CRÍTICA DEL JUICIO SEGUIDA DE LAS OBSERVACIONES SOBRE EL ASENTIMIENTO DE LO BELLO Y LO SUBLIME

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Immanuel Kant

TRADUCIDA DEL FRANCÉS POR ALEJO GARCÍA MORENO

doctor en filosofía y letras

JUAN RUVIRA

doctor en Derecho Civil y Canónico, y abogado del ilustre colegio de esta Corte.

CON UNA INTRODUCCIÓN DEL TRADUCTOR FRANCÉS

F. BARNI.

MADRID, 1876.

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Segunda parte

CRÍTICA DEL JUICIO TELEOLÓGICO

 

§ LX  De la finalidad objetiva de la naturaleza

     Los principios trascendentales del conocimiento nos autorizan a admitir una finalidad, por la cual la naturaleza en sus leyes particulares se concierta subjetivamente con la facultad de comprensión del juicio humano, y nos permite juntar las experiencias particulares en un sistema; porque entre las diversas producciones de la naturaleza, se puede admitir también la posibilidad de otras que tienen cierta forma específica por carácter, es decir, que como si fuesen hechas expresamente para nuestra facultad de juzgar, sirven con su variedad y su unidad, como para fortificar y sostener las fuerzas del espíritu (que se hallan en juego en el ejercicio de esta facultad) lo que les ha valido el nombre de bellas formas.

     Más que la contingencia de la naturaleza se hallan en la relación de medios a fines, y que su posibilidad no se pueda comprender suficientemente más que por medio de esta especie de causalidad, es de lo que no hallamos la razón en la idea general de la naturaleza, considerada como el conjunto de los objetos sensibles. En efecto: en el precedente caso, la representación de las cosas, siendo algo en nosotros, pudiera muy bien ser concebida a priori como apropiada al destino interior de nuestras facultades de conocer. Mas ¿cómo fines que no son los nuestros y que tampoco pertenecen a la naturaleza (que nosotros no admitimos como un ser inteligente), pueden y deben constituir una especie de causalidad, o al menos un carácter completamente particular de conformidad con las leyes? Esto es lo que es imposible de presumir a priori con algún fundamento. Con mayor razón, la experiencia misma no puede demostrar la realidad de esto, si no se ha introducido ya ingeniosamente el concepto de fin en la naturaleza de las cosas. No sacamos, pues, este concepto de los objetos y del conocimiento empírico que de ellos tenemos; y por consiguiente, nos servimos de él, más bien para comprender la naturaleza por analogía con un principio subjetivo del enlace de las representaciones, que para el conocimiento por medio de principios objetivos.

     Además, la finalidad objetiva, como principio de la posibilidad de las cosas de la naturaleza, está tan lejos de conformarse necesariamente con el concepto de la misma, que ella es la que se invoca para probar la contingencia de la naturaleza y de sus formas. En efecto; cuando se habla de la estructura de un ave, de las células formadas en sus huesos, de la disposición de sus alas para el movimiento, de la de su cola que le sirve como de timón, después se dice que todo esto es contingente, si se le considera relativamente al simple nexus afectivus de la naturaleza, y no se invoca todavía una especie particular de causalidad, la de los fines (nexus finalis), es decir, se muestra que la considerada como simple mecanismo, habría podido tomar otras mil formas, sin quebrantar la unidad de este principio, y que por consiguiente, no se puede esperar hallar a priori la razón de esta forma en el concepto mismo de la naturaleza, sino que es necesario buscarlo fuera de este concepto.

     Hay, sin embargo, razón para admitir, al menos de una manera problemática, el juicio teleológico en la investigación de la naturaleza, pero a condición de que no se haga de él un principio de investigación y observación más que por analogía con la causalidad determinado por fines, y que no se pretenda explicar nada por este medio. Pertenece al juicio reflexivo y no al juicio determinante. El concepto de las relaciones y formas finales de la naturaleza, es la menos un principio además que sirve para reducir sus fenómenos a reglas, allí donde no bastan las leyes en una causalidad puramente mecánica. Recurrimos, en efecto, a un principio teleológico, siempre que atribuimos la causalidad al concepto de un objeto, como si este concepto estuviese en la naturaleza (y no en nosotros mismos), o que, por mejor decir, nos representásemos la posibilidad de un objeto por analogía con este género de causalidad (que es la nuestra), concibiendo de este modo la naturaleza, como siendo técnica por su propio poder, en lugar de no tener en su causalidad más que un simple mecanismo, como sucedería, si no se le atribuyese este modo de acción. Si, por el contrario, admitimos en la naturaleza causas que obran con intención, y si, por consiguiente, damos por fundamento a la teleología no simplemente un principio regulador, que nos sirva para juzgar los fenómenos de la naturaleza, considerada en sus leyes particulares, sino un principio constitutivo que determine el origen de sus producciones, entonces el concepto de un fin de la naturaleza no pertenecerá al juicio reflexivo, sino al juicio determinante. O más bien, este concepto no pertenecería propiamente al juicio (como el de la belleza, en tanto que finalidad formal subjetiva); como concepto racional, introduciría en la ciencia de la naturaleza una nueva especie de causalidad. Mas esta especie de causalidad no hacemos más que sacarla de nosotros mismos para atribuirla a otros seres, sin querer por esto asimilarlos a nosotros.

 

Primera sección

Analítica del juicio teleológico

 

§ LXI  De la finalidad objetiva que es simplemente formal a diferencia de lo que es material.

     Todas las figuras geométricas trazadas conforme a un principio, revelan una finalidad objetiva, muchas veces maravillosa por su variedad, es decir, que sirven para resolver muchos problemas con un sólo principio, y cada uno de estos de una manera infinitamente varia. La finalidad es aquí evidentemente objetiva o intelectual, y no simplemente subjetiva y estética. Porque ella expresa la propiedad que tiene la figura de engendrar muchas figuras propuestas, y es además reconocida por la razón. Mas la finalidad no constituye, sin embargo, la posibilidad del concepto del objeto mismo, es decir, que no se considera como siendo posible únicamente en relación a este uso.

