MÉTODO DE INTELECCIÓN ESTRATÉGICA - Relación Creencia, Cultura y Sociedad

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2005

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SEGUNDA PARTE

MÉTODO  DE  INTELECCION  ESTRATEGICA

 

Capítulo III

Categorías de Intelección

A.- Dimensiones de intelección

El pensar metafísico posee una estructura que evidencia su impacto trascendental en la vida humana y, a la vez, define niveles vitales de intelección de la realidad humana. Sólo su consideración compleja y completa permite una aproximación sustantiva a la realidad de las cosas. Sin más, el pensar metafísico está compuesto por una dimensión teológica, una dimensión filosófica, una dimensión ideológica y una dimensión político formal.

 

Dimensión teológica. La dimensión teológica corresponde a la racionalización sistemática del orden religioso de la existencia humana. La definición de esta dimensión implica resolver el dilema de los supuestos necesarios en tanto principios primeros y optar por uno de ellos como causa de toda la realidad, procediendo a asumir la totalidad de las consecuencias lógicas que de ello derivan. Cualquiera sea la opción asumida, la dimensión teológica del pensar metafísico opera de hecho como principio primero a partir del cual se concibe el orden racional de todas las cosas.

Se considera que la religión es la forma más alta de la inteligencia humana, que es la mayor fuerza cohesiva  de la cultura y que constituye la “clave de bóveda” de toda gran civilización. Ello hasta el punto que, cuando una sociedad pierde su religión, tarde o temprano pierde su cultura.

De hecho, con precisión se indica: “La clave del declinar del espíritu está en la religión”. En este sentido, Oswald Spengler advierte: “Una religión es lo que es el alma de los creyentes”. Además, en “Confesiones de un Revolucionario”, Proudhom sentencia: “Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas, tropezamos siempre con la teología”. Se precisa al efecto: “El desarrollo de las fuerzas productivas no es el motor de la historia. Tampoco lo es la política ni ningún otro fenómeno social. La raíz está en la religión… en la prosecución de la eternidad. La política, el poder, la economía y las leyes sólo son medios de la religión”. J. J. Rousseau reconocía: “La guerra política era también teológica”. Sören Kierkegaard dirá: Lo que tenía rostro político, se desenmascarará, un día, como movimiento religioso”.

J. W. von Goethe explica: “El tema más esencial y profundo de la historia del mundo y de la humanidad, y al que todos los demás quedan subordinados, es el conflicto entre escepticismo y fe”. En definitiva, Clarence Finlayson señala: “El problema de Dios desempeña una función fundamental en la historia del hombre. Según sean las distintas concepciones que sobre la divinidad han tenido los humanos serán también distintos los tipos de cultura engendrados, los perfiles de las épocas, el espíritu y la ley que norma la estructura de las sociedades”.

Dimensión filosófica. La dimensión filosófica corresponde a la racionalización sistemática de los principios que derivan del supuesto necesario o principio primero de todas las cosas. Las categorías filosóficas son proyectadas como principio de la realidad y rigen el conjunto de la vida humana. La dimensión filosófica del pensar metafísico es consecuencia directa y necesaria de lo establecido en la dimensión teológica.

 

Dimensión ideológica. La dimensión ideológica corresponde a la racionalización sistemática de las ideas y valores que resultan lógicamente del principio primero y de los principios derivados de éste. La dimensión ideológica del pensar metafísico es consecuencia directa y necesaria de la integración de lo establecido tanto en la dimensión teológica como en la filosófica.

 

Dimensión político – formal. La dimensión político formal corresponde a la aplicación social concreta de las racionalizaciones sistematizadas, integradas y realizadas en el orden teológico, filosófico e ideológico. En la dimensión político formal se materializan, expresan y resuelven concretamente las categorías metafísicas del orden teológica, filosófico e ideológico.

En consecuencia, la explicación racional de los actos humanos concretados en el orden social y político, encuentran su fundamento en las razones  y motivos propios de las dimensiones teológica, filosófica e ideológica. Así, la razón política encuentra su causa directa en una razón ideológica, su fundamento en una razón filosófica y su origen en una razón teológica. Es por esta estructura del pensar metafísico que históricamente se considera que tras todo problema político, en el fondo, no subyace sino un profundo dilema religioso.

De esta forma, el proceso de intelección de la realidad, para ser coherente y consistente y aspirar a constituir un saber superior al cual tiende por naturaleza, exige considerar de modo sistemático, completo e integrado al conjunto de las dimensiones del pensar metafísico. El saber teológico se convierte en fundamento del saber filosófico, éste en base del saber ideológico y, a su vez, éste en causa del saber político. Así entonces, el conocimiento y entendimiento cabal de lo político sólo se logra mediante un conocimiento y entendimiento suficiente de lo ideológico, filosófico y teológico que lo constituye.

 

B.- Factores de intelección

Comprendiendo al ser humano como unidad sustancial de cuerpo y espíritu, al tiempo como duración de las cosas sujetas a mudanza y al espacio como continente que ocupan los objetos sensibles que coexisten, se entiende que el ser humano es un sujeto concreto dado en tiempo y espacio determinado. En consecuencia, en toda operación humana necesariamente intervienen tres factores fundamentales: Hombre, Tiempo y Espacio. Precisamente, la historia está constituida por las realizaciones humanas dadas en tiempo y espacio determinados.

Por lo tanto, al ser constante su naturaleza pero variable su manifestación contingente, las realizaciones de los seres humanos están referidas al entendimiento humano forjado en tiempo y espacio. De hecho, la conformación del entendimiento deriva de la creencia que de modo dominante informa y configura el sistema cultural que se expresa en ese tiempo y ese espacio determinado. Efectivamente, el entendimiento opera como una expresión histórica fundamental ya que su configuración es mediada por las categorías metafísicas que constituyen la creencia principal y que definen la cultura socialmente imperante en ese tiempo y espacio particular. En este sentido, la naturaleza del sistema de creencia predominante confiere carácter a la época que configura. 

En razón de lo anterior, todo proceso de comprensión de la realidad histórica debe utilizar, como referencia principal, la creencia dominante pues éste es el factor clave que constituye la cultura, forma el entendimiento y orienta el comportamiento humano en tiempo y espacio. Una constatación efectiva de la realidad histórica debe considerar de modo riguroso las categorías culturales que rigen la vida de los sistemas sociales sometidos a estudio, ya que, por sí mismas revelan tanto la manera de pensar como la de sentir de los hombres en tiempo y espacio determinado. De hecho, éstas dan cuenta de su ánimo y actitud general ante la vida.

Si bien Benedetto Croce considera que “el pasado siempre es mirado e interrogado desde fuera, desde otro tiempo, con preguntas que seguramente no son las de la época, desde universos culturales o experiencias colectivas diferentes” y éste no es sino “un ejercicio de anacronía y hay que conformarse con esta realidad... puesto que sólo puede aspirarse a la historiografía como reproducción”, es vital realizar el esfuerzo de conocer y entender los principios y valores que en tiempo y espacio sostienen un determinado sistema social. Jamás se debe renunciar a la tarea de intelección significativa y profunda de la realidad a fin de establecer en la mejor y mayor medida posible “el alma de una época” o las “atmósferas culturales o climas vitales” que experimentaban los hombres en un tiempo y espacio determinado y que permiten explicar racionalmente sus acciones.  Ernst Jünger (1895 – 1998) enseña: “Antes de poder actuar sobre un proceso es preciso haberlo comprendido”.

 

C.- Fenómeno histórico – cultural

En esta perspectiva, es relevante considerar que las realidades históricas no acaecen en abstracto y que, obviamente, no constituyen instancias vacías, inintencionales, intemporales e inespaciales. Todo acaecer histórico corresponde a una realidad concreta, con un contenido, un significado, un valor y un sentido particular dado en tiempo y espacio pues el acto humano es expresión del canon o norma de lo real (anthropos métron) correspondiente a su tiempo y espacio. En este sentido, el hacer humano de una época histórica no es otra cosa que la historia de esa misma época.

En definitiva, la acción humana, sea ésta individual o colectiva, tiene su base de significación en la cultura de su tiempo y su espacio. Históricamente los actos humanos son formalmente los mismos pero su contenido, significado, valor y sentido se modifica durante el transcurso del tiempo en tanto se suceden las categorías metafísicas que constituyen sus categorías culturales y rigen la vida cotidiana de los seres humanos en un determinado espacio del mundo. Por lo tanto, si el comportamiento humano es inspirado por las categorías metafísicas cultivadas en tiempo y espacio, las acciones de los hombres deben ser apreciadas conforme al contenido reconocido, significado asignado, valor imputado y sentido atribuido por los sistemas sociales en un  tiempo y lugar determinado. Ello por cuanto el contenido, significado, valor y sentido conferido a la acción es indisociable del entendimiento estructurado en un determinado momento y lugar de la existencia humana.

Asumiendo una naturaleza humana no mutable y común a todos los hombres, las acciones realizadas por éstos es producto de la racionalización de la realidad efectuada por los seres humanos en tiempo y espacio determinado. La racionalidad de la acción queda definida por el cruce, en tiempo y espacio, entre la racionalidad metafísica y la lógica de la situación. Precisamente, el ser humano realiza el acto de concebir, discernir, valorar, deliberar, decidir y ejecutar en virtud de lo que históricamente tiene conciencia. La ejecución del acto humano está referida a la conformidad o inconformidad con lo que iluminaba, inspiraba y guiaba la conciencia humana, dimensionada en tiempo y espacio.

Entonces, el hombre actúa como piensa y siente; vive de acuerdo a ese pensamiento y sentimiento. Si en la historia se realiza la cultura y ésta no es sino lo que se cultiva, en la historia se realiza lo que se cree y se vive como se concibe y valora la realidad. La historia es, por tanto, cultura realizada durante el transcurso del tiempo en distintos espacios del mundo. La historia y la cultura son vida humana realizada, esto es, principios y valores encarnados en la acción humana. Para efectos del proceso de intelección de la realidad histórica del hombre, siempre debe considerarse que la posibilidad de entender la compleja y tantas veces dramática realidad del mundo, depende de la capacidad de aprehender y comprender profundamente lo conocido y sistematizado por los seres humanos en tiempo y espacio determinado.

En términos intelectivos rigurosos, es decir, más allá del actual y personal juicio moral del intelector respecto de ciertos acontecimientos históricos, la validez y legitimidad analítica de una determinada realidad debe ser entendida en relación al tiempo y espacio específicos en que sus categorías se formulan y manifiestan. Las mismas mediaciones constituidas por teorías, conceptos, categorías o modelos y las predisposiciones o ele­mentos que subyacen en el modo de pensar y hacer, y de los cuales no siempre se es consciente, como son los paradigmas y las cosmovisiones, deben ser apreciados según su naturaleza y referidos al momento y lugar en que tienen influencia.

 

D.- Flujo Histórico – Cultural

La historia humana se presenta como un proceso regido por la impronta del proceso de hominización del hombre, esto es, por la instancia en que éste toma conciencia de su condición espiritual, racional y libre. Es a partir de allí que se produce la “mutación histórica de conceptos”, es decir, el proceso de “metamorfosis de las ideas” que cambian las condiciones de vida del hombre y transforman dinámicamente en el curso de la historia.

Este proceso genera un flujo histórico mayor, configurado por la realización, comunicación y proyección de lo esencial de cada cosmovisión desarrollada a lo largo del tiempo en los diversos lugares del orbe. En el tiempo, las diversas expresiones culturales y civilizacionales entran en contacto directo o indirecto, manifiesto o sutil, procediendo a transmitir contenidos sustantivos que son integrados a otros procesos culturales, logrando así una trascendencia histórica fundamental. Es de esta forma como los principios trascienden, van más allá de su propio tiempo, procediendo a constituir e iluminar realidades humanas posteriores.

De esta forma, las etapas históricas se traslapan y permiten el fluir de las experiencias humanas que constituyen la historia. Es ese flujo el que constituye el movimiento en y de la historia. Las contradicciones y rupturas que se producen en su curso no son sino elementos de su dinámica; éstas no interrumpen el flujo sino que lo activan y promueven.

La figura que cabe considerar para comprender la idea de flujo histórico es la forma en que se instalan las tejas del techo de una casa. Si éstas fuesen dispuestas de tope, y lloviera, el agua filtraría y no escurriría. Es por eso que las tejas se traslapan, significando que una se monta sobre la otra, estableciendo una zona de contacto que en definitiva permite el fluir del agua. Si las culturas fuesen tejas no relacionadas entre sí, cumplirían su ciclo de vida pero no se comunicarían ni transmitirían contenidos fundamentales. Pero en tanto las culturas, como las tejas, se traslapan, comunican contenidos vitales, sostienen un proceso de evolución fundamental y permiten el fluir de la historia.

En el campo de la historia de las ideas, este flujo es subsistente. Existe pues una singular analogía entre las ideas y aquellos cursos de agua que de pronto parecen evaporarse, haciéndose invisibles pero, en realidad, sólo se han sumergido y reaparecen a decenas de kilómetros, como aguas purificadas que brotan de un manantial. Tal como las aguas, las categorías metafísicas esenciales subsisten y, como las corrientes que se creían desaparecidas para siempre, reaparecen, configurando un proceso de adaptación, maduración y continuidad histórica fundamental.

De esta forma, Gustav Le Bon postula en términos ejemplares: “La cultura griega durante las épocas próximas al tiempo de Pericles representaba la aportación de varias civilizaciones, fundidas en una sola. Fue, pues, en Asia y en el norte de África, y no en Grecia, donde la civilización griega tuvo su origen”.

 

E.- Dimensiones de Intelección Histórico – Cultural

En virtud de lo expuesto, el fenómeno histórico – cultural queda configurado por lo que resulta de la materialización o concreción física de los principios metafísicos que imperan en términos de sociedad durante un tiempo determinado. Sin embargo, cabe consignar que esa particular manifestación fenomenológica no es original, autónoma ni de generación espontánea por cuanto ésta es consecuencia del proceso histórico – cultural que lo constituye.

Así, el proceso histórico – cultural corresponde a la sucesión de contenidos, significados, valores y sentidos  metafísicos esenciales que van confiriendo naturaleza, carácter y sentido a las realizaciones humanas concretadas en determinados espacios al transcurrir el tiempo. Este se expresa o realiza integral y orgánicamente en las dimensiones del acontecimiento histórico – cultural, del contexto histórico – cultural y del devenir histórico – cultural.

 

Acontecimiento histórico – cultural. Los acontecimientos histórico – culturales corresponden a acciones humanas significativas que poseen una entidad definida por un contenido metafísico particular y realización temporal concreta, que produce sus efectos en un espacio determinado y dentro de un tiempo secular o siglo específico.

Los acontecimientos histórico – culturales no son fenómenos que se reduzcan a su mera experiencia factual, vale decir, no se agotan en sí mismos. Si bien cada acontecimiento constituye un hecho en sí y presenta toda la fenomenología que le es propia, su significación profunda excede su realización contingente en tanto se le entiende como expresión de un contexto que, a su vez, es manifestación del devenir que lo constituye. Es por esta causa que la mayoría de los problemas no pueden entenderse de modo significativo ni resolverse realmente en el nivel formal en que vienen planteados.

La comprensión cabal de un acontecimiento histórico – cultural depende de la capacidad que se posea para identificar el contenido metafísico del contexto y del devenir del cual forma parte y es expresión. Esta alcanza su mayor profundidad posible en tanto el acontecimiento es comprendido como manifestación de un determinado contexto histórico – cultural y, a su vez, a éste, cual concreción de una  determinada etapa del devenir histórico – cultural.

 

Contexto histórico – cultural. El contexto histórico – cultural corresponde a la realidad constituida por el imperio de un determinado contenido metafísico en un tiempo secular o siglo determinado y que condiciona y orienta los acontecimientos que tienen lugar durante su vigencia en un espacio determinado.

El contexto histórico – cultural corresponde a la realidad trascendental que constituye la naturaleza y carácter de un siglo.  La realidad de cada siglo es constituida por las realidades de los siglos que le anteceden, de modo que la realidad secular no es de generación espontánea ni autónoma, sino el producto del transcurso complejo y profundo de la experiencia de los siglos que han sucedido con anterioridad.

Aún más, el contexto histórico – cultural es un medio en cuanto plasma ese contenido fundamental en la realidad de ese tiempo y también en cuanto agrega sus propias categorías al flujo de la historia. La clave para comprender cabalmente la realidad de un siglo depende de aprehender y comprender el proceso del devenir secular que le antecede y del cual es producto y expresión. Oscar Wilde indica: “Para comprender el siglo… es preciso comprender todos los siglos que le precedieron y que contribuyeron a su formación”. En esta perspectiva, Clarence Finlayson previene: “Uno de los rasgos más sobresalientes que caracterizan al hombre moderno es la ignorancia en que permanece respecto de su época”

 

Devenir histórico – cultural. El devenir histórico – cultural corresponde a un contenido, significado y sentido metafísico que plasma una tendencia derivada del complejo proceso de conjunción de creencias y experiencias sociales desarrolladas en el  transcurso de los siglos y que engloba, encuadra y orienta tanto los contextos seculares como los acontecimientos que en éstos tienen lugar en un espacio determinado.

El devenir histórico – cultural es una síntesis metafísica sustantiva y vital que reúne la experiencia total de la vida humana de un campo cultural y civilizatorio determinado, razón por la que opera como fuerza constituyente del sentido de la realidad del presente y del futuro. El devenir es la expresión de aquella realización humana que ha acaecido pero que, al mismo tiempo, es y será.

El devenir es aquel proceso del pensar y sentir humano que en el tiempo, como los ríos, se dirigen al mar y en este proceso va arrastrando el sedimento de las verdades eternas de las montañas, y con ello va formado los terrenos de aluvión que, cuando sobreviene la crecida, ésta barre la capa externa y la corriente se enturbia, pero sedimentado queda el limo que enriquece, fecunda y acrecienta el campo.

De esta forma, el devenir porta y expresa el “legado de los siglos” que informa tanto el contexto como el acontecimiento histórico – cultural presente y, por su intermedio, se proyecta al tiempo por venir, al porvenir. El devenir da curso a las “continuidades subterráneas” y se manifiesta como “memoria involuntaria” o “inconsciente colectivo” histórico que va constituyendo totalidades culturales y tejiendo la trama histórica que imprime carácter a lo contemporáneo y sienta las bases del futuro. El devenir histórico – cultural alude al “pasado inmemorial” o pasado que está “in – memoriam”, esto es, que está en la memoria actual y que, al constituir sustrato del presente, consciente o inconscientemente se convierte en referente para las categorías de pensamiento y patrones de conducta actuales y futuras. Es precisamente a través de esta memoria que el pasado posee una presencia en el hoy y, probablemente, en el mañana.

En consecuencia, siendo el devenir metafísico el sustrato de la realidad, constituye una instancia de información y configuración de los escenarios futuro, siendo pues vital su consideración en la comprensión prospectiva  o intención predictiva de la realidad.

Friedrich Nietzsche indica: “El devenir arrastra tras de sí todo el pasado”. De esta forma, Gustav Le Bon indica: “Del alma de los muertos está formada el alma de los vivos. Los que desaparecieron reposan en realidad, no en los cementerios, sino en nosotros mismos. Cada ser que sale a la luz tiene tras sí muchos siglos de existencia y estará para siempre influido por su pasado… El estado presente de un pueblo está determinado por la sucesión de sus estados anteriores. El presente sale del pasado como la flor de la semilla”. Entonces se debe “considerar el estado presente del universo como efecto de su estado anterior y causa del que seguirá”. De allí que se enseñe que “el pasado está henchido de futuro”. El emperador romano Marco Aurelio advertía al efecto: “Todo lo que existe es como la simiente de lo que ha de venir”. Friedrich Schiller estableció así como verdad metafísica: “En el día de hoy vive ya el mañana… el mañana está presente en el día de hoy”. Oswald Spengler señala al respecto: “Las fuerzas motrices del futuro no son otras que las del pasado... La magna tarea del historiador es comprender los hechos de su tiempo y, partiendo de ellos, presentir, interpretar y diseñar el futuro que ha de advenir, lo queramos o no”. Clarence Finlayson evidencia el impacto actual del pasado: “El pretérito queda en la sombra como umbral vivencial… El pasado gravita con su enorme peso en la vida de cada hombre, en la existencia de cada pueblo”. Por ende, Confucio enseñaba: “Estudia el pasado si quieres pronosticar el futuro”. El principio está en la naturaleza: “Las nubes de ayer serán la tormenta de mañana”.

En este sentido, es el proceso de desarrollo del devenir lo que, en sus diversas etapas, va definiendo el correspondiente espíritu de cada época. Por tanto, el “espíritu de la época” no es sino la manifestación de un determinado estadio de desarrollo del proceso del devenir. Al  decir de José Ortega y Gasset, se trata de la “sensibilidad vital” que permite comprender cada época.

El poeta checo Rainer María Rilke postulaba: “No estoy solo… No estoy sólo jamás. Muchos de los que vivieron antes que yo… tejieron, tejieron lo que soy. Y si me siento a tu lado y dulcemente te digo: He sufrido ¿Me oyes? Quien sabe quién lo murmurará conmigo”. Si Wilhelm Ketteler (1811 – 1877) indica: “El pensamiento tiene el don de penetrar hasta el fondo del alma”,  el jurista alemán Friedrich von Savigny (1779 – 1861) entiende que espíritu e idea son “una fuerza que trabaja en silencio”.

Conforme a lo expuesto, como la razón definida por el devenir se convierte en fundamento del contexto y sustrato del acontecimiento histórico – cultural, es el proceso de intelección del contexto y del devenir lo que permite determinar el sentido profundo de la acción humana particular dada en tiempo y espacio determinado. Por esta causa, la consideración del devenir constituye un indicativo fundamental para el proceso de intelección político – estratégica de la realidad.

En perspectiva intelectiva, el pensador José Ortega y Gasset (1883 - 1955) plantea que si bien no se trata de “predecir los hechos singulares”, si considera que se posee la capacidad de determinar los “senos históricos” y el “cuerpo de las épocas”, estimando por ende que es “perfectamente posible prever el sentido típico del próximo futuro, anticipar el perfil general de la época que sobreviene… Acaecen en una época mil azares imprevisibles; pero ella misma no es un azar, posee una contextura fija e inequívoca”.

 

F.- Método de Intelección Histórico – Cultural

Lograr una comprensión integral y orgánica de los hechos de la historia es un desafío complejo que supone la aplicación de un método pertinente. El acceder a un saber sustantivo respecto del proceso de la historia y la cultura, exige la utilización de un método específico y eficaz de intelección histórico – cultural. Entonces, para alcanzar un entendimiento sustantivo acerca de la realidad social pasada, presente y futura, se propone aplicar un método de intelección histórico – cultural consistente en sistematizar la correspondencia entre los contenidos y significados metafísicos de las dimensiones del acontecimiento, contexto y devenir del proceso histórico – cultural para determinar el sentido de la acción humana en tiempo y espacio. Esto por cuanto es el sentido el factor que permite conferir un valor estratégico la acción humana.

La determinación del sentido de la acción humana resulta ser una categoría vital para el proceso intelectivo de pasado, presente y futuro pues su identificación y apreciación permite establecer lo trascendente insito en la acción humana. De hecho, el sentido conferido a la acción resulta ser el principal indicativo de la razón, motivo e intención profunda del proceder humano. Más allá de la contingencia inmediata, es el sentido lo que confiere dirección o rumbo a un cuerpo social en movimiento, al orientar o encaminar las cosas hacia un fin último ideológicamente predeterminado, el cual es conciente o inconcientemente asumido.

Al efecto, el criterio denominado “sentido de la acción” revela las razones e intenciones subyacentes en los acontecimientos del pasado y del presente, permitiendo su  explicación racional. Pero, además, de suyo se revela como factor constituyente de realidad futura pues es precisamente la persistencia del sentido aquello que final y objetivamente va generando las bases de la constitución de una realidad futura coherente y consistente.

Asimismo, la advertencia de un grado significativo de correspondencia entre los sentidos plasmados en los acontecimientos, los contextos y el devenir histórico – cultural, permite la intelección comparada entre campos culturales y civilizacionales diferentes y faculta para visualizar un proceso histórico – cultural realizado en términos de toda la humanidad.

Con todo, el criterio del sentido de la acción humana refiere específicamente el proceso intelectivo a la valoración de la realidad que realiza el entendimiento. De esta manera, la acción intelectiva se centra en la sistematización de las categorías metafísicas que constituyen la creencia y la cultura de cada época, es decir, en lo que de modo sustantivo fundamenta, confiere sentido y realmente explica las acciones humanas. Así, el proceso intelectivo se dirige a la causa principal de la acción humana y no se limita a lo que, aún siendo muy importante, en realidad sólo constituye una causa secundaria o simplemente es consecuencia o efecto necesario. De hecho, un conocimiento acerca de las diversas manifestaciones del ser de las cosas, no es propiamente conocimiento del ser en sí de las cosas.

En definitiva, el método de intelección propuesto procura una comprensión profunda y significativa de la realidad de toda agrupación humana en cualquier momento de su historia, en tanto se centra en  la consideración de la génesis, gestión, impacto y proyección de las categorías metafísicas cultivadas por los hombres a lo largo del tiempo, en diversos espacios del orbe. Al efecto, se sostiene claramente que “un proceso histórico es un proceso de pensamientos”

El método de intelección histórico – cultural en referencia, queda estructurado por la realización de una serie de precisas operaciones básicas:

1) Determinación de las matrices del sistema cultural base.

2) Determinación de la esencia metafísica del sistema cultural base.

3) Determinación de la evolución del sistema cultural base.

4) Determinación de tendencias.

5) Determinación de implicancias.

6) Determinación de impactos.

7) Determinación de proyección.

 

Determinación de las matrices del sistema cultural base. En primer término, el método considera identificar las matrices o contenidos metafísicos que han sido sistemáticamente realizados en tiempo y espacio determinado y que, mediante la trascendencia de sus principios y elementos esenciales, concurren a la constitución de un campo cultural y civilizacional nuevo, el cual es objeto de intelección. Esto implica determinar el contenido, el significado, los valores y el sentido fundamental de cada matriz cultural, entendiéndolas como factores que, si bien constituyen y moldean un contenido que llega a convertirse en sistema cultural y civilizacional específico y  concretado en un tiempo y lugar determinado, también a la vez engendran nuevas racionalizaciones y creaciones humanas.

 

Determinación de la esencia metafísica del sistema cultural base. En segundo lugar, el método propuesto considera determinar y comprender de modo sistemático y profundo el contenido, significado y sentido metafísico trascendente de las categorías fundamentales del cuerpo histórico – cultural o campo cultural y civilizacional, estructurado a partir de las matrices constituyentes e históricamente realizado en tiempo y espacio determinado, y que es objeto de intelección.

 

Determinación de la evolución del sistema cultural base. En tercer lugar, el método propuesto considera seguir de modo riguroso, exhaustivo y profundo la secuencia y curso de la evolución interna del sistema histórico – cultural o campo cultural y civilizacional base, a objeto de determinar el proceso de rupturas y mutaciones categoriales que éste experimenta, establecer su radicalidad y proceder a advertir la gestación de nuevos cánones o patrones metafísicos.

 

Determinación de tendencias. En cuarto lugar, el método intelectivo propuesto considera inferir e identificar conceptualmente las tendencias metafísicas que efectiva y orgánicamente derivan de la evolución del proceso metafísico general del sistema histórico – cultural o campo cultural y civilizacional base y que intervienen como factores o fuerzas culturales estructuradoras de la realidad social.

 

Determinación de implicancias. En quinto lugar, el método propuesto considera determinar las implicancias de las tendencias deducidas del proceso metafísico general. Procede determinar las implicancias para, mediante su rigurosa conceptualización sintética, utilizarlas como categorías de contrastación empírica de la realidad social.

 

Determinación de impactos. En sexto lugar, el método propuesto considera determinar el impacto real y concreto que las implicancias derivadas de las tendencias tienen en un sistema social, dado en tiempo y espacio determinado. El impacto se establece verificando empíricamente el grado de realización social de las implicancias establecidas.

