MÉTODO DE INTELECCIÓN ESTRATÉGICA - Relación Creencia, Cultura y Sociedad

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Luis  Heinecke  Scott

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2005

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G.2. Evolución del Sistema Metafísico Occidental

G.2.1. Cristianismo.

Asumiendo aquello que le precedía y constituyendo en lo principal una profunda reinterpretación de las promesas propias de la tradición judía, el cristianismo funda una doctrina basada en un monoteísmo revelado, sustentado en la firme creencia en la existencia de un Dios único y trino (Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo), omnipotente creador del universo, acción que la humana razón demuestra y la fe confirma. Se postula pues un sistema de creencia que, fundado en una revelación divina original, considera la concepción virginal del Dios encarnado; la resurrección de Jesucristo; la inmortalidad del alma; la existencia del hombre como criatura racional libre compuesta de alma y cuerpo; ángeles como sustancias espirituales; pecado original que implica privación de la gracia, ignorancia e inclinación al mal; paraíso; purgatorio; infierno y demonio con sus legiones, el cual finalmente será derrotado.

Enseña así el cristianismo que, habiendo creado Dios a los seres humanos, éstos se alejan de su creador por la desobediencia que es causa del estado de pecado original. Sin embargo, Dios envió a su Hijo, Dios mismo, encarnado como hombre en Jesús o Salvador y Cristo o Ungido, para ofrecer el perdón a la humanidad y propiciar, con el sacrificio de su muerte, la reconciliación entre Dios y la humanidad. Rompiendo con el judaísmo que esperaba a un Mesías terrenal, el cristianismo entiende que el Mesías y Redentor, es Dios hecho hombre, esto es, Dios y hombre al mismo tiempo, perfecto Dios y perfecto hombre y en el que hay dos naturalezas, la divina y la humana, con dos voluntades, una divina y la otra humana.

Así, Jesús padece y muere crucificado, pero resucita para la salvación del género humano. Aún más, volverá al fin de los tiempos para el juicio universal, correspondiendo esto a la parusía o segunda venida de Cristo a la tierra. De esta forma, la alianza entre Dios y el ser humano se realiza en la persona de Jesús. El signo de la alianza se realiza entonces por una interiorización de la fidelidad en el corazón para con Dios, de manera que el signo de la nueva alianza no será la circuncisión de la carne, sino la del corazón. Asimismo, la tierra prometida ahora son los cielos y la descendencia de Abraham es ampliada a todos las personas. El cristianismo se convierte en religión histórica al momento en que, al encarnarse Dios en Jesús, la pasión, muerte y resurrección se transforma en la historia de la salvación de toda la humanidad por obra de Cristo, según el plan providencial del Padre.

La reinterpretación cristiana sedimenta así en términos de la irrupción de Jesús como Dios hecho hombre que, junto con la predicación de los apóstoles, constituirán el Evangelio o “buena nueva”, que es un mensaje de salvación del pecado y de amor a Dios y a los hombres que es necesario anunciar y seguir. Corresponde a una escritura inspirada conocida como “Nuevo Testamento” (elaborado durante la segunda mitad del  siglo primero, probablemente entre los años 70 y 110 d.C.) y que entre sus libros sagrados también asume el canon judío, el Antiguo Testamento.

La reconciliación y redención de los hombres pasa entonces por el cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios y los sacramentos, signos sensibles y eficaces de la gracia instituidos por Jesucristo para santificar las almas (bautismo, confirmación, eucaristía, penitencia, extremaunción, orden sacerdotal y matrimonio). De este modo, se afirma que no hay salvación fuera de la verdadera fe y la verdadera Iglesia.

Con todo, a partir del siglo IV, serán los Concilios las instancias que van a interpretar las Sagradas Escrituras y van a decidir la doctrina y dogmas de la Iglesia Católica. La doctrina de la Iglesia se basará entonces en la Biblia, la tradición de los primeros padres, el credo de los apóstoles, a lo cual se agregan el pensamiento teológico de los doctores de la fe y el magisterio de la Iglesia.

 

Historia. El cristianismo se inicia propiamente el año 33 d.C. con la predicación de Jesús de Nazaret, en Galilea primero y luego en Jerusalén. Es Jesús, el Hijo de Dios y Salvador y el Cristo o el ungido del Señor, el Mesías, que opta por llevar una vida célibe y de pobreza absoluta que es seguido por doce apóstoles que él mismo escoge, y a uno de ellos, Pedro, el Dios encarnado le comunica: “Tú eres Pedro – o sea, piedra – y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Se concibe pues a Cristo como cabeza invisible de la Iglesia, la cual es cuerpo místico de Cristo y sociedad perfecta en tanto posee todos los medios para la salvación del ser humano, que es temporalmente guiada por Pedro y sus sucesores, el romano pontífice (quien es infalible en materias de fe y moral al invocar la condición “ex cátedra”) y los obispos. Los primeros cristianos, queriendo subrayar su continuidad, en cuanto nuevo Israel, con el antiguo Israel del que se consideraban los herederos en virtud del nuevo pacto o testamento sellado gracias al sacrificio de la cruz, para denominar sus propias comunidades recurrieron al termino “ekklesia”, que en griego designaba la “asamblea”, adquiriendo la voz “iglesia” el significado de reunión de aquellos que profesan la fe cristiana.

El cristianismo comienza siendo un movimiento religioso dentro del pueblo judío, el pueblo elegido. Pero ese pueblo no cree en la palabra de Jesús ni cree en su medianidad, rechazándolo y condenándolo a muerte en la cruz, por estimar blasfema contra Yahveh el aseverar ante el Sanedrín que él es el Hijo de Dios. Este rechazo de los judíos hace que el cristianismo se vuelque hacia los gentiles, es decir, hacia los pueblos que existían más allá de las fronteras de Israel, o sea, Judea o Canaán. Comienza así su expansión y se forman las primeras comunidades cristianas, a las que denominan iglesias. Paulo de Tarso, apóstol de los gentiles, funda las iglesias de Antioquia, las cuales se proyectan hacia los Dardanelos, Grecia y Europa.

En un comienzo, el cristianismo -ya separado del judaísmo y cuya denominación “christianitas” apareció cerca del año 400 después de Cristo- fue una religión tolerada en el seno del imperio romano, pero entró en conflicto con éste, puesto que su fe monoteísta le impedía reconocer la naturaleza divina de los emperadores. Fue pues  víctima de una serie de persecuciones, que básicamente comienzan a mediados del siglo III y culminan con la gran ofensiva desencadenada por Diocleciano (303), situación que genera muchos mártires, quienes llegan a tal condición pues se niegan a negar su fe en Cristo. Cuando estas persecuciones se agudizan, los cristianos tienen que buscar refugio bajo tierra, en las catacumbas, donde realizan su culto y, contrariamente a lo pretendido, en ellas se fortalece y desarrolla. De hecho, la persecución termina cuando el emperador Constantino se convierte y emite el Edicto de Milán el año 313 d.C., que la declara “religio licita”, otorgándole primacía  frente al paganismo y permitiendo la libertad de credos y cultos. A partir de entonces la Iglesia obtiene reconocimiento, tolerancia y, finalmente, apoyo estatal hasta llegar a ser la religión oficial del bajo imperio. Es más, después, mediante distintos edictos promulgados por Teodosio entre 380 y 392, el cristianismo se convertirá en la religión oficial del imperio. La transformación del cristianismo en religión oficial tuvo como consecuencia una estrecha conjunción entre la Iglesia Católica y el poder político. Es por ello una época que se caracteriza por la formación de un Estado católico. Sus leyes civiles recogen las normas morales básicas del catolicismo y, mediante la fuerza coercitiva de la sanción penal, protegen sus reglas religiosas y eclesiásticas

Con todo, el catolicismo se va definiendo, depurando y decantando en el tiempo. Va afirmando verdades fundamentales que van conformando una ortodoxia (orthos: recto, doxa: opinión o doctrina) respecto de la cual toda desviación o ruptura constituye una herejía (háieresis). Las herejías devienen a lo largo de los siglos. Surgirán desde la primera vertiente judaizante, ebionitas, gnósticos, ofitas, ahogos, adamitas, basilidanos, montanistas, nestorianos, adopcionistas, arrianismo, priscilianismo, pelagianismo, paulicianos, agoniclitas, eutiquianismo, iconoclastas, maniqueísmo, albigenses, hussitas,  y metamorfistas, entre otras. No obstante, si bien emergen estas tendencias, la clara condena del error conduce a afirmar la verdad y la doctrina católica se fortalece, consolida, expande y se mantiene eficaz y sólidamente en el tiempo.

La Biblia enseña en Sabiduría: “En verdad, andan muy equivocados todos aquellos que no han reconocido a Dios, y no supieron por las cosas visibles descubrir a Aquel que Es. Han mirado las obras y no han conocido al Artesano: fuego, viento, aire, bóveda de las mil estrellas, aguas embravecidas y antorchas del cielo han sido para ellos los dioses y dueños del universo. Deslumbrados por tanta belleza, si han visto dioses en las cosas creadas, sepan cuánto las supera el maestro de ellas. Si el poderío y la irradiación de cosas creadas los han asombrado, sepan cuán poderoso es El que las creó; pues la grandeza y la hermosura de las cosas creadas dan a conocer a su Creador mucho más grande y hermoso”.

 

Aurelius Agustinus. De hecho, se constituye la patrística o filosofía de los padres de la Iglesia.  La primera patrística se forma al defender la revelación de los ataques internos y externos, especialmente de una gnosis disolvente que ponía la redención en un conocimiento místico que hacía superflua la obra redentora de Cristo y la eficacia de la Iglesia. Así, al momento de la alta patrística, Aurelio Agustín (354 – 430), originalmente maniqueo e impresionado por el neoplatonismo, se convierte y transforma en defensor de la fe católica. Agustín desarrolla una verdadera “metafísica de la luz” donde, siendo Dios la única luz, es por la luz creada que conocemos las cosas corpóreas, por la luz de la razón las verdades naturales y por la luz de la gracia las verdades reveladas. De esta forma, la verdad no es como cree Aristóteles, correspondencia o armonía del pensamiento con las cosas externas, sino la participación en las ideas eternas, que son el verdadero ser. Para Agustín, las ideas eternas son idénticas a Dios. Dirá: “Todo lo que Dios es, no es otra cosa que ser”. Así, refiriéndose a una verdad ontológica y no lógica, que no es producida por el ser humano sino que existe desde la eternidad en Dios, puede decir: “Verdadero es lo que es”. Por ello, la búsqueda de la verdad conduce a Dios. Entonces, el pensamiento gira entre dos polos: Dios y el alma. Decreta: “Quiero conocer a Dios y al alma… Nada más en absoluto”. Aunque el hombre se compone de cuerpo y alma, ambos componentes no son del mismo valor. El hombre es más bien un alma que usa un cuerpo. El problema del alma se convierte en el problema del hombre. En estos términos, Agustín ve la esencia del hombre en la voluntad: “Los hombres son sólo voluntad”. Más, siendo el amor la operación de la voluntad, es también padre de todas las virtudes. Toda moralidad radica en la recta elección del objeto del amor. Amor consumado es suma felicidad. Sólo en el recto querer está la paz del alma.

No obstante lo anterior, hacia el año 396, Agustín deshace esta imagen optimista al advertir la terrible importancia del pecado original. Advierte que desde el pecado de Adán, el hombre está corrompido no sólo en el pensar y querer, sino en todo su ser. Concluye que la humanidad es una “masa maldita”. El hombre no es capaz, por sus propias fuerzas, de acción buena alguna. De la posibilidad de pecar resulta la imposibilidad de no pecar. Sólo es redimido aquel a quien, por pura misericordia, predestinó la gracia de Dios. La doctrina sobre la predestinación produjo una enorme impresión, que perduró estremeciendo almas. Para salvar la libertad del hombre, Agustín distinguió la libertad psicológica como esencial libertad de elección en los asuntos de la vida y que no puede perderse, y la libertad moral que al momento de pecar Adán pierde y hereda a sus descendientes. En definitiva, sin la gracia divina no se puede hacer obra buena alguna, permaneciendo la inquietud de estar escogidos o no para la salvación.

La toma de Roma por Alarico, el año 410, dio a muchos pretexto para achacar todo desastre a la apostasía de los dioses oficiales romanos. Agustín respondió, en su obra capital “La ciudad de Dios”, con una apología del cristianismo, constituyendo una filosofía de la historia. Agustín considera que la historia universal se asemeja a un drama ideado por el artista divino, representado por los hombres y dirigido hasta en sus menores detalles por la providencia divina. Los dos antagonistas de este drama son la “ciudad de Dios” y la “ciudad terrena” (civitas = Estado). Estas dos ciudades no se identifican con la Iglesia y el Estado, sino que son dos imperios de opuesto espíritu, a saber, el imperio del amor de Dios y el odio a Dios. Unos aman a Dios hasta el desprecio de sí mismos; otros se aman a sí mismos hasta despreciar a Dios. Aquí en la tierra los dos Estados coexisten uno junto a otro y hasta confundidos entre sí, pero en el juicio final quedarán definitivamente separados.

Con todo, en el curso de la historia universal, Agustín distingue tres épocas; niñez, juventud y vejez, subdivididas en dos períodos cada una, configurando en conjunto los seis días equivalentes a la creación. De esta forma, en la primera época los hombres vivían como niños, sin ley; en la segunda, recibieron la ley y fallaron; en la tercera, les abrió de nuevo Cristo el camino de la felicidad. Luego, todo reino o imperio busca la paz, pero la verdadera paz radica con el recto orden cristiano, al punto que, sin éste, todas las virtudes son sólo “vicios espléndidos”. Pregunta: “¿Qué son los Estados sin la justicia, sino grandes bandas de forajidos?”. Señala entonces Agustín que, como la ciudad terrena no conoce la subordinación a Dios, tampoco se da en ella una auténtica coordinación de sus miembros. La consecuencia será la constante inquietud y las guerras incesantes, hasta que la ciudad terrena, tras los seis días de la historia universal, halle su término en la muerte eterna del infierno. La ciudad de Dios, pasados los seis días, hallará el sábado bienaventurado de la paz eterna. Impugnando la concepción cíclica de de los mundos, Agustín afirma que los réprobos glorificarán la justicia eterna de Dios en un infierno eterno, lo mismo que los escogidos su amor en el cielo.

 

Cristianismo oriental y occidental. En su momento, ante la desintegración del imperio romano, el catolicismo enfrentará contradicciones internas y se produce el gran cisma de Oriente. La época constatiniana de apoyo del imperio a la Iglesia, seguida y profundizada después por Teodosio y sus sucesores en Occidente, así como por Justiniano y sus sucesores en Oriente, da pie a lo que se denominará la cristiandad. En Occidente, ese apoyo llegó a fundirse casi en un solo poder a partir de Carlomagno, coronado emperador por el Papa, en Roma, la navidad del año 800, provocando la irritación de los bizantinos por considerar que Roma, al consagrar a un emperador franco, se había apartado de la verdadera tradición imperial romana que había heredado Bizancio. Se produce un enfriamiento entre las relaciones entre la Iglesia de Occidente y la de Oriente, sumado a conflictos de interpretación dogmática, particularmente en lo referente a la procesión intratrinitaria de la persona del Espíritu Santo, que los latinos expresaban con la fórmula: “Procede del Padre y del Hijo” (filioque), mientras que los orientales consideraban que la expresión correcta es: “Procede del Padre a través del Hijo”, así como otros como comprensión del purgatorio, como lugar o estado. Tras rencillas y excomunión sentenciada por el Papa León IX, en 1054 el patriarca Miguel de Cerulario promulga el decreto de excomunión contra Roma, consumándose la ruptura cismática. Con la posterior caída de Constantinopla, el año 1453, en manos de los turcos islámicos, el centro de la ortodoxia se trasladó a Kiev, en Rusia, para luego ubicarse en Moscú.

 

Cristianismo occidental. Después se producirá el gran cisma de la Iglesia de Occidente a causa de excomuniones recíprocas de Gregorio XII en Roma y Benedicto XIII en Avignon, que perduraría casi cuarenta años, desde 1378  hasta 1417. Más tarde, a inicios del siglo XVI, procedería una nueva gran ruptura del cristianismo de Occidente con la Reforma o movimiento de renovación evangélica surgido en Alemania a comienzos del siglo XVI y promovido por el monje agustino Martín Lutero (1483 – 1546) y que deviene en conflicto definitivo el año 1517 (Confesión de Augsburgo). Queriendo renovar la religión colocándola en el interior del hombre, amparándola contra el mundo y la maldad. Lutero quiere que el cristiano se sienta humilde, compungido ante Dios y que tenga conciencia de su inextirpable naturaleza de pecado. Mas, ante los hombres, le quiere orgulloso, activo, belicoso, lleno de bríos mundanos.

Rechazando la “ratio” romana, la “ramera razón”, Lutero sólo reconocerá la mediación de Cristo hacia Dios, pero no la mediación de la Iglesia hacia Cristo. Sólo se requiere la interpretación libre de las Escrituras y no el magisterio de la Iglesia; basta pues la gracia y no es necesaria la mediación a través del sacerdocio y los sacramentos. Sólo cabe una relación directa con Dios y ninguna mediación a través de los santos del cielo. Aún más, si el cristianismo sigue el principio de transubstanciación, en que en la eucaristía Dios se encarna, el protestantismo adopta el principio de consubstanciación, en que la eucaristía Dios se hace presente pero no se encarna. En definitiva, si en el catolicismo el hombre se salva por la fe y las buenas obras, en el protestantismo basta la fe. La crisis provocada por la reforma fue afrontada por la iglesia romana a través del movimiento de contrarreforma que culmina con el Concilio de Trento (1545 – 1563). Las normas establecidas por este Concilio sirvió de referencia para medir la adhesión del creyente al cristianismo en su versión católica. Además, se intentó poner fin a los abusos existentes renovando la vida eclesial, mejorando la formación de los sacerdotes (creación de seminarios, visitas pastorales, nuevas órdenes religiosas, etc.).

 

Feudalismo. A partir del dogma de la verdad revelada, inmutable, que no depende de los tiempos, el catolicismo se constituyó en el fundamento de un nuevo sistema cultural y civilizacional. Este se realiza con fuerza en el orden de la llamada “Edad Media”.

El término “Edad Media” corresponde a una denominación aplicada retrospectivamente por las generaciones posteriores, cuando se creía haber abandonado un período “intermedio” para penetrar en otro nuevo. Teniendo su germen en Joachim de Fiori, en 1667, Goerg Horn, profesor de historia en Leyden, acuñó la expresión “edad media”, aunque su aplicación metodológica correspondió al rector Cristóbal Celarius Keller, quién en 1688 publicó su obra “Historia Medii aevi”, en la que dividió la historia en tres tiempos, a saber, antigüedad, edad media y época moderna. Así, este epíteto fue definido por los eruditos humanistas del Renacimiento, que no creían que las bases de su cultura tuvieran vínculo con la de sus predecesores medievales, sino con los instruidos patricios de la Roma clásica. Su hostilidad  y desprecio de aquello que había constituido la llamada “edad media” era manifiesta y los conducía a exponerla cual fase de ignorancia, ferocidad, extravagantes creencias y vida miserable, fuentes de una sociedad inquisitorial.

Sin embargo, el denominado medioevo constituía un proceso que consolidaba y proyectaba un nuevo y avanzado sistema cultural y civilizacional. A la luz del catolicismo y afirmando la cultura greco-romana interaccionada con el mundo germánico, se consolida un orden cristiano occidental en una época de división de Europa y el Mediterráneo con el Oriente bizantino y el Islam. Se constituye una “edad de fe” fundada en una revelación sobrenatural que define un orden teocéntrico, cuya finalidad es alcanzar la salvación del alma de los hombres. Por esta razón se procura una vida piadosa y sacramental que  perfeccionara al hombre, teniendo a la Iglesia y la eucaristía o santa comunión como misterio central de la liturgia.

Así entonces, en un tiempo donde las interminables guerras hicieron que los hombres anhelaran poder disfrutar de protección y seguridad, y donde los poderes centrales perdieron toda autoridad, radicándose ésta en poderes locales (feudos), se estableció el régimen del feudalismo, estructurado por un estatuto que regía el vínculo entre los señores y los vasallos, correspondiendo a una forma de organización del poder. Si bien el régimen feudal no pudo garantizar una completa estabilidad política, en tiempos de mucha violencia y escaso desarrollo económico y técnico, ofreció condiciones de paz y justicia e inculcó a los hombres ciertos valores como el sentido del honor, la virtud, la lealtad, el respeto por la dignidad de la persona, la estimación de la mujer y la fe en la palabra dada.

Se conformó un régimen social, económico y político con una sociedad dividida en estados o estamentos fijos, esto es, los caballeros, el clero y la población campesina. La nobleza feudal estaba formada por el rey y los señores, existiendo nobleza de sangre, fundamentalmente guerrera. Se instauró el sistema de las corporaciones como forma de organización del trabajo. Aún más, se estableció un régimen comercial que traspasaba fronteras y que estaba fundado en el repudio del interés, por ser éste pecado. Luego apareció una clase media formada por abogados, médicos y mercaderes.

Es una vida marcada por los poderes terrenales enfrentados entre sí, las Cruzadas y los reinos de ultramar. Entonces, a la luz de una imagen heroica de la guerra, se organizan órdenes de caballería y se desarrolla una educación caballeresca centrada en la idea de servicio. Se proyecta asimismo un concepto de amor cortés, donde el amante se concibe como un ideal y la relación es asumida con un espíritu de servicio y no de posesión.

