FILOSOFÍA Y SUPERSTICIÓN

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Theodor Adorno: Filosofía y superstición. Ediciones Taurus, Madrid.
Cap. 3 , «Opinión, demencia y sociedad»

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El concepto de opinión pública, a pesar de sus muchas significaciones, es aceptado amplia y positivamente. El de opinión en general, transmitido desde Platón por la filosofía, está libre de toda valoración en cuanto que en su consecuencia pueden las opiniones ser falsas o correctas. A ambos se enfrenta la representación, frecuentemente vinculada con el concepto de prejuicio, de las opiniones patógenas, degeneradas, demenciales. Según esta sencilla bisección habrá de un lado algo así como opiniones sanas, normales, y por otro lado las de naturaleza extremada, excéntrica, extravagante. En América, por ejemplo, los pareceres de ciertos dispersos grupos fascistas son tenidos por pareceres en un lunatic fringe, de un borde enloquecido de la sociedad. Sus panfletos, entre cuyo bagaje intelectual cuentan, a pesar de cualquier refutación, los asesinatos rituales y los protocolos de los Sabios de Sión, pasan por «histriónicos». De hecho, apenas puede ser pasado por alto en tales producciones un momento de extravío, que es precisamente el fermento de su eficacia. Y, sin embargo, es esto lo que debería provocar desconfianza contra una consecuencia, bien pulimentada, de tan extendida representación: que por necesidad vence en la mayoría la opinión normal a la demente.
El ingenuo lector liberal de los diarios berlineses de entre las dos guerras pensaba también que el mundo no era sino un mundo del common sense, que mantendría si bien estorbado a derecha y a izquierda por gentes rabiosas, la situación de derecho. Tan grande era la confianza en la opinión normal frente a la idea fija, que no pocos señores de edad seguían fiándose de su periódico de siempre, manejado hacía ya tiempo por los nacionalsocialistas que habían conservado sólo, con suficiente astucia, los antiguos tipos de imprenta. La experiencia que aquellos lectores abonados tuvieron que llevar a cabo de un día para otro tan pronto como dejaron de funcionar las reglas aprobadas para el juego, convirtiéndose su sensatez en desamparada locura, debería forzar a una actitud crítica ante esa candorosa imagen de la opinión, que pinta una normal y otra anormal en yuxtaposición pacífica y desvinculada. No sólo es por demás dudosa la suposición de que lo normal es de antemano verdadero y falso lo divergente, suposición que glorifica la mera opinión, a saber, la dominante, la que no es capaz de pensar lo verdadero de una manera distinta a como todos lo piensan. Sino que la opinión infectada, las deformaciones del prejuicio, de la superchería, del rumor, de la demencia colectiva, tal y como crecen a través de la historia, a través sobre todo de los movimientos de masas, no pueden ser en absoluto separadas del concepto de opinión. Resultaría difícil decidir a priori lo que ha de contarse entre aquéllas y lo que a éste pertenece; la historia contiene también potencial para, por medio de su decurso, verificar como razonables pareceres desmayados, aislados desesperadamente, o para permitir que lleguen, aunque absurdos, a convertirse en dominantes. Pero además, por encima de todo, la opinión infectada, lo deformado y maniático de las ideas colectivas resulta de la dinámica del concepto mismo de opinión, en el que afinca a su vez la dinámica real de la sociedad, la cual produce necesariamente tales opiniones, tal falsa consciencia. Y si no queremos desde su comienzo condenar la resistencia en contra a una inocuidad sin amparo, tendremos que descifrar en las normales la tendencia a opiniones infectadas.

Opinión es la posición, siempre acotada en cuanto válida, de una consciencia subjetiva, restringida en su contenido de verdad. La figura de tal opinión puede parecer realmente anodina. Si alguien dice que opina que un nuevo edificio tiene siete pisos de altura, puede significar con ello que lo ha oído de un tercero, pero que no lo sabe exactamente. El sentido es otro por completo si alguien dice que opina, en todo caso, que los judíos son una raza mezquina de parásitos, igual que el instructivo ejemplo sartriano del oncle Armand, que se cree que es algo porque aborrece a los ingleses. El «yo opino» no restringe aquí el juicio hipotético, sino que lo subraya.
En cuanto alguien proclama como suya una opinión nada certera, no corroborada por experiencia alguna, sin reflexión sucinta, le otorga, por mucho que quiera restringirla, la autoridad de la confesión por medio de la relación consigo mismo como sujeto. La alumbra de través al estar ella con cuerpo y alma; ya que tiene la valentía ciudadana de decir lo que no gusta, aunque claro, en verdad dice sólo lo que gusta demasiado. Y al revés, está también muy extendida, cuando se tropieza con un juicio fundado y certero que es incómodo, la inclinación a descalificarlo, sin que se le haya podido refutar, presentándolo como mera opinión. En una conferencia, en el centésimo aniversario de la muerte de Schopenhauer, se expuso con evidencia que la diferencia entre Schopenhauer y Hegel no es tan absoluta como aparece a través de las invectivas del primero, y que ambos se tocan, sin saberlo ellos mismos, en un concepto enfático de la negatividad de la existencia. Un escritor de periódico, que puede que de Hegel no supiese otra cosa sino las pestes que de él echaba Schopenhauer, pertrechó en su crónica la tesis del conferenciante con un «a su modo de ver», con lo cual se daba aires de superioridad sobre pensamientos que difícilmente hubiese podido acompañar él mismo o comprobar de alguna manera. La opinión lo era del periodista, no del conferenciante: éste había llegado a conocer algo; pero aquél, mientras hacía al otro sospechoso de mera opinión, había ya obedecido en propia ventaja a un mecanismo que interpola como criterio de verdad a la opinión, que la deroga virtualmente, a saber, la propia opinión incompetente.

