MÉTODO DE INTELECCIÓN ESTRATÉGICA - Relación Creencia, Cultura y Sociedad archivo del portal de recursos para estudiantes |
enlace de origen
Luis Heinecke Scott
Registro de Propiedad Intelectual Nº 147.524
I.S.B.N. 956-299-729-4
2005
G.2.16.c. Teoría del Pesimismo Histórico
Jacob Burckhardt. En Basilea, en un contexto donde las creencias luteranas y calvinistas sufrían el ataque iluminista en el poder secular de la razón y de la crítica en los estudios bíblicos, el historiador y arqueólogo suizo, Jacob Burckhardt (1818 – 1897) no abandona su creencia en Dios, pero si pasa a formar parte de un creciente número de intelectuales que ya no creen en el cristianismo como un sistema de verdad revelada. Por tanto, Burckhardt rechazaba cualquier pretensión teológica o filosófica sobre la historia.
Burckhardt considera que el carácter más importante de la historia es su continuidad, a la que llama tradición, factor esencial de la cultura. No obstante, advierte que la continuidad no es progreso pues no es seguro que siempre la humanidad marche hacia su perfección. Por tal causa, la continuidad o tradición es vital para las sociedades. Empero, éstas sufren crisis que importan una interrupción de la continuidad, situación que marca el término de una época y el comienzo de otra diferente. La tradición constituía pues la fuente del orden y libertad social; sin tradición no hay orden y sin éste no hay libertad. Según Burckhardt, es imprescindible que los hombres acepten el pasado para hacerlo fructificar. De hecho, etimológicamente tradición significa “conducir a través de”, lo que hace que el avance humano es simplemente moverse hacia adelante. Es más, Burckhardt precisa que la razón y contenido del conocimiento histórico tiene por misión fundamental proporcionar al hombre conciencia histórica. Sin embargo, Burckhardt advierte que la tradición puede ser rechazada, demostrando la enorme libertad que posee el hombre en la historia.
Además, Burckhardt parte del supuesto que el acontecer histórico está compuesto por la interacción de tres factores que se amenazan mutuamente: Estado, religión y cultura. Burckhardt sostiene que existe un permanente estado de conflicto entre estos tres factores, los cuales en principio deben mantener un estado de equilibrio. Sin embargo, cuando uno o dos de estos factores tiende a imponerse, sin más surge una crisis. Al efecto, según Burckhardt, la cultura occidental se acercaba aceleradamente a una crisis en tanto el individuo perdía terreno ante un Estado que crecía desmesuradamente. Entendiendo que sólo hay progreso por la actividad del hombre – individuo, Burckhardt agrega que el Estado y la religión tratan de reprimir en el hombre lo individual, que es vida y creación continua. Estado y religión pretenden reprimir esa creación individual y procuran imponer ideas universales y obligatorias mediante coacción física y moral, procediendo de esta forma a amenazar la cultura.
En esta misma perspectiva, concibiendo la democracia moderna como fuerza autodestructiva, Burckhardt muestra que desde 1789 Europa vivía en un estado dominante de revolución permanente y progresivamente se imponía una democracia igualatoria que no originaría sino una mediocridad de la que no surgiría más que un despotismo de la peor especie. Observa que en nombre del progreso y la reforma, la revolución francesa había establecido el principio de que el gobierno del pueblo era la única forma legítima de poder político, pero este principio amalgamaba a las masas de la ciudad y el campo con resentimiento social y exigencias de nivelación social y económica mediante la demolición y reconstrucción de toda la estructura social, siendo esto fuente de las revueltas anarquistas y socialistas.
Precisa Burckhardt que, con esto, los “estadistas ya no procuran combatir la ‘democracia’y los políticos aprendieron a resignarse, de modo que procuran vérselas con ella” y manipular su tremendo poder para sus propios fines. Por su parte, las masas aprenden a asentir y aceptan cualquier forma política, aunque el “querer su paz y su paga” signifique una “larga y voluntaria sumisión” a una dictadura brutal. Es más, advierte que en una democracia la gente aprende a rechazar su papel como parte de un todo sistemático y, por extensión, la lucha individual termina fracturando el tejido de la sociedad y la cultura. Según Burckhardt, el hombre moderno quiere romper las reglas, siendo que la auténtica libertad es el deseo de vivir dentro de ellas. Concluye pues Burckhardt que la democracia conduce inevitablemente a una dictadura.
Como base de las posteriores críticas a la “sociedad de masas”, Burckhard considera que el gobierno popular amenaza la vida cultural de la sociedad. El hombre masivo e inculto usa su ascendiente político para imponer su mediocridad en todas las actividades humanas, porque él define las prioridades de la sociedad. Este es el verdadero despotismo democrático desatado por la revolución francesa, modelo de todos los despotismos futuros. Por tanto, anticipando el dominio totalitario del siglo XX, Burckhardt señaló que la crisis revolucionaria llegaría al momento en que el socialismo económico se haya desarrollado suficientemente la máquina del Estado, momento en que un hábil demagogo coordinaría el poder militar con un radical discurso de igualación social, principios base de un fabuloso poder despótico. Así, la democracia moderna, que implica el triunfo de una cultura masiva degradada en toda la sociedad, se constituye en factor destructor de una civilización europea ya decadente. La democracia y la cultura masiva significaban destrucción de la civilización.
En este sentido, Jacob Burckhardt fue así el primer profeta del estado totalitario y el complejo industrial – militar. Proclama Burckhardt que, en tanto se desmoronen las pautas políticas, intelectuales y morales y una clase dominante de burócratas arrebata libertades y autonomía, la sociedad no podrá resistir a los ambiciosos dueños del poder militar moderno. Predecía Burckhardt que la sociedad sería transformada en una gran “fábrica militar”, con masas de conscriptos en ejércitos que provocarían muerte masiva, tal como sus industrias generarían producción masiva y su prensa una propaganda masiva. Se configura pues una gran amenaza a la cultura pues ésta, la libre creatividad del hombre - individuo, perecerá aplastada por dos grandes fuerzas: la masa que procede desde abajo y el poder militar que procede desde arriba.
En consecuencia, en 1871 Burckhardt escribe que en el siglo XX, y tras grandes guerras, Europa sería unificada en una especie de imperio romano de base militar que sujetaría a las masas trabajadoras bajo una disciplina regimental y los ideales de libertad desaparecerían para siempre. Por tanto, el juicio de Jacob Burckhardt es pesimista, pues nada hay que permita suponer que la humanidad marcha hacia un estado más perfecto que el que conocemos.
Henri Bergson. Fue Henri Bergson quién estableció una nueva concepción de tiempo histórico. Sostuvo que durante siglos se interpretó el tiempo como pequeños espacios de tiempo sumados, concepto que aparece como limitado y conduce a una inadecuada comprensión de lo que es tiempo y lo que es durar. Para Bergson, sucederse es una yuxtaposición sin enlaces interior entre sus partes, mientras que durar es una unidad de creación. Bergson concibe entonces un proceso histórico que no corresponde a un mero proceso de acumulación de conocimientos sino a un proceso de transformaciones de conciencia.
Entiende Bergson que la evolución de las sociedades produce grandes cambios en la mentalidad del hombre. En este sentido, la evolución no es pasiva sino creadora. Es en esta perspectiva que Bergson enfoca el problema religioso en términos de que el hombre adopta determinada posición frente a las verdades y normas aceptadas como eternas. Entiende por tanto que en determinadas épocas la religión se convierte en un factor exterior al hombre, constituyéndose ésta en fuente de una moral estática que sólo resalta deber y prohibiciones. En otras épocas, la religión responde a un espíritu interior de carácter creador (espíritu místico), fuente de una moral dinámica que se fundamenta en una caridad sin limitaciones. En este sentido, en el pensamiento de Bergson, la moral estática es signo de declive y la moral dinámica es signo de creación y progreso.
Considerando la complejidad y lo contradictorio del fenómeno del maquinismo, Bergson recuerda que la máquina es sólo un instrumento y, lo que resulte de ello, no es consecuencia de la máquina sino del uso que el hombre haga de ella.
En pleno tiempo del imperialismo del siglo XIX, también Bergson advierte sobre la inminencia de una guerra total concebida como suicidio colectivo causado por el hecho de ser traspasados los límites de la estabilidad. De hecho, Bergson cree que corresponde a un fenómeno en cadena pues las sociedades apelan a la guerra para crecer más y convertirse en imperios, los cuales cuando llegan a ser desmesuradamente grandes, se desintegran. Propugnaba pues Bergson que debía arbitrarse una fórmula para que, respetando a los Estados nacionales, éstos se subordinaran a una autoridad común. La primera tarea de esta autoridad superior sería la de limitar el número de nacimientos por cuanto el desequilibrio entre demografía y producción era fuente inevitable de las guerras.
Karl Jaspers. Karl Jaspers (1883 - 1969) señala que, lo que habitualmente consideramos historia, abarca un período relativamente corto de tiempo. De hecho, las primeras culturas del Nilo aparecen hacia el año 6.000 antes de Jesucristo, plazo insignificante considerando la vida sobre la superficie terrestre. Observa Jaspers que en la mitad de dicho plazo se produjo un fenómeno universal de hominización del hombre al transformarse las bases espirituales del hombre. Este período es denominado “tiempo – eje” por Jaspers, ya que el hombre efectuó un giro decisivo. Este cambio sustantivo se dio sólo en tres ámbitos culturales: China, India y el mundo indoeuropeo con extensión a Israel. De esta forma, Confucio, Laotsé, Buda, Zarathustra, los profetas judíos y los filósofos griegos son protagonistas del fenómeno que consiste en el descubrimiento del espíritu y razón del hombre. De ahí que la idea de Dios es sublimada y las religiones se impregnan de moral.
Jaspers sostiene que esta revolución no se ha repetido, aunque no hay razón para negar que pueda producirse en el futuro. Pero certifica Jaspers que la humanidad ha quedado dividida. Los pueblos que participan de los principios del tiempo - eje son pueblos históricos y los demás, aquellos que no participan de los principios del tiempo - eje, son pueblos primitivos. Jaspers se pregunta por tanto si como consecuencia de la revolución científico - tecnológica la humanidad no se encontraría ante un nuevo tiempo - eje. Afirma Jaspers que la ciencia trata de alcanzar la verdad sin un interés utilitario. La técnica, en cuanto producto de la ciencia, se ocupa por lo útil. En un estado de equilibrio sano, la técnica se subordina a la ciencia. Pero la técnica ha desbordado a la ciencia e impone una dirección del desarrollo que ha de terminar en una gran crisis. Jaspers planteó por tanto que la moral, en cuanto esfera del conocimiento del hombre, era más importante que la ciencia.
En esta perspectiva, Jaspers asume la problemática de la decadencia. Señala que ésta sólo puede establecerse considerando la relación entre Oriente y Occidente, oposición constante en la historia. Plantea Jaspers que tanto el hombre europeo como el oriental reclaman que su humanidad es la más auténtica. Pero Jaspers estima que la cultura occidental es abierta, esto es, el hombre vive sometido a la tensión entre la vida material y la vida espiritual. Pero este drama no se presenta como un dilema que obligue al hombre a elegir excluyentemente por una u otra. Por el contrario, la cultura oriental es estimada como cerrada por Jaspers pues Oriente elige y niega el valor del mundo. La apertura de Occidente implica inestabilidad continua pues razón y libertad engendran un profundo sentido crítico. El hecho de que en Occidente la historia se haya constituido en ciencia demuestra que el hombre europeo posee, como característica singular, la conciencia de su historicidad.
Oswald Spengler. En el marco del crítico tránsito del siglo XIX al occidente liberal del siglo XX, antecedido por el concepto de “áreas o ámbitos culturales” (“Kulturkreise”) del etnólogo alemán Leo Viktor Frobenius (1873 - 1938), quien los entendía como organismos vivos y unidades supraindividuales, antiuniversales y autosuficientes que eran verdaderos sujetos de la historia, conforme a lo cual cada cultura quedaba limitada a su espacio vital y su paideum, esto es, a aquel espíritu propio del cual dependían las instituciones sociales y las costumbres, e influido por tanto Nietzsche, Ibsen, Wagner, Haeckel, Gobineau y Petrie entre otros, Oswald Spengler (1880 - 1936) establece una visión del destino de Alemania y la Europa occidental marcada por una realidad que inducía a pensar que: “Los que vivimos al final de esta declinación podemos medir por primera vez la extensión y la hondura de la devastación”.
De esta forma, Osvald Spengler distinguió la existencia de ocho civilizaciones mundiales cruciales: la babilónica, la egipcia, la china, la india, la mexicana precolombina, la clásica o grecorromana, la occidental europea y la de los “magos”, la cual incluía las culturas árabe, judaica y bizantina. Constituye entonces un plan general histórico que por primera vez considera las civilizaciones no occidentales y relega a Europa occidental a un lugar pequeño en la historia general de la humanidad. Su misión era presentar una nueva imagen del mundo que “no admita ninguna posición privilegiada para la cultura clásica ni occidental en comparación con las culturas de India, Babilonia, Egipto” u otras civilizaciones no europeas. Otorgar al Occidente cualquier importancia intrínseca fuera de sus “estrechos límites” sería eurocéntrico e impropio.
Postula Spengler que toda civilización es el logro de una cultura distintiva. Afirma que “una cultura nace en el momento en que una gran alma despierta de la protoespiritualidad de la infantil humanidad, una forma a partir de lo amorfo. El nacimiento de la cultura trae el don de la identidad propia”. Por tanto, según Spengler, “cada cultura tiene sus propias y nuevas posibilidades de autoexpresión, que surgen, maduran, decaen y nunca regresan”. No obstante, considera que cada cual “carece de objetivos” y asigna su propio peso y valor a las cosas, al tiempo y al espacio: lo único que tiene sentido intrínseco es la fuerza vital y su lógica orgánica.
Por tanto, en vez de continuidad y progreso, en la historia sólo hay discontinuidades y súbitos desvíos a partir de “una ilimitada masa de ser humano, fluyendo en una corriente sin orillas” de la cual surge en ocasiones una “Kultur” autoconsciente. La existencia viviente de una “Kultur” a través de los siglos es “una apasionada lucha interior para mantener la idea contra los poderes del caos”. En su perspectiva, toda cultura histórica formaba una totalidad porque tenía su propia fuerza vital interior que la hacía parte “de lo viviente con toda su inmensa plenitud” y determinaba su destino futuro. Sin embargo, postula Spengler que luego, al pasar el tiempo, ésta “languidece, su sangre se congela, su fuerza se debilita, y se convierte en civilización”. En los términos de sus predecesores alemanes, Spengler ve la “Zivilisation” como la vejez de la “Kultur”.
Entonces Spengler, a partir de una analogía entre el ciclo vital de los individuos y la civilización, proclama que “toda cultura tiene su infancia, juventud, madurez y vejez”. Así, “la civilización pura, como proceso histórico, consiste en un gradual agotamiento dé formas que se han vuelto inorgánicas o han muerto… El fuego del alma se extingue”.
En sus vitales etapas iniciales o “primavera”, la cultura une a los individuos en una unidad orgánica, un “Geist” o espíritu que corresponde a “la experiencia interior y vivida del ‘nosotros’”. El espíritu se relaciona más con el sentimiento que con la razón: “Cuanto más hondo es este sentimiento, más fuerte es la fuerza vital del pueblo”. Por otra parte, la historia del mundo ya no es la historia lineal de la civilización, propia del iluminismo. La historia del mundo es la historia del ascenso y caída de naciones y razas. Para Spengler la raza es cuestión de sentimiento, a través de “la mayor o menor comunicación de intuiciones, sensaciones y pensamientos” por medio de palabras, símbolos y artefactos. Esa comunicación inevitablemente forma “un sentimiento común del mundo” que forja una totalidad con las sucesivas generaciones de una raza. Sin más, Spengler rechaza el aserto de Gobineau de que todo avance cultural implica la difusión de un tipo racial y sostiene: “Las razas no migran, sino que migran los hombres”. En definitiva, en sus comienzos, una gran cultura permanece austera, controlada, intensa, porque está impregnada del alma como fuerza vital.
En su etapa siguiente o “verano”, esta conciencia cultural vital se propaga desde las clases dominantes al resto de la población. Los incipientes centros urbanos, como las ciudades-estado griegas, o Florencia y Venecia durante el Renacimiento, producen grandes obras de arte y literatura, así como las primeras críticas de las formas más viejas, ahora llamadas “clásicas”. Sin embargo, ya asoman los signos de la decadencia futura. La ciudad amurallada medieval prefigura la urbe cosmopolita. Se percibe el final del crecimiento orgánico y el comienzo de un proceso inorgánico y por ende desbocado de masificación sin límite. La historia mundial es historia urbana.
En la etapa que llamamos civilización u “otoño”, la cultura aún extrae su forma y su fortaleza de la continuidad racial en el sentido espiritual pero no tiene vida propia e independiente. La cultura continúa pero, “como un gigante fatigado del bosque primigenio”, “arroja ramas decadentes hacia el cielo”, a menudo durante siglos o milenios, como en el caso de civilizaciones antiguas y “petrificadas” como Egipto, India y China.
En la civilización madura o “invierno” se ha convertido en un parásito. Se aferra a las raíces otrora vivientes de la cultura, que son sus propios antepasados: “La (civilización) es una conclusión... la muerte sigue a la vida, la rigidez a la expansión... la cosmópolis petrificada sigue a la madre tierra”. Las fuentes vitales de la cultura descansan en una serie de conciliaciones a través del “misterioso poder del suelo”: entre el hombre y la naturaleza, el ser humano y el Volk, el individuo y la comunidad. En su etapa madura, en cambio, la civilización provoca tensión en vez de armonía. Niega la existencia de lo sagrado en la sociedad al cercenar sus lazos con la naturaleza. Así, si el núcleo intelectual de la cultura es la religión, el de la civilización es la irreligión y el consiguiente desplazamiento de los valores y la identidad, perturbándose y conmoviendo lo que antaño era sólido y armonioso. Los logros de dicha civilización pueden ser grandiosos y refinados, pero siempre están al borde de la neurosis. Según Spengler, “la civilización misma se ha convertido en máquina” y las vigorosas imágenes de la película “Metrópolis”, de Fritz Lang (1890 - 1976), mostraba precisamente los seres humanos que son simbólicamente sacrificados a una máquina industrial.
En este contexto, el hombre civilizado es “inteligente y estéril”, carece de tradición y religión. Es el “parasitario habitante de la ciudad” y se relaciona con los demás “inestablemente, en masas fluidas”. Estas “amorfas y desalentadas masas de hombres, material de desecho de una gran historia”, viven en la “abrumadora cárcel de soledad” pues vagan sin lazos con la comunidad ni con el suelo. Advierte entonces Spengler: “Un siglo de actuación puramente extensiva, que excluye toda elevada producción artística o metafísica –digámoslo en dos palabras: una época irreligiosa, pues es tal precisamente el concepto de la gran urbe- es una época de decadencia”.
Oswald Spengler define pues la moderna cultura occidental como “fáustica”. Determina que la mecánica visión occidental del tiempo, la naturaleza y la historia se oponen a la realidad orgánica. El resultado es una ilusión de ilimitada expansión y mejoramiento a través del tiempo, simbolizada por los relojes y el espacio y representada por la física newtoniana y el “incontenible afán de distancia” del hombre occidental. Por tanto, después de 1800, cuando Occidente entró en “el prematuro invierno de la civilización plena”, inició su implacable expansión externa, a través del capitalismo con sus mercados crecientes y sus procesos tecnológicos, y al fin a través del imperio. Entiende Spengler que “el imperialismo es la civilización sin adulteraciones”, devenido del comercio y de la idea de que los espacios eran mercados. Spengler advierte que el frenético apetito fáustico del empresario occidental era sólo “el preludio de un futuro que aún se cierne sobre nosotros”. Spengler anunciaba sombríamente: “La tendencia expansiva es una maldición que domina y agota a la última humanidad durante la etapa de la cosmópolis”.
En definitiva, la historia de la modernidad está cerrada por el agotamiento de la vitalidad cultural. La historia de la modernidad estaba cerrada, limitada por el agotamiento de la vitalidad cultural. Expresa Spengler: “Debemos enfrentar la fría realidad de una vida trasnochada”, lo cual impone límites férreos sobre lo que se puede hacer. Precisa: “No tenemos la libertad de intentar esto o aquello, sino (sólo) la libertad de hacer lo que es necesario o no hacer nada”.
Spengler anuncia así que Europa había llegado a esa estéril etapa invernal en el siglo diecinueve. Todos sus logros eran estertores de un mundo agonizante y sólo consumían la vitalidad. Dirá Spengler que “una increíble cantidad de intelecto y energía se ha derrochado en direcciones falsas… Las gentes de Occidente ya no pueden crear grandes pinturas ni gran música”. Sólo se imponen cómodas filosofías del optimismo (Comte, Herbert Spencer y Marx) para disfrazar la declinación vital. Advierte Spengler que, al morir la fuerza vital, “sólo queda la lucha por el mero poder; por la ventaja animal en sí”. El mundo postoccidental aparece en el horizonte especulativo de Spengler como un paisaje helado y agreste, una atávica lucha a muerte entre naciones y clases desarraigadas: “En el final de la civilización aun la idea más convincente es sólo la máscara de una mera lucha zoológica”.
No obstante, al estar “todas las cosas están en flujo” y ser la historia es una especie de caudal, existe una posibilidad de escapar de esa condena. Considera Spengler que es por medio de “la voluntad de lucha” que, a partir del caos circundante, puede surgir una nueva “Kultur”. Por tanto, Spengler aprecia que si Alemania continuaba su actual camino, se precipitaría a la extinción junto con el resto de Occidente por pérdida de la fuerza vital. Por tanto, Spengler concluye que era el momento y la oportunidad de Alemania. En 1919, Oswald Spengler advierte así: “Los recién llegados a la civilización occidental nos hemos vuelto escépticos... Ya no queremos ideas y principios. Nos queremos a nosotros mismos”. En carta a un amigo, Spengler escribe: “Soy totalmente optimista. Venceremos”.
En medio de nubes de perdición y desesperación, enfrentando al socialismo marxista como parte de civilización moribunda, y a Inglaterra y Estados Unidos por ser países habitados por gentes “sin raíces y por ende sin futuro” (fuentes de “dominación anglosajona del mundo, lo cual significa Zivilisation perfeccionada”), Spengler ve “en la revolución el medio para salvarnos, si aquellos que construirán nuestro futuro saben utilizarla”. Así, confrontando la democracia burguesa y liberal por ser un callejón sin salida y sólo conducir a la decadencia cultural y la pérdida de vitalidad; afirmando que la raza era espiritual, no biológica (contrariamente a lo indicado por el nazismo); y entendiendo que en el “pueblo alemán… la sangre esforzada… fue conservada”, Spengler sostuvo que Alemania crearía un poderoso imperio a partir de las ruinas de una Europa decadente y extendería su poderío allende los Urales.