Realizando la difícil tarea de conciliar el derecho romano, las leyes de los pueblos bárbaros y la ética cristiana, en el marco de la novedad de los relojes mecánicos que comienzan a revolucionar el empleo del tiempo, se desarrolla una intensa vida doméstica, el cultivo de la tierra, los oficios artesanos, la práctica de los torneos, la caza, la música cortesana, el teatro, juegos de destreza y azar, grandes celebraciones con mimos, trovadores y juglares, abundantes cenas y banquetes, con una disciplina conyugal acompañada por la prostitución y excesos eróticos en las casas de baños, aunque con escasa referencia a la homosexualidad. La crueldad en la administración de justicia es celebrada como espectáculo de feria por el pueblo. Esta vida cotidiana estuvo marcada además por el gradual incremento demográfico a pesar de las tasas de mortalidad, las hambrunas y la peste que devastó Europa, más los elementos, humores y temperamentos que constituían la salud, junto a los judíos en estado de tolerancia precaria. Ciertamente es un tiempo donde la muerte obsesiona a hombres y mujeres, pero no era éste un sentimiento morboso. Las múltiples representaciones de la muerte eran advertencias que conducían a la felicidad eterna a quienes sabían escucharlas. El momento de la muerte era importantísimo porque nadie quería morir sin arrepentirse de pecados y recibir la absolución ante la inminencia  del fin del mundo.

En este período histórico, la Iglesia se yergue como institución centralizada que define la doctrina y determina la norma social y política, respecto de la cual todo desvío era herejía y objeto de excomunión y castigo. La norma doctrinal es acompañada por visiones místicas, la hermandad de los santos (apóstoles, evangelistas y mártires), el poder invisible de las reliquias y el peregrinaje. Junto a ello cual se presenta el empleo encubierto del zodíaco,  la alquimia, la magia y la brujería, categorías que echaron profundas raíces en la imaginación medieval.

Los monasterios se constituyen en baluartes de la oración y el saber. Allí se enseñaba la doctrina religiosa junto con las artes liberales (gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música) y se aprecia la naturaleza, sus plantas y animales. Pasando por la escuelas palatinas, parroquiales y catedralicias, se llega a la formación de las Universidades, corporaciones autónomas que aplicaban la “lectio” y la “disputatio” como sistema pedagógico destinado a constatar la verdad revelada. En este campo, la adhesión a la dialéctica fue muy sólida. En la llamada Edad Media se creía más en las conclusiones lógicas de la razón que en las observaciones de los sentidos; por eso su fuerte fue la lógica y no las ciencias naturales. Es pues precisamente en virtud de lo operado en la Edad Media que se constituye el instrumento con que la edad moderna pudo erigir el soberbio edificio de las ciencias naturales. De hecho, fundada en la unión de la ciencia y la fe, la autoridad de Aristóteles (aunque no desapareció el neoplatonismo) y la uniformidad del método (lectio, disputatio y auctoritates), se conformaría el movimiento escolástico. Este no mirará tanto al descubrimiento de nuevas verdades, cuanto a la demostración, transmisión y asimilación de saberes ya conocidos. La ciencia halla en las aulas y cuartos de estudio sus únicos lugares de cultivo y en los profesores y monjes sus únicos representantes.

En este contexto, la escritura y la imprenta producen una revolución intelectual. De hecho, la literatura se había extendido por Europa desde los siglos X y XI; ya en el siglo XV existe el hábito de la lectura. Mediando el mejoramiento de las técnicas de reproducción, el primer libro impreso que sobrevivió es la famosa Biblia de Johannes Gutemberg, editada en Maguncia durante 1455. No obstante, aunque se entendió que servía a la fe, la impresión significó también que ya no fuese tan fácil controlar el disenso y su difusión.

Centrada en la creencia en Dios y cumpliendo una función pedagógica de elevación espiritual del hombre, el arte alcanza un alto desarrollo, con grandes obras plásticas y arquitectónicas, que evoluciona del románico al gótico, plasmándose en iglesias y monasterios de arco ojival, bóveda acanalada y arbotantes característicos del estilo gótico, junto a tapices, tallas y obras de arte de pequeño formato. Las catedrales eran expresión de la fe cristiana; eran una “oración petrificada”. El barroco verá las obras cumbres de la cultura occidental, rebasando el punto culminante del gótico. Siendo una continuación del mismo, con el barroco se llega al sentimiento de cima aún no alcanzadas. Ante  el gótico instintivo y oscuro, el barroco se hace gótico consciente y luminoso.

En el campo del pensamiento, a partir de un orden preescolástico en el “renacimiento carolingo” (siglo IX), surgirá la primera escolástica (siglos XI – XII) que sienta las bases de la alta escolástica (1200 – 1340), la cual constituye su edad de oro, pero que luego deviene en la escolástica tardía (1340 – 1500) que entra en un lento proceso de petrificación y disolución. No obstante, antes de experimentar completamente su propio ciclo, este proceso alcanza su cénit hacia el siglo XII. Es un estadio histórico en que el proceso de despertar y desarrollo es mucho más real en este tiempo que en el período que después sería denominado Renacimiento. El medioevo implicó una transformación efectiva que hace posible entenderlo como un nuevo nacimiento, por cuanto en él se desarrollaron nuevas formas de actividad mental y de vida social, formas y fundamentos que todavía son columnas de la existencia moderna.

El hombre gótico seguía la racionalidad de la escolástica, cuyo objetivo era armonizar la teología cristiana con la filosofía antigua. La constitución de la escolástica implicaba el imperio de una lógica teocéntrica, pero totalmente lógica pues estaba fundada en la razón, lo único que por la gracia respondía y conducía a Dios. Siendo la prestación principal de la escolástica la claridad lógica del pensamiento, el conjunto del saber humano que, según se creía, no podía acrecentarse, tenía que ser reunido en gigantescas “sumas” que reunían todo el saber y eran matemática y arquitectónicamente estructuradas. De este modo, la escolástica no anulaba la naturaleza o razón humana, sino que constituía un sistema en el que se desenvuelven las contradicciones humanas. El hombre gótico, pensando en términos absolutamente racionales, lo que quería era reflejar la naturaleza y no dominarla o sanearla, pues ésta era creación divina.

En la época gótica, que se extiende desde el siglo XI al XIV, teniendo plena confianza en Dios y en la idea de eternidad, el hombre dirigió su mirada confiada y suplicante hacia el cielo. Fue pues la época gótica, donde sólo cabe sumisión a la voluntad de Dios, la que creó la unidad espiritual de Occidente. El concepto y el hecho “Occidente”, así como el concepto y la vivencia “Europa”, pertenecen a la cultura gótica, esencialmente sintética y donde prevalecen las fuerzas de unión. Se trataba de una unidad plasmada desde un principio de certeza. Los hombres pertenecían, como miembros inmediatos, a la comunidad cultural católica que a todos abarcaba. Un espíritu de unión y amor los juntaba interiormente. Es más, la clase directiva la forman los sacerdotes que guardan esta unidad, y no los guerreros que perjudican la unidad luchando en las filas de un grupo determinado contra los demás. El hombre que une y no el que divide era el ideal predominante en esta época. No había Estados nacionales.

En definitiva, la época gótica encarna el arquetipo del hombre armónico, plasmando la calma y el gran aliento de las épocas metafísicas. La idea de la evolución y la fe en el progreso humano le son extrañas. Si perfecto salió el mundo de manos de Dios, contemplarlo con admiración y venerar en él al Creador es el sentido de la vida. Rechaza pues el hombre gótico como temeridad y pecado la idea de querer o poder cambiar el mundo, porque para él los valores y verdades cristianos son absolutos y de duración eterna; leyes inconmovibles mantienen el universo en su forma acostumbrada. Con ello, el individuo se veía metido de lleno en los espacios infinitos de la eternidad, y ello le comunicaba un sentimiento de amparo y de paz. Sin este sentimiento vivo del más allá no habrían podido ser terminadas las catedrales ni sostenido el esfuerzo de los mojes que transcribían documentos y las melodías gregorianas. Asimismo, el orden jerárquico social es algo que no admite cambio. El individuo nace en él conforme al designio divino y debe contentarse durante toda la vida con el puesto que ocupa. Con un “hombre sentimental”, a esta época le falta la voluntad para el poderío, el afán de ascenso social. No hay revoluciones pero tampoco grandes cambios en el pensar. El hombre armónico posee un saber estrictamente delimitado, que no admite aumento; el rebasarlo le parece necedad y pecado. Y este saber no es poderío, sino medio para la salvación y la santificación, que no obsta a una nostalgia por una vida mejor.

El catolicismo, con su tránsito desde la patrística hasta la escolástica, resultó fundamental y trascendente para Occidente y el mundo. Si en un momento de la historia los dioses determinaban al ser humano, con el catolicismo, es éste quién  decide su condenación y salvación en el orden de la creación divina, en virtud del uso que él hace de su razón y su libertad. Fue el catolicismo escolástico quien reconoció, sistematizó y proyectó la razón humana. Es de esta forma como razón y libertad se constituirían en las claves del curso cultural y civilizacional de Occidente. El mismo curso de la historia occidental derivaría de las contradicciones al interior de mundo católico. Sin embargo, con la posterior afirmación de una razón y libertad al margen del orden de Dios, o incluso sin Dios, el hombre sería expuesto a un nuevo destino. En adelante, el hombre, la sociedad y el Estado serían sucesivamente concebidos de muchos modos diferentes.

En razón de este proceso de desarrollo es que, finalmente, en el siglo XIX se llegó a la creencia de que “Occidente está podrido”. Con ello se quería significar la muerte de la gran cultura europea y el triunfo de su civilización sin alma, sin espíritu y sin Dios. Con el paso de una “época gótica” a una “edad prometeica”, asumida por muchos y resistida sólo por algunos, la civilización burguesa irreligiosa se impuso a la antigua cultura eclesiástica. El hombre occidental, inclinado a los poderes materiales, caería víctima de las fuerzas de la tierra y se haría esclavo de la materia. Se impone el “hombre prometeico”, despojado del manto gótico. Hilaire Belloc, en función del contraste inevitable entre el presente y el pasado al disponer un cierto período ventajas que faltan en otro, y entendiendo que los elementos de una cultura siempre están en proceso de transformación, consigna que es propio de la sabiduría notar la diferencia en calidad entre lo que ha sido perdido y lo que se ha ganado. Entonces, respecto de la experiencia humana durante Edad Media afirma que, efectivamente, “no había patatas; más tampoco había suicidios”.

El mismo liberal José Ortega y Gasset explicaba: “Durante la Edad Media las relaciones entre los hombres descansaban en el principio de la fidelidad, radicado a su vez en el honor. Por el contrario, la sociedad moderna está fundada en el contrato… La fidelidad... es la confianza erigida en norma. El hombre se une al hombre por un nexo que queda sepultado en lo más íntimo de ambos. El contrato, en cambio, es la cínica declaración de que desconfiamos del prójimo al tratar con él y le ligamos a nosotros en virtud de un objeto material –el papel del contrato- que queda fuera de las dos personas contratantes y en su hora podrá… alzarse contra ella. ¡Grave confesión de la modernidad! Fía más en la materia, precisamente porque no tiene alma, porque no es persona…”.

 

Carlomagno. Carlomagno (742 – 814), en su amplia visión política, comprendió que su imperio sólo lograría consistencia, si estaba también internamente afirmado por una elevada cultura del espíritu. De su escuela superior de Aquisgrán quiso hacer una “nueva Atenas”. A partir de Pedro de Pisa, Pablo de Aquilea, Alcuino y Juan Escoto Erígena, que experimentaban la vida espiritual en contacto con la cultura clásica, floreció un complejo “renacimiento carolingio”. Así se llegó a la primera escolástica, centrada en los problemas de la dialéctica y los universales. Aún entendiéndose que la razón era el único lugar de la verdad, la lógica dialéctica es sobreestimada y extremada al punto de ser causa de negación de a verdad cristiana por imputar la falsedad categorial a la misma eucaristía (Berengario de Tours). Tales afirmaciones generaron la reacción de los antidialécticos que, liderados por Pedro Damián, cardenal y asceta riguroso, tiene la filosofía por invención del demonio pues éste, como primer dialéctico, enseñó a los primeros padres la pluralidad. No obstante, la creencia en la dialéctica continuó.

 

Roscelino de Compiègne. Sobrevino la disputa sobre la cuestión de los universales. El principal representante del nominalismo será Roscelino de Compiêgne (1050 – 1120), quien sostiene que a cada cosa debiera ponerse un nombre propio pero, como faltan palabras, muchas cosas semejantes son comprendidas bajo un solo nombre. Por tanto, lo único común a muchas cosas es la palabra empleada (flatus vocis). Al aplicar esta doctrina a la Trinidad, se concluía que lo único común al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo era el nombre “Dios” y, por tanto, en lo demás eran tres dioses (triteísmo). Esta doctrina fue tenida por anticristiana y el mismo Roscelino hubo de rechazarla el año 1092. Con todo, la doctrina del nominalismo resucitó fuertemente en el siglo XIV con Ockham.

 

Guillermo de Champeaux. Ante ello reaccionó el realismo, cuyo representante extremo fue Guillermo de Champeaux (1070 – 1121). Este sostuvo que todas las cosas particulares de la misma especie (por ejemplo, todos los hombres) sólo tendrían una sustancia única, de modo que la diferencia entre ellos sólo consistiría en las modificaciones de la sustancia (accidentes), terminando por sostener una forma de panteísmo que obligó al mismo autor a abandonar su realismo extremo.

 

Anselmo de Canterbury. Sin embargo, Anselmo de Canterbury (1033 – 1109), llamado padre de la escolástica, estableció el método escolástico: “Creo para entender” (credo ut intelligam). Con ello, el investigador a de partir de la fe firme en la verdad. Si los resultados de la investigación están de acuerdo con la revelación, son verdaderos; en otro caso, son falsos, siendo pecado permanecer en el error. Con audacia, Anselmo introduce la dialéctica en la teología y demuestra tanto la Trinidad como que el Hijo de Dios tenía que hacerse hombre, porque el pecado de Adán, como culpa infinita, sólo podía expiarse por el Dios infinito. Abrió pues Anselmo el camino de la investigación racional de las verdades de la fe.

 

Pedro Abelardo. Luego, Pedro Abelardo (1079 – 1142) se inclina a ver lo universal únicamente en la palabra, portadora de una significación, por lo cual pude enunciarse la misma palabra de muchas cosas particulares. La palabra enuncia pues un concepto en el intelecto y que designan un estado en que coinciden muchas cosas. El universal no está, por tanto, en las cosas, sino en el entendimiento. No es pues la naturaleza la que habla al hombre sino éste quien interpreta la naturaleza. Aún más, Abelardo procura despertar la duda para empujar al hombre a buscar la verdad. La respuesta a las dudas sólo las da la razón, a la que se le concede la máxima autoridad. La razón decide lo que es revelación y lo que no, el texto auténtico de la Biblia y la falsificación. Sólo desprecian la razón los que quieren ocultar su ignorancia so pretexto de humildad. En esta misma perspectiva, Abelardo otorga máxima importancia una ética de la intención, donde sólo es bueno lo que procede de recta intención, contrariamente a la mera acción externa. Además, no existiendo una frontera precisa entre cristianos y gentiles, unos y otros tienen la ley natural, que es más antigua que la revelada. El sentido o fin de la revelación está solamente en renovar y purificar la ley moral natural, prefigurando en plena Edad Media un indiferentismo religioso y un humanismo moderno.

 

Juan de Salisbury. La escuela de Chartres, pasando por Guillermo de Conches (1080 – 1154), que tomó de Demócrito la teoría de los átomos, será quien, por intermedio de Juan de Salisbury (1115 – 1180), verá que la filosofía es la guía para un amor práctico al prójimo y que el universal radica en el concepto, que resume en unidad las propiedades comunes de las cosas particulares. Sin más, Salisbury compuso una lista de cuestiones dudosas, tales como la naturaleza y origen del alma, creación del mundo, omnipotencia de Dios y libertad del hombre, entre otras.

 

Bernardo de Claraval. En esta perspectiva, la aplicación demasiado libre de la dialéctica, aún en el terreno de la fe, hirió el sentimiento religioso y produjo la contracorriente mística. Bernardo de Claraval (1090 – 1153) juzgará en oposición a Abelardo: “Querer saber sólo por saber es vergonzosa curiosidad. Querer saber para ser conocido es vanidad. Querer saber para vender la ciencia es negocio vituperable. Querer saber para edificar es caridad”.  Así, sólo el último saber tiene valor y “Dios es conocido en la medida en que es amado”. Todo otro saber es “vana palabrería de los filósofos”. El camino es la mística, en sus etapas de meditación, contemplación y éxtasis.

 

Neoplatonismo. En este contexto, el encuentro con el Islam en España y en las Cruzadas no sólo tuvo importancia política y económica sino que transmitió también a Occidente el conocimiento de Aristóteles, desde una comprensión neoplatónica. A la época, también influiría el impulso judío en el estudio especulativo de la revelación (cábalas) que dio lugar a una mística supersticiosa de las letras (Moisés  de León), en que se identifica el nombre de Dios y de los ángeles con valores numéricos y, por el cambio de las letras (números), se pretendía lograr nuevos conocimientos, cambiar las leyes de la naturaleza y obrar milagros, procediendo a emplear fórmulas de conjuro, amuletos y astrología. No obstante, más importante fueron los estudios puramente filosóficos neoplatónicos. Así, Saadja ben Joseph trata de demostrar la racionalidad de la fe judaica, Isaac ben Salomón Israeli (850 – 950) compone el “Libro de las definiciones”, del cual tomó Santo Tomás su definición de verdad (conformidad del entendimiento con la cosa), y Salomón Jehudá ibn Gabirol (Abicebrón, tenido por árabe), que explica de forma neoplatónica el origen del mundo. No obstante, aún más importante fue la unión con Aristóteles, que llevó a cabo el filósofo judío Moisés Maimónides  (1135 – 1204), postulando la complementariedad entre fe y ciencia. Dirigiéndose a aquellos judíos cultos que perdieron la fe por el estudio de la filosofía griega, Maimónides afirma que un hombre culto aceptará la experiencia y la ciencia pero mantendrá, a la par, la Biblia y la tradición. Afirmará que el mundo no es eterno sino creado por Dios en el tiempo; que a pesar de la naturaleza la voluntad humana es libre; y que el alma de cada hombre es inmortal.

En este contexto, la orden franciscana escogió la filosofía de Agustín y la orden de los dominicos se decidió por Artistóteles. De esta forma, la escolástica alcanza su mayor florecimiento con Aristóteles, las Universidades y las órdenes mendicantes. Entonces, tras ser finalmente conocido Aristóteles, sobre todo las traducciones hechas directamente del griego, éstas fueron aprovechadas por Alberto Magno y Tomás de Aquino. Pero estas nuevas ideas desencadenaron muy pronto un conflicto con la Iglesia. En la interpretación neoplatónica, Aristóteles aparecía como el autor del panteísmo y fue prohibido. Sin embargo, fue depurado su pensamiento en conformidad a su compatibilidad con la doctrina cristiana. Comienza por tanto a enseñarse y Alberto Magno lo llama el “precursor de Cristo en la sabiduría natural”. Juan Bautista ve en Aristóteles el “sumo desenvolvimiento de la inteligencia humana” y la “norma de la verdad”. Aristóteles será enseñado en las Universidades.

 

Alberto Magno. En la línea del aristotelismo, Alberto Magno (1193 – 1280), que tuvo por discípulo a Tomás de Aquino, concibe el plan de abrir al mundo cultural cristiano el Aristóteles íntegro, como Avicena lo hizo con los árabes y Maimónides con los judíos. Así, Alberto rechaza la teoría augustiniana de la “iluminación” y concibe el alma como un tablero sin escribir en el que luego se escribe por la experiencia. Todo conocimiento comienza por los sentidos, sin exceptuar el conocimiento de Dios. El paso del sentido al entendimiento se realiza por la abstracción, procediendo a distinguir universales. Afirma por tanto un alma como sustancia independiente que es al cuerpo como un piloto respecto a la nave. Así el alma pervivirá después de la muerte. Alberto Magno fue el más grande naturalista de su tiempo. No liberándose de la astrología y adivinación, incluso sostuvo que la unión entre el Mediterráneo con el Mar Rojo podía realizarse sin riesgo (canal de Suez).

 

Tomás de Aquino. Tomás de Aquino (1225 – 1274), siendo el más consecuente postulador del aristotelismo moderado, confronta tanto al augustinismo que con su iluminación “de arriba” desvaloraba del saber natural, como al aristotelismo radical de Siger de Bravante que con un Aristóteles pagano y su explicación “de abajo” que ponía en peligro la revelación cristiana. Tomás de Aquino aprecia que la evolución de su tiempo tiende a una época de la razón, que trata de desplazar la autoridad por pruebas racionales. El aspira a incorporar armónicamente a la teología cristiana toda la tradicional ciencia aristotélica. Concibiendo a Dios como acto puro, Tomás de Aquino afirma que la fe se inspira o funda solamente en la revelación pero, la ciencia, sólo en la razón. Sin embargo, razón y revelación proceden de Dios y no puede haber entre ellas verdadera contradicción, dejando pues de ser cierta la teoría de la “doble verdad”. La ciencia y la fe se distinguen por su objeto y por su origen. La fe es pues una virtud y, el saber, no. Así, las verdades de la trinidad de Dios, la encarnación del Verbo y los sacramentos, la doctrina sobre el fin sobrenatural de la visión de Dios, no son irracionales sino suprarracionales.

