ESCRITOS DE FILOSOFÍA POLÍTICA I - CRÍTICA DE LA SOCIEDAD

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Mijail
Bakunin

Compilación de G.P. Maximoff 

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PARTE I
FILOSOFÍA

 

1.  LA CONCEPCIÓN DEL MUNDO

La Naturaleza es necesidad racional*. No es éste el lugar para hacer especulaciones filosóficas sobre la naturaleza del Ser. No obstante, puesto que he de usar la palabra Naturaleza frecuentemente, es necesario que explique con claridad el significado atribuido a esta palabra.

Podría decir que la Naturaleza es la suma de todas las cosas que tienen existencia real. Sin embargo, esto proporcionaría un concepto de la Naturaleza totalmente privado de vida, cuando ella se nos aparece, por el contrario, como llena de vida y movimiento. Por lo mismo ¿qué es la suma de las cosas? Las cosas que existen hoy no existirán mañana. Mañana no desaparecerán, pero estarán completamente transformadas. En consecuencia, me encontraré mucho más cerca de la verdad si digo: la Naturaleza es la suma de las transformaciones efectivas de las cosas que existen y que se producirán incesantemente dentro de su seno. Con el fin de hacer más precisa esta idea de la suma o totalidad adelantaré la proposición siguiente como premisa básica:

Todos los seres que constituyen la totalidad indefinida del universo, todas las cosas existentes en el mundo, sea cual fuere su naturaleza particular en relación con la cantidad o la cualidad —las cosas más diversas y más similares, grandes o pequeñas, cercanas o lejanas— efectúan necesaria e inconscientemente unas sobre las otras, directa o indirectamente, una acción y reacción perpetuas. Toda esta multitud ilimitada de reacciones y acciones particulares combinada en un movimiento general produce y constituye lo que denominamos Vida, Solidaridad, Causalidad Universal, Naturaleza. Llámesele, si se quiere, Dios o lo Absoluto; realmente no importa, siempre que no atribuyamos a la palabra Dios un significado diferente del que acabamos de establecer: la combinación universal, natural, necesaria y real, pero en modo alguno predeterminada, preconcebida o conocida de antemano, de la infinidad de acciones y reacciones particulares ejercidas recíproca e incesantemente por todas las cosas que poseen una existencia real. Definida de esta forma, esta Solidaridad Universal, la Naturaleza concebida como un universo infinito, se impone a nuestra mente como una necesidad racional...[1]

Causalidad universal y dinámica creativa. Es razonable pensar que esta Solidaridad Universal no puede tener el carácter de una primera causa absoluta; al contrario, es simplemente el resultado producido por la acción espontánea de causas particulares, cuya totalidad constituye la causalidad universal. Siempre crea y será creada de nuevo; es la Unidad combinada y surgida para siempre en la infinita totalidad de incesantes transformaciones de todas las cosas existentes; y al mismo tiempo es lo creador de esas mismas cosas; cada punto actúa sobre el Todo (aquí el Universo es el producto resultante); y el Todo actúa sobre cada punto (aquí el Universo es el Creador).

El creador del universo. Habiendo dado esta definición, puedo decir, sin miedo a expresarme ambiguamente, que la Causalidad Universal, la Naturaleza, crea los mundos. Es esta causalidad lo que ha determinado la estructura mecánica, física, geológica y geográfica de nuestra tierra, y tras cubrir su superficie con los esplendores de la vida vegetal y animal, sigue aún creando en el mundo humano la sociedad, con todos sus desarrollos pasados, presentes y futuros[2]. La Naturaleza actúa con arreglo a ley. Cuando el hombre comienza a observar con atención firme y prolongada la parte de la naturaleza que le rodea y que descubre dentro de sí, acabará advirtiendo que todas las cosas están gobernadas por leyes inmanentes constitutivas de su propia naturaleza particular; que cada cosa posee su propia forma peculiar de transformación y acción; que en esta transformación y acción hay una sucesión de hechos y fenómenos que se repiten invariablemente bajo las mismas condiciones; y que, bajo la influencia de condiciones nuevas y determinantes, cambia de un modo igualmente regular y determinado. Esta constante repetición de los mismos hechos a través de la acción de las mismas causas constituye precisamente el método legislativo de la Naturaleza: orden en la infinita diversidad de hechos y fenómenos.

La ley suprema. La suma de todas las leyes conocidas y desconocidas que operan en el universo constituye su ley única y suprema[3].

En el comienzo era la acción. Es razonable pensar que en el Universo así concebido no tienen cabida ideas a priori ni leyes preconcebidas o preordenadas. Las ideas, incluyendo la de Dios, sólo existen sobre la tierra en cuanto son producidas por la mente. Es, por tanto, claro que emergieron mucho después de los hechos naturales y mucho después de las leyes que gobiernan tales hechos. Si son verdaderas, corresponden a esas leyes; y son falsas si las contradicen. En cuanto a las leyes naturales, sólo se manifiestan bajo esta forma ideal o abstracta de la legalidad en la mente humana, reproducidas por nuestro cerebro sobre la base de una observación más o menos exacta de las cosas, los fenómenos y la sucesión de los hechos; asumen la forma de ideas humanas con un carácter casi espontáneo. Antes de surgir el pensamiento humano eran leyes desconocidas en cuanto tales, y existían únicamente en el estado de procesos reales o naturales que, como antes indiqué, están siempre determinados por la indefinida concurrencia de condiciones. Influencias y causas particulares que se repiten regularmente. En esa medida, el término Naturaleza excluye cualquier idea mística o metafísica de una Substancia, de una Causa Final o de una creación providencialmente emprendida y dirigida[4].

 

Creación. Con la palabra creación no queremos indicar una creación teológica o metafísica, ni tampoco una forma artística, científica, industrial o de cualquier otro tipo que presuponga un creador individual. Con este término indicamos simplemente el proyecto infinitamente complejo de un número ilimitable de causas ampliamente diversas —grandes y pequeñas, conocidas algunas pero desconocidas todavía en su mayor parte— que habiéndose combinado en un momento preciso (por supuesto, no sin causa, pero sin premeditación alguna y sin planes trazados de antemano) produjeron este hecho.

Armonía en la Naturaleza. Pero se nos dice que de ser así las cosas, la historia y los destinos de la sociedad humana serían un puro caos; se trataría de meros juegos del azar; sin embargo, lo cierto es exactamente lo contrario; sólo cuando la historia se emancipa de la arbitrariedad divina y humana se presenta con toda la imponente, y al mismo tiempo racional, grandeza de un desarrollo necesario, como la Naturaleza orgánica y física de la cual es continuación directa. A pesar de la inacabable riqueza y variedad de seres que la constituyen, la Naturaleza no presenta en modo alguno un caos, sino más bien un mundo prodigiosamente organizado donde cada parte está vinculada lógicamente a todas las demás.

La lógica de la divinidad. Pero, se nos dice también, debe haber existido un regulador. ¡En absoluto! Un regulador, aunque fuese Dios, sólo frustraría con su intervención arbitraria el orden natural y el desarrollo lógico de las cosas. Y efectivamente vemos que en todas las religiones el atributo principal de la divinidad consiste en ser superior, es decir, en ser contrario a toda lógica y en poseer una lógica propia: la lógica de la imposibilidad natural o de lo absurdo[5].

La lógica de la Naturaleza. Decir que Dios no es contrario a la lógica es decir que es absolutamente idéntico a ella, que él mismo no es más que lógica; esto es, el curso natural y el desarrollo de las cosas reales. En otras palabras, es decir que Dios no existe. La existencia de Dios sólo tiene sentido en cuanto implica la negación de leyes naturales. Por consiguiente, se plantea un dilema inevitable:

El dilema. Dios existe, y en consecuencia no pueden existir leyes naturales, y el mundo presenta un puro caos; o el mundo no es caos, y posee un orden inmanente, con lo cual Dios no existe[6].

El axioma. ¿Qué es lógico sino el curso natural de las cosas, o los procesos naturales por cuya mediación muchas causas determinantes producen un hecho? En consecuencia, podemos enunciar este axioma muy simple y al mismo tiempo decisivo:

Todo lo natural es lógico, y todo cuanto es lógico se realiza o está destinado a realizarse en el mundo natural: en la Naturaleza en el sentido adecuado de la palabray en su desarrollo ulterior, que es la historia natural de la sociedad humana[7].

La primera causa. ¿Pero cómo y por qué existen las leyes del mundo natural y social si nadie los creó y nadie los gobierna? ¿Qué les proporciona su carácter invariable? No está en mi mano resolver este problema y —que yo sepa— nadie ha encontrado jamás una respuesta; indudablemente, nadie la encontrará jamás[8].

Las leyes naturales y sociales existen en el mundo real y son inseparables de él; inseparables de la totalidad de cosas y hechos que constituyen sus productos y efectos, a menos que nosotros nos convirtamos en causas relativas de nuevos seres, cosas y hechos. Esto es todo cuanto sabemos y, según pienso, todo cuanto podemos saber. Además ¿cómo encontrar la primera causa si no existe? Lo que hemos llamado Causalidad Universal sólo es en sí mismo el resultado de todas las causas particulares que actúan en el Universo[9].

La metafísica, la teología, la ciencia, y la primera causa. El teólogo y el metafísico se aprovecharían con gusto de esa ignorancia humana forzosa y necesariamente eterna para imponer sus falacias y fantasías a la humanidad. Pero la ciencia se burla de ese consuelo trivial: lo detesta como ilusión ridícula y peligrosa. Cuando se siente incapaz de proseguir sus investigaciones, cuando se ve forzada a descartarlas por el momento, preferirá decir «no sé» antes que presentar hipótesis inverificables como verdades absolutas. La ciencia ha hecho más que eso: ha conseguido probar con una evidencia impecable el absurdo y la insignificancia de todas las concepciones teológicas y metafísicas. Pero no las ha destruido para sustituirlas por nuevas absurdeces. Cuando alcanza el límite de su conocimiento dirá con toda honestidad: «no sé». Pero jamás extraerá ninguna consecuencia de lo que no sabe y no puede saber[10].

La ciencia universal es un ideal inalcanzable. De este modo, la ciencia universal es un ideal que el hombre nunca será capaz de realizar por completo. Siempre se verá forzado a contentarse con la ciencia de su propio mundo, y aunque esta ciencia alcance la estrella más distante, seguirá sabiendo muy poco sobre ella. La verdadera ciencia sólo comprende el sistema solar, nuestra esfera terrestre, y cuanto acontece y sucede sobre esta tierra. Pero incluso dentro de esos límites, la ciencia sigue siendo demasiado vasta para ser abarcada por un hombre o una generación, tanto más cuanto que los detalles de nuestro mundo se pierden en lo infinitesimal y su diversidad trasciende cualquier límite definido[11].

 

La hipótesis de una legislación divina conduce a la negación de la Naturaleza. Si en el universo reina la armonía y el acuerdo con la ley, no es porque esté gobernado según un sistema preconcebido y ordenado de antemano por la Voluntad Suprema. La hipótesis teológica de una legislación divina conduce a un manifiesto absurdo y a la negación no sólo de cualquier orden, sino de la propia Naturaleza. Las leyes sólo son reales cuando resultan inseparables de las propias cosas; es decir, cuando no están ordenadas por un poder extraño. Esas leyes no son sino simples manifestaciones o variaciones continuas de las cosas y combinaciones de diversos hechos pasajeros, pero reales.

La Naturaleza misma no conoce ley alguna. Todo esto constituye lo que denominamos Naturaleza. Pero la Naturaleza no conoce ley alguna. Trabaja inconscientemente, y presenta una infinita variedad de fenómenos que se manifiestan y se repiten a sí mismos inevitablemente. Sólo debido a esta inevitabilidad de la acción puede existir y existe un orden en el Universo[12].

La unidad del mundo físico y social. La mente humana y la ciencia por ella estudian esas características y combinaciones de cosas, sistematizándolas y clasificándolas con la ayuda de los experimentos y de la observación. A tales clasificaciones y sistematizaciones se les aplica el término de leyes naturales[13].

Hasta el presente, la ciencia ha tenido por objeto sólo lo mental, reflejado, y en la medida de lo posible la reproducción sistemática de leyes inmanentes a la vida material tanto como a la vida intelectual y moral del mundo físico y social, que en realidad constituyen un único mundo natural[14].

La clasificación de las leyes naturales. Estas leyes entran en dos categorías: la de las leyes generales y la de las leyes particulares y especiales. Las leyes matemáticas, mecánicas, físicas y químicas son, por ejemplo, leyes generales que se manifiestan en todo cuanto posee verdadera existencia; en resumen, son inmanentes a la materia, es decir, inmanentes al único ser real y universal, verdadera base de todas las cosas existentes [15].

Leyes universales. Las leyes del equilibrio, de la combinación e interacción mutua de fuerzas o del movimiento mecánico; la ley de gravitación, de vibración de los cuerpos, del calor, de la luz y de la electricidad, de la composición y descomposición química, son inmanentes a todas las cosas que existen. No están fuera de estas leyes las manifestaciones de la voluntad, el sentimiento y la inteligencia que constituyen el mundo ideal del hombre, y que sólo son funciones materiales de la materia organizada y viviente en los cuerpos animales, en especial en el animal humano. En consecuencia, todas esas leyes son generales, puesto que todos los diversos órdenes —conocidos y desconocidos— de la existencia real están sometidos a su intervención.

Leyes particulares. Pero también existen leyes particulares que sólo son relevantes para órdenes específicos de fenómenos, hechos y cosas, y que forman sus propios sistemas o grupos; así acontece, por ejemplo, con el sistema de las leyes geológicas, el sistema de las leyes que pertenecen a los organismos vegetales y animales y, por último, con las leyes que gobiernan el desarrollo ideal y social del animal más perfecto existente sobre la tierra: el hombre.

Interacción y cohesión en la Naturaleza. Esto no significa que las leyes pertenecientes a un sistema sean extrañas a las leyes subyacentes al otro sistema. En la naturaleza todo está mucho más estrechamente interconectado de lo que solían pensar —y quizá desear— los pedantes de la ciencia interesados en una mayor precisión en sus trabajos clasificatorios[16].

El proceso invariable mediante el cual un fenómeno natural —extrínseco o intrínseco— se reproduce constantemente y la invariable sucesión de hechos que constituyen este fenómeno, representan precisamente lo que denominamos su ley. No obstante, esta constancia y esta pauta recurrente no poseen un carácter absoluto[17]*.

Límites de la comprensión humana del universo. Jamás conseguiremos captar, y mucho menos comprender, el verdadero sistema del universo, infinitamente extendido en un sentido, y en otro infinitamente especializado. Jamás lo lograremos porque nuestras investigaciones tropiezan con dos infinitos: lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño[18].

Sus detalles son inagotables. El hombre jamás podrá conocer más que una parte infinitesimalmente pequeña del mundo exterior. Nuestro cielo cuajado de estrellas con su multitud de formas y de soles constituye sólo una partícula imperceptible en la inmensidad del espacio, y aunque nuestro ojo le observe, no sabemos casi nada de él; hemos de contentarnos con una minúscula porción de conocimiento sobre nuestro sistema solar, que suponemos en perfecta armonía con el resto del Universo. Porque si esa armonía no existiese, sería necesario establecerla o perecería todo nuestro sistema.

Ya hemos obtenido una idea aceptable de la actuación de esta armonía con respecto a la mecánica celeste; y estamos empezando también a descubrir cada vez más cosas en los campos de la física, la química, e incluso la geología. Sólo con grandes dificultades, nuestro conocimiento sobrepasará considerablemente ese nivel. Si buscamos una sabiduría más concreta debemos mantenernos cerca de nuestra esfera terrestre. Sabemos que nuestra tierra nació en el tiempo, y suponemos que perecerá tras un número desconocido de siglos —lo mismo que cualquier ser que nace existe durante algún tiempo y luego perece, o más bien sufre una serie de transformaciones[19].

¿Cómo nuestra esfera terrestre, que al principio era materia incandescente y gaseosa, se enfrió y adquirió una forma definitiva? ¿Cuál fue la naturaleza de la prodigiosa serie de evoluciones geológicas que tuvo de atravesar antes de poder producir sobre su superficie esta riqueza inconmensurable de vida orgánica, comenzando por la primera célula y acabando por el hombre? ¿Cómo siguió transformándose, y cómo continúa su desarrollo, en el mundo histórico y social del hombre? ¿Hacia dónde nos dirigimos, movidos por la ley suprema e inevitable de transformaciones incesantes que en la sociedad humana se denomina progreso?

Estas son las únicas cuestiones abiertas ante nosotros, las únicas preguntas que pueden y deben aceptarse, estudiarse y ser resueltas por el hombre. Formando como hemos dicho, sólo una partícula imperceptible en la pregunta ilimitada e indefinible del universo, presentan ante nuestros espíritus un mundo que es infinito en el sentido real, y no divino o abstracto, de la palabra. No es infinito en el sentido de un ser supremo creado por la abstracción religiosa; por el contrario, es infinito por la tremenda riqueza de sus detalles, que ninguna observación y ninguna ciencia podrán agotar nunca[20].

 

El hombre debería conocer las leyes que gobiernan el mundo. Pero si el hombre no quiere renunciar a su humanidad, ha de saber, ha de penetrar con su espíritu todo el mundo visible y —sin mantener la esperanza de comprender alguna vez su esencia— hundirse en un estudio cada vez más profundo de sus leyes: porque nuestra humanidad sólo se adquiere a ese precio. El hombre debe conseguir un conocimiento de todos los niveles inferiores, de los que le preceden y de los que son contemporáneos a su propia existencia; de todas las evoluciones mecánicas, físicas, químicas, geológicas, vegetales y animales (es decir, de todas las causas y condiciones de su propio nacimiento y existencia), para ser así capaz de comprender su propia naturaleza y su misión sobre esta tierra —su único hogar y su único escenario de acción— y convenir de esta forma que en este mundo de ciega fatalidad pueda inaugurarse el reino de la libertad[21].

La abstracción y el análisis son los medios a través de los cuales se puede comprender el universo. Y a fin de comprender este mundo, este mundo infinito, no es suficiente la abstracción aislada. De nuevo nos llevaría inevitablemente a Dios, al no-ser. Mientras aplicamos nuestra facultad de abstracción, sin la cual jamás podríamos elevarnos desde un orden simple a un orden más complejo de cosas —y, en consecuencia, jamás comprenderíamos la jerarquía natural de los seres—, es necesario que nuestra inteligencia se sumerja con amor y respeto en un concienzudo estudio de los detalles y de las minucias infinitesimales, sin los cuales sería imposible concebir la realidad viviente de los seres.

Sólo unificando ambas facultades, esas dos tendencias aparentemente contradictorias —la abstracción y un análisis atento, escrupuloso y paciente de los detalles— podemos elevarnos a un verdadero concepto de nuestro mundo (infinito no sólo externamente, sino también internamente), y formar- nos una idea de algún modo adecuada de nuestro Universo, de nuestra esfera terrestre o, si se prefiere, de nuestro sistema solar. Se hace entonces evidente que, mientras nuestras sensaciones y nuestra imaginación sólo pueden proporcionarnos una imagen o una representación de nuestro mundo necesariamente falsa en mayor o menor medida, sólo la ciencia puede proporcionarnos una visión clara y precisa del mismo[22].

La tarea del hombre es inagotable. Tal es la tarea del hombre: inagotable, infinita, de sobra suficiente para satisfacer el corazón y el espíritu, de los más ambiciosos. Un ser pasajero e imperceptible perdido en medio de un océano sin riberas de cambio universal, teniendo una eternidad desconocida tras él y una eternidad igualmente desconocida por delante de él, el hombre pensante y activo, consciente de su misión humana, permanece orgulloso y sereno en la conciencia de su libertad ganada liberándose a sí mismo mediante el trabajo y la ciencia, y liberando mediante la rebelión —cuando es necesaria— a los demás hombres, iguales y hermanos suyos. Este es su consuelo, su recompensa, su único paraíso.

La unidad verdadera es negación de Dios. Si le preguntáis después de este cuál es su pensamiento íntimo y su última palabra sobre la verdadera unidad del universo, os dirá que está constituida por la eterna transformación, un movimiento infinitamente detallado y diversificado que se auto-regula y que carece de comienzo, límite y fin. Y este movimiento es absolutamente lo contrario a cualquier doctrina de la Providencia; es la negación de Dios[23].


2. IDEALISMO Y MATERIALISMO

Desarrollo del mundo material. El desarrollo gradual del mundo material, así como de la vida orgánica animal y de la inteligencia históricamente progresiva del hombre —tanto individual como social— es perfectamente concebible. Constituye un movimiento enteramente natural desde lo simple a lo complejo, desde lo inferior a lo superior, desde lo bajo a lo alto; un movimiento conforme con nuestra experiencia cotidiana y acorde también con nuestra lógica natural, con las leyes mismas de nuestra mente, la cual, al haberse formado y desarrollado sólo con ayuda de esta misma experiencia, no es sino su reproducción en la mente y en el cerebro, su pauta mediata.

El sistema de los idealistas. El sistema de los idealistas es prácticamente lo opuesto. Constituye la completa inversión de toda la experiencia humana y de todo el sentido común universal y general, que constituye la condición necesaria de cualquier entendimiento entre los hombres, y que, elevándose desde la verdad simple y unánimemente admitida de que dos por dos son cuatro hasta las especulaciones científicas más sublimes y complicadas —sin admitir, además, nada que no haya sido estrictamente confirmado por la experiencia o por la observación de los hechos y fenómenos—, se transforma en la única base seria del conocimiento humano[24].

El camino de los metafísicos. El camino seguido por los caballeros de la escuela metafísica es enteramente diferente. Y por metafísicos no sólo nos referimos a los seguidores de la doctrina hegeliana, escasos en la actualidad, sino también a los positivistas y a todos los partidarios actuales de la diosa ciencia; y, de la misma forma, a todos aquellos que, procediendo por diversos medios, incluso por el estudio más arduo, aunque necesariamente imperfecto del pasado y el presente, han levantado un ideal de organización social donde quieren encasillar a toda costa, como en un lecho de Procrusto, la vida de generaciones futuras; y a todos los que, en una palabra, no consideran el pensamiento y la ciencia como manifestaciones necesarias de la vida natural y social, sino que reducen nuestra pobre vida hasta el extremo de ser en ella sólo la manifestación práctica de su propio pensamiento y de su propia e imperfecta ciencia[25].

El método del idealismo. En vez de perseguir el orden natural desde lo inferior a lo superior, desde lo más bajo a lo más alto, desde lo relativamente simple a lo más complejo; en vez de perseguir sabia, y racionalmente el movimiento progresivo y real desde el mundo llamado inorgánico hasta el mundo orgánico, al reino vegetal, a continuación al reino animal, y por último, al mundo específicamente humano; en vez de seguir el movimiento desde la materia o la actividad química hasta la materia o la actividad viviente, y desde la actividad viviente al ser pensante, los idealistas, obsesionados, cegados y empujados por el divino fantasma que heredaron de la teología, toman precisamente el camino opuesto.

Comienzan con Dios, presentado como una persona o como una sustancia o idea divina, y el primer paso que dan es una terrible caída desde las sublimes alturas del ideal eterno hasta la charca del mundo material; desde la perfección absoluta a la imperfección absoluta; desde el pensamiento al ser, o más bien desde el Ser Supremo a la pura nulidad.

El Idealismo y el Misterio de la Divinidad. Cuándo, cómo o por qué el Ser Divino, eterno, infinito, absolutamente perfecto (y probablemente aburrido de sí mismo) decidió dar este desesperado salto mortal es algo que ningún idealista, ningún teólogo, ningún metafísico ni ningún poeta ha sido capaz de explicar al laico ni de comprenderlo él mismo. Todas las religiones, pasadas o presentes, y todos los sistemas de filosofía trascendental giran alrededor de este misterio único e inicuo[26].

Los hombres sagrados, los legisladores inspirados por la divinidad, los profetas y los mesías han buscado allí la vida, para descubrir únicamente el tormento y la muerte. Como la antigua Esfinge, el misterio los devoró, porque eran incapaces de explicarlo. Grandes filósofos, desde Heráclito y Platón hasta Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant, Fichte, Schelling y Hegel, por no mencionar a los filósofos indios, han escrito ingentes cantidades de volúmenes y han construido sistemas tan ingeniosos como sublimes donde dicen de pasada muchas cosas grandes y bellas, y donde descubren verdades inmortales, pero dejan este misterio, objeto principal de sus investigaciones trascendentales, tan insondable como antes.

Y si los gigantescos esfuerzos de los más prodigiosos genios conocidos por el mundo, que a lo largo de treinta siglos por lo menos han emprendido uno tras otro esta labor de Sísifo, sólo han conducido a hacer todavía más incomprensible este misterio, ¿cómo esperar que nos sea desvelado por las especulaciones faltas de inspiración de algún discípulo pedante o de una metafísica artificialmente recalentada? Y todo esto durante un tiempo en que todos los espíritus vivos y serios se han apartado de la ambigua ciencia que apareció como efecto de un compromiso —sin duda explicable históricamente— entre la sinrazón de la fe y la sensata razón científica[27].

Es evidente que este terrible misterio no puede explicarse, lo cual significa que es absurdo, pues sólo lo absurdo rechaza la explicación. Es evidente que quien lo considere esencial para su vida y felicidad debe renunciar a su razón y volver, si puede, a la fe ingenua, ciega y tosca, repitiendo con Tertuliano y todos los sinceros creyentes las palabras que resumen la quintaesencia misma de la teología: credo quia absurdum (creo porque es absurdo). Entonces cesa toda discusión, y sólo permanece la triunfante estupidez de la fe[28].

 

Las contradicciones del idealismo. Los idealistas no tienen su fuerte en la lógica, y podría decirse que la desprecian. Esta actitud les distingue de los metafísicos pertenecientes a la escuela panteista y deísta y otorga a sus ideas el carácter del idealismo práctico, que no extrae su inspiración tanto de un riguroso desarrollo del pensamiento como de la experiencia —casi diría que de las emociones históricas, colectivas e individuales— de la vida. Esto proporciona a su propaganda un aspecto de opulencia y poder vital, pero sólo un aspecto; porque la vida misma se hace estéril cuando se ve paralizada por una contradicción lógica[29].

Esta contradicción consiste en lo siguiente: quieren a Dios, y quieren a la humanidad. Persisten en conectar ambos términos que, una vez separados, no pueden vincularse sin una recíproca destrucción. Afirman al mismo tiempo: «Dios y la libertad del hombre», o «Dios y la dignidad, justicia, igualdad, fraternidad y bienestar de los hombres», sin pagar tributo a la lógica fatal en virtud de la cual si Dios existe, todas esas cosas están condenadas a la inexistencia. Porque si Dios es, es necesariamente el Señor eterno, supremo y absoluto, y si existe un amo semejante, el hombre es un esclavo. Ahora bien, si el hombre es un esclavo, ni la justicia, ni la igualdad, ni la fraternidad, ni la prosperidad son posibles para él.

Ellos (los idealistas), desafiando la sensatez y toda la experiencia histórica, pueden representar a su Dios como un ser animado por el más tierno amor hacia la libertad humana; pero un señor, haga lo que fuere y por muy liberal que quiera parecer, seguirá siendo siempre un señor, y su existencia implicará necesariamente la esclavitud de todos cuantos están por debajo de él. En consecuencia, si Dios existiera, sólo podría favorecer la libertad humana de un modo: dejando de existir.

Siendo un celoso amante de la libertad humana, y considerándola condición necesaria para todo cuanto admiro y respeto en la humanidad, invierto el aforismo de Voltaire y digo: «Si Dios existiera realmente, seria necesario abolirlo»[30].

Los defensores contemporáneos del idealismo. Con excepción de los corazones y espíritus grandes, pero extraviados, a quienes me he referido ya, ¿quienes son actualmente los más tercos defensores del idealismo? En primer lugar, todas las casas reinantes y sus cortesanos. En Francia fue Napoleón III y su esposa Madame Eugenie; fueron también sus antiguos ministros, palaciegos y mariscales, desde Rouher y Bazaine hasta Fleury y Pietri; los hombres y mujeres de este mundo imperial han hecho un buen trabajo idealizando y salvando a Francia; periodistas y sabios, como los Cassagnacs, los Girardins, los Duvernois, los Veuillots, los Leverriers, los Dumas; la falange negra de jesuitas masculinos y femeninos*, sean cuales fueren sus vestiduras; toda la nobleza, así como la alta y media burguesía de Francia; los liberales doctrinarios y los liberales faltos de doctrina; los Guizots, los Thierses, los Jules Favres, los Pelletans y los Jules Simons, todos ellos ásperos defensores de la explotación burguesa. En Prusia, en Alemania, es Guillermo I, actual representante del Señor Dios sobre la tierra; todos sus generales, sus funcionarios, los de Pomerania y los otros; todo su ejército que, firme en su fe religiosa, acaba de conquistar Francia del modo «ideal» que hemos llegado a conocer tan bien. En Rusia es el zar y su corte; los Muravievs y los Bergs, todos los carniceros y piadosos convertidos de Polonia.

El idealismo es la bandera de la fuerza bruta. En resumen, por todas partes el idealismo religioso o filosófico (pues lo uno es simplemente una interpretación más o menos libre de lo otro) sirve hoy como bandera de la fuerza material brutal y sangrienta, de la explotación material desvergonzada.

El materialismo es la bandera de la igualdad económica y de la justicia social. Por el contrario, la bandera del materialismo teórico, la bandera roja de la igualdad económica y la justicia social, es desplegada por el idealismo práctico de las masas oprimidas y famélicas que intentan poner en práctica la más alta libertad y realizar el derecho de cada individuo en la fraternidad de todos los hombres sobre la tierra[31].

Los verdaderos idealistas y materialistas. ¿Quiénes son los verdaderos idealistas, —no los idealistas de la abstracción sino los de la vida, no los idealistas del cielo sino los de la tierra— y quiénes son los materialistas?

Es evidente que la condición esencial del idealismo teórico o divino es el sacrificio de la lógica y la razón humana, y la renuncia a la ciencia. Por otra parte, al defender las doctrinas del idealismo nos vemos arrastrados al campo de los opresores y explotadores de las masas. Son dos grandes razones que, según parece, debieran ser suficientes para alejar del idealismo a cualquier gran espíritu y a todo gran corazón. ¿Cómo entender que nuestros ilustres idealistas contemporáneos, a quienes sin duda no falta ni espíritu, ni   corazón,   ni   buena   voluntad,   que   han   puesto   sus   vidas al servicio de la humanidad, persistan en estar entre los representantes de una doctrina ya condenada y deshonrada?

Deben haber sido impulsados por motivos muy fuertes. Dichos motivos no pueden corresponder a la lógica ni a la ciencia, porque la lógica y la ciencia han pronunciado su veredicto contra la doctrina idealista. Y es razonable pensar que los intereses personales no pueden contarse entre sus motivos, porque esas personas están infinitamente por encima de los intereses particulares. Debe existir entonces un poderoso motivo de orden moral. ¿Cuál? Sólo puede ser uno: estas gentes tan celebradas piensan, sin duda, que las teorías o creencias idealistas son esenciales para la dignidad y la grandeza moral del hombre, y que las teorías materialistas lo reducen al nivel de la bestia[32].

Pero, ¿y si fuese cierto lo contrario? Todo desarrollo implica la negación de su punto de partida. Y puesto que el punto de partida es material, según la doctrina de la escuela materialista, la negación debe ser necesariamente ideal. Comenzando por la totalidad del mundo real, o por lo que se denomina abstractamente materia, el materialismo llega lógicamente a la verdadera idealización, es decir, a la humanización, a la plena y completa emancipación de la sociedad. Por otra parte, y por la misma razón, el punto de partida de la escuela idealista es ideal y llega necesariamente a la materialización de la sociedad, a la organización de un despotismo brutal y a una explotación vil e inicua en las formas de la Iglesia y el Estado. El desarrollo histórico del hombre con arreglo a la escuela materialista es una progresiva ascensión, mientras en el sistema idealista no puede ser más que una continua caída[33].

 

Puntos de divergencia entre materialismo e idealismo. Sea cual fuere la cuestión relativa al hombre que examinemos, siempre llegaremos a la misma contradicción básica entre estas dos escuelas. El materialismo comienza por la animalidad para llegar a establecer la humanidad; el idealismo comienza por la divinidad para llegar a establecer la esclavitud, y condenar a las masas a una animalidad perpetua.

El materialismo niega el libre albedrío y termina en el establecimiento de la libertad. El idealismo, en nombre de la dignidad humana, proclama el libre albedrío y descubre la autoridad sobre las ruinas de toda libertad. El materialismo rechaza el principio de autoridad, concibiéndolo frontalmente como corolario de la animalidad y creyendo, por el contrario, que el triunfo de la humanidad —considerado por el materialismo como el objetivo principal y como el significado de la historia— sólo puede realizarse a través de la libertad. En una palabra, al tratar cualquier cuestión, siempre encontraréis al idealista sumido en el materialismo práctico, mientras que siempre veréis al materialista persiguiendo y realizando las aspiraciones y pensamientos más ideales[34].

El idealismo es el déspota del pensamiento, lo mismo que la política es el déspota de la voluntad. Sólo el socialismo y la ciencia positiva muestran el debido respeto hacia la Naturaleza y la libertad de los hombres[35].

El marxismo y sus falacias. La escuela doctrinaria de socialistas, o más bien los comunistas estatales de Alemania... representan una escuela bastante respetable, circunstancia que no la exime, sin embargo, de caer ocasionalmente en errores. Una de sus falacias principales es tener como base teórica un principio profundamente cierto cuando se concibe de manera apropiada —es decir, desde un punto de vista relativo—, pero que se vuelve radicalmente falso cuando se le considera aislado de las demás condiciones y se le mantiene como el único fundamento y fuente primaria de todos los demás principios, según acontece en esa escuela.

Este principio, que constituye el fundamento esencial del socialismo positivo, recibió por primera vez su formulación científica y su desarrollo del Sr. Karl Marx, jefe principal de los comunistas alemanes. Constituye la idea dominante del famoso Manifiesto Comunista[36].

Marxismo e idealismo. Este principio se encuentra en contradicción absoluta con el principio admitido por los idealistas de todas las escuelas. Mientras los idealistas deducen todos los hechos históricos —incluyendo los desarrollos de intereses materiales y los diversos estadios de organización económica de la sociedad— del desarrollo de las ideas, los comunistas alemanes ven en toda la historia y en las manifestaciones más ideales de la vida humana tanto colectiva como individual, en todos los desarrollos intelectuales, morales, religiosos, metafísicos, científicos, artísticos, políticos y sociales acontecidos en el pasado y en el presente, sólo el reflejo o el resultado inevitable del desarrollo de los fenómenos económicos.

Mientras que los idealistas consideran las ideas como fuente productora y dominante de los hechos, los comunistas, plenamente de acuerdo con el materialismo científico, mantienen, por el contrario, que los hechos producen las ideas, y que las ideas son siempre únicamente el reflejo ideal de los acontecimientos; que en el conjunto total de los fenómenos, los fenómenos económicos materiales constituyen la base esencial, el fundamento primario, mientras todos los demás fenómenos —intelectuales y morales, políticos y sociales—- aparecen como derivados necesarios de los primeros[37].

¿Quiénes están en lo cierto, los idealistas o los materialistas? ¿Quiénes están en lo cierto, los idealistas o los materialistas? Cuando la pregunta se plantea así, la duda resulta imposible. Indudablemente, los idealistas están equivocados y los materialistas están en lo cierto. Desde luego, los hechos vienen antes que las ideas; desde luego, como dijo Proudhon, el ideal no es sino la flor, cuyas raíces están enterradas en las condiciones materiales de existencia. Desde luego, toda la historia intelectual y moral, política y social humana no es sino el reflejo de su historia económica.

Todas las ramas de la ciencia moderna, de una ciencia concienzuda y seria, están de acuerdo en proclamar esta verdad grande, básica y decisiva: el mundo social, el mundo puramente humano, la humanidad, no es sino el último y supremo desarrollo —por lo menos, en lo que respecta a nuestro propio planeta— y la más alta manifestación de la animalidad. Pero así como todo desarrollo implica necesariamente la negación de su base o punto de partida, la humanidad es al mismo tiempo la negación acumulativa del principio animal en el hombre. Y es precisamente esta negación, tan racional como natural, y racional precisamente por ser natural —a un tiempo histórica y lógica, tan inevitable como el desarrollo y la consumación de todas las leyes naturales del mundo— lo que constituye y crea el ideal, el mundo de las convicciones intelectuales y morales, el mundo de las ideas[38].

El primer dogma del materialismo. [Mazzini] afirma que los materialistas somos ateos. Nada tenemos que decir a esto porque en efecto somos ateos, y nos enorgullecemos de ello, al menos en la medida en que puede permitirse el orgullo a desdichados individuos que como olas se elevan por un momento y luego desaparecen en el vasto océano colectivo de la sociedad humana. Nos enorgullecemos de ello porque el ateísmo y el materialismo son la verdad, o más bien la efectiva base de la verdad, y también porque deseamos la verdad y sólo la verdad por encima de todo lo demás y por encima de las consecuencias prácticas. Y además creemos que a pesar de las apariencias, a pesar de las cobardes insinuaciones de una política de cautela y escepticismo, sólo la verdad traerá consigo un bienestar práctico para el pueblo.

Este es el primer dogma de nuestra fe. Pero mira hacia adelante, hacia el futuro, y no hacia atrás.

 

El segundo dogma del materialismo. De todas formas, él [Mazzini] no se conforma con señalar nuestro ateísmo y materialismo; deduce de él que no podemos amar a las personas ni respetarlas por sus virtudes ; que las grandes cosas que han hecho vibrar los más nobles corazones —la libertad, la justicia, la humanidad, la belleza, la verdad— deben ser todas ajenas a nosotros, y que remolcando sin meta alguna nuestra desdichada existencia —arrastrándonos más que andando derechos sobre la tierra— no tenemos preocupación alguna salvo gratificar nuestros toscos y sensuales apetitos[39].

Y nosotros le decimos, venerable pero injusto maestro [Mazzini], que está en un lamentable error. ¿Quiere saber en qué medida amamos esas cosas grandes y bellas, cuyo conocimiento y amor nos niega? Entienda que nuestro amor por ellas es tan fuerte que de todo corazón estamos enfermos y cansados viéndolas para siempre suspendidas en su Cielo —que las robó de la tierra— como símbolos y promesas nunca cumplidas. Ya no nos contentamos con la ficción de esas bellas cosas: las queremos en su realidad.

Y aquí está el segundo dogma de nuestra fe, ilustre maestro. Creemos en la posibilidad y en la necesidad de dicha realización sobre la tierra; y, al mismo tiempo, estamos convencidos de que todas esas cosas que usted venera como esperanzas celestiales perderán necesariamente su carácter místico y divino cuando se conviertan en realidades humanas y terrestres.

La materia del idealismo. Usted pensaba que se había deshecho completamente de nosotros llamándonos materialistas. Pensaba que así nos condenaba y aplastaba. Pero ¿sabe usted de dónde proviene ese error suyo? Lo que usted y nosotros llamamos materia son dos cosas totalmente distintas, dos conceptos totalmente diferentes. Su materia es una identidad ficticia como su Dios, como su Satán, como su alma infinita. Su materia es tosquedad infinita, brutalidad inerte, una entidad tan imposible como el espíritu puro, incorpóreo y absoluto; los dos existen sólo como invenciones de la abstracta fantasía de los teólogos y metafísicos, únicos autores y creadores de ambos inventos. La historia de la filosofía nos ha revelado el proceso —de hecho un proceso simple— de la creación inconsciente de esta ficción, el origen de esta fatal ilusión histórica, que durante el largo transcurso de muchos siglos ha pendido gravosamente, como una terrible pesadilla, sobre las mentes oprimidas de generaciones humanas.

El espíritu y la materia. Los primeros pensadores fueron necesariamente teólogos y metafísicos, pues la mente humana está constituida de tal manera que siempre debe comenzar con un gran margen de sinsentido, falsedad y errores para conseguir llegar a una pequeña porción de verdad. Todo lo cual no habla en favor de las tradiciones sagradas del pasado. Los primeros pensadores, digo, tomaron la suma de todos los seres reales conocidos por ellos, incluidos ellos mismos, la suma de todo cuanto les parecía representar la fuerza, el movimiento, la vida y la inteligencia, y lo llamaron espíritu. A todo lo demás de que su mente lo hubiera abstraído inconscientemente del mundo real, lo llamaron materia. Y entonces se asombraron de que esta materia que existía sólo en su imaginación, como el propio espíritu, fuese tan inactiva, tan estúpida frente a su Dios, el puro espíritu[40].

La materia de los materialistas. Admitimos francamente que no conocemos a su Dios, pero tampoco conocemos a su materia; o, más bien, sabemos que ninguno de los dos conceptos existe, sino que fueron creados a priori por la fantasía especulativa de pensadores ingenuos de épocas pasadas. Con las palabras materia y material queremos indicar la totalidad, la jerarquía de los entes reales, comenzando por los cuerpos orgánicos más simples y acabando con la estructura y el funcionamiento del cerebro de los más grandes genios: los sentimientos más sublimes, los pensamientos más grandes, los actos más heroicos, actos de autosacrificio, deberes tanto como derechos, la voluntaria renuncia al propio bienestar, al propio egoísmo —hasta las aberraciones trascendentales y místicas de Mazzini—, así como las manifestaciones de la vida orgánica, las propiedades y acciones químicas, la electricidad, la luz, el calor, la gravedad natural de los cuerpos. Todo ello constituye, a nuestro entender, un conjunto muy diferenciado, pero al mismo tiempo estrechamente relacionado, de evoluciones dentro de esa totalidad del mundo real que denominamos materia.

El materialismo no es un panteísmo. Y obsérvese bien que no consideramos a esta totalidad como una especie de sustancia absoluta y eternamente creativa, al modo de los panteístas, sino como el perpetuo resultado producido y reproducido de nuevo por la concurrencia de una infinita serie de acciones y reacciones, por las incesantes transformaciones de los seres reales que nacen y mueren en el seno de esta infinitud.

La materia comprende el mundo ideal. Resumiré: indicamos con la palabra material todo cuanto acontece en el mundo real, dentro y fuera del hombre, y aplicamos la palabra ideal exclusivamente a los productos de la activi- dad cerebral del hombre; pero puesto que nuestro cerebro es por entero una organización de orden material, y su función es también material, como la acción de todas las demás cosas, se deduce de ello que lo que llamamos materia o mundo material no excluye en modo alguno, sino que incluye necesariamente también al mundo ideal[41].

 

Materialistas e idealistas en la práctica. He aquí un hecho que merece una atenta reflexión por parte de nuestros adversarios platónicos. ¿A qué se debe que los teóricos del materialismo acostumbren mostrarse en la práctica más idealistas que los propios idealistas? Esta paradoja es, de todas formas, bastante lógica y natural. Porque todo desarrollo implica en alguna medida una negación del punto de partida; los teóricos del materialismo comienzan con el concepto de materia y desembocan en la idea, mientras los idealistas, que adoptan como punto de partida la idea pura y absoluta, reiterando constantemente el viejo mito del pecado original —única expresión simbólica de su propio y triste destino— recaen teórica y prácticamente en el dominio de la materia que, a su entender, nos tiene irremisiblemente enredados a nosotros. ¡Y qué materia! Una materia brutal, innoble y estúpida, creada por su propia imaginación como su alter ego, o como la reflexión de su yo ideal[42].

Del mismo modo, los materialistas, que siempre armonizan sus teorías sociales con el curso efectivo de la historia, conciben el estadio animal, el canibalismo y la esclavitud como los primeros puntos de partida en el movimiento progresivo de la sociedad; pero ¿a qué apuntan? ¿Qué quieren? Quieren la emancipación, la plena humanización de la sociedad; mientras que los idealistas, adoptando por premisa básica de sus especulaciones el alma inmortal y la autonomía de la voluntad, terminan inevitablemente en el culto al orden público, como Thiers, o en el culto a la autoridad, como Mazzini; es decir, en el establecimiento y la canonización de una esclavitud perpetua. De aquí se deduce que el materialismo teórico desemboca necesariamente en el idealismo práctico, y que las teorías idealistas únicamente encuentran su realización en un tosco materialismo práctico

Ayer mismo se desplegó ante nuestros ojos la prueba de lo que acabamos de decir. ¿Dónde estaban los materialistas y ateos? En la Comuna de París. Y ¿dónde estaban los idealistas que creen en Dios? En la Asamblea Nacional de Versalles. ¿Qué querían los revolucionarios de París? Querían la emancipación definitiva de la humanidad a través de la emancipación del trabajo. ¿Y qué quiere actualmente la triunfante Asamblea de Versalles? La degradación definitiva de la humanidad bajo el doble yugo del poder espiritual y secular.

Los materialistas quieren avanzar, imbuidos de fe y despreciando el sufrimiento, el peligro y la muerte, porque ven ante ellos el triunfo de la humanidad. Pero los idealistas, faltos de empuje y presagiando únicamente espectros sangrientos, quieren llevar como sea a la humanidad de nuevo hacia el lodazal de donde ha ido saliendo con tan grandes dificultades.