Con todo, Spengler prevé que “la civilización occidental de nuestro siglo está amenazada no ya por una, sino por dos revoluciones mundiales de primera magnitud. Ninguna de ambas ha sido aún estimada en su verdadero alcance, profundidad y efectos. Una de ellas viene de abajo, y de fuera la otra: lucha de clases y lucha de razas”. Postulando que “la revolución blanca fue preparando el terreno a la de color desde 1770”, precisa la existencia poderosa de una “revolución mundial de color” que abarca “no solo África, los indios – (sino también) los negros y los mulatos - de toda América, los pueblos islámicos, China y la India hasta Java, sino sobre todo Japón y Rusia”.
En términos correspondientes, con preocupación observa Spengler el “decaecimiento de la familia blanca, manifestación ineludible de la existencia de las grandes ciudades… (que) devora la raza de las naciones”. Aprecia que: “El sentido del matrimonio, la voluntad de perdurar, va perdiéndose. No se vive ya más que para sí mismo, no para el porvenir de las estirpes. La nación como sociedad, primitivamente un tejido orgánico de familias, amenaza disolverse en una suma de átomos particulares, cada uno de los cuales pretende extraer de su vida y de las ajenas la mayor cantidad posible de goce”. Previene que “la emancipación femenina… no quiere liberarse del hombre, sino del hijo, de la carga de los hijos, y la emancipación masculina de la misma época rechaza, a su vez, los deberes para con la familia, la nación y el Estado. Toda la literatura liberalsocialista sobre este problema gira en torno de este suicidio de la raza blanca”.
Proclama: “Comenzó la lucha por el planeta. El pacifismo del siglo liberal ha de ser superado si queremos seguir viviendo… No podemos permitirnos estar cansados. El peligro llama a la puerta. Los hombres de color no son pacifistas.... Tomarán la espada si nosotros la rendimos. En tiempos pasados temieron al blanco, pero ahora lo desprecian. En sus ojos se lee la sentencia condenatoria.... Son ya un poder por sí mismos... se yergue y mira de arriba abajo a los blancos como algo perteneciente al ayer… El peligro amarillo, cobrizo, negro y rojo acecha dentro de la esfera de poderío de los blancos, penetra en las pugnas guerreras, participa en ellas y amenaza con llegar a ser el factor decisivo… La música de jazz y los bailes negros entonan la marcha fúnebre de una gran cultura”. Agrega Spengler: “No es Alemania, sino Occidente el que perdió la guerra mundial al perder el respeto de los hombres de color… La repugnancia que a los hombres profundos y fuertes inspiran nuestros Estados y el odio de los hombres hondamente decepcionados podrían exacerbarse ya hasta un alzamiento sediento de destrucción”.
Recuerda Spengler que “la vida es guerra… la historia de los hombres es la historia de las guerras”. Asegura por tanto que “las legiones de César despiertan de nuevo” y que “las últimas decisiones esperan a su hombre”. Confiando en “la raza de los amos... (que) enfrenta una misión de la que es digna”, prometerá que “aquel cuya espada logre la victoria será señor del mundo”. La consecuencia la indica el mismo Spengler: “Aún debe correr mucha sangre”.
En esta perspectiva, Spengler postula que Rusia sería el comienzo de una nueva cultura llamada a sustituir a la cultura fáustica. Rememorando a Tolstoi, el pensador Spengler llega a referirse a un llamado tercer cristianismo. Fue Oswald Spengler quien escribió “La decadencia de Occidente” y, en su tiempo, actualizó la problemática de su decisiva realidad.
Matthew Arnold. El primer esbozo del pesimismo histórico apareció en Gran Bretaña en 1869, cuando Matthew Arnold (1822 - 1888) publicó “Cultura y anarquía”. Arnold era el producto de la cultura victoriana en su forma más vigorosa y confiada. Su padre, Thomas Arnold, que había sido director de la escuela de “rugby”, donde generaciones de jóvenes aprendían los elevados valores del “caballero cristiano” inglés, veía esos valores tradicionales como un patrimonio natural de la nueva clase media de la Gran Bretaña industrial. Sin embargo, su hijo Matthew no pensaba lo mismo. Advertía que “el curso adoptado... por las clases medias de este país quizás infunda un giro decisivo a su historia”. A su juicio, los tabaqueros, tenderos y magistrados de Liverpool, Manchester y Birmingham carecían de toda brújula cultural. Ellos “creen que nuestra grandeza y bienestar se demuestran siendo muy ricos” y nada más, acusaba Arnold. Los definía pues con la etiqueta de filisteos.
En la línea de Henry Adams, temía Arnold que una clase media en ascenso contaminara las fuentes de cultura. Según su concepto de cultura, que correspondía más a las nociones iluministas de cortesía y conocimiento que a la “Kultur” alemana, constituía un reino de “ternura y luz”, un “incesante crecimiento en sabiduría y belleza”, y “la idea de perfección como condición interior de la mente y del espíritu”. Los enemigos de la cultura eran una “civilización mecánica y material”, con su fe ciega en la tecnología. Por tanto, Arnold temía que una sociedad industrial opulenta perdiera el sentido de “subordinación y deferencia” hacia el individuo de cultura. Aún más, advertía Arnold que “si (la clase media) no busca... su propia elevación, si continúa exagerando su espíritu individualista... nada le impedirá obtener el gobierno de su país por un tiempo, pero sin duda lo americanizaran… gobernarán con su energía, pero la degradarán con sus ideas burdas y su carencia de cultura”. De este modo, la original confianza se transformaba en duda y temor.
Arnold Toynbee. En la línea del liberalismo e intentando superar la “La decadencia de Occidente” de Spengler, el historiador inglés Arnold Toynbee (1889 - 1975) intentó determinar las “leyes de la historia” y el secreto de la declinación europea. Toynbee era parte de la generación de intelectuales desencantados que entendía que el Imperio Británico (símbolo del Occidente moderno) llegaba a su fin y que aguarda su derrumbe con impaciencia. Sin embargo, asumiendo la culpa liberal y buscando la posibilidad de un nuevo liberalismo, al contrario de quienes acudían al vitalismo y al militarismo para regenerar Occidente, concibe, en vez de demoler el Occidente, remodelarlo como una comunidad de valores morales comunes, de modo que sus principales virtudes tendrían una base espiritual y no material. Así, con la convicción de que la civilización occidental del siglo veinte estaba en crisis y convertido en un pacifista militante con un intenso sentimiento de culpa (al comienzo respaldó “la guerra por la civilización”), Toynbee elabora un estudio de la historia que exalta al liberalismo moderno pero también refleja un profundo pesimismo histórico.
De esta forma, al cabo de una década de investigaciones, Toynbee entiende que el campo histórico inteligible son las sociedades o civilizaciones, células básicas de la historia universal. Dando todo su peso a las sociedades no occidentales y abandonando una perspectiva eurocéntrica que situaba la civilización occidental en el centro del progreso humano, Toynbee distinguió veintiún (luego veintiséis) sociedades o “civilizaciones” en la historia de la humanidad: la occidental, la bizantina ortodoxa, la rusa ortodoxa, la iraní, la árabe, la hindú, dos culturas del Lejano Oriente con centro en Japón y el sureste asiático, la helénica, la siria, la índica, la sínica, la minoica, la sumeria, la hitita, la babilónica, la andina, la mexicana, la yucateca, la maya y la egipcia. De las cuales cinco habían logrado sobrevivir hasta el presente: la hindú o índica; la islámica en sus formas iraní y árabe; la sínica, que combinaba China, Japón y sus dependencias culturales; la cristiana ortodoxa de Rusia y Europa del Este y, por cierto, la occidental. Toynbee excluyó el África de este orden, lo cual luego lamentó.
Afirmando la existencia histórica de veintiuna sociedades, considera a cinco de ellas como entidades vivas y como muertas o fosilizadas las demás. Estima asimismo que del total de sociedades admitidas, seis son originarias, esto es, no proceden de otra anterior (egipcia, sumeria, minoica, sínica, maya y andina). En ellas se encuentra el límite que separa al hombre histórico o civilizado del hombre no histórico o primitivo. Además, afirma la existencia de nueve sociedades fosilizadas, vale decir, que no llegaron a fecundar: cinco en el Oriente próximo (minoana, sumeria, hitita, babilónica y egipcia) y cuatro en la América andina (andina, mexicana, yacateca y maya). Siendo las demás sociedades filiadas, esto es, aquellas que tienen su origen en sociedades anteriores, a esta categoría corresponden las sociedades cristiana occidental, ortodoxa, islámica, hindú y extremo oriental. De esta forma, si a éstas se unen aquellas que las originaron (helénica, siria (escindida luego en irania y árabe), indoaria y sínica), son sólo diez las sociedades fecundas que, según Toynbee, actúan como cadena del progreso de la humanidad.
Con todo, lo histórico en Toynbee no dice relación con referencias cronológicas sino a posiciones del hombre ante la vida. De esta forma, las diferencias entre sociedades primitivas y civilizadas no proceden de aspectos externos (instituciones, división del trabajo, etc.), sino de un aspecto interno: la actitud del hombre respecto a su pasado, lo que Toynbee denomina “mimesis”. En el hombre primitivo, su “mimesis” se dirige hacia el pasado en tanto conserva de modo rígido las costumbres ancestrales; de allí que las sociedades que estructura el hombre primitivo sean sociedades estáticas. Por su parte, las sociedades civilizadas poseen un carácter dinámico en tanto su “mimesis” se dirige a la ruptura y superación con las costumbres ancestrales producto de personalidades creadoras. En definitiva, el nacimiento de una sociedad se debe siempre a un cambio en la “mimesis” o paso de una actitud estática a una dinámica.
Arnold Toynbee sostiene que la dinámica de la historia se ejerce a través del mecanismo de estímulo - respuesta, de desafíos y sus correspondientes respuestas. De esta forma, será la falta de dinamismo lo que determina la muerte de las sociedades. Por ende, es el superar pruebas por parte de las sociedades lo que demuestra su grado de fuerza y vitalidad. Los estímulos referidos por Toynbee corresponden a desafíos tales como países duros, tierras nuevas, derrotas, presiones externas y penalizaciones o presiones a las que son sometidos determinados grupos humanos. La relación estímulo - respuesta no es una ecuación matemática donde a un mayor estímulo corresponde una respuesta equivalente por cuanto la respuesta no siempre guarda relación con el estímulo. Aún más, el estímulo debe producirse dentro de ciertos límites pues un exceso de presión puede sobrepasar la capacidad de respuesta del hombre. Con todo, la respuesta depende en gran medida de la capacidad y libertad del hombre.
Examinando mitos primitivos, apreció Toynbee que la intervención de las fuerzas del mal hace que una sociedad pase de un estado de felicidad a uno de dolor que es al mismo tiempo progreso. Consideró Toynbee que el crecimiento de una civilización la impulsaba hacia una “perfección como condición interior de la mente y el espíritu”, objetivo principal de la historia humana. Afirmó así que las grandes civilizaciones de la historia avanzaban inconscientemente hacia un objetivo superior llamado “autodeterminación”. Significaba que una civilización adquiere una identidad única y consciente que expresa a través de sus miembros, que luego adquieren su propio sentido de identidad y propósito como contribuyentes conscientes al todo. Esta autodeterminación era producto de un “élan espiritual” que impulsaba cada civilización “de un desafío a una respuesta y a un nuevo desafío” y conformaba el rumbo de la civilización en su conjunto. Desechando la visión germánica de Spengler, donde el proceso civilizador era una amenaza para la vitalidad de la “Kultur”, Toynbee trasladó esta elevación introspectiva individual a la experiencia colectiva de la sociedad, presentando el refinamiento de la “Zivilisation” como una expresión avanzada de este “élan” vital interior. Con Toynbee, la “Zivilisation” es la más pura expresión de vitalidad y salud espiritual.
Entiende Toynbee que la verdadera historia de la civilización existe en el nivel más elevado y es la crónica del hombre como ser espiritual. Su primer episodio implica la dura confrontación entre el hombre y su entorno. Los fundadores de la civilización logran formar una comunidad humana a partir del salvajismo de la naturaleza por mera fuerza de voluntad. La decisión de hacerlo no es fácil. Sin embargo, la capacidad para superar estos obstáculos físicos es lo que separa una civilización incipiente de una sociedad primitiva. Estos desafíos causan una irradiación inicial del “élan vital” que transforma la cultura. Así, estando dirigido el pueblo por una “minoría creativa”, “cuanto mayor es la dificultad, mayor es la respuesta”. Toynbee concede que en las etapas iniciales de la civilización, la guerra y la conquista contribuyen a ese crecimiento vital. Sin embargo, con el tiempo, el proceso de autoafirmación cambia de foco y pasa de los desafíos “dirigidos hacia lo otro” (naturaleza y otros pueblos) a los proyectos “dirigidos hacia el interior”, es decir, el ordenamiento racional de la comunidad. En este sentido, Toynbee invierte la decisiva distinción entre cultura y civilización. Para Toynbee, las fuerzas vitales de la “Kultur”, la voluntad de poder y la lucha son provisorias y superficiales; la permanencia y la estabilidad llegan cuando son reemplazadas por valores más esclarecidos y reflexivos. Una sociedad alcanza auténtica autodeterminación en la etapa civilizada.
En consecuencia, el proceso civilizador de Toynbee “es realmente un salto” hacia lo desconocido, mientras que la tradición implica cautela y por ende estancamiento. El proceso de crecimiento de la civilización es una espiral ascendente donde cada desafío provoca una respuesta y un triunfo, que a la vez genera otro desafío. La declinación constituye una espiral descendente similar, a medida que las instituciones pierden su capacidad para reaccionar ante las crisis y se desmoronan, provocando nuevas crisis. En razón de lo expuesto, estimó Toynbee que ninguna sociedad ni pueblo debía ser excluida del potencial para la civilización.
No obstante, Toynbee advierte sobre el proceso de decadencia, el cual llegaba en tres etapas: colapso, desintegración y disolución. La etapa de colapso está caracterizada por el hecho de que el poder autodeterminante es reemplazado por el espíritu de lo mecánico. Considera Toynbee que el Occidente moderno se encontraba en ese punto en el siglo diecinueve, y su progreso espiritual era reemplazado por los aspectos del mecanicismo moderno, la industrialización y la democracia masiva. Por tanto, el carácter de la cultura occidental estaba irrevocablemente distorsionado. La sociedad industrial permitía al hombre “dominar decisivamente la naturaleza con su tecnología, pero... el hombre sólo ha cambiado un amo por otro”. La industrialización, camino seguro de la autodestrucción, distorsionaba el derecho de propiedad al crear odiosas desigualdades, creando lo que Toynbee llamaba “dos naciones”, una de gran riqueza y otra de gran pobreza. También creaba nuevas tecnologías de muerte masiva, que la nación moderna podía emplear para sus míopes propósitos: “Ahora la guerra se ha convertido en ‘guerra total’, y ello es así porque estados provincianos se han convertido en democracias nacionalistas”. Creaba además una democracia moderna que sólo era expresión de la “política del aparato partidario”. Aún más, creaba una degradante cultura de masas, reflejada en la radio, los periódicos y el cinematógrafo.
Así entonces, la civilización llega a la etapa de desintegración. Postula Toynbee que cuando una sociedad determinada alcanza su mayor desarrollo, ésta alcanza la forma de “Estado universal”. Sin embargo, éste ha de ser desintegrado por la aparición en su seno un “proletariado interno” o iglesia que trabaja con un nuevo orden de valores sociales y un “proletariado externo” o pueblo bárbaro que actúa desde fuera de sus fronteras. La desintegración del imperio se produce como consecuencia de la fuerza que simultáneamente ejercen ambas fuerzas. La causa de la caída del “Estado universal” es pues de la interacción del “proletariado interno”, excluido para siempre de los beneficios materiales y espirituales de la civilización dado por el hecho de que la minoría elitista abandona los valores espirituales que antaño impulsaban la sociedad, con un “proletariado externo” que crece en las fronteras de la civilización producto del crecimiento del imperio.
Es así como la sociedad cristiana es hija de la sociedad helénica, la cual alcanzó su forma de “Estado universal” bajo el imperio romano, el cual se desintegró bajo la acción del “proletariado interno” o iglesia cristiana y del “proletariado externo” o pueblos invasores germanos. El proceso de filiación de la sociedad ortodoxa es idéntico a la sociedad cristiana pues ambas proceden de la escisión de la misma cultura helénica. A su vez, en el caso de la sociedad islámica, el “Estado universal” está constituido por el califato de Bagdad, cuyo “proletariado interno” o iglesia es el islamismo y el “proletariado externo” o pueblos invasores están constituidos por los turcos y mongoles. La sociedad hindú tiene su expresión de “Estado universal” en el imperio gupta, vigente al tiempo del imperio romano, y experimenta al “proletariado interno” o iglesia conformado por el hinduismo reformado en reacción al budismo y a los hunos como pueblo invasor. Por su parte, la sociedad extremo - oriental alcanza su forma de “Estado universal” en el imperio Han, vigente al tiempo del imperio romano, siendo el budismo mahayana su “proletariado interno” y los mongoles su “proletariado externo”.
Finalmente, con el tiempo, la civilización occidental alcanzará la última etapa de la decadencia, esto es, la disolución. Aunque consigna que “no existe ninguna ley conocida de determinismo histórico” que haya condenado al Occidente, como a las civilizaciones pasadas, al “lento y constante fuego de un estado universal donde con el tiempo seremos reducidos a polvo y cenizas”, Toynbee advierte que “los precedentes de la historia de otras civilizaciones y del curso vital de la naturaleza resultan abrumadores a la siniestra luz de nuestra situación actual”.
No obstante, al mismo tiempo, los “precedentes de la historia de otras civilizaciones” señalaban una gracia salvadora. Aunque el imperialismo sólo constituye una postergación provisoria, deja una iglesia universal, un movimiento espiritual que toma los ideales más elevados del imperio, es decir, paz y armonía universales, falta de discriminación entre los pueblos, aspiraciones de permanencia y eternidad, y los lega en forma teológica. En el caso de China, la forma teológica era el confucianismo; en la India, el budismo; en Roma, el cristianismo. Esa iglesia universal une en una sola masa espiritual al proletariado interno y al proletariado externo. Con el tiempo, la autoconciencia que inspira se convierte en convocatoria para la liberación y, “a la larga”, los pueblos marginales de la civilización se levantan para destruir las instituciones del imperio. Pero la iglesia universal sobrevive. En verdad, ésta es la gran dádiva de las civilizaciones superiores a sus sucesoras primitivas: el Cristianismo iluminó la Edad Oscura y el Islam civilizó a las tribus nómades del desierto árabe. Análogamente, el legado del Occidente moderno a los pueblos no occidentales no radicaría en su tecnología material sino en su humanitarismo espiritualizado, el cual serviría como puente espiritual entre el Este y el Oeste, el Norte y el Sur.
Para Toynbee, quien redescubrió el consuelo de la fe en un Dios trascendente y por un tiempo pensó en convertirse al catolicismo romano, éste era el gran mensaje de esperanza de su Estudio de la historia. Aún mientras “nuestra civilización secular occidental poscristiana” se desplazaba inevitablemente hacia su decadencia y muerte material, también podía desplazarse hacia el triunfo espiritual. Más aún, concluía Toynbee: “Si nuestra civilización secular occidental perece, cabe esperar que el cristianismo no sólo resista sino que crezca en sabiduría y estatura como consecuencia de una nueva experiencia de catástrofe secular”.
Con todo, Toynbee señala un acontecimiento que considera negativo: mediando el “desplazamiento del imperio” de Europa a América del Norte desde el siglo diecinueve, ahora “Estados Unidos era sin duda el país superior, y la historia se detuvo”. Estados Unidos, manchado por la nociva vena judaica, era el coloso capitalista, el extremo del poder del materialismo transformador del Occidente moderno. Así, en realidad eran dos las potencias imperialistas malignas en el mundo de posguerra. Precisaba Toynbee: “Estados Unidos e Israel deben ser hoy los dos estados soberanos más peligrosos entre los ciento veinticinco en que está repartida la superficie terrestre de este planeta”. Insinuaba Toynbee que los israelíes eran peores que los nazis porque “los judíos sabían, por experiencia personal, lo que estaban haciendo” al perseguir a los infortunados árabes, mientras que los alemanes presuntamente lo ignoraban. Repetía la acusación, hecha más de un siglo antes por Schopenhauer, de que los peores rasgos de la civilización occidental tenían raíces judías. Consideraba el judaísmo como “la reliquia fósil de una civilización muerta” que había impulsado al cristianismo y Occidente en un rumbo errado y desastroso, inspirando el craso materialismo de Occidente y un consumado virtuosismo en el comercio y las finanzas, así como una moral de leyes y tabúes severos en vez del funcionamiento del espíritu libre. Es más, consideraba que la pretensión de los judíos de ser el pueblo elegido había alentado una actitud occidental de arrogancia hacia otras culturas, la cual Toynbee veía como el auténtico origen del Holocausto. En definitiva, Estados Unidos e Israel eran peligrosos no sólo porque eran potencias violentas y “militaristas”, sino porque representaban un Occidente moderno moribundo y en disolución.
Desde mediados de la década de 1950, Toynbee se convirtió en el nuevo profeta del ocaso de la civilización occidental en su modalidad moderna (sobre todo americana) y de una nueva inquietud espiritual en el mundo no occidental que prometía un futuro de paz universal y justicia social. Decía Toynbee: “La humanidad debe convertirse en una familia o autodestruirse… Debemos admitir que la historia está contra nosotros... No se me ocurre un solo ejemplo donde el método cooperativo haya funcionado”. Al acelerarse la decadencia de Occidente, afirmaba Toynbee, el gobierno mundial era “inevitable” de modo que “la humanidad debe escoger entre la unificación política o el suicidio en masa”. En esta perspectiva, su visión de progreso espiritual se apartaba del cristianismo occidental. Todas las “religiones superiores” -hinduismo, budismo, islam- eran meras variaciones sobre una verdad unificadora, la del poder espiritual del amor. De esta forma, en un mundo políticamente unificado, estos credos se fusionarían inevitablemente en una religión ecuménica del amor, la cual enseñaría compasión y tolerancia a la diversidad.
En este contexto, si bien Europa y Estados Unidos debían convertirse en una minoría creativa que diera un buen ejemplo al resto del mundo con su apertura mental y su tolerancia, para que amaneciera una nueva era espiritual, el Occidente tendría que resignarse a un papel menor en el mundo. Con la vigencia del mecanismo de acción deliberada y autoafirmación, el ciclo de desafío y respuesta, ahora quedaban reservados para los pueblos del Tercer Mundo. Se debía comprender que Occidente “quedará gradualmente relegada al modesto lugar” que la historia le había asignado originalmente y que, en el ámbito global moderno, “nuestros descendientes” dejarán de ser occidentales en el sentido tradicional. Reconocería Toynbee: “Sé que siento inquina contra la civilización occidental”.