Tomás de Aquino muestra pues auténtica estima del saber puramente racional. Aquí no decide la autoridad, sino la razón, pues no se quiere saber lo que otros han pensado sobre una cosa, sino lo que ésta realmente es. Si otros antes han pensado rectamente, éstos llevan al conocimiento de las cosas, sino, obligan a pensar profundamente. El objeto de la ciencia no es lo particular sino lo universal. Este no existe antes de las cosas ni después de las cosas, sino en las cosas. La extensión de la ciencia abarca todo el orden del universo y de sus causas.

Aún más, la misma teología es una síntesis de revelación y razón. Su fin es penetrar intelectualmente las doctrinas de la revelación. También la razón puede alcanzar por sí misma ciertas verdades de la religión (existencia y atributos de Dios, espiritualidad, libertad, inmortalidad del alma). La fe no suprime la razón, sino que la supone. La revelación es para el hombre una ayuda y no un peso.

La cuestión ontológica se radicaliza en Tomás de Aquino, aunque en ello no sigue las ideas de Platón ni la esencia de Aristóteles. Tomás de Aquino establece que sólo en Dios son igual esencia y existencia, mientras en el hombre se distinguen realmente. Afirma que, cuando perece el hombre, termina su existencia pero no su esencia. Por tanto, la existencia es pasajera y la esencia eterna. Si el hombre posee su esencia completa en cada segundo, su existencia está distribuida a lo largo de su vida. Como doctrina fundamental sostiene que todas las cosas creadas constan de potencia y acto, donde el acto es la realización de la potencia. Afirma por tanto: “Todo ser es bueno”, donde orden óntico y orden moral son sólo dos aspectos del mismo orden universal y, por tanto, una unidad interna. Afirma además que el entendimiento tiene primacía respecto de la voluntad. Resolviendo múltiples otros asuntos, la “Suma Teológica” de Tomás de Aquino contiene 613 cuestiones, 3 mil artículos y 10 mil objeciones. Desde el siglo XV, Tomás de Aquino lleva el título de Doctor Angelicus.

Si fue en el siglo XIII que Santo Tomás supera el concepto de sustancia divina al definir a Dios en términos de acción, como “actus purus”, en el siglo XVIII Berkeley acabaría con el de sustancia material, y Hume con el de sustancia espiritual, convirtiéndose éste en fuente del escepticismo.

 

Roger Bacon.  Expresando el augustinismo y pasando por la alquimia, la astrología y la magia, Roger Bacon (1219 – 1294) sostiene un primer y decisivo ataque contra la base de la posición privilegiada del hombre en el orden de las cosas al afirmar: “Es una aserción falsa decir que el juicio del hombre es la medida de las cosas… El entendimiento humano es como un mal espejo que… deforma y decolora la naturaleza de las cosas al mezclarla con la suya”.

Realiza además una violenta crítica a toda la iglesia cristiana y advierte ya en aquella época: “La Santa Sede es víctima de los engaños y embustes de hombres inicuos. La soberbia impera, la concupiscencia se sienta en el trono, la envidia lo roe todo. Toda la curia está deshonrada por la disolución, y la glotonería domina por doquier. La clerecía toda mira sólo el placer, a la soberbia y a la avaricia”. Afirma además, que todo saber viene de Dios y, por tanto, no hay saber profano y toda ciencia es una revelación divina, entendiendo que la revelación general fue dada a Noé, la primitiva se dirigió a los judíos para prepararlos a Cristo, y la particular es la cristiana, cumbre de toda sabiduría, que está consignada en la Sagrada Escritura. Sostendrá así la inseparabilidad de ciencia y fe: “Entiendo para creer; creo para entender”. Bacon romperá pues con los universales y sostendrá que en la ciencia natural, sólo hay una prueba que convence: la experiencia (sine experientia, nihil suficienter sciri potest). La ciencia de la naturaleza es, consiguientemente, ciencia de la experiencia. Por tanto, la experiencia pide el experimento, práctica que Bacon estima extraordinariamente. Sus experimentos lo llevan a la invención del cristal de aumento, a la recta teoría del arco iris y al recto cálculo de la magnitud del sol y la luna. Junto a lo anterior, Roger Bacon anticipa invenciones modernas como la pólvora, vehículos de tracción mecánica como naves sin remos, máquinas voladoras y aparatos de inmersión.

 

Juan Duns Escoto. Las sentencias de Tomás de Aquino provocan reacciones múltiples. Así, Juan Duns Escoto (1266 – 1308) articuló la filosofía augustiniana y planteó un deliberado contraste con Tomás de Aquino. Afirmó que la ciencia y la fe no tienen nada que ver una con otra, ya que el fin de la ciencia es el conocimiento del ser y el de la fe es el conocimiento de Dios. La teología no es una ciencia sino una enseñanza ético práctica. A la revelación le corresponde la “suma certeza”, pero no por razón de evidencia científica, sino por la iluminación divina, condición de toda certeza. Si para Tomás de Aquino el principio de individuación radica en la materia, según Escoto, en la forma. Para Escoto, la inteligencia es pasiva y la voluntad activa. Concebirá a la inteligencia como facultad puramente receptora, en un simple espejo, y dejará la realidad fuera de ella. Por el contrario, el contacto con lo real se hará mediante la voluntad espontánea. Afirmará así la definitiva primacía de la voluntad pues es la verdadera señora en el imperio del alma, y a ella obedece todo. El entendimiento tiene que reconocer las cosas como son, pero la voluntad decide con  absoluta libertad; ni Dios mismo la puede forzar. Si la voluntad es lo sumo, sigue que la bienaventuranza no consiste en la visión de Dios sino en el amor a Dios.

 

Guillermo de Ockham. En momentos de la escolástica tardía, el “Aristóteles puro” que Tomás de Aquino superó, sin más fue asumido por Guillermo de Ockham (1300 – 1349). Si Tomás de Aquino enseñó que sólo hay ciencia en lo universal, Ockham funda una ciencia de lo particular. Los contemporáneos calificaron de “moderna” la nueva tendencia, y de “antiguas” las anteriores. Asumiendo el nominalismo, Ockham sentencia: “No existe el universal”. De la cosa particular no es posible abstraer un universal, porque no existe dentro de ella. Sólo estaría dentro si las cosas particulares fueran creadas por nuestros conceptos, cosa que no sucede. El primero y auténtico conocimiento es el de la cosa particular, que es una visión intuitiva, y que sólo en segundo término es juicio. De esta experiencia se forman en el alma copias o imágenes que son nuestros conceptos, pero éstos no son una nueva realidad, sino sólo ficciones que pertenecen a la lógica, no a la metafísica. Así, los conceptos y las palabras son sólo signos que representan las cosas particulares reales. Los conceptos son pues signos naturales y las palabras arbitrios, es decir, libres convenciones de los hombres para denominar las cosas. De suyo, conceptos y palabras son sólo cosas particulares, y sólo se tornan algo universal que, en razón de cierta semejanza, designan cosas particulares.

Además, pocos años después de que Escoto sostuviera que la inteligencia es pasiva y la voluntad activa, Ockham concluirá que si la voluntad es lo único activo, pura espontaneidad independiente de las formalidades, necesariamente es pura arbitrariedad sin límite. De esta forma, las formas pensadas se desvanecen, no sirven para nada. Así, los límites de la experiencia externa e interna son los límites de la ciencia rigurosa. La metafísica entera no es objeto del saber, sino de la fe. La ciencia no puede dar respuesta a la cuestión de la condición del alma o de Dios, quedando para ello sólo la referencia a la Biblia. Ockham funda así su ética sobre la libre voluntad divina. Es bueno lo que Dios manda porque él así lo dispone, razón por la que no existe bondad ni maldad en la acción misma. Con el realce de la experiencia externa o interna, Ockham pone el fundamento de la ciencia natural y psicología empírica de los tiempos modernos.

 

Ramón Llull. El español Ramón Llull (1232-1316) poseyó un espíritu universalista, participó en concilios y expuso su doctrina en los principales centros culturales europeos. Escribió en latín para la cristiandad, en árabe para el mundo musulmán, y fue el primero en hacer filosofía en una lengua neolatina, el catalán. Su obra "El árbol de la ciencia" (1295) se basa en el simbolismo del árbol para organizar el conocimiento científico, siendo por ello considerada una anticipación de la enciclopedia. En tiempos actuales, algunos lo tienen por precursor de la ciencia informática.

En su tiempo, Ramón Llull fue un personaje entre dos mundos. Aunque nació en el mundo cristiano, él se autodenominaba “christianus arabicus”. Para él, no había dos mundos, sino uno solo, porque todos los hombres pertenecían a un mismo género y estaban llamados a formar una sola comunidad. Para Llull, la prueba de la unidad del género humano se funda en lo que todos pueden percibir como peculiar de la especie humana: su racionalidad. La razón es para cada hombre el instrumento natural de conocimiento, aquello que le permite descubrir a partir de las criaturas la existencia de un único Dios, fundamento de la unidad del género humano. Con tal fundamento, en su tiempo Ramón Llull criticará a la cristiandad que vive de espaldas a los musulmanes pues estima que esta insolidaridad es consecuencia de un problema más profundo: la sociedad no es cristiana, no vive de acuerdo con la verdad de su religión y a la mayoría no le preocupa lo más mínimo difundir esa verdad sobre Dios. Llull está persuadido de que los musulmanes ignoran la verdad sobre todo porque no se la ha explicado adecuadamente. Por esta razón, Llull procura establecer un sistema de razonamiento lógico universal para encontrar la verdad, que él llama “arte”. Según lo indica Llull, en este nuevo método o sistema de razonamiento lógico se encuentra el instrumento adecuado para eliminar las barreras que impiden a los musulmanes conocer la verdad.

Conforme a los principios de este “arte”, la verdad no se puede imponer desde fuera, con argumentos de autoridad, sino que tiene que ser descubierta por el propio interesado. En consecuencia, ningún conocimiento, y menos el de las verdades más profundas y difíciles se puede imponer; ha de ser el entendimiento quien las perciba con claridad y se las proponga a la voluntad. Por ende, el hombre conserva su libertad incluso frente a una verdad que el entendimiento le presenta como evidente. Según Llull, si la religión es relación entre el hombre y Dios, a su respecto cada persona es soberana. De esta forma, si bien Dios es la verdad y el bien supremo, finalmente es la conciencia quien debe juzgar, reconociendo ese bien y aceptando esa verdad. Nadie, ni siquiera una visión que aparentemente viene de Dios, puede anular o sustituir la decisión de la conciencia individual. En definitiva, Ramón Llull afirma en su tiempo el principio de la libertad religiosa.

Advirtiendo que el peligro de error o manipulación es mayor en la teología que en otras ciencias, recordando que la verdad tiene muchas caras, que las cosas pueden examinarse desde distintos puntos de vista y que no debe quedar ninguna de las múltiples caras de la realidad sin observar, el “arte” concebido por Llull se basa en la confianza que deposita en la capacidad de la persona o colectividad que la usa para razonar lógicamente.

El método establecido por Llull requería que, para alcanzar la profundidad anhelada, el referido “arte” fuese estrictamente lógico, que poseyera un carácter pedagógico, que recurriera a los seres creados para lograr el conocimiento objetivo de Dios mediante el ejercicio de la afirmación y la  negación (afirmando hasta el máximo la analogía que de él se encuentra en los seres, y negando hasta el máximo lo que hay de diferente), y que no fuese reducido a una técnica de trabajo intelectual porque su intención era relacionar a las personas con la verdad (Dios) y no a hombres entre sí. Llull plantea así que en el diálogo de este “arte” no hay contrarios, ni siquiera las partes de una discusión, porque en realidad ambas están del mismo lado ya que con diferentes argumentos pero con un modo de pensar común, tratan de llegar a conocer a la otra parte, que es Dios. Entiende Llull que este “arte” no admite el cinismo y exige pureza de intención, honradez intelectual e interés verdadero en los sujetos, razón por la que ciertamente este “arte” no es para todos los públicos.

Llull llama a las Cruzadas porque estima que en la búsqueda de la verdad, la violencia puede ser necesaria, pero asegura que nunca es suficiente. Por lo tanto, los cristianos debían hacerse respetar en Jerusalén pero también debían limitar la intolerancia. En esta misma línea, Llull no percibía como doctrina oficial la actitud cristiana que castigaba con la pena de muerte el abandono de la fe. Ramón Llul sostuvo que la aceptación de tal práctica como doctrina era incompatible con el espíritu del cristianismo.

 

G.2.2. Renacimiento.

Poco después del 1300 comenzaron a decaer las instituciones e ideales característicos de la Edad Media. La caballería, el feudalismo, el sistema corporativo del comercio y la industria, el Sacro Imperio Romano, la soberanía universal del Papado y la escolástica, se debilitaron de modo paulatino. Poco a poco surgían modos de pensamiento e instituciones que imprimirían un sello distintivo a un nuevo período histórico, impropiamente denominado Renacimiento. Ello por cuanto, si bien en su sentido literal significa “nacido de nuevo”, en realidad la enseñanzas clásica de Grecia y Roma siempre estuvieron presentes durante la Edad Media. En las escuelas monásticas y catedralicias se estudió tan fervientemente a Virgilio, Séneca y al mismo Aristóteles como a un santoral. De este modo, el Renacimiento estaba estrechamente relacionado con el espíritu de la tardía edad medioeval. Los logros humanos reflejada por el gótico, el naturalismo de Fabliaux , Aucassin y Nicolett, la temporalidad de las órdenes de frailes y la pugna por el conocimiento y la comprensión dentro de las Universidades, dan la pauta de los ideales predominantes en el siglo XIV y los que siguieron hasta contrastar con los del medioevo. En rigor, el Renacimiento constituyó la culminación de un proceso iniciado en el siglo IX y que se singularizó por su reverencia a los autores de la antigüedad, llegando a alcanzar una condición propia.

De esta forma, el Renacimiento significó mucho más que un mero renuevo de sabiduría pagana. Si bien es cierto que sus pilares eran clásicos, teniendo la base de la experiencia del cristianismo medieval, pronto traspuso la medida de las influencias griega y romana. Así, casi todo lo hecho en pintura, ciencia, economía, política, educación y religión trascendió lo clásico. El Renacimiento incorporó ideales y actitudes que establecieron el mundo moderno. El optimismo, la mundanidad, el hedonismo, el naturalismo, el individualismo ven la hidalguía con menosprecio y la escolástica es juzgada como estúpida amalgama de lógica y dogmatismo religioso. Los banqueros y comerciantes ya no respetan las normas medievales relativas al comercio, ejercido en adelante con fines lucrativos. El sentido de bien común propio del medioevo cedía paso al fanático egoísmo que ratificaba cualquier forma de autoafirmación y elevaba el orgullo, que atrás dejaba la categoría de pecado mortal en la que se lo tenía, pasando a ser nueva virtud cardinal. Aún más, el ideal de una confederación universal bajo la autoridad soberana del Sacro Emperador Romano o de un pontífice cristiano carecía de sentido para los políticos del Renacimiento. Afirmaban que cada Estado, con abstracción de su importancia, debía verse absolutamente libre de ingerencias extrañas. Rechazaron asimismo las doctrinas medievales de la  soberanía limitada y de los fundamentos éticos de la política. Afirmaron que la autoridad del gobernante no debía reconocer trabas ni, en su extremo, cánones de moralidad; disposiciones doctrinarias que ningún filósofo de la Edad Media hubiese tolerado.

En general, las causas del Renacimiento fueron las mismas que precipitaron el despertar intelectual y artístico de los siglos XII y XIII. El influjo de las civilizaciones bizantina y sarracena; el desarrollo de un próspero comercio; el crecimiento de las ciudades; el nuevo interés por los estudios clásicos en las escuelas monásticas y catedralicias; el favor dispensado a la actitud crítica y escéptica; más la paulatina evasión de la atmósfera ascética y ultraterrena. A estas tendencias se agregaron como elementos coadyudadores en el renacimiento medieval de los siglos señalados, el retorno a las consultas del código de derecho romano con el consiguiente impulso al laicismo; el robustecimiento del interés intelectual favorecido en el creciente número de Universidades; el aristotelismo de la filosofía escolástica, el predominio del naturalismo en arte y literatura; y el incremento del espíritu de indagación científica. Asimismo, en tanto debilitaron el feudalismo, disminuyeron el prestigio del Papado y ayudaron a las ciudades italianas a lograr el monopolio del Mediterráneo. Las Cruzadas también influyeron en el brote renacentista. Del mismo modo, también influyó la invención de la impresión con tipos móviles, aplicada por Johann Gutenberg en 1454, que en realidad sólo perfeccionaba una técnica ideada por otros.

El Renacimiento se inicia en Italia, país donde se encuentra una tradición clásica más acentuada que en cualquier otro país europeo y existía la conciencia medieval de que descendían de los romanos. De hecho persiste el espíritu romano en el cual las consideraciones éticas no tenían la importancia que les atribuían los europeos del norte. Las mismas Universidades italianas se fundaron más con vistas al estudio de la medicina y el derecho que al de la teología. Es más, con excepción de Roma, muy pocas tenías conexiones con el clero. Además, Italia recibió el pleno impacto de las influencias bizantina y sarracena, siendo sus ciudades las principales beneficiarias del comercio con el Levante (Venecia, Nápoles, Génova y Pisa).

En su rebeldía contra el colectivismo medieval, con su condena de la soberbia y su énfasis sobre la autoanulación, los hombres pasaron al extremo opuesto y entronizaron el yo. Toda forma de egoísmo se juzgó valedera, así como la búsqueda de poder y riqueza, de placer físico y artístico, más la supresión despiadada de rivales. Tamaños cambios sociales condujeron a la anarquía política, a la aparición de aventureros voraces y de los jefes llamados “Condottieri”, quienes vendían sus servicios mercenarios. Las grandes contiendas nacieron por los esfuerzos de las distintas ciudades por ganar rutas comerciales. En este contexto, las múltiples Ciudades – Repúblicas que se habían independizado durante el curso de la Edad Media del Sacro Emperador Romano, fueron cayendo en manos de usurpadores poderosos, quienes instauran regímenes despóticos. En estos tiempos, los Papas, apenas se distinguían del resto de los potentados italianos. De esta forma, las Ciudades – Estados comenzaron a expandirse.

Siendo menores las diferencias entre la literatura italiana del Renacimiento y la del crepúsculo medioeval, surgió Francesco Petrarca (1304 – 1374) con la poesía amatoria e hidalga de los trovadores del siglo XIII, la que lo constituye como fundador del humanismo y patriarca de la literatura italiana renacentista. Petrarca sostenía al cristianismo como religión salvadora y, teniendo pasión por los clásicos griegos y latinos, tal como Dante, utilizaba el dialecto toscano como base para una lengua literaria italiana. Así, como representante del “Trecento” emerge Giovanni Boccaccio (1313 – 1375) quien, inspirado por su ardiente pasión por una bella mujer, estimula la fantasía lírica de los jóvenes. Escribirá el “Decamerón” hacia 1348, aludiendo a conductas de jóvenes lascivos, egoístas y anticlericales. Devendrá así la literatura del “Quattrocento”, con extraordinario despliegue del interés por el latin clásico, desdeñándose el italiano de Dante como lengua ruda y propia de panaderos y carniceros. Sobreviene  el “Cinqueccento” con el drama y la historia, más la poesía épica y pastoral. El drama y la historia es representada por  Ludovico Ariosto (1474 – 1533), quien, en su poema “Orlando furioso”, si bien tomaba material procedente de las leyendas de Arturo, incorporaba fuentes clásicas y exhibía una absoluta desnudez de idealismo. Ariosto escribió para hacer reír a los hombres, para regocijarlos con felices descripciones acerca del tranquilo esplendor de la naturaleza o de las atracciones del amor. Su poema representaba la desilusión del crepúsculo renacentista, la pérdida de la esperanza y la fe y la tendencia a consolarse con goces puramente estéticos. De hecho, el romance pastoril de la época evocaba una vida sencilla y bucólica que expresa el anhelo de una edad de placeres no corrompidos y exenta de las molestias y frustraciones de la artificial vida urbana.

Asimismo, representando la pintura la suprema expresión artística del Renacimiento, se impuso asimismo la pintura naturalista de Ambrogio Giotto (1276 – 1336) y sugiere la idea de movimiento. Por su parte, Tommaso Masaccio (1401 – 1428) introdujo las simples emociones comunes a la humanidad de todos los tiempos y utilizó efectos con el juego de la luz y de la sombra. Fra Lippo Lippi comunicó un fuerte sentido mundano ya que para sus santos y madonas eligió a hombres y mujeres del pueblo. El mismo niño Jesús era representado como infante dispuesto a cualquier travesura. Sandro Boticelli (1447 – 1510) proyectó aún mas la línea psicológica, interesándose por las bellezas del alma, soñando con la conciliación de los principios gentílicos y cristianos. Aparece asimismo Leonardo da Vinci (1452 – 1519), sujeto dotado que ofició de pintor, escultor, músico, filósofo, hombre de ciencia, arquitecto y matemático brillante. En el alto Renacimiento surgirán nada menos que Raffaelo Santi (1483 – 1520) y Miguel Angel Buonarroti (1475 - 1564).

