LA VIDA DE MAHOMA

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C. Virgil Gheorghiu 

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I

MORIR QUEMADO VIVO POR SU DIOS

Abd-al-Muttalib- que será el abuelo de Mahoma - es uno de los seis oligarcas de La Meca. Hombre de alta estatura, más corpulento de lo que suelen serlo los árabes en general, tiene la tez blanca; además, cosa inusitada, se tiñe la barba y el cabello desde que, durante un viaje a la Arabia Meridional, recibió de manos de un príncipe yemenita un frasco de tinte acompañado de las explicaciones para su empleo. Hombre rico y elegante. Abd-al Muttalib ha pasado ya de los cincuenta años. La suerte le ha proporcionado cuanto podría hacer de él un hombre feliz. A pesar de todo. su vida es un drama. Cuando conversa con sus amigos o con otros mercaderes. le es imposible alejar por un instante la preocupación que le tortura...

Pero hoy, por primera vez, oye hablar de una desgracia que supera la suya. Y mientras dura el relato de aquellos sucesos, olvida su propio dolor. El narrador es AI-Harith-ibn-Muad, jefe de la tribu de los jurhumitas de La Meca. Se trata de una matanza, un exterminio perpetrado en el Nedjran, oasis en la Arabia meridional.

He aquí los hechos que cuenta AI-Harith. Han ocurrido unos años antes, alrededor del 530 de la Era cristiana. Arabia es un territorio inmenso, de más de tres millones de kilómetros cuadrados; pero las nueve décimas partes son estériles, extensiones de arena, de piedra roja y de lava. Sólo la décima parte es fértil, constituida por regiones que se hallan sobre todo en el Sur y especialmente en el Yemen. Yemen significa «el país de la derecha», o también: «el país dichoso». Los romanos lo 1lamaron Arabia Felix. Allí vivió, en los tiempos bíblicos, la Reina de Saba, contemporánea de Salomón. El sur de Arabia ha sido cristianizado varias veces, descristianizado de nuevo y vuelto a cristianizar. El primero en llevar la palabra del Evangelio a aquellas tierras fue- según la tradición - uno de los doce Apóstoles de Jesucristo, san Bartolomé . Evangelizó el Yemen antes de franquear el estrecho de Bab-eI-Mandeb y pasar a Abisinia.

El reino himyarita, en la Arabia del Sur, tiene por soberano a Dhu Nuwas. es decir, «el señor de los bucles». Judío de religión, decide - como es costumbre - que todos sus súbditos estén obligados a adorar al mismo Dios que él. Los súbditos se someten. No merecerían el nombre de tales los súbditos que no se sometieran a su rey. Pero Dhu Nuwas no queda satisfecho. Deseaba que todos los pueblos vecinos se convirtieran también al judaísmo. Ahora bien: al norte, los primeros vecinos del rey Dhu Nuwas son los árabes del oasis de Nedjran. Nedjran es una zona de tierra que se extiende en una longitud de cien kilómetros, en medio del desierto de arena y de piedra. Ese jirón de tierra fértil se halla al borde del terrible desierto Rub' Al Jali, que cubre de roja arena y de piedras ochocientos mil kilómetros cuadrados y que al norte se prolonga por otro desierto, el Nefud - es decir, “las dunas” - o Bakr-Bil1a-Ma, que significa “mar sin agua”.

Dhu Nuwas, «el señor de los bucles», manda decir a los árabes cristianos del Nedjran que les invita a adorar al mismo Dios que él. Los árabes del Nedjran son menos pobres que los demás árabes. En primer lugar, su oasis se encuentra en plena ruta de las caravanas que pasan del Norte al Sur y del Oeste al Este. Todas las caravanas que atraviesan Arabia se cruzan en el Nedjran. Además, esos árabes tejen, y trabajan los metales. A la invitación del rey Dhu Nuwas, los árabes cristianos del Nedjran contestan con la cortesía que se debe a un soberano, pero con igual firmeza, que ellos aman mucho al Dios que tienen y que no es. su intención cambiarlo por otro y abandonarlo. Quieren permanecer fieles al buen Jesús.

Al contrario de lo que ocurre con las plantas, la fe en Dios echa raíces más profundas y con mayor facilidad en el desierto que en las tierras fértiles.

En el desierto, no hay obra humana ni natural que detenga la mirada, el pensamiento o el deseo de los hombres. Nada puede distraer al hombre de la contemplación de la eternidad. El hombre está en incesante contacto con el infinito, que comienza a sus mismos pies. Cuando el hombre se encuentra con Dios en el desierto, le permanece fiel para siempre. Y eso ocurrió entonces entre los cristianos árabes del Nedjran.

El rey himyarita buscó un pretexto para castigar aquella negativa. Y el pretexto no tardó en presentarse. Los pretextos son como las manchas del sol: los descubre quien quiere verlos.

Mientras Dhu Nuwas preparaba su venganza, los ciudadanos de Nedjran siguieron rogando a Jesucristo, como se lo había enseñado el santo apóstol Bartolomé y los otros misioneros que pasaran por su oasis, perdido en el infinito de la ardiente arena.

 

Los cristianos del Nedjran conservaban el recuerdo de un obispo llamado Pantheneo, que había cristianizado una región próxima al Yemen, y de un sacerdote misionero de Tifo, llamado Frumentius. Este último, no sólo era misionero, sino también avisado administrador; y el rey de Sanaa le había rogado que accediera a ser su ministro de hacienda y su tesorero. Los cristianos del Nedjran conservaban ese recuerdo con piedad y fidelidad.

Muy pronto apareció el pretexto buscado por “el señor de los bucles”. Dos niños judíos habían sido asesinados por unos desconocidos dentro del recinto murado de la ciudad de Nedjran. El padre de los pequeños acudió a quejarse ante el rey Dhu Nuwas.

El soberano, se dirigió de nuevo a los cristianos del Nedjran y les aseguró que perdonaría a los asesinos si los árabes abrazaban la religión judaica. El mensaje estipulaba categóricamente que no les quedaba otra esperanza de obtener el perdón.

El asesinato había sido cometido por un criminal desconocido. Y aunque se hubiera apresado al culpable, el asunto no se habría arreglado. En aquellos tiempos reinaba la ley del clan. El individuo no era responsable ni del bien, ni del mal que hacía. El individuo no existía ni desde el punto de vista penal, ni del civil. El clan respondía de los crímenes y deudas de cualquier persona perteneciente a él. Toda la colectividad del Nedjran era culpable del crimen. Debía ser juzgada y castigada.

La vida del desierto, la condición de los nómadas, deben enfrentarse con tan pesadas necesidades que el individuo, aunque fuera un superhombre, no puede asegurar su propia vida.

La persona humana es una dimensión demasiado ínfima. Tanto, que no puede existir en el desierto como individuo. Es el clan, en ese momento, quien substituye al individuo. El clan, o sea, toda la comunidad a que pertenece.

Jurídicamente- según los códigos del desierto - era equitativo que la acusación cayera sobre la colectividad. Lo que ya no era justo, por parte del rey Dhu Nuwas, era el precio exigido por la sangre derramada. Diya, «el precio de sangre», quedaba exactamente fijado: sabía se entonces - tan precisamente como hoy se conocen los cambios de 1a Bolsa- cuál es en el desierto el precio real de una vida humana. Generalmente, se aplicaba la ley del talión: muerte por muerte. Hombre por hombre.

Niño por niño. El precio exigido por el rey Dhu Nuwas era absurdo. Los cristianos del Nedjran se negaron a pagarlo. Y Dhu Nuwas quedó encantado de la negativa. Movilizó un ejército y, a traición, penetró en el Nedjran. La ciudad fue asaltada. El pueblo se reunió en el marbad, la plaza que constituía el centro del poblado, donde suelen hacer alto las caravanas. Allí estaban todos, los niños. las mujeres, los ancianos, los señores y los esclavos. Todo lo que en el oasis conservaba un soplo de vida.

Dhu Nuwas les preguntó si preferían hacerse judíos o morir.

Respondieron todos que querían permanecer fieles a su Dios. Fieles hasta el fin de su vida. y aun al precio de su vida.

Entonces, «el señor de los bucles» ordenó cavar en el marbad, sobre la gran plaza, muchas fosas profundas. Hechas las fosas, mandó encender en ellas inmensas hogueras. Cuando las llamas saltaron, altas como palmeras, el rey Dhu Nuwas preguntó de nuevo a los ciudadanos del Nedjran si querían cambiar de Dios.

De lo contrario, serían quemados vivos. Los hombres - antes que hacer traición al Dios que adoraban- prefirieron morir en el fuego. Comenzaron a arrojarlos a las llamas que ardían en el fondo de las fosas. Uno después de otro. Pablo de Nedjran, el obispo de la ciudad, había muerto bastante antes del asesinato de los niños: pues bien, sus huesos fueron exhumados y quemados, y sus cenizas esparcidas al viento. Porque también los

muertos debían ser castigados. Areta, «el primero de la ciudad», fue decapitado en presencia de su propia familia y de sus conciudadanos; después, también su cuerpo fue precipitado al fondo de la fosa, al ukhdud, donde ardían vivos los otros habitantes. Rhuma, la esposa de Aretas, sufrió torturas aún mayores, antes de ser arrojada al inmenso brasero. Se le dijo que, si no cambiaba de Dios, sus hijas serían degolladas. Tenía dos hijas. Bellísimas. Pero Rhuma no cambió de Dios. Sus hijas fueron decapitadas. En su presencia. Después obligaron a Rhuma - a ella, la madre- a beber la sangre que manaba del cuello de sus hijas. Acto seguido, fue decapitada a su vez y arrojada también al ukhdud, la fosa del inmenso brasero. Así ardió su cuerpo con los demás.

Los cronistas de la época calculan entre 4.400 y 20.000 el número de personas que prefirieron ser quemadas vivas a ser infieles a su Dios. La ciudad en que ocurrió la horrible matanza se llama desde entonces Medinat-al-Ukhdud, que significa «ciudad de las fosas».

 

Tales fueron los hechos que el jefe de la tribu de los juhrumitas de la Meca contaba a Abd-al-Muttalib. Varios testigos de la matanza habían llegado a la corte del emperador de Bizancio, Justiniano I, y contaron lo que vieron con sus propios ojos. El emperador de Bizancio había respondido:

«Mi país está lejos del vuestro. Todo lo que puedo hacer es escribir una carta en favor vuestro al Negus, vuestro vecino, que es también cristiano».

Otras víctimas se dirigieron directamente al Negus. El emperador de Abisinia, a su vez, escribió al emperador de Bizancio, enviándole las hojas quemadas de los Evangelios y pidiéndole ayuda material, y sobre todo naves, que le permitieran pasar con su ejército a Arabia.

Entre Abisinia y Arabia está el estrecho de Bab-eI-Mandeb, al que los árabes llaman «la puerta de los llantos», porque en él se han hundido no pocos barcos y otros se han destrozado en sus aguas.

Los abisinios enviarán un ejército de 700.000 hombres. Bizancio, 700 naves. Juhrumita partirá también un día para abatir al tirano que ha asesinado y quemado a la población del Nadjran. Se ha descubierto el sepulcro en que yace enterrado ese amigo de Abd-al-Muttalib. Murió en Ispahán, en el Irán, y sobre su lápida mortuoria hay escrito esto: «Soy al-Harith-Ibn-Muad, que castigó a las gentes de los fosos».

Oen años después de la matanza, Mahoma, el nieto de Abdal Muttalib, conservará viva la imagen del crimen. Queda escrito en el Corán:

No los han quemado vivos más que porque creían en Dios Omnipotente... el Dios que creó el cielo y la tierra... Quienes han quemado a los fieles de ambos sexos y no han hecho penitencia, serán precipitados en las llamas del infierno.

En nuestros días, la matanza ha sido conmemorada por una iglesia, elevada en Nedjran, donde se halla también el cementerio de los mártires. Nedjran se encuentra ahora en Arabia Saudita. En 1949, supe que en el emplazamiento de las fosas, se recogían aún las cenizas, que sirven de abono. Pero en cuanto el rey Ibn-Saud conoció esa profanación, la prohibió, porque la memoria de los mártires de Nedjran es honrada por el mismo

Corán (Ashad-a1-Ukhdud).

Así pues, Abd-al-Mu,ttalib escucha el relato de la matanza.

Está conmovido. Como lo estuvieron todos los árabes al saber el exterminio de los cristianos. No es la hecatombre, en si misma, lo que produce tal impresión en Abd-al~Muttalib. La piedad es rara - a veces. hasta desconocida - en los hombres del desierto. Esa terrorífica impresión que experimenta Abd-al-Muttalib es provocada. sobre todo. por la grandeza de ese Dios, por el que veinte mil hombres, con sus mujeres e hijos, se han dejado quemar vivos, antes que traicionarlo. Ese Dios debe ser infinitamente grande. Nadie es fiel a un soberano insignificante. Uno no se deja quemar vivo. ni se asiste al degüello de los propios hijos, si el rey al que se quiere ser fiel no es infinitamente grande, rico y fuerte. Sólo semejante Señor es capaz de suscitar tamaña fidelidad. Quienes por Él han ardido, le conocían. Antes de dejarse quemar vivos, los hombres han tenido contacto con ese Dios y han medido su poder infinito.

Abd-al-Muttalib no cree más que en aquellas historias por las que sus propios testigos se dejan degollar. La grandeza de ese Dios está atestiguada por 20.000 hombres que se han dejado quemar vivos. Así pues, los árabes cristianos tenían una confianza absoluta en su Dios. En árabe. confianza absoluta en Dios se dice tawakhu. También Abd-al-Muttalib quiere tener semejante Dios. Un Dios en el que pueda tener una confianza absoluta: un Dios poderoso. como aquél por quien han muerto los hombres del Nedjran. podría liberar a Abd-al-Muttalib del tormento en que se debate. Ese tormento consiste en el hecho de que el rico árabe es abtar, un hombre sin descendencia. Un hombre sin hijos. Para un árabe, ser abtar es más doloroso que ser ciego, manco o lisiado.

Y en ello no hay exageración. Es natural que los beduinos sientan así. Los nómadas son hombres que viven entre dos desiertos infinitos: la arena infinita bajo sus pies. y el infinito azul sobre sus cabezas. El ser humano es demasiado frágil para sobrevivir entre esas ardientes mandíbulas. La existencia del individuo aislado es imposible en el desierto. Como es imposible en la naturaleza la existencia del átomo independiente. En el universo, el átomo no existe. de manera natural. más que unido a otros átomos. Nunca solo. Siempre en molécu1as. De la misma manera, los nómadas no pueden sobrevivir en el desierto más que unidos, en familias, en clanes, que actúan y se comportan cada uno como un organismo individual. El único capital que posee un clan, es el número de sus hombres. El primer deber que impone el instinto de conservación - no sólo de la especie, sino también del individuo- es la procreación. La segunda ley es la asabis, la solidaridad de la sangre. que une entre sí a los miembros de un clan. como si fueran un mismo cuerpo. Tales son las dos primeras leyes de hierro de la vida nómada en el desierto. Quien no las respeta. muere. Él y su clan.

Abd-al-Muttalib. aunque hombre rico. apuesto y respetado, es más desdichado que el último de sus esclavos. Es obtar . No tiene hijos. Y sin embargo, lo ha intentado por todos los medios.

En el Yemen, donde le han dicho que hay elixires para su caso, no ha encontrado más que tinte para el cabello. Y sigue siendo abtar. Ahora cuando oye hablar de la existencia de un Dios por el que se han dejado quemar vivos, como antorchas, veinte mil hombres. Muttalib se siente dominado por el respeto, por una admiración infinita hacia ese Dios. Es un Dios fuerte, poderoso e invencible. Abd-al-Muttalib se dirige entonces a la Kaaba.

Ese inmenso dado de piedra negra es el primer santuario elevado por el hombre sobre la tierra en honor de su creador. La Kaaba fue construida por Adán, reconstruida por Abraham y por Ismael, hijo de Abraham y padre de todos los árabes. En torno al santuario hay ídolos de todas clases. Sólo en la Kaaba hay cientos. El árabe tolera a todo dios, venga de donde venga. Pero sin pasión alguna.

«Inútil hablar de culto privado de dioses lares o domésticos. El árabe de la pre-héjira no ha conocido nunca más que el culto público. cuyas raras manifestaciones bastan para agotar su breve devoción».

Pero esta vez, Abd-al-Muttalib ora con fervor al Dios Omnipotente por el que veinte mil hombres se han dejado quemar vivos. A ese Dios poderoso y amado, aunque no lo conoce.

Abd-al-Muttalib se dirige en demanda de hijos, y promete, en señal de reconocimiento. sacrificar uno - el último- como un cordero, si Dios le da diez hijos varones.

Hecha esa promesa, Abd-al-Muttalib sale del santuario de la Kaaba y espera. Sin demasiada esperanza. Dios es demasiado grande y el hombre demasiado pequeño. Apenas puede haber relación entre ellos. Los separa una desproporción. Como dice Job: «Dios no es un hombre como yo para que le responda, para que nos pongamos juntos en justicia. No hay entre ambos un árbitro que ponga su mano sobre nosotros dos».

Abd-al-Muttalib se ha dirigido a ese Dios, del que nada sabe salvo que es muy grande y adorado, como uno se dirige, tras haber agotado todas las vías humanas de juicio, al soberano supremo, al emperador. Pero sin gran esperanza de que el emperador lea alguna vez esa súplica. Cuando todas las esperanzas se desvanecen, no le queda al hombre más que intentar cosas inútiles.

 

II

TRANSACCIÓN CON UN DIOS DESCONOCIDO

Lo imposible se ha realizado, precisamente cuando se había perdido toda esperanza. Tras la plegaria enderezada a un Dios desconocido. en el atrio del santuario de la Kaaba, y después del trato propuesto - es decir: si Dios concede diez hijos varones a Abd-al.Muttalib, éste se compromete a degollar al último - Abd.al-Muttalib ha sido padre. Poco después de la transacción con el Señor, le llega un hijo. Después, el segundo.

Y el tercero. He aquí a Abd-al-Muttalib en el colmo de la dicha. Todo prospera en su casa con el nacimiento de sus hijos.

Abd-al-Muttalib es un personaje muy importante en La Meca. Y La Meca es una ciudad con la que no puede compararse ninguna otra del mundo. Aún cuando existan en la tierra ciudades más grandes, más bellas, o más ricas. La Meca es munawara, es decir, «la brillante».

La Meca es um-el-Kora, que significa “madre de las ciudades”.

La Meca es el-macherek, o sea, «la noble». En La Meca está - y esto es lo más importante - el hadchat-el-asud, «la piedra de Dios». la Kaaba, el santuario.

Abd-al-Muttalib vive cerca del santuario en el barrio denominado batha. Pero nada de interés puede decirse acerca de Abd-al-Muttalib si primero no se habla de sus antepasados. Es un árabe. Y no puede hablarse de un árabe sin referirse ante todo al clan a que pertenece. El árabe no puede existir - como individuo- en el universo; como, en la naturaleza, la rama del árbol no puede existir aislada. Pertenece a una familia y a un clan, de la misma forma que la rama va unida a su árbol.

Por lo tanto, Abd-al-Muttalib no existe solo en La Meca. Existe con sus raíces. Como un árbol. Sus raíces son sus antepasados. Los conoce, según las historias, como conoce su propio cuerpo. Los primeros antepasados de Abd-al-Muttalid son Adán y Eva. En la tradición árabe, la historia de Adán y Eva es la misma que en los relatos de otros pueblos. Por instigación del diablo, comieron el fruto prohibido y en castigo fueron expulsados del Paraíso. Eva fue enviada a Arabia; Adán, a la India. Si hay que creer a las poesías de Adi-ben-Zaid, Adán se ganaba la vida en la tierra regentando una forja.