Raras veces se queda todo en opiniones inocuas como la de aquel que no sabe exactamente de cuántos pisos consta el edificio nuevo. Cierto que el individuo puede ejercer reflexión en sus opiniones y guardarse de hipostasiarlas. Pero la misma categoría de opinión, en cuanto un grado objetivo del espíritu, está blindada contra dicha reflexión. Lo cual nos remite a simples componentes fácticos de la psicología individual. Quien tiene una opinión sobre un asunto que está abierto en cierto modo, no decidido previamente, cuya respuesta no se deja comprobar con tanta facilidad como el número de pisos de un edificio, tiende a fijarse en esa opinión, a ocuparla, según el lenguaje del psicoanálisis, afectivamente. Sería alocado declararse siempre libre de tal inclinación. La cual se apoya en el narcisismo, en que los hombres hasta hoy, por tanto, no están atenidos a dedicar a otros, a quienes amen, una medida de su capacidad de amar, sino que se aman a sí mismos de una manera reprimida, inconfesada y por ello venenosa. Lo que uno tiene por opinión se convierte, como posesión suya, en un fragmento componente de su persona, y lo que debilita esa opinión queda registrado por el inconsistente y por la preconsciencia como algo que le daña a él mismo. El ergotismo, la proclividad de los hombres a defender tercamente opiniones alocadas, incluso cuando su falsedad se ha puesto racionalmente de manifiesto, testimonian la expansión de este estado de cosas. El ergotista desarrolla, nada más que para mantener lejos de sí el prejuicio narcisista que el abandono de su opinión le depara, una agudeza de sentido que frecuentemente sobrepasa con mucho sus proporciones intelectuales. La habilidad que para defender narcisistamente el sin sentido se gasta en el mundo, bastaría para modificar probablemente lo defendido. La razón al servicio de la sinrazón —según el lenguaje de Freud: la racionalización— se pone de parte de la opinión y la endurece de tal modo, que ni se la puede ya alterar en nada, ni se manifiesta tampoco su índole absurda. Sobre las más maniáticas opiniones se han erigido elevados edificios doctrinales. En la génesis de tales opiniones endurecidas —que forma unidad con sus patogénesis— podemos ir más allá de la psicología. La posición de una opinión, la mera declaración de que algo es de un modo determinado, contiene ya potencialmente una fijación, una cosificación, antes aún que entren en juego los mecanismos psicológicos que malefician tal opinión fetichistamente. La forma lógica del juicio, igual si es correcta que si es falsa, tiene en sí algo dominante, dispositivo, que se refleja luego en la insistencia de opiniones como posesión propia. En general, tener una opinión, juzgar, es expresarse en cierta medida contra la experiencia, tender a la demencia, mientras que por otro lado, sólo el capaz de juzgar está dotado de razón: quizá sea ésta la contradicción más honda y menos amortizable en el opinar.

Sin opinión mantenida con firmeza, sin hipóstasis de algo no conocido por completo, sin acepción en cuanto verdad de algo, de lo cual no se sabe en absoluto si es verdad o si no lo es, será apenas posible la experiencia, el mantenimiento incluso de la vida. El peatón atemorizado, que atraviesa una calle, y cuando la luz es amarilla juzga que será atropellado, si sigue ahora hasta la otra acera, no está del todo seguro de que esto suceda realmente. El próximo auto podría, por una vez, tener un conductor humano, que no pise en seguida el acelerador. Pero en el mismo instante en que el peatón se confiase y atravesara, a pesar de la luz, la calle, sólo porque no es ningún profeta, sería con gran probabilidad atropellado mortalmente. Para comportarse como exige su sano entendimiento de autoconservación, el hombre tiene, por así decirlo, que exagerar. Todo pensamiento es una exageración, en cuanto que cada pensamiento, que lo es en realidad, apunta más allá de su rescate por medio de hechos dados. En esta diferencia entre pensamiento y rescate anida el potencial de la verdad tanto como el de la demencia. La demencia puede además reclamarse, y con derecho, de que a ningún pensamiento le ha sido jamás dada la garantía de que la espera que contiene no sea un desengaño. No hay criterios aisladamente sucintos, absolutamente fidedignos; la decisión se falla sólo a través de una ensambladura de complejas mediaciones. Husserl ha indicado que cada cual ha de suponer, en cuanto válidas, proposiciones sin número que ni puede retrotraer a sus condiciones ni verificar completamente. El diario alternar con la técnica, que hace ya tiempo no es un privilegio de una instrucción especializada, madura sin fatiga tales situaciones. La diferencia entre opinión y conocimiento, tal y como la enseña la epistemología usual, a saber, que el conocimiento es la opinión verificada, ha sido la mayoría de las veces una vacía promesa que los actos mismos de conocimiento se arrogan de hecho con poca frecuencia; los hombres están obligados, individual y colectivamente, a operar también con opiniones que se sustraen por principio a su comprobación. Pero dicha diferencia, puesto que se escurre a la experiencia viva y queda lejos en el horizonte como afirmación abstracta, paga por ello prendas de su sustancia, al menos subjetivamente, en la consciencia de los hombres. Éstos no disponen de medio alguno para protegerse prontamente de tomar sus opiniones por conocimientos y sus conocimientos por meras opiniones.

Desde Heráclito han cortado leña los filósofos sobre los muchos que permanecieron apresados en la mera opinión en lugar de reconocer la verdadera naturaleza de las cosas, con lo cual su pensamiento de élite ha cargado a la underlying population con una culpa, cuyo asiento se encuentra en el aderezamiento de la sociedad. Ya que es la sociedad la instancia que revela al hombre de la decisión, aplazada ad kalendas graecas, sobre opinión y verdad. La communis opinio sustituye a la verdad de hecho, e indirectamente a la postre también en no pocas teorías positivistas del conocimiento. Sobre lo que es verdad y lo que es mera opinión, a saber, arbitrariedad y azar, no decide, como la ideología quiere, la evidencia, sino el poder social que denuncia como mera arbitrariedad lo que no está de acuerdo con la suya. La frontera entre la opinión sana y la infectada no la traza in praxi el conocimiento objetivo, sino la autoridad vigente.