A su vez, los historiadores del Renacimiento italiano desplegaron cierto espíritu crítico y objetivo que no había sido visto desde la desaparición del mundo antiguo. Niccolo Macchiavelli (1469 – 1527), quién además fuera el primer y más grande comediógrafo italiano, sería el primero en excluir  toda interpretación teológica de la realidad, tratando de descubrir las leyes que gobiernan la vida de los pueblos. Sin embargo, más científico en su método analítico fue Francesco Guicciardini (1483 – 1540). Habiendo desempeñado cargos de embajador florentino y gobernador de los Estados Pontificios, se familiarizó con la tortuosa y cínica actividad política de su tiempo. Como historiador, sobresalió en su capacidad por descubrir los ocultos móviles de la conducta humana.  A estos se agregó Lorenzo Valla (1406 – 1457), quien se constituyó en padre del criticismo histórico. Valiéndose de un prolijo estudio literario, impugnó la legalidad de numerosos documentos tenidos hasta entonces por auténticos. Probó la falsificación de la donación de Constantino, que pretendía certificar la cesión al Papado de todo poder espiritual y temporal del emperador en Occidente, y con ello pulverizó uno de los principales argumentos de la supremacía pontificia. Negó incluso que las doctrinas de los apóstoles hubiesen sido escritas jamás por ellos y especificó numerosas adulteraciones de la Vulgata del Nuevo Testamento comparada con los antiguos textos griegos. Sus críticas sirvieron a los humanistas del norte para lanzar violentos ataques contra las prácticas y doctrinas de la Iglesia organizada.

Con todo, Niccolo Macchiavelli se convirtió en el filósofo político del Renacimiento. Macchiavelli derribó las doctrinas políticas medieovales referidas al gobierno limitado y a las bases éticas de la política. En la naturaleza humana, Macchiavelli no ve más que “envidia, odio, miedo, orgullo, ansia desenfrenada de conquistar y de poseer, ignorancia vanidosa, indomable espíritu de venganza, inquietud unida a las ambiciones y deseos desmesurados, espíritu de suspicacia y de desafío, malicia instintiva y tendencia constante a desear el mal para otro”. Expuso sin embozo sus preferencias por el absolutismo, considerándolo como el sistema imprescindible para consolidar y vigorizar el Estado. Expuso su desdén por la idea de una ley moral que trabara la potestad del gobernante. Para Macchiavelli, el Estado era un fin en sí y, cualesquiera fueran las medidas que lo capacitaran para llevar a cabo su cometido, el príncipe no debía dejar de adoptarlas. Ninguna consideración de justicia, piedad o santidad de tratados debía obstaculizar sus procederes. Desde una perspectiva absolutamente cínica sobre la naturaleza humana, Macchiavelli sostiene que todos los hombres obedecen a sus meras apetencias personales de poderío y bienestar personal, razón por la que el jefe de Estado no debía confiar en la lealtad ni afecto de sus súbditos. Macchiavelli afirma que todos los individuos son bribones y necios y disimulan su vileza y estupidez, bajo un delgado barniz de ciencia y refinamiento.  Entonces, como todos los hombres son sus rivales en potencia, al monarca le incumbe arrojarlos a unos contra otros para sacar provecho de ello. La doctrina política de Macchiavelli fue expuesta en sus obras “El Príncipe” y “Discursos sobre Tito Livio”, quedando plasmada la idea política del Renacimiento, que de suyo implicaba una ruptura esencial entre política y ética.

En el campo de la filosofía, tampoco existió en el Renacimiento una ruptura fundamental con el medioevo. Si bien los primeros filósofos renacentistas renegaron de la escolática, se remontaron a Platón, intentando conciliar platonismo con catolicismo para edificar una nueva fe. Otros se quedaron con Aristóteles, aunque no para que sirviera de baluarte del cristianismo, mientras otros tantos se plegaron al estoicismo, al epicureísmo o al escepticismo. A comienzo del siglo XVI, Pietro Pomponazzi denunciaría las doctrinas místicas del neoplatonismo y recomendó una interpretación del universo en términos de causa y efecto naturales. Rechazando la creencia en recompensas y castigos como base ética, sostuvo que la esencial recompensa es la virtud misma.

En el campo de la ciencia, los remotos humanistas italianos carecieron de mentalidad crítica y aceptaron la autoridad de los neoplatónicos, procediendo a realizar contribuciones a la ciencia singularizadas por su mediocridad y escasez. Sin embargo, en el siglo XV, Italia se destacó como el centro científico más destacado de la Europa renacentista, incidiendo trascendentemente en astronomía, matemáticas, física y medicina.

En la esfera de la astronomía, la obra por excelencia consistió en el resurgimiento y comprobación de la teoría heliocéntrica. En el año 340 antes de Cristo, Aristóteles revolucionó el pensamiento declarando que la tierra es redonda. Luego, habiendo imaginado Homero la tierra como una esfera, siguiendo la doctrina pitagórica Arquitas de Tarento vio en ella una esfera, y como esferas de fuego también a las estrellas. Como 10 es el número perfecto, debía haber diez cuerpos cósmicos: la tierra, la luna, el sol y cinco planetas (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno); además, el cielo de las estrellas fijas imaginadas como unidad y, para completar el número 10, la “contratierra” concebida por Espeusipo. Según él, la “contratierra” no es vista porque en su movimiento en torno al “fuego central”, éste siempre es cubierto por la tierra. Las distancias de los cuerpos cósmicos respecto al “fuego central” corresponden a los intervalos de los tonos, de suerte que, por su movimiento, se produce la “armonía de las esferas”, que no oímos por estar el ser humano acostumbrados a ella desde la infancia. Heraclidas Póntico y Platón tomarían de los pitagóricos la idea del movimiento de la tierra en derredor de su propio eje. Luego, en el siglo III, Aristarco de Samos postularía el doble movimiento de la tierra: en derredor de su propio eje y en torno al sol. En el siglo siguiente, Seleuca de Seleucia fundaría científicamente esta doctrina.

La autoridad contraria a esta idea de Aristóteles y la teoría geocéntrica de Ptolomeo desalojaron la teoría heliocéntrica por las siguientes doce centurias como conclusión universal para explicar el mundo físico. Sin embargo, en el siglo XIV, el teólogo, filósofo, astrónomo, economista, psicólogo, musicólogo, obispo de Lisieux y consejero del rey Carlos V de Francia, Nicolás de Oresme (1323 – 1382), demostró que las razones expuestas por la física aristotélica contra el movimiento del planeta tierra no eran válidas e invocó la teoría de que la tierra se mueve, y no los cuerpos celestes. La tierra era demasiado vil para ser inmóvil. Oresme, que combatió fuertemente la astrología, descubrió la curvatura de la luz a través de la refracción atmosférica (después atribuido al científico inglés Robert Hook (1635 – 1703)) y sostuvo la posibilidad de haber otros mundos habitados en el espacio.

Luego, en el siglo XV, Nicolás de Cusa la desafió abiertamente al argumentar que la tierra no era el centro del universo. Poco después Leonardo da Vinci afirmó que la tierra gira alrededor de su eje. Luego, Nikolaus Koppernigk  (Nicolás Copérnico, 1473 - 1543) reafirmó la tesis heliocéntrica, esto es, que los planetas giran alrededor del sol y que sus órbitas eran circunferencias perfectas.

La evidencia astronómica más trascendente de la teoría heliocéntrica la suministró definitivamente Galileo Galilei (1564 – 1642), quien sostendrá: “Siendo, además, muy probable y razonable que el Sol, como instrumento y ministro máximo de la naturaleza, casi corazón del mundo, dé, no sólo, como claramente hace, luz, sino también el movimiento a todos los planetas que giran a su entorno”. Junto con esta validación de la idea copernicana, Galileo mejoró asimismo el telescopio creado por Johannes Lippershey (1609, llamándolo “occhiale”), descubrió los satélites de Júpiter, los anillos de Saturno y las manchas del sol (anticipado en esto por el sacerdote jesuita Christophorus Scheiner, fundador de la heliofísica), advirtió la existencia de la gravedad universal (isocronismo en 1583 (tiempo de vaivén de un péndulo es siempre el mismo, independientemente de su amplitud), formuló la ley sobre la caída de los cuerpos en 1604) y determinó que la vía láctea era un conglomerado de cuerpos celestes independientes del sistema solar, logrando incluso dar una idea de las distancias enormes que separan a las estrellas fijas. Aliados de Galileo, serían Luigi Maraffi, general de la Orden de los Hermanos Predicadores y, sobre todo, el padre carmelita Paolo Foscarini, quien fue condenado por sostener que la tierra se mueve.

Así, el resurgimiento de la teoría heliocéntrica en el siglo XV sugería la existencia de un cosmos de extensión inconmensurable, con la tierra como uno de tantos de sus posibles mundos. En este momento, la meta del conocimiento se extiende, abriendo la puerta a las concepciones mecanicistas y escépticas, introduciendo además la noción de lo infinito en el tiempo y el espacio. La tierra y el hombre quedaban eliminados como centro del universo; el hombre ya no era sino una ínfima partícula de polvo dentro de la inmensa maquinaria cósmica.

Con todo, el Renacimiento italiano se expandería al norte europeo. Uno de los primeros países que recibió de lleno el impacto del humanismo italiano fue Alemania. Con el Renacimiento artístico germano surgen Albrecht Dürer (1471 – 1528) y Hans Holbein (1497 – 1543). Asimismo, la ciencia germana vería surgir a Johann Kepler (1571 – 1630) quien, admirando a Copérnico, prueba que los planetas se mueven en torno al sol en órbita elíptica y no circular, eliminando la astronomía ptolomeica. Aún más, Kepler postula que en rigor ni el sol ocupa el centro sino un foco de cada elipse. Kepler predice que llegará el día en que los hombres establecerán colonias en la luna. De hecho, Kepler era el autor de una obra inconsumada, “Somnium”, donde narra el viaje de un hombre a la luna.

Esto resultó fundamental pues, ya en el año 1500, el Renacimiento cristiano se identificó con el humanismo del norte. En el movimiento colaboraron escritores y filósofos como Sebastián Brant en Alemania, Desiderio Erasmus en los Países Bajos, John Colet y Thomas More en Inglaterra, más otras personalidades en Francia y España. Los postulados religiosos de estos hombres concordaban en interpretar el cristianismo en términos éticos, creyendo que la religión debe funcionar para el bien del individuo, no para beneficio de una Iglesia organizada. Simpatizaban poco con los sacramentos y el ceremonial y criticaban la veneración supersticiosa de reliquias y ventas de indulgencias. Reconocieron la necesidad de cierta organización eclesiástica, pero negaron la autoridad absoluta del Papa y rehusaron admitir que los sacerdotes fuesen los obligados intermediarios entre el hombre y Dios. Los humanistas cristianos desearon la primacía de la razón sobre la fe.

 

Nicolás de Cusa. Fue el influyente cardenal y obispo de Bresanona, Nicolaus Krebs o Chrypffs (Nicolás de Kues o Cusa, ciudad de nacimiento, 1401- 1464),  quien  formalmente rechaza por primera vez la concepción cosmológica medieval, iniciando el proceso de afirmación de la infinitud del universo. Siendo antiaristotélico y antiescolástico, actuará como precursor de Giordano Bruno, Nicolás Copérnico, Johannes Kepler y René Descartes. En este sentido, los postulados de Nicolás de Cusa avanzan los fundamentos de la modernidad en general y la postmodernidad en particular.

Nicolás de Cusa parte de una idea por la que entiende que todo lo creado, incluido el hombre, son imagen de Dios. Todo es manifestación de un único modelo, pero no es una copia, sino un signo de ese Ser Supremo. A través de las cosas materiales el hombre puede acercarse al ser supremo, pero éste es inalcanzable, porque como la imagen no es perfecta el ser supremo es inalcanzable. Nicolás de Cusa sostiene que toda perfección viene del ejemplar que es razón de las cosas pero “la verdad de la imagen no puede ser vista tal como es en sí a través de la imagen porque la imagen nunca llega a ser el modelo”. Con todo, según Nicolás de Cusa, este es el modo como Dios reluce en las cosas. Como consecuencia, el absoluto es incomprensible, puesto que lo invisible no puede reducirse a lo visible, lo infinito no se encuentra en lo finito. Entiende Nicolás de Cusa que “en Dios se produce una contradicción” debido a que Dios es lo absoluto y, a la vez, es lo uno y múltiple. Explica así que el ser humano adquiere el conocimiento por comparación, por diferenciación, al separar una cosa de otra se sabe que es cada cosa. Por lo tanto, el hombre ha de acercarse  a lo absoluto desde lo concreto que es visible, de este modo lo invisible se hace visible, por lo menos a través de sus señales. En definitiva, para Nicolás de Cusa, Dios es la síntesis de contrarios, de la unidad y de la multiplicidad a la vez. Por eso Dios no es captado en ningún objeto porque ningún objeto se limita, por eso Dios es lo no otro, lo cual expresa un doble significado: que Dios no se ha separado del mundo, sino que es aquello que constituye su propio ser, y que al anunciar el no otro, esta anunciando que la unidad no se encuentra determinada en nada concreto. “Dios es todo en el todo y no es sin embargo nada en el todo”.

De esta forma, superando las concepciones infinitistas de los atomistas griegos, Nicolás de Cusa niega la finitud del mundo y su clausura dentro de los muros de las esferas celestes. Aunque no llega afirmar su positiva infinitud, término que reserva para Dios, Nicolás de Cusa si sostiene que el universo no es infinito (infinitum), sino “interminado” (interminatum), lo cual significa no sólo que carece de fronteras y no está limitado por una capa externa, sino también que no está “terminado”, careciendo por tanto de precisión y de determinación estricta. Es decir, Nicolás de Cusa concluye que el universo es indeterminado, siendo sólo posible conocerlo de manera parcial y conjetural. El reconocimiento de la imposibilidad de establecer una representación unívoca y objetiva del universo será uno de los aspectos de la “docta ignorancia” invocada por Nicolás de Cusa como medio para trascender las limitaciones del pensamiento racional.

Así entonces, el universo de Nicolás de Cusa es una expresión o un desarrollo (explicatio), necesariamente imperfecto e inadecuado, de Dios. Es imperfecto e inadecuado porque despliega en el reino de la multiplicidad y separación lo que en Dios está presente en una unidad íntima e indisoluble (complicatio); una unidad que abarca cualidades o determinaciones del ser no sólo diferentes, sino incluso opuestas. A su vez, cada cosa singular del universo lo representa –al universo- y por ende, a su manera peculiar, también a Dios; cada cosa representa al universo de un modo distinto al de todas las demás, al “contraer” (contractio) la riqueza del universo de acuerdo con su propia individualidad única.

Las concepciones metafísicas y epistemológicas de Nicolás de Cusa, su idea de la coincidencia de los opuestos en el absoluto que las trasciende, así como el concepto correlativo de docta ignorancia como acto intelectual que capta esta relación que excede al pensamiento discursivo y racional, desarrollan el modelo de las paradojas matemáticas implicadas en la infinitización de ciertas relaciones válidas para objetos finitos.

En geometría, nada es más opuesto que la “rectitud” y la “curviliniaridad” pero, en el círculo infinitamente grande, la circunferencia coincide con la tangente y, en el infinitamente pequeño, con el diámetro. Además, en ambos casos, el centro pierde su posición única y determinada; coincide con la circunferencia; no está en ninguna parte o está en todas partes. Del mismo modo, “grande” y “pequeño” constituyen ellos mismos un par de conceptos opuestos que sólo resultan válidos y significativos en el dominio de la cantidad finita, en el ámbito del ser relativo, donde no hay objetos “grandes” o “pequeños”, sino tan sólo objetos “mayores” y “menores”, y donde, por tanto, no existe “el mayor” ni tampoco “el menor”. En comparación con el infinito no hay nada que sea mayor o menor que otra cosa. El máximo absoluto e infinito, así como el mínimo absoluto e infinito, no pertenecen a la serie de lo grande y pequeño. Están fuera de ella y, como audazmente concluye Nicolás de Cusa, coinciden.

Asimismo, no cabe duda en la cinemática de que no hay dos cosas más opuestas que el movimiento y el reposo. Un cuerpo en movimiento no está nunca en el mismo lugar, mientras que otro en reposo no está nunca fuera de él. Con todo, un cuerpo que se mueva con velocidad infinita a lo largo de una trayectoria circular estará siempre en el lugar de partida y, al mismo tiempo, estará siempre en otra parte. Buena prueba de que el movimiento es un concepto relativo que abarca las oposiciones de “rápido” y “lento”. Así, se sigue (del mismo modo que en la esfera de la cantidad puramente geométrica) no hay mínimo ni máximo de movimiento, no existe ni el más lento ni el más rápido, y que el máximo absoluto de velocidad (velocidad infinita) así como su mínimo absoluto (lentitud infinita o reposo) están ambos fuera y coinciden.

Para Nicolás de Cusa, siendo el universo infinitamente rico, infinitamente diversificado y orgánicamente interconexo, no hay centro de perfección respecto al cual el resto del universo desempeñe una función subsidiaria. Por el contrario, los diversos componentes del universo contribuyen a la perfección del todo, siendo ellos mismos y afirmando su propia naturaleza. A su manera, la tierra es tan perfecta como el sol o las estrellas fijas. Así, Nicolás de Cusa rechaza la existencia de una estructura jerárquica del universo, negando específicamente la posición central y baja de la tierra. Afirma de Cusa: “La forma de la tierra es noble y esférica, siendo su movimiento circular, aunque podría ser más perfecto. Y puesto que en el mundo no hay un máximo de perfecciones, movimientos y figuras, no es cierto que esta tierra sea el más vil y bajo (de los cuerpos del mundo)… La tierra es un astro noble que posee luz, calor y una influencia propia distinta de la de todos los demás astros; ciertamente cada (astro) difiere de todos los demás en luz, naturaleza e influencia y, así, cada astro comunica su luz e influencia a (todos) los demás…”.

En este contexto, entendiendo que el universo entero nunca se puede hallar la inmutabilidad, Nicolás de Cusa concibe de modo hermético a Dios: “Una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”. Para Nicolás de Cusa el centro del mundo coincide con la circunferencia, no siendo un “centrum” físico, sino metafísico, que no pertenece al mundo. El “lugar” que “contiene” este “centrum”, que es el mismo que la “circunferencia”, esto es, comienzo y fin, fundamento y límite, no es otra cosa que el ser absoluto o Dios. Nicolás de Cusa desarrollará así su tratado de la cuadratura del círculo.

En este contexto, Nicolás de Cusa desarrolla su doctrina de la “docta ignorancia”. Afirma que la ignorancia de una mente infinita frente a la finitud no es la indiferencia. Considera entonces Nicolás de Cusa que el reconocimiento de la ignorancia es una ignorancia instruida, docta. Considera además que el intelecto humano es atraído al conocimiento de lo incomprensible y es impulsado a sostener esa búsqueda. Aún más, aspira a la sabiduría, a Dios, reconociendo que el sabio es quien se percata que no puede alcanzar a Dios, la plenitud del conocer, pues Dios es inaprensible e inalcanzable. Por esto, la sabiduría no viene infundida de fuera sino que está dentro del mismo ser humano; el conocimiento surge de cada persona. La mente se adecua y crece, aun sabiendo que nunca alcanzará lo absoluto, pero va avanzando y acercándose al conocimiento. El conocimiento se fundamenta en lo sensible, en la asimilación, pero el verdadero conocimiento se desprende de la experiencia.

Para Nicolás de Cusa, la razón es la que debe determinar las cosas y su esencia. Se debe pues separar las características de las cosas para encontrar la cualidad o categoría esencial de las mismas. Aprecia entonces que lo que permite encontrar la cualidad o esencia de las cosas en el límite pequeño. Por tanto, hay que prescindir de la extensión de la experiencia para hallar la realidad, para captar el concepto puro, aunque no se capta de modo completo. El intelecto capta la cualidad, mientras que la experiencia capta la extensión. Por asimilación se captan los objetos y por comparación con nuestros modelos son conocidos. La Humanidad se conoce por lo más pequeño que en ella encontramos: el hombre.

Sostiene Nicolás de Cusa que cuando el intelecto humano, que es imagen de lo absoluto que esta en el mismo hombre, tiene como modelo por medio de la experiencia sensible: “Entonces mediante los actos de su vida intelectiva, encuentra en sí mismo descrito lo que busca. Tienes que entender esta descripción como un resplandor del ejemplar de todas las cosas, a la manera como la verdad resplandece en su imagen… Y la mente no se sacia todavía, porque no intuye la verdad precisa de todo, sino que intuye la verdad en una cierta necesidad determinada que posee cada cosa en cuanto que una es de un modo y otra de otro, y cada una está compuesta de sus partes. Y la mente ve que este modo de ver no es la verdad misma, sino una participación de la verdad de modo que una cosa es verdadera de un modo y otra de otro, alteridad que no puede nunca convenir a la verdad misma, considerada en su precisión absoluta e infinita. Por ello la mente, mirando su propia simplicidad, es decir, no sólo abstraída de la materia sino también incomunicable con la materia, o sea, en el modo de una forma no unible se sirve de esta simplicidad como instrumento para asimilarse a todas las cosas… La mente es imagen de Dios y en la mente se haya todo el conocimiento. La mente no se conforma con la asimilación. Se encuentra la plenitud del ser en cada una de sus formas y no se sacia con esto y busca la esencia de todo ello. Busca la simplificación absoluta, la unificación, el Ser en sí, lo Absoluto, inaprensible, el principio de lo Absoluto de las esencia. Es la tendencia a lo Absoluto inevitable para la razón humana, para ir más allá de la alteridad, y que nunca llega a alcanzarse, es inaprensible”. En sus diálogos, Nicolás de Cusa utilizará la figura del “idiota” o ignorante para contraponer su lúcido y natural discurrir a la presuntuosa y libresca ciencia encarnada en el “orador” o el “filósofo”.