Es esta última operación la que objetiva y concretamente permite establecer el grado de  influencia que efectivamente tiene el referido proceso cultural como factor constituyente de la realidad social y, por tanto, la capacidad que posee para imprimirle un determinado sentido fundamental a ésta. El grado de sistematización, coherencia, intensidad, extensión y permanencia de la reproducción social de estas categorías es indicativo de la profundidad, coherencia y consistencia con que éstas influyen en la configuración social a escala individual y colectiva.

En definitiva, es la correspondencia entre pensamiento y comportamiento contingente respecto de las categorías implicadas y tendencias establecidas lo que permite consolidar un entendimiento cabal de la razón y sentido de la realidad actual, único fundamento cierto para la emisión de un juicio de realidad.

 

Determinación de proyección. En séptimo lugar, el método propuesto considera proyectar los flujos metafísicos del devenir para establecer una continuidad histórica fundamental y visualizar posibles y probables escenarios culturales futuros, los cuales operan como factores constitutivos del sistema social por advenir.

Para la verificación de ese proceso de intelección debe tenerse presente que las matrices metafísicas subsistentes y las ideas culturales derivadas ejercen mayor o menor influencia, dependiendo de su lejanía o proximidad espacio temporal respecto del sistema cultural objeto de estudio. La lejanía o proximidad histórica de los contenidos de la idea cultural inserta en las matrices, es indicativa del grado de posibilidad y probabilidad de influencia social actual y futura. En este sentido, mientras más lejana se ubique en el tiempo, la matriz metafísica estará presente en la idea cultural pero con una influencia menor. Al contrario, mientras más próxima se encuentre, la idea cultural dominante ejercerá una influencia social mayor en el presente y probablemente tendrá una manifestación significativa en el futuro.

Para los efectos de este método intelectivo, no debe olvidarse que la realidad histórica y social es compuesta y compleja ya que son múltiples las categorías metafísicas e ideas culturales que concurren a su conformación. De hecho, la realidad del presente está conformada por la concurrencia e interacción proporcional y simultánea tanto de las matrices del sistema histórico – cultural vigente, como por los múltiples y sucesivos sistemas de pensamientos gestados a raíz de la ruptura radical con el patrón cultural principal.

 

G.- Aplicación del Método Histórico - Cultural

Con el propósito de acreditar la aplicabilidad, pertinencia y utilidad del método de intelección estratégico propuesto, éste es sintética y ejemplarmente aplicado al campo cultural occidental. Tal como se lo propone, siendo un método útil para determinar estados sociales, es convicción que se revela como instrumento apto para lograr el objetivo de comprender de manera sustantiva la civilización occidental. Concreta y específicamente faculta para determinar los contenidos, significados y valores que definen el sentido del actual sistema cultural, el cual se materializa en la vida social cotidiana de los pueblos que la conforman.

 

Matrices del sistema cultural occidental. Conforme al conocimiento histórico general, las matrices del sistema cultural y civilizacional de Occidente son:

- Cultura y civilización Egipcia

- Cultura y civilización Mesopotámica

- Cultura y civilización Persa

- Cultura y civilización Judía

- Cultura y civilización Islámica

- Cultura y civilización Griega

- Cultura y civilización Romana

- Cultura y Civilización Cristiana

En el tiempo, cada una de las culturas y civilizaciones indicadas verifica su ciclo de existencia, proyectando más allá de sí un contenido esencial, el que en distinto grado y forma se integra a la experiencia cultural de las siguientes. Por tanto, las culturas y civilizaciones egipcia, mesopotámica, persa, judía, islámica, griega y romana constituyen categorías metafísicas y experiencias sociales y políticas que, considerándolas a cada una en la correspondiente medida, sirvieron de fundamento para la expresión original de la cultura y civilización cristiana. Así, en conjunto, todas ellas pasan a constituir matrices o fundamentos de la cultura y civilización occidental.

Constituyendo un gran período histórico, el curso general de la cultura humana se desarrolla de Oriente a Occidente. En este proceso de tránsito, los sistemas culturales y civilizacionales fundantes conforman, a causa de su particular orientación, los ejes que constituyen la esencia de Occidente, entidad que asume el desafío de vivir plenamente la tensión entre el orden del espíritu y el orden del mundo. Independiente del momento en que verifican su aporte, las culturas egipcia, mesopotámica, persa, judía e islámica, forman la tradición de la vertiente religiosa que constituye a Occidente, mientras la vertiente cultural greco – romana proyecta la tradición de la filosofía y el derecho como elemento configurador de Occidente, impulsos fundamentales que el cristianismo racionalizará, formando la base compleja y original de la llamada civilización occidental.

En este contexto, debe advertirse cómo en el seno de cada matriz cultural, gradual y progresivamente  emergió un principio metafísico que anticipaba el tiempo por venir. Se trata de un principio metafísico que, tras madurar, cristalizará y generará una creencia que se agregará como factor constituyente del devenir histórico. Será así como en el campo del politeísmo se engendrará el monoteísmo. Del mismo modo, en el campo del monoteísmo se forjará el antropocentrismo y, en este ámbito, se establecerá el estructuralismo. Esta constante histórica resulta ser una consideración vital para el proceso de intelección estratégica de los sistemas culturales y civilizaciones en sus ámbitos culturales, sociales, económicos y políticos.

 

Evolución del Sistema Metafísico Occidental. En el marco de un intenso proceso de definiciones fundamentales, el cristianismo consolida un sistema cultural y civilizacional fundado en un orden teocéntrico que afirma los principios de humanidad, razón y libertad como categorías esenciales. Serán éstas las categorías metafísicas que esencialmente  constituirán al mundo de Occidente.

Sin embargo, asumiendo un impulso históricamente subsistente, en el marco de la cultura cristiana, emergen y se proyectan potentes fuerzas que procuran una absolutización de tales principios metafísicos (humanidad, razón y libertad). Este accionar radical desencadena una dinámica que provoca graduales pero progresivas rupturas sustanciales con las premisas metafísicas del cristianismo y, simultáneamente, engendra un nuevo orden cultural. Así, se actualizarán categorías filosóficas históricas, sobreviniendo y sucediéndose distintos sistemas de pensamiento, los cuales van modificando la constitución cultural de Occidente. El cambio de la integridad categorial gesta nuevos sentidos y, por ende, engendra nuevas realidades.

Aún más, el complejo metafísico que se va estructurado en el transcurso de los siglos de la modernidad, decantará y producirá las consecuencias ideológicas que le son propias, conduciendo a la subordinación y abandono de las categorías constitutivas del cristianismo, y a la simultánea entronización de principios metafísicos que implicarán, primero la absolutización del hombre, su razón y su libertad, para luego, devenir en su aniquilación y superación por la estructura. Este proceso se lleva a cabo de modo tan conciente e intencional, que se explicita a sí mismo como constituyente de un nuevo sistema cultural y civilizacional.

En tiempos de la modernidad se configurarán múltiples sistemas de pensamiento, cada uno de los cuales constituye un sistema en sí mismo, distinto de los demás, y que operan como prismas a través del cual se aprecia diferenciadamente la realidad. Cada uno de ellos implica un modo distinto de ver, valorar y vivir la realidad. Ya lo indicaba Aristóteles: “El ente se dice en varios sentidos”. 

En realidad, aunque serán expuestos como novedosos y de hecho provocarán tremendos impactos, estos sistemas de pensamiento no se plasman como sistemas metafísicos originales ni puros. En rigor, corresponden a formulaciones históricas previas que se actualizan y adaptan a las condiciones del tiempo en que se expresan. Asimismo, constituyen síntesis discursivas que articulan categorías metafísicas preexistentes, sólo que mezcladas en proporciones distintas.

En esta perspectiva, en el marco del sistema cultural y civilizacional del cristianismo, esto es, en el campo de Occidente, se proyectarán los siguientes sistemas filosóficos:

- Realismo Metafísico

- Humanismo Racionalista

- Racionalismo

- Empirismo

- Idealismo

- Positivismo

- Naturalismo

- Materialismo

- Utilitarismo

- Pragmatismo

- Vitalismo

- Voluntarismo

- Fenomenología

- Existencialismo

- Estructuralismo

- Deconstruccionismo

De esta forma, no es posible comprender cabalmente la historia y realidad de Occidente, al margen de los influjos de estos múltiples sistemas de pensamiento. Si bien formalmente se habla de la “civilización cristiana occidental”, en rigor, los acontecimientos devenidos en el tiempo de la modernidad, no corresponden sino a las consecuencias que derivan de la primacía de los sistemas de pensamiento que importan un grado de ruptura, parcial o total, con los principios del cristianismo. Si bien es el cristianismo quien inaugura la modernidad, ésta va adquiriendo su naturaleza y carácter en la medida que se suceden las categorías de creencia que imponen las racionalidades que rompen con los principios y valores del cristianismo.

Como se ha indicado, las acciones humanas de cada tiempo, son rigurosa expresión de las categorías metafísicas que las informan. La racionalidad de la acción queda definida por la razón metafísica que la configura. En razón de lo expuesto, es convicción que no es posible realizar un proceso de intelección íntegra y estratégica de la realidad cultural, social, económica y política de un tiempo y espacio determinado, aún en su situación más simple y contingente, al margen del estadio cultural histórico – cultural en el cual acaece. Ello por cuanto el sentido de la acción humana está referido a su contenido y significado, el cual es informado por el espíritu de la época en que esta tiene lugar.

La realidad presente, y ciertamente la futura, es compleja en tanto es conformada por la concurrencia simultánea e interacción sistemática de múltiples sistemas de pensamiento que pugnan por el predominio social, pues cada uno se autoconcibe como criterio de bien y verdad. Así, no es posible aprehenderla, comprenderla y explicarla racionalmente sin una determinación rigurosa de los contenidos, significados y valores que determinan su sentido.

En el libro décimo de “La República o el Estado”, Platón precisa: “Cada cual es responsable de su elección, porque Dios es inocente”. Agrega Platón: “Cada uno de nosotros, despreciando todos los demás estudios, debe dedicarse sólo a aquel que le haga conocer al hombre cuyas lecciones puedan ponerle en estado de discernir las condiciones dichosas y desgraciadas y escoger siempre la mejor”. Al respecto, Johann Gottlieb Fichte apuntaría reveladoramente: “La filosofía que se elige depende del hombre que se es”.

 

G.1. Matrices del sistema cultural occidental

G.1.1. Cultura y civilización egipcia

La cultura y civilización egipcia es un hito fundamental de las realizaciones humanas. Su realización constituyó una de las empresas más elevadas, no solamente del pensamiento egipcio, sino de todo el pen­samiento humano. Su concepto de vida no sólo marcó toda una época, sino que también ejerció una innegable y profunda influencia sobre la filosofía griega y la moral judía. Más allá de la magnificencia de sus propias realizaciones materiales, cabe considerar que en su seno se establecieron categorías que trascenderían su propio ciclo de existencia y actuarían como factores configuradores de sistemas culturales y civilizacionales posteriores.

La cultura y civilización egipcia forjó un sistema cultural, social y político fundado en una teología solar. A partir de ésta que se constituyó un sistema doctrinario con una trascendente perspectiva idealista de la realidad y se conformó una correspondiente teoría del poder. En consecuencia, al tiempo que el poder se fue centralizando, la religión evolu­cionó hacia un monoteísmo panteísta.

Se proclamó que en el principio fue el caos, Nun, donde el espíritu del mundo, Atum, yacía difuso e inconsciente. La materia y el espíritu no han sido creados porque fueron en todo tiempo. La creación no es sino la conciencia que el espíritu del orbe tuvo de sí mismo, desgajándose así de la materia y dando a luz al ser pu­ramente espiritual, simbolizado en el sol: Ra. De esta forma, el gran dios creador, Atum-Ra, está formado por dos entidades distintas: Atum, el espíritu del mundo, que al desprenderse, da nacimiento a Ra. Por tanto, Atum y Ra resultan un solo dios: el espíritu del mundo y su conciencia creadora.

Consciente de sí mismo, el espíritu se hace creador. La creación del mundo es la conciencia separán­dose del caos, la luz apartándose de las tinieblas. Ra, conciencia del mundo, lo concibe. Y, al concebirlo, lo crea. El mundo creado no es más que la materialización del pensamiento divino. Así, la genealogía de los dioses simboliza la evolución de la materia al pasar del caos a la forma. Todo cuanto existe “ha salido de los ojos y de la boca de Ra”, lo que equivale a decir que los seres surgieron del caos inicial a medida que Ra los vio, es decir, los fue concibiendo y los nombró, o sea, quiso que fueran. Así aparecieron, emanados unos de otros, los elementos: el aire y el fuego, los dioses Chu y Tefnet; la tierra y el cielo, el dios Geb y la diosa Nut, a quienes el aire Chu, mantiene separados. Asimismo, desde que los elementos existieron, es decir, desde que el concepto divino se hubo concretado en forma material, el bien y el mal aparecieron, opuestos el uno al otro en lucha constante. El bien, el dios Osiris, es la vida, la fecundidad, la sabiduría; el mal, el dios Set, es la muerte, la esterilidad y la injusticia.

Así, la obra de la creación, una vez desprendidos los elementos, fue completada por realizaciones sucesivas de las que proceden todos los seres. Primeramente los dioses, quienes, como los astros, son espíritus puros, es decir, conceptos; después los seres vivos, a cuya cabeza están los hombres; y finalmente las cosas, dotadas de personalidad o forma, que les da la concien­cia divina, sin cesar creadora, puesto que, por el mero hecho de su existencia, el pensamiento de Ra no cesa de concebir y, por consiguiente, de crear. De este modo, para los antiguos egipcios, las verdaderas realidades son los conceptos. Las cosas sensibles no son sino realizaciones imperfectas y pasajeras del pensamiento divino. El mundo, proyección material de la sabiduría y la voluntad del gran principio creador, identificado con el dios solar Ra, es por su esencia lo más perfecto. Por ende, el bien, la sabiduría y la vida se confunden. El idealismo egipcio desemboca, por lo tanto, en una visión optimista del mundo. 

Conforme al pensamiento egipcio, el mal existe y se debe al hecho de  que la materia es finita. En Ra se concilian los contrarios, “el ser y el no ser”, el pasado y el por venir; es lo absoluto. Los seres sensibles, por el contrario, son materiales y, por consiguiente, finitos. En ellos la vida pugna contra la muerte, es decir, la sabiduría, contra la injusticia; el bien, contra el mal; la forma, contra el caos; el porvenir, contra el pasado. La conciencia divina crea la materia, pero la materia tiende a la nada. Y si el mundo subsiste,  es precisamente porque la conciencia que lo informa no cesa de recrearlo.

Cada ser, partícula del todo, implica a la vez  materia (ket) y espíritu (ka), y de la unión de estos dos elementos nace la forma, la individualidad del ser, su alma (ba). El  hombre, microcosmos del universo, esta constituido por materia perecedera y espíritu inmortal, pero estos elementos sólo se hallan reunidos momentáneamente. Su unión, realizada por la conciencia divina, da nacimiento al alma individual. El alma tiene su origen en la voluntad divina; su fin es retornar al espíritu absoluto del que procede, que es Ra, despojándose de la impureza original de la materia y de la mancha que en todo hombre deja el pecado. Puesto que el espíritu divino mora en cada ser bajo la forma del “ka”, el hombre, para granjearse la sabiduría y practicar el bien, debe volverse hacia el gran dios “ka”. La sabiduría y la moral emanan de Ra, y es él quien las inculca, esto es, las revela.

Todo egipcio, para ganar la vida eterna, debía pues vivir según la voluntad de Ra. El rey debe hacer triunfar la voluntad del “ka” divino que está en él, procu­rando el reino de la justicia (tal es la justificación de su absolutismo), así como cada hombre debe cumplir la voluntad divina, practicando la caridad, la cual se expresa en las obras de misericordia grabadas en las tumbas. Treinta siglos antes de Jesucristo se constata la inscripción: “Di de comer al hambriento, di de beber al sediento, vestí al desnudo, ayudé a atravesar el Nilo al que no tenía barca, enterré al que no tenía hijos”.

Después de esta vida, el alma del rey, lo mismo que la del más humilde de sus súbditos, será juzgada en el tribunal de los dioses, presidido por la justicia, en pre­sencia del universo entero, representado por el dios Tierra y la diosa Cielo. Si el alma es considerada pura, perdurará eternamente, es decir, su personalidad, espiritualizada, subsistirá en la gloria de lo absoluto divino; si se ha dejado corromper por la materia impura, desaparecerá. En definitiva, las concepciones morales de Egipto se hallan fundamentalmente orientadas hacia el más allá, el cual se alcanza por la práctica del bien. Sólo la conciencia indivi­dual puede salvar a los seres humanos, revelándoles los valores universales que la divina sabiduría ha inculcado en el manantial de toda vida.

En razón de estos principios, la religión de los primeros egipcios evolucionó a través de diversas fases, desde el más sencillo politeísmo hasta el monoteísmo panteísta. En un comienzo, cada ciudad o distrito tenía divinidades locales, ídolos tutelares de la localidad o personificación de poderes naturales. Así, la unidad del país bajo el antiguo reino se expresó, no sólo en la consolidación política y territorial, sino también en la fusión de las diferentes deidades. Finalmente, todas ellas se fundieron en una sola, el gran dios del sol, llamado Ra. En tiempos posteriores, con el establecimiento de la dinastía de Tebas, este dios fue designado con el nombre de Amón-Ra, derivado del primer dios tebano. En tanto que el rey absorbía todos los poderes de los antiguos príncipes feudales, Amon-Ra recobraba el rango de dios, agrupando en torno suyo a todos los dioses locales en un sistema renovado de la teología heliopolitana. Pero si Ra había sido el centro de este sistema, los sacerdotes menfitas habían elaborado su teología en torno del dios Pta; a fin de amalgamar el culto, fraccionado en el curso del período feudal en una sola entidad, la teología tebana asimiló a Amón y, al mismo tiempo, a Pta y a Ra. Formaron estos dioses en lo sucesivo una trinidad: Pta-Amón-Ra o sea el cuerpo, el espíritu y la conciencia del mundo, “tres dioses en un solo dios”.

Simultáneamente, aquellos dioses que representaban las fuerzas de la naturaleza se encarnaron en el dios Osiris, también dios del Nilo. A través de la historia de Egipto, estos dos poderes, símbolos del universo, rivalizaron entre sí por la supremacía. No obstante, también fueron reconocidas otras deidades, pero ocuparon un lugar subordinado.

En el período del antiguo reino, la fe en el sol, patentizada en Ra, fue creencia predominante. Era centro de la religión oficial, y sus funciones principales consistieron en dotar de inmortalidad al Estado y, por añadidura, al pueblo. El faraón era el representante vivo de esta religión sobre la tierra; a través de su gobierno se ejercía el gobierno de dios. Esta creencia indujo a suponer que la momificación del cadáver del faraón y su enterramiento en monumentos funerarios de eterna duración, garantizarían la eterna existencia del Estado. Pero Ra no era únicamente una deidad guardiana; era también el dios de la legalidad, la justicia y la verdad, por tanto, sostén del orden moral. No ofrecía a los hombres bendiciones espirituales ni recompensas materiales, ni se relacionaba con ningún aspecto del bienestar humano individual. La creencia solar no se concibió para el particular bienestar de las masas sino en tanto coincidiera éste con el Estado.

El culto a Osiris tuvo su origen en la naturaleza. Este dios personificaba el crecimiento de la vegetación y los poderes vitales del Nilo. Acerca de Osiris la leyenda enseña de que en un pasado lejano  habá reinado sobre la tierra como un gobernante benévolo que dictaba leyes y enseñaba a su pueblo la agricultura. Sin embargo, fue muerto traicioneramente por su hermano Set, quien cortó su cuerpo en pedazos y los distribuyó por el reino. Entonces, la esposa de Osiris, llamada Isis, que era a su vez su hermana, buscó las partes dispersas, las juntó y restauró milagrosamente el cuerpo, infundiéndole nueva vida. El dios muerto y resucitado volvió a posesionarse de su reino y continuó con su benéfico gobierno por algún tiempo. Finalmente descendió al mundo de los muertos para actuar como juez. Horus, su hijo póstumo, llegó a la edad viril y dio muerte a Set, vengando a su padre. Originalmente esta leyenda correspondió a un mito natural, donde la muerte y la resurrección del dios simbolizaba la bajante del Nilo en otoño y su creciente en primavera. Pero, con el correr del tiempo, la leyenda adquirió un significado más profundo. Así, la muerte y resurrección de Osiris llegó a ser contemplado como una promesa de inmortalidad personal. Tal como el dios había triunfado sobre la muerte, así podría también el individuo, observando fielmente su credo, merecer la vida eterna. De hecho, la victoria de Horus sobre Set anunciaba la superioridad del bien sobre el mal. Luego, el faraón se convertiría en el hijo de Osiris, es decir, en el Horus viviente, hijo de dios.

El culto de Osiris se convirtió en la forma más popular de religión egipcia. No obstante, Osiris, siendo el dios de la muerte, no confería premios a los hombres en vida, proyectándose así la idea de un más allá. De esta forma, la concepción egipcia acerca de la vida ultraterrena llegó a su pleno florecimiento al finalizar el reino intermedio. Al comienzo se consideró que los muertos continuaban su existencia en la tumba. Para asegurar su inmortalidad debía proveerse a sus cuerpos con artículos esenciales para la vida y con alimentos. Cuando la religión evolucionó, se adoptó la idea de vida ulterior, practicándose ritos de momificación. Se supuso que los muertos comparecían ante Osiris para ser juzgados de acuerdo con sus actos terrenales. El juicio consistía en que el difunto debía primero declarar su inocencia para después declarar sus virtudes. Luego, el corazón del muerto, símbolo de la conciencia, era pesado en una balaza y contrapesado por una pluma, símbolo de la verdad, a fin de determinar la exactitud de su testimonio. Los muertos que aprobaban entraban en un reino celeste de delicia y recreación. Los que no aprobasen a causa de su vida licenciosa, eran condenados al hambre y la sed perpetuas en un lugar oscuro, privadas por siempre de la luz de Ra.

La religión egipcia logró su mayor perfección hacia el final del reino intermedio y principios del Imperio. Durante este tiempo, la creencia en el dios del sol, Amon – Ra, y el culto a Osiris, se habían combinado en forma tal, que aseguraban la influencia de ambos en forma inteligente. La influencia de Ra era equivalente y paralela a la de Osiris como dador de inmortalidad personal y juez de los difuntos. Sin embargo, con el establecimiento del Imperio, esta forma religiosa experimentó graves alteraciones. Su contenido ético fue degradado y la magia y la superstición ganaron ascendiente. Se produjo pues un marcado incremento del poder sacerdotal, el cual contó con el temor de las masas. Codiciosos de bienes materiales, los sacerdotes iniciaron la práctica de vender atributos mágicos, de los cuales se suponía que poseían el secreto de impedir que se descubriera el verdadero carácter del corazón del difunto. También vendían fórmulas escritas, las cuales surtían el efecto de facilitar al muerto el pasaje hacia los grados celestiales. Siendo una colección de escritos funerarios, el llamado “Libro de los Muertos” contenía toda la materia relacionada con las fórmulas mágicas. De esta forma, los buenos hechos y la conciencia libre de reproches se consideraban anticuados.

Esta degradación de las instituciones religiosas, convertido gradualmente en un sistema de magia y fraude, condujo finalmente a una reforma. El dirigente de este movimiento fue el faraón Amenhotep IV, que comenzó su reinado en el año 1375 antes de Cristo. Tras vanos intentos de reprimir los flagrantes abusos, decidió barrer con el sistema entero. Echó a los sacerdotes del templo, borró de los monumentos públicos las inscripciones relativas a las deidades tradicionales e impuso al pueblo la devoción de un nuevo dios llamado Atón, antigua denominación del sol en el sentido físico. Cambió su nombre de Amenhotep por el de Ikhnatón (Akenathón), que significaba Atón está satisfecho.

Más allá de los cambios externos, la reforma del faraón implicó predicar una religión de universal monoteísmo. Se declaró que Atón era el único dios existente, no solamente en el Egipto, sino en el universo entero. Restauró la categoría ética de la religión nacional, al subrayar que Atón regía el orden moral del mundo y que premiaba a los individuos por su integridad y pureza morales. El nuevo dios era eterno, creador y sustentador de todo cuanto es beneficioso para el hombre y, como padre celestial, cuidaba con indulgente celo de todas sus criaturas. Concepciones como éstas, de unidad, justicia y benevolencia divinas, no se volvieron a presentar hasta el tiempo de los profetas hebreos, unos 600 añás más adelante.

No obstante, la revolución propiciada por Ikhnatón no tuvo efectos duraderos. Los gobernantes que le sucedieron en el gobierno del Imperio no se inspiraron en el mismo devoto idealismo. Fue pues Tutankamón, hijo político de Ikhnatón, quien permitió que sacerdotes mercenarios ganaran nuevamente sus antiguas posiciones. Resurgieron las supersticiones y, para las masas, el núcleo ético de la religión se perdió para siempre. Sin embargo, entre las clases educadas, el influjo de las enseñanzas del reformador perduró por algún tiempo. Los atributos de Atón fueron transferidos por esta selecta minoría a Amón-Ra, tradicional dios del sol que fue aclamado como el único dios, personificación de la justicia, la virtud y la verdad. Era reverenciado como ser eminentemente compasivo y afectuoso que escuchaba las oraciones, ayudaba al pobre y salvaba a los fatigados. Es más, a esta religión de monoteísmo ético se adicionó un elemento de salvación personal por medio del arrepentimiento.

Sin embargo, la adhesión a estas ideas por parte de una minoría no bastó para preservar a la religión egipcia de su ruina. La popularidad y generalización de las prácticas mágicas y supersticiosas, más la degradación del sacerdocio, constituyó un sistema formalista fuente de ignorancia y fetichismo, incluida la adoración de animales y la nigromancia. Asimismo, el mercantilismo de los sacerdotes se mostró desenfrenado y la principal tarea de la religión organizada consistió en la venta de conjuros y encantamientos destinados a acallar la conciencia y embaucar a los dioses para que éstos otorgaran al individuo la eterna salvación. La corrupción del sistema religioso implicó el relajamiento de toda la cultura. La filosofía, el arte y el gobierno estaban tan estrechamente ligados a la religión, que todos ellos se desmoronaron al unísono.

De esta forma., los antiguos egipcios desarrollaron una concepción del universo de un modo completo, analítico y racional. El hombre fue comprendido como modelo a escala del universo; lo mismo es arriba que abajo. Se afirmó que todo existe en una gran realidad, donde todo es uno y uno es todo. El progreso es concebido como proceso de comprensión del universo, estableciendo un vínculo fundamental entre ciencia, filosofía y religión. Determinan la no contradicción entre religión y ciencia; la ciencia es conocimiento y camino de la religión. Al efecto, al establecer que los astros determinan los ciclos de la naturaleza y el hombre comprendiendo la existencia de un mundo dual, de luz y oscuridad, desarrollaron el estudio para el perfeccionamiento del hombre en un sentido espiritual.

Las construcciones del antiguo Egipto, que datan del año 9 mil años antes de Cristo y que requirieron un conocimiento elevado, una depurada técnica y esfuerzo conciente, señalan el tiempo para dar comienzo a una nueva civilización dedicada al perfeccionamiento espiritual. Los templos era el símbolo del proceso del hombre en su camino de reencarnaciones sobre la tierra, siguiendo el recorrido del sol en el cielo. Explicaban pues la vida como parte de un camino de reencarnaciones sucesivas que permiten ir adquiriendo información sobre el universo, evolucionando de la ignorancia a la sabiduría.

Buscando expresar conceptos sobre la realidad y comunicar acciones, los egipcios desarrollaron sus ideas a través de tres tipos de símbolos o de escritura hieroglífica, hierática y demótica. Podían escribir indiscriminadamente en columnas  o líneas horizontales para ser leídas  en cualquier sentido. Las cabezas de las figuras simbólicas miraban hacia donde comenzaba la frase; así marcaban la dirección en que debían ser leídas. Al parecer constituyeron el primer alfabeto utilizado por el hombre, del cual derivaría el alfabeto fenicio y, de éste, el alfabeto griego. Al convertir las ideas en historias, se facilita su entendimiento. Los sabios sabían que suministrar información, sin que fuese comprendida, era un ejercicio inútil.