Cuanto más resbaladiza es esta frontera, con menos estorbo prolifera la opinión. Su correctivo, por medio del cual puede convertirse en conocimiento, es la relación del pensamiento para con su objeto. En tanto que aquél se satura de éste, se modifica y además se enajena de un momento de volubilidad; pensar no es una actividad meramente subjetiva, sino, en su esencia, según lo que la filosofía ha sabido a su mejor altura, el proceso dialéctico entre sujeto y objeto, en el cual ambos polos se determinan recíprocamente. Tampoco el órgano del pensamiento, la prudencia, consiste sólo en la potencia formal de la facultad subjetiva de formar correctamente conceptos, juicios, conclusiones, sino a la par en la capacidad de aplicar esa facultad a lo que no es igual a ella misma. El momento que la psicología llama kathexis, la ocupación al pensar del objeto, no es algo exterior a éste, y no sólo psicológicamente, sino que es la condición de su verdad. Donde se atrofia, se embrutece la inteligencia. Y un primer índice es la ceguera para la diferencia entre lo esencial y lo que no lo es. Algo triunfa de esta estupidez, siempre que los mecanismos del pensamiento se desarrollan de por sí, desembocan en el vacío, colocan sus formalismos en lugar de las cosas mismas. De lo cual lleva huellas la opinión que se fija en sí misma y sigue adelante sin resistencia alguna. La opinión es, por de pronto, consciencia de que no se tiene aún el propio objeto. Pero si tal consciencia marcha nada más que por facultad del propio motor, sin contacto con lo que opina y con lo que ante todo ha de captar, marchará demasiado fácilmente.

La opinión, en cuanto ratio separada todavía de su objeto, obedece a una especie de economía de fuerzas, sigue la línea de mínima resistencia, si se abandona sin ninguna interrupción a la mera consecuencia. Ésta se le aparece como un mérito, mientras que muchas veces no es sino la deficiencia de lo que Hegel llamaba la «libertad hacia el objeto», a saber, la libertad del pensamiento para modificarse y olvidarse en la cosa misma. Brech ha contrastado muy drásticamente el principio según el cual quien dice A, no tiene por qué decir B. La mera opinión tiende a ese no-poder-cesar, al que es lícito llamar proyección infectada.

Pero al mismo tiempo, la proliferación permanente del opinar está motivada por el mismo objeto. La opacidad del mundo aumenta manifiestamente para la consciencia ingenua, mientras de suyo se va haciendo más transparente en tantas cosas. Su predominio, que impide traspasar la delgada fachada, refuerza dicha ingenuidad en lugar de hacerla decrecer, como quisiera la candorosa fe en la cultura. Pero de aquello que no alcanza el conocimiento se enseñorea la opinión como su sucedáneo. Engañosamente aparta a un lado la extrañeza entre el sujeto cognoscente y la realidad que se le escapa. Con lo cual traiciona un extrañamiento en la inadecuación misma de la mera opinión. Pero como nuestro mundo no es así, como no es heterónomo, no puede expresarse sino contorsionadamente en la opinión enconada y testaruda, y semejante demencia tiende a su vez en la opinión a aumentar finalmente en sistemas totalitarios el predominio de lo alienado. Por eso no basta, ni para el conocimiento ni para una praxis modificativa, aludir al nonsense de pareceres indeciblemente populares, según los cuales están los hombres sometidos a caracteriologías y prognosis que una astrología standard, resucitada por motivos comerciales, vincula a los signos del zodíaco. Si los hombres llegan ante sí mismos a convertirse en Taurus y en Virgo, no es sólo porque sean lo suficientemente tontos como para obedecer a la sugestión de las columnas de periódico que suponen evidente que hay algo en todo ello, sino porque tales clichés y sus estúpidas indicaciones, para la vida meras duplicaciones de lo que también sin ellas ha de llevarse a cabo, les facilitan, si bien sólo en apariencia, una orientación que apacigua momentáneamente el sentimiento de su extrañeza frente a la vida y desde luego también frente a la vida propia. La fuerza de resistencia de la mera opinión se aclara por su rendimiento psíquico. Por medio de las aclaraciones que ofrece puede ordenarse sin contradicciones la realidad más contradictoria, y sin fatigarse por ello demasiado. A lo cual se añade la complacencia narcisista, que la opinión patentizada otorga al corroborar a sus partidarios en que, habiendo sabido de ella desde siempre, pertenecen al círculo sapiente. La confianza en sí mismos de los que opinan sin vacilaciones se siente embrujada contra cualquier juicio divergente y contrario. Las opiniones infectadas cumplen mucho mejor su rendimiento psíquico que las supuestamente sanas. Karl Manheim nos ha hecho caer en la cuenta de la genialidad con que la demencia racial complace una indigencia psicológica de las masas, al permitir a la mayoría sentirse élite y vengar en una minoría potencialmente inerme la sospecha de su propia impotencia e inferioridad. La actual debilidad del yo, que ni mucho menos es sólo psicológica, sino que registra la impotencia real de cada uno frente al aparato socializado, estaría expuesta a una medida insoportable de molestias narcisistas, si no se buscase un sustitutivo por medio de la identificación con el poder y el señorío de lo colectivo. Y para eso sirven las opiniones infectadas, que proceden irreteniblemente del prejuicio infantil y narcisista, según el cual lo propio es bueno y lo que es de otra manera, malo y de escaso valor.

