VIOLENCIA Y CONTROL SOCIAL: EL DEBILITAMIENTO DEL ORDEN SOCIAL DE LA MODERNIDAD

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Soc. Alberto Riella [1]

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RESUMEN

El objetivo de este artículo es analizar los crecientes fenómenos de violencia en la sociedades contemporáneas como una expresión más del debilitamiento del modelo de control social construido con la modernidad. Para ello se repasan los enfoques tradicionales sobre la violencia, se señalan las principales características de la nueva morfología de las sociedades actuales y se discuten las recientes interpretaciones sociológicas sobre estos fenómenos. El artículo concluye planteando que existe una búsqueda por imponer un nuevo modelo de control social, que denominamos pos-democrático, que busca naturalizar las desigualdades sociales que generan los conflictos de las sociedades contemporáneas enfrentándose a un modelo alternativo que procura ampliar las formas de negociación de las crecientes desigualdades y conflictos que en ella se generan.

 

Introducción

Hasta fines de los años ochenta, la mayoría de las corrientes teóricas que abordaban el tema de la violencia si bien no coincidían sobre sus causas y sus posibles consecuencias, desde cierto punto de vista, compartían implícitamente el supuesto evolucionista y modernistas de que la violencia en las sociedades contemporáneas eran un lastre de las relaciones tradicionales o premodernas. En general se sostenía que con el aumento de la racionalización de la vida social, para unos, o con una distribución equitativa de los bienes materiales, para otros, la violencia tendería paulatinamente a reducirse, desapareciendo como problema social relevante. Tan sólo las teorías sociológicas más conservadoras postulaban que la violencia era parte de la naturaleza humana y por tanto elemento constitutivo de toda relación social en cualquier tipo de sociedad. Esto condujó a que hasta inicios de esta década los temas relacionados a la violencia no fueran considerados en la agenda de los partidos progresistas, y solo los partidos más conservadores fueron los que mantuvieron una predica constante para aumentar la represión como única forma de resolución del problema.

La situación en la actualidad se ha tornado muy diferente. La violencia constituye una de las preocupaciones principales en la agenda de todos los partidos políticos, de las ciencias sociales y de los ciudadanos comunes. Las investigaciones de opinión pública realizadas periódicamente en países de todas las regiones del mundo indican que el sentimiento colectivo de miedo e inseguridad aumenta sin diferencias de clivaje social (Adorno y Peralva 1997:1). Concomitantemente, se produce también una pérdida de legitimidad de una de las formas de violencia hasta ahora relativamente legítima, sobre todo entre la izquierda, asociada a las insurrecciones populares y, en general, a la violencia política. Paradójicamente entonces, se forma un amplísimo consenso contra cualquier tipo de violencia al mismo tiempo que se da un aumento vertiginoso, que se ve como inevitable, de su presencia en todos los ámbitos de la vida social. Por otra parte, estos hechos han ingresado al «campo periodístico» en el que sufren una mercantilización que crea una competencia que lleva a que las noticias sobre violencia respondan más a la lógica propia del campo periodístico que a la propia dinámica de los hechos. Se construye de este modo una imagen manipulada que dificulta una percepción ajustada del problema.

Por estas razones, para tratar sociológicamente el fenómeno de la violencia, debemos hacer un esfuerzo por tratar de romper con el sentido común y las urgencias mundanas, como aconseja Bourdieu, y plantearnos el problema desde otra perspectiva. Intentaremos, en un plano muy general y sin utilizar referentes empíricos precisos, ordenar nuestras ideas sobre el tema explorando las relaciones existentes entre el crecimiento de la violencia social y los procesos que caracterizan nuestra contemporaneidad: globalización, fragmentación social, desindustrialización y pérdida de centra-lidad del Estado-nación.

Nuestra intención es dar una mirada al problema de la violencia procurando profundizar en los enfoques contemporáneos sobre la temática. La idea principal que desarrollaremos es que el crecimiento de la violencia en la vida social se debe principalmente a un proceso de agotamiento del modelo de dominación y sus correspondientes formas de control social. Es decir, las formas de discipli-namiento y control social que las clases dominantes fueron instaurando desde los orígenes del capitalismo, que forjaron a la sociedad industrial y que encontraron su mejor formulación en el modelo fordista, por diversos motivos se encuentran hoy en crisis. Ya no pueden como antes regular y normalizar la vida social con la eficiencia y la eficacia legitimadoras de las décadas anteriores. Así, desde nuestro punto de vista, nos encontramos en la actualidad frente a un modelo de dominación nacional que, intrínsecamente relacionado a las desgastadas formas del Estado-nación, encuentra grandes dificultades para producir y reproducir su legitimación y la de los intereses sociales dominantes. Pero también debemos advertir con especial énfasis que ello no significa que estemos frente a una crisis del capitalismo o a una crisis de la clase dominante. Por el contrario, asistimos hoy a una gran reestructuración en las distintas fracciones y grupos de la clase dominante, que en un proceso de conflictos y negociaciones, están en búsqueda de otras formas de control social que brinden mayor legiti-mación a sus nuevos intereses y posiciones sociales. Indudablemente, estos conflictos dentro del «campo de poder» están estrechamente ligados e influenciados por las luchas y conflictos de las clases dominadas. Sin embargo, en este trabajo no pretendemos tratar ese asunto, dejándolo para posteriores análisis.

En primer lugar, presentaremos en forma sucinta las dos grandes corrientes interpretativas que consideramos engloban los distintos abordajes de la violencia. En segundo lugar, discutiremos los cambios ocurridos en la sociedad que pueden ayudar a comprender el surgimiento de las nuevas formas de violencia. Expondremos luego algunas de las conceptualizaciones contem-poráneas sobre la violencia e intentaremos fundamentar que los fenómenos de violencia pueden ser considerados como un indicador más del marcado agotamiento del orden social moderno. Para terminar discutiremos como en estas circunstancias se abren amplios espacios para que varios grupos de la clase dominante impulsen un nuevo orden social “postdemocrático” que tiene como sustento central la búsqueda de la legitimación de la desigualdad social.

