MÉTODO DE INTELECCIÓN ESTRATÉGICA - Relación Creencia, Cultura y Sociedad

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2005

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G.2.6. Romanticismo.

En este proceso del devenir, resulta fundamental detenerse en la experiencia del idealismo romántico del siglo XIX. Ello por cuanto existe una significativa relación de continuidad con realidades propias del siglo XX. Una parte importante de los acontecimientos del siglo XX se presentan como extensión y consecuencia del contenido, significado y sentido de las realidades engendradas a la luz del romanticismo del siglo XIX. No es posible comprender cabalmente las circunstancias del siglo XX sin aprehender la racionalidad sistematizada por los hombres de aquel tiempo en el espacio europeo. La racionalidad del romanticismo se constituirá en fundamento y explicación del ánimo y actitud que remecería el mundo durante los siglos XIX y XX. Aún más, la misma secuencia del desarrollo interno del pensamiento romántico ayuda a comprender la evolución de vitales procesos sociales y políticos del siglo XX.

Apartándose del humanismo filosófico del siglo XVIII, de modo trascendente surge el idealismo romántico. Aunque en el siglo XVIII en Inglaterra, Francia y Alemania ya se encuentra un ánimo y actitud  prerromántica, en sentido estricto, este movimiento se inicia en este último país, el cual cobra un liderazgo cultural que antes no había tenido. En Alemania se consolidará el movimiento romántico y será proyectado a otras latitudes. No se limitará a ser un movimiento estético, sino que constituirá un concepto cultural complejo y completo que, al implicar una determinada concepción de la vida, marcará el destino político de las naciones y el mundo. De hecho, el romanticismo definió una doctrina poderosa capaz de gestar un movimiento y proceso histórico vital que trascendería en el tiempo y cuyo impacto modificaría el orden occidental contemporáneo.

El primer gran reclamo del romanticismo consistirá en que en nombre del racionalismo lógico se mutiló al ser humano al reprimirse la manifestación libre y plena de sus sentimientos y emociones. Con fuerza emergería entonces la necesidad y exigencia de restaurar su plena manifestación. Con ello, la visión optimista de un mundo obediente a los dictados de una razón seca, materialista y utilitaria propia del racionalismo Ilustrado, será perturbada por el desbordamiento sentimental y emotivo del idealismo romántico.

Así, constituyendo una verdadera rebelión contra la “dictadura de la razón”, el romanticismo surgiría cual llamamiento a la libre expresión y pleno desarrollo de los íntimos pensamientos, profundos sentimientos y vitales emociones humanas. Al racionalismo Ilustrado que absolutiza la razón se opondrá la afirmación del instinto, de los sentimientos, de las emociones, de la intuición y de la imaginación. El romanticismo exaltará entonces el sentimiento como superior a la razón. Los sentimientos rechazan el predominio de los dictados de la razón como criterio determinante de la conducta humana, razón por la que el impulso emanado de los sentimientos y de las emociones, especialmente del amor y su pasión, será valorado como factor predominante al que es preciso liberar en sus manifestaciones vitales. Esto supone el consecuente rechazo del racionalismo, especialmente como pauta del comportamiento individual. No se trata de desvalorizar la razón como instrumento del conocimiento humano, sino de exaltar la actitud de la personalidad impulsiva, que actúa guiada por los embates de la pasión antes que por los consejos de la reflexión racional. Entonces, si instinto, sentimientos, emociones, intuición e imaginación son los verdaderos principios del ser, la vida debía ser vivida en un estado de conmoción y compulsión radical y permanente.

Contra la abstracta universalidad de la Ilustración, el romanticismo procede a exaltar la concreta individualidad. Para el romanticismo, el individuo es centro de la realidad, fuente de la libertad y depositario elegido de toda inspiración. Por extensión, la individualidad y su autonomía exigirá la libertad del espíritu, debiendo el individuo actuar con independencia en cuanto a la fe religiosa. De allí que, contra una concepción abstracta de la verdad, el romanticismo establece el concepto de verdad como concreta creación humana. Aún más, la referida individualidad implicará la esencial identidad e integridad tanto individual como colectiva, ideas que con fuerza se plasman en la psicología individual, la nacionalidad y la cultura.

Contra la abstracta universalidad de la Ilustración, a partir de la individualidad el romanticismo ha de afirmar la subjetividad. El romanticismo impone aquel subjetivismo donde el “yo” es fuente de actividad original. El romanticismo dará curso al individualismo subjetivista en tanto que, al postular la libre expresión del sentimiento, éste se trasmuta en una percepción de la realidad concretada en términos de aceptación o rechazo puramente en función de la forma en que coincida o no con la propia subjetividad. Este subjetivismo se expresará a través de la recurrencia de problemáticas tales como el sentido de frustración vital, del amor no correspondido, de la soledad, la tristeza, la nostalgia, la melancolía y la desesperación. Semejante subjetividad se plasmará en un estado de exasperación orgánica del individuo, el cual se resuelve a menudo en una contrastación con la sociedad, frente a cuyas reglas frecuentemente denostadas como moral burguesa, se ha de asumir una actitud de rebeldía irracional, calificándola de mediocre e insensible; y de cuyos componentes se escogen para exponerlos, a veces embelleciéndolos moralmente o exaltándolos como producto de la maldad social, a los sujetos más marginales y cuestionables, como los mendigos, los delincuentes, o los piratas.

El romanticismo sostendrá además un panteísmo naturalista, que tratará de armonizar los fundamentos de la religión con una permanente invocación de la naturaleza, a la que el romanticismo concibe como un gran organismo viviente, libre y salvaje, el cual se manifiesta en los componentes espontáneos y hasta instintivos del ser humano, que en último análisis son vistos todos ellos como otras tantas manifestaciones de la voluntad divina. Entonces, contra la mecánica comprensión Ilustrada de la naturaleza, se opondrá una naturaleza viva y orgánica que es algo que no está hecho sino que está haciéndose y creciendo. El árbol y no el reloj es el modelo y símbolo del idealismo romántico. De esta forma, el romanticismo cultivará un profundo amor por la naturaleza. El naturalismo romántico supondrá además una inclinación a presentar la vida en un ambiente de comunión con una naturaleza no contaminada por el hombre, al gusto de encontrarse en lugares de ambiente rural, donde la serenidad idílica del ambiente es propicia a la exaltación de la característica melancolía romántica. La visión dramática y sentimental de la naturaleza, lleva a que el propio paisaje se represente frecuentemente como un reflejo de los diversos estados de ánimo del individuo, sobre todo en la poesía. El romanticismo advierte: “El hombre, cansado del hombre, trataba de refugiarse en la naturaleza”. Con el tiempo, Friedrich Nietzsche, en el fragmento “Del pasar de largo” de Zaratustra, abominaría de la ciudad: “El gran vertedero donde se acumula toda la escoria”. El poeta Georg Trakl nombraría a la ciudad “sede de vacuidad espiritual” y Georg Itten “lugar de pestilencia en escala prodigiosa”. Tönnies opondría a la ciudad abstracta de las grandes urbes, la comunidad concreta de las aldeas.

Contra la desvalorización Ilustrada del pasado, el romanticismo exaltará la tradición y la historia. El romanticismo desata tanto una pasión por la Edad Media y por Grecia como por todo lo primitivo y las raíces populares o nacionales. El tradicionalismo propio del romanticismo será expresión de una profunda y sincera nostalgia por el pasado tradicional, generalmente asociado a la cultura popular  como manifestación originaria y auténtica de la nacionalidad.

Plasmando su ruptura con el racionalismo de la Ilustración,  el romanticismo también asumirá lo irracional como vía de acceso a la realidad. Contrariando la norma racionalista, el romanticismo valorará lo irracional e inexplicable en tanto componentes de la realidad que se estiman ocurren con prescindencia de la lógica racional. Por lo tanto, el romanticismo apreciará poderosamente lo sobrenatural, lo misterioso y esotérico, dimensiones que entiende se expresan seriamente en las leyendas y supersticiones de pueblos y naciones. El romanticismo proclamaría: “¡Leyenda popular! ¡Arca de la alianza entre los tiempos antiguos y los nuevos!”. En esta perspectiva el romanticismo revalorará el sentimiento religioso de la vida, resultando recurrente el tema de la muerte. En este contexto, el romanticismo recurre al exotismo, plasmado en un interés cierto por los paisajes, habitantes y costumbres de países extranjeros, sean éstos europeos o ultramarinos. Sin embargo, el romanticismo centra su atención en el “Oriente mágico” y estructura un potente movimiento orientalista. Friedrich Schlegel escribiría: “En Oriente es donde debemos buscar lo supremamente romántico”. Según Friedrich Schelling, Oriente resultaba ser la “patria de las ideas”.

En virtud de su concreto individualismo subjetivista, el romanticismo valorará lo individual, lo popular y lo nacional. El romanticismo no entenderá como contrapuestas la realidad del individuo, la nación  y del Estado. Por una parte el romanticismo proclamará que la sociedad y el Estado son entidades producto de una evolución natural y no son creaciones artificiales y meramente utilitarias, creadas por el hombre por conveniencia. Es más, el romanticismo considera al hombre como falto de significación si no forma parte del esquema social, argumentando que debía primar el bienestar de la comunidad ya que el bienestar individual seguiría automáticamente. Sostendrá además el romanticismo que el espíritu del pueblo (“Volkgeist”) está en los individuos, especialmente en los más destacados. Por ello el romanticismo desarrollará el culto al héroe.

El héroe romántico es un gran señor, soñador sentimental, cuyo nacimiento con frecuencia es humilde o de origen ignorado. Plebeyo, bastardo, criado, bufón o bandido, siente amargamente el contraste entre su situación social y su valor propio. Está lleno de orgullo, de amargura y de cólera. Frecuentemente, aislado de la sociedad, la odia. Atormentado, decepcionado y rodeado de misterio, es sujeto de fatalidad y ciegas pasiones que lo marcan, experimentando un destino azaroso y lleno de peligros. Pese a la intensidad de su vivir y a la actividad exterior que despliega, es más pasivo que activo. Se enamora hasta el frenesí pero su amor es funesto para aquella que constituye su objeto. Encarna asimismo los derechos del amor contra los prejuicios de la sociedad. Suele ser irónico, altanero y desafía las costumbres y las leyes. A pesar de ello, es bondadoso, generoso, sensible y pleno de ternura; se le debe todo pero él no se siente acreedor de nadie. Su melancolía y tristeza es sincera. Proclaman los románticos: “¡El pueblo deposita en tu alma de sus héroes… la flor de sus sentimientos!”.

Para el romanticismo, en el marco del principio de estetización de la vida, el impulso creador del artista es fundamental y es visto como una manifestación de la individualidad a través de sus sensaciones, su inspiración, las visiones de la intuición y la influencia del amor. Lo esencial de la poesía consiste en una emancipación del espíritu, una especie de confesión íntima, que busca en lo más específicamente singular del individuo y en la majestuosidad del cosmos. Al contrario del esmero formal que caracterizara al barroco en su objetivo de producir una obra de arte hermosa, elaborada y perfecta en sus formas, el romanticismo pone el acento en una actitud estética que da cuenta de la espiritualidad del contenido. El romanticismo centra el objetivo de la obra de arte más en la persona del creador que en la creación misma. La obra de arte fue estéticamente concebida como un instrumento para transmitir la interioridad personal del artista, más que como un objeto en sí misma. En este mismo sentido, a pesar de que en gran medida el romanticismo buscó purificar el instrumento idiomático como expresión de la identidad nacional, simultáneamente procuró liberarse tanto de las rígidas reglas estructurales de la versificación como de la estructura teatral de las tres unidades clásicas. El romanticismo también intentó lo mismo modo respecto de los instrumentos formales de otras formas artísticas, sea la música o la pintura.

El romanticismo se proyecta asimismo como respuesta a la sensación de agobio derivada del orden racional abstracto plasmado en el abrumador sistema burgués dominante y la nueva vida en la ciudad. Reveladoramente, un joven escribe a la época: “Me muero de aburrimiento; preguntarás la causa, y te diré que siempre es la misma: desesperante monotonía de una existencia que discurre en la misma ciudad viendo eternamente las mismas calles, las mismas tiendas, los mismos rostros. ¡Infierno y condena!... ¿Cuándo podré viajar y ver países, Italia, Constantinopla, Oriente y tantos otros más?”. De esta forma, el romanticismo expresará un profundo desprecio hacia el formalismo. Tennyson se alza con indignación romántica contra los convencionalismos sociales: “¡Malditos sean los intereses sociales que pecan contra el vigor de la juventud! ¡Malditas las mentiras sociales que nos arrebatan la verdad viva!”. Por último, el romanticismo cultivará un sentimental interés por los desposeídos y proyectará un ardiente afán de combatir las tiranías y rehacer el mundo.

El romanticismo percibía además el poder abrumador de la civilización europea como expresión de exceso, de riqueza fácil, de confort material y de complacencia que implicaba destrucción de todo fundamento anterior, situación que forzaba la decadencia y provocaba una sensación desagradable, amarga. El romanticismo entiende que existe una civilización agotada, senil, decadente, moribunda, donde a esa tendencia unos le llamaban “progreso”, término que por esta causa adquiere un carácter irónico.

Conforme a lo expuesto, el romanticismo  da cuenta de la existencia de una inquietud fundamental ante la vida y una “aspiración a algo diferente, sin que (necesariamente) se sepa lo que es”. Entonces, el profundo ánimo de rebeldía y efectiva actitud revolucionaria se encarna en la vital y definitiva proclama del romanticismo: “¡Levantaos, ansiadas tormentas!”.

El proceso del ideal romántico ha de decantar y Johan Wolfgang von Goethe junto a otros camaradas mozos constituirían el movimiento que fue bautizado con el título de un drama de Friedrich Maximilian Klinger (1752 – 1831): “Sturm und Drang” (1776), movimiento de la tormenta y el impulso o arrebato e ímpetu. En un marco de emoción reprimida, gran inquietud anímica, intenso sentimiento, extensa melancolía y profunda pasión, serían los “Stürmer” quienes inician el proceso que dará curso a un radical movimiento de proporción cósmica. Aunque el núcleo original pronto se disolvería para siempre, su acción trascendería e imprimiría carácter a toda una época en Occidente.

Con los contenidos referidos, el movimiento del idealismo romántico se proyectó desde 1770 y se encarnó en generaciones que vivenciaron la evolución de este sentimiento. En el movimiento romántico se identifican tres estadios fundamentales. La primera generación romántica es la “generación de la sensibilidad”, la cual estaba dotada con cualidades especí­ficas, propias y nuevas, siendo ésta representada por el pensamiento de Rousseau y Goethe. Le siguió la “generación de la revolución”, marcada primero por la conmoción y el entusiasmo revolucionario y, luego, a causa de la derrota, por el desengaño y el sentimiento de las ilusiones perdidas, implicando una vuelta a la pasión individual y al desacuerdo con el mundo burgués de tipo capitalista. Así sobrevendría la “generación de la decepción” que, sometida a la impronta de ajuste a la nueva realidad social, de reconciliación con ella, da curso a una generación de enfrentamiento crítico que llegará a la generación del pesimismo desesperado, la cual incubó la explosión nihilista. Se entiende que si la visión idealizada de la vida no se realizó, y luego la revolución fracasó en su intento de transformar la sociedad, no había más camino que destruirla a partir del mismo individuo, por cuanto la realidad resultaba carente de todo sentido, de todo objeto y finalidad. En definitiva, es la amargura ante la vida, es  la melancolía sin esperanza, es el mal del siglo.

 

Edward Gibbon. En 1776, Edward Gibbon escribió la más famosa obra histórica del Iluminismo, “La decadencia y caída del Imperio Romano”, en la cual invierte la visión agustiniana de la historia. Aunque dio la razón a San Agustín en tanto el ascenso de la Europa moderna requería la destrucción del antiguo y corrupto predecesor, sostuvo una visión secular de la decadencia de Roma. Esta era el”resultado natural e inevitable de una inmoderada vastedad”, el efecto de una crisis política y económica, más que moral. En una época de alto interés por las antiguas civilizaciones, tendencia influida por los descubrimientos arqueológicos en Atenas, Pompeya y Egipto, esta concepción del imperio romano condenado a la autodestrucción tuvo impacto en la imaginación histórica moderna. Se tomó conciencia de que todos los grandes imperios llegan al un punto culminante de no retorno, después del cual son inevitablemente reemplazados por otro orden dominante. El curso del imperio era el de crecimiento, decadencia y destrucción.

 

Jean Jacques Rousseau. La filosofía de la Ilustración, de la cual Jean Jacques Rousseau (1712 – 1778) sería colaborador y antagonista, anunciaba una nueva era. Pero Rousseau desconfiaba del optimis­mo de la Ilustración y no esperaba un renacimiento sólo pro­cedente de la razón. Por tanto, Rousseau movilizó el sentimiento contra la razón, lo inconsciente contra la conciencia y el intelecto. Decía Rousseau: “Siento antes de pensar”.

En este contexto, Rousseau, enclavado en la irrupción del mundo moderno, descubre que se encontraba ante la civilización ciudadana y, por extensión, ante la alienación del ser humano en una sociedad vuelta hacia el comercio, la industria, las corporaciones políticas suplentes y la falta de responsabilidad del individuo singular. De modo trascendente Rousseau advertía: “Las ciudades son el abismo de la especie humana”.

Así, aunque nativo de la republicana Ginebra y autor en 1762 de “El Contrato Social”, Rousseau advirtió sobre los efectos de los aspectos “progresistas” de su siglo y estableció una comprensión crítica del proceso civilizador. Advirtió Rousseau que el lujo, la codicia, la vanidad y el egoísmo eran los subproductos manifiestos de la civilización. Indicó que el refinamiento en las artes y ciencia, la cortesía en las relaciones sociales, el comercio y el gobierno moderno no mejoraban la moral de los hombres, sino que los volvían infinitamente peores. La propiedad daba origen a la competencia y la explotación; las interacciones sociales complejas generaban orgullo y envidia; las artes ablandaban y afeminaban a los hombres; los seres humanos se volvían físicamente débiles y estaban crispados e infelices. El mismo progreso de la sociedad civil no traía libertad política, sino todo lo contrario. Al efecto consignará que: “Por doquier el hombre nace libre, y por doquier está en cadenas”.

Indicará pues Rousseau que, como el éxito de la sociedad civilizada ofrece bienes y comodidades excesivos a una población que ya no debe luchar para sobrevivir, ésta se vuelve blanda y “afeminada”. Considerará Rousseau que “el auténtico coraje se debilita” y la “disolución de la moral lleva a su vez a la corrupción del gusto”. Concluyó Rousseau: “Todo progreso subsiguiente ha consistido en pasos aparentes hacia el mejoramiento del individuo, pero en pasos reales hacia la ruina de la especie”.

Es por esto que Rousseau hablará de una condición social originaria, propia de un paraíso perdido, poblado de “salvajes nobles” que viven en espontánea armonía con la naturaleza y sus semejantes, procediendo a postular una “vuelta a la naturaleza”. Rousseau cerraba un ensayo con una irónica plegaria: “Dios Todopoderoso, libéranos del Iluminismo y devuélvenos a la ignorancia, la inocencia y la pobreza”. Rousseau fue el primer crítico del capitalismo y el profeta del fracaso de la sociedad civil. Los discípulos de Rousseau proclamaron que la auténtica felicidad no implicaba integrarse a la sociedad normal, sino liberarse de ella.

 

Generación de la Sensibilidad. El sentido profundo del movimiento romántico queda registrado con propiedad en sus expresiones culturales. Así, a mediados del siglo XVIII se anunció una nueva generación a través de tres novelas, cuyo éxito fue enorme: “Clarisa”, de Samuel Richardson; “La nueva Eloísa”, de Jean Jacques Rous­seau; y “Las penas del joven Werther”, de Johann Wolfgang Goethe. En aquellas novelas se lloraba abundantemente, y el to­rrente de lágrimas que suscitaron fue incontenible. En el mundo de una aristocracia frívola pero cruzada con un rígido y formal puritanismo, las lágrimas prepararon el camino al alzamiento. El individualismo de una nueva generación se levantó con­tra el mundo de los privilegios aristocráticos, más también contra el de los padres, en el que no se casaban hijos con hijas, sino finca con finca y una economía con otra economía. La generación joven no reclamaba ya virtudes burguesas, sino la “plenitud del corazón”. Hölderin proclamaba claramente: “La pasión del amor supremo jamás halla satisfacción en esta tierra… ¡Morir juntos!... He ahí la única satisfacción”.

 

William Wordsworth y Samuel Coleridge. Si bien William Wordsworth (1770 1850) dialoga con el presente y la sociedad y Samuel Taylor Coleridge (1772 - 1834) ve la poesía como fuga de la realidad, ambos, unidos por una profunda amistad, en 1798 publican conjuntamente “Baladas líricas”. Esta obra significó la irrupción formal del romanticismo en Inglaterra e influyó decisivamente en todo el paisaje literario del siglo XIX. El carácter fuertemente innovador de esta poesía radicaba en que reflejaba el sugerente paisaje de la región de los lagos, al norte de Cumberland, en que los protagonistas elegidos eran personajes de humilde extracción, en que la temática asumía tanto la vida cotidiana y en que se utilizaba un lenguaje sencillo e inmediato, proceder que les permitía evitar la rima y utilizar palabras e imaginativas expresiones populares. Además, la poesía ambientada en el paisaje rural de los lagos ingleses provocaba el “recuerdo en la quietud”, esto es, la evocación de experiencias personales vividas en la naturaleza, las cuales estaban destinadas a enriquecer al que vivía constreñido por la realidad de la metrópoli industrial, situación emocional que por lo demás implicaba activamente al lector. Además, especialmente Wordsworth desarrolló una ética de la naturaleza al poner en evidencia los valores éticos y no puramente materiales o utilitarios del entorno. En tanto Wordsworth se inspira en las cosas simples y naturales de la vida cotidiana y Coleridge recurre al pasado como un tiempo misterioso y sobrenatural proyectando al lector hacia el fantástico mundo de la imaginación, ambos no dirigen su prosa a un público cortesano, sino a la sociedad en general, creando lo que sólo aparentemente se trataba de una poesía sin arte (“artless”). Así entonces, no sólo por motivos estéticos sino por razones éticas se declaraba formalmente el abandono del modelo clasicista del siglo XVIII.