El desarrollo infectado de la opinión recuerda a aquellos dinosaurios, cuya historia de especialización creciente de los órganos, que les dotaban cada vez mejor para la lucha por la existencia, produjo en su base final excrecencias y conformaciones defectuosas. Querer derivar tal desarrollo solamente de los hombres, de su psicología, acaso de una tendencia del pensamiento, equivale a tomarlo muy poco en serio. El desmenuzamiento de la verdad por medio de la opinión, junto con toda la ignominia que en sí envuelve, remite a lo que ocurre forzosamente, y en modo alguno como aberración revocable, con la misma idea de la verdad. Esta idea, como la de un ente en sí objetivo, unitario, que permanece sin modificación igual a sí mismo, era el módulo en que descifró Platón el concepto opuesto de mera opinión que criticaba como cuestionablemente subjetivo. Pero la historia del espíritu no ha dejado estar sobre sí aproblemáticamente esta rígida contraposición de las ideas como lo verdadero y del mero ente en cuyo hechizo quedan prendidas las opiniones perecederas. Ya Aristóteles objetaba que idea y existencia no están separadas por ningún abismo, sino referidas una a otra recíprocamente. En medida creciente ha atacado la crítica, como a mera opinión, la idea de la verdad que es en sí y que en Platón se opone a la opinión, a la doxa, y ha remitido la cuestión por la verdad objetiva al sujeto que ha de conocer esa verdad y hasta quizá incluso engendrarla desde él mismo. La metafísica occidental posterior ha intentado en su cumbre, en Kant y en Hegel, salvar la objetividad de la verdad por medio de su subjetivación, llegando a equipararla a la cifra de la subjetividad, al espíritu. Pero esta concepción no se ha impuesto ni en los hombres ni tampoco en la ciencia. Las ciencias de la Naturaleza tienen que agradecer sus logros más seductores al abandono de la doctrina de la autonomía de la verdad, de las formas puras, y a la reducción sin reservas de lo verdadero a hechos observados primaria y subjetivamente y elaborados luego. Con lo cual se ha pagado a la doctrina de la verdad que es en sí los intereses de su propia falsedad, de esa altanería del sujeto, que se erige finalmente a sí misma como objetividad y como verdad y que afirma una igualdad o conciliación de sujeto y objeto que el carácter del mundo lleno de contradicciones sanciona como engañosas.

Recientemente se trincha de una manera oscurantista la aporía del concepto objetivo de razón. Puesto que no puede establecerse absolutamente como un acto de administración inmediata, lo que es verdad y lo que es opinión, se niega sin más su diferencia a favor de una gloria más alta de esta última. La fusión de escepticismo y dogma, de la que ya Kant se había percatado y cuya tradición podría perseguirse retrospectivamente hasta los comienzos del pensamiento burgués (hasta la defensa que Sebond hace de Montaigne), celebra alborozada su antiguo asiento en una sociedad, que ha de temblar ante su propia razón, ya que no es razón ella misma todavía. Por eso se ha consagrado la fórmula de la fe en la razón.
Puesto que cada juicio exige que el sujeto acepte lo enjuiciado, que crea en ello por tanto, la diferencia entre mera opinión o fe y juicio fundamentado será inválida por completo. Quien se comporte racionalmente creerá en la ratio, igual que el irracional cree en su dogma. Por eso, la confesión dogmática respecto de algo supuestamente revelado poseerá el mismo contenido de verdad que el conocimiento que se ha emancipado del dogma. La mentira de la tesis se esconde en su índole abstracta. Fe es en uno y otro caso algo enteramente diverso: en el dogma, un fijarse en proposiciones que van contra la razón o son incompatibles con ella; en la razón, no otra cosa que la obligación a un modo de comportamiento del espíritu, que no se interrumpe o anula violentamente, sino que prosigue con determinación su movimiento en la negación de la opinión falsa. No se puede subsumir a la razón bajo ningún concepto general de opinión o de fe. La razón tiene su contenido específico en la crítica de lo que cae bajo esas categorías y en la crítica de lo que a ellas vincula. El momento individual del tener-por-verdadero, que por lo demás aparta de sí también como insuficiente la teología avezada, es accidental para la razón. Su interés es el conocimiento y no aquello por lo que se tenga éste. Su dirección conduce al sujeto fuera de sí mismo, en lugar de reforzarle en sus efímeras convicciones. Sólo en una exterioridad malamente soberana se dejan nivelar la opinión y el conocimiento sobre lo común de la dedicación subjetiva de un contenido de consciencia; antes bien, lo respectivamente común, la apropiación subjetiva, es ya transición hacia lo falso. En los modos de motivación de cada proposición particular, por muy falible que ésta sea, sobresale la diferencia concretamente. Con hermosa despreocupación, que ni siquiera enturbia su tono demasiado psicológico, ha apuntado Arthur Schitzler: «La mayoría de las veces, es por insinceridad consciente por lo que se colocan en un mismo grado los dogmas de la Iglesia y los de la ciencia, incluso si éstos debieran ser dudosos. Lo que tiene validez —y también sin derecho— de dogma científico, debe su rango en cada caso al esfuerzo de pensadores e investigadores y a la comprobación de cientos de miles de observaciones». Ciertamente habría que añadir que la razón, si no quiere de hecho empeñarse en un segundo dogmatismo, ha de reflexionar críticamente sobre el concepto de ciencia que Schnitzler suponía con bastante ingenuidad aún. En dicha reflexión tiene la filosofía su morada; y todavía confiaba en sí misma, cuando no era otra cosa su ciencia que lo que tal autorreflexión lleva a cabo, siendo síntoma de regresión a un mero opinar que se renuncie a ella.
 