 

Las vertientes clásicas

El proceso de formación del Estado moderno está innegablemente asociado a la eliminación paulatina de la violencia2 de la vida social y de las formas de sociabi-lidad. Este es un hecho real que es compartido por casi todos los teóricos que se han referido al tema desde Hobbes, pasando por Simmel, Weber y Elias hasta llegar a Foucault. Pero no todos dan el mismo significado a este hecho, ni le atribuyen las mismas causas ni le asignan las mismas consecuencias. Como señala Tavares, existen dos grandes modalidades para enfocar el tema de la violencia:

«De uma parte, os pensadores e os pesquisadores cuja ótica definiuse pelas noções de integração e de consenso, tendo como corolário os termos de regra, norma e de controle. De outra parte, os analistas e investigadores que construíram sua visão de mundo social segundo a ótica da conflitualidade e dos conflitos, tendo como conseqüência as noções de processo, de dinamismo e de uma diversidade e plasticidade das formas de realização do social. Neste plano, o centro das preocupações passava a ser o conhecimento das relações de dominação e de exploração.» (Tavares, 1995: 282)

Estas dos corrientes tienen preocupaciones y motivaciones muy diferentes. La primera de ellas considera la violencia como un fenómeno aislado que debe controlarse a través un proceso compulsivo de integración social. La idea fuerza de este enfoque es que el desarrollo de la sociedad produce como residuo del proceso creciente de «modernización» algunas disfunciones y desajustes de los cuales la violencia y la delincuencia son parte. El principal objeto de estudio de esta corriente estará consti-tuido por la violencia criminal y la delin-cuencia. Esta corriente hace siempre referencia a la idea de orden y equilibrio, conceptos postulados como formas naturales de la sociedad frente al desorden que significarían los actos violentos, tanto de carácter criminal como de carácter político, ya que el uso de la fuerza no legítima es siempre un ataque al funcionamiento equilibrado que mantiene el orden social integrado.

La teoría del control fue una de las más influyentes dentro de esta vertiente. De ella se desprende que las acciones de delincuencia se verifican cuando el vínculo del individuo con la sociedad se rompe o fragiliza. La sociedad debe realizar una función de contención social a través de la presión de sus instituciones y mediante una socialización adecuada hacer que los individuos a su vez internalicen una auto-contención social. Dentro de esta línea interpretativa se ubica también la teoría del desvío social, que situará el origen de la violencia y la delincuencia en el desvío de ciertos individuos del sistema de valores culturales imperante en una determinada sociedad. La causa de la delincuencia residiría así en la socialización desviada de estos individuos en «subculturas» con valores diferentes al del resto de la sociedad.

Otra teoría influyente dentro de esta vertiente es la de la tensión social de Merton. Este autor sostenía que la delincuencia ocurre cuando son obstaculizadas las oportunidades convencionales de alcanzar las metas comunes a todos los individuos que integran una sociedad. Las causas las ubica no tanto en los sistemas de socialización, sino en las barreras estructurales que cierran las oportunidades legítimas de éxitos (Trindade 1993). Así, la conducta delincuente intenta burlar las barreras sociales que se inter-ponen a su movilidad social ascendente, utilizando para ésto medios ilegítimos. La conducta delincuente se torna posible cuando el individuo no se siente compro-metido con los demás, cuando no desea conseguir éxito educacional o laboral, o cuando no cree en la legitimidad de la ley.

Un primer problema que hallamos en esta vertiente es que tiende a un reduccionismo individualista del fenómeno. Siempre es el «individuo» el que es considerado como problema. Como afirma Domenach, criticando este aspecto:

«La violencia de los individuos y de los pequeños grupos debe ponerse en relación con la violencia de los estados, la violencia del orden establecido. Las violencias más atroces y más condenables ocultan otras maneras menos escandalosas por prolongadas en el tiempo y protegidas por instituciones en apariencia respetables» (Domenach 1981).

En segundo lugar, más allá de la pertinencia de su explicación, estas teorías pagan un alto tributo al contexto social en que surgieron. Su formulación se origina principalmente en los EEUU en años de fuerte integración social por lo que, en alguna medida, en esa época pudieron dar cuenta de ciertas regularidades de los fenómenos de la violencia y la delincuencia. Pero hoy, basta sólo pensar en la creciente heterogeneidad cultural y social de la mayoría de las sociedades del mundo para constatar fácilmente que estas teorías ya no pueden pretender dar cuenta del fenómeno actual de la violencia. Su principal supuesto entra en crisis: ya no existen valores que se puedan postular como universales y los ciudadanos tienen una amplia gama de metas y de medios muchas veces contradictorios entre sí. La respuesta de estas teorías consiste solamente en constatar la multiplicación desenfrenada de individuos «desviados», que intentan buscar el «éxito» por medios no conven-cionales, perdiendo así de vista el verdadero fenómeno que enfrentan las sociedades actuales con los procesos de globalización y de fragmentación social. Al presente, la aplicación de estas teorías sólo expresa el deseo de orden e integración como un deber ser, pero las mismas carecen de valor heurístico.

La segunda vertiente de análisis de la violencia pone su énfasis en los procesos de dominación y conflicto, conceptuali-zando la violencia como un instrumento más de dominación. El foco principal de estos análisis estará en las nuevas formas de violencia que se instalarán en la sociedad con la creación del Estado moderno. La violencia surge como violencia “oculta” con el Estado moderno por mostrarse como una represión legítima y natural que muchas veces aparecerá como simbólica, por lo que se la designará como violencia institucional o simbólica. La mayoría de las investiga-ciones de esta vertiente buscarán poner al descubierto este tipo de violencia ejercida por los grupos dominantes desde las instituciones del Estado. Esta vertiente en general justificará la violencia política en tanto forma legítima de oponerse a la dominación del poder institucional que dispone del uso legítimo de la fuerza física. Esta justificación, hoy opacada en los análisis, llegó a ser normalizada en la declaración de los derechos humanos de la ONU como derecho a la insurrección.