Aún más, en el Egipto antiguo ya se concibe la idea de “Neters” o fuerza que es causa primera, entendiéndose que la multiplicidad de dioses corresponden a las representaciones de los atributos o características de un solo ser. De hecho, los egipcios rendían culto al “uno-único-uno” bajo el nombre de “Nout”. Fue precisamente de él de donde Anaxágoras sacó su concepto de “Nous” o la “mente o espíritu potente por sí mismo”, el “motor principal” o primum mobile de todo. Para él, el “Nous” sería Dios, y el logos el hombre, su emanación. Asimismo, significativo es que la aludida voz “Amón”, que significa dios oculto o invisible, se convierte en el origen del final de las oraciones judías, cristianas y musulmanes: “Amén”. Además, el culto a Atón, implica un culto monoteísta de adoración al sol que se encarna en el disco solar, el Atón (disco solar resplandeciente), que después correspondió al disco solar usado por los reyes de Judá como sello real, se convirtió en símbolo fundamental del zoroastrismo y se proyectó en las aureolas que coronan a los santos católicos.

A su vez, el concepto del dios y padre celestial de Ikhenatón, Atón, originó el nombre de Imram. Después, el Moisés judío será llamado el hijo de Amram, su equivalente hebreo. Aún más, el nombre de la deidad egipcia Atón fue transcrito al hebreo, sea como “Adón” o “el Señor”, o bien como “Adonai” o “mi Señor”. Expresiones éstas que se utilizaron junto con Yahvé (Yhwh), que en tiempos más antiguos era escrito pero nunca pronunciado. La imagenería egipcia mostrará a la diosa Isis amantando a su hijo Horus, concebido de manera milagrosa y dios real con el que se identifican los reyes. En esta misma línea, en el templo de Mut, en Karnak, construido por Amenofis III, restaurado por Ramses III y completado con nuevos relieves en la época ptolemaica, presenta en la capilla de Amenofis, dedicada a Amón – Ra, escenas del nacimiento de un niño real referidas a su circuncisión y bautismo.

En el campo del carácter mítico del nacimiento real, el relato de las bendiciones del dios Pta destinadas a Ramsés II y Ramsés II, constatados en papiro leído al rey Keops, se inscribe un poema que describe la concepción divina de la reina Hatshepsut: “Entonces Thot se volvió... Esta mujer de la que tú decías / que resplandezca entre los nobles / Es Amosis (nacida de la luna)... Entonces vino este rey magnífico / Amón, señor del trono de los dos países, / Después de haber tomado la apariencia de su esposo, / La encontró adormecida... Ella pudo verle / En su estatua divina, / Después que se hubo acercado... / Su amor penetró en su cuerpo / El palacio estaba inundado / Del perfume del dios... / Yo soy tu padre / Yo te he engendrado para que tu cuerpo revista una naturaleza divina / Pues he cambiado mi apariencia por la del señor de Menes... / El país será saturado por tu espíritu...”.

Del mismo modo, el mito egipcio de Satmi narra la existencia de Mahituaskhit, mujer de Satmi cuyo nombre significa “llena de larguezas o gracia”, que no había tenido ningún hijo varón, lo que les entristecía sobremanera.  Un día ella se dirige al templo para rogar a Ptah y someterse al rito de la incubación. De vuelta a casa, cuenta a Satmi que tuvo un sueño, el cual procede a narrar.

La historia del sueño indica: 1) Satmi se acostó una noche y soñó que se le hablaba diciéndole: Mahituaskhit tu mujer ha concebido de ti (Referencia: Mateo 2, 20 – 25: 20 A José, en sueños se aparece el ángel del Señor, que le dijo: Toma en tu casa a María, tu esposa; lo que se engendró en ella es el Espíritu Santo). 2) Al niño que dará a luz (Ref.: Mateo 2, 20 – 25: 21 Dará a luz un hijo). 3) Se le llamará Senosiris; Se + Osiris, que significa Hijo del dios Osiris (Ref.: Mateo 2, 20 – 25: 21 Le pondrás por nombre Jesús). 4) Y serán numerosos los (prodigios) (Ref.: Mateo 2, 20 – 25: 21 Porque él salvará a su pueblo). 5) Cuando Satmi se despertó de su sueño (Ref.: Mateo 2, 20 – 25: 24 Despierto José de su sueño). 6) Después de haber visto estas cosas, su corazón se alegró mucho. Cumplido los meses de gestación, cuando el tiempo de dar a luz llegó (Ref.: Lucas 1, 46 – 47: Magníficat, exulta de júbilo mi espíritu; Lucas 1, 57: Llegó el tiempo de dar a luz). 7) Mahituaskhit dio a luz a un hijo varón (Ref.: Mateo 2, 20 – 25: 25 (María) dio a luz un hijo). 8) Se le comunicó a Satmi y él le llamó Senosiris, según se le había dicho en el sueño (Ref.: Mateo 2, 20 – 25: 25 Y él (José) le llamó Jesús).

El mito egipcio en referencia agrega la noción de filiación divina al señalar: 1) Amón anuncia su intención de dar un heredero al trono (Referencia: Mateo: de Dios parte la iniciativa de enviar al Mesías). 2) Amón envía su mensajero Thot a la reina (Ref.: Lucas 1, 26 – 28: El ángel Gabriel se aparece a mujer virgen llamada María). 3) Amón comunica su plan al rey (Ref.: Mateo 1, 20-23: Dios comunica su plan a José). 4)  Amón se une a la reina e impone nombre al niño (Ref.: Mateo 1, 21: Le pondrás por nombre Jesús; Lucas 1, 31: Le pondrás por nombre Jesús). 5)  Khnum forma al niño (Ref.: Mateo 1, 20: El niño es del Espíritu Santo; Lucas 1, 35: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y por eso el hijo será santo). 6) Thot reaparece, saluda a la reina y anuncia el próximo nacimiento divino (Ref.: Mateo 1, 23: El anuncio a José; Lucas 1, 26 – 28: La anunciación a María).

El mito egipcio además indica un parto: 1) Isis y Nefertitis, diosas del parto, ayudan a la reina. 2) Los dioses y los espíritus manifiestan su alegría (Ref.: Lucas 2, 13 – 14: Se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial diciendo gloria a Dios). 3)  Dos dioses alejan a los malos espíritus (Ref.: Lucas 2, 13: El ejército celestial). 4) Este niño primogénito está destinado a subir al trono de Horus el eterno (Ref.: Lucas 2, 7: Dio a luz a su hijo primogénito; Lucas 1, 32 – 33: Le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin). 5) Un mago profetiza el nacimiento de tres reyes engendrados por Ra (Ref.: Mateo 2, 1 – 2: Los magos anuncian el nacimiento del rey de los judíos). 6) El rey se entristece (Ref.: Mateo 2, 3: El rey Herodes se inquieta). 7)  El rey pide precisiones sobre el día del nacimiento (Ref.: Mateo 2, 7: Herodes pide precisiones sobre el tiempo de la aparición de la estrella). 8) El rey quiere ver a los niños y el mago debe facilitarle el desplazamiento (Ref.: Mateo 2, 8: Herodes quiere rendir homenaje al niño; los magos deben indicar el lugar donde se encuentra). 9) La sirvienta de Reddjedet, madre de los tres niños, amenaza con explicar a Keops, el rey, la presencia de los tres futuros reyes. 10) A la sirvienta la devora un cocodrilo; el peligro es evitado (Ref.: Mateo 2, 12 – 13: Por los sueños de los magos, Dios evita el peligro).

El mito narrado consigna así el reconocimiento del niño: 1) Amón visita al niño, lo toma en sus brazos, le dirige unas palabras de bienvenida (Ref.: Lucas 2, 28: Simeón va a ver al niño en el templo, lo toma en brazos y le bendice). 2) El niño real es amamantado por los Hathores. 3) Entronización y bautismo mediante ablución (Ref.: Mateo 3, 13 – 17: Bautismo y ablución; Lucas 3, 21 – 22: Bautismo y ablución). 4) Proclamación oficial del nuevo rey por enumeración de sus nombres oficiales (Ref.: Lucas 3, 23 – 28 genealogía de Jesús). 5) Proclamación por primera vez del nombre solar o filiación divina (Ref.: Mateo 3, 17: Este es mi Hijo amado a quién he elegido; Lucas 3, 22: Tú eres mi Hijo amado a quién he elegido). 6) El faraón manda adorar a los dioses de su padre (Ref.: Mateo 4, 1 – 11: Tentación y 4, 10: Al Señor tu Dios adorarás; Lucas 4, 1 – 13: Tentación y 4, 8: Al Señor tu Dios adorarás).

Relación singular existe asimismo entre el “Himno a Atón” y el bíblico Salmo 104: “Tú te elevas espléndido en el horizonte...” (Salmo 104: Te has vestido de gloria y de magnificencia)… “Tú brillas en el horizonte del Oriente” (Salmo 104: El que se cubre de luz como de vestidura)… “Tú colmas la tierra con tus dones” (Salmo 104: Del fruto de sus obras se sacia la tierra... la tierra está llena de tus beneficios)… “Los hombres despiertan y saltan sobre sus pies a causa de ti.” (Salmo 104: Sale el hombre a su labor y a su labranza hasta la tarde)… “Las ovejas brincan” (Salmo 104: Los montes altos para las cabras montesas)… “Tus rayos penetran hasta el fondo del mar” (Salmo 104: Que estableces tus aposentos entre las aguas)… “Tú has creado el Nilo en el Mundo Inferior y lo llevas sobre la tierra, donde Tú quieres, para alimentar a los habitantes de Tarneri” (Salmo 104: Tu eres el que envía las fuentes por los arroyos... Dan de beber a todas las bestias del campo; mitigan su sed los asnos monteses)… “Tú has colocado al Nilo en el cielo, para que caiga para ellos” (Salmo 104: Él riega los montes desde sus aposentos)… “Cuán numerosas son Tus obras y misteriosas a nuestros ojos” (Salmo 104: Cuán innumerables son tus obras, oh, Yaveh, hiciste todas ellas con sabiduría)… Eres bello, grande, deslumbrante  (Salmo 104: Yahvé, Dios mío, tú eres muy grande)… Tú satisfaces sus necesidades,
cada uno tiene su alimento (S
almo 104: Todos esperan de ti
que les des a su tiempo el alimento)…
”.

El mito y el ritual egipcio no se reservaron sólo para uso de los egipcios; ejercieron fascinación sobre los griegos primero, y sobre los romanos después. Heródoto consigna claramente: “Los nombres de casi todos los dioses han venido a Grecia procedentes también de Egipto. Que efectivamente proceden de los bárbaros, constato que así es, merced a mis averiguaciones; y, en ese sentido, creo que han llegado, sobre todo, de Egipto”.

Con todo, Hermes Trimegisto advierte: “¿Ignoras, oh Aslepios, que Egipto es la imagen del cielo, o mejor dicho, que es la proyección de aquí debajo de todo el orden de las cosas celestes? A decir verdad, nuestra tierra es el centro del mundo. Sin embargo, como los sabios deben prevenir todo, hay una cosa que debéis saber: vendrá un tiempo en el que parecerá que los egipcios han observado en vano el culto a los dioses con tanta piedad... La divinidad se retirará de la tierra y subirá al cielo, abandonando Egipto, su antigua morada, y dejándolo huérfano de religión, privado de la presencia de los dioses. El país y la tierra, se llenarán de extranjeros y no solamente se descuidarán las cosas santas, sino lo que es aún más duro, la religión, la piedad y el culto a los dioses serán prescriptos y castigado por las leyes. Entonces esta tierra, santificada con tantas capillas y templos, quedará cubierta de tumbas y muertos. ¡Oh Egipto, Egipto! No quedarán de sus religiones más que vagos relatos en los que la posteridad ya no creerá, y palabras grabadas en piedra que cuenten tu piedad”.

 

G.1.2. Cultura y civilización mesopotámica

Cronológicamente, la segunda de las grandes civilizaciones del mundo fue la que nació en el valle delimitado por los ríos Tigris y Eufrates, alrededor de las centurias comprendidas entre 3500 y 3000 años antes de Cristo. La civilización mesopotámica fue muy diferente a la de Egipto. La cultura egipcia fue predominantemente ética y la mesopotámica fue legalista. Exceptuándose el reino intermedio, la interpretación de la vida por parte del egipcio se redujo  a una contemplativa resignación, relativamente libre de supersticiones; en oposición, la mesopotámica fue sombría, pesimista y esclavizada por mórbidos temores. El egipcio creía en la inmortalidad y se preparaba para una vida venidera; el mesopotámico vivía el momento presente y contemplaba con indiferencia la vida ultraterrena. Si el sentimiento místico y moral constituyó en Egipto el fundamento de las concepciones religiosas, los sumerios primero, y los babilonios después, concibieron el universo como surgido de la evolución de la materia.

Si Egipto concebía el mundo como realización de la conciencia divina, haciendo de las ideas puras las primeras realidades, los sumerios lo consideraban como producto de una evolución inherente a la materia, informada por el principio vital. La divinidad no es sino la fuerza que informa esta evolución, y los dioses, lo mismo que los hombres, obedecen a las leyes del universo. El idealismo egipcio asignaba como fin supremo de la existencia, la búsqueda de Dios y el retorno del alma a la divinidad de donde había emanado, lo cual le condujo a hacer de la moral, considerada como revelación divina, el principio regulador de la vida, tanto social como individual. El materialismo sumerio concibió la muerte como acabamiento de la conciencia humana, como reintegración al caos material, colocando el objetivo de la existencia terrena en las satisfacciones sensibles, se mantuvo fuera de las preocupaciones éticas y enteramente orientado hacia fines prácticos y hacia beneficios materiales, para cuyo alcance debía cimentar las bases de los principios del derecho comercial que Occidente heredaría siglos después.

Los iniciadores del desenvolvimiento de la civilización mesopotámica fueron los sumerios, de raza turania, quienes se asentaron en la parte baja del valle Tigres – Eufrates entre 3500 y 3000 años antes de Cristo, provenientes del Asia Central y disponiendo de una cultura con rasgos de las culturas indias arcaicas. Alrededor del año 2500 antes de la era cristiana, los sumerios fueron conquistados por Sargón, gobernante de un núcleo semita establecido en el valle de Akkad. Esto sería el preludio de la fundación del primer gran imperio semita del Asia Occidental. La muerte de Sargón inició una serie de motines que debilitaron al Estado, preparando el advenimiento de los guti, pueblo bárbaro del norte. Por último, hacia el año 2300 y bajo la dirección de la ciudad de Ur, los sumerios se rebelaron contra los guti y gobernaron Sumer y Akkad. El más famoso rey del nuevo estado fue Dungi, “rey de las cuatro regiones de la tierra”.

Sin embargo, el nuevo imperio sumerio no sobrevivió la muerte del rey Dungi. Fue anexado por los elamitas y conquistado hacia el año 2000 antes de Cristo por los amoritas provenientes del desierto de Arabia. Estos erigieron la ciudad de Babilonia como capital de su imperio, siendo conocidos en adelante como antiguos babilonios para distinguirlos de los nuevos babilonios o caldeos que mucho después ocuparon el valle. La ascensión de los antiguos babilonios inauguró la segunda fase de las civilizaciones del Tigris – Eufrates. Los babilonios establecieron un gobierno autocrático y, durante el reinado del rey Hammurabi, extendieron su dominación hacia el norte de Asiria, época tras la cual el imperio declinó paulatinamente, siendo al fin sojuzgado por los cassitas hacia el año 1700 antes de Cristo.

Con la caída de la antigua babilonia, el imperio entró en un período de involución por espacio de seiscientos años. Aunque introdujeron los caballos, los bárbaros cassitas no manifestaron el menor interés por las realizaciones culturales de sus vasallos. La antigua cultura se hubiera extinguido de no haber sido por otro pueblo semítico, los asirios, que unos tres mil años antes de Cristo, funda un reducido reino en la meseta de Azur, en el valle del Tigris. La ascensión de este pueblo marca la tercera fase de la evolución cultural mesopotámica. Alrededor del año 1300, los asirios comienzan a extenderse (Sargón II, Senaquerib y Asurbanipal) y llegan a apoderarse de los dominios cassita en Babilonia, y luego Siria, Fenicia, el reino de Israel y Egipto, resistiendo sólo el reino de Judea a causa de una peste que diezmó al ejército asirio.

Al decaer los asirios, se rebelan e imponen los kaldi o caldeos, cayendo incluso el reino de Judea bajo la energía de Nabucodonosor, siendo conducida su gente como prisioneros a Babilonia. Pero el imperio caldeo no sobrevive a su más grande emperador. En medio de confrontaciones entre el monarca y los sacerdotes, surgen los medos, nación tributaria de la frontera oriental. Así, en el año 539 a. C. cayó el imperio caldeo y fue conquistado por Ciro, el persa, “sin una batalla y sin pelea”, merced a la ayuda que prestaron los judíos y a conspiración de los sacerdotes de Babilonia, quienes entregaron la ciudad para vengarse del rey caldeo.

En tanto la ley sumeria se regía por el principio de “ojo por ojo, diente por diente, miembro por miembro”, éstos no constituyen una religión exaltada, no obstante ocupar ésta un importante lugar en sus vidas. La religión sumeria era politeísta y antropomórfica, donde cada dios podía hacer tanto el bien como el mal. El dualismo religioso que implicaba una separación entre divinidades representativas del bien y del mal no apareció en la civilización mesopotámica sino hasta mucho después. Creyeron en un cierto número de dioses y diosas, cada uno con personalidad diferenciada y dotados de atributos humanos. En el orden mesopotámico se produce la divinización de los monarcas, pues éstos se consideraban elegidos y protegidos de éstos y gobernaban en su nombre, convirtiéndose en objeto de adoración religiosa. El rey, que recibe su poder del dios creador Marduk, es el representante de la autoridad y de la ley entre los hombres. La ley del monarca es, pues, expresión de la ley universal. Por tanto, la autoridad real es, a la vez, divina y bienhechora.

En esta perspectiva, la religión sumeria era una creencia dirigida a este mundo, no ofreciendo esperanza para un mundo futuro. La vida ulterior era una mera existencia temporal en un triste y sombrío lugar, que más tarde sería denominado “Sheol”. Allí vagaban las almas de los difuntos por algún tiempo, para luego desaparecer. La victoria de la muerte era pues completa. Conforme a esta creencia, los sumerios no prestaron mayor atención a los cadáveres de los muertos; no preparaban mausoleos con anticipación ni practicaron la momificación. Los restos eran inhumados y depositados sin ataúd y con sólo algunos efectos personales. En este sentido, en el mundo sumerio, la espiritualidad y la ética no tenían relevancia. Los dioses no eran entidades espirituales, sino creaciones calcadas sobre el molde humano, que alentaban las debilidades y pasiones de los mortales. La religión no procuró bendiciones en forma de solaz, elevación del alma o unidad con el todo. Las obligaciones impuestas al hombre eran simplemente rituales.

La creencia mesopotámica afirma la existencia de una época caótica primitiva, que se imaginaron semejante a una masa líquida amorfa, de la cual se aislaron dos elementos iniciales que se convirtieron a través de sucesivas generaciones en entidades cada vez más organizadas. Dichos elementos, representados como dos seres monstruosos, fueron el Apsu u océano primordial y Tiamat o mar tumultuoso, de cuyo mezclado oleaje surgieron Mummu y dos serpientes sagradas, Lakhmu y Lakhamu, las cuales originaron a su vez a Anshar o “el horizonte celeste” y a Kishar o “el horizonte terrestre”. De esta pareja nacieron los grandes dioses y las demás divinidades que culminan en Marduk. De acuerdo a la tradición sumeria, los dioses no habían existido siempre, sino que tuvieron un comienzo que desembocó en la inmortalidad.

Así, en la creencia religiosa mesopotámica existe una diosa previa, Nammu, que equivale al agua primordial que es la gran matriz del ser, de la cual proceden los mismos dioses, si bien el dios supremo puede ordenar el destino jerárquico de los demás dioses. El panteón mesopotámico está constituido por dos tríadas que corresponden a la mitologización de las tres dimensiones más notables de la naturaleza cósmica y astral. La tríada cósmica estaba constituida por Anu (cielo), Enlil (atmósfera y tempestad) y Ea (agua). A esta tríada le sigue la tríada astral, mitologización de los tres astros más sobresalientes: Sin o Nanna que es la luna, Shamash o Utu que es el sol (dios de corte astral y naturalístico, titular de la verdad y la justicia, que impartía sin piedad contra los transgresores de la ley, pero era siempre misericordioso con los débiles y desgraciados), e Inanna o Ishtar que es Venus. A diferencia de Egipto, la tierra no es divinizada, puesto que es la plataforma que emerge del agua primordial, expresada por los dos hijos de Ea, que son Tiamat (aguas saladas oceánicas que amenazan con la vuelta al caos y la muerte) y Apsu (aguas dulces fecundantes).

Los sumerios consideraban el universo como un terreno reservado a los dioses, quienes desde las alturas dirigían al cosmos y mantenían en equilibrio las fuerzas que en él desplegaban. Sin embargo, los sumerios los concebían y representaban bajo formas humanas; hasta los más poderosos y sabios de estos dioses eran reducidos a escala humana en sus pensamientos y actos. Igual que los hombres, los dioses hacían sus proyectos y los realizaban. Los dioses comían y bebían; se casaban y criaban a sus familias; mantenían un numeroso servicio doméstico y se hallaban sujetos a todas las pasiones y debilidades propias de los humanos. Aunque en general preferían la verdad y la justicia, sus motivos no siempre quedan claros.

En el contexto del florecimiento de Babilonia a comienzos del segundo milenio antes de Cristo y en medio de un proceso de centralización política, los sacerdotes de los templos babilónicos constituyeron la supremacía del protector de la ciudad, llamado Marduk, y estructuraron una doctrina que podría llamarse monoteísta, en tanto aseguran la existencia del dios Marduk y que todos los restantes no son sino meras apariciones: Ninurta es el Marduk de la fuerza; Nergal es el Marduk de las batallas; Enlil es el Marduk del poder, etc.. Entonces, Marduk, dios de Babilonia, domina a los demás y es proclamado superior por todos los dioses; crea los cielos, la tierra y los astros. De su propia sustancia forma el hombre para que rinda culto a los dioses. Marduk es llamado “sabio entre los dioses”, “novillo del sol” o “hijo bueno”, quien recibiera sus cualidades mágicas de Asallukhi, primogénito de Ea, titular del Apsu. En himnos es proclamado como: “Imponente señor... supremo... eminente en los cielos... juez de los cielos... el dios de las gentes... que absuelve todo, dios de liberación... Tú apresuras el paso del rey del universo, a quien no se resiste... Acoge la imploración”.

Estaba también Ishtar o “señora y luminaria del cielo de magna fuerza”, titular del planeta Venus y diosa del amor, fertilidad y la guerra. A Ishtar se invocaba en himnos para solicitar: “Es a ti a quien suplico, cancela mi deuda, absuelve mi falta... acoge mi imploración, suéltame mis ataduras, devuélveme la libertad... Ordena y que a tu orden el dios irritado se reconcilie conmigo... Es mi señora quien es mi reina”. Los relatos sumerios consignan que Ishtar, también diosa de la sabiduría, tenía un “árbol de la vida” cuidado por una serpiente. Según esta creencia, es Ishtar quien enseña a Ninnah, diosa del nacimiento, a crear a los hombres con barro.

Tammuz, esposo de Ishtar, considerado por el mito como hijo de Apsu que es simbolizado como un toro fertilizante, era un dios de la vida, debiendo para ello debía pasar por la muerte, localizada en el ínfero o “tierra sin retorno”. Constituyendo un culto mistérico, Ishtar, la esposa de Tammuz, descendía del cielo a buscarlo, para ascender después junto a él, uniéndose, así, en un rito fecundante de amor que permitía el ciclo anual de las estaciones naturales, pasando de la muerte a la vida. Ese mito, conocido desde la época sumeria como Akitil, se celebraba siempre en el día de año nuevo. Tammuz es pues el dios que experimenta el sufrimiento, la muerte y la resurrección. Es más, se le humilla y golpea hasta sangrar y, estando encerrado en un pozo, se le revela una buena nueva de salvación para la humanidad.

Asimismo, conforme al antiguo culto popular agrario que veneraba a la gran madre, la diosa de la fecundidad (después conocida en Asia Menor como Ma, Rea o Cibeles), ésta tenía un consorte, el joven dios de la fecundidad llamado Attis. El mito enseña que Attis se había mutilado a sí mismo para escapar a la persecución amorosa de la diosa – madre y que había muerto bajo un roble (árbol sagrado). El dios fue luego resucitado por la diosa que lo amaba, de modo que la muerte y resurrección de Attis se celebraba en primavera. También Dumuzí, dios de la agricultura, muere y resucita en el proceso agrícola.

Asimismo, el mundo inferior era regido por Ereshkigal o princesa de la gran tierra, divinidad que registraba y juzgaba a cuantos arribaban a su reino infernal, junto con su pareja Nergal o furioso señor de la gran ciudad, rector del más allá o tierra de abajo y titular de la guerra, la destrucción y la muerte. Ambos gobernaban el reino de los muertos, en contraposición a Ishtar y Tammuz como divinidades de la vida y la fertilidad. El mensajero de Nergal fue Namtaru, demonio de la peste.

Luego los caldeos dieron origen a una religión astral. Los dioses fueron desposeídos de sus limitados atributos humanos, asumiendo la categoría de seres trascendentes y omnipotentes, identificados con los planetas mismos. Marduk llegó a ser Júpiter; Ishtar llega a ser Venus y así sucesivamente. Aunque no se apartaron totalmente de los hombres, perdieron su condición de seres que podían ser lisonjeados, amenazados y presionados por la magia. Regían pues el mundo mecánicamente y, si bien sus intenciones inmediatas podían discernirse, sus fines últimos eran inescrutables. Esta concepción condujo al desarrollo de una actitud fatalista. Entonces, como las sendas divinas no era conocidas, todo cuanto el hombre podía hacer era resignarse a su destino. Al hombre sólo quedaba someterse a la voluntad de los dioses y fiar totalmente de ellos, en la vaga esperanza de resultados satisfactorios. Tal circunstancia incidió entonces en el despertar de una fuerte conciencia espiritual. Ante dioses lejanos, el hombre estaba hundido en la iniquidad y la vileza, siendo indigno de aproximarse a los dioses. Así, la idea de pecado, ya presente en las religiones asiria y babilonia, alcanzó alta intensidad. En los himnos de aquel tiempo, se consigna que el hombre era un prisionero languideciendo en la oscuridad, sintiéndose profundamente abatido.

Dado su concepto de destino, este orden cultural contó  con numerosas técnicas de predicción, cuya finalidad primordial radicaba en penetrar la voluntad de los dioses o mantener distantes a los demonios, causa de todos los males. La adivinación consistía en la lectura de determinados signos y la ejecución de complejos ritos en lugares apropiados, por parte de un sacerdote especialista, gracias a los cuales se podía deducir una norma de conducta individual o colectiva. Recurrieron pues a oráculos o revelaciones del porvenir que eran comunicados a los hombres por los propios dioses o los videntes. Se da importancia así a la evocación de los difuntos desde el más allá (nigromancia), sobre todo a la interpretación de los sueños tanto naturales como provocados. En este mismo contexto, hechiceros quemaban y enterraban imágenes con fines maléficos. La predicción sumeria, babilónica y asiria descansó por excelencia en la astrología.