El diablo, es decir lblis, fue exilado a Djedda, un puerto en el mar Rojo, que se encuentra a una jornada (a lomos de camello) de La Meca.

Adán vino a La Meca y, con una piedra traída del Paraíso, levantó el santuario que aún hoy existe y cerca del cual habita Abd-al-Muttalib. futuro abuelo de Mahoma. El santuario se llama Kaaba. «El nombre de Kaaba viene de la forma del edificio, que semeja un dado; en realidad, es rectangular; tiene cerca de diez y doce metros en cada lado y quince de altura».

Al mismo tiempo que la Kaaba, Adán trajo del Paraíso a La Meca, la piedra conocida con el nombre de magam-ibrahim, piedra que hoy se encuentra junto al santuario.

Durante una peregrinación a La Meca, Adán encuentra a Eva - o Hawa, como la llaman los árabes -. Su encuentro ocurrió en una montaña llamada Arafa, en los alrededores de La Meca.

En lengua árabe ta'arafa significa «se han reconocido». Porque el milagro no consiste en el hecho de que Adán y Eva se hayan encontrado, sino en que se hayan reconocido. Su separación había durado más de cien años, y ambos habían envejecido y cambiado en ese tiempo. Porque la vida terrena es dura. Pero, aunque habían cambiado hasta el punto de no poder reconocerse, se amaron de nuevo y tanto como el primer día en que se vieron.

Tuvieron hijos. Los unos fueron buenos y los otros se inclinaron al mal. Tal fue el caso de Cain, que había seguido la profesión de su padre, haciéndose forjador (Caín significa forjador) y que mató a su hermano Abel. El crimen ocurrió cerca de Damasco.

Tras aquel asesinato en la familia, Adán se dio cuenta de que la humanidad iba por mal camino, que los pecados de los hombres serían cada vez mayores y que Dios se vería obligado a castigar a los hombres anegándolos en un diluvio. Adán comprendió que el Diluvio era inevitable. Construyó, cerca de La Meca - en el monte Hira- en el mismo lugar en que Mahoma recibiría sus revelaciones - un abrigo en el que pensaba poner a salvo la piedra del santuario, la Kaaba, el día en que se desencadenaran las aguas del Diluvio qué lo devoraría todo. El Diluvio llegó (como Adán había previsto) el día en que los pecados de los hombres superaron todos los limites y no pudieron ser tolerados por más tiempo.

 

La tradición popular árabe considera la lluvia como “un escupir de ángeles”. La lluvia, allí, es rara en extremo. En aquel inmenso paralelógramo de tres millones de kilómetros cuadrados, la única lluvia que cae - fuera de algunas regiones costeras -, procede del Mediterráneo, por el pasillo aéreo que pasa por encima de Palestina. Los árabes, pueblo muy imaginativo, sin embargo no pueden representarse el Diluvio como una verdadera lluvia, un simple «escupir de ángeles». En consecuencia, el agua del Diluvio no ha caído del cielo. En el desierto, eso parece imposible. El agua del diluvio ha inundado el desierto de arenas, al mismo tiempo que el resto del planeta, surgiendo de los abismos de las entrañas de la tierra, por un agujero abierto en la corteza terrestre. Como por una boca de incendios, o como por una tubería que haya reventado. Ese agujero en la corteza terrestre, por el que surge el agua que ha provocado el Diluvio, se llama en el Corán, tufan o tannur, y se encuentra en Kufa, en el lugar en que hoy se alza la mezquita.

La tradición árabe menciona detalles que han sido omitidos por la tradición correspondiente, en las demás civilizaciones. Noé había embarcado en su arca cuanto le fuera ordenado. El arca comenzó a navegar sobre las terribles aguas del Diluvio. Antes de dirigirse a alta mar, y por consejo del ángel Gabriel, que había acudido a colocar la piedra del santuario de La Meca en el abrigo construido por Adán en el monte Mira, Noé dio siete vueltas con su arca - siete circumambulationes - en torno al santuario. Esos trayectos descritos por Noé con su arca en torno a la Kaaba, se llaman tawaf; y todavía hoy, todo fiel que va a La Meca, da esas mismas siete vueltas. La tradición precisa, además, que la esposa de Noé y uno de sus hijos, eran grandes pecadores, pecadores endurecidos. No se les admitió en el arca. Noé rogó al Señor que al menos le permitiera admitir a su mujer ya aquel hijo extraviado, pero el Señor se mostró inflexible. La esposa de Noé y su hijo perecieron en las aguas. Las oraciones de otro de nada sirven cuando uno mismo está en pecado.

Calmado el diluvio, el Arca de Noé se detuvo en Arabia, sobre el monte Djiudi.

Entré otros lugares históricos, se menciona la tumba de Adán, que se halla en La Meca y que, de acuerdo con algunas tradiciones, señala el centro del mundo. Eva está enterrada en Djedda, a orillas del mar Rojo El sepulcro de Noé se encuentra en Krak-Nuh, cerca de Baalbek.

Con estos acontecimientos universales concluye la historia de los primeros antepasados de Abd-al-Muttalib. La segunda cadena de antepasados comienza con Abraham. El patriarca era abtar. No tenía hijos. Hallábase en la misma situación desesperada que Abd-al-Muttalib antes de su pacto con el Señor. Dice la Biblia que, Sarah, mujer de Abraham, no le había dado hijos. Y ella -Sara- tenía una sierva egipcia llamada Agar. Sara dijo a su esposo Abraham: He aquí que Dios me ha hecho estéril. Ruégote que yazcas con mi sierva; tal vez tengas de ella hijos.

Agar, la sierva, dio a luz un hijo. Como el ángel se lo había anunciado.

He aquí que estás encinta y darás a luz un hijo y le darás el nombre de lsmael. Será como un onagro y las manos de todos se alzarán contra él y habitará en contradicción con todos sus hermanos.

Tras el nacimiento de Ismael, Agar la sierva, fue expulsada de la casa de Abraham, porque Sarah, la esposa legitima del patriarca, había quedado también embarazada; por lo tanto, ya no tenía necesidad del niño que su marido había engendrado en la sierva; Agar e Ismael fueron abandonados en el desierto. Pasaron varios días y madre e hijo quedaron sin una gota de agua. Ismael moría en los brazos de su madre. Desesperada,

Agar depositó al niño en la arena y comenzó a implorar al cielo con las manos levantadas sobre su cabeza y corriendo en todos los sentidos. Como corren las gentes desesperadas. Ese zig-zag de la desesperación y la súplica de agua se sitúa entre las colinas Safa y Marwa, no lejos de La Meca. Agar corrió gritando e implorando, e hizo el trayecto entre ambas colinas, tres veces en una dirección y cuatro en la opuesta. Ese trayecto es recorrido aún hoy por los fieles, tal y como Agar lo hizo la primera vez, buscando el agua y orando, entre Marwa y Safa. Ese rito se llama sa'y.

El ángel Gabriel descendió del cielo, por orden del Señor, para salvar a Ismael de la muerte. Cavó un hoyo en tierra, de donde brotó el agua. El agua de la fuente que mana en la arena, hace como todas las fuentes del mundo: «zam-zam». Era el gorgoteo de la vena de agua. La onomatopeya de la fuente ha sido conservada hasta nuestros días. El manantial se halla muy cerca del santuario; y los peregrinos que acuden a La Meca;

beben el agua de la fuente Zam-Zam, creada por el ángel Gabriel para Ismael y Agar. Gracias a esa agua pudo vivir Ismael. 

Llegó con su madre a La Meca. En este lugar vivía entonces la tribu de los jurhumitas. Llegado a su mayoría de edad, casó Ismael con una joven jurhumita. Sus descendientes son todos los árabes que hoy viven en el mundo.

Una de las numerosas tribus descendientes de Ismael se llamaba de los Coraich, que significa «los pequeños tiburones».

El clan coraichita, mandado por su jefe Kosay, conquistó La Meca. Los hombres coraichitas se unieron en matrimonio a las jóvenes jurhumitas. En aquella época, los habitantes de La Meca vivían en tiendas de campaña. Kosay ordenó construir casas.

 

Se casó con la hija del jefe Juza'ah, de la tribu que guardaba el santuario de la Kaaba. Emprendió después una serie de reformas edilicias; construyó fuentes e introdujo un impuesto llamado rifadah; edificó el Dar-an-Nadw, o casa de reunión. Uno de los hijos de este fundador de La Meca moderna se llamaba Abd-Manaf. Era un célebre mercader, que enviaba caravanas a Persia y a Bizancio. Un hijo de Abd-Manaf se llamaba Hachim.

Era, como sus mayores, un rico negociante que poseía inmensas caravanas que atravesaban el desierto de un extremo al otro. . .

Hachim murió durante un viaje a Gaza, donde está enterrado.

Hachim se había casado con una bellísima mujer de Yatrib o Medina. Todavía existe su palacio. Está construido con una piedra blanca como la plata. El hijo de Hachim, el comerciante muerto en Gaza, y de la bella medinense, es precisamente Abd-al-Muttalib. El mismo que acaba de hacer un pacto con el Dios desconocido pidiéndole diez hijos y prometiéndole la vida de uno de ellos, al que degollará como a un cordero, en testimonio de gratitud.

Abd-al-Muttalib tiene motivos sobrados para sentirse orgulloso de su estirpe. Más tarde, el nieto de Abd-al-Muttalib, el futuro profeta del Islam, Mahoma, exclamara también con orgullo: «Alah me ha colocado en la mejor de las dos mitades de la tierra, y en la mejor porción de esa mitad, entre los mejores hombres de esa porción, árabes, coraichitas, Hachim, Abd-al-Muttalib».

Y no es un orgullo desmesurado. Todos los árabes están orgullosos de sus antepasados. Sus poemas más bellos son los fajr- o apología de los antepasados -. Los nómadas no poseen un solo punto fijo en la superficie de la tierra. Por eso, los mayores son para ellos algo tan vital como la raíz para el árbol.

El desierto no permite que el hombre se establezca en un lugar. Y puesto que no pueden arraigar en la tierra, los nómadas fijan sus raíces en el pasado, en su árbol genealógico. Los nómadas hacen como las orquídeas de la selva tropical que, ya que no pueden llegar a la tierra con sus propias raíces, las fijan en el espacio, por encima de ella.

Pero Abd-al-Muttalib no está sólo orgulloso de su pasado.

También tiene un glorioso presente. El clan de los coraichitas, los señores de La Meca, está compuesto por diez familias: Hachim, Umaiyah, Naufal, Abd-Dar, Taim, Majzum, Adj, Jumah y Sahm.

Abd-al-Muttalib es el jefe de la tribu Hachim. Eso es importante. Porque un clan o un sub-clan es independiente, libre, soberano y autocéfalo, como un Estado. Nadie se entromete en los asuntos internos del clan, en sus leyes, en su modo de aplicarlas; salvo - eventualmente - Dios.

Las diez familias de La Meca son diez Estados que viven uno junto al otro. No tienen ni política, ni justicia comunes. Mantienen relaciones de buena vecindad. A la manera de los clanes que se encuentran en medio del desierto, que plantan sus tiendas los unos cerca de los otros, decididos a vivir en buena armonía.

Aparte el título de «jefe de la tribu Hachim», que equivale al de monarca, Abd-al-Muttalib ejerce en La Meca la función de sigaya o «aquel que da de beber a los peregrinos». La fuente Zam-Zam, creada por el ángel Gabriel en el recinto del santuario de la Kaaba para salvar de la muerte a Ismael, padre de todos los árabes, es creada por segunda vez por Abd-al-Muttalib. Porque el pozo de la fuente del santuario se ha perdido con el tiempo. La tribu de los jurhumitas, vencida en una batalla, fue expulsada de La Meca. Antes de partir, los jefes jurhumitas arrojaron su tesoro al pozo Zam-Zam y lo cegaron.

Los vencedores no han podido dar con la fuente. Se ocultaba en una porción de terreno que Abd-al-Muttalib hereda de Al-Muttalib, hermano de Hachim.

Una noche, un ángel se presenta en sueños a Abd-al-Muttalib y le indica el sitio en que se halla la fuente Zam-Zam. Al día siguiente, cava en el sitio señalado y descubre el manantial.

Ante él estaba el tesoro. Entre otras cosas, había algunos sables de valor. Pero los objetos más preciosos eran dos gacelas de oro con ojos de rubíes. Esas gacelas habían sido ofrecidas a la ciudad de La Meca por el fundador de la dinastía de los Sasánidas. Son de madera recubierta con una maciza capa de oro.

Sus cuerpos están adornados con piedras preciosas, sobre todo el cuello y las orejas. El tesoro estaba oculto en un saco de cuero. Los ciudadanos de La Meca pretendieron que el tesoro, aunque descubierto por Abd-al-Muttalib y situado en sus tierras, pertenecía a la ciudad. Para resolver el conflicto, acuden a un árbitro que dio la razón a Abd-al-Muttalib. Éste, como varón piadoso, colocó las dos gacelas de oro a las puertas del santuario de la Kaaba, a las que aún sirven de ornato.

Muttalib es un hombre favorecido por la suerte. Sobre todo, ahora que el Señor le ha ofrecido diez hijos.

El día que nace Abdallah - el décimo hijo - que será el padre del profeta Mahoma, Abd-al-Muttalib pierde su .tranquilidad. Con el décimo de sus hijos llega el término del plazo. El rico árabe debe cumplir su palabra. Exactamente igual que ha cumplido la suya ese Dios desconocido que ha dado a Muttalib los diez hijos. Muttalib tiene que degollar al décimo, Abdallah, de acuerdo con lo prometido.

Abd-al-Muttalib se encuentra ante una alternativa. A veces, desde el nacimiento de Abdallah- su décimo hijo - Abd-al-Muttalib se pregunta si no es más fácil a un hombre no tener hijo alguno que tener diez y verse obligado a apuñalar a uno de ellos con su propia mano.

 

III

EL SACRIFICIO DE ABD-AL-MUTTALIB.

Abd-al-Muttalib cumplirá el sacrificio. Pertenece a una sociedad cuyos ideales morales son: paciencia en la adversidas, tenacidad en la venganza, desconfianza para con los fuertes y protección para quienes se hallan atribulados. Tal es el credo del beduino nómada en el desierto. Ese credo se llama muruwah, que es sinónimo de la palabra «virilidad».

El Dios con quien Abd-al-Muttalib ha concluido un tratado es un Señor poderoso. La desconfianza para con Él es natural.

Es tanto más temible cuanto es un desconocido. Abd-al-Muttalib nada sabe de ese Dios, excepto que es poderoso, pero que no le falta generosidad, puesto que ha acogido la súplica de un mortal.

En el desierto hay un principio general que dice que no conviene contrariar a Dios. Porque Dios es el propietario de toda la vida. El hombre no di!¡pone más que del usufructo de la vida, en ciertos limites, en determinadas condiciones. Así lo dijo el poeta Tarafa: «Los vivientes son como las cabras atadas a una cuerda que les permite brincar pero cuyo extremo está cogido por el dueño.»

Al hombre no se le consulta cuando se le ofrece la vida. De haber sido consultados, la mayoría de los hombres se hubieran negado a existir. El adjal o término de la vida, la hora de la muerte, está también en las manos de Dios. La felicidad o la desdicha durante la vida terrena, no dependen de la sagacidad ni de la razón del hombre. Nuestro sexo nos viene ya impuesto: no la escogemos nosotros. EI rizo o los medios de subsistencia

en el desierto, son cuestión de puro azar. El agua y el alimento dependen de la sequía o de la humedad: es decir, de Dios. La aventura de Job que lo pierde todo y al día siguiente recibe el doble, es una aventura diaria en el desierto.

Las intenciones y decisiones de Dios referentes a nuestra existencia, la existencia de cada uno de nosotros, son secretas. Pero los árabes se esfuerzan por descubrir esos secretos. Generalmente se buscan las informaciones acerca de la divinidad en la Casa de Dios. en la Kaaba. Está próxima a la casa de Abd-al-Muttalib. Éste contempla el inmenso dado de piedra, la Kaaba.

Cuando Abraham reconstruyó el santuario de La Meca, la piedra era blanca. Los hombres acudieron desde entonces en peregrinación, hicieron el tawaf , es decir, la vuelta ritual, y besaron la piedra. A cada beso, la piedra de La Meca, que era blanca como la espuma de la leche, fue ennegreciéndose. Ahora, por los pecados de la Humanidad, se ha vuelto negra como el humo. El día del juicio final. la Kaaba será blanca de nuevo; como era cuando Adán la trajo del Paraíso. La maqam de Ibrahim o Abraham, la piedra a la que se subió el profeta cuando reconstruyó el santuario, es también negra. Sobre la maqam se ve aún la huella del pie de Abraham.

La contemplación interrogativa del santuario no anticipa nada a Abd-al-Muttalib, ni le ofrece solución alguna al problema que le atormenta y que se refiere al sacrificio de su hijo Abdallah. Por el contrario, al mirar la maqam, que conserva la huella del pie de Abraham, Abd-al-Muttalib siente acrecentarse su sufrimiento. Abdal-al-Muttalib se encuentra, a su vez, en la misma situación que Abraham constructor del santuario y padre de los árabes. Abraham fue abtar- sin hijos - al principio.

Después, cuando los tuvo el Señor ordenó que degollara a uno.

Exactamente lo mismo que Abd-al-Muttalib tiene que hacer ahora. Es el mismo drama.

Dios probó a Abraham y le dijo: Toma a tu hijo, al que tanto amas, y vete al desierto de Moriah, - que significa «el desierto en que el hombre puede encontrar a Dios cara a cara» - y allí ofrece a tu hijo en holocausto sobre la montaña que te indicaré. El sacrificio es más duro para Abd-al-Muttalib que para Abraham. El Dios a quien Abraham sacrificaba a su hijo era su propio Dios, en tanto que aquél a quién debería ser inmolado Abdallah era un Dios extraño y desconocido. Abd-al-Muttalib pregunta al sacerdote que cuida el templo de Hubal en la Kaaba en qué lugar es preferible llevar a cabo semejante sacrificio. El sacerdote le contesta que el sitio ideal para degollara su hijo se halla entre las colinas Safa y Marwa.

 

Hubal es un ídolo gigantesco. La tribu Kuza'ah, que ha vencido a los jurhumitas y detenta el poder en La Meca, tenía un jefe llamado Rabí'ah. Este jefe, gran amante de los ídolos, llevó a Hubal a La Meca desde Palestina, el país de los amalecitas de Mab. No lejos de Hubal se yerguen los ídolos Isaf y Naila, dos jóvenes jurhumitas que fueron sorprendidos por Dios cuando, desnudos, copulaban de noche cerca del santuario. En castigo, fueron convertidos en estatuas de piedra. Los tres ídolos principales de la región son los tres Garaniq: AI-Lat, Al-Ozza y Manat. La región de La Meca está llena de dioses e ídolos.

Sólo en la Kaaba hay más de trescientos sesenta. La cifra de trescientos sesenta ha sido dada por los árabes- por mera preocupación de simetría - para que sea cual al número de días que hay en el año. Pero en realidad hay más ídolos, innumerables religiones tienen un santuario - aunque sea de los más modestos - en la Kaaba. Hasta lo hay para los cristianos, que allí encuentran un rincón para sus devociones, puesto que existe un icono de la Virgen María, que lleva a Jesús en brazos.

Los ciudadanos de La Meca son muy tolerantes en materia de fe. La Meca es una gran ciudad en la que no germina ni una brizna de hierba. En torno a la ciudad, el desierto. Situada en la ruta de las grandes caravanas, vive únicamente del comercio.

Como buenos comerciantes, los vecinos de La Meca ofrecen al viajero hasta la posibilidad de orar. Han reunido ídolos e iconos, como en un museo. para que cada extranjero encuentre el suyo y La Meca sea tenida como ciudad santa por todos los hombres.