Estas corrientes verán en el surgimiento del orden social moderno, en oposición a la visión de la vertiente presentada anteriormente, la instauración de una forma de dominación. Según una serie de autores, en un proceso que se originó en el siglo XVII comienza el lento pasaje de una sociedad en la que predominaba la violencia abierta como forma legítima de resolver los conflictos, a una donde predominará la violencia institucional, oculta, más simbólica que física. Este proceso civilizatorio, según Elias, consistió en la búsqueda de la superación de la violencia mediante la transformación de la agresividad a través de una inversión en control social. De este modo, poco a poco, se va eliminado la violencia del tejido social, la cual pasa a ser monopolizada por el Estado y ejercida por la organización policial, produciendo en los hombres un creciente autocontrol de sus pasiones y de sus miedos. (Elias 1993).

Dentro de esta vertiente se ubica también la corriente marxista que identificará ese proceso de surgimiento del modo de producción capitalista con la creación del Estado burgués en tanto instrumento de dominación de clase. La violencia será vista por los marxistas, por una parte, como un instrumento de dominación de clase, y por otra, como una expresión propia de las contracciones de clase. Este enfoque tiende en general, a sobredeterminar, y en algunos casos a reducir, los fenómenos de violencia a los aspectos relacionados con la esfera económica y de clase, sin considerar otros ejes posibles de producción de conflictos y violencia (Tirelli 1996).

Ya más contemporáneo, este proceso es identificado también por Foucault quien, abandonando la idea de un poder centralizado, viera en él una búsqueda de disciplinamiento de la población a través de la cual los individuos son sometidos por múltiples mecanismos de poder a una normalización de sus conductas sociales. Desde esta perspectiva, Tavares dos Santos señala que la revolución burguesa, que está en el inicio de este orden social de la modernidad y la sociedad industrial, provoca la necesidad de controlar los nuevos ilegalismos —que emergen en cuanto tales junto con los derechos de propiedad— que amenazan la construcción del régimen de disciplinamiento del capitalismo industrial. Comienza así a hablarse de las «clases peligrosas» haciendo referencia a aquellas que podían llegar a no someterse a las nuevas reglas del orden social.

De esta manera, las distintas corrientes de esta vertiente3 dan la idea de que este proceso civilizatorio, de disciplinamiento o de dominación capitalista, es un proceso que se va perfeccionando a sí mismo y de cierta manera auto-reproduciéndose. La idea que parece subyacer en estas interpretaciones consistiría en que, cuanto más tiempo transcurra, la dominación y el poder podrían ejercerse cada vez con más naturalidad, con menor necesidad de utilización de la violencia física o abierta. Esta relación entre dominación y violencia se presenta como demasiado lineal y no se muestra sensible a las características específicas de las fracciones de la clase dominante que hegemonizan los distintos momentos históricos, transformándose en una concepción demasiado invariante. Desde nuestra perspectiva, esta forma de ver el fenómeno no permite comprender las complejidades y las contradicciones que subyacen al aumento de la violencia en las sociedades actuales, ya que en su horizonte teórico no existe la posibilidad de agotamiento o pérdida de eficacia de las formas y mecanismos de violencia institucionales que garantizan el orden social moderno de la sociedad industrial.

En síntesis, ambas vertientes teóricas, por distintas razones, no dan una respuesta adecuada para analizar la violencia y sus nuevas formas de manifestarse en la sociedad que no pueden ser vistas como una simple continuación o aumento de las formas de violencia ya existentes. En razón de esto, en los últimos años varios autores, partiendo de la vertiente de la dominación y del conflicto, han desarrollado nuevas conceptuali-zaciones que permiten dar cuenta de buena parte de estos fenómenos. A continuación reseñaremos los cambios más significativos que permiten hablar del surgimiento de un nuevo tipo de violencia social “extendida” o “difusa” y analizaremos los enfoques contemporáneas que reflexionan sobre esta problemática.

 

El nuevo contexto social de la violencia

La mayoría de los autores contem-poráneos que analizan este fenómeno desde un punto de vista sociológico destacan los cambios producidos en las causas de la violencia en las últimas décadas. Las más señaladas son la globalización, la pérdida de peso del Estado, la caída de la sociedad industrial y, como corolario de estas trans-formaciones, la crisis de la modernidad.

Por ejemplo, para Wieviorka, no es directa la vinculación entre la violencia y el fenómeno de la mundialización y su ideología neoliberal. Esta se alimenta tenue-mente de dichas transformaciones, relacionándose sobre todo con las des-igualdades y con la exclusión. Es decir que la violencia se inscribe en los procesos de fragmentación cultural que la mundiali-zación provoca. La difusión de los bienes culturales (programas televisivos, diversiones, películas, etc.), no produce homogeneización, sino que, en muchos casos, produce retroalimentaciones identi-tarias, comunitarias y nacionalistas que se vuelven, en defensa de la nación, contra la cultura transnacional y hegemónica de los EEUU. La violencia es vista entonces como un acto con voluntad defensiva, e incluso contraofensiva, de grupos deseosos de afirmar sus identidades culturales.

La mundialización económica se inscribe así en una relación dialéctica que al mismo tiempo la alimenta y la profundiza: fragmentación social y cultural que se prolonga a través de los procesos de naturalización y de racionalización de la vida colectiva y está en la base de una violencia e inseguridad planteadas en términos de violencia racista (1997:16-18).

Profundizando la relación entre mundialización de la economía y su ligazón con la fragmentación social y cultural se puede hablar también de la mundialización de la violencia, de su desterritorialización, y verla en un plano global donde adquiere un papel muy importante el fenómeno de las “redes” que incluye la economía del criminal y de la droga. Pero estos fenó-menos de violencias no son unificables, dependen de significaciones inscriptas en conflictos de contextos locales y regionales específicos ( Zaluar 1996:40).