 

Samuel Richardson. En Inglaterra, el país más po­lítica y económicamente desarrollado, a la mofa con que satíricos como Swift ya habían atacado el naciente capitalismo, le siguieron las novelas sentimentales de Samuel Richardson (1689 - 1761) con su dignificación de las don­cellas sensibles y morales, en su lucha contra la sociedad aristocrática y padres llenos de dureza que actúan como perseguidores. Richardson escribe “Pamela o la virtud recompensada (1740), novela epistolar sentimental de final feliz, que generó toda una moda. En esta obra describe la virtud tal como era concebida en el siglo XVIII y narra la historia de Pamela Andrews, quien es una joven sirvienta en una casa adinerada. El hijo de la casa se apasiona por ella y trama diversas intrigas para poder obtenerla. Sin embargo, ella consigue triunfar en la protección de su virtud. El joven adinerado, después de leer el diario que Pamela ha escrito en secreto, se ve forzado a proponerle matrimonio. También con un gran impacto Richardson publica luego: “Clarissa o la Historia de una joven Dama” (1747), ocasión en que relata la historia de la joven Clarissa Harlowe, quien se rebela contra la disposición matrimonial del padre y huye del pretendiente propuesto por su rica familia, buscando la protección de Robert Lovelace, quien la acaba forzando y, como consecuencia de sus acciones, ella muere.

 

Jean Jacques Rousseau. En Francia, la obra “La Nueva Eloísa” de Jean Jacques Rousseau proclamaba directamente: “El senti­miento lo es todo”. Por tanto, esta obra era una rebelión del corazón contra el poderío de la tradición, del sentimiento contra el intelecto, de las lágrimas contra la sequedad carente de alma. En ella se narra que: “Julia, que nunca había seguido otra nor­ma que la de su propio corazón, y que, asimismo, tampoco había sido capaz de encontrar otra más digna de confianza, si­guió sus impulsos sin el menor escrúpulo y, deseosa de hacer el bien, hizo cuanto ellos le pedían”. En definitiva, es el fuero interno, como “voz de la naturaleza”, lo que ha de decidir en contra de los dictados de la civilización, y el valor de las lágrimas sería su­perior al de la ley y la argumentación.

 

William Shakespeare. En la época en que en Italia surgía el Renacimiento, hacia el año 1500, en Alemania se producía la Reforma luterana que impregnó la literatura alemana sea con sus mensajes religiosos y moralistas, sea con las prédicas de la Contrarreforma. En el siglo XVII, la guerra de los Treinta Años y su culminación en la Paz de Westfalia (1618-1648) habilitó la introducción del barroco, con fuerte influencia francesa. A mediados del siglo XVIII, sin que aún existiera una unidad política, la economía alemana había florecido; pero en cierto modo faltaba a la nación alemana un desarrollo cultural en lo literario, con un contenido susceptible de considerarse clásico, como existía en Francia. Pero el florecimiento económico, dio lugar al surgimiento de algunos centros urbanos de gran empuje cultural, como Frankfurt, Leipzig y Weimar. Se produjo, entonces, el surgimiento de una corriente cultural de gran contenido nacionalista y con acento en el perfeccionamiento del idioma alemán, al que se procuraba depurar de palabras de origen latino o francés.

En el último tercio del siglo XVIII, el medio intelectual europeo fue el de la Ilustración, que tuvo gran influencia en Alemania. Sin embargo, en aquel tiempo se proyectó un grupo muy importante de personalidades, poetas, pensadores y ensayistas que procuraron destacar la cultura alemana como centro de la cultura europea, llevando a que se calificara al pueblo alemán como pueblo de poetas y pensadores. Surgía pues una fuerte reacción contra el racionalismo francés, encabezada por Rousseau, con su postulado de retorno hacia la naturaleza.

Aún más, el cuestionamiento del culto de la razón, ya había sido establecido firmemente en Inglaterra, donde la obra de William Shakespeare (1564 – 1616), considerado el escritor más importante en lengua inglesa y uno de los más célebres de la literatura universal, había despertado el entusiasmo por sustituir ese culto de la razón en la obra literaria y poética, por un fuerte predominio del sentimiento y la individualidad. Al finalizar el siglo XVIII, a pesar del atractivo que para muchos escritores y pensadores alemanes seguía presentando la obra de los enciclopedistas franceses, esta tendencia gestó en Alemania una fuerte inclinación hacia Shakespeare.

A mediados del siglo XVIII, dando curso a esta tendencia, la literatura en Alemania se bifurca en dos caminos de signo romántico. Por un lado estarán los poetas del movimiento de la Federación del Hain”, quienes siguen la pauta señalada por Friedrich Klopstock, y se caracteriza por un apasionado lirismo. Por otro, estarán los poetas que conformarán el movimiento del “Sturm und Drang”, grupo más radical y actuante que se ocupará directamente de los problemas políticos y sociales. Ciertamente, no se puede encasillar rigurosamente a los poetas de ambos movimientos, ya sean del “Hain” o del “Sturm und Drang”, pues entre ellos existían lazos de amistad y se influenciaron recíprocamente.

 

Friedrich Klopstock. Friedrich Gottlieb Klopstock (1724-1803), poeta y dramaturgo alemán considerado “poeta de la religión y de la patria”, fue uno de los escritores más significativos del primer periodo clásico alemán, quien por lo demás, desde muy joven manifestó un deseo significativo de llegar a ser el Milton alemán (poeta y ensayista inglés John Milton, 1608 - 1674). Desempeñó un importante papel en el proceso cultural de Alemania al ayudar a liberar a la literatura alemana de las influencias francesas y extranjeras en general e iniciar el retorno a los orígenes germánicos, contribuyendo así a la afirmación de la originalidad nacional alemana. Klopstock procuró un contenido nacional y una vitalidad que lo situó al margen de la literatura anterior. No obstante, ello no le impidió a Klopstock mantener intacto su espíritu cosmopolita y celebrar el advenimiento de la revolución francesa, lo que le valió ser nombrado ciudadano de honor de la República (1792), aunque luego él condenaría los excesos de la época del terror. Su principal obra poética fue “El Mesías” (1751 – 1773), logrando con ella la reputación de genio poético. Escribió poemas líricos (Odas, 1747-1780) y también dramas religiosos en verso basados en el Antiguo Testamento. Su interés por el pasado alemán encontró expresión en una trilogía de dramas en prosa (La batalla de Hermann, 1769; Hermann y la princesa, 1784; y La muerte de Hermann, 1787), en los que se glorifica la figura de Arminius, o Hermann, un héroe nacional germano del siglo I. Su poesía influiría en toda una generación de jóvenes poetas, incluido Johann Wolfgang von Goethe. Friedrich Gottlieb Klopstock inspiró la fundación en Gotinga de una asociación de poetas alemanes llamada la “Federación del Hain”, organización que realizaba extravagantes ceremoniales danzando en torno a un roble en las noches de luna.

 

Christoph Wieland. La nueva tendencia se plasmará en la obra del poeta y escritor alemán Christoph Martin Wieland, (1733-1813). Fue un estudiante brillante que, habiendo realizado amplias lecturas de los clásicos latinos y de los escritores franceses contemporáneos y estando influido por poetas alemanes como Klopstock, con su obra constituyó un claro antecedente del romanticismo. Dada su formación base, en un primer tiempo escribe “Hermann”, “Diez cartas morales en verso”  y “Anti-Ovidio”, obras marcadas por  un tono pietista. Sin embargo, Wieland modificará su comprensión de la realidad y en adelante actuaría influenciado por la moda de la Francia del siglo XVIII, caracterizándose la obra de este período por el triunfo del racionalismo sobre el misticismo. También traduce veintidós obras de Shakespeare, lo que supuso que por primera vez los lectores alemanes accedían a la obra de Shakespeare en su conjunto. Además escribiría una epopeya en verso, “Oberon”, de ambiente medieval legendario. Cambiará pues la visión de Wieland, procediendo tanto a abandonar las esferas etéreas como a comprometerse con la vida concreta de los seres humanos. Así, el antiguo poeta de austeridad pietista se convertirá en defensor de una filosofía alegre, donde la frivolidad y la sensualidad no se excluyen. En “Don Sylvio von Rosalia” (1764), novela inspirada en el Quijote, se burlará hasta el ridículo de su antigua fe, y en “Komische Erzählungen” (1765) da rienda suelta a su extravagante imaginación. En la novela “Historia del Agathon (1766-1767), Wieland narra su propia evolución espiritual e intelectual, bajo la apariencia de una ficción griega. Esta obra constituirá un hito en el desarrollo de la novela psicológica europea.

 

Johann Herder. Siguiendo la obra del poeta escocés James MacPherson (Ossián, 1736 - 1796) que recoge fragmentos de antigua poesía de las tierras altas de Escocia, y la del pietista prusiano Johann Georg Hamann (1730 - 1788) que opuso, contra el pensamiento ilustrado, su concepción del sentimiento como principio del pensamiento teórico y abanderó la idea del genio como espontánea expresión de la naturaleza, frente al artificio de la razón, Johann Gottfried Herder (1744 - 1803) se convierte en principal exponente de la reacción contra el racionalismo. Herder, que era pastor luterano, filósofo e historiador, poseía un espíritu de profundas intuiciones y era adorador de todo lo telúrico y originario. Postuló por tanto una poesía de arraigo popular como el modelo al que debía tender la literatura alemana, ensalzando el valor de la creatividad e invocando el genio de la nación alemana. Constituyéndose en uno de los pilares del movimiento romántico, Herder establece el concepto fundamental del Volksgeist” o carácter nacional, considerado el motor y sentido profundo de la historia y de las expresiones artísticas y culturales de los pueblos. Según Herder, el principio es claro: “Existe una sola clase, el volk… y el rey pertenece a esa clase igual que el labriego”.

Habiendo transcurrido por un proceso espiritual de enorme religiosidad, concibió al hombre como expresión terrenal de la divinidad en un mundo en continua creación y recreación. Afirmó vehementemente la originalidad de cada ser y exaltó la consecuente diferenciación individual. Herder cuestionó entonces el predominio de la razón para la búsqueda de una comprensión única y general del mundo, reivindicando por tanto el sentido fundador y la prioridad moral de la historia frente al racionalismo vacío de los Ilustrados.

Así, en su obra de 1774: “Filosofía de la historia para la educación de la humanidad, Herder opone las diferencias a la igualdad, el “espíritu de los pueblos” al universalismo y al racionalismo ilustrado, y empleó la palabra “culturas” en plural, distinguiéndolas de una dirección unívoca de civilización. No concebía un desarrollo histórico extensivo de toda la humanidad y surgido de la interrelación de las distintas sociedades entre sí. Se circunscribía a pueblos y estirpes específicos, anticipándose, de ese modo, al particularismo antiuniversalista, a las filosofías cíclicas de la historia y al relativismo cultural de los estructuralistas del siglo veinte. Los postulados herderianos encontraban fundamento en la negación de los conceptos generales, a los que consideraba como una abstracción despersonalizadora. Incluso el sentido de felicidad era, para Herder, un patrimonio de pueblos, etnias, razas. Naciones. La peculiaridad de cada cultura resultaba intransferible a otra y expresable no por la razón, sino sólo a través de la emoción, el sentimiento, la intuición.

Con tal fundamento, Herder postuló que cada artista y cada poeta debía captar la realidad de la naturaleza y del hombre a partir de su propia alma, de su instinto y su espontaneidad, procurando bucear en lo más profundo de su sentimiento. Tradujo al alemán varias obras extranjeras clásicas de ese tipo, como el poema del Mío Cid y fue también un gran mentor de la obra de Shakespeare. Una de sus principales influencias en este sentido, fue la que ejerció sobre Goethe, a quien al parecer inició en el conocimiento del dramaturgo inglés y le despertó el interés por la tragedia dramática.

Aún más, también seguido por el mismo Goethe, Herder fue el gran inspirador de los “filósofos de la naturaleza”. El tema nuclear de la filosofía de la naturaleza de Herder es su concepción progresista de la idea de “scala naturae” (escala natural) desarrollada por Charles Bonnet. En Herder, esta progresión no afecta sólo a la forma de las especies, sino también a su fisiología: cuanto más se progresa en la escala de los seres, más elevadas son también las funciones vitales. La responsable de esta progresión no puede ser, según Herder, una fuerza externa, sino una especie de voluntad interna de la materia que la lleva a organizarse. De nuevo, como en Bonnet, la idea de “scala naturae” va asociada a la idea de recapitulación: en cada etapa en la que las especies ascienden en la “scala naturae”, conservan los rasgos adquiridos en la etapa anterior. El hombre, por tanto, cumbre de la serie natural, resume en él la historia entera de la naturaleza.

 

Gotthold Lessing. Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781) fue uno de los poetas, pensadores y críticos literarios alemanes más importantes de la Ilustración. Con sus dramas y ensayos teóricos influyó decisivamente en la evolución de la literatura alemana. En tanto hombre de la Ilustración, Lessing confió en un "cristianismo de la razón", el cual creía se orientaría en el espíritu de la religión. Creyó que la razón humana, impulsada por crítica y contradicción, evolucionaría también sin revelaciones divinas. Así, el principio de la libertad fue hilo conductor de toda su obra. En sus trabajos religiosos y filosóficos defendió la libertad de pensamiento de los creyentes, negándose a basar la creencia en revelaciones y de entender la Biblia en términos literales. Se esforzó asimismo por la independencia de la literatura, procuró desarrollar un nuevo teatro burgués nacional y se comprometió con la liberación de la burguesía de la tutela de la nobleza. De hecho Lessing se convirtió en el pionero intelectual de la nueva autoconfianza de la burguesía.

Lessing desarrolló un estilo irónico y polemizante en sus escritos teóricos y críticos. Su característico empleo del diálogo lo condujo a observar cada cosa desde varios puntos de vista e incluso a buscar trazas de verdad en los argumentos de su adversario. Nunca consideró que la verdad fuera algo estático, que alguien pudiera poseer, sino que entendió la búsqueda de la verdad como un proceso de acercamiento. En esta perspectiva, la práctica de un análisis rigurosamente racional y crítico de las obras literarias, fustigando el afrancesamiento cultural así como el dogmatismo de los luteranos, en cierta forma lo constituyó en el fundador de la crítica literaria. Sus obras teóricas "Laokoon" y "Dramaturgia de Hamburgo" trascendieron como referencia para la discusión de los principios estéticos y teóricos de la literatura.

Lessing criticó particularmente la simple imitación de los dramaturgos franceses y abogó por el regreso a los principios clásicos de Aristóteles, así como por el acercamiento a la obra de Shakespeare. Fue precisamente Lessing quien inició la entrada de Shakespeare en Alemania, trabajando con varias compañías teatrales. Sus trabajos se convirtieron en prototipos de la dramaturgia burguesa alemana que se desarrollaría más tarde. "Miss Sara Sampson" y "Emilia Galotti" son consideradas las primeras tragedias burguesas, "Minna de Barnhelm" fue modelo para muchas comedias clásicas alemanes y "Nathan el Sabio" el constituyó el primer drama ideológico.

 

Friedrich Schiller. En Alemania se impone el movimiento del “Sturm und Drang”, constituido por Friedrich Schiller y Johan Wolfgang Goethe. En oposición al racionalismo absoluto, la vida debía ser vivida de modo conmovido y compulsivo. Reconocido como genial reformador de la poesía dramática, Friedrich Schiller (1759 – 1805)  constituye la idea del “alma bella” y sostendrá que “el realismo no puede hacer un poeta”. A la luz de su creencia en la existencia de una ley moral y un orden ético en el mundo, se incorpora al movimiento del “Sturm und Drang” escribiendo varios dramas en los que postuló la libertad política y espiritual del individuo y criticó las desigualdades sociales.

En la obra “Don Carlos”, Friedrich Schiller evidencia la esencia y fun­ción de las lágrimas en la época de la sensibilidad. En el se­gundo acto, Carlos trata de reconciliarse con su padre, pero infringe la etiqueta y llora. Inmediatamente, Felipe, su padre, lo recha­za exclamando: “¿Lágrimas, además? ¡Qué espectáculo tan indigno! Apártate de mi vista”. A lo que el hijo, Carlos, horrorizado, replica: “¿Quién es éste? ¿Por qué error se cuenta tal extraño a sí entre los humanos? Pues, verdaderamente, refrendo eterno son las lágrimas de la humanidad; mas él los ojos tiene secos, no ha nacido de mujer”. Asimismo, ningún reproche le es más duro al príncipe, alejado como está de las ideas comunes por su amor a la reina, que el del marqués de Posa, quien sentencia: “Tienes muerto el corazón: ninguna lágrima ante el destino atroz de las provincias, ni una lágrima siquiera. Oh, Carlos, un pobre eres, has llegado a ser un pordiosero desde que a nadie quieres sino a ti”.

Asimismo, el romanticismo de Friedrich Schiller se fincó en la idealización de hechos heroicos y en el elogio a las luchas por la libertad. Escribió así “Los Bandidos”, obra que produjo una influencia significativa entre los jóvenes, al punto que a muchos les dio por imitar la figura del protagonista. Schiller presenta a un noble que, abrumado de desdichas que se hace jefe de una cuadrilla de bandoleros, pintándole con simpáticos rasgos de nobleza que despliega en medio de sus crímenes. En esta misma perspectiva Schiller escribe “Wilhelm Tell”, obra en que, a partir de la dramática lucha del pueblo suizo contra la tiranía austríaca, denuncia las coerciones a que era sometido el pueblo oprimido por la dominación extranjera, proponiendo liberar a la cultura nacional de todo su influjo. Con todo, Friedrich Schiller es el autor de la “Oda a la Alegría” (1785), himno que Ludwig van Beethoven incluyera en su única sinfonía coral, la novena sinfonía.

 

Johan Wolfgang von Goethe. Expresando influencia del clacisismo griego y romano, explorando una visión humanista del mundo y ocupándose de la función del conocimiento en la felicidad humana, Johan Wolfgang Goethe (1749 – 1832), llamado “el último pagano” por Theodor Lessing, concurre a la constitución del movimiento romántico, del “Bildungsroman” y del “Sturm und Drang”. En su genial intuición, Goethe anticipa un hecho de la mayor trascendencia: el descubrimiento de los valores inmanentes a la vida. Así, sus obras serán símbolos que acreditan la idea de un perpetuo desasosiego y permanente búsqueda de vida plena, actitud que se revela como rasgo de nuestro tiempo. Como corolario, la debilidad de carácter constituye el peor de los pecados. La premisa de Goethe queda registrada cuando sentencia: “El sentimiento es todo; el nombre es ruido y humo que ofusca el esplendor del cielo… El mejor hombre, es el que se estremece”.

La sensibilidad la plasma Goethe en “Erlkönig” (El rey de los elfos), cuando expresa:

 

“¿Quién galopa a rienda suelta

entre la sombra y el viento?

Es el padre que en sus brazos

Va llevando al hijo enfermo

Y en la angustiada carrera

Le ciñe contra su pecho”.

 

“- ¿Por qué te escondes y tiemblas?

- ¿No ves al rey de los elfos,

no le divisas, oh padre,

con el manto y con el cetro?

- Nada temas, hijo amado:

Son las nubes en el cielo”.

“Ven, oh niño, que en mi estancia

vivirás en mimo eterno;

vestirás de seda y oro;

y te hará mi madre el dueño

de la flor de sus jardines,

de la fruta de sus huertos”.

 

“- ¿No oyes, padre, que me llama

la voz del rey de los elfos?

-   Nada temas, hijo amado:

Es el silbido del viento

Entre las ramas del árbol:

Nada temas, ven sin miedo”.

 

“Ven, oh niño, que mis hijas

cubrirán tu sien de besos,

y en la calma de la noche,

porque a ti descienda el sueño,

cantarán alegres cantos,

te dirán sabrosos cuentos”.

 

“-¿No  ves, padre, a las hermosas

hijas del rey de los elfos?

¿No las ves en el sombrío?

- Son los sauces del sendero

con su lóbrego ramaje:

Nada temas, ven sin miedo”.

 

“Te amo, oh niño, que me atraes

por lo hermoso y por lo bueno;

obedece a mi llamada,

no te esquives a mi ruego,

que si tú venir no quieres,

yo te arrastro, yo te llevo”.

 

“-¡Padre, se acerca, me coge

me lleva el rey de los elfos!

Más estrecha el padre al niño;

Corre, vuela como el viento;

Pero al fin de la jornada

Ve al hijo, en sus brazos, muerto”.

 

Además de rescatar el mundo del sentimiento, Goethe da cuenta del proceso de cambio y transformación social de su época. Así, considerándose la primera expresión del movimiento literario del “Sturm und Drang”,  Goethe publica en 1773 un drama de carácter histórico, titulado “Götz von Berlichingen”, que trata de un alzamiento contra el poder político, dirigido por un caballero alemán del siglo XVI.

Además, en su obra de 1796, “Wilhelm Meisters Lehrjahre”, expone el carácter antagónico de los intereses del aristócrata y los del hombre burgués, el “Bürger”. Según Goethe, el primero tiene modales elegantes de acuerdo a su elevada posición social, pero no cultiva su corazón, pero el “Bürger” no puede tener tales pretensiones. Para este último la cuestión decisiva no es “quién es él”, sino que “discernimiento, conocimiento, talento o riquezas” posee. Debe pues el “Bürger” cultivar un talento para ser útil, y queda bien entendido que en su existencia no puede haber armonía, porque para hacer que un talento sea útil, debe abandonar el ejercicio de todos los demás. Por consiguiente, para el héroe de Goethe, si bien el aristócrata ha alcanzado una alta posición y muestra finos modales, no tiene más que un corazón frío y cruel. A su vez, si bien el “Bürger” carece de modales adecuados, éste sobresale por virtud de sus logros individuales que representan un valor personal más grande que la comodidad y la estabilidad que son un privilegio heredado, un producto no ganado y, por tanto, inmerecido. Pero esta alabanza a las capacidades proteicas del hombre fuerza la crítica radical a la sociedad burguesa ya que esta hace hincapié en el éxito, pasando por alto la relación entre el valor del esfuerzo y la creatividad individual. Entonces, el mérito del éxito es sólo relativo, pues en el hombre ordinario es el resultado de un desarrollo unilateral; todas sus otras capacidades son sacrificadas con el fin de que pueda ser útil.  En consecuencia, Goethe censura los efectos embrutecedores de la especialización. Aún el “Bürger” puede ganar distinciones por sus dotes pero, en realidad, solamente el artista está en posición de seguir “el cultivo armonioso de la naturaleza”.