Que cada cual compare y forme su juicio[43].


3. CIENCIA: UN ESBOZO GENERAL

La unidad de la ciencia. El mundo es una unidad, a pesar de la infinita variedad de sus componentes. La razón humana, que considera a este mundo como un objeto a investigar y comprender, es la misma o idéntica a pesar del infinito número de diversos seres humanos pasados y presentes en los que se encarna. En consecuencia, la ciencia debe ser también algo unificado, porque no es sino el reconocimiento y la comprensión del mundo por la razón humana[44].

El objeto de la ciencia. La ciencia tiene como único objeto la conceptualización y, en lo posible, la reproducción sistemática de las leyes inmanentes a la vida material, lo mismo que intelectual y moral, de los mundos físico y social, que en realidad forman parte del mismo mundo natural[45].

Estas leyes se dividen y subdividen en leyes generales, particulares y especiales[46].

El método de la ciencia. A fin de establecer esas leyes generales, particulares y especiales, el hombre no tiene más instrumento que la atenta y exacta observación de los hechos y fenómenos que se producen tanto fuera como dentro de él. Y en el curso de esta observación, el hombre distingue lo accidental, contingente y mutable de lo que ocurre siempre y en todas partes del mismo modo invariable[47].

¿Cuál es el método científico? Es el método realista par excellence. Procede de lo particular a lo general, del estudio y el establecimiento de los hechos a su comprensión, y desde ellos a las ideas. Sus ideas son sólo la fiel representación de la coordinación, sucesión y mutua acción o causalidad que existe entre los hechos reales y los fenómenos. Su lógica no es más que la lógica de los hechos[48].

El método científico o positivista no admite ninguna síntesis que no haya sido verificada previamente por la experiencia y por un análisis escrupuloso de los hechos[49].

Experimentación y crítica. El hombre carece de medio alguno para determinar firmemente la realidad de una cosa, hecho o fenómeno dado que no sea encontrarlo, reconocerlo y establecerlo de un modo efectivo y en su plenitud sin mezcla alguna de fantasía, conjeturas e irrelevancias suscitadas por la mente humana. De esta forma, la experiencia se convierte en el fundamento de la ciencia. Y no estamos pensando ahora en la experiencia del individuo... Por consiguiente, la ciencia tiene en su base la experiencia colectiva de los contemporáneos, tanto como la de todas las generaciones pasadas. No admite ningún dato sin una crítica preliminar[50].

¿En qué consiste esta crítica? Consiste en comparar cosas afirmadas por la ciencia con las conclusiones de mi propia experiencia personal. ¿Y en qué consiste la experiencia de todo individuo? En los datos de sus sentidos gobernados por su razón... No acepto nada que no haya encontrado en el estado material, que no haya visto, oído o, en los casos en que sea posible, tocado con mis propios dedos. Personalmente, éste es el único medio que tengo para convencerme de la realidad de un objeto. Y sólo me fío de las personas que proceden absolutamente del mismo modo.

De aquí se deduce que la ciencia se basa ante todo en la coordinación de una masa de experiencias personales —pasadas y presentes— siempre sometidas a la prueba rigurosa de la crítica recíproca. Es imposible imaginar ninguna base más democrática. Constituye el fundamento esencial primario, y todo conocimiento humano que en último análisis no haya sido verificado por esa crítica, debe excluirse por completo por estar falto de cualquier certeza o valor científico[51].

Ciencia y creencia. No hay nada tan desagradable para la ciencia como la creencia. La crítica jamás dice la última palabra. Porque la crítica —que representa los grandes principios de la rebelión dentro de la ciencia— es el guardián severo e incorruptible de la verdad[52].

La inadecuación de experiencia y crítica. Sin embargo, la ciencia no puede confinarse a esta base, que no hace sino suministrarla una multitud de los hechos más diversos debidamente confirmados por incontables observaciones y experiencias individuales. La ciencia comienza propiamente con la comprensión de las cosas, los hechos y los fenómenos[53].

Las propiedades de la ciencia. La idea general es siempre una abstracción, y por consiguiente en alguna medida una negación de la vida real. He dicho que el pensamiento humano y, por tanto, la ciencia misma, sólo pueden captar y nombrar en los hechos reales su significado general, sus relaciones generales, sus leyes generales; en resumen, el pensamiento y la ciencia pueden captar aquello que es permanente en la continua transmutación de las cosas, pero jamás su aspecto material e individual, palpitante de vida y realidad, pero por eso mismo pasajero y elusivo.

Los límites de la ciencia. La ciencia comprende el pensamiento de la realidad, pero no la realidad misma; el pensamiento de la vida, pero no la vida misma. Este es su límite, su único límite insuperable, puesto que se basa en la naturaleza misma del pensamiento humano, único órgano de la ciencia[54].

 

La misión de la ciencia. Es en esta naturaleza del pensamiento donde se fundan los indiscutibles derechos y la gran misión de la ciencia, así como su impotencia respecto a la vida, e incluso su acción perniciosa allí donde se arroga, mediante sus representantes oficiales, el derecho a gobernar la vida. La misión de la ciencia es la siguiente: estableciendo las relaciones generales de las cosas pasajeras y reales, discerniendo las leyes generales inherentes al desarrollo de los fenómenos de los mundos físico y social, fija —por decirlo así— los hitos inmodificables en la marcha progresiva de la humanidad, indicando también las condiciones generales, cuya rigurosa observación es una cuestión de primera necesidad, y cuya ignorancia u olvido conduce a resultados fatales.

Ciencia y vida. En una palabra, la ciencia es el ámbito de la vida, pero no la vida misma. La ciencia es inmutable, impersonal, general, abstracta e insensible como las leyes que idealmente reproduce, leyes deducidas a través del pensamiento o mentales, es decir, cerebrales. La palabra cerebral se utiliza aquí para recordar que la propia ciencia es sólo un producto material de un órgano material humano: el cerebro.

La vida es huidiza y transitoria, pero también palpita de realidad e individualidad, de sensibilidad, sufrimientos, goces, aspiraciones, necesidades y pasiones. Por sí sola crea espontáneamente cosas y seres reales. La ciencia no crea nada; se limita a reconocer y establecer las creaciones de la vida. Y cada vez que los científicos, emergiendo de su mundo abstracto, interfieren el trabajo de la creación vital en el mundo real, todo cuanto proponen o producen es pobre y ridículamente abstracto, exangüe y sin vida, prematuro como el homúnculo creado por Wagner, ese pedante discípulo del inmortal doctor Fausto. De aquí se deduce que la única misión de la ciencia es iluminar la vida, y no gobernarla[55].

Ciencia racional. Por ciencia racional entendemos una ciencia que se ha liberado de todos los fantasmas metafísicos y religiosos, pero que al mismo tiempo difiere de las ciencias puramente experimentales y críticas. Difiere de estas últimas, en primer lugar, por no confinar sus investigaciones a un objeto definido e intentar abarcar el mundo entero —siempre que ese mundo sea conocido, porque la ciencia racional no se interesa por lo desconocido. En segundo lugar, la ciencia racional, al revés que la ciencia experimental, no se limita al método analítico y recurre también al método de síntesis, procediendo a menudo mediante la analogía y la deducción, aunque sólo confiera un significado hipotético a las síntesis, salvo cuando han sido confirmadas a conciencia por el análisis experimental o crítico más riguroso.

Las hipótesis de la ciencia racional y la metafísica. Las hipótesis de la ciencia racional difieren de las hipótesis metafísicas en que estas últimas, deduciendo sus presupuestos como corolarios lógicos de un sistema absoluto, pretenden forzar a la Naturaleza a aceptarlas, mientras las hipótesis de la ciencia racional no proceden de un sistema trascendental, sino de una síntesis que en sí misma es sólo el resumen o la inferencia general hecha a partir de una diversidad de hechos, cuya validez ha quedado demostrada mediante la experiencia. Este es el motivo de que tales hipótesis jamás puedan tener un carácter imperativo y obligatorio y que, por el contrario, se presenten listas ya para su supresión tan pronto como se vean refutadas por nuevas experiencias[56].

Residuos teológicos y metafísicos en la ciencia. Puesto que en el desarrollo histórico del intelecto humano la ciencia siempre viene después de la teología y la metafísica, el hombre llega a este estadio científico ya preparado, y en gran medida corrompido, por un tipo específico de pensamiento abstracto. Arrastra muchas ideas abstractas construidas por la teología tanto como por la metafísica, ideas que por una parte eran objeto de una fe ciega, y que por otra eran objeto de especulaciones trascendentales y juegos de palabras más o menos ingeniosos, explicaciones y pruebas de un tipo que no prueba ni explica nada —porque están más allá de la esfera del experimento concreto, y porque la metafísica no tiene más garantía de los objetos sobre los que razona que las afirmaciones o dictados categóricos de la teología[57].

Desde la teología y la metafísica hacia la ciencia. El hombre, que al principio es teólogo y metafísico, y luego se cansa de ambas cosas debido a su esterilidad teórica y sus perniciosos resultados en la práctica, arrastra como cosa natural todas esas ideas a la ciencia. Pero no las introduce en calidad de principios fijos a utilizar como puntos de partida, sino como cuestiones que deben ser resueltas por la ciencia. Llegó a la ciencia porque comenzó a dudar de esas ideas. Y duda de esas ideas porque su larga experiencia en la teología y la metafísica, donde se engendraron, le demostró que ninguna le proporcionaba certeza alguna sobre la realidad de sus creaciones. Y lo que pone en duda y rechaza en primer lugar, no es tanto esas creaciones e ideas como los métodos, medios y caminos mediante los cuales fueron creadas por la teología y la metafísica.

Rechaza el sistema de revelaciones y la fe de los teólogos en el absurdo porque es absurdo; y ya no desea verse empujado por el despotismo de los sacerdotes ni por los carniceros de la Inquisición. Sobre todo, rechaza la metafísica porque adoptó sin crítica o con una crítica ilusoria y demasiado complaciente y suave las creaciones e ideas básicas de la teología: las ideas sobre el Universo, sobre Dios y sobre un alma o espíritu separado de la materia. Sobre esas ideas construyó su sistema, y puesto que tomó el absurdo como su punto de partida, inevitablemente terminó en el absurdo. Por eso, emergiendo de la teología y la metafísica, el hombre busca ante todo un método verdaderamente científico que le proporcione una completa certeza sobre la realidad de las cosas acerca de las cuales razona[58].

 

La gran unidad de la ciencia es concreta. Vasta como el mismo mundo, ella [la ciencia] supera las capacidades del hombre individual, aunque sea el más inteligente de los humanos. Nadie es capaz de abarcar la ciencia en toda su universalidad y en todos sus infinitos detalles. Aquel que se ata a lo general y desprecia lo particular recae inmediatamente en la metafísica y la teología, pues la generalización científica difiere de la generalización teológica y metafísica en que aquella no se construye sobre una abstracción de todos los seres concretos, como acontece con la metafísica y la teología, sino por el contrario, sobre la conexión de los seres concretos dentro de un todo ordenado.

La gran unidad de la ciencia es concreta. Es unidad en la infinita diversidad, mientras la unidad de la teología y la metafísica es abstracta; es una unidad en el vacío. Para captar la unidad científica en toda su infinita realidad sería preciso poder comprender todos los seres cuyas interrelaciones naturales, directas o indirectas, constituyen el universo. Y, como es evidente, esta tarea excede de la capacidad de cualquier hombre, de cualquier generación, o incluso de la humanidad como conjunto[59].

La ventaja de la ciencia positiva. La inmensa ventaja de la ciencia positiva sobre la teología, la metafísica, la política y la teoría jurídica consiste en que, en lugar de construir las abstracciones falsas y dañinas mantenidas por esas doctrinas, elabora abstracciones verdaderas que expresan la naturaleza general y la lógica de las cosas, sus relaciones generales y las leyes generales de su desarrollo. Esto es lo que separa [a la ciencia positiva] de todas las doctrinas precedentes, y le asegura para siempre un lugar importante y significativo en la sociedad humana[60].

Filosofía racional y positiva. La filosofía racional o ciencia universal no procede aristocrática o autoritariamente, como hace la metafísica difunta. Esta última, organizada siempre de arriba abajo, mediante deducción y síntesis, también pretendía reconocer la autonomía y la libertad de las ciencias particulares, pero en realidad las limitaba en gran medida, imponiendo leyes e incluso hechos que a menudo no podían hallarse en la naturaleza, e impidiendo que se concentraran en investigaciones experimentales, cuyos, resultados podrían haber reducido a cero todas las especulaciones de los metafísicos.

Como puede observarse, la metafísica ha actuado según el método de los estados centralizados. La filosofía racional, por el contrario, es una ciencia puramente democrática. Está organizada de modo libre, de abajo arriba, y considera a la experiencia como su único fundamento. No puede aceptar nada que no haya sido analizado o confirmado por la experiencia o por la crítica más severa. Por consiguiente, Dios, el Infinito, lo Absoluto, y todos esos temas tan queridos de la metafísica están por completo ausentes de la ciencia racional. Se aparta de ellos con indiferencia, considerándolos como fantasmas y espejismos.

Pero los fantasmas y espejismos juegan un papel esencial en el desarrollo de la mente humana; por lo general, el hombre ha alcanzado la comprensión de verdades simples sólo tras concebir, y más tarde agotar, todo tipo de ilusiones. Y puesto que el desarrollo de la mente humana es un tema real para la ciencia, la filosofía natural asigna a esas ilusiones sus verdaderos lugares. Sólo se preocupa de ellas desde el punto de vista de la historia, y al mismo tiempo intenta mostrarnos las causas fisiológicas e históricas del nacimiento, desarrollo y decadencia de las ideas religiosas y metafísicas, así como su necesidad relativa y transitoria para el desarrollo de la mente humana. Así les hace toda la justicia a la que tienen derecho, y luego se aparta de tales cuestiones para siempre.

Coordinación de las ciencias. Su tema es el mundo real y conocido. A los ojos del filósofo racional, sólo hay una existencia y una ciencia en el mundo. Por eso intenta unificar y coordinar todas las ciencias particulares. Esta coordinación de todas las ciencias positivas dentro de un solo sistema del conocimiento humano constituye la filosofía positiva o la ciencia universal. Al ser la heredera, y al mismo tiempo la negación absoluta de la religión y la metafísica, esta filosofía —ya anticipada y preparada hace mucho tiempo por las mentes más nobles— fue concebida por vez primera como sistema completo por el gran pensador francés Augusto Comte, que audaz y hábilmente trazó su perfil original[61].

La coordinación de las ciencias establecida por la filosofía positiva no es una simple yuxtaposición; es una especie de concatenación orgánica que comienza con la ciencia más abstracta —la matemática, cuyo tema son las realidades del orden más simple— y asciende gradualmente hacia ciencias relativamente más concretas, cuyo tema son realidades de complejidad cada vez mayor. Y así desde la pura matemática pasamos a la mecánica, a la astronomía, y luego a la física, la química, la geología y la biología, incluyendo aquí la clasificación, la anatomía comparada y la fisiología de las plantas y de los animales; en último lugar está la sociología, que comprende toda la historia humana, así como el desarrollo de la existencia humana colectiva e individual en la vida política, económica, social, religiosa, artística y científica.

No hay solución de continuidad en esta transición entre todas las ciencias, comenzando en las matemáticas y terminando en la sociología. Una existencia singular, un conocimiento singular, y siempre el mismo método básico, pero que se vuelve cada vez más complicado según aumentan en complejidad los hechos presentados ante él. Toda ciencia que forma un eslabón en esta serie sucesiva se apoya ampliamente sobre la precedente y —en la medida que nos permite el estado actual de nuestros conocimientos— se presenta como el desarrollo necesario de la ciencia anterior[62].

 

El orden de las ciencias en las clasificaciones de Comte y Hegel. Es curioso observar que el orden de las ciencias establecido por Augusto Comte es casi el mismo de la Enciclopedia [de las Ciencias] de Hegel, el más grande metafísico de los tiempos pasados o presentes, cuya gloria consistió en desarrollar la filosofía especulativa hasta su punto culminante, desde el cual —impulsada por su propia dialéctica peculiar— tuvo que seguir el camino descendente de la autodestrucción. Pero entre Augusto Comte y Hegel había una enorme diferencia. Este último, como verdadero metafísico que era, espiritualizó la materia en la Naturaleza deduciéndola de la lógica, es decir, del espíritu. Augusto Comte, por el contrario, materializó el espíritu, fundamentándolo exclusivamente en la materia. Y en ello reside su mayor gloria.

Psicología. De esta forma, la psicología —una ciencia tan importante, que constituía la base misma de la metafísica y era considerada por la filosofía especulativa como algo prácticamente absoluto, espontáneo e independiente de cualquier influencia material— en el sistema de Augusto Comte se basa exclusivamente en la fisiología, y no es sino el desarrollo continuado de esta última ciencia. En consecuencia, lo que llamamos inteligencia, imaginación, memoria, sentimiento, sensación y voluntad no son, a nuestros ojos, sino las diversas facultades, funciones y actividades del cuerpo humano[63].

El punto de partida de la ciencia positiva en su estudio del mundo humano. Desde el punto de vista moral, el socialismo es la propia estima del hombre que sustituye al culto divino desde el punto de vista científico y práctico, es la proclamación de un principio que penetró en la conciencia del pueblo y se convirtió en el punto de partida para las investigaciones y el desarrollo de la ciencia positiva tanto como para el movimiento revolucionario del proletariado.

Este principio, resumido en toda su simplicidad, afirma lo siguiente: «Lo mismo que en el llamado mundo material la materia inorgánica (mecánica, física, química) es la base determinante de la materia orgánica (vegetal, animal, cerebral y mental), en el mundo social —que puede considerarse como el último estadio conocido en el desarrollo del mundo material— el desarrollo de los problemas económicos ha sido siempre la base determinante del desarrollo religioso, filosófico y social»[64].

Considerado desde este punto de vista, el mundo humano, su desarrollo y su historia, se nos presentará un día bajo una luz nueva y mucho más amplia, natural y humana, cargada con lecciones para el futuro. Antes se consideraba al mundo humano como la manifestación de una idea teológica, metafísica y jurídico-política, pero actualmente debemos renovar su estudio tomando la Naturaleza como punto de partida, y la peculiar fisiología del hombre como hilo conductor[65].

La sociología y sus tareas. Ya podemos prever la aparición de una nueva ciencia: la sociología, ciencia de las leyes generales que gobiernan todos los desarrollos de la sociedad humana. Esta ciencia será el último estadio y el pináculo glorioso de la filosofía positiva. La historia y la estadística   nos prueban que el cuerpo social, como cualquier otro cuerpo natural, obedece en sus evoluciones y transformaciones a leyes generales que parecen ser tan necesarias como las leyes del mundo físico. La tarea de la sociología debe ser aislar esas leyes a partir de la masa de acontecimientos pasados y hechos actuales. Prescindiendo del inmenso interés que ya presenta para la mente, la sociología constituye una promesa de gran valor práctico de cara al futuro. Pues lo mismo que podemos dominar la Naturaleza y transformarla de acuerdo con nuestras necesidades progresivas gracias a los conocimientos adquiridos sobre las leyes naturales, así también sólo seremos capaces de realizar la libertad y la prosperidad en el medio social cuando tengamos en cuenta las leyes naturales y permanentes que gobiernan ese medio.

Cuando reconozcamos que el vacío que en la fantasía de los teólogos y metafísicos separaba el espíritu de la naturaleza no existe en absoluto, tendremos que considerar al cuerpo social como a cualquier otro cuerpo, quizá más complejo que los otros, pero tan natural como ellos y obediente a las mismas leyes, además de las que le sean aplicables a él con exclusividad. Una vez admitido esto, resultará evidente que el conocimiento y la observación rigurosa de esas leyes son indispensables para hacer practicables las transformaciones sociales que emprenderemos.

Pero, por otra parte, sabemos que la sociología es una ciencia surgida sólo recientemente y que todavía está persiguiendo sus principios elementales. Si enjuiciamos esta ciencia, la más difícil de todas, siguiendo el ejemplo de las otras, habremos de admitir que serán necesarios siglos —o al menos un siglo— para que pueda adquirir forma definitiva y convertirse en una ciencia seria y más o menos adecuada y autosuficiente[66].

La historia no es todavía una ciencia real. La historia, por ejemplo, no existe todavía como una ciencia real, y actualmente sólo estamos empezando a atisbar las tareas infinitamente complejas de esta ciencia. Pero supongamos que la historia como ciencia ya se ha constituido en su forma definitiva. ¿Qué podría proporcionarnos? Ofrecería un cuadro fiel y racional del desarrollo natural de las condiciones generales —materiales y espirituales, económicas, políticas, sociales, religiosas, filosóficas, estéticas y científicas— de sociedades que han tenido una historia.

Pero este cuadro universal de la civilización humana, por muy detallado que pudiera ser, jamás presentaría más que una evaluación general y, por consiguiente, abstracta; los miles de millones de individuos que constituyen los materiales vivos y sufrientes de esta historia, triunfante y lúgubre a un tiempo (triunfante desde la perspectiva de sus resultados generales, y lúgubre desde la perspectiva de la gigantesca hecatombe de víctimas humanas «aplastadas por las ruedas de su carroza»), esos innumerables individuos oscuros sin los cuales no se habrían obtenido los grandes resultados abstractos de la historia (y que como conviene recordar en todo momento, jamás se han beneficiado con ninguno de esos resultados) no encontrarán siquiera el más pequeño puesto en la historia. Vivieron y fueron sacrificados, aplastados por el bien de la humanidad abstracta, eso es todo.

La misión y los límites de la ciencia social. ¿Debe culparse de ello a la historia? Tal actitud sería absurda e injusta. Los individuos son demasiado esquivos para ser captados por el pensamiento, por la reflexión, o incluso por la palabra humana, sólo capaz de expresar abstracciones; se evaden en el presente como se evadían en el pasado. En consecuencia, la propia ciencia social, la ciencia del futuro, seguirá ignorándolos necesariamente. Y todo cuanto tenemos derecho a exigir de ella es que nos indique veraz y definitivamente las causas generales del sufrimiento individual. Entre esas causas no olvidará, desde luego, la inmolación y subordinación (demasiado común incluso en nuestros tiempos) de los individuos vivos a las generalizaciones abstractas; y al mismo tiempo tendrá que mostrarnos las condiciones generales necesarias para la emancipación real de los individuos que viven en la sociedad. Esta es su misión y éstos son sus límites, más allá de los cuales su actividad puede ser perniciosa e impotente. Porque más allá de esos límites comienzan las pretenciosas exigencias doctrinarias y gubernamentales de sus representantes autorizados, sus sacerdotes. Es tiempo de prescindir de todos los papas y sacerdotes: no los queremos ya más entre nosotros, ni siquiera si se llaman a sí mismos social-demócratas.

Repito una vez más: la única misión de la ciencia es iluminar el camino. Sólo la vida misma, liberada de todas las prisiones gubernamentales y doctrinarias y dueña de la plena libertad de una acción espontánea, es capaz de crear[67].


4. CIENCIA Y AUTORIDAD

Ciencia y gobierno. Un cuerpo científico encargado del gobierno de la sociedad terminaría pronto dedicándose, no a la ciencia, sino a otros intereses muy distintos. Como en el caso de los demás poderes establecidos, su interés sería perpetuar su poder y consolidar su posición haciendo a la sociedad colocada bajo su cuidado aún más estúpida y, en consecuencia, aún más necesitada de ser gobernada y dirigida por dicho cuerpo[68].

De aquí se deduce que la única misión de la ciencia es iluminar la vida, pero no gobernarla.

El gobierno de la ciencia y de los hombres de ciencia, aunque se llamen a sí mismos positivistas, discípulos de Augusto Comte, o incluso discípulos de la escuela doctrinaria del comunismo alemán, no puede dejar de ser impotente, ridículo, inhumano, cruel, opresivo, explotador y pernicioso[69].

Por ello, lo que predice es, hasta cierto punto, la revuelta de la vida contra la ciencia o, más bien, contra el gobierno de la ciencia, revuelta que no se dirige a la destrucción de la ciencia --pues eso significaría un gran crimen contra la humanidad— sino a situar a la ciencia en su lugar adecuado para que nunca más lo abandone[70].

Las tendencias autoritarias de los científicos. Aunque podemos estar casi seguros de que ningún científico intentará tratar actualmente a un hombre como trata a los conejos, nos sigue quedando el miedo de que los científicos como corporación, podrían, si se les permitiera, someter a los hombres a experimentos científicos, indudablemente menos crueles, pero no menos desastrosos para sus víctimas humanas. Si los científicos no pueden realizar experimentos sobre los cuerpos de los individuos, estarán ansiosos de realizarlos sobre el cuerpo colectivo, y esto es lo que debe evitarse por todos los medios.

Los sabios como casta. En su actual organización los monopolizadores de la ciencia, que como tales permanecen fuera de la vida social, forman indudablemente una casta separada que tiene muchas cosas en común con la casta sacerdotal. La abstracción científica es su dios, los individuos vivos y reales sus víctimas, y ellos los sacerdotes titulados y consagrados.

Al revés que el arte, la ciencia es abstracta. La ciencia no puede salir del dominio de las abstracciones. En este sentido, es muy inferior al arte que se enfrenta a tipos y situaciones generales, pero utilizando sus propios métodos, los incorpora en formas que, aun no siendo formas vivas en el sentido de la vida real, no por ello son menos capaces de suscitar en nuestra imaginación el sentimiento y la reminiscencia de la vida. En cierto sentido, el arte individualiza tipos y situaciones que ha concebido; y mediante esas individualidades sin carne y hueso —y por consiguiente, permanentes e inmortales— que tiene la capacidad de crear, suscita en nuestras mentes individuos vivos y reales que aparecen y desaparecen ante nuestros ojos. El arte es, por tanto, una especie de retorno de la abstracción hacia la vida. La ciencia, en cambio, es la inmolación perpetua de la vida fugitiva y pasajera, pero real, en el altar de las abstracciones eternas[71].

La ciencia y el hombre real. Sin embargo, la historia no la hacen individuos abstractos, sino individuos reales, vivos y transitorios. Las abstracciones no se mueven por sí mismas; sólo avanzan cuando las llevan personas reales. Pero la ciencia carece de corazón para esos seres que no están compuestos de puras ideas, sino de carne y hueso. Como máximo los considera como material para desarrollos intelectuales y sociales. ¿Qué le importan las condiciones particulares y el efímero destino de Pedro o Jaime?[72]

Puesto que por su misma naturaleza la ciencia tiene que ignorar la existencia y el destino del individuo -de los Pedros y los Jaimes— jamás debe permitírsele, ni a nadie en su nombre, que gobierne a Pedro y a Jaime. Porque en este caso, la ciencia sería capaz de tratarlos de modo muy semejante a como trata a los conejos. O quizá seguiría ignorándolos. Pero sus representantes titulados —hombres nada abstractos, sino bien activos y con intereses reales, que sucumbirían a la perniciosa influencia que el privilegio ejerce inevitablemente sobre los hombres— acabarían despojando a esos individuos en nombre de la ciencia, como han sido despojados hasta el presente por los sacerdotes, políticos de toda condición y abogados, en nombre de Dios, del Estado o del ordenamiento jurídico[73].

 

Los resultados inevitables de un gobierno de sabios. Pero hasta que las masas hayan alcanzado un cierto nivel de educación, ¿no deberán dejarse gobernar por hombres de ciencia? ¡Que Dios no lo permita! Sería mejor para esas masas prescindir de toda ciencia que permitirse un gobierno de científicos. El primer efecto de su existencia sería hacer inaccesible la ciencia para el pueblo. Porque dicho gobierno sería necesariamente aristocrático: las instituciones científicas son aristocráticas por su naturaleza esencial.

¡Una aristocracia del intelecto y la enseñanza! Desde el punto de vista práctico, sería la aristocracia más implacable, y desde el punto de vista social, la más arrogante y ofensiva. Y así sería el poder establecido en nombre de la ciencia. Tal régimen podría paralizar toda la vida y el movimiento de la sociedad. Los científicos —que son siempre presuntuosos, arrogantes e impotentes— querrían entremeterse en todo y, como resultado, las fuentes de vida se irían secando bajo su aliento abstracto y aprendido[74].

Represéntense ustedes una Academia instruida compuesta por los más ilustres representantes de la ciencia. Supóngase que esta academia estuviera encargada de legislar y organizar la sociedad y que, inspirada por el más puro amor a la verdad, dictase a la sociedad únicamente leyes que estuvieran en absoluta armonía con los últimos descubrimientos de la ciencia. Mantengo que dicha legislación y dicha organización serían una monstruosidad, por dos razones fundamentales.

Primero, porque la ciencia humana es siempre y necesariamente imperfecta, y cuando comparamos lo descubierto con cuanto queda por descubrir, podemos afirmar que está todavía en su cuna. Esto es tan cierto que si hubiésemos de forzar la vida práctica de los hombres —colectiva e individual— siguiendo rigurosa y exclusivamente los últimos datos de la ciencia, podríamos condenar a la sociedad y a los individuos a sufrir el martirio sobre un lecho de Procrusto, que pronto los dislocaría y ahogaría, porque la vida es siempre infinitamente superior a la ciencia.

La segunda razón es ésta: una sociedad que obedeciera a una legislación emanada de una academia científica no por entender su racionalidad —en cuyo caso la existencia misma de tal academia sería pronto inútil— sino porque se le imponía en nombre de una ciencia venerada sin ser entendida, sería una sociedad de bestias y no de hombres. Sería una segunda edición de la miserable República Paraguaya que se sometió durante tantos años a la regla de la Compañía de Jesús. Dicha sociedad se hundiría rápidamente en el estadio más bajo de la necedad.

Y hay una tercera razón que hace imposible dicho gobierno. Una academia científica investida, por decirlo así, con un poder soberano absoluto, terminaría inevitable y rápidamente por corromperse moral e intelectualmente, aunque estuviera compuesta por los hombres más ilustres. Esa ha sido la historia de las academias, incluso con los privilegios limitados de que han disfrutado hasta el presente[75].

El gobierno de los sabios termina en un despotismo repulsivo. Los metafísicos o positivistas, todos esos caballeros de la ciencia y el pensamiento en cuyo nombre se consideran capacitados para dictar leyes a la vida, son siempre reaccionarios, consciente o inconscientemente. Y es bastante fácil probarlo.

Prescindiendo de la metafísica en general que, incluso en el momento de su máximo apogeo, era estudiada sólo por unas pocas personas, la ciencia considerada en su sentido más amplio, la ciencia más seria y merecedora en cualquier caso de ese nombre, sólo está al alcance de una pequeña minoría. Por ejemplo, en Rusia, con su población de 80 millones de habitantes, ¿cuántos científicos serios hay? Desde luego hay miles que se interesan por la ciencia, pero sólo unos centenares de personas poseen verdaderos conocimientos de ella.

Pero si la ciencia ha de dictar sus leyes a la vida, la gran mayoría —millones de hombres— será gobernada por unos pocos centenares de sabios. Y este número tendrá que reducirse todavía más, porque no todas las ciencias capacitan para gobernar a la sociedad; y la sociología, la ciencia de ciencias, presupone por parte de los afortunados científicos un conocimiento profundo de todas las demás ciencias.

¿Cuántos científicos tenemos de este tipo no sólo en Rusia, sino en toda Europa? ¡Y sin embargo, esos 20 ó 30 sabios, deben gobernar todo el mundo! ¿Podría alguien concebir un despotismo más absurdo y repugnante? Es probable que esos 30 científicos no lograran ponerse de acuerdo, pero si trabajasen juntos, sólo producirían el infortunio de la humanidad... ser los esclavos de unos pedantes: ¡qué destino para la humanidad!

Demos [a los científicos] esta plena libertad [para disponer de las vidas de los demás] y someterán a la sociedad a los experimentos que realizan actualmente, para beneficio de la ciencia, sobre conejos, ratas y perros.

Honremos a los científicos por sus propios méritos, pero no les acordemos privilegio social alguno si no queremos torcer sus espíritus y su moralidad. No les reconozcamos ningún derecho, salvo el derecho general de abogar libremente por sus convicciones, pensamientos y conocimientos. Ni a ellos ni a ninguna otra persona se le debe otorgar el poder de gobierno, porque debido a la inmutable ley del socialismo, los investidos con tal poder se convierten necesariamente en opresores y explotadores de la sociedad[76].

Ciencia y organización de la sociedad. ¿Cómo podría resolverse esta contradicción? Por una parte, la ciencia es indispensable para la organización racional de la sociedad; por otra, incapaz de interesarse por lo real y viviente, no debe interferir con la organización real o práctica de la sociedad. Esta contradicción sólo puede resolverse de un modo: la ciencia, como entidad moral que existe fuera de la vida social universal, representada por una corporación de sabios diplomados, debe ser liquidada y difundida ampliamente entre las masas. Llamada a representar en lo sucesivo la conciencia colectiva de la sociedad, es preciso que la ciencia se convierta realmente en propiedad de todos. De este modo, sin perder nada de su carácter universal, del que jamás puede prescindir sin dejar de ser ciencia, y mientras continúa interesándose por las causas generales, las condiciones generales y las relaciones generales de las cosas y los individuos, la ciencia se confundirá de hecho con la vida real e inmediata de todos los individuos.

Este será un movimiento análogo al que hizo decir a los protestantes en el comienzo de la Reforma que en adelante no había necesidad de sacerdotes; desde entonces todo hombre sería su propio sacerdote, pues todo hombre era al fin capaz de consumir el cuerpo de Dios gracias a la invisible y directa intervención de Jesucristo Nuestro Señor.

Pero aquí la cuestión no es Jesucristo, ni el cuerpo de Dios, ni la libertad política, ni el derecho, cosas todas que llegan como revelaciones metafísicas y son igualmente indigestas, como es sabido. El mundo de las abstracciones científicas no es un mundo revelado; es inmanente al mundo real, del que es sólo la expresión y representación general o abstracta.

Mientras forme un dominio separado, representado especialmente por una corporación de sabios, este mundo ideal amenaza apoderarse del lugar de la Eucaristía en relación con el mundo real, reservando a sus representantes titulados los deberes y funciones de los sacerdotes. Este es el motivo de que sea necesario disolver la organización social segregada de la ciencia mediante una educación general, disponible por igual para todos, a fin de que las masas, tras dejar de ser un simple rebaño conducido y guiado por pastores privilegiados, puedan tomar en sus propias manos sus destinos históricos[77].


5. LA CIENCIA MODERNA SE OCUPA DE FALSEDADES

Los fundamentos de la ciencia moderna. En la actualidad, la ciencia y los científicos de escuelas y universidades europeas se encuentran en un estado de falsificación sistemática y premeditada. Cabría pensar que dichas escuelas se establecieron concretamente para envenenar intelectual y moralmente a la juventud burguesa. Porque las escuelas y universidades se han convertido en mercados de privilegio donde la falsedad se vende al por mayor y al por menor.

No vamos a referirnos a la teología, la ciencia de la divina falsedad; a la jurisprudencia, la ciencia de la falsedad humana; a la metafísica, o a la filosofía idealista, que son ciencias de todo tipo de medias verdades. Nos referiremos aquí a ciencias como la historia, la filosofía, la política y la economía, que están falsificadas por carecer de su verdadera base, la ciencia natural, y que se basan en igual medida en la teología, la metafísica y la jurisprudencia. Podemos decir sin miedo a la exageración que cualquier joven licenciado por esas universidades imbuido de esas ciencias —o, más bien, imbuido de las mentiras y medias verdades sistemáticas que se arrogan el nombre de ciencia— está perdido si no surge alguna circunstancia especial que pueda salvarle de ese destino.

Los profesores —estos sacerdotes modernos de la charlatanería política y social titulada—, envenenan con tanta eficacia a la juventud universitaria que haría falta un milagro para curarla. Cuando un joven se licencia de la universidad, se ha convertido ya en un doctrinario maduro, lleno de desprecio y arrogancia ante la plebe, a la que se encuentra bastante dispuesto a oprimir, y especialmente a explotar, en nombre de su superioridad intelectual y moral. Cuanto más joven es tal persona, más perniciosa y deleznable se vuelve.

El carácter revolucionario de las ciencias naturales. La situación de las ciencias exactas y naturales es sumamente distinta. Estas ciencias son verdaderamente científicas. Son extrañas a la teología y a la metafísica, y enemigas de toda ficción; se basan exclusivamente en el conocimiento exacto, en un análisis concienzudo de los hechos y en el puro razonamiento, es decir, en el sentido común del individuo ampliado por la experiencia bien coordinada de todos. Mientras las ciencias idealistas son aristocráticas y autoritarias, las ciencias naturales son democráticas y enteramente liberales. ¿Y qué acontece en la práctica? Jóvenes que han estudiado las ciencias idealistas entran ávidamente en el grupo de los explotadores y los teóricos reaccionarios, mientras quienes han estudiado las ciencias naturales se unen con no menos avidez al partido de la Revolución, y muchos de ellos son claramente socialistas revolucionarios[78].

La educación y la ciencia son actualmente el privilegio de la burguesía. En todos los estados europeos sólo la burguesía, una clase explotadora y dominante —incluyendo a la nobleza, cuya existencia hoy es sólo nominal—, recibe una educación más o menos concienzuda. Además de ello aparece una minoría especial extraída de la burguesía y dedicada exclusivamente al estudio de los grandes problemas de la filosofía, la ciencia social y la política. Esta minoría es la que, propiamente hablando, constituye la última aristocracia de los «intelectuales» titulados y privilegiados. Es la quintaesencia y la expresión científica del espíritu y los intereses de la burguesía.

La ciencia y su progreso al servicio de la burguesía. Las universidades europeas modernas, que forman una especie de república científica, proporcionan actualmente a la burguesía los mismos servicios que en tiempos proporcionó la iglesia católica a la nobleza; y como el catolicismo sancionó en tiempos la violencia perpetrada por la nobleza sobre el pueblo, la universidad, esta iglesia de la ciencia burguesa, explica y legitima la explotación del mismo pueblo por el capital burgués. ¿Puede sorprender que en la gran lucha del socialismo contra la economía política burguesa, la ciencia oficial de nuestros días haya tomado y continúe tomando de forma decidida el partido de la burguesía?[79]

La mayor parte de nosotros culpamos a la ciencia y a las artes de extender sus beneficios y ejercer su influencia únicamente sobre una parte muy pequeña de la sociedad, para exclusión y, en consecuencia, en detrimento de la gran mayoría. En esta línea podemos decir del progreso en la ciencia y el arte lo mismo que ya se ha dicho con tanta razón sobre el sorprendente desarrollo de la industria, el comercio y el crédito; en una palabra, sobre la opulencia social en los países más civilizados del mundo moderno[80].

El progreso técnico bajo el capitalismo tiene como paralelo un incremento de la pobreza entre las masas. El progreso es excelente, es cierto. Pero mientras más crece, más se convierte en causa de una esclavitud intelectual y, por consiguiente, material, en causa de la pobreza y el atraso mental del pueblo; porque ensancha constantemente el abismo que separa el nivel intelectual de las clases privilegiadas del nivel de las grandes masas del pueblo[81].

El proletariado debe tomar posesión de la ciencia. No culpemos a las consecuencias, volvámonos hacia las causas de raíz. La ciencia de las escuelas es el producto del espíritu burgués; y los representantes de esta ciencia nacieron, crecieron y fueron educados en un medio burgués bajo la influencia del espíritu y los intereses exclusivos de la burguesía. Por consiguiente, es lógico que esta ciencia, así como sus representantes, sea enemiga de la emancipación real y plena del proletariado, y que sus teorías económicas, filosóficas, políticas y sociales, elaboradas coherentemente dentro del mismo espíritu, tengan como única meta demostrar la incapacidad de las clases trabajadoras y la misión gobernante de la burguesía hasta el fin de los tiempos, porque la opulencia le proporciona conocimiento y el conocimiento, por su parte, le proporciona la oportunidad de enriquecerse todavía más.

¿Cómo pueden romper los trabajadores este círculo vicioso? Naturalmente, deben adquirir conocimiento y tomar posesión de la ciencia, poderosa arma sin la cual pueden desde luego hacer revoluciones, pero no erigir sobre las ruinas de los privilegios burgueses la igualdad de derechos, la justicia y la libertad que constituyen la verdadera base de todas sus aspiraciones políticas y sociales[82].


6. EL HOMBRE: NATURALEZA ANIMAL Y NATURALEZA HUMANA

La unidad del hombre y la naturaleza. El hombre forma con la naturaleza una sola entidad y es el producto material de un número indefinido de causas exclusivamente materiales[83].

Monismo y dualismo: la conciencia universal de la humanidad. Para personas que piensan con lógica y cuyas mentes funcionan al nivel de la ciencia moderna, esta unidad del Universo o del Ser se ha convertido en un hecho suficientemente demostrado. Sin embargo, hemos de reconocer que este hecho, tan simple y evidente por sí mismo que cualquier manifestación opuesta a él nos parece absurda, se encuentra en flagrante contradicción con la conciencia universal de la humanidad. Esta última, que se manifiesta a lo largo de la historia en formas muy distintas, ha reconocido siempre unánimemente la existencia de dos mundos distintos: el mundo espiritual y el material, el mundo divino y el mundo real. A partir de los toscos fetichistas, que adoraban en el mundo circundante la acción de un poder sobrenatural encarnado en algún objeto material, todos los pueblos han creído y siguen creyendo en la existencia de algún tipo de divinidad.

La irrefutabilidad del dualismo. Esta imponente unanimidad tiene más peso que las pruebas de la ciencia, en opinión de muchos; y si la lógica de un pequeño número de pensadores coherentes, pero aislados, contradice este asentimiento universal, tanto peor —declaran esas personas— para dicha lógica... La antigüedad y la universalidad de la creencia en Dios se han convertido en pruebas irrefutables de su existencia, contrariando toda ciencia y toda lógica. ¿Pero por qué ha de ser así? Hasta la época de Copernico y Galileo todo el mundo, con excepción de los pitagóricos, creía que el sol giraba alrededor de la tierra. ¿La universalidad de dicha creencia demostraba la validez de sus suposiciones? Siempre y en todas partes, desde el origen de la sociedad histórica hasta nuestro propio período, una pequeña minoría conquistadora ha explotado y sigue explotando el trabajo forzado de las masas de obreros, esclavos o asalariados. ¿Se deduce de ello que la explotación del trabajo de alguien por parásitos no es una iniquidad, un robo y un saqueo?

El absurdo es viejo, la verdad es joven. He aquí dos ejemplos de que los argumentos de nuestros deístas carecen por completo de valor. De hecho, nada hay más universal y más antiguo que el absurdo; por el contrario, la verdad es relativamente mucho más joven, y representa siempre el resultado o el producto del desarrollo histórico, y nunca su punto de partida. Porque el hombre, que por origen es primo, si no descendiente directo, del gorila, partió de la oscura noche del instinto animal para llegar al amplio mediodía de la razón. Esta realidad explica plenamente sus absurdos pasados y nos consuela en parte de sus errores presentes.

El carácter del desarrollo histórico de la humanidad. Todo el desarrollo histórico del hombre es simplemente un proceso de progresivo distanciamiento de la pura animalidad por el camino de crear su humanidad. De aquí se deduce que la antigüedad de una idea no sólo no prueba nada en su favor, sino que por el contrario debe suscitar nuestras sospechas. En cuanto a la universalidad de la falacia, sólo demuestra una cosa: la identidad de la naturaleza humana en todos los tiempos y en cualquier clima[84].

El origen del hombre. La vida orgánica, que comenzó con la célula más simple y apenas organizada, acabó produciendo el hombre tras pasar por toda la gama de transformaciones que va desde la organización de la vida vegetal a la de la vida animal[85].

Nuestros primeros ancestros, nuestros Adanes y Evas, si no eran gorilas, estaban muy cerca de ellos; bestias omnívoras, inteligentes y feroces, dotadas en grado mayor que los animales de ninguna otra especie con dos facultades preciosas: la facultad pensante y el impulso a la rebelión.

Pensamiento y rebelión. Estas dos facultades, combinando su acción progresiva a lo largo de la historia de la humanidad, representan en sí el momento*, aspecto o poder negativo en el desarrollo positivo de la animalidad humana, y en consecuencia crean todo lo que constituye la humanidad en el hombre[86].

Idealistas de todas las escuelas, aristócratas y burgueses, teólogos y metafísicos, políticos y moralistas, sacerdotes, filósofos y poetas —sin olvidar a los economistas liberales, celosos adoradores del ideal, como sabemos— se sienten muy ofendidos cuando se les dice que el hombre, con toda su magnífica inteligencia, sus sublimes ideas y sus aspiraciones ilimitadas es —como todas las demás cosas existentes en el mundo— exclusivamente materia, sólo un producto de la vil materia[87].