En las décadas de 1950 y 1960, el pensamiento de Toynbee inspiró una serie de trabajos sobre el destino de la civilización que se centraban en el decreciente papel de Occidente en el mundo. “El futuro de Occidente” (1953) de J. G. de Beus, “La civilización mundial venidera” (1956) de Ernest Hocking, el “Occidente en crisis” (1959) de James Warburg, Buscando la civilización (1962) de John Nef y “¿Tiene futuro el hombre?” (1964) de Bertrand Russell, alimentaron el género especulativo del “futuro como historia mundial”. James Warburg señalaba: “Si el hombre occidental desea sobrevivir, tendrá que aprender, y muy deprisa, a vivir en y con un mundo que ha escapado para siempre de su control”.
G.2.16.d. Teoría del Pesimismo Cultural
El pesimismo griego (del latin “pessimum”, lo peor, opuesto a “optimum”, lo mejor) es sistematizado por la doctrina del filósofo cirenaico Hegesias. Estableciendo una forma inicial de filosofía de la existencia, Hegesias enseña que la vida es algo insignificante que está llena de males y es inútil buscar el placer ya que, aún siendo éste el único bien, es inalcanzable. Ante tal realidad, al hombre sabio sólo le queda fortificarse contra el dolor. A Hegesias, llamado peisithanatos o consultor de la muerte, le fue prohibido enseñar en las escuelas para evitar que entre sus oyentes se contagiase la idea del suicidio. Plutarco referirá el año 115 antes de Cristo: “Una vida vivida en el desconocimiento de los propios males es la menos penosa. Es imposible para los hombres que les suceda la mejor de las cosas, ni que puedan compartir la naturaleza de lo que es mejor. Por esto es lo mejor, para todos los hombres y mujeres, no nacer, y lo segundo después de esto –la primera cosa que pueden conseguir los hombres- es, una vez nacidos, morir tan rápido como se pueda”. Lucio Anneo Séneca (4 a.C. – 65 d.C.) proclamará: “Todos somos malos, todos hemos pecado, y no sólo una vez, sino innumerables veces, y seguiremos pecando hasta el fin de nuestra vida”. En las situaciones de apuro aconsejará el suicidio: “¿Ves aquel despeñadero? ¡Por allí se va a la libertad! ¿Ves aquel mar, aquel río, aquel pozo? ¡En su fondo mora la libertad! ¿Preguntas por el camino más fácil a la libertad? Cualquiera vena de tu cuerpo es ese camino”. De Grecia saldrá entonces la queja: “Lo mejor para el hombre es no nacer, y si ha nacido, morir joven”.
Aunque después enfrenta la enseñanza divina que termina con tan ingrata duda e injusta queja, Job maldice el día en que nació al proclamar: “El hombre nacido de la mujer vive poco y lleno de miserias”. A su vez, Salomón declara estar cansado de la vida al contemplar todos los males que hay bajo el sol, y que todas las cosas son vanidad y aflicción del espíritu.
El encratismo, herejía orientada por el principio gnóstico referido a que el adversario de Dios es el creador del mundo y promovida por el doceta Julio Cassiano y su discípulo Taciano, sin más proclamó la abstinencia sexual y la abolición del matrimonio por ser estas prácticas exaltación de la materia y del mal. Así pretendían acabar con la raza humana, a la que consideraban hija del pecado. En la línea del milenarismo a finales del siglo VII después de Cristo, cerca de Poitiers, una cripta registra la inscripción: “Alfa y Omega. El Principio y el Fin. Pues todas las cosas van empeorando cada día, porque el fin se acerca”.
Más tarde, en su particular perspectiva, Leonardo da Vinci (1452 - 1519) escribiría en sus profecías: “Las obras de los hombres conducirán a su muerte”. En el siglo XVII, Anastasio P. de Ribera advierte: “El más común enemigo de un hombre es otro”. Saavedra de Fajardo, al constatar que el hombre es dañoso para sí y para los demás, establecerá la común conclusión de sus contemporáneos: “Ningún enemigo mayor del hombre que el hombre”. Asimismo, el economista Álvarez Osorio juzgará con dolor que el hombre solicite la ruina del hombre, ya que la maliciosa naturaleza hace que unos se persigan a otros “como lobos y tigres ferocísimos”. Barrionuevo agregará: “En todas partes está la malicia en su punto y todos tratan de engañarse unos a otros”. María de Zayas no dudará que “la crueldad… está asentada en el corazón del hombre”. No quedando bien el dogma cristiano, mientras Quevedo escribe: “Conmigo llevo la tierra y la muerte”, Salas Barbadillo consigna: “Tierra y carne humanas son una misma cosa”.
En el siglo XVIII, Jean Jacques Rousseau (1712 - 1778) proclamó el “retorno a la naturaleza” y advitió: “Por doquier el hombre nace libre, y por doquier está en cadenas”. Montesquieu temía: “Tiemblo siempre cuando puede llegar a descubrirse algún secreto que suministre un camino más oculto para hacer perecer a los hombres, destruir a los pueblos y las naciones enteras”. Después, el mayor poeta lírico de Italia durante el siglo XIX, Giacomo Leopardi (1798 – 1837), poseído por un pesimismo cósmico grita el desamparo del ser humano y la crueldad de una naturaleza implacable. Despreciando los falsos consuelos del pensamiento progresista y sólo aferrado al consuelo del mito de una edad de oro, al juvenil engaño previo a la brutal irrupción de la verdad y a la melancólica canción del carretero, Leopardi proclama: “Hoy no envidio ya ni a los necios ni a los sabios, ni a los grandes ni a los pequeños, ni a los débiles ni a los poderosos; envidio a los muertos, sólo por ellos me cambiaría”. Precisaba Leopardi: “Estoy tan aturdido de la nada que me rodea… No tengo fuerzas de concebir ningún deseo ni siquiera la muerte, no porque la tema, sino porque no veo la diferencia alguna entre la muerte y esta vida mia, donde no viene a consolarme ni siquiera el dolor…”.
Friedrich Schiller concibió: “El desencanto del mundo”. Después, a partir de una idea de “armonía universal” que pretende transformar el espíritu del hombre, Charles Fourier (1772 – 1837) postula que: “La sociedad que viene siendo definida como civilización, la cual, lejos de constituir el destino del género humano, es, por el contrario, la más vil de todas las sociedades industriales que puedan formarse… abismo de miserias y de ridículo llamado civilización, la cual con sus proezas industriales y sus aludes de falsas doctrinas, no es capaz de asegurar al pueblo pan y trabajo... En tanto dure la civilización, el progreso industrial no es sino un escollo más para el pueblo”. Así, para Fourier, la civilización es sinónimo de infeliz barbarie.
A su vez, Friedrich Hegel proclamaba: “¡Las masas avanzan!”. Asimismo, August Comte anunciaba: “Sin un nuevo poder espiritual, nuestra época, que es una época revolucionaria, producirá una catástrofe”. Friedrich Nietzsche proclamaba: “¡Veo subir la pleamar del nihilismo!”. Charles Baudelaire advertía que del “progreso de estos tiempos, no quedarán de tus entrañas más que las vísceras”. En su momento, el romántico poeta ruso Aleksandr Pushkin (1799 – 1837) confiesa que, a través de sus obras, procuró “describir la vejez prematura del alma, carácter distintivo de la juventud del siglo XIX”.
El escritor inglés Thomas de Quincey (1785 – 1859), quien testimonia ser opiómano en obras como “Las confesiones de un comedor de opio inglés”, “Las tormentas del opio” y “Suspiria de Profundis”, en 1827 expone que “el asesinato (debe ser) considerado como una de las bellas artes”. Entiende de Quincey que el crimen es reprobable cuando se proyecta pero, una vez consumado, algo ha de obtenerse de él. La acción criminal ha de tener una estética, motivo por el cual el hombre refinado debe buscar en él una verdadera obra de arte. De Quincey expone criterios para una estética del crimen, “no con el fin de reglamentar la práctica, sino de esclarecer el juicio”. Sostiene Thomas de Quincey que al populacho le basta lo que sea suficientemente sangriento, pero “el hombre de sensibilidad exige algo más”, significando con ello que los espíritus refinados deben elegir adecuadamente a la persona, el lugar, el momento y los instrumentos para concebir el asesinato. Consigna así de Quincey: “El candidato a morir debe ser un buen hombre y no uno de los miles de malvados que abundan…”.
En 1891, Oscar Wilde comentaba: “Cuando Benvenuto Cellini crucificó a un hombre vivo para estudiar el juego de los músculos durante su agonía de muerte, un Papa tuvo el tino de concederle la absolución. ¿Qué es la muerte de un individuo cualquiera si permite florecer una obra inmortal y crear, según las palabras de Keats, una eterna fuente de éxtasis?”. Ante una mortal bomba anarquista en la Cámara de Diputados francesa, el satírico y libertario poeta simbolista Laurent Tailhade (1854 – 1919) advierte: “¿Qué importan las víctimas si el gesto es bello?.
Por su parte, Fillippo Tommaso Marinetti (1876 – 1944) funda el movimiento “futurista” que responde a la actitud desdeñosa y aristocrática de los intelectuales de vanguardia en relación con las realidades comunes y los valores clásicos y tradicionales. Buscando el irracionalismo, la originalidad y exaltando la euforia por los momentos fugaces, el “Manifiesto Futurista” sentencia: “Queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de la temeridad. El coraje, la audacia, la rebelión, serán elementos esenciales de nuestra poesía… Nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, el paso de corrida, el salto mortal, el cachetazo y el puñetazo…. Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza, la belleza de la velocidad… Queremos ensalzar al hombre que lleva el volante, cuya lanza ideal atraviesa la tierra, lanzada también ella a la carrera, sobre el circuito de su órbita… No existe belleza alguna si no es en la lucha. Ninguna obra que no tenga un carácter agresivo puede ser una obra maestra. La poesía debe ser concebida como un asalto violento contra las fuerzas desconocidas, para forzarlas a postrarse ante el hombre… El Tiempo y el Espacio murieron ayer. Nosotros vivimos ya en el absoluto, porque hemos creado ya la eterna velocidad omnipresente… Queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo– el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las cuales se muere y el desprecio de la mujer… Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias de todo tipo, y combatir contra el moralismo, el feminismo y contra toda vileza oportunista y utilitaria... Es desde Italia que lanzamos al mundo este nuestro manifiesto de violencia arrolladora e incendiaria con el cual fundamos hoy el Futurismo porque queremos liberar a este país de su fétida gangrena de profesores, de arqueólogos, de cicerones y de anticuarios. Ya por demasiado tiempo Italia ha sido un mercado de ropavejeros. Nosotros queremos liberarla de los innumerables museos que la cubren por completo de cementerios”.
En la tesis primera sobre “L’Action” de 1893, Maurice Blondel (1861 - 1949) preguntó: “Nuestra vida tiene sentido, ¿Sí o no?”. Después, el político, historiador y novelista, André Malraux (1901 – 1976) apreció: “Nuestra civilización es la primera en la historia que, a la pregunta: ¿tiene sentido la vida?, responde: No lo sé”. Nikolai Berdiaeff observó que la tesis de que “el Occidente está podrido” quería significar “la muerte de la gran cultura europea y el triunfo de su civilización, sin alma, sin espíritu y sin Dios”.
A su vez, el “Paracelso” (1835) de Robert Browning (1812 – 1889) señalaba: “Me rindo: que haya un fin. Una privacidad, un rincón para mí. Quiero ser olvidado hasta por Dios”. Inflamado de tristeza y amor por Italia, por cuya libertad quisiera perecer combatiendo, Giacomo Leopardi (1798 – 1837) expresaba un pesimismo filosófico radical, sólo atemperado por su sensibilidad. Afirmará el desesperanzado Leopardi: “¡Sólo en la paz de los sepulcros creo!”. Gustav Le Bon advertiría: “El hombre dentro de la masa retorna a ser el bárbaro de la prehistoria”.
Heinrich Heine (1797 – 1856) expresaba en “El Carpintero”: “Tu mano posa sobre el pecho mío. ¿Sientes de un rudo golpe la inquietud? Es que hay adentro un carpintero impío, que labra mi ataúd. Y no cesa un instante el golpe fiero... En vano intento al sueño reunir… ¡Acaba, acaba pronto carpintero, y déjame dormir!”. Arthur Rimbaud sintetizaba una idea fundamental: “Atiende, alma mía... Ya no hay esperanza. No amanece en este valle… Estoy en lo más profundo del abismo, y ya no sé rezar... Ya no hay mañana... La hora de la fuga, será la hora de la muerte”. Víctor Hugo (1802 – 1878) decía: “Cuando os hablo de mí, os hablo de vosotros”.
Thomas Hobbes. Enmarcado en los parámetros de la filosofía del materialismo mecanicista, Thomas Hobbes (1588 - 1679) desarrolla una concepción pesimista del hombre. Hobbes sostiene claramente que el hombre es malo por naturaleza; es un animal ambicioso, desconfiado, egoísta, ávido de poder y de gloria, aplastando a sus semejantes. Para él, “homo homini lupus”, esto es, el hombre es el lobo del hombre. Así su estado de naturaleza anterior a la organización social es “la guerra de todos contra todos”. El hombre sólo por su espíritu, que le hace calculador, se salva de que la especie humana acabe de destruirse a sí misma. Y recurre al pacto social, al artificio del Estado. Hobbes cree que el hombre es insociable por naturaleza. Sólo se hace sociable por necesidad o por miedo. El resultado de este pacto es la renuncia al derecho natural sobre todas las cosas, que cada uno tiene, a favor de un tercero, el soberano. Este no es parte contratante. Por tanto, no queda obligado de modo alguno hacia los súbditos. Este Estado goza de un poder absoluto sobre los súbditos. Es el Estado Leviatán, cuyo principio autoritario es la expresión misma de la autoridad; él mismo hace y deshace las leyes. Thomas Hobbes cree que sólo así podrá el Estado cumplir su fin esencial, que es el mantenimiento de la paz entre los hombres. Ya que si la transmisión de los derechos y de las libertades naturales no fuese absoluto, continuaría el estado de guerra. Si los monárquicos defendían la monarquía absoluta aduciendo que la legitimidad de ésta proviene directamente de Dios, y los parlamentaristas afirmaban que la soberanía debía estar compartida entre el rey y el pueblo, Thomas Hobbes sentenciará que si bien la soberanía radica en el rey, su poder no proviene de Dios.
Jonathan Swift. Aunque publicada en forma anónima durante 1726, “Los viajes de Gulliver” o “Viajes a varios lugares del Planeta” es considerada la obra maestra del conservador cristiano Jonathan Swift (1667 - 1745). Escrita con un estilo narrativo imaginativo, ingenioso y sencillo, fue concebida como una sátira contra la vanidad y la hipocresía de las cortes, los hombres de Estado y los partidos políticos de su tiempo. Aunque ha permanecería como un clásico de la literatura infantil, Swift desarrolló en ella tanto una aguda crítica y burla de la sociedad inglesa como una profunda reflexión acerca de la naturaleza humana. Tanto es así que, aún hoy, el cuarto libro de la serie suele ser eliminado de muchas ediciones juveniles por su mordacidad ya que expresamente llega a considerar a los animales mejor compañía que la de los humanos.
En el primer libro o viaje, Swift presenta al protagonista Lemuel Gulliver, un cirujano embarcado en un navío mercante, quien naufraga y llega a la isla de Liliput, cuyos habitantes de 15 centímetros de altura lo hacen prisionero. En el segundo libro o siguiente viaje, Gulliver, acompañado de algunos marinos, llega a una costa desconocida que resulta ser el país de Brodbingag, habitado por gigantes.
Luego, en el libro tercero o tercer viaje, Gulliver llega a la isla voladora de Laputa y al continente vecino cuya capital es Logado. En ella, la peculiar raza de los “struldbruggs” abre una perspectiva sumamente grata a Gulliver ya que cree que la inmortalidad de estas raras criaturas les garantiza todo tipo de privilegios. Tanto es así que Gulliver empieza a imaginar cómo esos seres milagrosos le harán posible tener muchas ventajas. Sueña que, libres de la amenaza de la muerte, sin más se opondrán a la corrupción de la época y a la “degeneración de la naturaleza humana”. Sin embargo, cuando se entera de la verdad acerca de estas en realidad miserables criaturas, Gulliver se desilusiona severamente.
Constata Gulliver que la inmortalidad no les trae salvación sino interminables pesares derivada de un desastroso proceso de decrepìtud física, mental y moral. Los “struldbruggs” pierden los dientes y el pelo, así como la memoria y el deseo. Aún más, llegado a los noventa años, dado que el lenguaje cambia de una generación a otra, ya no pueden comunicarse con nadie. Gulliver narra: “Tenían no sólo todas las locuras e impedimentos de otros ancianos, sino muchos más, debidos a la aterradora perspectiva de no morir jamás. No sólo eran tercos, malhumorados, codiciosos, morosos, vanos y parlanchines, sino incapaces de toda amistad, y muertos en todo afecto natural, que nunca descendía más allá de sus nietos. La envidia y los deseos frustrados son sus pasiones predominantes. Pero esos objetos contra los cuales parece dirigirse principalmente su envidia son los vicios de los jóvenes, y las muertes de los viejos”.
Con todo, en el cuarto libro o último viaje, Gulliver llega al país de Houyhmhnm, donde los buenos y virtuosos “houyhnhnm” o caballos tienen sometida a la especie humana bajo su dependencia, los cuales son llamados “yahoo”, seres repugnantes y degenerados que portan las marcas de la peor bestialidad.”. Los “houyhnhnm”, denominación que en su lengua significa caballo y etimológicamente significa perfección de la naturaleza, “están dotados por naturaleza con una disposición general para todas las virtudes, no tienen idea ni concepción de lo que es el mal en los seres racionales; así, su principal máxima es cultivar la razón y dejarse gobernar enteramente por ella”. Como lo narra Swift por voz del personaje Gulliver, “el poder, el gobierno, la guerra, la ley, el castigo y mil cosas más no (tienen) en aquel idioma palabra que la expresara”. Agrega Gulliver de los “houyhnhnm” que “la amistad y la benevolencia son dos principales virtudes… y no limitada a sujetos particulares, sino generales para la raza entera”.
Además Swift señala respecto de ellos que “al casarse tienen cuidado grandísimo en elegir colores que no produzcan una mezcla desagradable en la progenie”. En este sentido, Swift precisa: “En el macho se estima principalmente la fuerza, y en la hembra la hermosura. Y no por exigencia del amor, sino para impedir que la raza degenere”. Asimismo, destaca que “los houyhnhnm adiestran a su juventud en la fuerza, la velocidad y la resistencia”, considerando que “su método para educar a los jóvenes de ambos sexos es admirable y merece muy de veras que lo imitemos”. Idea asimismo Swift que “cada cuatro años, en el equinoccio de primavera, hay un consejo representativo de toda la nación… se averigua el estado y condición de los varios distritos, si tienen en abundancia o les falta heno, avena, vacas o yahoos. Y donde quiera que se encuentra una necesidad… se remedia inmediatamente por unánime acuerdo y contribución”. Consigna además Swift que es en esta instancia que “se concierta la regulación de los hijos”.
Si éstos son los “houyhnhnm”, según Swift, ellos dominan a los “yahoo”, concebidos éstos como “únicos animales racionales y dominadores… parecido en todas sus partes al hombre pero cuya naturaleza degenerada y brutal no (halla) explicación”. Gulliver plantea: “En nuestra nación difícilmente creería nadie en la existencia de un país donde el houyhnhnm fuera el superior y el yahoo la bestia”.
Por intermedio de Gulliver, Swift plantea entonces: “Cuando pensaba en mi familia, mis amigos y mis compatriotas, o en la especie humana en general, los consideraba tales como realmente eran: yahoos, por su forma y condición; quizá un poco más civilizados y dotados con el uso de la palabra, pero incapaces de emplear su razón más que para agrandar y multiplicar aquellos vicios de que sus hermanos en aquel país sólo tenían la parte que la naturaleza les había asignado”. Tal es el nivel de su postura que Swift hace decir a Gulliver: “Cuando me acontecía ver la imagen de mi cuerpo en un lago o fuente, apartaba la cara con horror y aborrecimiento de mi mismo… Conversando con los houynhhnms y mirándolos con deleite, llegué a imitar su porte y sus movimientos…”.
Este sentimiento lo proyecta Gulliver cuando narra tras regresar a su país luego de prácticamente diecisiete años de ausencia: “Tan pronto como entré a mi casa, mi mujer me abrazó y besó, y como llevaba ya tantos años sin sufrir contacto con este aborrecible animal, me tomó un desmayo…”.
Cuenta así Gulliver: “Durante el primer año no pude soportar la presencia de mi mujer ni mis hijos; su olor solamente me era insoportable… Ni he podido permitir que me coja uno de ellos de la mano. El primer dinero que desembolsé fue para comprar dos caballos jóvenes, que tengo en una buena cuadra, y, después de ellos, el mozo es mi favorito preferido, pues noto que el olor que le comunica la cuadra reanima mi espíritu”. Agrega Gulliver: “Mis caballos me entienden bastante bien; converso con ellos por lo menos cuatro horas al día. Sin conocer freno ni silla, viven en gran amistad conmigo y en intimidad mutua”.
Al paso del tiempo, Gulliver consigna: “La semana pasada empecé a permitir a mi mujer que se sentara conmigo, en el extremo más apartado de una larga mesa… Sin embargo, como el olor de los yahoos sigue molestándome mucho, tengo siempre la nariz bien taponeada con hojas de ruda… No dejo tener esperanzas de poder tolerar en algún tiempo la próxima compañía de un yahoo sin el recelo que aún me inspiran sus dientes y sus garras”.
Termina reflexionando Gulliver: “Mi reconciliación con la especie yahoo en general no sería tan difícil si ellos se contentaran sólo con los vicios y las insensateses que la naturaleza les ha otorgado. No me causa el más pequeño enojo la vista de un abogado, un ratero, un coronel, un necio, un lord, un tahur, un político, un médico, un delator, un cohechador un procurador, un traidor y otros parecidos; todo ello está en curso natural de las cosas. Pero cuando contemplo una masa informe de fealdades y enfermedades, así del cuerpo como del espíritu, forjada a golpe de orgullo, ello excede los límites de mi paciencia, y jamás comprenderé cómo tal animal y tal vicio pueden ajustarse… Conjuro desde aquí a quienes tengan algún atisbo de este vicio absurdo para que no se atrevan a comparecer ante mi vista”. En 1729, Swift propone comerse a los niños de la calle.
Edward Bulwer Lytton. El masón inglés Edward Bulwer Lytton (1803 - 1873), destacado en el desarrollo del ocultismo occidental y en la teoría del teosofismo, teniendo a la vista “Gulliver” (1726) de Jonathan Swift, en pleno siglo XIX concibe la moderna utopía y prefigura el pesimismo distópico de “1984” de Orwell o “Un mundo feliz” de Huxley. Siendo miembro de la Cámara de los Lores y caballero aficionado al ocultismo, haciéndose llamar Edward Lytton Bulwer, publica “La raza venidera” (1871), texto en el que anticipa muchos hechos modernos, tales como el desarrollo de la energía nuclear, la tecnología láser, las aeronaves, el surgimiento de “los derechos de la mujer” y los experimentos de los políticos con una raza superior.