Goethe también procura dar cuenta del carácter que ya en su tiempo asume Occidente. Conforme a la leyenda, y sin que se pueda determinar algo respecto de su misteriosa desaparición y muerte, Johann Faust o Georgius Faustus (1480 – 1540) fue una persona de gran ilustración que dedicó sus afanes al estudio de la magia, siendo expulsado de Heidelberg por sus ideas revolucionarias. Sin embargo, a costa de desvelos estudió enigmáticos pergaminos y jeroglíficos del poder diabólico para lograr una invocación fundamental destinada a someter al diablo a sus órdenes. Martín Lutero, el fundador de la reforma protestante, le atribuyó poderes diabólicos; Philipp Melanchton, otro reformador, afirmaba haber conocido en persona a Fausto, de quien decía andaba siempre acompañado con dos perros que eran demonios. De esta forma, el Fausto histórico daría origen al Fausto mítico que será representado por múltiples autores. La “Historia de D. Johann Faustus”, de autoría supuestamente anónima y publicada en 1587 por el librero Johann Spies, fue la primera manifestación literaria del mito fáustico. En 1592, Christopher Marlowe (1564-1593), joven escritor contemporáneo de William Shakespeare, escribió el drama “La trágica Historia del Dr. Faustus”, basado en la traducción inglesa del Fausto de Spies, enviando a su personaje al infierno. Después, el enciclopedista y escritor alemán Gotthold Ephraim Lessing fue el primero en pensar que el personaje se redimiera, en un drama del que sólo se conoció un fragmento en 1760.

Seguida por otras interpretaciones, la versión de Goethe (1808 – 1832) expone que, al ser Fausto un hombre sabio insatisfecho por la limitación de su conocimiento e incapaz de ser feliz, se le aparece Mefistófeles para ofrecerle los placeres de la vida. Siendo él un viejo decrépito, Fausto pacta con Mefistófeles la entrega de su alma al demonio a cambio de juventud para poder acceder a la gentil y joven Margarita. El demonio debía hacerse presente en cada oportunidad en que fuese llamado, cumpliendo con todos los deseos del evocador, sin que nadie pudiese verle. A partir de entonces, Fausto dispuso de riquezas sin límites, una nueva juventud y el amor de muchas mujeres. Al término del compromiso, Mefistófeles hace pedazos el cuerpo del hechicero, llevándose el alma que el diablo había comprado. De esta forma, en “Fausto” estaba presente una noción que trascendería significativamente al ser puesta por Goethe en boca de Mefistófeles: “Todo lo que nace merece hundirse”, principio contrario a aquel concepto de que todas las cosas merecen elevarse, lo cual implica luchar aunque los objetivos no se consigan. De esta forma, “Fausto” representa la tensión entre ciencia y ética. Así “Fausto” se convierte en símbolo del Occidente que hace lo que sea para conseguir sus fines, incluso vender su alma al demonio. Evidenciando el sentido trágico de la vida, Goethe traduce críticamente el espíritu de los tiempos modernos.

En la obra “Los Infortunios del joven Werther” (1779), Goethe presenta una historia cuyo protagonista es un joven enamorado, presentado como arquetipo de un profundo desagrado hacia el mundo, razón por lo que es postulado como modelo de indomable rebelión, a pesar de que un amor frustrado sumerge al personaje en un estado depresivo y melancólico que lo lleva a terminar quitándose la vida por propia mano. Werther se encuentra ante la ruina del sistema corporativo medieval, la ascensión de la burguesía, los comienzos de la industrialización y la separación entre vivien­da y lugar de trabajo. Enfrenta pues Werther la consecuente disolu­ción de la gran familia antigua, de aquella “casa completa” a la que pertenecían el bisabuelo, la abuela, la madre, el hijo, el mozo, las criadas, los aprendices y los oficiales, y que implicó el despertar del individualismo.

En “Los Infortunios del joven Werther”, Goethe expone: “Muchas veces se ha dicho que la vida es un sueño, y no puedo desechar de mí esta idea. Cuando considero los estrechos límites en que están encerradas las facultades intelectuales del hombre; cuando veo que la meta de nuestros esfuerzos es poder satisfacer nuestras necesidades, que, a su vez, no tienen más objeto que prolongar una existencia efímera; que toda nuestra tranquilidad sobre ciertos puntos de nuestras investigaciones no es otra cosa que una resignación meditabunda y que nos entretenemos en bosquejar deslumbradoras perspectivas y figuras abigarradas en los muros que nos aprisionan”.

“Me reconcentro en mí mismo y hallo un mundo dentro de mí; pero un mundo más poblado de presentimientos y de vagos deseos que de realidades y de fuerzas vivas… yo persigo sonriente mi sueño por el mundo... El hombre humilde que comprende adónde va todo a parar, el que observa con cuánta facilidad convierte cualquiera su jardín en un paraíso crea un mundo, que saca de sí mismo, y también es feliz, porque es hombre. Podrá agitarse en una esfera muy limitada, pero siempre llevará en su corazón la dulce idea de la libertad y el convencimiento de que saldrá de esta prisión cuando quiera... ¡Qué pobres son los que dedican toda su alma a los cumplimientos, y cuya única ambición es ocupar la silla más visible de la mesa!... ¡Necios! No ven que el lugar no significa nada, y que el que ocupa el primer puesto representa muy pocas veces el primer papel”.

“Me instalo, sin ningún género de comodidades; pues bien, aquí he encontrado un rinconcito que me ha seducido... tomo café y hojeo a Homero... Mucho puede cacarearse en favor de las reglas… Un hombre formado según las reglas, jamás producirá nada absurdo... Sin embargo… toda regla asfixia los verdaderos sentimientos y destruye la verdadera expresión de la naturaleza... También yo aprecio mi inteligencia y mis talentos más que este corazón mío, que… es la única y exclusiva fuente de todo: de toda fuerza, de toda ben­dición y toda virtud”.

“¡Con cuanto embeleso, mientras ella hablaba, fijaba yo la vista en sus negros ojos!... absorto en los magníficos pensamientos que exponía… No pienso más que en ella… Ah Guillermo, adónde me arrastra con frecuencia mi corazón!... Carlota ha censurado mis excesos... ¡Pero con qué amabilidad!... Te hablo con el corazón en la mano. A no ser así, preferiría callar... ¿Qué otra misión puede tener el hombre más que la de llenar todo el camino con sus dolores y apurar su cáliz hasta las heces? ... ¿Por qué no he de confesar mi angustia en este momento en que mi ser tiembla y fluctúa entre la vida y la muerte… ¿No reconoces la voz de la criatura extenuada, desfallecida, que se hunde sin remedio, a pesar de su inútil lucha, gritando con amargura: ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”.

Bien sabe Dios cuántas veces me he dormido con el deseo y la esperanza de no despertar más. Y al día siguiente abro los ojos, vuelvo a ver la luz del sol y siento de nuevo el peso de mi existencia… ¿Por qué me despiertas, brisa de la primavera?... Pronto vendrá la tempestad que arrebatará mis hojas. Mañana llegará el viajero... su vista me buscará en torno a él, me buscará y no me encontrará”.

“Estas palabras causaron a Werther un profundo abatimiento. Se arrojó a los pies de Carlota en el último grado de desesperación… El mundo desapareció para ellos... Es la última vez Werther; no volveréis a verme… ¡Carlota! Una palabra sola, un adiós siquiera. Ella guardó silencio. Werther esperó, suplicó... ¡Adiós, Carlota, adiós para siempre!... ¡Si me hubiese cabido en suerte morir sacrificándome por ti! Con alegría, con entusiasmo hubiera abandonado este mundo… Pero sólo algunos seres privilegiados logran dar su sangre por lo que aman, ofreciéndose en holocausto para centuplicar los goces de sus preciosas existencias”.

“Carlota: deseo que me entierren con el vestido que tengo puesto, porque tú lo has bendecido al tocarlo... Prohíbo que me registren mis bolsillos. Llevo en uno aquel lazo de cinta color de rosa que tenías en el pecho el primer día que te vi, rodeada de tus niños... Dales mil besos... ¡Cuánto los quiero! Aún los veo agruparse en torno de mí... ¡Cuánto te he amado desde el momento en que te vi!... Ten calma... no te desesperes... ¡Cúmplase mi destino! Carlota... ¡Adiós! ¡Adiós! (dirigiendo un arma a su sien)”.

El joven Werther se convirtió en el modelo de una gene­ración joven. Su atavío, imitado por millares, era un unifor­me no menos agresivo que hoy lo es el atuendo de los “jóve­nes airados”, esto es, “coléricos”. En aquella “exageración román­tica” (como el mismo Goethe lo llamó) vislumbraba una vanguardia juvenil su propia y contradictoria existencia. La idea fundamental la señala Goethe cuando afirma: “Los hombres ricos en lágrimas son buenos. Apartaos de todo aquel que tenga seco el corazón y secos los ojos”. A su vez, Goerthe  proclamará: “Quien no levante su mirada hacia el sol, no llegará a descubrirlo. Si en nosotros no existe la fuerza propia de los dioses, ¿cómo podremos embelesaros ante la divinidad?”.

Con todo, en aquellos días de emotividad, el sentimiento degeneró en sentimentalismo llorón y quejumbroso. Muchos jóvenes sufrían del “mal del siglo”: aspiraciones vagas, tormento de lo infinito, hastío de la monotonía de los días. Asumiendo “la honda tristeza que le devora interiormente”, Lammenais escribe: “Junto a las riberas del mar o en lo más profundo de los bosques, me alimentaba de… negros pensamientos… ignorando el empleo que debía dar a la vida, la dormía acunando en lo vago de mi alma cansada de sí misma”. Por su parte, el pintor Tassaert reconocía: “Tengo una endiablada sensibilidad que siempre me ata a la desgracia”.

El mismo Teófilo Gautier escribía: “Entonces estaba  de moda en la escuela romántica ser pálido, lívido, verdoso, algo cadavérico, si era posible. Esto proporcionaba un aspecto fatal… Las mujeres sensibles los encontraban interesante y, al apiadarse de vuestro fin próximo, abreviaban en vuestro favor la espera de la dicha”. La princesa Belgiojoso era representada “como un blanco fantasma, con túnica de vestal, manos delgadas y pálidas y ojos dilatados por la fiebre… la más sorprendente encarnación del romanticismo”. En 1854, Gerard de Nerval (1808 – 1855) aludía en “El desdichado” al “sol negro de la melancolía”. Oscar Wilde diría: “Lo único horrible que hay en el mundo es el hastío. Este es el único pecado sin remisión”.

 

Generación de la Revolución.

En 1840, Víctor Hugo (1802 – 1885) señalaba que el poeta debía llevar a su obra “el conjunto de las ideas de su época”. Además, el 2 de septiembre de 1848, Paul Huet escribía a Baudelaire: “Hacia las postrimerías de la Restauración, la juventud parecía salir de un largo agotamiento; arrastrada por un irresistible impulso de libertad, corría a todas las fuentes de la vida, hacia lo bello y hacia el bien”.

 

Henri Beyle. Así entonces, Henri Beyle (1783 – 1842) escribe con el seudónimo de “Stendhal”, siendo reconocido por Nietzsche como el mejor novelista de la época. Si de él se diría que “su alma era siempre una tempestad”, inevitablemente sobreviene la explosión de su espíritu cuando proclama: “Dios mío, con mi entusiasmo improductivo me asfixio en esta época trivial; pues necesito poderosas emociones externas para ser dichoso; en mis desveladas fantasías me veo siempre como un Danton o un hombre parapetado en una barricada: verdaderamente, sin el gorro jacobino soy incapaz de pensar. Espero que por lo menos haya una guerra; pero tampoco eso sería nada. Dios mío, si hubieses nacido en la revolución francesa por lo menos habría sabido dónde podía perder la vida decentemente”. De hecho, Stendhal llamará pues a la victoria de los jacobinos “el momento más hermoso de la historia moderna”. En el cual no había más religión que la adhesión a la patria revolucionaria: “Nuestro sentir íntimo y sincero culminaba en el pensamiento de ser útil a la patria... Más tarde hemos cometido infidelidades contra esta religión, no obstante las cuales, en todas las grandes ocasiones ha re­conquistado... su señorío sobre nuestros corazones”.

Stendhal expresa las categorías fundantes de tal pensamiento radical: “Llenos de repugnancia contemplan las cosas / y el vacío de la vida usual / enfermos de la riqueza de su alma / y han descubierto en esta atmósfera de sequedad / y egoísmo, dentro de sí, una irresistible necesidad furiosa de amar... Trastornados, alcanzados, transidos de la pasión de hacerse”.

En su obra “Lucien Leuwen”, Stendhal presenta entonces el problema de una juventud sin bandera, esto es, el drama del hombre que, nacido en una sociedad “étilée” (calificativo de Stendhal) o anémica (calificativo español de Ortega), no encuentra lugar para su misión heroica, esa tarea trascendente que necesita toda juventud, y acaba en una muerte prematura como en Julian Sorel o en la vida fracasada de Lucien Leuwen.

Ante tal realidad se requiere una especie de celibato sacerdotal para el hombre que pretende cumplir una misión, para lo cual debe incluso resistir al amor. Pero el protagonista Lucien Leuwen claudica con demasiada facilidad y, finalmente, dimite de su deber. Leuwen rompe el voto al enamorarse de una aristócrata, cediendo en sus inclinaciones ideológicas, en aras, no ya de sus pasiones, sino por obsequiarse con intrascendentes gustos, una grata convivencia. Leuwen se entrega por la conversación divertida del farsante, vendiendo la ejecutoria de su juvenil proeza republicana por el plato de comida de una grata conversación en la Francia de una monarquía liberal.

Si “Werther” se dio muerte, ahora la exhortación es que hay que ser héroe de verdad, héroe con madera de mártir para lanzarse solo al asalto de la fortaleza. En las palabras del joven convencional francés, Louis Antoine de Saint-Just, se expresa la implacable re­solución de esta generación: “Estoy, sin miramiento alguno, en contra de los enemigos de mi país: sólo sé de la justicia... Quien hace las revoluciones a medias se excava la propia tumba”.

 

Percy Shelley. A la época, Percy Shelley (1792 – 1822), bajo la influencia del movimiento de la Ilustración y después del panteísmo platónico, desarrolla la aspiración poética a un mundo ideal de belleza y bondad, procediendo a forjar su propio código de moralidad especial, del cual nunca se separó. Escribiendo en 1810 su ensayo “La necesidad del ateísmo”, que causó su expulsión de su hogar y la Universidad, y el triste poema “Alastor, o el espíritu de la soledad”, se entregó a la política más avanzada y debió escapar de la persecución gubernativa.  Se había espantado con la acumulación de las cosas, continuada en una sociedad de clases antagónicas, donde el tener pulverizaba a los hombres en términos de que, como el inquilino de la pieza de Ionesco, casi no se atreven ya a ver. El hombre mismo  se convierte en cosa, se vende como mercancía en la producción y en la prostitución, como fuerza de trabajo, como recipiente sexual o como intelectualidad conformista. El asco por la cosificación comienza a convertirse, en los países de producción más desarrollada, en un desencadenado consumo, en una aceptación de la circunstancia, en disfrute de un paraíso de satisfacción, donde la comunión se celebra en el consumo.

Shelley, que había soñado con una revolución sin violencia, marcharía a Italia y se encontraría con lord Byron, esbozado este proceso en el prólogo de su poema “La rebelión del Islam”, en el que dice: “La simpatía por este acontecimiento (la Revolución francesa) se apoderó de todos los pechos sensi­bles; y las naturalezas más nobles y generosas fueron las que más profundamente participaron de ella. Sin embargo, se es­peraba tal cantidad de bien sin mezcla de otra cosa que era imposible que llegase a conseguirse... Al frustrarse por prime­ra vez las esperanzas del progreso de la libertad en Francia, el celo optimista por el bien se saltó la solución de este pro­blema (el de que una sociedad con una tiranía muy arraigada no puede trocarse súbitamente en lo contrario), y se hizo en­mudecer a si mismo durante todo un período en lo referente a los acontecimientos que nadie había esperado: así, muchos de los más brillantes y sensibles amantes del bien general que­daron moralmente arruinados por tener una comprensión im­perfecta de los acontecimientos, que, según melancólicamente les parecía, aniquilaban sus más caras esperanzas; con lo cual el desgarramiento y la misantropía se convirtieron en la ca­racterística de nuestro tiempo, ya que la esperanza desengañada sólo encuentra consuelo, inconscientemente, exagerando la desesperación”.

 

George Byron.  Tras la victoria de la revolución en Francia, George Byron (1788 - 1824) experimentó la contradicción de la nueva realidad. La unanimidad con que la vanguardia intelectual de todas las naciones había saludado el orto de la revolución se fue des­vaneciendo al salir cada vez más a luz las contradicciones revolucionarias, conforme se iba deslizando paulatinamente hacia el terror y, más tarde, hacia el bonapartismo. En este contexto, si “Werther” representaba a la generación del sentimiento, Byron, encarnación de la pasión, se con­virtió por su vida y poesía en el modelo de una nueva generación romántica, esencialmente transgresora.

Nada le satisfacía a Byron pues tenía un deseo inextinguible de todo lo excitante y prohibido. Se multiplica en la exigencia intensiva de tener todo a la vez, de retener en todo momento todas las pa­siones del mundo. Byron irrumpe huyendo de su país, dejando tras él una esposa a la que odiaba, una hermana que era su amada, evadiendo a otras mujeres, deudas y múltiples embrollos. Se presenta incluso como lord rebelde que en la Cámara de los Lores efectúa un discurso a favor de los “pobres de la industria”, del proletariado, proclamando: “He estado en algu­nas de las provincias más atrasadas de Turquía; y, sin embar­go, bajo ninguno de los sistemas de gobierno más despóticos y anticristianos he visto jamás una miseria tan lastimosa como en el centro mismo del corazón de un país, cristiano... ¿Pueden ustedes encarcelar a toda una nación? ¿Quieren ustedes erigir un patíbulo en cada campo y colgar a los hombres como es­pantapájaros?”.

Más su contradicción no es una comedia. Como se aprecia, Byron es since­ro y su experiencia es real, no solamente discursiva. Experimenta todo, aunque no hay vasija que pueda resistir tal abundancia y salta hecha pedazos. Escribe Byron:  “Soy tan excitable que estoy a punto de perder la cabeza, y tan nervioso que grito por una nadería; al llegar la noche, enteramente solo conmigo mismo, rompo a llorar”.

Byron, expresa la común conciencia de vivir en un mundo lleno de contradic­ciones y trastornado, el sentimiento de cierta unidad perdida (ya fuese “el origen”, el sistema corporativo medieval o la ex­plosiva comunidad revolucionaria) y el ansia de reconquistarla (en una utopía orientada, ya regresiva, ya progresivamente), la adhesión a la pasión en sí, la concentración en el yo juntamen­te con el deseo de vivir sin medida por encima del yo, la aver­sión hacia el mundo burgués del capitalismo, hacia la comer­cialización de la existencia, hacia la trivialidad y la moral solvente, el goce provocativo por el exceso y la vivencia de la infinitud en el amor, la naturaleza y el ensueño. Así, hastiado luego de la lujuria, Byron, que había entrado en con­tacto con los carbonarios a través de la familia de la condesa Guiccioli, se convierte en una pieza clave de la conjura contra la dominación de los Habsburgos y por la independen­cia de Italia. Lord Byron muere tras embarcarse en una expedición para tomar Lepanto a los turcos.

Byron representa al héroe que con sus actitudes intelectuales y morales seduce a las generaciones románticas. Los byronianos, casi siempre jóvenes, unos elegantes y hastiados, otros amargados por la pobreza, algunos víctimas de la vida, ofrecen reconocibles rasgos comunes. Es la inquietud perpetua, interrogantes sin respuestas, tedio de vivir y melancolía que con frecuencia llega hasta la desesperación; es el “mal del siglo”. En definitiva, más que mera moda literaria, el byronismo constituía un estado del alma. Al efecto, Byron pregunta: “¿Por qué nací?... ¿Qué hice para ser condenado a la desgracia?”.

 

Amandine Dupin. En Jean Ziska, episodio de la guerra de los hussitas, novela del romanticismo aparecida en 1843, la novelista francesa Amandine Aurore Lucile Dupin (1804 – 1876),  conocida con el seudónimo de George Sand, que sostuvo un fuerte compromiso político republicano de avanzada y que mantuvo relaciones con varias celebridades de su tiempo, proclamaba severamente: “El combate o la muerte, la lucha sangrienta o la nada. Así está plantado inexorablemente el dilema”. El espíritu romántico era inequívoco. “Georg Sand” exclamaba al otro día de las jornadas revolucionarias: “He visto al pueblo grande, sublime, generoso. Uno se siente arrebatado y feliz por haberse dormido en el fango y despertar en los cielos”.

 

Heinrich Heine. Christian Johann Heinrich Heine (1797 - 1856), abogado judío que, al estar su personalidad compuesta por elementos contradictorios como una alegría de vivir pagana y una sensibilidad basada en los valores éticos del judaísmo, un patriotismo germánico y un humanitarismo que alcanzaba al mundo entero, un cristianismo nominal y un apego al judaísmo que duró toda la vida, sin más produjo una obra poética y escritos marcados por un espíritu de desencanto, de burla y de sátira amarga.