El hombre, como las demás realidades de la naturaleza, es un ser enteramente material. La mente, la facultad pensante, el poder para recibir y reflejar distintas sensaciones internas y externas, para traerlas de nuevo a la memoria después de haber pasado, y para reproducirlas mediante el poder de la imaginación, para compararlas y distinguirlas entre sí, para extraer determinaciones comunes y crear conceptos generales o abstractos y, por último para formar ideas agrupando y combinando conceptos de acuerdo con diversos métodos —en una palabra, la inteligencia, el único creador de todo nuestro mundo ideal— es una propiedad del cuerpo animal, y en especial del mecanismo totalmente material del cerebro[88].

 

La fuente material de los actos morales e intelectuales del hombre. Lo que llamamos inteligencia, imaginación, memoria, sentimiento, sensación y voluntad no son, en nuestra opinión, más que las diversas propiedades, funciones y actividades del cuerpo humano[89].

La ciencia ha establecido que todos los actos intelectuales y morales que distinguen al hombre de otras especies animales, como el pensamiento, las manifestaciones de inteligencia humana y de voluntad consciente, tienen como único fundamento la organización puramente material, aunque sin duda muy perfecta, del hombre, sin sombra de intervención de ningún agente espiritual o extra-material. En resumen, son los productos que resultan de una combinación de las funciones diversas y puramente fisiológicas del cerebro.

El descubrimiento recién mencionado posee una inmensa importancia, tanto desde el punto de vista de la ciencia como desde el punto de vista de la vida... Ya no hay discontinuidad entre el mundo natural y el humano. Pero lo mismo que el mundo orgánico, aun siendo el desarrollo continuo y directo del mundo no orgánico, difiere de este último por la introducción de un nuevo elemento activo, la materia orgánica (no producida por la intervención de alguna causa extra-material, sino por las combinaciones de la misma materia no-orgánica, hasta ahora desconocidas para nosotros, y productora a su vez de toda la riqueza de la vida vegetal y animal, sobre la base y bajo las condiciones del mundo no-orgánico, del cual constituye el resultado más alto), del mismo modo el mundo humano, aun siendo continuación directa del mundo orgánico, se distingue esencialmente de este último por un nuevo elemento: el pensamiento. Y este nuevo elemento está producido por la actividad puramente fisiológica del cerebro, y produce al mismo tiempo —dentro de este mundo material del que es la recapitulación final, y bajo condiciones tanto orgánicas como inorgánicas— todo lo que denominamos desarrollo intelectual y moral, político y social, del hombre: es decir, toda la historia de la humanidad[90].

Los puntos cardinales de la existencia humana. Los puntos cardinales de la existencia humana más refinada, lo mismo que de la existencia más torpemente animal, serán siempre los mismos: nacer, desarrollarse y crecer; trabajar para comer y beber, para tener abrigo y defenderse, para mantener la propia existencia individual en el equilibrio social de la propia especie; amar, reproducirse, y luego morir...

La naturaleza no conoce diferencias cualitativas. En el caso del hombre sólo tenemos que añadir a esos puntos un elemento nuevo: la inteligencia y la comprensión, una facultad y una necesidad que indudablemente se encuentran ya a un nivel inferior pero bastante perceptible en las especies animales que por su organización se encuentran más próximas al hombre; porque parece que la naturaleza no conoce diferencias cualitativas absolutas, que todas las diferencias de este carácter se reducen en último extremo a diferencias en cantidad, y que sólo en el hombre logran un poder tan imperativo y abrumador como para transformar gradualmente toda su vida.

Conclusiones erróneas a partir de la genealogía animal del hombre. Como bien observó uno de los mayores pensadores de nuestro tiempo, Ludwig Feuerbach, el hombre hace todo cuanto los animales hacen, pero lo hace de un modo cada vez más humano. En esto reside toda la diferencia; pero se trata de una diferencia enorme[91].

No sería impropio repetir la frase anterior a tantos partidarios del naturalismo o materialismo moderno que, como el hombre ha descubierto en nuestros días su pleno y completo parentesco con todas las demás especies animales y su inmediata y directa descendencia de la tierra —y también porque ha renunciado a la absurda y vana jactancia de la espiritualidad que, bajo el pretexto de conducirle a una libertad absoluta, le condenaba de hecho a una esclavitud perpetua—, se consideran con el derecho de abandonar todo el respeto por el hombre. Estas gentes pueden compararse a lacayos que, tras descubrir el origen plebeyo de alguien que provocaba respeto por su dignidad natural, se creen con derecho a tratarle como a su igual, por la simple razón de que no pueden concebir ninguna dignidad más que la producida por un nacimiento aristocrático. Otros están tan felices por el descubrimiento del parentesco del hombre y el gorila que con gusto le retendrían en el estado animal, negándose a comprender que toda la misión histórica del hombre, toda su dignidad y libertad, consisten en alejarse progresivamente de ese estado[92].

El mundo histórico. Ciertamente, el hombre hace todo lo que hacen los animales, sólo que lo hace de un modo cada vez más humano. En esto reside toda la diferencia, pero se trata de una diferencia enorme. Abarca toda la civilización, con todas las maravillas de la industria, la ciencia y las artes; con todos los desarrollos de la humanidad —religiosos, estéticos, filosóficos, políticos, económicos y sociales—; en una palabra, todo el dominio de la historia. El hombre crea este mundo histórico ejercitando un poder activo que se encuentra en todo ser viviente, que constituye la esencia de toda vida orgánica, y que tiende a asimilar y transformar el mundo exterior de acuerdo con las necesidades de todos. La fuerza activa es, naturalmente, instintiva e inevitable, y precede a cualquier pensamiento, pero cuando se encuentra iluminada por la razón del hombre y determinada por su voluntad consciente, se transforma dentro de él y para él en trabajo libre e inteligente[93]. El trabajo es una necesidad. Todos los animales deben trabajar para vivir. Todos ellos, de acuerdo con sus necesidades, su comprensión y su fuerza, toman parte, sin saberlo, en este lento trabajo de transformar la superficie de la tierra en un lugar más favorable para la vida animal. Pero este trabajo sólo se hace propiamente humano cuando comienza a satisfacer no sólo las necesidades fijas e inevitablemente limitadas de la vida animal, sino también, las necesidades del ser social pensante y hablante que pretende conquistar y realizar plenamente su libertad[94].

 

La esclavitud en la Naturaleza. El cumplimiento de esta tarea inmensa e ilimitada no sólo es ejecutado por el desarrollo intelectual y moral del hombre, sino también por el proceso de emancipación material. El hombre se convierte realmente en hombre y conquista la posibilidad del desarrollo y de la perfección interior, si consigue romper, al menos en parte, las cadenas que la Naturaleza ha atado en torno a sus criaturas. Estas cadenas son el hambre, la privación de todo tipo, el dolor físico, la influencia del clima y las estaciones y, en general, las múltiples condiciones de la vida animal que mantienen al ser humano en una dependencia casi absoluta respecto de su medio inmediato; los peligros constantes que, disfrazados de fenómenos naturales, le amenazan por todas partes; el perpetuo miedo que yace en las profundidades de toda existencia animal y que domina al individuo natural y salvaje hasta el punto de que no encuentra dentro de sí poder de lucha o resistencia; en otras palabras, no falta un solo elemento de la más absoluta esclavitud[95].

El miedo fuerza a la lucha. El perpetuo miedo que siente, y que subyace a toda existencia animal, forma también, como podré mostrar más adelante, la primera base de toda religión. Este miedo es el que obliga al animal a luchar a lo largo de su vida contra los peligros que le amenazan desde el exterior; y a mantener su propia existencia —individual y social— a expensas de todo cuanto le rodea...

El trabajo es la ley más elevada de la vida. Todo animal trabaja; sólo vive trabajando. Como ser viviente, el hombre no está exento de esta necesidad, que constituye la ley suprema de la vida. Debe trabajar para mantener su existencia, para desarrollar plenamente su ser. Sin embargo, existe una enorme diferencia entre el trabajo del hombre y el trabajo de los animales de todas las especies. El trabajo de los animales es algo estancado, porque su inteligencia está estancada; en cambio el trabajo del hombre es progresivo, porque su inteligencia posee un carácter altamente progresivo.

La superioridad del hombre. Nada demuestra mejor la decisiva inferioridad de todas las especies animales, comparadas con el hombre, que el dato incontestable de que los métodos y resultados del trabajo individual y colectivo de las otras especies animales —aunque frecuentemente sean tan ingeniosos como para parecer guiado y efectuado por una inteligencia científicamente formada— no cambian y apenas mejoran. Las hormigas, las abejas, los castores y otros animales que viven en sociedad, hacen ahora exactamente lo mismo que estaban haciendo hace tres mil años, lo cual demuestra que no hay nada progresivo en su inteligencia. Son actualmente tan capaces y tan estúpidos como lo eran hace treinta o cuarenta siglos.

El progreso en el mundo animal. Desde luego, hay una progresión en el mundo animal. Pero son las propias especies, las familias e incluso las clases las que sufren lentas transformaciones derivadas de la lucha por la existencia, ley suprema del mundo animal en virtud de la cual las organizaciones inteligentes y enérgicas expulsan a las especies inferiores incapaces de mantener su posición en la lucha constante. En este sentido —y sólo en él— hay movimiento y progreso en el mundo animal. Pero dentro de las especies, dentro de las familias y clases de animales, dicho movimiento y progreso están ausentes o casi ausentes[96].

El carácter del trabajo humano. El trabajo del hombre, tanto desde el punto de vista de los métodos como de los resultados, es tan capaz de desarrollo y mejora progresivos como su propia inteligencia. El hombre construye su mundo combinando la energía neuro-cerebral con el trabajo muscular, su mente científicamente formada con su poder físico, aplicando su pensamiento progresivo al trabajo y haciéndolo cada vez más racional con el curso del tiempo, aunque al principio fuese exclusivamente animal, instintivo, ciego y casi mecánico.

Con el fin de captar el vasto terreno cubierto por el hombre en el curso de su desarrollo histórico, debemos comparar las chozas de los salvajes con los bellos palacios de París que los brutales prusianos se consideraban destinados por la Providencia a destruir, y comparar también los lamentables armamentos de las poblaciones primitivas con las terribles máquinas de destrucción que han surgido como última palabra de la civilización germánica[97].


7. EL HOMBRE COMO CONQUISTADOR DE LA NATURALEZA

Lo que todas las demás especies animales en conjunto no pudieron cumplir, lo hizo el hombre. Transformó efectivamente la mayor parte de la tierra, convirtiéndola en un lugar habitable y adecuado para la civilización humana. Venció y dominó a la Naturaleza. Transformó a su enemigo, el primer déspota terrible, en un sirviente útil, o por lo menos en un aliado tan poderoso como fiel.

¿Qué significa conquistar la Naturaleza? Sin embargo, es necesario aclarar el verdadero significado de la expresión conquistar o dominar la Naturaleza... La acción del hombre sobre la Naturaleza, como cualquier otra acción sobre el mundo, está inevitablemente determinada por las leyes de la Naturaleza. Es, sin duda, la continuación directa de la acción mecánica, física y química de todas las entidades inorgánicas, complejas y elementales. Es la continuación más directa de la acción de las plantas sobre su medio natural, y de la acción cada vez más desarrollada y consciente de todas las especies animales. De hecho, no es más que acción animal, gobernada por una inteligencia y una ciencia progresiva, siendo ambos factores un nuevo modo de transformación de la materia en hombre; de aquí se deduce que cuando el hombre actúa sobre la Naturaleza, es en realidad la Naturaleza quien trabaja sobre sí misma. Y podemos ver claramente que es imposible una rebelión contra la Naturaleza[98].

El hombre y las leyes de la Naturaleza. En consecuencia, el hombre jamás será capaz de combatir a la Naturaleza; no puede conquistarla ni dominarla. Cuando el hombre emprende actos que aparentemente son hostiles a la Naturaleza, obedece una vez más las leyes de esa misma Naturaleza. Nada puede liberarle de su dominio; él es su esclavo incondicional. Pero esto no constituye esclavitud alguna, puesto que todo tipo de esclavitud presupone la existencia de dos individuos uno junto al otro y la sumisión de uno al otro. Al ser el hombre una parte de la Naturaleza y no algo exterior a ella, es imposible que sea su esclavo[99].

Sin embargo, existe en el corazón de la Naturaleza una esclavitud de la que puede liberarse el hombre si no desea renunciar a su humanidad; se trata del mundo natural que le rodea, y que suele llamarse Naturaleza externa. Es la suma total de cosas, fenómenos y seres vivientes que envuelven y atormentan al hombre; sin la cual no podría existir ni siquiera un solitario momento, pero que, a pesar de todo, parece estar conspirando contra él a fin de que cada instante de su vida se vea forzado a luchar por la existencia.

El hombre no puede escapar de este mundo externo, porque sólo en este mundo puede vivir y conseguir su sustento, pero al mismo tiempo tiene que salvaguardarse de él, porque siempre parece propenso a devorarle[100].

¿Cuál es entonces el significado de la expresión combatir y dominar a la Naturaleza? Aquí sufrimos un equívoco eterno debido al doble significado que se atribuye al término Naturaleza. Por una parte, la Naturaleza se concibe como la totalidad universal de las cosas y los seres, así como de las leyes naturales; contra la Naturaleza así concebida, corno ya he indicado, es imposible cualquier lucha porque rodea y comprende todo; es el ser absoluto y todopoderoso. Por otra parte, por Naturaleza se entiende también la totalidad más o menos limitada de fenómenos, cosas y seres que rodean al hombre; en resumen, el mundo externo. Contra esta Naturaleza externa, la lucha no sólo es posible, sino inevitable, porque la impone la Naturaleza universal a todo cuanto vive o existe.

Como ya he indicado, todo cuanto existe y todo ser viviente lleva dentro de sí la doble ley de la Naturaleza:

1. No hay existencia posible fuera del medio natural de cada uno y el mundo externo; 2. En este mundo externo sólo puede mantenerse a sí mismo lo que existe y vive a expensas de ese mundo y se encuentra en una constante lucha contra él.

Necesidad de la lucha contra la Naturaleza externa. Dotado con facultades y atributos que la Naturaleza universal le otorgó, el hombre puede y debe conquistar y dominar su mundo externo. Debe someterlo y arrancarle su humanidad y libertad[101].

Mucho antes de comenzar la civilización y la historia, durante un período muy distante que puede haber durado muchos miles de años, el hombre fue sólo un animal salvaje entre otros muchos animales salvajes, un gorila quizá, o un animal estrechamente relacionado con él. Siendo un animal carnívoro o —cosa más probable— omnívoro, era sin duda más voraz, salvaje y fiero que sus parientes de otras especies. Al igual que ellos, llevaba adelante una lucha destructiva.

El estado ideal: ¿Qué expulsó al hombre del paraíso de las bestias? Este era el estado de inocencia, glorificado por todo tipo de religiones, el estado ideal, el estado tan exaltado por Jean Jacques Rousseau. ¿Qué expulsó al hombre del paraíso animal? Fue su inteligencia progresiva, aplicada natural, necesaria y gradualmente a su trabajo animal... La inteligencia del hombre sólo se desarrolla y progresa a través del conocimiento de cosas y hechos reales; sólo mediante una observación inteligente y un examen cada vez más exacto y riguroso de las relaciones y secuencias regulares en los fenómenos de la Naturaleza y los diversos estadios de su desarrollo, en resumen, sólo mediante un conocimiento de sus leyes inmanentes.

 

El conocimiento de las leyes naturales amplía las metas humanas. Cuando el hombre adquiere el conocimiento de esas leyes gobernantes de todas las cosas incluido él mismo, aprende a prever ciertos fenómenos que le permiten evitar sus efectos o salvaguardarse de las consecuencias indeseadas y dañinas. Además, este conocimiento de las leyes que gobiernan los fenómenos naturales puede aplicarse a su trabajo muscular, que al principio tiene un carácter puramente instintivo y natural; a la larga, esto le permite extraer beneficios de tales cosas y fenómenos naturales, cuya totalidad constituye el mundo externo, ese mismo mundo tan hostil al principio pero que, debido a la ciencia, acaba contribuyendo poderosamente a la realización de las metas humanas[102].

El hombre, lento en utilizar el fuego. Muchos siglos pasaron antes de que el hombre, que era tan salvaje y poco ingenioso como los monos, aprendiese el arte hoy tan rudimentario, trivial y al mismo tiempo valioso, de hacer fuego y utilizarlo para sus propias necesidades... Estas habilidades extremadamente simples, que hoy constituyen la economía doméstica de los pueblos menos civilizados, implican inmensos esfuerzos inventivos por parte de las generaciones precedentes. Esto explica la desesperante lentitud del desarrollo humano durante el período prehistórico, comparada con su rápido desarrollo en nuestros días.

El conocimiento es el arma de la victoria. Fue así como el hombre transformó y sigue transformando su medio, la naturaleza externa; es así como la conquista y domina. ¿Llegó a ello como resultado de una rebelión humana frente a las leyes de la Naturaleza universal, que comprende todo cuanto existe, y forma también la naturaleza humana? Todo lo contrario. A través del conocimiento y la observación más atenta y exacta de esta ley es como el hombre no sólo consigue liberarse del yugo de la Naturaleza externa, sino someterla, al menos parcialmente.

Pero el hombre no se contenta solamente con eso. Al igual que la mente humana es capaz de abstraer su propio cuerpo y su personalidad tratándoles como objetos externos, el hombre —que se ve constantemente llevado por un impulso interno inmanente a su ser— aplica el mismo procedimiento, el mismo método, para modificar, corregir y perfeccionar su propia naturaleza. Este es un yugo interior natural que el hombre debe aprender a sacudirse.

Al principio, este yugo se le aparece en la forma de su propia debilidad, su imperfección o sus malformaciones personales —tanto corpóreas como intelectuales y morales—, y luego aparece en la forma más general de su brutalidad o animalidad contrastada con su naturaleza humana, que crece progresivamente dentro de él a medida que se desarrolla su medio social[103].

Combatiendo a la esclavitud interior. El hombre no tiene más medios para luchar contra esta esclavitud interior que a través de la ciencia de las leyes naturales que gobiernan su desarrollo individual y colectivo, y mediante la aplicación de esa ciencia a su formación individual (por medio de la higiene, el ejercicio físico, el ejercicio de sus afectos, de su mente y voluntad, y al mismo tiempo mediante una educación racional), y al cambio gradual del orden social.

La Naturaleza universal no es hostil al hombre. Siendo el producto último de la Naturaleza sobre esta tierra, el hombre continúa por así decirlo el trabajo, la creación el movimiento y la vida de la Naturaleza a través de su desarrollo individual y social. Sus pensamientos y acciones más inteligentes y abstractos, que como tal se encuentran muy distantes de lo que se domina habitualmente Naturaleza, son en realidad únicamente las nuevas creaciones y manifestaciones de la Naturaleza. Las relaciones del hombre con esta Naturaleza universal no pueden ser externas, no pueden ser de esclavitud o lucha; lleva esta Naturaleza dentro de sí, y no es nada externo a ella. Pero estudiando sus leyes, identificándose en alguna medida con ellas, transformándolas mediante un proceso psicológico de su propio cerebro en ideas y convicciones humanas, el hombre se libera del triple yugo impuesto sobre él, en primer lugar por la naturaleza externa, luego por su naturaleza interna individual, y en último lugar por la sociedad, de la cual es un producto[104].

Es imposible rebelión alguna contra la Naturaleza universal. Me parece bastante evidente, a partir de lo ya dicho, que no es posible una rebelión del hombre contra lo que llamo causalidad universal o Naturaleza universal; esta última envuelve y penetra al hombre; está dentro y fuera de él, y constituye todo su ser. Rebelándose contra esta Naturaleza universal, el hombre se rebelaría contra sí mismo. Es evidente que el hombre no puede ni siquiera concebir el más remoto estímulo o necesidad de una rebelión semejante; puesto que no existe separado de esta Naturaleza universal, puesto que la lleva  dentro de sí, y puesto que en todo momento de su vida se siente enteramente idéntico a ella, no puede considerarse o sentirse esclavo de ella.

Por el contrario, sólo estudiando y utilizando mediante su pensamiento las leyes externas de esta naturaleza —leyes que se manifiestan igualmente en su mundo externo y en su propio desarrollo individual (corpóreo, intelectual y moral)— es como logra sacudirse gradualmente el yugo de la Naturaleza externa, de sus propias imperfecciones naturales, y, como veremos, el yugo de una organización social autoritaria.

La dicotomía de espíritu y materia. ¿Pero cómo podría surgir entonces en la mente del hombre el pensamiento histórico de la separación entre espíritu y materia? ¿Cómo pudo el hombre llegar a concebir este intento impotente, ridículo, pero al mismo tiempo histórico de rebelarse contra la Naturaleza? Este intento y este pensamiento se produjeron a la vez que la concepción histórica de la idea de Dios, de la cual constituyen corolarios necesarios. El hombre entendía al principio en la palabra Naturaleza sólo lo que llamamos Naturaleza externa, incluido su propio cuerpo. A lo que nosotros llamamos Naturaleza universal lo llamó «Dios»; en consecuencia, las leyes de la Naturaleza no aparecían como leyes inmanentes, sino como manifestaciones de la Voluntad Divina, de los mandamientos de Dios impuestos desde arriba a la Naturaleza y también al hombre. De acuerdo con ello, el hombre se declaraba en rebelión contra la Naturaleza poniéndose del lado de Dios, a quien había creado él mismo en oposición a la Naturaleza y a su propio ser, con lo cual puso el fundamento de su propia esclavitud social y política.

Tal ha sido el trabajo histórico de todos los cultos y dogmas religiosos[105].


8. MENTE Y VOLUNTAD

La vida del hombre es la continuación de la vida animal; la inteligencia constituye una diferencia cuantitativa, pero no cualitativa. La vida individual y social del hombre en el comienzo no era sino la continuación inmediata de la vida animal, aunque complicada por un nuevo elemento: la facultad de pensar y hablar. El hombre no es el único animal inteligente sobre la tierra. En modo alguno. La psicología comparada muestra que no existe animal completamente privado de inteligencia, y cuanto más se aproxima una especie al hombre en su organización, y especialmente en la estructura del cerebro, más avanzada se encuentra en el desarrollo de su inteligencia. Pero sólo en el hombre alcanza la inteligencia el nivel superior de desarrollo que puede llamarse en sentido estricto la facultad pensante; es decir, el poder para comparar, separar y combinar las representaciones de objetos internos y externos proporcionadas por nuestros sentidos; la facultad para formar grupos de tales representaciones; para comparar y combinar luego esos grupos, que no son entidades reales ni representaciones de objetos percibidos por nuestros sentidos, sino sólo conceptos abstractos formados y clasificados por el trabajo de nuestra mente, que retenidos por nuestra memoria —otra facultad de nuestro cerebro— se convierten en punto de partida o base para esas conclusiones que denominamos ideas.

Sólo el hombre está dotado con el poder de la palabra. Todas esas funciones de nuestro cerebro serían imposibles de no estar dotado el hombre con otra facultad, que complementa a la facultad pensante y es inseparable de ella: la facultad de incorporar, por así decirlo, y de identificar mediante signos externos todas las operaciones de la mente, los movimientos materiales del cerebro hasta sus variaciones y modificaciones más sutiles y complicadas; en resumen, si el hombre no poseyera el poder de la palabra. Todos los demás animales tienen lenguajes. ¿Quién lo pone en duda? Pero puesto que su inteligencia jamás se eleva sobre las representaciones materiales o, lo que es más, sobre la más elemental comparación y combinación de esas representaciones, su lenguaje carece de organización y es incapaz de desarrollo, por lo cual sólo puede expresar sensaciones y nociones materiales, pero nunca ideas[106].

De estas ideas el hombre deduce conclusiones o aplicaciones lógicas necesarias. En realidad, encontramos con bastante frecuencia a personas que no han alcanzado todavía la plena posesión de esta facultad, pero jamás hemos tenido noticias de ningún miembro de una especie inferior que ejercite esta facultad, si no es recurriendo al asno de Balaam o a otros animales semejantes recomendados a nuestra fe y estima por diversas religiones. Podemos decir, por tanto, sin miedo a quedar refutados, que de todos los animales vivientes sobre esta tierra, sólo el hombre es capaz de pensar.

La facultad de abstracción. Sólo el hombre tiene este poder de abstracción, desarrollado y fortalecido sin duda dentro de la especie humana por un ejercicio de milenios. Elevando gradual e interiormente al hombre sobre los objetos de su entorno, sobre todo cuanto se denomina mundo externo, e incluso sobre él mismo como individuo, esta facultad le permite concebir o crear la idea de la totalidad de existencias, del Universo, la Infinitud o de lo Absoluto —idea del todo abstracta y, si quieren, falta de cualquier contenido, pero no por ello menos todopoderosa como idea y causa instrumental de todas las conquistas humanas posteriores. Porque sólo esta idea le extrae de las hipócritas beatitudes y la estúpida inocencia del paraíso animal, para conducirlo a los triunfos y a los tormentos infinitos de un desarrollo ilimitado.

El germen del análisis y de los experimentos científicos. Debido a esta facultad de abstracción, elevándose por encima de la presión inmediata ejercida por los objetos externos sobre todo individuo, el hombre puede comparar un objeto con otros y observar sus relaciones. Aquí se encuentra el principio del análisis y de la ciencia experimental. Y debido a esta misma facultad, el hombre experimenta un proceso de bifurcación interna, que lo eleva por encima de sus propias pulsaciones, instintos e impulsos, en tanto poseen una naturaleza transitoria y particular. Esto le permite comparar sus pulsiones internas como compara objetos y movimientos externos, y aliarse con algunas contra otras de acuerdo con el ideal (social) que ha cristalizado en su interior. Aquí tenemos ya el despertar de la conciencia y de lo que llamamos voluntad[107].

Comienza el mundo humano. Con el primer despertar del pensamiento manifestado en la palabra comienza el mundo exclusivamente humano, el mundo de las abstracciones. Debido a esta facultad de abstracción, como ya hemos dicho, el hombre, surgido de la Naturaleza y producido por ella, se crea para sí, en medio y bajo las condiciones de esa misma Naturaleza, una segunda existencia que se adecua a su ideal y es progresiva del mismo modo.

La dialéctica del desarrollo humano. Para mayor claridad, añadamos que todo cuanto vive tiende a realizarse a sí mismo en la plenitud de su ser. El hombre, que es al mismo tiempo un ente pensante y viviente, debe ante todo conocerse a sí mismo para alcanzar una plena auto-realización. Este es el motivo del gran retraso que observamos en su desarrollo, y por razón del cual fueron necesarios muchos cientos de siglos para que el hombre llegase al estado social actual en los países más civilizados, estado que todavía se encuentra muy por debajo del ideal hacia el que nos dirigimos. El hombre tuvo que agotar todas las estupideces y posibles adversidades para poder realizar el mínimo de razón y justicia que hoy prevalece en el mundo.

 La última fase y la meta suprema de todo el desarrollo humano es la libertad. Jean Jacques Rousseau y sus discípulos se equivocaron buscando esta libertad en el comienzo de la historia, cuando el hombre —carente todavía por completo de cualquier auto-conocimiento e incapaz por eso mismo de preparar cualquier tipo de contrato—, estaba sufriendo bajo el yugo de esa inevitabilidad de la vida natura a la que están sometidos todos los animales.

 

Naturaleza y libertad humana. El hombre sólo podía liberarse a sí mismo de este yugo haciendo un uso gradual de su razón, que si bien se desarrollaba muy despacio, discernía poco a poco las leyes rectoras del mundo exterior tanto como las inmanentes a nuestra propia naturaleza, y se las apropiaba —por así decirlo— transformándolas en ideas, es decir, en creaciones casi espontáneas de nuestros propios cerebros. Mientras continuaba obedeciendo a esas leyes, el hombre en realidad obedecía simplemente a sus propios pensamientos.

Respecto a la Naturaleza, ésta es la única posible dignidad y libertad para el hombre. Jamás habrá ninguna otra libertad; porque las leyes naturales son inmutables e inevitables; representan la base misma de toda existencia y constituyen nuestro propio ser, por lo cual nadie puede rebelarse contra ellas sin llegar inmediatamente al absurdo o sin provocar su propia destrucción. Pero reconociéndolas y asimilándolas con su propia mente, el hombre se eleva sobre la presión inmediata de su mundo externo; entonces, convirtiéndose a su vez en un creador y obedeciendo en lo sucesivo sólo a sus propias ideas, las transforma más o menos de acuerdo con sus necesidades progresivas, imprimiéndoles en alguna medida la imagen de su propia humanidad.

El libre albedrío universal y el elán vital. Por consiguiente, lo que llamamos mundo humano tiene al hombre por único e inmediato creador; éste lo produce superando paso a paso el mundo externo y su propia bestialidad, conquistando de esta forma para sí mismo su libertad y su dignidad humana. Las conquista impelido por una fuerza independiente de él, una fuerza irresistible inmanente a todos los seres vivos. Esta fuerza es la corriente universal de la vida, la misma que llamamos Causalidad universal, Naturaleza, que se manifiesta en todos los seres vivientes, plantas o animales, en el impulso de todo individuo a cumplir por sí mismo las condiciones necesarias para la vida de su especie, es decir, para satisfacer sus necesidades.

Voluntad libre. Este impulso, esta manifestación esencial y suprema de la vida, constituye la base de lo que denominamos voluntad. Inevitable e irresistible en todos los animales, incluido el hombre más civilizado, instintiva (y casi podríamos decir mecánica) en los organismos inferiores, más inteligente en las especies más altas, sólo alcanza plena conciencia en el hombre. Debido a su inteligencia (que le eleva sobre las pulsiones instintivas, y le permite comparar, criticar y regular sus propias necesidades), el humano es el único de los animales terrestres que posee una auto-determinación consciente, una voluntad libre.

La libertad de la voluntad es sólo relativa. Es razonable pensar que esta libertad de la voluntad humana —frente a la corriente de la vida universal o a esta causalidad absoluta donde toda voluntad es, por así decirlo, sólo un arroyuelo— sólo tiene el significado atribuido por la reflexión, en cuanto se opone a la acción mecánica o incluso al instinto. El hombre capta y percibe claramente las necesidades naturales que, una vez reflejadas en su cerebro, renacen a través de un proceso fisiológico poco conocido como la continuación lógica de sus propios pensamientos. La comprensión dentro de esta dependencia absoluta e inquebrantada le proporciona el sentimiento de auto-determinación, de una voluntad y una libertad consciente y espontánea.

Los impulsos naturales son sublimados, pero no suprimidos por el hombre. Fuera del suicidio —parcial o total— ningún hombre puede librarse de sus impulsos naturales, pero puede regularlos y modificarlos, intentando hacerlos cada vez más conformes a aquello que durante épocas diferentes de desarrollo intelectual y moral considera justo y bello[108].

La libertad de la voluntad es determinada, y no incondicional. Puesto que todo hombre, en el momento de nacer y durante todo su desarrollo vital, no es más que el resultado de un incontable número de acciones, circunstancias y condiciones, materiales y sociales, que continúan formándole mientras vive, ¿cómo podría él —un eslabón pequeño, pasajero y apenas perceptible en la concatenación universal de todos los seres presentes y pasados— conseguir la fuerza requerida para romper mediante un acto de su voluntad esta solidaridad eterna y todopoderosa, esta entidad absoluta y universal que tiene existencia real, pero que ninguna imaginación humana puede esperar comprender alguna vez?

Esta naturaleza es la madre que nos configura, alumbra, alimenta, rodea y atraviesa hasta la médula de nuestros huesos, hasta los pliegues más profundos de nuestro ser moral e intelectual, y que por último nos asfixia en sus abrazos maternales. Hemos de reconocer de una vez para siempre que frente a esta naturaleza universal no pueden existir ni independencia ni rebelión.

 

Libertad racional: la única libertad posible. Con ayuda del conocimiento y mediante una aplicación meticulosa de las leyes de la Naturaleza, el hombre se emancipa gradualmente a sí mismo. Pero no se emancipa del yugo universal soportado por todos los demás seres vivos y las cosas existentes que aparecen y desaparecen en este mundo. El hombre sólo se libera de la brutal presión ejercida sobre él por su propio mundo externo —material y social—, donde se encuentran todas las cosas y todos los hombres circundantes. Gobierna las cosas mediante su ciencia y su trabajo; en cuanto al yugo arbitrario impuesto por los hombres, se libra de él mediante la revolución.

Este es el único significado racional de la palabra libertad: el gobierno de las cosas externas, basado sobre una respetuosa obediencia a las leyes naturales. Es la independencia ante las pretensiones y los actos despóticos de los hombres; es la ciencia, el trabajo, la rebelión política y, junto con todo ello, es en definitiva la organización libre y bien concebida del medio social de acuerdo con las leyes naturales  inmanentes a toda sociedad humana. La primera y última condición de esta libertad se encuentra entonces en el sometimiento absoluto a la omnipotencia de la Naturaleza, y en la obediencia y la aplicación más estricta de sus leyes[109].

Como la mente, la voluntad es una función de la materia. Al igual que la inteligencia, la voluntad no es una chispa mística, inmortal y divina que milagrosamente cayó de los Cielos a la tierra para dar vida a pedazos de carne o cuerpos inertes. Es el producto de la carne organizada y viviente, el producto del organismo animal.

El organismo humano es el más perfecto de todos los organismos y, en consecuencia, la voluntad y la inteligencia del hombre son comparativamente lo más perfecto y, sobre todo, lo más capaz de un progreso y una perfección cada día mayores.

Poder neural y poder muscular. La voluntad, como la inteligencia, es una facultad neurológica del organismo animal, y tiene como órgano específico el cerebro... La fuerza muscular o física y la fuerza neural, o poder de la voluntad y la inteligencia, tienen esto en común: en primer lugar, que cada una depende de la organización del animal que éste recibió en el nacimiento y que, en consecuencia, son el producto de una multitud de circunstancias y causas no sólo existentes fuera de esta organización animal, sino anteriores a ella; y en segundo lugar, que todas son capaces de desarrollarse con el ejercicio y el entrenamiento, lo cual prueba una vez más que son el producto de causas y acciones externas.

Es obvio que siendo en su naturaleza e intensidad simplemente efectos de causas independientes de ellas, esas fuerzas tienen sólo una relativa independencia dentro de esa causalidad universal que constituye y comprende los mundos. ¿Qué es la fuerza muscular? Es una fuerza material de cierta intensidad generada dentro del animal por la concurrencia de influencias o causas antecedentes, que en un momento dado permite al animal oponer a la presión de las fuerzas externas una resistencia no absoluta, sino relativa.

La voluntad está determinada por la estructura del organismo. Lo mismo es cierto para la fuerza moral que llamamos poder de la voluntad. Todas las especies animales están dotadas de este poder en diversos grados, y la diferencia depende ante todo de la naturaleza particular de su organismo. Entre todos los animales de esta tierra, la especie humana está dotada con ella en el más alto grado. Pero incluso dentro de esta especie no todos los individuos reciben con el nacimiento una disposición volitiva igual, estando determinada de antemano la mayor o menor fuerza de voluntad por la salud relativa y el desarrollo normal del propio cuerpo y, sobre todo, por una estructura cerebral más o menos afortunada. He aquí, pues, desde el mismo comienzo, una diferencia de la que el hombre no es, en ningún caso, responsable. ¿Es culpa mía que la Naturaleza me dotase con una fuerza de voluntad inferior? Ni los más insensatos teólogos y metafísicos se atreverán a decir que lo que llaman almas —es decir, la suma total de facultades afectivas, intelectuales y volitivas que cada uno recibe con el nacimiento— son todas iguales.

El papel del ejercicio en el entrenamiento de la voluntad. Desde luego, la facultad volitiva puede desarrollarse mediante la educación y los ejercicios apropiados, como las demás facultades del hombre. Estos ejercicios acostumbran gradualmente a los niños a reprimir la manifestación inmediata de cualquier impresión leve, y a controlar en mayor o menor medida los movimientos reflejos de sus músculos cuando se ven estimulados por sensaciones internas y externas transmitidas por los nervios.

En un estadio ulterior, cuando en el niño se ha desarrollado en cierta medida el poder reflexivo mediante una adecuada educación del carácter, el mismo ejercicio —cada vez más consciente, apoyado en la creciente inteligencia del niño y basándose sobre el poder volitivo que se desarrolla en su interior— entrena al niño para reprimir la expresión inmediata de sus sentimientos y deseos, y dominar todos los movimientos voluntarios del cuerpo (así como los de aquello que se denomina su alma, su pensamiento mismo, sus palabras y actos), sometiéndolos a una finalidad dominante, sea ésta buena o mala.

¿El hombre es responsable de su formación? La voluntad del hombre, así desarrollada y entrenada, no es evidentemente sino el producto de influencias que están fuera de él y que, actuando sobre la voluntad, la determinan y configuran con independencia de sus propias resoluciones. ¿Puede un hombre ser considerado responsable de la formación —mala o buena, adecuada o inadecuada— que obtiene?...

Hasta cierto punto, un hombre puede convertirse en su propio educador, en su propio instructor tanto como creador. Pero debe observarse que cuanto adquiere es sólo una independencia relativa, y que en modo alguno está liberado de la dependencia inevitable o de la solidaridad absoluta mediante la cual él, como ser vivo, está encadenado irrevocablemente al mundo natural y social[110].


9. EL HOMBRE, SOMETIDO A LA INEVITABILIDAD UNIVERSAL

La voluntad animal o humana no es la fuerza motriz creadora. Tras probar que la voluntad animal, incluida la humana, es un poder limitado capaz, como más tarde veremos, de modificar hasta cierto punto —mediante el conocimiento de las leyes naturales y sometiendo estrictamente sus acciones a dichas leyes— las relaciones entre el hombre y las cosas que le rodean, así como las relaciones entre las cosas mismas (pero incapaz de producir o crear la esencia de la vida animal); tras probar que el poder relativo de esta voluntad, contrastado con el único poder absoluto existente de la causalidad universal, aparecería como una impotencia absoluta o como una causa relativa de nuevos efectos relativos determinados y producidos por la misma causalidad, resulta evidente que no hemos de buscar la poderosa fuerza motriz creadora del mundo animal y humano en la voluntad humana, sino en la solidaridad universal e inevitable de cosas y seres.

La fuerza motriz universal es ciega e inconsciente. Esta fuerza-motriz no la llamamos ni inteligencia ni voluntad. De hecho, no tiene y no puede tener auto-conciencia alguna, ni determinación o resolución propias. No es el ser singular, indivisible y sustancial concebido por los meta-físicos, sino el producto y —como dije— el resultado eternamente reproducido por todas las transformaciones de los seres y cosas dentro del universo. En una palabra, no es una idea sino un hecho universal, más allá del cual resulta imposible concebir nada. Y este hecho no es en modo alguno un ser inmutable, sino el movimiento perpetuo que se manifiesta y forma en una infinidad de acciones y reacciones relativas de índole mecánica, física, química, geológica, vegetal, animal y humana. Como resultante de esa combinación de movimientos relativos e incontables, esta fuerza motriz universal es tan poderosa como inevitable, ciega e inconsciente.

Crea mundos, y es al mismo tiempo su producto. En todos los dominios de la naturaleza terrestre, se manifiesta a través de leyes o formas particulares de desarrollo. En el mundo orgánico y en la formación geológica de nuestra esfera se presenta como la incesante acción y reacción de leyes mecánicas, físicas y químicas que aparentemente pueden reducirse a una ley básica: la ley de gravitación y movimiento, o más bien de atracción material, de la que las demás leyes son sólo sus diversas manifestaciones y transformaciones. Tales leyes, como ya he indicado, son generales en el sentido de que comprenden todos los fenómenos producidos sobre la tierra, gobernando las relaciones y el desarrollo de la vida orgánica, vegetal, animal y social, así como la totalidad inorgánica de las cosas.

La ley de nutrición, formulada por Augusto Comte. En el mundo orgánico, la misma fuerza motriz universal se manifiesta a través de una nueva ley basada sobre la suma total de las leyes generales; naturalmente, es una nueva transformación cuyo secreto se nos ha escapado hasta el presente, pero que constituye una ley particular en el sentido de manifestarse sólo en los seres vivientes: las plantas, los animales y el hombre. Es la ley de nutrición, que utilizando la expresión de Augusto Comte* consiste en: «1. La absorción interior de materiales nutritivos extraídos del sistema ambiente y su asimilación gradual. 2. La exhalación hacia el exterior de moléculas, que a partir de ese momento se hacen extrañas al organismo y se desintegran necesariamente en la realización de la nutrición».

Esta ley es particular en el sentido de que no se aplica al mundo inorgánico, pero es general y fundamental para todos los seres vivos. El problema de la nutrición, el gran problema de la economía social, es la base real para todos los desarrollos posteriores de la humanidad.

Sensibilidad e irritabilidad: las propiedades del mundo animal. En el propio mundo animal, esta misma fuerza motriz universal reproduce la ley genérica de nutrición en una forma nueva y peculiar, combinándola con dos propiedades que distinguen a los animales de las plantas: la sensibilidad y la irritabilidad. Estas facultades son evidentemente materiales, y las facultades llamadas ideales —el sentimiento denominado moral, en contraste con la sensación física, así como las facultades de la voluntad y la inteligencia— no son sino su expresión más elevada o su transformación última. Ambas propiedades —sensibilidad e irritabilidad— sólo se encuentran entre los animales. Combinadas con la ley de nutrición, que es común a los animales y a las plantas, esas propiedades constituyen la ley genérica particular de todo el mundo animal[111].

La génesis de los hábitos animales. Las diversas funciones que llamamos facultades animales no son optativas, en el sentido de que el animal pueda ejercitarlas o no. Todas las facultades son propiedades esenciales, necesidades inherentes a la organización animal. Las diferentes especies, familias y clases de animales difieren entre ellas por la total ausencia de algunas facultades o por el superdesarrollo de unas a expensas de otras.

Incluso dentro de las especies, familias y clases animales, los individuos no tienen la misma fortuna. El espécimen perfecto es aquel en el que se encuentran armoniosamente desarrollados todos los órganos característicos del orden al cual pertenece el individuo. La carencia o la debilidad de uno de esos órganos constituye un defecto, y cuando el órgano es de un tipo esencial puede llevar a que el individuo se convierta en un monstruo. Monstruosidad o perfección, excelencia o defecto, todo esto le viene dado al individuo por la Naturaleza, y es recibido por él en su nacimiento.

Pero cuando una facultad existe ha de ser ejercitada,  y   hasta que el animal llega a un estadio de ocaso natural no dejará de tender necesariamente a su desarrollo y fortalecimiento mediante el ejercicio repetido, que crea hábito, y el hábito es la base de todo desarrollo animal. Cuanto más se ejerce y desarrolla, más se convierte en una fuerza irresistible dentro del animal, en una fuerza que debe ser obedecida implícitamente.

 

El animal se ve forzado a ejercitar sus facultades. Acontece a veces que una enfermedad o circunstancias externas más poderosas que la tendencia natural del individuo excluyen el ejercicio o desarrollo de una o varias facultades. En ese caso los órganos respectivos se atrofian, y el organismo entero sufre con arreglo a la importancia de esas facultades y sus órganos correspondientes. El individuo puede morir a causa de ello, pero si vive ha de ejercitar las facultades restantes bajo amenaza de muerte. En consecuencia, el individuo no es el dueño de esas facultades, sino su agente involuntario, su esclavo.

...Al ser un organismo vivo, dotado con la doble propiedad de la sensibilidad y la irritabilidad, capaz en cuanto tal de experimentar dolor tanto como placer, todo animal —incluido el hombre— se ve forzado por su propia naturaleza a comer, beber y desplazarse. Ha de hacerlo para obtener alimento, y también respondiendo a la necesidad suprema de sus músculos. A fin de mantener su existencia, el organismo debe protegerse contra cualquier cosa que amenace su salud, su alimento y todas las condiciones de su vida. Debe amar, copular y procrear. En la medida de su capacidad intelectual, debe reflexionar sobre las condiciones exigidas para la preservación de su propia existencia. Debe querer todas esas condiciones para sí. Y dirigido por una especie de previsión basada en la experiencia, jamás ausente por completo en animal alguno, se ve forzado a trabajar, en la medida de su inteligencia y su fuerza muscular, para prepararse el futuro más o menos distante.

El impulso animal alcanza el estadio de la autoconciencia en el hombre. Inevitable e irresistible en todos los animales, sin exceptuar al hombre más civilizado, esta tendencia imperiosa y fundamental de la vida constituye la base misma de todas las pasiones animales y humanas. Es instintiva, podríamos decir mecánica, en las organizaciones inferiores; es más consciente en las especies más elevadas, y alcanza el estadio de la plena autoconciencia sólo en el hombre, que está dotado con la facultad preciosa de combinar, agrupar y expresar plenamente sus pensamientos. El hombre es el único animal capaz de abstraerse en su pensamiento del mundo externo, e incluso de su propio mundo interno, elevándose así a la universalidad de las cosas y los seres. Como puede verse a sí mismo desde las alturas de esta abstracción, como un objeto de su propio pensamiento, puede comparar, criticar, ordenar y subordinar sus propias necesidades, sin transgredir las condiciones vitales de su propia existencia. Todo ello le permite —naturalmente, dentro de límites muy estrechos, y siempre sin poder cambiar nada en el flujo universal e inevitable de causas y efectos— determinar mediante la reflexión abstracta sus propios actos, cosa que le proporciona en relación con la Naturaleza la falsa apariencia de una espontaneidad e independencia absoluta[112].