El libro narra la historia de un joven aventurero que desciende al fondo de la tierra a explorar la galería de una mina de carbón y, de pronto, se encuentra sepultado en un mundo subterráneo lleno de maravillas. En una monumental ciudad, con un ambiente de belleza exótica que subyuga, existe una raza superior (Vril-ya) de hombres que se han convertido en sobrehumanos. Sus miembros han desarrollado el poderoso y atemorizante poder del “vril”, una fuerza energética que puede iluminar las tinieblas del mundo subterráneo, hacer funcionar los motores de una civilización avanzada, expandir las capacidades de la mente y los límites de la vida, y también borrar una civilización y destruir la vida. Existiendo transmisión de pensamiento, control de la voluntad y obediencia sin réplica, los “Vril-ya” aparecen como amantes de la paz, en lo que parece un paraíso subterráneo. En ese mundo, todos los “Vril-ya”, hombres, mujeres y niños, poseen hermoso y fuerte cuerpo, con mente noble, donde las mujeres son el sexo biológicamente superior y maestras de la fuerza “vril”. Advierte el protagonista que, siendo amantes de un lujo inocente, “sus rostros estaban vacíos de las líneas y las sombras que los cuidados y las tristezas, la pasión y el pecado marcan en los rostros de los hombres; parecían más bien rostros de dioses esculpidos”.
Sin embargo, la perfección termina por resultar pesado y aburrido para el aventurero. Aún más, descubre que los “Vril-ya” están ansiosos por expandir su mundo superior a las regiones de la superficie, y son la “raza venidera” en un sentido militar y peligroso. Desde hace tiempo meditan la conquista de los pueblos “atrasados” que viven sobre la superficie del mundo. Intentando salvarse a sí mismo y al mundo del pillaje, decide escapar y advertir sobre “una raza fatal para la nuestra”.
Bulwer Lytton concibe la existencia del “vril… la unidad de las energías naturales”, fuerza que sirve para iluminar el mundo subterráneo, modelar la conducta del hombre o como terrible arma destructora. Dirá Bulwer Lytton: “No existe palabra alguna en ningún idioma… que sea un sinónimo exacto de la palabra vril. La llamaré electricidad, pero abarca en sus múltiples ramificaciones otras fuerzas de la naturaleza… magnetismo, galvanismo, etc.”. Advierte pues Bulwer Lytton: “La guerra entre los descubridores del Vril cesó, por la sencilla razón de que desarrollaron el arte de destrucción a tal grado de perfeccionamiento que anularon toda superioridad en número, disciplina y estrategia militar. El fuego, concentrado en el hueco de una vara manejada por la mano de un niño, era capaz de abatir la más resistente fortaleza y abrir su camino incendiario desde la vanguardia a la retaguardia de los ejércitos. Si un ejército se enfrentaba con otro y ambos dominaban tal agente no podía ocurrir otra cosa que la aniquilación mutua”.
El protagonista de Edward Bulwer Lytton termina advirtiendo: “Mi médico me ha dicho francamente que he contraído una dolencia que, sin causarme dolores ni presentar síntomas perceptibles de sus avances, puede ser fatal en cualquier momento, he creído mi deber para con mis semejantes prevenirles, dejando constancia de mis temores con respecto a la raza venidera”. Un año después, Samuel Butler escribe “Erewhon” (1872), un importante libelo antimaquinista, que se contrapone a los inventos desarrollados a partir del “vril”, la cual desembocará en la visión pastoril y casi ecológica de William Morris y sus “Noticias de ninguna parte”.
Edgard Quinet. Entendiendo que no Dios sino el universo en la única razón y asumiendo las categorías de la degeneración, en 1874, el historiador y político liberal y antirreligioso, Edgard Quinet (1803 - 1875), considera que estaba presenciando “el más triste (espectáculo) de todos… la renegación del espíritu… (y) oigo decir por todos lados: es el caos”. Aprecia que “mientras las razas de hombres declinan visiblemente, los animales en libertad… prosperan como en sus mejores días… Únicamente el hombre ama algunas veces lo peor, lo más vicioso, lo más degradado de la especie humana. En todos momentos, las sociedades declinan y las civilizaciones perecen… Toda creación se le hace imposible… Ya no ama: he ahí todo. Impotencia, decadencia, esterilidad… Un solo ser miente sobre la tierra: es el hombre… Estáis en lo falso: es decir, en la nada”. Quinet agrega: “Por el ejercicio del pensamiento, los órganos del pensamiento se desarrollan; el cerebro que se alimenta de verdades, se ensancha… Vaciadas las cabezas, llenará este vacío con declamaciones sin fe… Cuando los órganos del pensamiento son alterados o disminuidos… ¿Cuánto tiempo creéis que una clase de hombres pueda burlar impunemente todas las leyes de la inteligencia, sin atrofiar en ella el órgano de la inteligencia? La alteración es más rápida de lo que os imagináis… Preguntáis en que consiste la decadencia. Acabo de decíroslo… La decadencia del espíritu se convierte en decadencia del órgano. He ahí el descenso de una raza de hombre”.
Afirma pues Quinet que “el hábito del sofisma, transmitido de padres a hijos, había alterado o disminuido en ellos la masa cerebral. El espíritu interior que constituye su morada en el cerebro humano, la achica también, cuando ha sido renegado por el hombre”. Esta situación se manifiesta en “capacidad craneana… (con) frentes comprimidas… Los cráneos del siglo XII, medidos hoy en los cementerios, explican por su estrechez el de los rostros de las catedrales góticas. La humanidad, absteniéndose de pensar durante mil años, había reducido, en el mayor número, la masa cerebral… La elevación o la depresión cerebral corresponde a las épocas de grandeza o de decadencia de las clases y de los imperios”
Precisa además Quinet: “Las clases superiores toman en su decadencia algunos de los caracteres de los pueblos incultos… La corrupción y la muerte principian siempre por lo alto: en la nación por las clases elevadas”. Especifica pues Quinet: “La aristocracia se pierde por la avidez del dinero… La plutocracia no tiene pasado, desconfía del presente, maldice el porvenir… Conjuración eterna de las oligarquías… Los pueblos perecen por la cabeza”. En este contexto, las “mezclas (sociales) formales por la avaricia” no producen un tipo aristocrático o puramente plebeyo sino “un mestizo que no pertenece ni a las razas fuertes ni a las razas elegantes… Una sociedad compuesta de plebeyos que reniegan el pleyebismo, es lo que llamo una sociedad de advenedizos… Todo lo monstruoso es posible en sociedades de ese género”. Observa así que “la naturaleza recupera sus derechos” y “la población no aumenta sino que las masas del pueblo… No habría ya… el menor vestigio de hidalguía… No es la sangre de los cruzados la que circula en las venas de los reaccionarios modernos; es más bien una sangre de plebeyo. Si la reacción fuese un hecho de atavismo, se encontrarán las calidades de las antiguas razas”.
Observa así Quinet, que la decadencia de una clase se manifiesta en términos físicos como uno de los “primeros signos de la degeneración: la mirada apagada e incapaz de iluminarse aún por el impulso de la cólera… calvicie precoz… Un grado más, y es la del antropoide”. Quinet sentencia: “Lo que llamas progreso, no es más que el sentimiento más vivo del dolor… Dios habría sido sabio si hubiese ahogado al mundo en el acto de nacer”. Concluye Edgard Quinet: “¿Qué tengo que temer? La suerte del universo… Me habéis quitado esa santa esperanza que me hacía suponer la edad de oro en el porvenir… Llegará el momento en que la especie humana… podrá ahogar al universo…¡La desesperación en todo!”.
Fedor Dostoiewski. Teodor Mikhailwich Dostoiewski (1821 - 1881) se enfrentaría al dilema de la moral individual, creada por cada cual a su comodidad, frente a la moral colectiva, recibida (Crimen y Castigo, Los Hermanos Karamazov, El Idiota, Los Endemoniados). Dostoiewski actuaba en un círculo liberal como intelectual de izquierda interesado en la reforma social, y como en aquel tiempo, frente al control de las libertades ejercido por el régimen zarista, el mensaje social y político era proyectado a través de dramatizaciones representadas a través de múltiples expresiones artísticas, Dostoiewski escribe entonces la novela policial “Crimen y Castigo” (1866).
Si Dostoiewski creía en el sufrimiento, que redimía a través de batallas morales profundas a fin de encontrar a Dios y los valores absolutos, él advierte la filosofía del crimen como expresión de la idea de disponer de miles de seres humanos para lograr fines particulares, de desecharlos mediante la muerte. Dostoiewski profetiza, si bien no los hechos políticos específicos, las razones que significarán la muerte de millares de seres humanos en la Rusia soviética a manos del comunismo. A través de una novela policial Dostoiewski anticipa el asesinato ideológicamente justificado.
Si en sus obras Dickens creó la atmósfera de Londres, Balzac la de París, Dostoiewski crea la de San Petersburgo. En aquella época y contexto, el individuo siente soledad, se siente aislado, vulnerable, desesperado interiormente y escrutador de la realidad de pobreza e inmoralidad que lo rodea en la sociedad. Así, Raskolnikov, el protagonista de “Crimen y Castigo”, que es un joven impresionado con la idea del gran hombre, del hombre extraordinario, del superhombre, decide cometer un crimen para probar su suficiencia. Sin embargo, enfrentará la pesadilla de la crisis moral derivada de su conciencia.
Raskolnikov se presenta como un joven confundido y dividido por las nuevas ideas. Entiende que el hombre superior es un sujeto que crea leyes para sí mismo y posee el derecho a alcanzar sus objetivos aún desechando la vida humana. Atormentado por su inclinación, Raskolnikov necesita probar su grandeza y, para ello, decide matar. Raskolnikov no está loco sino que está dividido por la búsqueda derivada de sus impulsos y la sed de libertad que lo convertirá en asesino. Raskolnikov sigue el principio trascendental: sin la voluntad de Dios, la voluntad es humana y es mía; puedo hacer lo que quiera.
Al cometer el asesinato de una prestamista, y por extensión de otra joven mujer, mientras mata siente una poderosa sensación de poder. Da cuenta de la atracción de ser violento, brutal, perverso. Pero, tras cometer este acto, él mismo se convierte en obstáculo para la grandeza. La muerte se presenta como el fracaso de la ideología postulada, al surgir en la conciencia de Raskolnikov, que carecía del derecho de matar y generar una víctima inocente. La conciencia y el temor le impiden a Raskolnikov disponer del botín.
Se vincula luego con la realidad, esto es, con una prostituta que, aunque marcada por la desgracia, mantiene siempre su fe. Raskolnikov le asegura que en realidad no hay salvación, pero la prostituta se mantiene con fe cierta. Con todo, en sueños se le presenta a Raskolnikov la imagen de la prestamista que se ríe de él y no lo dejan tranquilo. Pero, en realidad, Raskolnikov no tiene remordimiento por matar. Sólo siente desconsuelo por haber fracasado en su intento esencial de ser superior, de no sentir culpa, de ser libre. Raskolnikov está aislado.
Se presenta luego un personaje desenfadado que le confiesa amor por su hermana. El enamorado se presenta como víctima. Raskolnikov ve en él un modelo de lo que él quisiera ser: indiferente. Ello por cuanto este sujeto había abusado y causado la muerte a varias mujeres adolescentes. Luego aparece un inspector de policía que investiga los crímenes de Raskolnikov. Este lo enfrenta y se transforma en un incansable generador de incertidumbre para Raskolnikov. Raskolnikov terminará confesando su crimen a la prostituta. Esta confesión es escuchada por el enamorado de su hermana, el cual intenta transar el amor de la hermana a cambio de sacar del país y librar de la cárcel a Raskolnikov. Ella se niega y el sujeto se suicida exclamando: “Me voy a América”, precisamente porque que en tiempos de la Europa del siglo XIX, este concepto significaba suicidarse.
Finalmente Raskolnikov confiesa su delito. Pero no se arrepiente, sólo reconoce su fracaso al no lograr realizar su ideal. Se niega a afirmar la falacia de su idea. Raskolnikov no se traiciona a sí mismo; aparece como un asesino honesto. Se niega a decir que su elección de libertad fue equivocada. Se niega a aceptar que la libertad absoluta sólo conduce a la destrucción moral. Raskolnikov se castiga a sí mismo, no por matar, sino por no ser capaz de matar sin sentir nada. Por no ser capaz de matar sin sentir culpa y así ser totalmente libre. La verdadera libertad es la no culpa.
Finalmente Raskolnikov será sentenciado a presión. La prostituta lo sigue. Tras negarse a verla durante un tiempo, llega a verla y sentirá esperanza. Su alienación llegara a su fin. No obstante, socialmente subsistirá la idea del primer Raskolnikov. Es más, en los accesos al departamento de Dstoiewski, hoy convertido en museo, las paredes presentan inscripciones como "Raskolnikov vive" y “Kill, kill, kill”. Fedor Dostoiewsky advertía en 1883: “Si Dios no existe, entonces todo está permitido”.
En su obra “Los Poseídos”, Dostoiewski también presenta al protagonista Kirilov expuesto a la “terrible libertad”. Este hombre de novela, Kirilov, se da cuenta de que si Dios no existe él es Dios. Ese hondón de libertad e independencia radical lo encuentra Kirilov como ateo en el seno de una voluntad horriblemente libre que afirma que a nada ha de someterse. Empero, de hecho está sometido y encadenado a la existencia. Entonces, con el fin de buscar y afirmar plenamente su propia divinidad, ha de desligarse de ella. Es por esta razón que, en un desesperado y escalofriante acto lógico y al mismo tiempo libre, aplicando su voluntad que ama la omnipotencia, libertad e independencia, procede a aniquilar sin más su propio pretendido poder y soberanía mediante el sometimiento de su existencia a la destrucción por propia mano.
Kirilov narra: “Toda mi vida quise ser no solamente palabras. He vivido porque no quiero ser. Aún ahora, cada día, quiero no ser únicamente palabras… Si no hay Dios, entonces yo soy Dios… Si Dios existe, es todo voluntad y de Su Voluntad no podré escapar. Si no existe, yo soy todo voluntad y estoy destinado a mostrar plenamente mi propia voluntad… Porque toda voluntad ha llegado a ser mía. ¿Será posible que en todo el planeta, después de haber hecho de Dios una finalidad en su propia voluntad, se atreverá a expresar su propia voluntad en este punto, el más vital de todos? Es como un mendigo que ha heredado una fortuna y está temeroso de acercarse a ella, a su saco lleno de oro, pensándose que es muy débil para adueñarse de la herencia. Yo quiero manifestar mi única y propia voluntad. Puede que sea el único, pero lo haré… Matar a alguien sería el más bajo punto de la propia voluntad, y tú muestras tu alma en eso. Yo no soy tú: yo quiero el más alto nivel, la cumbre y por esto me mataré… Estoy destinado a mostrar mi descreencia… andando alrededor del cuarto… Tengo toda la historia de la humanidad en mi favor… Yo soy el primero en toda la historia universal de la humanidad que no inventaría a Dios. Hagámoslo de una vez… Reconocer que no hay Dios y no reconocerse uno mismo como Dios en el mismo instante es un absurdo. Y ciertamente debe uno suicidarse”.
Julio Verne. Julio Verne (1828 - 1905), francés que con una ideología progresista fue elegido concejal por el Partido Radical, y que se manifestaba como reformador de la educación, era un hombre de espíritu aventurero que se escapó de casa por primera vez a los once años. Su intención era alistarse como grumete en un barco que partía rumbo a la India y ser protagonista de sus propias fantasías, y no un mero lector de aventuras juveniles. Desarrollando una profunda inclinación a la literatura y viajes, teniendo gran inquietud por la ciencia y la tecnología, llegó a publicar 65 novelas, unas 20 historias cortas y ensayos, 30 obras y libretos de ópera y dos trabajos geográficos. Las novelas de Verne se hicieron tremendamente populares como “La vuelta al mundo en ochenta días”, “Viaje al centro de la tierra”, “Veinte mil leguas de viaje submarino”, “De la tierra a la luna”, “La isla misteriosa” y “Miguel Strogoff” entre otros.
Precursor de la novela científica en un entorno de ficción, y operando como visionario, con sus aventuras se adelantó a su tiempo, anticipando a quienes tuvieron la mente abierta a los avances tecnológicos que dominarían el mundo en los siguientes años. A través de las premoniciones que aparecen en sus relatos, describió con acierto el futuro tecnológico de la humanidad, aunque no todas sus predicciones son absolutamente suyas. Aunque antecedido por Kepler, quién en “Somnium” (1638) narró el viaje de un hombre a la luna y al establecimiento de colonias en ella, Verne postuló el viaje del hombre a la luna. Verne también anticipó el submarino, el reloj electrónico, la computadora, el correo electrónico, las turbinas, las supercarreteras, enormes barcos a hélice, puertos con radas comerciales que contaban con puentes accionados con aire comprimido, un sistema de transporte constituido por tubos electromagnéticos que impulsan con suavidad el ferrocarril, tanto como la realidad de “cien mil casas; entre ellas surgían las chimeneas de diez mil fábricas (y), más abajo, el otro cementerio”. Afirmó asimismo que el centro de la tierra puede ser accesible si se encuentra el camino adecuado y que los cometas del cosmos pueden servir como vehículos espaciales perfectos. Precisó además que las armas más poderosas serían rayos de distintos colores. Respecto de la guerra y los soldados diría: “El coraje estaba calibrado con los cañones… Desde que los cañones tiran a ocho mil metros… el coraje individual se convirtió en un lujo… Las máquinas han acabado con el coraje, los soldados son ahora unos mecánicos”.
Además, Verne escribe “Veinte mil leguas de viaje submarino” (1870), que es un homenaje a otro Nautilus, concebido y aplicado en 1800 - 1801 por el estadounidense Robert Fulton (1765 – 1815), y cuyas soluciones científicas fueron copiadas o, al menos, tenidas en cuenta por Isaac Peral, cuyo modelo (que incluía un acumulador eléctrico y la solución para la brújula en un casco de hierro) realiza la utopía de poner a flote un buque submarino. También registra su idea de las computadoras y la cibernética, igual que antes lo hiciera Blaise Pascal (1623 – 1662), el inventor de una máquina aritmética precursora de las calculadoras. No obstante, aunque Verne mantuvo contacto permanente con notables científicos de su época, su trabajo de indagación y visión de futuro no fueron tenidos en cuenta y se le consideró un buen escritor de ficción.
En cuanto a las invenciones técnicas, Verne era un tecnófilo, un apasionado de la novedad y el progreso, aún cuando ello implicara la pérdida de valores humanos y religiosos. En la primera parte de carrera expresó su optimismo sobre el progreso y el papel centra de Europa en el desarrollo social y técnico del mundo. Sin embargo, ya los trabajos de Verne escritos durante 1880, reflejan su pesimismo por la tecnología y la política, pues era conciente de que estas máquinas dañarían la atmósfera y el planeta en su conjunto.
Pero ya antes, en un escrito de juventud, Verne había anticipado un sistema social crítico. En 1863, en su obra juvenil “París en el Siglo XX”, historia que transcurre en 1960 y donde interroga a la sociedad y no a las máquinas, Verne escribe: “Ya no hay mujeres; se trata de una raza extinguida, como la del ornitorrinco y los megaterios… Antaño hubo mujeres, hace muchísimo tiempo; los autores antiguos hablan de ellas en términos formales… Era, según los viejos textos y retratos, una creatura encantadora y sin rival en el mundo… era una mujer en todo el sentido de la palabra. Pero poco a poco se empobreció la sangre, decayó la raza… (y) la mariposa se transformó en gusano. El andar acariciante de la parisiense, su gracia bien torneada, su mirada espiritual y tierna a un tiempo, su amable sonrisa, su cuerpo a punto y firme, dieron paso a formas alargadas, flacas, áridas, descarnadas y sin gracia, y a una desenvoltura mecánica… El talle se aplanó, la mirada se volvió austera… La francesa se ha vuelto norteamericana… Hijo mío, Francia ha perdido su verdadera superioridad; las mujeres del siglo encantador de Luis XIV habían afeminado a los hombres; pero después se pasaron al género masculino y ahora no valen ni para la mirada de un artista ni para las atenciones de un amante… No hay mujer, de ninguna clase social, que no haya escapado a esta degradación de la raza… Los moralistas del siglo diecinueve ya presentían esta catástrofe. Balzac se lo comentó a Stendhal en su famosa carta: la mujer, dice, es la Pasión y el hombre es la Acción… pero ahora los dos son la acción y por eso no hay más mujeres en Francia… Si hojeas viejos diccionarios, te sorprenderá encontrar palabras como penates, lares, hogar doméstico, la compañera de la vida, etc.; pero esas expresiones hace mucho que desaparecieron junto con las realidades que representaban…”.
Precisa incluso Verne: “Ha continuado la tendencia del siglo último: ya entonces se trataba de tener los menos hijos que fuera posible, las madres se molestaban si veían que sus hijas quedaban embarazadas muy pronto y los maridos jóvenes se desesperaban por haber cometido tamaña barbaridad. Por otra parte, hoy ha disminuido notablemente el número de hijos legítimos en beneficio de la multiplicación de hijos naturales; estos últimos ya son la mayoría; muy pronto serán los dueños de Francia y aplicarán la ley… Las llamas del himen ya no sirven para hacer hervir el agua en la olla”.
En esta misma historia, Verne advierte sobre la “Sociedad General de Crédito Instruccional” y una de sus decisiones: “El viejo profesor… sólo tengo tres alumnos en el curso de retórica… y que no corresponden al mercado... Son un cáncer. Un cáncer de primer orden ¿Pueden creer que uno de ellos me ha traducido hace poco jus divinum por jugo divino?... Nos van a suprimir… Corre el rumor de que se van a suprimir las cátedras de humanidades en el ejercicio 1962… A quién le importan los griegos y latinos… ”.
Además llega a señalar Verne: “El periodismo cumplió su ciclo… Se abusó mucho, hace cien años, y ahora pagamos las consecuencias; entonces ya casi nadie leía, pero todo el mundo escribía… Todo ese furor periodístico acabó con el periodismo y por una razón muy simple: los escritores eran más numerosos que los lectores… Nadie comprendía nada finalmente… Esos amables escritores terminaron por matarse entre ellos mismos; nunca hubo una mayor acumulación de críticas malintencionadas; había que poseer piel de elefante para resistir tanto… Toda persona nombrada en un artículo tenía derecho a responder en el mismo lugar y con igual cantidad de palabras. Los autores de obras de teatro, de novelas, de libros de filosofía, de historia, empezaron a responder en masa a sus críticos, y usaba de su derecho… Esto se convirtió en un abuso de tales dimensiones que terminó por acabar con la crítica. Y con ella desapareció el último recurso del periodismo… Los excesos llevaron a la catástrofe y esas revistas se reunieron, en el olvido…”.