     Esta figura tan simple que se llama círculo, contiene el principio de la solución de una multitud de problemas, de los que cada uno exigiría por sí muchos trabajos preparatorios, mientras que esta solución se ofrece por sí misma como una de las admirables e infinitamente numerosas propiedades de esta figura. Si se trata, por ejemplo, de construir un triángulo con una base dada y el ángulo opuesto, el problema es indeterminado, es decir, que se puede resolver de una manera infinitamente varia. Mas el círculo encierra todas estas soluciones del problema, como el lugar geométrico que suministra todos los triángulos que satisfacen a las condiciones dadas. O bien, si se quiere que dos líneas se corten de tal suerte que el rectángulo formado por las dos partes de la una sea igual al formado por las de la otra, la solución del problema presenta mucha dificultad. Mas para que dos líneas se dividan en esta proporción, basta que se corten en el interior del círculo, y terminen en su circunferencia. Las demás líneas curvas suministrarían también soluciones de este género, que no habría hecho concebir al pronto la regla conforme a la cual las construimos. Todas las secciones cónicas, cualquiera que sea la simplicidad de su definición, sea que se las considere en sí mismas, sea que se las refiera a sus propiedades, son fecundas en principios para la solución de una multitud de problemas posibles.

     Causa un verdadero placer el ver el ardor con que los antiguos geómetras investigaban las propiedades de esta especie de líneas, sin inquietarse por esta cuestión propia de espíritus limitados: ¿qué bien nos trae este conocimiento? Así es, por ejemplo, que investigaban las propiedades de la parábola, sin conocer la ley de la gravitación hacia la superficie de la tierra, que les hubiera suministrado la aplicación de la parábola a la trayectoria de los cuerpos solicitados por la gravedad (cuya dirección puede considerarse como paralela a sí misma en toda la duración de su movimiento). Así es también que estudiaban las propiedades de la elipse sin adivinar que en esto había también una gravitación para los cuerpos celestes, y sin conocer la ley que rige la gravedad de estos cuerpos en sus diversas distancias al centro de atracción, y que hace que, aunque estén enteramente libres, se vean obligados a describir esta curva.

     Trabajando así sin saberlo para la posteridad, gozaban al encontrar en la esencia de las cosas una finalidad, cuya necesidad hubiesen podido mostrar a priori. Platón, maestro en esta ciencia llega al entusiasmo tratándose de esta disposición originaria de las cosas, cuyo descubrimiento puede exceder toda experiencia, y sobre la facultad que tiene el espíritu de poder llevar la armonía de los seres a su principio supra-sensible (comprendiendo las propiedades de los números, con los que el espíritu juega en la música).

     Este entusiasmo lo elevaba sobre los conceptos de la experiencia a la región de las ideas, que no le parecían explicables más que por un comercio intelectual con el principio de todos los seres. No es extraño que excluyera de su escuela los que no sabían geometría; porque lo que Anaxágoras deducía de los objetos de la experiencia y de su enlace final, pensaba derivarlo de una intuición pura, inherente al espíritu humano. La necesidad en la finalidad, es decir, la finalidad de las cosas que se hallan dispuestas como si hubiesen sido hechas a propósito para nuestro uso, pero que parecen, sin embargo, pertenecer originariamente a la esencia de las cosas sin tener en cuenta nuestro uso, he aquí el principio de la gran admiración que nos causa la naturaleza, menos todavía fuera de nosotros, que en nuestra propia razón. Además es un error muy excusable el pasar insensiblemente de esta admiración al fanatismo.

     Mas aunque esta finalidad intelectual sea objetiva (y no subjetiva como la finalidad estética), no podemos concebirla, en cuanto a su posibilidad, más que como formal (no como real), es decir, solo como una finalidad a la cual no es necesario dar un fin, una teleología por principio, sino que basta concebirla de una manera general. El círculo es una intuición que el entendimiento determina conforme a un principio; la unidad de este principio, que yo admito arbitrariamente y de la cual me sirvo como de un concepto fundamental, aplicada a una forma de la intuición (al espacio), que sin embargo no se encuentra en mí más que como una representación, pero como una representación a priori, esta unidad hace comprender la de muchas reglas, que derivan de la construcción de este concepto, y que son conformes a muchos fines posibles, sin que haya necesidad de suponer para esta finalidad un fin o algún otro principio. Del mismo modo no le hay cuando hallo el orden y la regularidad en un conjunto de cosas exteriores, encerrado en ciertos límites, por ejemplo, en un jardín, el orden y la regularidad de los árboles, de los parterres, de los paseos; yo no puedo esperar el deducirlos a priori de una circunscripción arbitraria de un espacio, porque estas son cosas existentes, que no pueden ser conocidas más que por medio de la experiencia, y no se trata, como ahora, más que de una simple representación determinada en mí a priori, conforme a un principio. Es porque esta última finalidad (la finalidad empírica) en tanto que real depende del concepto de un fin.

