TEORÍA Y CRÍTICA DEL PENSAMIENTO LATINOAMERICANO

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Arturo Andrés Roig

© Arturo Andrés Roig. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano Edición a cargo de Marisa Muñoz, con la colaboración de Pablo E. Boggia, Enero 2004. La presente edición digital, actualizada por el autor, se basa en la primera edición del libro (México: Fondo de Cultura Económica, 1981) y fue autorizada por el autor para Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes

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I
ACERCA DE LA SIGNIFICACIÓN DEL "NOSOTROS"

Dijimos que de los textos en que Hegel se plantea el problema del comienzo de la filosofía y de su historia, surge como norma que lo hace posible aquélla que podemos enunciar diciendo que “es necesario ponernos para nosotros mismos como valiosos". Ya señalamos la razón por la cual esta fórmula, enunciada por Hegel en singular, supone en su pensamiento un sujeto plural, un "nosotros", por lo mismo que, según él nos lo dice, "la filosofía exige un pueblo". Más adelante deberemos desentrañar lo que connota dentro del pensamiento hegeliano esta última afirmación y desde qué puntos de vista ha de ser rescatada.

Ahora bien, ¿qué significamos o queremos significar cuando decimos "nosotros"? Este término es, por naturaleza, como todos los nombres y los pronombres, un deíctico, vale decir, que sólo alcanza su plenitud de sentido para los hablantes cuando se señala al sujeto que lo enuncia. En este caso se trata, pues, de preguntarnos a quién nos referimos cuando decimos precisamente "nosotros". Cabe una primera respuesta inmediata: cuando hablamos de "nosotros" a propósito de una filosofía latinoamericana, queremos decir simplemente "nosotros los latinoamericanos". Mas esta respuesta no supera el horizonte meramente señalativo con el cual los deícticos son referidos a los sujetos concretos en el habla cotidiana y, si bien la cualificación de "latinoamericanos" nos sugiere algo, resulta imprescindible preguntarnos, a su vez, qué es eso de "latinoamericanos" y, por tanto, de "América Latina".

La particular naturaleza del "nosotros" nos obliga a una identificación, en este caso en relación con una realidad histórico-cultural que nos excede, a la que consideramos con una cierta identidad consigo misma, ya que de otro modo no podría funcionar como principio de identificación. La posibilidad de reconocernos como "latinoamericanos" depende, por tanto, de que realmente exista esa identidad que se encuentra como supuesto en la respuesta simplemente señalativa que habíamos dado.

El problema es complejo. En efecto, esta atribución de identidad, lo es también, espontáneamente, de "objetividad", y cabe que nos preguntemos si esta segunda atribución no depende de un a priori organizado como parte de nuestro propio discurso. Deberemos decir que "América Latina" puede ser mostrada a posteriori como una, a partir de ciertos caracteres que según un determinado consenso constituyen su "realidad", pero que también la postulamos como una a priori. Esto se debe a que se trata, como ya hemos dicho, de un ente histórico-cultural en el que tanto peso tiene el "ser" como el "deber ser". Dicho de otra manera, el ser de América Latina no es algo ajeno al hombre latinoamericano, sino que se presenta como su proyecto, es decir, como un deber ser.

Los entes culturales son los que nos descubren por eso mismo el verdadero alcance de lo que se ha denominado "objetividad" o "mundo objetivo", que no es sinónimo de "realidad" en el sentido de una exterioridad ajena al sujeto, sino que es la mediación inevitable que constituye el referente de todo discurso y lo integra como una de sus partes. El valor y peso del contenido referencial deriva tanto del sujeto que organiza su "mundo objetivo" y que de hecho forma parte de él, como de todo lo extraño a la sujetividad. A pesar de lo dicho, la objetividad se nos presenta siempre como una "conciencia del mundo" y la "realidad" como el a priori último desde el cual todo otro a priori se convierte en una aposterioridad.

Decíamos que la unidad de América Latina, desde el punto de vista de un deber ser, aparecía como a priori. No se trata, sin embargo, aquí de un a priori de esencias dadas en un "mundo de la conciencia", en cuanto que el a priori de que hablamos es histórico, puesto que deriva de una experiencia elaborada y recibida socialmente que se integra para nosotros como supuesto de nuestro discurso y que se encuentra justificada de modo permanente desde nuestra propia inserción en un contexto social.

Ahora bien, América Latina se nos presenta como una, en el doble sentido de sus categorías de "ser" y "deber ser", como lo acabamos de explicar, pero también es diversa, tal como lo muestra la propia experiencia. Esa diversidad no surge solamente en relación con lo no-latinoamericano, sino que posee además una diversidad que le es intrínseca. La sola afirmación de un "nosotros", que implica postular una unidad, es hecha ineludiblemente, por eso mismo, desde una diversidad a la vez intrínseca y extrínseca. Todo se aclara si la pregunta por el "nosotros" no se la da por respondida con el agregado de "nosotros los latinoamericanos", sino cuando se averigua qué latinoamericano es el que habla en nombre de "nosotros". El punto de partida es además, siempre, el de la diversidad, comienzo de todos los planteos de unidad del cual no siempre se tiene clara conciencia y que, en el discurso ideológico típico, es por lo general encubierto. Lo fundamental es por eso mismo tener en claro que la diversidad es el lugar inevitable desde el cual preguntamos y respondemos por el "nosotros" y, en la medida que tengamos de este hecho una clara conciencia, podremos alcanzar un mayor o menor grado de universalidad de la unidad, tanto entendida en lo que para nosotros "es", como también en lo que para nosotros "debe ser".De este modo, cada uno de nosotros, cuando se declara "latinoamericano" lo hace desde una parcialidad, sea ella su nacionalidad, el grupo social al que pertenece, las tradiciones dentro de las cuales se encuentra, etc. Tal es el anclaje del que como, hemos dicho, no siempre tenemos conciencia, por lo que creemos -con un tipo de creencia propia de una conciencia culposa- que nuestro punto de partida es necesariamente el de todos.

Mas, a pesar de esa inevitable parcialidad, la diversidad es pensada siempre en función de una unidad, entendida a la vez como actual o como posible, aspectos estos últimos que muestran grados diversos, según el peso que concedamos al "ser" o al "deber ser", en relación, entre otros aspectos, con nuestro conformismo o disconformismo social. Y pensamos lo diverso poniendo frente a él lo uno, por lo mismo que la unidad es la condición para la comprensión de lo diverso en cuanto tal, y por eso mismo para la afirmación del "nosotros". Tarea dialéctica, la de poner lo uno frente a una multiplicidad dada, que no tiene por qué ser respondida, como pretendió la metafísica tradicional, recurriendo a un mundo de esencias.

El punto de partida erróneo de esta metafísica fue el de proyectar las relaciones de unidad y multiplicidad -en un caso desde los entes de razón, y en otro, desde los entes naturales- a los entes culturales, con lo que el sentido de proyecto o de deber ser de estos últimos, al no ser evaluado en su especificidad, impidió su consideración histórica. Ciertamente que el deber ser, en cuanto posibilidad dada a la mano, no es absoluto, posición esta última que puede llevar a un extremo utópico negativo, sino que de alguna manera están dadas sus condiciones ya en el ser; en la multiplicidad se encuentra la unidad y a la vez no lo está, hecho que funda la comprensión de los entes culturales, no como una contemplación y permite rescatar la presencia del sujeto, del "nosotros", como elemento ontológicamente primero y, por eso mismo, actual o potencialmente activo y transformador. Esas condiciones de posibilidad del deber ser no son necesarias, ni menos podemos muchas veces contar con ellas como correctamente conocidas en cuanto posibilidades de real peso histórico. Los aciertos, como así los fracasos de nuestros proyectos, muestran la radical historicidad de las formas de unidad o de sustancialidad que ponemos a partir del a priori, que tiene siempre un anclaje en lo diverso y supone por eso mismo las naturales limitaciones de todo horizonte de comprensión.

El individualismo, fuertemente sostenido por muchos escritores liberales de fines del siglo pasado y aun por algunos de las primeras décadas del actual, llevó a un regreso a la monadología leibniciana, creyendo encontrar en ella su fundamento metafísico. La idea de una mónada cerrada en sí misma, comunicada con las demás en función de una armonía preestablecida, venía a coincidir con las tesis básicas de la economía política.

Ahora bien, a pesar de que la monadología partía de una afirmación de la sujetividad, e incluso daba un importante lugar a la voluntad en relación con aquélla, dentro de la misma no cabía pensar en la existencia del "horizonte de comprensión", en cuanto que éstos únicamente son captables a partir del momento en el que se descubre al individuo como una mónada abierta, sumergida en un proceso en el cual muchas veces sus líneas se nos desdibujan y en el que toda autoafirmación no lo es de un "yo" metafísico y absoluto, sino de un "nosotros" relativo. Su diversidad no le viene por tanto de aquella individualidad, sino de la inserción de la misma en una pluralidad, que es social e histórica, y en relación con la cual es únicamente posible el individuo mismo. Hay un "yo" y al mismo tiempo un "nosotros", dados en un devenir que es el de la sociedad como ente histórico-cultural, captado desde un determinado horizonte de comprensión, desde el cual se juega toda identificación y por tanto toda autoafirmación del sujeto.

Este horizonte es a la vez nuestra fuerza y nuestra debilidad. No constituimos mónadas "sin ventanas", que engranamos en una armonía universal preestablecida, suprema filosofía del pesimismo conformista encubierta de optimismo, sino mónadas con una apertura desde la cual nos encontramos actuando como sujetos abiertos a un proceso en que lo histórico va destruyendo las ontologías del ser y nos va mostrando insertos en el mundo variado y muchas veces imprevisible de los entes. Nos encontramos "haciendo el ser", que es básicamente para nosotros, ser social, mediante un hacer parcializado que pretende fundarse en lo universal y que aspira a ello como única justificación posible. De este modo, nos insertamos en el proceso como mónadas de nuevo sentido, más allá de los mitos del individualismo liberal que, en el caso señalado, llevó con su apoyo metafísico a ocultar la raíz de todo horizonte de comprensión. En la "ventana" desde la cual nos abrimos para mirar el mundo, no estamos solos. No es un "yo" el que mira, sino un "nosotros", y no es un “todos los hombres", los que miran con nosotros, sino "algunos",los de nuestra diversidad y parcialidad. La cerrazón de la mónada no es ontológica, sino ideológica y su apertura consiste en la toma de conciencia, por obra de nuestra inserción en el proceso social e histórico, de la parcialidad de todo mirar.

Y ese horizonte es a la vez comprensión del mundo y de sí mismo, pero también es ocultamiento. Doble función a la vez cognoscitiva y axiológica, previa a toda expresión discursiva teorética, en la que todo conocimiento se organiza sobre un código de inclusiones y rechazos, determinado por aquel conatus del cual nos hablaba Spinoza y que de alguna manera resuena en Leibniz, según el cual "toda cosa en tanto que tal se esfuerza en perseverar en su ser".(Spinoza, 1953:VII, 6). Afirmación de sí mismo que constituye el a priori enunciado por Hegel, expresado por el filósofo judío como principio de todo ente y que en el hombre, en cuanto autoconciencia, es la razón del principio histórico del filosofar. Así, pues, el "ponernos a nosotros mismos como valiosos" se cumple desde un determinado horizonte de comprensión, condicionado por cierto social y epocalmente. El "nosotros" tiene de este modo su historia y su sentido. En cuanto signo lingüístico de naturaleza deíctica sólo puede ser puesto de manifiesto a partir del señalamiento del sujeto histórico que lo enuncia.

Cabe que nos preguntemos, por último, acerca de la naturaleza de la "comprensión" que se encuentra presente en lo que hemos denominado "horizontes de comprensión".

Hegel se ha planteado estas dos interrogaciones al tratar lo que él denomina "metafísica habitual", en un análisis de la "conciencia ordinaria", con el que ha anticipado aspectos fundamentales relativos a la naturaleza social del saber.

Aquella "metafísica" está constituida por el mundo de relaciones que son familiares a la conciencia y que forman "la red" que entrelaza todas sus intuiciones y representaciones, las que únicamente pueden ser comprendidas dentro de su malla. Se trata, en términos de nuestra época, de un sistema de códigos fuera del cual le es imposible a la mente recibir un contenido, en cuanto que de otra manera no tendría sentido para ella. Como el mismo Hegel lo aclara, este modo de "comprensión" tiene límites determinados, y ellos son los que ponen los marcos dentro de los cuales se constituye el saber de una época y de una cultura.

Ahora bien, en la medida en que la "metafísica habitual" propia de la "conciencia ordinaria" se mueve a nivel de representaciones, se le aparece a Hegel como un modo todavía primario de autoconocimiento, aun cuando su estudio posea un indiscutible valor para el análisis de las formaciones culturales de una sociedad, las que funcionan sobre ese tipo de "comprensión". Es necesario por tanto superar las "metafísicas habituales", exigencia que se justifica a partir del momento en que se pone de manifiesto, como el mismo Hegel lo señala, que ese "comprender", por Io mismo que es representativo, supone formas de "encubrimiento". La tarea del filósofo frente a estos modos espontáneos y primarios de "comprensión", consistirá en "traducir" las representaciones en conceptos, pasando de este modo de un conocimiento que no supera los niveles del "entendimiento" (Verstand), a otro organizado como "razón" (Vernunft). Paso dudoso, como veremos más adelante, como consecuencia de la naturaleza que el mismo Hegel atribuye al concepto, pero que anticipa la teoría crítica de las ideologías, que tiene sus raíces en parte en la rica problemática hegeliana relativa a los modos de comprensión de la "conciencia ordinaria" (Hegel, 1961: 260-261).

 

II
LA HISTORIA DEL "NOSOTROS" Y DE LO “NUESTRO"

Hemos dicho que el "nosotros" es "nosotros los latinoamericanos" y hemos tratado de señalar al mismo tiempo la insuficiencia de tal autodefinición, como también la complejidad que encierra su enunciado.

Ese "nosotros" hace referencia a un sujeto que si bien posee una continuidad histórica, no siempre se ha identificado de igual manera. En algún momento el hombre latinoamericano se denominó a si mismo como tal, y si bien esa denominación supone e implica las anteriores, el hecho es que no siempre se respondió al problema de la diversidad teniendo en cuenta una misma comprensión de la unidad. Dicho de otro modo, el sujeto americano no siempre ha intentado identificarse mediante una misma unidad referencial.

Y no podía ser de otra manera, pues lo que ahora señalamos como "América Latina" es, como hemos dicho, un ente histórico-cultural que se encuentra sometido por eso mismo a un proceso cambiante de diversificación-unificación en relación con una cierta realidad sustante. No siempre se ha partido, por tanto, de una misma diversidad, ni se ha asumido esa diversidad desde una misma idea de unidad, y pueden señalarse como consecuencia horizontes de comprensión diversos. Es posible hablar, de esta manera, de una historia de los modos de "unidad", desde los cuales se ha tratado o se trata de alcanzar la comprensión de la diversidad.

Esta situación no es exclusiva de América Latina y puede ser considerada también respecto de Europa, más aún, debe serlo necesariamente.

Puede uno preguntarse y nos hemos preguntado si realmente existe Europa, y si existe, cuáles son sus límites históricos, geográficos o culturales. Sabemos que en más de una ocasión se ha afirmado la existencia de una "Europa marginal" o de una "no-Europa" dentro de la cual se ha colocado, por ejemplo, a España. Bolívar, en su "Discurso de Angostura" decía que "la España misma deja de ser Europa por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter", y, años más tarde, Sarmiento, en su Facundo caracterizaba a España como "esa rezagada de la Europa", que echada entre el Mediterráneo y el Océano, entre la Edad Media y el siglo XIX, unida a la Europa culta por un ancho istmo y separada del África bárbara por un angosto estrecho, está balanceándose entre dos fuerzas opuestas” (Bolívar, S., 1975: 103; Sarmiento, D. F., 1967: 9). Para Hegel, según lo declara en sus Lecciones de filosofía de la historia universal, Europa se reduce a tres naciones: "Francia-Alemania-Inglaterra", que son las que detentaban según él un cierto espíritu, el del Occidente, que no era término relativo, sino absoluto. En lo que se refiere a la respuesta acerca de qué es Europa, lo que hizo Hegel no fue ciertamente resolver el problema, sino plantearlo, en cuanto que lo que nos ha dado a conocer no supera los límites de un determinado horizonte de comprensión, o dicho en términos hegelianos, una "metafísica habitual", con el agravante de un nuevo encubrimiento derivado esta vez no de la "representación" sino del "concepto".

En relación con esa Europa cambiante, cuya diversidad no siempre fue entendida desde una misma unidad, se ha jugado, y se juega aún, el problema de la unidad de América en general y de la América Latina en particular. El mismo ha estado, en efecto, en relación con un proceso de "historización", que puede ser definido como la sucesiva incorporación de América al "proceso civilizatorio" europeo, que supone y ha supuesto los sucesivos horizontes de comprensión desde los cuales se ha entendido la europeidad misma por parte de Europa, y que por tanto implica, dentro de ciertas líneas constantes, una variación en la interpretación de la unidad de América Latina.

No es un hecho casual que las naciones europeas que han pretendido serlo por antonomasia hayan sido las que dieron nacimiento, en sucesivas etapas y a partir de la circunnavegación del continente africano y el descubrimiento de América, al vasto proceso de organización del mundo colonial. Nuestra América integró ese mundo y los primeros que la concibieron como unidad no fueron las poblaciones colonizadas, sino los colonizadores. Tiene razón en esto O´Gorman cuando afirma que la idea de América fue "inventada" por Europa, pero lo fue en un proceso histórico de dominación, sobre la base de horizontes de comprensión que no podían ser "americanos" y que respondían a objetivos muy precisos de los sucesivos imperios mundiales, sostenidos y organizados por las viejas aristocracias y las burguesías, que se consideraron a sí mismas como lo europeo por excelencia.