Aparte de los motivos comerciales, se trata también del miedo. Los hombres del desierto temen a Dios. A todos los espíritus. A todas las fuerzas sobrenaturales, y las respetan porque quieren conservarlas benévolas o, al menos neutrales.

Las respetan a todas. Para no descontentar a ninguna.

La existencia del nómada es hasta tal punto dura y solitaria, y subordinada al destino, que busca sin cesar una protección en el desierto azul e infinito que se extiende sobre su cabeza, a fin de poder enfrentarse con ese otro desierto que se extiende bajo sus pies. Para ablandar al destino y hacérselo favorable, el hombre busca una protección o un interlocutor entre todos los espíritus y todos los ídolos. Tal como hace Abd-al-Muttalib en este momento. Quiere saber cómo reaccionará Dios en el caso de que él, Abd-al-Muttalib no mantenga su compromiso y no sacrifique a su hijo como prometiera.

Para sondear y conocer el destino o abdar- y también la voluntad de Dios - hay especialistas.

Existe el kahin, el adivino en general. El sahir, o brujo. El azlam o qidah, que predice el futuro con ayuda de las flechas.

Existe el tatrg, revelación del destino con ayuda de piedrecillas. El giyfa, o adivinación del porvenir según las huellas de pasos dejadas en la arena por hombres o por animales. El maisir, o adivinación según las ondulaciones de la arena. También existe el talib, o curandero; y hasta el cha'ir, el poeta, que pasa por ser hombre conocedor de los caprichos de la suerte.

Para cada pregunta hay un especialista apto para dar con la respuesta. En el caso de Abd-al-Muttalib ninguno de aquellos adivinos está calificado. Muttalib quiere saber si Dios se indignará y tomará medidas contra él si se negara a degollar a su hijo Abdallah o si tardara en hacerlo.

Abd-al-Muttalib es hombre de palabra. Paga siempre sus deudas. Pero podría ser que Dios, tan poderoso y tan rico, no exigiera que se le pagara el precio prometido en el momento de la transacción. Hay acreedores que os perdonan las deudas si les parecen demasiado insignificantes. Que perciban o no su dinero, no cuenta mucho para ellos. Tal vez Dios esté dispuesto a borrar de su registro la deuda de Abd-al-Muttalib. Pero Muttalib no quiere provocar la cólera divina. Ante todo debe informarse.

 

Para conocer las intenciones de Dios, hay una categoría de adivinos especialistas, llamados arraf, que quiere decir «el que sabe». Se ocupan exclusivamente de problemas referentes al cielo, a los ángeles ya las divinidades.

Los árabes saben que todos los hombres, durante su vida, van acompañados por un espíritu, un djinn, que pertenece exclusivamente a cada uno y al que llaman karin. Algunos karin poseen el don de la poesía. y el hombre cuyo karin es poeta, lo es también él. Sus poemas le son dictados por su djinn personal. Otros djinn están especializados en observar la bóveda celeste. Los hombres que poseen un djinn así, saben lo que ocurre en el cielo; tales son los arraf .

En el universo árabe como en el del Dante, hay siete cielos. Hasta el Corán reconoce esa arquitectura celeste: «Ha creado los siete,cielos y ha suspendido en el firmamento la luna para reflejar la luz y el sol para producirla.» En el cielo más alto - el séptimo - habita Dios. En el más bajo - el cielo de la luna y las estrellas - habitan los ángeles. A éstos los llama el Señor para darles órdenes. Antes de ejecutar esas órdenes - o después los ángeles las discuten entre sí. Como suele ocurrir en todos los cuerpos de guardia. Se comenta el «servicio».

En el exterior, los djinn que espían y observan. con el oído bien pegado a la cúpula azul del cielo, logran enterarse por palabras sueltas, o por frases pronunciadas en el interior por los ángeles, de los planes de Dios.

Hay djinn que pasan días y noches con la oreja arrimada a la ventana del cielo. A veces, su paciencia se ve recompensada.

Y sorprenden algún importante designio que interesa a todo el universo.

Entonces, corren presurosos y comunican el secreto a sus arraf .

Los ángeles saben que se les espía. Y de vez en cuando salen del cielo y arrojan piedras a los djinn, para echarles de los alrededores de la cúpula. Las piedras que los ángeles tiran a los djinn caen en tierra en forma de estrellas fugaces. Los beduinos buscan esos astros caídos; y con el hierro que de ellos extraen, forjan sus espadas. Son éstas las mejores del mundo. «Es tan agradable acariciar su hoja como el brazo de una joven. . .

Poseen una voz que puede ser el susurro de un manantial o el silbido de una serpiente». Aunque expulsados a pedradas, los djinn vuelven constantemente a su puesto de escucha y pegan la oreja al Cielo. El espionaje es un ejercicio apasionante, un vicio.

El sacerdote adivino de la Kaaba tras haber indicado Abd-al-Muttalib el lugar más conveniente para sacrificar a su hijo, le aconseja que acuda a Yatrib, para consultar a un arraf .

Éste enviará a sus djinn a espiar la bóveda celeste y le harán conocer si Dios se indignará o no, en el caso de que Muttalib omita el inmolar a su hijo.

Abda-al-Muttalib parte inmediatamente para Yatrib. Es una ciudad situada al norte de la Meca. En nuestros días se llama Medina. Hay más de 400 kilómetros de distancia. A lomos de un camello, el viaje dura once días. Es un largo viaje. Pero la ventaja de saber si el Señor libra a Abd-al-Muttalib de la obligación de matar a su hijo, bien vale semejante esfuerzo.

Muttalib se dirige a Yatrib con el corazón lleno de esperanzas.

Un padre hace cualquier cosa por salvar la vida de sus hijos.

En el desierto, los hijos garantizan la existencia terrena, del individuo y del clan.

 

IV

EL PRECIO DE LA SANGRE

Dentro de unas horas, Abd-al-Muttalib sabrá si debe o no debe degollar a su hijo sobre la piedra del sacrificio. Está decidido a seguir el consejo que le dé el arraf .

Emocionante ha sido para el viajero la entrada en Yatrib o Medina -, ¿no se trata de la ciudad de su madre, que se llamaba Salma? La atmósfera de Yatrib no es seca y sofocante como la de La Meca. La ciudad se extiende en un oasis, bordeado al Norte y al Sur por montañas. La tierra es fértil, el agua abundante. Cuéntanse en Yatrib setenta y dos atam o castillos.

Cuando hay algún peligro, hombres y rebaños se refugian en esos castillos y allí se fortifican: La Meca no posee ni castillos, ni murallas.

Uno de esos castillos, situado en el jauf - el valle - se llama Dihyan. Abd-al-Muttalib lo mira con ternura, porque el edificio perteneció a su madre. En derredor no hay más que parientes de Abd-al-Muttalib. Todos los miembros del clan banu-najjar están allí. Hasta cuando se hacen sedentarios- o ahl-al-madar, habitantes de casas -los beduinos conservan las mismas costumbres y las mismas leyes que los ahl-al-vabar , o habitantes de tiendas. Eso es perceptible a primera vista. Los nómadas plantan la tienda del jefe en el centro, y las tiendas de los otros miembros del clan se distribuyen geométricamente en derredor.

Las tiendas de las gentes que no pertenecen al clan, quedan aparte. Las casas, aunque se trate de castillos fuertes, están construidas según el mismo plan y en el mismo orden que las tiendas en el desierto. De manera que Yatrib presenta menos el aspecto de una ciudad que el de un conjunto de caseríos geométricos.

Cada clan vive en su propio espacio. Los hombres tienen los mismos derechos y deberes que si habitaran en el desierto. Nadie se entromete en los asuntos del clan vecino; y entre los clanes, las únicas cosas comunes son el aire que todos respiran y el cielo encima de sus cabezas.

Abd-al.Muttalib consulta al arrat. Éste envía a los djinn a espiar, la cúpula celeste y enterarse así de las intenciones de Dios en el asunto de Abd-al-Muttalib. Aquella noche son muchas las estrellas fugaces en el cielo de Medina. Son, sin duda, las piedras que los ángeles tiran a los djinn que espían el cielo por cuenta de Muttalib. Siguiendo la trayectoria de las estrellas fugaces los ojos de Muttalib se encuentran con la Vía Láctea.

La tradición popular explica así la Vía Láctea: un día, cierto árabe muy pobre, recibió la visita de un viajero. Nada había que comer en la casa del árabe. No podía ofrecer nada a su huésped.

Eso es algo inconcebible para un beduino; a sus ojos, resulta un crimen el dejar hambriento a un huésped. Con el corazón angustiado, el árabe decidió apuñalar a su único hijo para preparar una cena en honor del extranjero.

Desde lo alto del cielo, Dios, que veía el drama que se estaba preparando, ordenó al ángel Gabriel que cogiera un cordero blanco y lo llevara rápidamente al árabe para que lo degollara en lugar de su hijo.

Gabriel ejecutó la orden. Mientras el ángel bogaba sobre el desierto, con 'el cordero en sus brazos, vio al árabe que estaba ya ante su propia tienda, con el cuchillo alzado sobre su hijo, dispuesto a degollarlo. Para no llegar demasiado tarde, Gabriel redobló su rapidez. En un segundo se presentó al árabe, retiró al niño y colocó al cordero bajo el cuchillo. Pero, con la rapidez con que volara el ángel, el cordero perdió su lana, que fue

desprendiéndosele en la veloz carrera por los aires. Esa lana ha - quedado suspendida en el cielo. Es la Vía Láctea. El Señor no ha querido borrarla. La ha dejado en el firmamento, como testimonio.

 

Contemplando la Vía Láctea, Muttalib recobra el ánimo.

La Vía Láctea es una prueba de que Dios salva a los niños destinados al sacrificio. Tal vez Dios salve también al pequeño Abdallah, como había salvado al hijo del árabe  desprovisto de todo.

Entre tanto, los djinn vuelven del cielo con informaciones precisas. El Señor acepta que Abd-al-Muttalib no degüelle a su hijo, pero debe pagar la diya, el precio de la sangre.

Una vez más, Dios se muestra generoso con Abd-al-Muttalib.

En vez de una vida humana, Dios acepta unos camellos. Porque en Arabia, el precio de la sangre se paga en camellos.

A los comienzos de la humanidad, la sangre se pagaba exclusivamente con sangre. De acuerdo con la ley del talión. Esta ley ha estado y está en vigor en todas las sociedades fundadas en el parentesco de sangre. Si, en un grupo se ha matado a un hombre, se exige el precio de sangre, es decir, que un hombre muera en el clan del asesino. Y esto sólo para conservar el equilibrio de fuerzas. Porque la vida de un hombre es un bien material. Un valor económico y militar. El clan que ha debilitado las fuerzas del vecino arrebatándole una vida, debe disminuir también en una vida sus propias fuerzas, para mantener el equilibrio material.

Es la más positiva de las leyes humanas. Puesto que ignora completamente el aspecto moral del crimen. El pecado queda desconocido. Nunca se exige la muerte del asesino, sino la de un hombre, sea el que sea. Si es asesinado un niño, el clan de la víctima no reclama la muerte del asesino, sino la de un niño del otro clan. Las vidas humanas no tienen un valor moral, sino sólo material. Por esa razón puede remplazarse una vida por

otra, como se remplaza un objeto por otro. Por un ojo, se pide un ojo del adversario, o de cualquier miembro del clan responsable.

Poco a poco, la ley fue modificada: en vez de una vida humana, se pide una reparación, una suma de dinero o un número determinado de animales. En Arabia, el valor de una vida humana se cuenta en camellos. El número de camellos que representa una vida humana es variable. Unos clanes valoran la vida humana en muchos camellos; otros, en menos. Y no sólo la vida puede ser valorada en camellos, sino también las partes del

cuerpo humano. En la época pre-musulmana, un diente valía en Arabia cinco camellos. Un ojo, un brazo, una pierna, se pagaban en el desierto con cincuenta camellos. El arraf ignora cuántos camellos pedirá Dios a cambio de la vida de Abdallah, hijo de Abd-al-Muttalib. Puesto que se trata de una transacción, se comienza por ofrecer al Señor el menor número posible de camellos. Al principio, el arraf dice al Señor que le ofrece diez camellos por la vida de Abdallah. Diez camellos es el precio de dos dientes. El arraf o adivino echa los dados, para ver si Dios acepta el precio. Respuesta negativa. Dios quiere más. Le ofrece veinte camellos. Echa los dados. Dios quiere más aún.

Van aumentando de diez en diez y la respuesta de Dios sigue siendo negativa. Cuando llegan a cien camellos, los dados dan la respuesta afirmativa. La transacción está hecha.

Abd-al-Muttalib sale de Yatrib, dichoso. De regreso en La Meca, sacrifica camellos. Y en su lugar, obtiene la vida de su décimo hijo, Abdallah, cuyo nombre, en árabe, significa “esclavo del Señor”.

Este Abdallah, por quien se ha pagado a Dios un diya o rescate de cien camellos, en el año 544, es el padre de Mahoma, profeta del Islam. En su discurso de adiós a la vida terrena, el profeta Mahoma fijará también el precio de la vida humana en cien camellos, precio que fue pagado por la vida de su padre.

«Y el asesinato intencionado será castigado según talión y el asesinato semi-intencionado - cuando se ha dado muerte mediante bastón o piedra - costará cien camellos como precio de sangre. Quien exija más será un hombre de la Djahi liyah, que quiere decir: época de ignorancia».

 

V

ABDALLAH, EL ESCLAVO DE DIOS Y PADRE DEL PROFETA

Han pasado veintiséis años desde el viaje de Abd-al-Muttalib a Yatrib. Nos hallamos en el 570. El viejo Muttalib tiene ahora más de cien años. Pero sigue en plena actividad. La vida ha tomado otro rumbo después que los veinte mil cristianos de Nedjran fueron quemados vivos y tras el pacto concluido por nuestro hombre con el Dios desconocido, que le ha dado diez hijos.

Desde esos acontecimientos, Abd-al-Muttalib busca ocasión de un nuevo encuentro con Dios. Esta vez no quiere pedirle nada. Quiere encontrarse de nuevo: eso es todo.

Para facilitar esa segunda entrevista, lleva a cabo actos de justicia y generosidad. Sabe que eso gusta al Creador. En poco tiempo agota su saber. La búsqueda de Dios puede llevar a la pérdida de todos los bienes terrenos, igual que la búsqueda de minas de oro.

Un día, un pobre ciudadano de La Meca es metido en prisión por la tribu de los judhamitas del norte. Muttalib abre su bolsa y paga inmediatamente el rescate del prisionero. Sin otro motivo que contentar a Dios. Otro día, un judío del sur es asesinado en La Meca. Muttalib no vacila en marchar a Abisinia, donde solicita la intervención del Negus. Al fin, se hace justicia. Como hay quienes se arruinan en los juegos de azar,

Muttalib dilapida su fortuna cumpliendo actos que agradan a Dios.

Hay en La Meca otros árabes que buscan al verdadero Dios; al Creador de cielo y tierra. Cada uno lo busca según el dictamen de su cabeza y de su corazón. Estos buscadores empíricos de Dios se llaman hanif. Su religión es una mezcla de monoteísmo sirio-árabe, y algunos pretenden que Abraham fue también un hanif. Entre los hanif contemporáneos de Abd-al-Muttalib, aunque más jóvenes que él, cítase a Waraka-ibn-Naufal, Ubaidallah-ibn-Jahsh, Uthmann-ibn-Huwarith y Zeid-ibn-Amr. Las biografías de estos hanif muestran que no se han contentado con lo que hallaron y que han seguido buscando a Dios hasta la muerte, como lo busca Abd-al-Muttalib. Uno de ellos, Waraka,

se hará cristiano. Otro, Ubaidallah, se casará con la hija de Abn-Sufia, el gran comerciante; se hará musulmán y emigrará a Abisinia, forzado por las persecuciones religiosas; allí abandonará el Islam para convertirse al cristianismo. Uthmann también se hace cristiano y muere en la corte del emperador de Bizancio.

El cuarto hanif; Zeid-ibn-Amr, no se hace ni judío ni cristiano, ni musulmán: seguirá buscando- a Dios hasta la muerte.

Dice, con desesperación: «Señor, grande y todopoderoso: si supiera en qué forma quieres ser adorado, escogería esa forma y cantarla tus alabanzas. Pero ignoro la oración que te gusta». Dichas estas palabras, Zeid cae de rodillas. Desde hace tiempo, ha dejado de adorar a los ídolos, de comer carne de animales sacrificados y ya no participa en las fiestas paganas.

Casi en la misma situación que Zeid se encuentra Abd-al-Muttalib. Ninguna de las religiones conocidas le satisface. Pero no rompe con el pasado. Nunca renegará de la religión de sus mayores. Sin embargo, en cierta medida, incluso en privado, «ha renunciado al culto de los ídolos y cree en un Dios único».

Una .noche, Abd-al-Muttalib sueña que de su cuerpo se eleva un árbol gigantesco que extiende sus ramas sobre todo el planeta - de un extremo al otro del universo y hasta el cielo - y ese sueño le da esperanzas. Cree que es una señal de lo alto y que va a encontrar a Dios. Pero morirá sin haber obtenido esa entrevista con el Creador.

En la misma época de ese sueño, el último hijo de Abd-al-Muttalib, Abdallah, se ha casado con una hermosa joven, llamada Amina-bint-Wahb, que significa: Amina, hija de wahb, del clan Zuh-rah. Este hijo menor de Muttalib es, innegablemente, el mozo más guapo de La Meca. Será padre de Mahoma, el profeta del Islam. Todas las muchachas de La Meca quisieran tenerle por esposo. La tradición popular cuenta que, cuando las bodas de Abdallah y Amina, doscientas doncellas murieron de pesar, porque estaban enamoradas de Abdallah y él se había casado con otra.

Aparte de su belleza, las jóvenes amaban a Abdallah porque todas hubieran querido llevar en su vientre a Mahoma, el profeta de los árabes. Un profeta, un santo, lleva consigo un efluvio sagrado que los árabes llaman baraka.

«Por el baraka, quien lo lleva consigo, aporta la prosperidad, la dicha y todos los bienes de este mundo. Puede extender estos dones más allá del universo, mediante su intercesión ante Dios.

Ni es necesario que la voluntad del santo actúe para que el baraka sea eficaz: basta su presencia y contacto. De esa manera, el bienhechor efluvio se expande y hasta se transmite por mediación de los servidores del santo. Emana del cuerpo de éste durante toda su vida y persiste después de su muerte».

Un hijo así, dotado de baraka, habrá de nacer de la unión de Abdallah y Amina. Es normal que todas las mujeres hayan querido hallarse en el puesto de Amina, para tener semejante hijo, porque las mujeres, a la manera de los aparatos de radar, presienten los acontecimientos futuros a través de los obstáculos del tiempo.

A1xlallah, hijo de Abd-al-Muttalib, esclavo de Dios y padre del profeta Mahoma, no tendrá, sin embargo, la suerte de ver a su hijo. Morirá unas semanas antes del nacimiento de Mahoma.

Los cronistas son lacónicos: «Habiendo partido para un viaje de negocios ya visitar a sus tíos matemos en Medina, Abdallah cayó enfermo allí y murió».

Abdallah, padre del Profeta, era muy pobre. A su muerte, no dejaba por toda herencia a su esposa y al hijo que iba a nacer, más que cinco camellos y una vieja esclava. Él, que había costado cien camellos, no poseía más que cinco.

 

VI

LA GUERRA ENTRE LAS GOLONDRINAS Y LOS ELEFANTES

La muerte de Abdallah produce un gran dolor en la familia.

Aunque materialmente arruinado, Abda-al-Muttalib se encarga de Amina, la viuda, y de su hijo. Promete ocuparse del niño que va a nacer, Mahoma.

Estamos en el año 570. Durante ese año ocurrirán hechos que no podrán olvidarse jamás.

Dhu-Nuwas, el «señor de los bucles), el autor de la de Nedjran ha muerto. De manera violenta. Como todos los asesinos. Vencido en el combate, detestado por el pueblo, se ha arrojado al mar desde lo alto de una roca.