     Pero se ve también la razón legítima de nuestra admiración por esta misma finalidad que percibimos en la esencia de las cosas (en tanto que sus conceptos pueden ser construidos). Las reglas variadas cuya unidad (fundada sobre un principio) causa admiración, son todas sintéticas, y no derivan de un concepto del objeto, por ejemplo, del círculo, sino que necesitan que este concepto sea dado en la intuición. Mas por lo mismo, esta unidad tiene trazas de hallarse fundada empíricamente sobre un principio diferente de nuestra facultad de representación, y se diría entonces que la concordancia del objeto con la necesidad de las reglas, inherente al entendimiento, es contingente en sí, y por consiguiente no es posible más que por un fin establecido expresamente para esto. Por lo que esta armonía, no siendo, sin embargo de toda esta finalidad, reconocida empíricamente, sino a priori, debería conducirnos por sí misma a la conclusión de que el espacio, cuya determinación sólo hace posible el objeto (por medio de la imaginación y conforme a un concepto), no es una cualidad de las cosas fuera de nosotros, sino un simple modo de representación en nosotros, y que de este modo en la figura que yo trazo conforme a un concepto, es decir, en mi propia manera de representarme lo que me es dado exteriormente, aunque esto pudiese en sí, soy yo quien introduce, la finalidad, sin estar instruido de ello empíricamente por la cosa misma, y por consiguiente, sin tener para ello de ningún fin particular fuera de mí en el objeto. Pero como esta consideración exige ya un uso crítico de la razón, y por consiguiente no se sobreentiende al principio en el juicio que formamos del objeto conforme a sus propiedades, este juicio no me da inmediatamente más que la unión de reglas heterogéneas (aun en lo que ellas tienen de heterogéneo) en un principio particular que descanse a priori fuera de mis conceptos, y en general de mi representación. Por lo que la sorpresa viene de que el espíritu queda en suspenso por la incompatibilidad de una representación y de la regla dada por la misma con los principios que le sirven ya de fundamento, y por esto llega a dudar si ha visto o juzgado bien; mas la admiración es una sorpresa que no cesa nunca, ni aun después de la desaparición de esta duda. Por consiguiente, la admiración es un efecto completamente natural de esta finalidad que observamos en la esencia de las cosas (consideradas como fenómenos), y no se puede condenar, porque no solamente nos es imposible explicar por qué la unión de esta forma de la intuición sensible (que se llama el espacio) con la facultad de los conceptos (el entendimiento) es precisamente tal y no otra, sino que esta unión misma extiende el espíritu haciéndole como presentir algo todavía que descansa sobre estas representaciones sensibles, y que puede contener el último principio (desconocido para nosotros) de este acuerdo. No tenemos ciertamente necesidad de conocerlo cuando simplemente se trata de la finalidad formal de nuestras representaciones a priori; mas la sola necesidad en que estamos de pensar en él; excita la admiración por el objeto que nos la impone.

     Se acostumbra llamar bellezas las propiedades de que hemos hablado, las de las figuras geométricas como las de los números, a causa de cierta finalidad que muestran a priori para diversos usos del conocimiento, y que la simplicidad de su construcción no hubiera hecho sospechar. Así, por ejemplo, se habla de tal o cuál bella propiedad del círculo, que se descubriría de esta o la otra manera; mas esto no es allí un juicio estético de finalidad; esto no es uno de los juicios sin concepto que no indican más que una finalidad subjetiva en el libre juego de nuestras facultades de conocer; esto es un juicio intelectual, fundado sobre conceptos, que da claramente a conocer una finalidad objetiva, es decir, una conformidad con los diversos objetos (infinitamente varios). Esta propiedad debería llamarse con más razón perfección relativa que belleza de una figura matemática. En general, apenas se puede admitir la expresión de belleza intelectual, porque la palabra belleza perdería entonces todo sentido determinado, o la satisfacción sensible. El nombre de belleza convendría mejor a la demostración de estas propiedades; porque por esta demostración, el entendimiento en tanto que facultad de los conceptos, y la imaginación en tanto que facultad que suministra la exhibición de estos conceptos, se sienten fortificados a priori (este es el carácter que junto con la precisión que lleva la razón, llamamos la elegancia de la demostración): aquí al menos, si la satisfacción tiene su principio en los conceptos, es subjetiva, mientras que la perfección produce una satisfacción objetiva.

 

§ LXII  De la finalidad de la naturaleza que no es más que relativa, a diferencia de la que es interior

     La experiencia lleva nuestra facultad de juzgar al concepto de una finalidad objetiva y material, es decir, al concepto de un fin de la naturaleza; entonces es solamente cuando tenemos, para juzgar, una relacion de causa a efecto que no somos capaces de comprender sin suponer en la causalidad de la causa misma la idea del efecto como la condición de la posibilidad de este efecto o el principio que determina su causa a producirle. Mas esto puede hacerse de dos modos: se considera el efecto, o inmediatamente como una producción hecha con arte, o solamente como una materia destinada al arte de otros seres posibles de la naturaleza, y por consiguiente, o como un fin, o como un medio para la finalidad de otras causas. Esta última finalidad se llama utilidad (por lo que se refiere a los hombres), y aun conveniencia (por lo que se refiere a otros seres), y no es más que relativa, mientras que la primera es una finalidad interior de la naturaleza.

     Los ríos, por ejemplo, llevan consigo tierras útiles a la vegetación, que depositan alguna vez en los campos por donde pasan, muchas veces también en su desembocadura. En muchos países las olas arrojan el limo a la costa, o lo depositan en la orilla; y principalmente cuando los hombres tienen cuidado de que el reflujo no lo vuelva a arrastrar, la tierra allí viene a ser más fértil, y la vegetación toma el puesto que ocupaban los peces y los testáceos. Así es, que la naturaleza ha producido por sí misma la mayor parte de los aumentos de terreno, y continúa todavía, aunque lentamente. Por lo que la cuestión es saber si estos aluviones deben ser considerados como fines de la naturaleza, a causa de su utilidad para los hombres, porque no se puede hablar de la ventaja que de esto resulta para la misma vegetación, puesto que lo que esta gana, los animales del mar lo pierden.