La historia de los modos de unidad es a la vez la del nacimiento de la conciencia para sí de un determinado grupo social, pasada una primera larga etapa en la que el hombre de las tierras americanas, indígena o hijo de colonizadores, no se había abierto aún a la historia como sujeto posible de la misma.

En los siglos XVI Y XVII se hablaba de las Américas que integraban el Imperio español y el portugués, denominándolas "Indias Occidentales", "Nuevo Mundo", "Nuevo Orbe", etc. En el siglo XVIII se generalizó el ya por entonces antiguo término "América", y en relación con él aparecieron los de "América Española" y "América Portuguesa". Más tarde, en el siglo XIX, pasada su primera mitad, se hablará de "América Latina". A comienzo del siglo XX, y sin que dejaran de usarse a veces y en particular los nombres que se imponen desde la segunda mitad del siglo XVIII, se hablará de "Hispanoamérica", "Iberoamérica", "Indoamérica", "Euroamérica", "Eurindia", etc.

Como ya lo hemos afirmado, todas estas denominaciones de la "unidad" y otras que podrían citarse, no parten de un mismo horizonte de comprensión, ni definen la "realidad objetiva" que mientan, de la misma manera, como tampoco suponen necesariamente siempre un mismo sujeto que las enuncia. Por de pronto, los términos "Indias Occidentales" y "Nuevo Mundo" implican una definición de un ente cultural por oposición a otro. Se trata de una definición por negación: simplemente las "Indias Occidentales" no son las "Indias Orientales", y el "Nuevo Mundo" no es el "Viejo Mundo". La negatividad de la definición adquiere toda su fuerza en particular respecto de lo segundo, en cuanto que el mundo "nuevo" por oposición al "viejo" tuvo permanentemente como trasfondo axiológico los contrarios "ser-no-ser", "lleno-vacío", "contenido-continente", "historia-naturaleza", etc.

Por su parte, los términos "América Española", "América Portuguesa", etc., si bien siguen suponiendo una definición por oposición, no se trata de una oposición que implique radicalmente negación. De alguna manera es ya una definición positiva. Así, la "América Española" es definible por ciertos caracteres intrínsecos, constituidos en particular por lo que se puede llamar su "legado" o "tradición", que aun cuando en gran parte de origen europeo, ha sido asimilado como americano. De esta manera, a medida que América se fue historizando en el sentido de que se fue incorporando al "proceso civilizatorio" europeo y asimilándolo, los términos con los que se la señaló fueron suponiendo el paso de una definición por simple oposición hacia una definición que suponía la existencia de ciertos caracteres intrínsecos. Lo "hispánico", en efecto, ha sido y es, para la América Española, algo propio.

El otro aspecto importante que se debe tener en cuenta es el relativo al sujeto que en cada ocasión señaló la unidad de nuestra América. No hay duda de que el sujeto que hablaba de “Nuevo Mundo" en el siglo XVI no es el mismo que más tarde habló de "América Española", por ejemplo, en la expresión "nosotros los españoles americanos"; ni será el que, cuando un cierto grupo social adquiera una determinada autoconciencia, hable simplemente de "americanos", eliminando lo de "españoles" en su autodenominación. En cada caso se está partiendo de diversidades no coincidentes y a la vez entendiendo tales formas de diversidad, desde proyectos de unidad distintos. El conquistador europeo, el hijo del conquistador y posteriormente el hijo del colonizador, nacidos en América, afirmaron cada uno una unidad desde una diversidad que les era propia y, por eso mismo, desde distintos horizontes de comprensión. De este modo, la historia de los nombres viene a ser la historia de la aparición de un sujeto que los enuncia dentro de un proceso de historización que comienza siendo simplemente de incorporación a la "civilización" europea y que termina siendo de alguna manera de enfrentamiento, aun cuando en adelante se mueva siempre dentro del ámbito de aquélla. En este proceso es necesario reconocer formas de endogenación dadas conjuntamente con el surgimiento de aquel sujeto, dentro de la conflictiva marcha de los grupos sociales en nuestra América.

Este último aspecto irá cobrando cuerpo desde fines del siglo XVIII y adquirirá su máxima fuerza a partir de las guerras de Independencia y sobre todo una vez concluidas, momento en el que el problema no será simplemente de rechazo de las formas de dominación externas entonces imperantes, sino de enfrentamientos y de reconocimientos internos según el agitado proceso de constitución social de los nuevos Estados. El grupo criollo será el que habrá de tener la iniciativa, como heredero de las relaciones de dominación sobre otros estamentos y grupos sociales. Será aquél el que habrá de invocar el nombre de "americano", o de "hispanoamericano" más tarde, asumiendo, como clase que ha adquirido un cierto grado de conciencia para sí, la representación de los demás estamentos, en particular el del campesinado durante el siglo XIX y, a partir de las primeras décadas del siglo XX, el de las primeras formaciones de un cierto proletariado industrial. Complejo proceso, difícilmente esquematizable en pocas líneas, en el que el primitivo "grupo criollo" irá a su vez evolucionando hasta integrarse como un "patriciado" dentro de las burguesías nacientes, herederas a su vez de las formas de poder económico y político, como asimismo de la tarea de autodefinición del hombre americano.

El año 1900 abre una nueva etapa como consecuencia de los nuevos caracteres que comienza a mostrar la política expansionista de los Estados Unidos, inmediato heredero del poder imperial europeo en Latinoamérica y también por el hecho, cada vez más creciente, de una cierta participación política de las masas, largamente oprimidas, que comienzan a tener voz propia. De ahora en más y en particular en algunos países hispanoamericanos, ya no será un solo grupo social el que invoque una determinada forma de unidad y ejerza el derecho de autoafirmación. Demandas sociales conflictivas terminarán por mostrar la naturaleza relativa, no absoluta, de todo horizonte de comprensión, como también acabarán por llevar al descubrimiento de que algunos de ellos poseen un poder irruptivo histórico y suponen por eso mismo una afirmación de unidad de diverso signo.

Una larga historia pareciera anunciar su fin. El derecho de bautismo de nuestra América, inicialmente exclusivo de lo conquistadores, pasó en un determinado momento a los conquistados, mas también heredaron éstos las relaciones de dominación respecto de los dominadores a los dominados, por lo que los sucesivos nombres no pasaron de ser la expresión de universales ideológicos. Desde este punto de vista, queda claro que la historia de los nombres de nuestra América no se reduce a un problema de autodenominación, como, asimismo, que la inquietud por replanteárselo no es ni puede ser ajena a la cuestión de quién es el sujeto en nuestra América, que puede autodenominarse, de cualquier modo que sea, sin caer otra vez en proyectos de unidad que concluyan siendo encubridores tanto de nuestras formas de dependencia externa, como de las relaciones de explotación social interna. Desde este punto de vista el nombre que nos pongamos o el que aceptemos como ya puesto, sólo adquirirá validez en relación con el proyecto de un sujeto histórico, que no será este o aquel individuo, que posea la capacidad de integrar una sociedad hasta ahora regida por la figura del señor y del siervo, del explotador y del explotado. De ahí que los nombres no valgan por sí mismos y que, en definitiva, el que nos sirva para señalar nuestra autoafirmación y para autorreconocernos, será el que sea, potencial o actualmente, legitimado por aquel sujeto.

La historia de los nombres de nuestra América es por lo dicho, la historia trágica de un proceso de humanización al cual debemos sumarnos. Mas, ello requiere un grado de conciencia histórica y consecuentemente una tarea de revaloración crítica del proceso de acumulación de memoria organizado a partir de los sucesivos proyectos de unidad. Dentro de esa perspectiva analizaremos qué quisieron decir con las expresiones "América Latina" y "nuestra América", algunos escritores representativos del siglo XIX, lo cual nos permitirá aclarar qué queremos significar y qué deberíamos entender si no nos queremos apartar de esa lucha por la humanización, cuando decimos, con el espíritu que hemos manifestado, "nosotros los latinoamericanos".

A mediados del siglo XIX y hasta 1870, dos son las potencias mundiales que se organizan como naciones típicamente colonialistas en Europa: Inglaterra y Francia. Este último país, se enfrenta con el mundo sajón y el mundo eslavo en su carrera imperialista, tanto en la Europa misma, como en el Asia y el África, dentro de un proceso expansionista que no descuidaba las posibilidades que podía ofrecer la antigua América Española. Surge de este modo una ideología "panlatinista", que tendría eco en muchos escritores hispanoamericanos, como consecuencia del expansionismo territorial de los Estados Unidos. En efecto, en 1845, después de diez años de guerras entre México, el estado separatista de Texas y los norteamericanos, se produjo la anexión de aquel estado a la nación del norte. En 1847, tropas de los Estados Unidos toman la capital de México y obligan a reconocer la ocupación militar de los estados de California y de Nuevo México, con lo que la nación azteca perdió la mitad de su territorio. Estos hechos, y la importancia que Francia iba adquiriendo como "potencia latina", hicieron que la ideología panlatinista comenzara a ser alimentada tanto por franceses como por hispanoamericanos, si bien lo fue desde un comienzo con un distinto signo. Dentro de ella surgirá la expresión "América Latina".

Hasta ahora el testimonio mas antiguo de la aparición de la nueva dominación es, tal como lo sostiene Miguel Rojas Mix, una conferencia dictada en París por Francisco Bilbao el 24 de junio de 1856 (Rojas Mix, M., 1997: 343-356). Muy pocos meses después, el 2 de setiembre del mismo año, utilizó el término José María Torres Caicedo en un poema titulado “Las dos Américas” (Ardao, A., 1960: 175-185). El uso francés más antiguo es hasta ahora el aparecido en un artículo de un periodista francés L. M. Tisserand, quien usó la expresión “Amerique Latine” en la Revue des Races Latines, correspondiente al mes de enero de 1861. De acuerdo con lo dicho es desacertada la afirmación de John Phelan según la cual la palabra “Latinoamérica”, fue concebida “en Francia durante la década de 1860, como un programa de acción para incorporar el papel y las aspiraciones de Francia hacia la población hispánica del Nuevo Mundo” (Pelan, J., 1979: 119 y 138-139). Tal vez en los usos que le diera al término Torres Caicedo, en algunos de sus escritos, podría haber alguna presencia del panlatinismo imperialista francés, contenido que de ningún modo podría atribuírsele a Francisco Bilbao, hasta ahora el creador del término y en quien tiene un valor, como lo señala Rojas Mix de “paradigma anticolonial y anti-imperialista”, lo que es congruente con su valiente rechazo de la invasión francesa a México (Rojas Mix, M.,1997: 346).

Así, pues, el espíritu con el que fue utilizado el nuevo término en la revista francesa no era, sin duda, el mismo que movía a Bilbao. En el mismo año de 1861, en el que publicaba su comentario Tisserand, desembarcaron en México las tropas francesas que acabarían por imponer, dos años mas tarde, el Imperio de Maximiliano. El libro La América en peligro (1862), hablaba de “América Latina”, pero oponiéndose tanto a los Estados Unidos, como al panlatinismo francés, en una posición teórica y política congruente con la de su amigo y maestro Edgar Quinet (Cfr. Pelan, J., Ib. 134).

Las diferencias entre el sentido americanista y europeísta de la expresión "América Latina", podemos verlas de modo claro si analizamos comparativamente los textos de La América en peligro, con lo que Juan Bautista Alberdi decía en su obra El gobierno de Sud América, escrita al año siguiente, en 1863, si bien publicada muchos años más tarde. Ambos libros surgieron como respuesta ante la invasión francesa a México, fruto de la política imperialista de Napoleón III.

Alberdi denuncia "el exceso de americanismo" que ha provocado aquella invasión. Se trata, según él mismo nos lo dice, de "la reacción del americanismo indígena y salvaje" que se opone en América "al patriotismo liberal, americano y moderno". Se plantea el problema de cuál es el sujeto histórico que tiene derechos a invocar el nombre de América y, por tanto, a sostener un americanismo "auténtico". La respuesta de Alberdi es terminante. La revolución de América fue hecha por "el pueblo europeo de origen y de raza, no el pueblo de nacionalidad indígena y salvaje". "Es en nombre de la Europa que somos hoy mismo dueños de la América salvaje, los americanos independientes de origen español”. De ahí la defensa que hace de la aristocracia latinoamericana, como también de la monarquía, como forma ideal de gobierno, frente a la república que se le presentaba como la puerta para la intromisión en la cosa pública de las masas ignorantes. "Identificarse con los americanos primitivos, es decir, con las masas conquistadas, es perder toda noción de origen histórico, del papel de su propia raza, y colocarse en la falsa posición de conquistados, siendo en realidad la raza conquistadora, la raza latina o europea, como es en realidad... Lo que no ha desaparecido de la raza conquistada, es incapaz de toda reacción civilizada porque es salvaje o bárbaro" (Alberdi, J. B., 1896).

El gobierno de Sud-América, sea monárquico o republicano, debe ser el gobierno de sus aristocracias y no la "república democrática". Ambas líneas de gobierno suponen, según Alberdi, dos "americanismos": el de la civilización y el de la barbarie.

Como consecuencia de esta posición, Alberdi decide apoyar la intervención francesa en México, con lo cual no contradecía su tesis expresada en 1851, cuando decía lapidariamente que en América era bárbaro todo lo que no era europeo. Dentro de la expresión "América Latina", usada por Alberdi, subraya, lo mismo que Tisserand, lo latino, por ser lo europeo, y niega sustantividad histórica a América. Luchar contra los franceses en México significaba reivindicar una América, pura naturaleza y barbarie, y no apoyarlos, era dejar las puertas abiertas a la América Sajona.

"América Latina" vale, pues, por lo adjetivo y no por lo sustantivo. Paradojalmente el sustantivo que compone la expresión, carece de sustantividad, es como él mismo lo dice, "lo fantástico" y el adjetivo, aparece sustantivado, es lo histórico, lo civilizado. Pues bien, si América es lo puramente negativo, lo que carece de significado dentro de la historia humana, lo que se opone al progreso, a la cultura, México, enfrentado al poder europeo, deba presentarse para Alberdi con los colores más sombríos. Y así dirá que es "...el más atrasado de cuantos países deben su origen a la España... Su suelo se encuentra rodeado de costas pestíferas, cuando no tempestuosas, especie de Estigia terrestre; se diría que el dedo de la muerte ha trazado sus fronteras sepulcrales". México, en lucha contra lo más reaccionario de las aristocracias europeas, resultaba ser un ataúd, la muerte de la historia y de la civilización.

América era un vacío que debía ser llenado, un continente sin contenido y que si tenía ya alguno, le había venido de afuera, de la Europa latina. Lo demás, lo inconcebible, lo inexplicable, lo "fantástico”, no poseía sustantividad alguna, ni menos aún derechos para invocar un americanismo. La expresión "nosotros los latinoamericanos", se reducía en Alberdi a un "nosotros los europeos latinos de América" o a un "nosotros los integrantes de las aristocracias de origen español", cuya renuncia a la misión heredada de dominación respecto de los grupos sociales inferiores, era simplemente, renuncia de la "civilización".

Frente a otros escritos alberdianos, de los que necesariamente deberemos ocuparnos, El gobierno de Sud América ha sido considerada por Bernardo Canal Feijoo como una "obra aberrante". No se trata, sin embargo, a nuestro juicio, de un "extravío", sino de una de las tantas manifestaciones del sistema de contradicciones dentro del cual se movieron muchos liberales hispanoamericanos (Canal Feijoo, B.,1955: 507 y 517).

Muy otro será el sentido de la expresión "América Latina" en Francisco Bilbao. El régimen de valores que rige el pensamiento de este autor es la contraparte del que hemos visto sostiene la posición alberdiana. México, que había provocado según el escritor argentino, un verdadero "exceso de americanismo", no es para Bilbao un ataúd, sino "lo más bello y lo más rico de América" y además, el destino político de América no es la monarquía o su sustituto, la república aristocrática, sino la democracia. "Creemos -dice- que la gloria de América, exceptuando de su participación al Brasil, imperio con esclavos, y al Paraguay, dictadura con siervos, y a pesar de las peripecias sangrientas de la anarquía y despotismo transeúntes, sea por instinto, intuición de la verdad, necesidad histórica o lógica del derecho, consiste en esa gloria, en haber identificado su destino con la república”. Mas, como hemos aclarado, no es la proyectada por las oligarquías europeizantes, partidarias del despotismo ilustrado, sino aquélla que tiene sus raíces en el pueblo mismo, que es de donde deriva toda soberanía. De ahí que Bilbao entienda que es gracias a la participación de las masas, a la presión ejercida por ellas, que América ha señalado su destino: "Sí, gloria a los pueblos –dice- a las masas brutas, porque su instinto nos ha salvado. Mientras los sabios desesperaban o traicionaban, esas masas habían amasado con sus lágrimas y sangre el pan de la República, y aunque ignorantes, el amor a la idea desquició todas las tentativas de los que imaginaron reproducir un plagio de monarquía”.

Mas, Bilbao no se quedará en este nivel, sino que tratará de profundizar en las causas por las cuales los partidarios de la intervención francesa en México han adoptado una posición antipopular y por eso mismo antiamericanista. El motivo que ha llevado a los "civilizados" que piden "la exterminación de los indios y de los gauchos", al desprecio y desconocimiento del papel histórico de las "masas brutas", se encuentra en un "olvido", concepto con el cual Bilbao habrá de intentar una crítica de la razón política.