Heine proyectaba un suelto erotismo y un fuerte liberalismo político. Simpatizaba con las ideas democráticas de la revolución francesa y tenía proximidad con Karl Marx y Saint-Simon. Por tanto, satirizaba agriamente contra los regímenes despóticos y feudales de los reinos y ducados alemanes. De hecho, Heine se convirtió en un miembro prominente del grupo literario “Joven Alemania” (“Junges Deutschland”), movimiento que en particular atacaba a la escuela romántica alemana por haber terminado sumiso ante el poder monárquico y eclesiástico. Por esta última circunstancia, Heine mismo rechazaba categóricamente su encuadramiento como poeta romántico. Sin más, los escritos de este movimiento fueron prohibidos en Alemania en 1835 y, además, algunas obras importantes del poeta aparecieron, incluso hasta avanzado el siglo XX, en el Index de libros prohibidos por la Iglesia Católica.

En sus “Cuadernos de Viaje” (1826), el poeta Heine decía: “La vida y el mundo son el sueño de un dios ebrio, que escapa silencioso del banquete divino y se va a dormir a una estrella solitaria, ignorando que crea cuanto sueña... Y las imágenes de ese sueño se presentan, ora con una abigarrada extravagancia, ora armoniosas y razonables... La Ilíada, Platón, la Batalla de Maratón, la Venus de Médicis, el Munster de Estrasburgo, la Revolución Francesa, Hegel, los barcos de vapor, son pensamientos desprendidos de ese largo sueño. Pero un día el dios despertará frotándose los ojos adormilados y sonreirá, y nuestro mundo se hundirá en la nada sin haber existido jamás”.

En 1834, prácticamente un siglo antes que el nacionalsocialismo llegara al poder, Heine advirtió a Alemania, país con el cual tenía una relación de amor y odio: “En Alemania se producirá un drama que hará que la Revolución Francesa parezca algo inofensivo y banal. El cristianismo ha frenado el ardor guerrero momentáneamente, pero no lo ha destruido; una vez que el talismán contenedor (la cruz) se haga añicos, la barbarie se levantará otra vez”. Anticipó asimismo a los franceses que no debían subestimar el poder de las ideas ya que “los conceptos filosóficos alimentados en el silencio del estudio de un académico pueden destruir toda una civilización”. Sentenciaba Heine: “Allí donde se queman los libros, se acaba por quemar a los hombres”.

Heine comentaba: “Un amigo me preguntaba porqué no construíamos ahora catedrales como las góticas famosas, y le dije: "Los hombres de aquellos tiempos tenían convicciones; nosotros, los modernos, no tenemos más que opiniones, y para elevar una catedral gótica se necesita algo más que una opinión". Enseñaba pues Heine: “Si quieres viajar hacia las estrellas, no busques compañía”.

 

Generación de la Decepción. Cuando, debido a las subversiones revoluciona­rias y a las guerras napoleónicas, salió a luz la crasa impotencia política de la “Santa Alianza”, y económicamente la índole caricaturesca del capitalismo con respecto a los sue­ños de libertad, igualdad y fraternidad, la generación román­tica manifestó todo su desacuerdo con la desilusionante realidad.

Serán las corrientes del romanticismo frustrado por el fracaso de la revolución, pleno de melancolía y con un furioso y desesperado apetito de muerte, aquello que en los años treinta del siglo XIX florece en seres complejos. Tras un proceso de incubación que se inicia en “Los pensamientos nocturnos sobre la vida”, de Edward Young, surgen las obras de Gautier, Saint-Beuve, Nedy, Beyle, Baudelaire y Poe. Se comienza así por lo lúgubre, macabro y tétrico, y se termina con lo terrorífico. La meditación sobre la muerte se convertirá en necrofilia y la idealización del amor burgués cederá ante el sado-masoquismo del sexo. El horror será un oasis en medio del tedio, porque significa una sacudida que inesperadamente logra poner en movimiento el cuerpo y el alma paralizados; es un rayo en la psicastenia o pereza patológica en la que inmoviliza la melancolía.

De esta forma, si los primeros románticos procurarían alcanzar el corazón, éstos ya procuran conmover, más allá de la sensibilidad, el alma, las regiones más oscuras del espíritu. Ello por cuanto el dolor agudiza la lucidez, eleva a unas alturas desde las que se capta la imposibilidad del hombre de llegar a ser feliz. Si la felicidad es el único estado en el que cabe realizar el bien, el dolor crónico coadyuda a la realización del mal junto con la fascinación que éste irradia. La capacidad de realizar el mal, su grado de refinamiento, está en relación directa con el dolor que soporta el sujeto.

Se trata de transgredir al “ingenuo hombre de bien”, sustentado en una moral superficial, de formas y convencionalismos, para ser llamado honrado. Moral hipócrita y grotesca del “buen sentido” burgués. Se reclama que la moral es un adorno, donde, como lo dirá Baudelaire: “La costumbre de cumplir con el deber destierra el miedo”. Este dolor es, además creciente, pues con el paso del tiempo la belleza se marchita, la capacidad de esfuerzo disminuye, la inteligencia se obnubila y la lucidez decrece. Nada definitivo puede hacerse contra el carácter irreversible del tiempo, verdugo implacable del género humano

 

François Villon.  A mediados del siglo XV, François Villon (1431 - 1465), de nombre real Francois de Montcorbier, poeta francés que conoció la miseria, que vivió cual truhán al estar involucrado en robos y asesinatos, actuó en su tiempo como poeta marginal. Los románticos harían de él el predecesor de los poetas malditos. Villon no renovó tanto la forma de la poesía de su tiempo como sus temas por cuanto dio nueva vida a motivos heredados de la cultura medieval que él conocía a la perfección y los animó con su propia y original personalidad. Contravino el ideal cortés, invirtió los valores admitidos celebrando a las gentes destinada al patíbulo, se entregó de buen grado a la descripción burlesca, a las bromas subidas de tono y multiplicó las innovaciones en el lenguaje. Recurrió con una singular ambigüedad a una mezcla de reflexiones sobre el tiempo, amargas chanzas y fervor religioso, combinaciones que singulariza su obra respecto a la de sus predecesores. Villon plasmó tristeza y melancolía en sus versos. Villon fue ignorado en su tiempo pero fue redescubierto en el siglo XVI, siendo considerado el último gran poeta de la Edad Media y el primer poeta moderno.

 

Johann Heinse. Profundizando las matrices del romanticismo primigenio, los poetas Heinrich Wilhelm von Gerstenderg (1737-1823), Jakob Michael Reinhild Lenz (1751-1792) y Friederich Maximilian von Linger (1752-1831), ya creaban una poesía tormentosa, inclinada a lo terrorífico, plena de apasionamiento y aún de rasgos psíquicamente patológicos, al punto de que alguno de ellos terminó sus días en total locura. Por su parte, Johann Jakob Wilhelm Heinse (1746-1803), también autor de espíritu rebelde y libertario, dedicaría sus principales obras a exaltar un hedonismo rayano en inmoralismo ("Ardhingello y las islas afortunadas"). Proclamando la satisfacción de los instintos y el pleno goce del cuerpo, sostuvo la defensa del amor libre, de la poligamia y de la guerra, desarrollando además particulares ideas sobre la educación y la propiedad.

 

Honoré de Balzac. Los levantamientos liberales fracasan y Honoré de Balzac (1799 - 1850) tituló su gran novela, “Las ilusiones perdidas”. En ella se lee: “Los jóvenes, sin saber cómo aplicar sus pro­pias fuerzas, no solamente se dirigían al periodismo, a la literatura y al arte, sino que las derrochaban asimismo en prodi­giosos excesos... exigían poder y placer; como artistas reclamaban la opulencia, y como ociosos, estímulos pasionales: así es que, de un modo u otro, reivindicaban el lugar que la política les denegaba”.

 

Henri Beyle. En su novela “Rojo y Negro”, Henri Beyle (Stendhal) presenta a Julián Sorel, el ambicioso hijo de campesinos que siente dentro de sí el talento y la energía de un Danton o un Napoleón. Más, en el mundo posrevolucionario, éste no se parapeta tras barricadas, sino que se encarama por escalas de cuerda; no conquista Estados, sino mujeres, pues se convierte en un delincuente desesperado y muere en el cadalso, sin haber alcanzado poder ni renombre. Sorel tiene muy presente a Napoleón, que le recuerda el deber de la grandeza, pero libra sus batallas en los “boudoirs”, contra da­mas de la “buena sociedad”, prescribiéndose a sí mismo cada uno de sus besos y sus seducciones como su “deber”, como un ataque y un triunfo plebeyos sobre su apocamiento: “En lugar de deleitarse con el desvarío sensual que estaba atizando, o con la pérdida de conciencia que avivaba el ardor amoroso, pensaba constantemente en el deber. Y abrigaba gran temor ante el cruel arrepentimiento y el eterno ridículo de que sería presa si no era fiel al modelo que se había propuesto en sus ensoñaciones”. Con la precisión psicológica de Stendhal se hace patente que, para la generación romántica, lo erótico fue sólo un sustitu­tivo de lo heroico.

El mismo Stendhal era como Byron, contradictorios, unidad de sensibilidad y cinismo, de pasión y frialdad, de revolución y dandismo. El hombre moderno surgía de las convulsiones revolucionarias y del sentimiento vital romántico: “Hoy he gozado de la genuina alegría de un verdadero cumplimiento del deber: a saber, del deber de ser ambicioso”.

 

Charles Baudelaire. En los escritos de Charles Baudelaire (1821 - 1867) se aprecia una situación de desgarramiento marcada por tendencias humanas contrapuestas que hacen del hombre un ser desquiciado por antonomasia. Sostiene Baudelaire que la llamada del mal es tan consustancial como aquello que impulsa a las alturas más excelsas y precisa: “Existen en todo hombre, y a todas horas, dos postulaciones simultáneas: una hacia Dios y otra hacia Satán. La invocación a Dios, o espiritualidad, es un deseo de ascender de grado; la de Satán, o animalidad, es un gozo de rebajarse”. Por tanto, el ser humano no es sino un ser “naturalmente depravado” que vive en un estado de profunda infelicidad, radicalmente insatisfecho, sin perspectivas, pleno de arrepentimientos cobardes y condenado a una decadencia progresiva que culminará con la muerte.

Advierte Baudelaire que el hombre es un ser de naturaleza frágil que vive atormentado, siendo el sujeto moderno más sensible al dolor que el individuo de la antigüedad. Se trata de un sufrimiento espiritual fundamental, más sutil y refinado y, por tanto, más agudo e hiriente. Este dolor del individuo moderno es consecuencia de la radical insatisfacción de sus deseos, donde nada puede serenarle y sus ansias le impiden disfrutar del placer que llega a sus manos.

Baudelaire sostiene que el “ser... es un estigio (infierno) cenagoso y plomizo, donde no penetra ninguna mirada del cielo”. Por extensión, toda relación interpersonal, y aún la relación amorosa, no es sino un campo de batalla en el que siempre hay dominadores y dominados, vencedores y vencidos. De allí que, dándose una lucha de todos contra todos, el hombre sea incapaz de cumplir el mandamiento cristiano del amor. En definitiva, tal como lo sostendrá el material - existencialismo del siglo XX, Charles Baudelaire precisa en el siglo XIX: “El infierno son los otros”.

Al efecto, para Baudeaire la vida es un doloroso proceso de debilitamiento, decaimiento y desaparecimiento de la “horrible existencia llena de conmociones... un mar monstruoso y sin límites”, y el mundo es “¡un oasis de horror en un desierto de tedio!” que pronto “va a acabar”. Esto es así por cuanto la vida no es sino el transcurso del tiempo, y ambos no son sino el verdugo implacable del género humano. Nada definitivo puede hacerse contra el carácter irreversible del tiempo.

Así, evidenciando la obsesión contemporánea por el paso del tiempo y el deterioro necesario, Baudelaire señala: “Pronto nos hundiremos en las frías tinieblas...claridad de nuestros veranos demasiado cortos... La tumba espera; ¡está ávida!”. Dirá también: “Acuérdate que el tiempo... es la ley”. Acota que es del reloj que brota el grito: “¡Soy la vida, la insoportable, la implacable vida!”. Pregunta así: “Angel lleno de belleza, ¿conoces la arrugas, y el miedo a envejecer...?”.

De esta forma, si bien efectivamente la vida en el campo intensifica la melancolía, Baudeilaire advierte que también la metrópolis la padece. Ella es la sede de la masa anónima y despersonalizada, aborregada en torno a los lugares de trabajo o diversión, indiferente al dolor ajeno y que fomenta en el individuo inconformista un sentimiento de desamparo e inseguridad. Como en la naturaleza todo está por hacer, en la ciudad todo se ha hecho y es perfectamente aburrida y es una selva de piedra, donde el espíritu se encuentra desterrado. La vida contemporánea presenta así el vicio “más inmundo... ¡es el aburrimiento!”. Se realiza pues un estado de melancolía, que implica tedio y hastío. Es la “flor del mal” que paraliza la voluntad, asfixia el alma, ahoga las ansias de elevación, embota los sentidos y resta las ganas de vivir.

Baudelaire se declaró “irritado contra la ciudad entera” y cuando descubre su pieza advierte “el horror de mi cuartucho” . Es simplemente una realidad que produce una “convulsión de asco”, alimentada por los periódicos que no entregan al público sino “basuras cuidadosamente escogidas”. Por eso, cuando cesa el movimiento de la ciudad, Baudelaire expresa: “Durante unas horas disfrutaré del silencio, si no del descanso. Ha desaparecido la tiranía del rostro humano... Al fin puedo entregarme al descanso en un baño de tinieblas.  Lo primero, echar el cerrojo. Me parece que este echar el cerrojo aumentará mi soledad y reforzará las barreras que me separan actualmente del mundo. ¡Qué horrible vida! ¡Qué horrible ciudad!”. Dirá así demás: “¡Oh noche, oh tinieblas! Para mí sois la señal que llama a una fiesta interior, sois la liberación de una angustia... sois los fuegos artificiales de la diosa Libertad”.

Ante el “tedio de vivir (que) hace el alma cruel”, el hombre procurará olvidar el paso de la vida y el tiempo recurriendo al paraíso artificial del alcohol o de las drogas.  En razón de esta agobiadora realidad, que marcha lenta, suprime la variedad y aumenta la monotonía, Baudelaire proclamará: “Hay que estar siempre ebrio. Nada más: ésa es toda la cuestión. Para no sentir el peso horrible del tiempo, que os quiebra la espalda y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin parar… De vino, de poesía o de virtud, como queráis. Pero embriagaos...el opio agranda lo que no tiene límites, ensancha lo ilimitado, hace profundo el tiempo, ahonda los goces, y de placeres oscuros y lúgubres llena el alma por encima de su capacidad”.

Aún más, ante el dolor y desesperación de semejante tediosa existencia, Baudelaire postula: “Envidio la suerte de los animales más viles, que pueden sumirse en un sueño estúpido”. Dirá así también: “¡Quiero dormir!, ¡dormir más que vivir! En un sueño tan dulce como la muerte, pondré mis besos sin remordimiento”. Clamará incluso: “¡Te odio océano!... risa amarga del hombre vencido... yo busco lo vacío, lo negro y lo desnudo!”. Agregará: “La esperanza, cuya espuela excitaba tu ardor, no quiere ya montarte. Échate sin pudor, viejo caballo cuyas patas tropiezan en todos los obstáculos”.

Ante semejante sistema de vida social, donde en medio de la lucha de todos contra todos es sumamente importante la manifestación externa de superioridad, Baudelaire aprecia al dandismo (literalmente elegante y refinado) que, como actitud moral, socialmente es el signo externo de una individualidad que se revela contra la exaltación de lo burgués, el orden del “ingenuo hombre de bien”, regido por la moral de tenderos que es el utilitarismo. Desde el punto de vista individual, el excéntrico atuendo del dandi es una máscara y coraza, una distancia (“pathos de la distancia” de Nietzsche)  y frialdad afectiva que en el rechazo a lo natural, en lo artificial, oculta la intimidad del peligro de la mirada ajena y constituye una disciplina que se impone en el mundo vulgar del presente. El dandi es una suspensión de la realidad pues es un ser sin ambiciones, sin propósitos ni fines, fijo en la quietud de un presente que falsamente pretende ser eterno.

Así, en Baudelaire la crítica a la idea de progreso es radical. Claramente consideró que “el progreso ha atrofiado en nosotros todo aquello que es espiritual”. Explica Baudelaire: “Nada más absurdo que el progreso, puesto que el hombre... se encuentra siempre en estado salvaje. ¿Qué representan los peligros del monte y la pradera, comparados con los choques y conflictos cotidianos de la civilización? Que el hombre abrace a su víctima en el bulevar o alcance a su presa en selvas desconocidas, ¿no es siempre el hombre eterno, es decir, el más perfecto animal de presa?”. Por tanto, advierte Baudelaire que del “progreso de estos tiempos, no quedarán de tus entrañas más que las vísceras”.

Situación ésta, de suyo agravada por el dominio de la máquina de vapor y la explotación a gran escala del proletariado propia del capitalismo derivado del infame comercio, además mecanizado, materialista y regido por la moral de Benjamín Franklin, “el inventor de la moral de tenderos”, y por las leyes del mercado que afectan hasta las relaciones más íntimas pues causan el “envilecimiento de los corazones”. Anticipa asimismo Baudelaire que “la mecánica nos americanizará... (y) atrofiará en nosotros la parte espiritual”. Sin más, contra ello lucharán el anarquismo y el “poeta maldito”.

Con todo, para Baudelaire, la melancolía también es una posibilidad de toma de conciencia de la condición humana en general. El dolor es el aspecto afectivo de la lucidez, el estado emocional que permite captar la auténtica situación del hombre. Por ello, se trata pues de conmover, más allá de la sensibilidad, el alma, las regiones más oscuras del espíritu. El dolor agudiza la lucidez, eleva a unas alturas desde las que se capta la imposibilidad del hombre de llegar a ser feliz. Si la felicidad es el único estado en el que cabe realizar el bien, el dolor crónico coadyuda a la realización del mal junto con la fascinación que éste irradia. La capacidad de realizar el mal, su grado de refinamiento, está en relación directa con el dolor que soporta el sujeto.

De esta forma, Baudelaire entiende que el mal se presenta como fuerza de subversión radical de la realidad. Si el deleite de hacer el mal sin sentir repugnancia implica el triunfo de Satán en su acción de minar la fuerza de voluntad humana, la exaltación del demonio se convierte en una forma de rebeldía que deconstruye el sistema social dominante. Aún más, la afirmación del demonio es concebida como forma de la redención social por vía maligna, expresada en la perversión, el sadismo, el vampirismo.

Hacer poesía es una forma de luchar contra la irreversibilidad del tiempo. Es una suerte de brujería evocadora que redime lo que toca al espiritualizarlo, embelleciendo la realidad al ajustarla a la métrica y la rima. Aunque Baudelaire cree que nada debe quedar fuera: la ruina, la enfermedad, la muerte, el horror, el crimen, la marginación, el anonimato, la miseria, también deben ser salvados del tiempo.

En una comunicación Baudelaire precisa: “Usted es un hombre feliz. Le compadezco, señor, por ser tan fácilmente feliz. ¡Ya tiene que haber caído bajo un hombre para creerse feliz...! Considero más distinguido mi mal humor que su felicidad celestial... Tengo muy serias razones para compadecer a quien no ama la muerte”. Agrega así: “Es bueno explicar a veces a los felices de este mundo, aunque no sea más que para humillar por un momento su estúpido orgullo, que hay felicidades superiores a la suya, más amplias y refinados”.

Considerando "la conciencia en el mal”,  habiendo descrito que el “cielo... (como) techo iluminado para una ópera bufa, donde cada histrión pisa un suelo ensangrentado” e implicando una actitud propia de “heautontimorúmenos” o de aquellos que “se castigan a sí mismos, y son verdugos de sí mismos”, Baudelaire se referirá a “Satán, astuto decano... ¡El diablo es quien maneja los hilos que nos mueven! A los objetos repugnantes les hallamos encantos; cada día descendemos un paso hacia el infierno, sin horror, a través de tinieblas que apestan...”. Como signo de rebelión fundamental dirá Budelaire: “De Satán o de Dios, ¿qué importa?”. Baudelaire proclamará pues: “¡Oh, mi querido Belcebú, yo te adoro!”.  Baudelaire proclamará: “Oh tú, el más sabio y bello de los ángeles, Dios traicionado... gran rey de las cosas subterráneas ¡Oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!... ¡Gloria y alabanza a ti, Satán... Haz que mi alma un día, bajo el árbol de la ciencia, descanse cerca de ti”. En tanto Baudelaire pregunta: “¿No será la creación la caída de Dios?”, sin más habla de la “alegre misa negra”.

En definitiva, entendiendo que el hombre hace el mal porque sufre y estando al “centro de los llanos del tedio”, consternándole la profundidad del cielo pues lo exaspera su limpidez y teniendo por base el orgullo luciferino que impele a atacar la religión, advierte la presencia demoníaca de un "sangriento aparato que implica destrucción”, al cual Baudelaire asigna una misión radical: “Raza de Caín, sube al cielo, ¡y arroja a Dios sobre la tierra!”.

Sin embargo, fracasadas todas las tentativas de rebelión y  lucha frontal contra las vías de salvación ortodoxa simbolizadas por Dios padre, como son el arte, el amor, la sociedad y aún la misma maldad, inexorablemente emerge el último recurso de insumisión, que si bien expresa la derrota general de los intentos anteriores, efectivamente constituye la única vía segura de salvación:  la “Muerte”, que aunque en realidad no salva nada, en su último verso invoca lo verdaderamente nuevo.

Reconociendo que ha blasfemado contra Jesús, Baudelaire concluye: “¡Apagaré pronto la lámpara, para esconderme en las tinieblas”. En esta perspectiva, Baudelaire sostendrá que “la muerte nos consuela... es la meta de la vida, y la única esperanza”. Evidencia Baudelaire: “La esperanza, vencida, llora, y la angustia atroz, despótica, sobre mi cráneo inclinado enarbola su negro estandarte”.

En definitiva, al dirigirse al “hipócrita... ingenuo hombre de bien”, en el epígrafe del “libro condenado”, Baudelaire clama su tragedia y amenaza: “¡Compadéceme...! Si no, ¡te maldigo!”. Baudelaire confiesa: “¡Yo quiero reinar por el terror!”. Baudelaire, en “Las flores del mal”, obra revolucionaria en forma y contenido, acota: “¿Necesitaré decirle a usted... que en este libro atroz puse mi corazón... todo mi odio?”. A partir de este concepto de  realidad es que este hijo del “siglo arruinado”, hondamente elitista, participa en la insurrección de 1848, codo a codo con el pueblo revolucionario, dirigiendo se acción contra el enemigo común, el mercantilismo inhumano del orden burgués.