     O bien, para presentar un ejemplo de la conveniencia de ciertas cosas de la naturaleza para otros seres, con relación a las cuales pueden considerarse como medios, decir que no hay mejor terreno para los pinos que un terreno arenoso, por lo que el Océano, antes de retirarse de la tierra, ha dejado tantas capas de arena en nuestras comarcas del Norte, que han podido elevarse sobre suelo extensos bosques de pinos, cuya tierra, por lo demás, es impropia para toda cultura, y acusamos muchas veces, a nuestros antepasados de haberlos destruido sin razón. Se puede preguntar si este antiguo depósito de capas de arena era un fin de la naturaleza, trabajando en favor de los bosques de pinos que más tarde allí pudieran formarse. Lo que hay de cierto es que si hay necesidad de ver allí un fin de la naturaleza, se debe mirar también esta arena como un fin, pero solamente como un fin relativo que a su vez tenía por medios la antigua rivera y la retirada del mar; porque en la serie de miembros de una relación final subordinados entre sí, cada miembro intermedio debe considerarse como un fin (mas no como fin último), cuya causa más próxima es el medio. Así, también, si debía haber en el mundo bueyes, cabras, caballos y otros animales de este género, era necesario que hubiese también yerba sobre la tierra; y si debía haber camellos, era necesario que hubiese en los desiertos plantas propias para alimentarlos; y además era necesario que estos animales y otras especies de herbívoros existiesen en abundancia, para que pudiese haber lobos, tigres y leones. Por consiguiente, la finalidad objetiva que se funda sobre esta relación, no es una finalidad objetiva de las cosas en sí, como habría que admitir sí por ejemplo, no se pudiese concebir la arena en sí misma como un efecto del mar, que es la causa de ella, sin suponer un fin a esta, y sin considerar el efecto, a saber la arena, como una cosa hecha con arte. Es una finalidad que no es más que relativa, y no existe más que accidentalmente en la cosa a que se atribuye; y aunque entre los ejemplos citados, se debía mirar la yerba como una producción organizada de la naturaleza, por consiguiente, como una cosa hecha con arte, en su relación con los animales que se alimentan de ella, no debe considerarse más que como una materia bruta.

     Pero cuando, en fin, el hombre, gracias a la libertad de su causalidad, encuentra las cosas de la naturaleza útiles para sus designios, en verdad muchas veces extravagantes (como cuando se sirve de plumas de aves para engalanarse y tierras de color y jugos de las plantas para acicalarse), pero alguna vez también razonables, como cuando se sirve del caballo para viajar, del buey y aun del asno y del cochino, (así como se hace en la isla de Menorca), para labrar, no se puede admitir aun en esto un fin relativo de la naturaleza (para este uso). Porque su razón sabe hacer concurrir las cosas con las representaciones de la fantasía, a las cuales no estaban predestinadas por su naturaleza. Solamente si se admite que debe haber hombres sobre la tierra, los medios al menos, sin los que los hombres no podrían existir, en tanto que animales, y aun en tanto que seres racionales (en cualquier grado, por débil que sea), no pueden faltar; mas entonces las cosas de la naturaleza que son indispensables para este uso, deben considerarse también como fines de la misma.

     Se ve claramente con esto, que la finalidad exterior (la utilidad de una cosa por medio de otras), no puede considerarse como un fin exterior de la naturaleza, más que a condición de que la existencia de la cosa, a la cual se refiere de cerca o de lejos, sea por sí misma un fin de la misma. Mas como esto no se puede jamás demostrar por la simple consideración de la naturaleza, se sigue que la finalidad relativa, aunque nos haga hipotéticamente pensar en los fines de aquella, sin embargo, no puede legítimamente dar lugar a ningún juicio teleológico absoluto.

     La nieve en los países fríos, defiende los sembrados contra la helada, y facilita el comercio de los hombres (por medio de los trineos). Los Lapones se sirven por esto de ciertos animales (los renos), que hallan un alimento suficiente en un musgo seco, que saben sacar debajo de la nieve, y que se dejan fácilmente amansar y domar, aunque podrían también vivir en libertad. Para otros pueblos situados en la misma zona glacial, el mar contiene una rica provisión de animales que les sirven para alimentarse y vestirse, y aun les suministran materias inflamables que les sirven para calentar sus chozas, que construyen con la madera que el mar les trae. Por lo que hay en esto un concurso admirable de relaciones de la naturaleza a un fin, y este fin es el Groenlandés, el Lapón, el Samoyedo o Samoida, el Yácula o cualquier otro pueblo. Mas las no se ve por qué, en general, debe haber hombres con estas comarcas. Es por lo que se formaría un juicio muy atrevido y arbitrario, diciendo que si los vapores formados por el aire caen en este país bajo la forma de nieve, que si la mar tiene corrientes que llevan la madera venida de los países cálidos, y que si encierra grandes animales llenos de aceite, es porque la causa que produce todas las cosas de la naturaleza, ha tenido por principio la idea de venir en ayuda de ciertas pobres criaturas. Porque aun cuando no existiesen todas estas ventajas de la naturaleza, no tendríamos fundamento para hallar las causas de la naturaleza insuficientes para nuestra utilidad, y nos parecería, por el contrario, una temeridad y una falta de consideración el pedir a la naturaleza una disposición de este género, y atribuirle un fin semejante (atendiendo a que la discordia únicamente ha podido arrojar a los hombres a comarcas tan inhospitalarias).

 

§ LXIII  Del carácter propio de las cosas, en tanto que fines de la naturaleza

     Para concebir que una cosa no es posible más que como fin, es decir, que la causalidad a que debe su origen, no se debe buscar en el mecanismo de la naturaleza, sino en una causa cuyo poder sea determinado por conceptos, es necesario que la posibilidad de la forma de esta cosa no se pueda sacar de simples leyes de la naturaleza, es decir, de leyes que nuestro sólo entendimiento pueda reconocer en su aplicación a los fenómenos; es necesario que el conocimiento empírico de esta forma, considerada en su causa y como efecto, suponga conceptos de la razón. Esta forma es contingente a los ojos de la razón que la refiere a todas las leyes de la naturaleza, es decir, que la razón que debe también buscar la necesidad en la forma de toda producción de la naturaleza, en este caso que no quiere más que percibir las condiciones ligadas a esta producción, no puede, sin embargo, admitir esta necesidad en la forma dada; esta misma contingencia es la que nos determina a considerar la casualidad de esta forma como si no fuese posible más que por la razón. Pero esta es la facultad de obrar conforme a los fines (la voluntad), y el objeto que no se representa como posible más que por esta facultad, no será representado así, como posible, mas que en tanto que sea fin.