En efecto, cuando los grupos conservadores, oligárquicos y europeizantes, enuncian un "nosotros", están olvidando la amplitud que debería tener en boca de un americano, según piensa el escritor chileno, y lo reducen al grupo dominador. "Sostenemos -dice- que el olvido de algún elemento necesario que entra en la concepción de la verdad es causa de casi todos nuestros errores”. Así, por ejemplo, el olvido del absolutista es "el olvido del derecho de la libertad de todos". Ese "olvido" está además condicionado o causado, como el mismo Bilbao lo declara, por "la posición social", se trata, dice, "de una cuestión de mesa, de albergue, de rentas".

Bilbao va más allá todavía en su crítica de la razón política. Denuncia que para justificar el "olvido" y la afirmación del "nosotros" dominador, propios del "americanismo" aristocratizante y europeizante, se recurrirá a la división de los americanos en "espíritu" y "materia" y que sólo los que se consideran colocados en el primero son los que pueden hablar en nombre de todos. Bilbao reconstruye el razonamiento del hombre opresor:

Conspiro con algunos, a quienes seduce la bella perspectiva del ocio, del dominio, de los goces. Sorprendemos a otros y los esclavizamos, y con los esclavizados aumentamos la conquista. Enseguida educamos a los esclavos diciéndoles: Brahma, el eterno, nos sacó a nosotros de su propia cabeza para dirigiros, y a vosotros, de sus pies, para servirnos. Somos la palabra del Ser, el universo tiembla. El rayo, el trueno, la tormenta, el temblor, son manifestaciones de su ira: obedeced si queréis salvaros. El freno queda colocado y las riendas en manos de la casta. He ahí cómo se domina a las multitudes, he ahí cómo se enfrena a los pueblos.

El desconocimiento de los otros, proviene viciosamente de nosotros mismos y el rechazo de que somos objeto por parte de ellos, lo atribuimos a su "incapacidad" para incorporarse a "nosotros" únicamente mediante la violencia, la fuerza, es posible reducir las masas e introducirlas en nuestro propio plan. De ahí que si hay república, porque la monarquía es imposible ya en América, debe ser una "república fuerte". Tal era la tesis de Alberdi que hemos comentado y será años más tarde la del "cesarismo democrático" de los positivistas.

Como consecuencia del "olvido" se genera la violencia, por lo mismo que es fundamentalmente violencia. ¿Cuál es el discurso de los "civilizados" según Bilbao? Ellos dicen: "Ved esos bárbaros: los hombres del campo, los huasos, los gauchos, los llaneros, los jornaleros, los peones, en unas palabras, las masas, el pueblo. ¿Y queréis instituciones? ¡No! Es necesario la fuerza, el poder fuerte, la dictadura”... Los "partidos civilizados" piden, pues, "la dictadura de las clases privilegiadas". Pero aquellas masas de las que habla Bilbao ya no son las que dieron su sangre durante las guerras de Independencia bajo el control del partido criollo, son las masas levantadas durante las guerras civiles posteriores a la Independencia, que han adquirido una cierta conciencia, un cierto para sí. De ahí que ellas propongan también su dictadura. "Las masas desheredadas y atropelladas como animales, buscan caudillos. Es la dictadura de la venganza y la garantía de su modo de ser”. No cabe duda de que en este enfrentamiento de clases sociales, muy distinto debía ser el sentido del "nosotros los latinoamericanos", como también el de América Latina.

En efecto, para Bilbao, en primer lugar está "América" y en segundo, su "latinidad". Su defensa no se encamina a "salvar" a esta última, aun cuando ella tenga valores apreciables, sino a salvar a América. El libro de Bilbao no se llama "La América Latina en peligro", como podría haberlo titulado ya que la expresión "América Latina" aparece usada en el mismo texto, sino que lo denomina simplemente "La América en peligro": esta América sometida a los avances tanto del Imperio francés como norteamericano y organizada internamente sobre la violencia justificada con la palabra "civilización". De este modo, Bilbao subrayará lo verdaderamente sustantivo de la expresión, y dejará lo adjetivo como tal. América es por tanto un término lleno de contenido histórico, válido y sustante por sí mismo. La expresión "nosotros los latinoamericanos" no quiere decir otra cosa que los americanos, que si bien se diferencian de los de la América Sajona por su incorporación al mundo latino, valen antes que nada en cuanto americanos, sean ellos latinos o no lo sean, constituyan los grupos de las aristocracias de origen español, sean indígenas que sólo hablan su lengua, o mestizos que han mantenido hábitos de vida no totalmente europeizados (Bilbao, F., 1972: 277; 301, etc.).

La exigencia de que hemos partido: "ponernos a nosotros mismos como valiosos", se encuentra implícita asimismo en la expresión de "lo nuestro". En efecto, definir los alcances del "nosotros" supone a la vez la definición de "lo nuestro", no en el sentido de las cosas que son nuestras, sino en el de "nuestro modo de ser", "nuestra identidad", que incluye nuestra relación con aquellas cosas. Un análisis de lo que los escritores americanos han entendido por "lo nuestro" y muy particularmente, lo que han creído entender en la locución "nuestra América", es de particular interés.

La expresión se encuentra enunciada textualmente como Nuestra América, en el célebre artículo de José Martí, aparecido en México en 1891, como también años más tarde, es título del libro de Carlos Octavio Bunge, Nuestra América, de 1903. La problemática de "lo nuestro" y los orígenes de la locución "nuestra América", se encuentran sin embargo ya claramente en las célebres Cartas de Jamaica de Simón Bolívar y son fácilmente rastreables inclusive en escritores hispanoamericanos desde fines del siglo XVIII. La ideología latinista, a mediados del siglo XIX dará particular importancia al tema, como puede verse en ensayistas como José María Torres Caicedo. Muchos otros casos podríamos citar, bástenos con un análisis de las respuestas dadas por aquellos dos escritores que, como en el caso anterior, nos permitirá dar un paso más en la determinación del "nosotros".

Comencemos por el citado texto de José Martí. ¿Cómo llegar a lo "nuestro"? ¿Cómo llegar a la afirmación de "nosotros mismos como valiosos" y a la vez tener conciencia del alcance del "nosotros" desde "lo nuestro"? Tal sería el planteo de base que surge del escrito de Martí. De alguna manera el método para la determinación del "nosotros" repite lejanamente el intento platónico del Alcibíades, mas hay aquí una radical diferencia en cuanto que la respuesta no se ha de lograr mediante una reducción que nos introduzca en una radical intimidad, en una especie de sagrario ontológico y a la vez mítico, pues la pregunta es acerca del hombre como ente histórico y social y más particularmente, acerca de un hombre determinado: el de "nuestra América".

Lo primero que nos dice Martí es que para afirmarnos a nosotros mismos es necesario superar la "mentalidad aldeana", "despertar del sueño aldeano", dicho en otras palabras, reconocer las limitaciones propias de nuestro horizonte de comprensión. Con ello, como en el caso de Bilbao, su pensamiento habrá de tener como base una crítica de la razón. La mentalidad "aldeana" nos lleva a ignorarnos a nosotros mismos, aun cuando suponga un modo de afirmación de un determinado sujeto, simplemente, porque ignoramos el "otro". Sumergirnos en la "aldea" es pues, ignorar a los demás en cuanto alteridad, y sucede qué éstos también integran lo "nuestro", "nuestra América". Para conocernos a nosotros mismos no tenemos más remedio que conocer y reconocer a los demás, de donde la norma que enuncia Martí de que "Los pueblos que no se conocen han de darse prisa por conocerse", no se refiere a un conocimiento entre pueblo y pueblo, sino a un reconocimiento de la diversidad interna de cada pueblo. De ahí la necesidad de lo que denomina "del recuento y de la marcha unida", superada la aldeanidad en cuanto forma de mentalidad limitada, que en el hombre de ciudad, y en particular en el universitario intoxicado de libros europeos, adquiere su máxima negatividad.

El punto de partida de "lo nuestro" es la "diversidad". A ella Martí la denomina "lo que es". Al mismo tiempo, también es punto de partida la "unidad" que no sea extraña a "lo que es" y ¿qué somos? ¿Qué es "lo nuestro"? Somos "el potro del llanero", "la sangre cuajada del indio", el "país", "el estandarte de la virgen de Guadalupe", "las comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza", "el alma de la tierra". Pero también esta América nuestra es "el libro importado", "los hábitos monárquicos", "la razón universitaria", "las capitales de corbatín", "los redentores bibliógenos", "la universidad europea". Este segundo aspecto de lo "nuestro" es aquel de donde ha salido la enunciación de un "nosotros" ocultante del "nosotros". Es el de los que han caído en un "olvido", que es precisamente consecuencia de la "aldeanidad" el mismo olvido del que hablaba Bilbao. Ambos escritores desarrollaron, cada uno a su tiempo, uno de los temas tal vez más interesantes dentro de la historia del pensamiento filosófico-social latinoamericano, sobre el cual se ha desarrollado, como hemos dicho, toda una crítica de la razón.

La composición de lo "nuestro" no es la que generalizaron escritores como Domingo Faustino Sarmiento, muchas veces en contradicción con ellos mismos, para quienes éramos una incompatible mezcla de "civilización" y de "barbarie". Hay en "lo nuestro" una dualidad y en esto sí tenía razón el pensador argentino, pero ella es otra, es sin más y con términos de Martí la de "lo artificial" frente a "lo natural". La llamada "civilización" es un artificio de la "razón aldeana", un universal ideológico que en cuanto tal funciona como encubrimiento, poniendo en juego el "olvido", fruto de una mala conciencia. La "barbarie", atribuida al "hombre natural" de Martí, es por el contrario, un poder histórico de desencubrimiento. El "olvido" y junto con él los proyectos de unidad de nuestra América, tomados de préstamo a Hamilton o a Sieyès, sobre los cuales se organiza doctrinalmente aquel "olvido", son los que movilizan por reacción, a un hombre marginado, que conoce además, al otro, como causa de su marginación.

Éste es, como dijimos, el "hombre natural". No se trata, aunque podría creérselo, de un regreso a la teoría del "buen salvaje", aun cuando Martí nos diga que "el hombre natural es bueno". Es "natural" porque no está intoxicado con doctrinas, en particular con aquellas que el hombre de la ciudad con su "razón universitaria" maneja contra él; es "bueno", no desde un punto de vista moral, sino porque parte "de lo que es", en cuanto marginado y explotado, porque no integra los grupos sociales dominadores. El "hombre natural" es por eso mismo un factor de irrupción en el proceso histórico, es el que denuncia con su simple vivir, con su cotidianidad, los falsos principios de unidad, impuestos a partir de un desconocimiento de la diversidad. "Viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada en los libros". Es el hombre que viene a denunciar con su presencia "la parte de verdad" olvidada. Se trata de un ser que posee voz y que exige que le sea escuchada por lo mismo que se afirma en su alteridad. Lejos estamos del mítico caribe rousseauniano.

Frente a él, también integra "lo nuestro", como hemos ya dicho, el "hombre culto", pero cuya cultura consiste en un mirar "con antiparras yanquis o francesas", colocándose "vendas" y hablando no con "palabras", sino con "rodeos de palabras", con "ambages", por el temor de ser claro. Este hombre es el que no pone en juego "la razón de todos en las cosas de todos", sino "la razón universitaria de unos, sobre la razón campestre de otros". Es el que ignora, a sabiendas o no, la relatividad de su propia posición y que hace de su "palabra", pretendida verdad universal. No ve o no quiere ver "que las ideas absolutas, para no caer en un yerro de forma, deben ponerse en formas relativas". A este hombre debe sustituirle el "estadista natural", que del mismo modo que el "hombre natural", es el que tiene la capacidad de ver "lo que es", desde un saber universitario que no es ya importado, sino propio. En él "la universidad europea" ha cedido ante la "universidad americana", el libro foráneo, al libro nuestro.

Mundo conflictivo el de "nuestra América", surcado de antagonismos: "la ciudad contra el campo", "la razón contra el cirial", "el libro contra la lanza", "las castas urbanas contra la nación natural", "el indio mudo, el blanco locuaz y parlante", "el campesino, la ciudad desdeñosa", en resumen y con las mismas textuales palabras de José Martí "los oprimidos y los opresores". Eso es "lo nuestro".

¿Qué hacer? "El genio -nos dice- hubiera estado en hermanar" a todos, pero para hacerlo es necesario antes conocer los términos de cada contradicción y sobre todo reconocer como valiosos a la "nación natural", al "campo", a la "lanza", a la "vincha", y partir de ellos. "Hermanar" no quiere decir, en el pensamiento de Martí, lograr un acuerdo entre dominadores y dominados, sino ponernos por encima de esa relación. Para ello no hay otra vía que colocarnos al lado del "hombre natural": "Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses de los opresores' y esto porque los "oprimidos", con su mirar "natural", constituyen, aunque no siempre con éxito ni conciencia, el poder irruptor en la historia (Martí, J., 1992: II, 480-487).

Carlos Octavio Bunge, en su libro Nuestra América, parte también del reconocimiento de una diversidad y se pregunta cuál es el principio de unidad que le corresponde. Por de pronto, las formas de diversidad son, para Bunge, fundamentalmente raciales y, en relación con cada raza o "sub-raza", psicológicas. La unidad de América como multiplicidad habrá de derivar del mismo modo, de una integración racial, de un "mestizaje" del que habrá de surgir el "genio hispanoamericano". A pesar de que entiende que algún día se alcanzará esa unidad se le presenta sin embargo como hipotética ya que la diversidad posee un sino fuertemente negativo, una fuerza disociadora que lo impide. La unidad, en la medida en que la realidad diversa actual es valorada negativamente, es proyectada hacia el futuro con carácter de enigma: "sobre el porvenir de ese caos de luces y tinieblas -que es América- duda el mismo Dios". Sin embargo, considerado el problema desde el punto de vista racial, nos vuelve la esperanza ya que "la herencia, la Raza, resulta, en inducción final, la clave del Enigma... Estudiemos, pues, a los hombres y a los pueblos según la raza, si queremos arrancar a la Esfinge de la vida, su secreto, el secreto inhallable, el secreto del pasado, del presente y del porvenir".

De esta manera, lo "nuestro" de "nuestra América" se presenta bajo una doble faz: es un presente, un ser, lo dado como diversidad y más aun, como diversidad caótica; pero también es lo "nuestro" un proyecto y una posibilidad en cuanto que el secreto mismo de las razas nos asegura una unidad futura, que de alguna manera habrá que probar que ya se encuentra, por lo menos en principio, en medio de aquel caos. El problema consiste, dicho con otras palabras, en pasar de una "heterogeneidad" a una "homogeneidad", partiendo del principio de que dentro de lo diverso existe algún elemento que no se muestra como factor de caos o de disociación sino todo lo contrario por lo que la unidad depende de las posibilidades y suerte de ese elemento salvador.

¿Cómo se explica que en medio de una diversidad negativa pueda haber un factor positivo que permita superar la caoticidad? Para Bunge el problema se resuelve de modo simple: el secreto de la historia se encuentra en la geografía, ésta ha generado grupos raciales fuertes y débiles y a los primeros les cabe la tarea de lograr la unidad mediante la imposición de un "alma común". Como es fácil comprenderlo ésta será el fruto de un mestizaje, pero por cierto de un mestizaje "positivo", y todo el problema de esta simple filosofía de la historia, consiste en encontrar la fórmula que asegure su posibilidad.

Aquel "mestizaje positivo" se logrará cuando predomine "lo castizo", es decir, cuando se imponga el más fuerte sobre el más débil racialmente. "Lo castizo de un pueblo compuesto de varias razas y sub-razas –dice- es lo propio y característico de la raza más fuerte, la dominadora; es el sello de supremacía que ésta impone a las débiles, las dominadas”. Éstas, felizmente por lo mismo que débiles, son propensas a sufrir influencias, son sugestionables. En la casticidad radica, pues, la fórmula sobre la que se habrá de lograr la unidad de nuestra América. Ahora bien, como la sugestionabilidad de los débiles no es recurso suficiente, es necesario agregar la violencia, la que como "lucha de razas" existe de hecho y es legítima. "Una vez entablada la lucha de razas harto desiguales, debe mantenerse hasta la dominación y absorción de la más débil, cualesquiera que sean las ideas, la política, la religión, o la ética dominantes”. La unidad de nuestra América, como consecuencia de la naturaleza de "lo nuestro" se habrá de lograr mediante la fuerza y no excluye, por cierto, el genocidio (Bunge, C. O., 1918: 124-125; 136; 141, etc.).

Todo esto es justificado sobre una arbitraria psicología de los pueblos, fundada en una caprichosa y pretendida "observación científica", según la cual, las poblaciones indígenas se han caracterizado por su espíritu vengativo y su ferocidad, superior a la de los primitivos salvajes europeos; el "indio mestizado" es un "híbrido" que muestra caracteres visibles de degeneración; en fin, el mulato, mucho más que el mestizo de blanco e indio, se le presenta como el "monstruo apocalíptico" que amenaza a las "sociedades modernas" de América, centradas principalmente en las ciudades. Como consecuencia de todo esto, Bunge declarará que "el alcoholismo, la viruela y la tuberculosis", que han "diezmado a la población indígena y africana en algunas ciudades", "depurando sus elementos étnicos, europeizándolos, españolizándolos", constituyen una bendición.