La consciencia debilitada, más esclava cada vez de la realidad, pierde poco a poco la capacidad de rendir esa tensión de la reflexión exigida por un concepto de verdad que no está cósica y abstractamente frente a la mera subjetividad, sino que se despliega por medio de la crítica, por fuerza de la mediación recíproca de sujeto y objeto. La distinción entre verdad y opinión se hace más y más precaria en nombre de una verdad que liquida el concepto de verdad mismo como quimera, como fragmento de mitología restante. Cierto que la consciencia social, que se ha apartado hace ya tiempo de la filosófica como de una rama especial, no plantea tales ponderaciones. Pero éstas se reflejan en los modos de comportamiento de la investigación, que se ha convertido en modelo del conocimiento en general en contraposición con la mera opinión. De ahí viene su poderío. Procesos que acontecen, si es lícito hablar así, en el interior del concepto filosófico, tienen sus consecuencias en la consciencia cotidiana, en la social sobre todo. Ésta renuncia tácitamente a una distinción de opinión y verdad, a la cual no dejaría intacta el movimiento del espíritu. A la consciencia avisada se le convierte múltiples veces la verdad en opinión, igual que al periodista de marras. Pero la opinión se sustituye a sí misma como verdad. En lugar de la idea, problemática a la par que obligativa, de verdad en sí, hace su entrada la idea, más cómoda, de verdad para nosotros, ya sea para todos, ya sea al menos para muchos. «Thirteen million Americans can’t be wrong», reza un popular slogan de propaganda, eco fiel del espíritu de la época que conviene al orgullo enquistado de aquellos que se sienten como élite de cultura. El promedio de la opinión —con el poder social que en él se conglomera— se hace fetiche al que se transfieren los atributos de la verdad. Y es incomparablemente más fácil rastrear su inanidad, indignarse o sonreírse a su respecto, que salir a su encuentro concluyentemente. También saltan a la vista las extravagantes exigencias de la más reciente figura de la disolución del concepto de verdad en no pocas —no en todas— direcciones del positivismo lógico, mientras que al mismo tiempo en su propio terreno se dejan refutar sólo muy difícilmente. Puesto que ello precisamente presupondría esa experiencia, esas relaciones del pensamiento para con la cosa, desechadas como trasto viejo en nombre de la transformación de aquél en un método independiente en lo posible de ésta. A medida del tiempo aquel antiguo common sense, mientras que tanto bueno se promete de su propia racionalidad, abjura con disimulo de la razón, sabiendo que lo que en el mundo cuenta no es el pensamiento, sino la posesión y el poder, y no queriendo en absoluto que las cosas sean de otro modo. La parte de escepticismo insobornable de quienes no quieren dejarse envolver por humos engañosos, no es sino un encogimiento de hombros del burgués, según nos muestra un pasaje en “Fin de partida» de Beckett, la satisfecha proclamación de la relatividad subjetiva de todo conocimiento. Desemboca en un propio interés terco y ofuscado, que debe ser permanentemente la medida de todas las cosas.
Todo lo cual puede estudiarse, como en un tubo de ensayo, en la historia de uno de los más importantes conceptos en teoría de la sociedad: el de ideología. El concepto de ideología ha estado ligado, en su plena elaboración teorética, a una doctrina de la sociedad que se entendía como objetiva, que se informaba sobre las leyes objetivas del movimiento social, que pensaba una sociedad en regla en la que se realizaría la razón objetiva y quedaría marginado el elemento ilógico de la historia junto con sus ciegas contradicciones. Para aquella teoría, ideología era socialmente consciencia necesariamente falsa, contraposición, por tanto, a la verdadera y determinable sólo en tal contraposición; pero a la par susceptible de ser deducida de legalidades sociales objetivas, sobre todo de la estructura de la forma de mercancía. En su falsedad, en cuanto expresión de tal necesidad, la ideología era todavía un fragmento de verdad. La posterior sociología del saber, especialmente la de Pareto y Mannheim, se ha regodeado en su ámbito de conceptos científicamente acrisolados y en ilustración libre de dogmas al sustituir este concepto de ideología por otro, que no por casualidad llamaron total y que rimaba demasiado bien con ciegas y totales dominaciones. Cualquier consciencia ha de estar, según esto, de antemano condicionada por intereses, ha de ser mera opinión; la idea de la verdad se adelgaza en una perspectiva a componer desde esas opiniones, sin defensa contra la objeción de que ella también no es más que opinión, la de la inteligencia libremente flotante. Con tal ampliación universal pierde su sentido el concepto crítico de ideología. Puesto que todas las verdades, para gloria de la verdad amada, son meras opiniones, cede la idea de verdad a la de opinión. La sociedad no seguirá siendo analizada críticamente por la teoría, sino confirmada en lo que se ha convertido con incremento en un caos de ideas y de fuerzas casuales y sin guía, cuya ceguera empuja el conjunto al hundimiento. Por difícil que sea aceptar la autodestrucción de la verdad, espléndidamente anticipada por Nietzsche, por medio de un proceso de ilustración irreflejo y desatado, no habrá más remedio que observarla en excentricidades tales como la posición de la opinión infectada par excellence, de la superchería. Kant, ilustrador subjetivo en nombre de la verdad objetiva, puso la superchería al desnudo en su escrito, dirigido contra Swedenborg, “Sueños de un visionario de espíritus». No pocos empiristas que, en contraposición con Kant, nada quieren saber de la subjetividad constitutiva, pero que, sin embargo, rinden homenaje, en su reducción del concepto de verdad, a un subjetivismo inconsistente y por lo mismo con muchas menos trabas, están contra la superchería con decisión ya no tan firme. Se inclinarían a retirarse frente a ella a la neutralidad de un ejercicio de la ciencia observador y sin conceptos.
Pero también observadoramente, sin prejuicios y a la expectativa, puede uno acercarse a hechos ocultos. Absteniéndose entonces del derecho a arrojar lejos del umbral la patraña, que consiste en que deba poder hacerse objeto de la experiencia sensible lo que, según el propio sentido, traspasa las fronteras de la posibilidad de dicha experiencia. Se está aún en actitud de apertura frente a la demencia. Hay también una falsa creencia de prejuicios, amputación del pensamiento que se confía sin reflexión a los materiales aislados del conocimiento; lo que es prejuicio y lo que es carencia de prejuicios no puede indicarse abstractamente, sino que sólo se decide en el concepto del conocimiento y de la realidad, en el cual se plantea esta cuestión. Y no faltan quienes, en una ciencia acordada en apologética, catalogan tranquilamente incluso los prejuicios infectados, aboliendo también como prejuicio su penetración teorética, su reducción a defectos sociales y psicológicos, mientras que en consecuencia de su opinión sería capaz una ciencia sin prejuicios de configurar un sistema de coordenadas, en el cual, así en el fallecido psicólogo de Malburg Jaensch, la authoritarian personality llega a ser algo positivo, considerándose a los hombres potencialmente libres, que se resisten a ella, como débiles decadentes. Desde aquí no hay mucha distancia hasta una actitud científica que se desinteresa del concepto de verdad y se contenta con el establecimiento de sistemas clasificatorios más o menos unánimes en los que lo observado se deja apresar elegantemente.