Afirmaban que el universo todo era uno y sus manifestaciones eran armónicas y conexas. Si se lograba comprender sus movimientos, se podía penetrar en el secreto de la propia vida. Siendo que los astros son dioses que se revelan en los movimientos astrales, su estudio permitía deducir las leyes a que obedecen sus giros a objeto de presagiar, gracias a la interdependencia existente entre todos los seres, la suerte futura de los hombres y sus empresas. El movimiento de los astros era la escritura de los dioses, de modo que el cielo era una gran carta sobre la cual estaba escrito el destino. Leer los astros era averiguar aquello que iba a ocurrir en la tierra. Por tanto, mediante el horóscopo o lectura astrológica del nacimiento, creían en la influencia y el determinismo que los astros tenían sobre las personas y, en consecuencia, se podía predecir la vida de un sujeto. Fue esta interdependencia de los seres la que llevó a los babilonios a admitir que la existencia de cada hombre estaba determinada por un espíritu adjunto, y tal noción, trasplantada después al dominio de la mística, haría nacer la idea del ángel de la guarda. En la Mesopotamia, el análisis de los astros se hacía tanto bajo la perspectiva religiosa (astrología) como una científica (astronomía).

En las primeras épocas de Babilonia existieron mitos cosmogónicos fundamentales. En siete tablillas de arcilla se registra “Enuma elish” o poema de la creación, mito cosmogónico, texto religioso dogmático y manual de astrología que habla del comienzo del mundo, de los dioses y su lucha por crear el mundo. Según la versión sumeria, Nammu creó al hombre con la arcilla del Apsu (océano primordial), contando con la colaboración de la diosa Ninmakh y de Enki. El poema mítico expone el llamado de la diosa Nammu a Enki: “Oh, hijo mío, levántate de tu lecho… haz lo que es sensato, forma los servidores de los dioses, para que puedan producir sus dobles”. Ante tal requerimiento, Enki responde: “Oh, madre mía, la criatura cuyo nombre has pronunciado existe: Fija en ella la imagen de los dioses, amasa el corazón con la arcilla que está en la superficie del abismo… Tú, haz nacer los miembros… decide el destino del recién nacido, Ninmah fijará en él la imagen de los dioses: Es el hombre…”.

En otro texto mitológico se menciona que es el dios Ea quien crea al primer hombre, llamado Adapa”, a quien le había sido dada la eternidad pero que por un error éste pierde la inmortalidad. Otra narración cuenta que el hombre brotó de la tierra, igual que las plantas; otra señala argumenta que los seres humanos  fueron creados a partir de la sangre de un dios mezclada con arcilla; y otra habla de la mezcla de la sangre de dos dioses artesanales inmolados para tal acontecimiento. Asimismo, la epopeya de la creación relata el triunfo mágico del dios Marduk sobre los dioses envidiosos y perversos que le dieron vida, la creación del mundo del cuerpo de uno de sus rivales muertos y, finalmente, para que los dioses fueran alimentados, el nacimiento del hombre, amasado con barro y sangre de dragón.

El poema mítico “El Ganado y el Grano” precisa que el dios del ganado, Lahar, y su hermana Ashnan, la diosa del grano, habían sido creados en la “sala de creación” de los dioses para que los anunnakis, hijos del gran dios An, pudiesen tener alimento. Se proclama entonces: “Cuando en la montaña del cielo y de la tierra, An hubo hecho nacer los annunakis… Porque Uttu no había nacido aún, porque la corona de vegetación no se había erguido aún… Como la humanidad en el momento de su creación, los anunnakis ignoraban aún el pan para nutrirse, ignoraban aún las ropas para vestirse… Es para que se ocupara de sus hermosas granjas, que el hombre recibió el soplo de la vida”. El poema mítico “Enki y Ninhursag” enseña sobre un país “puro… limpio… y brillante” donde no hay enfermedad ni muerte: “En Dilmun, el cuevo no da su graznido… el león no mata, el lobo no se apodera del cordero, desconocido es el perro salvaje… Aquél que tiene mal en los ojos no dice: “Tengo mal en los ojos”… La vieja no dice: “Soy una vieja”… El cantor no suelta ningún lamento…”.

En el mito cosmogónico del “Enuma elish” o poema de la creación realizada para glorificar a Marduk, dios civilizador, libertador y protector del hombre, titular de la magia, de la curación y fijador de los destinos, se le presenta luchando victoriosamente contra Tiamat, la fuerza caótica primigenia. Por otra parte, su esposa Zarpanitu o “brillante como la plata”, es presentada cual diosa madre que le da un hijo llamado Nabu, el “anunciador”, quién ejercerá como protector de cosechas y canales, llegando en esto incluso a superar el prestigio del padre.

Asimismo, el mito cosmogónico “Enuma elish”, el más antiguo poema épico conocido, relata el encuentro del héroe Gilgamesh con su antepasado Utnapishtimen, llamados “el límite del mundo” y tras las “aguas de la muerte” respectivamente. Este último cuenta a Gilgamesh que los dioses, recelando de los mortales, decidieron aniquilar la raza humana entera por medio de un terrible diluvio. Sin embargo, el dios Ea reveló el secreto a Utnapishtimen, uno de sus favoritos terrenales, instruyéndolo para que construyera un arca en la que debía embarcar a su familia y animales para salvar su vida y constituirse en semilla de la humanidad. Como la crecida de las aguas amenazó a los mismos dioses, al bajar las aguas, éstos decidieron no volver a cometer la ligereza de arriesgar la destrucción  de la criatura humana. Si bien el ser humano fue puesto a salvo de la destrucción, a partir de entonces su vida siempre estuvo rodeado de una gran incertidumbre. Su visa estaba sujeta al destino (shimtu) decretado por los dioses, debiendo aceptar con sentimiento religioso su tiempo humano y las circunstancias de su vida, si bien podía implorar a la divinidad mediante plegarias, himnos, salmos, letanías y ceremonias por un destino benévolo. Finalmente, una serpiente arrebata a Gilgamesh la planta sagrada de la inmortalidad. La historia de Gilgamesh sería tan poderosa que Homero las recogería en “Odisea” y se agregarían a “Las mil y una noches” del Islam medieval.

Lo que sería el “Hades” griego y el “Sheol” de los hebreos, para los sumerios era el “Kur”, palabra que significaba montaña y país extranjero, pero que desde el punto de vista cósmico señalaba el espacio vacío que separa la corteza terrestre del mar primordial. Era a esta parte adonde iban todas las sombreas de los muertos, y no sólo la de los humanos. Sólo se podía llegar hasta allí atravesando el “río devorador del hombre”  a bordo de una barca conducida por el “hombre de la barca”. En esos infiernos, morada de los difuntos, se llevaba una vida similar con la de los vivos. Además, la creencia sumeria enseña la bajada de un rey a los infiernos. El gran monarca Ur-Nammu llega al Kur, y empieza por visitar a los siete dioses infernales, presentándose en el palacio de cada uno de ellos provisto de ofrendas con la pretensión de reconciliarse. Finamente llega a la residencia que los “sacerdotes” del Kur le han asignado, encontrándose como en su casa.  Gilgamesh, quien tras su muerte se ha transformado en “juez de los infiernos”, le inicia en las leyes y reglamentos de su nueva patria. Luego, tras transcurrir “siete días, diez días”, Ur-Nammu percibe el “plañido de Sumer” y se acuerda que la muralla de Ur no ha sido terminada ni consagrada a su esposa, terminando su gozo y comenzando a elevar una larga lamentación. Asimismo, en ciertas ocasiones, las sombras de los muertos podían reaparecer momentáneamente sobre la tierra.

Además, en la creencia sumeria también existe el mito del descenso de una deidad a los infiernos. En “La bajada de Inanna a los infiernos” se señala que Inanna, señora del cielo y “grande en las alturas”, desea acrecentar su poderío y procura reinar también en los infiernos, el “grande de los abismos”. Desciende pues al “país de irás y no volverás” y enfrentar a su hermana Ereshkigal, la reina de los infiernos. Tras sufrir la “mirada de muerte” de los jueces infernales y el dios Enki modelar dos entes asexuados, kurgarru y kalatarru, a los cuales confía el “alimento de la vida” y el “brebaje de la vida” para esparcirlo sobre el cadáver de Inanna y salvarla, ésta vuelve a la vida y logra zafar de los demonios, aunque sólo tras lograr que el dios – pastor Dumuzi ocupe su lugar y cumpla le ley jamás quebrantada puertas del “país de irás y no volverás”, consistente en que aquél que una vez haya franqueado las puertas del infierno no puede volver a la tierra más que si encuentra a alguien que ocupe su lugar en los infiernos.

Con todo, aunque precedido por Bilalama, Lipi-Ishtar y Ur – Namu (rey de Ur hacia el año 2050 a.C.) y sus códigos de leyes escritas más antiguos conocidos, Hammurabi, rey de Babilonia que gobernó entre los años 2400 y 2000 antes de Cristo y unificó el imperio babilónico (constituyéndolo desde el Mediterráneo hasta Susa y desde el Kurdistán hasta el Golfo Pérsico), sin más aparece en un bajo relieve de Susa recibiendo leyes del dios sol y cuyas inscripciones contenían el código de las leyes promulgadas por él (Código de Hammurabi), las cuales, ejercieron gran influjo en todos los sistemas legislativos del Oriente, incluyendo el de los israelitas. Sin perjuicio de que según el judaísmo la Torá oral precede a la Torá escrita y encuentra su origen en Adán, de un modo trascendente cabe observar que la misma tradición judía indica que Moisés recibe la revelación y tablas de la ley en el año 1234 antes de Cristo dada la actitud del pueblo judío.

Como se aprecia, los sumerios elaboraron la teoría del poder creador de la palabra divina. Los sumerios estructuraron un primer sistema de asambleas con dos cámaras (dos milenios antes que los griegos), tuvieron una farmacopea, almanaque agrícola y desarrollaron una intensa vida cultural, incluyendo un sistema escolar, diccionarios, bibliotecas, proverbios, adagios y fábulas. Los sumerios también construyeron el zigurat de Jarán, osado intento sumerio de subir al cielo, que presenta una construcción en espiral, después asociada a la Torre de Babel. Tishub, dios mesopotámico de la tormenta, tenía por atributos el hacha doble (después llevada a Creta y atribuida a Zeus) y el águila de dos cabezas, representación simbólica asumida más tarde por Bizancio y utilizada como emblema por las dinastías de los zares rusos.

 

G.1.3. Cultura y civilización persa

En el curso del tercer milenio antes de Cristo, pueblos indoeuropeos abandonan su patria primitiva y se encaminan al Asia meridional, proyectándose los hindúes por el valle del Indo y los arios sobre la meseta que recibió de ellos el nombre de Arana o Irán. Existían dos tribus principales: los medos y los persas, encontrando estos últimos su origen en la costa oriental del Golfo Pérsico. A mediados del siglo VI, los reyes medos establecieron un reino poderoso, logrando extender su dominio sobre los persas y ayudaron a destruir el impero asirio.

En la época de predominio medo, una casta sacerdotal constituida por los magos, ocupan una posición dominante en el culto y veneran a los “ahuras” o los “devas” (antiguas divinidades tribales de los arios) alternativamente o a ambos a un tiempo, sin llegar a contraponerlos. No obstante, para oponerse a los magos medos, los aqueménides persas comenzaron a apoyarse en los “athravanes” o sacerdotes Ahura-Mazda. Finalmente, los persas se alzan ante la dominación de los medos bajo la dirección del joven príncipe Ciro, quien logra destronar al último rey medo y avanza contra otros pueblos. Conquistaría así Lidia en Asia Menor, hacia 546 conquistó enormes extensiones hasta el río Indo e incluso se apoderaría de Babilonia en el año 539. Impuso luego dominio sobre Siria, Palestina y Fenicia. Reunía así bajo su control el Asia occidental, creando el imperio más grande que hasta entonces había existido en la historia. Darío, sucesor de Ciro, consolidó su dominio sobre el imperio que se extendía entre Helesponto y el Indo, entre el Cáucaso y el valle del Nilo.

Más tarde, bajo los sasánidas, la religión mazdeísta se convierte en religión nacional de los iranios. Será la divisa nacional en la lucha contra los estados cristianos del Mediterráneo y, más adelante, contra el califato musulmán. Finalmente el imperio persa sería derrotado por los griegos. No obstante, los persas dejaron una profunda y trascendente huella en la historia humana. A pesar de haber sostenido una religión cuantitativamente no significativa, su importancia y trascendencia radica en que proyecta una religión monoteísta y revelada que tuvo un gran impacto sobre el judaísmo, el cristianismo y otras religiones.

La religión persa corresponde al mazdeísmo. Fue fundada por Zerduscht (Zaratoshtar Sapetmé, cuyo nombre significa “propietario del camello amarillo” y su apellido “tribu blanca” o “raza blanca”; Zarathustra en la denominación persa o zendo y Zoroastro en la denominación griega), razón por lo que impropiamente también se la llama zoroastrismo. Aunque se conviene en que la patria de esta religión es el Irán, específicamente la región de Bactria (que hoy corresponde a Afganistán y Tadzhikistán), existe una fuerte discrepancia respecto de la época de su formación. Los mazdeístas conservadores fijan su origen 6000 años a.C.; otros la estiman originada unos 3000, 2500, 1500 o 1000 años antes de la era cristiana, mientras otros seguidores estiman su fundación unos 600 años antes de Cristo. Por extensión, la misma fecha de nacimiento y muerte de Zarathustra no ha sido determinada con exactitud. No obstante, fue el rey Sapor quien, en el siglo IV a. C., hace recopilar los fragmentos del libro sagrado, llamado Avesta.

Como profeta, al concebir una metafísica con el propósito de purificar las creencias del pueblo y actuar como evangelizador y reformador, Zarathustra desafió a los dignatarios religiosos que mostraban su impiedad y abusaban de su poder para enriquecerse y dominar al pueblo, siendo atacado por éstos. Sin embargo, finalmente logró el inicial apoyo de un monarca (rey Vishtasp del Balkh) y luego el mazdeísmo se convirtió en la religión del imperio persa, llegando a ser incluso la religión dominante en el oeste del Asia, desde los tiempos de Ciro (550 a.C.) hasta la conquista de Persia por Alejandro el Grande. Luego, bajo una monarquía macedonia, la doctrina de Zarathustra fue afectada por la introducción de factores externos, aunque más tarde el mazdeísmo recuperaría su ascendencia.

La separación de las antiguas tribus iranias de las indias de la época se produjo en el segundo milenio antes de nuestra era. En esa época, las creencias religiosas de ambos grupos tribales eran divergentes, igual que su lengua. Originalmente tenían en común tanto el culto a los espíritus de los antepasados, la veneración de animales sagrados (vaca, perro y gallo) como la bebida sagrada (“haoma” iraní y “soma” indio). Existía asimismo coincidencia respecto de los nombres de dioses: el dios solar Mitra, el espíritu del mal Andra (Indra védico); el héroe cultural Iima es el primer pastor y legislador (Iama védico). Sin embargo, diferían en que los “asuras” o antiguos dioses indios, correspondían para los iranios a la veneración de los espíritus “ahura”. Además, los “devi”, que después se convertirían en la India en el principal objeto de culto, para los iranios eran espíritus malignos. Sobre estos fundamentos se desarrollaría después el mazdeísmo.

En lo esencial, el mazdeísmo se establece como religión mono dual en una tierra con una ancestral premisa de religiones politeístas, concibiendo finalmente la existencia de un dios constituido por dos principios activos. De esta forma, Zarathustra afirmó la creencia en un ser supremo llamado Ahura Mazda o el “sabio señor” que creó y contiene en sí un dualismo definido por la lucha entre dos “manyu” o espíritus. Estos son el espíritu del bien (spenta manyu) llamado Ormuzd o divinidad suprema, principio de luz, verdad y justicia, incapaz de maldad, y el espíritu del mal (angra manyu) llamado Ahriman, divinidad que es espíritu maligno, de violencia y muerte, que preside las fuerzas del mal y es dios de las tinieblas.

Debiendo considerarse que desde la antigüedad existen dos modos de concebir la idea de divinidad, donde por una parte hay divinidades del bien y divinidades del mal y, por otra, divinidades que hacen tanto el bien como el mal, en el caso del mazdeísmo, Ahriman o el espíritu del mal es el reflejo imperfecto de Ahura – Mazda, padre de los dos principios. Ha sido suscitado como espejo necesario en el que Dios se capta y comprende. En este misterio, el mal está en Dios y su manifestación le es necesaria pues el absoluto no puede existir solo, so pena de no ser nada. En este contexto, Ormuzd creó al hombre y lo dotó de los medios para ser feliz, pero Ahriman turbó dicha felicidad introduciendo el mal en el mundo.

La doctrina del mazdeísmo afirma la existencia de un estado de confrontación cósmica permanente entre el principio de la luz, Ormuzd, y el principio del mal, Ahriman. No obstante, si bien su potencia es pareja, se llegará a una batalla cósmica final entre Ormuzd y Ahrimán y los espíritus que les están subordinados. Llegado el día, Ormuzd vencería a Ahrimán en una última y total batalla, asegurándose el triunfo final del bien y la condenación a la oscuridad eterna a Ahriman y sus seguidores. El espíritu del mal sería completamente destruido  al fin de los tiempos, dándose término al dualismo y se constituirá un bien supremo que será un todo y en todo. De esta forma, aún el infierno concebido por los persas no estaba destinado a durar eternamente. Todo sería purificado y hasta los ocupantes del infierno serían liberados.

Conforme a la creencia mazdeísta, los sufrimientos y las incoherencias del mundo humano son creadas por la lucha constante entre estos dos principios. De esta forma, este dualismo implica una estricta moral para la humanidad ya que ésta es interpelada a escoger a quien seguir, al espíritu del bien o del mal. Los humanos arbitran en parte esta confrontación pues, con sus acciones buenas o malas, favorecen a uno u otro antagonista. En esta perspectiva, el mazdeísmo sostiene que Ahriman desaparecerá al final de los tiempos, cuando ya ninguna criatura quiera seguirlo. Los persas sentían tal horror ante este principio maligno y escribían su nombre al revés.

Además, Zarathustra consigna la existencia de una revelación divina fundamental. Según la leyenda, Zarathustra recibió revelaciones del dios supremo llamado Ahura Mazda, cuando tenía 30 años de edad, saliendo triunfante del mal y dando a su misión el significado de una lucha contra el poder de las tinieblas en favor del dios de la luz. Por medio de esta revelación, los seres humanos pasan a compartir la sabiduría de Dios. La participación en la divina omnisciencia era, por tanto, proporcionada. De esta forma, la comunicación entre Ahura Mazda y los humanos se produce a través de un conjunto de atributos, llamados “amesha sientas” o “generosos inmortales”, los cuales son descritos como conceptos que a veces son personificados.

Aún más, existiendo revelación a un sujeto determinado, en el mazdeísmo se establece la idea de pueblo elegido al ser Ahura Mazda quien libremente decide a qué pueblo revelarse y hacer depositario de la verdad revelada. Se supone así que los mazdeístas eran exclusivos poseedores de la verdad ya que  eran depositarios de la verdad del dios que se revela.

Asimismo, existiendo un dios supremo, revelación divina y depósito de la verdad, sin más ésta queda registrada en un texto sagrado. Aunque la verdad revelada debía permanecer oculta, parte de ella es inscrita en el “Avesta”, libro sagrado que, significando fundamento y adoración, registraba la revelación oral dada por Ahura Mazda y recibida por Zarathustra durante sus meditaciones en las montañas, quien la transmite a sus prosélitos. El Avesta incluye las palabras originales de su fundador, Zarathustra, preservadas en una serie de cinco himnos llamados Gathas o “cantos puros” (17 himnos con 241 cantos). Los Gathas corresponden a una poética abstracta sagrada, inspirada por un dios único que, como visión universal, pretende el entendimiento del orden cósmico, la promoción de la justicia social y la libertad de opción entre el bien y el mal. En este sentido, el libro sagrado a la vez es código moral, relato mitológico y tratado de magia. Siglos más tarde, algunos sostendrán que partes del Avesta fueron escritas con posterioridad a la revelación a Zarathustra. Por ende, aún en la actualidad la comunidad mazdeísta está dividida entre quienes siguen mayor o exclusivamente las enseñanzas de las Gathas originales, y quienes creen en la importancia de las tradiciones posteriores, también inspiradas por la divinidad.

Conforme a su fundamento, el mazdeísmo implica una vital creencia escatológica pues la creencia en una decisiva y final batalla cósmica entre el principio del bien y del mal, implica la idea de salvación y, por extensión, la de un Mesías. Zarathustra predice la venida de un Mesías, salvador cuyo advenimiento anuncia la proximidad del juicio final. De acuerdo a Zarathustra, el mundo existiría por espacio de doce mil años. Al final del segundo milenio se produciría la segunda visita del Mesías a la tierra como señal de redención de los hombres nuevos. El salvador resucitará a los muertos, separará a los buenos de los malos y los juzgará. De esta forma, a su debido tiempo debía llegar milagrosamente el Mesías definitivo llamado Saoshyant (Saosyat, Sushiyans), nacido de la virgen Hvov, cuya misión consistiría en preparar a los hombres buenos para el fin del mundo.

La religión mazdeísta se constituye entonces con un contenido ético fundamental.  El mazdeísmo afirma entonces que sólo a través de la contemplación, la reflexión y la razón se puede llegar a conocer a Ahura Mazda. La creación está basada en la inmutable ley de “ashá” o rectitud, la cual tiene bajo su control la totalidad de la existencia. Como todo lo creado por Ahura Mazda es el bien absoluto, el bien y el mal son creaciones de la mente humana, que a través de sus pensamientos pasan a sus palabras y sus comportamientos. Aunque contenía rasgos de predestinación, el mazdeísmo establece que el hombre posee la facultad de elegir entre el bien y el mal y, en consecuencia, es responsable de sus actos. El ser humano posee entonces libre albedrío ya que era libre de pecar o no, siendo recompensado o castigado en una vida ulterior de acuerdo a su conducta terrena. El “pardís” o “la mejor existencia” sería el reflejo del buen comportamiento y, el “duaj” o “la peor existencia”, la imagen de sus perjudiciales actitudes. Este estado de ánimo, incluso después de la muerte, acompaña al alma de la persona en la otra vida. No obstante, el mal no es innato en las personas, sino que es fruto de su ignorancia acerca de las leyes de “ashá” o rectitud, y de su pensamiento desviado o inmaduro. Por tanto, la felicidad del ser humano depende de su grado de sabiduría y conocimiento. Asimismo, la libertad de pensamiento y de expresión son un derecho básico de la persona y una garantía para poder elegir el camino correcto. El mazdeísmo enseña por tanto que la única arma para luchar contra los malhechores y atraer adeptos a la fe son los “elocuentes discursos”. La superioridad de unos sobre otros es solamente por su rectitud y bondad. Por extensión, la felicidad debía ser lograda en esta misma vida, manteniendo siempre el cuidado de la naturaleza y dando trato humano a los animales. Los mazdeístas estaban por tanto dedicados a seguir la enseñanza de “homet” o  buen pensamiento, “hojet” o  buen discurso (buenas palabras) y “horshet” o buen comportamiento (buenas obras). Los mazdeístas sostenían que el alma, suprema esencia humana y rayo de luz venido de Ahura,  era la fuente y causa de todos los comportamientos humanos; eran pues optimistas ya que estaban convencidos del triunfo de las potencias del bien. Así, la recompensa para los devotos y bienhechores era, a nivel individual, la felicidad y el sosiego espiritual y, a nivel social, convertirse en parte de Ahura Mazda en el día del juicio final.

El mazdeísmo consigna además que apenas cobraron vida los ancestros de la raza humana, Mashya y Mashyoi, éstos se regocijaron en el mundo creado por Ahura Mazda. Sin embargo, renegaron de la bondadosa divinidad cuando el malvado Angra Mainyu les susurró al oído que él era el verdadero creador. Cuando Angra Mainyú mata a Grajomart, Mashya y Mashyoi estaban absorbidos por el dios de la oscuridad y no atinaron a defender a su padre ni a quejarse ante Ahura Mazda. En castigo por su traición, Ahura Mazda los hizo mortales. Estimaba asimismo el mazdeísmo que Yima era el primer hombre, que habló con Ormuzd y fue creado inmortal, condición que le fue arrebatada cuando dio de comer carne a su pueblo. En castigo tuvo que proteger plantas, árboles y animales, debiendo a la vez combatir a los dañinos, especialmente a la serpiente, el “enemigo de Dios”. Cuando llegue el fin de los tiempos, Dios repoblará la tierra.

En el mazdeísmo, las almas de los muertos se dirigen hacia el puente de Tchinvat. Los justos lo franquean y llegan al Garodemana o Casa de los Cantares, donde Ahura- Mazda tiene su trono. Los pecadores pasan de largo ante él, permaneciendo en este mundo, el Drudjodemana o Casa de la Mentira, hasta el día en que venga el salvador Saoshyant. Como la transformación es llevada a cabo por el salvador, al final de los tiempos los cuerpos humanos se despertarán para participar en el “cuerpo final” o macrocosmos restaurado, momento del reino de la beatitud final tras haberse cumplido la purificación definitiva de las almas justas o pecadoras.

Los ritos religiosos del la Persia antigua eran extremadamente simples, considerando oraciones y ceremonias simbólicas. En sus prácticas rituales no usaban templos, altares o estatuas, y realizaban sus sacrificios en las cumbres de las montañas. Estos ritos religiosos eran regulados por sacerdotes – magos, llamados magi, cuya práctica estaba conectada con la astrología y la magia. El fuego desempeña un rol fundamental en la creencia y rito mazdeísta pues el espíritu del dios Ahura Mazda está presente en el ritual del fuego dirigido por los magos. Adoraban el fuego, la luz, y el sol como emblemas de Ormuzd, fuente de la luz y la pureza. Al igual que el posterior cristianismo, el mazdeísmo relaciona el mal con lo oscuro y la luz con el bien.

La doctrina de Zarathustra se relaciona con uno de los cultos de raíces muy antiguas y al que se le da significación autónoma: el mithraísmo o culto que se rinde a Mithra, hijo - amigo de Ahura Mazda. Mithra es considerado la personificación del sol y tenido por salvador, y cuyo nombre significa amor y fidelidad. Mithra es representado como el poderoso guerrero vencedor del toro mítico.

El culto al dios Mehr (en persa, sol y amor) es una creencia iraní de gran influencia universal. Se trata de un dualismo formado alrededor de una pareja divina, Mithra y Varuna, que son complementarios en todas sus acciones. Esta creencia se propagó por Asia y Europa. Aunque en los antiguos textos del Avesta no figura su nombre, el rey Atajerjes II (405 a 32 a.C.) oficializó su culto. Es más, en la época de los partos y del imperio romano, el culto se difundió significativamente en Irán y otros países, influyendo en las legiones romanas y llegando Nerón a aceptarlo el año 66 como suprema divinidad. En los siglos II y III el culto de Mithra rivalizó con el cristianismo y ejerció influencia sobre él.

Según la creencia mithraísta, Mehr, al final del mundo, resucitará para llenar el universo de justicia y bondad, vengándose de los opresores. El dios Mehr es concebido como el mediador que pide clemencia para los humanos ante el dios supremo Ahura – Mazda y Angra Manyu. Así, disfrazado de hombre, el dios Mehr sacrifica un animal para regar con su sangre la tierra y ofrecer a sus adoradores pan y vino hechos de la carne y la sangre del animal sacrificado. De esta forma, los seguidores de esta fe realizaban el acto de la eucaristía, procediendo a integrarse al cuerpo del dios mediante la consumisión del pan y el vino, como carne y sangre del dios Mehr. Por extensión, en sus ceremonias, los mitharaístas celebraban el bautizo; empapaban la cabeza del aspirante con la sangre del animal sacrificado. Los mithraístas también sacralizaban el domingo y entendían que Mithra nació de una roca virgen, en una cueva y en medio de una comunidad de pastores, en el período del solsticio de invierno, el 25 de diciembre. Esto hizo que los mithraístas fundaran sus templos en el seno de las montañas o lugares subterráneos. La principal función política atribuida al dios Mehr era presidir las alianzas y garantizar la soberanía de la raza aria sobre las tierras conquistadas.

Zarathustra se rebeló contra esta fe, en especial por sus crueles sacrificios de animales, aunque la influencia de Mehr entre la población le obligó a denunciarlo con sutileza. En el Avesta, Mithra es un ángel que cuida el compromiso y la rectitud bajo la forma de un glorioso rey que, montado a caballo, sale de su morada celestial en una carroza dorada. Se presenta asimismo como comandante y padre de los combatientes con sus mil arcos y mil flechas.