 

Desiderius Erasmus. Desiderius Erasmus (Erasmo de Rotterdam, 1466 - 1536), entendió que la sabiduría antigua nada tenía que ver con el exhibicionismo pedante. La consideraba porque daba cabida a los ideales del naturalismo, la tolerancia y la humanidad. Erasmus, como filósofo humanista, estaba convencido de la innata bondad del hombre y creyó que las miserias e injusticias desaparecen cuando la luz de la razón penetra la ignorancia, la superstición y el odio. De hecho, Desiderius Erasmus no sólo rechaza la guerra y a los déspotas sino que expresa su repulsión por el ceremonialismo, el dogmatismo y la superstición de la Iglesia de su tiempo, lejana a los valores fundamentales del cristianismo primigenio en el que él creía. A través de su obra “El elogio de la locura” de 1509 (Morias Enkóminion, encomio de la estulticia), con tono afable y de manera sarcástica, Desiderius Erasmus rescata el valor de la insensatez y la estupidez como fundamento vital para el desenvolvimiento humano en un marco social definido por la rigidez de pensamiento y la severidad de las costumbres.

Procede pues a criticar las instituciones sociales y políticas del momento en un contexto de primacía del dogmatismo en los teólogos y de credulidad en las masas. Dirá así: “¿Qué he de recordaros de los cortesanos? Nada hay más servil, más rastrero, más necio y más despreciable que muchos de ellos y se tienen por los primeros en todo… Son felices pudiendo llamar al rey “señor”, saludar debidamente, saber usar los tratamientos de “serenidad”, “Majestad”, o “Excelencia”… éstas son artes convenientes a los cortesanos y a los nobles. Pero… no son sino unos verdaderos reacios y vanos pretendientes de Penélope… Duermen hasta mediodía; casi acostados aún, oyen la misa que de prisa y corriendo les dice el capellán que tienen a sueldo…”. Desiderius Erasmus advierte además sobre aquellos que “estiman como suprema perfección estar limpios de toda clase de conocimientos, tanto, que no saben ni leer. Cuando en la Iglesia cantan con voz asnal los salmos, con ritmo, pero sin sentido, creen de veras halagar placenteramente los oídos de Dios. Algunos de ellos explotan ventajosamente los harapos y la suciedad berreando por las puertas para que les den un trozo de pan, sin dejar posada, carruaje y barco que no recorran… Estos hombres lisonjeros, con su suciedad, su ignorancia, su rusticidad, pretenden desvergonzadamente representarnos a los Apóstoles…”. Previene asimismo respecto de aquellos que “lo que significa sacrificio se lo encomiendan a San Pedro y San Pablo… pero si algo hay que signifique esplendor y regalo, lo guardan para sí… Las únicas armas que les quedan hoy son esas dulces bendiciones de que habla san Pablo y que ellos prodigan benignamente… Los Santísimos Padres en Cristo, vicarios suyos en la tierra, a nadie apremian con más vigor que a quienes… osan aminorar y menoscabar el patrimonio de San Pedro… se reúnen bajo el nombre de Patrimonio de San Pedro tierras, ciudades, tributos y señoríos…  Los pontífices, diligentísimos para amontonar dinero, delegan en los obispos los menesteres demasiado apostólicos; los obispos en los párrocos; los párrocos, en los vicarios; los vicarios, en los monjes mendicantes y, por fin, éstos lo confían a quienes se ocupan de trasquilar la lana de las ovejas… ¡Como si hubiese peores enemigos de la Iglesia que esos pontífices impíos que con su silencio coadyuvan a abolir a Cristo, en tanto que alcahuetean con su ley, la adulteran con caprichosas interpretaciones y le crucifican con su conducta infame!... Su tonsura ni siquiera les recuerda que deben estar exentos de las ambiciones de este mundo y pensar sólo en las cosas del cielo… Estulto se ha vuelto el hombre a causa de su misma sabiduría”.

Aunque no estaba en el ánimo de Desiderius Erasmus atacar a la Iglesia en sí misma, su crítica contra el catolicismo institucional aceleró el ritmo de la revolución protestante de un modo no sospechado por él. Desiderius Erasmus anhelaba la propagación de una religión humanística de piedad sencilla y digna basada en lo que llamaba la “filosofía de Cristo”.

 

Giordano Bruno. Es Filippo Bruno (Giordano Bruno, 1548 - 1600) en quien se cumple la ruptura definitiva entre la edad media y la moderna. Su pensamiento fermenta toda la modernidad y lo nuevo se proyectará  a todos los terrenos. Si bien Giordano Bruno primero se ordena sacerdote dominico y llega a ser doctor en teología, y luego se convierte al protestantismo calvinista, pronto romperá con ambas creencias al considerar que coartaban la libertad intelectual. Bruno sostendrá entonces que la religión debe ser entendida como una instancia meramente civil destinada al gobierno de las masas incapaces de regirse por la razón. Por ello alegaba que los teólogos no debían entrometerse en la vida de los filósofos, del mismo modo como estos últimos debían respetar el trabajo de los teólogos en su tarea de gobierno de las masas populares.

Con todo, si Nicolás de Cusa se limita a enunciar la imposibilidad de asignar límites al mundo, Giordano Bruno afirma directamente su infinitud. Bruno sistematiza la idea del infinito y proclama que el número de cuerpos celestes es infinito, que hay soles innúmeros que llevan todos en torno a sí sus planetas. Por consiguiente, en esta infinitud no hay centro, no hay arriba ni abajo, tampoco un cuerpo cósmico preferido. Por ende, según Bruno, necesariamente se ha de suponer que también los restantes mundos están poblados. Giordano Bruno proclama: “El mundo es infinito y, por tanto, no hay en él ningún cuerpo al que le corresponda simpliciter estar en el centro o sobre el centro o en la periferia o entre ambos extremos”, que además no existen, sino que sólo le corresponde estar entre otros cuerpos. De esta forma, si el mundo tiene su causa y su origen en una causa infinita y en un principio infinito, necesariamente ha de ser infinitamente infinito, según su necesidad corpórea y su modo de ser. Sentencia Bruno: “Es cierto que… nunca será posible hallar una razón, siquiera sea semiprobable, por la que haya de haber un límite a este universo corpóreo y, en consecuencia, por la que las estrellas contenidas en su espacio hayan de ser finitas en número”.

Giordano Bruno establece sus principios de unidad e infinitud del mundo al precisar: “Hay un único espacio general, una única y vasta inmensidad que podemos libremente denominar Vacío: en él hay innumerables globos como éste en que vivimos y crecemos; declaramos que este espacio es infinito, puesto que ni la razón, ni la conveniencia, ni la percepción de los sentidos o la naturaleza le asignan un límite. En efecto, no hay razón ni defecto de las dotes de la naturaleza, de potencia activa o pasiva, que obstaculicen la existencia de otros mundos en un espacio que posee un carácter natural idéntico al de nuestro propio espacio que está lleno por todas partes de materia o, cuanto menos, de éter”.

De esta forma, según Bruno, “a un cuerpo de tamaño infinito no se le puede atribuir ni un centro ni una frontera. En efecto, quien hable de la carencia, el vacío o el éter infinito no le atribuye ni peso ni ligereza, ni movimiento, ni arriba ni abajo, ni regiones intermedias y supone, además, que en este espacio hay innumerables cuerpos como nuestra tierra y otras tierras, nuestro sol y otros soles, todos los cuales giran dentro de este espacio infinito a través de espacios finitos y determinados o en torno a sus propios centros. Así nosotros en nuestra tierra decimos que ella está en el centro y todos los filósofos de cualquier secta, sean antiguos o modernos, proclamarán sin perjuicio para sus propios principios que éste es sin duda el centro… La tierra no está en el centro más de lo que lo están los otros mundos; además, no hay puntos que sean los polos celestes fijos de nuestra tierra, así como tampoco ella constituye un polo definido y determinado para cualquier otro punto del éter o del espacio del mundo”. En definitiva, para Bruno, Dios no podría explicarse y autoexplicarse sino en un mundo infinito, infinitamente rico e infinitamente extenso.

Con entusiasmo postula Bruno la idea del uno en el sentido de Plotino, procediendo a proclamar que es la razón cósmica la que crea e ilumina todo. Es la razón cósmica la que opera como el alma del mundo, como aquello que penetra todas las cosas y las mantiene unidas. Puesto que todo está animado y relacionado, la razón cósmica es lo que forma el embrión en el seno materno, es lo que configura el germen en la tierra, es lo que conduce las estrellas, es lo que hace que el hierro tienda hacia el imán, es lo que mueve todo crecer y florecer, todo pensar y hacer.

Bruno entiende así que lo sumo o más alto configurado por la razón cósmica es la materia, en circunstancia que para Aristóteles era lo más bajo. Por tanto, la materia es lo divino. Sea que se escale por la suprema alma cósmica o se descienda de las cosas materiales hasta la materia informe, siempre se llega a esta unidad última que es forma de todas las formas y potencia de todas las potencias. La materia es pues el fecundo seno para todo lo que nace o se hace. Esta unidad no es engendrada y, por ende, nunca perecerá. Entonces, siendo increada y eterna, necesariamente se encuentra en perpetuo automovimiento; por eso existe un constante nacer y perecer, a fin de que, en el cambio infinito, se satisfaga a la infinita formabilidad de la materia. Si Demócrito y Epicuro mantenían que todo sufría restauración y renovación por el infinito, y Nicolás de Cusa postulaba que el universo entero nunca se puede hallar la inmutabilidad, Giordano Bruno va más allá y enuncia que el movimiento y el cambio son signos de perfección y no de carencia de ella. Un universo inmutable sería un universo muerto, mientras que un universo vivo ha de ser capaz de moverse y cambiar. Afirma Bruno: “No hay confines, términos, límites o muros que nos roben o priven de la infinita multitud de cosas. Por consiguiente, la tierra y el océano son fecundos; por consiguiente, la hoguera del sol es perpetua, suministrando eternamente combustible a los voraces fuegos y humedad que rellenan los exhaustos mares. De la infinitud nace una abundancia siempre renovada de materia”.

Giordano Bruno formula también el principio que complementa al de plenitud y, a su debido tiempo, lo supera, al cual un siglo después Leibniz denominará “principio de razón suficiente”. Bruno también ejecuta el desplazamiento decisivo –ya bosquejado por Nicolás de Cusa- del conocimiento sensible al intelectual en su relación con el pensamiento. En su diálogo sobre “El infinito universo y los mundos”, Bruno afirma que la percepción de los sentidos, como tal, es confusa y errónea, no pudiendo servir de base al conocimiento científico y filosófico. Explica que para la percepción sensible y para la imaginación la infinitud resulta inaccesible e irrepresentable pero, para el intelecto, constituye, por el contrario, el concepto primario y más cierto. Sentencia Bruno: “Ningún sentido corporal puede percibir el infinito. Ninguno de nuestros sentidos puede aspirar a suministrar semejante conclusión, ya que el infinito no puede ser objeto de la percepción sensible… Al intelecto le corresponde juzgar, otorgando el peso debido a los factores ausentes y separados por una distancia corporal y por intervalos espaciales”. El infinito es necesario y es lo primero que capta el intelecto.

Conforme a su premisa, Giordano Bruno predica con Lucrecio el optimismo y la alegría de vivir pues ya no se vive en la tierra, sino en el cielo, al ser ésta uno de los cuerpos celestes. Todo mal ha terminado ya que todo está penetrado por el alma del mundo y es, por tanto, bueno. Además, al estar configurado por la razón cósmica, todo es también bello. Tampoco existe la muerte, sino solamente un cambio de formas, que sólo puede ser para el bien.

Bruno se resiste a identificar panteísticamente a Dios y el mundo. Como Plotino, tampoco él quiere degradar la sublime grandeza de Dios, que considera está fuera y por encima del mundo. Por eso sostiene que se aspira constantemente a Dios, aunque por esta misma razón jamás se le podrá alcanzar ni descansar beatíficamente en Él. El ansia humana se dirige siempre hacia lo ausente y venidero, quedando siempre insatisfecha e infeliz. Según Giordano Bruno, en esto consiste la pasión heroica y el martirio de las almas grandes. En definitiva, para Giordano Bruno, Dios y lo divino ha de buscarse en las leyes de la naturaleza, en el resplandor del sol, en el rostro del hombre. De esto se deriva que toda genuina religión deba ser religión universal.

 

Francis Bacon. Francis Bacon (1561 – 1626), filósofo y político inglés,  grita a la edad moderna: “Saber es poder”. Sostiene Bacon que si el hombre perdió por el pecado original el poder sobre la naturaleza, procede recuperarlo por medio de una gran renovación (instauratio magna), la cual implicaba una reforma del saber. En conformidad a Bacon, esta gran renovación exige que el hombre destruya los viejos ídolos que, por espacio de más de mil años, han impedido todo progreso. Ello implica aniquilar los “ídolos de la tribu”, es decir, la tendencia del género humano a interpretarlo todo humanamente en la naturaleza y buscar por todas partes finalidades; los “ídolos de la caverna”, es decir, la ridícula tendencia de los hombres a mirarlo todo por a través de su disposición, educación y experiencia; los “ídolos de la plaza”, es decir, el identificar con las cosas, las palabras con que, en el trato corriente, el hombre vende el pensamiento; y, por último, los “ídolos del teatro”, es decir, las sugestiones que en los seres humanos ejerce la escena de la casa paterna, la escuela y la iglesia. Todos estos ídolos, procedentes de la funesta mezcla de filosofía y teología, han de ser superados.

La gran renovación de Bacon también impele a establecer un “globo de las ciencias”, en que estén registradas de forma completa todas las ramas del saber. Ningún invento o descubrimiento ha de ser dejado al azar. En adelante, toda investigación ha de llevarse sistemáticamente mediante un criterio inductivo y nada debe dejar de ser investigado (Dios, la naturaleza y el hombre), quedando este proceso bajo la responsabilidad de callados investigadores. Aún más, la renovación propuesta por Bacon hace evidente la necesidad de un nuevo método de estudio científico, pues el Organon de Aristóteles ya no servía. El nuevo método es el experimento, con observaciones detalladas que debían ser validadas. De hecho, Bacon publica su “Novum Organum” o Indicaciones relativas a la interpretación de la naturaleza en 1620. Entiende Bacon que la verdad no se deriva de la autoridad y que el conocimiento es fruto ante todo de la experiencia. Propone pues Bacon “la investigación de la verdad en la naturaleza” como medio nuevo y mejor de descubrir la sabiduría divina. Por último, la gran renovación reclamada por Francis Bacon supone la organización internacional del mundo. Entiende Bacon que los movimientos circulares son expresión  del “movimiento eterno y e infinito”.

 

G.2.3. Revolución Comercial.

No obstante sus vínculos con el sistema feudal, el comúnmente llamado Renacimiento implicó un cambio en el sistema social y cultural, marcado por el derribo de las concepciones medievales relativas al universo y la política, la caída de la escolástica y el término de la supremacía del gótico. En este contexto también se produce el paso de la estática e improductiva economía medieval al dinámico régimen capitalista del siglo XV, fenómeno que se conoce como la revolución comercial (1400 - 1700). Cambia el concepto de realidad, la perspectiva de la vida y se conocen nuevos mundos.

Como causas de la revolución comercial se reconocen el monopolio del comercio mediterráneo ejercido por las ciudades italianas, el productivo intercambio entre éstas y los mercaderes de la Liga Hanseática, la circulación de monedas como el ducado veneciano y el florín florentino, la acumulación del capital sobrante de las transacciones, la navegación y las empresas mineras, la demanda de materiales bélicos y la búsqueda de los productos del Lejano Oriente. La combinación de estos factores brindó a los hombres de los albores del Renacimiento nuevas perspectivas de riquezas y los elementos necesarios para la expansión comercial. De allí su rechazo del restrictivo ideal de las corporaciones medievales, las cuales repudiaban el comercio con fines de lucro.

Este cambio de actitud impulsó los viajes de ultramar, los cuales comenzaron en el siglo XV. Estos debiéronse a que españoles y portugueses procuran comerciar con el Oriente pues el comercio había sido monopolizado por las ciudades italianas, debiendo los habitantes de la península ibérica pagar altos precios por sedas, perfumes, especias y tapices. Los comerciantes hispanos y lusitanos intentaron la apertura de nuevas rutas, libres de la fiscalización italiana. A ello se agregó el fervor misionero español. La exitosa cruzada contra los moros había generado una religiosidad que propugnaba la conversión de los paganos.

A esto se suman los avances en el conocimiento geográfico, la invención de la brújula y el astrolabio (instrumento que permite medir la altura y posición de los cuerpos celestes; luego sería el sectante que determinaría latitud y longitud). La brújula había sido importada en el siglo XII por los musulmanes, probablemente de la China.

Exceptuando las avanzadas escandinavas que descubrieron América alrededor del año 1000 de la era cristiana, los más avezados navegantes oceánicos fueron los portugueses. Vasco de Gama alcanzó el extremo del África en 1497. Colón alcanza América y España construye un vasto imperio colonial en las Indias Occidentales, que abarca el sudoeste de Estados Unidos, la península de La Florida, México, Centroamérica y toda Sud-América, exceptuando Brasil, que queda sometido al dominio portugués. El esfuerzo de españoles y portugueses fue pronto seguido por ingleses y franceses. Por tanto, el comercio se transformó en una empresa de proyecciones mundiales, incidiendo poderosamente en ello el que en las nuevas tierras se descubren metales preciosos.

Las prácticas de la revolución comercial configurarían las bases operacionales del naciente capitalismo. De esta forma, las nuevas prácticas comerciales no sólo implican la declinación de los gremios y el traspaso del trabajo doméstico al naciente sistema industrial, sino que además se desarrollan la banca, las facilidades del crédito, cambios en la organización mercantil, la formación de compañías reguladas y compañías por acciones y la implantación de una economía monetaria. El mercantilismo se pone en práctica, teniendo influencia en la generación del nacionalismo económico, el régimen paternal y el imperialismo. Así, la revolución comercial genera el moderno capitalismo y se desata la amenaza de la especulación. Este período se caracteriza por la europeización del orbe y el restablecimiento de la  esclavitud. En definitiva, la revolución comercial se constituye en precursora de la revolución industrial.

Aunque se observa un rápido aumento de la población, cierta elasticidad de las clases sociales y se producen modestos beneficios de las clases desheredadas, el nuevo sistema social es tal también en tanto en este período se gesta un individualismo exuberante y se sigue la moral renacentista, de bajo nivel. Durante las centurias renacentistas imperaban las transgresiones y el asesinato político. Asimismo, se exacerba la sexualidad y el adulterio se hace norma. Del mismo modo, existe gran nivel de embriaguez y corrupción, expandiéndose la prostitución hasta llegar la epidemia de sífilis en el siglo XVI. La higiene en la vida cotidiana no es costumbre y los juegos sociales son violentos (combate de animales) aunque surgen los juegos de naipes en el salón y se instala el hábito del café y el tabaco. La superstición y la hechicería se hacen costumbre; son los efectos de una transición del medioevo a una nueva era.

Es este período en que también tiene lugar el nacimiento del Estado moderno y se sientan las bases de la era del absolutismo (1485 - 1789). Si bien los siglos XV y XVI contemplaron el derrumbe del centralizado régimen feudal, a la vez experimentan la instauración de estados dinásticos de tipo absolutista. El desarrollo de las monarquías nacionales se asocia a la recuperación del poder político del rey. La estructura de los Estados se fundamenta en el rey, la corte, la administración estatal, el ejército y la diplomacia. De hecho, Inglaterra, Francia  y España fueron los primeros en convertirse en Estados nacionales, sobre la base de un acelerado proceso de unificación política y territorial. Se desencadenan las guerras entre déspotas (Borbones y Habsburgos). Se produce así la “Guerra de los Treinta años” donde, entre 1618 y 1648, los Habsburgos austríacos anhelaban capitalizar las ganancias aportadas por la Reforma católica para extender su poderío sobre Europa Central, pero se enfrentan a la resistencia de los nobles alemanes protestantes.

 

G.2.4. Racionalismo.

El racionalismo es la doctrina filosófica fundada en la omnipotencia e independencia de la razón humana, importando exclusión o desprecio de todo principio de fe, revelación sobrenatural y misterios del dogma. La razón absoluta del hombre se convierte en fuente del conocimiento, del bien y la verdad.

 

Renato Descartes. Renato Descartes (1596-1650), matemático y físico francés, afirmó el racionalismo filosófico. Convencido de que la opinión y experiencia común de la humanidad no son guía confiables, resolvió constituir un nuevo sistema con absoluta abstracción de las mismas. Creó un método que implicaba un instrumento matemático de deducción pura. La verdad surgiría de este riguroso e infalible método que deriva de una razón absoluta.