Así, al pasar los años, tras perder a su madre, a su amigo y mecenas (Hetzel) e incluso tras ser herido gravemente por su sobrino favorito, quién en un ataque demencial le dispara con una escopeta de caza y le causa una invalidez de por vida, generan en él un pesimismo científico, una repulsa hacia la tecnología. Con ello entra en declinación imaginativa, aunque no literaria. De esta época son sus obras “La isla de Hélice” (1895), “Frente a la bandera” (1896) y la inconclusa “La invasión del mar” (1905). De hecho, esta última se convierte en preludio de lo que posteriormente sería la moda de la novela apocalíptica o catastrofista, y en ella relata la inundación de las tierras europeas por las aguas del océano, posibilidad existente a causa del deshielo del polo norte y subida del nivel marino. Aún más, en su cuento póstumo “El eterno Adán”, anulando toda su obra anterior al afirmar los retornos cíclicos de la historia, muestra a un historiador del futuro que descubre que en el siglo XX la civilización sufre un cataclismo geológico y los supervivientes tienen que regresar a los modos de vida primitivos, aunque tratan de parecerse mejor a la idílica vida de Adán y Eva. Julio Verne se despidió dirigiéndose a su familia y al hijo de su amigo Hetzel, diciéndoles: “Sed buenos”.
Max Weber. El sociólogo alemán Max Weber (1864 – 1920) entendía que la especificidad de la modernidad y del mundo occidental quedaba definida por los principios de acción social de la “racionalización” y el “desencantamiento del mundo”, expresados en la organización capitalista del trabajo y el Estado burocrático moderno que son guiados por el criterio de eficacia. Weber señala en su obra “La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo”: “A juicio de Baxter, la preocupación por la riqueza no debía pesar sobre los hombros de sus santos más que como ‘un manto sutil que en cualquier momento se puede arrojar al suelo’. Pero la fatalidad hizo que el manto se trocase en férreo estuche… No es extraño… que las riquezas de este mundo alcanzasen un poder creciente y, en último término, irresistible sobre los hombres, como nunca se había conocido en la historia. El estuche ha quedado vacío de espíritu… El afán de lucro, ya hoy excento de su sentido ético – religioso, propende a asociarse con pasiones puramente agonales, que muy a menudo le dan un carácter en todo semejante al de un deporte”. Concluye Weber: “Nadie sabe quién ocupará en el futuro el estuche vacío, y si al término de esta extraordinaria evolución surgirán profetas nuevos y se asistirá a un pujante renacimiento de antiguas ideas e ideales; o si, por el contrario, lo envolverá todo una ola de petrificación mecanizada y una convulsa lucha de todos contra todos. En este caso, los ‘últimos hombres’ de esta fase de la civilización podrán aplicarse esta frase: ‘Especialistas sin espíritu, gozadores sin corazón: estas nulidades se imaginan haber ascendido a una nueva fase de la humanidad jamás alcanzada anteriormente’…”.
Hermann von Keyserling. El filósofo estonio Hermann von Keyserling (1888 – 1946), en su obra “Reisetagebuch eines Philosophen” (1919), como solución a la crisis de Occidente propugna la absorción de ésta por la cultural oriental. Basado el influjo de las escuelas de sabiduría india bajo regla budista, en 1920 fundó la “Escuela de la Sabiduría”, en la que proclamó la primacía de la intuición sobre la inteligencia. Keyserling fue uno de los primeros pensadores occidentales del siglo XX en promover formalmente una cultura planetaria, más allá del nacionalismo y el etnocentrismo cultural, basado en el reconocimiento de la equivalente validez y valor de las culturas y filosofías no occidentales con respecto de las propias de Occidente. Por su parte, Arnold Keyserling (1922 – 2005), el hijo de Hermann Keyserling y bisnieto del Canciller Bismarck, proyectaría significativamente la línea de pensamiento de su padre a través de la postulación de una metapolítica como filosofía holística que implica un nuevo tipo de reconexión al universo, la recomprensión de la ciencia y los valores de todas las religiones para la autodeterminación.
Herbert Wells. El sociólogo, historiador y novelista inglés, Herbert George Wells (1886 – 1946), a través de una amplia e influyente producción, inicialmente desarrolló un profundo optimismo. Wells se preocupó por la pervivencia de la sociedad contemporánea, fue miembro de la “Sociedad Fabiana” y creyó firmemente en la utopía según la cual las vastas y terroríficas fuerzas materiales puestas a disposición del ser humano podían ser controladas por la razón y utilizadas para el progreso y la igualdad entre los habitantes del mundo. De hecho, sería Wells quien proclamaría que la primera guerra mundial era “la guerra para poner fin a las guerras” y junto a otros procuraría buscar en la ciencia la salvación de la sociedad.
Amplia difusión e impacto tuvieron sus visionarias novelas de fantasías científicas o ciencia ficción: “La Máquina del Tiempo” (1895), “La Isla del Doctor Moreau” (1896), “El Hombre Invisible” (1897), “La Guerra de los Mundos” (1898) y “El primer Hombre en la Luna” (1901). Asimismo, a través de sus obras “Breve Historia del Mundo” (1919), “El trabajo, la riqueza y la felicidad de la Humanidad” (1913) y “La Ciencia de la Vida” (1934), Wells proclama el advenimiento de una humanidad perfecta, en la que habrían de desaparecer el cristianismo, la empresa privada, la familia y las nacionalidades. Asumía Wells que la ciencia proveería y planearía todo para el conjunto de la humanidad.
Sin embargo, pasando por obras de contenido social como “Amor y el Señor Lewisham” (1900), “Kipps, la Historia de un Alma Simple” (1905), “Mr. Polly” (1910), “Ann Veronica” (1909) , “Tono Bungay” (1909), “Mr. Britling va hasta el fondo” (1916), “El perfil de la Historia” (1916), “La Conspiración Abierta” (1922) y “42 a 44” (1944), su optimismo se borrará. En sus obras “El destino del Homo Sapiens” (1939) y “La mente en su Límite” (1945) planteará claramente sus dudas acerca de la posibilidad de supervivencia de la raza humana. H. G. Wells terminaría sentenciando: “Al final de su existencia específica… el Homo Sapiens, como se ha complacido en llamarse, en su forma actual se ha agotado”.
Ludwig Klages. Ludwig Klages (1872 – 1956), quien desarrollaría la “Teoría de la expresión y caracterreología” y el análisis grafológico, sostuvo que la vida armónica del mundo vibra entre dos polos: cuerpo y alma. Según Klages, el cuerpo conoce pasivamente por “sensaciones” lo cercano y el alma conoce activamente por “visiones” lo lejano. Por el “cambio de polo” de las primitivas sensaciones por visiones, salió del animal el hombre. Así, en esta vida armónica entró desde fuera, como un demonio, el espíritu hostil a la vida, que ahora lleva a cabo su obra destructora en el mundo como espíritu del pensar y el querer. Como espíritu del pensar destroza la corriente de la vida al formar partes petrificadas y establecer conceptos lógicos abstractos. Como espíritu del querer crea la técnica sin corazón, que en las canteras y minas desgarra el cuerpo de la tierra, empuja al hombre a la monstruosidad de su prisa y no parará hasta que haya extraído la postrera chispa de la vida autómata “hombre”. Así el espíritu se muestra como “adversario del alma”.
Además, en 1860, Ludwig Klages publica “El Hombre y la Tierra", ensayo originalmente escrito para el movimiento juvenil alemán independiente “Wandervogel”, y presentado en su gran reunión anual al aire libre en la montaña de Mesissner en 1913. En este texto, Klages anticipó casi todos los temas del movimiento ecologista contemporáneo. Lamentaba la acelerada extinción de las especies, el desequilibrio del balance global del ecosistema, la deforestación, la destrucción de los pueblos aborígenes y los hábitat salvajes, la aglomeración urbana y la creciente alienación del hombre de la naturaleza. En términos enfáticos criticaba el cristianismo, el capitalismo, el utilitarismo económico, el consumo excesivo y la ideología del progreso. Klages, entendiendo que la Europa neolítica había sido cuna de diversas culturas pacíficas de culto a diosas, urgía a la sociedad a rechazar los principios entonces dominantes de explotación y violencia, y abrazar en su lugar una relación más gentil e igualitaria entre hombres y mujeres, entre la humanidad y la tierra.
Theodor Lessing. Theodor Lessing (1872 - 1933), amigo de Klages, también creía que el espíritu arruina toda vida sana (Decadencia o ruina de la tierra en el espíritu, 1916). Sin embargo, mientras Klages terminaba en el nihilismo, Lessing opinaba que, precisamente por las creaciones de la técnica destructora y de la cultura absurda, se libera la vida sana del envenenamiento del espíritu y, tras la ruina de toda cultura espiritual, vuelve la embriaguez de lo natural. Por eso, cuanto más se favorezca el progreso, tanto más rápidamente se experimentará la catástrofe y se sanará el mundo. Con todo, en el marco de un proceso que denomina “el hundimiento de la tierra por obra del espíritu”, Theodor Lessing concibe la evolución de los pueblos de Occidente como la historia “de la enfermedad llamada hombre”. Razona Lessing: “Resulta significativo el hecho de que justamente en los trópicos, donde hay las fieras más peligrosas, el alma humana se ha conservado mansa e inocente, en tanto que en Occidente la fauna ha quedado amansada en su casi totalidad y el hombre es la única fiera… El que existimos todavía es pura casualidad”.
Franz Kafka. Es el judío checo, Franz Kafka (1883 - 1924), quién entre las guerras mundiales del siglo XX escribe “La Metamorfosis”, “El Proceso” y “El Castillo” entre otras, constituyendo una metáfora crítica de la vida occidental contemporánea. Tenido por “novelista de la alineación”, la obra de Kafka está ligada al discurso del poder de la civilización contemporánea, la cual se expresa como un poder omnímodo y externo que ejerce coerción sobre el individuo y que logra introducirse en su conciencia hasta introyectarle culpa y aniquilar su individualidad. El hombre queda al borde del sistema, carece de posibilidades de influir y cambiar las cosas, quedándole sólo asistir a la locura con que transcurren los hechos, sintiendo que está fuera de ellos, que sobra y está demás.
Implicando una naturalización de lo pavoroso, esta situación provoca en el individuo un estado de enajenación que incapacita para trascender y llegar al otro. Como en “La Metamorfosis”, en que el personaje Gregorio Samsa se convierte en escarabajo, el devenir animal manifiesta la relación coercitiva entre medio e individuo, la cual es reproducida en el vínculo entre la conciencia y el cuerpo. Al efecto, la realidad de constituirse en monstruo corresponde a una somatización que metaforiza una conciencia desgraciada, que padece la imposibilidad de cuajar en el mundo.
A partir de su propia experiencia de vida, la tuberculosis que real y efectivamente padece Kakfa, se convierte en una sintomatología simbólica que permite graficar la vida en un sistema urbano de masas, pues ésta implica una falta de aire que se traslada a sus pulmones, se introyecta, de modo que su cuerpo se convierte en relato de imposibilidad de encontrar oxígeno en el medio. La falta de oxígeno afuera se traslada a falta de oxígeno adentro. Aún más, en realidad la tuberculosis y el ahogo es reflejo de una carencia fundamental, de pulmón. Sin más, el devenir animal constituye una metáfora de lo que está ocurriendo con la conciencia del sujeto. La metamorfosis es una somatización de un obstáculo introyectado en su propio cuerpo, el cual comienza a vivir una situación de encierro creciente, de incapacidad de movimiento e impotencia para relacionarse, en un mundo que se ve sin salida.
Con la fenomenología del escarabajo, es el mismo Gregorio Samsa quien ha desarrollado la idea de un cuerpo que le impide salir de su habitación cual estrategia para no asumir directamente el conflicto con la realidad. Entonces, establece un vínculo con el mundo a través de un cuerpo que le impide salir de su habitación, siendo éste el único espacio en que él es uno consigo mismo. Sin embargo, siendo éste un recurso de mala fe para reconstituir y hacer propia su identidad, pues hace que las cosas le acontezcan desde fuera, está condenado al fracaso ya que es una salida neurótica y falsa, y termina volviéndose contra él pues termina paralizándolo, imposibilitándolo de seguir viviendo.
De hecho, revelando un problema de identidad incluso del propio espacio íntimo, el mismo cuerpo se convierte en un obstáculo, en algo extraño que lo acosa y atosiga pues el cuerpo es instancia asocial, medio de dificultad para llevar a cabo una vida gregaria, una vida social. Quiere salir porque no aguanta más.
En esta perspectiva, Kafka no es aquel héroe que hace de la marginalidad una especie de epopeya, una especie de heroísmo. La forma en que Kafka retrata la sociedad masificada y totalitaria, con dificultad de afirmar la propia individualidad, no es la forma clásica que convierte al marginal en un héroe. El cual, al afirmar su propia diferencia ante el medio, de alguna manera está dispuesto a morir por ello. Kafka lo hace exactamente al revés y, por eso, es quizás más oscuro y grotesco. Es un personaje que lo único que quiere es diluirse en la vida gregaria, es no ser individuo, no ser distinto y, sin embargo, no puede. No es fácil diluirse en una realidad o sociabilidad que exige el sacrificio de la propia individualidad. Existe pues necesidad del otro, pero al mismo tiempo sentirse asfixiado por el otro, situación que sólo se resuelve con su cuerpo y no a través de la conciencia. En carta a Milena expresa: “Era como si el cerebro ya no pudiera soportar la acumulación de preocupaciones y desdichas, como si hubiera dicho: no doy más. Si todavía hay alguien que se interesa en la conservación de todo, que haga algo por aliviar mi carga”.
En este contexto, también Kafka proyecta las crisis del siglo XIX a la realidad del siglo XX y da cuenta además de la lucha generacional y la circunstancia de confrontación con el sistema burgués. Kafka escribe “Carta al Padre”, documento relativo al conflicto padre e hijo que se eleva sobre lo individual y expresa una situación de opresión social. Afirma Kafka: “Desde tu butaca riges el mundo... Nadie te ha hecho lamentar... frente a ti se estaba absolutamente inerme...”; y lo más espantoso era “que tú, que para mí eras una persona tan terriblemente decisoria, no te sujetabas, por tu parte, a la norma que me habías impuesto... El castigo llegaba, por decirlo así, antes de que uno supiera que había hecho algo malo”. Kafka se da cuenta de que este conflicto entre padre e hijo apunta a otro mayor, de que estaba incluido dentro de la lucha de clases contra el mundo burgués: su padre era hombre de negocios, empresario, representante de una clase; y el resultado de su educación fue “que yo he huido de todo lo que me recordaba a ti, aunque fuese de lejos. En primer término, la empresa... tú llamabas a los empleados ‘enemigos pagados’, cosa que además eran; pero antes de que se convirtiesen en ello, me parecías tú ser su ‘enemigo pagador’... Por lo cual pertenecía yo necesariamente al partido del personal”.
Thomas Stearns Eliot. En la década de 1930 a 1940, la idea del Occidente moderno se sintetiza en el título del famoso poema de Thomas Stearns Eliot (1888 - 1965), “La tierra yerma”. El racionalista e impaciente poeta manifiesta su disgusto contra la existencia diaria, la cual pesa como una cadena en los pies. Criticaba la moderna sociedad por su falta de valores religiosos como de tradición. Específicamente considera que a industrialización, creaba “cuerpos de hombres y mujeres – de todas las clases – alejados de su tradición, alienados de la religión y susceptibles a la sugestión de las masas: en otras palabras, una muchedumbre”. En “El Cocktail”, uno de los personajes comentaba: “Sabes… ¡Ya no parece que valga la pena hablarle a nadie! … No es que yo quiera estar solo, sino que todos lo están… Hacen ruidos y creen que están hablándose; hacen caras y creen que se comprenden, Y estoy seguro de que no”. Consideraba Eliot que “en mi principio está mi fin” y que el mundo se dirigía a su fin, “no con una explosión violenta sino paulatinamente, a pequeños golpes”. En “Cuatro cuartetos”, Eliot proclamaba finalmente: “Desciendan más, desciendan solamente / al mundo de perpetua soledad, / un mundo que no es mundo, sino lo que no es mundo... Tiniebla interna, privación... desecación del mundo del sentido... inefectividad del mundo del espíritu”.
Pitrim Sorokin. Entendiendo que la razón impregna todos los componentes de la cultura y le da significado y sentido, el sociólogo ruso – estadounidense Pitrim Sorokin (1889 - 1968) precisa: “En cuanto al bienestar material de nuestra sociedad, hemos visto que el siglo XX es un demente destructor del bienestar creado por los siglos anteriores… como un hijo disipado, ha despilfarrado y arruinado lo que sus padres crearon y acumularon. Si, además, agregamos las guerras que sin duda tendrán lugar de 1940 al 2000, el siglo XX demostrará ser, indiscutiblemente, el más sangriento y belicoso de los veinticinco siglos que estamos estudiando… Si mañana se firmara un armisticio, sólo representaría un intermedio, al que seguiría un Armagedón todavía más terrible y catastrófico”.
Herman Hesse. Herman Hesse (1877 - 1962), admirador de la espiritualidad oriental, manifiesta su preocupación por el desarrollo histórico de la cultura europeo occidental con una trilogía fundamental: “Narciso y Goldmundo”, “El Lobo Estepario” y “El Juego de Abalorios”. En “Mirada en el caos”, Hesse ya había dicho que media Europa “marcha en una sagrada locura al borde del abismo… ebria y solemnemente como cantaba Dimitri Karamazov”.
Hesse, en “El Lobo Estepario”, a través de la figura de Harry Haller, grafica la crisis espiritual de nuestro tiempo. A Harry Haller, el “lobo estepario”, le ha correspondido desenvolverse en una época en que prevalecen la confusión y la anarquía producto de una crisis general de valores. Está por tanto entre una cultura que se desintegra y la nada. Le corresponde clausurar una época y no participar propiamente de ninguna en particular y ello es un destino abrumador, pero que se asume. Por tal causa, tal como la civilización que representa, Haller es un eterno insatisfecho que oscila entre un modo de ser y el opuesto, sin alcanzar nunca el equilibrio, buscando desesperadamente refugio en una dualidad de abandono y autocontrol. Haller es el tipo de hombre “culto” del siglo, un intelectual burgués, irracional aunque hijo de la razón, sin fe, aunque añora y busca sustitutos en el arte, el misticismo oriental, la droga, el sexo e incluso la política.
De esta forma, tal como una civilización que se encuentra extraviada entre dos épocas y pierde toda norma y toda seguridad, Haller está dividido, siendo grave que, en él, el hombre y el lobo corren paralelamente sin prestarse ayuda y enfrentándose permanentemente en odio constante y mortal. Así, la vida humana se convierte en verdadero dolor, un verdadero infierno. Para sobrellevar la dolorosa contradicción que anida en lo más hondo de su ser, ha tenido que forjarse una capacidad ilimitada de sufrimiento. Sin embargo, ese sufrimiento le provoca un cierto orgullo, afincado en el hecho de que todo dolor es evidencia de una condición superior.
Una vida como la del “lobo estepario” concluye naturalmente en la soledad y de ello tiene plena conciencia. Haller se da cuenta de que el mundo lo abandona de un modo siniestro, que los hombres no le importan nada, y tampoco él a sí mismo, de modo que lentamente se va ahogando en una atmósfera cada vez más tenue de falta de trato y aislamiento. En esta circunstancia, para Haller, la finalidad de su vida ya no son sus perfecciones y evoluciones, sino su disolución en el todo. Ha perdido el gozo de vivir y anhela sumergirse en la oscuridad de los estadios primitivos, en el seno materno, en la tumba. Es una forma de suicidio metafísico, que difícilmente será capaz de cometer materialmente. Para Harry Haller, el nacimiento significa desunión del todo, penosa encarnación y apartamiento de Dios.
Bertrand Russell. El matemático y filósofo o “activista libertario”, lord Bertrand Russell (1872 - 1970), pacifista relacionado con V.I. Lenin y que consideraba que “el bolchevismo merece la gratitud y admiración de la humanidad progresista”, y quien además constituye el “Tribunal Russell” para juzgar a Estados Unidos por la guerra de Vietnam y se convierte en presidente honorario del “Congreso a favor de la Libertad Cultural”, en 1951 planteó: “Los efectos de la ciencia en la sociedad… La cuestión que será de mayor importancia política es la psicología de masas… El aumento de los métodos modernos de propaganda ha aumentado mucho su importancia. De éstos, el más influyente es el que llaman ‘educación’. La religión tiene una función, aunque cada vez menor; la prensa, el cine y la radio tienen una influencia cada vez mayor… Cabe esperar que, en su momento, cualquiera podrá persuadir a quien sea de cualquier cosa, si agarra al paciente de joven y recibe dinero y equipo del Estado”.
Agrega Russell: “La cuestión hará grandes adelantos cuando la tomen hombres de ciencia bajo una dictadura científica… Los psicólogos sociales del futuro tendrán varias clases de niños en edad escolar, en quienes probarán diferentes métodos para producir una firme convicción de que la nieve es negra. Pronto habrá de llegarse a varios resultados. Primero, que la influencia del hogar resulta obstructiva. Segundo, que no puede hacerse mucho a menos que el adoctrinamiento comience antes de la edad de diez años. Tercero, que los versos con música y entonados de forma repetida son muy efectivos. Cuarto, que la opinión de que la nieve es blanca habrá de tenerse por demostración de gusto mórbido por la excentricidad… Aunque esta ciencia será estudiada con diligencia, deberá reservarse estrictamente a la clase gobernante. Al populacho no habrá de permitírsele saber como fueron generadas sus convicciones. Una vez perfeccionada la técnica, cada gobierno que haya estado a cargo de la educación por una generación podrá controlar a sus sujetos de forma segura”.
Consigna además el progresista Russell: “Actualmente, la población del mundo crece a razón de unos 58 mil individuos por día. La guerra, hasta ahora, no ha tenido un gran efecto en este crecimiento… La guerra… hasta la fecha ha sido decepcionante al respecto… pero quizás la guerra bacteriológica resultare más efectiva. Si una peste negra se propagare una vez en cada generación, los sobrevivientes podrían procrear libremente sin llenar al mundo demasiado… La situación seguramente sería poco placentera, pero, ¿qué importa?”.
Fritz Lang. Constituyendo una manifestación fundamental del expresionismo alemán propio de la República de Weimar, antes de la cinematografía sonorizada y en base al guión fue escrito por Fritz Lang (1890 – 1976) y su esposa Thea von Harbou (1888 – 1954), inspirado a su vez en una novela de 1926 de la misma von Harbou, en 1927 se presenta la película “Metropolis”. Constituyendo una dura crítica al capitalismo y su mecanización de la sociedad, se desarrolla en una distopía urbana futurista donde las máquinas ya no trabajan para el hombre, sino que es este quién se subyuga a ellas. Un mundo, el de la ciudad de Metropolis, donde el hombre no es ni siquiera el triste humano feliz (Huxley), sino una masa gris de trabajadores sin vida ni emoción.