     Si alguien percibe en un país que parezca inhabitado, una figura geométrica, como un exágono regular, trazado sobre la arena, su reflexión, ejercitándose sobre el concepto de esta figura, notará aunque de una manera confusa, con la ayuda de la razón, la unidad del principio de la producción de este concepto, y entonces, conforme a la razón, no podrá buscar el principio de la posibilidad de esta figura en las cosas que conoce como la arena, la mar vecina, los vientos o aun. las huellas de los animales, o en otra causa privativa de la razón. Porque la contingencia de este acuerdo de una forma con un concepto, que no es posible más que en la razón, lo parecería tan infinitamente grande, que sería como si no hubiera para producir la ley de la naturaleza; y por consiguiente, el principio de la causalidad de un efecto semejante, no puede buscarse en el puro mecanismo de la naturaleza, sino en un concepto del objeto, que solo la razón puede suministrar, y con el cual solo ella puede compararle, y así es que se puede considerar este efecto como un fin, no ciertamente como un fin de la naturaleza, sino como un producto del arte (vestigium hominis video).

     Mas para que una cosa, en la cual se reconoce una producción de la naturaleza, pueda al mismo tiempo ser juzgada como un fin, por consiguiente, como un fin de la naturaleza, es necesario, si no hay en esto nada de contradictorio, algo más todavía. Diremos provisionalmente que una cosa existe como fin de la naturaleza, cuando es la causa y el efecto de sí misma, porque hay aquí una causalidad que no se puede relacionar con el simple concepto de la naturaleza, sin suponer un fin a esta; pero que se puede a esta condición, cuando no comprender, al menos concebir sin contradicción. Antes de analizar completamente esta idea de un fin de la naturaleza, expliquémosla ahora por medio de un ejemplo.

     En primer lugar, un árbol produce otro, conforme a una ley conocida de la naturaleza. Mas el árbol que produce es de la misma especie, y así él se produce por sí mismo en cuanto a la especie; se conserva siempre en esta misma especie, de un lado como un efecto, del otro como causa, incesantemente reproducida por sí misma y reproduciéndose siempre.

     En segundo lugar, un árbol se produce por sí mismo como individuo. Esta especie de efecto no es, a la verdad, más que el crecimiento; mas este crecimiento es enteramente diferente de todo aumento producido por las leyes mecánicas, que se parece a una producción, bajo otro nombre. Esta planta elabora la materia que emplea para su crecimiento, de manera que se la asimila, es decir, de manera que le da la cualidad que le es específicamente propia, y que fuera de ella no puede suministrar el mecanismo de la naturaleza, y se desenvuelve de este modo por una materia, que en virtud de esta asimilación, es su propio producto. Porque, si relativamente a las partes constitutivas que recibe de la naturaleza exterior, esta materia no puede considerarse más que como una educción, se halla, sin embargo, en la elección y en la nueva composición de esta materia bruta tal originalidad, que todo el arte del mundo no basta cuando se busca para reconstituir una producción del reino vegetal con los elementos que ha separado al descomponerla, o con la materia que la naturaleza suministra para alimentarla.

     En tercer lugar, una porción de estos seres se producen por sí mismos, de tal suerte, que la conservación de lo unos depende de la conservación de los otros. Un botón, sacado de un rama de un árbol e injerto sobre la rama de otro, produce sobre una planta extraña una planta de su especie, y del mismo modo una aguja sobre un tronco extraño. Por esto se puede considerar en el mismo árbol cada rama o cada hoja, como simplemente habiendo sido ingertas sobre este árbol, y por consiguiente, como un árbol que existe por sí mismo que solamente se refiere, a otro y es su parásito. Además las hojas son, en verdad, productos del árbol, mas a su vez lo conservan también; porque se le destruiría despojándole con frecuencia de sus hojas, y su crecimiento depende de un efecto sobre el tronco. No mencionaremos aquí mas que de paso, aunque se deben colocar entre las propiedades más sobresalientes de los seres organizados, estos recursos que la naturaleza les lleva por sí misma para repararlos, cuando la falta de una parte necesaria para la conservación de las partes inmediatas, se llena por las demás, y estos defectos de organización o estas deformidades, en las cuales ciertas partes remedian los vicios de constitución o los obstáculos, formándose de una manera completamente nueva, para conservar lo que es, y para producir un ser anormal.

 

§ LXIV  Las cosas, en tanto que fines de la naturaleza, son seres organizados

     Conforme al carácter indicado en el párrafo precedente, para que una cosa que es una producción de la naturaleza no pueda reconocerse posible más que como un fin de la misma, es necesario que contenga una relación recíproca de causa o efecto; mas esta es aquí una expresión algún tanto impropia e indeterminada, y que necesita reducirse a un concepto determinado.

     La relación causal, en tanto que se la concibe simplemente por el entendimiento, constituye una serie (de causas y de efectos) que va siempre en descenso; y las cosas que como efectos, presuponen otras como causas, no pueden ser recíprocamente causas de estas. Se llama esta relación causal relación de causas eficientes (nexus effectivus). Mas de otro lado se puede concebir también una relación causal determinada por un concepto racional (de fines), que considerada como una serie, encerraría una dependencia ascendente y descendente, es decir, que la cosa que se designa como efecto, merece también, ascendiendo, el nombre de causa de esta misma cosa de la que es ella el efecto. En la práctica (o en el arte) se halla fácilmente este género de relación: por ejemplo, la casa es en verdad la causa del alquiler que se recibe; mas también la representación de esta renta posible ha sido la causa de la construcción de esta causa. Esta nueva relación causal, se llama relación de causas finales (nexus finalis). Será quizá mejor nombrar la primera, relación de causas reales, y la segunda relación de causas ideales, puesto que esta denominación hace entender, que aquí no puede haber más que dos especies de causalidad.

     En una cosa que debe considerarse como un fin de la naturaleza, es necesario, en primer lugar, que las partes que comprende (en cuanto a su existencia y a su forma) no sean posibles más que por su relación con el todo. Porque la cosa misma, siendo un fin, es comprendida bajo un concepto o una idea que debe determinar a priori todo lo que debe hallarse en ella contenido. Mas en tanto que uno se limita a concebir una cosa como posible de esta manera, es simplemente una obra de arte, es decir, la producción de una causa racional que es distinta de la materia (de las partes) de estas cosas, y que (en la unión y combinación de ellas) ha sido determinada por la idea de un todo posible de esta manera (y no por la naturaleza exterior).