¿Qué tipo de voluntad libre posee el hombre? ¿Posee realmente el hombre una voluntad libre? Sí y no, depende de lo que se quiera decir con esta expresión. Si por voluntad libre se entiende voluntad arbitraria, es decir, una presunta facultad del individuo humano para determinarse con libertad e independencia de cualquier influencia externa; y si, como mantienen todas las religiones y sistemas metafísicos, gracias a esta presunta voluntad libre el hombre ha de ser excluido del principio de causalidad universal que determina la existencia de todo y hace que cada cosa dependa de todas las demás, no podemos sino rechazar esa libertad como un sinsentido, pues nadie puede existir fuera de esa causalidad universal[113].

La estadística como ciencia sólo es posible sobre la base del determinismo social. El socialismo, basado sobre la ciencia positiva, rechaza absolutamente la doctrina de la «voluntad libre». Admite que todos los llamados vicios y virtudes de los hombres son sólo el producto de la acción combinada de la Naturaleza y la sociedad.

La Naturaleza, mediante el poder de influencias etnográficas, fisiológicas y patológicas, produce las facultades y tendencias que se denominan naturales, mientras que la organización social las desarrolla, las reprime o corrompe su desarrollo. Todos los hombres, sin excepción, son lo que han hecho de ellos la Naturaleza y la sociedad en todo momento de sus vidas.

Sólo esta necesidad natural y social hace posible la aparición de la estadística como ciencia. Dicha ciencia no se contenta con verificar y enumerar hechos sociales, sino que además intenta explicar la conexión y la correlación de dichos hechos en la organización de la sociedad. Las estadísticas criminales, por ejemplo, demuestran que en un mismo país y en una misma ciudad, durante un período de diez, veinte o treinta años, se repite cada año casi en la misma proporción el mismo crimen o delito; es decir, mientras ninguna crisis política o social haya cambiado allí la actitud de la sociedad. Todavía más sorprendente es que los métodos usados para cometer crímenes se repitan también de año a año con la misma frecuencia. Por ejemplo, el número de crímenes por envenenamiento, arma blanca y de fuego, así como la cifra de suicidios cometidos de cierta manera, son casi siempre invariables. Esto llevó a Quetelet a hacer su memorable afirmación: «La sociedad prepara los crímenes, y los individuos se limitan a cometerlos».

 

La idea de la voluntad libre lleva a su corolario, la idea de la providencia. Esta repetición periódica de los mismos hechos sería imposible si las inclinaciones morales e intelectuales de los hombres, así como sus actos, dependieran de una «voluntad libre». El término «voluntad libre» no tiene significado en absoluto, o indica que el individuo toma decisiones espontáneas y auto-determinadas, completamente ajenas a cualquier influencia exterior del orden natural o social. Pero si así fuese, si los hombres sólo dependieran de sí mismos, el mundo estaría regido por un caos que suprimiría cualquier solidaridad entre las gentes. Los millones de voluntades libres, independientes entre sí, tenderían a la destrucción mutua, y sin duda lo lograrían de no ser por la voluntad despótica de la divina Providencia que «los guía mientras bullen y se trompican», y que degradándolos a todos al mismo tiempo, pone orden en la humana confusión.

Las implicaciones prácticas de la idea de la providencia divina. Este es el motivo de que todos los defensores de la doctrina del libre albedrío se vean llevados por la lógica a reconocer la existencia y la acción de una Providencia divina. Tal es la base de todas las doctrinas teológicas y metafísicas. Constituyen un sistema grandioso que durante largo tiempo satisfizo a la conciencia humana, y hemos de admitir que, desde el punto de vista del pensamiento abstracto o de la fantasía poética y religiosa, impresionan por su armonía y grandeza. Pero, desgraciadamente, su contrapartida apoyada sobre la realidad histórica ha sido siempre aterradora, y el propio sistema no puede soportar la prueba del criticismo científico.

De hecho, sabemos que mientras el Derecho Divino reinó sobre la tierra, la gran mayoría de las personas estaban sometidas a una explotación brutal e inmisericorde, que eran atormentadas, oprimidas y masacradas. Sabemos que hasta el presente, las masas del pueblo han sido mantenidas en la esclavitud en nombre de la divinidad religiosa y metafísica. Y no podía ser de otro modo, porque si el mundo —la Naturaleza tanto como la sociedad humana— estuviese gobernado por una voluntad divina, no habría lugar en él para la libertad humana. La voluntad del hombre es necesariamente débil e impotente ante la voluntad de Dios. En consecuencia, cuando intentamos defender la libertad metafísica, abstracta o imaginaria de los hombres, el libre albedrío, terminamos negando la libertad real. Ante Dios, el Omnipotente y Omnipresente, el hombre es sólo un esclavo. Y puesto que la libertad humana es destruida por la Providencia Divina, sólo permanecen los privilegios, es decir, los derechos especiales otorgados por la Gracia Divina a ciertos individuos, a cierta jerarquía, dinastía o clase[114].

La ciencia rechaza el libre albedrío. La experiencia acumulada, coordinada y asimilada que denominamos ciencia demuestra que el «libre albedrío» es una ficción insostenible contraria a la naturaleza de las cosas. Lo que llamamos voluntad es únicamente la manifestación de un cierto tipo de actividad neurológica, lo mismo que nuestra fuerza física es el resultado de la actividad de nuestros músculos. En consecuencia, ambas son igualmente productos de la vida natural y social, es decir de las condiciones físicas y sociales en medio de las cuales nace y crece todo hombre[115].

La voluntad y la inteligencia son sólo relativamente independientes. Así concebidas y explicadas, la libertad y la inteligencia del hombre ya no pueden considerarse un poder absolutamente autónomo, independiente del mundo material y capaz, al concebir pensamientos y acciones espontáneas, de romper la inevitable cadena de causas y efectos que constituye la solidaridad universal de los mundos. La aparente independencia de la voluntad y la inteligencia es en gran medida relativa, pues al igual que la fuerza muscular del hombre, esas fuerzas o capacidades nerviosas se producen en todo individuo por la concurrencia de circunstancias, influencias y acciones externas —materiales y sociales— que son absolutamente independientes de su pensamiento y su voluntad. Y lo mismo que hemos tenido que rechazar la posibilidad de lo que los metafísicos llaman ideas espontáneas, hemos de rechazar los actos espontáneos de la voluntad, la libertad arbitraria de la voluntad y la responsabilidad moral del hombre, en el sentido teológico, metafìsico y jurídico de la palabra[116].

La responsabilidad moral en los hombres y animales. Nadie habla de la voluntad libre de los animales. Todos coinciden en que los animales están gobernados durante todos los momentos de su vida y todos sus actos por causas independientes de su pensamiento y su voluntad. Nadie duda de que los animales siguen inevitablemente los impulsos recibidos del mundo externo y de su naturaleza interna; en una palabra, no hay posibilidad de que sus ideas y los actos espontáneos de su voluntad suspendan el flujo universal de la vida y, en consecuencia, no pueden cargar con responsabilidad jurídica o moral alguna. Sin embargo, todos los animales están indudablemente dotados de voluntad e inteligencia. Entre las facultades correspondientes de los animales y el hombre sólo hay una diferencia cuantitativa, una diferencia de grado. ¿Por qué, entonces, declaramos que el hombre es absolutamente responsable, y el animal carece absolutamente de responsabilidad?

Creo que el error no está en esta idea de responsabilidad, que existe de un modo muy real tanto en los hombres como en los animales, aunque en diferentes grados. El error está en el sentido absoluto que nuestra vanidad humana, apoyada sobre una aberración teológica o metafísica, otorga a la responsabilidad humana. Todo el error está en este adjetivo, absoluto. El hombre no es absolutamente responsable, y los animales no son absolutamente irresponsables. La responsabilidad de unos y otros es proporcional al grado de reflexión del que son capaces.

 

La responsabilidad existe, pero es relativa. Podemos aceptar como axioma general que nada existe ni puede ser producido en el mundo humano si no existe en el mundo animal, al menos en estado embrionario, pues la humanidad es simplemente el último desarrollo de la animalidad sobre la tierra. De ello se sigue que si no existe una responsabilidad animal, no puede haber una responsabilidad por parte del hombre, estando este último sometido a la absoluta potencia de la Naturaleza tanto como el animal más imperfecto de la tierra; desde un punto de vista absoluto, el animal y el hombre son igualmente irresponsables.

Pero hay sin duda dentro del mundo animal una responsabilidad relativa con diversos grados. Imperceptible en las especies inferiores, se hace bastante pronunciada en los animales con organización superior. Las bestias crían a su prole y desarrollan en ella, a su manera, la inteligencia —es decir, la comprensión o el conocimiento de las cosas— y la voluntad, es decir, la facultad o la fuerza interna que nos permite controlar nuestros movimientos instintivos. Los animales incluso castigan con ternura paternal la desobediencia de sus pequeños. De ahí que hasta entre los animales aparezca el comienzo de la responsabilidad moral.

La voluntad del hombre está determinada en todo instante. Hemos visto que el hombre no es responsable de las capacidades intelectuales recibidas por el nacimiento, ni de la mala o buena formación recibida antes de llegar a la madurez o, al menos, antes de la pubertad. Pero entonces llegamos a un momento en que el hombre se hace consciente de sí, en que, dotado con las cualidades morales e intelectuales inculcadas a través de la educación recibida del exterior, se convierte de algún modo en su propio creador, evidentemente capaz de desarrollar, expandir y fortalecer su voluntad y su inteligencia. ¿Se debe considerar responsable al hombre si no consigue hacer uso de esta posibilidad interna?

Pero ¿cómo puede considerársele responsable? Es evidente que en el instante de descubrirse capaz o moralmente obligado a tomar su resolución de trabajar sobre sí todavía no ha realizado este trabajo espontáneo e interno que le convertirá de algún modo en su propio creador; en ese momento, no es sino el producto de las influencias externas que le condujeron hasta allí. En consecuencia, la resolución que está a punto de tomar no depende del poder de la voluntad y el pensamiento auto-adquiridos —pues su propio trabajo todavía no ha comenzado—, sino de aquello que ya le han dado la Naturaleza y su educación, cosa independiente de sus propias resoluciones. La decisión, buena o mala, que está a punto de tomar será el efecto o el producto inmediato de la Naturaleza y de su educación, de las cuales no es responsable. De aquí se deduce que dicha resolución no implica en modo alguno responsabilidad por parte de quien la toma.

La inevitabilidad universal rige a la voluntad humana. Es evidente que la idea de la responsabilidad humana, idea por completo relativa, no puede aplicarse al hombre aislado y considerado como un individuo en estado de naturaleza, desligado del desarrollo colectivo de la sociedad. Visto como tal en presencia de esa causalidad universal, en cuyo seno todo cuanto existe es al mismo tiempo causa y efecto, creador y criatura, cualquier hombre aparece en todo instante de su vida como un ser absolutamente determinado e incapaz de romper, o incluso de interrumpir el flujo universal de la vida, con lo cual es despojado de toda responsabilidad jurídica. Con toda la autoconciencia producida dentro de él por el espejismo de una falsa espontaneidad, y a pesar de su voluntad e inteligencia —que son las condiciones indispensables para construir su libertad contra el mundo externo, incluidos los hombres que le rodean— el hombre, como todos los animales sobre esta tierra, permanece absolutamente sometido a la inevitabilidad universal que gobierna al mundo[117].


10. LA RELIGIÓN EN LA VIDA DEL HOMBRE

La génesis de la fe en Dios debe ser objeto de un estudio racional. Para las personas que piensan lógicamente y cuyas mentes funcionan al nivel de la ciencia moderna, esta unidad del Universo y el Ser se ha convertido en un hecho bien establecido. Sin embargo, hemos de admitir que este hecho —tan simple y autoevidente como para hacer absurda cualquier otra actitud— se encuentra en contradicción flagrante con la conciencia universal de la humanidad. Esta última, manifestándose a lo largo de la historia en formas ampliamente diversas, ha admitido siempre unánimemente la existencia de dos mundos distintos: el mundo espiritual y el mundo material, el mundo divino y el mundo real. Empezando por los toscos fetichistas, que adoraban en el mundo circundante la acción de algún poder sobrenatural encarnado en algún objeto material, todos los pueblos han creído y siguen creyendo en la existencia de algún tipo de divinidad.

Esta abrumadora unanimidad tiene para muchos individuos más peso que las pruebas de la ciencia; y si la lógica de un pequeño número de pensadores, coherentes pero aislados, contradice el consenso universal, tanto peor —afirman tales individuos— para esa lógica.

De este modo, la antigüedad y la universalidad de la creencia en Dios se han convertido en pruebas irrefutables de su existencia, frente a toda ciencia y toda lógica. Pero, ¿por qué ha de ser así? Hasta la era de Copernico y Galileo todo el mundo, a excepción de los pitagóricos, creía que el sol giraba alrededor de la tierra. ¿Probaba la universalidad de dicha creencia la validez de sus suposiciones? Comenzando con el origen de la sociedad histórica y terminando en nuestro propio período, una pequeña minoría conquistadora ha explotado y sigue explotando el trabajo forzado de las masas de trabajadores, esclavos o asalariados. ¿Se sigue de ello que la explotación del trabajo de alguien por parte de parásitos no sea una iniquidad, un robo y un saqueo? He aquí dos ejemplos para probar que los argumentos de nuestros deístas carecen por completo de valor.

De hecho, no hay nada más universal y más antiguo que el absurdo; al contrario, la verdad es relativamente mucho más joven, pues constituye siempre el resultado y el producto del desarrollo histórico, jamás su punto de partida. Porque el hombre, primo por origen si no descendiente directo del gorila, comenzó en la oscura noche del instinto animal hasta llegar al amplio mediodía de la razón. Esto explica plenamente sus absurdos pasados, y nos consuela en parte de sus errores presentes. Todo el desarrollo histórico del hombre es simplemente un proceso de abandono progresivo de la pura animalidad mediante la creación de su humanidad.

De aquí se deduce que la antigüedad de una idea, en vez de demostrar nada, debe al contrario despertar nuestras sospechas. En cuanto a la universalidad de una falacia, sólo prueba una cosa: la identidad de la naturaleza humana en todo momento y en todo clima. Puesto que todos los pueblos han creído y siguen creyendo en Dios, hemos de concluir, sin dejarnos dominar por este concepto discutible, que a nuestro juicio no puede prevalecer contra la lógica ni contra la ciencia, que la idea de la divinidad, producida sin duda por nosotros mismos, es un error necesario en el desarrollo de la humanidad. Debemos preguntarnos cómo y por qué llegó a nacer, y por qué todavía es necesario para la gran mayoría de la especie humana[118].

El estudio del origen de la religión es tan importante como su análisis critico. No seremos capaces de destruir la idea del mundo sobrenatural o divino, anclada en la opinión de la mayoría, hasta explicarnos cómo llegó a nacer esa idea y cómo tenía necesariamente que aparecer en el desarrollo natural de la mente y la necesidad humana, por muy fuerte que pueda ser nuestra convicción científica sobre el carácter absurdo de la misma. Sin este conocimiento, jamás podremos atacarla en las profundidades del ser humano donde tiene sus raíces. Condenados a una lucha estéril e inacabable, habríamos de contentarnos con batirla solamente sobre la superficie, en sus incontables manifestaciones, cuyo absurdo podrá ser revelado gracias a los golpes del sentido común, pero que reaparecerá en formas nuevas y no menos carentes de sentido. Mientras permanezca intacta la raíz de la creencia en Dios, no dejará de suscitar nuevos brotes. Así, por ejemplo, en ciertos círculos de la sociedad civilizada el espiritismo tiende a establecerse sobre las ruinas de la Cristiandad[119].

¿Cómo pudo llegar a surgir la idea del dualismo? Estamos más convencidos que nunca de la necesidad urgente de resolver la cuestión siguiente: puesto que el hombre forma un todo con la naturaleza y no es sino el producto material de una cantidad indefinida de causas exclusivamente materiales, ¿cómo llegó a nacer, se estableció y echó raíces tan profundas en la conciencia humana esta dualidad de los dos mundos opuestos, uno material y otro espiritual, uno divino y otro natural?[120]

 

La fuente de la religión. La incesante acción y reacción del todo sobre cada punto singular, y la acción recíproca de cada punto singular sobre el todo constituye la vida, como hemos dicho. Ella es la ley suprema y genérica, la totalidad de mundos que eternamente produce y es producida al mismo tiempo. Eternamente activa y todopoderosa, esta solidaridad universal o causalidad mutua que en lo sucesivo llamaremos Naturaleza creó —entre el número incontable de otros mundos— nuestra tierra con su jerarquía de seres, desde los minerales hasta el hombre. Reproduce constantemente esos seres, los desarrolla, los nutre y preserva, y cuando les llega el momento —muchas veces antes— los destruye, o más bien los transforma en otros seres. Ella es, pues, el poder omnipotente frente al cual resulta impensable la independencia y la autonomía; el ser supremo que comprende y atraviesa con su acción irresistible la existencia de todos los seres. Entre los vivientes, no hay uno solo que no lleve dentro de sí en una forma más o menos desarrollada el sentimiento o la percepción de esta suprema influencia y de esta dependencia absoluta[121].

La esencia de la religión es el sentimiento de dependencia absoluta en relación con la naturaleza eterna. La religión, como todas las demás cosas humanas, tiene su fuente primaria en la vida animal. Es imposible decir que ningún animal, excepto el hombre, tenga algo próximo a una religión definida, porque incluso la más tosca de las religiones supone un grado de reflexión no alcanzado todavía por animal alguno, excepto el hombre. Pero es también imposible negar que la existencia de todos los animales, sin excepción, revela todos los elementos o materiales constitutivos de la religión, exceptuando por supuesto ese aspecto ideal —el pensamiento— que pronto o tarde la destruirá. De hecho, ¿cuál es la verdadera sustancia de toda religión? Es precisamente este sentimiento de absoluta dependencia del individuo efímero en relación con la Naturaleza eterna y omnipotente.

El miedo instintivo es el comienzo de la religión. Es difícil para nosotros observar este sentimiento y analizar todas sus manifestaciones en los animales de especies inferiores. Sin embargo, podemos decir que el instinto de auto-preservación, encontrado incluso en las organizaciones animales comparativamente más pobres, es una especie de sabiduría común engendrada en todos bajo la influencia de un sentimiento que, como hemos afirmado, constituye un efecto religioso en su naturaleza. En los animales dotados de una organización más completa y más próxima al hombre, este sentimiento se manifiesta de un modo más perceptible para nosotros, por ejemplo, el pánico instintivo que se apodera de ellos cuando se produce alguna gran catástrofe natural como los terremotos, los fuegos forestales o las grandes tormentas. En general, podríamos decir que el miedo es uno de los sentimientos predominantes de la vida animal.

Todos los animales que viven en libertad son tímidos, lo cual demuestra que viven en un estado de miedo instintivo incesante, obsesionados siempre con la sensación del peligro; es decir, son conscientes en alguna medida de una influencia todopoderosa que siempre y en todas partes los persigue, los penetra y los rodea. Este temor —los teólogos dirían temor de Dios— es el comienzo de la sabiduría, es decir, de la religión. Pero en los animales no llega a convertirse en religión porque carecen del poder reflexivo que dicta el sentimiento, determina su objeto y lo transmuta en conciencia, en pensamiento. Por consiguiente, tienen razón las pretensiones de que el hombre constituye un ser religioso por naturaleza: es religioso como otros animales, pero sobre la tierra él es el único consciente de su religión.

El miedo es el primer objeto del pensamiento reflexivo naciente. Se dice que la religión es el primer despertar de la razón; sí, pero en la forma de la sinrazón. La religión, como acabamos de observar, comienza con el miedo. En efecto, el hombre, al despertar con los primeros rayos del sol interior que llamamos conciencia y al emerger lentamente, paso a paso, del semi-sueño sonambúlico y la existencia totalmente instintiva que llevaba mientras se encontraba aún en el estado de pura inocencia o estado animal —tras haber nacido, además, como todos los animales, con miedo a ese mundo externo que le produce y le nutre, pero que al mismo tiempo le oprime, le asfixia y amenaza con devorarle en todo instante—, el hombre estaba destinado a hacer del miedo mismo el primer objeto de su pensamiento reflexivo naciente.

Puede suponerse que en el hombre primitivo, al despertar su inteligencia, este temor instintivo debe haber sido más fuerte que el de los animales de otras especies. En primer lugar, porque el hombre nació peor equipado para la lucha en comparación con otros animales, y porque su infancia dura mucho más. También porque esa misma facultad del pensamiento reflexivo, recién surgida a lo abierto y esperando todavía alcanzar un grado de madurez y poder suficiente para discernir y utilizar objetos externos, estaba destinada a arrancar al hombre de la unión y la armonía instintiva con la Naturaleza donde —al igual que su primo, el gorila— moró antes de despertar su pensamiento. En consecuencia, el poder de reflexión le aisló dentro de esta Naturaleza que, habiéndose hecho extraña, estaba destinada a aparecer tras el prisma de su imaginación, estimulada y ampliada por el efecto de esta incipiente reflexión como un poder sombrío y misterioso, infinitamente más hostil y amenazador que en la realidad.

 

La pauta de sensaciones religiosas entre los pueblos primitivos. Es extremadamente difícil, si no imposible, hacer un relato exacto de las primeras sensaciones y fantasías religiosas de los salvajes. En sus detalles eran probablemente tan variadas como el carácter de las diversas tribus primitivas, y tan diversas como el clima, el hábitat y las demás circunstancias donde se desarrollaron. Pero dado que esas sensaciones y fantasías eran después de todo humanas en su carácter, a pesar de esta gran diversidad de detalles estaban destinadas a tener unos pocos y simples puntos generales en común, que intentaremos determinar. Sea cual fuere el origen de los diversos grupos humanos y la separación de razas sobre esta tierra; bien sea que todos los hombres hayan tenido un Adán (un gorila o un primo del gorila) como antepasado, o bien sea que surgieron de diversos antepasados semejantes creados por la Naturaleza en diferentes puntos y en diferentes épocas con una relativa independencia entre sí, la facultad que propiamente constituye y crea la humanidad de todos los hombres —la reflexión, el poder de abstracción, la razón, el pensamiento, en una palabra, la facultad de concebir ideas (y las leyes determinantes de la manifestación de esta facultad)— permanece idéntica en todos los tiempos y lugares. Esas leyes son inmodificables en todo lugar y momento, y ningún desarrollo humano puede contrariarlas. Esto nos permite creer que las fases principales observadas en el primer desarrollo religioso de un pueblo tienden forzosamente a reproducirse en el desarrollo de todas las demás poblaciones de la tierra.

El fetichismo, la primera religión, es una religión del miedo. A juzgar por los unánimes informes de viajeros que durante siglos han estado visitando las islas oceánicas, o de los que en nuestros días han penetrado hasta el interior de África, el fetichismo ha debido ser la primera religión, la religión de todos los pueblos salvajes, los menos alejados del estado de Naturaleza. Pero el fetichismo es simplemente una religión del miedo. Es la primera expresión humana de esa sensación de dependencia absoluta mezclada con terror instintivo que hallamos en el fondo de toda vida animal y que, como hemos dicho, constituye la relación religiosa con la Naturaleza omnipotente propia del individuo, incluso en las especies más inferiores.

¿Quién no conoce la influencia y la impresión producida en todos los seres vivientes, sin exceptuar las plantas, por los grandes fenómenos regulares de la Naturaleza, como la salida y la puesta del sol, la luz lunar, el paso de las estaciones, la sucesión del frío y el calor, la acción particular y constante del océano, de montañas, desiertos, o catástrofes naturales como las tempestades, los eclipses y terremotos, y también las relaciones diversas y mutuamente destructivas de los animales entre sí y con las especies vegetales? Todo esto constituye para cada animal una totalidad de condiciones de existencia, un carácter y una naturaleza específica, y nos sentimos casi tentados a decir que un culto particular, porque en todos los animales y seres vivientes podemos encontrar una especie de adoración a la Naturaleza, compuesta por una mezcla de temor y júbilo, esperanza y angustia, muy semejante a la religión humana en cuanto al sentimiento. Ni siquiera faltan la invocación y la adoración.

La diferencia entre el sentimiento religioso del hombre y el del animal. Pensemos en el perro amaestrado que suplica de su dueño una caricia o una mirada; ¿no es la imagen de un hombre arrodillándose ante su Dios? Ese perro, con su imaginación, e incluso con los rudimentos pensantes desarrollados dentro de él por la experiencia, ¿no transfiere la omnipotencia de la Naturaleza a su dueño, como el hombre la transfiere a Dios? ¿Cuál es la diferencia entre el sentimiento religioso del hombre y el del perro? No se trata de la reflexión en cuanto tal, sino del grado de reflexión, o más bien de la capacidad para establecerla y concebirla como un pensamiento abstracto, generalizándolo mediante su designación con un nombre, pues el lenguaje humano posee la característica específica de expresar únicamente un concepto, una generalidad abstracta, y nunca las cosas reales que actúan inmediatamente sobre nuestros sentidos.

Puesto que el lenguaje y el pensamiento son dos formas diferenciadas, pero inseparables, del mismo acto humano reflexivo, al establecer el objeto de terror y adoración animal o el primer culto natural del hombre la reflexión lo universaliza y lo transforma en una entidad abstracta, tratando de designarlo mediante un nombre. El objeto realmente adorado por cualquier individuo es siempre el mismo: es esta piedra, este trozo de madera; pero desde el momento de recibir una palabra se convierte en un objeto o noción abstracta, en un trozo de madera o una piedra en general. De este modo, con el primer despertar del pensamiento manifestado en el lenguaje comienza el mundo exclusivamente humano, el mundo de abstracciones.

 

Los primeros brotes de la facultad de abstracción. Debido a esta facultad de abstracción, como hemos dicho, el hombre, nacido en la naturaleza y producido por ella, se crea bajo esas condiciones una segunda existencia conforme a su ideal y capaz —como él— de un desarrollo progresivo[122]. Esta facultad de abstracción, fuente de todos nuestros conocimientos e ideas, es la causa única de todas las emancipaciones humanas.

Pero el primer despertar de esta facultad, que no es sino la razón, no produce inmediatamente libertad. Cuando comienza a funcionar dentro del hombre, desembarazándose lentamente de los pañales de su instinto animal, no se manifiesta como una reflexión razonada que reconoce su propia actividad y es plenamente consciente de ella, sino como una reflexión imaginativa, como sinrazón. Como tal, va emancipando gradualmente al hombre de la esclavitud natural que se le impuso desde la cuna sólo para someterle a una esclavitud nueva y mil veces más dura y terrible: la esclavitud de la religión.

¿Es el fetichismo un paso atrás, comparado con los sentimientos religiosos primitivos de los animales? La reflexión imaginativa del hombre transforma el culto natural —cuyos elementos y huellas ya hemos observado en todos los animales— en un culto humano, que en su forma más elemental es el fetichismo. Ya hemos indicado el ejemplo de animales que adoran instintivamente los grandes fenómenos de la naturaleza cuando están ejerciendo sobre sus vidas una influencia poderosa e inmediata, pero jamás hemos oído hablar de animales que adoren un trozo inofensivo de madera, un paño de cocina, un hueso o una piedra, aunque encontremos esa práctica en la religión primitiva de los salvajes, e incluso en el catolicismo. ¿Cómo explicar esta aparentemente extraña anomalía que, a la luz de la sensatez y el sentimiento realista, pone al hombre en una situación bastante inferior a la de los animales más primitivos?

La reflexión imaginativa es la fuente de las religiones fetichistas. Este absurdo es el producto de la reflexión imaginativa del salvaje. No sólo siente el poder omnipotente de la Naturaleza como otros animales, sino que hace de él un objeto de reflexión constante, lo establece y generaliza proporcionándole algún tipo de nombre y hace de él el centro focal de sus fantasías infantiles. Incapaz todavía de comprender con su limitado pensamiento el universo, o nuestra esfera terrestre, o incluso el medio limitado donde vive, busca por todas partes el paradero de este poder omnipotente, cuyo sentimiento —ya reflejado en su conciencia— le acosa continuamente. Y por el juego de su ignorante fantasía —cuyos mecanismos serían difíciles de explicar ahora— vincula este poder omnipotente a éste o aquél trozo de madera, de tela o de piedra... Es el puro fetichismo, la religión más religiosa, es decir, la más absurda de todas las religiones.

El culto a la brujería. Después del fetichismo, y algunas veces coexistiendo con él, aparece el culto a la brujería. Aunque no sea mucho más racional, es más natural que el puro fetichismo. Nos sorprende menos, porque estamos más acostumbrados a él dada la vecindad de los brujos; espiritistas, médiums, videntes con sus hipnotizadores, e incluso sacerdotes de la Iglesia Católica Romana o de la Iglesia Ortodoxa griega pretenden tener el poder de invocar a Dios con ayuda de unas pocas fórmulas misteriosas a fin de que penetre en [«sagrada»] agua, o atraviese una transubstanciación en pan y vino. Esos domadores de la divinidad, que se somete de buen grado a sus encantamientos, ¿no son también brujos de un cierto tipo? Desde luego, su divinidad —producto de un desarrollo de varios miles de años— es mucho más compleja que la divinidad de la brujería primitiva, cuyo único objeto es la idea del poder omnipotente ya establecida por la imaginación, pero todavía indeterminada en cuanto a su carácter moral o intelectual.

La distinción de bien y mal, justo o injusto, es todavía desconocida. No sabemos todavía si esta divinidad ama u odia, qué quiere y qué no quiere; no es ni buena ni mala, es simplemente poder omnipotente y nada más. Sin embargo, el carácter de la divinidad comienza a adquirir algún perfil: es egoísta y vana, gusta del halago, de las genuflexiones, de la humillación e inmolación de seres humanos, de su adoración y sacrificios; y persigue y castiga cruelmente a quienes no desean someterse a su voluntad, es decir, a los rebeldes, los altivos, los impíos. Este, como sabemos, es el rasgo básico de la naturaleza divina en todos los dioses pasados y presentes creados por la sinrazón humana. ¿Existió alguna vez en el mundo un ser más atrozmente celoso, vano, sangriento y egoísta que el Yahvé judío o el Dios Padre de los cristianos?

 

La idea de Dios se separa del brujo. En el culto de la hechicería primitiva, la divinidad —o este poder indeterminado y omnipotente— aparece al principio inseparable de la persona del brujo: él es el propio Dios, como el fetiche. Pero tras cierto tiempo, el papel del hombre sobrenatural, del hombre-Dios, se hace insostenible para el hombre real y especialmente para el salvaje, que todavía no ha encontrado ningún medio para refugiarse de las preguntas indiscretas hechas por sus creyentes. La sensatez y el espíritu práctico del salvaje, que continúa desarrollándose paralela- mente a su imaginación religiosa, termina mostrando la imposibilidad de que sea Dios ningún hombre sometido a la debilidad y fragilidad humanas. Para él, el brujo sigue siendo sobrenatural, pero sólo en el instante en que está poseído. ¿Poseído por quién? Por el poder omnipotente, por Dios...

La próxima fase: La adoración de fenómenos naturales. Así, la divinidad suele encontrarse fuera del brujo. Pero ¿dónde buscarla? El fetiche, la cosa divina, es ya anacrónico, y el brujo u hombre-Dios está siendo también sobrepasado como estadio definido de la experiencia religiosa. En un estadio ya avanzado, desarrollado y enriquecido con la experiencia y la tradición de diversos siglos el hombre busca la divinidad lejos de él, pero todavía en el dominio de las cosas con existencia real: en el Sol, la Luna y las estrellas, el pensamiento religioso comienza a abarcar el universo.

Panteísmo: persiguiendo el alma invisible del universo. El hombre sólo pudo alcanzar este nivel después de haber pasado muchos siglos. Su facultad de abstracción, su razón ya desarrollada, se hizo más fuerte y experimentada a través del conocimiento práctico de las cosas circundantes y mediante la observación de sus relaciones o de la causalidad mutua, mientras que la recurrencia periódica de los fenómenos naturales le proporcionó el primer concepto de ciertas leyes de la Naturaleza.

El hombre comienza a sentir interés por la totalidad de los fenómenos y sus causas. Al mismo tiempo empieza a conocerse a sí mismo y, debido al poder de abstracción que le permite elevarse en el pensamiento sobre su propio ser haciendo de esto un objeto de su propia reflexión, comienza a separar su ser material y viviente de su ser pensante, su ser externo de su ser interno, su cuerpo de su alma. Pero cuando esta distinción queda hecha y establecida en su pensamiento, la transfiere naturalmente a su Dios, y comienza a buscar el alma invisible para este universo de apariencias. Fue así como estaba predestinado a aparecer el panteísmo hindú.

La pura idea de Dios. Hemos de detenernos en este                                                                                                  punto, porque aquí es donde comienza la religión en el pleno sentido de la palabra, y con ella la verdadera teología y la verdadera  metafísica. Hasta entonces la imaginación religiosa del hombre, obsesionada con la idea fija de un poder omnipotente, siguió su curso natural buscando mediante investigaciones experimentales la fuente y la causa de este poder omnipotente, primero en los objetos más próximos, luego en los fetiches, más tarde en los brujos, después en los grandes fenómenos naturales, y por último en las estrellas, pero siempre ligándolo a algún objeto visible y real, aunque pudiese hallarse muy alejado de él.

Pero ahora supone la existencia de un Dios espiritual, de un Dios invisible y extramundano. Por otra parte, hasta aquí todos sus Dioses eran seres limitados y particulares, que tenían su lugar entre otros seres no-divinos ni dotados de poder omnipotente, pero en todo caso con existencia real. Sin embargo, ahora afirma por primera vez la existencia de una divinidad universal: un Ser de Seres, la sustancia y el creador de todos los seres limitados y particulares, el alma universal de todo el universo, el gran Todo. Es aquí donde comienza el verdadero Dios y, con él, la verdadera religión.

La unidad no se encuentra en la realidad, sino que es creada en la mente del hombre. Hemos de examinar actualmente el proceso en virtud del cual llegó el hombre a este resultado, para establecer en su origen histórico la verdadera naturaleza de la divinidad.

Todo el problema se reduce a lo siguiente: ¿cómo se originó la representación del universo y la idea de esta unidad? Empecemos afirmando que la representación del universo no puede existir para el animal, pues al revés que todos los objetos reales circundantes —grandes o pequeños, próximos o lejanos— esta representación no viene dada como una percepción inmediata de nuestros sentidos. Es un ser abstracto, y en consecuencia sólo puede existir gracias a la facultad abstractiva, lo cual deja su existencia circunscrita exclusivamente al hombre.

Veamos, entonces, cómo se formó dentro del hombre. El hombre se ve rodeado por objetos externos; él mismo, en la medida en que es un ser viviente, constituye un objeto de su propio pensamiento. Todos esos objetos que aprende lenta y gradualmente a discernir están conectados entre sí por relaciones mutuas e invariables que también puede aprender a discernir en mayor o menor medida; sin embargo, a pesar de esas relaciones que unifican a los objetos sin confundirlos, las cosas permanecen separadas unas de otras. De este modo, el mundo externo sólo presenta al hombre una diversidad de objetos, acciones y relaciones incontables, separadas y distintas, sin el más leve asomo de unidad: se trata de una yuxtaposición interminable, pero no es una totalidad. ¿De dónde proviene la unidad? Yace en el pensamiento del hombre. La inteligencia humana está dotada con una facultad abstractiva que, tras examinar lentamente y por separado cierto número de objetos, permite comprenderlos instantáneamente dentro de una representación singular, unificarlos en un solo acto de pensamiento. De este modo, el pensamiento del hombre es aquello que crea la unidad y la transfiere a la diversidad del mundo externo.

 

Dios es la abstracción más alta. De aquí se deduce que esta unidad no es un ser concreto y real, sino un ser abstracto producido sólo por la facultad abstractiva del hombre. Decimos abstractiva porque, a fin de unificar tantos objetos distintos en una sola representación, nuestro pensamiento ha de abstraer todas sus diferencias —es decir, su existencia separada y real— y retener exclusivamente cuanto tienen en común. Se sigue de ello que cuanto mayor sea el número de objetos incluidos dentro de esta unidad conceptual y más extenso sea su alcance —lo cual constituye su determinación positiva— más abstracta se hace y más despojada de realidad.

Con toda su exuberancia y su transitorio esplendor, la vida ha de encontrarse por debajo, en la diversidad; con su eterna y sublime monotonía, la muerte está mucho más arriba en la escala de la unidad. Intentemos elevarnos más y más mediante este poder de abstracción, intentemos trascender todo este mundo terrestre, comprender en un solo pensamiento el mundo solar. Imaginemos esta sublime unidad: ¿qué queda capaz de llenarla? El salvaje tendría dificultades en contestar esta pregunta, pero nosotros se la contestaremos: quedará en ese caso la materia con lo que llamamos el poder de abstracción, materia en movimiento con sus diversos fenómenos, como luz, calor, electricidad, magnetismo, etc., que son —como está probado— diferentes manifestaciones de una misma cosa.

Pero si mediante el poder de esta ilimitada facultad abstractiva seguís ascendiendo sobre el mundo solar y unificáis en nuestro pensamiento no sólo los millones de soles que vemos brillando en el firmamento, sino también las miríadas de sistemas solares invisibles cuya existencia deducimos a través del pensamiento, si mediante esa misma razón que careciendo de límites para su facultad abstractiva se niega a considerar finito el universo (es decir, la totalidad de todos los mundos existentes) y luego abstrae de él a través del mismo pensamiento la existencia particular de todos y cada uno de los mundos existentes, cuando intentáis captar la unidad de este universo infinito, ¿qué queda capaz de determinarlo y llenarlo? Sólo una palabra, una abstracción: el Ser Indeterminado, es decir, la inmovilidad, el vacío, la nada absoluta, Dios.

Dios es, entonces, la abstracción absoluta, el producto del propio pensamiento humano que, como el poder de abstracción, ha trascendido todos los seres conocidos, todos los mundos existentes, y que tras haberse despojado mediante este acto de cualquier contenido real, y haber llegado nada menos que al mundo absoluto, lo pone ante sí como el Ser Supremo Uno y Único, sin reconocerse a sí mismo en esta sublime desnudez[123].


11. EL HOMBRE NECESITABA BUSCAR A DIOS DENTRO DE SÍ MISMO

Los atributos de Dios. En todas las religiones que se dividen el mundo y están dotadas de una teología  más o menos desarrollada —salvo el budismo, esa extraña doctrina que, completamente mal entendida por sus cientos de millones de seguidores, estableció una religión sin Dios—, como también en todos los sistemas metafísicos, Dios se nos aparece sobre todo como un ser supremo, eternamente preexistente y pre-determinante, que contiene en sí mismo el pensamiento y la voluntad generadora anteriores a toda existencia: la fuente y causa eterna de toda creación, inmutable y siempre igual a sí misma en el movimiento universal de los mundos creados. Como ya hemos visto, este Dios no se encuentra en el universo real, al menos en la parte del mismo al alcance del conocimiento humano. No habiendo sido capaz de encontrar a Dios fuera de sí, el hombre necesitaba buscarlo dentro. ¿Cómo lo buscó? Despreciando a todas las cosas reales y vivientes, a todos los mundos visibles y conocidos.

Pero hemos visto que al término de este estéril viaje, la facultad o acción abstractiva del hombre sólo descubre un objeto singular: él mismo, despojado de todo contenido y privado de todo movimiento; se descubre como una abstracción, como un ser absolutamente inmóvil y absolutamente vacío. Diríamos: como un no-ser absoluto. Pero la fantasía religiosa lo define como el Ser Supremo, como Dios.                                                                             

El hombre encontró a Dios y se hizo su criatura. Además, como antes observábamos, el hombre se vio llevado a esta abstracción por el ejemplo de la diferencia, e incluso el conflicto que la reflexión —ya desarrollada hasta este punto— comenzó a establecer entre el hombre externo (su cuerpo) y su ser interno, que comprende el pensamiento y la voluntad (el alma humana). No siendo consciente, por supuesto, de que este último es sólo el producto o la expresión última y siempre renovada del organismo humano; viendo, por el contrario, que en la vida cotidiana el cuerpo parece obedecer siempre las sugestiones del pensamiento y la voluntad, y suponiendo por ello que si el alma no es el creador, es al menos el señor del cuerpo (que no tiene entonces misión alguna, sino su servicio y su expresión externa), el hombre religioso, desde el momento en que, en virtud de su facultad de abstracción y del modo descrito, llegó al concepto de un ser universal y supremo que no es más que la afirmación de ese poder de abstracción como su propio objeto, lo transformó en el alma del universo entero, en Dios.

La cosa creada se convierte en creador. De este modo, el verdadero Dios —el Dios universal, externo e inmutable creado por la doble acción de la imaginación religiosa y la facultad abstractiva humana— quedó instalado por primera vez en la historia. Pero desde el momento en que Dios se consolidó y se hizo conocido, el hombre, olvidando o ignorando la acción de su propio cerebro, creadora de ese Dios, y no siendo capaz de reconocerse en lo sucesivo en su propia creación —la abstracción universal—, empezó a adorarlo. Con ello sufrieron un cambio los papeles del hombre y de Dios: la cosa creada se convirtió en el presunto creador verdadero, y el hombre tomó su lugar entre las demás criaturas miserables, como una más, escasamente privilegiada en relación al resto.

Las implicaciones lógicas del reconocimiento de un Dios. Una vez instalado Dios, el desarrollo progresivo ulterior de las diversas teologías puede explicarse naturalmente como el reflejo del desarrollo histórico de la humanidad. Pues tan pronto como la idea de un ser sobrenatural y supremo ha tomado posesión de la imaginación humana estableciéndose como una convicción religiosa —hasta el extremo de parecerle al hombre más cierta esta realidad que la de las cosas reales vistas o tocadas con las manos— empezó a parecerle natural que esta idea se convirtiese en la base principal de toda experiencia humana, y que necesariamente la modificara, la penetrara y la dominara por completo.

Inmediatamente el Ser Supremo se le apareció como el dueño absoluto, como pensamiento, voluntad, como fuente universal, como creador y regulador de todas las cosas. Nada podía rivalizar con él, y todo tenía que desvanecerse ante su presencia, pues la verdad de todo residía únicamente en el propio Dios, y cada ser particular, incluido el hombre —por muy poderoso que pudiese parecer— sólo existía debido al decreto divino. No obstante, todo ello es enteramente lógico, porque en otro caso Dios no sería el Ser Supremo, Omnipotente y Absoluto; es decir, Dios no podría existir en modo alguno.

Dios es un ladrón. Desde entonces, como consecuencia natural, el hombre atribuyó a Dios todas las cualidades, fuerzas y virtudes que descubría gradualmente en sí mismo o en su medio. Hemos visto que Dios, instalado como el ser supremo, es simplemente una abstracción absoluta, carente de toda realidad, contenido y determinación, y que está desnudo y nulo como la propia nada. Como tal, se llena y enriquece con todas las realidades del mundo existente, apareciendo ante la fantasía religiosa como su Señor y su Maestro. De aquí se deduce que Dios es el saqueador absoluto y que, siendo el antropomorfismo la esencia misma de toda religión, el Cielo —la morada de los dioses inmortales— no es sino un espejo deformado que devuelve al creyente su propia imagen en una forma invertida e hinchada.

La religión distorsiona las tendencias naturales. Pero la acción de la religión no sólo consiste en llevarse de la tierra sus riquezas y sus poderes naturales, o las facultades y virtudes mundanas según van siendo descubiertas en el desarrollo histórico, para transferírselas al Cielo y transmutarlas en tantos seres o atributos divinos. Al efectuar esa transformación, la religión cambia radicalmente la naturaleza de tales poderes y cualidades, y los falsifica y corrompe, dándoles una dirección diametralmente opuesta a su tendencia originaria.

 

El amor y la justicia divinos se convierten en azotes de la humanidad. De este modo, la razón —único órgano que posee el hombre para discernir la verdad— al convertirse en razón divina, deja de ser inteligible y se impone a los creyentes como una apelación al absurdo. Entonces el respeto al Cielo se convierte en desprecio hacia la tierra, y la adoración de la divinidad se convierte en menosprecio de la humanidad. El amor humano, la inmensa solidaridad natural que vincula a todos los individuos y pueblos, y que pronto o tarde los unirá a todos haciendo dependiente la felicidad y la libertad de cada uno de la libertad y la felicidad de los demás en una comuna fraternal por encima de todas las diferencias de raza y color, este mismo amor —transmutado en amor divino y caridad religiosa— se convirtió en azote de la humanidad. Toda la sangre vertida en nombre de la religión desde el comienzo de la historia, y los millones de víctimas humanas inmoladas para mayor gloria de Dios, así lo atestiguan...