El emperador de Abisinia, el Negus (o Najachi, como le llaman los árabes), ocupa el país en que reinaba el tirano de los bucles. El Negus nombra para Arabia del Sur un virrey que la gobierne. Envía sacerdotes para que consuelen a los cristianos que sobrevivieron a las matanzas. Edifica iglesias. De modo muy especial, ordena la construcción de un gigantesco sistema de regadíos que permita a los hombres cultivar la tierra y evite que mueran de hambre.

El más célebre de los virreyes de Arabia del Sur fue el coronel abisinio Abraha. Su nombre aparece grabado en numerosos canales e iglesias. Fue un gran constructor. Gustábale llevar títulos ostentosos. En cada una de las inscripciones que descubren los arqueólogos leen, al lado del nombre de Abraha: «Por el poder, la clemencia y la misericordia de Dios omnipotente, de su Mesías y de su Santo Espíritu, esta inscripción ha sido grabada por Abraha, delegado del rey Ge'estita Ramich Zubainian, rey de Saba y de Dhu Raidan y de Hadramaut y Yamat y de los árabes de Tihamar y de Nadjd».

Abraha se había adueñado del poder mediante la violencia, tras haber dado muerte al virrey anterior. El Negus escogió entre dos soluciones: o castigar a Abraha por asesinato y sedición, o confirmarle en las funciones que se había arrogado. El soberano optó por la segunda solución. Abraha era, pues, el virrey.

Tenía la pasión de construir y administrar y era cristiano militante. Con motivo de una visita al Norte, Abraha estuvo en el santuario de la Kaaba y quedó muy sorprendido. La Meca era entonces una ciudad en la que no germinaba ni una brizna de hierba, ni una planta, ni una legumbre. Está situada en un desierto estéril, de clima asfixiante. Pero La Meca, sin embargo, prosperaba. Sacaba su riqueza del comercio; pero el comercio sólo era posible gracias al santuario.

Verdad es que La Meca está situada en la ruta de las caravanas que hacen el viaje de Norte a Sur. Pero eso no bastaría. Las caravanas pueden circular y detenerse en La Meca porque hay cuatro meses de Tregua de Dios, durante los cuales cesa toda guerra y son abolidas la agresión y la violencia. Los mercaderes pueden llegar a La Meca con absoluta tranquilidad. Además, el territorio de la ciudad y toda la región circundante son declarados Iwram, es decir, sagrados. Al poner la religión al servicio del comercio, La Meca se ha convertido en la más próspera de las ciudades árabes.

Abraha decide construir en Sanaa - capital de la Arabia del Sur- un santuario cristiano que rivalice con el de La Moca. Y dice: «Señor: yo os edificaré una casa más bella que el santuario de los paganos en La Meca».

La construcción de la catedral de Sanaa comienza enseguida.

La mayoría de los arquitectos y maestros albañiles procede de Bizancio. Entre ellos se hallaba un sacerdote italiano de Alejandría, llamado Gregentius. La catedral surge en mármol blanco, verde, rojo y negro. Las puertas de aquel templo - qalis, que en árabe significa iglesia - eran de oro macizo incrustado de perlas y piedras preciosas. Los muros de la famosa qalis, que debía maravillar a los árabes, estaban revestidos en su interior por una pintura al temple. a la que se había mezclado almizcle, para perfumarla. Sobre el altar ardían las más costosas esencias, incienso y perfumes.

 

Abraha estaba convencido de que, ante tanto esplendor, los beduinos del desierto abandonarían el paganismo y se harían cristianos. Automáticamente, dejarían las peregrinaciones a La Meca y acudirían a orar a Sanaa.

Los ciudadanos de La Meca comprendieron muy pronto el peligro que les amenazaba. No podían transformar el santuario de la Kaaba. Abraha tenía muchas más posibilidades en materia de arquitectura. Todos los ornatos y todos los materiales del legendario palacio de la Reina de Saba habían sido empleados en la construcción de la catedral de Sanaa. Siendo imposible la competencia, los árabes de La Meca decidieron incendiar la catedral edificada por Abraha. Constituyeron un grupo de combate y lo enviaron a Sanaa con órdenes de reducir a cenizas la bella qalis, la iglesia. El mando del grupo de incendiarios fue confiado al jefe de la tribu taminita de La Meca. Era uno de los nasi, altos funcionarios que, en La Meca, están encargados de reglamentar el calendario. Por lo tanto, no se trataba de un grupo de asesinos a sueldo. El incendio de la iglesia de Sanaa debía ser obra de personas oficiales. Porque en La Meca, el calendario es más importante que la función de siqaya, «el que quita la sed a los peregrinos», función de Abd-al-Muttalib. La guerra y la paz dependen del alto funcionario «encargado del calendario». Los árabes tienen dos calendarios: uno lunar y otro so1ar. Cada tres años se introduce en el calendario un décimotercer mes, llamado «mes vacío» o safar . Este décimotercer mes, que aparece cada tres años, es un mes profano, intercalado entre el duodécimo mes del año que expira y el primero del que comienza. Ese mes profano se halla así introducido después de los dos primeros meses de la Tregua de Dios y, por eso mismo, la interrumpe. Por lo tanto, en ese tiempo, puede iniciarse una guerra. Ya no están prohibidos los crímenes y asesinatos. Es un mes profano. Los árabes esperan, para atacar, el día y la hora exacta de esa interrupción. De este modo, la función de nasi equivale a una varita mágica que puede frenar o desencadenar la violencia.

Un nasi es el encargado de incendiar la qalis, la catedral de Sanaa. Ha estudiado el plan con todo detalle. Sábese que el techo está sostenido por dos inmensas vigas de plátano. A ellas debe aplicarse el fuego. Los incendiarios han pasado la noche en la iglesia de Sanaa, pero no logran llevar a cabo su maquinación. La catedral no arde. Hay demasiado mármol. Demasiada piedra. Los conjurados sólo llegan a profanar el santuario. Al amanecer, caen prisioneros. Y confiesan que están enviados por La Meca para incendiar la catedral.

Abraha decide castigar a La Meca. Dirígese al Norte, al frente de numeroso ejército. Sigue la célebre «ruta del incienso». En toda la antigüedad, el incienso que ardía en los templos de Egipto y del Medio Oriente, llegaba a la Arabia del Sur por el camino que ahora recorre Abraha. Los hombres de las caravanas que transportan a lomos de camellos sus fardos de incienso y substancias aromáticas, caían enfermos a causa de los perfumes y perdían el conocimiento. Para reanimarles, se les quemaba muy cerca de la nariz un poco de asfalto, alquitrán y estiércol. Tal fue el único remedio, durante siglos, para curar a quienes padecían la «enfermedad de los perfumes».

El poeta Abdallah-ibn-az-Zibbara afirma que el ejército de Abraha estaba compuesto por 60.000 soldados.

No es la perspectiva de ocupar una ciudad como La Meca, ni de ver al inmenso ejército penetrar en el santuario árabe, lo que produce tanta sensación en el desierto. Lo que parecía extraordinario a los beduinos- y conservarían siempre en su memoria - es el hecho de que el virrey viajara a lomos de un elefante. Y lo primero que hacen los árabes es dar nombre a aquel animal. Lo llaman Mahmud. El camino recorrido por el ejército invasor lleva aún en nuestros días el nombre de Darb-al-fil, o sea «ruta del elefante».

Todos los manantiales y fuentes donde bebe el elefante de Abraha serán llamados «pozo del elefante». Mas todo esto no parece suficiente: el año 570, en que se sitúa el ataque a La Meca, se llamará también «año del elefante». En ese año nacería Mahoma, fundador del Islam. Abraha tiene un guía llamado Naufal, de la tribu Katham. Como recompensa a sus servicios, el guía esclavo será manumitido. Abraha llega pronto a Taif. Es una ciudad rodeada de murallas, cuyo mismo nombre significa «muro», situada a 2.600 metros de altura. De Taif a La Meca hay una distancia de una jornada a lomos de asno y de dos a lomos de camello. Los habitantes de Taif se consideran superiores a los demás árabes, porque comen pan - cosa muy rara en el desierto -; en su comarca se pueden cultivar cereales.

A pesar de las murallas, los habitantes de Taif no se oponen a Abraha. Por el contrario, ven encantados cómo el elefante atraviesa su ciudad. Uno de los oIigarcas, llamado Masud-ibn-Muat-tib, pronuncia un solemne discurso ante Abraha y le desea el triunfo en aquella guerra. Taif ofrece a los abisinios un guía llamado Abu-Righal, y les hace una sola súplica: que no toquen a sus ídolos y, sobre todo, la estatua de AI-Lat. Abraha acepta.

 

Llegado a las puertas de La Meca, Abraha da las gracias al guía de Taif y le da en recompensa dos ramos de oro. Más tarde, los habitantes de La Meca profanarán el sepulcro de Righal, que ha llevado a los invasores hasta la ciudad santa; y hallarán en él los dos ramos de oro, precio de la traición. En La Meca, el ejército abisinio no encuentra un solo hombre en la ciudad. Todos han huido. Los coraichitas, dueños de La Meca, han razonado de la siguiente manera: «La Meca es "un valle sin cultivos". La única cosa de valor en la ciudad es su santuario, la Kaaba. Pero es la casa de Dios. Por lo tanto, el mismo Dios la protegerá. Porque el Señor es Todopoderoso; y para defender su casa no necesita de los hombres». Cada ciudadano ha cogido sus rebaños y ha escapado a las colinas cercanas.

Abd-al-Mu,ttalib no huye. El futuro abuelo de Mahoma, ha mantenido siempre excelentes relaciones con los abisinios. No ve motivo alguno para escapar cuando ellos llegan. Los soldados encuentran los rebaños de Abd-al-Muttalib y se adueñan de ellos. Son los únicos rebaños que han encontrado en la ciudad. El abuelo de Mahoma se encoleriza. Preséntase ante Abraha y le reclama sus corderos y camellos, cogidos por la soldadesca.

«Los camellos me pertenecen y te los reclamo; en cuanto a la ciudad, tiene un dueño, que es Dios; Él. se ocupará de su suerte. Abraha restituye los camellos y corderos de Abd-al-Muttalib. Después, se dirige al santuario. Pero en cuanto el elefante de Abraha. penetra en el terreno sagrado, haram, se arrodilla y se niega a seguir.

En ese instante, innumerables golondrinas, ababil, surgen en el cielo, sobre La Meca, en formación de ataque. Exactamente igual a las escuadrillas de bombardeo. Cada golondrina lleva tres guijarros, no muy grandes: dos cogidos con sus patitas; y el tercero, en el pico. En cada uno de los guijarros está inscrito el nombre de un soldado abisinio, de un camello o de un elefante del ejército invasor. Las golondrinas bajan en picado y lanzan contra el enemigo los milagrosos guijarros. Cada guijarro da en el objetivo cuyo nombre lleva inscrito. Las piedrecillas lanzadas por las golondrinas atraviesan los cascos de los guerreros, los cuerpos de los hombres, de los camellos, de los caballos y de los elefantes. Después de dos o. tres ataques de las escuadrillas de golondrinas, todo el ejército está diezmado. Nada queda. Los elefantes caen despedazados. Y al mismo tiempo que el ataque de las golondrinas, levántase desde el desierto una tempestad de arena, empujada por un viento más ardiente que el fuego y que abrasa los cuerpos y las caras de los hombres y animales.

El agua de los manantiales comienza de repente a hervir y cuando brota de la tierra se evapora. Como para coronar aquella serie de cataclismos, al tiempo que el viento de fuego lo consume todo, los terribles gérmenes de una epidemia de peste se abaten sobre los moribundos abisinios. Abraha consigue huir con un grupo de cortesanos. Pero después de la huida, morirá de muerte atroz: todos sus miembros, uno tras otro, irán cayendo a girones y pedazos; los brazos, las piernas, la nariz, las orejas. Músculos y piel se le separan del esqueleto, como la carne hervida se separa del hueso. Los ciudadanos de La Meca que han asistido desde las colinas circundantes al combate entre las golondrinas y los elefantes, regresan a su ciudad cuando todo ha concluido.

Abd-al-Muttalib contará a su nieto Mahoma lo que sus ojos vieron. Y he aquí lo que el profeta escribe en el Corán acerca de aquella terrible batalla:  ¿Ignoras c6mo Dios trató a los invasores que traían elefantes? ¿No convirtió su perfidia en ruina propia? Dios envió contra ellos a ejércitos de pájaros, que revolotearon sobre sus cabezas. Lanzaron contra los invasores piedras con los nombres de los culpables. grabadas para venganza del cielo. Los pérfidos fueron reducidos, cual las espigas de la mies segada.

Poco después de esos extraordinarios acontecimientos, Amina-bint-Wahb, la viuda de Abadía, dio a luz un niño. Se le llamó Mahoma. Es el fundador y profeta del Islam. Nació en La Meca el año 570; o, más exactamente, «el año de los elefantes».

 

VII

NACIMIENTO DEL PROFETA MAHOMA

Acerca del nacimiento de Mahoma, el poeta árabe Rassan-ibn- Thabit escribe:

«Yo era niño, Tenía entonces siete u ocho años. Oí a los judíos de Medina que se habían reunido y hablaban a gritos en las calles. Uno de ellos subió a un terrado y llamó a sus correligionarios, exhortándoles a reunirse. Cuando todos los judíos estuvieron juntos en la calle, el que había subido al terrado anunció:

» "Esta noche, la estrella que anuncia el nacimiento de Ahmed ha aparecido en el cielo. ¡Ahmed ha nacido!"».

El nacimiento de Mahoma, según está escrito en el Corán, fue anunciado por todos los profetas anteriores e incluso por Jesucristo. El Corán dice: Yo soy el ap6stol de Dios - repetía Jesús, hijo de María-. Vengo a confirmar la verdad del Pentateuco, que me ha precedido, y a anunciaros la venida del profeta que me seguirá. Ahmed es su nombre.

En el Evangelio según san Juan, Jesús anuncia a sus discípulos que va a morir, pero que les enviará un Paráclito, es decir, un Consolador. Si me amáis, cumpliréis mis mandatos; y Yo rogaré a Dios, mi Padre, y Él os dará otro Paráclito para que esté con vosotros hasta el fin de los siglos... No os dejaré huérfanos.

La palabra griega paracletos se traduce por consolador, defensor, abogado, consejero, asistente. Por lo tanto, Jesús anuncia a sus discípulos que les enviará un paráclito que permanecerá siempre con ellos y con los fieles. Este paráclito, intercesor de los hombres ante Dios, este consolador que va a aparecer después de la crucifixión de Cristo y de su ascensión a los cielos, es el Espíritu Santo. Tal es la interpretación cristiana. El Espíritu Santo vino sobre los fieles, como lo prometiera Jesucristo, cincuenta días después de la Resurrección.

Los musulmanes no han leído paráclito, sino periclitos, palabra que significa exactamente: Ahmed o Mohamed (Mahoma).

Mohamed, o sea, «el más alabado» es el superlativo de la palabra ahmed, «alabado», que en griego se dice periclitos.

Si los judíos de Medina habían leído también «periclitos» en los cinco primeros libros de la Biblia, o Pentateuco, tenían razón sobrada para anunciar el nacimiento de Mahoma o Ahmed.

Aquella noche nacía en La Meca, Mahoma, hijo de Abdallah y de Amina y nieto de Abd-al-Muttalib. El nacimiento de un profeta no es conocido sólo entre los judíos. Amina ha recibido varias advertencias sobre ello. Al principio no sintió el peso del embarazo. Un día, oyó una voz que le anunciaba: «El niño que parirás será el profeta y legislador del pueblo árabe. Guárdate de la animosidad y del odio de los hombres. Sobre todo, de los judíos. Busca refugio en Dios».

Amina cuenta a sus amistades ya sus vecinas lo que ocurre.

Las mujeres de La Meca le aconsejan que lleve fuertes brazaletes de hierro. Así lo hace; pero, a la primera noche, los brazaletes caen hechos pedazos, mientras Amina duerme. En el instante del nacimiento de Mahoma, una luz cegadora inunda el planeta y Amina puede ver las siluetas de los camellos de Bosra, a mil kilómetros de distancia, y las calles comerciales, los suks de Damasco, como si se encontrara allí. Los palmares de Yatrib están iluminados igual que si se encendieran sobre ellos potentes reflectores. El fuego sacro de los templos de Zoroastro, en Persia, se extingue.

Iblis - el demonio - que, a la manera de las mujeres, presiente los acontecimientos extraordinarios, sea cual fuere el lugar en que se produzcan, comienza a husmear la tierra. Los ángeles salen del cielo y empiezan a tirar piedras a los djinn, que espían a través de la cúpula azul del firmamento para saber lo que va a ocurrir en el universo. Las piedras arrojadas por los ángeles llenan el aire de estrellas fugaces y de cometas, que caen sobre Arabia. El mayor número se precipita sobre la ciudad de Taif. Las gentes salen a la calle y miran espantadas el cielo iluminado.

Inmediatamente después de su nacimiento, Mahoma coge en su mano un puñado de tierra. Después, mira al cielo. Nace ya circunciso. La comadrona no necesita cortarle el cordón umbilical: el niño ha nacido con el cordón cortado. Los ángeles bajan del cielo en buen número y layan al recién nacido. Cuando las mujeres van a lavarlo, está ya limpio como un cristal.

Como había prometido, Abd-al-Muttalib se encarga del niño y de la madre.

 

A pesar de todos los efectos y golpes de escena desplegados en tomo al nacimiento de Mahoma, y que el acontecimiento llega a oídos de todos, la existencia de los ciudadanos de La Meca y la de los árabes del desierto no cambia en absoluto.

El nacimiento de un profeta - incluso en Arabia - es, desde luego, un hecho importante. Pero no inhabitual. Un oficial inglés, que ha vivido y combatido junto a los árabes, escribe: «Los árabes pretenden haber dado al mundo cuarenta mil profetas. Poseemos testimonios históricos referentes por lo menos a cientos de ellos».

Un sabio francés- tras haber consultado los textos - comprueba que los árabes cuentan al menos con veinticuatro mil profetas o nabis, además de trescientos trece profetas enviados especiales.

Por lo tanto, en La Meca sólo se trata de un profeta más. La Arabia ha proporcionado al mundo el judaísmo, el cristianismo, el islamismo y una muchedumbre de religiones diversas. Algunas, han tenido la suerte de difundirse más allá de las fronteras, en el resto del planeta. A pesar de esa producción masiva, los árabes siguieron - y siguen - fabricando religiones y profetas y provocando encuentros entre los mortales y Dios. Hoy, como hace veinte siglos, el que quiere absolutamente encontrarse con Dios, va al desierto árabe.

Arabia, con sus tres millones de kilómetros cuadrados de arena, extendida bajo el infinito y ardiente cielo del desierto, es un lugar en el que puede verse el esqueleto del planeta.

Aquí, como en una construcción en que se activan los trabajos, todo hombre, todo obrero, puede encontrar a Dios - el gran Maestro de obras, el Arquitecto jefe.

En Arabia, entre los dos infinitos desiertos, sobre la cabeza y bajo los pies, el Creador y la criatura tienen innumerables ocasiones de encontrarse. Cara a cara. No es como en el resto del planeta, donde el hombre tiene su sitio, el diablo el suyo y los ángeles el suyo.

El resto del universo es como una construcción terminada, en la que hay paredes, pisos, puertas, escaleras principales y de servicio y salidas prohibidas. Los inquilinos, los propietarios, los arquitectos e ingenieros, no se encuentran nunca. Cada uno vive en el sector y en el piso que le están reservados; a nadie ve, más allá de las propias paredes. Es natural, por lo tanto, que durante los años que van a seguir no se ofrezca a Mahoma ningún régimen de favor, por más que sus parientes y conciudadanos sepan que ha nacido profeta.