Acerca de la situación del Estado, existe un gran consenso en torno a la idea de que es cada vez menos capaz de cumplir sus funciones básicas y que en la práctica la definición weberiana —de monopolio de la violencia física legítima— parece ya no dar cuenta de las características del Estado contemporáneo. Lo que tiende a predo-minar, en cambio, es la privatización de la violencia, que se suma también a la informalidad, a los mercados negros, a la evasión fiscal, al trabajo clandestino y al déficit en la aplicación de la justicia que son moneda corriente en la mayoría de los países del mundo. A todo esto se agrega el aumento de la violencia ilegítima de parte de los propios aparatos del Estado que se constata por el aumento de la represión y la tortura. Por otra parte existe la sensación en la población de que los crímenes quedan impunes, lo que revela una aguda crisis en las formas de acción de los sistemas judiciales. En razón de esto, el Estado-nación aparece como cada vez más incapaz de velar por la seguridad de los ciudadanos y de proteger sus bienes, tanto materiales como simbólicos en tanto que la fragmentación cultural, contribuye a tornar más débiles las formas de acción del Estado-nación ya que este no puede reclamar para sí el monopolio de la identidad cultural de sus ciudadanos.

Estos elementos del debilitamiento del Estado han llevado a que algunos autores conceptualizaran esta situación como una forma de neomedievalismo dada la creciente y persistente pérdida de poder del Estado centralizado. A consecuencia de su debilitamiento, la forma de violencia más directamente ligada a él, la guerra entre estados, debería perder importancia, y en cambio aumentarían otras formas de violencia tales como guerras civiles, masacres interétnicas, violencias que de hecho constituyen hoy las formas más espectaculares de la misma. Por esta razón, los actuales enfrentamientos entre diferentes etnias y culturas no pueden ser vistos como residuos del pasado, sino como algo que está por venir (Giddens 1997:274).

Sin embargo, no hay que olvidar que las diferencias étnicas y religiosas son también normalmente diferencias de estratificación. En este sentido, las desigualdades asociadas a etnicidad son, con frecuencia, fuentes de tensión y de hostilidad mutua y, consecuentemente, incentivan conflictos que pueden conducir a colapsos violentos del orden civil.

A nivel de la propia organización social y política, Wieviorka, siguiendo a Touraine, sostiene que la caída del trabajo industrial, la pérdida de poder del movi-miento obrero y la exclusión social llevan a la disolución del principal conflicto estructurador de la vida social en la modernidad: el conflicto capital - trabajo. Esto conlleva también el declinar de la empresa en tanto ordenadora y aseguradora de la vida social. A nivel político lo anterior se reflejará en el debilitamiento de los polos izquierda - derecha como organizadores de la vida partidaria. Los partidos no encuen-tran qué mediar y surgen nuevos naciona-lismos. Todo lleva a que la crisis social se combine con el problema de las identidades culturales étnicas y religiosas y a la formación de anti-actores que carecen de reconocimientos mutuos, llegándose de esta manera en muchos casos a acciones violentas.

Pegoraro (1994) tiene una visión similar para el caso de Argentina, señalando que la desarticulación de los actores sociales que fueron tradicionalmente correas de transmisión para la contención y movilización política —movimiento estudiantil, sindicalismo, movimientos villeros, partidos políticos— lleva a que ya no puedan cumplir su función de mediación, lo que induce a una confrontación entre el individuo y los procesos de subjetivación y de producción de subjetividades

Estas transformaciones en su con-junto se encaminan, en diferentes niveles, a aumentar la complejidad y al mismo tiempo la desestucturación del mundo social. Sin embargo, debemos decir que, si bien estos cambios afectan a las nuevas formas de violencia, no cabe deducirlas directamente de ellos, como su derivación mecánica. Existe un conjunto de media-ciones que determinan en cada contexto concreto los efectos de estos cambios y que tienen elementos irreductibles que hacen a las combinaciones y a las determinaciones propias de cada situación.

Por último, las mutaciones que está sufriendo la sociedad no excluyen a sus clases dominantes. Por el contrario, las mismas están pasando también por un proceso de reestructuración profundo. Los límites del espacio social y simbólico de las naciones se desdibujan llevando a una transformación en las formas de domina-ción que se hacen cada vez más permeables a los efectos de la globalización.

En estas circunstancias, es conve-niente recordar como lo hace Boaventura de Sousa (1996), que los cambios operados en la sociedad contemporánea ponen en cuestión los modelos interpretativos que fueron elaborados para dar cuenta de una realidad radicalmente distinta de la actual. Por ello, sin dejar de lado a la ligera las teorías clásicas, se debe hacer un análisis crítico de su vigencia. Los cambios que se están operando sobre el Estado-nación hacen necesaria una revisión crítica de los conceptos sobre disciplinamiento y dominación para poder destacar lo que hay de nuevo en estos procesos y lograr comprender mejor los riesgos, incerti-dumbres y posibilidades de esta puja social de dimensiones globales en la que hoy nos encontramos. Lo que está en juego en este conflicto global entre fuerzas sociales aparentemente difusas, es la naturalización de los procesos que llevan a la exclusión y a la legitimación de las desigualdades, procurando dar a luz un nuevo tipo de orden social postdemocrático. Los crecientes actos de violencia, a nuestro entender, emergen como «síntoma», pero no totalmente irreductible como ya dijimos, del paulatino agotamiento del orden social moderno constituyendo un elemento más de la desarticulación de la estructura material y simbólica de la sociedad indus-trial. La violencia emerge así del profundo desajuste que produce la inculcación de valores, como el de la igualdad de oportunidades, que supone la idea de igualdad formal de los ciudadanos, sobre la cual se construye el sistema de dominación simbólico, y las reducidas probabilidades de ponerlo realmente en práctica restringiendo la legitimidad del orden social. En términos durkiemnianos podríamos decir que el orden social está dejando de ser, en términos de representación social de la realidad, «artefacto histórico bien fundado». En este desajuste radica la crisis, crisis que las nuevas fracciones dominantes buscan «superar» a través de la implantación de un orden social postdemocrático en el cual la igualdad formal de los individuos deje de ser la base de su legitimación .