Que la opinión infectada es inmanente a la llamada normal, se muestra drásticamente en que, en contradicción crasa con la suposición oficial de una racional sociedad de razonables, las representaciones sin fondo y sin sentido de cualquier cuño no son excepciones en modo alguno, en modo alguno están en mengua. Más de la mitad de la población de la República Federal alemana es del parecer de que algo hay en la misma astrología, que ya en los tiempos primeros de la época burguesa, cuando los métodos de la crítica científica no estaban aún tan desarrollados como lo están hoy, Leibniz designaba como la única ciencia por la que no albergaba sino desprecio. Cuántos hombres son partidarios todavía de concepciones, refutadas innumerables veces, de la teoría racial (del convencimiento, por ejemplo, de que ciertos distintivos del cráneo van juntos con peculiaridades del carácter), es cosa imposible de comprobar, sólo porque en nuestro país domina tal miedo ante los resultados de las encuestas que preguntan por ello, que ni siquiera es caso de plantearlas. La convicción de que la racionalidad es lo normal es falsa. Bajo el hechizo de la tenaz irracionalidad del todo es también normal la irracionalidad de los hombres. Aquélla y la racionalidad utilitaria del operar práctico de éstos distan mucho una de otra, pero la irracionalidad está siempre a punto, en el comportamiento político, de inundar también esa racionalidad útil. De ahí viene una de las más serias dificultades de todas las que salen al encuentro del concepto de opinión pública en su relación para con lo privado. Si la opinión pública ha de ejercer legítimamente la función de control, ésa que desde Locke le adjudica la teoría de una sociedad democrática, tendrá que ser en su verdad ella misma controlable.
Actualmente vale como controlable en cuanto promedio meramente estadístico de las opiniones de todos y cada uno. Y en el valor de ese promedio han de retornar necesariamente las irracionalidades de la opinión, su momento de capricho y su falta de objetividad vinculativa; no será, por tanto, esa instancia objetiva que según su propio concepto aspira a ser en cuanto correctivo de cada acción política falible. Pero si se quisiera en su lugar equiparar la opinión pública a los que se llaman sus órganos, que sabrían más y entenderían mejor, se convertiría entonces en su criterio la misma disposición sobre los medios de comunicación de masas, cuya crítica no supone precisamente la tarea menos esencial de la opinión pública misma. Equiparar la opinión pública a un estrato que se entiende a sí mismo como élite, sería ya irresponsable, porque la comprensión real de las cosas, y la posibilidad con ella de un juicio que sirva para algo más que la mera opinión, se enreda en tales grupos en intereses particulares que la élite percibe como si fuesen los generales. En el mismo instante en que una élite se sabe y se declara como tal, se constituye ya en lo contrario de aquello que aspira a ser, y deduce de circunstancias, que tal vez otorgan no poco de conocimiento racional, un señorío irracional. Se podrá ser élite en nombre de Dios, pero jamás es lícito sentirse como tal. No obstante, si se quisiera, en vista de aporías semejantes, suprimir sin más el concepto de opinión pública, renunciar a él por completo, desaparecería a su vez un momento que en una sociedad antagonista podría todavía, mientras no haya pasado a ser totalitaria, impedir lo peor. La revisión del proceso Dreyfus, la caída de un ministro de Educación por la resistencia de unos estudiantes, no hubiesen sido posibles sin opinión pública. Sobre todo porque en los países occidentales se conserva hasta en estos tiempos del mundo administrado algo de la función que le fue propia antaño en la lucha con el absolutismo. Claro que en Alemania, donde nunca se formó del todo opinión pública en cuanto voz, si bien siempre problemática, de una burguesía autónoma, se le asocia hoy incluso, cuando parece agitarse por primera vez más poderosamente, algo de la antigua impotencia.

La figura característica de la actual opinión absurda es el nacionalismo. Contagia al mundo entero con una nueva virulencia, y en una fase, en la que a causa del estadio de las fuerzas técnicas de productividad y de la determinación potencial de la tierra como un planeta, ha perdido su base real, al menos en los países no infradesarrollados.
A la vez se ha convertido por completo en la ideología que, desde luego, era ya desde siempre. En la vida privada, el autobombo y lo que se le asemeja son de mala nota, ya que toda exteriorización en tal sentido divulga demasiado del predominio del narcisismo. Cuanto más presos están en sí los individuos y cuanto más fatalmente persiguen sus intereses particulares, los cuales se reflejan en esa actitud y cuyo terco poderío queda reforzado por ella, con tanto más cuidado debe silenciarse el principio; debe suponerse, tal y como rezaba el slogan nacionalsocialista, que antes que la utilidad particular va la general. Es precisamente la fuerza del tabú sobre el narcisismo individual, la represión de éste, lo que otorga al nacionalismo su pernicioso poder.
En la vida colectiva se procede de otra manera que según las reglas de juego en las relaciones entre individuos. En cada match de fútbol, la respectiva población indígena jalea el propio team desvergonzadamente, con desatención del derecho de hospitalidad; Anatole France, a quien hoy gusta, y no en vano, tratar en canaille, constataba en La isla de los Pingüinos que cada patria “por encima de todas» está en el mundo. Se deberían sólo tomar en serio las normas de la vida privada burguesa y elevarlas a normas sociales. Pero recomendación tan bien intencionada desconoce la imposibilidad de hacer tal cosa en condiciones que cargan a los particulares con semejantes fracasos, que desengañan tan constantemente su narcisismo individual y que les condenan tan realmente a la impotencia que quedan de hecho sentenciados al narcisismo colectivo. A modo de sustitutivo reembolsa éste, por así decirlo, a los individuos algo de la propia estimación que les sustrae lo colectivo, del cual esperan el reintegro en cuanto se identifican con él demencialmente. La fe en la nación es, más que cualquier otro prejuicio infectado, opinión en cuanto fatalidad; la hipóstasis de eso a lo que se pertenece, en donde se está como lo bueno y superior por antonomasia. Infla, hasta hacer de ella una máxima moral, la repelente sabiduría de recurso, según la cual todos estamos en la misma barca. Discernir el sano sentimiento nacional del nacionalismo infectado, es algo tan ideológico como la fe en la opinión normal frente a la infectada; la dinámica del sentimiento nacional supuestamente sano tiende a supravalorarse irreteniblemente, ya que la falsedad radica en la identificación de la persona con el complejo irracional de naturaleza y sociedad en el que la persona se encuentra casualmente.