 

Arthur Rimbaud. El imperio francés colapsó el 1 de septiem­bre de 1870: Napoleón III capitula con 39 generales y 84 mil hombres. Ante el avance de los alemanes hacia París, la burguesía francesa estaba dispuesta a abandonar la capital, en tanto que los trabajadores estaban resueltos a defenderla. Pero un París en armas era la revolución, y, en la disyuntiva entre el deber nacional y los intereses de clase, las clases pose­soras escogen la traición nacional. Tras el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, que entregó el poder político al dictador, la burguesía se había for­talecido enormemente desde el punto de vista económico: fun­dación de nuevos bancos, concesión de créditos, construcción de ferrocarriles, aumento de la extracción de carbón, etc. Frente a un proletariado sometido a la expoliación más extrema se encontraba una burguesía voraz e inculta, que hacía “desvergonzada ostentación de un lujo resplandeciente, recargado e infame”. El nuevo París satisfacía el gusto de los nuevos ri­cos y de su emperador. Sin embargo, de repente Francia se vio sacudida, primero por una crisis financiera, y luego por la guerra.

En esta crítica situación emerge Ar­thur Rimbaud (1854 - 1891), quien pro­cedía de una familia pequeñoburguesa arruinada. Ante el mundo reclamaba Rimbaud exclamando: “¡Soy el que sufre y se ha rebelado!”. Dirá además: “No quiero reír de nada; que sea libre la desgracia”. Agrega luego: “La desgracia ha sido mi dios”.

En esta perspectiva, Rimbaud no ve un proletariado diferenciado en individualidades, sino que en él aprecia una fuerza social elemental: “Pueblo en harapos, Sire. Pueblo de harapos. Que jadea, se arrastra y crece como bestias; no tienen qué comer, Sire, son mendigos...”. Concluirá Rimbaud que “llevará el poeta la bandera de los proscritos, / el odio de los martirizados y el dolor de los pisoteados, / y su amor azotará la carne, / y su canto dirá a gritos que sois unos bandidos...”. El adolescente Rimbaud espera apa­sionadamente la subversión proletaria y proclama: “Poned el hacha a la raíz de la sociedad; los valles serán alzados, y los montes y collados serán rebajados; lo torcido se enderezará y lo fuerte será debilitado; el imperio se arrancará de cuajo, y el orgullo de los poderosos caerá al suelo”.

Pero el fracaso de la Comuna de 1871 le arre­bata el asidero que buscaba, la finalidad que trataba de alcan­zar, y su existencia se convierte en una rebeldía sin finalidad. No se lava, deja que le crezca el pelo hasta llegarle, sucio y en­marañado, a los hombros, y procura provocar a los burgueses de todos los modos posibles. Su odio contra los que vuelven a París no tiene límites, y dirige contra ellos un poe­ma “Oh, corazones sucios, bocas repelentes, marchad aún más deprisa, bocas nauseabundas.... El vientre os eructa de vergüenza, triunfadores. Aspirad hasta el fondo las náuseas espléndidas, empapaos esas cuerdas bucales de ponzoña; y el poeta posa en vuestras nucas infantiles las manos que ha cruzado: “Cobardes, volveos locos”...”.

El mundo de los vientos burgue­ses y de la revolución perdida, le da asco. Por tanto, tras el fracaso de la revolución, sus estrofas llaman a la destrucción, a la rebelión ni­hilista: “¿Qué se nos da a nosotros, corazón, de los chorros de sangre y brasas, de asesinatos y alaridos de rabia, de que sollozos del infierno hundan todo orden... y de toda venganza? ¡Nada!... Pero, aún más, la queremos. ¡Industriales, príncipes, senadores, pereced! Abajo el poder, justicia e historia: se nos deben. ¡Sangre!, ¡sangre!, ¡llama de rojo oro!... ¡Nunca ya trabajaremos, oleadas de fuego... Nuestra marcha vengadora lo ha ocupado todo... ¡Estallarán los volcanes!”.

Agregará Rimbaud: “Todo a la guerra, todo a la venganza y al terror, alma mía. Clavemos más los dientes: hundíos, repúblicas del mundo. ¡Basta de emperadores, de regimientos, colonos y de pueblos, basta! ¿Quién agitará los torrentes de fuego furioso salvo nosotros y los que creemos hermanos? ¡A nosotros, novelescos amigos!: diversión tenemos sin jamás trabajar, oh olas de fuego... Vamos, vamos. Ay de mí: me hace estremecer la vieja tierra, cada vez más sobre mí, que soy vuestro. Se hunde. No pasa nada; aquí estoy, aquí estoy siempre”.

Rimbaud proclama: “Execro la miseria” y “el pueblo ya no es una puta” y reclama: “¡Descubríos, burgueses! Son los hombres... ¡Basta ya de dolor!...  Vuelvo a la muchedumbre, a la canalla enorme y terrible que arrolla... ¡Nosotros mandaremos a la mierda a todos esos perros!”. Agregará: “Un paso tuyo es el alzamiento de los nuevos hombres y su avance” y consignará: “Tenemos fe en el veneno... He aquí el tiempo de los asesinos”. Proclamará: “Sueño con una guerra, de derecho o de fuerza, de muy imprevista lógica”. Precisará: “Nuestra filosofía será feroz... que este mundo reviente. Es la verdadera senda. ¡Adelante, en marcha!”.

Proclama que “son estúpidas esas iglesias de los pueblos en que quince feos monigotes, sobando los pilares, escuchan a un grotesco de negro, al que el calzado fermenta, gangueando las chácharas divinas” y habla de “esa sarta de inmundos, lastimeros y lánguidos sermones, quizás llenos de odio, oh, locos repulsivos cuya tarea divina aún deforma los mundos... ¡Cristo, ladrón eternos de energías...!”. Agregará: “¡Qué hastío, la hora del “querido cuerpo” y “querido corazón”!”.

Rimbaud estaba subyugado por el ansia de esca­par al ahora y al aquí. De esta sublevación contra el individualismo, contra el yo, es un cambio total de dirección: estando dispuesto a ser instrumen­to de un ser colectivo viviente, se produce la inmersión en un “ello” inhumano. En un mundo de co­sas que despiertan y vigilan a los seres humanos, la revolución socializa el yo; y retrotraído a sí mismo, cae bajo la cosifica­ción. Así, en su huida del yo, Rimbaud vive en el alcohol, en los estupefacientes y en la homosexualidad.

Con profundidad y precisión, Rimbaud proclama y anticipa: “El hombre ha levantado su testa altiva y libre... ¡Ya no hay Dios! ¡Ya no hay Dios! ¡Hombre rey!... El hombre ya es Dios. A la vez sentenciará: “¡Pues el hombre ha muerto, todo lo interpretó! Cansado... de derribar ídolos, libre de todos los dioses, vendrá a resucitar, ¡Y al ser del cielo, cielos estructurará!”.

Hablará pues Rimbaud de “mi señor Belcebú” y confesará: “Querido Satanás, os conjuro... ¡La sangre pagana vuelve!”. Precisará así: “El infierno no puede atacar a los paganos”. En su radical ruptura precisará: “¡Ojos de Dios! ¡Cobarde!... ¡Cobarde eres! ¡Oh frente que hormiguea de piojos! Sócrates y Jesús, Santos y Justos, ¡asco!, ¡Respetad al supremo maldito de noches sangrientas!... ¡Y habladle al maldito!... ¡En vuestros vientres de greda nos cagaremos, justo!”. Proclamará Rimbaud: “¡Oh brujas... oh odio, a vosotros ha sido confiado mi tesoro!. Por extensión, Rimbaud afirma: “La moral es la debilidad del cerebro” y sin más dirá: “¡Puede uno extasiarse en la destrucción, rejuvenecer por la crueldad!”.

Proclamando la existencia del “siglo del infierno”, Rimbaud anticipa con todos sus rasgos individuales, un nuevo tipo humano, en cuya extrema personalidad se cruzan las grandes tendencias de una nueva época: el anhelo de una subversión radical de la sociedad, el sueño de un mundo que fuese una comunidad humana, la negación total, el estar dis­puesto sin reservas a tomar parte en cualquier aventura, a enriquecerse en países extraños, a hacer dinero a costa de sangre y de miseria para retornar luego a la patria ocioso y brutal. Son las tendencias del imperialismo y de la revolución, que en la vida y en la obra de Rimbaud se entreveran asombro­samente: todas las contradicciones de su siglo se concentran allí en una sola figura. De hecho, Rimbaud andaría errante y acabaría estableciéndose en Harrar, Abisinia, donde hizo fortuna traficando marfil y fabricando municiones para el emperador Menelik.

En definitiva, Rimbaud expresa: “Atiende, alma mía... Ya no hay esperanza. No amanece en este valle”. Confesaría luego: “¿Le hablo a Dios? Quizás debería dirigirme a Dios. Estoy en lo más profundo del abismo, y ya no sé rezar... Ya no hay mañana... La hora de la fuga, será la hora de la muerte”. Anticipando el futuro, pregunta a los demás: “¿Qué es mi nada, junto al estupor que os espera?”.

 

Isidore Ducasse. El enigmático y extravagante Isidore Lucien Ducasse (1846 – 1870) escribió con el seudónimo de “Conde de Lautréamont”, en referencia a “l’autre”, el otro, y a “Lautrémont” de Eugene Sue, que presentaba un héroe arrogante y blasfemo. Vivió desventurado y murió enajenado, siendo después tomado por estandarte de la generación poética del surrealismo en 1929, quienes habrían de descartar primero a Baudelaire y luego a Rimbaud. Isidore Ducasse representó el placer de la crueldad, el asesinato, el erotismo, el sadomasoquismo, la blasfemia, la obscenidad, la putrefacción y la deshumanización. Actuó cual siniestro rebelde luciferino que vació toda la pavorosa angustia de un ser infeliz. Sostuvo una rebelión contra Dios con insaciable violencia, vertiginosa destrucción y toda clase de horrores como emanación del mal.

Rindió una batalla metafísica disolvente y germinativa, una objetivación del mal. Se proclamó “el despreciador de todas las virtudes” y sentenció: “Me sirvo de mi genio para pintar las delicias de la crueldad”. Ebrio de soledad, agregó: “Yo solo contra la humanidad”. En “Cartas de Maldoror” (mal de la aurora), verdaderas letanías del mal que exaltan la “santidad del crimen” y anuncian una serie creciente de “crímenes gloriosos”, Ducasse proclamó: “Raza estúpida e idiota te arrepentirás… Mi poesía consistirá, sólo, en atacar al hombre, esa bestia salvaje y a su Creador, que no hubiera debido engendrar semejante basura”.

Ducasse rechazó la conciencia racional: “Los sentimientos son la forma de razonamiento más incompleta que se pueda imaginar. Todo el agua del mar no bastaría para lavar una mancha de sangre intelectual”. Consignó así el poeta maldito: “No es necesario que los ojos sean testigos de la fealdad que el Ser supremo, con una sonrisa de odio poderosa, ha puesto en mí… Cubro mi ajado semblante con un pedazo de terciopelo, negro como el hollín… la fealdad que el Ser Supremo… puso en mí”. Por tanto, Dios es el criminal y  Ducasse reclama: “El mal que me habéis hecho es demasiado grande”. De allí que ponga a Dios “en un trono formado con excrementos humanos y oro”, donde se sienta “con un orgullo idiota, el cuerpo cubierto con un sudario hecho con trapos no lavados, el que se intitula a sí mismo Creador”. Es “el horrible Eterno (que) tiene figura de víbora”, cuya presencia se aprecia al “encender incendios en los que perecen los ancianos y los niños”. Entonces, como Dios no ha muerto pero ha caído, ante la divinidad degrada se alza Maldoror, pintado como un caballero convencional de capa negra que no es sino el Maldito. Maldoror está por encima del sufrimiento ya que lo causa y no lo recibe.

Así proclamó: “Soy hijo del hombre y de la mujer, según lo que me han dicho. Eso me extraña. ¡Creía ser más!... Mi alma es cortada en mi vida; yo soltaré mi queja sobre mí y hablaré con amargura de mi alma”. Concibió una “oscuridad casi tan horrible como el corazón de un hombre”. Desafió por tanto a la divinidad: “Dios que lo creaste con magnificencia, ¡muéstrame un hombre que sea bueno!”.

En  “Poésies”, Ducasse señala: “La melancolía y la tristeza son ya el comienzo de la duda; la duda es el comienzo de la desesperación; la desesperación es el comienzo cruel de los diferentes grados de la maldad”. Enseñó pues Ducasse: “¡Oh, qué dulzura entonces arrancar brutalmente de su lecho a un niño que aún no tiene nada sobre su labio superior… Después, súbitamente, en el momento en que menos lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, de manera que no muera… A continuación se le bebe la sangre lamiendo las heridas, y durante ese tiempo, que debería durar tanto como la eternidad, el niño llora. Nada hay tan bueno como su sangre… Hombre, ¿nunca has probado tu sangre…? Está muy buena… Aliméntate con confianza de las lágrimas y de la sangre del adolescente. Véndale los ojos mientras desgarras su carne palpitante…”. Afirmó así Ducasse: “Después de haber… hecho daño a un ser humano… es la mayor felicidad que pueda concebirse”. Agrega: “La sangre y el odio se me suben a la cabeza, en oleadas ardientes”.

Dirá además: “Yo hice un pacto con la prostitución para sembrar el desorden en la familia… Muchacha… no vuelvas a aparecer ante mis cejas fruncidas… Podría, cosiendo tus párpados con una aguja, privarte del espectáculo del universo… Podría… arrojarte contra el muro. Cada sangre salpicará sobre un pecho humano… Se arrancarán sin tregua jirones y jirones de carne…”. Agregó Ducasse: “Si uno de tus camaradas te ofendiera, ¿acaso no te haría feliz matarlo?... No está prohibido como crees. Se trata solamente de no dejarse atrapar. La justicia que suministran las leyes no vale nada… Entonces sé el más fuerte y el más astuto”. Al efecto, Ducasse proclamará: “Lo mejor que puedes hacer es no pensar en Dios, y hacerte justicia tu mismo”.

Si Balzac entendía que: “No hay más que un animal… El animal es un principio”, Ducasse rescató la animalidad, concibió a los monstruos como símbolos y experimentó una metamorfosis: “Soy sucio. Los piojos me corroen. Los cerdos cuando me miran vomitan. Las costras y las escaras de la lepra han descamado mi piel, cubierta de pus amarillento… Una víbora perversa ha devorado mi verga y ha ocupado su lugar… El ano ha sido obstruido por un cangrejo”.

Constituyendo una pedagogía de la libertad total que incluye el crimen, la violencia y supone la destrucción de las fronteras humanas, se pone el reino humano al nivel del instinto, abismos líquidos de la vida primordial. Exaltando el no absoluto, Isidore Ducasse sentencia: “Si la tierra estuviera cubierta de piojos… la raza humana se vería aniquilada, presa de terribles dolores. ¡Qué espectáculo! ¡Yo, con alas de ángel, inmóvil en los aires, contemplándolo!”. En este contexto, Ducasse reconocerá: “Yo no se reír”. A la vez, constata: “La conciencia se aleja, se aleja…” y hablará de la “figura más que humana, triste como el universo, bella como el suicidio”.

 

Georg Heym. En una de las baladas de “Los demonios de las ciudades”, el poeta expresionista alemán, Georg Heym (1887 - 1912), escribe versos sobre el  sueño angus­tioso de la gran ciudad, que no habían sido escritos desde Rim­baud : “Vagan en la noche, a través de las ciudades, que se aplastan, negras, bajo su pisada... las negras nubes de humo y hollín hechas. Los hombros de las ciudades crujen; al reventar un techo brota de él roja fogata.... En un cuartucho frío y poblado de tinieblas grita una mujer de parto, en sus dolores; entre almohadas surge, gigantesco, el fuerte cuerpo, y en torno suyo se agolpan los diablos. Al banco de dolores se agarra estremecida; la habitación desfallece de alaridos hasta que el fruto entreabre la roja y larga entraña, que se desgarra, sangrienta, con el hijo... Alargan el cuello los diablos como jirafas: no tiene cabeza el niño. Y la madre lo alza ante sí; pero al caer le desgarran la espalda los dedos de rana del atroz espanto. Mas los demonios súbitamente se agigantan, el rojo cielo destrozan con los cuernos; en terremoto atruena el seno de las ciudades y las llamaradas les lamen el casco”.

En febrero de 1905, cuando tenía dieciséis años, anota: “Si yo fuese consecuente en estas circunstancias tendría realmente que sui­cidarme”. Georg Heym habla entonces del “infame” que le está echando a per­der la juventud. En mayo de 1906 escribe que de buena gana esta­ría en mejores relaciones con su padre, “pero él no puede com­prender que no pueda seguir viviendo si no mantengo mi oposición a todas esas mezquindades; yo no puedo vivir como los demás”.

Asimismo, al jo­ven Georg Heym le es odioso el Estado en el que tiene que vivir. Se refiere pues a “este pio­joso Estado prusiano", este “mísero Estado estercolario pru­siano", sucediéndole lo mismo con su época. Sin más, hubiese querido nacer cien años antes o después porque “entonces poseere­mos el universo y seremos más que dioses”. Hacia 1910 está ávido de que ocurra un acontecimiento revolucionario y pregunta: “¿Por qué no se asesina al Kaiser o al Zar? Se les está dejando que continúen haciendo daño. ¿Por qué no se hace una revolución? El con­tenido de la fase que estoy atravesando es el hambre por una acción”. Continúa Heym la reflexión: “Ni siquiera 1820 puede haber sido peor: siempre es lo mismo, tan aburrido, aburrido, aburrido. Pero si quisiera su­ceder algo que no nos dejara luego el insípido gusto de lo co­tidiano... Que ocurra algo de una vez. Ojalá se levantasen de nuevo barricadas; yo sería el primero en apostarme allí, y con la bomba en el corazón husmearía la embriaguez del entusias­mo. O que se empiece una guerra, aunque sea injusta: esta paz es tan fétida, aceitosa y sucia como la cola de los muebles viejos“.

Como ocurre en cada época, esta determinación en el deseo del gran acontecimiento que habría de arruinar a la burguesía, es característica de los hijos de burgueses que aborrecen el mundo de sus padres. Sea por una revolución o por una guerra, ellos quieren escapar a la prefijada pocilga. Con todo, prevalece el acento revoluciona­rio: “¿Qué se nos da a nosotros de un gobierno abominable, de un Kaiser que podría exhibirse de arlequín en cualquier circo y de unos políticos que cumplirían mejor su finalidad como escupideras que como hombres que deben gozar de la confianza del pueblo?”.

Inexorablemente sobrevendrá la explosión cuando Georg Heym sentencia: Todo es siempre lo mismo, tan tedioso, tedioso, tedioso. Nunca pasa nada, absolutamente nada... Ojalá alguien iniciara una guerra, y no precisamente una guerra justa”. Agrega así: “Dios mío, con mi entusiasmo improductivo me asfixio en esta época trivial; pues necesito poderosas emociones externas para ser di­choso; en mis desveladas fantasías me veo siempre como un Danton o un hombre parapetado en una barricada: verdaderamente, sin el gorro jacobino soy incapaz de pensar. Espero que por lo menos haya una guerra; pero tampoco eso se­ría nada. Dios mío, si hubiese nacido en la Revolución Francesa por lo menos habría sabido dónde podía perder la vida decentemente“.

Cabe advertir que este pensar y sentir europeo se proyectaría simultáneamente a América. El número de octubre de 1884 del diario "Alarm" de Chicago proclamará: "¡Dinamita! ¡Lo mejor de lo mejor! No es muy decorativa, pero sí es muy útil. Puede emplearse contra las personas o contra las cosas... Más vale usarla contra las primeras que contra ladrillos y obras. El asesinato libra al pueblo de la opresión".

 

Ernst Lotz. Los versos de Ernst Wilhelm Lotz anticipan la vivencia fundamental de las generaciones revolucionarias. En 1913 proclama: “Ondean, chillonas, las banderas; nos hemos decidido con vehemencia, y una ráfaga nos cruza; clama la miseria y tronamos, crecidos: como una inundación hemos desembocado en las calles de las ciudades, por las que enjugamos los escombros de un modo que de repente ha hecho explosión”. Agrega pues Lotz: “De unas tribunas rojas llamea un arrebato exasperado que alza barricadas entre aureolas de clamores fervientes. Heridos de luz matinal, somos los iluminados que se prometió: nuestra cabeza está erizada de coronas recientes de mesías, de la frente nos brotan mil mundos nuevos y resplandecientes; empavesaos como una tormenta, días, consumación y futuro”.

 

Robert Musil. En el salón de los espejos de Versalles nació en 1871 el nuevo Imperio alemán. Así comenzó la época del progreso y ra­pidísimo auge de la industria y del capital en Alemania. Así, Inglaterra, la máxima potencia económica y el imperio mundial que gigantescamente había aferrado en torno suyo y que se comportaba como “déspota del mercado mundial”, cada vez más se fue enfrentando con el desafío que representaba el crecimiento de Alemania. Si bien el imperialismo inglés sometió en 1882 Egipto, de 1894 a 1898 el Sudán y de 1899 a 1903 Sudáfrica, en la misma época se vio sobrepasado por la producción alemana, ya que, a partir de 1893, Alemania produ­cía más acero que Inglaterra, desde 1903 más fundición y des­de 1913 más maquinaria. Jamás se había visto un ritmo seme­jante en el desarrollo económico, en la erección de nuevas in­dustrias, en la concentración del capital. Indefectiblemente, la fuerza explo­siva de este capital obligó a una redistribución del mundo, que estaba repartido entre Inglaterra, Francia y Rusia. Así, en la lucha competitiva entre Alemania e Inglaterra fue madurando la guerra mundial.