La trama del filme se desarrolla en el año 2026, en una ciudad-estado de enormes proporciones llamada Metrópolis. La sociedad se ha dividido en dos grupos antagónicos y complementarios: una élite de propietarios y planeadores, que viven en la superficie, viendo el mundo desde los grandes rascacielos y paisajes urbanos, y una casta de trabajadores, que viven bajo la ciudad y que trabajan sin cesar para mantener el modo de vida de los de la superficie. El presidente-director de la ciudad es Johhan 'Joh' Fredersen. A su vez, una figura carismática y pacificadora llamada María defiende la causa de los trabajadores. Pero en lugar de incitar a una revuelta, insta a los trabajadores a buscar una salida pacífica y tener paciencia, esperando la llegada del "Mediador", que unirá ambas mitades de la sociedad. El hijo de Fredersen, Freder conoce a María y queda prendado de ella. Al seguirla sin que ésta se dé cuenta, penetra en el mundo subterráneo de los trabajadores y mira con sus propios ojos las pésimas condiciones en que éstos viven y trabajan, así como el desdén absoluto de los propietarios, que prefieren traer más trabajadores para que las máquinas no se detengan, que auxiliar a los que sufren accidentes en ellas. Asqueado por lo que ve, Freder decide unirse a la causa de María.
Sin embargo Fredersen se ha dado cuenta ya de las actividades de María, y temiendo una revuelta de los obreros, decide solicitar la ayuda del científico Rotwang, quien a su vez le muestra un robot antropomorfo de su invención. El robot creado por Rotwang puede tomar tanto la conducta como la apariencia de una persona, así que deciden suplantar a María. El robot tiene como órdenes promover los disturbios y el descontento, para así permitir a Fredersen lanzar una represión violenta contra los trabajadores.
Con todo, la verdadera María es hecha prisionera en la mansión de Rotwang, en Metrópolis, mientras el robot la suplanta y lanza discursos incendiarios. Sin embargo, el robot comienza a mostrar cierta iniciativa propia, y se transforma en bailarina exótica en los clubs nocturnos de Metrópolis, para promover la discordia y la decadencia entre los jóvenes adinerados. Siguiendo los malos consejos del Robot-María, los trabajadores inician una revuelta y destruyen la "Máquina Corazón", que proporciona la energía que hace funcionar toda la demás maquinaria de Metrópolis. La destrucción de dicha máquina también provoca que los tanques de agua de la ciudad se aneguen, e inunden el submundo de los trabajadores, ahogando presumiblemente a los hijos de éstos en sus guarderías comunales. Los trabajadores desesperados salen a la superficie en busca de su "enemiga en la ciudadela", la presunta María. La muchedumbre invade el distrito de diversiones de la ciudad y captura a la falsa María, a la cual atan a una estaca y prenden fuego, mientras Freder observa todo y desespera. Pero pronto se dan cuenta que esa María es una impostora, al arder sus carnes falsas y quedar al descubierto el robot, y al ver a María ser perseguida por el enloquecido Rowang en los tejados de la catedral de la ciudad. Freder persigue a Rowang, y lo enfrenta hasta que éste último se precipita del tejado hacia su muerte. María y Freder retornan a la calle y van al encuentro de Joh y Grot (líderes de la ciudad y de los trabajadores) dejando entrever el eventual comienzo de una nueva sociedad.
Aldous Huxley. En medio de una concepción de decadencia, el escritor inglés Aldous Huxley (1894 – 1963) expone su repugnancia y desilusión del mundo moderno. En 1932, Huxley escribe “Un Mundo Feliz”. En este texto describe un mundo deshumanizado en donde la ciencia y la técnica al servicio de los intereses del poder, conducirán al mundo a formas sociales de dominación absolutas, a instituciones opresoras de las que nada queda al margen o fuera de control. Con intuición plantea las posibilidades que la genética ofrecía al poder para enriquecer su dominio absoluto.
En esta sociedad futurista, todos los niños son concebidos en probetas y son genéticamente condicionados para pertenecer a una de las cinco categorías de población. De la más inteligente a la más estúpida: los Alpha (élite), los Beta (ejecutantes), los Gammas (empleados subalternos), los Delta y los Epsilones (destinados a trabajos arduos). En el primer capítulo de “Un Mundo Feliz”, Huxley expone: “Un macizo edificio gris de solo treinta y cuatro pisos. Sobre la entrada principal, las palabras: Centro de Incubación y Acondicionamiento de la Casa de Londres, y en una tarjeta: Comunidad, Identidad, Estabilidad, la divisa del Estado Mundial. La enorme pieza del piso bajo estaba orientada al norte… sólo una luz cruda, pálida e invernal, filtrábase a través de los cristales buscando con avidez algunos ensabanados cuerpos yacentes, algún trozo de carne descolorida, producto de disecciones académicas… Invierno respondía a invierno. Blancas eran las batas de los que allí trabajaban con manos enfundadas en guantes de goma de color cadavérico”. Continúa Huxley: “La luz era helada, muerta, fantasmal. Solo los tubos amarillos de los microscopios le prestaban algo de vida mientras resbalaba lúbricamente sobre su pulidez… Esta –dijo el Director, al abrir la puerta- es la Cámara de Fecundación…”.
Así, Huxley describe una dictadura perfecta que tendría la apariencia de democracia, pero que en realidad es una cárcel sin muros ya nadie sueña con evadirse. Es un sistema de esclavitud donde, gracias al sistema de consumo y el entretenimiento, los esclavos sienten “el amor de su servitud”. De hecho, los dominados disponen lo que precisa el “Administrador General”: “Siete horas y media de un trabajo ligero, nada cansador, y enseguida la ración de soma, deportes, copulación sin restricción, y el Cine Sentido… y el órgano de perfumes…El mundo es estable… Las personas son felices… ”.
A finales de 1945, impresionado por el poder destructivo alcanzado por las armas durante la segunda guerra mundial y la concentración de poder en una minoría, Huxley insiste en que la ciencia, “al procurar a la oligarquía gobernante instrumentos más eficaces de coerción, ha contribuido directamente a concentrar el poder en manos de pocos… Nunca tantos han estado a merced de tan pocos”. En 1949 Huxley postularía que en el curso de la próxima generación, el mundo descubriría el condicionamiento infantil y la narcohipnosis como eficaces instrumentos de gobierno pues lograrían hacer que las personas amaran el estado de servidumbre. Aldous Huxley fue influenciado por la filosofía oriental y postuló el consumo de drogas como medio de expansión de los sentidos.
Aldous Huxley advierte asimismo: “En lo que se refiere a las masas de la humanidad, los tiempos que vienen serán la Era del Espacio… (y) la Era de la Superpoblación”. Más tarde ratificará la idea de la “sociedad completamente organizada” y su consecuente realidad de “abolición del libre albedrío por el acondicionamiento metódico”. Comenta Huxley: “El dominio casi perfecto que ejerce el gobierno se logra por el apoyo sistemático a la conducta deseable, por muchas clases de manipulación casi no violenta… y por la normalización genética. Las criaturas en botellas y la regulación centralizada no son tal vez cosas imposibles… Las sociedades seguirán siendo reguladas postnatalmente; por el castigo, como en el pasado, y, en medida cada vez mayor, por los más efectivos métodos de la recompensa y la manipulación científica”. Preguntará Huxley: “¿Cómo sabes si la tierra no es más que el infierno de otro planeta?”.
Eric Blair. Eric Arthur Blair (1903 - 1950), quién fuera formado en las mejores escuelas de Inglaterra y cuyo padre fuera administrador del departamento de opio del gobierno indio, desarrollaría odio hacia el imperialismo. Entonces, siendo miembro del “Partido Laborista Independiente” se enlistó en el trotskista “Partido Obrero de Unificación Marxista” (POUM) y luchó por las fuerzas republicanas en la guerra civil española (1936 – 1939). Durante la segunda guerra mundial actuaría como propagandista gubernamental, más tarde como delator de escritores comunistas stalinistas y, finalmente, declararía ser un “socialista demócrata”.
Eric Blair adoptaría el seudónimo de “George Orwell” en 1933 y, entre otros escritos, proyecta su concepción ideológica en dos novelas fundamentales: “Rebelión en la Granja” (1945) y “1984” (1949). La primera corresponde a una alegoría de la corrupción stalinista de los ideales de la revolución rusa. La segunda, más allá de sus evidentes categorías políticas, sin más presenta una aterradora descripción de la vida en una próxima sociedad tecnológica y totalitaria. Asumiendo la idea del panóptico, en la novela “El Partido” ha creado a “El Gran Hermano” para mantener controlada y sometida a la población de “Oceanía”. El “Gran Hermano” es un ser ficticio que, actuando como telepantalla perfecta que tiene a la “policía del pensamiento” a su servicio, constantemente vigila a los ciudadanos.
Así se cuenta la experiencia de Winston Smith, un hombre que como todos los habitantes de Oceanía vive resignado a “El Partido”. Con miedo, Winston reconoce que odia a “El Gran Hermano”. Luego tiene una experiencia que le permite comprender cómo los niños son educados, esto es, concientizados. Además, medita sobre su vergonzosa historia matrimonial con Katherine, quien ha desaparecido dejándolo imposibilitado de tener cualquier relación con otra mujer. Una noche, Winston sueña con su madre y despierta en él una inquietud por el pasado. Precisamente, Winston trabajaba como encargado de “cambiar el pasado”, cosa que hace bien por su dominio de la “Neolengua”. Entonces, gracias a todas las falsificaciones que él había hecho, comienza a florecer en él la intención de luchar contra “El Partido”. En medio de una vida decadente, Winston conversa con Syme, uno de los creadores del diccionario de la “Neolengua”. El protagonista se da cuenta como “El Partido” controla a la población. Creyendo que la única salvación está en “Los Prole”, comienza a buscarlos para encontrar información sobre el pasado.
Luego, Winston tiene un extraño encuentro con Julia, mujer que de una muy disimulada forma le entrega un papel en el que está escrito: “Te quiero”. Tras reunirse con ella en los suburbios, se enamora y siguen viéndose a escondidas. Ambos descubren cosas que nunca pensaron posible y se llenan de esperanza. Sin embargo, serán denunciados y pronto detenidos por la “Policía del Pensamiento”. Winston es sometido al procedimiento de reintegración. Tras traicionarse mutuamente con Julia y ser dejado en libertad, Winston comprende que amaba a “El Gran Hermano”.
Winston Churchill. En 1925, Winston Churchill (1874 – 1965), después victorioso Primer Ministro de Inglaterra durante la segunda guerra mundial y luego premio Nobel de literatura en 1953, al reflexionar sobre los avances de la ciencia moderna planteaba su inquietud: “¿Nos suicidaremos todos? La historia de la raza humana es la guerra. Excepto algunos breves y precarios interludios, jamás ha habido paz en el mundo… El esfuerzo destructor entró entonces en una nueva fase. La guerra se convirtió en una empresa colectiva… Entramos en ese período de agotamiento que ha sido descrito como de paz… Quedó establecido de que aquí en adelante las poblaciones íntegras tomarán parte en la guerra… ¿Hemos llegado al fin? ¿Ha vuelto sobre ellos la ciencia su última página?... ¿No se podrá encontrar una bomba no mayor que una naranja poseedora de una fuerza secreta capaz de destruir unas manzana de casas, y aún mejor concentrar la energía de mil toneladas de cordita y arrasar una ciudad de golpe? Es evidente que mientras una guerra llevada por ambos contendientes en esas condiciones acarrearía la ruina del mundo y la disminución inconmensurable de la raza humana; la posesión por una sola de las partes de una abrumadora superioridad científica conduciría al esclavizamiento total del contendiente desprovisto de ella. No solamente las fuerzas que hoy tiene el hombre en su mano son capaces de destruir la vida de naciones, sino que por primera vez proporciona a una colectividad civilizada la oportunidad de reducir a sus contrarios a la más absoluta impotencia. No hay razón para que una raza vil, degenerada, inmoral, no pueda hacer de un enemigo superior en calidad de vasallo postrado ante su capricho o tiranía, simplemente porque haya llegado a poseer en un momento dado un nuevo procedimiento de exterminio y de terror y sea inexorable en su empleo”.
Entiende entonces Churchill: “Tal es, pues, el peligro con que el género humano se amenaza a sí mismo. Medios de destrucción incalculables en sus efectos, extensos y aterradores en su carácter e impropios de una manifestación del mérito humano como es la ciencia, cuyo progreso va descubriendo cada día más espantosas posibilidades… ¡Quién dirá que el mismo mundo no pueda ser destruido, o que realmente no deba ser destruido!”.
Agrega Winston Churchill: “La naturaleza del hombre ha permanecido hasta ahora prácticamente inmutable… El hombre moderno… realiza las más terribles acciones y su mujer moderna las apoya… Sería mucho mejor hacer un alto en la marcha de los descubrimientos y progresos materiales antes que fuésemos dominados por nuestros propios inventos y por las fuerzas que crean. Hay secretos demasiado misteriosos para que el hombre, en su estado actual, pueda conocerlos; secretos que, una vez penetrados, pueden ser fatales para la felicidad y glorias humanas. Pero – acota Churchill – las activas manos de los hombres de ciencia ya están forcejeando con las llaves de todas las estancias hasta ahora prohibidas al género humano. Sin un progreso igual de la misericordia, la piedad, la paz y el amor, la ciencia sola puede destruir por sí misma todo lo que hace augusta y tolerable la vida entre humanos”. Sentenciará Winston Churchill: “La penumbra se convierte en tinieblas. Es hora de dormir. Pesadillas, alternativas horribles, enigmas indescifrables… ¿Dónde está el camino? Siempre cuesta arriba. ¿Falta lo peor? Vorwärts (adelante), siempre vorwärts; después, silencio…”.
Martin Heidegger. En el marco de sus categorías existencialistas, Martin Heidegger (1889 - 1976) sostiene que en la época moderna, Occidente se encuentra inmerso en el nihilismo. Considera Heidegger que Occidente ha perdido definitivamente la gracia del ser y se encuentra desorientado y arrojado a lo ente. Entonces, retornar al ser sería lo único que lo rescate de la existencia inauténtica, lo único capaz de sacar a Occidente de la encrucijada y la caída que lo caracteriza.
Estima Heidegger que la “decadencia espiritual del planeta” ha avanzado tanto que los pueblos están en peligro de llegar incluso a perder sus últimas fuerzas espirituales, las únicas que les servirían para advertir tal decadencia. Advierte que no se trata meramente de una postura de pesimismo cultural, ya que el “oscurecimiento del mundo, la huida de los dioses, la destrucción de la tierra, la masificación del ser humano, la odiosa sospecha contra todo lo creador y libre ha adquirido tal dimensión en todo el planeta que categorías como optimismo o pesimismo se han tornado ridículas ya hace mucho tiempo”. Apreciará Heidegger que el “oscurecimiento del mundo” (“Weltdürsterung”) implica el debilitamiento del espíritu, el cual es despojado de su fuerza. Se trata de un complejo proceso de disolución, extenuación, represión y tergiversación del espíritu.
Manifestación concreta de este oscurecimiento universal lo advertía Heidegger en la situación de una Europa (entiéndase Alemania) “atenazada” entre dos gigantes antimetafísicos: Estados Unidos y Rusia. Aprecia Heidegger que la pobreza espiritual que anima a ambas naciones es “idéntica”. Ambas son “lo mismo” desde el punto de vista metafísico, ya que se trata de dos gigantescas moles atrapadas en el ente, en la vorágine de la producción: “La misma desconsoladora locura de la técnica que encadena y la desfondada organización de los individuos normales”. En la perspectiva heideggeriana, técnica y explotación planetaria son los únicos intereses de las grandes potencias, la liberal y la comunista.
Plantea así Heidegger: “Cuando el último rincón del planeta haya sido conquistado por la técnica y esté preparado para su explotación económica; cuando cualquier acontecimiento en cualquier ocasión y a cualquier hora se haya vuelto accesible con la rapidez que se desee; cuando uno pueda “vivir” simultáneamente un atentado a un rey en Francia y un concierto sinfónico en Tokio; cuando el tiempo solo equivalga ya a velocidad, instantaneidad y simultaneidad y el tiempo como historia haya desaparecido de la existencia de cualquier pueblo; cuando el boxeador sea considerado el gran hombre de un pueblo; cuando las cifras millonarias de las manifestaciones de masas sean un triunfo… entonces, incluso entonces, todavía se cernirá como un fantasma sobre toda esa locura la pregunta: ¿Para qué? ¿Hacia dónde?... ¿Y luego qué?”.
Señalará Heidegger: “La máquina y la maquinación (técnica). La máquina, su esencia. El manejo que existe, el desarraigo que trae. “Industria” (empresas); el trabajador industrial, arrancado de patria e historia, puesto en la ganancia. Educación mecánica; la maquinación y el negocio. ¿Qué transformación del hombre se instala aquí? (¿mundo – tierra?) La maquinación y el negocio. El gran número, lo gigantesco, pura extensión y creciente trivialización y vaciamiento. El necesario caer en la cursilería y lo inauténtico”.
Estimará entonces Martin Heidegger que ya no sólo está en juego la salvación de Occidente sino la de Alemania. Ubicarse de nuevo “en el ámbito originario de los poderes del ser” es la tarea que Heidegger asigna al “pueblo metafísico por excelencia, el pueblo alemán, situado en el medio de Europa y atenazado por el imperioso empuje de sus vecinos”. Alemania, tal como ha de hacerlo el Dasein auténtico, debía recuperar el “sentido del ser” y prevalecer otra vez como garante del “espíritu occidental”. Recuperar el ser es concienciarse de su destino histórico y “comprender de manera creadora su propia tradición”. Dirá entonces Martin Heidegger: “Espíritu ni es vacía agudeza ni el juego sin compromiso del ingenio, tampoco el ejercicio sin límite de los análisis intelectuales, ni en absoluto la razón universal, sino que espíritu es el decidirse originariamente templado y consciente por la esencia del ser”.
En la pregunta “¿Qué pasa con el ser?” late, pues, ese anhelo de retomar el comienzo de la existencia histórica de un pueblo y convertirlo de nuevo en otro inicio que dará pie a una vida de resolución y autenticidad. Pero comenzar no significará, añade Heidegger, una vuelta atrás, a lo ya conocido e imitable. Un nuevo comienzo quiere decir comenzar otra vez, pero de manera más originaria, asumiendo todo lo extraño, oscuro e inseguro que conlleva un verdadero comienzo. Tal comienzo entrañará la conciencia y la asunción del nihilismo.
En este contexto, para Heidegger, todas las nuevas ciencias que han de surgir de la desintegración de la filosofía acabarán por integrarse en poco tiempo a “una nueva ciencia fundamental: la cibernética”. Ésta será la “teoría para dirigir la posible planificación y organización del trabajo humano”. Pero la cibernética se transformará el lenguaje en mero proceso de intercambio de noticias. Las artes se convertirán en instrumentos de información “manipulados y manipuladores”. Así pues, con esta ciencia de la cibernética dominándolo todo y manipulando hasta lo más sagrado, la filosofía finaliza de facto en la época actual. En su lugar se instaura la “cientificidad” de la humanidad que opera socialmente. El rasgo fundamental de dicha cientificidad es su carácter cibernético, “técnico”; el hombre ya no se pregunta por la esencia de las cosas, pero tampoco por la esencia de la técnica. En la actualidad cibernética y técnica, “verdad” se equipara con “eficacia: es verdadero lo que resulta eficaz. De esta forma, las ciencias asumen la tarea ontológica y explican el ser de los entes, tarea que antes asumieron la metafísica y la filosofía. La filosofía se transforma en ciencias independientes: sociología, psicología, lógica, semántica y antropología, entre otras. El final de la filosofía se muestra como el triunfo tanto de la instalación manipulable de un mundo científico – técnico como el orden social en consonancia con aquel. No obstante, Heidegger aún reclama la subsistencia de la “tarea del pensamiento”.
Albert Schweitzer. El teólogo protestante Albert Schweitzer (1875 - 1965) reconocería la decadencia de la sociedad, asumiría la crítica de la vida industrializada y procedería a confrontar los mitos del progreso y la felicidad general. Desplazando al optimismo metafísico cristiano y sustituyéndolo por un escepticismo metafísico, Schweitzer sostendría que “si se toma el mundo como es, resulta imposible darle un significado en que tengan sentido los fines y las metas del hombre y de la humanidad”.
Así entonces, en su estudio sobre la decadencia y la restauración de la civilización occidental, Schweitzer consideró al hombre moderno como un ser sometido, incompleto, disperso, patológicamente dependiente y “absolutamente pasivo”. Con tal fundamento, al recibir el Premio Nobel de la Paz en 1952, Albert Schweitzer desafió al mundo “a atreverse a enfrentar la situación” ya que, según él, “el hombre se ha convertido en un superhombre… pero el superhombre con su poder sobrehumano no ha alcanzado el nivel de la razón sobrehumana. En la medida en que su poder aumente se convertirá cada vez más en un pobre hombre… Debe despertar nuestra conciencia el hecho de que todos nos volvemos más inhumanos en la medida que nos convertimos en superhombres”.
Precisó Schweitzer: “Es obvio para todos que nos encontramos en un proceso de autodestrucción cultural. Lo que queda tampoco se encuentra seguro. Aún permanece porque no ha sido expuesto a la presión destructora a la que el resto ya ha sucumbido: pero también está construido sobre cascajo. El próximo derrumbe (“Bergrutsch”) puede acabar con todo… La capacidad cultural del hombre moderna ha disminuido porque las circunstancias que lo rodean lo han mermado y lo han dañado psíquicamente”. Schweitzer, tras definir al ser industrial como “no libre… disperso… incompleto… en peligro de perder su humanidad”, continúa diciendo: “Como la sociedad con su desarrollada organización ha ejercido hasta ahora un poder desconocido sobre el hombre, la dependencia del hombre ha aumentado a tal grado que casi ha dejado de tener una existencia espiritual propia… Por ello hemos entrado en una nueva Edad Media. Mediante un acto general de voluntad, la libertad de pensamiento ha desaparecido, porque muchos han renunciado a pensar como individuos libres, y se guían por la colectividad a la que pertenecen… Con el sacrificio de la independencia del pensamiento hemos perdido la fe en la verdad (y ¿cómo podría ser de otra manera?). Nuestra vida intelectual – emocional está desorganizada. El exceso de organización de nuestros asuntos públicos culmina en la organización de lo superficial”.
Pero Schweitzer no sólo caracteriza a la sociedad industrial por su falta de libertad, sino por su “esfuerzo excesivo” (“Überanstrengung”): “Durante dos o tres siglos muchos individuos han vivido sólo como trabajadores y no como seres humanos… Sometido a un exceso de ocupaciones, el adulto sucumbe más y más a la necesidad de distracciones superficiales… La pasividad absoluta, distraer la atención y olvidarse de sí mismo, es una necesidad física para él”.
Aprecia así que el progreso económico, tecnológico y la opulencia del Occidente moderno les ha arrebatado la auténtica libertad a los hombres, haciendo que “todo avance en la vida moral se detenga”. Por esta razón estima que la “vida espiritual de la comunidad” corre grave peligro. Aunque afirmará su concepto de “reverencia a la vida” como base de la ética y proclamará un nuevo Renacimiento regido por “un estado de organización superior y pautas morales superiores”, Albert Schweitzer sentencia categóricamente: “Nos hemos perdido en el progreso externo… Hoy vivimos bajo el signo del colapso de la civilización…”.