También surgió el zarvanismo, creencia que dominaría el territorio del Irán oriental. La mitología afirma que antes de que existiera el cielo y la tierra, Zarván, dios del templo infinito, reinaba de manera solitaria, en el universo. El, que deseaba tener un hijo, ofreció sacrificios durante mil años. Pero al no obtener resultado, dudó de los poderes de la ofrenda. Justo en el momento de su escepticismo, en su vientre se concibió la semilla de dos gemelos, puesto que Zarván era un ente hermafrodita. Uno de ellos, Ahura, fue resultado de su deseo, y el otro, Ahrimán, producto de su duda. Antes de que nacieran, Zarván había pensado entregar el trono al que saliera antes al mundo. Ahura, al enterarse de la promesa de Zarván, avisó a su hermano. Pero Ahrimán, aprovechando la ingenuidad de Ahura, rasgó el vientre de su progenitor y se presentó ante su padre. Zarván, que esperaba un hijo iluminado que desprendiera fragancia, se encontró con un ente oscuro y maloliente. Cuando nació Ahura, Zarván le reconoció como el fruto de su deseo y le otorgó las ramas de olivo, pero cumplió su promesa y entregó el gobierno del universo a Ahrimán durante nueve mil años y a Ahura, la administración del mundo supremo.

Pasaron así tres mil años. Mientras tanto, Ahura procedió a crear dos mundos, el del espíritu y el de la materia, para que se complementaran. Los dos mundos se pusieron a colaborar estrechamente para enfrentarse a Ahrimán. El objetivo de la batalla entre los dos contrarios es devolver al dios Zarván el sosiego que perdió a causa de su duda.

Tres mil años después, Ahura inventa el universo (tarea en la que invierte un año) en seis fases, siendo creados por orden el cielo, el agua, la tierra, las plantas, los animales y el primer hombre, Kiumars, el mortal imperecedero, que será su representante en la tierra y su colaborador para destruir al principio del mal.

Por su parte, en la época de los Aqueménidas, las ideas del mazdeísmo penetran entre los hebreos. En su momento, los judíos vivían pacíficamente entre los persas y se relacionaban dialogando y negociando en arameo. Con todo, la influencia del mazdeísmo es evidente asimismo en Grecia con el orfismo. La materia, el mundo de las apariencias, se identifica con el principio del mal. Pitágoras evoca la prisión del alma y Platón afirma su creencia en el alma perdida, que ha descendido del reino de la Luz y aspira a regresar a él. Sócrates experimenta su propia naturaleza doble y conversa normalmente con su daimon familiar.

Con tales precedentes, la influencia mazdeísta se proyectaría al cristianismo. Es precisamente del sincretismo de las ideas mazdeístas -  judeo – cristianas, que en el siglo III de nuestra era se desarrolló la doctrina dualista del maniqueísmo, religión de tipo gnóstico. A partir del siglo V, la secta cristiana de los nestorianos experimentó fuerte influencia de esa concepción dualista del mundo. Sobre esta misma base se formó en la Edad Media la secta cristiana de los paulicianos (a partir del siglo VII), de los bogumilos (siglo X), de los cátaros, albigenses y otros (siglos XII y XIII).

Maní, que en arameo significa “mi dios”, nace en el año 216 de la era cristiana en el norte de Babilonia. Siendo su padre un agnóstico que luego se convirtió en bautista, el joven Maní experimentó una gran influencia del mandaísmo. Este movimiento era una combinación de creencias iraníes, indias y griegas, cuyo núcleo ideológico era la purificación del alma y la dualidad en el pensamiento; creían en el rey de las luces y en el de las tinieblas. Todas las bellezas y bondades pertenecían al dios de las Luces y sus contrarios, a su rival.

Se enseña así que en el año 228 d. C., a Maní se le apareció un espíritu llamado Narkhimak, encomendándole divulgar la verdad a los seres humanos, mediante el rechazo de los placeres mundanos y, de esta manera, liberar su alma. A los 34 años, Maní se declaró profeta y se presentó como la encarnación de la ciencia total, el espíritu santo, apóstol de la luz y sucesor legítimo de los mensajeros celestiales como Adán, Zarathustra, Buda y Jesús. La creencia de Maní en la unidad del ser humano se representa en la necesidad de reunirse bajo la bandera de una misma religión, una misma iglesia y un mismo profeta. Durante el reinado del emperador persa Shapur I (241 – 272), Maní gozó del favor del emperador sasánida, lo que le permitió propagar su doctrina hasta en tierras del imperio romano, alcanzando China y Siberia hacia el siglo VII y VIII, persistiendo esta creencia en dichos territorios aún hasta el siglo XV. La llamada “Santa Iglesia” o la “Iglesia de la luz”, teniendo una jerarquía eclesiástica de 12 maestros, 72 obispos y 360 grandes y aceptando a la mujer como propagandistas o sabias de la fe, se abocó desde el principio a una labor misionera para la conversión universal, planteándose la propaganda como un deber permanente.

El dios supremo para Maní era Zarván (no Ahura Mazda), llamado por él “dios de las cuatro caras”, en relación a los cuatro elementos sagrados, los cuales eran asociados a la luz, el poder, la sabiduría y el espacio. El maniqueísmo se basa entonces en la división dualista del universo, en la lucha entre el bien y el mal. La lucha entre estas dos fuerzas origina el mundo y determina el futuro del universo. Para Maní, el cuerpo es el nido donde se cobija Satanás, representante del mal; en cambio, el reino del espíritu es el ámbito de la luz y el bien. El alma, que es iluminada, está encerrada en el cuerpo, que es tenebroso. Tras la muerte, el alma, liberada del cuerpo que es jaula, asciende hasta el sol, corte de las luces y allí se eternizaría. La presencia divina se manifiesta de modo modesto, pacífico y afable, pero es hostigada a cada instante por las belicosas tinieblas del mal. En este contexto, el maniqueísmo difiere del mazdeísmo por su pesimismo. Para los maniqueos, el mundo está actualmente dominado por las tinieblas y la tierra está expuesta al sufrimiento y la injusticia, no siendo probable que la luz triunfe sobre las tinieblas. Aún más, Maní pronostica el fin del mundo a causa de una gran guerra, momento en el cual la mayor parte de la luz abandonará la tierra, anunciando la llegada de un segundo Cristo. Los dioses protectores del universo se desentenderán de su deber, los cielos y la tierra se destruirían, el gran fuego ascendería y sus llamas alcanzarían el paraíso.

Después, cuando los árabes seguidores del Islam invadieron Persia el año 650 d.C., la mayoría de los pobladores de la región fueron compelidos a renunciar a su antigua fe. Los que rehusaron abandonar la religión de sus ancestros, huyeron al desierto de Kerman y al Hindostán, donde permanecieron con el nombre de “parsis”, nombre derivado de Paris, antiguo nombre de Persia, teniéndose noticia que en el siglo VIII aún conservaban en Europa los antiguos libros sagrados iranios. Los árabes los llamaron “guebers”, de la voz árabe que significa no creyente. Un pequeño número de mazdeístas huyó a India y se concentraron en Bombay, donde hasta hoy en día mantienen actividad. Otros permanecieron en sus tierras originarias soportando dura persecución, conversión forzada y altos impuestos.

Tal como influyó en la formación de sectas cristianas, en su momento, en el Asia anterior se formó, entre una parte de los kurdos, la secta de los iesidos (iesid, denominación mazdeísta de los ángeles ized), aún existente. En los pueblos del Cáucaso se advierten huellas del mazdeísmo, en especial en lo referente a ritos funerarios osetinos e ingushos. Hasta comienzos del siglo XX existió el templo de los adoradores del fuego en Bakú. En la actualidad, aunque su cifra real es mucho más elevada, se estima que unos 18 mil mazdeístas residen en Yazd, Kernan y Teherán, actual Irán. Con todo, aunque algunos practicantes del mazdeísmo se oponen, generalmente éstos no aceptan conversos; se debe nacer en esa religión.

En definitiva, ni egipcios ni mesopotámicos, ni después griegos o romanos descansaron sus creencias en una verdad revelada por dioses. Así, en la historia de la humanidad conocida, sólo cuatro creencias religiosas han reclamado la revelación divina como atributo esencial. Son precisamente el mazdeísmo, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo los únicos credos oficiales organizados que postulan la revelación divina y la calidad de depositarios de la fe revelada por Dios para la salvación de los seres humanos. Por definición, la reclamación de la revelación y depósito original de la verdad de Dios es una condición de suyo excluyente pues la certeza y seguridad de uno implica la negación esencial de las otras. De hecho, de la posesión de la revelación original y auténtica deriva nada menos que la validez de los textos sagrados, de la condición de pueblo elegido portador de las categorías de bien, verdad y guía de la humanidad.

La naturaleza de estas definiciones fundamentales son clave para entender la radicalidad de sus históricas confrontaciones. La verdad revelada por Dios y su depósito es un hecho innegable, irreductible, inextinguible e irrenunciable que determina una visión y una consecuente misión humana trascendental en la que se debe emplear todas las fuerzas disponibles. En definitiva, en el entendimiento profundo de esta disputa esencial radican las explicaciones de muchos acontecimientos y circunstancias humanas del pasado, del presente y, ciertamente, del futuro.

 

G.1.4. Cultura y civilización judía

Conforme a la Biblia (byblos, papiro), en el Antiguo Testamento, los primeros orígenes de esta religión aparecen en Mesopotamia unos dieciocho siglos antes de la era cristiana. En consecuencia, implicando profundas transformaciones, el judaísmo se configuraría a lo largo de una historia milenaria. Teniendo por base un pueblo llamado “habiru”, nombre que se relaciona con la palabra bíblica “hebreo”, desde la más remota edad hasta el año 1.100 antes de Cristo, se constituye una fase pre­mosaica caracterizada por la preeminencia del animismo o devo­ción por espíritus que moraban en las montañas, árboles, manantia­les y piedras de forma peculiar, sosteniéndose distintas prácticas mágicas como la nigromancia, la magia imitativa, los sacri­ficios de víctimas propiciatorias y otras. Gradualmente, correspondiendo a lugares y tribus distintas, el animismo cedió lugar a los dioses antropomórficos, donde muy pocos tenían nombre propio y eran sólo designados como "El", esto es, "Dios". En esta época no se conoció el culto a Jehová.

Luego, desde el siglo duodécimo hasta el noveno antes de Cristo, se configura un período de monolatría nacional, caracterizada por la adoración predominante de un dios, sin perjuicio de la adoración de otros. Merced a la influencia de Moisés, su conductor; los hebreos reverencian a un dios nacional que era denominado “Jhwh”, concepto pronunciado como “Jahveh”. Durante la época de Moisés, y durante dos o tres centurias más, Jehová fue una deidad muy particular ya que en su origen ni siquiera correspondió a una deidad propiamente hebrea, pues parece haber sido tomado de los kenitas, pueblo del desierto próximo al monte Sinaí. No obstante, fue concebido antropomórficamente, esto es, con un cuerpo físico y cualidades emotivas del ser humano. Era pues tornadizo e irascible, tan capaz de maldad y castigo como de benevolencia. Sus leyes solían ser arbitra­rias e imponía penas tanto al que pecaba inconscientemente como a aquel cuya culpa era real. La omnipotencia era un atributo al cual apenas podía aspirar, dado que su poder se limitaba al territorio ocupado por sus devotos. Pese a sus limitaciones, los hebreos rendíanle acatamiento y sumisión como a su único guía y salvador, protector de huérfanos y viudas y activo vengador de los males recaídos sobre la nación.

Como se aprecia, esta fase no se destacó por su religiosidad, eticidad o profundidad espiritual. Los diez mandamientos, dictados por Jehová a Moisés desde lo alto del monte Sinaí, aparecieron en realidad en época bastante posterior. Aunque en los tiempos mosaicos debió haber existido un más primitivo decálogo, el del Exodo es, ciertamente, no anterior al siglo séptimo. Para el Jehová mosaico fue menos importante la pureza del alma que la observancia de la ley y la fiel ejecución del sacrificio. Además, la religión no estaba virtualmente afectada por ele­mentos espirituales. No ofrecía nada, salvo un reconocimiento de índole material para este mundo, y absolutamente nada para lo futuro. Final­mente, la monolatría estaba mezclada con ciertos matices de fetichismo, magia y otras supersticiones mayores, provenientes de tiempos pasados o adquiridos por el contacto con otros pueblos vecinos. Variaban estas prácticas, desde la adoración de la serpiente, hasta los sacrificios y orgías propiciatorias de fertilidad.

Hacia el siglo IX antes de Cristo, la fe hebrea requería una reforma pues la superstición y la idolatría habían tomado cuerpo hasta un punto tal, que el culto por Jehová apenas se distinguía del culto de los fenicios por Baal. El mismo cántico de Moisés, después de pasar el Mar Rojo, preguntaba: "¿Quién como tú, Yavé, entre los dioses? ¿Quién como tú, glorioso y santo, terrible en tus hazañas, autor de maravillas? (Éxodo 15:11). El mismo decálogo, en su primer y segundo mandamiento indicaba: "No tengas otros dioses delante de mí... No te postres ante esos dioses, ni les des culto, porque Yo, Yavé, tu Dios, soy un Dios celoso. Yo castigo hijos, nietos y biznietos por la maldad de los padres cuando se rebelan contra mí " (Éxodo 20:3 - 20:5). Los primeros en sentir la necesidad de una reforma fueron los dirigentes de sectas ascéticas como la de los nazarenos y la de los recabitas. Denunciaron la corrupción y clamaron por la restauración de la sencilla fe de sus progenitores. Para recalcar su odio hacia todo lo extraño, condenaron todos los refinamientos de la vida civilizada y presionaron al pueblo para que habitara en tiendas de campaña. Su obra fue proseguida por el predicador Elijab, que arrancó a los sacerdotes de los altares destinados al culto de Baal y les dio muerte. No obstante su cruzada contra los cultos extranjeros, Elijah no negaba la existencia de estos dioses, pero insistía en que Jehová era el dios de la virtud y la única deidad a la cuál los hebreos debían rendir culto.

Así sobreviene la revolución operada por los profetas Amós, Oseas, Isaías y Miqueas. Esta etapa abarca los siglos VIII y VII antes del adveni­miento de Cristo. Los grandes profetas no demandaron un retorno a la pretérita simplicidad, sino que por el contrario, pensaron que el sistema religioso debía ser enriquecido con el aporte de una filosofía y de una nueva concepción de los fines a los cuales la misma pretendía servir. Proclamaron por tanto el monoteísmo, de modo que Jehová es el Señor del universo, y los dioses de otros pueblos no existen. Precisan además que Jehová es el dios de la rectitud, de manera que no es en verdad omnipotente pues su poder está restringido por la justicia y la bondad; lo malo del mundo no fluye de Dios sino de los hombres. Establecen por tanto que los fines de la religión son primordialmente éticos, de manera que Jehová no exige sacrificios ni rituales, sino que del hombre solamente espera que trate de hacer justicia, aliviar oprimidos, socorrer huérfanos y defen­der viudas.

Estas doctrinas repudiaban de modo definido todo cuanto había impuesto la antigua ley. En otras palabras, su aceptación implicaba un vuelco religioso, con un poderoso alcance político y social. Se extirparon así flagrantes formas de opresión y aniquiló elementos bárbaros filtrados de fuentes extranjeras. No obstante, ni aún así la religión hebrea había alcanzado entonces los caracteres que singularizarían al moderno judaísmo puesto que encerraba un mínimo de espiritualidad y misticismo. De hecho, no era sobrenatural y tendía hacía esta vida ya que sus fines eran sociales y éticos: promover la existencia de una sociedad justa y armoniosa, junto con destruir la inhumanidad del hombre para con su igual. No aspiraba a otorgar la salvación en un más allá. No hubo entonces creencias en un cielo o en un infierno, ni en Satanás como en opositor de Dios. Las sombras de los difuntos bajaban al “Sheol” y permanecían allí un cierto tiempo entre las brumas, para luego desaparecer.

Así, el año 701 a. C., el rey asirio Senaquerib le arrebató territorios a Judá, y los judaítas habrían sufrido el destino de los israelitas de no haber sido porque el año 625 a. C. los babilonios, bajo Nabopolassar, reafirmaron su control de Mesopotamia, creándose un vacío de poder. Aprovechándose entonces de la decadencia del imperio asirio, Josías (640-609 a. C.), decimosexto rey de Judá erigido en reformador (Judá es uno de los doce hijos de Jacob, considerado padre de la tribu de Judá), emprende la reconquista del territorio de Israel que había pasado a ser una provincia asiria hacía ya cien años. En su intento de crear un poder central fuerte destruyó los ídolos y santuarios provinciales sospechosos de sincretismo. Comenzó luego un programa de reparación del Templo de Yahvé en Jerusalén, proceso durante el cual el sumo sacerdote Hilquías halló el "Libro de la Ley”, que resultaba ser lo esencial  del Génesis, Exodo y Deuteronomio. Es entonces, el año 625 antes de Cristo, cuando Josías, rey de Judá, formalmente actualiza la alianza y  procedió a decretar el monoteísmo judío.

Los ideales de la revolución profética representaron quizás la más alta cima de la religiosidad hebrea. No obstante, degeneró nuevamente a causa de los efectos disolventes de filtraciones extrañas. Durante el período del cautiverio en Babilonia, desde 586 hasta 539 a. C., como resultado de su asociación con los neobabilonios, los judíos adoptaron ideas de fatalismo, pesimismo y trascendencia de la entidad divina. Ya no concibieron a Jehová como íntimamente compenetrado con los ideales colectivos de su pueblo, sino como un ser omnipotente, lejano, y con una esencial característica: la santidad. Sus designios no eran los del hombre, ni sus caminos los de los simples mortales. Deber primero era, pues, someterse a sus ines­crutables determinaciones. Estos postulados fueron considerados en el Libro de Ezequiel, en el Deuteronomio y en Isaías, los cuales datan de la era babilónica, así como en el Libro de Job, escrito un centenar de años más tarde. Además, el formalismo religioso se vio también  profundamente alterado. En un supremo esfuerzo por preservar la pureza de los judíos como nación, sus conductores revivieron costumbres y observancias que pudie­ran distinguirlos entre los demás. Se dio una especial importancia a la celebración del sábado, a las formas del culto en las sinagogas, a la práctica de la circuncisión y a la detallada clasificación de los alimentos en puros e impuros. El aumento progresivo de las normas concernientes al ritual, incrementó de manera considerable el poder de los sacerdotes. El judaísmo se transformó así en una religión de tipo eclesiástico.

La fase final de la evolución religiosa hebrea la constituyó el período del postexilio, marcado por el influjo persa, del mazdeísmo dualista, mesiá­nico, sobrenatural y esotérico, que se extendió entre 539 y 300 a. C. aproximadamente. Durante los años posteriores al destierro, estas ideas ganaron prestigio y tuvieron una difundida aceptación entre los judíos. Hi­cieron suya la creencia en Satán, considerado el gran adversario y genio del mal. Desarrollaron una particular escatología, la que incluía no­ciones como la llegada de un salvador, la resurrección de los muertos y el juicio final. Orientaron su anhelo hacia una salvación en un transmundo, antes que hacia el goce en la vida presente. Por último, abrazaron el concepto de una religión revelada. Con el tiempo se consolidó la idea de que varios otros libros sagra­dos habían sido dictados directamente por Jehová a algunos de sus elegidos. Con la adopción de tales ideas, el credo hebreo se distanció del monoteísmo simple y de la rudimentaria concepción ética de los tiempos proféticos.

De esta forma, el judaísmo se constituyó finalmente cual creencia religiosa basada en el monoteísmo o afirmación de la existencia en un Dios único, creador del universo. El monoteísmo tiene un fundamento bíblico en tanto se sentencia: “Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo” (Deuteronomio 6, 4:5; Isaías 43, 10-13). A su Dios los judíos lo designan por el tetragrámaton YHWH al que, agregándole las vocales correspondientes, da el nombre sagrado de Yahveh o Jehová, nombre considerado santo y no representable, razón por la cual es llamado “Adonai”, es decir, “el Señor” o “mi Señor. Además, el judaísmo se configura cual monoteísmo revelado, instancia que se entiende es fuente del pacto o alianza que determina la elección de Israel por parte de Dios como el “pueblo elegido”, acto de libre elección de Dios para permanecer junto a él y formarlo como pueblo santo, de sacerdotes consagrados, ejemplo para toda la humanidad. En esta perspectiva, la acción de Dios en el mundo tiene un designio salvífico. Afirmó pues el judaísmo la espera del Mesías anunciado por los profetas del período de los reyes. Pero los judíos no creyeron en Cristo, al cual rechazaron, siguiendo apegados a su ley mosaica y promesa de la venida de un Mesías, al cual aún continúan esperando.

Asimismo, la revelación divina y su depósito en un pueblo elegido es registrada en la Torah o libro de la ley de Dios, compuesta por los cinco primeros libros de la Biblia: el Génesis, el Éxodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio, considerados revelados a Moisés. Al efecto, al constituir la Torah la enseñanza y doctrina que es ley, comprende normas civiles, penales, religiosas, naturales y morales. El fundamento de la ley es pues la revelación divina. En ella hay 613 preceptos denominados “mitzvot”, enseñanza guardadora de la Torah que abarcan aspectos muy variados de la existencia humana y están orientados a producir en el hombre la santidad (kedushá). A esto se agrega el Talmud o estudio de la ley que constituye una amplísima colección de material jurídico y ritual sobre todos los aspectos de la vida hebrea, privada y pública. De este modo, se comprende que “Yahveh, la Torah e Israel” vienen a ser “uno solo”, donde ninguno de ellos existe solo. Por eso es que la religión judía, la cultura judía y la comunidad judía y la comunidad judía son igualmente una, no tienen sentido separadas.

Sin más, en el transcurso de la historia antigua de Israel fueron surgiendo dos posiciones en torno a cuál era el sentido de la Torah en los asuntos del Estado judío. Aparecen los saduceos enfrentados a los fariseos. Los fariseos piensan que el Estado debe desarrollarse y vivir en estricta armonía con la Torah. Los saduceos estiman que los principios de la Torah deben armonizarse con la experiencia política y económica de cada período histórico. Estas actitudes significaban en el fondo mantener distintas concepciones de Dios. Para los saduceos Dios era un dios nacional, para los fariseos era un dios universal. Para los saduceos, Yahveh era Dios sólo de Israel, para los fariseos, en cambio, era el Dios de toda la humanidad. Por otra, parte, los fariseos creían en la inmortalidad del alma y la resurrección de los muertos; en cambio los saduceos negaban la resurrección. Después de la destrucción del templo, los saduceos van desapareciendo y los fariseos se adueñan de la fe judía.

Con todo, el judaísmo no exige tener fe en creencias reveladas, ni en un sistema de dogmas. Se trata de una ortopraxis, es decir, de una legislación revelada que compromete al judío a la observancia de la ley codificada en la Biblia y en las enseñanzas de los antiguos maestros, observancia cuyo objetivo es hacer cumplir la justicia de Dios en este mundo. Se configura un sistema de preceptos y normas que regulan toda la vida del judío, de donde la forma de vida, tanto en el sentir como en el actuar, se inspira en la comunión con Yahveh. Se entiende pues que “el judío no se hace, sino que se nace judío”, porque el judío se empapa de la fuerte tradición desde su nacimiento.

No hay en el judaísmo pues una profesión posible de fe; aparte del misterio de Dios, no se presentan otros misterios, tampoco sacramentos, y es que el judaísmo es una doctrina que funda un monoteísmo ético. Asumen como signo distintivo el guardar el sábado (shabath, más año sabático cada siete años de trabajo). En el judaísmo existen también las llamadas leyes dietéticas (Kashrut) que implican cumplimiento de aquellas disposiciones contenidas en el Pentateuco que prohíben comer de aquellos animales considerados impuros. Los alimentos permitidos se designan como “kásher”, drenada de contenido sanguíneo. La fiesta mayor y más tradicional de Israel es la Pascua (Pesaj), celebrada con cena familiar, que conmemora la salida de Egipto rumbo a la libertad. También celebran “Hanukkah”, la fiesta de las luces, en memoria de la victoria de Judas Macabeo sobre los sirios y la consagración del nuevo templo el año 164 a.C.

El judaísmo, como doctrina religiosa, independiente de sus vertientes internas, constituye un elemento capaz de mantener unida a la nación israelita. Es por esto que también la nación judía conserva su cultura. En este contexto, Theodor Herzl (1860 – 1904) postuló en su momento que los judíos estaban forzados a constituir su propio Estado. A este objeto conforma la “Organización Mundial Sionista” y configura al sionismo como movimiento político de significación mundial. En el “Primer Congreso Internacional Sionista” realizado durante 1897 en Basilea, Suiza, se diseñó un programa de acción para constituir el Estado de Israel en la Patagonia o Palestina. Así, previa guerra de independencia contra el Imperio británico, los países árabes y mediando las circunstancias de la segunda guerra mundial, finalmente el Estado de Israel es establecido el año 1948, en el Oriente próximo. 

 

G.1.5. Cultura y civilización islámica

En el siglo VII después de Cristo se produjeron tres acontecimientos que formaron el contexto en el que tuvieron lugar las revelaciones del Islam. Desde el punto de vista político, Oriente Próximo era cada vez más inestable y las tribus árabes locales estaban cada vez mas intervenidas por poderes extranjeros. Desde el punto de vista cultural, el desarrollo de una lengua poética común empezó a unificar tribus distantes en el ámbito político. Por último, desde el siglo V se gestó una significativa transición religiosa ya que formas de henoteísmo o incluso de monoteísmo empezaron a aparecer en el sur y en Hejaz, donde el dios guerrero Hubal era venerado en La Meca a nivel intertribal, sin perjuicio del entorno del judaísmo en Yemen y del cristianismo en los estados del norte y enclaves aislados como Najran.

En este contexto, superando los “tiempos de ignorancia” (yahiliyyah), en el siglo VII de nuestra era nace una nueva religión y un nuevo imperio que transforma gran parte del mundo. Esta religión tiene su origen en la península arábiga, territorio desértico habitado por tribus nómades, el cual está referido como el lugar del “desierto del mar... tierra horrenda” (Isaías, 21:1). Los grupos primarios eran semitas y contaban con una organización política tribal basada en una familia regida por la autoridad patriarcal de un “Sheik”. Viviendo los árabes de las costas de las faenas agrícolas y del comercio y los del interior del pastoreo semi nómade, si bien habían recibido alguna influencia de la religión judía y cristiana, antes de Muhammad éstos eran incrédulos (kafir) o politeístas (mushrik), los cuales adoraban las fuerzas de la naturaleza, creían en genios invisibles que intervenían en todos los actos de los hombres y veneraban también una piedra basáltica negra, aerolito que era tenido por piedra sagrada venida del cielo y que tenía su principal santuario en La Meca (Kaaba, cubo).

Pero entre los años 570 y 580, en el seno de la tribu hachemita y el clan de los Banu-Hashim, nace en La Meca (Makkah) el niño Abu l-Qasim Muhammad ibn Abd Al-lah ibn Abd al-Muttalib ibn Hasim, llamado Muhammad (Mahoma, Ahmad). Muhammad queda huérfano a los seis años y, tras crecer, dedicarse al comercio y fundar una familia, comenzó a tener visiones y  revelaciones a través de las cuales llegó al convencimiento de que había sido elegido como profeta del único dios verdadero, Allah. A partir del año 610 Muhammad inicia la prédica de sus ideas religiosas y postula que los ídolos deben ser destruidos ya que existe un solo Dios. Su discurso despertó fuerte oposición, siendo rechazado y perseguido en La Meca, debiendo huir a la ciudad de Yatrib (Medina) el año 622, momento en que se inicia la hégira, la cual da comienzo al calendario musulmán. El profeta consolida su posición en esta ciudad, se convierte en un jefe guerrero y retorna victorioso a la Meca el año 630, imponiendo gradualmente su autoridad y su religión. La Kaaba fue purgada de ídolos y quedó como santuario central de la nueva fe, siendo Muhammad seguido por los fieles de su doctrina, los cuales tomaron el nombre de musulmanes.