Por último, la justicia misma, madre futura de la igualdad, transportada en tiempos de la fantasía religiosa hacia las regiones celestiales y transformada en justicia divina, retorna inmediatamente a la tierra en la forma teológica de la gracia divina que siempre y en todas partes se alía al más fuerte, sembrando entre los hombres sólo violencia, privilegios, monopolios, y todas las desigualdades monstruosas consagradas por el derecho histórico.

La necesidad histórica de la religión. No pretendemos con ello negar la necesidad histórica de la religión, ni afirmamos tampoco que haya sido un mal absoluto a lo largo de la historia. Fue y desdichadamente sigue siendo un mal inevitable para la gran mayoría ignorante de la humanidad, tan inevitable como los errores y las divagaciones en el desarrollo de las facultades humanas. Como hemos dicho, la religión es el primer despertar de la razón humana en forma de sinrazón divina; es el primer destello de la verdad humana a través del velo divino de la falsedad; la primera manifestación de moralidad humana, de justicia y de derecho a través de las iniquidades históricas de la gracia divina; y, por último, el aprendizaje de la libertad, bajo el yugo humillante y doloroso de la divinidad, yugo que a la larga habrá de romperse para conquistar efectivamente la razón razonable, la verdadera verdad, la justicia plena y la libertad real.

La religión como primer paso hacia la humanidad. En la religión el animal humano, emergiendo de la bestialidad da el primer paso hacia la humanidad; pero mientras siga siendo religioso, jamás alcanzará su meta, pues toda religión le condena al absurdo y, descarriando sus pasos, le hace buscar lo divino en vez de lo humano. A través de la religión los pueblos que acaban de liberarse de la esclavitud natural, donde están hundidas profundamente otras especies animales, vuelven a caer en una nueva esclavitud, en la servidumbre ante hombres fuertes y castas privilegiadas por elección divina[124].

Todas las religiones y sus dioses no han sido nunca más que la creación de la fantasía crédula de hombres que no habían alcanzado el nivel de pura reflexión y pensamiento libre basados en la ciencia. En consecuencia, el Cielo religioso no fue sino un espejismo donde el hombre, exaltado por la fe, encontró mucho tiempo atrás su propia imagen ampliada e invertida, es decir, deificada.

La historia de las religiones, de la grandeza y el ocaso de los sucesivos dioses, no es por tanto más que la historia del desarrollo de la inteligencia y la conciencia colectiva de la humanidad. En la medida en que los hombres descubrían en sí mismos o en la Naturaleza externa un poder, una capacidad de cualquier tipo o especie, se la atribuían a esos dioses, tras exagerarla y ampliarla más allá de toda medida, como hacen los niños, mediante un acto de fantasía religiosa. Así, debido a esta modestia y generosidad de los hombres, el Cielo se enriqueció con los despojos de la Tierra, y como consecuencia natural, a medida que se hacía más opulento, más miserable iba siendo la humanidad. Una vez establecido, se proclamó que Dios era naturalmente el dueño, la fuente y el propietario de todas las cosas, siendo el mundo real sólo su reflejo.

El hombre, su creador inconsciente, se arrodilló ahora ante él reconociéndose a sí mismo como la criatura y el esclavo de Dios.

 

El cristianismo es la religión final y absoluta. El cristianismo es precisamente la religión par excellence, porque exhibe y manifiesta la naturaleza y la esencia misma de toda religión: el empobrecimiento sistemático y absoluto, la esclavitud y la degradación de la humanidad en beneficio de la divinidad. Esto constituye el principio supremo, no sólo de toda religión, sino de toda metafísica, como también de las escuelas deístas y panteístas. Al ser Dios todo, el mundo real y el hombre son nada. Al ser Dios la verdad, la justicia y la vida infinita, el hombre es falsedad, iniquidad y muerte. Siendo Dios el señor, el hombre es el esclavo. Incapaz de encontrar por sí mismo el camino hacia la verdad y la justicia, ha de recibirlas como una revelación del más allá, a través de intermediarios elegidos y enviados por la gracia divina.

Pero quien dice revelación dice reveladores, profetas y sacerdotes, quienes tras verse reconocidos como representantes de Dios sobre la tierra, como profesores y guías de la humanidad en su camino hacia la vida eterna, reciben la misión de dirigirla, gobernarla y mandarla en su existencia terrestre. Todos los hombres les deben fe y absoluta obediencia. Esclavos de Dios, los hombres han de ser también esclavos de la Iglesia y del Estado, en la medida en que este último resulta consagrado por la Iglesia. Entre todas las religiones que han existido y existen todavía, el cristianismo ha sido la única que comprendió perfectamente este hecho, y entre todas las sectas cristianas la Iglesia Católica Romana lo ha proclamado y extendido con rigurosa coherencia. Este es el motivo de que el cristianismo sea la religión absoluta, la religión final, y de que la Iglesia Apostólica Romana sea la única iglesia coherente, legítima y divina.

Con todas las deferencias debidas a los semi-filósofos y a los así llamados pensadores religiosos, decimos: la existencia de Dios implica una abdicación de la razón y la justicia humana; es la negación de la libertad humana, y acaba necesariamente en la esclavitud teórica y práctica.

Dios implica la negación de la libertad. Y si no nos sentimos inclinados a la esclavitud, no podemos ni debemos hacer la más leve concesión a la teología, porque en este alfabeto místico y rigurosamente coherente, cualquiera que comience por la A ha de llegar inevitablemente a la Z, y quien quiera adorar a Dios debe renunciar a su libertad y a su dignidad humana.

Dios existe; luego el hombre es un esclavo.

El hombre es inteligente, justo, libre; luego Dios no existe.

Desafiamos a cualquiera a que evite este círculo; y que cada cual haga ahora su elección[125].

La religión está siempre aliada con la tiranía. Además, la historia nos muestra que los predicadores de todas las religiones —salvo los de Iglesias perseguidas— han estado aliados con la tiranía. E incluso los sacerdotes perseguidos, aunque combatiesen y maldijeran a los poderes que los perseguían, ¿no disciplinaban al mismo tiempo a sus propios creyentes, poniendo así los fundamentos de una nueva tiranía? La esclavitud intelectual, sea cual fuere su naturaleza, tendrá siempre como resultado natural la esclavitud política y social.

En sus diversas formas actuales, el cristianismo, y junto a él la metafísica doctrinaria y deísta brotada del cristianismo y que en esencia no es más que teología disfrazada, son sin duda alguna los obstáculos más formidables para la emancipación de la sociedad. Prueba de ello es que todos los gobiernos, todos los estadistas de Europa —que no son ni metafísicos, ni teólogos, ni deístas, y no creen verdaderamente ni en Dios ni en el diablo— defienden apasionada y obstinadamente a la metafísica tanto como a la religión, y a cualquier tipo de religión mientras enseñe, como es su invariable costumbre, la paciencia, la resignación y la sumisión.

La religión debe ser combatida. La obstinación con que los estadistas defienden a la religión prueba cuán necesario es combatirla y derrocarla.

¿Es necesario recordar aquí en qué medida desmoralizan y corrompen al pueblo las influencias religiosas? Destruyen su razón, el instrumento principal de la emancipación humana, y llenando la mente del hombre con divinas absurdeces reducen a idiocia al pueblo, y la idiocia es el fundamento de la esclavitud. Matan la energía laboral del hombre, que es su mayor gloria y su salvación, porque el trabajo constituye el acto por el cual el hombre se convierte en un creador y da forma a su mundo; el trabajo es el fundamento y la condición esencial de la existencia humana, al mismo tiempo que el medio a través del cual el hombre conquista su libertad y su dignidad humana.

La religión destruye este poder productivo del pueblo inculcando el desdén hacia la vida terrenal en comparación con la beatitud celeste, adoctrinando al pueblo con la idea de que el trabajo constituye una maldición o un castigo merecido, mientras el ocio constituye un privilegio divino. Las religiones matan en el hombre la idea de la justicia, estricto guardián de la hermandad y suprema condición de la paz, inclinando en todo momento la balanza hacia el lado de los más fuertes, que son siempre los objetos privilegiados de la solicitud, la gracia y la bendición divinas. Por último, la religión destruye en los hombres su humanidad, reemplazándola en sus corazones por la crueldad divina.

 

Las religiones están basadas sobre la sangre. Todas las religiones están fundadas sobre la sangre porque todas, como es sabido, se basan esencialmente en la idea del sacrificio, es decir, en la perpetua inmolación de la humanidad a la insaciable venganza de la divinidad. En este misterio sangriento el hombre es siempre la víctima, y el sacerdote —también un hombre, pero un hombre privilegiado por especial gracia— es el divino ejecutor. Esto explica por qué los sacerdotes mejores, más humanos y amables de todas las religiones han tenido casi siempre en el fondo de sus corazones —y si no allí, en su mente y en su fantasía (pues conocemos la influencia ejercida por ambas cosas en los corazones de los hombres)— algo cruel y sangriento. Este es el motivo de que los sacerdotes de la Iglesia Católica Romana, de la Rusa y la Griega Ortodoxa, y de las iglesias protestantes, se encuentren unánimemente unidos para preservar la pena de muerte cuando se ha puesto a discusión el tema de su abolición.

El triunfo de la humanidad es incompatible con la supervivencia de la religión. La religión cristiana se fundó más que ninguna otra sobre la sangre, y resultó históricamente bautizada con ella. Podemos contar los millones de víctimas que esta religión de amor y perdón ha entregado a la venganza de su Dios. Recordemos las torturas que inventó e infligió a sus víctimas. ¿Es que ahora se ha hecho más amable y humana? ¡En absoluto! Conmovida por la indiferencia y el escepticismo, simplemente ha resultado impotente o más bien menos poderosa, pero —desgraciadamente— ni siquiera carece de poder para causar daño. En los países donde, galvanizada por pasiones reaccionarias, la religión proporciona la impresión externa de resucitar, ¿no es el primer movimiento venganza y sangre, el segundo la abdicación de la razón humana, y su conclusión la esclavitud? Mientras el cristianismo y los predicadores cristianos o de cualquier otra religión divina continúen ejerciendo la más leve influencia sobre las masas del pueblo, jamás triunfarán sobre la tierra la razón, la libertad, la humanidad y la justicia. Pues mientras las masas del pueblo estén hundidas en la superstición religiosa, siempre serán instrumentos dóciles en manos de todos los poderes despóticos aliados contra la emancipación de la humanidad.

Este es el motivo de que tenga la mayor importancia liberar a las masas de la superstición religiosa, no sólo por nuestro amor hacia ellas sino en beneficio de nosotros mismos a fin de salvaguardar nuestra libertad y seguridad. Sin embargo, esta meta sólo puede alcanzarse de dos modos: a través de la ciencia racional, y a través de la propaganda del Socialismo[126].

Sólo la revolución social puede destruir a la religión. La propaganda del libre pensamiento no podrá matar la religión en las mentes del pueblo. La propaganda del libre pensamiento es desde luego muy útil, indispensable como un medio excelente para convertir a individuos con criterios avanzados y progresivos. Pero apenas será capaz de conmover la ignorancia popular, porque la religión no es sólo una aberración o una desviación del pensamiento, sino que conserva todavía su carácter especial de una protesta natural, viva y poderosa de las masas contra sus vidas estrechas y miserables. Las gentes van a la iglesia como van a una taberna, para embrutecerse, para olvidar su miseria, para verse en su imaginación al menos, durante unos pocos minutos, felices y libres, tan felices como los demás, la gente acomodada. Dadles una existencia humana, y jamás entrarán en una taberna o en una iglesia. Y sólo la Revolución Social puede y debe darles tal existencia[127].


12. ETICA: MORALIDAD DIVINA O BURGUESA

La dialéctica de la religión. Como hemos dicho, la religión es el primer despertar de la razón humana en forma de divina sinrazón. Es el primer destello de verdad humana a través del velo divino de la falsedad; es la primera manifestación de la moralidad humana, de la justicia y del derecho, a través de las iniquidades históricas de la gracia divina. Y, por último, es el aprendizaje de la libertad bajo el yugo humillante y doloroso de la divinidad, yugo que a la larga habrá de romperse para conquistar de hecho la razón razonable, la verdadera verdad, la plena justicia y la libertad real.

La religión inaugura una nueva servidumbre en lugar de la esclavitud natural. El animal humano, emergiendo de la bestialidad, da con la religión su primer paso hacia la humanidad; pero mientras siga siendo religioso, jamás alcanzará su meta, porque toda religión le condena al absurdo y, descarriando sus pasos, le hace buscar lo divino en vez de lo humano. A través de la religión, pueblos que apenas se habían liberado de la esclavitud natural donde otras especies animales están profundamente hundidas, caen en una nueva esclavitud, en la esclavitud ante hombres fuertes y castas privilegiadas por elección divina.

Los dioses como fundadores de estados. Uno de los atributos principales de los dioses inmortales consiste, según sabemos, en actuar como legisladores para la sociedad humana, como fundadores del Estado. Prácticamente todas las religiones mantienen que si el hombre quedase librado a sí mismo sería incapaz de discernir el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Era, pues, necesario que la propia divinidad descendiese de un modo u otro sobre la tierra para enseñar al hombre y establecer el orden civil y político en la sociedad. De lo cual se sigue esta conclusión triunfante: que todas las leyes y poderes consagrados por el Cielo deben ser obedecidos, siempre y a cualquier precio.

La moralidad fundada en la naturaleza animal del hombre. Esto es muy conveniente para los gobernantes, pero muy inconveniente para los gobernados. Y puesto que pertenecemos a estos últimos, tenemos especial interés en estudiar con detalle este viejo principio utilizado para imponer la esclavitud, a fin de encontrar un modo de liberarnos de su yugo.

El problema se ha hecho actualmente en extremo simple: careciendo Dios de existencia alguna, o siendo exclusivamente la creación de nuestra facultad abstractiva, unida en primeras nupcias con el sentimiento religioso procedente de nuestro estadio animal; siendo sólo una abstracción universal, incapaz de movimiento y acción propios, un absoluto No-Ser, imaginado como ser absoluto y dotado de vida exclusivamente por la fantasía religiosa, absolutamente vacío de todo contenido y enriquecido sólo con las realidades de la tierra, devolviendo al hombre lo que le había robado sólo de una forma desnaturalizada, corrompida, divina, Dios no puede ser ni bueno ni maligno, ni justo ni injusto. No es capaz de desear, de establecer cosa alguna, porque en realidad no es nada, y sólo se convierte en todo a través de un acto de credulidad religiosa.

La raíz de las ideas de justicia y bien. En consecuencia, si esta credulidad descubrió en Dios las ideas de justicia y bien, fue únicamente porque se las había atribuido de modo inconsciente; estaba dando, mientras creía ser el recipiente. Pero el hombre no puede atribuir a Dios tales atributos si no los posee él mismo. ¿Y dónde los halló? En sí mismo, desde luego. Pero todo cuanto el hombre tiene le ha venido de su estadio animal, y su espíritu es simplemente el despliegue de su naturaleza animal. De este modo, las ideas de justicia y bien, al igual que todas las demás cosas humanas, deben tener sus raíces en la animalidad misma del hombre[128].

La base de la moralidad sólo debe encontrarse en la sociedad. El error común y básico de todos los idealistas, error que se deduce lógicamente de todo su sistema, es buscar la base de la moralidad en el individuo aislado, cuando se encuentra —y sólo puede encontrarse— en los individuos asociados. Con el fin de demostrarlo empezaremos haciendo justicia de una vez por todas al individuo aislado o absoluto de los idealistas.

El individuo solitario es una ficción. Este individuo solitario y abstracto es una ficción no menos ilusoria que la de Dios. Ambos fueron creados simultáneamente en la fantasía de los creyentes o en la razón infantil, nunca en la razón reflexiva, experimental y crítica; al comienzo, esa ficción sólo se encontraba en la razón imaginativa del pueblo, pero más tarde se desarrolló, aclaró y dogmatizó gracias a los teóricos teológicos y metafísicos de la escuela idealista. Puesto que representan abstracciones faltas de cualquier contenido e incompatibles con cualquier tipo de realidad, terminan en la mera vaciedad.

Creo haber probado ya la inmoralidad de la ficción de Dios. Quiero analizar ahora la ficción —tan inmoral como absurda— de este individuo humano absoluto y abstracto que los moralistas de la escuela idealista consideran como la base de sus teorías políticas y sociales.

 

Carácter auto-contradictorio de la idea de un individuo aislado. No será muy difícil demostrar que el individuo humano a quien aman y ensalzan es un ser decididamente inmoral. Es el egoísmo personificado, un ser preeminentemente antisocial. Puesto que está dotado de un alma inmortal es infinito y auto-suficiente; en consecuencia, no está necesitado de nadie, ni siquiera de Dios, y mucho menos de los otros hombres. Lógicamente, no debiera soportar junto o sobre él la existencia de un individuo igual o superior, inmortal e infinito en la misma o en mayor medida que él. Debe por derecho ser el único hombre sobre la tierra, e incluso más: debe poder declararse único ser del mundo entero. En cuanto a la infinitud, cuando encuentra algo externo a ella, se topa con un límite, y ya no es infinitud; cuando dos infinitudes se encuentran, quedan recíprocamente canceladas.

La lógica contradictoria del individuo auto-suficiente sólo puede superarse por el punto de vista materialista. ¿Por qué los teólogos y metafísicos —que en otros momentos demuestran ser lógicos sutiles— se permiten defender esta incoherencia, admitiendo la existencia de muchos hombres igualmente inmortales, es decir, igualmente infinitos, y la existencia de un Dios que es inmortal e infinito en un grado todavía mayor? Se vieron llevados a esta posición por la absoluta imposibilidad de negar la existencia real, el carácter mortal y la independencia mutua de millones de seres humanos que han vivido y siguen viviendo sobre la tierra. Este es un hecho que aún en contra de su voluntad no pueden negar.

Lógicamente debieran haber deducido de este hecho que las almas no son inmortales, que en modo alguno poseen una existencia separada de su exterior mortal y corpóreo; y que al limitarse unos a otros y encontrarse en una relación de dependencia mutua, y al descubrir fuera de sí una infinitud de objetos diversos, los individuos humanos —como todos lo demás seres de este mundo— son seres transitorios, limitados y finitos. Pero al reconocer esto, habrían tenido que renunciar a la base misma de sus teorías ideales, habrían tenido que alzar la bandera del materialismo puro o de la ciencia experimental y racional. Y se ven impulsados a hacerlo por la poderosa voz del siglo.

Los idealistas huyen de la realidad a las contradicciones de la metafísica. Pero permanecen sordos a esa voz. Su naturaleza de hombres inspirados, de profetas, doctrinarios y sacerdotes, sus mentes impelidas por las sutiles falsedades de la metafísica y acostumbradas a la oscuridad de las fantasías idealistas, se rebelan contra las conclusiones abiertas y la plena luz de la simple verdad. Tienen tal horror a ella que prefieren soportar la contradicción creada por ellos mismos mediante esta absurda ficción de un alma inmortal, o consideran que su deber es buscar como solución un nuevo absurdo, la ficción de Dios.

Desde el punto de vista teórico, Dios no es en realidad sino el último refugio y la expresión suprema de todas las absurdeces y contradicciones del idealismo. En la teología, que representa a la metafísica en su estadio infantil e ingenuo, Dios aparece como la base y la causa primera del absurdo, pero en la metafísica en sentido estricto —es decir, en la teología refinada y racionalizada— constituye, por el contrario, la última instancia y el recurso supremo, en el sentido de que todas las contradicciones aparentemente insolubles en el mundo real descubren su explicación en Dios y a través de Dios, es decir, a través de un absurdo envuelto en lo posible por una apariencia racional.

La idea de Dios como única solución de las contradicciones. La existencia de un Dios personal y la inmortalidad del alma son ficciones inseparables; son dos polos de un mismo absurdo absoluto, cada uno de los cuales evoca al otro y busca en vano en el otro su explicación y su razón de ser. De este modo, a la contradicción evidente entre la supuesta infinitud de todo hombre y la existencia real de muchos hombres y, por consiguiente, de un número infinito de seres que se encuentran unos fuera de otros, y por ello se limitan necesariamente; entre su mortalidad y su inmortalidad; entre su dependencia natural y la independencia absoluta, los idealistas sólo poseen una respuesta: Dios. Si esta respuesta no os explica nada, si no os satisface, la culpa es vuestra. No tienen otra explicación que ofrecer[129].

La ficción de la moralidad individual es la negación de toda moralidad. La ficción de la inmortalidad del alma y la ficción de la moralidad individual, que es su consecuencia necesaria, son la negación de toda moralidad. Y en este sentido hemos de hacer justicia a los teólogos; más consistentes y lógicos que los metafísicos, se atreven a negar lo que suele llamarse ahora moralidad independiente, declarando con mucha razón que, una vez admitida la inmortalidad del alma y la existencia de Dios, es preciso reconocer también que la única moralidad es la ley divina revelada, la moralidad religiosa, vínculo existente entre el alma inmortal y Dios a través de la gracia divina. Aparte de este vínculo irracional, milagroso y místico, único sagrado y salvador, y de las consecuencias que trae consigo para los hombres, todos los demás vínculos son nulos e insignificantes. La moralidad divina es la absoluta negación de la moralidad humana.

 

El egoísmo de la moralidad cristiana. La moralidad divina encontró su expresión perfecta en la máxima cristiana: «amarás a Dios más que a ti mismo, y amarás a tu prójimo como a ti mismo», lo cual implica el sacrificio de uno mismo y del prójimo a Dios. Podemos admitir el sacrificio de uno mismo, aun siendo un obvio acto de disparatada demencia; pero el sacrificio de un congénere es, desde el punto de vista humano, absolutamente inmoral. ¿Por qué me veo forzado a este sacrificio inhumano? Por la salvación de mi propia alma. Esta es la última palabra de la cristiandad.

De este modo, a fin de agradar a Dios y salvar mi alma, debo sacrificar a mi congénere. Este es un egoísmo absoluto. Tal egoísmo, en modo alguno destruido o disminuido, sino sólo disfrazado en el catolicismo por su forzado carácter colectivo y la unidad autoritaria, jerárquica y despótica de la Iglesia, aparece en el protestantismo con toda su cínica franqueza, que es una especie de «sálvese quien pueda» religioso.

El egoísmo es la base de los sistemas idealistas. Por su parte, los metafísicos intentan mitigar este egoísmo, que constituye el principio inherente y fundamental de todas las doctrinas idealistas, hablando muy poco —lo menos posible— de las relaciones del hombre con Dios, y tratando extensamente las relaciones de los hombres entre sí. Esto no es tan de agradecer, ni es tan ingenuo o lógico por su parte, porque una vez admitida la existencia de Dios, se hace necesario reconocer que, ante esas relaciones con el Ser Absoluto y Supremo, todas las demás relaciones adoptan necesariamente el carácter de meras apariencias. O bien Dios no es Dios, o bien su presencia absorbe y destruye todo.

Las contradicciones de la teoría metafísica de la moralidad. De esta forma los metafísicos persiguen la moralidad en las relaciones de los hombres entre sí, y al mismo tiempo alegan que la moralidad es un hecho absolutamente individual, una ley divina escrita en el corazón de todo hombre, con independencia de sus relaciones con otros individuos humanos. Tal es la contradicción inamovible donde se basa la teoría moral de los idealistas. Ya que antes de entrar en cualquier relación con la sociedad y con independencia, por tanto, de toda influencia ejercida por la sociedad sobre mí, ya tengo la ley moral escrita por el propio Dios en mi corazón; esta ley moral debe ser extraña e indiferente, si no hostil, a mi existencia en sociedad. No puede tener como contenido propio mis relaciones con los demás hombres; sólo puede determinar mis relaciones con Dios, como afirma con bastante lógica la teología. En lo que se refiere a los hombres, desde el punto de vista de esta ley, son perfectos extraños para mí. Y puesto que la ley moral está formada y escrita en mi corazón prescindiendo de mis relaciones con los hombres, nada tiene que ver con ellos.

La ley moral no es un hecho individual, sino social. Pero se nos dice que esta ley ordena específicamente amar a los demás como a nosotros mismos, porque son criaturas del mismo género; no hacerles nada que no quisiéramos sufrir nosotros mismos, y observar en relación a ellos la igualdad, la justicia, y una misma moralidad. A esto contestaré: si es cierto que la ley moral contiene tal mandamiento, he de concluir que no fue creada ni escrita en mi corazón, pues supone necesariamente una existencia anterior en el tiempo a mis relaciones con otros hombres, mis congéneres, con lo cual no crea tales relaciones, sino que, encontrándolas ya establecidas, se limita a regularlas y es en cierto modo su manifestación, su explicación y su producto. De aquí se deduce que la ley moral no es un hecho individual sino social, una creación de la sociedad.

La doctrina de las ideas morales innatas. De no ser así, la ley moral inscrita en mi corazón sería un absurdo. Regularía mis relaciones hacia seres con quienes carezco de relaciones, y de cuya existencia misma soy por completo inconsciente.

Los metafísicos tienen una respuesta para esto: dicen que todo individuo humano trae con él al nacer esta ley inscrita por la mano de Dios en su corazón, pero que al principio se encuentra en un estado latente, de mera posibilidad no realizada o no manifestada para el propio individuo, que no puede comprenderla y sólo logra descifrarla dentro de sí al desarrollarse en la sociedad de sus congéneres; en una palabra, que se hace consciente de esta ley inmanente solo a través de sus relaciones con otros hombres.

El alma platónica. Esta explicación plausible, ya que no juiciosa, nos lleva a la doctrina de las ideas, sentimientos y principios innatos. Es una doctrina vieja y familiar. El alma humana, inmortal e infinita en su esencia, pero determinada, limitada, gravada y, por así decirlo, cegada y degradada corpóreamente en su existencia real, contiene todos esos principios eternos y divinos, pero sin ser consciente por completo de ellos. Puesto que es inmortal, hubo necesariamente de ser eterna en el pasado tanto como en el futuro. Pues si tuvo un comienzo, estará inevitablemente destinada a tener un fin, y no podría en modo alguno ser inmortal. ¿Cuál era su naturaleza, qué estuvo haciendo durante todo el tiempo que hay detrás de ella? Sólo Dios lo sabe.

En cuanto al alma, no recuerda, sino que ignora por completo esta supuesta existencia previa. Es un gran misterio, lleno de abiertas contradicciones, y para resolverlo es preciso recurrir a la contradicción suprema, al propio Dios. De todos modos, incluso sin ser consciente de ello, el alma lleva dentro de alguna misteriosa porción de su ser todos esos principios divinos. Pero perdida en este cuerpo terrestre, brutalizada por las condiciones groseramente materiales de su nacimiento y su existencia sobre la tierra, ya no es capaz de concebirlos, y ni siquiera es capaz de traerlos de nuevo a la memoria. Es como si no los hubiese poseído jamás.

 

El alma es incitada a la auto-contemplación. Pero aquí una multitud de almas humanas —todas igualmente inmortales en su esencia y todas igualmente brutalizadas, degradadas y materializadas por su existencia terrestre— se enfrentan como miembros de la sociedad humana. Al principio, se reconocen entre sí tan poco que un alma materializada devora a otra. El canibalismo, como sabemos, fue la primera práctica humana. Luego, continuando sus salvajes guerras, cada una busca esclavizar a las otras en el largo período de esclavitud, cuyo fin está todavía lejos.

Ni el canibalismo ni la esclavitud revelan huella alguna de los principios divinos. Pero en esta incesante lucha de pueblos y hombres entre sí que constituye la historia, y que ha producido sufrimientos inconmensurables, las almas comienzan gradualmente a sacudirse su sopor, comienzan a entrar en lo suyo, a reconocerse a sí mismas y a conseguir un conocimiento cada vez más profundo de su ser íntimo. Además, despertadas y provocadas una por la otra, comienzan a recordar, al principio en forma de mero presentimiento y luego en destellos, captando por último de modo cada vez más claro los principios que desde tiempo inmemorial Dios había trazado con su propia mano.

El descubrimiento y la diseminación de las verdades divinas de la moralidad. Este despertar y recuerdo no tienen lugar al principio en las almas más infinitas e inmortales. Esto sería absurdo, puesto que la infinitud no admite grados comparativos: el alma del peor idiota es tan infinita e inmortal como la del genio más grande.

Tiene lugar en las almas menos groseramente materializadas, que son en consecuencia las más capaces de despertar y recordarse a sí mismas. Son los hombres de genio, inspirados por Dios, hombres de revelación divina, legisladores y profetas. Cuando esos hombres grandes y santos, iluminados e inspirados por el espíritu —sin cuya ayuda nada grande o bueno se hace en este mundo— han descubierto dentro de sí una de esas divinas verdades, que todo hombre lleva subconscientemente dentro de su propia alma, se hace por supuesto más fácil que las almas más groseramente materializadas hagan el mismo descubrimiento dentro de ellas. Es así como toda gran verdad, todos los principios eternos manifestados al comienzo como divinas revelaciones, se reducen más tarde a verdades indudablemente divinas, pero que todos pueden y deben descubrir en sí mismos, reconociéndolas como bases de su propia esencia infinita o de su alma inmortal.

Esto explica cómo la verdad, revelada al principio por un hombre, se disemina poco a poco, hace adeptos; pocos en números al comienzo y por lo general perseguidos, como el propio Maestro, por las masas y los representantes oficiales de la sociedad; y explica cómo luego, diseminándose cada vez más debido a esas persecuciones, acaba apoderandose antes o después de la mente colectiva. Tras haber sido una verdad exclusivamente individual, se transforma en una verdad socialmente aceptada; actualizada —para bien o para mal— en las instituciones públicas y privadas de la sociedad, se convierte en ley.

La teoría metafísica de la moralidad es vieja teología disfrazada. Tal es la teoría general de los moralistas de la escuela metafísica. A primera vista, como hemos dicho ya, parece una teoría bastante plausible, aparentemente capaz de reconciliar las cosas más separadas: la revelación divina y la razón humana, la inmortalidad y la independencia absoluta de los individuos con su finitud y su dependencia absoluta, el individualismo y el socialismo. Pero cuando examinamos esta teoría en sus consecuencias, podemos ver fácilmente que es sólo una reconciliación aparente; bajo el falso rostro del racionalismo y el socialismo, se revela el viejo triunfo del absurdo divino sobre la Tizón humana, del egoísmo individual sobre la solidaridad social. En última instancia, lleva al absoluto aislamiento del individuo y, en consecuencia, a la negación de toda moralidad.

Carácter asocial de la moralidad metafísica. Lo que hemos de considerar aquí son las consecuencias morales de esta teoría. Establezcamos primero que su moralidad, a pesar de la apariencia socialista, es profunda y exclusivamente individualista. Una vez establecido esto, no será difícil probar que, siendo ese su carácter principal, constituye de hecho la negación de cualquier moralidad.

En esta teoría, el alma inmortal e individual de todo hombre —infinita, absolutamente completa en su esencia y no necesitada de nada más ni obligada a entrar en ningún tipo de vínculo con otro para su perfección— se encuentra al principio presa y como aniquilada en el cuerpo mortal. Mientras se encuentra en esta situación de caída, cuyo motivo probablemente quedará siempre oculto para nosotros, pues la mente humana es incapaz de descubrir esas razones, que sólo se encuentran en el misterio absoluto, en Dios; reducida a este estado material de absoluta dependencia hacia el mundo externo, el alma humana necesita la sociedad para despertarse, para traer a la mente el recuerdo de sí para hacerse consciente de sí misma y de los principios divinos que desde tiempo inmemorial han sido depositados allí por Dios y que constituyen su verdadera esencia.

Contemplación del absurdo divino. Tal es el carácter socialista y el aspecto socialista de esta teoría. Las relaciones de los hombres con los hombres, y la de todo individuo humano con el resto de su especie —en definitiva, la vida social— sólo aparecen como un medio necesario de desarrollo, como un puente y no como una meta. La meta absoluta y final de todo individuo es él mismo, prescindiendo de todos los demás individuos; es él mismo frente a la individualidad absoluta: Dios. Necesita otros hombres para emerger de este estado de semi-aniquilación sobre la tierra, a fin de redescubrirse, de tomar posesión otra vez de su esencia inmortal; pero cuando ha hallado esta esencia, y encuentra su fuente de vida exclusivamente en ella, vuelve la espalda a los otros y se hunde en la contemplación del absurdo místico, en la adoración de su Dios[130].


13. ETICA: EXPLOTACIÓN DE LAS MASAS

Auto-suficiencia del individuo. Si él [el individuo humano] mantiene todavía algunas relaciones con otras personas, no es debido a un impulso ético, ni a su amor por ellas, porque sólo amamos a quienes necesitamos, o a quienes nos necesitan. Pero un hombre que acaba de redescubrir su esencia infinita e inmortal y que se siente completo en sí mismo, no necesita a nadie salvo a Dios, pues debido a un misterio —sólo comprensible para los metafísicos— parece poseer una infinitud más infinita y una inmortalidad más inmortal que la del hombre. En consecuencia, sostenido por la omnisciencia y la omnipotencia divina, el individuo libre y auto-centrado ya no siente la necesidad de asociarse a otros hombres. Y si continúa manteniendo relaciones con ellos es sólo por dos motivos: en primer lugar, mientras se encuentra todavía envuelto en su cuerpo mortal debe comer, tener vestidos y abrigo, defenderse de la naturaleza externa y los ataques de los hombres; y si es un ser civilizado, necesita un mínimo de cosas materiales que le proporcionan tranquilidad, comodidad y lujo, cosas que siendo desconocidas para nuestros antepasados, se consideran actualmente objetos de primera necesidad.

La explotación es la consecuencia lógica de la idea de individuos moralmente independientes. Naturalmente, podría seguir el ejemplo de los santos de siglos pasados y recluirse en una caverna, comiendo sólo raíces. Pero éste no parece ser el gusto de los santos modernos, que sin duda creen en la necesidad de la comodidad material para la salvación del alma. En consecuencia, el hombre no puede pasarse sin esas cosas. Pero esas cosas sólo pueden producirse mediante el trabajo colectivo de los hombres; el trabajo aislado de un hombre no podría producir ni siquiera una millonésima parte. De lo cual se deduce que el individuo en posesión de su alma inmortal y de su libertad interior independiente de la sociedad —el santo moderno— tiene necesidad material de la sociedad, aunque no sienta la menor necesidad social desde un punto de vista ético.

Pero ¿por qué hemos de llamar relaciones a las que, motivadas sólo por necesidades materiales, no están sancionadas ni apoyadas por alguna necesidad moral? Evidentemente, solo hay un nombre para ello: Explotación. Y, de hecho, en la moralidad metafísica y en la sociedad burguesa basada sobre tal moralidad, todo individuo se convierte necesariamente en el explotador de la sociedad —es decir, de todos los demás—, y el papel del Estado en sus diversas formas, comenzando por el Estado teocrático y la monarquía absoluta y terminando por la república más democrática basada sobre un verdadero sufragio universal, consiste exclusivamente en regular y garantizar esta mutua explotación.

Guerra omnium contra omnia: el resultado inevitable de la moralidad metafísica. En la sociedad burguesa basada sobre la moralidad metafísica, todo individuo es un explotador de otros debido a la necesidad o por la lógica misma de su posición, porque materialmente tiene necesidad de todos los demás, aunque moralmente no necesita a nadie. Por consiguiente, puesto que todos escapan de la solidaridad social como de un obstáculo para la plena libertad de su alma, pero la ven como un medio necesario para mantener su propio cuerpo, consideran a la sociedad únicamente desde la perspectiva de la utilidad material y personal, contribuyendo exclusivamente con el mínimo necesario para tener no el derecho, sino el poder de conseguir para ellos esta utilidad.

Todo el mundo contempla a la sociedad desde la perspectiva de un explotador. Pero cuando todos son explotadores, deben necesariamente dividirse en explotadores afortunados y desdichados, porque toda explotación supone la existencia de personas explotadas. Hay explotadores efectivos y explotadores que sólo lo son en potencia. A esta clase pertenece la mayoría de las personas, que simplemente aspira a ser explotadora, pero que no lo es en la realidad y que, de hecho, resulta incesantemente explotada. Aquí conduce la ética metafísica o burguesa en el dominio de la economía social: a una guerra despiadada e inacabable entre todos los individuos, a una guerra furiosa donde la mayoría perece a fin de asegurar el dominio y la prosperidad de un pequeño número de personas.

El amor por los hombres pasa a segundo plano frente al amor de Dios. La segunda razón capaz de llevar a un individuo que haya alcanzado ya el estadio de la auto-posesión a mantener relaciones con otras personas es el deseo de complacer a Dios y cumplir con el deber de guardar el segundo mandamiento.

El primer mandamiento ordena al hombre amar a Dios más que a sí mismo; el segundo, amar a los hombres, sus congéneres, tanto como a sí mismo, y hacerles por el amor de Dios todo el bien que se haría a sí mismo.

Observemos estas palabras: por el amor de Dios. Expresan perfectamente el carácter del único amor humano posible en la ética metafísica, que consiste precisamente en no amar a los hombres por ellos mismos, por su propia necesidad, sino exclusivamente para satisfacer al amo soberano. Sin embargo, es así como ha de ser: una vez que la metafísica admite la existencia de Dios y las relaciones entre Dios y los hombres, debe subordinar a ellas todas las relaciones humanas, como hace la teología. La idea de Dios absorbe y destruye todo cuanto no es Dios, reemplazando las realidades humanas y terrestres por ficciones divinas.

 

Dios no puede amar a sus súbditos. En la moralidad metafísica, como he dicho, el hombre que ha llegado a una conciencia de su alma inmortal y de su libertad individual ante Dios y en Dios no puede amar a los hombres, porque moralmente ya no los necesita, y sólo podemos amar a quienes nos necesitan.

Si hay que creer a los teólogos y los metafísicos, la primera de las condiciones se cumple en las relaciones de los hombres para con Dios, pues ambas escuelas afirman que el hombre no puede prescindir de Dios. El hombre puede y debe por eso, amar a Dios, porque lo necesita mucho. En cuanto a la segunda condición —la posibilidad de amar sólo a quien siente la necesidad de este amor—, no ha sido en modo alguno comprendida en las relaciones del hombre para con Dios. Sería impío decir que Dios puede necesitar el amor humano. Porque sentir alguna necesidad es carecer de algo esencial para la plenitud del ser, por lo que se trata de una manifestación de debilidad y una confesión de pobreza. Dios, al ser absolutamente completo en sí mismo, no puede sentir la necesidad de nadie ni de nada. Y al no necesitar el amor de los hombres, no puede amarlos; y lo que se denomina amor de Dios por los hombres no es sino un poder absolutamente abrumador, similar —aunque naturalmente más formidable— al poder ejercido por el gran emperador alemán sobre sus súbditos.

El verdadero amor sólo puede existir entre iguales. El amor verdadero y real, expresión de una necesidad mutua e igualmente sentida, sólo puede existir entre iguales. El amor del superior por el inferior es opresión, empequeñecimiento, desprecio, egoísmo, orgullo y vanidad triunfante en un sentimiento de grandeza basado sobre la humillación de la otra parte. Y el amor del inferior por el superior es humillación, corresponde a los miedos y esperanzas de un esclavo que espera de su dueño felicidad o desgracia.

La relación de Dios con el hombre es una relación amo-esclavo. Tal es el carácter del así llamado amor de Dios por los hombres y de los hombres por Dios. Es despotismo por parte de uno, y esclavitud por parte del otro.

¿Qué significa amar a los hombres y comportarse bien con ellos por el amor de Dios? Significa tratarlos como Dios los hubiera tratado. ¿Y cómo quiere él que sean tratados? ¡Como esclavos! Por su naturaleza, Dios está forzado a tratarlos de la manera siguiente: siendo él el Amo absoluto, está obligado a considerarlos como esclavos absolutos; y puesto que los considera esclavos, no puede tratarlos de otro modo.

Sólo hay un modo de emancipar a esos esclavos, y es la auto-abdicación, la auto-aniquilación y la desaparición por parte de Dios. Pero esto sería pedir demasiado a ese poder omnipotente. Podría sacrificar a su hijo único, como nos dicen los Evangelios, para reconciliar el extraño amor que siente hacia los hombres con su no menos peculiar justicia eterna. Pero abdicar, cometer suicidio por amor a los hombres, son cosas que nunca hará, al menos mientras no se vea forzado por la crítica científica. Mientras la crédula fantasía de los hombres padezca con su existencia, será el soberano absoluto, el amo de esclavos. Resulta claro, entonces, que tratar a los hombres en armonía con Dios no puede significar más que tratarlos como esclavos.

El amor del hombre según Dios. El amor del hombre a la imagen de Dios es amor a su esclavitud. Yo, el individuo inmortal y completo por gracia de Dios, que puedo sentirme libre precisamente por ser su esclavo, no necesito que ningún hombre haga más completa mi felicidad y mi existencia moral e intelectual. Pero mantengo mis relaciones con ellos para obedecer a Dios; queriéndoles por amor a Dios, tratándoles según el amor de Dios, quiero que sean esclavos de Dios como yo mismo. Si place entonces al Señor Soberano elegirme para la tarea de hacer prevalecer su santa voluntad sobre la tierra, sabré bien cómo forzar a los hombres a ser esclavos.

Tal es el verdadero carácter de lo que los sinceros adoradores de Dios llaman su amor a los hombres. Por parte de los que aman, no se trata tanto de devoción como del sacrificio forzado de quienes son los objetos, o más bien las víctimas, de ese amor. No se trata de su emancipación, sino de su esclavización para mayor gloria de Dios. Fue así como la autoridad divina se transformó en autoridad humana, y la Iglesia se convirtió en fundadora del Estado.

 

El gobierno de los elegidos. Según esta teoría, todos los hombres deben servir a Dios de este modo. Pero, como sabemos, muchos son los llamados y pocos los elegidos. Además, si todos fueran capaces de cumplir en igual medida, y todos hubiesen llegado al mismo grado de perfección intelectual y moral, de santidad y libertad en Dios, este servicio se haría superfluo. Es necesario porque la gran mayoría de los individuos humanos no han llegado aún a ese punto, de lo cual se deduce que esta masa todavía ignorante y profana de gente debe ser tratada y amada de acuerdo con los modos de Dios; es decir, debe ser gobernada y esclavizada por una minoría de santos a quienes Dios, de un modo o de otro, no deja de escoger por sí mismo y de establecer en una posición privilegiada, permitiéndoles cumplir este deber.

Todo para el pueblo, nada por el pueblo. La fórmula sacramental para gobernar a las masas populares —sin duda por su propio bien, por la salvación de sus almas, ya que no de sus cuerpos— que han utilizado los santos y los nobles en los estados teocráticos y aristocráticos, así como también los intelectuales y los ricos en los estados doctrinarios, liberales e incluso republicanos, basados sobre el sufragio universal, es siempre la misma: «¡todo para el pueblo, nada por el pueblo!».

Lo cual significa que los santos, los nobles o los grupos privilegiados —privilegiados por su riqueza o por su posesión de mentes científicamente formadas— están todos más próximos al ideal o a Dios, como dicen algunos, o a la razón, la justicia y la verdadera libertad, como afirman otros, que las masas populares, y que por tanto tienen la santa y noble misión de gobernarlas. Sacrificando sus propios intereses y ocupándose demasiado poco de sus propios asuntos, deben entregarse a la felicidad de sus hermanos menores, el pueblo. Para ellos el gobierno no es ningún placer, es un deber doloroso. No buscan gratificar sus propias ambiciones, su vanidad o su avidez personal, sino únicamente la ocasión de sacrificarse por el bien común. Esto explica sin duda por qué es tan pequeño el número de personas que compiten por los puestos públicos, y por qué aceptan el poder con corazones tristes los reyes, los ministros y los funcionarios grandes y pequeños.

Explotar y gobernar significan una sola y misma cosa. Estos son, en una sociedad concebida con arreglo a la teoría de los metafísicos, los dos tipos distintos, e incluso opuestos, de relaciones que pueden existir entre los individuos. Las primeras son de explotación, y las segundas son de gobierno. Si es cierto que gobernar significa sacrificarse por el bien de los gobernados, esta segunda relación contradice de hecho a la primera, a la de explotación.

Pero observemos más de cerca esta cuestión. Según la teoría idealista —teológica o metafísica— las palabras «el bien de las masas» no significan su bienestar terrenal, ni su felicidad temporal. ¡Qué son unas pocas décadas de vida terrenal comparadas con la eternidad! En consecuencia, las masas no deben ser gobernadas pensando en la tosca felicidad permitida por las bendiciones materiales de la tierra, sino pensando en su salvación eterna. Quejarse de privaciones y sufrimientos materiales puede ser considerado incluso como una falta de educación, ya que está demostrado que un exceso de disfrute material obnubila el alma inmortal. Pero entonces la contradicción desaparece: explotar y gobernar significan la misma cosa, y lo uno completa lo otro, sirviéndose a la larga como medio y fin.