Descartes proyecta así la idea de un universo mecanístico. La tierra no es sino materia que opera como una máquina que se desenvuelve por sí sola, impulsada por una fuerza que brota del movimiento original impreso por Dios al universo. El mundo es con­cebido según el “modelo” de la máquina, donde todo se reduce a materia y movimiento. La norma mecanística no excluyó al cuerpo de los hombres y animales ya que, en definitiva, el mundo físico es uno solo. Se entiende que el comportamiento de los seres humanos nace automáticamente de los estímulos externos e internos, aunque recalcó que el hombre se distingue por su facultad de razonar. Con esta visión racional - mecanicista se rechazaban las teorías teológicas previas. Ya no era necesario que se reconociera en la revelación la única y exclusiva fuente de la verdad. El raciocinio se convirtió en lo sucesivo en el único manantial fuente del conocimiento. Finalmente, todo designio divino espiritual dentro de lo creado quedaba descartado como cosa inútil.

Siguiendo a Kepler y Galileo, y oponiéndose a la filosofía aristotélica respecto a la existencia de ciencias distintas con métodos diferentes, Descartes afirma que la ciencia es una sola y desarrolla el proyecto de unificar todas las ciencias pues, aunque existen ciencias distintas, todas ellas forman una unidad orgánica. Según Descartes, ello es posible por cuanto “todas las ciencias no son sino la sabiduría humana, que permanece siempre una y la misma por más que sean diferentes los objetos a los que se aplica: esta variedad no la diversifica, como tampoco se diversifica la luz del sol al iluminar la variedad de objetos”. Señala Descartes: “Toda la filosofía es como un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física, y las ramas que salen de este tronco son todas las demás ciencias, las cuales se pueden reducir a tres principales: la medicina, la mecánica y la moral. Quiero decir la más elevada y perfecta moral, que, al presuponer un completo conocimiento de las otras ciencias, es el último grado de la sabiduría”.

De esta forma, si la ciencia es una, necesariamente existe un método universal, único, para todas las ciencias. El proyecto cartesiano supone la formulación de un método determinado que permitirá evitar el error y permite aumentar los conocimientos. Descartes explica: “Por método entiendo lo siguiente; unas reglas ciertas y fáciles, gracias a las cuales todos los que las observen exactamente no tomarán nunca por verdadero lo que es falso y alcanzarán -sin fatigarse con esfuerzos inútiles, sino acrecentando progre­sivamente su saber- el conocimiento verdadero de todo aquello de que sean capaces”. Descartes determina entonces como reglas del método científico la evidencia, el análisis, la síntesis y la  comprobación.

El método presupone una confianza absoluta en la razón, la cual de por sí se entiende es infalible. Aunque acepta que puede ser desviada por los prejuicios, la precipitación y las pasiones, como lo indica la primera regla, sólo se ha de aceptar como verdadero aquello que aparece con absoluta evidencia, la que se da únicamente en la intuición, es decir, en un acto puramente racional por el que la mente “ve” de modo inmediato y transparente una idea. Al formular esta primera regla, Descartes introduce un nuevo concepto de verdad: ya no consiste en la “adecuación” del pensamiento con la realidad (concepto escolástico de verdad), sino que es una propiedad de las ideas en sí mismas: la verdad es inmanente al espíritu.

Asimismo, Descartes procura establecer una primera verdad absolutamente evidente, de la que se pueda deducir todo lo demás. A partir de ella construirá un sistema deductivo de explicación de la realidad basado en la idea de sustancia. Sostiene que el Cogito” o “pensamiento” (cogitatio, pensée), que es todo acto conciente del espíritu, implica la duda, él sólo la utiliza “tan sólo para buscar la verdad”. Dudar de todo es sólo un procedimiento metodológico para encontrar una verdad indubitable. Descartes no es un escéptico en ningún momento; la duda no es para él la postura mental definitiva ni siquiera la postura inicial pues parte de la confianza en la posibilidad de alcanzar la verdad. Por eso su duda es sólo una duda metódica. Descartes señala: “El que busca verdad debe, mientras pueda, dudar de todo”. Antes, Aristóteles ya había dicho: “El que quiera instruirse debe primeramente sabe dudar, pues la duda del espíritu conduce a la manifestación de la verdad”.

El criterio de la duda se aplica entonces a todas las creencias, especialmente a las que parecen más sólidas y evidentes. Si es posible dudar de ellas, deben dejarse de lado, aunque se recuperen más tarde: no pueden valer como fundamento sólido de la metafísica. La duda, pues, parece haber eliminado todas las creencias, pero en el interior mismo del acto de dudar surge un “resto indubitable”, algo que resiste toda duda: “estoy dudando”. Lo único que no puede eliminar la duda es la duda misma, el acto de dudar. De este modo, al dudar “pongo” y no elimino la duda. Y Descartes concluye: “Pienso, luego existo”. Este “pienso, luego existo” no es una deducción, sino una intuición, es decir, una evidencia inmediata, una idea clara y distinta, no un razonamiento, en el cual podría ocultarse algún error.

De esta forma, si el pensar es todo acto consciente del espíritu (dudar, entender, afirmar, negar, querer, imaginar, sentir), todo pensamiento goza, pues, del carácter evidente de la duda. Ello implica una postura subjetivista por cuanto la evidencia se da sólo en el interior del sujeto; lo que es evidente es, ante todo, el acto de pensar, que “hay pensamiento”, que “hay ideas”.

Descartes establece el Yo como un pensamiento que existe. De este modo se echa un puente entre el puro pensamiento, encerrado en sí mismo, y la realidad del mundo de las existencias. En el “pienso, luego soy (existo)” se intuye que el “yo” existe como una sustancia “cuya total esencia o naturaleza es pensar”. De este modo se empieza a construir la filosofía cartesiana a partir de esta primera verdad evidente, y utilizando un concepto fundamental:  el concepto de sustancia.

Descartes emplea como sinónimos las palabras “sustancia” (substantia) y “cosa” (res), lo cual indica que la sustancia es lo concreto existente. Lo propio de la sustancia es la existencia, pero no cualquier forma de existencia, sino la existencia independiente: no necesita de nada más que de ella misma para existir. Por tanto, el sistema cartesiano reposa sobre la existencia de una sustancia infinita, recurso característico de los sistemas racionalistas. El mundo se mueve gracias al primer impulso recibido de Dios; las substancias se mantienen en la existencia gracias a una “creación continua”.

Puesto que el espacio está lleno de materia-extensión, cualquier movimiento de un cuerpo origina el desplazamiento de todos los demás. Por eso, aunque los cuerpos tiendan a moverse en línea recta, lo que resulta es “un círculo o anillo de cuerpos que se mueven juntos”. Así es como Descartes concibe que el Universo está compuesto por un conjunto de torbellinos de materia que se tocan entre sí y que son de distinto tamaño. El sistema solar sería un conjunto de estos torbellinos; los cometas serían porciones de materia que escapan de un torbellino. Descartes admitió, además, que hay tres clases de materia: una, caracterizada por la luminosidad (el Sol y las estrellas); otra, por la transparencia (el éter, o espacio interplanetario), y otra, por la opacidad (la tierra). Sentencia Descartes: “A pesar de que experimente imperfecciones en mi ser, sé que debe existir un ser perfecto. Estoy obligado a creer que este pensamiento que tengo ha sido impuesto por dicho ser, que posee la perfección de todos los atributos y que es Dios”.

 

Baruch Spinoza. A causa de su pensamiento cartesiano, el judío holandés de familia originaria del Portugal, Baruch Spinoza (1632-1677), fue excomulgado y expulsado de la Sinagoga (1656) al criticar los dogmas de fe de la religión judía. Implicando un concepto de panteísmo total basado en la unidad de la naturaleza y en la continuidad de las causas y efectos. Spinoza sostuvo la existencia de una sola sustancia esencial en el universo, de la cual mente y materia son tan sólo dos aspectos diferentes. Afirma Spinoza que esta sustancia única es Dios, esto es, la naturaleza en sí. “Dios en todo”, sentencia Spinoza.

A partir de su concepto de sustancia, atributo y modo, Spinoza entiende que Dios es la única sustancia, un ser absolutamente infinito, esto es, una sustancia o naturaleza activa y creadora que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita. Dios o la sustancia posee pues infinitos atributos, de los cuales, sin embargo, sólo conocemos dos, los mismos que señala Descartes: pensamiento y extensión. Dios es la naturaleza concebida como un todo, es decir, como una sola y única sustancia. Postula Spinoza que el concepto “sustancia” es únicamente aplicable a Dios y los atributos expresan la esencia de la sustancia y se identifican con ella. Así, las substancias finitas se reducen ahora a ser simples modos de la sustancia única; en realidad ya no son substancias, sino “partes” inmanentes del todo infinito. Las cosas no son sino sus “partes” inmanentes. La fórmula expresa bien: “Deus, sive Substan­cia, sive Natura”.

Por tanto, según Spinoza, el hombre no puede alcanzar la felicidad si éste falsea su situación en la naturaleza por cuanto el ser humano no es una “sustancia”, sino únicamente una “parte”, esto es, un “modo” de la naturaleza. Postula pues Spinoza que creer que el mundo entero está al servicio del hombre constituye un error teleológico, que creer que nociones como “bien” y “mal”, “belleza” y “fealdad”, “calor” y “frío” permiten explicar verdaderamente la naturaleza es un error axiológico, y que pensar que el hombre mismo es una “sustancia” es un error antropológico, el más grave ya que fundamenta los otros: si el hombre fuera una “sustancia”, el mundo debería estar hecho para él.

Afirma Spinoza que, para alcanzar toda la felicidad posible, el ser humano debe, ante todo, liberarse de la imaginación pues de ella proceden toda clase de ilusiones o toda forma de conocimiento que dependa del propio cuerpo y que sólo permita conocer la naturaleza de un modo fraccionario y parcial. El ser humano no debe seguir los engaños de la imaginación ya que de ella surgen las pasiones que esclavizan al hombre; sólo el pensamiento racional le permite situarse en su verdadero lugar.

Interesado Spinoza por la ética, llegó a la conclusión de que lo que los hombres más aprecian (riqueza, placer, poder, gloria), son cuestiones vanas. Por tal causa se dio a la tarea de establecer aquello que al hombre le permite la felicidad perdurable y no disminuida. Mediante un proceso de raciocinio geométrico procuró demostrar que dicho bien reside en el “amor de Dios”, esto es, en el culto al orden y armonía dentro de la naturaleza. De este modo, si los hombres lograran convencerse de que el universo es una máquina cuya marcha no puede interrumpirse en beneficio de intereses particulares, lograrían la serenidad de espíritu, sustrayéndose el hombre a deseos imposibles. En función de una ética, Spinoza afirma que el “supremo bien” consiste en el conocimiento de la unión del hombre con la Naturaleza. Y para llegar a ese conocimiento el entendimiento necesita ser “reformado” en los planos del entendimiento, la religión y la política. Spinoza estableció pues un sistema racionalista y panteísta - determinista. El mismo Albert Einstein declaró compartir las ideas de Spinoza acerca de Dios.

Spinoza rechazó toda forma de superstición y religión revelada, pero a la vez busca constituir una religión filosófica universal. En este sentido, el proyecto de Spinoza difiere radicalmente de Descartes: ya no se trata de una nueva fundamentación y unificación de las ciencias a partir de un método y principios comunes, sino de encaminar todas las ciencias “hacia un mismo fin”: el supremo bien del hombre. Así, teniendo por fundamento una preocupación política, Spinoza redacta un tratado teo­lógico-político en el cual concluye que el gobierno democrático es “el más próximo al estado natural”.

 

Isaac Newton. La labor del milenarista encubierto y negador de la  Trinidad, Isaac Newton (1642-1727), consistió en subordinar el mundo de la naturaleza a leyes mecánicas. Newton, que Newton creía en la existencia de una cadena de iniciados que se extendía en tiempo hasta una remota antigüedad, afirma que todo suceso natural está gobernado por leyes universales que pueden formularse tan exactamente como un teorema matemático y descubrir estas leyes es la tarea de la ciencia.

Expresa Newton: “No se debe suponer que existe ningún ente, a menos de verse obligado a ello”. Sostiene Newton que no es posible conocer las causas últimas de las cosas y que, por tanto, no es posible construir un sistema total del universo. Aunque reconoce que existe lo absoluto e infinito, los cuerpos son independientes. En efecto, Newton postula la existencia de un espacio y tiempo absolutos e infinitos, inde­pendientes de los cuerpos (antítesis total de la concepción aristotélica), que si no se identifican con Dios, son al menos el instrumento mediante el cual Dios percibe el mundo (“sensorio divino”) y está presente a todas las cosas. De esta forma, si bien la filosofía newtoniana no desecha la idea de Dios, de hecho lo despoja de su poder para dirigir el curso del sol. Afirma Newton: “No dudéis del Creador, pues no es sensato que penséis que las casualidades, por sí solas, son las promotoras de la existencia”.

A partir de estos principios, y teniendo presente que Lucrecio conocía la uniformidad de la caída de los cuerpos en el vacío y el concepto de un espacio infinito lleno de infinidad de mundos, que Pitágoras formuló la ley inversa del cuadrado de las distancias y, Plutarco, queriendo explicar el peso, buscó su origen en una atracción recíproca entre los cuerpos y que es causa de que la tierra haga gravitar hacia ella los cuerpos terrestres,  propugnando el método inductivo Newton define el principio de la gravitación universal (1665), explicando mediante una fórmula única lo que sus predecesores habían descubierto por separado: el movimiento de los planetas (Kepler) y la trayectoria de los proyectiles (Galileo). Así, en el siglo XVII y por obra principal de Newton, se consolida la “revolución científica” iniciada por Copérnico: la nueva visión del Universo se impone sobre la visión aristotélico-escolástica.

 

Godfred Leibniz. Godfred Wilhelm Leibniz (1646-1716) nace en Leipzig y siente una “casi desmesurada” pasión por las matemáticas. En 1676 descubre el cálculo infinitesimal, casi al mismo tiempo e indepen­dientemente de Newton, lo cual daría lugar a una viva polémica acerca de la prioridad del hallazgo. Asimismo, queriendo materializar el sistema lógico de Ramón Llull (1232-1316), el “arte luliana”,  Leibniz construye una calculadora o máquina de enlazar verdades, modificando la que había inventado Pascal.

Sin más, en un momento que en Europa se buscaba únicamente un “equilibrio de fuerzas”, Leibniz desarrolla un proyecto filosófico que procura la evolución del pensamiento hacia la unidad de los espíritus, respetando su pluralidad. Siendo Leibniz un irenista en tanto buscaba la paz, el nuevo orden que preconiza se basa sobre la idea de armonía; afirma que los intereses contrapuestos pueden complementarse y la solidaridad es posible. Sus escritos teológicos son un intento de encontrar los puntos de coincidencia entre las diversas confesiones cristianas, y su filosofía pretende explicar hasta qué punto el mundo entero tiene un carácter armónico: “Ese maravilloso orden resulta del hecho de que la naturaleza es el reloj de Dios”. La metáfora del reloj recibe, pues, una nueva significación: si Descartes la utiliza para resaltar el carácter mecánico del Universo y de los cuerpos, Leibniz la emplea para hablar de la armonía del mundo.

Pero a la vez Leibniz es también un filósofo racionalista. Aplicando un método deductivo-matemático, Leibniz utiliza la matematización del pensamiento para analizar los términos complejos hasta llegar a los términos más simples e indefinibles, los cuales serían simbolizados matemáticamente a objeto de llegar a formular un lenguaje universal (characterística univer­salis) que, al ser utilizado según reglas deductivas claras, impediría la aparición de teorías rivales.

Asimismo, Leibniz ambiciona una unificación de todas las ciencias (como Descartes y Spinoza), pero con la intención de que la unificación de las ciencias permitiría la unificación de los espíritus. En la misma línea de intenciones, el interés de Leibniz en probar (contra Locke) la existencia de ideas innatas donde éstas serían “semillas” que per­mitirán un acuerdo fundamental entre los hombres.

Todo este proyecto encuentra su fundamento metafísico en una teoría de la sustancia: las sustancias son múltiples (con lo que Leibniz se opone a Spinoza), pero entre ellas reina una armonía preestablecida. Leibniz desarrolla así el concepto de mónada. Partiendo de una crítica al concepto cartesiano de “cuerpo” o substancia corpórea, Leibniz postula que las substancias compuestas, de por sí son divisibles, pero esa divisibilidad no puede ser indefinida. Forzosamente se llegará a encontrar elementos últimos, partes indivisibles, por tanto simples, en las que “no hay extensión, ni figura, ni divisibilidad posible”. Esos elementos simples son también substancias, vale decir, “átomos de la naturaleza”, “unidades” o “mónadas”. Indica Leibniz: “El universo se compone de innumerables centros conscientes de fuerza espiritual o energía, conocidos como mónadas. Cada mónada representa un microcosmos individual, que refleja el universo en diversos grados de perfección y evolucionan con independencia del resto de las mónadas. El universo constituido por estas mónadas es el resultado armonioso de un plan divino. Los humanos, sin embargo, con su visión limitada, no pueden aceptar males como las enfermedades y la muerte integrando una parte de la armonía universal".

Puesto que las mónadas no son extensión, ni materia, las mó­nadas son concebidas por Leibniz como acto, fuerza, alma. Las características principales de las mónadas son, pues, ser “fuerzas primitivas”, simples e inextensas (por ello no pueden perecer por corrupción ni aparecer por unión de partes y necesariamente son creadas por Dios), impenetrables ya que no puede ser alterada desde fuera, y toda su actividad es interior y “anímica”. Puede decirse, por tanto, que toda mónada es un “alma”, aunque según Leibniz, en la mayoría de las mónadas la percepción no es consciente, sino que no hay más que una multitud de “pequeñas percepciones” y un estado general de “embotamiento”. En los animales ya hay conciencia (percepción consciente o apercepción), acompañada de sensación y memoria; y en el hombre existen la razón y la autoconciencia, por lo que se puede ya hablar de “espíritu” y “yo”.

Leibniz piensa  que todas las cosas están ligadas las unas a las otras en la medida en que cada mónada es como “un espejo viviente y perpetuo del universo”. En efecto, cada mónada posee como actividad propia la percepción, y lo que cada mónada percibe es el universo entero. Por ello, cada mónada es una “perspectiva” distinta de la totalidad, y Leibniz dirá contra Spinoza: “La mente no es una parte, sino una representación del Universo”, es decir, un “microcosmos” (tema renacentista que reaparece en Leibniz). Existe pues una “armonía universal que hace que cada substancia exprese exactamente a todas las demás”. Naturalmente, esa percepción o representación es sólo confusa e inconsciente, siendo consciente sólo para una pequeña parte del universo. Pero no importa: de un modo u otro todo está ligado; y al ser el universo algo “pleno”, cada movimiento repercute en todos los cuerpos.

Considera asimismo Leibniz que las mónadas no puedan actuar directamente unas sobre otras y todo sucede en un orden perfecto, puesto que Dios (el gran “relojero”, metáfora de la sincronización de los seres como relojes que procede de Arnold Geulincx (1624 – 1669)) ha sincronizado todos los movimientos y pensamientos del mundo en una armonía preestablecida.

En este mundo en perfecta armonía, los espíritus pueden hallar una armonía aún superior en la medida en que son también “imágenes de la divinidad y capaces de conocer el sistema del Universo”. Es así como Leibniz contempla la realización de su proyecto filosófico: “Por ello es fácil concluir que la reunión de todos los espíritus debe constituir la Ciudad de Dios, es decir, el más perfecto Estado posible, bajo el más perfecto de los Monarcas. Esta Ciudad de Dios, esta monarquía verdaderamente universal, es un mundo moral en el mundo natural, la más grande y divina de las obras de Dios”. Por último, Leibniz observa que este mundo de la multiplicidad ha sido creado por Dios. No es un mundo necesario (contra Spinoza), sino uno de los mundos posibles que la mente divina concibe. En un mundo así debe reinar la armonía más perfecta. Afirma Leibnitz: “Todo está perfectamente en el mejor de los mundos posibles”. El optimismo de Leibniz es, pues, absoluto, lo cual no escapó a la crítica mordaz de Voltaire en su novela “Cándido”.

 

Thomas Hobbes. Tomás Hobbes (1588-1679), alejándose del dualismo de Descartes y del panteísmo de Spinoza, sentenció que todo es materia y, por tanto, no existe nada fuera de ella. El espíritu mismo no es sino una forma sutil de materia; nunca una sustancia diferente. Sostiene que si Dios existiera, hasta él tendría consistencia física. Los postulados de Hobbes se revelan como un materialismo riguroso, ciertamente ligado al mecanicismo. Sin más, al ser sólo materia, el universo mismo y hasta los actos de los hombres pueden explicarse en términos de mecánica.

Conforme a su materialismo, Hobbes negó la doctrina de las ideas innatas y afirmó que toda sabiduría se encuentra en la percepción sensorial. Por tanto, lo bueno es aquello que provoca placer y lo malo aquello que provoca dolor. Y como los hombres difieren en su constitución, difieren en sus conceptos de placer y dolor; de allí que lo bueno y lo malo son, pues, relativos. Por ende, el materialismo y el mecanicismo de Hobbes evolucionaron hacia el hedonismo.