El mito racial le permite a Bunge ocultar la realidad de las clases sociales y sus conflictos, y al mismo tiempo, justificar los pretendidos derechos de los grupos dominantes. A pesar de que su posición coincide políticamente con las tesis alberdianas desarrolladas en El gobierno de Sud-América, esta última obra nos resulta menos ideologizada en cuanto que "civilización" y "barbarie" son allí las aristocracias de origen europeo y la plebe americana, respectivamente, señaladas, a pesar de las referencias raciales que contienen, más bien como clases sociales antagónicas. Las palabras de Martí, escritas en su artículo "Nuestra América", parecieran haber sido redactadas pensando en ensayistas del tipo de Bunge: "No hay odio de razas, porque no hay razas", el odio y el miedo que acompañan de modo evidente a la violencia propugnada por Bunge como solución de "lo nuestro", son reales, no lo son sin embargo -y también con palabras de Martí- las "razas de librería" sobre las cuales pretende justificar la "casticidad" de las oligarquías terratenientes y la "inferioridad racial" de las clases explotadas.

Hemos visto cómo en Bilbao y en Alberdi, en Martí y en Bunge, en diversas fechas de nuestro proceso intelectual, se ha hablado de un "yo" social, de un "nosotros", si bien dentro de líneas de desarrollo claramente diferenciables. La temática como así sus divergencias internas, es también cosa de nuestros días y no lo es por factores casuales. Hay, claro está, diferencias de época, mas, el planteo de base, se mantiene. La vieja y falsa oposición entre "civilización" y "barbarie" reaparece, si bien con otros condicionamientos, pues no se trata ya de la misma "plebe", ni de las mismas aristocracias y oligarquías. Sin embargo aquellos mitos han continuado reelaborándose. El racismo de los positivistas, el que vimos expresado en el argentino Carlos Octavio Bunge, o el que podemos ver en el mexicano Francisco Bulnes, o el boliviano Alcides Arguedas, todos ellos insostenibles en nuestros días, han reaparecido bajo nuevas formulas, expresadas en ideologías sucedáneas.

Una entre tantas, dentro de los ensayos que interesan directamente a la problemática del "nosotros" y de lo "nuestro", es la que se desarrolla en el libro del escritor colombiano Eduardo Caballero Calderón Suramérica, tierra de hombres. El mito de la "raza castiza", aparece remplazado por el de un hombre al que denomina "hombre a secas" y el de las "razas débiles" encuentra su sustituto en el de las "muchedumbres", entendidas como una especie de masas humanas amorfas. Un regreso al individualismo liberal y un retomar dentro de éste la anacrónica doctrina del héroe, le permite justificar la marginación dentro de la historia pasada y presente, de la temida "plebe" ahora vestida con la ropa del proletariado urbano.

Si en apariencia hay en Suramérica este remover de bajos fondos, este entrecruzamiento de las corrientes humanas y este desplazamiento de culturas que se embisten, se mezclan y se despedazan no es menos cierto que en el comienzo de todo, como orientador de la historia, se encuentra siempre el hombre. No la muchedumbre, ni la multitud, ni el pueblo, ni la nación ni la raza, sino el hombre a secas, el individuo que se enfrenta sólo contra el destino, contra el paisaje. Tal vez este siglo de plebes urbanas, proletariados uniformados y filosofías que han oscurecido la tierra al hipertrofiar el Estado y reducir al hombre a un simple grano de arena en la playa del tiempo, a una simple gota de agua en la corriente de la raza, esta idea puede ser pueril. Pero quien acaba de recorrer los caminos de Suramérica y, por tanto, ha revivido paso a paso su historia, sabe que por sobre la muchedumbre, o antes que ella, se encuentra siempre el hombre: Manco Capac, Núñez de Balboa, Pizarro, Valdivia, Orellana….

Razón tenía Hegel cuando decía que todo contenido sólo puede ser comprendido en cuanto encaje en el enrejado de la conciencia ordinaria.

Conforme con su ideología nos dirá más adelante que "No fue el indio no pudo ser la turba indígena la que se rebeló hace un siglo contra el invasor blanco. Fueron unos pocos hombres, unos cuantos espíritus que se pueden contar con los dedos de la mano, los que pusieron fuego a Suramérica, armaron con una lanza al descontento llanero, dieron un puñal a la manumisión del mestizo y sacudieron con el látigo la incuria del indígena”... Con lo transcripto ya sabemos lo que el autor quiere decir, en nombre de quién habla y justifica su posición. Un desprecio manifiesto por lo que denomina "bajos fondos" revela cuál es el alcance del "nosotros", reducido arbitrariamente a éste o aquel individuo, "contables con los dedos de la mano", pero que sin embargo no dejan de ser un "nosotros". Lejos estamos otra vez de los intentos de desmitificadores de un Francisco Bilbao y de un José Martí (Caballero Calderón, E., 1956).

Los ejemplos que hemos puesto, los discursos de Alberdi y de Bunge, por un lado, y los de Bilbao y Martí, por el otro, nos muestran la existencia de ciertas categorías discursivas que dependen del modo como se ha ejercido en cada caso el a priori antropológico. Un análisis de este ejercicio nos permite por tanto colocarnos, no propiamente en una "historia de los discursos", sino en lo que podríamos considerar como las condiciones de producción de los mismos y a partir de lo cual aquella historia sería posible. No es difícil de ver que el ejercicio del "ponernos como valiosos" supone un horizonte de comprensión desde el cual, con diverso signo, se elabora el nivel discursivo, que tiene como eje siempre aquel "ponernos", que, como hemos tratado de mostrarlo, nos da el sentido del “nosotros" y de lo "nuestro" en cada caso.

Por otra parte, el estudio del discurso, tal cual aquí lo planteamos, supone la afirmación de una autonomía relativa de lo discursivo. Ésta surge de un hecho no siempre suficientemente subrayado, cuyo desconocimiento puede llevar en sus casos extremos a negar la posibilidad y el real valor que reviste el estudio de la expresión discursiva. Nos referimos concretamente a la naturaleza del lenguaje como mediación de todas las formas de vida real concreta. La doctrina de lo ideológico según la cual éste sería un "reflejo" de las relaciones sociales consideradas en su pura facticidad, ha conducido a ignorar aquel fenómeno de la mediación, creando la ilusión de que se puede confrontar de modo inmediato la realidad extralingüística y su expresión en el lenguaje, por cuanto el acceso a lo primero sería directo. Mas no es así, por cuanto, para establecer la deseada confrontación, se ha de expresar también a nivel discursivo aquella realidad. No hay hechos económicos o sociales en bruto, sin la mediación de formas discursivas. La confrontación no se da, por tanto, entre una realidad desnuda y las teorías o doctrinas, científicas o no, de la misma, sino entre formas discursivas, a una de las cuales se le atribuye la virtud de ser la "realidad", mientras que a la otra se la declara "reflejo". La universalidad de la mediación no llega, sin embargo a invalidar todo discurso, pues, no en todos la mediación se juega de la misma manera, como no invalida la doctrina del “reflejo", a pesar de otras dificultades que ofrece, sino las interpretaciones ingenuas de la misma. Como consecuencia de lo señalado, surge que una confrontación de la realidad extralingüística con la expresión discursiva que intente llevarse a cabo exclusivamente sobre la determinación de contenidos, sin plantearse el problema de los códigos dentro de los cuales aquellos contenidos alcanzan significación, se quedaría a medio camino.

Previo por tanto a una confrontación de aspectos de la "realidad", con sus correlativos "contenidos" dentro del discurso, se hace necesaria una confrontación entre el sistema de relaciones sociales y los sistemas de códigos de los cuales depende todo discurso, cuya estructura última se enuncia fundamentalmente en juicios de valor, a los que quedan supeditados los juicios de realidad. Momento investigativo éste en el que siempre se dará inevitablemente una mediación, por cuanto el sistema de relaciones sociales no lo captaremos nunca en bruto, pero que abre las puertas para dar el paso del lenguaje cotidiano, propio de la conciencia ordinaria, al lenguaje científico, al colocarnos en la fuente donde se organiza el mundo de significados. ¿Cómo son traspasadas y cómo pueden ser superadas las consecuencias de la mediación? La respuesta surge del proceso permanente de lo que podríamos considerar como "destrucción" de lo discursivo, por obra de la facticidad social dentro de la que juega su papel todo sujeto, que es fundamentalmente "desestructuración" de códigos y que se pone de manifiesto en la existencia de discursos contrarios, como hecho constante dentro de toda etapa histórico-social. De esta manera, aquella autonomía de lo discursivo que surge del fenómeno inevitable de la mediación, aparece constantemente quebrada, hecho que no impide darle toda la importancia que posee en cualquier intento de análisis de un texto.

El hecho que hemos mencionado, el de la existencia de "discursos contrarios", exige la investigación de sus modos de funcionamiento, a partir de lo cual será posible establecer ciertas categorías discursivas básicas, siempre en relación, como dijimos en un comienzo, con la forma como se ejerce el a priori antropológico. De ahí la posibilidad de elaborar una "teoría de los dos discursos", diferenciables básicamente por sus estructuras axiológicas y que en el caso de uno de ellos, el "discurso liberador", suele ir acompañado de ciertas actitudes decodificadoras, que pueden incluso adquirir formas metodológicas precisas. El desarrollo y sistematización de las formas espontáneas de decodificación, funda, por lo demás, la posibilidad de la elaboración de discursos que anticipen el poder desestructurador de la facticidad social misma, sin que se tenga que esperar la madurez de los tiempos.

Tal vez no sería necesario aclarar que la historia de los discursos que se intente sobre estos criterios, exige una investigación de la totalidad discursiva de una sociedad determinada en un tiempo dado, hecho que obliga a ampliar el concepto mismo de "discurso", reducido tradicionalmente a lo textual. No siempre el "discurso contrario" ha sido expresado de la misma manera y en más de un caso se encuentra implícito, más que explícito, en formas discursivas que abarcan las más diversas modalidades expresivas de una determinada sociedad. Esto rompe con la pretendida-autosuficiencia de determinados discursos, por cuanto el antidiscurso de un discurso "científico" puede estar dado, potencial o actualmente, en formas expresivas vulgares, en relación con las cuales ha de ser necesariamente estudiado y que poseen, para una doctrina acerca del discurso, tanto peso y valor como aquél, aun cuando no se nos presenten como "teoréticos". Por último, es necesario tener presente que el "discurso contrario", al margen de su enunciación, se encuentra por lo general, aludido-eludido en el mismo discurso al cual se opone, hecho que es característico de las formas discursivas típicamente ideológicas (Roig, A., 1978: Cultura, 2).

 

III
LA DETERMINACIÓN DEL "NOSOTROS" Y DE LO "NUESTRO" POR EL "LEGADO"

Una de las vías que se ha utilizado para la definición del "nosotros" y de lo "nuestro" es la que se ha dado en llamar "legado" y también "herencia cultural", "tradición", etc., recurso que para muchos escritores hispanoamericanos ha sido considerado como el único, o por lo menos, el más importante. El tema del "legado" es algo que nos viene impuesto dentro de la problemática que nos interesa y que no podemos soslayar, sino antes bien, debemos rescatarlo en su justo valor. Este recurso supone, por lo mismo que parte de ciertos elementos culturales a los que considera como propios, una definición del hombre latinoamericano por afirmación, y sus desarrollos más amplios tienen su origen histórico en aquellas ideologías a las que podríamos denominar en general como "americanistas", dentro de las cuales se destacan el "bolivarismo", el "latinoamericanismo" más tarde, y en general las formas del "hispanoamericanismo", todas las cuales se extienden desde los albores del siglo XIX y cobran fuerza, en particular la última de las citadas, alrededor del 1900. El siglo XX ha presenciado el renacimiento de muchas de ellas, no siempre con el mismo sentido ni dentro de un mismo contexto histórico. En nuestros días, como ideología heredera de un "hispanoamericanismo" que concluyó diluido por el impacto del "panamericanismo" allá por la década de los 20, comenzó a gestarse un nuevo "latinoamericanismo", distinto sin duda del que se generó a mediados del siglo XIX y que ha ido tomando cada vez más consistencia particularmente desde la década de los 60. Podríamos afirmar que esta ideología de nuestros días se distingue de sus anteriores formulaciones, como también del "hispanoamericanismo" del 900, precisamente por su actitud frente a lo que se ha dado en llamar el "legado". En líneas generales podemos decir que intenta superar la inevitable ambigüedad que todos estos "ismos" muestran y han mostrado, que han servido tanto de herramientas liberadoras, como de instrumentos opresivos. De alguna manera, este latinoamericanismo renovado pretende ser un regreso a un bolivarismo, en lo que esta primera ideología continentalista tuvo de positivo, despojándola de todos aquellos caracteres que hicieron de ella el programa de un grupo social paternalista y autoritario, hecho que marcó sus propios limites. Por su parte, tanto el "latinismo" como el "hispanismo", ideologías más amplias dentro de las cuales se organizaron el latinoamericanismo y el hispanoamericanismo, fueron también respuestas ambiguas, que tuvieron su justificación histórica y la siguen teniendo, particularmente en relación con la evolución y avance del imperialismo norteamericano, pero que fueron del mismo modo herramientas opresivas, tal como sucedió claramente en el regreso al pasado hispánico de la década de los 30, en el que el hispanoamericanismo, en particular, se vio alimentado por ideologías abiertamente irracionales, como el fascismo italiano y el falangismo español. No es de extrañar que la problemática del "legado", sobre todo si atendemos a estos antecedentes, despierte un justo rechazo y desconfianza. De todos modos, es un hecho inconcuso que existe en toda sociedad una transmisión y recepción de bienes, de valores y junto con ellos, de sistemas de vida, que integran su cultura, tomando esta palabra en su sentido más amplio, mediante los cuales esa sociedad se autoreconoce e inclusive subsiste.

Ahora bien, de una u otra manera, todas estas ideologías continentalistas, han recurrido al "legado" como medio para justificarse, aun cuando no todas ellas lo hayan entendido siempre de la misma manera. En casi todas, sin embargo, la herencia cultural ha sido reducida a un conjunto de bienes heredados, que integran lo que podríamos llamar nuestra "cultura espiritual" o que son las raíces nutricias de esa misma cultura. Entre esos bienes se destacan, por la frecuencia y fuerza con que han sido invocados, la religión, principalmente como práctica cultual, el lenguaje, las costumbres, la "raza", la "tierra", cada uno de los cuales se ha visto acompañado de un marco ideológico propio, que ha venido a formar parte de las ideologías continentalistas, diversificándolas según los casos. En relación con aquellos bienes se puede hablar, en efecto, de un "tradicionalismo", de un "costumbrismo", de un "telurismo", etc.

En líneas generales, los partidarios de una autodefinición por el "legado" no han desconocido que la herencia de formas culturales es un fenómeno mucho más amplio, en cuanto que no podía escapar que también nuestra América ha recibido constantemente aportes que provienen de todas las manifestaciones de la cultura mundial, entre ellos, por ejemplo, el saber científico, la tecnología, el saber social, jurídico o político, etc. Pero, lo que los ha caracterizado es la idea de que toda recepción, cualquiera haya sido su naturaleza, podía y, más aún, debía ser conformada por lo que se consideraba prioritariamente como "legado". Este fue entendido muchas veces, debido a ello, como un "mandato histórico", regresando así al contenido semántico primitivo de la palabra latina (legatus) que hacia referencia más que al hecho de una transmisión de bienes, a un determinado mandato en relación con el uso que debían los herederos hacer de esos bienes. Se trataba de una posición según la cual es necesario reconocer la existencia de ciertos elementos culturales a los que ha de concedérseles un peso axiológico tal, que no podemos menos que apoyarnos en ellos. De este modo, el "legado" no juega como un determinado mundo de bienes que nos abre a ciertas perspectivas opcionales, sino como una suerte de imperativo cultural insoslayable e indiscutible.

Ahora bien, toda herencia cultural, incluyendo en ella lo que se ha entendido restrictivamente como "legado", es por naturaleza propia algo "transmisible", y se nos muestra por eso mismo como un hecho de naturaleza temporal. Es además, lo que se transmite entre sujetos, que son a su vez históricos y que por cuanto invocan un pasado que según ellos ha de ser mantenido vigente, de hecho operan con el mismo como histórico, aun cuando se nieguen a reconocerlo tal. La transmisibilidad no es, en efecto, algo externo y mecánico, sino que es una posibilidad intrínseca de toda herencia cultural que explica que pueda ser recibida. Las formas culturales son necesariamente informadas y conformadas en mayor o menor grado por quien las recibe, caso contrario no se puede hablar de recepción y ello deriva de su propia naturaleza histórica. A ese carácter no escapa ninguna de las manifestaciones de lo que es culturalmente recibido, ni siquiera las ciencias, aun cuando se trate de aquellas que se ocupan, como las matemáticas, de ciertos entes ideales y sus relaciones.

Mas, sucede que las formas opresivas del ejercicio de autoafirmación de determinados grupos sociales, conducen a considerar lo que ellos denominan "legado", no sólo como un conjunto prioritario y reducido de manifestaciones culturales, sino también como principios formalizantes "separados" de lo histórico. Como consecuencia, frente al "legado", el sujeto portador-receptor del mismo, resulta ser considerado como un ente pasivo que deja de ser propiamente el sujeto de su propia cultura, para constituirse en un mero soporte de ella. Esta actitud implica, como es fácil comprenderlo, una especie de renuncia de la propia historicidad en cuanto que ésta es fundamentalmente una capacidad de hacerse y de gestarse. Se ha perdido, de este modo, el sentido mismo de la transmisión cuyo acto se logra únicamente en el momento y modo de la recepción.