Mahoma queda, pues, sometido al mismo régimen que los demás niños coraichitas de La Meca.

Nacer profeta es, seguramente, un hecho importante. Pero lo que es verdaderamente importante para él es llevar a cabo su misión de profeta. En ese hecho reside la grandeza. Eso es lo excepcional. y por eso, la última palabra de Mahoma, antes de morir, será: balaghtu?, que significa: ¿He cumplido bien?.

 

VIII

MILAGROS EN EL DESIERTO

Todos los árabes, en un tiempo determinado, vinieron del Sur, de la Arabia Felix. La sequía, las guerras, la ruptura de diques, los cataclismos, pero sobre todo la falta de espacio vital, han empujado al excedente de los hombres fuera de las fronteras, exactamente como un río empuja sus ondas, para dejar sitio a las que vienen detrás. Desde el Sur, no puede irse más que al Norte. Y el Norte es el desierto. Los hombres sedentarios que llegan al desierto tienen que hacerse nómadas si quieren sobrevivir. Es la única forma de sociedad posible en el desierto. Y es la más severa experiencia social que pueda intentar un hombre sobre la tierra. En el desierto, los nómadas se agarran por un instante a los pocos oasis existentes, pero inmediatamente son arrojados de nuevo al desierto. Siempre más lejos. El desierto, aunque se pueda caminar días enteros y aun semanas ya veces meses sin encontrar ánima viva, está siempre superpoblado. El espacio vital, ese territorio estrictamente necesario a una persona humana, en el desierto no se mide en metros cuadrados, sino en millares de kilómetros cuadrados. y porque no tienen sitio en ese desierto superpoblado, los nómadas avanzan siempre más y más al norte. Allí dejan de ser nómadas. Un proverbio afirma que el Sur es la cuna de los árabes; y el Norte- el Irak y Persia - su sepulcro. Pero, tras haber atravesado el desierto, el árabe, que ha vivido en el seno de la sociedad más dura que haya existido en el planeta, la sociedad nómada, sale de ella purificado y superior al resto de la humanidad. Los judíos eran un pueblo nuevo después de los cuarenta años de estancia en el desierto. Porque en el desierto, «la terrible lucha por la existencia lleva a una selección fundada no sólo en las aptitudes físicas, sino también en las cualidades morales. Para lograr vivir en el desierto, se precisa un alto grado de solidaridad, aliada a un elevado respeto de la personalidad y a un gran aprecio del valor de los hombres. En el crisol del desierto, las escorias de los actos y actitudes de nivel inferior quedan eliminadas y sólo permanece

el oro puro de una elevada moralidad, un código y una alta tradición de las relaciones de hombre a hombre, además de un elevado grado de mérito. . . La grandeza del Islam se debe en gran parte a la fusión de este elemento con ciertas concepciones teísticas judeo cristianas».

Los nómadas no siembran, no cultivan, no poseen nada, fuera de los rebaños y las tiendas. Como está escrito en la Biblia; No beberéis vino, ni vosotros ni vuestros hijos; no plantaréis viñas, ni las poseeréis. Habitaréis en tiendas durante todos los días de vuestra existencia, a fin de que viváis largos años sobre la tierra, en la que estáis como extranjeros.

Un nómada es, ante todo, un hombre que sufre hambre y sed durante toda su vida. Una de las principales piezas del vestuario del nómada es el cinturón - hagu, entre los hombres; berim, para las mujeres - que oprime y rodea el estómago, para aminorar las ansias del hambre. A veces, el cinturón no basta; y para que el estómago permanezca más apretado - hasta tocar el espinazo y hasta que deje de existir- se introduce una piedra entre el estómago y el cinturón. De esta manera, la presión llega al máximo. El árabe se consuela del hambre y de la sed encontrando un goce en la fuerza de resistencia y de paciencia.

El poeta Chanfara escribe: «Sé cómo engañar al hambre o reducirla al silencio y prefiero comer tierra antes que el pan de un anfitrión avaro. Sé sofocar el hambre en los repliegues de mis entrañas, como un zapatero retuerce el cáñamo para enrollarlo en un huso».

Allí, hombres y animales soportan el hambre hasta límites inimaginables para los habitantes de otras regiones del planeta.

Un testigo habla, como de algo absolutamente normal, de los camellos que - a causa del hambre - se han comido sus propios pelos hasta no quedarles uno solo en el cuerpo.

 

La alimentación del nómada se compone de leche de camella, de debb o urana (jerbo), especie de rata de arena. A veces, en la época en que los ángeles escupen sobre el ardiente desierto - es decir, cuando llueve- surge un poco de hierba, época de abundancia llamada rebi, estación que dura, a lo más, tres semanas al año y constituye un momento de euforia en el desierto. Los nómadas encuentran en la arena las faga o tartas, especie de patata o trufa. Con respecto a la caza, los beduinos sorprenden a veces avestruces, gacelas, antílopes y gata, una variedad de la perdiz. Sin embargo, los nómadas consideran la caza, al igual que el trabajo, una actividad inferior, que un hombre consciente de su dignidad debe evitar

Los nómadas se clasifican y diferencian entre si según la naturaleza y el número de bestias que poseen. Pero lo que todos los nómadas de la tierra tienen de común es el soberano desprecio por el hombre sedentario. Hasta cuando el nómada se hace sedentario, su menosprecio por el ahl-al-madhar (el habitante de las casas) es total.

Cuenta la leyenda que, en el instante de la creación del mundo, Dios llamó al viento, y del viento creó al beduino. Después, Dios cogió la flecha del beduino y creó al caballo. Después, creó Dios al asno, y de la inmundicia del asno creó al hombre sedentario, habitante de casas, ciudades y aldeas.

La palabra beduino viene de bayda, que significa estepa. Un verdadero beduino es el que sólo posee camellos. Los beduinos tienen inmensas tiendas grises. El principal cuidado de estos camelleros del gran desierto es la movilidad. No deben amontonar jamás objetos pesados, que dificultarían sus movimientos. Los grandes camelleros son los únicos hombres libres, los horr. Viven como deseaba vivir el poeta: «Me gustaría no acostarme nunca en el mismo sitio en que me he despertado».

Los grandes camelleros son los verdaderos nómadas descritos por la Biblia: «Adquirimos nuestro pan con peligro de la vida, ante la espada del desierto. Nuestra piel quema como un horno, consecuencia de los ardores del hambre...bebemos nuestra agua a peso de oro».

Su vida se resume en la búsqueda de los pozos, de los pastos y de las regiones algo menos estériles. En el momento en que los grandes camelleros se dedican también al cuidado de los corderos, descienden un peldaño en la jerarquía social del desierto. Pierden movilidad. Por lo tanto, son menos libres.

Menos nobles. El pastor de corderos - el chawaya- es un nómada de segunda categoría. y el día en que, además de corderos, el nómada se dedica a los animales cornudos o a los asnos, se convierte en un paria del desierto. Es un nómada de una clase baja, sin nobleza alguna. Por más que ya no sufra hambre y sed, aunque sea rico, su sueño es volver al desierto, a ser de nuevo un gran camellero. Además del camello, el beduino ama al caballo. Se trata de un amor irrealizable. El caballo es un objeto de lujo. Necesita agua y forraje. El caballo no es como el beduino y el camello; muere si no se le alimenta y abreva. A falta de agua y avena, se le da leche. Pero en los períodos de sequía, la leche de las camellas no basta. Entonces, hay que renunciar a los caballos.

Los beduinos se conforman con camellas blancas, que son muy rápidas, ya las que niños y adultos tratan como a princesas. Sirven sólo para las grandes paradas y las carreras. Solamente las camellas son utilizadas para carreras rápidas. Los machos son más pesados. No se les utiliza más que para transportes comerciales en las caravanas, latimah.

Los grandes camelleros reciben siempre un salario anual - en grano o en dátiles - pagado por los hombres sedentarios de los confines del desierto. Ese salario se llama jwa o «impuesto de fraternidad». Por ese tributo, los nómadas se comprometen a no saquear a los sedentarios ya protegerles, eventualmente, cuando atraviesan el desierto para sus negocios.

 

El nómada reparte su desprecio entre el sedentario y el asno.

Nadie verá a un beduino legítimo con un asno. Poco tiempo después del nacimiento de Mahoma, un grupo de nómadas con asnos hizo su aparición en el marbad, la plaza

de La Meca en que hacen alto las caravanas. Eran nómadas inferiores. Por lo demás, en la región del Hedjaz - esa franja de 1.500 kilómetros de longitud y, a lo más, de 270 de anchura, que se extiende desde el desierto de Siria, al norte, hasta el Yemen, a lo largo del mar Rojo - los árabes crían asnos y los utilizan.

En el Hedjaz se encuentran también los más hermosos caballos árabes.

El grupo de nómadas que entra en la ciudad pertenece a la tribu Banu gad. Es una subdivisión de la gran tribu Hawazin.

Recorren el desierto desde el sur de La Meca hasta el Yemen y al Este, hasta el Nedjd. Tribu sin nobleza en la jerarquía del desierto, porque. sus miembros viajan a lomos de asnos. Pero el banu sad y los kathan son - entre todos los árabes de la antigüedad - los únicos que han sobrevivido. En la caravana de los nómadas banu sad hay sobre todo mujeres que llevan en sus brazos niños recién nacidos.

Mahoma habita con su madre Amina en la casa del abuelo Abd-al-Muttalib, cerca del santuario, en el barrio de los oligarcas (batha). Tiene la cabeza pelada, como todos los recién nacidos.

Los cabellos de Mahoma han sido pesados en el platillo de una balanza. Su peso en oro se da a los pobres. No era mucho el oro, naturalmente. El pelo de un recién nacido no pesa demasiado. Pero hay la costumbre de sacrificar la cabellera, aqiqa, y esa costumbre ha sobrevivido en todas las religiones del mundo.

Después de esta ceremonia, Mahoma es confiado a una nodriza. También esto es una tradición. De esta manera prospera la tribu. El niño es tanto más rico cuantos más hermanos tiene. Los hermanos de leche, es decir, los amamantados por la misma nodriza, son iguales a los hermanos de sangre.

La primera nodriza de Mahoma se llamaba Tuwaibah. Era una esclava de Abu-Lahab, tío de Mahoma. Los primeros hermanos de leche del profeta fueron Djafar y Hamza, dos tíos, que serán después sus compañeros de lucha en la fundación del Islam.

Más tarde, cuando sea poderoso, Mahoma dará libertad a Tuwaibah - porque era su nodriza -, aunque como dueño la detestara. Mahoma declara un día que su primera nodriza fue la peor de las mujeres y que ardería eternamente en el fuego del infierno, donde no tendrá para calmar su sed más que la escasa leche que le había dado a él en las primeras semanas que siguieron a su nacimiento.

Los hijos de los oligarcas de La Meca no suelen ser criados en la ciudad. El aire es demasiado malsano para los niños. Se suceden las epidemias. La mortalidad infantil es grande. A los niños se les envía a ser criados entre las tribus nómadas del desierto. Además de los motivos de salud, hay razones de orden social: el niño se convierte así en hermano de otra tribu. Las mujeres de los míseros beduinos, que aún hoy acuden a La

Meca, buscan a los hijos de las familias más ricas, para criarlos.

De esta manera, mejoran materialmente su existencia. No tanto por la retribución que reciben por amamantar a los pequeñines, cuanto por las relaciones que establecen con sus hijos de leche que, una vez adultos, llegarán a ser grandes personajes en La Meca.

 

En el espacio de unas horas, todas las mujeres de los banu sad-ben-bakr encuentran pequeños a los que se llevan al desierto para criarlos. Todas, excepto una: Halima-bint-Abu-Dhuayb.

No ha encontrado a ningún niño rico que criar. Pobres, sí: hay muchos en La Meca. ¡Tantos como cántaros! Pero criar a un niño pobre no tiene sentido. Los pobres son el desecho del mundo. Mahoma es pobre y huérfano. Ha sido propuesto a todas las mujeres de beduinos, pero todas lo han rechazado. Halima empieza también por negarse, pero al fin acepta criar a Mahoma.

Halima-bint-Abu-Dhuayb acostumbraba contar después cómo con su marido y otro niño al que estaba criando, salió de su país en compañía de otras mujeres del clan de sad-ben-bakr, a la búsqueda de niños que amamantar.

Era un año de sequía - solía decir -, que nada perdonaba.

Salí sobre una asnilla que me pertenecía; una camella seguía detrás: pero, ¡buen Dios! no nos daba una sola gota de leche.

Ninguno de nosotros dormía por la noche, a causa de un niño que gritaba, porque tenía hambre. No me quedaba en el seno leche para el niño, y la camella tenía menos aún en las ubres. . .

Esperábamos la lluvia y con ella el término de nuestras miserias.

»Como digo, partí con mi asnilla. Al pobre animal no le quedaban fuerzas; estaba flaca y caminaba tan lentamente que estorbaba el paso de las demás.

»Por fin llegamos a La Meca, en busca de recién nacidos. A una de nosotras le propusieron que se encargara de Mahoma; pero cuando supo que era huérfano, lo rechazó. Pensábamos todas en el regalo que recibiríamos del padre. Y exclamábamos:

"¡Un huérfano! ¿Qué podrán hacer por él su madre y su abuelo?" No lo queríamos. Y todas las mujeres de nuestro grupo, excepto yo, encontraron un niño.

»De manera que, cuando nos disponíamos a regresar, dije a mi marido: "¡Buen Dios! Voy a la casa de aquel huérfano y me lo llevo conmigo. No quiero regresar en compañía de las otras sin un niño". "No te dará preocupaciones - respondió mi marido -. Y tal vez Dios nos bendiga por él».

Mahoma parte con los beduinos sobre la joven asnilla, hacia el desierto. Quienes lo han acogido por piedad, son los proletarios del desierto. Mas para ellos no es un negocio demasiado malo.

Aunque huérfano, Mahoma es un coraichita, uno de los oligarcas de La Meca.

Cuanto más se alejan de la ciudad, más se hunden en el desierto y mayor parece la diferencia entre Mahoma, el coraichita, y Mesruth, su hermano de leche, el hijo de Halima.

Los nómadas sueñan - como es normal que sueñen los pobres y los hambrientos - que un día el pequeño huérfano (noble, puesto que es un coraichita de La Meca) será adulto.

Y entonces llegará a ser uno de los diez oligarcas a quienes pertenecen todas las caravanas de miles y miles de camellos que incesantemente atraviesan el desierto, cargados con todos los tesoros del mundo. Porque los coraichitas son los dueños y capitalistas del desierto.

En esos instantes de emoción, los nómadas pobres sueñan con las recompensas futuras. Sólo los ricos son siempre recompensados en el presente. En esos momentos de ensoñación, comienzan los milagros. Toda una serie de milagros. . .

Halima cuenta:

«Habiéndolo recibido, volví con él a donde estaba nuestra caravana. Lo puse contra mi pecho y le di el seno para que mamara cuanto quisiese. Mamó hasta que estuvo satisfecho y su hermano hizo lo mismo. Ambos quedaron hartos y se durmieron enseguida. Antes, en cambio, nunca habíamos podido dormir.

Mi marido se levantó y fue a nuestra vieja camella, a la que - con gran sorpresa suya - halló repleta de leche. Púsose a ordeñarla. Ambos bebimos a nuestra satisfacción y pasamos una excelente noche. A la mañana siguiente, mi marido exclamó:

“¡Por Dios, Halima! ¡Ahora sabes que te han confiado una criatura bendita!" Y yo le repliqué: "Así lo espero". Partimos, tras haber dispuesto al niño sobre la pollina, que trotaba con tan ligero paso que ninguna de las otras asnas podía seguirla. Tanto, que mis compañeras empezaron a decirme:

»- El diablo te lleve, Bint-Abu-Dhuayb: espéranos. No dirás que esa pollina es la misma que traías al venir.

»- Pues es la misma- contestaba yo.

»- ¡Dios Santo! Algo ha debido ocurrir.

» Llegamos a nuestros campamentos del clan Banu-Sad. En toda la tierra había visto algo más árido. Pues bien: a partir del día en que llevé al niño, los animales volvían por las tardes satisfechos y llenos de leche. Los ordeñábamos y bebíamos. Y sin embargo, ningún otro podía sacar una gota de leche de las ubres de sus bestias. De manera que los de nuestra tribu que se hallaban allí, decían a sus pastores: "Así os lleve el diablo. ¡Por qué no conducís a las bestias al mismo sitio al que Bint-Abu-Dhuayb lleva su rebaño?"»

Pero, al anochecer, las bestias regresaban insatisfechas y sin una gota de leche que dar, mientras que las mías no padecían hambre y estaban llenas de leche. Seguimos experimentando la bondad de Dios, hasta que el niño llegó a los dos años. Entonces lo desteté.

»Era más vigoroso que ningún otro niño. Lo habíamos apartado de su madre; y deseábamos más que ninguna otra cosa conservarlo con nosotros, por los beneficios que nos aportaba.

Hablamos con su madre y le dije: "Quizá quieras dejarme al niño hasta que crezca. Temo que se le contagie la peste en La Meca".

»Insistimos con ella hasta que la madre permitió que el niño siguiera con nosotros».

Según lo que dice Ha1ima, Mahoma regresó a La Meca dos años después, mas para volver al desierto: A fin de mantener la prosperidad de sus padres nutricios, los nómadas proletarios.

Porque un niño que posee la baraka - efluvio sagrado - vale más que un terreno fértil. Cada tribu hace lo posible para atraerse un profeta, un poeta, un arraf, es decir, alguien que establezca contacto entre el desierto de ardiente arena que se extiende bajo sus pies, y el desierto azul, suspendido sobre sus cabezas.

O para que les proporcione la ilusión de ese contacto. La ilusión de beber leche cuando se tiene hambre y sed entre ambos desiertos, vale tanto como la leche verdadera. La ilusión alimenta y sacia la sed. Hatima tiene esa ilusión. y los favores que le vale la presencia de Mahoma bajo su tienda son auténticos. Conocida es en La Meca la aventura de aquel hombre perseguido, llamado Abu-Dharr, que no tomó alimento alguno durante treinta días, excepto- por las noches - el agua de la fuente Zam-Zam, de la Kaaba, y que, al fin de aquel tiempo, había aumentado varios kilos.

 

IX

EL CORAZÓN Y EL PESO DEL PROFETA

Un profeta debe tener, ante todo, el corazón puro. De otro modo, no puede cumplir su misión. Pero un profeta es un hombre. Un hombre escogido por Dios, por supuesto. En todo caso, un hombre. Y los hombres, desde su expulsión del Paraíso, llevan en el globo rojo de su corazón una mancha negra: es el pecado original. Es un «grumo de sangre» grande como un grano de pimienta, sobre el rubí puro del corazón humano. Es el

Marmaz-ach-chaitan, el toque del diablo.

Un día, Mahoma se encuentra ante la tienda con los otros niños de la tribu Banu-Sad. Está. también Mesruth - su hermano de leche- que asiste al milagro.

Halima cuenta:

«Mahoma se hallaba en medio de los corderos y de las ovejas, en nuestras tiendas, cuando Mesruth corrió hacia nosotros para decirnos: "Dos hombres con vestidos blancos acaban de coger a mi hermano el coraichita. Lo han echado a tierra. Le han abierto el pecho y están a punto de hurgarle dentro con sus manos".

Su padre y yo corrimos al lugar en que se hallaba Mahoma.

Nos lo encontramos en pie, muy pálido. Lo estreché entre mis brazos. Mi marido hizo lo mismo. Le preguntamos:

- ¿Quién te ha hecho daño, hijo mío?

- Dos hombres vestidos de blanco llegaron - dijo Mahoma -. abrieron mi pecho y buscaron algo que no sé lo que es.»

Halima y su marido (cuyo nombre no ha querido conservar la historia) tienen miedo.