Ernst Jünger. El escritor alemán Ernst Jünger (1895 – 1998) desarrolla sus categorías “metapolíticas” entre las décadas de 1920 y 1970, procurando resolver la época actual en sus órdenes más oscuros. Concibe así una figura central y decisiva: la “emboscadura”, actitud propia del “anarca”. Para Jünger, el “emboscado” es la tercera figura del siglo, siguiendo al trabajador y el soldado desconocido.
Jünger concibe el presente tiempo histórico como una “época nihilista” donde “no hay destino, lo único que hay son números”. Jünger concluye así que “el punto medular del sufrimiento moderno, (es) el gran vacío, al que Nietzsche denomina el crecimiento del desierto”. Advierte aún más Jünger: “El desierto crece: ése es el espectáculo que ofrece la civilización, con sus relaciones que se han ido quedando hueras… El desierto crece, ay de aquel que alberga desiertos… El desierto crece: van aumentando los anillos pálidos y estériles… Ahora las leyes se vuelven dudosas, los utensilios adquieren doble filo… Ay de aquél que alberga desiertos: ay de aquél que no lleva consigo, aunque sólo sea en una de sus células, un poco de aquella sustancia primordial que una y otra vez es garantía de fecundidad”. No hay pues en el mundo otro tipo humano general más que “el que ha saboreado hasta las heces el dolor y la duda y que ha sido moldeado por el nihilismo mucho más que por la Iglesia”.
Se trata de un mundo donde se impone el “automatismo” cuya “crueldad” se convierte en un “elemento constitutivo, en una institución de las nuevas formaciones de poder” y que “con facilidad quebranta toda resistencia humana”. A esto se agrega una caprichosa selección de los estratos de la sociedad y una correspondiente persecución selectiva plasmada en “intromisiones horrorosas” del Estado que somete permanentemente a parte la población y que van destruyendo “lo que queda de la libertad”. Se procura “que la libertad de la persona singular vaya reduciéndose más y más, en relación directamente proporcional a las enormes conquistas espaciales que van lográndose”. Jünger entiende que esta “persecución se ha tornado compacta y universal, como un elemento de la naturaleza”, al punto en que “el hombre prefiera soportar las cargas más pesadas a ser contado entre los “otros”. Aprecia Jünger que el mundo asiste pues al fenómeno de “destronamiento político de las masas que el siglo XIX había desarrollado”. Advierte entonces Jünger que “la situación de animal doméstico arrastra consigo la situación de animal de matadero”.
Por tanto, si el poeta Johan Hölderin (1770 - 1843) exclamaba: “Así es como en lo lejano sin nube, veo brillar este nombre sagrado: Libertad” (1793, Himno a la libertad), Jünger ratifica que “la libertad es el tema de la historia… (aunque) hoy resulta especialmente difícil sostener la libertad”. Pero considera que ante este “gran proceso”, vale decir, al “movimiento completo, despliegue imperial, la seguridad total” que en el fondo busca el aniquilamiento de la libertad, aún subsisten “algunos privilegiados puedan tener abierta la puerta de la huida”. Sin embargo, Jünger considera que “la huida suele conducir a cosas peores” porque “la oposición parece dar estímulos a los dueños de la violencia, les procura el anhelado pretexto para intervenir”.
Entonces, para Jünger surge la cuestión de “tomar todavía un camino diferente” ya que aún existen “pasos de montaña, senderos de herradura que sólo se descubren después de una prolongada ascensión”. Se alza así lo que Ernst Jünger concibe como “una concepción nueva del poder” expresada en “concentraciones de poder inmediatas, vigorosas” y basadas en una “concepción nueva de la libertad, una concepción que no puede tener nada que ver con los desvaídos conceptos que hoy van asociados a esa palabra”. Al efecto, Jünger consigna que si bien “no es posible considerar por separado la tiranía y la libertad” y puede decirse que “la tiranía deja en suspenso la libertad y la aniquila… la tiranía sólo puede llegar a ser posible en aquellos sitios donde la libertad se ha domesticado y diluido en un huero concepto de sí misma”. De esta forma, es el momento del verdadero hombre, quien, como único “garante de sí mismo… ha de decidir si da por perdida la partida o si desea continuarla, apoyándose para ello en su fuerza más íntima, en su fuerza propia” y definitivamente “se convierte en el antagonista de Leviatán, más aún, en su domeñador, en su vencedor”. En este caso, el hombre “decide irse al bosque, a emboscarse”.
Ernst Jünger formula así la “doctrina del bosque” o doctrina de la “emboscadura”. Con tal denominación aludía a la tradición islandesa de que al hombre que había entrado en un grave conflicto con la sociedad le quedaba un recurso: el “Waldgang”, esto es, el retirarse al bosque, convirtiéndose en un “Waldgänger”, en un emboscado. Allí vivía de sus propias fuerzas, apoyado en sí mismo; era para sí su propio sacerdote, su propio médico, su propio juez. El “Waldgänger” era el proscrito, “alguien habituado a pensar por sí mismo, a llevar una vida dura y a actuar de manera autócrata”. Hölderin ya había cantado en “El espíritu del siglo”: “Un solo día habré vivido entonces, como los dioses. Y eso basta. Por donde mire, todo es violencia y angustia, todo se tambalea y desmorona… (pero) cuando los mortales van silenciosos por el bosque, en el aire suave hallan a un dios luminoso”. Asimismo, en su poema “El Amor”, Hölderin proclamaba: “¡Crece, sé bosque, el mundo con más alma y desplegado en su plenitud!”.
Explica Jünger: “En el bosque el ser humano duerme. El orden queda restablecido en el instante mismo en que, al despertarse, repara en el poder que tiene… el ser humano se redescubre a sí mismo periódicamente” y enfrenta a los poderes que “intentan colocarle sus máscaras propias, poderes que unas veces son totémicos, y otras mágicos, y otras técnicos… Sometidos como estamos a la fascinación de potentes ilusiones ópticas, nos hemos habituado a ver en el ser humano un simple grano de arena, si se lo compara con sus máquinas y con sus aparatos. Ahora bien, los aparatos son, y no dejarán de ser, decorados de teatro colocados por la imaginación inferior. El ser humano es quien ha fabricado tales decorados y él es quien puede desmontarlos o bien darles un nuevo sentido. Es posible hacer saltar las cadenas de la técnica; y quien puede hacerlo es la persona singular”.
En este sentido, el “bosque” se convierte en un tiempo y un espacio espiritual, metapolítico. Dirá Jünger: “Bosque es el nombre que hemos dado al lugar de la libertad… completamente distinto de la mera oposición”. Se trata de un “lugar de la libertad” que excede “(el) “no” que uno escribe en el círculo predispuesto para ello en la papeleta del voto”, y que va más allá de las “piedras de toque... la duda y el dolor… los dos grandes medios de la reducción nihilista”. El bosque es pues “el ser sobretemporal”.
Para Jünger, el emboscado es la “persona singular soberana… el ser humano… desprovisto del regusto añadido que esa palabra ha ido adquiriendo en el transcurso de los dos últimos siglos. Estamos refiriéndonos a la persona libre, tal como fue creada por Dios… El emboscado es la persona singular concreta, el hombre que actúa en el caso concreto… lo no falseado… Un emboscado es, pues, quien posee una relación originaria con la libertad”. Por ende, Jünger especifica: “En el hecho de irse al bosque, de emboscarse, esto es, en lo que en adelante llamaremos “emboscadura” contemplamos la libertad de la persona singular dentro de este mundo… mediante la emboscadura proclama el hombre su voluntad de depender de su propia fuerza y afirmarse sólo en ella”. En su autoafirmación, “el emboscado está decidido a ofrecer resistencia y se propone llevar adelante la lucha, una lucha que acaso carezca de perspectiva.
Así entoncers, los “emboscados” constituyen un “orden invisible” denominado “la emboscadura”. Es un estado realizado por “minorías selectas que están iniciando la lucha a favor de una libertad nueva”. Plante claramente Jünger: “La libertad es hoy el gran tema, ella es el poder que vence al miedo. Ella es la asignatura principal que ha de estudiar el hombre libre; y ha de estudiar no sólo la libertad, sino también los modos en que es posible representarla eficazmente y hacerla visible en la resistencia”. En estos términos, para Jünger, “la emboscadura no es ni un acto liberal ni un acto romántico, sino el espacio de juego de pequeñas minorías selectas… que saben qué es lo que viene exigido por nuestro tiempo, pero saben también algunas cosas más”. Se entiende que “aquí no se trata de relaciones numéricas, sino de condensaciones ontológicas”. Los emboscados son aquella “minoría selecta” o “pequeña fracción (que) puede asumir la representación de la totalidad”.
Los emboscados son por tanto quienes “portan en sí la oposición”, aquellos que en su comportamiento reflejan un profundo “desprecio a quien tiene el poder”, los que resisten “las trampas ocultas con mucho refinamiento (en) las elecciones” y se expresan en “una escala muy amplia (y) también (en) los diferentes grados de un modo de comportarse”. Los emboscados son expresión de aquellas “minorías selectas que prefieren el peligro a la esclavitud… acciones precedidas siempre de una reflexión… Esta reflexión se expresa en la crítica de la actualidad, es decir: en el conocimiento de que ya no bastan los valores que están vigentes. Por otro lado se expresa en el recuerdo… hacia los padres y hacia los órdenes que les fueron propios, padres y órdenes que están más próximos al origen que nosotros. Entonces el recuerdo tendrá como objetivo restauraciones conservadoras. En los grandes peligros se buscará lo salvador a mayor profundidad, o se buscará en las madres; al contacto con éstas se liberan fuerzas primordiales a las que no pueden hacer frente los puros poderes temporales”.
Jünger previene que, siendo ésta “una cuestión medular de nuestro tiempo… el irse al bosque, emboscarse… es una cuestión que entraña peligros amenazadores… no es una actividad idílica”. Importa “una lucha que requiere grandes sacrificios”. Ello por cuanto, indica Jünger, la emboscadura “no es una libertad que se limita a protestar o a emigrar; es una libertad que está dispuesta a luchar… El emboscado no puede permitirse el indiferentismo… el neutralismo… La resistencia del emboscado es absoluta; el emboscado desconoce el neutralismo, desconoce la clemencia, desconoce el encarcelamiento en fortalezas. El emboscado no aguarda que el enemigo admita argumentos y, mucho menos, que se comporte con caballerosidad. También sabe el emboscado que, en lo que a él respecta, no está abolida la pena de muerte”.
Jünger llama a superar el miedo como inicio de la difícil emboscadura. Entiende que si “la gran soledad de la persona singular es uno de los signos característicos de nuestro tiempo. La persona singular está cercada, está rodeada por el miedo… El miedo toma formas reales… el miedo es uno de los síntomas de nuestro tiempo… de ahí que haya que empezar por él si se quiere desatar el nudo…”, sabiendo que “no es posible expulsar por completo el miedo”. Determina así Jünger: “La emboscadura lleva a decisiones graves. La tarea del emboscado consiste en marcar frente a Leviatán las medidas de una libertad válida para una época venidera”. Especifica Jünger: “El emboscado no es un soldado… la vida del emboscado es más libre y más dura que la del soldado”. Con todo, Jünger aclara: “La emboscadura tampoco significa: la viña o la nave… sino que significa: la viña y la nave. Es creciente el número de las personas que desean abandonar la nave y entre ellas se cuentan también cabezas agudas y espíritus buenos. Pero en el fondo esto equivale a querer desembarcar en alta mar. Hacen entonces su aparición el hambre, el canibalismo y los tiburones… De ahí que en todo caso sea aconsejable permanecer a bordo y en cubierta, aunque se corra el riesgo de volar también uno mismo por los aires con la nave… Es posible conciliar el deber y la libertad”.
Además, Jünger agrega que “no debe entenderse la emboscadura como una forma de anarquismo dirigida contra el mundo de las máquinas”. Explica Jünger: “El automatismo y el miedo van estrechamente unidos, por cuanto el ser humano coarta sus propias decisiones en beneficio de las facilidades técnicas. Estas procuran numerosas comodidades. Pero también alimenta, y ello de manera necesaria, la pérdida de libertad. La persona singular no está ya en la sociedad como está un árbol en un bosque; antes al contrario, se asemeja al pasajero de una nave que se mueve a una velocidad cada vez mayor; la nave puede llamarse Titanic o puede llamarse también Leviatán. Mientras el tiempo sea bueno y agradables las perspectivas, el pasajero casi no reparará en la situación a que ha ido a parar y que es una situación en que la libertad es menor. Lo que hace aparición, por el contrario, es un optimismo, es una conciencia de poder generado por la velocidad. Pero las cosas cambian cuando emergen a la superficie islas que escupen fuego o aparecen icebergs. No sólo ocurre entonces que la técnica se traslada de las confortables comodidades a otros ámbitos, sino que al mismo tiempo se hace visible la falta de libertad; y eso se pone de manifiesto en el triunfo de las fuerzas de los elementos bien en el hecho de que en ese instante quienes ejercen el poder absoluto de mando son las personas singulares que han permanecido fuertes”.
Jünger presupone las cualidades del emboscado: “El emboscado no le permite a ningún poder, por muy superior que sea, que le prescriba la ley, ni por la propaganda ni por la violencia. Y, en segundo lugar, el emboscado se propone defenderse… a la vez mantiene abierto el acceso a unos poderes que son superiores a los temporales… No se resigna a su clasificación político – zoológica… no permite que le sirvan comidas toscamente aderezadas”. En medio de la realidad de la “guerra civil mundial” y sus “modalidades y objetivos”, el emboscado debe tener presente que “una de las notas características y específicas de nuestro tiempo es que en él van unidas las escenas significativas y los actores insignificantes”, donde “lo que en este espectáculo resulta irritante es que en él la mediocridad va asociada a un poder funcional enorme”. Aún más, el emboscado deberá enfrentar a “los innumerables analfabetos en las nuevas cuestiones del poder”. Del mismo modo, el emboscado no ha de olvidar que también “en la emboscadura es preciso contar con crisis en las que no se mantienen firmes ni la ley ni la moralidad”. La condición de emboscado que lucha condena a la soledad. “Esta confrontación es solitaria y en eso reside su encanto… En esa soledad el hombre es soberano a condición de que tenga conocimiento de su rango… El emboscado conoce una soledad nueva... que introduce en la historia no, ciertamente, un elemento nuevo, pero sí unos fenómenos nuevos”. Por esta razón, “lo que de la persona singular se aguarda es… un alto grado de coraje…”. De los emboscados es la responsabilidad de ocuparse de que “no se repita el espectáculo de la coacción que no encuentra respuesta”. Aclara no obstante Jünger: “El emboscado no se bate de acuerdo con las leyes de la guerra, pero tampoco lo hace como un criminal”.
Sin embargo, el poder de la emboscadura es máximo en tanto se descubre el poder de la “persona singular o, también, (de) muchas personas singulares que se resisten a Leviatán”. Es en cada uno de ellos, y en el conjunto de ellos, que “quedan al descubierto los sitios donde el coloso corre peligro. Pues es preciso saber que incluso un número pequeñísimo de seres humanos que estén efectivamente resueltos a resistir puede transformarse en una amenaza no sólo moral, sino también real y efectiva… La gente ha de habituarse a pensar que la resistencia es posible… una vez que haya comprendido eso, resultará posible abatir con una minoría pequeñísima al coloso, el cual es fuerte, pero torpe”. Comenta Jünger: “Cuando se incendia un teatro basta una cabeza clara, basta un corazón enérgico para contener el pánico de millares de personas que amenazan con aplastarse unas a otras y que se entregan a una angustia propia de animales”.
Advierte Ernst Jünger: “Bosque lo hay en todas partes. Hay bosque en los despoblados y hay bosques en la ciudad; en éstas el emboscado vive escondido o lleva puesta la máscara de una profesión. Hay bosque en el desierto y hay bosque en la espesura… Hay bosque en la patria lo mismo que lo hay en cualquier otro sitio donde resulte posible oponer resistencia. Y hay bosque ante todo en la retaguardia del enemigo… El emboscado lleva a cabo su pequeña guerra, su guerrilla, a lo largo de las vías del ferrocarril y de las rutas de aprovisionamiento, amenaza los puentes, las transmisiones y los depósitos. En atención a él es preciso dispersar las tropas, por motivos de seguridad y es necesario multiplicar los centinelas. El emboscado organiza el espionaje, los sabotajes, la difusión de noticias entre la población. Se retira a parajes donde no hay caminos, se sumerge en el anonimato, para volver a hacer acto de presencia así que el enemigo da muestras de debilidad. El emboscado difunde un desasosiego continuo, provoca pánicos nocturnos. Incluso puede reducir a la parálisis a ejércitos enteros… El emboscado no dispone de los grandes medios de combate, pero sí sabe cómo es posible aniquilar con un golpe de audacia armas que han costado millones”.
De esta forma, Jünger consigna: “En una ciudad de un millón de habitantes viven diez mil “emboscados”… todavía no tenemos una visión completa de su alcance… En el seno del gris rebaño se esconden lobos, es decir, personas que continúan sabiendo lo que es la libertad. Y esos lobos no sólo son fuertes en sí mismos; también existe el peligro de que contagien sus atributos a la masa, cuando amanezca un mal día, de modo que el rebaño se convierta en horda. Tal es la pesadilla que no deja dormir tranquilos a los que tienen el poder”. Agrega Jünger: “La emboscadura será posible… en todos los puntos de la tierra… La emboscadura es algo que puede hacerse realidad a cada hora, en cada sitio, también frente a una enorme superioridad de fuerzas. Cuando esto último ocurre, la emboscadura será incluso el único medio de resistir… En el caso de una invasión del país por ejércitos extranjeros la emboscadura se presenta como un medio de guerra”. Se trata de crear una “situación de emboscadura”, razón por la que “la divisa del emboscado reza: “Aquí y ahora”.
En vista de aquello, Jünger considera que “la situación mundial, es favorable a la emboscadura: esa situación crea equilibrios que incitan a la acción libre. En la guerra civil mundial los agresores han de contar con que su retaguardia comporta dificultades. Cada nuevo territorio que cae en sus manos amplía la retaguardia. Los agresores se ven obligados a agravar las medidas; esto lleva a un alud de represalias… En la emboscadura se esconde un nuevo principio de defensa. Tanto si existen ejércitos regulares como si no existen, es posible ejercitarse en la emboscadura. En todos los países, y precisamente en los más pequeños, se llegará al convencimiento de que resulta imprescindible prepararla. Sólo los Superestados pueden fabricar las grandes armas y hacer uso de ellas. Pero la emboscadura puede ser puesta en obra también por una minoría pequeñísima e incluso por una persona singular. Aquí está la respuesta que la libertad ha de dar. Y ella tiene la última palabra”. En este contexto, los esfuerzos de libertad personal del emboscado habrán de ser “coronados también por la libertad nacional” ya que “cuando un pueblo se prepara y arma para la emboscadura, necesariamente se transforma en una potencia temible”.
En definitiva, Ernst Jünger considera que la esperanza existe en tanto “vemos al ser humano en el papel de despreciador de los valores, en el papel de frío calculador, pero también lo contemplamos sumido en la desesperación cuando, en medio de los laberintos, la mirada busca las estrellas”. Sabe Jünger que “los nacimientos no se producen nunca sin dolor. Los procesos continuarán… La libertad… aunque siempre se recubra con los ropajes propios de cada tiempo, es inmortal… La libertad nueva es libertad antigua, es libertad absoluta vestida con el traje propio de cada tiempo; pues el sentido del mundo histórico consiste en hacer que triunfe una y otra vez la libertad, pese a todas las tretas del Zeitgeist, del Espíritu del Tiempo… La libertad es el tema de la historia… La historia es la impronta que el hombre libre da al destino. En este sentido el hombre libre puede actuar ciertamente en representación de los demás; su sacrificio cuanta también por los otros… Sólo los hombres libres pueden hacer auténtica historia”.
Denotando que la emboscadura representa el “acceso a una edad nueva”, finalmente Ernst Jünger especifica el desafío mayor: “La nada desea saber si el ser humano es capaz de enfrentarse a ella. En este sentido la nada y el tiempo son idénticos… El tiempo interroga al ser humano por el poder que tiene”.
Friedrich Jünger. Friedrich Georg Jünger (1898 - 1977), hermano del escritor alemán Ernst Jünger, precozmente inmerso en la obra de Hölderin y profundamente marcado por los paisajes idílicos de su infancia, reflejada en su amor incondicional a la tierra, a la flora y a la fauna, aprecia la antigüedad clásica y percibe la esencia de la helenidad y de la romanidad antiguas como aproximaciones a la naturaleza, como una glorificación de la elementalidad, al tiempo que se dota de una visión del hombre que permanecerá inmutable, sobreviviendo a través de los siglos en la psique europea, a veces visible a la luz del día, a veces oculta. No obstante, Friedrich Georg Jünger estima que la era de la técnica ha apartado a los hombres de esta proximidad vivificante, elevándolo de forma peligrosa por encima de lo elementario. Toda la obra de Friedrich Georg Jünger será una vehemente protesta contra la pretensión mortífera que constituye este alejamiento.
Desde la perspectiva del movimiento nacional - revolucionario y nacional - bolchevique, conforme al cual la política debe aprehenderse desde un ángulo cósmico, fuera de todo lo burgués, cerebralista e intelectualizante, Friedrich-Georg Jünger escribe “La Perfección de la Técnica” (que tiene su primera versión en 1939 y editada definitivamente en 1946), suscitando un debate en torno a la problemática de la técnica y de la naturaleza, el cálculo, la mecanización, la masificación y la propiedad. Aunque su hermano Ernst aceptaba como inevitables los desenvolvimientos de la técnica moderna, Friedrich-Georg Jünger se acerca a las tesis antitecnicistas de Ortega y Gasset en "Meditaciones sobre la Técnica" (1939), de Henry Miller y de Lewis Munford, quien utilizara el término "megamaquinismo".
Teniendo presente el concepto nietzscheano de que el tiempo carece de soporte, Friedrich-Georg Jünger proclama la existencia de una atemporalidad que se identifica con la naturaleza más elemental, la "Wildnis", la naturaleza de Pan, el fondo del mundo natural intacto, no mancillado por la mano humana, que es, en última instancia, un acceso a lo divino, al último secreto del mundo. La "Wildnis", concepto fundamental en Jünger, es la matriz de toda la vida, el receptáculo a donde ha de regresar toda la vida. Simbolizado por los ríos y las serpientes, el principio de recurrencia, de incesante retorno, por el que todas las cosas alcanzan la "Wildnis" original, es también la vía de retorno hacia esa misma "Wildnis". Jünger se remitía hasta Empédocles, quien enseñaba la existencia de un "continuum" epistemológico con la naturaleza, donde toda la naturaleza está en el hombre y puede ser descubierta por medio del amor.
Profundizando esta noción, Friedrich-Georg Jünger exalta el tiempo cíclico, diferente del tiempo lineal - unidireccional judeocristiano, segmentado en momentos únicos, irrepetibles y únicos que conducen a la redención. Afirma Jünger que el hombre occidental moderno, ajeno a los imponderables que manifiestan la "Wildnis", ha optado por el tiempo continuo y vectorial, haciendo de su existencia un segmento entre dos eternidades atemporales: el antes del nacer y el después de la muerte. Así se enfrentan dos tipos humanos: el hombre moderno, impregnado de la visión judeocristiana y lineal del tiempo, y el hombre orgánico, que se reconoce indisolublemente conectado al cosmos y a los ritmos cósmicos.