Contradictoriamente, a esta actitud se le ha dado en llamar "tradicionalismo", a pesar de la deshistorización que lleva a cabo tanto del "legado" como de la participación del sujeto receptor en la apropiación que da sentido a la transmisión. El tradicionalismo en cuanto ideología se organiza sobre la base de una inversión de las relaciones reales, en este caso, entre lo heredado y el heredero. Los alcances de la inversión de dichas relaciones pueden verse muy claramente si pensamos en el valor que se concede, por ejemplo, a la propiedad privada o al origen del poder político, dentro de lo que a finales del siglo XVIII comenzó a ser denominado "antiguo régimen", mentalidad que, con matices diversos y no siempre de modo tan manifiesto pervive en nuestros días.

Aquella renuncia a la propia historicidad del sujeto que pareciera caracterizar al tradicionalismo, reviste un aspecto mucho más grave en cuanto que por su naturaleza ideológica lo que hace el tradicionalista no es tanto negarse a si mismo como agente de la historia, sino negar historicidad a los otros, lo que sólo es posible dentro de los marcos de lo discursivo mediante la afirmación de una total separación del "legado". Otro aspecto que caracteriza al tradicionalismo radica en el hecho de la especial fuerza que en él se concede a un pasado y en la actitud que se adopta frente a la recepción que resulta disminuida en su naturaleza por partirse del presupuesto de una única recepción posible, la que impone el grupo dominador. El tradicionalismo es de esta manera un pasatismo y un inmovilismo, más aparentes que reales si atendemos al proceso de contradicciones, para el que sólo vale el "mundo de los antepasados" que vivieron por lo general una edad de oro. El tradicionalismo invierte el sentido de lo utópico y le niega todo poder de cambio o de movimiento para reducirlo a una simple justificación de una posición encubierta mediante el recurso a un pretendido mundo de formas ajenas a toda temporalidad.

Ahora bien, la prevención que despierta justificadamente el "legado" como recurso de la actitud tradicionalista, con todos los matices que es necesario reconocer en ella, se ha visto reforzada en nuestros días por la generalización de la toma de conciencia de nuestro general estado de dependencia, que aun cuando en más de un caso se ha entendido parcialmente como "dependencia cultural", ha obligado a plantear el problema en un horizonte más amplio. Aquella conciencia ha llevado en sus extremos a desconocer al sujeto latinoamericano, en cuanto receptor-creador, potencial o actual, y a considerar como viciado todo lo transferido por las altas culturas que han ejercido o ejercen formas diversas de imperialismo. Quienes han adoptado esta posición, no parten ya del ahistoricismo que caracteriza a los tradicionalistas, pero vienen a caer, desde otra vertiente, en otra forma de deshistorización de nuestro hombre y de su cultura, al declararlo en un estado tal de alienación, que conduce a poner en duda la propia posibilidad del discurso liberador que se enuncia. El rechazo de la llamada "cultura burguesa", por ejemplo, cuando es descalificada irracionalmente en bloque sin adoptar frente a la misma una valoración de su papel en el desarrollo actual del proceso civilizatorio, impide sentar las bases mismas para aquel rechazo. No pretendemos por cierto ocultar o ignorar las relaciones de dominación y explotación tanto internas como externas que han generado los imperialismos y aquella cultura, hecho del cual no somos, por lo demás, inocentes, sino alertar acerca de algo que nos parece de vital importancia para el ejercicio de nuestra autoafirmación como sujetos históricos, que consiste, a su modo, en una especie de deshistorización de nosotros mismos como consecuencia de una interpretación simplista de lo que es el proceso de transmisión y recepción de la cultura en general.

La recepción de las formas culturales se manifiesta a la larga como un proceso de endogenación, que es fruto inicialmente de una imposición violenta de aquéllas por parte del sujeto dominador, pero que también es tarea del propio dominado que puede alcanzar formas de expresión no necesariamente alienantes. La vitalidad de la tradición, entendiendo por tal el conjunto de bienes que integra lo que se ha dado en llamar "legado", como en general la de todas las formas culturales que puedan ser recibidas, les viene de un sujeto que las asume en diverso grado y medida desde sí mismo, y que en ese sentido es más o menos consciente de ser su receptor y su recreador. De ahí que en la recepción viva de la cultura, cuando ella se da, no haya una radical pasividad por parte de ese sujeto y que las formas culturales no se den para él como un conjunto indiscriminado, sino que ejerce, aun cuando mínimamente, sobre ellas, una función selectiva y a veces transformadora, de mayor o menor eficacia y peso. Dicho esto sin desconocer que los modos ilegítimos de autoafirmación empobrecen aquella función, ya sea al declarar ciertas formas culturales como "separadas", ya sea historizando esas mismas formas, pero cayendo en una negación de la historicidad de quien las recibe, extremos en los que caen como hemos dicho los tradicionalistas y los teóricos de la dependencia total, cada uno por su lado. De más está que aclaremos en este momento que aquella autoafirmación de la que surge toda posibilidad de recreación, no se da tampoco desde un vacío cultural, hecho que no existe ni ha existido para ningún hombre en cuanto ente histórico, como asimismo que su ejercicio se encuentra condicionado por la posición adoptada respecto de los enfrentamientos y luchas que se dan en toda sociedad.

De acuerdo con esto, las formas culturales recibidas no constituyen una realidad separada respecto de un sujeto receptor, ni tampoco lo es éste en relación con aquéllas. Toda recepción es ejercida desde un acto receptivo anterior ya interiorizado que es constituyente del sujeto mismo. Y así como las formas del "legado" de los tradicionalistas no son hipóstasis, tampoco la conciencia que las asume es una realidad "pura" que se autodefine desde sí misma como otro absoluto. Este hecho vendría a plantear un aparente círculo vicioso que surgiría de la afirmación de la prioridad del sujeto respecto de la recepción de formas culturales y a la vez la aceptación de que ellas son parte constituyente de la propia conciencia de ese sujeto. Mas, no hay tal círculo, por lo mismo que la conciencia, en cuanto conciencia para sí desdoblada en la forma de autoconciencia y en la medida que se constituye como tal, puede poner y de hecho pone en cuestión su propia constitución, aun cuando esto sea contingente y se encuentre sometido a los riesgos de las diversas formas de alienación.

De acuerdo con lo que venimos diciendo, la determinación del "nosotros" y de lo "nuestro" por el "legado" parte de ciertos supuestos que han entrado en crisis dentro de la ideología latinoamericanista contemporánea, el Primero de ellos es el de la reducción de la cultura al mundo de la "cultura espiritual"; el segundo, se pone de manifiesto en la tendencia a la ontologización de esa misma cultura, de donde surge la connotación típica del término "legado" y que lleva a una inversión de medios y fines, y por lo mismo a la imposibilidad de señalar el valor intrínseco de los primeros; en relación con los dos anteriores, el tercero consiste en la afirmación de una determinada jerarquía axiológica y consecuentemente de una taxonomía, particularmente dentro de lo que se entiende como "mundo de bienes", condicionados por los dos supuestos mencionados. Todo esto se relaciona, además, con la idea de la existencia de un mítico "continente cultural" del que surge o mana lo que recibimos justamente como "legado".

Por otra parte no sólo hemos recibido a partir del siglo XVI en adelante un "mundo de bienes", sino también determinados sistemas de relaciones humanas entre los cuales, aquéllos y éstos, existen diferencias importantes. Por de pronto, el primero constituye un conjunto de medios, aun cuando posean un valor intrínseco, que pueden presentarse como positivos o negativos para un sujeto que es por naturaleza el fin respecto del cual funcionan como tales. Ciertamente que en el conjunto de medios unos pueden ser la vía de realización de otros, que se aparecen de este modo como fines de aquellos, sin perder sin embargo nunca su naturaleza de medios respecto del sujeto. En la mayor parte de los casos, los medios pueden llegar a manifestarse como indiferentes respecto de los valores positivos o negativos, como es el hecho patente de la ciencia y la tecnología, que sirven tanto para bien como para mal de la humanidad y en tal sentido, la función del sujeto respecto de ella y en relación con el ejercicio de su autoafirmación de si mismo como valioso, consiste en un proceso constante y permanente de transmutación de valores. Dicho en otros términos, hace que los medios adquieran valor de positividad y no se conviertan en instrumentos de alienación, única vía por la cual puede rescatarse su valor intrínseco.

El sistema de relaciones humanas no es un mundo de bienes, sino un mundo de sujetos en interacción, respecto de si mismos y respecto del mundo de bienes. Colocados en el plano del deber ser social y atendiendo por eso mismo a la naturaleza de los sujetos que integran aquel sistema de relaciones, no se trata aquí de un mundo de medios, sino simplemente de un mundo de fines. Ciertamente que cada sujeto puede ser un medio para un fin, mas sin dejar de ser un fin en sí mismo. No es necesario repetir que hablamos de un deber ser social y no de determinadas sociedades, como es el caso de la sociedad esclavista y de todas las formas sucedáneas de la misma, en la que hay hombres que son manejados como cosas y que en tal sentido son medios del mismo modo que ciertos bienes crudamente instrumentales. La lucha por la liberación del hombre, que se pone como meta una humanidad como reinado de fines, tal como ya lo concibiera Kant en su filosofía de la historia, implica asimismo una transmutación, si bien en otro sentido. Un bien cultural es, en efecto, un medio por naturaleza, mas un sujeto es medio tan sólo accidentalmente, ya sea porque ha sido reificado y convertido en instrumento como consecuencia de un sistema de dominación, ya sea porque sin dejar de ser fin, colabora para que los demás puedan realizarse como fines, tal como debiera producirse, por ejemplo, dentro de la división del trabajo. En ambos casos se da una transmutación que en uno, en el de los bienes, consiste en cambiar de signo axiológico a los mismos, es decir restablecerlos en su valor intrínseco, mas en el otro, consiste en que un determinado sujeto deje de ser un medio instrumental, sea únicamente medio en el sentido antes indicado y se reconozca y sea reconocido como fin en si.

Respecto del mundo de bienes, el sentido legítimo de toda transmutación de valores, depende en última instancia del sistema de relaciones humanas considerado desde el punto de vista del deber ser, dicho en otros términos, el mundo de los medios lo es siempre respecto del mundo de los fines y, por lo demás, ni uno ni otro son fijos o permanentes, sino eminentemente procesuales. El hecho de que el valor que se atribuye a los bienes es algo que se encuentra condicionado por el sistema de relaciones dadas, es una consecuencia de la prioridad del sujeto respecto de aquellos bienes, como respecto del sistema mismo de relaciones humanas.

El mito de Calibán que aparece en La tempestad de Shakespeare, es un ejemplo clásico de lo que venimos diciendo. Calibán es el natural de una isla que bien puede ser, como lo ha probado Roberto Fernández Retamar (R. Fernández Retamar, 1974), una de las tantas que integran el mar Caribe. Próspero, es el conquistador que lo ha sometido y lo ha sumergido en las tareas más pesadas y burdas del trabajo. Gracias a eso, Próspero, con la ayuda de Ariel, personaje alado, puede dedicarse al ocio, es decir, a la vida propia de la cultura espiritual. El pago que recibe Calibán por su sometimiento consiste no tanto en los alimentos mediante los cuales subsiste, sino en la recepción de esos valores "esenciales" que integran la vida del espíritu supremos para el amo. De ser un hombre sin lenguaje, o por lo menos poseedor de un habla "primitiva y bárbara", ha aprendido la del señor. Pues bien, en un determinado momento, Calibán descubre que el habla que se le ha impuesto puede servir para maldecir al conquistador y dominador; Calibán ha llevado a cabo desde sí mismo una transmutación axiológica, ha puesto a su servicio un bien, cambiándole de signo valorativo. El habla de dominación se transforma en su boca de ahora en adelante, en una habla de liberación. Mas, este hecho no podría haber tenido lugar si no hubiera habido un cambio dentro del sistema de relaciones humanas, el que consiste de modo muy simple en que Calibán, de ser un medio de carácter instrumental, se ha reconocido a sí mismo como fin, aun cuando el antiguo amo se niegue a efectuar por su parte ese reconocimiento, en cuanto reconocimiento del otro. Ya llegará a producirse algún día ese segundo reconocimiento, mas no será fruto del nuevo uso dado a la lengua por parte del esclavo, aun cuando este hecho sea de singular importancia y en ocasiones decisivo, sino cuando el amo, acorralado por la violencia que él mismo ha generado, descubra que los discursos que le preparaba Ariel, como colaborador intelectual, ya no tienen la eficacia que mostraban en un comienzo y que todo el mundo de justificaciones "espirituales" se ha derrumbado posiblemente junto con su propio poder de dominación. Un nuevo hombre ha surgido que, por la fuerza de los hechos, no renuncia al "legado" impuesto, en este caso la lengua o los instrumentos de trabajo, sino que da a ellos un nuevo valor, su valor intrínseco y crea una "lengua para maldecir", lo cual supone una forma espontánea de decodificación del discurso opresor, como crea un nuevo uso de la hoz o del machete que ya no "siegan doradas mieses" ni "cortan dulces cañas", labores cantadas idílicamente por tantos arieles en el mundo.

La tendencia a considerar que el sistema de bienes recibe su sentido de modo exclusivo del "legado" entendido como cultura espiritual, pareciera haber sido confirmada por una cierta pervivencia autónoma que mostraría esa "cultura" respecto de otros bienes y respecto del sistema de relaciones humanas. En efecto, la sociedad esclavista griega ya no existe, ni menos aun existe Atenas como Imperio, mas, el arte griego, su estatuaria su arquitectura o su literatura, siguen teniendo vigencia para la humanidad. Estos hechos refuerzan la ilusión de atemporalidad de los aspectos espirituales del mundo de bienes y de su separación respecto de los sujetos humanos concretos que se realizaron humanamente en ellos. Ahora bien, estos aspectos de la cultura espiritual no sólo encubren los demás bienes de la propia cultura dentro de la cual surgieron históricamente y hacen pasar al olvido su conexión con un sistema de relaciones humanas concretas, sino que ejercen una función general de ocultamiento fuera de su propia cultura de origen, en relación con sociedades humanas que se organizan sobre otras totalidades culturales, dentro de las que han sido insertadas aquellas formas clásicas de la cultura espiritual. Este hecho, para nosotros los latinoamericanos, se pone de manifiesto claramente en el vasto fenómeno de recepción de la cultura europea y de las ideologías europeístas que se organizan sobre pretendidos valores intemporales. Ahora bien lo que nos interesa destacar es que esas ideologías no sólo ejercen una función de encubrimiento de la cultura europea misma, sino que al extenderse esta en su etapa colonial, provocaron un inevitable oscurecimiento, tanto de los colonizados en cuanto sujetos históricos como de las formas autóctonas que esos sujetos portaban las que fueron entendidas como ajenas o extrañas a la "cultura espiritual" hipostasiada de los colonizadores. Ese oscurecimiento se pondrá de manifiesto como una incapacidad de comprensión y como un intento violento y sistemático de reducción de toda forma cultural posible, al modelo clásico establecido, entendido como absoluto. El europeocentrismo y el occidentalismo podrían ser definidos por ese motivo, como dos ideologías que se organizan sobre la base de una imposición excluyente de un determinado cuerpo de bienes, generosamente "legados" al mundo mediante un acto fundador ontológico. El ya viejo y resquebrajado mito del "Occidente absoluto" o del "Occidente kat´exojén", como lo denominaba Hegel, asumido desde un germanismo, un latinismo, un hispanismo, o desde cualquiera de las diversas ideologías que ha ido generando y que se mueven como expresiones diversificadas de dicho mito, parcializa a la vez que absolutiza el mundo de la cultura, oscurece su capacidad de comprensión y muestra con toda crudeza el uso ideológico encubridor de las tradiciones que integran aquella "cultura espiritual", cuyo valor en cuanto creación y recreación, dentro de su marco histórico-social y en cuanto no fueron utilizadas como instrumentos de opresión, no ponemos en duda. En efecto, si Europa es una realidad cultural absoluta, solo cabe por parte de los sujetos europeos o no europeos, la recepción de su herencia, respetando incluso las categorías mismas de recreación que vienen impuestas con ella. Dos ejemplos, relativos al arte arquitectónico y al lenguaje, tomados al azar dentro de la copia de ejemplos que podría ponerse, producidos tanto por intelectuales europeos como nuestros, mostrarán la forma de ceguera o de encubrimiento que hemos mencionado, que suelen llegar a los límites de lo absurdo. "El arte maya en Yucatán es esencialmente arquitectónico -dice José Pijoán en su conocida Summa Artis- y son los edificios los que nos causan admiración... el pensamiento recurre al mundo greco-romano, parece como si lo hubiese dirigido un arquitecto maya que hubiera hecho un viaje por los países del Mediterráneo... Razonaba como un maya y planeaba como un griego”. La incapacidad de comprensión de este historiador del arte, no le es propia y es la prolongación de la misma actitud que mostraron los primeros evangelizadores en América, dentro de otra línea de desarrollo del occidentalismo, quienes trataron, empeñosamente, de redescubrir en las tradiciones míticas de los pueblos indígenas, las verdades del Evangelio oscurecidas por el pecado en que habían caído aquellas poblaciones por obra del demonio, o se esforzaron vanamente en encontrar las raíces hebreas de las lenguas indígenas americanas. Marcelino Menéndez y Pelayo, típico intelectual de lo que José Gaos ha denominado "pensamiento de la decadencia española", en una época en la que lo único que le restaba al antiguo Imperio "en el que no se ponía el sol" eran ciertas formas de la cultura espiritual, entendía que el principio de unidad de Hispanoamérica provenía, entre otros aspectos del "legado", principalmente de la lengua castellana, rechazando con la misma violencia de los conquistadores, toda otra forma cultural que no derivara del tronco hispánico. Para el entonces célebre erudito, lo original de Hispanoamérica le venía de la lengua de Castilla, modelada ciertamente bajo la doble influencia de "la raza y del medio ambiente" y nada valían para él, por ejemplo, "las opacas, incoherentes y misteriosas tradiciones de gentes bárbaras y degeneradas", términos con los que condenaba en masa todos los desarrollos de la literatura americana prehispánica, la que como sabemos a duras penas puede en nuestros días ser restablecida debido a la obra de sistemática destrucción que los mismos conquistadores llevaron a cabo (Pijoán, J., 1946: I, 120; Menéndez y Pelayo, 1911: tomo I).