En vista de lo cual sigue en pie el dictum de Hegel, que se percató ya de la contradicción en el interior del concepto de opinión pública antes de que pudiese desarrollarse real y plenamente: a la opinión pública hay a la vez que atenderla y que despreciarla. Lo paradójico no procede de la indecisión vacilante de aquellos que tienen que cavilar sobre la opinión, sino que está inmediatamente unido a la contradicción de la realidad, para la cual la opinión vige y por la cual es producida. No hay libertad alguna sin la opinión que diverge de la realidad; pero tal divergencia pone en peligro la libertad misma. La idea de la libre exteriorización de la opinión, de la que no puede ser separada la idea de una sociedad libre, se convierte necesariamente en el derecho a exponer la propia opinión, a propugnarla y si es posible a conseguir que prevalezca, aun cuando sea falsa, errónea, fatal. Pero si se quisiera por ello recortar el derecho de la libre exteriorización de la opinión, se conduciría inmediatamente a esa tiranía, que desde luego late ya mediatamente en la consecuencia de la opinión misma. El antagonismo en el concepto de la libre exteriorización de la opinión desemboca en un establecimiento de la sociedad como la de los libres, iguales y adultos, mientras que su aderezamiento real deja atrás todo esto y produce y reproduce un estado de permanente regresión de los sujetos. El derecho a exteriorizar la opinión libremente supone una identidad del ser particular y su consciencia con el interés racional del conjunto, identidad a la que estorba precisamente el mundo en que se considera dada según su forma.

Hoy es totalmente problemático oponerse a la mera opinión en nombre de la verdad, porque entre aquélla y la realidad se elabora una fatal afinidad electiva, que a su vez le viene muy bien a la obstinación de la opinión. Seguro que es infectada la opinión de la chiflada que hace disponer su cama en el dormitorio de otra manera para preservarse del peligro de emanaciones perversas. Pero en el mundo contaminado por el átomo ha crecido tanto el peligro de las radiaciones que la razón honra a posteriori su cuidado, la misma razón a la que su psicosis de carácter se sustrae. El mundo objetivo se acerca a la imagen que de él proyecta la manía persecutoria. De lo cual ni el concepto de manía persecutoria, ni en general la opinión infectada, quedan preservados. Quien hoy espere comprender, con las categorías tradicionales del entendimiento humano, lo infectado de la realidad, cae en la misma irracionalidad de la que se figura guardarse por medio de su fidelidad a ese sano entendimiento del hombre.
Se puede arriesgar la determinación general de que la opinión infectada es la endurecida, es la consciencia cosificada, una capacidad deteriorada para la experiencia. La identificación de la doxa con la razón subjetiva, con la que desde la crítica platónica se ha denigrado en sofística, no nombra sino sólo un momento. Opinión, y la infectada ciertamente, es siempre al mismo tiempo deficiencia de subjetividad y se asocia a la debilidad de ésta. Lo cual ha quedado manifiestamente inscrito en las caricaturas platónicas de los gesteros oponentes de Sócrates. La opinión anida allí donde el sujeto no tiene ya fuerza para una síntesis racional o donde la niega incluso por desesperación ante una preponderancia.
La mayoría de las veces no llega muy lejos dicho subjetivismo; más bien es una consciencia la que se expresa sobre él automáticamente, que no es precisamente esa consciencia de sí, de la cual necesita el conocimiento para resultar objetivo. Lo que en nombre de la opinión se adjudica el sujeto como prerrogativa privada es sólo, por regla general, el trasunto de las circunstancias objetivas en que está inserto. Su supuesta opinión repite la corriente de todos. Para el sujeto que no tiene ninguna genuina relación con la cosa y que rebota por su extrañeza y frialdad, se convierte todo lo que sobre ella se dice, en sí y a su respecto, en mera opinión, en algo reproducido y registrado que igual podría ser de otra manera. La reducción subjetivista a la casualidad de la consciencia individual se ensambla exactamente en el respeto servil por una objetividad que no impugna en absoluto tal consciencia y de la cual la reverencia hace ostentación en la seguridad de que, sea esto o lo otro lo que piense, no será nunca en contra de su poderío vinculativo; según su medida, la razón no es absolutamente nada. En la casualidad del opinar se refleja la fisura entre objeto y razón.
El sujeto honra a los poderes establecidos en cuanto que se rebaja hasta su propia casualidad. Por eso el estado de la opinión infectada es apenas modificable por medio de la mera consciencia. La cosificación de la consciencia que se desborda hasta el mundo de las cosas, que capitula ante él, que se hace su igual: la acomodación desesperada de quien no es capaz de resistir la prepotencia y la frialdad del mundo, sino sobrepasándolas en lo posible, tienen por fondo un mundo cosificado, enajenado a la inmediatez de las relaciones humanas, dominado por el principio abstracto del intercambio. Y si en lo falso no se da realmente una vida auténtica, tampoco podrá darse una consciencia que lo sea. Salir fuera de la opinión falsa sí que se podría; pero sólo de una manera real y no únicamente por medio de su corrección intelectual.