     Por consiguiente, para que una cosa, en tanto que producción de la naturaleza, contenga en sí misma y en su posibilidad interior una relación a los fines, es decir, no sea posible más que como fin de la naturaleza, y no haya necesidad de la causalidad de los conceptos de seres racionales fuera de ella, se necesitará, en segundo lugar, que las partes de la cosa concurran a la unidad del todo, mostrándose recíprocamente causa y efecto de su forma. Porque solo de esta manera es como recíprocamente la idea del todo puede determinar la forma y relación de todas las partes, no como causa -porque esto sería entonces una producción del arte- sino como un principio que determina por el que juzga la cosa el conocimiento de la unidad sistemática de la forma y la relación de los diversos elementos contenidos en la materia dada.

     Así un cuerpo no puede ser juzgado en sí mismo y en su posibilidad interior, como un fin de la naturaleza, a menos que las partes de este cuerpo no se produzcan todas recíprocamente en su forma y en su relación, y no produzcan de este modo, por su propia causalidad, un todo cuyo concepto pueda a su vez ser juzgado como siendo la causa o el principio de esta cosa en un ser que contiene la causalidad necesaria para producirla conforme a conceptos, de tal suerte que el enlace de las causas eficientes, puede ser juzgado al mismo tiempo como un efecto producido por las causas finales.

     En una producción de la naturaleza de esta especie, cada parte será concebida como no existiendo más que por las demás y por el todo, del mismo modo que cada una no existe más que para las otras, es decir, que se la concebirá como un órgano. Mas esta condición no basta (porque es también del arte y de todo fin en general). Es necesario, además, que cada parte sea un órgano que produzca las demás partes (y recíprocamente). No hay, en efecto, instrumento del arte que llene esta condición; no hay más que la naturaleza, la cual suministra a los órganos (aun a los del arte), toda su materia. Es, pues, en tanto que ser organizado y organizándose por sí mismo, como una producción podría llamarse un fin de la naturaleza.

     En un reloj, una parte es el instrumento que sirve para el movimiento de las demás, más ninguna rueda es la causa eficiente de la producción de las otras; una parte existe a causa de otra, más no por esta; es porque también la causa productiva de estas partes y de su forma no reside en la naturaleza (de esta materia) sino fuera de ella, en un ser que puede obrar conforme a las ideas de un todo posibles por su causalidad. Y como en el reloj una rueda no produce otra, con más razón, un reloj no produce otros, empleando para esto otra materia (que él organizaría); además no reemplaza por sí mismo las partes destruidas, ni repara los vicios de su construcción primitiva con la ayuda de las demás, ni se reorganiza por sí mismo cuando se ha desordenado: cosas que podemos esperar, por el contrario, de la naturaleza organizada. Un ser organizado no es, pues, una simple máquina, no teniendo más que la fuerza motriz; posee en sí una virtud creadora y la comunica a las materias que no la tienen (organizándolas), y esta virtud creadora que se propaga, no puede ser explicada por la sola fuerza motriz (por el mecanismo).

     Cuando se llama a la naturaleza y a la virtud que revela en sus producciones organizadas un análogo del arte, se dice muy poco, porque entones el artista (un ser racional), se concibe fuera de ella. La naturaleza se organiza por sí misma, y en cada especie de sus producciones organizadas, sigue en general el mismo ejemplar, pero también con las diferencias que exige la conservación de sí misma según las circunstancias. Quizá estemos más cerca de esta impenetrable cualidad cuando se le llama un análogo de la conducta; pero entonces es necesario conceder a la materia en tanto que simple materia una propiedad (el hilozoísmo) que repugna a su esencia, o bien asociarla a un principio extraño (el alma) que está con ella en una comunidad; y en este último caso, para que se pueda mirar una producción de la naturaleza, o bien es necesario suponer ya la materia organizada como instrumento de este alma, y por este medio no se explica esta materia misma, o bien es necesario hacer del alma la obrera de esta obra y elevar así la producción a la naturaleza (corporal). Hablando con propiedad, la organización de la naturaleza no tiene nada de análogo con ninguna de las cualidades que conocemos. La belleza de la naturaleza, no atribuyéndose a los objetos más que relativamente a nuestra propia reflexión sobre la intuición exterior de estos objetos, y por consiguiente, no refiriéndose más que a la forma de su superficie, se puede llamar con razón un análogo del arte. Mas la perfección natural interna que poseen estas cosas que no son posibles más que como fines de la naturaleza, y que por esta razón son llamados seres organizados, no tiene nada de análogo con ninguna propiedad física o natural que conocemos, y aunque en el sentido más lato, nosotros pertenecemos a la naturaleza, no se puede concebirla y explicarla exactamente por analogía con el arte humano.

     El concepto de una cosa como fin de la naturaleza en sí, no es, pues, un concepto constitutivo del entendimiento o la razón, pero puede ser un concepto regulador para el juicio reflexivo es decir que puede dirigirnos en la investigación de esta especie de objetos y en la averiguación de su principio supremo, con la ayuda de una analogía separada de nuestra propia causalidad, obrando conforme a los fines. Esto ciertamente no sirve al conocimiento de la naturaleza o de su origen, sino más bien a esta facultad práctica de la razón que nos hace concebir por anagogía la causa de esta finalidad.

     Los seres organizados, son, pues, los únicos en la naturaleza, que considerados en sí mismos e independientemente de toda relación con otras cosas, no se pueden concebir como posibles más que, en tanto que fines de la naturaleza, y que dan de este modo al concepto de un fin, no práctico sino natural, realidad objetiva, y por tanto, a la ciencia de la naturaleza el fundamento de una teología. Por donde es necesario entender un cierto modo de juzgar los objetos de la naturaleza conforme, a un principio particular, que no habría sin esto el derecho de introducir en la naturaleza (puesto que no se puede percibir a priori la posibilidad de esta especie de causalidad.