La aparente pervivencia autónoma de ciertas formas de la cultura espiritual, hecho que como hemos dicho pareciera venir a confirmar la no-historicidad de su naturaleza, no proviene indudablemente de ésta sino del uso que aquellas formas reciben dentro del proceso de acumulación cultural, como asimismo de la actitud que el sujeto receptor adopta frente a ellas, cuando desconoce que su valor intrínseco surge de un acto de recreación sólo posible desde una autoafirmación del mismo sujeto como valioso, valor que por eso mismo puede perderse pero también ser rescatado.

La hipostasiación de las formas de cultura espiritual, sobre las cuales tantas veces se ha intentado alcanzar una definición del "nosotros" y de lo "nuestro", no sólo nos niega como sujetos de nuestro propio ser histórico y nos convierte en receptores de un mandato, sino que parte de formas de negación generadas ideológicamente por los portavoces de la cultura dominadora. Aceptar este hecho nos conduce a ser injustos respecto de nosotros mismos, mas también respecto de todo hombre incluido el dominador que ha pretendido hacernos caer en la trampa de lo absoluto, por cuanto es hacerle el juego a la deshistorización. Por otra parte, no está de más recordar, aquí que la posición del tradicionalismo respecto de las formas espirituales de la cultura es un fenómeno paralelo a la naturalización de las leyes que rigen los sistemas de relaciones humanas, hecho en el que se destaca por ejemplo, como uno de los tantos posibles, el problema de las leyes de mercado dentro de la economía política clásica.

Es importante insistir, frente a posiciones como las señaladas que la cultura, en cualquiera de sus manifestaciones, no constituye una realidad “separada” y que el valor de las mismas es en cada caso replanteado y reformulado por el hombre en relación con una situación histórico-social concreta dentro de la cual las asume o no como suyas. El caso del lenguaje, tal como surge con claridad del ejemplo de Calibán podemos rastrearlo fácilmente en nuestro propio desarrollo cultural. El hispanismo, con su revaloración de la lengua castellana como una de sus notas típicas, resulta ser ilustrativo. La generación española del 98, contemporánea del idealismo hispanoamericano del 900, valoró en general la cultura americana, según lo señala Luis Alberto Sánchez, casi como si se tratara de "una provincia de la cultura española" (Sánchez, 1932: VII, 49). Ya hablamos del "pensamiento de la decadencia" que movilizó ese mundo de valoraciones, agudizado entre otros hechos por la Guerra de Cuba. Nuestro idealismo del 900, dentro del cual el arielismo es posiblemente una de sus manifestaciones más significativas, fue a su modo, también, hispanista. Ahora bien, tanto los escritores peninsulares, como los nuestros, se sentían acuciados por determinadas carencias que afectaban a la totalidad de la cultura de sus países respectivos: en los primeros, la profunda crisis derivada del reencuentro de España consigo misma, luego de su larga aventura imperialista; en los segundos, los anuncios cada vez más inquietantes del imperialismo norteamericano. A los ideólogos españoles, perdido el Imperio, les quedaban las glorias de su pasado, entre ellas la lengua extendida a todo un orbe y junto con la misma otras formas de la cultura espiritual. Para los hispanoamericanos, ante la amenaza yanqui, el recurso a lo hispánico mostraba sin embargo otro sentido, en cuanto que respondía a causas semejantes por las cuales antes lo hispánico había sido repudiado por ellos mismos como signo de atraso y de barbarie: en ambos casos se trataba de la reacción contra formas de dominación, primero, contra un Imperio que hablaba español, luego contra otro frente al cual el regreso a lo hispánico se convertía en una legítima autodefensa, aun cuando fuera una de las más débiles. El regreso a la lengua como "legado" no podía por tanto tener el mismo valor entre los escritores finiseculares en España y los escritores del 900 entre nosotros. No hay duda que la valoración de la lengua que hacía un Menéndez y Pelayo, por no buscar otros ejemplos, no posee el mismo sentido que la misma muestra en el conocido poema "A Roosevelt" de Rubén Darío en donde denunciaba a los Estados Unidos "como futuro invasor" y le oponía lo que él llamaba: "...la América ingenua que tiene sangre indígena, que aún reza a Jesucristo y aún habla en español". Otro tanto podemos decir de la lengua en un escritor como Rodó cuando lanzó su Ariel a todos los ámbitos del Continente.

El valor de los bienes y entre ellos los que integran la cultura espiritual les deriva del sujeto que los porta y en relación con el cual son medios. El caso de Rubén Darío muestra patentemente la importancia que tiene, no el "legado", sino su recepción creadora. Con él la lengua castellana gozó de un momento de brillo y esplendor, provocando lo que bien podría llamarse una inversión del sentido de las influencias. El poeta nicaragüense hizo, en efecto, que el meridiano literario dejara de pasar por Madrid exclusivamente y que a la América de origen hispánico, sin que fuera óbice el galicismo estético del maestro, se le reconociera en el mundo de las letras castellanas no sólo voz, sino voz potente y renovadora.

Ciertamente que tanto "azules" como "arieles" muestran contradicciones y el panorama del rubendarismo y del rodoísmo desde el punto de vista de la afirmación de un sujeto frente a la cultura recibida, no fue siempre de un mismo signo. No es posible olvidar el elitismo y la posición aristocratizante, actitudes de las que ninguna de las dos tendencias se salva y que en Darío concluyen en un refinamiento decadente. Es cierto que el arielismo difundió una posición antiimperialista que en algunos de sus seguidores, los menos, se mantuvo como bandera de lucha; en otros aquella posición se fue diluyendo hasta llegar a afirmar que no veían incompatibilidad entre el hispanoamericanismo inicial del maestro uruguayo y el monroísmo renovado de Woodrow Wilson. Sin embargo, la mayor debilidad de todo este amplio movimiento en favor de una afirmación del “nosotros" y de lo "nuestro" mediante el recurso al "legado" provino de una actitud que se encuentra ya en el fundador y a la cual no escapó casi ninguno de los arielistas, que les condujo en su fervor por defender lo propio frente al mundo saxo-americano a invertir las relaciones del hombre con la cultura recibida, sin darse cuenta de que lo que daba valor en ese momento a sus plumas no era la lengua, ni la mítica "raza hispana", sino el hecho de asumir los bienes culturales hispánicos en relación con una determinada situación de autoafirmación de un sujeto histórico concreto.

Un análisis de los ideales bolivarianos y de algunos momentos de su reinterpretación dentro de lo que podríamos considerar como la línea progresista del bolivarismo, nos confirman en nuestra tesis acerca de la correcta relación del “nosotros” y de lo “nuestro” con lo que se ha dado en denominar el “legado”. Las tan conocidas palabras de Bolívar en la que nos hablaba de la “idea grandiosa” de una América hispana unida, revelan hasta que punto tenía presente la existencia de una herencia, como también hasta que grado sabía que ella depende de un sujeto histórico. “es una idea grandiosa –decía- pretender formar de todo el Nuevo Mundo una sola nación, con un solo vínculo que ligue sus partes entre si y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión debería por consiguiente tener un solo gobierno que confedere los distintos estados que hayan de formarse. Mas, no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América...” (Bolívar, 1975). Como se desprende claramente del breve texto, existe algo que nos confiere unidad pero hay también una voluntad, en este caso negativa, que no aprovecha aquel factor y que aparece colocada de este modo como el verdadero punto de partida sin el cual no hay unidad posible.

Juan Bautista Alberdi en su tesis leída en la Universidad de Chile en 1844 con el objeto de revalidar su título de abogado uruguayo, volvió a plantear el problema de la cultura espiritual que según sus palabras estaba constituida por una "similitud de instituciones, de costumbres, de ideas, de elementos sociales, de sentimientos, de lenguas", que daban "a los estados americanos de origen español" una "unidad moral", sobre la que se habría de fundar la "unidad política". Ahora bien, según se desprende de su modo de pensar el problema, es evidente que para Alberdi si bien la "unidad moral" es "muy superior a la unidad política", aquélla no nos determina y el hecho de que sea aprovechada o no en favor de la "unidad política" es en última instancia materia de decisión "política" y no "moral".

Y la prueba la da el mismo Alberdi al hablar de "la Europa incoherente, heterogénea en población, en lenguas, en creencias, en leyes y costumbres" y que sin embargo "ha podido tener intereses generales y congresos que los arreglen" (Alberdi, J. B., 1844).

No está de más aclarar que los conceptos de "unidad moral" y de "unidad política" hacen referencia, el uno, a la totalidad de las manifestaciones histórico-culturales homogéneas que, según entendía Alberdi mostraba la fisonomía de nuestros pueblos y el otro, a un acto de voluntad colectiva que, como se desprende de los textos siguientes, consistía en una "resistencia" ante las nuevas formas que el imperialismo había adoptado en el mundo. Alberdi retomaba con esta posición, la que ya había sido expresada dentro de la tradición bolivariana en el Congreso de Tacubaya de 1826, en donde Lucas Alamán propuso el Zollverein o liga aduanera hispanoamericana (Vasconcelos, J., 1933: 28). El ejemplo de la unificación de Alemania que tantas veces sería mencionado en adelante, se le presentaba a Alberdi de modo patente como fruto de una decisión que no dependía esencialmente de la cultura espiritual alemana, aun cuando ésta pudiera ser invocada y lo había sido de hecho para reforzar la conveniencia de aquella unidad. "Ya la Europa -dice Alberdi- no piensa en conquistar nuevos territorios desiertos; lo que quiere arrebatarnos es el comercio, la industria, para implantar en vez de ellos su comercio, su industria, de ella; sus armas son sus fábricas su marina (mercante), no los cañones; las nuestras deben ser las aduanas, las tarifas, no los soldados. Aliar las tarifas, aliar las aduanas, he ahí el gran remedio de la resistencia americana... La unión continental de comercio debe, pues, comprender la uniformidad aduanera, organizándose poco más o menos sobre el pie de lo que ha dado principio, después de 1830 en Alemania”. Sin entrar a considerar la nueva formulación de los ideales bolivarianos y su posible eficacia en caso de haber sido concretada en este sentido, lo que nos interesa subrayar es la noción de“resistencia" que es justamente la que da el correcto alcance y sentido de la "unidad política" y, frente a la cual, toda herencia cultural no posee valor en sí misma, si bien es cierto que es una ventaja que nuestros países sean homogéneos marcadamente en este aspecto.

Planteos casi en los mismos términos alberdianos serán hechos ochenta años más tarde por Manuel Ugarte, uno de los arielistas más combativos y lúcidos de la generación hispanoamericana del 900. Sabida es la importancia que este grupo concedió al "legado hispánico" expresado en la literatura de la época en el nebuloso concepto de "raza". Ugarte participó de ese intento de revaloración de lo americano, pero no ignoró que las tradiciones de nada valen si no son asumidas desde una autoafirmación del sujeto que las ejerce. En la carencia de esa autoafirmación, no en la carencia de un "legado", vio que se encontraba el problema hispanoamericano. Esa autoafirmación era una ineludible respuesta ante la misma situación de dependencia que señalaba Alberdi, fruto del proceso mundial imperialista, definido por Ugarte casi en los mismos términos: "El Imperialismo –dice- se anexaba en las primeras épocas a los habitantes en forma de esclavos. Después se anexó la tierra sin los hombres. Ahora se aclimata el procedimiento de anexar la riqueza sola, sin la tierra y sin los habitantes, reduciendo al mínimo el desgaste de la fuerza dominadora". Frente a este hecho, cuya denuncia fue para Ugarte una verdadera cruzada continental, "Lo que debemos cultivar es el amor a nosotros mismos, la inquietud de nuestra propia existencia". Y, políticamente, esa autoafirmación se debía canalizar, lo mismo que pensara Alberdi, dentro de un bolivarismo renovado según los tiempos, mediante la preparación "si no de la unidad como la de Italia y Alemania, por lo menos, una coordinación internacional".

Con otras palabras, lo que venía a afirmar era justamente aquella "unidad política" sin la cual ningún sentido habría de tener cualquier forma de "unidad moral" (Ugarte, M., 1962).

El punto de partida para una definición de lo "nuestro" y del "nosotros" ha de ser siempre el sujeto concreto inserto en su mundo de relaciones humanas desde el cual recibe o se apropia de las formas culturales, y no lo recibido en sí mismo, cuya riqueza intrínseca se juega toda entera en el acto de recepción. Se hace por tanto necesario estudiar ese acto dentro del vasto proceso de incorporación de nuestra América a lo que se ha dado en llamar el Occidente. Ya sabemos que ese proceso estuvo signado por la violencia conquistadora y la consecuente colonización de complejos y variados grupos humanos que no estaban, ciertamente, "sumergidos en la naturaleza" y que debieron sufrir la dolorosa y trágica quiebra de sus propias tradiciones y sistemas de vida.

El problema de la recepción, si bien con diferencias epocales, se habrá de caracterizar por un complejo proceso en el que de un primer momento de violenta acumulación se pasará a un permanente juego de acumulación y endogenación, aspectos no siempre claramente diferenciables. En efecto, la acumulación no ha sido nunca un hecho puro y mecánico y las formas culturales superpuestas adquirieron siempre, además de una de terminada funcionalidad, una fisonomía peculiar o típica. Por su parte, cuando se dieron formas de endogenación que superaron la mera tipicidad y se alcanzaron ciertas formas creativas, no se dejó de suponer lo acumulativo.

El proceso de conformación cultural que en un comienzo se manifestó como un sincretismo, concluyó generando una reformulación motivada por las circunstancias locales de aprovechamiento de la naturaleza y por los sistemas diferenciados de explotación y control social, los que acabaron por dar una funcionalidad a todas las manifestaciones de la vida americana. Las discusiones acerca del modo como las instituciones feudales fueron transplantadas, y la manera como se gestó entre nosotros el paso del feudalismo hacia formas precapitalistas y luego abiertamente capitalistas, giran todas ellas, precisamente, sobre su reformulación, consecuencia de su necesaria adaptación. De esta manera las influencias exóticas comenzaron a ser generadas "desde adentro" del sistema, una vez impuestas; hecho que hacía directamente a la eficacia de la organización colonial. El sujeto de este proceso de conformación cultural fue, en un comienzo, el mismo conquistador, luego sus descendientes, aquellos que integraron el grupo criollo y, más tarde, desaparecida la sociedad patricia, los grupos que dieron nacimiento a las preburguesías latinoamericanas.

A la funcionalidad, se sumó la tipicidad, el "color local", indiferente a la necesidad de eficacia de la que surge aquélla causada por factores muchas veces fortuitos. De este modo el elemento exótico que mostraban las formas culturales originariamente acumuladas, comenzó a ser interiorizado, dando lugar a modos primarios de endogenación. Lo creativo aparecerá en este complejo proceso, cuando, en medio de la situación general de dependencia, aparezca un sujeto que, utilizando las mismas formas culturales impuestas, ponga de manifiesto una transmutación de valores.

La arquitectura nos muestra interesantes ejemplos de acumulación, endogenación funcional, tipicidad y endogenación creadora, y puede leerse en ella el proceso de constitución de las nuevas sociedades en nuestras tierras, en cuanto que muestra no solo la estratificación social de cada época, sino también el grado y tipo de integración de los diversos grupos humanos. Las diversas formas de superposición que pueden verse en la arquitectura civil y religiosa son, en algunos casos, una evidente muestra del primer momento acumulativo. El ejemplo de la ciudad de Cuzco y el caso particular del Convento de Santo Domingo, en la Plaza Mayor de la antigua capital incaica, emplazado sobre el templo de Coricancha, constituyen casos elocuentes. Lo mismo puede decirse del templo cristiano que corona la pirámide mayor de Cholula, cerca de Puebla, en México y la pequeña iglesia construida sobre uno de los palacios indígenas de Mitla, en Oaxaca. El portal de la casa de los Montejo, en Mérida de Yucatán, en el que aparece, en su tallado en piedra, el conquistador español con su vestimenta guerrera y sus armas, de pie sobre las cabezas vociferantes de los dominados, es un símbolo de este modo primitivo de recepción de influencias. La famosa polémica del padre Las Casas, significó la primera crítica al proceso inicial de acumulación de la conquista.

Las estructuras ciudadanas expresaron de modo directo, como es fácil entenderlo, la estratificación social. A fines del siglo XIX en una etapa ya lejana de aquella primitiva acumulación, pervivían curiosas formas de estratificación social y edilicia. En la ciudad de Quito "Las casas tienen sin excepción -describe un viajero- dos pisos: el de arriba para las clases acomodadas, el de abajo para las tiendas, es decir negocios de baratijas y talleres y también habitación de cholos y mestizos... La masa mas numerosa de la población, los mestizos y cholos, es pobre, muy pobre. Llenan las calles en compacta muchedumbre y viven en casi todas partes en los pisos bajos de las casas" (J. Kolberg, 1977: 186 y 191). Claro está que en este ejemplo ya era visible una endogenación funcional y una fuerte tipicidad, esto último, perceptible todavía en la parte antigua de la capital ecuatoriana.