Con todo, las décadas de paz que siguieron a la guerra franco-pru­siana, con sus progresos técnicos y económicos, la elevación del nivel de vida y el surgimiento de los grandes partidos de trabajadores, dieron lugar a un sentimiento de seguridad y estabilidad; era la época de protección del mundo burgués, la del bienestar generalizado. Pero las tensiones aumentaron y el ambiente se oscureció como consecuencia de la tremenda acumulación de los medios de dominación económica en un número de manos cada vez más reducido, de los obstáculos opuestos a la libre concurrencia por los grandes “trusts” y agru­paciones industriales, del predominio de una burocracia im­penetrable en la economía y en el Estado, del incremento en las luchas nacionales e internacionales por el poder, que sin más desdeñaban toda idea de humanismo e implicaban  la articulación del capitalismo y el imperialismo.

En su novela “Las turbaciones del pupilo Törless”, publicada por Robert Musil (1880 - 1942) en 1906, evoca el submundo de esta realidad y  considera que “toda realización es siempre un desengaño”. En un internado distinguido hay una habitación oculta, que nadie co­noce, excepto los pupilos Törless, Reiting y Beineberg: “Las paredes estaban completamente revestidas de damasco rojo sangre, que Reiting y Beineberg habían sustraído de uno de los cuartos del sótano, y el suelo estaba recubierto de una do­ble capa de gruesos mechones de lana... Cerca de la puerta es­taba colgado de la pared un revólver cargado...”. En aquella habitación se abusa sexualmente del alumno Basini, se le maltrata, se le obliga a arrastrarse y a ensuciarse a sí mismo verbalmente: “Soy un animal, un animal ladrón, vuestro animal ladrón y cerdo”. Törless sospecha que, puesto que tal habitación es posible, también lo es cualquier otra cosa. “Entonces también sería posible que el claro mundo a la luz del día, que era el único que hasta entonces había co­nocido, tuviese una puerta conducente a otro más sordo, más ardiente, más apasionado, desnudo y aniquilador; era posible que no sólo hubiese un pasadizo entre aquellos hombres cuya vida se movía entre la oficina y la familia, como en un trans­parente y firme edificio de vidrio y acero, y otros hombres ex­pulsados, sangrientos, sucios y sudorosos, errantes por enma­rañados pasillos retumbantes de sonidos ensordecedores, sino que sus límites secretos y próximos tropezaran unos con otros y se transgredieran en todo instante... Se sintió en cierto modo escindido entre dos mundos: uno sólido, burgués, en el que todo, en definitiva, se producía regulada y razonablemente, según estaba acostumbrado por su casa a que sucediese, y otro aventurero, lleno de oscuridad, secreto, sangre y sorpresas im­previstas”.

Así se anunciaba el futuro: la guerra, el terror y las agresiones bárbaras. El olor de lo ya nada seguro y la catástrofe se deslizaba bajo el suelo del mundo burgués. Por sobre todo se evidencia la hipocre­sía, instancia que inquietaba a la élite de la generación joven: las pa­labras y los hechos no concordaban. Los bancos parecían for­talezas, y las estaciones de ferrocarril adoptaban el aire de ca­tedrales, mientras fríos usureros se presentaban como hombres honrados, cordiales y cálidos. Alemania sobrepasó al resto de Europa tanto en la producción como en la hipocresía: una cosa llevaba consigo la otra. Debido al rapidísimo desarrollo económico, la conciencia quedó más retrasada que nunca respecto de la existencia. Una coalición de la burguesía y de una nobleza sobrepasada por el tiempo dirigía políticamente el Estado industrial más moderno; los burgue­ses se sentían orgullosos como oficiales de la reserva y los industriales más al día se rodeaban de un pasado patriarcal.

En este contexto, en Alemania, el problema de la juventud se planteó antes de la primera guerra mundial en forma abrupta e intensa. El capitalismo en impetuoso crecimiento, con sus descubrimientos e invenciones, su ciencia y su técnica, su bienestar y sus esperanzas optimistas, había hecho olvidar (y no sólo en Ale­mania) la trivialidad tan profundamente percibida por los ro­mánticos, pero la rebelión romántica se abrió paso de nuevo.

Lo primero contra lo que se rebeló en Europa central la nue­va generación fue la hipocresía sexual. Ya en la década de 1770, los “Stürmer” alemanes trataban copiosamente la defensa de los derechos de la madre soltera. Hacia 1830, como forma de protesta contra la moral burguesa, se reclaman los derechos del amor frente al matrimonio. Con tal fundamento, la obra de Franz We­dekind, “El despertar primave­ral", publicada en  1891,  constituye el primer ataque formal y vehemente contra los tabúes sexuales, contra la falsificación moral de los adultos y a favor de los encallados sin esperanza en el problema de la pubertad. A ella siguieron, en 1895, “El espíritu de la tierra” y, en 1904, “La caja de Pandora”. En 1900, ya Sigmund Freud se había manifestado acerca de lo oculto y de lo prohibido en “La interpretación de los sueños” y, en 1905, aparecieron sus “Tres conferencias sobre la teoría sexual”. En 1893 se estre­nó “La juventud”, de Max Halbe; en 1906 publicó Heinrich Mann “El profesor Basura”, y en 1906 salieron a luz “Las turbaciones del pupilo Törless”, de Robert Musil. Así, hacia los mismos años comenzó Karl Kraus a atacar en su revista “La Antorcha” y en sus libros (“Moralidad y criminalidad” de 1908 y “La muralla china” 1910), la mentirosa bajeza del mun­do burgués, que era a la vez un mundo de varones.

 

Movimiento “Wandervogel”. Mientras se desarrollaba aquella lucha de intelectuales contra la hipocresía sexual, los hijos e hijas sen­sibles de la burguesía huyen del mundo burgués, de la gran ciudad y de la casa paterna, en un movimiento romántico y libre que no comprometía a nada. En rigor, tanto el movimiento juvenil alemán de los “Wandervogel” de 1896 como el movimiento juvenil inglés de los “Scouts”, fenómenos que se extenderían por Europa central, como era un eludir el conflicto directo con el mundo de los padres.

De hecho, muchos jóvenes se reunirían en aquel movimiento juvenil ale­mán que percibía la índole mentirosa del mundo de sus padres, la fragmentación de la existencia, el vacío de las almas y la despersonalización, pero la tendencia dominante no era la de transformar tal mundo, sino la de huir de él. Se constituye una verdadera cultura de juventud o estilo de vida regido por la fantasía estética, con vital goce corporal, romántico deseo de ir de un lado para otro, amor a la naturaleza, a la poesía y a los sonidos, intenso erotismo, amistad y comunidad anímica, carácter nacional y primitivis­mo rousseauniano.

Se constituirá el “Wandervogel” como aquel movimiento juvenil alemán que desde fines del siglo XIX, en Alemania,  emerge proclamando una  revuelta de la juventud basada en la esperanza de un futuro ideal basado en la afirmación de la naturaleza y la libertad. El movimiento “Wandervogel” encarna una forma de protesta y reacción contra la civilización materialista, plasmada en una sociedad y Estado industrial, comercial y de masas. Especialmente tras el fracaso y los horrores de la Primera Guerra Mundial, el movimiento del “Wandervogel” constituirá un sistema contracultural que desafiaba los postulados básicos del modernismo. Así, el movimiento, promovido desde 1896 entre otros por el educador reformista Gustav Wyneken (1875 – 1964), da curso a la inquietud de aquellos jóvenes suburbanos que, despreciando la ideología liberal-burguesa que sustentaba la pujante y odiada sociedad industrial y mercantil, se retiraban al bosque para volver a encontrar el significado de sus vida. A partir de allí se gestó una cultura juvenil que afirmaba una vuelta de la fiesta de Dionisio y que procura diseminar amor, paz y alegría por la tierra, librando a la sociedad de las perniciosas consecuencias del mundo del comercio y del estado alemán. Era una cultura juvenil (“Jugendkultur”) para la “Joven Alemania”, inclinada a la búsqueda de un poder fuera del mundo objetivo e inspirada en la clara creencia de que estaba amaneciendo la Edad Dorada de la humanidad.

El movimiento del “Wandervogel” desarrolla un sistema ideológico basado en la categoría metapolítica del “Wandern”. De allí su denominación “Wandervogel”, esto es, pájaros errantes o migratorios. La filosofía del “Wandern” da cuenta entonces del ánimo y actitud de avanzar libremente en búsqueda de un mundo ideal, principio que se encarna en un amplio programa de acción. El “Wandern” se concreta en la acción real y simbólica de la excursión y la exploración. La excursión (ex – cursión) implica salir del curso socialmente establecido en la urbe y establecer un curso alternativo alejado de ella, implicando un proceso de exploración  o recorrido constante en el campo y los bosques en búsqueda de mundos mejores. El “Wandervogel” actuará como el movimiento de los “buscadores de rutas o caminos” (“Pfadfinderbewegung”). En el fondo, el movimiento “Wandervogel” actúa como proceso de búsqueda y realización de una utopía.

En su época, el movimiento contracultural “Wandervogel” aspiraba a provocar un cambio cultural profundo, basado en la aplicación de un principio básico: “Cambia a la gente, y entonces cambiará la sociedad”. El “Wandervogel” se proyecta entonces como movimiento, esto es, con una composición múltiple, de vertientes y unidades heterogéneas e independientes, carentes de una organización jerárquica única con roles determinados, pero que, al estar dotadas de un fundamento ideológico común y un mismo método de acción, marchan todas simultáneamente en un mismo sentido. El “Wandervogel” busca forzar el reconocimiento de la juventud como una entidad en sí misma, de suyo destinada a hallar la forma de despertar y transformar a una sociedad que sentían como demasiado rigurosa, compleja y materialista. Gustav Wyneken expresaba en 1906: “El ser “joven” es algo en sí mismo y no el mero tránsito de la infancia a la edad adulta”.  

El Wandervogel” exigía fortaleza anímica y física para la excursión o camino de la aventura, que implicaba viajar a los lugares más lejanos, estando románticamente enamorado de los paisajes desconocidos. Disponiendo de la impedimenta adecuada, la exploración sería hecha con uniformes, banderas y una ideología básica, genérica e intuitiva. No obstante, las consignas del “Wandervogel” eran simples y claras: “Con nosotros llega el tiempo nuevo” (“Mit uns zieht die neue Zeit”); “Nuestro campo es el mundo” (“Unser feld ist die welt”); “Vive tu vida salvaje y peligrosamente” (“Lebe dein Leben wild uns gefärlich”); “El camino es la meta” (“Der weg ist das ziel”).

El “Wandervogel” nace en un ambiente marcado por el pesimismo europeo de fines del siglo XIX. Sin embargo, éste incrementará su desarrollo en virtud de la derrota alemana en la guerra, las graves consecuencias sociales generadas por el pago de reparaciones adeudadas a los triunfadores y una rampante inflación que pauperizaba a la población germana. Pero por sobre todo el movimiento se expande a causa de la percepción de que en realidad no sólo Alemania había fallado, sino también toda la civilización occidental, la cual estaba decadencia.

En este contexto, la ideología del “Wandervogel” plasma un ideal de afirmación de la individualidad, independencia y autodeterminación, como resistencia a la presión de grupo y cual negación de la asfixiante y trivial sociedad de masas. Siendo habitualmente de clase media urbana, el “Wandervogel” forma conciencia de vanguardia elitista, aristocrática y ferozmente del intelectualista. El “Wandervogel” se considera a sí mismo como un guía popular, portador de unos valores nuevos y renovadores con los que pretende regenerar la familia, la escuela, el pueblo o barrio y, en definitiva, al país.

En medio de la tragedia de la primera guerra mundial y el ánimo desesperanzado, la juventud alemana se vuelca crecientemente al misticismo, vale decir, a la búsqueda de un poder fuera del mundo objetivo. Es en este contexto que la juventud alemana redescubre el alma y la sabiduría de Oriente. Después de que la popular revista “Juventud Alemana Libre” dedicara muchos artículos al Taoísmo y al Bhagavad Gita, una mayoría significativa de jóvenes hablaba sobre Taoísmo, Budismo Zen y karma entre otras manifestaciones orientalistas. Así, en la Alemania de 1920, muchos jóvenes alemanes se unirían a nuevas religiones y sectas ocultistas mientras se multiplican los profetas de las causas más fanáticas, encontrando seguidores instantáneos. Entonces, conforme a su premisa idealista, el “Wandervogel” ataca el materialismo, la esterilidad y la falta de ideales de la sociedad alemana, pero confiaban en que ello podía superarse mediante "el poder del amor que todo lo abraza" y la "ruta interior" hacia la iluminación. Empero, con la relativa prosperidad que duró de 1924 a 1929, disminuyó las tendencias místicas entre los jóvenes alemanes, pero se reavivó entre la juventud de clase media la idea de una respuesta contracultural más práctica, aunque no formalmente política.

El “Wandervogel” reivindica entonces el principio de independencia con respecto a la sociedad de los adultos y sus manifestaciones institucionales. El “Wandervogel” proclama pues su autonomía con respecto a todo tipo de organismos públicos y asociaciones privadas. Detestará pues todo dictamen de imposición de una autoridad convencional. El “Wandervogel” se alza así contra la sociedad paternalista de sus padres y abuelos (“Vaterwelt”), sólo reconociendo fidelidad a los padres originales o los ancestros (“Vorvater”). Asimismo, rechazará y resistirá la tutela de las principales instituciones sociales: la familia, la escuela, el estado y la iglesia. Gustav Wyneken, en su ensayo “El nuevo origen” (“Der Neue Anfang”) manifestaba: "Nos sentimos apresados y entorpecidos por el círculo familiar, donde nunca somos tomados seriamente y donde la gente mayor no aprecia jamás las necesidades de nuestro cuerpo y nuestra alma”. Luego, el movimiento se enfrentará a las autoridades escolares y más tarde al mismo sistema político dominante.

Con todo, el “Wandervogel” se concibe a sí mismo como movimiento apolítico; en tanto movimiento evitará duramente los compromisos políticos como sus integrantes rehusarán el alineamiento político formal. El sentimiento dominante era que: "Nuestra falta de propósitos es nuestra fortaleza." Este apoliticismo formal de los jóvenes germanos era sustentado por el “Wandervogel” en la creencia de que "los intereses políticos están tendiendo a desaparecer, (pues) grandes fuerzas espirituales están en ascenso". Consecuentemente, el “Wandervogel” dará cuenta de la incapacidad de la contracultura para encarar realidades políticas prácticas. De hecho, el movimiento carece de programas claramente formulados para resolver los problemas sociales, y en cambió canalizaban su protesta mediante una confusa forma de escapismo romántico que añoraba un retorno a las simplicidades de una naturaleza no adulterada y a una vida agreste no complicada. En este contexto, el “Wandervogel” asume las categorías del movimiento dadá, alabándose la ludicidad y espontaneidad en la acción.

El “Wandervogel” proclamará así amor pleno a la naturaleza; nada será tan amado como la naturaleza. Inspirado en un aventurero espíritu de regreso a la naturaleza, el llamado será a sumergirse en la naturaleza como expresión de liberación personal y social. El “Wandervogel” buscaba escapar de la sociedad industrial mediante un regreso -en grupos pequeños- a la naturaleza, a las colinas y el campo abierto.

En 1860, Ludwig Klages ya había publicado “El Hombre y la Tierra", ensayo escrito para el “Wandervogel”, y presentado en su gran reunión anual al aire libre en la montaña de Hohe Mesissner en 1913. En este texto, Klages anticipa los grandes temas del movimiento ecologista contemporáneo. Lamentaba la acelerada extinción de las especies, el desequilibrio del balance global del ecosistema, la deforestación, la destrucción de los pueblos aborígenes y el hábitat salvaje, la aglomeración urbana y la creciente alienación del hombre de la naturaleza. En términos enfáticos criticaba el cristianismo, el capitalismo, el utilitarismo económico, el consumo excesivo y la ideología del progreso. Klages, entendiendo que la Europa neolítica había sido cuna de diversas culturas pacíficas de culto a diosas, urgía a la sociedad a rechazar los principios entonces dominantes de explotación y violencia, y abrazar en su lugar una relación más gentil, más igualitaria, entre hombres y mujeres y entre la humanidad y la tierra.

Este regreso a la naturaleza exhortaba al necesario naturalismo o modo de vida naturalista cual modo de reforma de la sociedad. Esto implicaba la plena afirmación del cuerpo humano, la negación de la degeneración física,  la exaltación de la belleza nórdica y del ejercicio físico, el nudismo, la dieta alimentaria incluido el vegetarianismo, la condena del tabaquismo y el alcoholismo y de vestimenta simple que permitiera la expresión corporal libre.

Aún más, el regreso a la naturaleza conducía al encuentro de lo natural del pueblo, al “Volk”. Contra la gran ciudad el movimiento de juventud propone el "Wandern", la excursión a través del país alemán (La Alemania profunda) y el contacto del “Volk” alemán auténtico. Contra el chauvinismo del nacionalismo burgués el “Wandervogel” afirma su amor al “Volk” y  la totalidad del movimiento juvenil adhiere a lo folklórico y lo orgánico. Así entonces, el “Wandervogel” fundará su nacionalismo sobre el “Volk” y no sobre el Estado. El nacionalismo pangermanista no estatal será opuesto al nacionalismo oficial imperialista. De allí que el “Wandervogel” enseñara el pacifismo y el internacionalismo con una apelación general a la reforma de la vida. Wyneken sostenía: “Debemos atrevernos a guardar cierta distancia de la patria y del patriotismo no racional en el cual nos han educado… Detestamos el infructuoso patrioterismo que se sumerge en palabras y emociones, y que a expensas de la verdad histórica, obtiene su entusiasmo mirando hacia atrás".

Por extensión, reaccionando contra las iglesias institucionales en general y el cristianismo convencional en particular, el “Wandervogel” postula la validez de una religión natural. Contra la religión revelada el movimiento juvenil intenta despertar una religiosidad germánica mediante la difusión de las tradiciones autóctonas precristianas. Las juventudes de “Wandervogel” fueron adoctrinadas en el paganismo greco - germánico y enseñadas a rechazar los valores cristianos de sus padres.

Conforme a igual criterio de naturalidad, el “Wandervogel” preconizar la igualdad de los sexos y practica una camaradería natural que prevalecerá entre estos jóvenes, la cual se extenderá en la libertad de compañerismo sexual. Implicando el goce pleno y libre de la sexualidad, el “Wandervogel” proclamará el libre curso de las pasiones eróticas, sobre toda casta e incluso entre jóvenes del mismo sexo. La homoeroticidad (eros pedagógico) será un componente contracultural sustantivo del movimiento “Wandervogel”.

Las actividades del “Wandervogel” proporcionaban grandes experiencias emocionales a los jóvenes. Las reuniones incluían el canto, acompañamiento con guitarras, la narración de historias, lecturas y discusión de las metas del movimiento, con énfasis en los problemas personales. Todos los jóvenes ostentan guirnaldas de flores salvajes mientras las muchachas usarán vestidos campesinos y los muchachos lucirán como payasos multicoloridos. Realizarán asimismo festivales en enormes celebraciones al aire libre.

Por ende, el “Wandervogel” genera sus propias organizaciones comunitarias y establece colonias comunales, forman cooperativas para atender a menor costo las necesidades de la vida, organiza “escuelas libres” donde se combate el espíritu prusiano de la enseñanza memorizadora autoritaria que prevalecía en las escuelas públicas. Gustav Wyneken manifestaba: “No toleraremos más a los bufones de escritorio que nos compelen a sentarnos inclinas sobre nuestros libros... que martillan sobre nosotros su insensatez de un modo mecánico y desalmado. No regresaremos a perecer en esa prisión que la gente llama escuela". Por último, el “Wandervogel” celebrará “misas folklóricas”.

El autor predilecto del movimiento juvenil alemán independiente era Hermann Hesse (1877 – 1962), en quien había influido hondamente el misticismo oriental, la crítica del romanticismo a la sociedad burguesa y el psicoanálisis. Precisamente, sus ampliamente leídas novelas “Demian” (1919), “Siddharta” (1922), “Steppenwolf” (1927) y “Viaje al Oriente” (1932) navegaban por el psicoanálisis, el misticismo oriental y la crítica romántica de la sociedad burguesa. El socialista filosófico Hesse expresaba la ideología de la contracultura alemana al propugnar un distanciamiento del mundo de la política real. Decía: "Soy incapaz de unirme a cualquier movimiento de oposición... ya que considero que las injusticias del mundo son incurables", escribió. En “Reflexiones”, Hesse agrega: "No me apetece la política; de otro modo hace mucho me hubiera convertido en revolucionario... La humanidad y la política son esencialmente incompatibles... Cuanto menos capaz soy de creer en nuestra época, y cuanto más árida y depravada luce la humanidad ante mis ojos, menos veo a la revolución como un remedio y más creo en la magia del amor". Es más, en su obra “Narciso y Goldmundo” (1930), Hesse enseñaba los ideales del “Wandervogel”: "El dinero y la vida sedentaria… (sólo conducen) a la esterilización y al empequeñecimiento de los propios sentidos… ¡Qué  podridos, qué dados a la molicie, qué exigentes eran estos  cebados burgueses!... "¡Oh peregrinar, oh libertad, oh campos bañados por la - luna y rastros de animales  cuidadosamente examinados - en la hierba mañanera, gris y húmeda! ¡Aquí en la ciudad,  entre los hombres sedentarios, todo era tan fácil y costaba tan poco, hasta el amor! Estaba ya harto de estas cosas, le daban asco. Esta vida había perdido su sentido era un hueso sin médula".

El filósofo y pedagogo Eduard Spranger (1882 - 1963) habrá de consignar que “el tipo maquinal ha teñido la misma vida humana: todo está organizado; pero el adolescen­te quisiera, en lugar de este vaciar todo de su alma y esta desmembración, entrar con todo su ser humano en la vida común... Nuestra sociedad adulta es realista hasta el extremo, absolutamente carente de fantasía y de poesía...”. En lo cual resuena un eco de la gran queja romántica contra el mundo capitalista, de su reclamar que se “poetizase la existencia”; “poetización” que el movimiento juvenil intentaba principal­mente mediante requisitos y ambientes, mediante fuegos de campamento y juras de bandera, y aferrándose a trajes y dan­zas, antiguas canciones y modos de vida. Sin embargo, el cam­pesinado, origen de todo este “carácter nacional”, disminuye incesantemente, y es preciso superar los problemas de la gran ciudad. El movimiento juvenil quería “despertar para la co­munidad", pero el resultado obtenido fue una comunidad de jóvenes incapaz de vivir. Los jóvenes que­rían a toda costa seguirlo siendo, no convertirse en adultos. La esencia del movimiento juvenil era la juventud como sentido de sí misma, la ficción de un mundo juvenil aparte del de los adultos; era una fantasmagoría sin consecuencias sociales.