Concordando Hobbes con Descartes y Spinoza en que la geometría proporcionaba el único método exacto para alcanzar la verdad filosófica, y aunque se suele incluir a Hobbes entre los filósofos empiristas, el método que propone es de carácter racionalista. Hobbes, adoptó el método racionalista de Padua, de “resolución y composición”. Dirá: “No existe ningún método que nos permita averiguar las causas de las cosas que no sea compositivo o descompositivo, o bien en parte compositivo y en parte descompositivo. Y al descompositivo se le denomina generalmente método “analítico”, de la misma forma que al compositivo se le denomina “sintético”...”. Este era el método de Galileo y también el de Descartes, pero Hobbes lo emplea de un modo peculiar, inspirándose quizá en Euclides y los estudios biológicos de Harvey. El análisis permite descubrir las partes que componen el objeto a estudiar, pero esas partes son sus causas. La síntesis recompone el todo, mostrando cómo de esas partes o causas engendra o genera el todo. El método compositivo se convierte así en método genético puesto que expresa cómo se genera algo a partir de sus componentes.

De esta forma, la teología queda excluida de la filosofía, ya que Dios no se compone de partes ni es engendrado. Quedan, por tanto, tres partes de la filosofía, que es, para Hobbes, toda la ciencia: geometría, filosofía de la sociedad y física. Sólo las dos primeras dan a conocer las causas ciertas de la generación (ya que es el hombre mismo quien genera los objetos matemáticos y la sociedad); la física sólo proporciona un conocimiento probable (generación hipotética).

Por ende, a partir de su presupuesto materialista y la tesis estoica que reaparece en Hobbes y filósofos posteriores, éste postula que todo lo que existe es corpóreo, porque sólo es real lo que puede actuar o sufrir la acción de otro. Por tanto, Dios y el hombre no son sino únicamente cuerpo. Agregará Hobbes: “La vida del hombre es, pues, movimiento”. Sólo los cuerpos son gene­rables; por tanto, sólo ellos son objetos posibles para la razón.

Asimismo, en tres escritos determinados por los acontecimientos que desataron la revolución puritana, Hobbes escribe para defender la necesidad de una autoridad absoluta, y quiere demostrar a los puritanos que toda ley es necesariamente justa por emanar de esa autoridad y que, por tanto, nadie puede estar en conciencia obligado a desobedecerla. También empleando su método de composición genética, Hobbes aborda del mismo modo el problema de la sociedad y el Estado. Presupone que el Estado es algo engendrado por el mismo hombre, algo “artificial”, como una máquina: “La naturaleza (arte con el cual Dios ha hecho y gobierna el mundo) es imitada por el arte del hombre en muchas cosas y, entre otras, en la producción de un animal artificial. Pues viendo que la vida no es sino un movimiento de miembros, cuyo origen se encuentra en alguna parte principal de ellos, ¿por qué no podríamos decir que todos los autómatas (artefactos movidos por sí mismos mediante muelles y ruedas, como un reloj) tienen una vida artificial? Pues ¿qué es el corazón, sino un muelle? ¿Y qué son los nervios, sino otras tantas cuerdas? ¿Y qué son las articulaciones, sino otras tantas ruedas, dando movimiento al cuerpo en su conjunto tal y como el artífice proyectó? Pero el arte va aún más lejos, imitando la obra más racional y excelente de la naturaleza, que es el hombre. Pues mediante el arte se crea ese gran Leviatán que se llama una República o Estado, y que no es sino un hombre artificial, aunque de estatura y fuerza superiores a las del natural, para cuya defensa y protección fue pensando. Allí la soberanía es un alma artificial que da fuerza y movimiento al cuerpo entero; los magistrados, y otros funcionarios de judicatura y ejecución, son las arti­culaciones”.

Aunque no creía que se hubiera dado nunca históricamente de modo generalizado,  Hobbes comienza considerando una situación hipotética en la que no existiera ni Estado ni autoridad común. Es la consideración analítica o “descomposición” de la “materia” del Estado, Hobbes defiende el igualitarismo y la no-sociabilidad natural del hombre, donde existe un “estado de naturaleza” en que todos los hombres son iguales, y no tienen necesidad alguna de “estar juntos”. Todos gozan del mismo derecho natural y son movidos por la competición, la inseguridad, la gloria y viven en permanente situación de guerra de todos contra todos (“tiempos de guerra”), donde no hay ni seguridad, ni industria, ni cultivo de los campos (situación “pre-cultural”) ni existe todavía “injusticia” ya que no hay ley. En este sentido, Hobbes estima que si el poder está repartido por igual, sobrevienen el caos y la guerra.

Pero de esta situación puede salir el hombre gracias a que la razón le dicta determinadas leyes de la naturaleza que le inducen a buscar la paz. Si el “derecho natural” supone una libertad absoluta, las “leyes” imponen obligaciones. La primera ley impone “buscar la paz y seguirla”; la segunda, renunciar al derecho natural y a la libertad en favor de la paz, en la medida en que los otros hombres están también dispuestos; la tercera obliga a respetar los pactos establecidos (con lo que nace el concepto de “justicia”). Pero Hobbes señala que no bastan estas leyes para garantizar la paz. Es necesario “conferir todo su poder y fuerza a un hombre o a una asamblea de hombres que pueda reducir todas las voluntades a una sola voluntad”. Se establece así el contrato social que en­gendra el Estado: “Es una verdadera unidad de todos los hombres en una e idéntica persona, hecha por pacto de cada hombre con cada hombre, como si todo hombre debiera decir a todo hombre: “Autorizo y abandono el derecho a gobernarme a mí mismo a este hombre, o a esta asamblea de hombres, con la condición de que tú abandones tu derecho y autorices todas sus acciones de manera semejante”. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se llama “República”, en latín civitas. Esta es la generación de ese gran Leviatán, ese Dios Mortal a quien debemos, bajo el Dios Inmortal, nuestra paz y defensa”.

La teoría del contrato social tiene sus precedentes en Platón, los epicúreos, Nicolás de Cusa, Althusius y Grocio, pero se debe a Hobbes el que alcanzara su mayor difusión. En principio, esta teoría se refiere únicamente al origen del poder, no a la forma de gobierno, pues pretende sustituir la doctrina medieval del origen divino del poder por una fundamentación popular, aunque no necesariamente conduce a la defensa de la demo­cracia. Hobbes la utiliza para justificar el absolutismo y negar la conveniencia de un reparto de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial). En su concepción el pacto se realiza exclusivamente entre los súbditos (no entre éstos y el soberano), y supone una cesión irrevocable de derechos. Por ello, en ningún caso podrá decirse que el soberano ha roto pacto alguno, ya que no lo ha hecho, ni se le podrá retirar el poder.

El contrato social presupone el nomina­lismo ya que no hay sino indivi­duos, razón por la que ya no se puede hablar de la “naturaleza sociable del hombre” (Aristóte­les). Por ello, el origen de la sociedad sólo puede buscarse en acuerdo entre los individuos. Con todo, los actos individuales están condicionados por apetitos y odios heredados o adquiridos por la experiencia. Sucede entonces que la voluntad no es libre.

 

G.2.5. Empirismo.

El empirismo es la doctrina filosófica según la cual todo conocimiento humano se debe a la experiencia sensible, implicando repudio de toda metafísica. La experiencia sensible del hombre se convierte en fuente del conocimiento, del bien y la verdad.

 

Esteban Bonnot de Condillac. El sensismo o sensualismo es la doctrina filosófica que sostiene que toda actividad psíquica procede de la sensación y ésta no es sino una “sensación modificada”. En Francia, el sensismo, como experiencia de la sensación está en muchos Ilustrados, tal como lo representa Esteban Bonnot, abate de Mureau (1715 – 1780): “El juicio, la reflexión, las pasiones, todas las operaciones del alma no son más que la sensación misma, que se transforma diferentemente”. Por tanto, para Bonnot, el  principio único u origen de todas las facultades es la sensación. Hay un solo origen para las ideas: la sensación, de la cual por lo demás resultan todas las demás facultades intelectuales y afectivas. La reflexión no es otra cosa que la sensación misma y es, más bien, un canal por donde pasan las ideas que vienen de los sentidos. Todo cuánto hay en los fenómenos internos no es más que la sensación primitiva o transformada.

 

John Locke. John Locke (1632-1704) es el primer gran teórico del liberalismo político. Su influencia en la Ilustración francesa fue enorme y en su pensamiento político inspiró la Constitución de los Estados Unidos de América. En el “Ensayo sobre el Entendimiento Humano” (1690), John Locke combatió la teoría de las ideas innatas y, aunque menos radicalmente que Bonnot, afirma que el origen del conocimiento radica en la experiencia y la sensación ayudadas por la reflexión. Sin embargo, si bien Locke admite la reflexión, niega que el ser humano tenga conocimiento alguno de la esencia de la sustancia.

John Locke definió una nueva teoría del conocimiento que sirvió como piedra angular al movimiento de la Ilustración. Desechando la idea cartesiana de la existencia de “ideas innatas”, arguyó que todo conocimiento humano nace de la percepción de los sentidos.  Estructurando la teoría del sensacionalismo, Locke asumió que el origen del conocimiento es la experiencia, sea ésta externa o interna. Argumenta Locke que, al nacer el hombre, la mente humana es una tabla rasa donde no hay nada escrito; no hay idea de Dios, bien o mal. Hasta que el recién nacido no acumule experiencia y perciba el mundo a través de sus sentidos, nada se grabará en su mente. Locke precisa: “Supongamos que la mente sea, como se dice, un papel en blanco, limpio de toda instrucción, sin ninguna idea. ¿Cómo llega entonces a tenerla? ¿De dónde se hace la mente con esa prodigiosa cantidad que la imaginación limitada y activa del hombre ha grabado en ella, con una variedad casi infinita?... A estas preguntas contesto con una sola palabra: de la experiencia. He aquí el fundamento de todo nuestro saber, y de donde en última instancia se deriva”.

Pero las ideas simples que provienen directamente de la percepción sensorial son sólo base del conocimiento. Es así como las ideas simples deben integrarse para originar ideas complejas. Aquí surge la función del raciocinio o entendimiento que permite organizar las impresiones de los sentidos y edificar un cuerpo útil de leyes generales. Por tanto, lo conocido y edificado por la razón no es sino una verdad “probable”; nada se sabe con certeza acerca de la esencia de las cosas ni del sentido del cosmos.

Entendiendo que las ideas son signos de las cosas, Locke concibe la idea como independiente de la palabra; se pueden tener ideas y pensar sin necesidad de palabras. En cuanto a la existencia de palabras generales, Locke formula una explicación netamente nominalista, semejante a la de Ockham: las palabras son signo de ideas generales, las cuales no representan esencias universales, sino úni­camente los rasgos comunes a individuos semejantes. En consecuencia, las definiciones no expresan la esencia o naturaleza de una cosa, sino únicamente el uso que se debe hacer de los términos: “Una definición no es sino la indicación del significado de una palabra, mediante otros términos no sinónimos”.

Conforme a esta tesis, coincidiendo con los racionalistas, todo conocimiento es conocimiento de ideas. Lo que directamente conoce la mente son sus ideas (no las cosas), y pensar se reduce a relacionar ideas entre sí. Locke señala: “Desde el momento en que la mente, en todos sus pensamientos y razonamientos, no tiene ningún otro objeto inmediato que sus propias ideas, las cuales ella sola contempla o puede contemplar, resulta evidente que nuestro conocimiento está dirigido sólo a ellas. Creo que el conocimiento no es sino la percepción del acuerdo y la conexión -o del desacuerdo y rechazo- entre cualesquiera de nuestras ideas. En esto consiste solamente”. Por esta razón, los empiristas conceden gran importancia a los análisis de los mecanismos psicológicos que explican las asociaciones de ideas entre sí. No obstante, aunque lo que se conocen son las ideas y no las cosas, Locke sostiene una postura “realista”, no “idealista”, pues no duda que exista un mundo real. Las cosas materiales son conocidas a través de ideas.

Con todo, Locke advierte que el conocimiento humano no es ilimitado: la experiencia es también su límite, lo cual no impide mantener la confianza en las posibilidades cognoscitivas del ser humano: “El candil que nos alumbra brilla lo suficiente para todos nuestros menesteres”. Unicamente habrá que limitar “la osadía de presumir de un conocimiento universal”.

Si Hobbes fue el teórico del absolutismo con los mismos materiales conceptuales (estado de naturaleza, derecho y ley natural, contrato), John Locke  elabora una teoría política diametralmente opuesta ya que se convierte en el gran teórico del liberalismo político. Locke identifica la “ley de naturaleza” con la ley divina, y hace derivar todo poder de Dios, de modo que a la razón le compete únicamente interpretar esa ley y elegir al gobernante. Luego, en los dos tratados sobre el gobierno civil la ley de naturaleza coincide con la razón, y el poder procede del contrato social. En el estado de naturaleza todos los hombres son libres, iguales e indepen­dientes, el Estado es creado por un contrato entre los hombres para proteger mejor el derecho de propiedad. Por tanto, procede la separación de poderes, donde el poder supremo es el poder legislativo.

 

George Berkeley. George Berkeley (1685-1753) postula un nominalismo absoluto, de manera que no hay ideas universales. Las ideas no son sino “nombres” y toda idea o representación es individual. Sólo conocemos ideas y no existe sino la mente que las percibe, y Dios, que las hace percibir. No hay cualidades primarias ni movimiento sino sólo cuerpos particulares que se mueven. Tampoco hay mundo externo; no existe un mundo externo independiente del pensamiento. Afirmar que existe un mundo material es caer en las falacias de la abstracción, es decir, considerar el “ser” de las cosas como independiente de su “ser percibidas”. Pese a todo, Berkeley termina afirmando una metafísica inmaterialista que niega la existencia del mundo corpóreo y afirma la existencia de substancias espirituales (Dios y el alma). Berkeley acaba así con el concepto de sustancia material; nada más opuesto a Hobbes.

 

David Hume. David Hume (1711-1766) funda su teoría del conocimiento sobre el sensacionalismo de Locke, pero lo extrema al restarle importancia a la razón y realizar un pleno escepticismo. Sin más, Hume acaba con el concepto de sustancia espiritual, convirtiéndose en fuente del escepticismo. La abolición de la sustancia espiritual propuesta por Hume se funda en el principio de que nunca se debe separar lo que una mente es de lo que esa mente hace, y que, por lo tanto, la naturaleza de una mente no es sino los modos en que piensa y obra. Así, el concepto de sustancia natural se resuelve en el concepto de un proceso mental.

Conforme al pensamiento de Hume, la mente es un simple manojo de impresiones exclusivamente  brotadas de la percepción sensorial y ligadas por hábitos de asociación. Afirma Hume: Todas nuestras ideas no son sino copias de nuestras impresiones, es decir, que nos es imposible pensar algo que no hemos sentido previamente con nuestros sentidos internos o externos”. De esta forma, cada idea depositada en la mente no es sino la copia de su correspondiente impresión sensorial. Señala Hume: “todos los materiales del pensar se derivan de nuestra percepción interna o externa... la razón no puede nunca engendrar por sí sola una idea original… Las causas y los efectos no pueden descubrirse por la razón, sino únicamente por la experiencia”. De ello se deduce que nada se puede saber acerca de causas finales, de la naturaleza de la sustancia o del origen del universo. Por ende, tampoco se puede demostrar la existencia de Dios ni la inmortalidad del alma.

Hume reduce el papel de la razón, señalándole límites muy estrechos. Así pues, ninguna de las conclusiones de la razón es segura, salvo aquellas que pueden establecerse a la luz de la experiencia efectiva. Lo que resta no son sino el producto de sentimientos y deseos, de temores y urgencias animales. La certeza posee, únicamente, una base psicológica. Entonces, no se tiene certeza “racional” sobre las “cuestiones de hecho”, sino únicamente creencia. De esta forma, la creencia es la guía del ser humano pero no un conocimiento racional objetivo y cierto. La creencia no es sino un sentimiento de tipo particular que acompaña a una asociación de ideas, de tal manera que dicha asociación “se impone a la mente, convirtiéndola en principio regulador de nuestras acciones”. Por tanto, la creencia no es una asociación libre, como en las ficciones de la imagina­ción, sino una asociación que se impone a la mente. En este sentido, la creencia se apoya siempre en un hábito o costumbre mental, es decir, en “una propensión a renovar el mismo acto u operación, sin estar impelido por ningún ra­zonamiento o proceso del entendimiento". A su vez, el hábito se crea a partir de la experiencia repetida de la conjunción de determinadas impresiones.

Por ende, David Hume rechaza la metafísica al considerarla un saber “abstruso, dogmático y que conduce a la superstición”. Aún más, sostiene el nominalismo, negando las ideas generales. Precisa: “Hablando con propiedad, no existen las ideas generales y abstractas, sino que todas las ideas generales no son, en realidad, sino ideas particulares vinculadas a un término general”. Por extensión, Hume afirma una ética de carácter emotivista y utilitarista pues  rechaza los intentos de fundar la ética en la razón. Sostiene que la razón es incapaz de mover al hombre ya que lo que le mueve es la pasión o el sentimiento. Así, “las distinciones morales no se derivan de la razón”. De este modo, cuando se examina una acción humana cualquiera, nunca se halla un “vicio” sino sólo se encuentran “pasiones, motivos, voliciones y sentimientos”. Hume denuncia una falacia en todos los filósofos que pretenden construir una ética racional y demostrativa.

 

Ilustración. 

 

Pierre Bayle. La Ilustración francesa comienza con Pierre Bayle (1647 – 1706), calvinista defensor de la tolerancia y la libertad de pensamiento. Aunque siguió la “doble verdad” en tanto era creyente, no aceptaba el deísmo. Bayle desarrolló una postura escéptica y consideró que la fe es básicamente irracional e incluso contraria a la razón.

 

Juan D’Alambert. Asumiendo un cientificismo agnóstico, Juan D’Alambert (1717 – 1783) establece como condición del progreso científico la renuncia a toda búsqueda de la esencia metafísica de las cosas, limitándose exclusivamente a los fenómenos. Por tanto, sólo cabe esforzarse por determinar el sistema general de los fenómenos naturales sin preocuparse de sus causas últimas. La humanidad debe resignarse y renunciar para siempre a los sueños y las ilusiones metafísicas.

 

Julian de Mettrie. Julian de Mettrie (1709 – 1751) postula que la naturaleza humana, tanto en sus funciones físicas como espirituales, es una especie de reloj perfecto donde no es posible separar los fenómenos corporales de los psíquicos, aunque los fenómenos corporales determinan a los psíquicos. Nada impide atribuir a la materia misma la sensación y el pensamiento, aún cuando se ignore la forma como le sobrevienen estas cualidades espirituales.

 

Carlos de Sécondat, barón de Montesquieu. Carlos de Sécondat, barón de Montesquieu (1689 - 1755),  presentó en la primera frase de su “Espíritu de las Leyes” una definición de ley natural que tuvo general aceptación. Las leyes, en el sentido más amplio de la palabra, son relaciones necesarias derivadas de la naturaleza de las cosas. De esta forma, todos los seres se comportan según las leyes que proceden de su misma naturaleza. Entonces, puesto que la naturaleza del hombre es racional, sus instituciones provienen de la razón. Por tanto, el origen de la sociedad y el derecho no se encuentra en un contrato social (Hobbes, Locke, Rousseau) sino en la naturaleza misma del hombre. Las leyes son las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas. Toda forma de gobierno requiere separación de poderes, existencia de cuerpos intermedios, descentralización, moralidad de las costumbres y religión. El aristocrático mensaje de “El espíritu de las leyes” fue utilizado por la burguesía y los parlamentos como fuente de inspiración política.

 

Pablo D’Holbach. Pablo Enrique D’Holbach (1723 - 1789) afirma que el hombre es obra de la naturaleza, no siendo posible existir sin ella y de conformidad con su ley. El ser humano ha tratado de envolver la naturaleza con fuerzas que la trascienden. Si renuncia a lo trascendente y se limita a observar los fenómenos de la naturaleza, tal como se presentan a sus sentidos, desaparece el enigma y el hombre recobra su puesto en el sistema natural. Conforme a D’Holbach, todo es materia y movimiento. Lo que se es y se será, las ideas y acciones humanas son efectos necesarios de las leyes que regulan la materia. Por tanto, según D’Holbach, debe renunciarse a todo lo que es trascendental y sobrenatural, a todo aquello que aparte al hombre del mundo natural. En esta perspectiva, D’Holbach considera que el materialismo libera al hombre de las supersticiones y lo encamina hacia la única felicidad, consistente en vivir de acuerdo con la ley natural, aceptando la necesidad que lo liga a la materia.

 

Claudio Helvecio. Claudio Helvecio (1715 – 1771) aplica las tesis materialistas al dominio intelectual. Toda la vida intelectual y moral del hombre se reduce a la sensibilidad y pierde toda diferencia de valor. Afirma Helvecio que la única realidad espiritual es el sentir y a ello se reducen el pensamiento y la voluntad. Todos los actos se reducen al juicio que es sensación de felicidad y al egoísmo. Esta tesis lo lleva a afirmar la omnipotencia de la educación. Dado que las valoraciones intelectuales y morales no dependen de la constitución del hombre, sino que son puramente convencionales y se originan en el exterior, la educación puede orientar al hombre mediante sensaciones oportunas.