Explotación y gobierno. La explotación y el gobierno son dos expresiones inseparables de lo que se denomina política; la primera suministra los medios para llevar adelante el proceso de gobernar y constituye también la base necesaria y la meta de todo gobierno, que a su vez garantiza y legaliza el poder de explotar. Desde el comienzo de la historia, ambos han constituido la vida real de todos los Estados teocráticos, monárquicos, aristocráticos, e incluso democráticos. Antes de la Gran Revolución, hacia finales del siglo xviii, el vínculo íntimo entre explotación y gobierno estaba oculto por ficciones religiosas, nobiliarias y caballerescas; pero desde que la mano brutal de la burguesía ha desgarrado esos velos bastante transparentes, desde que el torbellino revolucionario desperdigó las vanas fantasías tras de las cuales la Iglesia, el Estado, la teocracia, la monarquía y la aristocracia mantenían serenamente durante tanto tiempo sus abominaciones históricas; desde que la burguesía, cansada de estar en el yunque, se convirtió en el martillo e inauguró el Estado moderno, este vínculo inevitable se ha revelado como verdad desnuda e indiscutible[131].

[Este vínculo se revela plenamente en la ética de la sociedad burguesa, donde la moralidad del hombre está determinada] por su capacidad para adquirir propiedad cuando nace pobre, o por su capacidad para preservarla y aumentarla si tuvo la suerte suficiente de heredar riquezas.

El criterio de la moralidad burguesa. La moralidad tiene como base a la familia. Pero la familia tiene como base y condición de existencia real a la propiedad. Se deduce que la propiedad debe considerarse como condición y prueba del valor moral del hombre. Un individuo inteligente, enérgico y honesto nunca fracasará en la empresa de adquirir propiedad, que es la condición social necesaria para la respetabilidad del hombre y el ciudadano, la manifestación de su poder viril, el signo visible de sus capacidades tanto como de sus disposiciones e intenciones honestas. Por eso, apartar las capacidades no-adquisitivas [de la dirección de la vida social] no es sólo un hecho, sino una medida perfectamente legítima en principio. Es un estímulo para los individuos honestos y capaces, y un justo castigo para quienes olvidan o desdeñan la adquisición de propiedad, siendo capaces de ello.

Esta negligencia, este desdén, sólo pueden tener como origen la pereza, la laxitud, la inconsistencia de la mente o del carácter. Esos individuos son bastante peligrosos: cuanto mayores sean sus capacidades, más deben ser perseguidos, más severamente deben ser castigados. Porque llevan consigo la desorganización y la desmoralización social. (Pilatos hizo mal al condenar a Jesucristo por sus opiniones religiosas y políticas; debió haberle arrojado a la cárcel por haragán y vagabundo)[132].

 

La moralidad burguesa y los evangelios. Aquí se encuentra la esencia más profunda de la conciencia burguesa, de toda moralidad burguesa. No hay necesidad de indicar en qué medida esta moralidad contradice los principios básicos del cristianismo, que burlándose de las bendiciones de este mundo (son los Evangelios los que destacan la burla de las cosas buenas de este mundo, aunque sus predicadores estén lejos de desdeñarlas) prohibe amasar tesoros terrestres porque, según dice, «donde esté tu tesoro, estará también tu corazón»; son los Evangelios los que nos recomiendan imitar a los pájaros del Cielo, que ni trabajan ni siembran, pero no por ello dejan de vivir.

Siempre he admirado la maravillosa habilidad de los protestantes para leer las palabras de los Evangelios en su propia construcción, para hacer sus negocios y considerarse al mismo tiempo cristianos sinceros. Sin embargo, vamos a prescindir de esto. A cambio, examinad cuidadosamente en todos sus pequeños detalles las relaciones burguesas, sociales y privadas, los discursos y los actos de la burguesía de todos los países, y veréis en todos ellos la convicción ingenua y básica, profundamente arraigada, de que un hombre honesto y moral es el que sabe cómo adquirir, conservar y aumentar la propiedad, y de que un propietario es la única persona merecedora de respeto.

En Inglaterra el derecho a ser llamado un caballero* está vinculado a dos requisitos previos: debe ir a la iglesia, pero sobre todo debe tener propiedades. Y el lenguaje tiene una expresión fuerte, pintoresca y sencilla al mismo tiempo: ese hombre vale mucho —es decir, cinco, diez, o quizá mil libras esterlinas. Lo que los ingleses (y los americanos) dicen de ese modo groseramente ingenuo, lo piensa la burguesía en todo el mundo. Y la gran mayoría de la burguesía —en Europa, América, Australia y en todas las colonias europeas desperdigadas a lo largo de la tierra— está tan convencida de este criterio básico que jamás llega siquiera a sospechar la profunda inmoralidad e inhumanidad de tales ideas.

La depravación colectiva de la burguesía. La única cosa que habla en favor de la burguesía es la ingenuidad misma de esta depravación. Es una depravación colectiva impuesta como ley moral absoluta sobre todos los individuos pertenecientes a esa clase, que comprende: sacerdotes, nobleza, funcionarios militares y civiles, autoridades, el mundo bohemio de artistas y escritores, industriales y vendedores, e incluso obreros que ansían convertirse en burgueses; es decir, todos los que, en una palabra, quieren triunfar individualmente y, cansados de ser yunque como la gran mayoría del pueblo, desean convertirse en martillo —todos, a excepción del proletariado.

Este pensamiento, al ser universal en su alcance, constituye la gran fuerza inmoral subyacente a todos los actos políticos y sociales de la burguesía, tanto más maligna y perniciosa en sus efectos cuanto que aparece como la base y medida de toda moralidad. Esta circunstancia atenúa, explica y, en alguna medida, legitima la furia desplegada por la burguesía y los atroces crímenes cometidos por ella contra el proletariado en junio de 1848. No hay duda de que la burguesía se habría mostrado igualmente furiosa en la defensa de los privilegios de la propiedad frente a los obreros socialistas si hubiese creído actuar exclusivamente en defensa de sus propios intereses, pero [en ese caso] no habría encontrado dentro de sí la energía, la implacable pasión y la unánime cólera que sirvió para producir su victoria en 1848.

La burguesía descubrió este poder dentro de sí porque estaba profundamente convencida de que defendiendo sus propios intereses, defendía al mismo tiempo los fundamentos sagrados de la moralidad; porque muy seriamente, mucho más seriamente de lo que ellos comprenden, la Propiedad es su Dios, el único Dios, que sustituyó hace mucho tiempo en sus corazones al Dios celestial de los cristianos. Como estos últimos antaño, los burgueses son capaces de sufrir el martirio y la muerte por el bien de tal Dios. La guerra despiadada y desesperada que llevan en defensa de la propiedad no es sólo una guerra de intereses, sino una guerra religiosa en el pleno sentido de la palabra. Pero la furia y la atrocidad de que son capaces las guerras religiosas las conoce bien cualquier estudiante de historia.

Teología y metafísica de la religión de la propiedad. La propiedad es un Dios. Este Dios tiene ya su teología (llamada Política Estatal y Derecho Jurídico) y su moralidad, cuya expresión más adecuada se resume en la frase: «ese hombre vale mucho».

La propiedad —el Dios— tiene también su metafísica. Es la ciencia de los economistas burgueses. Como cualquier otra metafísica es una especie de penumbra, un compromiso entre la verdad y la falsedad que beneficia a esta última. Intenta proporcionar a la falsedad el aspecto de la verdad, y conduce la verdad a la falsedad. La economía política busca santificar la propiedad mediante el trabajo y representarla como realización y fruto del trabajo. Si consigue hacerlo, salvará a la propiedad y al mundo burgués. Porque el trabajo es sagrado, y todo cuanto se basa sobre el trabajo es bueno, justo, moral, humano, legítimo.

Sin embargo, es precisa una fe terca para poder tragarse esta doctrina, porque vemos que la gran mayoría de los obreros están privados de toda propiedad. Lo que es más, sabemos por la confesión de los economistas y por sus propias pruebas científicas que en la actual organización económica, defendida tan apasionadamente por ellos, las masas nunca llegarán a acceder a la propiedad; y que, en consecuencia, su trabajo no las emancipa ni las ennoblece, porque a pesar de hacerlo se ven condenadas a permanecer eternamente sin propiedad —es decir, fuera de la moral y de la humanidad. Por otra parte, vemos que los más ricos propietarios —esto es, los ciudadanos más valiosos, humanos, morales y respetables— son precisamente quienes trabajan menos o quienes no trabajan en absoluto.

Se replica a esto que es imposible ahora seguir siendo rico, preservar y mucho menos incrementar la propia riqueza sin trabajar. Pongámonos entonces de acuerdo sobre el uso adecuado de la palabra «trabajo». Hay trabajo y trabajo. Hay un trabajo productivo, y hay el trabajo de la explotación. El primero es el esfuerzo del proletariado; el segundo, el de los propietarios. El que se embolsa el resultado de tierras cultivadas por otros explota simplemente el trabajo ajeno. El que incrementa el valor de su capacidad en la industria o el comercio, explota el trabajo de otro. Los bancos que se enriquecen como resultado de miles de operaciones de crédito, los especuladores de la Bolsa, o los accionistas que obtienen grandes dividendos sin hacer lo más mínimo; Napoleón III, que se enriqueció tanto que pudo proporcionar la opulencia a todos sus elegidos; el Káiser Guillermo I, que, orgulloso de sus victorias, está ya preparando embargar billones a la pobre Francia, y ya se ha hecho rico y está enriqueciendo a sus soldados con el botín —todas estas personas son trabajadores. ¡Pero qué tipo de trabajadores! ¡Salteadores de caminos! Los ladrones y los salteadores comunes son «trabajadores» en mucha mayor medida, porque para enriquecerse a su manera, «trabajan» con sus manos.

Para todo aquél que no desee ser ciego, es evidente que el trabajo productivo crea riqueza y entrega al productor sólo pobreza; que la propiedad sólo proviene de un trabajo no-productivo, o explotador. Pero, puesto que la propiedad es moralidad, se deduce que la moralidad, según la entiende el burgués, consiste, en explotar el trabajo de otro[133].

La explotación y el gobierno son la fiel expresión del idealismo metafísico. La explotación es el cuerpo visible, y el gobierno es el alma del régimen burgués. Como acabamos de ver, en este íntimo vínculo ambos son, desde el punto de vista teórico y práctico, la expresión fiel y necesaria del idealismo metafísico, la consecuencia inevitable de esta doctrina burguesa que persigue la libertad y la moralidad de los individuos fuera de la solidaridad social. Esta doctrina tiene como meta la explotación del gobierno por un pequeño número de personas afortunadas y elegidas, una esclavitud  explotada  para la  mayoría  y, para todos, la  negación absoluta de  cualquier moralidad y cualquier libertad[134].


14. ÉTICA: MORALIDAD DEL ESTADO

La teoría del contrato social. El hombre no es sólo el ser más individual sobre la tierra; es también el ser más social. Fue una gran falacia por parte de Jean Jacques Rousseau haber supuesto que la sociedad primitiva se estableció mediante un contrato libre pactado por los salvajes. Pero Rousseau no fue el único que mantuvo tales criterios. La mayoría de los juristas y escritores modernos, de la escuela kantiana o de otras escuelas individualistas y liberales que no aceptan la idea teológica de la sociedad fundada sobre el derecho divino, ni la idea de la escuela hegeliana —la sociedad como realización más o menos mística de la moralidad objetiva—, ni la de la escuela naturalista de la sociedad animal primitiva, toman, quieran o no, a falta de cualquier otro fundamento, el contrato tácito como punto de partida.

¡Un contrato tácito! Es decir, un contrato sin palabras, y en consecuencia sin reflexión y sin libre voluntad: ¡indignante disparate! ¡Una ficción absurda, y lo que es más, una ficción perversa! ¡Una lamentable burla! Suponen que mientras yo estaba en una condición incapaz de querer, de pensar y de hablar, me até junto con todos mis descendientes a la esclavitud perpetua, sólo por haberme dejado colocar en la situación de la víctima sin elevar protesta alguna[135].

Falta de discernimiento moral en el estado precedente al contrato social original. Desde el punto de vista del sistema que examinamos actualmente, la distinción entre el bien y el mal no existió antes de concluirse el contrato

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social. En ese tiempo, todo individuo permanecía aislado en su libertad o en su derecho absoluto, sin prestar atención a la libertad de los demás, salvo cuando dicha atención estaba dictada por su debilidad o por su fuerza relativa, es decir por su propia prudencia e interés. Según la misma teoría, el egoísmo era entonces la ley suprema, el único derecho establecido. El bien estaba determinado por el éxito, el mal sólo por el fracaso, y la justicia era sencillamente la consagración del hecho consumado, por horrible, cruel o infame que pudiera ser —como es la regla en la moralidad política que prevalece en la actualidad en Europa.

El contrato social como criterio del bien y el mal. La distinción entre el bien y el mal, según este sistema, sólo comenzó con la conclusión del contrato social. Todo cuanto había sido reconocido de interés general se declaró bueno, y malo lo inverso. Los miembros de la sociedad que entraron en este pacto se convirtieron en ciudadanos, se autolimitaron mediante obligaciones solemnes, y asumieron de allí en adelante el deber de subordinar sus intereses privados al bien común, al interés inseparable de todos. También separaron sus derechos individuales de los derechos públicos, cuyo único representante, el Estado, fue desde entonces investido con poder para suprimir todas las rebeliones del egoísmo individual, aunque teniendo el deber de proteger a todos los miembros en el ejercicio de sus derechos mientras no se opusiesen a los derechos generales de la comunidad.

El Estado formado por el contrato social es el Estado ateo moderno. Vamos ahora a examinar la naturaleza de las relaciones que el Estado así constituido contrae necesariamente con otros Estados similares, así como sus relaciones con la población gobernada. Tal análisis nos parece tanto más interesante y útil cuanto que el Estado, según se le define aquí, es precisamente el Estado moderno y divorciado de la idea religiosa, el Estado laico o ateo proclamado por los escritores modernos.

Veamos entonces en qué consiste esta modernidad. El Estado moderno, como hemos dicho, se ha liberado del yugo eclesiástico y, en consecuencia, ha conmovido el yugo de la moralidad universal o cosmopolita de la Iglesia cristiana. Pero no se ha empapado todavía de la idea o la ética humanitaria, cosa que no puede hacer sin destruirse a sí mismo, porque en su existencia separada y en su concentración aislada el Estado es demasiado estrecho para comprender y contener los intereses, y por tanto la moralidad de la humanidad en su conjunto.

La ética identificada con los intereses estatales. Los estados modernos han llegado precisamente a ese punto. La cristiandad les sirve sólo como un pretexto y como una frase, únicamente como un medio para engañar a los simples, porque las metas perseguidas por ellos no tienen nada en común con las finalidades religiosas. Y los estadistas eminentes de nuestro tiempo, los Palmerston, los Muraviev, los Cavour, los Bismarck, los Napoleón, se reirían de buena gana si alguien tomase en serio sus convicciones religiosas abiertamente profesadas. Se reirían todavía más si alguien les atribuyese sentimientos, consideraciones e intenciones humanitarias, que siempre han tratado públicamente como mera tontería. ¿Qué constituye entonces su moralidad? Sólo los intereses estatales. Desde este punto de vista —que ha sido el de los estadistas con muy pocas excepciones, el de los hombres fuertes de todos los tiempos y países— es bueno todo cuanto sirve para conservar, exaltar y consolidar el poder del Estado (aunque pudiera parecer sacrílego desde un punto de vista religioso, e indignante desde el punto de vista de la moralidad humana) y, por el contrario, todo cuanto milita contra los intereses del Estado es malo, aunque en otros aspectos pueda ser la cosa más sagrada y humanamente justa. Tal es la verdadera moralidad y la práctica secular de todos los Estados.

 

El egoísmo colectivo de las asociaciones particulares elevado a categorías éticas. Tal es también la moralidad del Estado, fundada sobre la teoría del contrato social. Según este sistema, lo bueno y lo malo, al comenzar con el contrato social, no son de hecho nada sino el contenido y el propósito del contrato; es decir, el interés común y el derecho público de todos los individuos participantes en este contrato, con excepción de quienes permanecieron fuera de él. En consecuencia, lo bueno dentro de este sistema es sólo la mayor satisfacción proporcionada al egoísmo colectivo de una asociación particular y limitada que, construida sobre el sacrificio parcial del egoísmo individual de cada miembro, excluye de sí como extraños y enemigos naturales a la gran mayoría de la especie humana, incluida o no dentro de asociaciones similares.

La moralidad sólo coexiste con las fronteras de los estados particulares. La existencia de un Estado singular y limitado supone necesariamente la existencia, y en caso de necesidad provoca la formación de varios Estados, ya que resulta bastante natural que quienes se encuentran fuera del Estado y están amenazados en su existencia y libertad por él, se alíen a su vez contra él. Así encontramos a la humanidad desintegrada en un número indefinido de Estados que son extraños, hostiles y amenazadores unos respecto de los otros.

No hay derecho común ni contrato social entre ellos, porque si ese contrato y ese derecho existiesen, los diversos Estados dejarían de ser absolutamente independientes unos de otros, convirtiéndose en miembros federados de un gran Estado. Si este gran Estado no comprende a toda la humanidad tendría necesariamente contra él la hostilidad de otros grandes Estados federados internamente. De este modo, la guerra será siempre la ley suprema y una necesidad inmanente a la existencia misma de la humanidad.

La ley de la jungla gobierna las relaciones interestatales. Todo Estado, federado o no, debe procurar convertirse en el más poderoso, bajo el peligro de una ruina total. Debe devorar a otros para no ser devorado, conquistar para no ser conquistado, esclavizar para no ser esclavizado, porque dos poderes similares y al mismo tiempo extraños no pueden coexistir sin destruirse.

La solidaridad universal de la humanidad, interrumpida por el Estado. El Estado es entonces la negación más flagrante, cínica y completa de la humanidad. Desintegra la solidaridad universal de todos los hombres sobre la tierra, y sólo los unifica para destruir, conquistar y esclavizar a todo el resto. Sólo toma bajo su protección a sus propios ciudadanos, y sólo reconoce un derecho humano, una humanidad y una civilización dentro de los confines de sus propias fronteras. Puesto que no conoce ningún derecho exterior a sus propios confines, se atribuye con bastante lógica el derecho a tratar con la más feroz falta de humanidad a todas las poblaciones extranjeras que puede saquear, exterminar o subordinar a su voluntad. Si los Estados dan muestras de generosidad o humanidad hacia ellas, no es en absoluto por algún sentido del deber, porque no tiene deberes sino consigo mismo y con aquellos miembros que lo constituyeron por un acto de libre acuerdo, y que o bien continúan formando parte de él sobre la misma base libre o, como sucede a la larga, se han convertido en sus súbditos.

Puesto que no existe ninguna ley internacional y nunca podrá existir de modo serio y verdadero sin minar los fundamentos mismos del principio de la soberanía estatal absoluta, el Estado no tiene deber alguno hacia las poblaciones extranjeras. Si trata con humanidad a un pueblo conquistado, si no lo saquea y extermina a fondo ni lo reduce al último grado de la esclavitud, es quizá por consideraciones de interés y prudencia política, o incluso por pura magnanimidad, pero jamás por un sentimiento del deber, pues tiene derecho absoluto a disponer de esas poblaciones a su antojo.

E1 patriotismo contradice la moralidad humana común. Esta flagrante negación de la humanidad que constituye la esencia misma del Estado es, desde su punto de vista, el supremo derecho y la mayor virtud: se denomina patriotismo y constituye la moralidad trascendente del Estado. La llamaremos moralidad trascendente porque suele trascender el nivel de la moralidad y la justicia humana, tanto privada como común, situándose por ello en aguda contradicción con ellas. Por ejemplo, ofender, oprimir, robar, saquear, asesinar o esclavizar a un congénere significa cometer un crimen, para la moralidad común del hombre, grave.

Por el contrario, en la vida pública, y desde el punto de vista del patriotismo, cuando todo esto se hace para la mayor gloria del Estado y con el fin de conservar o incrementar su poder, se convierte en un deber y en una virtud. Y este deber o virtud es obligatorio para todo ciudadano patriota. Se espera que todos prescindan de esos deberes no sólo en relación con los extraños, sino con sus compatriotas, miembros y súbditos del mismo Estado, en los casos en que el bienestar de éste se lo exija[136]. La suprema ley del Estado. La suprema ley del Estado es la autopreservación a toda costa. Y puesto que todos los Estados, desde el momento de su aparición sobre la tierra, se han visto condenados a una lucha perpetua —contra sus propias poblaciones, a quienes oprimen y arruinan, contra todos los Estados extranjeros, cada uno de los cuales sólo puede ser fuerte si los otros son débiles— y como los Estados no pueden mantenerse firmes en esta lucha a no ser que aumenten constantemente su poder sobre sus propios súbditos y los Estados vecinos, se deduce que la ley suprema del Estado es el incremento de su poder en detrimento de la libertad interna y la justicia externa[137].

 

El Estado quiere tomar el lugar de la Humanidad. Tal es, en su pura realidad, la única moralidad, la única meta del Estado. Sólo adora a Dios porque él es su propio y exclusivo Dios, la sanción de su poder y de lo que él llama su derecho —el derecho de existir a cualquier precio expandiéndose siempre a costa de otros Estados. Todo cuanto sirva para promover esta meta vale la pena, es legítimo y virtuoso. Todo cuanto la perjudica es criminal. La moralidad del Estado es así la inversión de la justicia y la moralidad humana.

Esta moralidad trascendente, sobrehumana y, en consecuencia, anti-humana de los Estados no es sólo el resultado de la corrupción en los hombres encargados de desempeñar las funciones públicas. Podría decirse con más razón que la corrupción de los hombres es una secuela natural y necesaria de la institución estatal. Esta moralidad es sólo el desarrollo del principio fundamental del Estado, la expresión inevitable de su necesidad inmanente. Estado no es más que la negación de la humanidad; es una colectividad limitada que intenta asumir el lugar de la humanidad y quiere imponerse a ella como una meta suprema, mientras  exige a todo lo demás que se someta y sea administrado por él.

La idea de humanidad, ausente en los tiempos antiguos, se ha convertido en un poder dentro de nuestra vida actual. Esto era natural y se comprendía fácilmente en los tiempos antiguos, cuando se desconocía la idea misma de humanidad y todos los pueblos adoraban a dioses exclusivamente nacionales, que les daban derecho de vida o muerte sobre las demás naciones. El derecho humano sólo existía en relación con los ciudadanos del Estado. Todo cuanto estuviese fuera del Estado estaba condenado al pillaje, la masacre y la esclavitud.

Actualmente, las cosas han cambiado. La idea de humanidad se vuelve cada vez más poderosa en el mundo civilizado; y debido tanto a la expansión y a la velocidad creciente en los medios de comunicación como a la influencia más material que moral de la civilización sobre los pueblos bárbaros, esta idea de humanidad empieza a prender incluso en las mentes de naciones incivilizadas. Dicha idea es el poder invisible de nuestro siglo, con el cual han de contar los poderes presentes, los Estados. Desde luego, no pueden someterse a ella por su propia libre voluntad, ya que dicha sumisión equivaldría para ellos al suicidio, porque el triunfo de la humanidad sólo puede realizarse mediante la destrucción de los Estados. Pero los Estados ya no pueden negar esta idea ni rebelarse abiertamente contra ella, porque ha crecido demasiado y puede acabar destruyéndolos.

El Estado debe reconocer a su propio modo hipócrita el poderoso sentimiento de humanidad. Frente a esta dolorosa alternativa, sólo hay una vía de escape, la hipocresía. Los Estados rinden pleitesía externa a esta idea de humanidad; hablan y actúan aparentemente sólo en su nombre, aunque la violen todos los días. Sin embargo, esto no debe imputarse a los Estados. No pueden actuar de otra manera, pues su posición ha llegado al punto de que sólo pueden mantener su posición a base de mentiras. La diplomacia no tiene otra misión.

¿Qué vemos entonces? Cada vez que un Estado quiere declarar la guerra a otro, empieza lanzando un manifiesto, dirigido no sólo a sus propios súbditos sino al mundo entero. En este manifiesto declara que el derecho y la justicia están de su parte; pretende demostrar que sólo actúa por amor a la paz y a la humanidad, que imbuido de sentimientos generosos y pacíficos sufrió en silencio durante largo tiempo hasta verse forzado a desnudar su espada por la creciente iniquidad de su enemigo. A la vez proclama que, desdeñando toda conquista material y sin perseguir incremento territorial, pondrá fin a esta guerra tan pronto como se restablezca la justicia. Y su antagonista contesta con un manifiesto similar donde, naturalmente, demuestra tener de su parte el derecho, la justicia, la humanidad y todos los sentimientos generosos.

Estos manifiestos mutuamente contradictorios se escriben con la misma elocuencia, respiran la misma indignación virtuosa y son igualmente sinceros; es decir, ambos están igualmente curtidos en sus mentiras, y sólo los necios resultan engañados por ellas. Las personas sensatas, todos los que han tenido alguna experiencia política, no se toman siquiera el trabajo de leer tales manifiestos. Al contrario, intentan desvelar los intereses que llevan a ambos adversarios a esta guerra y medir el poder respectivo de cada uno, con el fin de adivinar el resultado de la lucha. Lo cual prueba una vez más que las cuestiones morales no están en juego en tales guerras.

La guerra perpetua es el precio de la existencia estatal. Los derechos de los pueblos, como los tratados que regulan las relaciones entre los Estados, carecen de cualquier sanción moral. En cualquier época histórica definida son la expresión material del equilibrio resultante del antagonismo entre los Estados. Mientras los Estados existan no habrá paz. Habrá solamente treguas más o menos prolongadas, armisticios concluidos por Estados siempre beligerantes; pero tan pronto como un Estado se sienta lo bastante fuerte como para destruir este equilibrio en su ventaja, no dejará de hacerlo. La historia de la humanidad demuestra plenamente esta afirmación[138].

Los crímenes son el clima moral de los Estados. Esto nos explica por qué desde el comienzo de la historia   —es decir, desde la aparición de los Estados— el mundo político ha sido y sigue siendo escenario para el gran fraude y el insuperable latrocinio —latrocinio y fraude que ocupan una posición muy alta y honorable al estar ordenados por el patriotismo, la moralidad trascendente y los supremos intereses del Estado. Esto nos explica por qué toda la historia de los Estados antiguos y modernos es sólo una serie de crímenes repugnantes; por qué los reyes y ministros de todos los tiempos y países, los estadistas, diplomáticos, burócratas y guerreros merecen mil veces las galeras o trabajos forzados desde el punto de vista de la simple moralidad y la justicia humana.

Porque no hay terror, crueldad, sacrilegio, perjurio, impostura, transacción infame, robo cínico, estafa descarada o traición inmunda que no haya sido cometida y no siga siéndolo a diario por representantes públicos con la única excusa de esta elástica frase razón de Estado, a veces tan acertada y terrible. ¡Es en efecto una frase terrible! Porque ha corrompido y deshonrado en círculos oficiales y en las clases dirigentes de la sociedad a más personas que el propio cristianismo. Tan pronto como se pronuncia, todo se hace silencio y desaparece de la vista: la honestidad, el honor, la justicia, el derecho y la propia piedad se desvanecen junto con la lógica y la sensatez; lo negro se vuelve blanco, y lo blanco se vuelve negro, lo horrible se convierte en humano, y las más viles felonías y los crímenes más atroces pasan a ser actos meritorios[139].

 

El crimen, privilegio del Estado. Se prohíbe al individuo lo que se autoriza al listado. Tal es la máxima de todos los gobiernos. Maquiavelo la expuso, y la historia, lo mismo que la práctica de todos los gobiernos contemporáneos, le apoyan en este punto. El crimen es la condición necesaria de la misma existencia estatal, y constituye por eso su monopolio exclusivo; de aquí se deduce que quien se atreva a cometer un crimen es culpable en un doble sentido: en primer lugar, es culpable frente a la conciencia humana, y sobre todo, es culpable frente al Estado por arrogarse uno de sus más preciados privilegios[140].

La moralidad estatal según Maquiavelo. El gran filósofo político italiano, Maquiavelo, fue el primero en utilizar habitualmente esta frase [razón de Estado], o por lo menos le dio su auténtico significado y la inmensa popularidad que desde entonces tiene en círculos gubernamentales. Por ser un pensador realista y positivo, llegó a comprender por vez primera que los Estados grandes y poderosos sólo se fundaban y mantenían por el crimen, gracias a muchos grandes crímenes y a un concienzudo desprecio por todo lo que se denomina honestidad.

Maquiavelo escribió, explicó y argumentó sobre esta cuestión con terrible franqueza. Como la idea de humanidad era completamente desconocida en su tiempo; como la de fraternidad —no humana, sino religiosa— predicada por la Iglesia Católica no pasaba de una fantasmal ironía contradicha en todo instante por los actos de la propia Iglesia; como en su época nadie creía en la existencia de algo parecido a los derechos populares (ya que se consideraba al pueblo una masa inerte e inepta, una especie de carne de cañón para el Estado, para ser gravada con impuestos, reclutada para trabajos forzados y mantenida en una situación de obediencia eterna), en vista de todo ello Maquiavelo llegó lógicamente a la idea de que el Estado constituía la meta suprema de la existencia humana, de que debía ser servido a cualquier coste, y de que estando su interés por encima de todo lo demás, un buen patriota no debería privarse de ningún crimen para servirlo.

Maquiavelo aconseja recurrir al crimen, lo estimula, y hace de él la condición sine qua non de la inteligencia política y del auténtico patriotismo. Llámese el Estado monarquía o república, los crímenes serán siempre necesarios para mantener y asegurar su triunfo. Estos crímenes cambiarán indudablemente de dirección y objeto, pero su naturaleza seguirá siendo idéntica. Siempre será la violación forzada y represiva de la justicia y la honestidad, todo ello para bien del Estado.

El error de Maquiavelo. Sí, Maquiavelo estaba en lo cierto; no podemos dudarlo ahora que poseemos la experiencia de tres siglos y medio añadida a la suya propia. La historia nos enseña que mientras los pequeños Estados son virtuosos por su debilidad, los potentes sólo se mantienen a través del crimen. Pero nuestra conclusión diferirá radicalmente de la conclusión de Maquiavelo, y por un motivo bastante simple: somos los hijos de la Revolución, y hemos heredado de ella la Religión de la Humanidad descubierta sobre las ruinas de la Religión de la Divinidad. Creemos en los derechos del hombre, en la dignidad y en la emancipación necesaria de la especie humana. Creemos en la libertad y en la fraternidad humanas, basadas sobre Una justicia igualmente humana[141].

El patriotismo, descifrado. Ya hemos visto que excluyendo a la gran mayoría de la humanidad, situándose fuera de las obligaciones y derechos recíprocos de la moralidad, la justicia y el derecho, el (Estado niega la humanidad con su palabra altisonante, Patriotismo, e impone la injusticia y la crueldad sobre todos sus súbditos como supremo deber[142].

La maldad original del hombre, premisa teórica del Estado. Todo listado, como toda teología, supone que el hombre es esencialmente perverso y malo. En el Estado que vamos a examinar ahora, el bien comienza, como ya hemos visto, con la conclusión del contrato social, y por consiguiente es sólo el producto de este contrato, su auténtico contenido. No es el producto de la libertad. Por el contrario, mientras los hombres permanecen aislados en su individualidad absoluta, disfrutando de toda su libertad natural y no reconociendo más límites a esta libertad que los impuestos por los hechos y no por el derecho, siguen exclusivamente una ley: la ley del egoísmo natural.

Insultan, maltratan, roban, asesinan y se devoran entre sí, cada uno según su inteligencia, su astucia y sus fuerzas materiales, como ahora hacen los Estados. En consecuencia, la libertad humana no produce el bien, sino el mal, pues el hombre es malo por naturaleza. ¿Cómo se hizo malo? La explicación incumbe a la teología. El hecho es que el Estado, al nacer, encontró al hombre ya en esa condición, y tomó sobre sí la tarea de hacerle bueno; es decir, la tarea de transformar al hombre natural en un ciudadano.

Podríamos  decir  que al  ser  el  Estado  el  producto   de un contrato libremente pactado por los hombres, y al ser el bien su producto, se deduce que es el producto de la libertad. Sin embargo, esta conclusión sería profundamente errónea. Incluso siguiendo a esta teoría, el Estado no es el producto de la libertad, sino el producto de la negación y el sacrificio voluntario de la libertad. Los hombres naturales, absolutamente libres desde el punto de vista del derecho, pero expuestos de hecho a los peligros que en todo instante amenazan su seguridad, renuncian a una parte mayor o menor de su libertad para asegurar y salvaguardar su seguridad, y puesto que la sacrifican con ese fin al convertirse en ciudadanos, se convierten también en esclavos del Estado. Tenemos, pues, derecho a afirmar que desde el punto de vista del Estado, el bien no surge de la libertad, sino de la negación de la libertad.

 

Teología y política. ¿No es sorprendente esta similitud entre la teología (la ciencia de la Iglesia) y la política (la teoría del Estado), esta convergencia de dos órdenes aparentemente contrarios de pensamientos y hechos, en la misma convicción de que es necesario sacrificar la libertad humana para hacer de los hombres seres morales y transformarlos en santos —según unos—, y en ciudadanos virtuosos, según otros? En cuanto a nosotros, apenas nos extraña, porque estamos convencidos de que la política y la teología se relacionan estrechamente, tienen el mismo origen y persiguen la misma meta bajo dos nombres distintos; estamos convencidos de que todo Estado es una Iglesia terrestre, al igual que toda Iglesia con su Cielo —morada de los benditos dioses inmortales— no es más que un Estado celestial.

Semejanza entre las premisas éticas de la teología y la política. En consecuencia, el Estado comienza, como la Iglesia, con la suposición fundamental de que todos los hombres son esencialmente malos y de que, abandonados a su libertad natural, se matarían entre sí y ofrecerían el espectáculo de la más pavorosa anarquía, donde los más fuertes asesinarían o explotarían a los más débiles. ¿No es esto justamente lo contrario de lo que está aconteciendo ahora en nuestros Estados ejemplares?

 De la misma forma, el Estado enuncia como principio el siguiente criterio: con el fin de establecer el orden público, es necesario poseer una autoridad superior; a fin de guiar a los hombres y reprimir sus pasiones malignas, es necesario tener un jefe, e imponer también un yugo sobre las personas, pero esta autoridad debe ser desempeñada por un hombre de virtuoso genio*, un legislador del pueblo como Moisés, Licurgo o Solón. Ese jefe y ese yugo encarnarán la sabiduría y el poder represivo del Estado[143].

La sociedad no es el producto de un contrato. El Estado es una forma histórica transitoria y pasajera de la sociedad —como la Iglesia, su hermano mayor—, pero carece del carácter necesario e inmutable de la sociedad, que es anterior a todo desarrollo de la humanidad y comparte plenamente el poder omnímodo de las leyes, actos y manifestaciones naturales, con lo cual constituye la base misma de la existencia humana. El hombre nace en sociedad como una hormiga nace en su hormiguero, o una abeja en su colmena; el hombre nace en sociedad desde el momento mismo de dar su primer paso hacia la humanidad, desde el momento de convertirse en un ser humano, es decir, en un ser que posee en mayor o menor medida el poder del pensamiento y la palabra. El hombre no elige la sociedad; al contrario, es su producto, y se encuentra tan inevitablemente sometido a las leyes naturales que gobiernan su desarrollo esencial como a todas las demás leyes naturales que debe obedecer.

Una rebelión contra la sociedad es inconcebible. La sociedad precede, y al mismo tiempo sobrevive a todo individuo humano, y es en este sentido igual a la misma Naturaleza. Es eterna como la Naturaleza o, si se prefiere, durará tanto como la tierra, pues allí nació. Una rebelión radical contra la sociedad sería, por eso, tan imposible como una rebelión contra la Naturaleza, porque la sociedad humana no es sino la última gran manifestación o creación de la Naturaleza sobre esta tierra. Y un individuo que quisiera rebelarse contra la sociedad —es decir, contra la Naturaleza en general, y su propia naturaleza en particular— se situaría más allá de la existencia real, se sumergiría en la nada, en un vacío absoluto, en una abstracción sin vida, en Dios.

De aquí se deduce que es tan imposible preguntarse si la sociedad es buena o mala como preguntar si la Naturaleza —el ser universal, material, real, absoluto, único y supremo— es buena o mala. Es mucho más que eso: es un hecho inmenso, positivo y primitivo, cuya existencia antecede a toda conciencia, a todas las ideas, a todo discernimiento intelectual y moral; es la base misma, el mundo donde inevitablemente y mucho después empezaron a desarrollarse lo que llamamos bien y mal.

El Estado es un mal históricamente necesario. No acontece lo mismo con el Estado. Y no vacilo en decir que el Estado es un mal, pero un mal históricamente necesario, tan necesario en el pasado como será necesaria antes o después su completa extinción, tan necesario como lo fueron la bestialidad primitiva y las divagaciones teológicas del pasado. El Estado no es la sociedad; es sólo una de sus formas históricas, tan brutal como abstracta en su carácter. Históricamente surgió en todos los países sobre las nupcias de la violencia, la rapiña y el pillaje —en una palabra, de la guerra y la conquista—, con los dioses creados en serie por las fantasías teológicas de las naciones. Desde su comienzo mismo ha sido —y sigue siendo— la sanción divina de la fuerza brutal y de la iniquidad triunfante. Incluso en los países más democráticos, como los Estados Unidos de América y Suiza, es simplemente la consagración de los privilegios de cierta minoría y la esclavitud efectiva de la gran mayoría.

Rebelión contra el Estado. La rebelión contra el Estado es mucho más fácil porque hay algo en su naturaleza que provoca la rebelión. E1 Estado es autoridad, es fuerza, es el despliegue ostentoso y engreído del poder. No busca congraciarse, convencer ni convertir. Cada vez que interviene, lo hace de modo singularmente desafortunado. Porque por su naturaleza misma no puede persuadir y ha de imponer o ejercer la fuerza. Por mucho que pueda intentar disfrazar esta naturaleza, seguirá siendo el violador legal de la voluntad humana y la negación permanente de toda libertad.

 La moralidad supone la libertad. E incluso cuando el Estado emprende algo positivo, lo deshace y estropea precisamente por venir en forma de una orden, porque toda orden provoca y despierta la legítima rebelión de la libertad; y también porque desde el punto de vista de la verdadera moralidad, de la moralidad humana y no divina, el bien realizado siguiendo órdenes venidas de arriba deja de ser bien y se convierte en mal. La libertad, la moralidad y la dignidad del hombre consisten precisamente en no hacer el bien porque se le ordene, sino porque lo concibe, lo desea y lo ama[144].


15. ÉTICA: LA MORALIDAD VERDADERAMENTE HUMANA O ANARQUISTA

El socialismo y el materialismo conducen a una moralidad verdaderamente humana. Tras haber mostrado cómo el idealismo —a partir de las ideas absurdas de Dios, la inmortalidad del alma, la libertad original de los individuos y su moralidad independiente de la sociedad— llega inevitablemente a la consagración de la esclavitud y la inmoralidad, debemos mostrar ahora cómo la ciencia real, el materialismo y el socialismo (términos de los que éste último no es más que el desarrollo verdadero y completo del primero, precisamente porque ambos toman como punto de partida la naturaleza material y la esclavitud natural y primitiva de los hombres, intentando conseguir la emancipación humana no fuera sino dentro de la sociedad, no contra ella sino gracias a ella) tienden a establecer la máxima libertad de los individuos y la moralidad humana más elevada[145].

El instinto de auto-preservación individual y de preservación de la especie. Los elementos de lo que llamamos moralidad se encuentran ya en el mundo animal. Sin excepción alguna, pero con grandes diferencias en cuanto al desarrollo, descubrimos en las especies animales dos instintos opuestos: el instinto de preservación del individuo, y el instinto de preservación de la especie; o, hablando en términos humanos, los instintos egoístas y los instintos sociales. Desde el punto de vista de la ciencia, como desde el punto de vista de la propia Naturaleza, ambos instintos son igualmente naturales, y por ello igualmente legítimos; lo que es aún más importante, son igualmente necesarios en la economía natural de los seres. El instinto individual es en sí mismo una condición básica para la preservación de la especie, porque si los individuos no se defendiesen con todas sus fuerzas de las privaciones y presiones externas que amenazan constantemente su existencia, la misma especie, que sólo vive en o a través de los individuos, sería incapaz de mantener su existencia. Pero si ambos impulsos tuviesen que ser considerados sólo desde el punto de vista del interés exclusivo de la especie, cabría decir que el instinto social es bueno, y el instinto individual, en la medida en que se le opone, es malo.

El desarrollo desequilibrado de tales instintos en el mundo animal y entre los insectos superiores. En las hormigas y abejas predomina la virtud, porque en ambas el instinto social parece desbordar al instinto individual. Algo bien diferente acontece con las bestias salvajes, y podríamos decir en general, que dentro del mundo animal el egoísmo es el instinto predominante. El instinto de la especie, por el contrario, sólo se despierta en él durante breves intervalos, y dura el mínimo necesario para la procreación y la educación de la familia.

El egoísmo y la sociabilidad son equiparables en el hombre. En el hombre acontece algo distinto. Parece que estos instintos opuestos de egoísmo y sociabilidad son mucho más poderosos y mucho menos diferenciados en el hombre que en los demás animales, siendo éste uno de los motivos de su gran superioridad sobre ellos. El hombre es más feroz en su egoísmo que las bestias más salvajes, y al mismo tiempo es más sociable que las hormigas y las abejas[146].

La humanidad está presente incluso en los caracteres más viles. Toda moralidad humana, toda moralidad colectiva e individual, se apoya básicamente sobre el respeto humano. ¿Qué queremos decir con el respeto humano? Es el reconocimiento de la humanidad, del derecho humano y de la dignidad humana en todo hombre, sea cual fuere su raza, su color, su grado de desarrollo intelectual e incluso moral. Pero si un hombre es estúpido, perverso, despreciable, ¿puedo respetarle? Si tal fuese el caso, me sería desde luego imposible respetar su villanía, su estupidez y su brutalidad; me harían sentirme disgustado e indignado; y si fuese necesario, tomaría las más enérgicas medidas contra ese hombre, sin detenerme siquiera ante el hecho de matarlo si no quedasen otros medios para defender frente a él mi vida, mis derechos o lo que es respetado y querido por mí. Pero en medio de la lucha más enérgica y fiera —mortal, si fuese necesario— tendría que respetar su naturaleza humana.

La regeneración del carácter, posible con el cambio de las condiciones sociales. Sólo al precio de mostrar tal respeto, puedo conservar mi propia dignidad humana. Pero si él no reconoce esta dignidad en los demás ¿podemos reconocérsela a él? Si es una especie de animal feroz, o incluso algo peor, como a veces acontece, ¿no sería caer en ficciones reconocerle una naturaleza humana? ¡En absoluto! Pues sean cuales fueren las simas de degradación moral e intelectual que pueda alcanzar en cualquier momento determinado (salvo tratándose de un individuo congénitamente loco o de un idiota, en cuyo caso no debe ser tratado como un criminal, sino como un enfermo), y si está en una plena posesión del sentido y la inteligencia otorgados por la Naturaleza, su carácter humano sigue existiendo de un modo muy real en él a pesar de las más monstruosas desviaciones, como una posibilidad, presente mientras viva, de poder llegar de alguna forma a ser consciente de su humanidad si se efectúa un cambio en las condiciones sociales que le determinaron a ser así.

 

El factor determinante es el medio social. Tómese al mono más inteligente y de mejor carácter, y colóquesele bajo las condiciones mejores y más humanas. Jamás será posible hacer de él un hombre. Tómese al criminal más endurecido o a un hombre de mínima mente; siempre que ninguno de ellos padezca una lesión orgánica capaz de producir la idiocia o una demencia incurable, pronto descubriremos que si uno se ha convertido en un criminal y el otro no se ha desarrollado aún hasta la plena conciencia de su humanidad y sus deberes humanos, el defecto no está en ellos y en su naturaleza, sino en el medio social donde nacieron y se han desarrollado.

Se niega la voluntad libre. Aquí entramos en el punto más importante de la cuestión social, o de la ciencia del hombre en general. Ya hemos declarado repetidamente que negamos la existencia de una voluntad libre en el sentido atribuido a ella por la teología, la metafísica y la jurisprudencia; es decir, en el sentido de una auto-determinación espontánea de la voluntad individual del hombre, con independencia de todas las influencias naturales y sociales.

Las capacidades morales e intelectuales son la expresión de la estructura corpórea. Negamos la existencia de un alma, de una entidad moral con existencia separada del cuerpo. Al contrario, afirmamos que lo mismo que el cuerpo del individuo, con todas sus facultades y sus predisposiciones instintivas, no es sino el resultado de todas las causas generales o particulares determinantes de su organización particular, lo que impropiamente llamamos alma sus capacidades morales e intelectuales es el producto directo, o más bien la expresión natural inmediata de esta organización misma, y especialmente del grado de desarrollo orgánico alcanzado por el cerebro como resultado de ¡a concurrencia de la totalidad de causas independientes de su voluntad.