 

§ LXV  Del principio del juicio de la finalidad interior en los seres organizados

     Este principio puede definirse o anunciarse de este modo: una producción organizada de la naturaleza es aquella en la cual todo es recíprocamente fin y medio. Nada hay en ella inútil, sin objeto, esto es, que no deba referirse a un mecanismo ciego de la naturaleza.

     Este principio, considerado en su origen, debe, ciertamente derivarse de la experiencia, de esta experiencia que se establece metódicamente y que se llama observación; mas la universalidad y la necesidad que se afirma de esta especie de finalidad prueban que no descansa únicamente sobre principios empíricos, sino que tiene por fundamento algún principio a priori, aun cuando este no sea más que un principio regulador, y estos fines no residan más que en la idea de los que juzgan y no en una causa eficiente. Se puede, pues, llamar este principio una máxima del juicio de la finalidad interna de los seres organizados.

     Se sabe que los que disecan las plantas y los animales, para estudiar en ellos la estructura, y poder reconocer por qué y con qué fin les han sido concedidas ciertas partes, por qué tal disposición y tal colocación de las mismas, y precisamente esta forma interior, admiten como indispensablemente necesaria la máxima de que nada existe en vano en estas creaciones, y le conceden un valor igual al de este principio de la física general, de que nada sucede por casualidad. Y, en efecto, ellos no pueden rechazar este principio teleológico con más motivo que el principio universal de la física; porque del mismo modo que en la ausencia de este último no habría experiencia posible en general, así también sin el primero, no habría guía para la observación de una especie de cosas de la naturaleza que hemos concebido una vez teleológicamente bajo el concepto de fines de la misma.

     En efecto, este concepto introduce la razón en un orden distinto de cosas que el del puro mecanismo de la naturaleza, que no puede aquí satisfacernos. Es necesario que una idea sirva de principio a la posibilidad de la producción de la naturaleza. Mas como una idea es una unidad absoluta de representación, mientras que la materia es una pluralidad de cosas que por sí misma no puede suministrar ninguna unidad determinada de composición, si esta unidad de la idea debe servir como principio a priori para determinar una ley natural para la producción de la forma de este género, es necesario que el fin de la naturaleza se extienda a todo lo que se halle contenido en su producción. En efecto, desde que para explicar un cierto efecto buscamos por cima del ciego mecanismo de la naturaleza, un principio supra-sensible y lo referimos a aquel en general, debemos juzgarle en absoluto conforme a este principio y no hay razón para mirar la forma de esta cosa como dependiente todavía en parte del otro principio, porque entonces, en la mezcla de principios heterogéneos, no habría regla segura para el juicio.

     Se puede, sin duda, concebir, por ejemplo, en el cuerpo del animal, ciertas partes como concreciones formadas según leyes puramente mecánicas (como la piel, los huesos, los cabellos). Mas es necesario siempre juzgar teleológicamente la causa que suministra la materia necesaria, que la modifica así y la deja en los sitios convenientes, es decir, que todo en este cuerpo debe considerarse como organizado, y que todo también, en cierta relación con la misma cosa, es órgano a su vez.

 

§ LXVI  Del principio del juicio teleológico sobre la naturaleza, considerada en general como un sistema de fines

     Hemos dicho anteriormente que la finalidad exterior de las cosas de la naturaleza no nos autorizaba para mirarlas como fines de la naturaleza, para explicar por esto su existencia, y que no se debían tomar los efectos que hallamos accidentalmente conforme a los fines, por aplicaciones reales del principio de las causas finales. Así, porque los ríos faciliten el comercio de los pueblos en el interior de las tierras; porque las montañas contengan fuentes que formen estos ríos, y provisiones de nieve que los alimenten en el tiempo en que no hay lluvia; porque los terrenos estén inclinados de tal modo que conduzcan las aguas sin inundar el país, no se pueden tomar estas cosas, sin embargo, por fines de 1a naturaleza, porque aunque esta forma de la superficie de la tierra sea muy necesaria para la producción y conservación del reino vegetal y del reino animal, no tiene, sin embargo, nada en sí cuya posibilidad nos obligue a admitir una causalidad determinada por fines. Esto se aplica también a las plantas que el hombre emplea para su necesidad o su placer, a los animales, como el camello, el buey, el caballo, el perro, etc., de los que el hombre hace uso de las diversas maneras, sea para su alimento, sea para sus servicios, y de los que en su mayor parte no puede prescindir. En las cosas que no tenemos razón para considerar por sí mismas como fines, no se puede atribuir una finalidad a su relación exterior más que de una manera hipotética.

     Hay una gran diferencia entre juzgar una cosa, por razón de su forma interior, como un fin de la naturaleza, y tomar por un fin de la naturaleza la existencia de esta cosa. En este último caso no tenemos solamente necesidad del concepto de un fin posible, sino del conocimiento del objeto final (scopus) de la naturaleza, el cual implica una relación de la naturaleza con algo supra-sensible, que excede en mucho todo nuestro conocimiento teleológico de la naturaleza, porque el objeto de la existencia de esta misma debe buscarse fuera de ella. La forma interior de un simple tallo de yerba prueba suficientemente para nuestra humana facultad de juzgar, que no ha podido producirse más que conforme a la regla de los fines. Pero si se le descarta de esto, si no se ve más que el uso que hacen de él otros seres de la naturaleza, y si abandonando de este modo la consideración de la organización interior, no se considera más que las relaciones exteriores de finalidad, como la necesidad de las yerbas para las bestias, la de las bestias para el hombre, y no se ve por qué es necesario que haya hombres (cuestión que, principalmente cuando se piensa en los habitantes de la nueva Holanda o en los del trópico, no sería fácil de resolver), no se llega entonces a un fin categórico, sino toda esta relación de finalidad descansa sobre una condición que siempre se aleja, y que en tanto que incondicional (existencia de una cosa como objeto final), descansa por completo fuera de la consideración físico-teleológica del mundo. Pero entonces tal cosa no es un fin de la naturaleza, porque no se la puede considerar (o considerar su especie) como una producción de aquella.