 

 

Vanguardia intelectual. Se estructuraría finalmente un movimiento de vanguardia intelectual que en Rusia e Italia se plasmará en el futurismo, que en Fran­cia se expresará a través del cubismo, el dadaísmo y el surrealismo y que, en Alemania, se proyectará con el expresionismo.

 

Futurismo. El poeta y novelista italiano, Filippo Marinetti (1876 - 1944), en 1909 funda el movimiento del futurismo. Al publicar en “Le Figaro” el primero de una serie de manifiestos, Marinetti revela una exasperada proyección hacia el futuro. Procede así a afirmar tanto la individualidad, la agresividad, el coraje, la audacia y la euforia, como a exaltar al velocidad y el dinamismo de la vida moderna, la máquina, la violencia, la guerra (considerada esta última  como “la única higiene del mundo”) y la lucha contra el pasado y los valores tradicionales. El futurismo exaltaba la tecnología pues daba cuenta de la modernidad, entendida ésta como adoración a la máquina, fabuloso instrumento multiplicador de los poderes del hombre.

Concebido como "nueva religión moral de la velocidad", el futurismo sostendrá como principio de expresión literaria las “palabras en libertad”, entendiendo que éstas, por analogía y sugestión, eran capaces de traducir los mecanismos psíquicos y el frenesí de la vida moderna. Esto comportaba la abolición de la sintaxis, de la puntuación, de las partes calificativas del discurso (adjetivos, adverbios). Esta teoría sería luego aplicada a la pintura (1910, Primer y segundo manifiesto de la pintura futurista, firmados por Balla, Boccioni, Carrá y Russolo), a la música (1910, Manifiesto de los músicos futuristas, firmado por Pratella), a la escultura (1912, Manifiesto de Boccioni, en el que se afirma que la escultura debe convertir el infinito plástico aparente y el infinito plástico interior) y, por último, al teatro (1915, Manifiesto del teatro futurista sintético, firmado por Marinetti y Settimelli, y Manifiesto de la escenografía futurista, firmado por Prampolini, donde el primero recomendaba sorprender al público con cualquier medio, como por ejemplo con la concisión, reduciendo las escenas al tiempo fulminante de pocos segundos). Estas concepciones serían luego extendidas a los temas de la máquina, la velocidad, la técnica en exaltación de la violencia, del imperialismo, de la guerra como forma de “higiene del mundo”. El futurismo asumiría una visión triunfalista y rechazará el mito de la derrota propio de cierto romanticismo y del decadentismo. Los futuristas cultivarán entonces el mito de la victoria: victorias tal vez ficticias, coronadas no por una gloria aristocrática y solitaria sino por el escándalo en los cafés, en la calle, en las salas de conferencias. El futurismo constituiría una escuela de polémica y de moral, procediendo a usar con eficacia la técnica publicitaria, admitiéndola de golpe en la expresión artística, lo cual hizo con una finalidad básicamente pedagógica.

El “Manifiesto Futurista” de 1909 era claro: “Queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de la temeridad. El coraje, la audacia, la rebelión, serán elementos esenciales de nuestra poesía. La literatura exaltó, hasta hoy, la inmovilidad pensativa, el éxtasis y el sueño. Nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, el paso de corrida, el salto mortal, el cachetazo y el puñetazo. Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza, la belleza de la velocidad… Queremos ensalzar al hombre que lleva el volante… Es necesario que el poeta se prodigue, con ardor, boato y liberalidad, para aumentar el fervor entusiasta de los elementos primordiales. No existe belleza alguna si no es en la lucha. Ninguna obra que no tenga un carácter agresivo puede ser una obra maestra. La poesía debe ser concebida como un asalto violento contra las fuerzas desconocidas, para forzarlas a postrarse ante el hombre. ¡Nos encontramos sobre el promontorio más elevado de los siglos!... ¿Porqué deberíamos cuidarnos las espaldas, si queremos derribar las misteriosas puertas de lo imposible? El Tiempo y el Espacio murieron ayer. Nosotros vivimos ya en el absoluto, porque hemos creado ya la eterna velocidad omnipresente. Queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo– el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las cuales se muere y el desprecio de la mujer. Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias de todo tipo, y combatir contra el moralismo, el feminismo y contra toda vileza oportunista y utilitaria. Nosotros cantaremos a las grandes masas agitadas por el trabajo, por el placer o por la revuelta: cantaremos a las marchas multicolores y polifónicas de las revoluciones en las capitales modernas, cantaremos al vibrante fervor nocturno de las minas y de las canteras, incendiados por violentas lunas eléctricas; a las estaciones ávidas, devoradoras de serpientes que humean; a las fábricas suspendidas de las nubes por los retorcidos hilos de sus humos; a los puentes semejantes a gimnastas gigantes que husmean el horizonte, y a las locomotoras de pecho amplio, que patalean sobre los rieles, como enormes caballos de acero embridados con tubos, y al vuelo resbaloso de los aeroplanos, cuya hélice flamea al viento como una bandera y parece aplaudir sobre una masa entusiasta. Es desde Italia que lanzamos al mundo este nuestro manifiesto de violencia arrolladora e incendiaria con el cual fundamos hoy el Futurismo porque queremos liberar a este país de su fétida gangrena de profesores, de arqueólogos, de cicerones y de anticuarios. Ya por demasiado tiempo Italia ha sido un mercado de ropavejeros. Nosotros queremos liberarla de los innumerables museos que la cubren por completo de cementerios”.

 

Cubismo. El movimiento del cubismo se desarrolla entre 1907 y 1914, caracterizándose por romper con las formas tradicionales del arte al expresar las formas de la naturaleza por medio de figuras geométricas y al replantear la relación entre la forma y el espacio en la medida que todas las partes de los objetos son representadas en un mismo plano. El cubismo pone de relieve la bidimensionalidad del plano pictórico, rechazando así los valores tradicionales de la perspectiva, escorzo, modelado y claroscuro o contraste de luces y sombras. De esta forma, la representación del mundo pasa a no tener ningún compromiso con la apariencia real de las cosas. En este sentido, el cubismo es concebido cual arte mental que busca mostrar la verdad absoluta a través de la simultaneidad de las formas geométricas más significativas.

El término cubismo fue acuñado por el crítico francés Louis Vauxcelles (1870 – 1943), quien interpretó así a la utilización de cubos en el arte del español Pablo Picasso (1881 – 1973) y el francés Georges Braque (1882 – 1963), máximos exponentes de esta corriente pictórica. El fundamento y la técnica cubista, manifestación conjunta de irracionalismo, vitalismo, humor y antisentimentalismo centrado en la exaltación de un sentido planetario de modernidad, sin más revolucionaría las bases de la pintura y de todas las artes. Así, el cubismo literario adquiere carta de naturaleza en 1913 cuando el francés Guillaume Apollinaire (1880 – 1918) lo incorpora a la literatura al intentar recomponer la realidad mezclando imágenes y conceptos al azar. Si los cubistas son innovadores al establecer una lógica que asocia elementos imposibles de conectar entre sí conforme a la lógica racionalista, las distintas manifestaciones del “collage”, que exige el cultivo de la asociación de pensamientos antes que lo formal y lógicamente correcto, será una representación que trascendería significativamente. El movimiento cubista inicia la reinvindicación de los artistas plásticos por la autonomía absoluta de la obra de arte. El arte debía ser entendido como "objeto", vale decir, como fin en sí mismo. Se trata de algo más que la reclamación subjetivista y estilística ya que el cubismo, al iniciar el proceso de búsqueda de la "ensimismación" de las artes contemporáneas, pretenderá expresar directamente la "esencia" de la realidad.

 

Dadaísmo. Luego, en un contexto de reacción contra la violencia de la guerra mundial, durante 1916 surge en Zurich, Suiza, Tristán Tzara (1896 - 1963) y el movimiento dadá o dadaísmo con la expresa intención de destruir todos los códigos y sistemas establecidos en el mundo del arte mediante la crítica operada a través del absurdo sarcástico. El dadá emerge entonces como un movimiento antiartístico, antiliterario y antipoético en tanto cuestiona la existencia del arte, la literatura y la poesía. Se presenta cual ideología total, como una forma de vivir basada en un rechazo absoluto a toda tradición o esquema anterior. El dadá proclamará su absoluta contrariedad respecto de la idea de belleza eterna, contra la eternidad de los principios, contra las leyes de la lógica, contra la inmovilidad del pensamiento, contra la pureza de los conceptos abstractos y contra lo universal en general. Sin más propugnará la desenfrenada libertad del individuo, la espontaneidad, lo inmediato, actual y aleatorio, la crónica contra la intemporalidad, la contradicción, el no donde los demás dicen sí y el sí donde los demás dicen no. El dadá defenderá  el caos contra el orden y la imperfección contra la perfección.

El dadá impondrá por tanto el absurdo, la irracionalidad, la excentricidad, la singularidad y la rareza, como doctrinas de su arte, con la intención de perturbar y escandalizar al espectador. Se postulará entonces como un no-arte o anti-arte, en el que todo está permitido; en el que el azar, la sorpresa y los actos inconscientes se formalizan en normas transgresoras. Así, el poema dadaísta será una sucesión de palabras y sonidos que no reconocerán lógica, distinguiéndose por la inclinación hacia lo fantasioso, lo dudoso, el terrorismo, la muerte y el nihilismo. El dadá buscará asimismo renovar la expresión mediante el empleo de materiales inusuales o manejando planos de pensamientos antes no mezclables, siempre con una tónica de rebeldía o destrucción. No por casualidad el movimiento hará suya una reveladora frase de Descartes: “No quiero ni siquiera saber si antes de mí hubo otro hombre”.

 

Surrealismo. El movimiento del surrealismo, lejos de todo nihilismo, pretendía desentrañar el sentido último de la realidad, de una realidad más amplia o "superior". Al decir de André Breton (1896 - 1966), el surrealismo quería develar "el funcionamiento real del pensamiento", con "ausencia de toda vigilancia ejercida por la razón". Para los surrealistas el descubrimiento de esa realidad más amplia pasa por la reivindicación del subconsciente y del sueño a los cuales otorgan una entidad de igual o mayor importancia que los estados de conciencia. Se trata entonces de estudiar de manera sistemática los mecanismos del subconsciente. Todo esto implica superar los formalismos en el arte así como abrir éste a la colectivización, a la democratización. En esta perspectiva, si todos los humanos manejan un mismo lenguaje de los sueños, los símbolos y mitos son esas claves. Para el surrealismo, la “escritura automática” será instrumento para hacer patente el mundo suprarreal. Se dirá: "Escribid rápidamente, sin tema preconcebido, lo bastante rápido para no sentir la tentación de releeros...la frase vendrá por sí sola, sólo pide que se la deje exteriorizarse". Los poetas surrealistas mezclan objetos, sentimientos y conceptos que la razón mantiene separados; aparecen asociaciones libres e inesperadas de palabras, metáforas insólitas, imágenes oníricas y hasta delirantes. Pero todo ello no responde a un impulso gratuito sino que su lenguaje acarrea una densa carga humana, incluso una carga subversiva, en la libera al propio lenguaje del peso de las pasiones reprimidas. Así, a través del lenguaje se devela el subconsciente libre de cada uno y de todos.

 

Expresionismo. El movimiento expresionista revela el pesimismo imperante a inicios del siglo XX, agudizado luego por la experiencia de la primera guerra mundial (1914 – 1918). Expone la cara oculta de la modernización, la alineación, el aislamiento y la masificación que se hizo patente en las grandes ciudades. Estos artistas creyeron que debían captar y comunicar los sentimientos más íntimos del ser humano en ese momento de la historia, razón por la cual la angustia existencial fue el principal motor de su estética. El expresionismo se inicia como una corriente pictórica que se desarrolla como movimiento entre 1905 y 1925, principalmente en Alemania, aunque también aparece en otros países europeos. Recibió su nombre en 1911 con ocasión de la exposición de la secesión berlinesa, en la que se expusieron los cuadros fauvistas de Henri Matisse (1869 – 1954) y sus compañeros franceses, además de algunas de las obras precubistas de Pablo Picasso.

El expresionismo procura manifestarse mediante la acentuación o deformación de la realidad para conseguir expresar adecuadamente los valores que se pretende poner en evidencia. De este modo, si el objetivo primordial de los expresionistas era transmitir sus emociones y sentimientos más profundos. Al contrario que los impresionistas, buscando más la expresión de los sentimientos y las emociones del autor que la representación de la realidad objetiva y, por tanto, no siendo su afán reflejar el mundo de manera realista y fiel, los expresionistas proceden a romper las formas. El fin de esta forma de representación de la realidad era potenciar el impacto emocional del espectador distorsionando y exagerando los temas. En consecuencia, la obra de arte expresionista presenta una escena dramática, una tragedia interior. De aquí que los personajes que aparecen más que seres humanos concretos reproduzcan tipos. Se representan las emociones sin preocuparse de la realidad externa, sino de la naturaleza interna y de las impresiones que despierta en el observador. La fuerza psicológica y expresiva se plasma a través de la dinámica, los colores fuertes y puros, las formas retorcidas y la composición agresiva. No importan ni la luz ni la perspectiva, las que se altera intencionadamente.

Teniendo a la vista el impacto del impresionismo que se revela contra el neoclasicismo y el romanticismo captando el momento casual con ánimo optimista y pacífico y expresándolo mediante el uso de colores claros, desapareciendo contornos y esfumando toda forma en manchas de color, el expresionismo se inicia con un periodo preliminar representado por el belga James Ensor (1860-1949) y el noruego Edvard Munch (1863-1944). Ensor pinta desfiles fantasmales de personajes enmascarados y caricaturescos, convirtiéndose la máscara en la expresión de lo amenazador y lo desconocido que refleja la ironía sobre la condición humana. Munch, que tiene una visión negativa de la vida dada la soledad humana y su impotencia ante la muerte, desarrolla un estilo formado por curvas sinuosas y colorido arbitrario que alcanza expresión superior en su pintura más famosa: "El grito". Si bien ésta es expresión de su miedo personal, también refleja el desfallecimiento del hombre ante una realidad cada vez más compleja y confusa.

El expresionismo adquiere plena organicidad con la formación de dos agrupaciones artísticas: “Die Brücke” (El Puente, Dresden - 1903, Ernst Kirchner, Erich Heckel, Kart Schmidt-Rottluff, Emil Nolde, Max Pechstein, Otto Müller y Kess Van Dongen) y “Der Blaue Reiter” (El Jinete Azul, Munich - 1911, Vasily Kandinsky, Franz Marc, August Macke, Alexej Javlensky y Paul Klee). Ambas agrupaciones están unidas por el sentimiento del “Weltschmerz” o depresión y angustia que padece el ser humano al sentirse rodeado por un mundo doloroso y caótico. Si el nombre del grupo, “Die Brücke”, provenía de un pasaje del cuarto discurso preliminar de F. Nietzsche en “Así habla Zarathustra” y Munch pintaba el “Retrato ideal de Nietzsche”, en su “Diario de Munich” Paul Klee escribía: “Nietzsche está en el aire”. En este contexto, la intención del grupo “Die Brücke era atraer a todo elemento revolucionario que quisiera unirse para destruir las viejas convenciones. No se establecían reglas y la inspiración debía fluir libre y dar expresión inmediata a las presiones emocionales del artista, sin preocuparse de los aspectos formales. Es de esta forma como imprimen una fuerte carga de crítica social a sus obras, siendo calificados como un peligro para la juventud alemana.

Por su parte, a diferencia de “Die Brücke”, los artistas de “Der Blaue Reiter” tienden a una purificación de los instintos y procuraban más captar la esencia espiritual de la realidad. Su poética se definió como un expresionismo lírico, en el que la evasión no se encaminaba hacia el mundo salvaje sino hacia lo espiritual de la naturaleza y al mundo interior. Estos pintores asumirán actitudes más especulativas y modularán un lenguaje más controlado para emitir sus mensajes. Los integrantes de esta vertiente del expresionismo evolucionarán rápidamente hacia la abstracción, como es el caso de Vasily Kandinsky (1866 – 1944), en quien la representación del objeto en sus pinturas es secundaria, ya que la belleza residía en la riqueza cromática y en la simplificación formal. Para Kandinsky, el camino de la pintura debía ser desde la pesada realidad material hasta la abstracción de la visión pura, con el color como medio, por ello desarrolló toda una compleja teoría del color. En 1913 sostiene que la pintura es ya un ente separado, un mundo en sí mismo, una nueva forma del ser, que actúa sobre el espectador a través de la vista y que provoca en él profundas experiencias espirituales.

El expresionismo también influenciará decisivamente el campo de la literatura y dominará el período comprendido entre 1910 y 1920. De igual forma que en la pintura, la literatura expresionista asume como temas destacados la guerra, la urbe, la fragmentación, el miedo, la pérdida de la identidad individual, la deformidad, la enfermedad, la locura, el amor, el delirio y, cómo no, la naturaleza y el fin del mundo. Así, la estética burguesa queda relegada por una "estética de la fealdad”.

Impacto especial tendrá el expresionismo en el cine de la época. Con la aparición de la película “El gabinete del doctor Caligari”, en 1919, Robert Wiene (1880 – 1938) se convirtió en uno de los primeros directores que introducía elementos claramente expresionistas en el cine. En este medio se llega al simbolismo a través de los decorados, las luces, el vestuario y la interpretación de los personajes, elementos que aspiraban a mostrar a través de la gran pantalla una óptica deformada de la realidad. En un principio, el cine mudo alemán estuvo plenamente vinculado al expresionismo con directores como Fritz Lang (1890 – 1976), Friedrich Murnau (1888 – 1931), Paul Leni (1885 – 1929) y Paul Wegener (1874 – 1949), entre otros. Algunas de las obras más representativas de este período fueron: “Nosferatu”, “Metrópolis”, “El Golem”, “Las tres luces”, “El último Hombre”, “Varitete”, “Fausto” y “El testamento del Dr. Mabuse”. La desmesura iba asociada a un tipo de cine de terror y fantástico, línea seguida después a través del cine sonoro; las películas expresionistas estarán llenas de magos, hipnotizadores, sectas, ritos, monstruos fantásticos y simbólicos. Sin más, el expresionismo también influirá al teatro (Ernst Toller (1893 – 1939), Max Reinhardt (1873 – 1943) y, posteriormente, Bertolt Brecht (1898 – 1956)) e incluso a la música  de la época (Arnold Schönberg (1874 – 1951), Alban Berg (1885 – 1935) y Anton von Webern (1883 – 1945)).

Tras la disolución del grupo “Der Blaue Reiter”, en 1919, Walter Gropius (1883 – 1969) funda la “Bauhaus” en Weimar, escuela de diseño y arquitectura, cuyos profesores fueron los más famosos maestros del expresionismo constructivo. Finalizada la primera guerra mundial en Alemania, se desarrollaría el realismo expresionista, movimiento en el que los artistas se separan de la abstracción, reflexionando sobre el arte figurativo y rechazando toda actividad que no atienda a los problemas de la acuciante realidad de la posguerra.

En definitiva, el movimiento del expresionismo se configurará como locura, cual grito de esperanza de los desesperanzados, que diluirá la forma en lo caótico, escorándose definitivamente el sentimiento gótico de la vida. Este ya no consistía en una huida romántica, sino en una rebelión dentro de las grandes ciudades, en un desafío radical lanzado al mundo burgués. En sus visiones se encontraban la miseria, la soledad, lo lúgubre, la inmundicia y la cruel­dad de las grandes urbes. Ello en un contexto donde la guerra se aproximaba y la revolución iba madurando.

La generación expresionista llevó en sí la escisión de todas las rebeliones románticas: ya no valía estar solamen­te contra algo, contra el mundo de los padres, sino que era preciso tomar partido por algo. Así pasan de la lucha en­tre las generaciones a la lucha de clases. Pero lo que movía a la generación joven que volvió en 1918 de los frentes no era solamente la oposición entre las clases pues, en realidad, del mundo resquebrajado salían a luz todas las contradicciones. De esta forma, la sensación de los años perdidos se enclavaba con el deseo de dar forma nueva a todo, dando paso tanto a la retirada de lo privado y a la adhesión militante a las asociaciones de lucha política, como al nihilismo. Así se hizo predomi­nante el activismo revolucionario. Sobreviene así la revolución del comunismo en Rusia.

Es así como la revolución de 1905 alarma al mundo capitalista, tan satisfecho de sí mis­mo, ya que había desencadenado en algunos países, especialmente en los de la monarquía de Habsburgo, grandes movimientos sociales. Sin embargo, el acontecimiento que sacudió las conciencias y las hizo despertar fue la revolución rusa de octubre. Nadie pudo eludirla, sea directa o indirectamente, suscitando admiración o espanto, asentimiento o reprobación e influyó en forma deci­siva en la generación entonces joven. Esto era vital pues la revolución de 1917 constituyó la prueba convin­cente de que siempre era posible trastocar el mundo de ayer merced a la habilidad y la energía revolucionarias.

Súbitamen­te el ser humano se había elevado por encima del poder de las cosas. La decisión consciente había derribado lo pasado y había convertido lo futuro en actual. El mundo parecía haber rejuvenecido pues la política ya no era el arte de lo posible, sino la audacia y la energía de llevar a cabo lo imposible. Desde la Revolución Francesa no se ha­bía dado en Europa una fe semejante en la omnipotencia de la visión y la voluntad, ni en los jóvenes una confianza compara­ble a ésta de que les correspondía a ellos, durante su vida, eri­gir un mundo completamente nuevo, radicalmente opuesto al de sus padres. Incluso la juventud contrarrevolucionaria es­taba imbuida de esta misma convicción y se rebelaba confusa­mente contra el mundo de sus padres.