 

Las interpretaciones contemporáneas

En este nuevo escenario, las corrientes que destacan el conflicto comenzaron a reflexionar sobre el aumento de la violencia, aceptando que el fenómeno tiene cierta irreductibilidad, lo que cambia de algún modo la perspectiva teórica del tratamiento del tema. Ya no se postula que la violencia social desaparecerá por medio de la emancipación, como anteriormente estaba implícito, sino que comienza a crecer la idea de que siempre conviviremos con ella. De alguna manera, la propia crisis de las «utopías» cuestiona también la idea de que una acción emancipadora podía liberar a las instituciones de la violencia simbólica que generan sus funciones de control.

Los autores contemporáneos que reseñaremos en esta parte del trabajo comparten la idea de que la violencia actual ha renovado profundamente sus significa-dos y concuerdan en el surgimiento de un nuevo tipo de violencia: la violencia difusa. Aunque los mismos no coinciden estricta-mente en sus definiciones de violencia4, todos concuerdan en señalar su creciente presencia en las distintas esferas de la vida social contemporánea.

A nivel más general, podemos decir que estos análisis expresan también que la violencia produce, y al mismo tiempo es producida por un desgaste del orden social moderno. En este sentido, la lectura que haremos de los autores intentará resaltar este punto para sustentar nuestra hipótesis de que la violencia difusa es un indicador5 del agotamiento o declinación de las formas de control social de dominación instaladas a partir de la socie-dad industrial, que puede desembocar en nuevo orden social postdemocrático.

En primer término Zaluar, quien se refiere específicamente al caso de Brasil, desarrolla una línea argumental que sos-tiene que la violencia que hoy se vive en la sociedad brasileña tiene elementos nuevos y no puede ser explicada por enfoques tradicionales, insistiendo en que hay que incluir la mundialización del crimen orga-nizado con sus características económicas, políticas y culturales sui generis y también la globalización cultural en el marco interpretativo. De esto se desprende que no se puede entender la violencia apenas como un efecto geológico de las capas de violencia constumeira del sertão nordestino o de otras regiones del país. No se puede explicar tampoco la violencia y la delin-cuencia por el aumento del desempleo y los bajos salarios. De estos elementos no pueden deducirse directamente los proble-mas de violencia que afectan a la sociedad brasileña. Para la autora, es necesario ana-lizar cómo y quién lleva los instru-mentos de poder y de placer a las favelas y cómo se establecen y se refuerzan los valores que impulsan a la acción de una búsqueda irrefrenada de ese poder y de ese placer, remarcando que éstos constituyen un cuestionamiento de los valores habituales de las clases populares. (1996: 49-55).

Los argumentos de Zaluar se constituyen así en un primer indicio, desde nuestro punto de vista, del debilitamiento de los mecanismos de disciplinamiento, que hoy ya se pueden encontrar en las zonas “calientes” de Montevideo. Esta población excluida ya no internaliza los valores legítimos de este orden social de trabajo, educación, respeto a la autoridad del Estado, valorización del ahorro, etc. Aunque no se intente subvertirlos políticamente; existe objetivamente un freno a la reproducción de dichos valores que provoca el cuestionamiento de varios de los instrumentos que conforman el control social. Retomaremos este punto cuando analicemos la segregación urbana como una de las evidencias del agotamiento del control social.

Desde una perspectiva diferente, Wieviorka —que analiza el problema desde una visión tourainiana de la sociedad y en base a la situación europea— afirma que hay que construir un nuevo paradigma para caracterizar la emergencia de este nuevo tipo de violencia, y hace suya la afirmación de Baudrillard de que “en lugar de quejarse del resurgimiento de una violencia atávica, es preciso ver que es nuestra propia modernidad, nuestra propia hipermo-dernidad, que produce este tipo de violencia y esos efectos especiales de los cuales el terrorismo también hace parte” (1997:8).

Para este autor, la violencia viene a llenar el vacío dejado por los actores colectivos y el consecuente debilitamiento de las relaciones sociales y políticas de la sociedad. La pérdida de centralidad de las relaciones de producción industrial hacen improbable la idea de una ligazón entre violencia social y su inserción en los conflictos estructurales de clase, en el sentido habitual de la expresión. No se trata ya de una lucha contra una relación de dominación, de sublevación contra un adversario con el que se mantiene una relación conflictiva, y sí de una no-relación social6, una ausencia de relación conflic-tiva, una exclusión social, que alimenta conductas amotinadoras o una violencia más difusa, fruto de la rabia y de la frustración. Wieviorka sostiene que estamos ante una separación definitiva de la relación que marca la modernidad, la tensión entre razón y cultura, entre racionalización y subjetivización. Por tanto, el momento actual puede ser interpretado en función del sometimineto a riesgos crecientes de laceramiento entre los dos polos que definen la modernidad. De un lado el mundo de la técnica, los mercados liberales, la ciencia, y de otro la identidades culturales y comunitarias. Desde este punto de vista, la violencia contemporánea puede ser pensada como un vasto conjunto de experiencias que, cada una a su manera, traduce el riesgo de implosión de la postmodernidad y es al mismo tiempo su esbozo (1997).

Este laceramiento, esta separación, produce una fragmentación de los espacios públicos y una distorsión de los aspectos generales de la violencia pensada a partir de sus dimensiones políticas. Partiendo de este supuesto, Wieviorka postula que si bien puede continuar instalada a nivel político, la violencia actual adquiere mayormente formas que invaden por debajo y por encima a la política. Define así las dos modalidades de la violencia contemporánea: la infrapolítica y la metapolítica.