La individualidad, plenamente determinada por la suma total de causas precedentes. Todo individuo, incluso el más insignificante, es el producto de siglos de desarrollo; la historia de las causas coadyuvantes a la formación de dicho individuo no tiene comienzo. Si poseyésemos el don —que nadie ha tenido, y nadie tendrá jamás— de captar y comprender la infinita diversidad de transformaciones de materia o ser inevitablemente ocurridas en serie desde la aparición de nuestro globo terrestre hasta el nacimiento de este individuo particular, quizá pudiéramos decir con precisión matemática, sin conocer incluso al individuo, cuál es su naturaleza orgánica y determinar hasta los detalles más mínimos la medida y el carácter de sus facultades intelectuales y morales, en una palabra, su alma, tal como era en la primera hora de su nacimiento.

No tenemos posibilidad de analizar y comprender todas esas transformaciones sucesivas, pero podemos decir sin temor a equivocarnos que desde el momento de su nacimiento todo individuo humano es por completo el producto del desarrollo histórico, es decir del desarrollo fisiológico y social de su raza, su pueblo, su casta (si existen castas en su país), su familia, sus antepasados y las naturalezas individuales de su padre y madre, que han sido transmitidas directamente a él a través de la herencia fisiológica, como el punto natural de partida para él, a lo que hay que añadir, como determinación de su naturaleza particular, todas las consecuencias inevitables de sus existencias previas, materiales y morales, individuales y sociales, incluyendo sus pensamientos, sus sentimientos y sus actos, las diversas vicisitudes de sus vidas y los hechos grandes o pequeños donde tomaron parte, y también la inmensa diversidad de accidentes a los que estuvieron sometidos, junto con todo aquello que ellos mismos heredaron del mismo modo de sus propios padres.

Las diferencias son determinadas. No hay necesidad de mencionar de nuevo (porque nadie lo discute) que las diferencias entre razas, pueblos, e incluso clases y familias, están determinadas por causas geográficas, etnográficas, fisiológicas y económicas (la causa económica comprende dos puntos importantes: la cuestión de la ocupación —la división colectiva del trabajo en la sociedad, y la distribución de la riqueza— y la cuestión de la nutrición, en cuanto a la cantidad y la cualidad), no menos que por causas históricas, religiosas, filosóficas, jurídicas, políticas y sociales; y que todas esas causas, combinadas de un modo peculiar en cada raza, en cada nación y, más a menudo, en cada provincia y comuna, en cada clase y familia, imparten a los miembros su fisonomía específica; esto es, un tipo fisiológico diferente, una suma de predisposiciones y capacidades particulares, con independencia de la voluntad de los individuos, que están formados por ellas, y son por entero sus productos.

De este modo, todo individuo humano es desde el momento de su nacimiento el derivado material y orgánico de esa infinita diversidad de causas que le produjeron al combinarse. Su alma —su predisposición orgánica hacia el desarrollo de sentimientos, ideas y voluntad—, no es más que un producto. Está completamente determinada por la cualidad fisiológica individual del sistema neuro-cerebral, que como las demás partes de su cuerpo depende absolutamente de la combinación más o menos fortuita de causas. Constituye principalmente lo que llamamos la naturaleza particular u original del individuo.

El desarrollo explicita las diferencias individuales implícitas. Hay tantas naturalezas distintas como individuos. Las diferencias individuales se manifiestan cada vez con más claridad a medida que se desarrollan; o, más bien, no sólo se manifiestan con mayor poder, sino que se hacen efectivamente mayores con el desarrollo de los individuos, porque las cosas y circunstancias externas, las mil causas elípticas que influyen sobre el desarrollo de los individuos, son en sí mismas extremadamente diversas en su carácter. En consecuencia, descubrimos que cuanto más avanza un individuo en la vida, más se perfila su naturaleza individual, más se destaca de los otros individuos por sus virtudes y por sus defectos.

 

La unicidad del individuo. ¿Hasta qué punto está desarrollada la naturaleza o el alma del individuo —es decir, las particularidades individuales del aparato neuro-cerebral— en los niños recién nacidos? La respuesta correcta a esta pregunta sólo la pueden proporcionar los fisiólogos. Únicamente sabemos que todas esas particularidades deben ser por fuerza hereditarias, en el sentido que hemos intentado explicar. Es decir, están determinadas por una infinidad de causas completamente diversas y dispares: materiales y morales, mecánicas y físicas, orgánicas y espirituales, históricas, geográficas, económicas y sociales, grandes y pequeñas, permanentes y casuales, inmediatas y muy alejadas en el espacio y el tiempo, y su suma total se combina en un ser viviente singular y se individualiza por primera y última vez, en la corriente de las transformaciones universales, en ese niño que nunca tuvo y nunca tendrá un duplicado exacto.

Queda entonces por establecer hasta qué punto y en qué sentido está realmente determinada esa naturaleza individual en el momento de abandonar la criatura el útero materno. ¿Es esa determinación sólo material, o es también espiritual y moral al mismo tiempo, por lo menos en su tendencia y capacidad natural o predisposición instintiva? ¿Nace el niño inteligente o estúpido, bueno o malo, dotado de voluntad o falto de ella, predispuesto a desarrollarse por el cauce de algún talento particular? ¿Puede el niño heredar el carácter, los hábitos y defectos o las cualidades morales e intelectuales de sus padres y antepasados?

¿Hay caracteres morales innatos? Lo que nos interesa sobre todo es el problema de saber si los atributos morales —bondad o perversidad, valor o cobardía, carácter firme o débil, generosidad o avaricia, egoísmo o amor al prójimo, y otras características positivas y negativas de este tipo— pueden heredarse fisiológicamente de los padres o antepasados como las facultades intelectuales; o bien si, con relativa independencia de toda ley hereditaria, esos rasgos pueden formarse por efecto de alguna causa accidental, conocida o desconocida, que opera en el niño mientras se encuentra aún en el útero materno. En una palabra, cuando el niño nace, ¿trae al mundo alguna predisposición moral?

La idea de las propensiones morales innatas nos lleva a la desacreditada teoría frenológica. No pensamos así. Para tratar mejor este problema indicaremos en principio que si admitiésemos la existencia de cualidades morales innatas, habríamos de suponer que en el recién nacido están interconectadas con alguna particularidad fisiológica y enteramente material de su propio organismo: al surgir del útero de su madre, el niño no tiene alma ni mente, no tiene sentimientos, y ni siquiera instintos; nace a todo eso. Y es por ello sólo un ser físico cuyas facultades y cualidades, si alguna tiene, son únicamente anatómicas o fisiológicas.

De este modo, para que un niño naciese bueno, generoso, afectuoso, valiente o perverso, avaricioso, egoísta y cobarde, sería necesario que cada una de esas virtudes y defectos correspondiese a las particularidades materiales y, por decirlo así, locales específicas de su organismo, especialmente de su cerebro. Dicha suposición nos llevaría al sistema de Gall, que estaba convencido de haber encontrado lóbulos y cavidades en el cráneo correspondientes a todas las cualidades y defectos. Su teoría, como sabemos, ha sido unánimemente rechazada por los fisiólogos modernos.

Consecuencias lógicas de la idea de propensiones morales innatas. Pero si hubiese una teoría bien fundada, ¿cuáles serían sus consecuencias? Una vez supuesto que los defectos y los vicios, lo mismo que las buenas cualidades, son innatos, tendríamos que precisar si pueden o no ser modificados por la educación. En el primer caso, las responsabilidades de todos los crímenes cometidos por todos los hombres caerían sobre la sociedad, que no les dio una formación adecuada, y no sobre los propios individuos, quienes, por el contrario, deberían ser considerados exclusivamente como víctimas de esta falta de cuidado y previsión por parte de la sociedad. En el segundo caso, si las predisposiciones innatas se consideran inevitables e incorregibles, el único camino abierto para la sociedad sería suprimir a todos los individuos afligidos por algún vicio innato o natural. Pero a fin de no caer en el horrible vicio de la hipocresía, la sociedad habría de reconocer entonces que lo hacía exclusivamente por conseguir su auto-preservación y no por la justicia.

 

Sólo lo positivo tiene existencia real. Hay otra consideración que puede ayudarnos a aclarar este problema. En el mundo intelectual y moral, como en el físico, sólo lo positivo posee existencia; lo negativo no existe, no constituye un ser en sí mismo, es sólo una disminución más o menos considerable de lo positivo. Así, el frío no es una propiedad diferente del calor; es sólo una ausencia relativa, una disminución muy grande de calor. Lo mismo acontece con la oscuridad, que no es sino luz atenuada hasta el extremo. El frío y la oscuridad absolutos no existen.

En el mundo intelectual, la estupidez no es sino debilidad de la mente; y en el mundo moral, la malevolencia, la avidez y la cobardía son sólo benevolencia, generosidad y coraje reducidos no a cero, pero sí a una cantidad muy pequeña. Por pequeña que sea, sigue siendo todavía una cantidad positiva que, con la ayuda de la educación, puede ser desarrollada, fortalecida y aumentada de un modo positivo. Pero esto sería imposible si los vicios o cualidades negativas mismas fuesen cosas positivas, en cuyo caso deberían ser suprimidas y no desarrolladas, pues su desarrollo sólo puede proceder en una dirección negativa.

La fisiología contra la idea de las cualidades innatas. Por último, sin permitirnos prejuzgar esas serias cuestiones fisiológicas, sobre las cuales admitimos nuestra completa ignorancia, añadamos la consideración siguiente, basada en la fuerza de una opinión unánime entre las autoridades de la ciencia fisiológica moderna. Parece probado y establecido que en el organismo humano no existen regiones y órganos separados para las facultades instintivas, sensoriales, morales e intelectuales, sino que todas ellas se desarrollan en una misma y única parte del cerebro mediante el mismo mecanismo nervioso.

Si es así, parece deducirse obviamente que no pueden existir diversas predisposiciones morales o inmorales determinantes de cualidades o vicios hereditarios innatos en la constitución de un niño, y que el innato moral no difiere en modo alguno del innato intelectual, reduciéndose ambos al grado más o menos elevado de perfección alcanzado en general por el desarrollo del cerebro[147].

Las características morales no se transmiten por herencia, sino por tradición social y educación. De este modo, la opinión científica general parece estar de acuerdo en que no existen órganos especiales en el cerebro correspondientes a diversas cualidades intelectuales y a las diversas características morales (afectos y pasiones, bien o mal). En consecuencia, las cualidades o defectos no pueden heredarse o ser innatas; como ya hemos dicho, en el niño recién nacido lo innato y hereditario sólo puede ser material y fisiológico. ¿Dónde reside, entonces, la mejora progresiva e históricamente transmisible del cerebro con relación a las facultades intelectuales y morales?

Sólo en el desarrollo armonioso de todo el sistema cerebral y neural, es decir en el carácter veraz, refinado e intenso de las impresiones nerviosas, así como en la capacidad del cerebro para transformar esas impresiones en sentimientos e ideas, y para combinar, abarcar y retener permanentemente en la conciencia las asociaciones más amplias de sentimientos e ideas.

Las asociaciones de sentimientos e ideas, cuyo desarrollo y sucesiva transformación constituyen el aspecto intelectual y moral de la historia de la humanidad, no provocan en el cerebro humano la formación de nuevos órganos correspondientes a cada asociación separada, y en consecuencia no pueden ser transmitidas a los individuos mediante una herencia fisiológica. Lo fisiológicamente heredado es la actitud cada vez más fortalecida, ampliada y perfeccionada para concebir y crear nuevas asociaciones.

Pero las asociaciones mismas y las ideas complejas representadas por ellas, como las ideas de Dios, patria y moralidad, como no pueden ser innatas, se transmiten a los individuos únicamente a través de las tradiciones sociales y la educación. Se apoderan del niño desde el primer día de su nacimiento, y al estar ya incorporadas a la vida circundante en los detalles morales y materiales del mundo social donde ha nacido, impregnan de mil modos distintos la conciencia infantil, y luego la conciencia adolescente y juvenil, a medida que surge, se desarrolla y se ve conformada por sus influencias todopoderosas[148].


16. ÉTICA: EL HOMBRE, PRODUCTO TOTAL DEL MEDIO

Tomando la educación en el sentido más amplio de la palabra, y comprendiendo con ella no sólo el hecho de inculcar máximas morales, sino ante todo los ejemplos dados al niño por quienes le rodean y la influencia de todo cuanto oye y ve; comprendiendo dentro del término educación no sólo el cultivo de la mente del niño, sino también el desarrollo de su cuerpo a través de la nutrición, la higiene y el ejercicio físico, podemos decir, plenamente convencidos de que nadie nos lo negará seriamente, que todo niño, joven, adulto e incluso anciano, es enteramente el producto del medio donde encontró cobijo y creció, un producto inevitable, involuntario y, en consecuencia, irresponsable.

Entra en la vida sin alma, sin conciencia, sin la sombra de una idea o de cualquier sentimiento, pero con un organismo humano cuya naturaleza individual está determinada por un número infinito de circunstancias y condiciones previas a la aparición de su voluntad. Esto determina por su parte la mayor o menor capacidad de adquirir y asimilar los sentimientos, ideas y asociaciones producidos en siglos de desarrollo, y transmitidos a todos como una herencia social por la educación que reciben. Buena o mala, esta educación se le impone al hombre— y éste no es en modo alguno responsable de ella. Le configura a su propia imagen, en la medida permitida por la naturaleza individual, y así un hombre piensa, siente y desea todo cuanto las personas situadas a su alrededor piensan, sienten y desean.

No se niegan las diferencias naturales. Pero entonces podría preguntarse: ¿cómo explicar que una educación completamente idéntica, al menos en apariencia, suele producir resultados ampliamente diversos en cuanto al desarrollo del carácter, el corazón y la mente? Pero, para empezar, ¿no difieren en su nacimiento las propias naturalezas? Esta diferencia natural e innata, por pequeña que pueda ser, es positiva y real a pesar de todo: en temperamento, en energía vital, en el predominio de un sentido o un grupo de funciones orgánicas sobre otras, en vivacidad y en capacidades naturales.

Hemos intentado demostrar que los vicios y las cualidades morales —hechos de la conciencia individual y social— no pueden heredarse físicamente, y que el hombre no puede estar fisiológicamente predeterminado hacia el mal, ni hecho irrevocablemente incapaz del bien. Pero jamás hemos querido negar que las naturalezas individuales difieren mucho entre sí y que algunas están dotadas en mayor medida que otras con la capacidad de un pleno desarrollo humano. Desde luego, creemos que esas diferencias naturales se exageran actualmente, y que la mayoría no debieran atribuirse a la naturaleza, sino a la distinta educación impartida a cada individuo.

La psicología fisiológica y la pedagogía se encuentran en un estado infantil aún. A fin de decidir esta cuestión, es necesario que las dos ciencias llamadas a resolverla —la psicología fisiológica o ciencia del cerebro, y la pedagogía, ciencia de la educación o del desarrollo social del cerebro— emerjan del estado infantil en que ambas se encuentran todavía. Pero una vez admitidas las diferencias fisiológicas entre los individuos, sea cual fuere su grado, se deduce claramente que un sistema de educación, excelente en sí mismo como sistema abstracto, puede ser bueno para uno pero malo para otro.

No se niega por completo la herencia fisiológica. Puede argumentarse que por imperfecta que resulte una educación, es incapaz de explicar el hecho innegable de que en familias casi privadas de sentido moral encontramos a menudo individuos notables por la nobleza de sus impulsos y sentimientos. O el hecho de que encontramos muy a menudo en familias altamente desarrolladas en sentido moral e intelectual individuos viles de corazón e intelecto.

Pero esta es una contradicción sólo aparente. En realidad, aunque hayamos afirmado que en la mayoría de los casos el hombre es casi por completo un producto de las condiciones sociales en las que se formó, y aunque hayamos asignado una parte relativamente pequeña al influjo de la herencia fisiológica de las cualidades naturales recibidas con el nacimiento, no hemos negado por completo esta influencia. Hemos reconocido, incluso, que en algunos casos excepcionales, por ejemplo, en hombres de genio o de gran talento, así como en idiotas o naturalezas muy perversas, esta influencia de la determinación natural sobre el desarrollo del individuo —determinación tan inevitable como la influencia de la educación en la sociedad— puede ser grande.

La última palabra en estas cuestiones pertenece a la fisiología del cerebro. Pero esta ciencia no ha llegado aún al punto de poderlas resolver siquiera aproximativamente. La única cosa que podemos afirmar actualmente con certeza es que todas esas cuestiones gravitan entre dos fatalismos: el fatalismo natural, orgánico y fisiológicamente hereditario, y el fatalismo de la herencia, la tradición social, la educación y la organización cívica, social y económica de todo país. En ninguno de esos fatalismos hay lugar para la voluntad libre.

 

La influencia de factores accidentales e intangibles en los desarrollos particulares. Pero prescindiendo en el individuo de la determinación natural, positiva o negativa, capaz de situarle en contradicción con el espíritu reinante en toda su familia, pueden existir dentro de cada caso específico otras causas ocultas que en la mayoría de las situaciones permanecen desconocidas, pero que deben tomarse en cuenta a pesar de todo. La concurrencia de circunstancias especiales, de un evento imprevisto, de un accidente insignificante en sí mismo, la suerte de encontrar a alguna persona en especial, y a veces un libro que cae en manos de cierta persona justo en el momento adecuado; todo lo que en un niño, un adolescente o un hombre joven, cuando su imaginación se encuentra en un estado de fermentación y está aún abierta a las impresiones de la vida, puede producir una revolución radical hacia lo positivo o lo negativo.

A esto debe añadirse la elasticidad de todas las naturalezas jóvenes, especialmente cuando están dotadas de cierta energía natural que las hace rebelarse contra influencias demasiado autoritarias y despóticamente persistentes, gracias a lo cual incluso un exceso de maldad puede a veces producir bien.

Cuando el bien produce mal. ¿Puede un exceso de bien, o de lo que pasa por bien, producir mal? Sí, cuando es impuesto como una ley despótica y absoluta —religiosa, filosófica de forma doctrinaria, política, jurídica, social, o como la ley patriarcal de la familia— en una palabra, puede producir mal cuando el bien o lo que parece ser bueno se impone al individuo como una negación de libertad, y no es el producto de su autonomía. En tal caso, la rebelión contra el bien así impuesto no es sólo natural, sino también legítima; dicha rebelión es todo lo contrario del mal, es bien; porque no hay nada bueno fuera de la libertad, y la libertad es la fuente absoluta y la condición de todo bien verdaderamente merecedor de ese nombre; porque el bien no es algo distinto de la libertad[149].

El socialismo se basa sobre el determinismo. Apoyado sobre la ciencia positiva, el socialismo rechaza absolutamente la doctrina del «libre albedrío». Afirma que todo cuanto se denomina vicio y virtud humanos es absolutamente un producto de la acción combinada de la Naturaleza y la sociedad. La Naturaleza crea, a través de su acción etnográfica, fisiológica y patológica, facultades y disposiciones denominadas naturales, y la organización de la sociedad las desarrolla o, en caso contrario, detiene o falsifica su desarrollo. Todos los individuos, sin excepción, son en todo momento de sus vidas lo que hicieron de ellos la Naturaleza y la sociedad.

El progreso en la moralidad del hombre está condicionado por la moralización del medio social. De aquí se sigue claramente que para hacer morales a los hombres, es necesario hacer moral su medio social. Y esto sólo puede hacerse de un modo: asegurando el triunfo de la justicia, es decir, la libertad completa de cada uno en la igualdad más perfecta para todos. La desigualdad de condiciones y derechos, y la falta de libertad resultante para todos los individuos, es la gran iniquidad colectiva que justifica todas las iniquidades individuales. Suprímase esta fuente de iniquidades, y todas las demás se desvanecerán junto a ella.

Un medio moral es lo que creará la revolución. En vista de la falta de entusiasmo mostrada por los hombres privilegiados en cuanto al progreso moral —o lo que es lo mismo, en cuanto a la igualación de sus derechos con otros— tememos que el triunfo de la justicia sólo pueda efectuarse mediante una revolución social.

Para que los hombres se hagan morales son necesarias tres cosas, cuyo concurso produce hombres completos en el pleno sentido de la palabra: nacimiento bajo condiciones higiénicas; una educación racional e integral, acompañada por una crianza basada en el respeto al trabajo, la razón, la igualdad y la libertad; y un medio social donde el individuo humano, disfrutando de plena libertad, sea igual de hecho y de derecho a todos los demás.

¿Existe tal medio? No. Por tanto, hay que crearlo[150].

Justicia humana contra justicia legal. Cuando hablamos de justicia, no nos referimos a la justicia contenida en los códigos legales y en la jurisprudencia romana, que se basa fundamentalmente en actos de violencia alcanzados por la fuerza, consagrados por el tiempo y las bendiciones de alguna Iglesia —cristiana o pagana— y aceptados como principios absolutos de los que debe deducirse toda ley por un proceso de razonamiento lógico. Hablamos de una justicia basada exclusivamente sobre la conciencia humana, de la justicia hallada en la conciencia de todo hombre, e incluso en la de los niños, y que sólo puede expresarse con las palabras derechos iguales.

Esta justicia universal que, debido a las conquistas por la fuerza y a las influencias de la religión, nunca ha prevalecido en el mundo jurídico, político o económico, debe servir como base del nuevo mundo. Sin esta justicia no puede haber ni libertad, ni república, ni prosperidad, ni paz. Por consiguiente, debe gobernar todas nuestras decisiones, a fin de que podamos trabajar juntos efectivamente para el establecimiento de la paz.

 

La ley moral en acción. Lo que pedimos es una nueva proclamación del gran principio de la Revolución Francesa: que todo hombre tenga los medios materiales y morales para desarrollar íntegramente su humanidad, principio que debe trasladarse al siguiente problema:

Organizar la sociedad de tal modo que cada individuo, hombre o mujer, encuentre en el nacimiento medios casi iguales para el desarrollo de sus diversas facultades y el pleno disfrute de su trabajo. Organizar la sociedad de tal modo que la explotación del trabajo ajeno se haga imposible, y todo individuo pueda disfrutar de la riqueza social producida en realidad por el trabajo colectivo, aunque  sólo  mientras  ese  individuo    contribuya directamente a la creación de dicha riqueza[151].

La ley moral  emana  de la  naturaleza humana. La ley moral —que los materialistas y ateos reconocemos de un modo más real que los idealistas de cualquier escuela— es de hecho una ley efectiva que triunfará sobre todas las conspiraciones de todos los idealistas del mundo, porque emana de la naturaleza misma de la sociedad humana, cuya base radical no debe ser buscada en Dios, sino en la animalidad[152].

El hombre primitivo y natural se hace libre y humano, y se eleva al estado de un ser moral en una palabra, se hace consciente de su propia forma humana y de sus derechos dentro de sí y para sí sólo en la medida en que se hace consciente de esta forma y estos derechos en todos sus congéneres. Se deduce de ello que, en interés de su propia humanidad, moralidad y libertad personal, el hombre debe aspirar a la libertad, moralidad y humanidad de todos los demás hombres[153].

La libertad no es la negación de la solidaridad. La solidaridad social es la primera ley humana; la libertad es la segunda. Ambas leyes se interpenetran y, siendo inseparables, constituyen la esencia de la humanidad. En consecuencia, la libertad no es la negación de la solidaridad; al contrario, representa el desarrollo y, por así decirlo, la humanización de esta ultima[154].

De este modo, el respeto por la libertad de otro constituye el deber más alto del hombre. La única virtud es amar esta libertad y servirla. Esta es la base de toda moralidad, y no hay ninguna otra.

Puesto que la libertad es el resultado y la expresión más clara de la solidaridad —es decir, de la reciprocidad de intereses—, sólo puede ser realizada en condiciones de igualdad. La igualdad política sólo puede basarse sobre la igualdad económica y social. Y la justicia es precisamente la realización de la libertad a través de dicha igualdad[155].

[Lo dicho anteriormente nos permite trazar una frontera clara entre las bases de la moralidad divina y estatal, por una parte, y la moralidad humana, por la otra. ]

   En qué difiere la moralidad divina de la humana. La moralidad divina se basa en dos principios inmorales: el respeto a la autoridad y el desprecio a la humanidad. Por el contrario, la moralidad humana sólo se basa en el desprecio por la autoridad y el respeto por la libertad y la humanidad. La moralidad divina considera que el trabajo es una degradación y un castigo; la moralidad humana ve en el trabajo la condición suprema de la felicidad y la dignidad humanas. La moralidad divina conduce inevitablemente a una política que sólo reconoce los derechos de quienes pueden vivir sin trabajar debido a su posición privilegiada. La moralidad humana sólo concede tales derechos a quienes viven de su trabajo; reconoce que sólo por el trabajo el hombre alcanza la altura humana[156].


17. LA SOCIEDAD Y EL INDIVIDUO

La sociedad es la base de la existencia humana. Precediendo en el tiempo a cualquier desarrollo de la humanidad y compartiendo plenamente el poder omnipotente de las leyes, acciones y manifestaciones naturales, la sociedad constituye la esencia misma de la existencia humana. El hombre nace en sociedad igual que una hormiga nace en un hormiguero, o una abeja en su colmena. El hombre nace en sociedad desde el momento mismo en que se hace un ser humano, es decir, un ser que posee en mayor o menor medida el poder de la palabra y el pensamiento. El hombre no elige la sociedad; por el contrario, es su producto, y está sometido tan inevitablemente a las leyes naturales que gobiernan su desarrollo necesario como a todas las demás leyes naturales a las que debe obedecer. La sociedad precede, y al mismo tiempo sobrevive a todo individuo humano, siendo en este sentido como la propia Naturaleza; es eterna como la Naturaleza o, si se prefiere, durará tanto como la propia tierra por haber nacido sobre ella.

La rebelión contra la sociedad es inconcebible. Una rebelión radical del hombre contra la sociedad sería, por eso, tan imposible como una rebelión contra la Naturaleza, ya que la sociedad humana es únicamente la postrera gran manifestación o creación de la Naturaleza sobre esta tierra. Y un individuo que quisiera rebelarse contra la sociedad, es decir contra la Naturaleza en general y su propia naturaleza en particular, se situaría más allá de la existencia real, se hundiría en la nada, en un absoluto vacío en una abstracción sin vida, en Dios. De aquí se deduce que resulta tan imposible preguntarse si la sociedad es buena o mala como preguntarse si la Naturaleza —el ser universal, material, real, absoluto, único y supremo— es buena o mala. La sociedad es mucho más que eso: es un hecho inmenso y abrumador, positivo y primitivo, con una existencia anterior a toda conciencia, a todas las ideas, a todo discernimiento intelectual y moral. Es la base misma, el mundo en el que inevitablemente y en un estadio muy posterior, comienza a desarrollarse lo que llamamos bien y mal[157].

No hay humanidad fuera de la sociedad. Durante un período muy largo, que duró miles de años, nuestra especie vagó sobre la tierra en rebaños aislados. Eso sucedió antes de que se despertase dentro del medio social y animal de uno de esos rebaños humanos la primera individualidad auto-consciente o libre, junto con el primer brote de lenguaje y el primer destello del pensamiento. Fuera de la sociedad, el hombre nunca habría dejado de ser un animal sin lenguaje y sin raciocinio, mil veces más pobre y dependiente de la Naturaleza externa que la mayoría de los cuadrúpedos, sobre los cuales se encumbra ahora tan orgullosamente. Incluso el individuo más miserable de nuestra actual sociedad no podría existir y desarrollarse sin los esfuerzos sociales acumulados de incontables generaciones. En consecuencia, los individuos, su libertad y su razón, son productos de la sociedad, y no viceversa: la sociedad no es el producto de los individuos que la forman; y cuanto más alta y plenamente desarrollado está el individuo, mayor es su libertad, y más es un producto de la sociedad, más recibe de ella, y mayor es su deuda hacia ella.

 La sociedad influye sobre los individuos. Por su parte, la sociedad está en deuda con los individuos. Podríamos decir, incluso, que no hay un sólo individuo —por inferior que sea debido a su naturaleza, y por desgraciada que haya sido su vida y su educación— que no influya por su parte en la sociedad, aunque sea en una medida mínima, mediante su débil trabajo, su desarrollo intelectual y moral aún más débil, y sus actitudes y acciones, aunque puedan pasar casi desapercibidas. Naturalmente, es sensato pensar que no sospecha siquiera ni desea esta influencia ejercida por él sobre la sociedad que le produjo.

Los individuos son los instrumentos del desarrollo social. Porque la verdadera vida de la sociedad, en cualquier momento de su existencia, no es más que la suma total de todas las vidas, desarrollos, relaciones y acciones de los individuos incluidos en ella. Pero esos individuos no se reunieron arbitrariamente por un pacto, sino con independencia de su voluntad y su conciencia. No sólo nacen juntos y combinados en unidad; son producidos en la vida material, intelectual y moral, que expresan y encarnan efectivamente. En consecuencia, la acción de esos individuos —su acción consciente y muchas veces inconsciente— sobre la sociedad que los engendró es, en realidad, una acción misma de la sociedad sobre sí a través de sus miembros. Estos últimos son los instrumentos del desarrollo social, engendrados y promovidos por la sociedad.

 El hombre no nace como individuo libre y socialmente autónomo. El hombre no crea la sociedad, nace dentro de ella. No nace libre, sino encadenado, como producto de un medio social específico creado por una larga serie de influencias, desarrollos y hechos históricos pasados. Lleva el sello de la región, del clima, del tipo étnico y de la clase a la cual pertenece, el sello de las condiciones económicas y políticas de la vida social, y también el de la localidad, aldea o ciudad, casa, familia y círculo de personas donde nació.

Todo esto determina su carácter y naturaleza, le proporciona un lenguaje definido y le impone —sin permitirle resistencia alguna— un mundo ya hecho de pensamientos, hábitos, sentimientos y criterios mentales, y le sitúa en una relación rigurosamente determinada con el mundo social circundante, antes de que despierte en él la conciencia. El individuo se convierte en un miembro orgánico de cierta sociedad, y encadenado interior y exteriormente, penetrado hasta el fin de sus días por sus creencias, prejuicios, pasiones y hábitos, no es sino el reflejo más inconsciente y fiel de esa sociedad.

 

La libertad se engendra en un estadio posterior de la rebelión individual. Por consiguiente, todo hombre nace como esclavo de la sociedad, y permanece así durante los primeros años de su vida; y quizá sea impropio emplear la palabra esclavo, porque para ser esclavo hay que ser consciente de este estado de esclavitud. En esa medida, el individuo es, más bien, un vástago inconsciente e involuntario de la sociedad[158].

El medio social y la opinión pública, que siempre expresan la actitud material y política de ese medio, gravitan pesadamente sobre el pensamiento libre. Es preciso, entonces, un gran poder intelectual, e incluso un interés y una pasión anti-social, para resistir a esta pesada opresión. Mediante su acción positiva y negativa, la propia sociedad engendra el pensamiento libre en el hombre, pero a menudo es la propia sociedad quien lo aplasta.

El hombre es tan animal social que resulta imposible pensarlo fuera de la sociedad[159].

El criterio de los idealistas. El criterio de los idealistas es totalmente diferente. En su sistema, el hombre surge primero como ser inmortal y libre, y termina convirtiéndose en un esclavo. Como ser inmortal y libre, infinito y completo en sí mismo, no necesita de la sociedad. De lo cual se deduce que si entra en sociedad se debe al pecado original, o porque olvida y pierde la conciencia de su inmortalidad y libertad[160].

La libertad individual, según los idealistas, no es la creación y el producto histórico de la sociedad. Ellos mantienen que esta libertad es previa a toda sociedad, y que cualquier hombre trae consigo al nacer su alma inmortal como un regalo divino. De aquí se deduce que el hombre está completo en sí mismo, que es un ser entero y absoluto únicamente cuando está fuera de la sociedad. Puesto que es libre y existe con independencia de la sociedad, se une a ella mediante un acto voluntario, una especie de contrato que puede ser instintivo y tácito, o deliberado y formal. En una palabra, según esta teoría, no son los individuos quienes resultan creados por la sociedad, sino que, al contrario, son ellos quienes la crean, impulsados por alguna necesidad externa, como el trabajo o la guerra.

El Estado adopta el lugar de la sociedad en la teoría idealista. Puede observarse que, para esta teoría, la sociedad no existe en el sentido propio de la palabra. La sociedad natural, humana, verdadero punto de partida de toda civilización, único medio donde puede surgir y desarrollarse la libertad y la individualidad de los hombres, es completamente extraña a esta teoría. Por una parte sólo reconoce a los individuos, existentes por sí mismos y libres en sí mismos, y por otra sólo admite la sociedad convencional del Estado, formada arbitrariamente por esos individuos y basada sobre un contrato, formal o tácito. Bien saben que ningún Estado histórico ha tenido como origen cualquier tipo de contrato, y que todos los Estados se fundaron mediante la violencia y la conquista. Pero esta ficción del contrato libre como fundación del Estado es bastante necesaria para ellos, y sin más ceremonias hacen pleno uso de ella.

El carácter asocial de los santos cristianos; sus vidas como cumbre del individualismo idealista. Los individuos que, unificados por una convención, forman el Estado aparecen en esta teoría como seres singulares y llenos de contradicciones. Dotados con un alma inmortal y una voluntad libre inmanente, son por una parte seres infinitos y absolutos, completos en y para sí mismos, autosuficientes y sin necesidad de ninguna otra cosa, incluído Dios, para ser inmortales e infinitos. En esa medida, son ellos mismos dioses. Por otra parte, son seres muy brutales, débiles, imperfectos, limitados y absolutamente dependientes de la Naturaleza externa, que los mantiene, los rodea y al final los conduce a sus tumbas.

Considerados desde el primer criterio, los individuos necesitan tan poco a la sociedad que ésta parece ser más bien un obstáculo para la plenitud de su ser, para su libertad perfecta. Así hemos visto en los primeros siglos del cristianismo que los hombres santos y firmes que habían tomado en serio la inmortalidad del alma y la salvación de la suya propia rompieron los vínculos sociales y, tras prescindir de todo comercio con seres humanos, buscaron en la soledad la perfección, la virtud y la divinidad. Con mucha razón y coherencia lógica, llegaron a considerar a la sociedad como una fuente de corrupción, y al aislamiento absoluto del alma como la condición de la que dependían todas las virtudes.

Si emergían a veces de su soledad, no era porque sintieran necesidad de ello, sino por pura generosidad, por caridad cristiana hacia las personas que, presas todavía en la corrupción del medio social, necesitaban sus consejos, sus oraciones y su dirección. Era siempre para salvar a otros, y nunca para salvarse a sí mismos o por alcanzar una mayor perfección propia. Al contrario, arriesgaban perder sus propias almas volviendo a esa sociedad de la que habían escapado con horror, considerándola escuela de todas las corrupciones, y tan pronto como terminaban su santo trabajo, volvían lo más deprisa posible a su desierto para perfeccionarse de nuevo mediante una incesante contemplación de sus seres individuales, de sus almas solitarias, solas en presencia de Dios.

 

Un alma inmortal debe ser el alma de un ser absoluto. Este es un ejemplo a seguir para todos los creyentes en la inmortalidad del alma, en una libertad innata o en un libre albedrío, si desean salvar sus almas y prepararse a conciencia para la vida eterna. Lo repito: los santos anacoretas que, debido a su voluntario aislamiento, desembocaron en la completa imbecilidad, eran enteramente lógicos. Puesto que el alma es inmortal, infinita en su esencia, debe ser auto-suficiente. Sólo los seres transitorios, limitados y finitos pueden completarse unos a otros; lo infinito no necesita completarse.

Al encontrar a otro ser distinto de ella misma, el alma se siente limitada, y debe por eso rehuir e ignorar todo cuanto no sea ella misma. Hablando en términos rigurosos, el alma inmortal debe poder prescindir hasta del propio Dios. Un ser que es infinito en sí mismo no puede reconocer a otro ser igual, y mucho menos a un ser superior. Pues todo otro ser infinito lo limitaría y, en consecuencia, haría de él un ser limitado y determinado.

Reconociendo un ser tan infinito como ella misma y exterior a ella misma, el alma inmortal tendría necesariamente que considerarse a sí misma un ser finito. Porque la infinitud debe comprender todo, y no dejar nada fuera de sí. Es lógico que un ser infinito no pueda ni deba reconocer a un ser infinito superior a él. La infinitud no admite nada relativo o comparativo: los términos superioridad infinita e inferioridad infinita son absurdos en sus implicaciones.

La idea de Dios y la idea de la inmortalidad del alma son mutuamente contradictorias. Dios es precisamente un absurdo. La teología, que tiene el privilegio de ser absurda y cree en las cosas precisamente por ser absurdas, sitúa la suprema y absoluta infinitud de Dios por encima de las almas humanas inmortales y, en consecuencia, infinitas. Pero para compensar esta infinitud, crea la ficción de Satán, que representa precisamente la rebelión de un ser infinito contra la existencia de una infinitud absoluta, es decir, una rebelión contra Dios. Y tal como Satán se rebeló contra la infinita superioridad de Dios, los sagrados reclusos de la cristiandad, demasiado humildes para rebelarse contra Dios, se rebelaron contra la infinitud de los hombres, se rebelaron contra la sociedad.

La lógica de la salvación personal. Declararon con mucha razón que no necesitaban a la sociedad para salvarse: y puesto que eran por una extraña fatalidad [aquí aparece una palabra ilegible en el manuscrito de Bakunin] infinitudes degradadas, la sociedad de Dios, y la autocontemplación en presencia de esa absoluta infinitud, les bastaban.

Lo repito otra vez: su ejemplo debe ser seguido por todos los que creen en la inmortalidad del alma. Desde su punto de vista, la sociedad sólo puede ofrecerles una perdición cierra. Y, en efecto, ¿qué proporciona a los hombres? En primer lugar riqueza material, que únicamente puede producirse en cantidad suficiente con el trabajo colectivo. Pero para quien cree en la existencia eterna, la riqueza sólo puede ser un objeto de desprecio. ¿No dijo Jesús a sus discípulos: «no construyas tesoros sobre la tierra, porque donde esté tu tesoro estará también tu corazón», y «es más fácil que una gran cuerda (o un camello, en otra versión) pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos»? (Me puedo representar muy bien la expresión de los píos y opulentos protestantes burgueses de Inglaterra, América, Alemania y Suiza cuando leen esas frases en los Evangelios, tan decisivas y desagradables con relación a ellos. )

La producción de riqueza es necesariamente un acto social e incompatible con la salvación personal. Jesucristo estaba en lo cierto: la avidez de riquezas materiales  y la salvación del alma inmortal son cosas absolutamente incompatibles, y si creemos en la inmortalidad del alma, ¿no es mejor renunciar a la comodidad y el lujo permitidos por la sociedad y subsistir de raíces, como hicieron los santos ermitaños, salvando sus almas para la eternidad, que perder el alma como precio de una docena de años de placeres materiales? Este cálculo es tan simple, tan evidentemente justo, que nos vemos obligados a pensar que los píos y ricos burgueses, banqueros, industriales y comerciantes, con sus maravillosos negocios realizados por medios tan bien conocidos, mientras siguen repitiendo las frases de los Evangelios, son personas que no ambicionan la inmortalidad del alma para sí mismas y generosamente se la abandonan al proletariado, mientras con toda humildad se reservan esos miserables bienes materiales amasados sobre la tierra.

La cultura y los valores civilizados son incompatibles con la idea de la inmortalidad del alma. Aparte de los beneficios materiales, ¿qué más entrega la sociedad a los hombres? Afectos carnales, humanos, terrestres, civilización y cultivo de la mente; cosas relucientes desde el punto de vista humano, transitorio y terrestre, pero un simple cero frente a la eternidad, la inmortalidad y Dios. Y la más alta sabiduría humana ¿no es mera locura ante Dios?

Hay una leyenda de la Iglesia Oriental sobre dos santos ermitaños que se confinaron voluntariamente durante varias décadas en una isla desierta. Tras haberse aislado y pasar los días y las noches en contemplación y oración, llegaron finalmente a un punto en el que casi habían perdido el poder de la palabra. Sólo retenían tres o cuatro palabras de su antiguo vocabulario, incapaces por sí solas de formar frases con sentido, pero que expresaban ante Dios las aspiraciones más sublimes de sus almas. Por supuesto, vivían de modo natural a base de raíces, como los animales herbívoros. Desde el punto de vista humano, ambos hombres eran imbéciles o dementes, pero desde el punto de vista divino, desde el punto de vista de la creencia en la inmortalidad del alma, demostraron ser calculadores más profundos que Galileo y Newton. Porque sacrificaron unas pocas décadas de prosperidad terrenal y el espíritu de este mundo para alcanzar la felicidad eterna y el espíritu divino.

 

La sociedad como resultado del pecado original del hombre. Resulta evidente, por tanto, que el hombre, mientras posea un alma inmortal con infinitud y libertad inmanentes, es ante todo un ser antisocial. Y si hubiera sido siempre sabio, si preocupándose exclusivamente por su eternidad hubiera tenido la inteligencia de volver la espalda a todas las buenas cosas, los afectos y las vanidades de esta tierra, jamás habría emergido del estado de divina inocencia o imbecilidad, jamás habría tenido que constituir una sociedad.

En una palabra, si Adán y Eva no hubiesen probado el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, seguiríamos viviendo como bestias en el paraíso terrestre que Dios les asignó como morada. Pero tan pronto como los hombres quisieron conocer, civilizarse, humanizarse, pensar, hablar y disfrutar de bienes materiales, era forzoso salir de su soledad y organizarse en una sociedad. Pues lo mismo que interiormente son infinitos, inmortales y libres, exteriormente son limitados, mortales, débiles y dependientes del mundo externo[161].

Dado su carácter de ser contradictorio, interiormente infinito como el espíritu, pero exteriormente dependiente, defectuoso y material, el hombre se ve obligado a unirse con otros en sociedad, no por las necesidades de su alma, sino para preservar su cuerpo. La sociedad se forma así mediante una especie de sacrificio de los intereses y la independencia del alma a las despreciables necesidades del cuerpo. Es una verdadera caída y una esclavización para un individuo interiormente libre e inmortal; es, por lo menos, una renuncia parcial a su libertad primitiva.

La teoría habitual de la renuncia individual a la libertad con el fin de formar una sociedad. Todos conocemos la frase sacramental que en la jerga de todos los partidarios del Estado y el derecho jurídico expresa esta caída y este sacrificio, este primer y lamentable paso hacia la esclavitud humana. El individuo, que disfrutaba de una completa libertad en su estado natural, es decir, antes de convertirse en miembro de una sociedad, sacrifica una parte de su libertad cuando ingresa en la sociedad para que ésta le garantice la parte restante. Cuando se pide una explicación de esta frase, la respuesta habitual es otra frase del mismo tipo: «la libertad de todo individuo humano sólo debe estar limitada por la libertad de todos los demás individuos».

Nada más justo en apariencia. Sin embargo, esta teoría contiene en embrión toda la doctrina del despotismo. De acuerdo con la idea básica de los idealistas de todas las escuelas, contraria a todos los hechos reales, el hombre aparece como un individuo absolutamente libre sólo mientras permanece fuera de la sociedad. De aquí se deduce que la sociedad, concebida exclusivamente como sociedad jurídica y política —es decir, como Estado— es la negación de la libertad. Este es, pues, el resultado del idealismo; como puede verse, resulta totalmente opuesto a las deducciones del materialismo, que de acuerdo con lo que acontece en el mundo real, hace surgir socialmente la libertad humana individual de la sociedad como consecuencia necesaria del desarrollo colectivo de la humanidad[162].


18. LOS INDIVIDUOS ESTÁN ESTRICTAMENTE DETERMINADOS

Considerados desde el punto de vista de su existencia terrenal —es decir, en su existencia real y no ficticia— los seres humanos presentan en general un espectáculo tan degradado y en apariencia tan desesperadamente falto de iniciativa, fuerza de voluntad y mente, que hace falta mucha capacidad de auto-engaño para descubrir en ellos un alma inmortal y la sombra de algo semejante a una voluntad libre. Para nosotros son seres absoluta e inevitablemente determinados; determinados ante todo por la Naturaleza externa, el relieve físico del territorio que les rodea y todas las condiciones materiales de su existencia. Están determinados por incontables relaciones de. carácter político, religioso y social, por costumbres, usos y leyes, por un mundo de prejuicios o pensamientos lentamente desplegados durante los pasados siglos; por todo cuanto encuentran ya presente en la sociedad al nacer, que no crean y de lo cual son en primer lugar productos y más tarde instrumentos. Entre mil personas es difícil encontrar una sola de quien pueda decirse desde un punto de vista relativo y no absoluto, que quiere y piensa con independencia.