Una consciencia que se abstuviese hoy por completo del endurecimiento de la opinión, que es el principio infectado, sería igual de problemática que el endurecimiento mismo. Incurriría en esa mudanza, fugaz y sin estructura, de parecer a parecer en el estado anormal, como de molusco, que puede observarse en no pocos de los hombres a los que se tiene por de fino sentido y que no alcanzan la síntesis del conocimiento que se congela en la consciencia cosificada. Tal consciencia, en cierto modo paradisíaca, estaría a priori desacompasada respecto de la realidad que tiene que conocer y que es precisamente lo endurecido.
Cualquier indicación hacia la consciencia correcta sería vana. Porque propiamente consiste sólo en el esfuerzo de reflexionar incansablemente sobre sí misma y sus aporías.

La figura anglosajona del problema de la opinión es el reblandecimiento de la verdad por medio del escepticismo. El conocimiento objetivo de la realidad, y con él la cuestión de su configuración, es reducido a los sujetos cognoscentes, de igual modo que sus intereses, no conciliados en un concepto superior objetivo, han de reproducir, según la doctrina del liberalismo, ciegamente ese todo que al mismo tiempo amenazan con un desgarramiento progresivo. El subjetivismo latente, que se oculta a sí mismo, de la actitud objetivo-cientifista del círculo cultural anglosajón, va parejo con la desconfianza ante una subjetividad a rienda suelta, parejo con la inclinación constante, automatizada ya, a relativizar los conocimientos por medio de la referencia a su condicionamiento en los que conocen. La consciencia del propio subjetivismo queda rechazada apasionadamente, y asimismo el recuerdo de que la posición que se adopta no tiene otra fuente de derecho que lo que en última instancia está ya dado inmediatamente a los meros individuos; esto es, al fin y a la postre, la opinión.
La tentación alemana (si es que no es también la de todos los pueblos que viven al este del círculo cultural mediterráneo y que jamás fueron latinizados por completo), es en cambio el endurecimiento inabordable de la idea de verdad objetiva que hace de ésta algo no menos subjetivo que la opinión misma. A la capitulación en Occidente ante hechos no penetrados y a la acomodación del pensamiento a cada realidad existente, corresponde en Alemania la falta de autorreflexión, una inexorable manía de grandeza. Ambas figuras de la consciencia, la que se inclina ante los hechos y la que se reconoce erróneamente como soberana o creadora de los mismos, son como las mitades, que han saltado cada una por su lado de la verdad que no se realizaba en el mundo y cuyo fracaso golpea también al pensamiento. La verdad no se deja remendar desde sus pedazos. A los efectos no se entienden tan mal: quien deja ser al mundo, en el que se busca un puestecito, tal y como es, le confirma en cuanto el ser verdadero, en cuanto esa ley, que es y que el espíritu dominador se figura también ser él mismo.
La metafísica tradicional alemana y el espíritu que la ha producido y en el que viven sus secuelas, rompen sus dientes en la verdad y la falsean tendencialmente en lo que se opina por capricho, en una eterna pars pro toto. El positivismo sabotea la verdad con la referencia a una supuesta mera opinión, y toma el partido de ésta al no quedarle ninguna otra cosa. Contra todo lo cual no sirve de ayuda sino el esfuerzo imperturbable de la crítica. La verdad no tiene más lugar que la voluntad de resistir a la mentira de la opinión.

El pensamiento, y probablemente el de hoy no es el primero, se prueba en la liquidación de la opinión: literalmente de la dominante. Ésta no es mera insuficiencia de los que conocen, sino que les está endosada por la constitución social entera y con ella por las circunstancias dominantes. Su expansión otorga un primer índice de lo falso: hasta dónde alcanza el control del pensamiento por parte de los que dominan. Su signatura es la trivialidad. Que lo trivial, en cuanto sobreentendido, es aproblemático; que sobre ello se alza por estratos lo más diferenciado, he aquí un fragmento de esa opinión, que habría que liquidar. Lo que en una situación falsa es aceptado por todos, tiene ya, en tanto confirma esa situación como la suya, su desorden ideológico ante cada contenido especial. Lo existente y su ley protegen la costra de las opiniones cosificadas. Defenderse en contra no es sin más la verdad, y puede degenerar con suficiente facilidad en negación abstracta. Pero sí es agente de ese proceso, sin el cual no hay verdad. La fuerza del pensamiento se mide, sin embargo, en que, fatigándose por liquidar la opinión, no se contente demasiado fácilmente con agudizarse sólo hacia fuera. También en sí mismo debe resistir a la opinión. Es decir, a la posición o dirección a que, en un estado de socialización total, todavía pertenece el que se obstina en contra. Es en él mismo donde se forma el momento de opinión sobre el cual ha de reflexionar y cuya limitación ha de hacer saltar. En el pensamiento es malo todo lo que repite sin fisura tal posición; lo que habla como aquellos que de antemano son de igual opinión que el autor. En dicho habitus, el pensamiento se detiene, se rebaja a mera exposición de algo aceptado, se convierte en falso. Puesto que expresa lo que no ha penetrado, como si fuese su resultado. Ningún pensamiento al que sean inherentes restos de tales opiniones. Que le sean necesarios a la par que externos. Elemento del pensar es permanecerse fiel a sí mismo en cuanto que en estos momentos uno se niega. Esta es la figura crítica del pensamiento. Sólo ella, no su acuerdo satisfecho consigo mismo, puede ayudar a la modificación.

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