La violencia infrapolítica es producida por la creciente privatización de la economía, que lleva a mantener el «Estado a distancia». Está ligada a la degeneración de un fenómeno que pierde su carácter político en favor de una privatización ligada al deseo de controlar recursos económicos y territoriales, privatizando la violencia para proteger esos intereses. La violencia metapolítica constituye un modo de ver la realidad en la cual los problemas políticos están al mismo tiempo asociados y subordinados a problemas culturales o religiosos. El sentimiento de una inmensa frustración social se sublima así en combinaciones religiosas, nacionales y étnicas. Lo político queda supeditado a Dios o a la Nación.

A su vez estas formas de violencia pueden asumir, según el autor, dos maneras diferentes de manifestarse. Una claramente instrumental, que crece cuando el orden social se deshace, operando de forma hobbesiana: la violencia es el principal recurso en las luchas de todos contra todos, donde no hay actores estratégicos envueltos en una relación de conflicto, llevando así la lógica de crisis al extremo. La otra manera es la que el autor denomina violencia no instrumental, que significa la imposibilidad para el actor de estructurar su práctica en una relación de cambio más o menos conflictiva. Ella trae la marca de una subjetividad negada, frustrada, es la voz no reconocida del sujeto rechazado, prisionero de la exclusión social y de la discriminación racial.

En síntesis Wieviorka nos muestra, desde su perspectiva toureniana, cómo emerge una nueva forma de violencia a partir de la desarticulación de las relaciones sociales de la sociedad industrial y cómo esto lleva a la descomposición del orden social propio de este tipo de sociedades. En este sentido, el autor remarca que la violencia pasa a ser cada vez más uno de los principales recursos de los sujetos, tornándose posible pensar en una fractura del orden social. Retomaremos este análisis más adelante cuando desarrollemos el concepto de orden social y control social .

Desde otro paradigma, Tavares dos Santo, partiendo desde una perspectiva inspirada en Foucault, busca elaborar una definición sociológica de esta nueva violencia difusa. Para el autor, la violencia es fundadora de una sociedad dividida y para comprender cabalmente el fenómeno es necesario reconstruir la complejidad de las relaciones sociales, localizando las relaciones de poder que se ejercen en múltiples formas, de modo transversal a ejes de estructuración de lo social. Estos ejes de estructuración son las clases sociales, las relaciones étnicas, de género, los procesos disciplinarios y el nivel del inconsciente. En cada uno de estos conjuntos de relaciones sociales, de redes de poder, las diferentes formas de violencia están presentes y deben comprenderse como un acto de exceso de poder que configura una relación social innegociable porque lleva al límite las condiciones de sobrevivencia de aquel que es “objeto” del agente de la violencia .

Según el autor, la violencia consiste así en un dispositivo que está compuesto por diferentes líneas de realización: presenta visibilidad y siempre es antecedida o justificada por una violencia simbólica ejercida por subjetivación de los agentes sociales envueltos en la situación. La violencia como un dispositivo de poder ejerce una relación específica con otro por el uso de la fuerza y la coerción, es una modalidad de práctica disciplinar. La violencia, con su carácter instrumental, es siempre un medio para llegar a un fin, un procedimiento de carácter racional, envolviendo en su propia racionalidad el arbitrio en la medida en que al desen-cadenarse la violencia produce efectos incontrolables e imprevisibles (1995: 288-289, 1997:193).

Para poder realizar esta definición el autor distingue, al igual que Arendt, relación de poder y relación de violencia. Considerará el poder como la forma de ejercicio de la dominación que se caracteriza por la legitimidad y por su capacidad de negociar el conflicto y establecer el consenso. En cambio, la violencia es una relación social innego-ciable puesto que alcanza, en el límite, las condiciones de sobrevivencia, materiales y simbólicas, de aquel percibido como desigual por el agente de la violencia. Se puede deducir de la definición de violencia de Tavares que hay un «continuum» entre poder y violencia. La violencia es siempre una derivación del poder que se transforma en algunos actos y frente a algunas situaciones por exceso de poder en vio-lencia. La pregunta que cabe realizarse desde esta perspectiva es por qué surgen los excesos de poder. Por qué una situación de dominación en que es posible negociar el conflicto deriva a una relación innego-ciable. Si esto sucediera en casos aislados no valdría la pena preguntárselo, pero, como venimos argumentando, esta es la situación que tiende a instalarse cada vez con mayor frecuencia en la sociedad.

Esta pregunta no tiene una respuesta única porque son múltiples los ejes de poder que están en juego y que transforman sus relaciones de poder en actos de violencia. Intentaremos dar una respuesta para uno de esos ejes, el de la dominación de clase.

Para una primera aproximación en el intento de dar una respuesta a esta interrogante recurrimos a las recientes conceptualizaciones de Giddens sobre la violencia. Para el autor7 existen también nuevas formas de violencia, que están asociadas a este nuevo estado de la sociedad contemporánea. Si bien el autor reconoce que las causas de la violencia actual son múltiples y existen varios contextos en los cuales la violencia aparece en la vida social, al igual que el resto de los autores, señala que su surgimiento siempre está rela-cionado a estructuras de poder. En este sentido la violencia es para Giddens el otro extremo de la persuasión, aquel por el cual los individuos, grupos, o Estado buscan imponer su voluntad a otros (1996: 260). Si bien esta definición epistemológica-mente es diferente de la de Tavares, coloca de una manera muy similar la forma en la cual se plantea la diferencia entre poder y violencia. La diferencia radica en que Giddens plantea una relación y una funcio-nalidad distinta entre los dos conceptos.

Para Giddens, no es el aumento de la fuerza y la violencia lo que hace que el Estado se asegure el monopolio de la fuerza y del poder soberano, sino el desarrollo de mecanismos de vigilancia y de control. De esto se deriva que el uso de la fuerza está siempre asociado a un déficit en materia de control y esto ocurre con todos los sistema de poder. El autor ejemplifica lo anterior con el caso del patriarcado el cual, afirma, nunca fue mantenido por medio del uso de la fuerza y la violencia. El poder de los hombres sobre las mujeres ha durado por el hecho de poseer una legitimidad basada en los papeles de género diferen-ciados, en los valores a ellos asociados y en una separación sexual entre las esferas pública y privada. Lo que importa rescatar para nuestro análisis es que la violencia contra la mujer no es, para Giddens, una expresión del poder del sistema patriarcal tradicional sino más bien una reacción a su disolución parcial (1996:262-268).