La mayoría piensa y quiere de acuerdo con las pautas sociales establecidas. La gran mayoría de los individuos humanos, no sólo entre las masas ignorantes, sino también entre las clases civilizadas y privilegiadas, no quiere y piensa de modo distinto a como quiere y piensa el mundo circundante. Indudablemente, creen pensar y querer de modo personal, pero en realidad sólo reproducen de modo servil y rutinario, con modificaciones insignificantes y apenas perceptibles, los pensamientos y deseos de otros. Esta falta de criterio, esta rutina, fuente infalible de tópicos, son con la falta de rebelión en la voluntad y la falta de iniciativa en los pensamientos de los individuos, las causas principales de la desesperante lentitud del desarrollo histórico de la humanidad. Para nosotros, los materialistas y realistas que no creemos ni en la inmortalidad del alma ni en el libre albedrío, esta lentitud, por penosa que pueda resultar, nos parece un hecho natural.

El hombre es un animal social. Surgiendo de la condición del gorila, el hombre sólo llega con dificultad a la conciencia de su humanidad y a la realización de su libertad. Al comienzo carece de libertad y de conciencia; llega al mundo como una bestia feroz y un esclavo. Sólo se humaniza y emancipa progresivamente en el interior de la sociedad, que precede necesariamente a la aparición del pensamiento, el lenguaje y la voluntad del hombre. El hombre sólo puede conseguirlo mediante los esfuerzos colectivos de todos los miembros pasados y presentes de su sociedad, que por eso mismo es la base natural y el punto de partida de su existencia humana.

De aquí se deduce que el hombre sólo realiza su libertad individual completando su personalidad con la ayuda de otros individuos pertenecientes al mismo medio social; sólo puede conseguirlo gracias al trabajo y al poder colectivo de la sociedad, en ausencia de los cuales el hombre sería sin duda el más estúpido y miserable de todos los animales salvajes que viven sobre esta tierra. Según el sistema materialista, que es el único sistema natural y lógico, la sociedad crea la libertad del individuo, en vez de reducirla y limitarla. La sociedad es la raíz, el árbol de la libertad, y la autonomía es su fruto. En consecuencia, el hombre ha de buscar siempre su libertad al final de la historia y no al comienzo, y podemos decir que la emancipación verdadera y completa de todos los individuos es el verdadero y gran objetivo, el propósito supremo de la historia[163].

La falacia de Rousseau. Fue una gran falacia por parte de Jean Jacques Rousseau haber supuesto que la sociedad primitiva se constituyó por un contrato libre pactado entre salvajes. Pero Rousseau no fue el único que sostuvo tales criterios. La mayor parte de los juristas y los escritores modernos, de las escuelas kantianas y de otras escuelas individualistas y liberales, que al no aceptar la idea teológica de una sociedad fundada sobre el derecho divino, ni la concepción de la escuela hegeliana (para quien la sociedad está determinada como realización más o menos mística de la moralidad objetiva) ni la de la escuela naturalista de la sociedad animal primitiva, se ven obligados a adoptar, al carecer de cualquier otro fundamento, el contrato tácito como punto de partida.

¡Un contrato tácito! ¡Un contrato sin palabras y, por tanto, sin pensamiento y sin voluntad! ¡Un indignante sinsentido! ¡Una ficción absurda y, lo que es más, una ficción perversa! ¡Un miserable fraude! Pues presupone que, mientras estaba en la situación de no poder querer, pensar y hablar, me até a mí mismo y a mis descendientes sólo por haberme dejado sacrificar sin elevar protesta alguna a una esclavitud perpetua.

La teoría del contrato social implica una absoluta dominación por parte del Estado. Las consecuencias del contrato social son de hecho desastrosas, porque llevan a una absoluta dominación por parte del Estado, aunque el propio principio, tomado como punto de partida, pareciese extremadamente liberal en cuanto a su carácter. Antes de pactar este contrato, se supone que los individuos disfrutaron de una libertad ilimitada, pues —según esta teoría— el hombre natural, el salvaje, posee una libertad completa. Ya hemos expresado nuestra opinión sobre esta libertad natural, que es simplemente la dependencia absoluta del hombre-gorila respecto a las influencias permanentes y abrumadoras del mundo externo. Sin embargo, supongamos que el hombre fuese realmente libre en el punto de partida de este desarrollo histórico. ¿Por qué se formó entonces la sociedad? Se nos dice que para custodiar su seguridad contra todas las posibles invasiones de este mundo externo, incluyendo las invasiones de otros hombres —aislados o en grupo—- que no pertenecían a la recién formada sociedad.

 

La sociedad como resultado de la limitación de la libertad. Vemos aquí, entonces, que estos hombres primitivos, absolutamente libres, viviendo todos por sí mismos y para sí mismos, disfrutaban de esta libertad ilimitada mientras no se encontraban unos a otros, mientras cada uno estaba sumergido en un estado de absoluto aislamiento individual. La libertad de un hombre no necesita la libertad de ningún otro hombre; por el contrario, cada una de esas libertades individuales es autosuficiente y existe por sí misma, con lo cual aparece forzosamente como negación de la libertad de todas las demás, y al encontrarse todas tienden a limitarse y a perjudicarse, a oponerse, a destruirse recíprocamente...

Con el fin de no llevar a su final más amargo esta destrucción mutua deciden celebrar un contrato tácito o formal— por el que abandonan algunas de esas libertades para asegurarse las restantes. Este contrato se convierte en fundamento de la sociedad o, más bien, del Estado; porque debe observarse que no hay en esta teoría lugar alguno para la sociedad; sólo el Estado tiene existencia ya que, con arreglo a esta teoría, la sociedad ha sido enteramente absorbida por él.

Las leyes sociales no debieran confundirse con las leyes jurídicas y políticas. La sociedad es el modo natural de existencia de la colectividad humana, y es independiente de cualquier contrato. Está gobernada por costumbres o usos tradicionales, nunca por leyes. Progresa lentamente por la fuerza motriz de la iniciativa particular, pero no debido al pensamiento o la voluntad del legislador. Hay muchas leyes que gobiernan la sociedad sin que el legislador sea consciente de su presencia; pero se trata de leyes naturales, inmanentes al cuerpo social, al igual que las leyes físicas son inmanentes a los cuerpos materiales. La mayoría de estas leyes permanecen todavía desconocidas, pero han estado gobernando la sociedad humana desde su mismo nacimiento, con independencia del pensamiento y la voluntad de los hombres incluidos dentro de ella. Por eso mismo, tales leyes no deben confundirse con las leyes políticas y jurídicas que, promulgadas por algún poder legislativo, están destinadas a ser, según la teoría del contrato social, deducciones lógicas a partir del primer pacto contraído a sabiendas por los hombres.

La negación de la sociedad es el punto de encuentro para las teorías liberales y absolutistas del Estado. El Estado no es un producto directo de la Naturaleza; no precede, como la sociedad, al despertar del pensamiento en el hombre — más adelante intentaremos demostrar cómo la conciencia religiosa creó el Estado en el interior de una sociedad natural. Según los escritores políticos liberales, el primer Estado lo creó la voluntad libre y consciente del hombre; pero según los absolutistas, el Estado es una creación divina. En ambos casos, domina a la sociedad y tiende a absorberla por completo.

En el segundo caso [la concepción absolutista] esta absorción se explica con bastante facilidad por sí misma: una institución divina debe devorar forzosamente todas las organizaciones naturales. Lo más curioso en este caso es que la escuela individualista, con su teoría del contrato libre, conduce al mismo resultado. Efectivamente, esta escuela empieza negando la existencia misma de una sociedad natural anterior al contrato, pues dicha sociedad supondría la existencia de relaciones naturales entre los individuos y, por tanto, una limitación recíproca de sus libertades, que sería contraria a la libertad absoluta disfrutada según esta teoría antes de concluir el contrato, y representaría sencillamente este contrato mismo existiendo como hecho natural antes del contrato libre. Según esta teoría, la sociedad humana sólo comienza con la conclusión del contrato. Pero ¿qué es entonces esta sociedad? La realización pura y lógica del contrato, con todas sus tendencias implícitas y sus consecuencias legislativas y prácticas: es el Estado[164].

La hipotética libertad absoluta de los individuos precontractuales. Cuan ridículas son entonces las ideas de los individualistas de la escuela de Jean Jacques Rousseau y de los mutualistas proudhonianos, que conciben la sociedad como resultado de un contrato libre pactado por individuos absolutamente independientes entre sí, que entran en relaciones mutuas sólo debido a la convención establecida entre ellos. Es como si esos hombres hubiesen caído de los cielos trayendo consigo el lenguaje, la voluntad, el pensamiento original, y como si fueran ajenos a todo cuanto hay en la tierra, es decir, a todo lo que tiene un origen social. Si la sociedad hubiese estado formada por tales individuos absolutamente independientes, no habría habido ni necesidad ni la más ligera posibilidad de que se asociaran; la propia sociedad no llegaría a nacer e, incapaces de vivir sobre la tierra, esos individuos libres tendrían que volar de nuevo hacia su morada celestial[165].

 

La libertad individual absoluta es el absoluto no-ser. En la Naturaleza, como en la sociedad humana —que es esa misma Naturaleza—, todo cuanto vive tiene por condición categórica interferir decisivamente en la vida de algún otro...

Lo peor —para quienes ignoran la ley natural y social de la solidaridad humana— es que consideran posible, e incluso deseable, una absoluta independencia de los individuos entre sí. Quererlo es querer la desaparición de la sociedad, pues toda vida social no es más que la continua interdependencia mutua de individuos y masas. Todos los hombres, incluso los más inteligentes y fuertes, son siempre y en cada instante de sus vidas productores y productos. La propia libertad, la libertad de todo hombre, es el efecto siempre renovado de la gran masa de influencias físicas, intelectuales y morales a que le someten quienes le rodean y el medio donde nació y ha pasado el conjunto de su vida.

Querer escapar a esta influencia en nombre de alguna libertad divina y trascendental, en nombre de una autosuficiencia y una autonomía absolutamente egoísta, es tender hacia el no-ser. Implica renunciar a la influencia sobre otro hombre, renunciar a cualquier acción social, incluso a la expresión de los propios pensamientos y sentimientos, y por eso mismo es otra vez tender hacia el no-ser absoluto. Esta notoria independencia, tan exaltada por los idealistas y los metafísicos, y la libertad personal concebida de esta forma, son simplemente no-existencia pura y simple...

Suprimir esta influencia recíproca equivale a la muerte. Y al exigir la libertad de las masas, no intentamos descartar las influencias naturales ejercidas sobre el hombre por individuos y grupos. Todo cuanto queremos hacer es descartar las influencias fácticas legitimadas, descartar los privilegios a la hora de ejercer influencia[166].

Las leyes naturales y sociales tienen la misma categoría. El hombre nunca podrá ser libre respecto de las leyes naturales y sociales. Estas leyes, que por conveniencias de la ciencia se dividen en dos categorías, pertenecen en realidad a una sola, porque son todas leyes igualmente naturales, leyes necesarias que constituyen la base y la condición misma de toda existencia; es imposible para un ser viviente rebelarse contra ellas sin destruirse a sí mismo.

Las leyes naturales no son leyes políticas. Pero es necesario distinguir las leyes naturales de las leyes autoritarias, arbitrarias, políticas, religiosas y civiles creadas por las clases privilegiadas a lo largo de la historia para permitir la explotación del trabajo de las masas, y siempre con la única meta de esclavizarlas. Estas leyes, nacidas con el pretexto de una moralidad ficticia, han sido siempre fuente de la inmoralidad más profunda. Por lo mismo, hemos de obedecer involuntaria e inevitablemente a todas las leyes que constituyen la vida misma de la Naturaleza y la sociedad, con independencia de toda voluntad humana; pero, por otra parte, debe haber una independencia (tan absoluta como sea posible) para todos en relación con las pretensiones de gobierno, en relación con todas las voluntades humanas (colectivas e individuales) que no tienden a imponer su influencia natural sino su ley, su despotismo.

La personalidad humana sólo crece en sociedad. En cuanto a la influencia natural que ejercen los hombres unos sobre otros, es también una de esas condiciones de la vida social que no pueden subvertirse. Esta influencia es la base misma —material, moral e intelectual— de la solidaridad humana. El individuo humano, producto de la solidaridad, es decir de la sociedad, mientras permanece sujeto a sus leyes naturales, puede reaccionar contra ellas cuando se ve influido por sentimientos provenientes del exterior, y especialmente de una sociedad extraña, pero no puede abandonar su sociedad concreta sin situarse inmediatamente en otra esfera de solidaridad, y sin verse sometido a nuevas influencias. Ya que para el hombre la vida exterior a la sociedad y extraña a todas las influencias humanas es una vida de absoluto aislamiento que equivale a la muerte intelectual, moral y material. La solidaridad no es el producto, sino la madre de la individualidad, y la personalidad humana sólo puede nacer y desarrollarse en la sociedad humana[167].

Los intereses sociales e individuales no son incompatibles. Se nos dice que no será posible obtener el acuerdo y la solidaridad universal entre los intereses individuales y los sociales porque son contradictorios y no pueden equilibrarse recíprocamente ni llegar a ninguna comprensión mutua. Nuestra respuesta a esta objeción es que si hasta el presente no se ha producido un mutuo acuerdo entre esos intereses, se debe sólo al Estado, que ha sacrificado los intereses de la mayoría en beneficio de una minoría privilegiada. Por eso mismo, esa famosa incompatibilidad y la lucha de los intereses personales con los intereses de la sociedad se reducen a mentiras y engaños, nacidos de la falacia teológica que concibió la doctrina del pecado original para deshonrar al hombre y destruir en él la conciencia de su propia dignidad[168].


19. FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

La lucha por  la  existencia  en la  historia  humana. Quien haya estudiado siquiera un poco de historia no puede dejar de observar que ha existido siempre algún interés material destacado subyacente a todas la luchas religiosas y teológicas, por abstractas, sublimes e ideales que puedan haber sido. Todas las guerras raciales, estatales, nacionales y clasistas han tenido sólo un objeto, el dominio, que es condición necesaria y garantía para la posesión y el disfrute de la riqueza. Considerada desde este punto de vista, la historia humana es simplemente la continuación de la gran lucha por la vida que, según Darwin, constituye la ley básica del mundo orgánico[169].

  La lucha por la existencia es una ley universal. Considerado desde este punto de vista, el mundo natural nos presenta el cuadro mortífero y sangriento de una lucha salvaje y perpetua, una lucha por la vida. El hombre no es el único que sufre esta lucha: todos los animales, todos los seres vivientes, todas las cosas existentes, llevan dentro de sí los gérmenes de su propia destrucción, y son por así decirlo sus propios enemigos, aunque de un modo menos visible que el hombre. La misma inevitabilidad natural los engendra, los preserva y los destruye. Toda planta y especie animal sólo vive a expensas de las otras; una devora a la otra, y el mundo natural puede así concebirse como una hecatombe sangrienta, una triste tragedia provocada por el hambre. El mundo natural es la arena de una inacabable lucha que no conoce misericordia ni tregua...

¿Es posible que exista también esta ley inevitable en el mundo humano y social?[170]

Las guerras tienen una motivación primordialmente económica. Encontramos canibalismo en la cuna de la civilización humana, y junto a él, y, también posteriormente, descubrimos guerras de exterminio, guerras entre razas y naciones; guerras de conquista, guerras para mantener el equilibrio, guerras políticas y religiosas, guerras emprendidas en nombre de «grandes ideas», como la actual de Francia con su Emperador a la cabeza, guerras patrióticas para conseguir una mayor unidad nacional, como las contempladas hoy por el Ministro pan-germánico de Berlín y por el zar pan-eslavista de San Petersburgo.

¿Y qué hallamos debajo de todo eso, debajo de todas las frases hipócritas utilizadas para proporcionar a esas guerras el aspecto de la humanidad y el derecho? Encontramos siempre el mismo fenómeno económico: la tendencia de algunos a vivir y prosperar a expensas de los otros. Todo el resto es mera cháchara. Los ignorantes, los ingenuos y los estúpidos se ven atrapados por ella, pero los hombres fuertes que dirigen los destinos del Estado saben, perfectamente que bajo todas esas guerras existe un solo motivo: el pillaje, apoderarse de la riqueza de otro y esclavizar su trabajo[171].

El idealismo político no resulta menos pernicioso y absurdo, menos hipócrita que el idealismo de la religión, pues no es sino una manifestación diferente de ella y, concretamente, su aplicación mundana terrenal[172].

Fases del desarrollo histórico. Los hombres, que son ante todo animales carnívoros, comenzaron su historia con el canibalismo. Actualmente aspiran a una asociación universal, a una producción colectiva y un consumo colectivo de la riqueza.

Pero entre esos dos puntos extremos, ¡qué horrible y sangrienta tragedia! Y todavía no hemos salido de ella. Tras el canibalismo vino la esclavitud, luego la servidumbre, luego la servidumbre a sueldo, que se verá seguida por el terrible día del justo castigo, y más tarde —mucho más tarde— por la era de la fraternidad. Estas son las fases que debe atravesar la lucha animal por la vida en su transformación gradual durante el desarrollo histórico, hasta desembocar en una organización humana de la vida[173].

Ha quedado bien establecido que la historia humana, como la historia de todas las demás especies animales, comenzó con la guerra. Esta guerra, carente de meta alguna salvo conquistar los medios de existencia, tuvo diversas fases de desarrollo paralelas a las diversas fases de la civilización, es decir al desarrollo de las necesidades humanas y de los medios para satisfacerlas.

La invención de las herramientas marca la primera fase de la civilización. En el comienzo el hombre, que era un animal omnívoro, subsistía como muchos otros animales a base de frutos y plantas, de la caza y la pesca. Durante muchos siglos, el hombre cazó y pescó, como siguen haciendo las bestias, sin ayuda de medio alguno, salvo los recibidos de la Naturaleza. La primera vez hizo uso del arma más tosca, un simple palo o una piedra. Con ello realizó un acto de pensamiento y se afirmó, indudablemente sin sospecharlo, como un animal pensante, coma un hombre. Porque incluso el arma más primitiva tenía que adaptarse a la meta proyectada, y esto supone cierta medida de cálculo mental, que distingue esencialmente al animal-hombre de todos los demás animales. Debido a esta facultad de reflexionar, pensar e inventar, el hombre perfeccionó sus armas, desde luego muy lentamente, a lo largo de muchos siglos, y así se transformó en un cazador o en una bestia feroz armada.

 

La multiplicación de las especies animales está siempre en proporción directa a los medios de subsistencia. Al llegar al primer estadio de la civilización, los pequeños grupos humanos descubrieron que, en comparación con los demás animales faltos de instrumentos para cazar o hacer la guerra, les era mucho más fácil obtener el alimento matando a seres vivientes (entre ellos otros hombres, utilizados también como alimento). Y puesto que la multiplicación de las especies animales está siempre en proporción directa a los medios de subsistencia, es evidente que los hombres estaban destinados a multiplicarse más rápidamente que los animales de otras especies, y que acabaría llegando un momento en el que la Naturaleza inculta resultaría incapaz de sostener en lo sucesivo a todas las personas.

La crianza de ganado como fase siguiente de la civilización. Si la razón humana no fuese progresiva en su misma naturaleza; si no se desarrollase progresivamente descansando, por una parte, sobre la tradición —que preserva en beneficio de generaciones futuras todo el conocimiento adquirido por las pasadas— y por otra parte, ampliando su horizonte como resultado del poder de la palabra, inseparable de la facultad del pensamiento; si no estuviese dotada con la facultad sin límites de inventar nuevos procesos para defender la existencia humana contra todas las fuerzas naturales hostiles, esta insuficiencia de la naturaleza habría puesto forzosamente una barrera a la propagación de la especie humana.

Pero debido a esa facultad preciosa que le permite saber, pensar y comprender, el hombre puede superar este límite natural que frena el desarrollo de todas las demás especies animales. Cuando las fuentes naturales se agotaron, creó nuevas fuentes artificiales. Aprovechándose de su inteligencia superior más que de su fuerza física, el hombre trascendió el acto de matar para su consumo inmediato; comenzó a someter y domar a algunas bestias salvajes para hacerlas servir como medios dentro de sus fines. De este modo, los grupos de cazadores se transforman en grupos de ganaderos tras muchos siglos de evolución.

La cría de ganado desplazada por la agricultura. Esta nueva fuente de subsistencia ayudó a incrementar aún más la especie humana, cosa que por su parte planteó a la raza humana la necesidad de inventar todavía nuevos medios de subsistencia. La explotación de los animales ya no era suficiente, y por ello los hombres empezaron a cultivar la tierra. Los pueblos nómadas y ganaderos se transformaron después de muchos siglos en pueblos agrícolas.

Fue en este momento de la historia cuando apareció la esclavitud en el sentido estricto del término. Los hombres, que inicialmente eran salvajes en el pleno sentido de la palabra, empezaron devorando a los enemigos muertos o hechos prisioneros. Pero cuando comprendieron las ventajas obtenidas haciendo uso de las bestias en lugar de matarlas, se dieron cuenta igualmente de que las ventajas aumentaban si se hacía el mismo uso del hombre, el más inteligente de todos los animales. Con ello, el enemigo derrotado ya no era devorado, sino que se convertía en un esclavo forzado a trabajar para mantener a su dueño.

La esclavitud hace su aparición en la fase agrícola de la civilización. El trabajo de los pueblos pastoriles es tan simple y fácil que apenas requiere el empleo de esclavos. Por eso vemos que en las tribus nómadas y ganaderas, el número de esclavos, en caso de existir, es bastante limitado. La situación es diferente en los pueblos agrícolas y sedentarios. La agricultura exige un trabajo asiduo, penoso y cotidiano. Y el hombre libre de los bosques y las praderas, el cazador o el ganadero, solo se dedica a la agricultura con mucha repugnancia. Este es el motivo —como vemos ahora, por ejemplo, en los pueblos salvajes americanos— de que cargasen sobre el sexo débil las tareas más pesadas y el trabajo doméstico más desagradable. Los hombres no conocían más ocupación que la caza y la guerra, que incluso en nuestro tiempo siguen siendo consideradas las vocaciones más nobles; desdeñando todos los demás trabajos, esos salvajes fumaban perezosamente sus pipas mientras sus desdichadas mujeres, esclavas naturales de esos bárbaros, sucumbían bajo la losa del quehacer cotidiano.

Pero la civilización da un paso adelante más, y el esclavo asume la parte de la mujer. Bestia de carga dotada de inteligencia, forzada a soportar todo el peso del trabajo físico, el esclavo crea ocio para la clase dominante, y hace posible el desarrollo intelectual y moral de su dueño[174].

Las metas de la historia humana. Habiendo comenzado con una existencia animal, la especie humana tiende de forma decidida hacia la realización de la humanidad sobre la tierra... La historia nos plantea esta vasta y sagrada tarea de transformar los millones de esclavos asalariados en una sociedad humana y libre basada sobre la igualdad de derechos para todos[175].

 

Los tres elementos constitutivos de la historia humana. El hombre se emancipó mediante sus propios esfuerzos; se separó de la animalidad y se constituyó como hombre; comenzó su específica historia y desarrollo humanos mediante un acto de desobediencia y conocimiento —es decir, mediante la rebelión y el pensamiento.

Hay tres elementos o principios fundamentales que constituyen las condiciones básicas de todo desarrollo histórico humano, colectivo o individual: 1, la animalidad humana; 2, el pensamiento; y 3, la rebelión. Al primero corresponde la economía social y privada; al segundo corresponde la ciencia; y al tercero la libertad[176].

Qué se entiende por elementos históricos. Por elementos históricos entiendo las condiciones generales de cualquier desarrollo real; por ejemplo, en este caso, la conquista del mundo por los romanos y el encuentro del Dios de los judíos con el ideal divino de los griegos. Para que estos elementos históricos estuviesen maduros y sufrieran una serie de nuevas transformaciones históricas era necesario un hecho viviente espontáneo, sin el cual podrían haber permanecido muchos más siglos en un estado de elementos improductivos. Pero este hecho no faltaba en el cristianismo; fue la propaganda, el martirio y la muerte de Jesucristo[177].

La historia es la negación revolucionaria del pasado. Pero desde el momento en que se acepta este origen animal del hombre, todo se explica. La historia aparece entonces como la negación revolucionaria del pasado, unas veces apática e indolente y otras apasionada y poderosa. Consiste precisamente en la progresiva negación de la animalidad primitiva del hombre mediante el desarrollo de su humanidad. A pesar de ser el hombre una bestia salvaje, prima del gorila, logró emerger de la profunda oscuridad del instinto animal a la luz de la mente; esto explica de un modo enteramente natural todos sus errores pasados, y nos consuela en parte de sus errores presentes[178]

La dialéctica del idealismo y el materialismo. Todo desarrollo implica la negación de su punto de partida. Puesto que la base o punto de partida es material, según la escuela materialista, la negación debe ser necesariamente ideal. Comenzando por la totalidad del mundo real, o por lo que se denomina abstractamente materia, llega lógicamente a la idealización real, es decir, a la humanización, a la plena y completa emancipación de la sociedad. Al contrario, y por la misma razón, al ser ideal la base y el punto de partida de la escuela idealista, llega necesariamente a la materialización de la sociedad, a la organización de un brutal despotismo y de una explotación inicua e innoble, bajo la forma de la Iglesia y el Estado. El desarrollo histórico del hombre, según la escuela materialista, es una progresiva ascensión; en el sistema idealista, sólo puede ser una continua caída.

Sea cual fuere la cuestión considerada, encontraremos siempre la misma contradicción esencial entre ambas escuelas. El materialismo comienza en la animalidad para establecer la humanidad; el idealismo comienza con la divinidad para establecer la esclavitud y condenar a las masas a una animalidad perpetua. El materialismo niega el libre albedrío y termina estableciendo la libertad; el idealismo, en nombre de la dignidad humana, proclama el libre albedrío, y sobre las ruinas de toda libertad, funda la autoridad. El materialismo rechaza el principio de autoridad porque lo considera, con razón, un corolario de la animalidad, y porque el objeto y el significado principal de la historia, el triunfo de la humanidad, sólo puede realizarse a través de la libertad. En una palabra, sea cual fuere la cuestión planteada, siempre encontraremos a los idealistas sometidos al materialismo práctico; y siempre veremos a los materialistas persiguiendo y realizando las aspiraciones y pensamientos más grandiosamente ideales.

El concepto idealista de la materia. En el sistema de los idealistas, la historia sólo puede ser una continua caída. Comienzan con una terrible caída de la que jamás pueden recuperarse, un salto mortal desde las sublimes regiones de la idea pura y absoluta hasta la materia. ¡Y qué tipo de materia! No se trata de una materia eternamente activa y móvil, llena de propiedades y fuerzas, de vida y de inteligencia, como vemos en el mundo real, sino de una materia abstracta, empobrecida y reducida a absoluto gracias al saqueo regular de esos prusianos del pensamiento que son los teólogos y los metafísicos, que la han despojado de todo para dárselo a su emperador, su Dios; privada de toda acción y movimiento propio, esta materia no representa frente a la idea divina más que la absoluta estupidez, impenetrabilidad, inercia e inmovilidad[179].

Valores humanistas en la historia. La ciencia sabe que el respeto al hombre es la ley suprema de la humanidad, y que la verdadera y gran meta de la historia, su único objetivo legítimo, es la humanización y emancipación, la libertad real, la prosperidad y la felicidad de cada individuo que vive en sociedad. Porque en último análisis, si no queremos volver a caer en la esclavizante ficción del bien común representada por el Estado —ficción fundada siempre sobre el sacrificio sistemático de las grandes masas populares— hemos de reconocer claramente que la libertad y la prosperidad colectivas sólo existen mientras representen la suma de las libertades y prosperidades individuales[180].

El hombre emergió de la esclavitud animal, y tras pasar por la esclavitud divina —período transitorio entre su animalidad y su humanidad— anda ahora en camino de conquistar y realizar la libertad humana. De lo cual se deduce que la antigüedad de una creencia o una idea, en vez de demostrar algo en su favor, debe por el contrario hacerla sospechosa, porque detrás de nosotros está nuestra animalidad, y ante nosotros nuestra humanidad, y la luz de la humanidad —la única luz que puede calentarnos e iluminarnos, la única cosa capaz de emanciparnos, de proporcionarnos dignidad, libertad y felicidad, capaz de hacernos consumar dentro de nosotros mismos la fraternidad— nunca se encuentra al comienzo, sino al final de la historia. No miremos pues, nunca atrás, miremos siempre hacia adelante; porque por delante está nuestro sol y nuestra salvación. Si es admisible, e incluso útil y necesario volver hacia atrás para estudiar el pasado, es únicamente a fin de establecer lo que fuimos y ya no seremos, lo que hemos creído y pensado pero ya no creeremos ni pensaremos, lo que hemos hecho y ya no haremos nunca más[181].

 

El curso irregular del progreso humano. Mientras un pueblo no haya caído en un estado de decadencia, siempre existe progreso en esta saludable tradición, único maestro de las masas. Pero no podemos decir que este progreso es idéntico en todas las épocas históricas de un pueblo. Por el contrario, procede mediante acciones y retrocesos. A veces es muy rápido, muy sensible y de amplio alcance; otras veces se hace lento o se detiene, e incluso en otras ocasiones parece retroceder. ¿Cuáles son los factores determinantes de todo ello?

Esto depende evidentemente del carácter de los acontecimientos de una época histórica dada. Hay acontecimientos que electrizan a las personas y las lanzan hacia adelante; otros acontecimientos tienen un efecto tan deplorable, descorazonador y depresivo sobre la mentalidad del pueblo que muy a menudo lo aplastan, lo extravían o a veces lo pervierten por completo. En general, es posible observar dentro del desarrollo histórico del pueblo dos movimientos inversos que me permitiré comparar con el flujo y el reflujo de las mareas oceánicas.

La humanidad sólo tiene sentido a la luz de sus impulsos humanistas básicos. En ciertas épocas, que por lo general son precursoras de grandes acontecimientos históricos o grandes triunfos de la humanidad, todo parece ir a un ritmo acelerado, todo exhala vigor y fuerza; mentes, corazones y voluntades parecen actuar al unísono cuando se lanzan a la conquista de nuevos horizontes. Parece como si entonces se iniciara una corriente eléctrica a lo largo de toda la sociedad que une a los individuos más alejados dentro de un sentimiento común, que congrega las mentes más diversas en un pensamiento singular e imprime en todos la misma voluntad.

En ese tiempo, todos están llenos de confianza y valor, porque todos se sienten arrastrados por el sentimiento general. Sin alejarnos de la historia moderna, podemos indicar el final del siglo xviii, víspera de la Gran Revolución [Francesa], como una de esas épocas. Tal fue también, aunque en un grado considerablemente inferior, el carácter de los años que precedieran a la Revolución de 1848. Y, por último, tal es, según creo, el carácter de nuestra propia época, que parece presagiar acontecimientos capaces quizá de trascender a los de 1789 y 1793. ¿No es cierto que todo cuanto vemos y sentimos en esas épocas grandiosas y fuertes puede compararse a las mareas primaverales del océano?

El reflujo de las grandes mareas creativas de la historia humana. Pero hay otras épocas oscuras, descorazonadoras y trágicas, donde todo respira decadencia, postración y muerte, que presentan un verdadero eclipse de la mente pública y privada. Son las mareas de reflujo que siguen siempre a las grandes catástrofes históricas. Tal fue la época del Primer Imperio y la de la Restauración. Así fueron los diecinueve o veinte años siguientes a la catástrofe de junio de 1848. Tal será, en una medida todavía más terrible, el período de veinte o treinta años que seguirá a la conquista de Francia por los ejércitos del despotismo prusiano si los obreros y el pueblo de Francia son lo bastante cobardes para entregar su país[182].

La historia es el despliegue gradual de la humanidad. Podemos concebir con claridad el desarrollo gradual del mundo material, lo mismo que el de la vida orgánica y el de la inteligencia históricamente progresiva del hombre, considerado individual o socialmente. Es un movimiento completamente natural, desde lo simple a lo complejo, desde lo más bajo a lo más alto, desde lo inferior a lo superior; un movimiento acorde con todas nuestras experiencias cotidianas, y acorde también, en consecuencia, con nuestra lógica natural y las leyes precisas de nuestra mente, que al haberse formado y desarrollado con la ayuda de esas mismas experiencias, son, por así decirlo, sólo su reproducción mental, cerebral, o su recapitulación en el pensamiento[183].


Fuentes de las notas

CLAVES PARA LAS ABREVIATURAS EN LAS NOTAS:

Cada fuente está indicada por un grupo de iniciales; la lengua en que se publicó el material utilizado aparece señalada por una sola inicial, seguida por el número del volumen, en números romanos, y después por el número de la página. R significa rusa; G significa alemana; F francesa; y S española. Así, la sigla «PHC; F III 216-218» significa «Consideraciones Filosóficas, volumen francés III, páginas 216-218». En algunos casos se hace referencia a fuentes en más de una lengua. [Las abreviaturas corresponden a los títulos en inglés de las obras citadas].

AM- Un miembro de la Internacional contesta a Mazzini; volumen V de la edición rusa; volumen VI de la francesa.

BB- El oso de Berna y el oso de San Petersburgo; ed. rusa, volumen III; ed. francesa, volumen II.

CL- Carta circular a mis amigos de Italia; ed. rusa, volumen V; ed. francesa, volumen VI.

DS- La doble huelga de Ginebra; ed. alemana, volumen II; ed. francesa, volumen V.

DV- Drei Vortraege von den Arbeitern das Thals von St. Imier im Schweizer, Jura, [Tres conferencias a los trabajadores del valle de St, Lucier en el Jura suizo], mayo de 1871; ed. alemana, volumen II.

FSAT- Federalismo, Socialismo y Antiteologismo; ed. rusa, volumen III; ed. francesa, volumen I.

GAS- Dios y el Estado; Nueva York: Mother Earth Publishing Association, [circa 1915], 86 pp. Véase más abajo, siguiendo la abreviatura KGE, una referencia a la continuación del ensayo incorporada a este panfleto.

IE- Educación integral; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volumen V.

IR- Informe de la Comisión sobre el problema del derecho hereditario; ed. francesa, volumen V.

IU- Las intrigas del Sr. Utin; en Golos Truznika, periódico ruso de los trabajadores industriales del mundo, Chicago, 1925; volumen VII, n. ° 3, pp. 19-23; y volumen VII, n. º 4, pp. 9-12.

KGE- El Imperio látigo-germánico y la revolución social; ed. rusa, volumen II; ed. francesa, volúmenes II, III y IV. Parte del texto de esta obra aparece también en el volumen I de la edición francesa bajo el encabezamiento de Dios y el Estado. Como Rudolf Rocker señala en su Introducción, esta parte la encontró Max Nettlau entre los manuscritos de Bakunin, y constituye una continuación lógica del ensayo incluido en el panfleto del mismo título.

LF- Cartas a un francés; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volúmenes II y IV.

LGS- Una carta a la sección ginebrina de la Alianza; ed. francesa, volumen VI.

LP- Cartas sobre el patriotismo; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volumen I.

LU- Los Lullers; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volumen V.

OGS- La  organización y la huelga general; ed. alemana, volumen II; ed. francesa, volumen V.

OI- Organización de la Internacional; ed. rusa, volumen IV.

OP- Nuestro programa; ed. rusa, volumen III.

PA- Afirmación de la Alianza; ed. rusa, volumen V; ed. francesa, volumen VI.

PAIR- El programa de la Alianza para la revolución internacional; escrito en francés y publicado en Anarchichesky Vestnik [Correo Anarquista], publicación rusa editada en Berlín; volumen V-VÍ, noviembre de 1923, pp. 37-41; volumen VII, mayo de 1924, pp. 38-41.

PC- La  comuna de París y el Estado; ed. rusa, volumen VI; incluido también en un panfleto titulado La comuna de París y la idea del Estado, París: Aux Bureaux des «Temps Nouveau», 1899; 23 pp.

PHC- Consideraciones filosóficas; ed. alemana, volumen I; ed. francesa, volumen III.

PI- La política de la Internacional; ed. rusa, volumen IV ed. francesa, volumen VI.

PSSI- El programa de la sección eslava de la Internacional, 1872; ed. rusa, volumen III.

PYR- Péchât y Revoliutzia [La palabra impresa y la revolución]; periódico ruso, Moscú, 1921, junio de 1930.

RA- Informe sobre la Alianza; ed. rusa, volumen V; ed. francesa, volumen VI.

SRT- La ciencia y la tarea revolucionaria urgente; panfleto en ruso; Ginebra (Suiza): Kolokol, 1870; 32 págs.

STA- Estatismo y Anarquismo; ed. rusa, volumen I; ed. en castellano, volumen V. El título ruso de este volumen es Gosudarstvennost i Anarkhiia, que significa literalmente «Estatismo y Anarquía». Pero por el texto de Bakunin resulta evidente que estaba comparando un sistema organizado con otro, y no comparando un sistema con una situación de confusión y desorden sin ley alguna. De ahí que cuando citamos este trabajo en este libro, nos refiramos siempre a él como Estatismo y Anarquismo.

WRA- Alianza revolucionaria mundial de la Democracia Social; panfleto en ruso; Berlín: Hugo Steinitz Verlag, 1904; 86 pp.


Notas

* Georg Adler, Geschichte des Sozialismus und Kommunismus von Plato bis zur Gegenwatt, Leipzig, 1899, pp. 46-51.

** Max Nettlau, Der  Verfrühling der Anarchie, Berlin, 1925, pp. 34-66.

* John Maynard, Russia in Flux, Londres, 1941, p. 87.

* Los epígrafes en negrita incluidos al comienzo de los párrafos corresponden a Maximoff, mientras los textos son de Bakunin. (N. del T.)

[1] PHC; F III 216-218

[2] Ibíd., 219.

[3] Ibíd., 219-220.

[4] Ibíd., 229.

[5] FSAT; R III 157; F 179

[6] FSAT; R III 157n; F I 79-80n

[7] FSAT; F I 79-80

[8] PHC; G I 224; F III 231

[9] PHC: G I 225; F III 234

[10] PHC; G I 267

[11] Ibíd., 267-268

[12] PC; R IV 261-262; F panfleto 18

[13] PC; R IV 267

[14] KGE; R II 170

[15] PHC; F III 220

[16] Ibíd., 220-22

[17] Ibíd., 223

* El carácter relativo de las leyes naturales fue examinado por Bakunin de un modo algo distinto en Federalismo, Socialismo, y Anti-teologismo, volumen III de la ed. rusa, p. 162-164.

[18] Ibíd., 220

[19] FSAT; F I 123-124

[20] Ibíd., 124-125

[21] Ibíd., 126-127

[22] Ibíd., 125-126

[23] Ibíd., 127-128

[24] KGE; R II 149; F III 26-27

[25] STA; R I 234

[26] KGE; R II 149-150

[27] Ibíd., 150-151

[28] Ibíd., R II 151; F III 29

[29] Ibíd., R II 162-163

[30] Ibíd., R II 163; F III 48

* «Jesuits and  Jesuitesses»; conviene tener en  cuenta  que,  en  inglés, jesuit significa también, en sentido figurado, intrigante (N. del T.).

[31] Ibíd., R II 183-184; F III 76-77

[32] Ibíd., R II 184-185

[33] Ibíd., R II. 185

[34] Ibíd., R II 185-186

[35] CL; R V 167

[36] Ibíd., 137-140

[37] Ibíd., 142-144

[38] Ibíd., 144

[39] AM; F VI 114-115

[40] Ibíd., 116-118

[41] Ibíd., 118

[42] Ibíd., 119

[43] Ibíd., 119-120

[44] PHC; G I 226

[45] KGE; R II 170

[46] PHC; G I 218

[47] Ibíd., 220

[48] Ibíd., 263

[49] PA; F VI 98

[50] PHC; G I 264; F III 316

[51] Ibíd., G   I   264-265; F   III 318-319

[52] Ibíd., G I 266

[53] Ibíd., G I 265; F III 319

[54] KGE; R II 192

[55] Ibíd., 192-193

[56] FSAT; F I 68-69

[57] PHC; G I 263

[58] Ibíd., G I 263-264; F III 315

[59] Ibíd., G   I   266-267; F   III 322-323

[60] KGE; R II 198

[61] FSAT; R III 153; F I 69-71

[62] Ibíd., F I 71-72

[63] Ibíd., F I 72-73

[64] AM; R V 69; F VI  125-126

[65] FSAT; F I 73

[66] Ibíd., 73-75

[67] KGE; R II 199

[68] KGE; R II 167-168.

[69] Ibíd., 193

[70] Ibíd., 197

[71] Ibíd., 194-195

[72] Ibíd., 196

[73] Ibíd., 197

[74] Ibíd., 203

[75] Ibíd., R II 166-167; F III 51-53

[76] STA; R I 187-188

[77] KGE; R   II   200-201; F   III 100-102

[78] LU; R IV 32; F V  117-119

[79] Ibíd., R IV 39

[80] IE; R IV 44; F V 137

[81] Ibíd., R IV 45; F V 138

[82] LU; R IV 39-40; F V 132-133

[83] FSAT; F I 87

[84] Ibíd., 83-86

[85] Ibíd., 93

* En este contexto, el término «momento» aparece utilizado como sinónimo del término «factor», lo mismo que en la expresión «momento psicológico». (Nota de James Guillaume).

[86] KGE; R   II   144-145; F   III 19-20

[87] Ibíd., R II 146

[88] Ibíd., R II 202-204

[89] FSAT; F I 73

[90] Ibíd., 81-83

[91] Ibíd., 108

[92] Ibíd., 108-109n

[93] Ibíd., 109

[94] PHC G I 246

[95] FSAT; F I 110-111

[96] PHC; G I 246; F III 280-281

[97] Ibíd., G I 248; F III 281

[98] PHC; G I 250

[99] Ibíd., 250

[100] Ibíd., 225

[101] Ibíd., G   I   250-251; F   III 287-288

[102] Ibíd., G I 251-252

[103] Ibíd., 252

[104] Ibíd., G I 253; F III 293

[105] Ibíd., G I 254; F III 295

[106] PHC   G    I    226-227; F    III 238-243

[107] FSAT; F I 95-96

[108] Ibíd., 104-107

[109] PHC; G I 228-229

[110] Ibíd., 230-232

* Augusto Comte, Cours de Philosophie Positive, t. III, p. 464 (Nota de Bakunin)

[111] PHC; G   I   237-239; F   III 262-266

[112] Ibíd., G I 242-245

[113] FSAT; F I 96-97

[114] IE; R IV 58-60; F V 160-162

[115] Ibíd., R IV 60-61

[116] PHC; G I 228; F III 245

[117] Ibíd., G I 232; F III 257-259

[118] FSAT; F I 83-86

[119] Ibíd., 86-87

[120] Ibíd., 87-88

[121] Ibíd., 96-97.

[122] Ibíd., R III 165-168; F I 97-104

[123] Ibíd., F I 112-121

[124] FSAT; F I 128-134

[125] Ibíd., 61-64

[126] Ibíd., 64-68

[127] CL; F VI 398-399

[128] FSAT; F I 133-136

[129] KGE; R II 279

[130] Ibíd., 279 et seq.

[131] KGE; R II 286-294

[132] Ibíd., R II 250-253; F III 176

* A gentleman. [N. del T.]

[133] Ibíd., R   II   250-253n; F   III 172-175n

[134] Ibíd., R II 294

[135] FSAT; F I 139-140

[136] Ibíd., 145-152

[137] BB; F II 61-62

[138] Ibíd., 62-65

[139] FSAT; F I 152-153

[140] BB; F II 24

[141] FSAT; F I 153-155

[142] Ibíd., 156

* El ideal de Mazzini (Nota de Bakunin)

[143] Ibíd., 158-161

[144] KGE; R II 269-271

[145] KGE; R   II   294-295; F   I 325-326

[146] FSAT; F l 136-137

[147] Ibíd., 177-190

[148] Ibíd., 195 et seq.

[149] FSAT; F I 198-204

[150] IE; F V 160-166

[151] FSAT; F I 54-55

[152] AM; F VI 122

[153] PAIR; R 40

[154] Ibíd., 39

[155] Ibíd., 40

[156] IE; F V 157

[157] KGE; R II 269-270

[158] IU; R 18-21

[159] Ibíd., R 17

[160] KGE; R II 262-263

[161] Ibíd., R II 256-261; F 267-273

[162] Ibíd., R II 263; F I 276-277

[163]  KGE; R  II  261-262; F  I273-275.

[164] FSAT; F I 139-143

[165] IU; R 19

[166] OI; R IV 71

[167] IE; F V 158-159

[168] PC; R IV 264-265

[169] LP; F I 219

[170] PHC; G   I   225-226; F   III 236-237

[171] LP; F I 254-255

[172] Ibíd., 221

[173] Ibíd., 219-220

[174] Ibíd., 256-260

[175] WRA; R panfleto 32-33

[176] KGE; R II 147

[177] Ibíd., 210

[178] Ibíd., 156

[179] Ibíd., R II 185-186; F III 79-80

[180] Ibíd., R II 195-196; F III 93-94

[181] Ibíd., R II 156-157

[182] LF; R IV 21-23

[183] KGE; R II 149

 

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