A su muerte, dos años más tarde (632), Muhammad deja a un país totalmente transformado, pues había constituido una nación fuerte, unida por el fervor de una fe común y había logrado realizar la unidad política de Arabia. Aún más, su religión ya se había impuesto en la mayor parte de Arabia y sus seguidores perseverarían, aún escindidos en diferentes vertientes. Los sucesores de Muhammad, los Califas o jefes políticos y suprema autoridad religiosa, en menos de cien años habían conquistado un inmenso imperio que se extendía desde España (ocupada durante ocho siglos), pasando por el norte de África, hasta el Asia Menor. En 1453 cayó Constantinopla en manos del sultán otomano Mohammed II, señalando el fin del Imperio bizantino. Así, la iglesia de Santa Sofía se convirtió en la mezquita mayor de Estambul. La penetración islámica en el corazón de Occidente sólo había sido militarmente contenida por Carlos Martel en la Galia el año 732 d.C. (Poitiers) y en Viena, Austria, durante 1529.

El Islam se constituye cual religión monoteísta revelada que informa y configura un sistema cultural y civilizatorio. Presentando como toda religión una dimensión exotérica (záhir) y una dimensión esotérica (bátin), el Islam afirma plena fe en un solo Dios uno, único, omnisciente y todopoderoso, llamado Allah. Es un único absoluto al que no puede asociársele nada ni ser representado con imagen alguna sin cometer idolatría (shirk). Por tanto, el conocimiento y la creencia en Allah constituyen el genuino fundamento del Islam.

La palabra Islam deriva de la raíz árabe “slm”, que significa paz, pureza, sumisión, salvación y obediencia a Dios, y del que deriva también el nombre “musulmanes” (siendo absolutamente impropia la denominación de “mahometanos”). Entiende el Islam que sólo a través de la sumisión a la voluntad de Dios y por la obediencia a su ley, el hombre puede alcanzar la verdadera paz y gozar de la perenne pureza. En definitiva, ante el designio de Allah, el hombre debe cumplir incondicionalmente con sus designios y aceptar su destino (kismet). Ello por cuanto el Islam estima que la creación de Allah encuentra sentido pleno en que la vida sigue un fin sublime más allá de las necesidades físicas y las actividades materiales del hombre.

Conforme a esta creencia, es Allah quien revela a Muhammad la fe verdadera, acto concebido como culminación de las revelaciones dadas por Allah a los hebreos y a los cristianos de la antigüedad, los cuales habrían violado el pacto con Dios al calumniar los primeros a María y a Jesús, como así también los segundos al elevar a Jesús a igualdad con Dios en la Trinidad (gente del libro). Por esta razón el Islam se concibe a sí mismo como último llamado a la salvación de toda la humanidad. Con tal fundamento, las fuentes de la doctrina y práctica del Islam son el “Corán” y la “Sunnah”, así como la conducta ejemplar del profeta Muhammad.

Los musulmanes consideran el Corán como la palabra de Allah revelada a Muhammad por medio del arcángel Gabriel (Yibraíl). Su autor es Allah mismo, razón por lo que el Corán es increado, eterno, infalible, inimitable e irrefutable, siendo sólo posible traducir el sentido de sus palabras para la enseñanza de la fe. La palabra Corán procede del árabe al-qur’an, la lectura o recitación. Recoge las revelaciones de Allah a Muhammad durante los casi veinte años de vida profética, estando dividido en 114 suras (capítulos) y más de 6.200 aleyas (versículos). En el tiempo, el texto del Corán se ha mantenido íntegro, sin adiciones ni alteraciones. Se estima que el Corán en sí es el milagro exigido en otras religiones y todos los musulmanes están obligados a conocerlo y seguirlo. Por extensión, el Corán actúa cual instrumento de unión entre los musulmanes. Conforme al Corán, todos los creyentes son hermanos, sin consideración de color, raza, género y posición social. Independientemente de sus diferentes fundamentos sectarios y culturales, todos los musulmanes se refieren al Corán como guía divina para regir sus vidas. Advierte el mismo Corán a sus creyentes que, si ellos disputan unos con otros, se debilitarán y por consiguiente serán derrotados.

La “Sunnah” o tradición profética es la segunda fuente esencial del Islam y está compuesta por el “Hadiz” (hadices) o conjunto de narraciones que explican hechos, dichos y silencios o aprobaciones tácitas del Profeta, según testimonios contemporáneos. La Sunnah se interpreta como “camino por donde transitan los que quieren obrar correctamente”, que además es fiel esclarecedora de los valores de la vida y del régimen para la felicidad del ser humano. Entre los “sunnitas”, esta relación de testimonios verídicos y fiables tienen que remontarse al propio Profeta o a sus compañeros, mientras que para los “shiítas”, que también tienen como norma jurídica las enseñanzas derivadas de la vida de Alí y los Imames, es suficiente con la autoridad de uno de éstos. A diferencia del Corán, que fue memorizado por muchos seguidores de Muhammad y pronto fue compilado en forma escrita, los “Hadit” fueron transmitidos oralmente y las actuales colecciones autorizadas datan del siglo IX. A diferencia del Corán, el “Hadit” no es considerado infalible.

La doctrina del Islam está básicamente contenida en la “shahada” o confesión de fe que reza: “La iláh illa Allah. Muhammad rasül Allah” (No hay más divinidad excepto Allah. Muhammad es el mensajero de Allah).

El Islam también proclama fe en los profetas (Adán, Noé, Abraham, Ismael, Moisés y Jesús junto a otros 124 mil profetas) y, sobre todo, Muhammad, el “hombre perfecto” (Insán Kamil) y último mensajero de Allah; fe en los ángeles en tanto seres puramente espirituales; fe en la trascendencia e inmortalidad del alma; fe en la existencia de un paraíso reservado para fieles (jardín delicioso con los más exquisitos placeres), purgatorio (barzakh) e infierno con sufrimientos sin fin para injustos e infieles; fe en el día del juicio final y la resurrección; fe en el hombre en cuanto ser libre y responsable, dignificado y potencialmente capaz de alcanzar logros buenos, dignos y nobles. En esta perspectiva, el Islam niega el pecado original o idea de delito hereditario. El Islam afirma que los seres humanos nacen libres de pecado y todos reclaman la virtud heredada. Sostiene que el hombre no sólo está libre de pecado hasta que lo comete, sino que es libre de hacer cosas de acuerdo con sus planes bajo su propia responsabilidad. De este modo, se afirma que la fe en el Islam es un estado de felicidad.

 

El Islam considera que la fe no es íntegra cuando se sigue ciegamente o se acepta con dudas. Si la fe debe inspirar la acción y ambas han de conducir a la salvación, la fe debe basarse en convicciones inconmovibles, sin decepción o coacción alguna. El musulmán debe construir su fe sobre convicciones bien asentadas, fuera de toda duda y por encima de la incertidumbre. Entonces, el Islam insta al ser humano a perseguir la verdad indiscutible hasta encontrarla. Para el establecimiento de una fe sobre bases firmes, el Islam implica tanto un enfoque espiritual como un correspondiente sustento racional. Así, la fe islámica tiene una racionalidad profunda y ésta una espiritualidad inspiradora.

Al sostener el Islam la idea de Dios uno y único, por extensión necesaria establece una comprensión unitaria de la realidad. No siendo facultad del hombre escindir la realidad una y única creada por Dios, y no existiendo separación entre alma y cuerpo, el Islam se estructura a partir de una idea de plena unidad o indisociabilidad del mundo físico del mundo metafísico, esto es, de completa unidad entre religión y vida. Por tanto, el “Corán” o texto sagrado no distingue entre mundo del espíritu y mundo social. Por tal causa, el Corán interviene el orden humano en tanto ley espiritual - religiosa y mundano - político a la vez. La religión alcanza así pleno sentido ya que no corresponde sólo a una necesidad espiritual e intelectual, sino también a una necesidad social y universal. De hecho, la religión no procura privar de nada útil al hombre, sino proveerle del criterio sano para la acción correcta hacia el bien. Por lo mismo, la relación es directa entre Allah y el fiel. Siendo Allah el Dios Sabio (Hakim), todo lo hace con un propósito exacto y cuidadoso. De esta forma, intelecto y revelación no se contradicen entre sí.

La creencia en los principios del Islam cristaliza en los principales actos de adoración obligatorios para todos los musulmanes. Estas prácticas corresponden al “Salat” o cinco oraciones diarias orientados hacia La Meca (Mákka; Zhuhr, del mediodía; Asr, de la tarde; Magrib, del ocaso; Isha, de la noche; Subh, de la mañana); el “Saum” o ayuno o purificación en el mes de Ramadán; el “Hayy” o peregrinación a La Meca, al menos una vez en la vida; el “Zakat”, gravamen religioso que implica dar parte de los ingresos y bienes, forma de impuesto al que el pobre tiene derecho; y el “Jihad” o lucha por la causa de Allah, que implica lucha interior y esfuerzo de seguir el sendero de Allah, implicando el proceso de reformar el mundo mediante la afirmación y defensa activa de la fe. La lucha por la causa de Allah comienza en el alma del “muyahid” (el que lucha), quien alcanza mérito en tanto se vence a sí mismo y sirve a Dios. El Islam enseña que “paz no es sumisión”, ya que implica una coexistencia honorable con otros, no una condición deshonrosa para una de las partes de una relación. El musulmán está obligado a recomendar lo bueno y prohibir lo malo, ya que no puede ser indiferente a lo que sucede en su entorno. Asimismo, el ordenar el bien implica vedar y combatir el mal. Parte de las responsabilidades sociales del musulmán consiste en aconsejar y orientar a los responsables de toda contravención de los valores religiosos y humanos, hacia la realización del bien y contra la perpetración de actos malos y pecaminosos. El Islam prohíbe la imposición en materia de religión.

Fundamental es en la creencia musulmana la certeza de que la comunidad islámica la constituyen los creyentes en Allah, es decir, todos aquellos llamados a conformar a toda la humanidad como la “ummah” universal de los sometidos a la voluntad única de Allah. El Islam realiza sus ritos en los templos llamados mezquitas, sigue un calendario lunar y su día de congregación es el viernes.

La principal fuente del derecho islámico es el Corán. La ley coránica (fiqh) reglamenta la vida del musulmán en su triple calidad de creyente, hombre y ciudadano. El “fiqh” es pues un Derecho revelado y es inmutable pues su fuente es la misma sabiduría divina. No obstante, la experiencia permite su interpretación. Como segunda fuente del derecho islámico actúa la “Sunnah” o tradición profética. Cuando las normas coránicas y las tradiciones de la “Sunnah” no son suficientes para determinar una norma, el Islam también considera como tercera fuente del derecho la opinión de expertos (ijtihad) derivada de razonamientos analógicos (qiyás). Como cuarta fuente del derecho el Islam asume el consenso de la comunidad (ijma), el cual se logra descartando de forma gradual determinadas opiniones y aceptando otras en un proceso de largo tiempo.

La “Sharia” es la ley sagrada y canónica basada en el Corán y reglamenta toda la vida religiosa, social y política del mundo musulmán pues define los objetivos morales de la comunidad. La “Sharia”, que significa “camino que conduce al abrevadero” o “senda que han de seguir los musulmanes”, clasifica las acciones humanas en cinco categorías, en las cuales cada actividad es valorada según los efectos positivos o negativos que produzcan en el hombre y sus múltiples relaciones. Se refiere a los actos permitidos (mubah); los actos recomendados (mustahabb); los actos desaprobados pero no prohibidos (makruh); los actos prohibidos (haram); y los actos obligatorios (wayib). Esta clasificación tiene por objeto asegurar el bienestar del ser humano, en resguardo de su seguridad en este mundo y en el otro, protegiendo así también a la sociedad contra el desorden y el caos. El Islam procura así garantizar la salud mental y física tanto del individuo como de la sociedad. Como contrario a lo lícito (halal), el Islam declara “haram” (prohibidos) el politeísmo, la opresión, la usura, el monopolio, la estafa, el robo, la mentira, la maledicencia, el falso testimonio, la blasfemia, el soborno, el homicidio, los juegos de azar, la pornografía y comer cerdo o carne animal no habiendo sido sacrificados en nombre de Dios, entre otras prácticas. El Islam afirma que para cada acción humana hay un juicio divino (hukm).

Los “ulemas” son estudiosos del Corán encargados de la predicación, además de actuar como intérpretes autorizados de la ley, a los que pueden recurrir los creyentes. Entre los “ulemas” ocupan una categoría especial los “mufties” o intérpretes de la ley encargados oficialmente de dar soluciones a los problemas o dudas que se les planteen. El “cadi” o juez, titular de un juzgado, es escogido entre los “ulemas”.

El Islam reconoce asimismo cinco escuelas jurídicas fundamentales, cuatro sunitas y una shiita. Las sunitas surgieron en los dos primeros siglos del Islam y corresponden a las escuelas  “maliki”, “hanafí”, “shafíi”, y “hanbali”. Los shiitas tienen una escuela jurídica propia llamada “yafari”, en honor a su sexto Imam. Estas escuelas difieren en el énfasis que ponen en la autoridad textual o en el razonamiento analógico, pero cada escuela reconoce las conclusiones de las demás como legítimas y dentro de la ortodoxia islámica.

La escuela “maliki” creada en Medina por el Imam Malik ibn Anas (m. 795), se propuso conservar puro el legado de la época profética, admitiendo recurrir, además del Corán, a la “Sunnah”, procediendo a coleccionar la tradición en el libro “Al-Muwatta”. La opinión de cada uno de los jueces medineses se considera fuente indiscutible de ley por sí misma, con lo cual se valora extraordinariamente la “Sunnah” profética. No obstante, piensa esta escuela que el creyente puede seguir con libertad la opinión o sentencia que más le parezca dentro de estas fuentes legislativas. La escuela “hanafi” fue constituida por Abu Hanifah (m. 767) y toma como base al Corán y compara las sentencias de los jueces buscando analogías, con lo que valora el razonamiento individual (rai) como fuente de la ley, permitiendo seleccionar la mejor sentencia. Esta actitud disminuye el valor de la “Sunnah” puesto que el creyente debe seguir siempre la mejor sentencia, prescindiendo o relegando a un segundo término las restantes relativas al objeto considerado. Luego, la actitud selectiva personal quedó restringida, por obra del mejor discípulo de Hanifa, Abu Yusuf (m. 798) a los casos jurídicos estrictamente necesarios.

La escuela “shafii” es aquella derivada del jurista árabe al – Shafii (m. 820), quien sistematizó las fuentes del derecho y dio valor al consenso comunitario. La escuela “hanbali”, ideada por un discípulo de al - Shafii, el Imam Ahmad ibn Hanbal (m. 855), asumió en parte la tendencia literalista (escuela “dahirí”) y corresponde a la escuela más rigorista y la que menos se presta a interpretaciones libres del derecho coránico. Sólo acepta el Corán y la “Sunnah”, procediendo a rechazar la analogía y reduce la validez del “ijma” al caso del consenso unánime de los compañeros directos del Profeta. Siendo Hanbal partidario de una única práctica jurídica, limitó a situaciones absolutamente imprescindibles el recurso a la opinión personal y a la analogía, procederes susceptibles de introducir innovaciones que se apartasen del estricto contenido del Corán y de la “Sunnah”. Fue a partir de esta escuela que el rigorista Ibn Taymiyyah, sentó las bases de la doctrina “wahhabi” (Abd al-Wahhab, 1792).

 

Por su parte, la tradición shiita postula la escuela de jurisprudencia del Imam Ya’far As-Sadiq, sexto Imam de los musulmanes. Su escuela es llamada “yafari” (ya’farita, yafariyyah). En esta escuela se considera que el indicio del intelecto en la jurisprudencia se restringe al sabio religioso (muytahid), quien a través del estudio de las diferentes disciplinas alcanza el nivel para deducir los juicios de la ley islámica a partir de indicios particulares para cada caso. La doctrina shiita establece que cualquier juicio que sea hecho por la razón es hecho por la ley religiosa o “Sharia”, y cualquier juicio hecho por la ley religiosa es aprobado por la razón. Por tanto, la aprobación de la razón con respecto a un tema práctico puede tomarse como una prueba de su legalidad en la “Sharia”.

Cada musulmán debe pertenecer a uno de estos sistemas mayoritarios de interpretación de la “Sharia” y seguir su normativa. Cada escuela tiende a ser hegemónica en determinadas regiones del mundo. La escuela “maliki” en el norte de Africa, habiendo influido originalmente en España. La escuela  “hanafi” en el subcontinente indio, Asia central, Turquía, la India islamizada y en cierta medida en Egipto, Jordania, Siria, Irak y Palestina. La escuela “shafi” ejerció influencia en el sureste asiático. La escuela “hanbali” influyó originalmente en Siria y Mesopotamia, proyectándose luego a Arabia Saudita.

La teología islámica (kalam) recoge las verdades desde las fuentes de la revelación. La teología sigue en importancia al Derecho en el Islam. Los debates teológicos comenzaron muy poco después de la muerte de Muhammad. Las escuelas teológicas que surgen se proyectan en actitudes religiosas y políticas.

El primer conflicto se suscitó a causa del asesinato del tercer califa, Uthman ibn Affan, surgiendo la cuestión de si un musulmán seguía siéndolo después de cometer pecados graves. Los “jariyies” (jarichies) sostuvieron que la comisión de pecados graves, sin el debido arrepentimiento, excluía a un musulmán de la comunidad islámica, aún cuando continuara cumpliendo los artículos de la fe. Por tanto, las buenas obras y no sólo la fe eran esenciales para el Islam.

 A instancias de Wasil ibn Ata se constituyó luego la escuela teológica de los “mutáziles” (mu’tazilitas), la cual subrayó la razón y la lógica rigurosa. Afirmando la absoluta unicidad y justicia de Allah, no admitieron la posibilidad de atributos en Allah. Sostuvieron que Allah era pura esencia, carente de atributos, puesto que éstos implicaban multiplicidad. Propiciaron además el libre albedrío en el hombre. Establecieron que la justicia divina requiere del libre albedrío del hombre, puesto que si éste no fuera libre para elegir entre el bien y el mal, premio y castigo serían absurdos. Además, Allah, al ser perfecto y justo, no puede abstenerse de recompensar el bien y castigar el mal. Alegaron que la moral, así como el castigo y la recompensa, están basadas en el libre albedrío. Si se pierde la libertad, resultan sin sentido la obligación religiosa y la responsabilidad. Afirman que algunos actos son esencialmente justos y algunos intrínsecamente injustos. Como racionalistas, los motáziles sostuvieron que la razón humana sirve para distinguir el bien y el mal, aunque pueda recibir ayuda de la revelación. En caso de que una persona hubiera cometido un grave pecado sin arrepentirse, ésta no era ya ni musulmán ni no musulmán, quedando por tanto en una condición intermedia.

Habiendo sido establecida la teología de los motáziles como credo oficial, en el siglo X sobreviene una reacción, dirigida por al-Ashari. Se conforma así la escuela teológica “asharita” (ash’aritas). Los “asharitas” niegan la plena libertad del libre albedrío, considerando este concepto incompatible con el poder y la voluntad absoluta de Allah. Admiten que el hombre tiene un albedrío libre, con el cual puede tomar una decisión, pero ésta va acompañada o es seguida por el acto realizado mediante la voluntad de Dios. Rechazaron asimismo que la razón natural humana pudiera conducir al conocimiento del bien y del mal, pues las verdades morales son establecidas por Allah y sólo pueden conocerse a través de la revelación divina. Los asharitas creen que ningún acto es intrísecamente injusto. El pensamiento “asharita” predominó entre los musulmanes conservadores.

También se constituyó la escuela “cadari”, defensora de la libertad humana frente a la predestinación y partidaria del libre examen por oposición a los predeterministas rigurosos. Esta escuela constituyó en rigor la primera escuela filosófica. Además se constituyó la escuela “axari”. El Islam, con originalidad va acumulando elementos de las fuerzas espirituales que encuentra a su paso. De este modo completa y perfecciona su propio acervo espiritual. Sin embargo, en un momento procede la capitulación, en que se trata de coordinar esfuerzos dispares para la coherencia, armonía y progreso del sistema religioso. Esto por cuanto es necesario distinguir la heterodoxia de la ortodoxia. A comienzos del siglo X, es un miembro de la escuela “mutázila”, al-Axari (m. 936), quien se aparta de su maestro Al-Jubbai (m. 915) y procura conciliar la tradición y esencia del Islam profético aprendido de ibn- Hanbal, con la aplicación del método racional de los “mutazilíes” a los estudios teológicos, buscando un camino intermedio que pueda considerarse recto, ortodoxo, aceptable para el Islam “sunní”. La síntesis conciliadora de al-Axari admite el carácter increado del Corán que le lleva a aceptar la existencia en Allah de atributos eternos, explícitos en el libro sagrado. La libertad humana queda determinada por la creencia de que Allah crea el acto y el hombre se limita a cumplirlo, pero no la causa. En la representación de Allah tiende al antropomorfismo, pero considera que el sentido total de las expresiones coránicas relativas a Allah escapa a la inteligencia humana. Esto equivale a que al-Axari aplica un método progresivo a las enseñanzas de a escuela hanbali. En el aspecto jurídico, en cambio, al-Axari sigue la escuela “xafei”, ecléctica también. En términos generales se considera a al-Axari como fundador de la teología escolástica islámica, en tanto preparó el camino para la conciliación entre la ortodoxia islámica y la filosofía griega.

Con todo, las dos principales tradiciones del Islam son la “sunna” y la “shia”. Los musulmanes de la corriente principal, conocidos como “sunníes” (sunitas) o “seguidores de la sunna” (gente de la tradición de la comunidad) distinguen entre autoridad política designada por la comunidad y representada por los califas, y autoridad espiritual, representada por los intelectuales religiosos (ulama). En cambio, los “shiies” (shiitas, de shi’ah o grupo de seguidores, gente de la casa del Profeta) creen que la autoridad política y espiritual están ambas unidas y personificadas en el Profeta, razón por la que fue transmitida primero a Ali y, después, a través de él y de su esposa Fátima, única hija del Profeta, a los “Imames” (guías).

El Islam shiita establece que la posición del sucesor de Muhammad es una posición divina que recae en una persona infalible e inmaculada de pecado y error. Así, tal como Muhammad fue elegido por Dios, su sucesor el Imam también debe ser elegido por Dios y posteriormente hecho conocer por el Profeta. Por tanto, como lo establece el shiismo, el sucesor inmediato de Muhammad fue Ali. Concretamente, el Islam “shiita” afirma como pilares de la fe la creencia cierta y segura en la unicidad de Allah (At – Tauhid); la justicia divina (Al – ‘Adel); el profetado, que anuncia a la humanidad (An – Nubúah); el Imamato, que guía a la humanidad (12, Al – Imámah); y el retorno o camino hacia la fuente que es Dios (Al – Ma’ad). Además, para el Islam shiita, la “Sunnah” o tradición profética incluye tanto la “Sunnah” del Profeta Muhammad, como la de su descendencia, quienes son considerados como los herederos del conocimiento y quienes perpetúan su misión presentando y explicando las enseñanzas islámicas exactamente de la forma que fueron reveladas a Muhammad. El Imam, por su propia condición, es el único designado por la luz divina para explicar la ley de Dios; ante él, ni el mejor gobernante tiene legitimidad absoluta. La literatura de los Imames sobre los temas éticos constituye una guía para la visión islámica respecto de los temas éticos. Los shiitas afirman que el intelecto y la razón constituyen una fuente fiable de conocimiento, y que se encuentran en completa armonía con la revelación. En este sentido, la libertad del ser humano es un lógico corolario de la justicia divina.

No obstante, no todos los “shiitas” coinciden en cuál es la línea de descendencia que se debe seguir, siendo los principales grupos los “zaidíes” (Zaid ibn Ali, el Imam puede ser cualquier musulmán devoto descendiente de Alí), los “duodecimanos” (reconocen una línea de doce Imames, desde Ali, pasando por sus hijos Hasan y Husayn, hasta Muhammad al Muntazar, el cual creen que se ocultó del mundo y reaparecerá al final de los tiempos para cumplir la misión asignada al Mahdi y traer justicia a la tierra) y los “septimanos” (llamados “ismailíes” por Ismail ibn Giafar, creen en una línea de siete Imames que finalizó con la ocultación de Ismael). Para los shiitas, junto con La Meca, las ciudades de Kerbala y Nagiaf son centros de peregrinación sagradas, por estar allí depositados los cuerpos de Husain y Ali.

Si bien los “sunnitas” y “shiitas” constituyen las tradiciones principales del Islam, también han existido y perviven muchas otras. Ejemplarmente cabe consignar la existencia  histórica de  los “jariyies”. En el siglo VII, los “jariyíes” protestaron contra el hecho de que la dignidad califal fuera detentada por una tribu o por una familia, considerando que el sucesor del Profeta debía eligirse al más digno, fuera quien fuese. Además, negaron que el Corán fuese un libro increado como que los musulmanes pudiesen salvarse sin practicar buenas obras, es decir, sólo con la fe y la intercesión de Muhammad. Los “jariyies” llegaron a considerar impías a todas las autoridades políticas musulmanas, siendo perseguidos por tal causa. Una facción más moderada de “jariyíes”, los “ibadies” (ibaditas, liderados por ibn Ibad), sobrevivió y pervive en el norte y este de Africa, Siria y Omán.

A las tradiciones anteriores se agregó el “sufismo” como movimiento místico que tuvo su origen en el siglo VIII a objeto de llamar la atención sobre el valor de la vida interior del espíritu y la purificación moral. Su teología pone especial énfasis en las intensas relaciones personales entre el creyente y Allah en un proceso de ascensión espiritual. En este caso, el creyente expresa esta relación mediante práctica como la meditación, el baile y la recordación constante del nombre de Dios. Esta aspiración a la unión mística violaba el compromiso islámico ortodoxo con el monoteísmo. De esta forma, en el año 922 es ejecutado en Bagdad, al Halaj, tras haber manifestado su identidad con Allah. Luego, tras haberse intentado una síntesis entre el sufismo moderado y la ortodoxia, en el siglo XI, al-Ghazali logra introducir el sufismo en el ámbito de la ortodoxia.

Por otra parte, los califas fatimíes acentuaron a tal punto el papel del Imam, que llegaron a considerarse “signos fulgentes” de Allah. El califa al-Hakim fue aún más lejos en esta interpretación y se presentó como encarnación definitiva de la divinidad, dando con ello origen al “druismo”. Dejó crecer sus cabellos, vistió un hábito de lana y se mostró en público cabalgando en un asno. Los “drusos”, correspondiendo a un ismaelismo extremo, se mantienen independientes en el sur del Líbano, dividiéndose entre “espirituales” o iniciados en el misterio y “corporales” o profanos no iniciados (Jordania – Líbano).

Los “alawitas” son musulmanes shiitas (ya’farita). Se consideran descendientes de las tribus árabes que auxiliaron al Imam Ali, primo, yerno y sucesor del Profeta. Siguen la escuela de jurisprudencia “yafarita”, que no implica agregar contenidos sino reiterar y renovar el pacto con Allah y el Profeta. Afirman la unicidad de Allah, la justicia divina, la profecía, el imamato y la creencia en el más allá.  Entienden los “alawitas” que, siendo Allah el creador de la totalidad de las cosas, su conocimiento debe ser el resultado de un conocimiento certero, no siendo válida la suposición y la ciega imitación. Proclama que Allah es justo y no admite opresores. El imamato es la jerarquía divina dispuesta por la sapiencia de Allah, a modo de continuación de la función de los profetas. Entendiendo que de las religiones divinas el Islam es la más completa, sostienen los “alawitas” que quien niegue las normas del Corán o aquellas categóricamente establecidas de la tradición, es incrédulo.