Mahoma hablará más tarde de ese acontecimiento y dirá:

«Fui educado primero en el clan Sad-Ben-Bakr. Allí, cierto día en que me hallaba con mi hermano en la tienda en que so1íamos recoger a los corderos, dos hombres vestidos de blanco se acercaron a mí, con una jofaina de oro llena de nieve. Se apoderaron de mí y me abrieron el pecho, sacándome el corazón; lo abrieron también y extrajeron un guijarro negro que arrojaron lejos.

Hecho esto, me lavaron el corazón y el pecho con la nieve, hasta purificarlos».

"Tras haberle purificado el corazón, los ángeles señalaron a Mahoma con el «sello de la profecía». Esta señal se aplica en la espalda, entre los omóplatos. Nadie ha descrito exactamente el aspecto de ese sello que los profetas llevan en su cuerpo.

Algunos dicen que es como «la huella de una ventosa». Otros afirman que el sello de la profecía tiene la forma de «un huevo de paloma». Concluidas las operaciones de purificación, uno de los ángeles dice a su compañero: «Pésalo contra diez de su pueblo».

Mahoma afirma que los ángeles lo pesaron: «Me pesó contra diez y pesé más que ellos».

«- Pésalo contra cien de su pueblo.

» Me pesó contra cien y pesé más que ellos.

«- Pésalo contra mil de su pueblo- repitió el ángel.

» El otro me pesó contra mil. y pesaba siempre más que ellos.

Entonces, dijo el ángel a su compañero:

»- Ahora, dejémosle. Si lo pesaras contra todo su pueblo, seguiría pesando más».

Mahoma tiene seis años cuando los ángeles lo pesan y le purifican el corazón. El hecho de que un niño pese más que mil árabes adultos y, eventualmente, más que todo el pueblo, es normal. El corazón es como los diamantes: más pesado cuanto más puro. Un corazón absolutamente puro- si existiera - pesaría más que el planeta terrestre

 

* * *

 

Cierto día, después de aquellas milagrosas aventuras, Halima se dirige a la feria de Ukaz. Presenta a Mahoma a un adivino de la tribu Hudhail. Este asegura que Mahoma destruirá los ídolos cuando sea mayor. Ha1ima y su marido se atemorizan.

Ya están espantados de saber que al niño le han abierto el pecho y se lo han lavado con nieve, allí, en pleno desierto ardiente como un horno. El matrimonio beduino hace un inventario de los milagros pasados. Hace tiempo que Mahoma cuenta que a la noche,

cuando sale de su tienda, la luna desciende del cielo y le saluda.

Lo mismo que le sucediera a José, según cuenta el Corán; «vamos a contarte una historia maravillosa,.. He visto a once estrellas, el sol y la luna, que me hacían reverencias...».

Durante los grandes calores, una nube desciende desde el infinito azul y protege a Mahoma, cobijándole como bajo un quitasol

Sus compañeros de juego y hasta una niña, (su hermana de leche, Chima, a la que un día mordiera en un hombro y que desde entonces no le quiere), declaran haber visto crecer la hierba. donde pisa Mahoma. No puede haber mayor milagro que esa hierba que crece sobre la ardiente arena allí donde un niño camina.

Todos estos episodios, que ahora recuerdan, aumentan el temor de los nómadas. Deciden no tener más tiempo a Mahoma en su tienda. Está poseído por espíritus demasiado grandes para la pequeña vida de un beduino. Así pues, colocan al niño sobre la asnilla y lo conducen a La Meca, a casa de su madre.

El marido de la nodriza dice a su mujer: «Halima, tengo miedo de que a este niño le 'haya ocurrido algo grave. Devuélvelo a su familia antes de que la gente empiece a murmurar».

Halin1a concluye:

«Así condujimos a Mahoma a la casa de su madre. Ésta preguntó:

»- ¿Qué os obliga a venir? Estabais tan deseosos de tenerlo con vosotros. . .

»- Dios le hace crecer- respondí -. Mi tarea ha terminado; además, tengo miedo de que le ocurra algo. De esta manera, te lo devuelvo según tu propio deseo.

»- No es eso lo que te atormenta - dijo la madre -. Cuéntame la verdad.

» Y no me dejó hasta que le hube referido toda la historia.

»-Teméis que eso sea una acción del demonio, ¿verdad? - preguntó la madre.

»- Sí - contesté.

»- No, por Dios - siguió ella -. El demonio nada tiene que ver con él. Mi hijo está a punto de convertirse en alguien de gran renombre. ¿Debo decíroslo?

»-Si -dije.

»- Cuando me hallaba preñada de él, salió de mí una luz e iluminó los palacios de Bosra, en el país de Siria. Nunca hubiera imaginado un embarazo tan ligero y fácil como aquél. A su nacimiento, puso las manos en el suelo y volvió la cabeza hacia el cielo. Ahora dejad me, y buen viaje».

Mahoma crece con su madre en La Meca. Los Banu Sad se vuelven a su desierto. Son unos humildes beduinos. Y las gentes humildes prefieren siempre las pequeñas cosas. Nunca las grandes. Verdad es que quieren milagros; pero milagros pequeños; muy pequeños. Los de Mahoma son demasiado grandes para su pequeña existencia. Y tienen miedo. Por eso se han desembarazado de él.

 

X

MUERTE DE AMINA, LA MADRE DEL PROFETA

Mahoma ha cumplido seis años. Vive en La Meca. Ha vuelto del desierto. Abd-al-Muttalib acaba de cumplir los ciento ocho, pero sigue viajando. Parte, como representante de La Meca, a las ceremonias de entronización del rey Saif-ibn.Dhi-Yazan, en Sanaa.

Tras la muerte del rey asesino, Dhu Nuwas, ocurrió la ocupación abisinia. Pero ésta termina poco. después de que el ejército abisinio fuera exterminado por las golondrinas de La Meca.

Ahora, el sur de Arabia está ocupado por los persas. El rey Yazan, cuyo huésped será Abd-al-Muttalib durante treinta días, sube al trono con la ayuda del ejército persa.

Durante la ausencia del anciano, Mahoma permanece solo con su madre en la casa de Abd-al-Muttalib. Amina está sola; es joven y se siente desgraciada. Trata de consolarse, escribiendo versos. Muchas mujeres árabes son poetisas. Dícese que los versos de Amina son muy bellos; pero su miseria es demasiado grande. Un día, reúne cuanto posee en la tierra: cinco camellos, una esclava llamada Umm Aiman, y Mahoma, y va a reunirse con su familia en Medina. Se instala en la casa de Nabighah, de la tribu Banu-Nadjdja. Así, Mahoma, parte con su madre a la edad de seis años. Huye de La Meca a causa del hambre.

Mahoma conservará hasta la muerte el recuerdo de un acontecimiento extraordinario, vivido por él en Medina a los seis años: se ha despojado de sus vestidos y completamente desnudo entra en el agua. Todo su cuerpo lo siente como empapado de agua.

Arabia es una tierra en que no existen cursos de agua permanente. Ni bosques. Los hombres ignoran el placer de arrojar lejos los vestidos, quedarse desnudos y sumergirse en el agua, mientras el sol ardiente parece caer sobre cada uno como una espada. Pero en aquel tiempo existe en Medina una especie de lago que nunca se seca y en el que pueden bañarse los niños durante varios meses. Ese lago, formado por aguas de lluvia, se halla al norte del Ohud y se llama Aqul.

En Medina, para un niño de seis años procedente de La Meca, hay una muchedumbre de cosas que descubrir. Ante todo, las gentes tienen más alimentos que en La Meca. Medina se encuentra en un oasis. Hay árboles, plantas. Pero los vecinos de Medina ignoran la existencia del lecho. Con todo, la vida es más fácil. Hasta los camellos procedentes de Medina son admirados por los hambrientos muchachos de otras regiones: en sus alforjas hay racimos de dátiles. Todo el mundo los mira con maravilla y de pronto sabe que proceden de Medina.

La tradición popular nos enseña que Dios no había tenido la intención de hacer del país de los árabes un desierto. Cuando creó el planeta, Dios lo hizo todo a la perfección. El relato diario de la actividad divina durante la creación del mundo concluye en el Génesis con esta frase: y Dios vio que estaba bien.

Luego, al principio, también el país de los árabes estaba bien.

Al mirar por última vez el universo que acababa de crear, Dios notó sin embargo la falta de un detalle: al universo le faltaba arena. Ningún arquitecto habría observado ese detalle; pero un universo en que falta la arena, es un universo imperfecto. Las obras de Dios son perfectas. Y la falta de arena habría sido un defecto grave. Los hombres, al salir de los ríos o del mar después del baño, no hubieran encontrado la arena suave y cálida para recostarse. Los camellos del desierto no hubieran tenido por la noche la arena blanda como un colchón para descansar en ella sus huesos fatigados por el viaje y las cargas. Todos los ríos serían turbios; porque sólo la arena que hay en el fondo puede conservar límpidas como una lágrima las aguas de los ríos, de las fuentes y de los manantiales. El fondo del mar, que es la mansión permanente de los peces, criaturas divinas, hubiera resultado muy incómodo desprovisto de arena. Los emperadores y reyes y los alcaldes de las ciudades no hubiesen tenido con qué guarnecer las avenidas de sus parques, si Dios se hubiese olvidado de crear la arena. Pero Dios no olvida nunca nada. Y habiendo creado la arena, Dios ordenó al ángel Gabriel que llenara un saco y la distribuyese por todo el globo, allí donde fuera necesaria: en el fondo del mar, en las fuentes, en las playas. Pero el diablo voló detrás del ángel Gabriel y le rompió el saco. Casi toda la arena que debía haber sido distribuida por el mundo, cayó sobre el país en que hoy viven los árabes. Y desde aquel momento, el país es un desierto sin fin.

Dios reparó el daño hecho por el diablo. Llamó al árabe y le hizo algunos regalos, destinados a hacerle la vida más fácil en aquel paralelogramo cubierto de arena. Dios entregó al árabe un turbante, un caballo, un camello, y le aseguró que éste último sería el más resistente de los animales: y le dio además la espada, la tienda y el don de la poesía. Desde entonces, los hombres tratan de vivir en la arena. y Mahoma - que era árabe -, vivió también en la arena.

 

Poco tiempo después de su llegada a Medina, muere Amina, la madre del profeta.

Ahora, Mahoma: es huérfano de padre y madre. No hay pena mayor para un árabe que el morir lejos de su tribu. Amina muere lejos de los suyos. Bajo la mirada de su hijo. Antes de su muerte, mujeres y amigos han rodeado a Amina y han hablado con ella. Es costumbre árabe hablar al moribundo hasta que cierra los ojos, para que no sienta la terrible e inimaginable soledad que aguarda al ser humano cuando abandona la tierra y la vida.

Después, las mujeres desnudan y lavan el cadáver, a fin de que Amina esté limpia y bella cuando se presente delante de Dios.

Los asesinos y malhechores son enterrados con los vestidos y las manos manchados de sangre, para que Dios pueda ver lo que han hecho en la tierra.

En el desierto casi no existe la madera. Un árabe nunca es enterrado en un ataúd. Por eso Amina queda envuelta en un lienzo; después, se la coloca junto a la fosa, orientada hacia La Meca. La cabeza de Amina - según la costumbre - queda vuelta hacia la derecha, para que toque la tierra con su mejilla y con la sien derecha. La mejilla izquierda queda cubierta por el lienzo, de la misma manera que el resto del cuerpo. Después, arrojan arena sobre el cadáver. Sobre la tumba han plantado una rama de datilera. En muy poco tiempo, el cuerpo de Amina habrá desaparecido del todo. El desierto no conserva los cadáveres. No hay huesos en el desierto; ni viejos cementerios. Todo queda macerado y - como en un horno crematorio- reducido a cenizas.

La esclava Umm Aiman se hace cargo de Mahoma y lo lleva a La Meca, a la casa de Abd-al-Muttalib. El anciano asume la responsabilidad de educar a Mahoma. El abuelo del profeta llega ahora a sus ciento diez años. Aún no ha encontrado a Dios. Pero en ese momento tiene consigo, inesperadamente, al profeta de Dios, su nieto Mahoma. El anciano de ciento diez años y el niño de siete enternecen a La Meca con su amistad. Tiene fe el uno en el otro, como un ciego tiene fe en el de piernas paralíticas. El uno es demasiado joven y el otro demasiado viejo. y ambos se completan. Abd-al-Muttalib se presenta en el dar-an-nadwa -la sala del consejo de La Meca - a la que sólo tienen acceso los oligarcas del clan de los coraichitas que hayan superado los cuarenta años, acompañado de Mahoma, que sólo tiene siete.

Abd-al-Muttalib invita a su nieto a tomar asiento entre las personas adultas, los notables, y le consulta durante los debates, preguntándole su parecer. Los oligarcas reprochan a Abd~al-Muttalib el que acuda acompañado de su nieto a aquel sitio oficial, reservado a los nobles adultos.

«Se cree una persona mayor si lo llevo entre personas de edad - dice Muttalib- y quién sabe si llegará a ser un gran hombre. Un hombre extraordinario».

Un día de sequía, mientras todo el mundo sufre en La Meca, Abd-al-Mu,ttalib, en la Kaaba, ante todos sus conciudadanos, ruega a Dios en nombre de Mahoma que haga caer la lluvia.

Al término de la oración comienza a llover.

Mahoma sufre un mal en los ojos. El polvo del desierto daña los ojos de los hombres. Abd-al-Muttalib lleva a su nieto a los monjes cristianos de Ukaz, no lejos de La Meca, y ellos le curan. Pero la mayor sorpresa de Abd-al-Muttalib consiste en descubrir que el pie de su nieto deja la misma huella que el de Abraham sobre el maqam-ibrahim del santuario de la Kaaba.

Ese descubrimiento, que todo el mundo puede comprobar, provoca gran revuelo entre los adivinos y los servidores del santuario. Uno de los primeros afirma solemnemente que Mahoma, negado a hombre, destruirá los ídolos de los árabes y que sería mejor darle muerte en seguida.

Las masas están de acuerdo en lo de matar al niño. Las masas han intentado siempre matar, desde la infancia, a los profetas y poetas. Porque éstos hablan en nombre de la eternidad. Y eso trastorna el mínimo orden de las gentes pequeñas en la tierra.

Unas semanas después de ese descubrimiento, Abd-al-Muttalib muere. Ha superado los ciento diez años.

Mahoma, huérfano de padre antes de nacer, de madre a los seis años, pierde a los ocho a su abuelo. y ese abuelo, Abd-al-Muttalib, era uno de los árabes más importantes de su tiempo.

Mahoma está solo. Lo recibe en tutela un tío suyo llamado Abd Manaf o Abu-Talib. Los árabes aman de tal modo a sus hijos que, cuando un hombre tiene uno, abandona su propio nombre para llevar el del niño, precedido del kunya-abu, que significa «padre».

El mismo Mahoma llevará durante años el nombre de su primer hijo y todo el mundo lo conocerá en La Meca con el sobrenombre o kunya de Abu-Qasim, es decir, “padre de Qasim”.

El nuevo tutor de Mahoma, Abu-Talib, es un hombre extremadamente bueno. Pero tiene una familia numerosa y es muy pobre. Así pues, Mahoma se ve obligado a seguir viviendo en la pobreza. Es la suerte reservada a todos los huérfanos del mundo. Pero la nueva familia ama a Mahoma. Abu-Ta1ib lleva consigo a su sobrino siempre que emprende uno de los grandes viajes con la caravana que atraviesa el desierto. A los doce

años, Mahoma es ya un caravanero. Un huérfano está obligado a ser precoz.

 

XI

TIERRAS SIN MALAS HIERBAS

Hay tierras sin malas hierbas. Por ejemplo, las regiones vírgenes de los trópicos. Allí, cada planta se abre en flores perfumadas, multicolores, como sólo son las flores de especies superiores en los climas templados. Una mala hierba, que los jardineros

arrancan y queman con raíces y todo, como una creación inútil, dañina- como una herejía de la naturaleza -, esa hierba plantada en los trópicos, en una tierra empapada de fuertes y viriles jugos, en medio de un aire impregnado de vapores, de luz y de calor, se convierte pronto en una planta rara. Las margaritas de los climas templados, son allí altas como albaricoqueros.

El miosotis llega a ser un arbusto. La hierba más vulgar en nuestros países, plantada en los trópicos, da flores como los rosales.

En los trópicos no hay malas hierbas. Cada una es una flor. Lo mismo ocurre en el desierto Con las religiones. En e1 desierto no hay herejías. Como no hay malas hierbas en los trópicos. En el desierto, toda creencia es como una hierba que surge del corazón del hombre y se eleva hasta el cielo para llegar a Dios. Sabido es que las religiones son lo contrario de las plantas: crecen y se expansionan en el desierto. Una creencia puede

ser una herejía, pero sólo tras haber abandonado el desierto. En el desierto, todas las religiones son verdaderas. Sobre la corteza de la tierra, la mayoría de los hombres oran al Dios que los profetas han encontrado en el paralelogramo de ardiente arena que es la península arábiga. Allí el hombre ha hallado al Dios de los cristianos, de los judíos y de los musulmanes.

A los doce años, Mahoma, metido por su tío Abu-Talib en una caravana, sale para Siria. En las cercanías de Bosra detiénese la caravana. Cerca de allí está la cueva de un monje cristiano al que llaman Bohaira (o Bahira), nombre que en idioma siríaco significa «el elegido». Dice el cronista: «La caravana acaba de acampar en Bosra, en Siria. Había allí un monje llamado Bohaira, que vivía en una celda y que era versado en la ciencia de la cristiandad. Muchas veces, antes, se había detenido en aquel sitio la caravana. Pero el anacoreta no había salido nunca a hablar con los caravaneros. Ni siquiera para saludarlos. Esta vez, en cambio, no sólo acudió Bohaira al campamento de los árabes de La Meca, sino que los invitó a desayunar; y les dijo que los esperaba porque en sueños había sido advertido de su llegada».

Existían en aquel tiempo en el desierto de Arabia infinitas sectas cristianas y judaicas. La mayor parte de ellas surgieron de la ardiente arena y se elevaron hasta el cielo, semejantes a los bejucos perfumados y multicolores; después, desaparecerán en el desierto, sin dejar rastro, como desaparecen también los bejucos. Perdidas, como las miles de religiones que las han precedido. . .

En la época en que Mahoma, de doce años de edad, viaja, existen unas docenas de sectas, algunas de ellas con cierta seguridad, si las circunstancias les son favorables, de convertirse en religiones universales.

Por ejemplo, están los sabelianos, secta creada por un sacerdote de Libia, que sostiene. que la Trinidad es una sota persona, aunque con tres nombres. Están los arrianos, cuyo creador es Arrio de Alejandria, que sostiene que el Padre y el Hijo no son de la misma sustancia. Están los nestorianos, discípulos del obispo Nestorio de Constantinopla, que afirman que en Jesucristo hay dos personas, una divina y otra humana; que la santísima Virgen María es madre de Jesús-Hombre, pero no de Jesús-Dios. Están, además, los monofisitas, que creen que en Jesús la naturaleza humana y la divina están hasta tal punto compenetradas entre sí que constituyen una sola e idéntica naturaleza. También existen los jacobitas, los marianitas, que reemplazan en la Trinidad al Espíritu Santo por la Virgen María. Los ebionitas, los marcionitas, los docetas, los carpocractianos, los basilideos, los valentinianos. Los tres últimos afirman que Jesucristo ha recibido la naturaleza divina al mismo tiempo que el bautismo, administrado en el Jordán por el Bautista. Existen innumerables sectas. A veces, una de esas religiones, no cuenta más que con un solo adepto, un solo hombre que se ha inventado una creencia para uso personal y conforme a sus exigencias. Así es el caso del hanif Zeid-ibn-Amr, el amigo de Abd-al-Muttalib, del que dice Mahoma: «El día del Juicio, Zeid presentará una comunidad compuesta por él solo».