Por tanto, esta afirmación puede ser entendida como una respuesta posible a la pregunta que nos formulábamos a partir de la definición de la violencia en tanto exceso de poder: la dominación se transforma en un exceso de poder cuando comienza a perder su capacidad de persuasión y la violencia es una reacción a esta situación. Podemos inferir como hipótesis que una de las causas de la violencia difusa se encuen-tra en la reacción de las clases dominantes frente al debilitamiento de su capacidad de persuasión, o sea el debilitamiento de su orden social. Por esta razón, al necesitar imponer por la fuerza su orden social, las clases dominantes se colocan objetivamente en el otro extremo de la acción legítima, reforzando con esta acción la pérdida de legitimación de ese orden. Estamos así frente a una situación compleja, producida por los fenómenos que hemos reseñado, donde comienzan a reducirse los espacios de persuasión de los que dispone la clase dominante, quien responde ampliando los espacios para imponerse por la fuerza. Creemos que este fenómeno es central para entender la violencia de la sociedades actuales y nos remite directamente al análisis entre violencia y control social.

 

El agotamiento del orden social

Pero, en qué consiste el agota-miento del orden social y cómo podemos comprobarlo. Puede decirse que un orden social se debilita cuando se debilitan sus formas de control social. Para poder desarrollar este concepto nos basaremos en el análisis Pegoraro, quien señala que el sistema de control social se considera como:

Una estrategia tendiente a naturalizar y normalizar un determinado orden social constitutivo por las fuerzas sociales dominantes .(...) la legitimidad de dicho orden social permite —por momentos— atenuar los controles institucionales y promover los autocontroles y la ampliación de las conductas rutinarias tendientes a regular por sí mismas las formas sociales de convivencia. De tal manera puede reducir el control coercitivo mientras mantiene como amenaza el monopolio del ejercicio de la coacción física legítima por parte del estado. Así los cálculos de la ventaja personal y el temor al castigo son los únicos elementos (1994: 90-91 ).

Este proceso permanente de legitimación del orden social procura naturalizar las desigualdades sociales de diversas formas para que sean internalizadas como “normales”, como pre-existentes a la acción social, buscando desligarlas así de la acción política, sustrayéndolas de su órbita posible de acción.

Esto no debe considerarse necesariamente como una intención perversa, ni un deseo consciente de las fracciones dominantes, sino como algo inscripto en su propio punto de vista, inherente a su posición en el espacio social.

Así, los planteos de los autores que analizan la violencia contemporánea —expresada tanto como exceso de poder, falta de capacidad para persuadir, imposibilidad de estructurar relaciones conflictivas o de negociar diferencias— siempre refieren a algún problema de eficacia del sistema de control social, el cual no estaría permitiendo que el poder implícito en la violencia se exprese como dominación legítima. Estos problemas pueden ser explicados si consideramos que estamos en un momento histórico donde aún no se han naturalizado las nuevas diferencias sociales derivando en respues-tas violentas, tanto de los que realizan excesos de poder para naturalizarlas como de aquellos que responden por no hallarlas legitimas. En este sentido, uno de los elementos que hacen al agotamiento de ese orden social es el hecho de que hoy nos enfrentamos a una situación en la que las diferencias reales existentes en el espacio social ya no son las diferencias que estaban legitimadas como naturales.

Cuando hablamos de debilita-miento del orden social, además de los procesos de legitimación, nos referimos también al agotamiento de sus mecanismos de control social. Por este motivo, nos referiremos brevemente a los signos de agotamiento de importantes mecanismos de control social como forma de concluir nuestra fundamentación acerca de la emergencia de la violencia difusa en tanto indicador del proceso que señalamos. Los mecanismos de control a los que nos referiremos son: la segregación urbana, las políticas sociales, la escuela y el trabajo.

Uno de los mecanismos de control social más utilizados para resolver los conflictos generados por las desigualdades siempre fue la separación o segregación urbana. Esta salida llevada a cabo para sobrellevar las diferencias sociales, fue en las últimas décadas la que conformó la segmentación urbana de hoy. Los acontecimientos de los últimos años ponen de manifiesto que esta separación no puede ser ya una salida definitiva. Lo que fue una resolución de problemas en el pasado se ha transformado hoy en uno de los principales ejes de cuestionamiento del orden social. Las situaciones creadas como producto de una acumulación de exclusiones sociales se ha combinado con los procesos de globalización del crimen organizado y hoy estalla en una violencia irrefrenable. Las favelas y las villas miserias fueron modos de segregación eficaces porque permitieron por mucho tiempo atenuar conflictos sociales contribuyendo a mantener el orden social.

Pero hoy, es justamente en estos espacios donde con mayor nitidez se cuestiona el monopolio del uso de la violencia del Estado. Se constituye así una paradoja, ya que el mismo Estado, que propició estos asentamientos, creo las bases materiales para el cuestionamiento de su poder monopólico. Más allá de las estigmatizaciones, el aumento de la segregación genera objetivamente el territorio en el cual se producen procesos sociales incompatibles con el orden social. El agotamiento de este mecanismo de control plantea dos opciones que resumen el dilema de la violencia en las sociedades actuales: comunicación o coerción y violencia (Zaluar, 1996, Giddens,1997, Pegoraro, 1994).

Otro de los mecanismos de control social que actualmente está cuestionado es el de las políticas sociales. Mientras duró el Estado benefactor, estas políticas permitieron resolver conflictos e integrar a la sociedad, al menos en el primer mundo, a un contingente importante de las clases populares. Sin embargo, a raíz de los cambios estructurales del capitalismo y de la caída de la sociedad industrial, este sistema comenzó a generar enormes contradicciones en el seno del Estado, como en su tiempo lo señaló Offe. Esto llevó a que dichas políticas fueran perdiendo su carácter universal, adquiriendo un carácter focalizado, sacrificando por ello su efecto integrativo y transformándose en una forma más de acentuar la segregación y la fragmentación social. En tal sentido, hoy ya está comprobado que las nuevas políticas sociales no lograron, como se pensaba, compensar las reformas estructurales neoliberales y han perdido eficacia como mecanismos de control social, eficacia que sí tuvieron durante casi todo el siglo XX .