Dentro de la arquitectura religiosa, frente a las esplendorosas iglesias y catedrales ciudadanas, de sentido muchas veces marcadamente europeizante, se dio una arquitectura religiosa rustica o de los campos, que ha sido expresión de lo que se ha denominado "estilo mestizo". El mestizaje, fenómeno de endogenación con matices propios y generalizados en toda nuestra América generó, dentro de sus limitaciones, aspectos creadores. Por lo demás, el producto de la mestización no es obra exclusiva del hombre considerado racialmente como "mestizo", ni es éste necesariamente el que ha movilizado el estilo de endogenación al que nos estamos refiriendo, sino el hombre americano en general, cualquiera haya sido el color de su piel y su origen étnico. De ahí que José Martí rechazara fuertemente la cuestión racial y hablara, sin embargo, de "nuestra América mestiza" con lo que no quería referirse a la parte "mestiza" de nuestra América, sino a una modalidad cultural propia de todo el Continente. En efecto, el llamado "estilo mestizo" arquitectónico salió originariamente de manos de artistas indígenas y significa para nosotros uno de los momentos más interesantes de asimilación de una forma cultural exógena, ya fuera dentro de la influencia del primitivo arte románico, ya del barroco posterior. Las bellas iglesias de San Francisco de Acatepec, muy cerca de Puebla, como la muy notable de Tonantzintla, en el valle de Cholula, no lejos de aquélla, son manifestaciones de este "estilo mestizo", como lo son asimismo algunas iglesias de Arequipa, la de San Lorenzo en Potosí, a las que se puede agregar la de Balvaneda, en el Ecuador. Son ellas expresión viva, dentro de la frecuente pequeñez y humildad de estos templos, de un espíritu de endogenación en la que lo funcional y lo típico han adquirido un nuevo sentido, en cuanto suponen, por parte del olvidado artista indígena, una afirmación de un sujeto y por tanto una comprensión de un "nosotros" (Buschiazzo, M., 1961).

El problema de la recepción del legado ha de ser analizado no sólo desde el punto de vista de las formas receptivas, que van desde una primitiva acumulación hasta manifestaciones de una endogenación creadora, sino asimismo atendiendo al proceso de organización de una memoria histórica. El problema se relaciona con el nacimiento de las historiografías nacionales, que han supuesto siempre una determinada posición respecto de la cultura propia y que tienen implícita, además, lo que se podría entender como una teoría de esa misma cultura. En efecto, no siempre se ha considerado que las formas asimiladas eran las más apropiadas, y por tanto dignas de ser sostenidas, como no siempre se ha entendido, después, que el rechazo dé las mismas hubiera sido acertado. Todo esto tuvo su comienzo a partir del momento en el que se sintió la necesidad, dentro de los grupos de poder de las sociedades americanas, de generar un proceso de formación de una memoria histórica, que implicaba, necesariamente, una tarea valorativa del pasado y por tanto, a la vez, un ejercicio de "olvido", dentro del proyecto ideológico de aquéllos. Esto habría de generar, entrado en crisis el primitivo proyecto, intentos de "restauración" y, paralelamente, un ejercicio de "recuerdo".

La "memoria patria" tuvo sus comienzos a partir de un cierto “vacío", consecuencia de una pérdida de las "memorias nacionales europeas" sobre las que se había construido toda la historiografía elaborada por los ideólogos de la conquista. Aquel fenómeno se puso ya claramente de manifiesto a fines del siglo XVIII, época en la que se despierta un fuerte sentido de autonomía que habrá de ser el antecedente del independentismo posterior. "Las memorias nacionales -escribía Alejandro de Humboldt- se pierden insensiblemente en las colonias, aun aquellas que se conservan no se aplican a un pueblo ni a un lugar determinado. La gloria de Pelayo y del Cid ha penetrado hasta las montañas y los bosques de América; el pueblo pronuncia algunas veces esos nombres ilustres, pero ellos se representan en su imaginación, como pertenecientes a un mundo puramente ideal o al vacío de los tiempos fabulosos” (citado por Rodó, J. E., 1957). La perdida de "peso histórico" de las "memorias nacionales" llegadas con los conquistadores, se debía, como agudamente lo señala Humboldt, a la existencia de un sujeto que había comenzado a sentir que ellas no le pertenecían como propias pero que se encontraba, por otro lado, en la imposibilidad de remplazarlas. Se trataba de un modo negativo de autoafirmación que sería el paso necesario para un segundo momento positivo, que se abriría con las guerras de Independencia. En efecto, producidas éstas, las gestas libertadoras y algunos hechos del pasado colonial que las anticiparon, comenzaron a ser rescatados y ordenados en relación con un proyecto que implicaba, inevitablemente, el repudio de ciertos elementos valorativos que habían constituido el esquema axiológico de la colonia española, pero que no fue y no pudo ser nunca un rechazo total de los mismos.

Ahora bien, hubo un momento en el que aquel "vacío" del que nos habla Humboldt comenzó a ser remplazado por un contenido histórico que no revestía los caracteres de lo fabuloso, sino un valor y peso concretos para el hombre americano. Se pusieron en juego, entonces, asumidas ahora por este hombre, aquellas antiguas categorías que han regido la filosofía de la historia y que acabarían generalizándose, durante todo el siglo XIX, con las palabras de "civilización" y "barbarie". Esta dualidad se habrá de caracterizar por un permanente juego de absolutización y relativización, derivado de las contradicciones del propio proceso civilizatorio europeo. Jean Lacroix nos dice, en efecto, que a fines del siglo XVII, fue probablemente Holbach quien acuñó por primera vez la palabra "Civilización", escrita en singular y con mayúscula y que, más tarde, en la segunda década del siglo XIX, en escritores como Ballanche comienza a utilizarse la palabra en plural y con minúscula (Lacroix, J., 1977-1978: 43-44). La civilización occidental seguía siendo el modelo desde el cual se juzgaba a los demás pueblos del orbe, pero a su vez, éstos mostraban formas que podían ser entendidas como "civilizadas", en medio de su "barbarie". Esa relativización habría de justificar que se hablara de formas de "civilización" en nuestras tierras, aun cuando el modelo siguiera siendo externo y se lo siguiera pensando, en cuanto modelo, con mayúscula. A su vez, los cambios experimentados por el paradigma habrían de acentuar aquella relatividad y nos explican los contenidos semánticos a veces abiertamente contradictorios, de los términos de "civilización" y “barbarie", a través de su matizada historia.

Estas palabras expresaban viejas categorías y tenían únicamente de nuevo que eran enunciadas por un sujeto que las había asumido desde una cierta conciencia histórica, a partir de la cual pretendía afirmarse como tal. Suponían, por eso mismo, el rechazo de la formulación que aquellas categorías habían recibido antes. En el momento en el que terminó la dominación ibérica en la casi totalidad del Continente y comenzaron las influencias de los países europeos en los que se produjo la Revolución Industrial, la cultura hispánica que constituía el modo como habíamos entrado en la "civilización", fue declarado "barbarie". El mundo cristiano hispánico quedó relegado, dentro de una de las líneas más radicales de nuestro pensamiento político y social, a la misma categoría en que había quedado para él, el mundo pagano prehispánico. Y del mismo modo que los españoles trataron de "borrar" de las mentes indígenas su cultura espiritual y, a la vez, trataron de reordenar sus sistemas sociales y de explotación de la naturaleza, las burguesías hispanoamericanas del siglo XIX, portavoces de las nuevas formas imperiales y colonialistas, trataron de hacer otro tanto con la cultura espiritual hispánica, como así mismo con los sistemas de las relaciones humanas que habían dejado establecidas, en la medida en que resultaban ineficaces para los nuevos modos de explotación. En ambos casos, el sujeto último de cuya conciencia se trataba de "borrar" un pasado, era el que integraba la fuerza de trabajo, el indígena, primero y, más tarde, las masas campesinas en general fueran o no propiamente indígenas. Años más tarde, en el momento en que ciertos grupos intelectuales latinoamericanos tomaron conciencia del despertar de los Estados Unidos como potencia imperialista, se sentirá la necesidad de la restauración de elementos culturales del pasado colonial hispánico, rescatados ahora como signos de "civilización" propia. Tal fue el proyecto del idealismo hispanoamericano del 900 que vino a proponer, como hecho continental, una nueva inversión valorativa, moviéndose siempre dentro del clásico esquema bipolar del proyecto civilizatorio. La tan ansiada "civilización" propugnada por los liberales durante el siglo XIX y llevada adelante por el fuerte movimiento de la Reforma en todos los países hispanoamericanos, había comenzado a mostrar los peligros de un ejercicio de "olvido" que ponía en peligro bienes y sistemas de vida que ahora no aparecían tan negativos. Un nuevo modelo había aparecido, los Estados Unidos, que había comenzado a imponerse en los medios querdocráticos de las burguesías latinoamericanas y amenazaba con extenderse a las "masas cosmopolitas" desligadas de toda tradición. Surgió de este modo un intento de restauración que exigía una reordenación de la memoria histórica, en particular, respecto de lo que se había propuesto "borrar" culturalmente. El idealismo del 900 tuvo la virtud de poner de manifiesto la complejidad de la tradición, señalando la pervivencia de formas que se creía definitivamente eliminadas o hundidas en el pasado. Su debilidad radicó en el hecho como veremos luego, de conceder a aquellas formas, en más de un caso, prioridad respecto del sujeto receptor y retransmisor de las mismas, que le condujo, no sin contradicciones, a caer en respuestas de tipo tradicionalista, impotentes, en cuanto tales, para fundar de modo adecuado las bases de un reordenamiento axiológico.

Desde estos planteos se hace necesario rever, pues la contradicción entre "civilización" y “barbarie", que atraviesa íntegramente el discurso político del siglo XIX y que, a su modo, pervive en nuestros días. La "civilización" exigía un "olvido" de la "barbarie" para lo cual había que tomar conciencia de esta última. El planteo se daba, en la superficie, como un problema de determinadas formas culturales, en particular, hábitos, costumbres, modos de vida, de los que era necesario desprenderse para poder ingresar en el orbe cultural europeo del momento. Ahora bien, el rechazo no apuntaba únicamente a lo que había de "americano" en aquellas formas, sino también a lo que tenían de europeo, pero de una Europa superada y negada por sí misma, en su avance hacia la futura sociedad capitalista. En un determinado momento ese "olvido" se proyectó no sólo contra los residuos de la vieja Europa feudal vigente en nuestras campañas, sino contra la misma Europa industrial, aquejada ya fuertemente por las consecuencias sociales que acarreaba el nacimiento del proletariado y, más particularmente, por las primeras manifestaciones de una conciencia para sí de ese proletariado. Una "novísima" Europa había nacido, mas no en el Viejo Continente, sino en el Nuevo, en donde una nación "poderosa y ordenada", los Estados Unidos, se presentaba para muchos como habiendo realizado la soñada utopía que Europa había colocado en tierras americanas desde los albores del Renacimiento.

Apretadamente hemos hecho con esto la historia intelectual de toda una generación, en la que la figura de Domingo Faustino Sarmiento juega casi como un símbolo. "Yo he habituado los oídos de los americanos -decía jactanciosamente el autor del Facundo- a oírse llamar bárbaros y ya no lo extrañan”. "Pertenezco –decía- al corto número de los habitantes de la América del Sur que no abrigan prevención contra la influencia europea en esta parte del mundo” (Sarmiento, D. F., 1958). Para ejercer el "olvido" de lo que teníamos de "bárbaros" y podernos desprender de los últimos residuos de la Europa feudal inyectados en nuestra salvaje naturaleza americana, había que tomar conciencia de ellos, única vía para abrirnos a la nueva Europa. Más tarde, cuándo el germen del socialismo, débilmente amenazante en 1830 y en 1848, adquiera toda su fuerza en 1871 con la Comuna de París, la "nueva Europa", la de la Revolución Industrial, volverá a "envejecerse" y Sarmiento reorientará su "ejercicio de olvido", llenándolo justamente de "prevenciones" contra aquellas influencias en las que había cifrado antes la "civilización".

Ahora bien este ejercicio de olvido negativo, es justamente el que señalaba Bilbao y retomará, más tarde, en iguales términos, José Martí. Se presentaba en la superficie, tal como hemos dicho, como una exigencia de despojarnos de ciertas formas culturales, mas, en el fondo, de hecho, ese "olvido" funcionaba como un desconocimiento de las masas que se reconocían a sí mismas en las formas culturales rechazadas. A esas masas no se las podía acostumbrar a considerarse "bárbaras" sino mediante la violencia, y el "olvido" al que debían someterse suponía un sujeto activo que debía "borrar" en ellas los residuos del pasado.

Contradictoriamente, el discurso mediante el cual un Sarmiento propondría y aun exigiría un "olvido", se apoyaba en las mismas formas culturales que debían ser rechazadas. Incluso, en abierta oposición al proyecto ideológico de las oligarquías antipopulares y europeizantes, que movilizaba toda su propia acción política y social, haría del hombre de las campañas objeto digno de recreación literaria expresada, por lo demás, con un lenguaje que tenía como trasfondo la prosa española del Siglo de Oro (Alperin Donghi, T., 1958).

De este modo, los términos de "barbarie" y de "civilización" hacen referencia de modo permanente dentro de nuestro pensamiento, a estadios diversos de cultura, y lo contradictorio aparece de modo constante, pues, para rechazar el estadio anterior, visto como "barbarie", frente a las nuevas formas que constituían la "civilización", quienes adoptaban esa actitud no podían menos que recurrir a bienes culturales que habían sido considerados positivamente en la etapa "bárbara" que se debía negar. Y este hecho ocurriría, además, tanto en lo que se refiere al mundo de bienes, como al sistema de relaciones humanas, lo que explica la pervivencia normal de formas feudales dentro de la reordenación de aquellas relaciones que exigía el capitalismo naciente.

El problema de la recepción, endogenación y pervivencia de formas culturales es, como lo hemos dicho, una cuestión que se da en relación directa e íntima con los antagonismos sociales tal como se generaron en los países colonizados y dependientes. El mismo Sarmiento declaró que la lucha entre la "civilización" y la “barbarie" constituía una "guerra social", y así tituló algunos de los capítulos de su Facundo. Conocido es el enfrentamiento de las preburguesías rioplatenses en el siglo XIX, empeñadas en un proceso de modernización que agilizará el ingreso al orbe de los países industriales, con el campesinado y los antiguos grupos artesanales que habíanse constituido a fines del siglo XVIII. En este conflicto, las costumbres, las creencias heredadas, las relaciones humanas establecidas y sobre las cuales desarrollaban su vida esos grupos humanos, fueron sostenidas como recurso ideológico de afirmación de ellos mismos, en su propia defensa, mientras que las formas culturales que integraban la llamada "civilización" constituyeron, por su parte, lo que debía ser impuesto a aquellos grupos, de acuerdo con la voluntad opresora y represiva de las burguesías nacientes. Se trataba del enfrentamiento entre una cultura asumida como resultado normal de un proceso de endogenación de la sociedad americana, y una segunda etapa que se mostraba todavía en su etapa acumulativa y tratando de lograr una nueva funcionalidad. Este hecho explica por qué las manifestaciones de protesta de los grupos sociales dominados, particularmente durante el siglo XIX, los levantamientos campesinos en general y los gobiernos despóticos de base popular, se hayan apoyado en la cultura tradicional hispánica. En esos grupos no se planteaba la necesidad de "olvidar" un pasado, sino de afirmarlo en aquellos aspectos culturales heredados, en los que encontraban su justificación y sobre los cuales ejercían, dentro de las pautas establecidas, sus escasas demandas. Los hacendados, caudillos naturales de las masas oprimidas, las que consideraban como normal su estado de servidumbre, se aprovecharon de éstas para su lucha contra la fracción propietaria modernizante y para mantener el viejo sistema de control social, desde un proyecto que ofrecía para aquellas masas menos trastornos que el de los liberales radicales. Se trataba, para ellas, nada menos que de su propia supervivencia, como el proceso rioplatense lo demostró con las prácticas de genocidio, disimulado o abierto, primero, y con la política de inmigración europea, después.

A fines del siglo XIX la llegada de campesinos y proletarios industriales del Viejo Continente al Cono Sur, adquirió un volumen impresionante. Las burguesías europeas habían encontrado una fórmula de salvación, una especie de válvula de escape para aligerar las tensiones sociales cada vez más amenazantes; las burguesías americanas nacientes, un modo de "borrar" los últimos residuos de la antigua sociedad campesina nativa, mediante un "lavado de sangre". Las ciudades rioplatenses crecieron, la soñada cosmópolis de Sarmiento adquirió realidad, pero como una nueva Babel en la que imperaba la confusión de las razas y de las lenguas. Los grupos humanos, transplantados para "borrar" la "barbarie", bien pronto fueron vistos como una nueva forma de “barbarie", por las burguesías herederas del poder social y político del antiguo patriciado. El "aluvión cosmopolita" dio nacimiento a un proletariado de distinto signo, que no era ya exclusivamente campesino, ni tampoco venía a prolongar el antiguo artesanado colonial. Ese proletariado poseía, a pesar de la Babel de las lenguas, un sentimiento potencial de clase y bien pronto generó una cierta conciencia histórica y, consecuentemente, una memoria, robustecida y organizada sobre la memoria ya acumulada por el proletariado europeo en sus luchas de un siglo. Por primera vez comenzó a constituirse un proletariado que intentó dirigir su propia praxis social, con el apoyo de doctrinas revolucionarias (Oved, J., 1978, 35). De la antigua sociedad de castas se había pasado casi de golpe a una sociedad de clases. Para desilusión mayor de los grupos tradicionales de poder, los que habían sido traídos para "borrar" un pasado, habían acabado aliándose con el antiguo campesinado y habían terminado introduciendo en éste un cambio cualitativo mucho más significativo que el cambio de "sangre". Al mismo tiempo, la antigua sociedad patricia había dado un paso hacia la sociedad burguesa, rompiendo en su propio seno con todas las ataduras "morales" que habían regido la vida patriarcal y el "lavado de sangre", que acarreaba inevitablemente un modo de "olvido", se había infiltrado en los núcleos familiares tradicionales. Al estoicismo en el que habían vivido amos y siervos durante el antiguo régimen, sucedió un ansia de bienes materiales, legitimable en los desposeídos, que fue considerada, en bloque, como un epicureísmo desenfrenado.