 

Algunos fundadores de sectas o de religiones dan la propia vida por su fe y mueren mártires, de manera sublime; incluso aquellos cuya religión no ha dejado huella en la historia. Uno de esos mártires es Manés, al que la historia conoce sobre todo por los virulentos ataques de san Agustín. Manés murió el año 276, crucificado a las puertas de la ciudad de Gundeshapur, por el rey persa Barham I.

El monje cristiano de Bosra, el eremita solitario llamado Bohaira, que acoge a los árabes de la caravana en que se encuentra Mahoma, no es un cristiano conformista, a juzgar por la discusión que estalla entre él y los paganos.

Si su religión hubiera sido del tipo corriente y oficial, no se encontrarla este hombre en una gruta del ardiente desierto de Arabia, sino convertido en obispo metropolitano en la ciudad.

Bohaira acepta esa soledad e independencia - aun a riesgo de caer en el error -, con la esperanza de subir directamente a la diestra de Dios. Los fieles que se contentan con la disciplina y el conformismo, no viven en las cuevas, pero nunca llegan a santos ni a condenados.

De lo que se deduce de su discusión con los árabes, Bohaira parece maniqueo. No trata de convertir a los caravaneros coraichitas. Por el contrario, les exhorta a esperar la llegada de un profeta propio, un árabe que les hablará en su idioma árabe.

Y que será también un enviado de Dios, como Moisés, Buda o Zoroastro. Hay entonces unas doce sectas análogas a la de Manés. Por ejemplo, la de Ebión y Elcesao que sostienen también que Dios, creador del universo, habla a todos los pueblos en sus propios idiomas, mediante la intervención de sus profetas; que Dios no ha concedido el monopolio de sus revelaciones y de la verdad exclusivamente a judíos y cristianos. Dios no es propiedad exclusiva de un solo pueblo ni de una sola raza.

No existe un «pueblo elegido», como pretende la Biblia. Ni es obligatorio hacerse judío para entrar en el Paraíso. Dios habla en otras lenguas, que no son la hebrea.

Manés no limita sus revelaciones al grupo de pueblos bíblicos. De la idea hallada en Justino y los Sethienos, ha hecho una de las ideas fundamentales en lo referente a las revelaciones.

El mensaje ha llegado a épocas diversas y pueblos diferentes.

Las grandes religiones del oeste, de la India y de Persia, contienen parte de la misma sabiduría divina. Esos fundadores son todos enviados de Dios. Manés considera que es su vocación particular hacer notar cuál es el elemento común existente en el cristianismo. el mazdeísmo y el budismo».

Estas creencias caen como un bálsamo en el corazón herido de los árabes, de los hanif que, como Abd-al-Muttalib, buscan a Dios en todas partes. Pero cuando se acercan a los judíos, éstos contestan con altivez que la divinidad no se halla al alcance de los árabes. Que Dios no está en contacto, en toda la superficie del planeta, más que con los judíos, el pueblo elegido.

Tal y como está escrito en la Biblia. Y que los demás pueblos no tienen acceso al cielo, sino a través y por mediación de los judíos. El orgulloso corazón de los beduinos está herido. ¡Para amar y adorar a Dios tendrían que someterse a una religión extranjera  y a un pueblo extraño! ¡A un libro de revelaciones que no es suyo!

El anacoreta- «el elegido» o Bohaira - explica a los árabes que la revelación divina puede también ser ofrecida a ellos, como lo ha sido a los cristianos, a los judíos Ya los budistas.

Incluso uno de los presentes - incidentalmente, Mahoma - puede ser el elegido por Dios. Es normal que Mahoma sea designado así entre las Personas presentes. Es Un niño. y siempre que se trata de una misión divina, se elige al más puro. Lo principal está en decir a los árabes que pueden hablar a Dios en árabe. Que un hombre no está obligado a aprender primero el hebreo para dirigirse a Dios. Que no hay pueblo elegido, ni raza elegida, como pretende la Biblia. Todos los hombres son iguales.

 

Los árabes comprenden lo que les interesa de las palabras de Bohaira. He aquí lo que cuenta el cronista: «Bohaira había visto en sueños una caravana que se acercaba a su cueva. Uno de los miembros de la caravana llevaba una aureola, y una nube flotaba sobre él como una sombrilla, para protegerlo de las flechas mortales del sol».

Bohaira había sido advertido de esta manera que en la Caravana que debía llegar al día siguiente, venía un profeta. Un elegido. El ermitaño preparó la comida. Esperó. La primera caravana que hizo su aparición fue la de Abu-Talib. El monje invita a todos los caravaneros a desayunar. Sus figuras son las de ordinarios hombres de cada día. El anacoreta no puede adivinar quién es, entre ellos, el profeta. Son hombres rudos, como

lo s cm habitualmente los conductores de caravanas: cabezas de leño, confeccionadas en serie. Un profeta debe tener, ante todo, una hermosa cabeza. iluminada desde dentro por la irradiación del espíritu. El ermitaño pregunta si no falta acaso, un caravanero. Le contestan que todos están allí, excepto un niño, llamado Mahoma, que ha quedado fuera con los camellos. Mahoma es invitado a reunirse con los otros. Desde ese momento, y durante toda la comida, las atenciones del anacoreta se dirigen a Mahoma. Mahoma tiene doce años. Posee la pureza de la infancia. La pureza es la mitad de la fe. El más indicado entre los caravaneros para llevar la señal del profeta - tal como el monje lo había soñado - no puede ser otro que ese niño, Mahoma.

Bohaira pregunta por la familia del muchacho. Al saber que es huérfano de padre y madre, su ternura crece en emoción. Los hombres comprenden que Bohaira ha visto en Mahoma al futuro profeta de los árabes. y que incluso ha examinado la señal de la profecía, grande como un huevo de pichón, que Mahoma lleva entre los hombros.

En el instante de partir, el anacoreta recomienda a los árabes que tengan mucho cuidado con aquel niño. Dice a Abu-Talib:

«Vuelve con este muchacho a su país; y por respeto a él, guárdate bien de los judíos, porque si ven y reconocen en él lo que yo he visto y reconocido, querrán hacerle daño. Lo matarán. Vuélvete pronto. Una gran sorpresa espera a tu sobrino».

El consejo referente a la protección de Mahoma contra los judíos se debía a que por aquella época circulaba el rumor de que iba a nacer un profeta entre los árabes. Y los judíos del desierto temían mucho el ver que el sello de la profecía pasaba de la tribu de Israel- es decir, los judíos- a la tribu de Ismael, los árabes.

El cronista concluye así: «Abu-Talib se volvió sin tardanza, en cuanto hubo terminado sus asuntos en Siria. Y llegaron a La Meca.

Bohaira ha dado un consejo erróneo a Abu- Talib, al decirle que defienda a Mahoma de los judíos. Es imposible que los judíos maten a Mahoma. Los profetas han sido y serán siempre muertos y lapidados por su propio pueblo, por su propia familia y su clan. No por los extranjeros. No contra los judíos, sino contra el clan coraichita de La Meca hay que proteger ahora a Mahoma. Los judíos ya se preocupan de matar a sus propios profetas. No a los de los vecinos. El llevar a la muerte a los profetas es una necesidad nacional. Cada pueblo, cada nación, asesina sólo a los profetas propios: no dejan a los extranjeros tiempo y ocasión de hacerlo.

 

XII

EL ORO DE LOS ÁRABES

Los primeros contactos de Mahoma con la vida han sido choques dolorosos: Ha nacido huérfano de padre. Criado por una tribu de beduinos, en el desierto, como un príncipe, puesto que es coraichita, es decir, un oligarca de La Meca, regresa a su ciudad y comprueba que, aunque coraichita, es un pobre proletario. Perseguido por la pobreza y la miseria, se refugia con su padre en Medina, donde tiene familia. Pero la madre de Mahoma muere. Ahora es huérfano de padre y madre. Le queda un solo ascendiente en línea directa: un abuelo de más de cien años, Abd-al-Muttalib; éste le recibe bajo su protección, pero muere también poco después. Mahoma es huérfano y no cuenta con más parientes en línea directa. Se encarga de él un tío, pobre, Abu-Talib. Trabaja para ganarse, no el pan, sino los dátiles cotidianos. Ahora, a los doce años, de regreso de Bosra, se siente dichoso, porque tiene una casa, la de su tío. Cuando no tiene que ayudar en las caravanas, lleva los rebaños a pastar - como los esclavos - a los pedregosos desiertos de los alrededores de La Meca. A la muerte de la esposa de Abu- Talib, Mahoma dirá sollozando: «Cuando yo era en su casa muchacho huérfano, permitía que sus propios hijos pasaran hambre pero a mí me alimentaba siempre. Era como mi madre».

Cuando sea mayor y rico, Mahoma mostrará a sus compañeros el desierto que rodea a La Meca, sembrado de piedras, donde ha llevado los rebaños y donde se ha resguardado del tórrido sol que cae sobre los árabes como plomo fundido.

Durante años, sufre hambre terrible. Come frutos salvajes de los que nadie se alimenta. Más tarde, los recomendará a los hambrientos, diciéndoles que esos frutos no son dañinos. «Comed los frutos del árbol espinoso arrak cuando han ennegrecido. Yo los comí en la época en que fui pastor».

Un hecho concreto: durante toda su infancia, su adolescencia y su juventud, Mahoma se niega a participar en los juegos y diversiones de sus compañeros de la misma edad. Es la timidez de los huérfanos y los pobres lo que le aleja de los sitios en que otros se divierten.

En la época que guardaba rebaños y servia en las caravanas, Mahoma iba a la feria de Ukaz. Era la feria más célebre de Arabia. En aquella tierra, en la que nadie se establece y arraiga, había gentes que sacaban del comercio sus medios de subsistencia. Los lugares en que se comercia son las ferias. Tienen lugar durante la peregrinación a La Meca, en los meses de “Tregua de Dios”. Porque. durante esos meses, los caminos están libres.

Nadie Osa atacar a los extranjeros. El hecho de que se dirijan a La Meca en peregrinación, o a la feria, los asegura contra los ataques tanto como una arn1adura de soldado.

Ibn-al-Kalbi cuenta, basado en la autoridad de su padre que, “cuando se salía de casa en calidad de hadj- peregrino - o de dadj - mercader - durante los meses de tregua de Dios, se llevaba a los animales de sacrificio, a los que se marcaba con las señales del sacrificio; collares y heridas manifiestas del animal”.

Él mismo llevaba el vestido de peregrino. Eso le garantizaba la seguridad, entre los profanadores de la «Tregua de Dios».

“Si el hadj se hallaba solo, temeroso por su vida, y no encontraba los animales para el sacrificio ritual, marcaba su propia persona con las señales del animal de sacrificio; llevaba un collar de cuerda de pelo de cabra o de camello y cubría su cuerpo con lana (sufah). Eso le hacía inviolable. Y cuando quería regresar de La Meca llevaba un collar hecho con la corteza de los árboles del territorio sagrado, haram.

“Si un dadj -es decir, un comerciante- o algún otro iba La Meca sin conocer sus costumbres y sin llevar el vestido del peregrino, corría el riesgo de ser maltratado y expoliado por los profanadores de la “Tregua de Dios”.

“Los nobles que se dirigían a la ciudad llevaban velos para pasar inadvertidos. Eso por el temor de ser sorprendidos un día por los bandidos profesionales, que pedirían después enormes rescates”.

En la feria de Ukaz - ciudad de la región de La Meca, pero cuyo emplazamiento no ha sido fijado con precisión - Mahoma hace un descubrimiento sensacional: existe en el mundo a1go más importante que el oro: es la palabra. Como dice el poeta Kab-ibn-Zuhair: «El hombre sólo vale por su lengua y su corazón. Lo demás no es más que un despreciable edificio de carne regado con sangre».

Tal descubrimiento es de capital importancia para un huérfano pobre y humillado. Todos los árabes, antes de Mahoma, lo han hecho ya. Porque la palabra es el oro de los árabes. Si no poseyeran ese oro -la palabra - es decir, los tesoros de la poesía y de la palabra, la existencia de los árabes en el desierto no sería posible. Las nueve décimas partes del paralelogramo de Arabia están cubiertas de arena, son estériles. Toda la arena destinada al mundo entero se ha volcado sobre Arabia. A cambio de esto, Dios ha ofrecido a quienes están condenados a vivir en la arena estéril y ardiente, un cielo lleno de estrellas, como no lo hay en ninguna otra parte. Para que miren a lo alto y no vuelvan los ojos al desierto que hay bajo sus pies. Les ha dado el turbante, que les será más precioso que una corona imperial, bajo el sol del desierto. Les ha dado la tienda, que en el desierto tendrá más precio que un castillo. y la espada, más ligera que el viento. Pero el don más importante es el de la palabra.

 

Los tesoros de la poesía. Los tesoros de los cantos y de las leyendas. El árabe ha recibido el don de modelar, en el verbo y por el verbo, todo lo que otros modelan con la piedra, el metal, el mármol, la seda, el color. El árabe vive condenado a no poseer ningún arte. No puede edificar palacios, ciudadelas y catedrales, con arena y sobre la arena. Está condenado a vivir sin arquitectura. No puede esculpir la arena. y fuera de la arena, no posee otros materiales. Así que está condenado a no tener escultura. No puede pintar con arena. No tiene pintura. La palabra debe hacer las veces de todas las artes. El árabe ha creado las artes únicamente con la palabra y en la palabra.

La poesía es el único tesoro nacional que poseen los árabes. Es su oro. Su historia. Todas las artes en una sola. «No se puede conocer las genealogías, la historia, las fechas de las batallas, los diversos acontecimientos referentes a los árabes, sino reuniendo sus poemas».

En efecto, la poesía es el repertorio de su saber, el lugar en que se muestran sus costumbres y el receptáculo de su ciencia.

El poeta, en el país de los árabes, no es una persona cua1quiera. Nunca. El poeta - el chair - es un sacerdote, un curandero, un árbitro, un sabio y un jefe.

El poeta conoce el arte de envenenar las palabras. Puede matar al enemigo con palabras, igual que si lo matara con dardos envenenados. Durante una batalla, Mahoma no se dirige ni a los arqueros ni a los caballeros, sino al poeta Hassan-ibn-Thabit y le ordena aplastar al enemigo: «Lanza invectivas contra ellos. Y, por Dios, tu invectiva será más fuerte que la caída de las flechas en la oscuridad de la noche. Lanza invectivas contra el enemigo y Gabriel, el Espíritu de Santidad, estará contigo».

El poeta es omnipotente; puede matar por medio de la palabra. Puede curar mediante la palabra. Puede, con sus versos, traer la alegría o la tristeza; puede desencadenar  la cólera, la venganza, la guerra. El poeta puede suscitar la tranquilidad de espíritu, la amistad, el amor y la paz. El poeta puede entusiasmar y puede desmoralizar. El poeta es un personaje sagrado.

Para cada estado de ánimo, los árabes poseen la poesía y el poema oportuno. Porque, en la vida del árabe, la poesía es cotidiana e indispensable, como el aire y la luz. “Entre los poetas, cuatro bastan: Zubair, cuando está conmovido; Nabigha, cuando tiene miedo, A'cha cuando está encolerizado y Antara cuando se arrebata».   

No es poeta quien quiere. La poesía es un don y una maldición. El poeta Immaya-ben-Abus-salt, coraichita de La Meca, como Mahoma, pero que ha rechazado las religiones paganas, cristiana, judaica y el islam, para ser un hanif, un libre buscador de Dios, afirma que un águila le ha abierto el pecho con sus garras y le ha introducido en la cavidad torácica el don de la poesía. De esta manera, ha llegado a ser poeta.

El poeta Qudama afirma: «yo y cada uno de los poetas del género humano, tenemos en nosotros un demonio. Ningún poeta me ve sin ocultarse, como nacen las estrellas de la noche cuando ven a la luna».

Los poetas árabes son, en general, los «duros» de la nación, los personajes indomables. Buscando el absoluto, chocan con las leyes férreas de la tribu y de la sociedad nómada. Entonces rompen todo lazo de unión con su propia tribu. y se hallan de nuevo solos, en el desierto. La mayoría de los poetas árabes han errado, lejos de su clan, solitarios en el desierto, pobres, viviendo como las bestias y los salteadores de caminos. Pero su libertad ha sido total; su orgullo, infinito. «Vivían separados de sus propias tribus, desplazándose en el desierto con plena libertad, buscando sus medios de subsistencia en la rapiña y en las «razzias», como lo hacen entre nosotros quienes, en las poblaciones de Chammar y del Hedjaz septentrional, son conocidos con el nombre de bawwaq. Entre los fuera de la ley, los saalik, aunque llevando una vida salvaje, florecieron los poetas, los más conocidos de los cuales son Thabit-ibn-Jabir-al-Fahmi, llamado Ta-Abbata Sharran, y Chanfara-al-Azdi, que vivieron en el siglo VI”.

 

Oyendo una poesía de Kab-ibn-Zuhair, Mahoma se quita el manto y lo ofrece al poeta en señal de admiración.

Todos los jefes de tribu tienen, para poder ejercer su autoridad, el don de la elocuencia. Said, amir, qail, palabras que significan «jefe», significan también “el que habla”.

En Ukaz celebrábase una feria especial en la que se enfrentaban, en leal combate, todos los poetas árabes. Los vencedores de aquellas competiciones pan-árabes de poesía, eran venerados.

Sus poemas, transcritos en seda negra, con letras de oro, eran suspendidos en el recinto del santuario durante un año, para que sus versos fueran conocidos por todos. Los poemas coronados son los mu-allarat, que quiere decir «los colgados».

Muhammad Hamidullah describe así los concursos poéticos: «En Ukaz había peculiaridades que no se hallaban en ninguna otra de las ferias de Arabia. Así, un rey del Yemen, enviaba allí una espada o un manto de excelente tejido, y hasta un caballo de pura raza, y hacía que se proclamara: «Debe adquirirlo el más noble de los árabes».

Inmediatamente se levantaba un estrado. Presentábanse los candidatos. Y explicaban - generalmente en verso -, por qué motivo cada uno se consideraba el más bravo, el más noble y el más digno entre los árabes, teniendo así el derecho de adquirir el objeto puesto en venta a intención del primero entre los árabes.

La muchedumbre, apasionada, hacía de árbitro. Normalmente, ganaba la tribu que poseía el mejor poeta.

Esas competiciones poéticas, esas luchas poéticas por la gloria, llamadas mufajara tenían otros objetivos. Los enemigos eran atacados con virulencia. A veces, dos o tres clanes luchaban furiosamente, en lucha a vida o muerte, pero sólo con palabras.

Durante la «Tregua de Dios» estaba prohibido el recurso a las armas y a la violencia. Por lo tanto, los vencedores eran aquellos que poseían el arte de matar mediante la palabra.

También ,había arreglos de cuentas que no podían ser liquidadas por la vía de las armas. Exponíase el caso ante la muchedumbre, para que el pueblo fuera el juez.

«Si alguien traicionaba a otro, se iba a Ukaz, izábase la bandera de la traición y se arengaba al público, para describir esa traición; después se añadía: "Oídme: fulano es un traidor. Sabed conocerlo. No realicéis con el ni contrato ni matrimonio. No os sentéis en su compañía. No le dirijáis la palabra."».

Si quien había sido injuriado contaba en su clan con un poeta hábil, éste subía al estrado y borraba el deshonor, restableciendo la reputación y haciendo posibles, en consecuencia, las transacciones comerciales.

En Ukaz, un árabe, padre de varias hijas muy feas- tan feas que no lograba casarlas- suplicó a un poeta que acudiera a cantar en público los méritos de sus hijas. Éstas hallábanse presentes. Feas. El poeta hizo su elogio de tal manera que, inmediatamente, todo el mundo las halló soberbias. Afluyeron las demandas de matrimonio por docenas, para cada hija. Todos estaban convencidos, gracias al poeta, de que las jóvenes eran

verdaderos tesoros femeninos, que no había que dejar perder. Y todos querían tener una de aquellas jóvenes por esposa.