Una evidencia más del agotamiento del orden social es la creciente manifes-tación de la violencia en la escuela y en el resto de los espacios educativos. La escuela, que ha sido la institución central de normalización de los sectores sociales y que ha jugado un papel preponderante en la legitimación de los valores sociales que permiten la naturalización de la domina-ción, está hoy en crisis. Su función de integración se ve fuertemente cuestionada por un entorno social cada vez más desintegrado. Las expresiones de violencia son uno de los modos en que toma forma esta crisis en el sistema de educación. Esta violencia expresa así la dificultad del actual modelo de dominación para reproducirse y legitimarse en el sistema escolar actual. Los valores y clasificaciones inculcados en la escuela no solamente deben tener fuerza para imponerse discursivamente, deben sobre todo estar bien fundados, tener una cierta correspondencia con la realidad social. Como ya lo señalamos, es cada vez más problemático fundamentar la igualdad de oportunidades, las posibilidades de ascenso social y la necesidad de educación ya que estas representaciones del mundo están siendo socavadas por las transfor-maciones que ha sufrido la sociedad en las últimas décadas. Los crecientes actos de violencia que se producen en la escuela, considerada hasta hoy como el «reino del orden y la normalidad» son por encima de todo un fuerte cuestionamiento simbólico a la capacidad de integración del actual orden social.

Por último, uno de los mecanismos de integración y a la vez de control del orden social burgués fue siempre el trabajo. Este mecanismo está hoy seriamente cuestionado a causa del creciente desem-pleo estructural. En estas circunstancias, la legitimidad del orden social, que se estructuró en base a la posibilidad del acceso a un trabajo, entra en crisis. Mediante una actividad remunerada los individuos lograban estructurar su vida social, objetiva y subjetivamente. Esto orientaba las estrategias y los sueños de la mayoría de las clases dominadas que aspiraban, y regularmente conseguían, un trabajo como forma de integración social propia y de sus familias, lo que permitía la reproducción de estas expectativas. Desde esta perspectiva, lo importante no es el salario, si bien este también influye, sino el trabajo como vínculo entre el individuo y la sociedad. La imposibilidad de la sociedad de brindar un empleo es la imposibilidad de su orden social de reproducir las aspiraciones que él mismo inculca como legítimas. La ruptura de estos mecanismos de reproducción social llevan al derrumbe de la legitimidad de cualquier orden social. Pero, ningún orden social se derrumba sin que otro lo sustituya —volvemos a aclarar que no nos referimos al capitalismo sino a sus formas de dominación—. Esto es lo que para nosotros, está en juego en la actualidad. ¿Se puede mantener un sistema de dominación basado en principios democráticos con las actuales diferencias sociales? Para nosotros esta pregunta tiene dos repuestas: o se reducen las diferencias o se modifica el orden democrático.

Veamos cuál es la respuesta de las clases dominantes a esta situación. La respuesta más generalizada ha sido la de aumentar la cantidad y sofisticación de la represión, como lo señala Pegoraro para el caso argentino (1993:107-112), donde hubo un aumento del equipamiento policial, cruzadas contra las drogas, formación de super secretarías de seguridad, mayor poder para la policía, más muertes en enfrenta-mientos con la policía y crecimiento de las empresas de seguridad privada. Claramente, el caso argentino puede extenderse con facilidad al resto de los países de América Latina. Dicha situación hizo que en algunos momentos y en algunos territorios, se generaran situaciones de “guerra interna» en las que no existen las más mínimas garantías de un Estado de derecho, los derechos humanos y civiles son puestos entre paréntesis a la vista de todos bajo el pretexto de la seguridad pública.

Estas medidas demuestran, a nuestro juicio, legitimar el uso de la fuerza y la violencia como única forma de resolver los problemas en la sociedad, acentuando en espacial la violencia contra los grupos sociales excluidos, a efectos de aumentar la «protección» de los incluidos. Estos elementos pertenecen a una «visión del mundo» que frente a los reclamos de seguridad personal, intenta construir, como base para la formulación de un modelo de control social postdemocrático, la estigmatización de los sectores más pobres como irremediablemente violentos buscando argumentos a favor de la naturalización de las diferencias sociales existentes, que permitan diluir los derechos formales de igualdad.

Quienes actúan, de manera consciente o inconsciente, en función de este proyecto, hacen aparecer en forma magnificada problemas que seguramente son el epifenómeno, el resultado o la expresión de cuestiones más estructurales. Uno de ellos es el «problema de la droga» y otro quizá más generalizado, el de la «seguridad personal». Sobre estas nuevas «enfermedades» de la sociedad es que las fuerzas sociales dominantes se ven tentadas a construir un nuevo orden social de domi-nación, con una nueva forma de disciplina-miento y mecanismos de control social. La emergencia de la violencia difusa se alimenta así de un doble proceso que impli-ca el debilitamiento de orden social y el propio aumento del uso de la fuera y de la violencia para trata de mantener ese orden.

En síntesis, a nuestro juicio es esencial no olvidar cuando hablamos de violencia y criminalidad en las sociedades contemporáneas que esta discusión expresa un momento de profundos conflictos sociales, cuya resolución puede derivar en un aumento del diálogo para negociar las diferencias sociales, o en la creación de un orden postdemocrático donde las diferencias sociales se tomarán como dadas haciendo desaparecer la necesidad de reforma social. Los estudios sociológicos sobre la violencia pueden ser una contribución importante a esta reflexión.

 

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[1] Profesor Adjunto del Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la UDELAR y Doctorando en Sociología de la UFRGS

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