Ciertos grupos intelectuales que integraban la burguesía, comenzaron entonces a pensar que el "ejercicio de olvido" había sido llevado a extremos peligrosos que amenazaban con una presunta disolución de las sociedades hispanoamericanas. Con audacia, esos intelectuales extrapolaron el problema social rioplatense, y lo presentaron como una cuestión de unidad continental, que debía ser llevada adelante como tarea de esa misma burguesía, mediante un cambio de rumbo. La "novísima" Europa que había crecido en América y que había terminado siendo para algunos el modelo absoluto, los Estados Unidos, comenzó a ser visto como el antimodelo que estaba creciendo dentro de nosotros. No era una Europa renovada en América, sino la "anti-Europa", no mostraba la vieja sabiduría del Antiguo Continente en el que había habido siempre hombres, como el venerado Thiers, nuevo Pericles que había sometido las masas bárbaras de la Comuna y había sabido reencauzar a Francia en el inagotable tesoro de su "pasado espiritual".

Paul Groussac desde Buenos Aires, haría, como buen francés de la época, imbuido de la misión civilizadora de "la Francia eterna", la crítica al "olvido" imperdonable en que había caído la generación liberal al renunciar a los bienes espirituales del latinismo. Ricardo Rojas levantaría la bandera de la "restauración nacionalista", invocando los manes olvidados de la hispanidad y tratando de rescatar un pasado indígena ya totalmente lejano en el Río de la Plata, en una especie de indigenismo póstumo. José Enrique Rodó, sin discusión el máximo ideólogo de este intento restaurador, denunciará la doctrina de la "decadencia de la latinidad", criticará al partido liberal que no tuvo más que olvido y condenación para un pasado del cual no era posible prescindir y señalará con temor la presencia del "aluvión inmigratorio" que había venido a nublar "la conciencia de la raza propia".(J. E. Rodó, 1957, 500). Antes la tarea había consistido en "borrar", ahora se trataba de "escribir" en la conciencia de estos hombres transplantados y sin arraigo, los veneros de la tradición y de la "raza", tarea para la cual era necesario preparar a los jóvenes de la burguesía dirigente en una doctrina de "idealismo", que con diversa suerte se extendería por toda América Latina como una misión generacional redentora. Se partía del presupuesto de que estas masas, el "aluvión inmigratorio" rioplatense -como sucedió con el campesinado zapatista en México- carecían de una conciencia para sí y que eran por tanto incapaces de generar una nueva forma de organización de memoria histórica. Los "pueblos niños" debían ser reconducidos en los cauces de las historiografías nacionales con sus "sagradas memorias" patrias, que no eran otras que las que desde comienzos del siglo XIX habían elaborado los grupos sociales dominantes.

La respuesta consistió en regresar al legado de nuestros antepasados, sin desconocer, por cierto, que esa restauración no podía repetir la ciega actitud de los partidos conservadores que se instalaron en la tradición y la herencia española como fin y morada, sino que debía ser punto de partida. La respuesta intentó, en general, ser de carácter dialéctico, prueba de que la presión social había llegado a tal punto que una restauración no podía ser llevada a cabo de modo ingenuo. Se trataba de una nueva formula del viejo partido conservador, que pretendía tomar la delantera, sin renunciar a los beneficios de la Reforma que habían concluido en casi todo el Continente los partidos liberales. La ciudad, que había representado la "civilización", se transforma -invirtiendo el clásico esquema sarmientino- en el lugar en el que se desarrolla una nueva "barbarie", y un vago romanticismo despierta un ansia de regreso al antiguo campesinado hispano-indígena, en el que de alguna manera pervivían las formas de legado espiritual transmitido por la "Madre Patria".

El arielismo, a pesar de los condicionamientos dentro de los cuales se gestó, había levantado dos importantes banderas: la de la unidad de la América Hispana, y la de la lucha contra el imperialismo. Los Estados Unidos, no constituían solamente el antimodelo que venía a socavar los fundamentos de una cultura, representaban además, el nuevo poder imperial en el mundo. Sus avances en el Caribe y en los países centroamericanos eran un hecho. Rodó reavivó el mensaje bolivariano y se entregó con fervor, por largos años, a una campaña continentalista, invitando a aquella "resistencia" de la que hablara Alberdi, e invocando aquella "inquietud" por nuestra propia existencia que Ugarte, inspirado en el maestro uruguayo mencionara. Mas, a la hora de dar una definición del "nosotros" propuso la elaboración de un paradigma que, según sus palabras, debía ser "arrancado de nuestras entrañas" provocando un "despertar de cosas adormidas": las glorias de la "raza", sus tradiciones, en una palabra, regresar al "legado". Su devoción por las formas superiores de la cultura y por los caracteres éticos que veía encarnados en ellas, le impidió abrirse hacia una comprensión de su propia realidad social que le pusiera más allá de su progresismo político, paternalista y conciliador. Su pensamiento corrió el riesgo de convertirse en un filosofar de lo acaecido, desde la categoría de conciliación, organizada sobre una meditación que buscaba el reencuentro de los valores desquiciados en un impreciso concepto de "genio de la raza". Sin quererlo concluyó dando prioridad a la "unidad moral", debilitando su propia voluntad de "unidad política", que si bien la ejerció hasta el fin de sus días, adoleció de las limitaciones que harían del arielismo una doctrina destinada a solucionar nuestros problemas de marginación y explotación, mediante la ilusa moralización de las burguesías. Las categorías sociales rodonianas se mueven entre lo calibanesco, vicio en el que habían caído principalmente las burguesías, y la "inocencia" de las masas. El proyecto consistía en convertir los "calibanes" en "arieles", para que surgieran los conductores de aquellos "pueblos niños". Estos planteos generaron, de modo fácil, posiciones reaccionarias que el mismo maestro, en función de sus sentimientos, hubiera repudiado. Jamás hubiera pensado por ejemplo, que sus ideales "arielistas" pudieran llegar a ser compatibles con el racismo, como de hecho se produjo en algunos de sus seguidores y admiradores.

Por lo demás, ¿en qué consistía aquel "legado" que debíamos "recordar" y retransmitir a las masas que integraban el "aluvión cosmopolita"? La correspondencia intercambiada entre Unamuno y el maestro uruguayo, a propósito del Ariel, muestra las primeras dificultades del intento de responder a esta pregunta dentro del espíritu restaurador rodoniano. El Ariel, como lo señala Unamuno, era expresión de "latinismo", de "galicismo" y de "hispanismo", tres autodefiniciones que al escritor vascongado le resultaban estrechas y hasta repudiables. Rodó se siente obligado a aclarar los alcances de su "latinismo", como así también de su "afición a lo francés", y a declarar que el hecho de sentirse "muy latino", como su pasión por lo gálico, era fruto de la valoración de una categoría más amplia dentro de la cual lo "latino" y lo "francés" eran simplemente algunas de sus manifestaciones, la de lo "meridional" o "septentrional", en resumen, la "mediterraneidad". Por otro lado, su "hispanismo" entraba en crisis en él como consecuencia de su ”catalanismo", donde veía realizado un cierto espíritu "europeo, es decir "francés", lo cual le conducía a retacear lo "hispánico" reduciéndolo al mero "espíritu castellano". Más tarde, en esta serie de imprecisiones, en 1910, rechazará la autodenominación de "latinoamericanos" que surge del Ariel y declarará que es más adecuado llamarnos "iberoamericanos", por ser expresión "más íntima y concreta" y porque hace referencia a nuestra situación de "nietos de la heroica y civilizadora raza", sin que aquí, ni en otros momentos, alcanzara a decirnos en qué consistía la tal "raza". Por último, como consecuencia de la primera Guerra Mundial, regresará Rodó a un "latinismo" que aparece, en ese momento, entendido como lo francés, y no precisamente lo hispánico, en una etapa de declarado galicismo que de alguna manera, vino a ser un regreso al panlatinismo de la segunda mitad del siglo XIX. Todos estos vaivenes e indecisiones que muestra el rescate de lo "olvidado" dentro del proyecto ideológico de las burguesías latinoamericanas, depende de una inclinación a considerar el orbe cultural dentro del que nos movemos y en particular el mundo de los bienes espirituales como una realidad sustante por sí, descuidando que las autodenominaciones son siempre relativas a un sujeto histórico que les otorga sentido y valor en la medida y grado en que es el portador y recreador de las mismas. En su apasionada y noble prédica de la unión continental, por la que tanto hizo Rodó, desplazó más de una vez, con términos alberdianos, la "unidad política" en favor de la "unidad moral", con lo que vino a perder el punto de referencia, nuestro hombre concreto, y se encontró en el mar impreciso del mundo de las esencias, de las cuales participamos, sin que podamos saber a ciencia cierta de cuáles participamos más o menos, cuál posee más riqueza de ser para nosotros y cómo, a su vez, participan ellas entre sí. El empirismo psicologista, de fuerte sentido individualista, de Rodó, no era incompatible, en su teoría de la cultura, con un larvado platonismo (Rodó, J. E., 1957: 1160, 1276, 1301, 1304, etc.).

La exigencia de autoafirmación del sujeto latinoamericano nacida conjuntamente con un cierto grado de conciencia histórica, condujo, inevitablemente, a aquellos intentos de "borrar" un pasado mediante un ejercicio de "olvido", y a la vez, a los proyectos restauradores organizados sobre un "recuerdo". Mas, no siempre el "ejercicio de olvido" ha partido de una misma forma de negatividad, ni el "recuerdo" ha sido planteado en los mismos términos.

Vimos en un comienzo que la joven generación argentina de 1837 exigía el ejercicio de un olvido en el sentido de una "ignorancia metódica", con el objeto de poder alcanzar las bases de un discurso propio. Una posición semejante encontramos anticipada por Simón Rodríguez, en su opúsculo Sociedades americanas de 1828 (Rodríguez, S., 1975, 82) y, más tarde, la misma tesis será expresada de modo claro por Juan Montalvo, en el primero de sus Siete tratados (Roig, A. 1977c: 22-24). A comienzos ya de nuestro siglo, Carlos Vaz Ferreira exigiría lo que podemos considerar un "olvido", en el sentido de un abandono de la importación de sistemas que habían sido elaborados para responder a necesidades que no eran las nuestras. En los casos mencionados, el problema se plantea en relación con las formas del saber europeo y, muy particularmente, con la actitud que ha de adoptarse frente a él.

También hemos visto el sentido que había dado al tema Francisco Bilbao, y el que dio José Martí casi contemporáneamente con los planteos del escritor ecuatoriano. En todos los casos, la problemática del "olvido" o de la "ignorancia", se relaciona con una necesidad de reconocimiento: en Simón Rodríguez y en los intelectuales rioplatenses, como más tarde en Montalvo, se deseaba alcanzar un autorreconocimiento, para lo cual había que desprenderse de toda forma de saber que por su inoperancia resultara inaplicable a nuestra realidad americana o que, por su naturaleza ideológica, produjera modos ocultantes de conocimiento de esa misma realidad; las "masas desheredadas" de las que nos habla Bilbao, "tratadas como animales", pedían un reconocimiento como grupos humanos, por parte de quienes detentaban el poder, así como el "hombre natural" de Martí "desdeñado" por las oligarquías ciudadanas, respondía con la lanza al "olvido" ejercido por estas últimas. De modo semejante a los planteos de Rodríguez, Echeverría, Bilbao, Montalvo y Martí, Vaz Ferreira propondrá, a su vez, olvidar toda una cultura alienada y opresiva, para poder reencontrar lo "olvidado", nuestra facticidad, y ejercer su rescate adecuadamente, con nuevas herramientas lógicas. Toda esta importante línea de desarrollo del problema del "olvido", tuvo la virtud de reorientarlo hacia un cierto nivel epistemológico y plantearlo en un terreno que es prioritario respecto de su ejercicio, sin desconocer el papel que en todo esto juega la praxis social, la elaboración de un discurso de espíritu crítico.

Como conclusión, pues, ni un olvido negativo que se ejerce como desconocimiento y como arma represiva respecto de grupos humanos dominados, ni un recuerdo de lo olvidado que, por reacción, concluye anteponiendo los bienes espirituales al hombre concreto y, por eso mismo, hipostasiándolos. Un olvido, sí, como momento constituyente de un discurso decodificador que abre la posibilidad de la crítica tanto del olvido como del recuerdo señalados antes. No se trata de "borrar" un mundo de bienes, o de restaurarlo luego, sino de reconocer como hombres, a individuos o grupos humanos que han sido convertidos en medios. Los bienes espirituales adquirirán su peso legítimo en la medida en que, por parte de esos hombres, se rescate lo que tienen de valor intrínseco, desde esos mismos hombres en cuanto integrantes de un reinado de fines. Esos bienes tendrán una nueva vigencia, sin que interese primariamente que sean los de un pasado. Desde este punto de vista, no se trata de "despertar" nada, pues, todo está "despierto": la opresión y la explotación y el poder dialéctico que tienen potencialmente de realizar una transmutación de valores. No se trata tanto de un "renacimiento", como de un "nacimiento" de los valores espirituales, como si ellos no hubieran pertenecido a un pasado. Éste no es el sujeto de la historia, aun cuando de hecho esos valores tengan una historia y no podamos ni debamos prescindir de ella.

El intento de definirnos por el legado, en los sentidos negativos señalados antes, nos conduce a organizar, una vez más, nuestro lenguaje sobre una Lengua, frente a la cual nuestra habla se torna meramente accidental y fenoménica. El hecho no es exclusivo nuestro en cuanto integra la estructura categorial de la cultura europea tal como se la ha organizado tradicionalmente. La consecuencia ha sido el desconocimiento de la humilde y despreciada palabra cotidiana, única raíz posible de nuestra palabra propia y única vía para poder entablar un diálogo con todos los hombres, que no sea encubridor ni de nosotros ni de esos hombres. Todo el problema del comienzo de una filosofía latinoamericana se juega por entero en relación con la actitud que adoptemos frente a la palabra de aquella Lengua, que se justifica siempre por un pasado y adquiere, por eso mismo, valor de mito. Es la palabra del "Continente civilizador" que, continuando las huellas de Hegel, aún sigue reconociéndose como la voz del Occidente, depositario del Espíritu. "La filosofía -ha dicho Heidegger- es en su esencia griega, quiere decir nada menos, que Occidente y Europa y solamente ellos son, en su proceso histórico íntimo, originalmente filosóficos” (Heidegger, 1960, 37). El comienzo de esa filosofía y su naturaleza, se encuentra en una filología, entendida como saber fundante de aquella Palabra, que aparece como venida del fondo de un pasado en el que lo histórico se diluye en lo ontológico. Los juegos verbales greco-germanos del heideggerismo no son una curiosidad más dentro de las diversas escolásticas de nuestro tiempo, sino una de las últimas voces de la negación de la cotidianidad, con su palabra cargada de presente y poseedora, por eso mismo, de una potencia de desmitificación. Desde ese regreso a una empiricidad habremos de lanzarnos al redescubrimiento de una Europa de carne y hueso, a pesar de la "Europa esencial" de los filósofos-filólogos, como también, ineludiblemente, a un redescubrimiento de nosotros mismos. Nuestros filósofos académicos que cayeron en las redes de aquella filología, negaron todo comienzo del filosofar. Portavoces de la Palabra, ecos angustiados de un Espíritu fruto ilegítimo de un sujeto dominador, incapaces de una autoafirmación de sí mismos como valiosos, su condena ha sido la imitación y la repetición más o menos ingeniosa, de un discurso alienado y alienante, revestido de todas las exigencias del "rigor" académico (Voloshinov, 1973).

Y aquí debemos regresar a la cuestión que planteamos en un comienzo: el de nuestra autodenominación, dentro de lo que debería ser el ejercicio de nuestra palabra y su rescate desde una ontología de diverso signo. Ya dijimos que los nombres propios son deícticos. Ello quiere decir que no valen por sí mismos, sino por quien los invoca, hecho en el cual se juega nuestra personalidad individual y cultural. Ahora nos llamamos "latinoamericanos", así como dentro de otras ideologías continentalistas nos hemos autodenominado "americanos", "hispano americanos" o de cualquier otra manera. Mas, la raíz de la cual ha de surgir lo que esos términos significan debe ser siempre el sujeto empírico al cual hay que señalar. En ese señalamiento y reconocimiento de ese hombre radica el poder, la fuerza y la justificación de todo nombre, como asimismo su debilidad, su poder ideológico ocultante y su justificación de nuevas formas de opresión. Un nombre debe ser sostenido, dentro de un bolivarismo renovador, pero sostenido sobre la base de un permanente cuestionamiento del modo como se invoca el "nosotros” para que sea realmente potente y renovador y sea un "nosotros” incorporado en el largo y doloroso proceso de humanización.

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