Los jóvenes más inteli­gentes y enérgicos de aquella época sentían lo que Hebbel expresaba en los siguientes versos: “Acaso tengas precisamente ahora el destino en las manos y podrías torcerlo hacia donde quieres. A todo ser humano le llega el instante en que el palafrenero de su propia estrella las riendas le entrega”. La generación joven de aquel momento estructuró una visión heroica del mundo y la política fue su destino, pasando a ser la política resolución y acción inmediata. Aún más, la vanguardia de la generación joven posterior a 1917 es­taba convencida de que tal momento de la historia universal no sólo había llegado para individuos aislados, sino también para pue­blos y continentes.

Esta potencia revolucionaria abarcaría todo el espectro ideológico. La juventud seguiría con toda fuerza al marxismo, el fascismo y el nazismo. Proclamando el ideal del nacionalismo y teniendo al Estado como encarnación de la razón y moral superior, enfrentan radical y decididamente al sistema burgués de vida, plenamente plasmado en la monarquía constitucional, el liberalismo, el capitalismo y la democracia. La generación joven que experimenta aquel momento de la historia, sale de la desolación y desesperación al encontrar ideales trascendentes que seguir y por los cuales gustosamente morir.

Finalmente, serán masas humanas las que seguirán con convicción efectiva las ideas que en realidad eran consecuencia de la maduración del proceso histórico. Los acontecimientos que se desarrollarían durante el siglo XX no eran sino la consecuencia del proceso del siglo XIX y el corolario del devenir que los constituía. Este actuaba como fuerza que superaba a los hombres de aquel tiempo, circunstancia que con claridad explica las acciones humanas que conmoverán el siglo XX.

De esta forma, proyectando el proceso del siglo XIX, la generación de Oswald Spengler deseaba abrirse paso hacia una nueva realidad a través de una lucha generacional que provocaría una ruptura con el orden burgués, sus sofocantes convenciones y tabúes. El nihilista nietzscheano podía “implantar un anhelo de finalización en aquello que es degenerado y desea morir”. En otras palabras, al plantar la idea de decadencia en la sociedad se podía apresurar su ocaso.

En esta perspectiva, se puso en boga hablar de brecha generacional. El tema de la rebelión contra la autoridad paterna en el seno de la familia alcanza su máxima significación. Para salvar el mundo, escribió un joven nietzscheano, se requería una”insurrección de los hijos contra los padres”. La imagen inspiró a Wilhelm Hassenclever para escribir “El hijo”; Arnold Bronnen (1895 – 1959) escribe “Parricida”, obra acerca de un hijo que asesina al padre, que tuvo un éxito rotundo; Joachim von der Goltz (1865 - 1946) escribe  “Padre e Hijo”, dando cuenta de este estado de rebeldía; Franz Werfel (1890 - 1945) escribe “El asesino no es el culpable, es la víctima”; y el judío alemán Jacob Wassermann (1873 - 19345) presenta “El caso de Mauritzius”.

En la Universidad de Berlín, Georg Simmel explicaba a sus alumnos que los cambios históricos revolucionarios “siempre han sido realizados por la juventud”. Mientras los adultos, “a causa de su vitalidad más débil”, se entregan a las comodidades materiales y sociales, la juventud ansía “expresar su poder; y su superávit de poder” sin consideraciones por los valores convencionales. Simmel, que también era un gran admirador de Nietzsche, explicó a la juventud alemana que su destino era impulsar “sin ayuda este movimiento cultural hacia la vida y su expresión”. Nietzsche había llamado a los jóvenes “los explosivos”. La juventud se convirtió en símbolo de creatividad y renacimiento cultural. Así, Spengler y otros intelectuales se referirían a sí mismos como representantes de la juventud alemana aún cuando eran cuarentones. A partir de un concepto de “autotrascendencia”, la idea era que quien no pueda estar a la altura del “pesimismo puro”, por usar la expresión de Nietzsche, no es apto para las grandes tareas de la vida. La circunstancia resultaba trágica: “¡Energías crecientes y espíritu desfalleciente!”.

 

Rainer Rilke. El poeta checo René Karl Wilhelm Johann María Rilke (1875 – 1926), cuyo padre convirtió su nombre en Rainer, en su momento concebirá la “soledad del estío”, se considerará un consagrado a “las infinitas nostalgias” y preguntará: “¿…La vida es más pesada que todo cuanto pesa en el mundo entero?”. Además, marcado por la idea de las rosas, Rilke proclamará: “Tal es la nostalgia: vivir sobre las olas y no tener jamás asilo en el tiempo. Y tales son los deseos: un diálogo en voz baja diariamente, una hora, con la eternidad. Tal es la vida. Hasta que llegue el día en que el pasado se eleve solitario entre todas esas horas, y, sonriente, lo mismo que sus hermanas, se calle, ofrendándose al eterno”.

Sin embargo, a ese profundo sentimiento de nostalgia heredado del romanticismo, Rilke agrega el sentido místico y toda la marcialidad recibida durante su duro aprendizaje como cadete de Saint – Pölten. Al punto en que su obra: “Canto del Amor y de la muerte del Corneta Cristóbal Rilke”, escrita en 1899, estaría en manos de los “Wandervögel” de la primera guerra mundial. Narrando la experiencia de un Rilke fallecido en Hungría a los dieciocho años en 1663, sirviendo en un regimiento de caballería y luchando heroicamente contra los turcos tras una primera noche de amor, Rainer María cuenta: “Cabalgar, cabalgar, cabalgar, el día, la noche, el día… Y el corazón está tan cansado, y la nostalgia es tan grande… Así, cabalgando, se penetra en la noche… Sport, el gran general: “Corneta”. Y eso significa mucho… ¡Escucha! Estrépito, entroncar de armas y ladridos de perro. Relinchos… golpes de cascos y órdenes…”. En el momento del combate, Rilke expone la heroicidad: “La claridad de la luna es como un prolongado relámpago, y el estandarte inmóvil se cubre de sombras inquietas... ¿Es ya de mañana?... ¡A formar! ¡A formar! Y redoblan los tambores… ¿Han abierto una ventana? ¿Está la tempestad en el castillo? ¿Quién golpea así las puertas?... No encontrará la alcoba del torreón. Cual si lo resguardaran mil puertas, así es de profundo el sueño de los que allí están abrazados: abrazados como a una madre. O como a la muerte. Pero el estandarte no está allí. Llamados: ¡Corneta!... ¡Corneta!... Y adelante con la caballería piafante. Pero el estandarte no está allí… Corre a porfía por las galerías incendiadas… El estandarte… Y he aquí que comienza a brillar, desplegándose, agrandándose, y se vuelve de púrpura todo. Entonces el estandarte arde en medio del enemigo y ellos galopan persiguiéndolo. El señor de Langenau está en el corazón de las tropas enemigas, pero completamente solo… él resiste, en medio, bajo la enseña que poco a poco se consume. Lentamente, casi melancólicamente, mira en torno. Hay mucho de extraño, de abigarrado, ante él. Supone que son jardines, y sonríe… Reconoce a los hombres y sabe que se trata de perros infieles. Entonces lanza su corcel, acometiéndolos. Pero, cuando en pos de él todo se encierra, todavía le parece ver jardines. Y las dieciséis cimitarras que sobre él se abaten, chorro sobre chorro, son una gloria. Una riente cascada… Con la primavera siguiente (triste y fría), un jinete mensajero… entró lentamente en Langenau. Allí vio llorar a una anciana”.

Entonces proclamará respecto de los muchachos: “Yo quisiera convertirme en uno de esos que pasan en la noche montando potros salvajes, y dejan flotar al viento en su galope las desatadas cabelleras de sus antorchas. Yo quisiera estar como en la nave, en la proa, erguido, grande, tal cual una bandera desplegada; oscuro, pero cubierto por un áureo casco refulgente… Las casas quedarían atrás, como humilladas, temblarían las calles, recularían las plazas, pero nos apoderaríamos de todo, y los cascos de nuestros caballos resonarían como una tempestad”. Además, Rilke expondrá un presentimiento: “Soy como una bandera divisada desde lejos. Siento llegar los vientos y debo afrontarlos cuando todavía, abajo, nada se ha movido… Pesado está el polvo aún. Pero, en oleadas como el mar, yo siento ya los vientos. Plegado y desplegado me vuelco y estoy del todo solo en plena tempestad”.

Con todo, entendiendo que “la muerte es grande… le pertenecemos”, que  Dios es “la gran aurora que apunta hacia las llanuras de la eternidad” y que “penetra con su soplo desde el origen y (que) cuando (el) corazón arde sin traicionar nada es que Él está allí”, Rilke clama: “Señor, concede a cada cual su propia muerte, que sea verdaderamente salida de esta vida en la que encontró el amor, un sentido y su angustia... Yo vivo y, justamente, el siglo se marcha… Ya se siente el crujido de una página nueva en la que todo, todavía, está por escribirse”. Dirá así Rilke:”Esta es mi lucha; hundido en la nostalgia... Penetrar en la vida… para madurar con el dolor… ¡Más allá del tiempo!”.

 

Julius Evola. En el marco de la trágica suerte de la “generación del frente” (1914 – 1918), estas ideas se proyectarán con fuerza singular. En los primeros años del siglo XX, en Italia, Julius Evola (1898 - 1974) sentencia: “Es inútil hacerse ilusiones mediante la quimera de cualquier optimismo: en nuestros días nos hallamos en el final de un ciclo. Con el transcurso de siglos, primero imperceptiblemente, después como el movimiento de una masa que se desploma, múltiples procesos han destruido en Occidente todo ordenamiento moral y legítimo de los hombres, han falseado incluso la más alta concepción del vivir, de la acción, del conocimiento y del combate. Y el movimiento de esta caída, su velocidad, su vértigo ha sido llamado ‘progreso’. Y a este ‘progreso’ han sido dedicados himnos con la ilusión de que esta civilización –civilización de materia y máquinas- es la civilización por excelencia... El hombre moderno se ha acostumbrado a esta concepción degradante y se reconoce en ella tranquilamente, la encuentra natural”.

Aprecia Evola: “Las consecuencias últimas de todo este proceso fueron tales que obligaron a algunos a despertar. Dónde, y bajo que símbolos se intentaron organizar las fuerzas de una posible resistencia es notorio... Una nación que desde su unificación no había conocido más que el mediocre clima del liberalismo, de la democracia y de la monarquía constitucional tuvo la osadía de recoger el símbolo de Roma como base para una nueva concepción política y para un nuevo ideal de virilidad y dignidad... (que) afirma el principio de autoridad y la primacía de todos aquellos valores que tienen sus raíces en la sangre, en la raza y en los instintos más profundos de una estirpe”.

Así considera Evola: “Hoy nos encontramos en medio de un mundo en ruinas... Las destrucciones que tenemos a nuestro alrededor son más bien de carácter moral y espiritual que de naturaleza material, económica o social... es un desfallecimiento interior, en un marasmo ideológico, en un decaimiento del carácter y de toda dignidad. Reconocer esto significa también reconocer que el problema principal... es de carácter interno: realzarse, resurgir interiormente, tomar una forma, crear en sí mismo un orden y una rectitud... Nada ha aprendido de las lecciones del pasado.... si no se parte, ante todo, de una nueva calidad humana”.

Por ende, según Evola, esta histórica tarea implica pues un “desprecio tenemos por el mito burgués de la ‘seguridad’, de la mezquina vida estandarizada, conformista, domesticada y ‘moralizada’. Desprecio por el vínculo anodino propio de todo sistema colectivista y mecanicista y por todas las ideologías que confieren a los confusos valores ‘sociales’ primacía sobre los valores heroicos y espirituales por medio de los cuales, se debe definir, para nosotros en todos los dominios el tipo de hombre verdadero, de la persona absoluta”.

Proclama claramente Julius Evola: ”Nosotros afirmamos: que todo aquello que es economía e interés económico como mera satisfacción de la necesidad animal ha tenido, tiene y siempre tendrá una función subordinada en una humanidad normal; que más allá de esta esfera debe diferenciarse un orden de valores superiores, políticos, espirituales y heroicos, un orden que no conoce y ni siquiera admite ‘proletarios’ o ‘capitalistas’ y sólo en función del cual se deben definir aquellas cosas por las que vale la pena vivir y morir, debe establecerse una verdadera jerarquía, se deben diferenciar nuevas dignidades y, en la cumbre, debe entronizarse la superior función del mando, de ‘imperium’... A esto se debe llegar partiendo desde el interior”.

Para ello, indica Evola, “un factor religioso es necesario como fondo para una verdadera concepción heroica de la vida, lo que debe ser esencial para nuestra lucha. Es necesario sentir en nosotros mismos la evidencia de que más allá de esta vida terrestre existe una vida más alta, ya que solamente quien siente de este modo posee una fuerza irrompible e indoblegable, sólo él será capaz de un lanzamiento absoluto... Pero esta espiritualidad... el estilo de vida que puede desarrollarse no es el del moralismo católico, el cual no va más allá de un amansamiento virtual del animal humano; políticamente, esta espiritualidad no da sino desconfianza... Si el catolicismo fuerza capaz de apartarse del plano contingente y político, si fuese capaz de hacer suya una elevación ascética justamente sobre esta base, casi como continuación del espíritu del mejor medioevo de los Cruzados, si fuera capaz de hacer que la fe fuese el alma de un bloque armado de fuerzas, como si se tratara de una nueva Orden Templaria, compacta e inexorable contra las corrientes del caos, del abandono, de la subversión y del materialismo práctico del mundo moderno, ciertamente, en este caso, en nuestra opción no habría ni un instante de duda. Pero tal como están las cosas, es decir, dado el nivel mediocre y, en el fondo, burgués y mezquino, a que ha descendido hoy prácticamente todo lo que es religión, para nuestros hombres podrá bastar la pura referencia al espíritu, justamente como la evidencia de una realidad trascendente.... para infundir fuerza a nuestra fuerza, para presentir que nuestra lucha no es sólo una lucha política”.

Con este fin, Evola proclama: “Es esencial que se constituya una élite, la cual, con aguerrida intensidad, defina con rigor intelectual y una intransigencia absoluta la idea, en función de la cual se debe estar unidos, y afirmar esta idea sobre todo, en la forma del hombre nuevo, del hombre de la resistencia, del hombre recto entre las ruinas... Sólo a este tipo de hombre corresponderá el futuro.... Perteneceremos a aquella Patria que ningún enemigo podrá nunca ocupar ni destruir”.

De acuerdo a Julius Evola, para toda esta fundamental tarea es imprescindible contar con un líder vital: “La concretización del símbolo, por ahora, la dejamos indeterminada. Digamos sólo: Jefe, Jefe del Estado... El principal y esencial deber es preparar silenciosamente el ambiente espiritual adecuado para que el símbolo de la autoridad intangible sea sentido y readquiera su pleno significado”.

Más tarde, Benito Mussolini (1883 – 1945) sentenciará: “La guerra regenera a los pueblos degenerados. Sería seguido por gran parte del pueblo. Max Scheler atestiguará la gran proclamación de Mussolini: “Aquí en Italia estamos haciendo prácticas del ‘Origen de la tragedia’…”.

 

Michael. Durante las primeras décadas del siglo XX, también en Alemania el espíritu propio del proceso del siglo XIX es ideológicamente sistematizado, masivamente socializado y políticamente dirigido. Joseph Goebbels (1897 - 1945) escribe su obra “Michael”. Cruzando las categorías del idealismo romántico con las experiencias de sus generaciones y el sentimiento de frustración y dolor surgido ante la realidad del dramático término de la primera guerra mundial, en “Michael”, Joseph Goebbels proclama: “Estabas parado –el brazo en cabestrillo, deshecho por las balas; el casco gris sobre la cabeza herida; el pecho lleno de cruces- ante cómodos burgueses para ganarte el bachillerato. Porque no sabías algunos números se decretó que aún no habías madurado. Nuestra respuesta fue: ¡Revolución!”.

A partir de allí, Goebbels, a través del protagonista “Michael”, enseña: “Estábamos los dos a punto de capitular por un derrumbe anímico... Mi respuesta fue: ¡Obstinación!... Tú desafiaste a tu propio destino... Tu respuesta fue: ¡Muerte!... Yo estaba parado ante tu tumba... Y mi respuesta fue: ¡Resurrección!... Descomposición y disolución no significan derrumbe sino aurora y partida. Detrás del ruido cotidiano actúan en silencio las fuerzas motrices de una nueva creación”.

Por medio de “Michael”, Goebbels constata: “En corazones con alegría de futuro, la voluntad de hacer, de formar, arde con calor y con fervor... Fe, lucha y trabajo son las virtudes que unen a la juventud de hoy en su fáustico impulso creador... En el momento preciso, tendremos el coraje de juntar toda nuestra voluntad para un accionar conjunto por la Patria. Queremos la vida: por eso vamos a conquistarla... Hoy en un pensamiento y mañana en un poder... Una vida al servicio del trabajo; y la muerte para la creación de un pueblo por venir: eso es lo más consolador que podemos ver sobre la faz de la tierra... Uno no necesita tener nada, sólo una madre..".

“Michael” aparece así diciendo: “Si, en realidad, podemos hacer de nosotros mismos sólo lo que Dios ha puesto dentro de cada uno... Todo es aquello que tú haces que sea: incluso tú mismo... Lo mejor que cada ser humano puede hacer es aferrarse a sí mismo.... El trabajo como lucha y el intelecto como trabajo; en eso reside la liberación... ¡De la bendición del trabajo!... ¡El trabajador como libertador! No es el dinero, es el trabajo y la lucha lo que nos hace libres, a ti y a mí, a todos nosotros... La ley del trabajo, que implica lucha, y la del intelecto, que es trabajo... ¿De qué sirve al trabajador el tener razón? Tiene que tener el poder para obtener justicia... Las minorías sólo triunfan si son mejores que las mayorías”.

Preciará asimismo “Michael”: “La juventud de hoy no está contra Dios. Está sólo en contra de sus cobardes funcionarios confesionales que quisieran hacer con El –como con todas las cosas- un negocio. Uno tiene que saldar cuentas con esa gente si quiere quedar en claro respecto de su Dios... El cristianismo no es una religión para muchos; callemos lo que sea para todos. Cultivado... es uno de los brotes más extraordinarios que un espíritu culto jamás haya profesado.... Dios ayuda a los valientes  y castiga a los cobardes. Sería un Dios muy peculiar el que estuviese del lado de los cobardes... Mantengo diálogos con Cristo... Cristo es duro e implacable... es el genio del amor... Tenemos que despertarlo de nuevo en nosotros. Y eso sólo podremos hacerlo sólo con una fuerza consciente y propia”.

“Michael” sentenciará al efecto: “La naturaleza misma es antidemocrática. En todo el universo no ha hecho dos seres vivos el uno igual al otro.... Así tiene que ser la Patria algún día. No todos iguales, pero todos hermanos”. Advierte así Goebbels: “La hipocresía, es el signo característico de la época burguesa que se hunde. El estrato dirigente está cansado, y ya no tiene coraje para cosas nuevas... La burguesía política no es nada y no quiere ser algo tampoco. Quiere sólo vivir, vivir de un modo bien primitivo. Por eso es que está sucumbiendo... Si ya no tenemos ninguna sensibilidad... para el honor y para el deber. Lo único que aún sigue sobre la mesa de debates es el estómago. Pero aquél que pone en subasta su honor, ése no tardará en perder incluso su estómago. Y ésa es una tardía, pero tanto más cruel, venganza de la historia... La decisión última está en la postura espiritual”. 

En vista de lo expuesto, por voz de “Michael”, Goebbels proclama: “Hacer de una masa un pueblo y de un pueblo un Estado, eso ha sido siempre el más profundo sentido de una política auténtica... La internacional es sólo una doctrina de la razón, dirigida contra la sangre. El milagro de un pueblo no reside nunca en su cabeza sino siempre en su sangre... La nacionalidad es la suma de todas las manifestaciones vitales, naturales, de un pueblo. El Estado no es sino la defensa, conscientemente organizada, de estas manifestaciones vitales”.

La conclusión aparece inevitable: “La revolución es un acto creador. Supera los escombros de épocas en derrumbe y allana el camino para el futuro... Las revoluciones generan primero hombres nuevos, luego tiempos nuevos... Munich es para ti el lugar adecuado... ¡Munich! ¡La siguiente etapa!...”. Consigna así: “Que hayamos perdido la guerra, eso no es lo peor. Pero que nos hayamos dejado robar la revolución, eso es insoportable”.

La guerra es la forma más sencilla de afirmación de la vida... La paz eterna es un sueño... El soldado podrá agregar que ni siquiera es un sueño hermoso... La guerra no es linda... es la guerra ¡A vida o muerte! Cruel como todo lo que tiene vida. Yo no la he hecho así. Solamente compruebo que es así... Toda la vida es guerra “Al fin y al cabo, para un joven alemán; hoy día hay sólo una profesión: jugarse por la Patria”.

Termina pues “Michael” transmitiendo un mensaje fundamental: “¡Mis ojos ven claro! ¡El camino está libre! ¡Algo nace en mí! Mis manos encallecidas comienzan a temblar... Me he liberado a mí mismo... ¡Nosotros los hombres jóvenes, cruzaremos nuestras espadas con todos los enemigos de nuestra especie y lo haremos por el futuro! Cuando hayamos conseguido reencontrarnos, el mundo aprenderá a temblar ante nosotros. El globo terrestre pertenece a aquel que lo toma para sí... ¡aquí está mi lugar! Aquí quiero estar cuando se trate de dar la batalla decisiva.”. La sentencia en “Michael” es definitiva: “¡A la vida sólo se la puede mantener si se está dispuesto a morir por ella!”

En definitiva, con la expresión conciente de este ánimo, propio de lo que el mismo Goebbels llamó el “romanticismo de acero”, el camino a la segunda guerra mundial estaba consolidado y las fuerzas que marcharían por él estaban dispuestas. Peter de Man recuerda: “Los principales puntos en torno a los cuales giran los argumentos metodológicos e ideológicos contemporáneos siempre se pueden remitir directamente a la herencia romántica”. 

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