Los “nusairies” corresponden a los seguidores de ibn Nusair, residente en Siria a comienzos del siglo X, quien fundó un sistema religioso sincretista con elementos musulmanes, cristianos y paganos. Desarrolló el dogma de una trinidad divina, compuesta por el “Sentido”, el “Nombre” o “Velo” y la “Puerta”, e impulsó una liturgia para iniciados. Los “nusairies” toman nombres cristianos y celebran las fiestas de Navidad, Año Nuevo, Epifanía y Pentecostés, caso único entre los islamitas (Siria, Hafez-el-Assad). Otros grupos shiitas ismaelies son los “jodjas” (India, Aga Khan), los “fatimies” (Egipto) y los “series” (Persia).

A diferencia de los principales movimientos doctrinales y filosóficos medievales, los movimientos modernos se preocuparon de manera fundamental por las reformas sociales y morales. El primer movimiento de este tipo fue el  “wahhabi”, llamado así por su fundador Muhammad Abd al Wahhabi (1703 - 1791), surgió en Arabia en el siglo XVII y se proyectó luego cual vasto movimiento musulmán sustentado en el régimen jurídico “hanbali”. A partir del rigorista Ibn Taymiyyah (m. 1328), el movimiento “wahhabi” pretendía reactivar el Islam purificándolo de influencias no islámicas, en particular de aquellas que comprometían el monoteísmo original. El “wahhabismo” es riguroso en cuanto respecto de las escrituras y al rechazo de cualquier connivencia con todo lo que no sea el Islam estricto; rechaza el método de razonamiento analógico, significando oponerse a que los ulemas realicen interpretaciones o generalizaciones que terminaran con el sentido literal del Corán. Sin más, postula la vuelta al Corán y a la tradición de los primeros tiempos del Islam.

Del Islam se escinde asimismo una forma después no reconocida como islámica. Se trata del movimiento de los “bahais” (ahmadies, babies). En 1841, un joven shiita iraní, Mirza Ali Muhammad, se autoproclama “bab” o “puerta a Dios” y asumió un rol mesiánico (reencarnación de Cristo y del Krishna hindú). A partir del discípulo Mirza Husain Ali Nuri, conocido como “Bahaullah”, los “bahais” desarrollaron una doctrina universalista y se declararon religión independiente del Islam, logrando influencia en Occidente (Estados Unidos).

Objetivamente el Islam es una religión que, en cuanto tal, sus principios fundamentales son asumidos de igual modo por todos los musulmanes del mundo. Sin embargo, su concreción es mediada por el factor étnico - cultural. Por tanto cabe distinguir la expresión cultural de un Islam árabe (semita), un Islam persa (indoario), un Islam turco (mongol) y un Islam negro (Africa).

En este mismo contexto, debe observarse que la estructura tribal del sistema social es subsistente. El sistema tribal se estructura en función de un orden nacional, un orden político - religioso (musulmán sunita o shiita), un orden étnico, un orden tribal, un orden de clan y un orden de familia. En términos ejemplares cabe consignar que el Presidente del Afganistán es Hamid Karzai, sujeto afgano (orden nacional), islámico sunita (orden político - religioso complejo, jurídico - teológico), pashtú (orden étnico), Durrani (orden tribal), Popolzai (orden de clan) y Karzai (orden familiar). Esta forma de estructuración social acredita la complejidad del sistema social y político musulmán.               

En términos históricos cabe considerar que el influjo cultural islámico fue decisivo para el desarrollo de la civilización occidental. Específicamente los árabes fueron valientes guerreros, buenos comerciantes, grandes científicos e inteligentes gobernantes. Su grandeza radicó en asimilar la herencia de las civilizaciones antiguas y así fueron capaces de crear una cultura poderosa. Además, fueron audaces exploradores y abrieron los caminos hacia el Lejano Oriente. Los navegantes árabes cruzaban el Golfo de Persia, el Mar Rojo y el océano Indico, mucho antes que los navegantes europeos descubrieran las rutas del Atlántico. Aún precedido por persas, etíopes , javaneses, indios y chinos, fue el naviero musulmán Ahmad ibn Majid quien bordeó el Cabo de Buena Esperanza y siguió a lo largo de Africa Occidental hasta culminar su viaje en el Mediterráneo varias décadas antes de que Vasco de Gama alcanzara el mencionado Cabo. Además, el mismo viaje de Vasco de Gama fue guiado por un piloto musulmán. En el plano de la ciencia, los árabes realizaron progresos particularmente notables en los campos de la medicina, matemáticas, astronomía, química y física. En las ciudades se establecieron escuelas de medicina y hospitales donde se curaban enfermedades e incluso realizaban complicadas operaciones quirúrgicas. De hecho, Avicena compiló un canon de medicina que fue usado en Europa hasta el siglo XVII. Asimismo, los árabes establecieron los números hasta hoy en uso en Occidente e inventaron el álgebra. 

El comercio en el mundo árabe alcanzó un alto desarrollo y reunió tres continentes: Europa, África y Asia. Innovaron en el comercio al usar los cheques y las letras de cambio, estableciendo términos comerciales como bazar, tráfico, tarifas, cheque y otras. Asimismo, la cultura islámica influyó en la arquitectura en general. Pero además sistematizó prácticas de canalización y riego, fomentó la agricultura con rotación de cultivos y abono e introdujo nuevos cultivos (arroz, caña de azúcar, algodón, etc.). Además, los árabes sintieron una alta estimación por las letras y las artes. En vista de que el Corán prohibía la representación de la figura humana, los artistas árabes desarrollaron complicadas figuras geométricas y crearon cuentos universales ("Las mil y una noches" y "La lámpara de Aladino”).

También el lenguaje, expresión fundamental de la cultura, esta profundamente influenciado por los aportes de la cultura árabe musulmana. El idioma castellano, que habla una parte vital de la población mundial, registra unos seis mil vocablos que expresan categorías árabes fundamentales. Imponiendo su impronta en todos los ámbitos de la actividad humana, éstas se proyectan en conceptos como aceituna, acelga, acequia, aduana, alacena, álamo, alameda, alazán, albacea, alguacil, alcalde, álgebra, azar, algodón, alhaja, aljibe, alpiste, albañil,  alcázar, alcoba, alféizar, almenares, albóndiga, alfajor, alfarero, alfeñique, alfombra, almendra, algarabía, alférez, alforja, alcanfor, alambique, almacén, almohada, alumbre, alquitrán, arroz, arroyo, azahar, azafata, azafrán, azúcar, azucena, azufre, alpargata, ataúd, arroba, bazar, barro, berenjena, brasero, brocado, cántaro, carro, dársena, damasco, durazno, fanega, fonda, jamelgo, jarra, jazmín, jerga, jinete, mercado, noria, quinta, quintal, quilates, regar, resma, ronda, retama, sandia, safari, talabartero, taza, tonelada, tonel, zaga y zaguán, entre tantas otras. Es más, la voz “ojalá”, que en castellano habitualmente se expresa con sentido de esperanza, constituye una invocación al mismo Allah (oh – Allah).

Con todo, la filosofía árabe asumió el desafío de explicar racionalmente los problemas planteados por la religión islámica. La filosofía árabe se basó en los pensadores griegos, específicamente, en Aristóteles y el neoplatonismo. Un colegio de traductores fundado el año 832 por el califa de Bagdad, Almamún, pone en lengua árabe, entre muchos otros textos griegos, la obra completa de Aristóteles, alcanzando esta filosofía su apogeo en los siglos XI y XII.

De esta forma, en el siglo IX el filósofo al-Kindi intentó alinear los conceptos de la filosofía griega con las verdades reveladas del Islam, siendo influido por Aristóteles y el neoplatonismo, a los cuales sintetizó en un único sistema filosófico. En el siglo X, el filósofo turco al-Farabi fue el primer filósofo islámico en subordinar revelación y ley religiosa a la filosofía. Sostuvo que la verdad filosófica es idéntica en todo el mundo y que las muchas religiones existentes son expresiones simbólicas de una religión universal ideal. En el siglo XI, el filósofo y médico persa Avicena, logró la más sistemática integración del racionalismo griego y el pensamiento islámico, aunque fuera a costa de varios artículos de fe como la creencia en la inmortalidad personal y la creación del mundo. También sostuvo que la religión era filosofía, tan sólo expresada en un lenguaje metafórico atractivo para las masas, incapaces de captar las verdades filosóficas racionalmente formuladas. Estos conceptos provocaron ataques dirigidos contra Avicena y la filosofía en general por parte de los pensadores islámicos más ortodoxos. El teólogo al-Ghazali influyó con su libro “Destrucción de los filósofos”, incidiendo en el declive de la especulación racionalista en la comunidad islámica. Averroes, hispanoárabe del siglo XII, defendió los conceptos aristotélicos y platónicos contra al- Ghazali y se convirtió en el filósofo islámico más importante en la historia intelectual de Occidente gracias a su influencia en la escolástica. De esta forma, si Aristóteles es en aquella época agente de los progresos del pensamiento, es por intermedio de los árabes que Occidente recoge la filosofía y ciencia helénica, de las cuales no poseía todavía más que fragmentos.

 

G.1.6. Cultura y civilización griega

Los elementos más significativos de la cultura occidental tienen su origen en la antigua Grecia. De ahí provienen los principios fundamentales del derecho y del gobierno, conceptos básicos de las ciencias y matemáticas, normas y formas esenciales de las artes y letras, las raíces de muchas palabras de las lenguas modernas y, ciertamente, las ideas centrales del pensamiento filosófico. Con la perspectiva del tiempo, posible es señalar que el pueblo griego o heleno es el que en la historia mejor ha ejemplificado el espíritu del hombre occidental. Ninguno demostró devoción tan pronunciada por la libertad, ni firme creencia en la nobleza de las concepciones humanas. Los griegos recibieron el influjo de múltiples culturas y glorificaron al hombre.

En el tiempo en que Egipto alcanzaba su mayor poderío bajo los faraones del Reino Nuevo, en las islas del Mar Egeo se desarrollaba la floreciente civilización minoica. Su centro era la isla de Creta, que había sido gobernada por el rey Minos. La riqueza y el poder de Creta no se basaron en la fuerza militar, sino en la industria y el comercio marítimo. Luego, hacia el año 1900 antes de Cristo pueblos indoeuropeos provenientes de las llanuras del Danubio, penetraron en la península de los Balcanes y se extendieron hasta el Peloponeso y forman la civilización micénica. La tradición griega los recuerda  con el nombre de aqueos, donde sus más poderosos reyes fueron Micenas y Tirinto. Desde el Peloponeso los aqueos extendieron su dominio sobre el Mar Egeo. Después, hacia el año 1200 antes de Cristo, nuevos invasores indoeuropeos, los belicosos dorios, penetraron en la península griega desde el norte. Sus espadas y escudos de hierro les dieron la superioridad sobre las armas de bronce de los aqueos y conforman la civilización doria. Los aqueos abandonaron los territorios que habitaban, refugiándose en Atica, otras islas del Mar Egeo y la región costera de Asia Menor conocida como Jonia. De la mezcla de los distintos grupos emergió el pueblo griego.

En Grecia surgen así las Ciudades – Estados y las comunidades de la edad heroica dan lugar a conglomerados políticos complejos. Impacto especial tiene el desarrollo de la ciudad - estado de Esparta, donde el militarismo infunde pleno carácter a la cultura. Surgió también Atenas y se desarrollaría la democracia ateniense, ciertamente no extensiva a toda la población, sino únicamente a la clase ciudadana. De esta forma, es en este contexto que se crean las condiciones objetivas para que con fuerza emergiera la filosofía griega, la cual sostiene un proceso evolutivo de maduración que sentará principios fundamentales de la cultura occidental.

En este mundo, la mitología griega o historia fabulada de los dioses y héroes de la gentilidad expresa sus categorías de creencia y cosmovisión de un modo esencial, revelando una matriz fundamental del campo cultural occidental. Entre tantas otras, la mitología griega relata el combate de Hércules (Herakles) con el gigante Anteo, hijo de la tierra, quien le cerraba el paso al Jardín de las Hespérides, jardín cultivado o lugar del saber donde se encontraban los árboles que tenían por fruto manzanas de oro. Las Hespérides son las hijas negra, roja y blanca del Atlas - que a la vez es montaña y dios-  y a las cuales se les ha confiado por igual la custodia de dicho jardín. Tras derrotar a Anteo y apropiarse de las manzanas del conocimiento, instrumento de civilización, Hércules ha de separar los montes Calpe y Abyla (las dos columnas), aislando Europa de África y creando el actual estrecho de Gibraltar.

En la mitología griega no existen dioses demiurgos, es decir, uno que crea el mundo desde la pura nada. Afirma pues la mitología griega que los dioses son el universo, el cual no es sino un racimo de dioses. Precisamente, es un dios que un día despertó y, el hecho de despertar, fue en sí mismo un acto que le alumbra internamente y en derredor de sí. Conforme iba viendo iluminada las cosas, era como si las creara o recreara por primera vez.

Además, los griegos creían que la tierra era plana y circular, con Grecia al medio de ella, siendo su punto central el Monte Olimpo, lugar donde residían los dioses. Alrededor de la tierra fluía suavemente y con el mismo caudal, el océano, de sur a norte en el lado oeste y de norte a sur en el lado este. La parte norte de la tierra se suponía habitada por una raza feliz llamada los Hiperboreanos, quienes vivían en eterna gloria y primavera más allá de las montañas de cuyas cavernas salía el punzante viento norte. Su país era inaccesible por tierra o mar y vivían libres de enfermedades, vejez, fatiga y guerras. En el lado sur de la tierra, vivía un pueblo feliz y virtuoso, llamado los Etíopes. Los dioses los favorecían tanto que, a veces, éstos dejaban el Olimpo para compartir sus sacrificios y banquetes. En el borde oeste, al lado del océano, se extendía un agradable lugar llamado Plano Elíseo, donde los mortales favorecidos por los dioses eran transportados sin sentir la muerte, para disfrutar la inmortalidad gloriosa.

Zeus, el padre de los dioses y hombres, era hijo de los titanes Cronus y Rea, los que a su vez eran hijos de Gaia (tierra) y Urano (cielo), quienes surgieron de Caos. Antes de que la tierra, el mar y el cielo fueran creados, todo lucía de un solo aspecto, estado al cual se le llamaba Caos, masa confusa y amorfa con el peso de la nada en la cual, sin embargo, estaban dormitando las semillas de todas las cosas. Así, tierra, mar y cielo estaban entremezclados completamente hasta que Eros intervino y puso fin a esto, separando la tierra del mar y del aire.  La parte más vehemente, éter -hijo de Erebus (oscuridad) y Nyx (noche)- que era la más liviana, se fue hacia arriba y formó los cielos; el aire siguió en peso y lugar. La tierra, que era la más pesada, se fue hacia abajo y el agua se ubicó sobre ella. Eter es uno de los elementos del cosmos y es mencionado como el alma del mundo desde el cual emanó toda la vida. En algún momento un dios ocupó sus buenos oficios para disponer la tierra con ríos, bahías, montañas, bosques, valles y campos fértiles. Estando limpio el aire, comenzaron a aparecer las estrellas y los peces tomaron posesión del mar, las aves del aire y las bestias de la tierra.

Según la creencia de los griegos, los dioses residían en el Monte Olimpo, en Tesalia. Los dioses no se mantenían aislados, sino que participaban en la vida de los mortales. Incluso, de la unión de dioses o diosas con los mortales nacían los héroes. Una puerta de nubes, guardada por las diosas de las estaciones, permitía la pasada de los celestiales hacia y desde la tierra. Los dioses se alimentaban de néctar y ambrosía, su alimento y bebida, recolectado por la diosa Hebe (juventud), permaneciendo así eternamente jóvenes. Conversaban sobre los asuntos del cielo y la tierra mientras Apolo los deleitaba con su lira y las musas cantaban. A la puesta del sol, los dioses se retiraban a sus habitaciones separadas.

Las deidades griegas eran antropomórficas, se parecían a los hombres, pero eran más poderosos y perfectos que los humanos y eran, ante todo, inmortales. No eran seres remotos y omnipotentes como los dioses de las religiones orientales habrían inspirado temor y no seguridad. De hecho, los griegos imaginaban deidades dotadas de atributos iguales a los suyos: cuerpos, debilidades y ansiedades humanas; los imaginaban cansados, durmiendo, comiendo y alternando libremente con los mortales y hasta procreando con mujeres de la tierra. Es más, los dioses no eran omnisapientes ni todopoderosos. Por encima de ellos estaba la moira, el destino inexorable, cuyos designios debían ser cumplidos por dioses y hombres para que el cosmos (orden) no se convirtiese en caos.

Si bien los dioses eran venerados en toda Grecia, no había una religión nacional. Cada religión y ciudad tenía su culto local. La religión no contenía dogmas, sacramentos ni rituales complicados. En este sentido, la religión operó principalmente como un sistema explicativo psicofenomenológico. Interpretaron al mundo físico de modo de apartar del hombre la conciencia de sus misterios aterradores, dándole a la vez un sentimiento de estrecha comunidad con él. Por medio de la religión impetraron por su intermedio beneficios materiales como buena fortuna, larga vida y abundantes cosechas. Los griegos no esperaron que su religión les redimiera del pecado o les otorgara beneficios espirituales. Así entonces, la piedad no era norma de conducta ni de fe.

La religión de los griegos era monista en términos de no concebir una figura demoníaca. Las deidades griegas podían inducir a los mortales tanto al bien como al mal e incluso podían engañarlo. Así, se muestra indiferencia hacia la vida de ultratumba, procediendo a no prestar cuidado especial a los cadáveres de sus muertos, aunque presumían que sus sombras o espíritus sobrevivían por un tiempo en Hades, situado bajo la tierra.

De la religión se derivaba la moral, de modo que, como el hombre dependía de los dioses, debía evitar la soberbia (hybris) y practicar la templanza (sophrosyne). La virtud consistía en la observación de la medida justa. Para ser virtuoso, había que conocerse a sí mismo. El templo de Apolo en Delfos llevaba la inscripción: “Conócete a ti mismo”. Por extensión, la moralidad no descansaba sobre la base de sanciones sobrenaturales. Nadie era recompensado por sus buenas acciones ni tampoco castigado por sus pecados. De hecho, glorificaron las pasiones que dominan el alma humana con el fin de hacer perder al individuo el dominio de sí mismo, circunstancia esencial para el éxito guerrero.

De esta forma, la cultura helénica exaltaba la sabiduría como una de las virtudes cardinales del hombre. Proyecta pues la cultura griega un ánimo optimista, confiado en que la vida merecía ser vivida por sí misma; no había razón para volverse a la muerte y contemplarla como fuente de feliz liberación. Las prácticas helénicas rechazaban toda mortificación del cuerpo y todas las formas de autonegación que generaran la asfixia de la vida. Por tanto, era individualista, egoísta, y, en general, se esforzaba por lograr el goce. Desarrolla una visión humanista referida a una preferencia por lo finito y natural, por sobre los sobrenatural y sublime. Los griegos eran pues devotos de la libertad humana.

El influjo cultural del mundo griego se plasmó cual impronta en muchos órdenes. De hecho estableció conceptos que el mismo lenguaje occidental preserva hasta nuestros días. De esta forma, aún hoy se socializan categorías referidas, por ejemplo, a Afrodita, diosa del amor, belleza y el éxtasis sexual; Armonía o diosa de la armonía y la concordia; Arpías o doncellas aladas cuyos talones tenían ganchos afilados para castigar y atormentar; Asia o ninfa del mar;  Europa, hija de Agenor de la que  se enamoró Zeus; Atenea., diosa de la sabiduría, guerra, artes, justicia y destrezas; Atlas, condenado por Zeus a sostener la tierra y los cielos por siempre sobre sus hombros; Cerbero, perro guardián de tres cabezas y cola de serpiente que cuida la entrada al submundo, donde reinaba Hades; Dionisio, conocido como Baco por los romanos, era el dios del vino y teatro; Eolo, deidad que custodia los vientos; Eros o dios del amor y del deseo; Hades, hermano de Zeus cuyo nombre proviene de “demonio del abismo” y es dios del submundo; Heracles o Hércules en latín, hijo de Zeus que fundó los juegos olímpicos; Hermafrodita; Hipnos, dios del sueño; Mania, personificación griega de la locura; Morfeo, dios de los sueños; Aquiles, alude a un punto débil o talón de Aquiles; Narciso, hermoso joven que menospreció el sexo y murió como resultado de ello; Pan, dios de los campos que al nacer aterrorizó a su madre quien sintió pánico por su aspecto de sátiro; Tártaro, región más baja del mundo que es prisión para los dioses derrotados; Hermes, alude al sello hermético; Fatas, origina lo fatídico; Mentor, corresponde al sabio confiable; Tanatos, se refiere a la muerte; Odisea, alude a la experiencia de una odisea; Panacea, se refiere a una cura universal; Psiquis, dice relación con la personificación del alma humana; Quimera, es un monstruo; Titanes, raza de gigantes que personificaban las fuerzas de la naturaleza; Pandora, primera mujer creada a quien los dioses dotaron de muchos talentos, quien portaba una caja como regalo de bodas que nunca debería abrir. La curiosidad de Pandora fue sin embargo tan grande, que a escondidas la destapó y dejó escapar de ella horribles bichos alados, llamados plagas. No obstante, en el fondo quedó, sin escapar, la esperanza, lo que evitó que los hombres se mataran de desesperación.

La religión cívica, según existiera en tiempos de las ciudades – estados, desapareció y su lugar fue ocupado por doctrinas epicúreas, estoicas y escépticas. Los menos inclinados a la religión se volvieron al culto de la buena fortuna o se hicieron adeptos del ateísmo dogmático de Teodoro y Euhemero, quien enseñaba que todos los dioses habían sido originariamente gobernantes, conquistadores o héroes, hombres en fin, de todos modos notables.

En este contexto, entre la masa del pueblo se hizo cada vez más notoria la tendencia a las religiones emocionales de origen oriental. Los cultos órficos y eleusianos, el culto a la diosa – madre egipcia Isis y la religión astral de los caldeos (astrología) se difundieron ampliamente y fueron entusiastamente acogidos por el mundo helenístico. También influiría la dispersión judía como resultado de la conquista de Palestina por Alejandro Magno. No obstante, la más poderosa influencia provino de la proyección del mazdeísmo a través del mitraísmo y el gnosticismo, las cuales plasman un desprecio hacia las cosas del mundo y una clara doctrina de redención personal, ideas que satisfacían el sentido de inutilidad de esta vida existente en la élite y la gente común.

Asimismo, a partir del siglo IV a. C., trascienden los cultos mistéricos, centrados en la búsqueda de inmortalidad gracias a la iniciación ritual en el paso de la muerte a la vida de un determinado protagonista divino y cuyas peripecias son narradas por medio de mitos de estructura cruenta (muerte – resurrección) o incruenta (descenso al ínfero y ascenso a la vida). De hecho, en Grecia se celebran las grandes fiestas mistéricas Thesmoforias y Anthesterias. Las Thesmoforias tenían como protagonistas a la diosa Deméter, gran diosa de la fertilidad. Se trata de un mito incruento, análogo al de la antigua Ishtar mesopotámica. Perséfone, la hija de Deméter, fue raptada por Hades, quien la llevó al ínfero. La diosa Deméter, abandonando el Olimpo, dejó de dar fertilidad a la tierra para descender allí de incógnito, hasta llegar a un lugar donde trabajó como institutriz de un niño a quien inició en el secreto de la inmortalidad. Deméter se reveló como diosa y dio oportunidad de construir un santuario donde celebrar el rito que había mostrado, donde quienes fueran introducidos en él, superarían la muerte y ascenderían a la nueva vida, tal como el mito narra que ocurrió finalmente con Perséfone, quien fue liberada del Hades, ascendiendo junto a Deméter a la vida inmortal, con su hijo Brimos, nacido en el ínfero.

En Atenas, se celebraban las Anthesterias, que constituían un culto mistérico cruento, cuyo protagonista era Dioniso – Baco. Su núcleo está en el despedazamiento de ese personaje divino, presentado como un niño cornudo rodeado de serpientes, por las fauces de los Titanes, quienes hirvieron  sus pedazos en una caldera, mientras un granado brotaba de la tierra donde había sido derramada su sangre. Pero Rea (Cibeles) reconstruyó sus miembros y, así, volvió a la vida junto a Zeus, su padre.

Asimismo, el primer mito de Orfeo es incruento, de descenso y ascenso. Con su lira descendió al Hades a recuperar a su amada Eurídice, quien había muerto por la mordedura de una serpiente. Orfeo encantó con su música a los poderes infernales, incluido al mismo Hades, quien le concedió la liberación de Eurídice a condición de que, durante su ascenso, Orfeo nunca mirara hacia atrás, hasta que Eurídice hubiera visto la lux exterior. Pero cuando ya Orfeo vio brillar la luz, miró hacia atrás para asegurarse si Eurídice lo seguía, ésta quedó sepultada de nuevo en las tinieblas, sin poder ascender con él a la nueva vida.

El segundo mito de Orfeo es cruento en tanto éste es despedazado por las Ménades dionisíacas, manteniéndose intacta sólo su cabeza, que se conservó depositada en una cueva, convirtiéndose ahí su palabra en un oráculo. Ello determinó que el dios Apolo se molestara, prohibiéndole profetizar. Desde entonces, la cabeza de Orfeo dejó de hablar. Se formaron comunidades órficas que mantenían rituales dionisíacos, consumiendo carne y sangre cruda de toro como una especie de “banquete de comunión” con la divinidad, en la esperanza de tener así la garantía de la inmortalidad. Al morir se los enterraba con amuletos y frases herméticas que aseguraban al difunto poder encontrar el camino de acceso a la vida en el más allá.

En este contexto, si bien la figura de la paloma aparece asociada a las diosas madre, es para acercarse a la virgen Ftía, en Aigión, que el dios del cielo adoptó la forma de una paloma. Es más, los iniciados de Atis, llevaban tatuado el número 616, el de la bestia, después trasladado a Roma, pasando a ser 666 al corresponder a la ghematriah, suma de las letras que formaban en hebreo el nombre maldito de Nerón - César, el “nuevo sol” enemigo de los cristianos.

No obstante, lo que en lo principal define a Grecia como matriz fundamental de Occidente, es su filosofía. Con posterioridad, difícilmente se desarrolla un sistema de pensamiento que no fuese anticipado por la filosofía griega. Tanto es así que, la diversidad filosófica que gradualmente se desarrolló en Occidente, parece una sucesiva y periódica actualización histórica de los diversos modos del profundo razonamiento helenístico.

 

Tales, Anaxímines y Anaximandro. En una primera etapa, la filosofía griega se ocupa del mundo físico. La filosofía griega tuvo sus orígenes formales en el siglo VI a.C. en los trabajos de la llamada escuela de Mileto, de filosofía científica, materialista y monista. Procurando determinar la naturaleza del mundo físico, creyeron que todas las cosas podían ser reducidas a una sustancia primaria o hecho original que sería la fuente del mundo y que hacía que todo volviera a tornar. Tales, fundador de esta escuela, percibiendo que todos los elementos tenían humedad, sostuvo que esa sustancia era el agua. Anaxímines consideró que era el apeiron y Anaximandro que era el aire, en tanto no podía ser una sustancia particular alguna sino alguna materia no engendrada ni perecedera que abarcaba y dirigía todas las cosas, y que llamó a esta sustancia lo infinito, ilimitado, incorruptible y divino que todo lo abarca y dirige. En su momento afirma Anaximandro: “El origen de todo lo que existe es el infinito, y así como todo lo que es hubo de empezar a ser, así dejará de ser cuando llegue su momento”. Anaximandro mismo sostendrá que el hombre viene del pez.

 

Pitágoras, Jenófanes, Parménides, Heráclito y Demócrito. En su segunda etapa, la filosofía griega se ocupa del mundo metafísico, centrándose en cuestiones relativas a la naturaleza del ser, proyectándose así las ideas de permanencia y cambio. Antes de finalizar el siglo V a.C., Pitágoras enseñó que la vida contemplativa es el bien supremo y que para lograrlo el hombre debía despojarse de las tentaciones de la carne. Sostuvieron los pitagóricos que la esencia de las cosas no radica en su sustancia material sino en un principio abstracto: el número. Su significación reside en la radical diferencia entre lo bueno y lo malo, el espíritu y la materia. Por su parte, Jenófanes, quién era monista y creía en la unidad de la naturaleza, concibió el panteísmo al entender que Dios era la causa generadora de todas las cosas e idéntico al universo mismo.