Las ventas tenían lugar cuando el mercader había hecho el elogio de sus productos. De ese elogio dependía la venta. Cuando, por fin, estaba convencido, el adquisidor echaba un guijarro sobre la mercadería, como se levanta la mano en una lonja. En esta feria de Ukaz escucha Mahorna los primeros sermones religiosos.

Y ejercen en él extrema influencia. El predicador que, desde lo alto del estrado, habla de Dios a la muchedumbre - y que sucede a los poetas - es el obispo Quss-ibn-Sadiya, jefe religioso de la ciudad de Nedjran, donde veinte mil cristianos fueron quemados vivos por no querer abjurar de su fe. Ahora, el Nedjran está poblado de nuevo y es cristiano. El obispo ha venido a Ukaz para hacer el elogio de Jesucristo. Quss, boca de oro del desierto, se expresa en prosa rítmica y rimada. El auditorio está como embrujado. Cientos de personas abrazan el cristianismo, gracias al obispo poeta.

Para Mahoma, la visita a la feria de Ukaz, es una lección importante. Algunos cobran en la feria el gusto de ganar dinero.

Mahoma vuelve de ella convencido de que el oro de los árabes es la palabra.

Sigue trabajando como criado de caravana y como pastor.

Pero ahora está convencido de que «quien sólo cumple con sus deberes es como si no lo hiciera. Pero nada puede añadirse, mientras no los haya cumplido íntegramente».

Mahoma cumple sus deberes cotidianos. Minuciosamente. A la perfección. A fin de poder - después de eso - hacer aún otra cosa que importa. Pero sus deberes diarios son aplastantes.

Los pobres y los huérfanos tienen en la vida mil deberes más que los ricos. Mahoma los cumple. Con la paciencia del árabe.

 

XIII

A FIN DE QUE LA JUSTICIA NO MUERA...

«Perder los propios bienes no es una vergüenza. Pero es vergonzoso perder paciencia y valor cuando se es desdichado».

Quienes de la paciencia se hacen una ley , serán los únicos salvados.

«Contempla bien tu desgracia: acabarás por ver un oasis en ese desierto».

Tales son las divisas del árabe. Por lo tanto, las de Mahoma.

En su adolescencia, respeta la ley primordial de los pobres y de los nómadas. Resiste. Tiene paciencia.

Hasta el fin de su vida, Mahoma dará pruebas de una paciencia que supera las fuerzas humanas. Su segunda cualidad es la fidelidad. En esa época, quienes lo conocen le llaman El-Amin, -«el fiel». Uno de los interlocutores de Mahoma- en negocios -le fija una cita, pero se olvida de acudir a ella. Tres días más tarde, pasa por casualidad ante el lugar en que se había fijado la entrevista: allí está Mahoma.

Uno de los que dan trabajo a Mahoma, llamado Qais-ibn-as-Zaid, está sorprendido por el desinterés que manifiesta el futuro profeta. Cuando se le pide un servicio, Mahoma deja sus propios asuntos y cumple lo que ha prometido. «En cambio, mis clientes, si me confiaban alguna misión, me preguntaban siempre a mi regreso noticias acerca de sus negocios. Mahoma sólo se interesaba por mi salud y bienestar».

La existencia de Mahoma se desenvuelve, anónima, entre los ricos negociantes de La Meca. Acompaña a su tío, generoso, pero pobre, Abu-Talib; en la guerra de la profanación, o fijar, que tiene lugar entre los coraichitas y una tribu del sur, que ha profanado la «Tregua de Dios». Los cronistas afirman que, en esta guerra de profanación, Mahoma, que es un adolescente, no tiene otra misión que llevar el carcaj y las flechas de su tío. Otros cronistas afirman que Mahoma toma parte activa en el combate y hiere con su mano al jefe del clan profanador, llamado Abu Bara Mula-ibn-al-Assinah.

Más tarde, Mahoma se enorgullecerá de haber tomado parte en esa guerra. Sin el mes de la «Tregua de Dios», durante el cual nadie ataca ni nadie es atacado, la existencia de La Meca sería inimaginable. No habría ferias, ni peregrinaciones. Si existe La Meca es únicamente gracias a ese pacto sagrado. El Corán dice: Gracias a ese pacto, el viaje de las caravanas ha sido posible durante el estío; y en el invierno, adoran al Señor en esta casa, la Kaaba.

El Señor es quien los ha alimentado y preservado del hambre. Y quien los asegura contra el temor. Mahoma declarará más tarde:

«No quisiera no haber participado en esta guerra contra los profanadores de la «Tregua de Dios».

Es la sed de justicia lo que le induce a alistarse en la legión de caballeros justicieros - especie de mosqueteros o de caballeros andantes- legión llamada hilf-al-fudul.

En esa época, la justicia no es concebible en el plano individua1. Si un individuo es saqueado o asesinado, todo su clan se considera expoliado y víctima, y no el individuo que ha padecido el daño.

El culpable o asesino no es - tampoco - un individuo, sino todo el clan a que pertenece.

Esta soldadura del individuo con su clan o, para ser más exactos, esa substitución de la persona por una colectividad, es la primera ley a que debe someterse el individuo desde el instante en que se hace nómada. «Ante la espada del desierto», la persona humana no tiene posibilidad de resistir sino como miembro de una molécula social.

Los inconvenientes de esta ley aparecen cuando el nómada se hace sedentario. Inmediatamente la ley del desierto resulta ser una anomalía. Significa la abolición pura y simple de la justicia.

 

Por tjempl0, un árabe llegado del Sur, de la tribu Kathan, va a La Meca por negocios. Va acompañado - entre otros - por su hija. Un negociante de La Meca, llamado Nubaih-ibn-al-Hadjdj, rapta a la hija del comerciante del Sur. El padre de 1a joven no tiene posibilidad alguna de acción. En La Meca no hay policía. No hay tribunal. Cada clan se toma la justicia por sí mismo. Por otra parte, la culpabilidad del individuo no se concibe siquiera: solamente la culpabilidad del clan.

Al Padre de la joven no le queda más que una solución: volver al Sur, convencer a su tribu para que tome las armas y ataque a la tribu coraichita, a la que pertenece el raptor. Pero eso es imposible. Kathan, la tribu del padre, es una tribu mínima.

Nunca podrá tomar las armas contra La Meca. Además, el final del viaje y de las marchas, coincidirá con la liberación de la hija, puesto que el raptor no la ha arrebatado más que para divertirse con ella e inmediatamente le devuelve la libertad.

Excitar a una tribu a tomar las armas contra otra, es posible en el desierto, entre nómadas. Pero en el presente caso, ambas tribus son sedentarias. Tienen sus casas, sus ciudades. Ya no pueden moverse. No están próximas la una de la otra. El rapto quedará, pues, sin castigo, como quedan impunes miles de crímenes.

En esa ocasión, para que la justicia no muera del todo y no desaparezca de la superficie de la tierra, se constituye en La Meca una liga de caballeros justicieros, que defienden a los expoliados ya los ofendidos. De ese grupo de caballeros andantes, forman parte hombres de las tribus Hachim, Muttalib, Asad, Zurnah, Taim, y al-Harith-ben-Fhr.

Los caballeros defensores de la justicia se reúnen en torno de la Kaaba y prestan el siguiente juramento:

«Por Dios: todos nosotros seremos como una sola mano a favor del oprimido contra el opresor, hasta que éste respete el derecho de aquél. y esto, hasta que el mar sea capaz de mojar una concha y tanto tiempo como el que permanezcan en pie los montes de Hira y Thabir. y lo haremos con perfecta imparcialidad, sin tener en cuenta el que el oprimido sea rico o pobre».

Para sellar ese juramento, pronunciado ante el santuario, los caballeros justicieros de la organización hilf-al-fudul lavan la piedra negra del santuario de la Kaaba con el agua de la fuente Zam-Zam. Después, uno tras otro, beben de esa agua, como en una comunión.

Tras haber prestado juramento, con el misterio y la poesía de rigor en un juramento de mosqueteros, los defensores se disponen a cumplir sumisión. En primer lugar, rodean la casa de Nubaih-ibn-al-Hadjdj y le conminan a liberar inmediatamente a la batul, es decir, la virgen cautiva, para que sea devuelta a su padre. El raptor pide un plazo de una noche por lo menos. Pero se le obliga a renunciar a su cautiva sin plazo alguno. La justicia no ha muerto del todo. El padre de la joven no cree lo que ven sus ojos y sabe por fin que existe una justicia aplicable a los individuos.

Otro caso llega a su fin poco después de la liberación de la doncella raptada. Abu-Jahl- el tío de Mahoma -, descrito por los cronistas como una figura del infierno destacada entre los hombres, adquiere mercancías de un negociante de la tribu Arach, pero después se niega a pagar.

Para demandar justicia, la víctima no tiene otro remedio que venir con su tribu - en armas - a combatir a la tribu de Abu-Jahl. Esto es prácticamente irrealizable. El Hilf-al-fudul se entera del asunto. Mahoma se presenta ante su tío y, en nombre de la justicia eterna y del Hilf-al-fudul, le exige el pago de la suma debida.

Este modo de actuar provoca sorpresas. Suscita temores.

Abu-Jahl paga. Nadie trata de oponerse al Hilf-a1-fudul.

Mahoma está muy orgulloso de pertenecer a ese grupo de caballeros que defienden a los oprimidos y expoliados. Más tarde afirmará que no cedería ese honor de haber pertenecido a la organización Hilf-al-fudul, ni siquiera a cambio de un rebaño de camellos rojos.

Por su pertenencia a ese grupo, Mahoma da el primer paso que le lleva por encima del clan y de la familia. Se trata aún de un pequeño paso. Porque los ricos y poderosos de la tierra se creen inviolables e intocables. Hilf-a1-fudul les recuerda que se hallan en un error. Que la justicia se ha hecho para todas las criaturas, como el aire y la luz del sol.

 

XIV

EL MATRIMONIO DEL PROFETA

Mahoma es muy pobre. Tiene ahora veinticinco años. Sigue viviendo con su tío, este Abu-Talib que tiene el don de crearse deudas y no poder reembolsarlas.

Abu- Talib dice a Mahoma: «La sequía de varios años nos ha afectado duramente. Ve a Kadidja, que conoce tu honestidad, y pídele que te confíe algo, como lo ha hecho con tantos otros, a fin de que puedas partir con la caravana para Siria. De esta manera podrás asegurarte alguna remuneración».

Kadidja, a la que en La Meca llaman las gentes con el nombre de tajirah -la comercianta- es una mujer de cuarenta años.

Riquísima. Dirige por sí misma sus negocios. Ha nacido de la familia Juwailid y forma parte de la tribu Asad. Kadidja ha estado casada dos veces. De su primer matrimonio, tiene un hijo llamado Hind; del segundo, una hija, igualmente llamada Hind.

Además de tajirah, «la comercianta», los habitantes de La Meca la llaman también tahinah, o «la honesta». Habita en una casa de las más bellas de La Meca. Sus caravanas cuentan entre las más importantes.

Mahoma se presenta ante Kadidja y halla un puesto en la caravana que sale para Siria. Es hombre de confianza. Es el-amin, fiel. En su viaje, acompaña a Mahoma el sobrino de Kadidja llamado Juzaimath, y un esclavo de su dueña, Maisarath.

La caravana atraviesa de nuevo Bosra. El monje cristiano Bohaira ha muerto. En su celda habita otro monje, llamado Nestorio. Maniqueo o no, Nestorio explica a Mahoma, como su predecesor, que Dios no es propiedad exclusiva de una raza o de un pueblo, como pretenden los judíos, y que Dios se manifiesta a los hombres santos de todas las nacionalidades y en todas las latitudes. Los hombres pueden llegar a la santidad, aunque no sean judíos ni cristianos: da lo mismo que sean de color rojizo, amarillo o negro, japonés o indio. Dícele que incluso los árabes pueden escuchar a Dios. y que, hasta entre los árabes, puede aparecer un profeta.

Por su viaje, Mahoma recibirá un camello como salario.

No se trata de un gran salario. Un camello vale, en aquellos tiempos, cuatrocientos dirhams. Un esclavo, entre doscientos y ochocientos dirhams. Un cordero, cuarenta; una lanza, cuatro; y, un palanquín, de los que se colocan sobre los camellos, cuesta trece.

Mahorna está satisfecho con su salario; y la tajirah, la comercianta, está contenta con los servicios de EI-Amin. Mahoma es enviado de nuevo con las caravanas siguientes, qúe acuden a otras ferias.

Mahoma es un hombre guapo. Ante todo, tiene unos ojos bellos, grandes, negros, inteligentes. Su mirada es tan penetrante, que puede «contar doce estrellas de la constelación de las pléyades». Ama mucho sus ojos; está orgulloso de ellos y los cuida, humedeciéndolos con kohol y colirio de antimonio.

De estatura mediana ni alto ni bajo, tiene unos cabellos abundantes, negros, lisos, que lleva sobre los hombros; una barba bien provista, negra y densa. Cuida con especial atención sus cabellos y su barba, perfumándoselos a la moda de su tiempo. «El sudor de su frente se deslizaba en perlas, cuyo perfume era más dulce que el almizcle». Sus cabellos son largos, como los de Jesús, pero Mahoma los lleva separados en dos por una

raya, ala manera árabe. Su tez es blanca. «Su boca y sus dientes brillantes parecen perlas en una caja de rubíes». La cabeza tiene un esqueleto poderoso: la frente es alta y la nariz

aquilina. «Tenía las palmas llenas y las plantas de sus pies no mostraban surcos, de manera que dejaba en el suelo una huella uniforme».

De lo que puede. deducirse que Mahoma tenía la costumbre de caminar, como los demás árabes pobres, con los pies descalzos. Su voz es clara y dulce. Habla «tan despacio, que podrían contarse las letras de las palabras que pronuncia». Tiene el busto muy largo con respecto al resto de su cuerpo, de manera que parece más alto que los demás hombres cuando permanece sentado a la mesa, al lado- de los otros. Mahoma camina con rapidez, como si bajara por una pendiente. «Era hermoso como la luna de la decimocuarta noche».

Kadidja, la comercianta viuda, .su patrona, mirándole desde un balcón de se hermosa casa, lo encuentra de su gusto y decide casarse con él. Si lo consigue, Mahoma quedará libre de la pobreza. En su vida entrará la abundancia. Tendrá el rebi, como dicen los beduinos nómadas cuando cae la lluvia y surge un poco de hierba en el desierto, después de las terribles épocas de sequía y hambre.

 

* * *

Sin embargo, el matrimonio de Kadidja y Mahoma no es una cosa tan sencilla. Entre ellos no hay más que diferencias. En primer lugar la edad: la mujer tiene cuarenta años y él veinticinco. Sigue la diferencia social: Kadidja es muy rica y Mahoma muy pobre. El clan de Kadidja se opondrá encarnizadamente a ese matrimonio. Además, a pesar de todas las demostraciones que le hace la rica viuda. Mahoma no comprende que Kadidja pueda desearlo como esposo.

El primero en hablar a Mahoma de ese matrimonio es el esclavo Maisarath, su compañero de caravana que le pregunta lo que pensaría de un eventual matrimonio con Kadidja. Mahoma ríe, tomando la pregunta por una broma. Nada hay de común entre la patrona y su empleado. Además, ¿no piden continuamente la mano de Kadidja negociantes de La Meca, ricos y de buena posición? Ni las insinuaciones de Kadidja, ni las preguntas de Maisarath sirven de nada.

Tajirah, la comercianta, envía ahora junto a Mahoma a una mujer llamada Nufaisah, con la misión de decirle explícitamente que ella lo quiere por marido. Porque Mahoma no comprende.

Nufaisab es una muwalladah, es decir, una mujer cuyos padres no son árabes. Puede pennitirse el realizar oficios que una mujer nacida de padres árabes no aceptaría en modo alguno. Es una maulath, una extranjera. Una kahinah, o sea, una bruja. Con la libertad que le confiere esa ausencia de estado civil, Nufaisah aborda a Mahoma en plena calle y le habla claramente.

Llama su atención sobre el hecho de que es un hombre guapo y serio. Trabajador y joven. Ventajas y méritos que pueden incitar a C1ta1quier mujer a enamorarse de él. y pregunta a Mahoma por qué no se casa. Responde el joven que es demasiado pobre para tomar esposa. Lo poco que gana lo dedica a Abu-Talib ya su familia, que lo han criado desde los ocho años y se encuentran en gran miseria. Nufaisah pronuncia el nombre de

Kadidja. Dice que, si Mahoma está de acuerdo, Kadidja se casará inmediatamente con él. Mahoma es escéptico acerca de eso. Consulta a Kadidja y ella confirma las palabras de Nufaisah.

Se fija la fecha del matrimonio. Pero la ley árabe exige, además del consentimiento de los interesados, el de los clanes a que pertenecen.

El padre de Kadidja murió en la guerra de profanación, la Fijar. El jefe de la familia Asad se llama Amr-ibn-Asad. Su consentimiento parece una formalidad, puesto que Kadidja es una mujer de edad madura. Pero no se puede pasar por alto esa formalidad. El consentimiento debe ser obtenido de manera oficial y ante testigos. Como el viejo Amr, jefe del clan de Kadidja, se niega a consentir en el matrimonio, se recurre a una estratagema. Ambas familias, la de Mahoma y la de Kadidja, son invitadas a un festín. La familia de Mahon1a está representada por Harnza y por Abu-Talib. Durante. el banquete, embriagan al viejo Amr-ibn-Asad. Cuando está completamente borracho, le piden el consentimiento al matrimonio. y lo otorga. Cuando sale de su estado de embriaguez, se celebra el matrimonio.

El viejo protesta. Pero ya es demasiado tarde.

«Amr vio que Kadidja no quería ceder en nada. Creyó un deber callarse y dejar que cl marido llevara a su casa a la esposa».

E! esposo está obligado a pagar a la esposa una dote, llamada mahr: Mahoma paga a Kadidja, según sus modestas posibilidades, la suma de quinientos dirhams. Con esta suma, doce onzas de plata o quinientos dirhans, ni siquiera podían comprarse dos camellos. Por esta razón, los historiadores han aumentado la cifra de la dote pagada por el profeta, subiéndola a veinte camellos. Entre los invitados a las bodas se halla también Halima, la nodriza de Mahoma, que le ha amamantado en el desierto. Recibe de Kadidja, a manera de regalo, varios camellos. Halima volverá a La Meca cada vez que se encuentre en la miseria. Entre los regalos que reciba de su hijo de leche, se mencionan cuarenta corderos y un camello, con los que vuelve al desierto en el que criara a Mahoma.

La generosidad y fidelidad para con los que le han ayudado en la adversidad son rasgos esenciales en Mahoma. Nunca se ha mostrado ingrato para con los que le han tendido una mano de ayuda cuando se hallaba en la miseria. Poco después de su matrimonio, adopta a Alí, hijo de Abu-Talib. Libera a un joven esclavo que le ha ofrecido Kadidja y se llama Zaid-ibn.Haritah.

Y no sólo da la libertad a ese esclavo, que es un cristiano de Siria, sino que lo adopta. Cuando los padres de Zaid saben que su hijo vive, acuden a La Meca. Pero Zaid se niega a volver con su familia; se queda con Mahoma. Explica a su padre: «He visto en mi maestro - Mahoma - algo que me obliga a preferirlo a vosotros, para siempre». Gracias a Kadidja, Mahoma ha salido de la miseria. Pero ahora quiere también ayudar a los demás a hacer lo mismo. Como Dios ha hecho con él.

¿No te ha encontrado huérfano? Y te ha dado un abrigo. Te halló errante y te ha dado un guía. Te encontró pobre y te ha enriquecido.

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