A partir de tal premisa, en “La Perfección de la Técnica”, Friedrich-Georg Jünger denuncia el titanismo mecanicista occidental. Aprecia que Pan, el gobernante de la "Wildnis", es la naturaleza primordial que desean arrasar los titanes. De esta forma, esta obra de Jünger sería la cantera de donde se nutrirían los pensadores ecologistas posteriores.
Sostiene Jünger que la técnica no resuelve ningún problema existencial del hombre; no aumenta el goce del tiempo ni reduce el trabajo. Lo único que hace es desplazar lo manual en provecho de lo organizativo. Además, la técnica no crea nuevas riquezas; al contrario, condena la condición obrera a un permanente pauperismo físico y moral. El despliegue desencadenado de la técnica está causado por una falta general de la condición humana que la razón se esfuerza inútilmente en rellenar. Pero esta falta no desaparece con la invasión de la técnica, que no resulta ser sino un burdo camuflaje, un triste remiendo. La máquina es devoradora, aniquiladora de la sustancia: su racionalidad es pura ilusión.
Además, Jünger advierte que el economista cree que la técnica es generadora de riquezas, pero no parece observarse que su racionalidad cuantitativista no es sino pura y simple apariencia; que la técnica, en su voluntad de perfeccionarse hasta el infinito, no sigue sino a su propia lógica, una lógica que no es económica. Una de las características del mundo moderno es el conflicto entre el economista y el técnico: el último aspira a determinar los procesos de producción en favor de la rentabilidad, factor que es puramente subjetivo. La técnica, cuando alcanza su más alto grado, conduce a una economía disfuncional. Pero Jünger concibe la economía desde su definición etimológica: como la medida y la norma del "okios", de la morada humana, bien circunscrita en el tiempo y en el espacio. Considera entonces que la forma actualmente adoptada por el "okios" procede de una movilización exagerada de los recursos, asimilable a la economía del pillaje y a la “razzia” (“Raubbau”), de una concepción mezquina del lugar que se ocupa sobre la tierra, sin consideración por las generaciones pasadas y futuras.
Agrega Jünger que la idea central de la técnica corresponde a un automatismo dominado por su propia lógica. Desde el momento que esta lógica se pone en marcha, escapa a sus creadores. El automatismo de la técnica, entonces, se multiplica en función exponencial: las máquinas, per se, imponen la creación de otras máquinas, hasta alcanzar el automatismo completo, a la vez mecanizado y dinámico, en un tiempo segmentado, un tiempo que no es sino un tiempo muerto. Este tiempo muerto penetra en el tejido orgánico del ser humano y somete al hombre a su particular lógica mortífera. El hombre se ve así desposeído de su tiempo interior y biológico, sumido en una adecuación al tiempo inorgánico y muerto de la máquina. La vida se encuentra entonces sumida en un gran automatismo regido por la soberanía absoluta de la técnica, convertida en señora y dueña de sus ciclos y sus ritmos, de su percepción de sí y del mundo exterior. El automatismo generalizado es "la perfección de la técnica", a la cual Jünger, como pensador organicista, opone la "maduración" que sólo pueden alcanzar los seres naturales, sin coerción ni violencia. La mayor característica de la gigantesca organización titánica de la técnica, dominante en la época contemporánea, es la dominación exclusiva que ejercen las determinaciones y deducciones causales, propias de la mentalidad y la lógica técnica. Además, el Estado, en tanto que instancia política, puede adquirir, por el camino de la técnica, un poder ilimitado. Pero esto no es, para el Estado, sino una suerte de pacto con el diablo, pues los principios inherentes a la técnica acabarán por extirpar su sustancia orgánica, reemplazándola por el automatismo técnico puro y duro.
Por extensión, quien dice automatización total dice organización total, en el sentido de gestión. El trabajo, en la era de la multiplicación exponencial de los autómatas, está organizado hacia la perfección, es decir, hacia la rentabilización total e inmediata, al margen o sin considerar la mano de obra o del útil. La técnica solamente es capaz de valorarse a sí misma, lo que implica automatización a ultranza, lo cual implica a su vez intercambio a ultranza, lo que conduce a la normalización a ultranza, cuya consecuencia es la estandarización total. Consecuentemente, Friedrich Georg Jünger añade el concepto de "partición" (“Stückelung”), donde las "partes" ya no son "partes", sino "piezas" (Stücke), reducidas a una función de simple aparato, una función inorgánica.
Asimismo, Jünger cita a Marx para denunciar la alienación de este proceso, pero se distancia de él al ver que éste considera el proceso técnico como un "fatum" necesario en el proceso de emancipación de la clase proletaria. El obrero es precisamente "obrero" porque está conectado al aparato de producción técnico. La condición obrera no depende de la modestia económica ni del rendimiento, sino de esa conexión, independientemente del salario percibido. Esta conexión despersonaliza y hace desaparecer la condición de persona. El obrero es aquel que ha perdido el beneficio interior que le ligaba a su actividad, beneficio que evitaba su intercambiabilidad. Entonces, según Jünger, la alienación no es problema inducido por la economía, como pensaba Marx, sino por la técnica. La progresión general del automatismo desvaloriza todo trabajo que pueda ser interior y espontáneo en el trabajador, a la par que favorece inevitablemente el proceso de destrucción de la naturaleza, el proceso de "devoración" (“Verzehr”) de los sustratos (de los recursos ofrecidos por la madre - naturaleza, generosa y derrochadora "donatrix"). A causa de esta alienación de orden técnico, el obrero se ve precipitado en un mundo de explotación donde carece de protección. Para beneficiarse de una apariencia de protección, debe crear organizaciones (sindicatos), pero con el error de que esas organizaciones también están conectadas al aparato técnico. La organización protectora no emancipa, sino que encadena. El obrero se defiende contra la alienación y la "piezación", pero, paradójicamente, acepta el sistema de la automatización total. Marx, Engels y los primeros socialistas percibieron la alienación económica y política, pero estuvieron ciegos ante la alienación técnica, incapaces de comprender el poder destructivo de la máquina. Conforme al pensamiento de Jünger, la dialéctica marxista, de hecho, deviene en un mecanicismo estéril al servicio de un socialismo maquinista. El socialista permanece en la misma lógica que gobierna a la automatización total bajo la égida del capitalismo. Pero lo peor es que su triunfo no pondrá fin a la alienación automatista, sino que será uno de los factores del movimiento de aceleración, de simplificación y de crecimiento técnico. La creación de organizaciones es causa de la génesis de la movilización total, que convierte a todas las cosas en móviles y a todos los lugares en talleres o laboratorios llenos de zumbidos y de agitación incesante. Toda área social tendente a aceptar esta movilización total favorece, quiera o no quiera, la represión: es la puerta abierta a los campos de concentración, a las aglomeraciones, a las deportaciones en masa y a las masacres colectivas.
Insiste Jünger: la técnica nunca produce armonía, la máquina no es una diosa dispensadora de bondades. Al contrario, esteriliza los sustratos naturales donados, organiza el pillaje planificado contra la "Wildnis". La máquina es devoradora y antropófaga, debe ser alimentada sin cesar y, ya que acapara más de lo que dona, terminará un día con todas las riquezas de la Tierra. Las enormes fuerzas naturales elementales son desarraigadas por la gigantesca maquinaria y retenidas prisioneras por ella y en ella, lo que no conduce sino a catástrofes explosivas y a la necesidad de una supervivencia constante: otra faceta de la movilización total. Las masas se imbrican, voluntariamente, en esta automatización total, anulando al mismo tiempo las resistencias aisladas obra de los individuos conscientes. Las masas se dejan llevar por el movimiento trepidante de la automatización hasta tal punto que en caso de avería o paro momentáneo del movimiento lineal hacia la automatización experimentan una sensación de vida que les parece insoportable. Por extensión, como lo indica Jünger, la guerra también estará completamente mecanizada. Los potenciales de destrucción se amplificarán hasta el extremo. El valor movilizante de los símbolos, la gloria, se esfuman en la perfección técnica. Las guerras solamente podrán ser soportadas por hombres que sean capaces de exterminar la piedad en sus corazones.
La movilidad absoluta que inaugura la automatización total se revuelve contra todo lo que pueda significar duración y estabilidad, en concreto contra la propiedad (“Eigentum”). Friedrich-Georg Jünger, al meditar esta aseveración, define la propiedad de una manera particular. La existencia de las máquinas reposa sobre una concepción exclusivamente temporal, la existencia de la propiedad se debe a una concepción espacial. La propiedad implica límites, definiciones, vallados, muros y paredes, "clausuras" en definitiva. La eliminación de estas delimitaciones es una razón de ser para el colectivismo técnico. La propiedad es sinónimo de un campo de acción limitado, circunscrito, cerrado en un espacio determinado y preciso. Para poder progresar vectorialmente, la automatización necesita hacer saltar los cerrojos de la propiedad, obstáculo para la instalación de sus omnipresentes medios de control, comunicación y conexión. Una humanidad desposeída de toda forma de propiedad no puede escapar a la conexión total. El socialismo, en cuanto que niega la propiedad, en cuanto que rechaza el mundo de las "zonas enclaustradas", facilita precisamente la conexión absoluta, que es sinónimo de la manipulación absoluta. De aquí, se desprende que el poseedor de máquinas no es un propietario; el capitalismo mecanicista socava el orden de las propiedades, caracterizado por la duración y la estabilidad, en preferencia de un dinamismo omnidisolvente. La independencia de la persona es un imposible en esa conexión a los hechos y al modo de pensar propio del instrumentalismo y del organizacionismo técnicos.
Entre sus reflexiones críticas hacia la automatización y hacia la tecnificación a ultranza en los tiempos modernos, Friedrich-Georg Jünger apela a los grandes filósofos de la tradición europea. Descartes inaugura un idealismo que instaura una separación insalvable entre el cuerpo y el espíritu, eliminando el "sistema de influjos psíquicos" que interconectaba a ambos, todo para al final reemplazarlo por una intervención divina puntual que hace de Dios un simple demiurgo - relojero. La "res extensa" de Descartes en un conjunto de cosas muertas, explicable como un conjunto de mecanismos en los cuales el hombre, instrumento del dios - relojero, puede intervenir de forma completamente impune en todo momento. La "res cogitans" se instituye como maestra absoluta de los procesos mecánicos que rigen el universo. El hombre puede devenir en un dios: en un gran relojero que puede manipular todas las cosas a su gusto y antojo, sin cuidado ni respeto. El cartesianismo da la señal de salida de la explotación tecnicista a ultranza de la tierra.
Karl Kraus describirá “Los últimos días de la Humanidad” en 1922 y Johann Huizinga (1872 – 1945) lo ve en “La Sombra del Mañana” de 1939. Romano Guardini publica “El Fin de la Modernidad” en 1950 y Virgil Gheorghiu da a su novela escatológica el título de “La Hora Veinticinco”, porque todas las esperanzas han pasado hace mucho.
Ecopesimismo y Multiculturalismo. El rasgo más sobresaliente del siglo XX es el vertiginoso ascenso del pesimismo cultural, no sólo en el ámbito de la elucubración intelectual, sino como ideas políticas y culturales sistematizadas. Si el pesimismo histórico entiende que fuerzas malignas y destructivas atacan las virtudes de la civilización occidental, el pesimismo cultural sostendrá que esas fuerzas integran el proceso civilizador de un modo esencial. Por ende, si el pesimismo histórico considera que la sociedad está por autodestruirse, el pesimismo cultural proclamará que merece ser destruida. Si el pesimismo histórico ve el desastre, el pesimismo cultural ansía el desastre pues cree que algo mejor surgirá de las cenizas.
Desde antes de la segunda guerra mundial aparece como discurso del nacionalismo extremo. No obstante, la segunda guerra mundial pareció signar la derrota del pesimismo cultural y apareció un interés en la historia occidental y su legado humanista. De hecho se da una visión positiva del hombre occidental. William O’Neill publicó “El ascenso de Occidente”, reescribiendo la historia mundial de Toynbee en una clave más optimista. Ernst Cassirer, Karl Popper y Friedrich von Hayek tratan de mostrar que los europeos modernos cayeron en la tiranía política al apartarse de sus raíces liberales decimonónicas.
Sin embargo, las raíces del pesimismo cultural subsistieron. Si Friedrich Nietzsche señalaba: “Mostradme a un hombre que justifique la existencia de una humanidad, un hombre por el cual pueda uno continuar creyendo en la humanidad”, el existencialismo, el modernismo, el marxismo crítico y otros movimientos de vanguardia mantuvieron la premisa básica a salvo del escrutinio crítico. Así entonces, el pesimismo cultural fue principalmente difundido en Occidente por la “Escuela de Frankfurt” y su neomarximo, cuyas ideas se institucionalizaron en Universidades estadounidenses y europeas, proyectándose incluso en el radicalismo de Noam Chomsky, Jonathan Kozol y Christopher Lasch. Siguiendo a C. Wrigt Mills, el radical Noam Chomsky afirma que Estados Unidos es gobernado por fuerzas malignas conspiratorias del gran capitalismo, el gobierno y la élite de poder del Pentágono. Para mantener su posición, la élite está forzada a “vaciar las estructuras políticas democráticas de contenido sustantivo” y mantener al público reducido a una apatía y obediencia sistemática a través de una cultura masiva degradada que opera como sistema de control del pensamiento. El paralelo histórico de Estados Unidos es la Alemania nazi. Advierte Chomsky que el imperio estadounidense está condenado a la frustración, a una “previsible destrucción.... Estados Unidos es un ejemplo de suicidio global e inevitable”.
Jonathan Kozol estima asimismo que Estados Unidos es “un orden social rico, benevolente, sofisticado, homicida, bien criado y exquisito”. Desde la infancia los estadounidenses son educados para ser “moralmente impotentes”. El “aislamiento tecnológico” ha “obnubilado nuestra lucidez y nuestra sensibilidad”. La fe estadounidense en el progreso sirve como influencia adormecedora y disfraza tanto la impotencia del individuo como las desigualdades sociales y económicas. Christopher Lasch afirma que el liberalismo está en “la bancarrota política e intelectual” y desarrolla un “ánimo pesimista” en Euroamérica. Se ha creado una “cultura del narcisismo” llevando al extremo el individualismo. El “nuevo narcisista” no está acuciado por la culpa sino por la angustia. Exige una gratificación inmediata y vive en un estado de perpetua insatisfacción.
Es más, el movimiento del “ecopesimismo” sistematizó el pesimismo cultural (ecología profunda). Afirmó la existencia de una comunidad humana que desafía a la naturaleza, a lo cual ésta (Gaia) contraataca con inundaciones, tifones y calentamiento global, entre otros fenómenos. Así, con la crisis medio ambiental, la imagen de Foucault acerca del final del hombre, “un rostro dibujado en la arena a orillas del mar”, se presenta súbitamente como una posibilidad literal. Niega la ecología profunda que los seres humanos tengan derechos superiores a los de cualquier otra especie del planeta. Como la civilización humana presume lo contrario, su idea de dominio constituye un crimen permanente contra los derechos de la tierra. Se proyecta el monismo de Haeckel y procede un activismo ecologista radical que renuncia a los reclamos humanos. Se formarán poderosas, elíticas e influyentes estructuras faccionales que difundirán y socializarán las ideas del colapso del mundo. De hecho, surgen organizaciones como la “Iglesia de a Eutanasia”, cuya consigna es: “Salva al mundo… ¡Suicídate!”. Si a través de la historia existió la certeza táctica de que otras generaciones seguirían las empresas humanas, la pérdida de dicha certeza se convierte en clave del tiempo actual.
El movimiento del “multiculturalismo” también proyecta el pesimismo cultural, basado en la “Escuela de Frankfurt” y pensadores como Michel Foucault y Frantz Fanon. El multiculturalismo describe a Occidente como una fuerza singularmente maligna en la historia. Para el multiculturalista, la civilizacion occidental es pura “Zivilization”; no hay “Kultur” en su corazón. En este contexto, según el movimiento multiculturalista, subsiste no obstante esperanza de progreso cuando mira el futuro, basado en la idea de la liberad política entendida como una medida de liberación personal y la exigencia de instituciones democráticas “genuinas”, encarnada en el individuo plenamente “autorrealización” autónoma fundada en la idea de “tolerancia y diversidad”. El multiculturalismo alude a una nueva hermandad humana realizada como una civilización universal, “un solo mundo”, despojado de sus atributos occidentales, lo cual además supone el fin de los nacionalismos. Así, la visión roussoniana de una virtud colectiva primitiva se transforma en la visión de una comunidad socialista con igualdad garantida para todos sus miembros, al margen de raza, color o género. Siendo la identidad la clave de la crítica multiculturalista, si antes la fuerza impulsora del progreso humano era el Occidente moderno, aparece ahora como su mayor obstáculo, razón por la cual la instauración de este orden ideal “progresista” requiere el derrumbe de la hegemonía de la civilización occidental.
La esperanza de la humanidad radicaba pues entonces en la fuerza vital de los pueblos no blancos, de hecho alzados contra la alienante dominación occidental. En definitiva, la personalidad del “tercer mundo”, la “persona de color” tenía la vitalidad necesaria para llevar la renovación no sólo a su cultura postcolonial sino también a la agotada cultura blanca. El historiador materialista Leften Stavrianos (1913 – 2004) proclamaba que el inminente colapso de la hegemonía occidental liberaría a los pueblos no blancos de la esclavitud cultural y económica y serán la base de una nueva era de paz y prosperidad. Esta prosperidad no occidental no se lograría mediante el capitalismo sino mediante sociedades colectivistas según el modelo “tercermundista”.
El dramático poeta francés, Antoine Marie Artaud (Antonin Artaud, 1896 – 1948), que agobiado por la locura y el consecuente tratamiento psiquiátrico sentó las bases del "teatro de la crueldad" (aquél que apuesta por el impacto violento en el espectador y, para ello, las acciones, casi siempre violentas, se anteponen a las palabras, liberando así el inconsciente en contra de la razón y la lógica), ya había proclamado la santidad de la tierra y que la cultura solar de los indios Tarahumara, "raza - principio", es superior a la del hombre de Occidente.
Al efecto, Sartre adhiere a los “condenados de la tierra” como la nueva humanidad del futuro. La idea del “buen salvaje” del orientalismo resurgía con los rasgos del campesino tercermundista o habitante del “ghetto”, fuerte de cuerpo, mente y espíritu, con energía y compasión, características de las que carece su congénere occidental. Para Sartre, los dirigentes comunistas como Fidel Castro y Ernesto Guevara eran la consumación del hombre auténtico. Maurice Merleau-Ponty sostuvo que el comunismo constituía una forma de libertad espiritual y concluirá: “La violencia es el origen común de todos los regímenes... Deberíamos optar por la violencia revolucionaria porque tiene un futuro humanista”. De esta forma, el terror stalinista no era sino una forma “honesta” de la violencia y terror propio del capitalismo liberal. Frantz Fanon, estudioso de La Sorbone de París, identificaba el Occidente corrupto con el colonialismo e imperialismo, llamando a ejercer en su contra una “violencia sagrada”. De esta forma, los ritos de la “violencia sagrada”, como las revoluciones, los secuestros, los coches-bomba y la quema con “collares de neumáticos”, eran actos de autenticidad existencial que arrasarían con el impero occidental. J. P. Sartre dirá: “Existe en la Unión Soviética total libertad de crítica… Todos los poderes se han eliminado porque cada individuo tiene plena posesión de sí mismo”. Susan Sontag se referirá a sus anfitriones vietnamitas como “encantadores y nobles” que contrastaban con los “individuos deshumanizados” y los “muertos vivientes” de la cultura estadounidense. Conforme a su pensamiento, estas experiencias revolucionarias del comunismo eran las experiencias necesarias para recobrar la “fe en la raza humana”. No obstante, las revelaciones sobre los campos de exterminio en Cambodia y las matanzas realizadas por los comunistas chinos en el marco de la “revolución cultural”, enfriaron el fervor favorable al comunismo tercermundista.
En 1967, Susan Rosenblatt - quien utiliza el nombre de Susan Sontag - exclamaba: “Lo cierto es que Mozart, Pascal, Shakespeare, los gobiernos parlamentarios, la emancipación de las mujeres... no redimen lo que esta civilización ha forjado en el mundo. La raza blanca es el cáncer de la historia humana”. Alfredo Bonano sentenciará: “Toda la máquina de la tradición cultural de Occidente es una máquina de muerte, una negación de la realidad, el reino de lo ficticio que ha acumulado todo tipo de infamias y vejaciones, de explotación y genocidio”. Así, William Empson proclama: “Todo ha sido archivado... la historia tiene una corriente, cada uno de nosotros es una isla... aguardando el fin”. Jesse Jackson proclama en 1987: “¡Muera la cultura occidental!”.
El pesimismo cultural ya lo sistematizaba el inglés David Herbert Lawrence (1885 – 1930), quien encontraría en Dostoievski aliciente para su odio a la civilización occidental, al industrialismo, a la ciencia y a la técnica. Lawrence declara: “Estoy tan triste… por esta gran oleada de civilización, de 2 mil años, que hoy se está desplomando, que me resulta difícil vivir. ¡Tanta belleza y pathos de antiguas cosas que están acabando, sin que surjan otras nuevas…! El invierno se extiende ante nosotros, y ahí se pierde toda visión y se apaga todo recuerdo”. Concluye entonces Lawrence: “Si la humanidad es destruida, si nuestra raza es destruida como Sodoma, y existe este bello anochecer con su tierra luminosa y sus árboles, estoy satisfecho... Que la humanidad se extinga, es hora... La humanidad ya no encarna la expresión de lo incomprensible. La humanidad es letra muerta... Que la humanidad desaparezca cuanto antes”. Por su parte, el crítico poeta inglés William Empson (1906 - 1984) sentenciará: “Todo ha sido archivado… la historia tiene una corriente, cada uno de nosotros es una isla, aguardando su fin”.
William James (1842 – 1910) advierte: “El pesimismo conduce a la debilidad”. A su vez, con agudeza el escritor británico Gilbert Keith Chesterton (1874 – 1936) precisa: “El pesimismo no consiste en estar cansado del mal, sino estar cansado del bien”.
En una conferencia ante el Senado de Italia dictada en mayo del año 2004, el Cardenal Joseph Ratzinger (ungido Papa con el nombre de Benedicto XVI en marzo del año 2005), señaló que uno de los problemas de Europa y, en realidad, de todo Occidente, es que pareciera sentir “odio por sí mismo”: “Occidente sí intenta laudablemente abrirse, lleno de comprensión a valores externos, pero ya no se ama a sí mismo; sólo ve de su propia historia lo que es censurable y destructivo, al tiempo que no es capaz de percibir lo que es grande y puro. Europa necesita de una nueva –ciertamente crítica y humilde- aceptación de sí mismo, si quiere verdaderamente sobrevivir”.