Parménides sostendrá a su vez que la estabilidad o permanencia es la verdadera naturaleza de lo creado y que el cambio y la diversidad no son sino una ilusión de los sentidos. Significaba con este pensamiento que, bajo los cambios superficiales, hay principios perdurables que no pueden ser percibidos con nuestros sentidos pero que pueden ser descubiertos por medio de la razón. En términos contrarios, Heráclito concibe la realidad como proceso de eterno cambio, como perpetuo devenir, de modo que sólo el cambio es real ya que el cosmos está en condición de permanente flujo. De esta manera, al fluir todo, es imposible entrar dos veces a la misma corriente. Por ende, creación y destrucción, vida y muerte, no son sino anverso y reverso del mismo cuadro. Sólo lo que sentimos tiene categoría de realidad y que la evolución y eterna mudanza son leyes universales, razón por la que ninguna sustancia fundamental subsiste inmutablemente a través de la eternidad. En definitiva, cada cosa se convierte en su contrario; todo lleva en sí mismo su opuesto y el porvenir nace de contrastes. Todo se produce por una lucha que se produce de modo necesario. Por ende, la guerra es la madre de todas las cosas. Con todo, Proclo fue el primero en señalar el carácter triádico del procedimiento dialéctico.

En este contexto, aunque fue Leucipo su generador, sería Demócrito en el siglo V a.C. quien desarrolló la teoría del átomo. Los atomistas sostuvieron que los constituyentes definitivos del universo eran los átomos, infinitos en cantidad, indestructibles e indivisibles y diferían en forma y tamaño. A causa del movimiento inherente a su estructura se juntan o separan en diversa proporción, resultando cualquier objeto del universo. Los objetos de la realidad son pues producto de la concurrencia azarosa de los átomos. Representando pues la más alta tendencia materialista, Demócrito negó la inmortalidad del alma y la existencia de un mundo espiritual.

 

Protágoras.  En su tercera etapa, la filosofía griega se concentra en el hombre mismo. Hacia la mitad del siglo V a.C. se inició una revolución intelectual en Grecia. La ascensión del hombre común, el incremento del individualismo y las demandas ante los problemas prácticos produjeron una marcada reacción contra los antiguos modos de pensar. Los filósofos abandonaron entonces el estudio del universo físico y se ocuparon de los principios íntimamente relacionados con el hombre.

Surgen pues los sofistas, nombre dado por los griegos a todos aquellos que se dedicaban al estudio de los conocimientos o a un determinado arte. Este concepto se aplicaba especialmente a los educadores de inteligente lenguaje que, desde el año 450 a.C., acostumbraban viajar por toda Grecia impartiendo sus conocimientos mediante discursos y la percepción de honorarios. Les cabe el mérito de haber popularizado sus conocimientos y de haber creado en las gentes del pueblo el interés de aprender y desarrollar la elocuencia, cosa antes limitada a un reducido círculo de personas.

Del sofismo, su implacable adversario Platón, dirá: “El sofista es del género de aquellos que discuten para ganar dinero. Se nos muestra, sobre todo, como el que tiene apariencia de ciencia y no una ciencia verdadera. Por sofística debe entenderse el arte de apropiar, de adquirir con violencia, a manera de la caza de los animales..., caza humana que busca un salario y salario a dinero constante, y que, con el aparato engañador de la ciencia, se apodera de los jóvenes ricos y de distinción”. Por su parte, de éste dirá Aristóteles: “Vamos a tratar ahora de los argumentos sofísticos, es decir, argumentos que parecen ser tales pero que, en realidad, no son más que falacias y nada tienen de argumentos o refutaciones”

Protágoras (490 – 420) fue el más célebre sofista y sentenció: “El hombre es la medida de todas las cosas”. Afirmó así que la bondad, belleza, verdad y justicia están condicionadas por las necesidades e intereses de la naturaleza del hombre. Por tanto, ya que la percepción de los sentidos es la fuente única del conocimiento, solamente existen verdades particulares determinadas en tiempo y lugar. Así entonces, la moralidad cambia de un pueblo a otro. Los sofistas condenaron la esclavitud y proclamaron los derechos del hombre común. Por extensión, luego surgió el sofismo extremo, sistema que transforma el escepticismo de Protágoras en solipsismo. Fue Gorgias quien sostuvo la doctrina de que la mente humana nunca podrá conocer otra cosa más que sus propias impresiones subjetivas. Gorgias, que se llamó a sí mismo retórico y no sofista, concibió un sistema nihilista consistente en que nada existe, que si algo existiese nada podríamos saber de ello y que en caso de que algo existiese y pudiese ser conocido, sería incomunicable. Afirma Gorgias: “Si existiera la realidad absoluta, sería inconocible; si fuera conocible, sería inexpresable”. En definitiva: “Nada existe; si algo existió, no se sabe”.

 

Sócrates. Así la filosofía griega alcanza su cuarta etapa de desarrollo y pasa a ocuparse de las cosas del hombre en mundo. Constituyendo una  reacción contra el sofismo y su discurso de relativismo, escepticismo e individualismo, que algunos entienden conducirá al ateísmo y la anarquía, no siendo posible en esos términos la subsistencia de la moralidad, del Estado ni de la misma sociedad, se afirmará una teoría donde la verdad es real y existen normas absolutas. Representando la edad de oro de la filosofía griega, cabezas de este pensamiento fueron Sócrates, Platón y Aristóteles.

Contra el agnosticismo y el ateísmo de los sofistas, Sócrates (470 – 399 a.C.), filósofo mayor que era un hombre intensamente religioso, provoca una revolución intelectual al colocar cuestiones morales en el centro de la realidad Su descubrimiento de la inteligencia racional y el orden natural lo lleva al inexorable reconocimiento de la divinidad. La existencia de un orden cósmico requiere un factor ordenador del cosmos, superior al hombre. Postula pues la existencia de agentes divinos o dioses intermedios y un Dios supremo, que ordena al mundo y lo mantiene unido. Dios es entonces eterno y vela por los asuntos de los hombres hasta el último detalle. Sócrates intuyó la unidad de Dios que concebía como ser supremo, creador y providente. Como el alma humana, Dios es invisible, pero se manifiesta en sus efectos.

Sócrates creyó que la verdad existe y no es cambiante, sino perenne, haciendo posible un conocimiento estable y universalmente válido, que el hombre podía poseer con sólo perseguir el método indicado. Ese método consistía en el intercambio y análisis de las opiniones hasta que pudiese destilarse la esencia de la verdad perceptible para todos. De esta forma podían descubrirse los principios constantes de la justicia y el derecho, independientemente de los deseos egoístas de los humanos. El descubrimiento de tales reglas racionales generaría una regla de infalible vida virtuosa ya que negaba que alguien pudiera elegir el mal conociendo el bien. Dirá Sócrates: “Sólo sé que no sé nada”. A partir de allí, el método consistía en practicar la ironía o arte de hacer preguntas tales que hagan descubrir al otro su propia ignorancia, cayendo en cuenta de lo absurdo de su posición para que advierta que no sabe. Luego se aplica la mayéutica o arte de hacer peguntas tales que el otro llegue a descubrir la verdad por sí mismo. El método socrático se encamina a la construcción de definiciones, las cuales deben contener la esencia inmutable de la realidad investigada.

Sócrates aporta de modo trascendente a la cultura occidental al asentar la ética como fundamento social. Entiende Sócrates que el saber y la virtud coinciden, razón por la que no cifra ya la moral en la religión ni en las leyes del Estado. Entonces, todas las leyes, como ordenaciones humanas, pueden cambiar, pero la moralidad es absoluta. Ello significa abolir el antiguo orden del mundo, razón por la que finalmente es condenado a muerte. Con todo, el conocimiento más importante de todos es el conocimiento de sí mismo. Sentencia pues la máxima obligación moral: “Conócete a ti mismo”.

 

Platón. De nombre propio Aristocles, aunque conocido como Platón (427 – 347 a.C.), filósofo discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles, recibe las ideas religiosas de Sócrates y añade su complejo razonamiento que va del movimiento físico a una causa que engendra el movimiento. Entiende que ésta es una causa racional que sostiene todo el orden cósmico  y vela por todos los asuntos de los hombres. Esta causa racional es perfecta, autora del bien, invariable e incapaz de engaño. Es el modelo de la acción humana y deberíamos tratar de aproximarnos a estos atributos divinos dentro de lo posible. Platón sentencia: “Dios, no el hombre, es la medida de todas las cosas”.

El objetivo de Platón era desarrollar sus ideas filosóficas para superar la teoría del flujo desordenado y establecer una idea de universo intencional y espiritual. Intentaba superar el relativismo y el escepticismo mediante la instauración de una ética. Recogió en su filosofía la sabiduría antigua, definiéndola con arreglo a su pensamiento, y llegando a definir como ejes las “Ideas” o realidades inteligentes, universales, inmutables y eternas, que para él eran una ciencia aparte: la dialéctica. Estructuró pues la doctrina de las Ideas. Admitió que la relatividad y el cambio constante son característicos del mundo de las cosas físicas (las cuales son percibidas a través de los sentidos) pero negó que ese mundo fuera el universo completo. Según él hay una región más elevada y espiritual, compuesta por figuras eternas e Ideas que sólo la mente puede percibir. Ellas no son mera abstracciones intelectuales urdidas por el hombre sino sustancias espirituales. Cada una es el arquetipo o molde de alguna clase particular de objetos con relaciones entre los objetos de la tierra. Hay así Ideas de hombre, árbol, tamaño, forma, color, belleza, justicia, etc. La más elevada es la Idea de Dios, causa activa y propósito guía de todo el universo. Las cosas que percibimos por medio de nuestros sentidos son copias imperfectas de las supremas realidades: las Ideas.

Por tanto, según Platón, la verdadera virtud tiene su raíz en el conocimiento. Pero el conocimiento derivado de los sentidos es limitado y variable; de aquí que la verdadera virtud consista en una comprensión racional de las eternas Ideas de bondad y justicia. Por tanto, al relegar lo físico a un plano inferior, Platón dio a su ética un eje ascético. Consideraba al cuerpo como un obstáculo para la mente, pensando que sólo la parte racional de la naturaleza humana es noble y buena. No demandó sin embargo -como otros de sus seguidores- la supresión de apetitos y emociones, sino que recomendó su subordinación estricta a la razón. Así, rechazó el materialismo y el mecanicismo. Concibió el universo como espiritual en su naturaleza y gobernado por propósitos inteligentes.

Creyó en la inmortalidad del alma y preexistente desde la eternidad, que sería movida por tres fuerzas: la de la razón, el ánimo y el apetito. Su concepción se aproxima a veces a la idea cristiana. Sin más, su original concepción del Estado lo expone como el primer filósofo político. Construyó un tipo ideal de Estado, en el que se sacrificasen los egoísmos al bienestar de la comunidad, sobre bases económicas y sociales.

 

Aristóteles. Aristóteles (384 – 322 a.C.), considerado fundador de la lógica, impulsor del método científico y maestro de Alejandro el Grande, desarrolla una concepción teleológica del universo, donde lo espiritual no eclipsaba la corporeidad material sino que forma y materia es la unión de ambas entidades lo que da al universo su carácter esencial. En el campo metafísico, entiende que la ciencia no sería posible si lo universal no se hallara en las cosas. La posibilidad alcanza así a los seres antes de existir, y de ello se derivan los conceptos de acto y potencia El movimiento es el estado del paso de la potencia al acto. Todos los seres, menos Dios, se hallan compuestos de estos dos principios. Además de estos principios activos intrínsecos, Aristóteles señala otros dos extrínsecos, el eficiente y el final.

Además, Aristóteles admitió la existencia de Dios y la consideró necesaria como causa primera de todo lo creado. Dios era motor primero, fuente primaria del movimiento intencional contenido en las formas. No era un Dios personal pues se trataba de una inteligencia pura desprovista de sentimientos, voluntad y deseos. Sin embargo, Aristóteles era fatalista y creía que el mal moral y físico eran indispensables como consecuencia de los trastornos que ocurren en el universo. Asimismo, para Aristóteles, el alma se distingue claramente del cuerpo, aunque no es independiente de éste. Todas las funciones del espíritu, excepto la razón creadora, dependen del cuerpo y perecen con él. Aristóteles no tomó al cuerpo como prisión del alma ni creyó que los apetitos físicos fueran necesariamente malos por sí mismos.

Apreció así Aristóteles que la razón es la más alta facultad cognitiva. El hombre puede pensar y elegir por sí mismo. Afirmó pues que el más preciado bien del hombre consiste en su autocomprensión, esto es, en la comprensión de la parte de su naturaleza que lo distingue como humano. La autocomprensión está identificada con la vida de la razón. El cuerpo debe ser mantenido en buen estado de salud y las emociones bajo adecuada vigilancia. La solución era encontrar la “áurea medianía”, concebida ésta cual estado de equilibrio entre la excesiva indulgencia y la negación ascética. El principio aristotélico era: “Nada en exceso”.

 

G.1.7. Cultura y civilización romana.

Aunque existen restos de origen micénico hacia la segunda mitad del segundo milenio en Etruria, Umbria y el Lacio, y existiendo asentamientos urbanos en la región desde el siglo VIII a.C., Roma se convirtió en ciudad hacia aproximadamente el siglo VII a.C.. Así, antes de convertirse en dominadora, la que será la civilización romana, por una parte experimenta la influencia de la cultura etrusca y sus cultos, y, por otra, entre los siglos VIII y VII a.C., experimenta un proceso de helenización. La Magna Grecia importó al área itálica el panteón y la mitología de la madre patria, con la que nunca dejaron de estar en contacto. De esta forma, los etruscos tomaron divinidades como Maris (Marte), Nethuns (Neptuno), Menerva (Minerva), Satre (Saturno) y Uni (Juno), siendo las divinidades etruscas sometidas a la interpretación griega. No obstante, una parte del panteón etrusco conservó rasgos originarios y, aunque el culto se helenizó, siguió la elaboración de los auspicios.

Con el aumento del poder de Roma en Italia y su posterior expansión a otras tierras, la religión romana experimentó un cambio importante al entrar en contacto con las creencias de otras culturas. Se adoptó la mitología griega y muchos dioses romanos se identificaron con deidades helénicas. Así se crearon federaciones paralelas de dioses, una latina y otra griega, con nombres diferentes para las mismas deidades. Así, por ejemplo, el Júpiter romano se identificaba con Zeus. Los cultos restantes reflejaban tanto el culto tradicional de Roma como los elementos importados de Grecia. También se incorporaron al panteón romano dioses griegos sin equivalente latino, como el caso de Apolo, del mismo modo como que algunos dioses romanos, como Jano, no encontraron ninguna correspondencia. Las creencias y los ritos agrarios ocuparon un lugar destacado en la religión romana, siempre en relación con la fertilidad.

Los romanos fomentaron el culto público, pues creían que la benevolencia de los dioses producía el bienestar del Estado. En este contexto, los administradores reconocieron la importancia de que Roma asimilase los cultos locales, a fin de que las tradiciones diferentes no generasen malestar y levantamientos. Roma se apropiaba de los dioses “extranjeros” a través de la “evocatio”, fórmula ritual de origen antiquísimo pues ya empleada por los hititas. El comandante debía pronunciarla ante la ciudad enemiga para invitar a los dioses a abandonarla y dirigirse, propicios, a Roma, donde recibirían mayores honores. En los casos en que esto no era posible, se establecían fórmulas legales para garantizar que religiones encajasen en el marco imperial.

En este escenario se inserta la Roma que elaboraba su propia civilización y su propio sistema religioso, adaptado a sus propias necesidades y difundidos más tarde por las ciudades conquistadas. Asimismo, la constitución de un imperio formal conllevó nuevos cambios religiosos pues, por su extensión (desde el Atlántico al mar Negro), se hacía necesaria una cultura y religión unificadora que estableciese vínculos entre los pueblos. En este sentido, el culto al emperador era tanto un acto de lealtad política como una declaración de creencia en la autoridad religiosa de Roma.

Aunque sometida a continuos impulsos innovadores a causa de la asimilación de divinidades extranjeras, que entre los siglos II y II a.C. tuvo caracterizaciones antropomórficas, Roma presentaba  al mismo tiempo una religión conservadora que se manifestaba en una constante apelación a la costumbre de los antepasados. La mayoría de las deidades romanas eran abstractas y la acción era lo que definía su divinidad. Su culto se organizaba en torno a un año litúrgico solar, estrechamente relacionado con el ciclo agrícola y equipos de sacerdotes (flamines) que oficiaban las ceremonias y ofrecían sacrificios.

La religión de los hogares presentaba paralelismos con la de la comunidad y algunas casas tenían santuario. Entonces, junto a estos dioses personales, la religión romana contaba con colectivos de seres extrahumanos, como los lares, los penates y los manes. Estos últimos, reconocidos ya como dioses desde el siglo V a.C. e invocados solamente en plural, constituían un colectivo de culto con el que se identificaba el espíritu de los difuntos, especie de divinidad de la condición de muerte. En los últimos tiempos de la república, estas divinidades cambian y se convierten en una especie de doble del difunto, al que acaban sustituyendo. Por su parte, los lares, aunque no eran considerados dioses, eran invocados en plural, mientras que con el singular se designaba exclusivamente al “Lar familiares”, el lar que debía tutelar a toda la familia, entendida como un conjunto de hombres libres y de siervos, y también como espacio físico territorialmente definido. Los penates son los dioses soberanos del corazón de la casa, centro teórico e ideológico de la existencia de los romanos, que se identificaba con el hogar. Se encargaban de la tutela de los grupos familiares, más que del territorio que ocupaban, regido por los lares, y estaban incluidos en la herencia del “pater familias”; su posesión garantizaba la descendencia y el estatus social. Existió también la categoría de numen, sistema divino de voluntades con personalidad definida.

A diferencia de la religión griega, Roma carecía de una mitología. Los relatos míticos dedicados a dioses y héroes son el resultado de la helenización y se refieren a divinidades afines a las griegas. Así, en el patrimonio tradicional romano más o menos fantástica, sus protagonistas son personajes que pasan a formar parte de la historia. De esta forma, si el patrimonio mítico de Roma distinguía tres clases de teología, una mítica que correspondía a los poetas, una física que de la que se ocupaban los filósofos, y una cívica o política, que determinaba el papel de los ciudadanos y de los sacerdotes en el Estado, era esta última la que determinaba los dioses que había que venerar y las formas de culto más beneficiosa para el Estado.

En este mismo sentido, ante la ausencia de mitología, Roma exaltó el rito o actuación exacta y correcta según un modelo tradicional rigurosamente establecido (mito es término griego, rito es término latino de origen), no existiendo, al menos en la religión oficial, la mística o intento de entrar en relación íntima con la divinidad. Al estar la cultura romana orientada hacia la acción humana en la historia, el rito fue privilegiado y expresado en una gramática simbólica. Se creó pues en Roma un sistema ritual controlado por un complejo cuerpo sacerdotal público, a cuyo frente se colocaba el colegio de los pontífices, del cual formaban parte el rey sacral (rex sacrorum), el “pontifex maximus”, quince flámines y seis vestales. El colegio pontificial sólo proporcionaba las coordenadas de la acción ritual. Había cuerpos encargados de ejecutarla y otros que aseguraban el mantenimiento del rito. Al frente del colegio estaba el “pontifex maximus”, cuyo cargo era vitalicio y estaba subordinado al “rex sacrorum”.

Orientada en su sentido histórico, Roma excluyó de su horizonte cualquier previsión del futuro, pero, en cambio, impulsó la necesidad de sondear la voluntad divina, especialmente de Júpiter, que regía el presente histórico y ritual. Se creó pues un colegio de augures, desvinculados de la autoridad del pontífice, que elaboraron una técnica adivinatoria específica, la disciplina augural. No se trataba tanto de una predicción de futuro como de una autorización para actuar. Ciertamente también se practicó la nigromancia aunque la magia no alcanzó a penetrar el culto oficial. Severamente respetuoso con sus dioses, el romano confiaba en ellos para los casos necesarios de su vida, razón por la que no recurrió sistemáticamente a la magia.

La gran importancia de los ritos y el control de la tradición desembocó en la elaboración del calendario, el cual, con sus fiestas (feriae, festivos) distribuidas a lo largo del año y territorialmente, confiere sentido al tiempo y era competencia del colegio pontificial. La organización del tiempo y del espacio en sentido sacral es expresión simbólica y sintética de Roma.

En un comienzo los romanos no tuvieron imágenes de sus dioses, tampoco estatuas ni ídolos, y en ello se manifiesta el carácter razonador, exenta de toda emoción o poesía, de la religión romana. Como símbolos materiales de las distintas divinidades servían diversos objetos: Marte era simbolizado por la lanza, Júpiter por una piedra, el símbolo de Vesta era el fuego sagrado. Más tarde, a imitación de los griegos, comenzaron a erigirse estatuas, pero sin perderse las antiguas prácticas, sobre todo en las zonas rurales. En los primeros tiempos tampoco existían verdaderos templos. Al comienzo el “templum” romano era sólo un lugar cercado, destinado a las adivinaciones, sobre todo para observar el cielo, proviniendo de allí el verbo latino “contemplari”, observar. Más tarde, nuevamente imitando a los griegos, los romanos comenzaron a construir templos santuarios para los dioses, aunque se diferenciaron de los griegos pues presentaban un pórtico abierto, destinado a contemplar el cielo.

Respecto del destino de las almas de los muertos, los romanos creían en un reino subterráneo, semejante al Hades griego. Pero también existía la fe en el Elíseo o campo de los bienaventurados, morada de las almas bienhechoras. Al mismo tiempo se conservó un concepto más antiguo, según el cual la sombra del muerto no se desvincula del cuerpo. Los romanos procuraban construir los sepulcros cerca de los caminos ya que los muertos mantenían relaciones con los vivos, debiendo éstos recordarlos de palabra y llevándoles alimento a los difuntos. Las almas que tenían familiares, llamadas larvas y lémures, eran consideradas malas ya que no había quien las alimentara, requiriendo ritos especiales: lemurias. Las imágenes de los muertos eran conservadas desde muy antiguo a través de mascarillas mortuorias o de bustos conservados en cada familia, costumbre de origen etrusco.

Con todo, antes del cristianismo, en todo el Imperio Romano se propagaron religiones orientales, correspondientes a cultos mistéricos que ofrecían exóticas liturgias y prometían favores especiales a sus iniciados. Surgieron los cultos a Cibeles, Mitra y Sabazio, entre otros. Estos estaban saturados de misticismo e ideas sobre la recompensa en un más allá. Aportaban la seguridad de que una bienaventurada inmortalidad sería la recompensa de la piedad y consideraban misteriosos medios de purificación por los cuales se pretendían borrar las impurezas del alma. Enseñaban que las almas podían readquirir la perdida pureza a través de ceremonias rituales, mortificaciones y penitencias, incluso por el hecho de lavarse con agua consagrada según formas prescritas. Tales ritos eran una limpieza del cuerpo que obraba como forma de desinfección espiritual, incluyendo el beber o ser rociado con sangre de animal sacrificado, principio vivificante capaz de comunicar una existencia nueva, capaz de hacer renacer a una vida inmaculada e incorruptible. Sería en este contexto que penetraron el judaísmo y el cristianismo.

El culto mistérico de Mitra, celebrado ya en el antiguo hinduismo védico y que pasa al mundo persa, resistiéndose a ser suprimido por la reforma de Zarathustra, se proyecta a Frigia y celebrará en Roma, sobreviviendo al mismo cristianismo hasta el siglo V. Se trata de un mito cruento donde, si bien el protagonista divino, Mitra, no es quien muere y resucita, él es un mediador  que sacrifica al toro sagrado y, gracias a este sacrificio, vuelve la vida sobre la tierra. El mito frigio identifica a Mitra como un personaje divino nacido de la bóveda celeste, de cuyo nacimiento sólo fueron testigo unos pastores. Mitra enfrenta primero al poder del sol, venciendo al occidente o lugar de los muertos, siendo asociado al carro solar luminoso que nace por el oriente. Luego enfrenta al toro, símbolo primigenio de la fecundidad. Una vez que lo hubo dominado, lo cargó sobre sus hombros llevándolo penosamente hacia una cueva. Ese esfuerzo penoso constituye el “tránsitus” o la pasión de Mitra. Aunque logra escapar de la cueva, el toro termina siendo sacrificado por Mitra, emergiendo de su cuerpo plantas, de su cola  granos de trigo y su sangre se convirtió en el vino utilizado en la celebración histérica de los “mitraicums”, a pesar de que una serpiente lamía su sangre intentando impedir, en vano, su fecundidad. Después de esto, y tras una última comida con sus compañeros, Mitra ascendió al cielo, como Sol Invictus, coincidiendo con la constelación de Tauro. Retomando un antiguo tema escatológico persa, al final de los tiempos un nuevo toro sagrado aparecerá sobre la tierra y Mitra descenderá nuevamente del cielo como mediador, para sacrificarlo y, mezclando su sangre con vino, le dará a beber a los hombres en un banquete ritual, concediéndoles de este modo la inmortalidad. Mitra será así el conductor divino de las almas hacia su morada definitiva en los campos Elíseos situado más allá de los planetas y las estrellas fijas.

El culto de Isis, Osiris y Horus se proyectó más allá de Egipto como religión de salvación abierta a todos, sin distinción de sexo, nación o clase social. Influyó fuertemente en la sociedad greco-romana antes que surgiese el cristianismo. Entre el 59 y 48 a. C. su propagación llegó a preocupar tanto a las autoridades romanas que el Senado ordenó su represión con la máxima severidad.

En Roma también se desarrollaron formas de everismo (Evemero, Historia sagrada) o forma racionalista de interpretación de los hechos religiosos y relatos míticos, sobre todo en los círculos cultos. Según esta interpretación, los mitos adquirían sólo sentido alegórico pues los dioses no serían sino antiguos hombres destacados por los beneficios otorgados a sus semejantes y divinizados después de su muerte. En esta perspectiva, hasta surgió una vertiente propiamente materialista que negó la existencia de los dioses y denunció el daño que causaba la religión. Plinio el viejo (23 – 79), negando la existencia de los dioses tradicionales, reconoció como divinidad al sol, al que consideró el centro del universo.

Fue siguiendo a Demócrito y admirando a la naturaleza que el poeta Lucrecio llega a sostener que la razón puede curar todos los males de la humanidad. El “triunfo de la razón” rescatará a una humanidad desgraciada y la liberará de la esclavitud de sus supersticiones, siendo esta creencia el alma de la vida. Aseverará que no debe creerse lo que cuentan los mitos sobre los infiernos: el infierno está aquí en la tierra.

Con todo, el poeta Virgilio canta la vida pastoril al modo de Teócrito. Muestra a una generación de ciudadanos en excesos refinados y un mundo natural y candoroso, donde éstos pueden reposar cuando se sientan abrumados por el vértigo humano. De hecho, Virgilio escribía sus idilios pastoriles mientras las sangrientas batallas de Filipos decidían los destinos del mundo. “Las Bucólicas” ofrecen pues el anhelado descanso en una época turbulenta. Específicamente influido por el mundo heleno, en el poema IV, el poeta predice el advenimiento de una edad de oro que sucederá a las guerras civiles, época que ofrecerá a los hombres cosechas doradas, sin necesidad de simientes; las parras darán racimos sin necesidad de podarlas, “los rebaños no temerán las fueras, morirán las serpientes y la miel destilará como rocío en los troncos de las encinas”. Así, Virgilio anticipa una paz anunciada por el nacimiento de un niño que reinará como dios en un mundo feliz. Los primeros cristianos creyeron ver en este poema la primera luz estelar que guió a los magos de Oriente a Belén.  La religión romana prolongó su existencia hasta el triunfo del cristianismo en el siglo IV. 

 

G.2. Evolución del Sistema Metafísico Occidental

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