 

Juan Jacobo Rousseau. El pensamiento de J. J. Rousseau (1712 - 1778) está construido sobre el esquema del paso del estado natural al estado de sociedad, con el proyecto utópico de un regreso al primero sin abandonar el segundo, lo cual ya sería imposible.

Rousseau sostiene la existencia de un original estado de naturaleza  del hombre. El hombre primitivo (“natural”) vivía en aislamiento; no poseía una sociabilidad natural ni vivía en guerra con otros (contrariamente a tesis de Hobbes). Era el “buen salvaje” con inocencia natural (no hay pecado original), ausencia de moral, bondad innata e igualdad. Pero “esta condición natural es un estado que ya no existe, que quizá nunca ha existido, que probablemente no existirá jamás, pero del cual es necesario tener ideas para juzgar bien acerca de nuestro estado presente” (discurso sobre la desigualdad). El concepto de “naturaleza” es, pues, un “constructo” que sirve como punto de referencia, como concepto directivo.

Se produce así el paso al estado de sociedad, que hace al hombre menos feliz, libre y bueno. Se ataca, pues, la idea del “progreso”. Surge la sociedad lentamente y en sus estadios incipientes es cuando el hombre se siente más feliz. Pero se pierde la libertad y surgen las desigualdades en el momento en que se establece el derecho de propiedad y la autoridad para salvaguardarlo. La sociedad es un engaño; los hombres se unen creyendo defender a los débiles, pero, de hecho, no defienden sino los interese de los más ricos (crítica del liberalismo económico y político). Surgen las diferencias: ricos – pobres, poderosos – débiles, amos – esclavos. No queda sino un reducto incólume: la conciencia; pero es un reducto casi ignorado: el hombre vive más “fuera de sí” que “en sí”, está “alienado”.

Rousseau propugna así un regreso a una sociedad según las exigencias “naturales”. El primer paso es la transformación del individuo mediante la educación. El programa del “Emilio o la educación” se basa en la bondad innata del individuo, la inmersión en la naturaleza, la no transmisión de los prejuicios culturales (conocimientos, moral, religión) y el individualismo. Emilio se educa solo (con su mentor) como el “buen salvaje”, y reproduce la experiencia de Robinson Crusoe (novela de 1719), descubriendo por sí mismo lo mejor de la cultura. Programa educativo, sin duda, utópico, que critica la educación Ilustrada.

Rousseau intenta la procedencia del segundo paso que es la transformación de la sociedad. El programa del “Contrato social” se basa en el establecimiento de “una forma de asociación... mediante la cual cada uno, al unirse a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo, u queda tan libre como antes”. Se trata de una nueva forma de contrato social que devuelve al hombre a su estado natural, sin dejar de pertenecer a una comunidad. No es un contrato entre individuos (Hobbes), ni de los individuos con un gobernante (Locke); es un pacto de la comunidad con el individuo, y a la inversa. “Cada asociado se une a todos y no se une a nadie en particular”. Este pacto crea la “voluntad general”, que no es arbitraria ni se confunde con la suma de las voluntades (egoístas) de los particulares. Surge así la soberanía; el soberano es la voluntad general, la cual es inalienable (no se delega; el gobierno no es sino un ejecutor de la ley que emana de la voluntad general, y puede ser siempre sustituido) e indivisible (no hay separación de poderes, contra Locke y Montesquieu). De este modo, Rousseau tiende a establecer la soberanía popular y la libertad individual. Porque, al hacer el contrato con la comunidad, “cada individuo contrata, por así decirlo, consigo mismo”, y al obedecer a la voluntad general “no obedece más que a sí mismo”.

 

Roberto Jacobo Turgot. La idea de progreso aparece como tema constante en los Ilustrados, pero especialmente en el filósofo francés Roberto Turgot (1727 - 1781), ya que fue él quien desarrolló la idea de progreso. En un discurso pronunciado en 1750 y en su “Discurso sobre la historia Universal”, trató de demostrar que el adelanto del hombre en el conocimiento de la naturaleza iba acompañado de una emancipación gradual de su mente respecto de los conceptos antropomórficos. En su opinión ese proceso pasaba por tres etapas. Primero, el hombre suponía que los fenómenos naturales eran producidos por seres inteligentes, invisibles pero parecidos entre sí. Después, los hombres empezaron a explicar esos fenómenos con expresiones abstractas, tales como esencia y facultad. Por último, observando la acción recíproca mecánica de los cuerpos, formularon hipótesis que podían desarrollarse matemáticamente y ser comprobadas por la experiencia.

De esta forma, Turgot postula que la historia es una marcha progresiva de la humanidad, que por lo demás entiende realizada en la Europa moderna. En esta línea, Turgot y su discípulo Condorcet esperaban el día en que el sol brillaría “sobre una tierra donde sólo hubiera hombres libres, sin más amo que la razón, pues los tiranos y esclavos, los sacerdotes y sus estúpidas o hipócritas herramientas habrán desaparecido”.

Turgot sostenía que en la medida que “la mente humana es esclarecida... los modales se suavizan y las naciones aisladas se aproximan a la unión. Por último los lazos comerciales y políticos unen todas las partes del globo, y toda la raza humana... avanza lentamente hacia una mayor perfección... ¡Al fin todas las sombras se disipan, y cuánta luz brilla por doquier! ¡Qué huestes de grandes hombres en cada esfera! ¡Qué perfección de la razón humana!”. El progreso transformador resultaba pues un proceso indefinido e incontenible. Dirá asimismo que el progreso en la historia no es un movimiento simple sino complejo y dado por la interacción entre ambición, codicia y violencia. Con todo, Turgot cifraría en el progreso técnico la posibilidad de liberar al hombre de la miseria. Afirmó asimismo Turgot que el cristianismo es una religión natural, siendo valorado con independencia de su dimensión de fe. El cristianismo es un paso importante en el proceso secular hacia la libertad, la riqueza y la felicidad consecuente.

 

María Juan Antonio Condorcet. También María Juan Antonio Condorcet  (1743 - 1794) proclama la idea de progreso propia de la Ilustración. Por tanto, Condorcet afirma que la perfectibilidad humana es indefinida y que ésta conducirá a la  sabiduría y a la riqueza y, por tanto, a la felicidad. Creyó Condorcet que, con el progreso, dejarían de existir las guerras, el sufrimiento físico, la pobreza y las frustraciones. Asimismo, el marqués Condorcet advierte que la religión divide a los hombres y previene sobre el exceso demográfico ya que puede quebrantar el índice de riquezas.

Condorcet esbozó el progreso humano a través de las edades y concibió la posibilidad de una ciencia que pudiera prever los progresos futuros de la humanidad y, por lo tanto, acelerarlos y dirigirlos. Para formular leyes que permitan a los hombres prever lo futuro, la historia debe dejar de ser historia de individuos y convertirse en historia de las masas humanas. Cuando se haya realizado este cambio, será posible la predicción de lo futuro, a base del conocimiento de leyes necesarias e invariables. Considera Condorcet que no hay  razones para creer que no haya leyes que rigen los asuntos humanos. La mayor parte de esas leyes son aún desconocidas, pero sobre la base de la observación histórica puede afirmarse que el progreso es inevitable e ininterrumpido, y que depende de la sucesión de las explicaciones antropomórficas, metafísicas y científicas de los fenómenos naturales. Sentenció Condorcet: “Llegará el momento en que el sol resplandecerá únicamente sobre hombres libres que no conocerán otro maestro que su razón”.

 

Francoise Marie Arouet. Con Francoise Marie Arouet (1694 – 1778), quien en 1718 tomó el nombre de Voltaire, los puntos de vista de la Ilustración alcanzan un equilibrio. Voltaire está convencido de la violenta oposición entre el punto al que la filosofía ha llevado al espíritu humano y el modo de pensar y vivir de la mayoría de los hombres. Su aspiración es eliminar esta oposición, subir la vida entera del hombre al nivel de la filosofía, liberarla de prejuicios y de la tradición. No considera posible llegar a este resultado mediante una modificación intrínseca de la naturaleza humana, a través de un efectivo progreso interior. El hombre es sustancialmente inmutable; es y será siempre lo que es. Por tanto, sólo se puede contar con las luces de la razón, únicas capaces de quitar el egoísmo y el carácter nocivo a las pasiones ineliminables del hombre, de modo de que el hombre sea útil a sí mismo y a la comunidad. Esta es la función de la “filosofía de las luces”.

Entiende así que el amor propio y el egoísmo son condiciones de la vida social. La preocupación del porvenir, la necesidad de actuar, el tedio que acompaña la inacción, no son defectos del hombre. Son más bien las cualidades positivas que lo impulsan a actuar, a mejorar su posición en el mundo. Proclama pues la utilidad de la filosofía ya que, en cuanto comprensión de la diversidad de creencias y de las actitudes del espíritu humano, es esencialmente tolerante, benigna, inculca indulgencia y destruye la discordia y es, en este aspecto, afín a la religión, que es tolerante cuando no degenera en superstición.

Voltaire afirma que la razón no se reconoce en la historia. Niega por tanto que exista un designio providencial en la historia humana y no hay en ella un desarrollo único y constante, razón por la que no hay continuidad de la historia. En la historia no actúan más que las pasiones humanas que en cada época se manifiestan de un modo particular. Expresa Voltaire: “Los tiempos pasados son como si no hubieran sido jamás. Hay que partir siempre del punto donde se está y el punto a que han llegado las naciones”. En definitiva, la meta de la historia no es el futuro sino el presente.

Voltaire se niega así a construir hipótesis metafísicas y se atiene a los datos de la experiencia y a su formulación matemática. De esta forma, de la naturaleza no se conoce más que su orden, esto es, su conformidad a las leyes por la cual es como un gigantesco mecanismo, un reloj perfecto. Pero el reloj supone un relojero y, por consiguiente, el orden natural lleva a reconocer la existencia de Dios, que limita su acción al orden natural. Es posible que, en formas inaccesibles a nuestro intelecto, Dios premie o castigue nuestras acciones pero, como quiera que sea, es bueno que esta creencia exista y se difunda. Afirma Voltaire: “Si Dios no existiera habría que inventarlo. Pero la naturaleza entera nos grita que existe”. Así, el orden del mundo nos demuestra la existencia de Dios.

No obstante, ninguna providencia regula el bien y mal de las acciones humanas. Sólo la buena voluntad puede mejorar la suerte humana. Francoise Maria Arouet dudó positivamente de la inmortalidad del alma y admitió la posibilidad de que sea la materia la que piensa, razón por la que proyectó el deísmo. Sentenciará Voltaire que todas las religiones son un producto histórico, que todas ellas no son más que un instrumento de explotación ideado por bribones para despojar a las masas incultas por cuanto esa actividad mental son manifestaciones primitivas que condenaban a la ruina al impedir a la mente llegar a su madurez. Sostiene Voltaire que el primer teólogo fue el primer bribón que encontró al primer tonto. Sin más, Voltaire se consideraba el jefe de una cruzada contra el cristianismo, al que combatía bajo la divisa “écrasez l’infame”, significando por “l’infame” a la superstición, o sea, a la religión considerada como expresión de atraso y barbarismo en la vida humana. Afirmando la razón radical proclamará por tanto: “Toda historia es historia moderna”.

Afirma Voltaire que la humanidad progresa, no de modo mecánico ni porque exista una fuerza superior, sino por el esfuerzo continuado de generaciones de hombres. En este sentido, el progreso depende de la capacidad científica del hombre, esto es, de su “ilustración”, surgiendo ésta en forma elevación del nivel moral, de paz y riqueza. Finalmente Voltaire proclama: “Podemos creer que la razón y la industria progresarán cada vez más, que las artes útiles mejorarán, que entre los males que han afligido a los hombres, los prejuicios, que no son su menor flagelo, desaparecerán gradualmente entre todos los que gobiernan las naciones”. Sin embargo, “Cándido”, el protagonista de una de sus obras, afirma: “¡Oh, Dios mío!… Soy el hombre más bueno del mundo y ya he matado a tres hombres, y de los tres, dos son sacerdotes”. 

 

Julián Offray de Lamettrie. Julián Offray de Lamettrie (1709 – 1751) desarrolló una filosofía del “hombre – máquina”, donde su ética no es sino el goce sensible. En sus obras “El arte de gozar” y “La Venus metafísica” de 1751, exalta radicalmente los goces de la mesa y el placer sexual. Puesto que la máquina no es libre, el arrepentimiento, que no hace sino turbar el goce, no tiene sentido. Los criminales no son malos, sino enfermos que han de ser tratados no por sacerdotes, sino por médicos. Tampoco existe Dios por cuanto no hay sustancia espiritual. El mundo no será feliz hasta que haya desaparecido enteramente la idea de Dios.

 

Cristian Wolff. Cristian Wolff (1679 - 1754) negó el libre albedrío, abandonó la doctrina del inconciente y abandonó la teoría de las mónadas animadas, enseñando acerca de átomos inanimados para la física y almas para el mundo del espíritu. Aún más, abandonó el principio de causalidad y exaltó la contradicción. No obstante, en tanto Leibniz quería desterrar totalmente de la física la finalidad, Wolff la ensalzó considerando que Dios se interesa por todas las criaturas y señaladamente por el hombre.

 

Gotthold Lessing. Gotthold Ephraim Lessing (1729 – 1789), desarrolla la noción de “autorreflexión” (“Selbstdenken”) como fundamento de una desafiante independencia humana y sostiene un repudio manifiesto a toda verdad absoluta en nombre de las verdades múltiples. Asimismo, Lessing ve en el proceso de la “Educación del género humano” (1780), el lento desarrollo de una religión revelada hacia una religión de razón, proceso en que se distinguen tres etapas. La primera etapa corresponde a la de los niños pues, tal como éstos son educados por la autoridad de los padres, así la humanidad, en su niñez, fue educada por el riguroso Yahveh. La segunda etapa corresponde a la juventud, donde no se necesita ya el duro látigo sino que es dirigida por los ideales del honor y el bienestar. Sobreviene así la tercera etapa, la edad viril en que el hombre aprende a pasar más allá de estas ayudas iniciales de la revelación y pasa a orientarse única y exclusivamente por su razón. La misma inmortalidad del alma la puede intuir por su razón y no necesita ya de revelación alguna. Los misterios del cristianismo pueden resolverse en verdades de razón. El hombre no mira ya en sus acciones al premio o castigo, sino que obra el bien y evita el mal en virtud de su razón. Lessing ve en sus “Diálogos de francmasones” (1778), el imperio de la pura religión racional realizado en la francmasonería que, como iglesia invisible, fomenta la pura humanidad.

 

Religiosidad Ilustrada. Las doctrinas religiosas de la Ilustración fueron el racionalismo sobrenatural, el deísmo, el escepticismo religioso y el ateísmo. Los racionalistas sobrenaturales (Joseph Glanwill y John Locke) sostuvieron que la religión debe descansar sobre el razonamiento, pero no debe someterse por entero a la experiencia objetiva. Se mostraban dispuestos a creer en revelaciones  y milagros en la medida en que tales nociones no contradijeran la razón. Afirmaron que las enseñanzas sustanciales del cristianismo concordaban en todo con los criterios de la racionalidad.

El deísmo, que se diferencia del teísmo, del panteísmo, del pantenteísmo y que sólo piensa a Dios como primera causa del mundo, fue sostenido por Herbert de Cherbury (1583 – 1648) con su obra “De veritate” (1624). Pero además, no satisfecho con reprobar los elementos irracionales de la religión, denunció toda forma de fe organizada, incluyendo en ello al cristianismo. Consideró que todas las religiones eran instrumentos de explotación, ideadas por ladinos bribones para proceder al despojo de las masas incultas. Según lo había expresado Voltaire, “el primer teólogo fue el primer bribón que encontró el primer tonto”. No obstante, no todos los deístas eran disolventes; querían edificar en su lugar una religión mucho más simple y natural. Los preceptos de la nueva religión eran la existencia de un Dios creador que establece las leyes que deben regirlo; que Dios no interviene en los asuntos terrenales de los hombres; que las oraciones, sacramentos y ritos eran inútiles; que el ser humano ha sido dotado de libre albedrío y no existe predestinación. Los deístas descartaron todo lo que no concordara con sus ideas acerca de una religión “natural”.

A medida que la Ilustración se adentraba en la interpretación mecanicista y materialista del universo, surgieron quienes consideraron débil y pueril el deísmo. En la física newtoniana nada hacía presumir la necesidad de un Creador, salvo la implícita idea que alguien tuvo que dotar de movimiento la maquinaria del universo. Tal como Piere Bayle, Holbach  opinaba que podría concebirse a existencia de una causa primera sólo en el caso que la materia fuese pasiva, pero como ésta estaba en constante movimiento, no había necesidad de ningún ser divino como creador original. Por extensión, se negó a admitir la existencia de Dios como autor de leyes éticas. El comportamiento humano estaba condicionado por su medio y sus necesidades de animal complejo, no teniendo nada que ver la conciencia y la revelación divina.

La Ilustración o “Aufklärung” no se trataba pues de una mera revolución contra el poder de la religión constituida, sino contra la religión en cuanto tal. La cruzada en pro de la razón se convirtió en una verdadera “guerra santa”. Martín Buber apreció: “La época de la Ilustración y la que le siguió arrebataron progresivamente a la escatología religiosa su esfera de acción; en el transcurso de diez generaciones se hizo cada vez más difícil para el hombre creer que en un momento futuro un acto divino redimirá al mundo humano”. Además, al perderse la significación del mundo de inspiración divina surgió una nueva autoafirmación humana colectiva que se tradujo en el abandono de una actitud pasiva, contemplativa y respetuosa de la autoridad del pasado.

En 1799, en documento de la Sección de Picas de París redactado por uno de sus miembros, el Marqués de Sade, se proclama: “El reino de la filosofía acaba de aniquilar por fin al de la impostura; por fin el hombre se ilumina, y destruyendo con una mano los frívolos juguetes de una religión absurda, levanta con la otra un altar a la divinidad más cara a su corazón. La razón reemplaza a María en nuestros templos, y el incienso que ardía en la falda de una adúltera, sólo se encenderá a los pies de la Diosa que rompió nuestras cadenas… Este paso rápido es obra de nuestras costumbres republicanas… El camino está trazado, recorrámoslo con paso firme, y sobre todo, seamos consecuentes, enviando a la cortesana de Galilea a reponerse del trabajo que tuvo para hacernos creer, durante dieciocho siglos, que una mujer puede parir sin dejar de ser virgen. Demos asueto también a todos sus acólitos… esos seres inútiles, llamados sacerdotes en el templo y monarcas en el trono… Adoremos las virtudes… que el símbolo de una virtud moral sea colocado en cada iglesia, sobre el mismo altar sobre el que se ofrecían votos inútiles a fantasmas… que nos haga pasar de la idolatría a la sabiduría… Entonces la prosperidad general, resultado seguro de la felicidad del individuo, se extenderá a las regiones más alejadas del universo, y por todas partes la hidra espantosa de la superstición ultramontana, perseguida a la vez por las llamas de la Razón y la Virtud, no teniendo otro refugio que las guaridas repugnantes de la aristocracia moribunda, irá a morir cerca de ella, de la desesperación de sentir que por fin la filosofía triunfa sobre la tierra”.

 

William Blake. William Blake (1757 – 1827), poeta inglés que actuará como precursor del romanticismo, proclamó: “Tú eres un hombre. Dios ya no existe. A tu propia humanidad aprende a adorar”. Agregará William Blake: “Dios atormentará al hombre durante toda la eternidad porque está sometido a su energía... La energía es la única, y es del cuerpo, y la razón es el límite o circunferencia que envuelve a la energía. La energía es delicia eterna". Simultáneamente, Blake opondrá la sensualidad al primado de la razón. Sosteniendo que “nada avanza sino es mediante los contrarios”, Blake será pregonero de la fuerza demoníaca de la creación, defensor de la sabiduría de lo infinito, la divinidad del cuerpo y los placeres sensuales, condenando incluso la ley moral en nombre de la misma sensualidad. Afirmará por consiguiente que “la senda del exceso lleva al palacio de la sabiduría”. Blake también creará paisajes míticos y simbólicos donde las imágenes manifiestan un mundo interior donde la mitología y la religión son una constante mística que no conocen Dios ni verdad. La ciencia aparece en la profecía de W. Blake: “Urtona se levanta de las paredes ruinosas. Con toda su fuerza antigua, para formar el arnés de oro de la ciencia. Para la guerra intelectual. La guerra de as espadas se retiró ahora, las oscuras religiones se han retirado y la dulce ciencia reina”.

 

Promesa Ilustrada. En definitiva, la consecuencia histórica de este proceso metafísico fue radical. Considerado en su conjunto, el movimiento de la Ilustración forjó la idea y promesa de que, descartada o anulada la idea de Dios, pero contando el hombre con su razón absoluta, éste llegaría a ser sabio, rico, moralmente superior, iba a vivir en paz perpetua, en estado de progreso indefinido y, por tanto, éste sería eternamente feliz en la tierra. Sin embargo, la realidad acreditó que semejante promesa no sólo no se materializó sino que, por el contrario, gestó dramáticas y aún sangrientas situaciones. Así, si bien la ideación Ilustrada inspiró en un momento un gran optimismo, el incumplimiento de su promesa derivó en un radical, decisivo y creciente pesimismo. 

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