre al modelo que le ofrecía la Europa de la época, la Alemania nazi y la Italia fascista. Cita como autoridad indiscutible textos de Mi lucha del dictador alemán, que lo confirman en su racismo a ultranza y sobre cuya base concluye caracterizando a su propio pueblo, como integrado por "elementos inferiores desde el punto de vista racial, desprovistos por tanto, de educación esmerada en el hogar, perezosos e indolentes, cualquiera sea el campo en que actúen…" De donde infiere que "se hallan incapacitados para elevarse a las esferas de la alta especulación, o siquiera de la alta cultura y seguir una directiva mental, llenar una disciplina cualquiera alzándose un poco sobre la ordinariez de las preocupaciones puramente materiales, persiguiendo un empeño que signifique mejoración, superación y perfeccionamiento" (Arguedas, A., 1960: 613).

 Se trata de un hombre, el de la "plebe" o el aplebeyado que padece de una conformación mental negativa de origen fundamentalmente racial, que le impide pensar un modelo, una "directiva mental". La incorporación de ese hombre que se mueve en el nivel de las formas de hecho, dentro de formas superiores, sólo puede ser lograda mediante la violencia. No se trata de aquel realismo social de acuerdo con el cual esas mismas plebes podían ser rescatadas de alguna manera, aun cuando se las considerara como el "hijo" o la "hermana menor". Ese hombre tiene un solo móvil: "la ordinariez de las preocupaciones materiales", en él prima la relación de tenencia con las cosas, en lugar de abrirse a las "esferas de la alta especulación", con la que, al no tener para Arguedas justificación alguna las "apetencias materiales", ni siquiera las del campesinado oprimido y hambriento, el orden del ser y del tener quedan radicalmente escindidos.

Mas, por otro lado, el mismo Arguedas se traiciona a sí mismo, haciéndonos saber que todos sus prejuicios contra la plebe, derivan del temor de la burguesía boliviana de perder su propia relación de tenencia. Todo su pensamiento gira alrededor de una defensa cerrada de la propiedad privada, dentro de los ideales del capitalismo liberal. En una significativa carta dirigida al magnate del estaño, Simón Patiño, de quien espera la salvación de Bolivia, le dice que "Si no se cambia la economía privada, o sea, si usted prefiere, si no se forman fortunas privadas que son la base, el sostén del orden público, de la estabilidad social, del bienestar general", no se podrá impedir el avance del "igualitarismo". Por ello, hay que evitar

que cunda el deseo de las nivelaciones violentas, ese deseo que hace hoy temblar al mundo desde la pobre Rusia... en nuestra patria, donde la generalidad de las gentes no conoce las disciplinas del trabajo y la enorme masa se compone de indios ciegos y de cholos perezosos, es muy fácil que las ideas igualitarias cundan, porque el desnivel de las riquezas es grande... el deber de los hombres que pueden no sólo por obra de su verdadero patriotismo, sino hasta por defensa de sus propios intereses, es tratar de desviar la inclinación de las gentes de los afanes estériles de esa mal comprendida y peor practicada política.

Ante el peligro del "igualitarismo", movilizado por nuevos jacobinos, la única salvación se encuentra en las fuerzas armadas, es decir, en un poder represor, siempre y cuando el ejército no se meta en política y deje ésta a los banqueros ya los propietarios del suelo y del subsuelo bolivianos, integrados por la "gente decente" criolla y los "benefactores" extranjeros. Por lo demás, aquella institución, el ejército boliviano, redoblaría su utilidad si se inspirara "en el admirable ejemplo de la Alemania hitleriana" (Arguedas, A., 1960: 1105 y 1120).

El análisis de las diversas "conformaciones mentales" que integran la sociedad boliviana, le revela a Arguedas la existencia de grupos sociales incapaces de una autoafirmación de sí mismos que pueda ser considerada como legítima. Por un lado, una plebe, fundamentalmente indígena, muda y enconada, por el otro, el mestizo y el blanco aplebeyado, de quienes surge el demagogo, constituyen la razón del atraso de Bolivia. Ellos integran esa masa que cubre el continente sudamericano al que, con palabras del ensayista inglés Ruskin, caracteriza como "una inmensidad llena de imbéciles". Frente a los mismos se encuentra ese "núcleo diminuto de gente blanca que dominando por rasgos morales a ambas castas -es decir, indios y cholos- se muestra hoy capaz, activo, sobresaliente" (Alcides Arguedas, 1960: 458-459 y 439), único grupo que, a pesar del "acholamiento" general, no se encuentra aún sumergido en la naturaleza, que es propiamente sujeto histórico y cuya relación de dominación resulta legítima.

 

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