     No, hay, pues, más que la materia organizada que implique necesariamente el concepto de un fin de la naturaleza, puesto que esta forma específica es al mismo tiempo una producción de ella. Por lo que este concepto conduce necesariamente a concebir el conjunto de la naturaleza, como un sistema fundado sobre la regla de los fines; y se debe subordinar a esta idea, conforme a los principios de la razón, todo el mecanismo de la naturaleza (al menos para servirse de él como de un medio en el estudio de los fenómenos). Todo en el mundo es bueno para algo, nada existe en vano; es por esto un principio de la razón que no existe en ella más que subjetivamente, es decir, como una máxima, y el ejemplo que la naturaleza nos da en sus producciones organizadas, nos autoriza y aun nos invita a no esperar nada de ella y de sus leyes que no sea en general conforme a fines.

     Se comprende que esto no es allí un principio para el juicio determinante, sino para el juicio reflexivo, que es regulador y no constitutivo, y que no nos da más que una dirección que conduce a considerar las cosas de la naturaleza, en su relación con un principio ya dado, conforme a un nuevo orden de leyes, y la ciencia de la naturaleza conforme a otro principio, a saber, el principio de las causas finales sin perjuicio, no obstante, del propio del mecanismo de su causalidad. Además, no se decide en manera alguna por esto, si una cosa que juzgamos conforme a este principio es realmente un fin en la intención de la naturaleza, si la yerba existe para el buey o las cabras, o si estos animales y las otras cosas de la naturaleza existen para los hombres. Es bueno también considerar por este lado las cosas que nos son desagradables y aun contrarias bajo ciertos respectos. Así, por ejemplo, se podría decir que los insectos que infestan nuestros vestidos, nuestros cabellos y nuestra cama, son, conforme a una sabia disposición de la naturaleza, un estímulo para la limpieza, que es ya por sí misma una condición importante para la conservación de la salud. Así todavía se dirá que los mosquitos y otros insectos que pican, en tanto que incomodan a los salvajes en los desiertos de América, son otros tantos estímulos que excitan a los hombres sin experiencia a separarse de los pantanos, a aclarar los bosques espesos que impiden el paso del aire, y volver con esto, como con la cultura del suelo, su morada más sana. Las mismas cosas que parecen contrarias al hombre en su organización interior, consideradas de esta manera, nos descubren una vista agradable y algunas veces también instructiva, sobre una organización teleológica, que sin tal principio no nos hubiera hecho sospechar un estudio puramente físico de la naturaleza. Del mismo modo que, según algunos, la lombriz solitaria se ha concedido al hombre o al animal en que se encuentra, como para remediar cierto defecto de sus órganos vitales, yo preguntaría a mi vez, si los sueños (que acompañan siempre al sueño, aunque no se recuerda de ellos más que rara vez), no serán también efecto de una sabia disposición de la naturaleza. ¿No sirven, en efecto, en la relajación de todas las fuerzas motrices, para mover interiormente los órganos de la vida por medio de la imaginación, a la que dan una gran actividad (que en este estado se eleva casi siempre hasta la afección)? Y la imaginación en el sueño, ¿no muestra ordinariamente tanta más vivacidad cuanto es más necesario su movimiento, como por ejemplo, cuando el estómago está demasiado cargado? Por consiguiente, sin esta fuerza que nos mueve interiormente y sin esta inquietud fatigosa, de que acusamos los sueños (que sin embargo, son en realidad remedios), el sueño, aun en el estado de salud, ¿no sería una completa extinción de la vida?

     La belleza misma de la naturaleza, es decir, su acuerdo con el libre juego de nuestras facultades de conocer en la aprehensión y el juicio de su apariencia, puede tomarse también por una finalidad objetiva de la naturaleza, considerada en su conjunto, como un sistema, del cual el hombre es un miembro, desde que el juicio teleológico que formamos de él, merced a los fines que en él nos descubren y que nos suministran los seres organizados, nos ha autorizado a elevarnos a la idea de un gran sistema de los fines de la naturaleza. Podemos mirar como un favor de la naturaleza el no haberse limitado a lo útil, sino haber extendido la belleza y los atractivos con tanta profusión, y amarla por esto del mismo modo que la consideramos con respeto por su inmensidad, y nos sentimos ennoblecidos por esta consideración, precisamente como si la naturaleza hubiera establecido y adornado en este objeto su magnífico teatro.

     No queremos decir otra cosa en este párrafo, sino que, desde que hemos descubierto en la naturaleza un poder de formar producciones que no podíamos concebir más que por medio del concepto de las causas finales, vamos más lejos y nos referimos además a un sistema de fines los objetos que (por sí mismo o por su concierto con otros seres), no exigen para explicar su posibilidad, sino que vengamos a buscar otro principio más allá de las causas ciegas. Porque la primera idea nos conduce ya por principio, más allá del mundo sensible, puesto que la unidad del principio supra-sensible, no debe considerarse, como aplicándose de esta manera solamente a cierta especie de seres de la naturaleza, sino al mismo conjunto de la naturaleza, en tanto que sistema.

 

§ LXVII  Del principio de la teleología como principio interno de la ciencia de la naturaleza

     Los principios de una ciencia, o son inherentes a ella (principios domésticos), o bien, estando fundados sobre conceptos que no pueden tener lugar más que fuera de la misma, son extraños (peregrina). Las ciencias que contienen esta última especie de principios, toman por fundamento de sus doctrinas, lemas (lemmata), es decir, que reciben de otra ciencia cualquier concepto, y por este el principio de toda su organización.

     Cada ciencia es por sí misma un sistema, y no basta formarla conforme a principios, y por consiguiente, proceder en ella técnicamente, es necesario tratarla de una manera arquitectónica, es decir, como un edificio existente por sí mismo, como algo formando por sí un todo, y no como una parte de otro edificio, aun cuando se pueda abrir después paso de esta ciencia a otra y recíprocamente.

     Si, pues, se introduce en la ciencia de la naturaleza el concepto de Dios, para explicarse la finalidad en la naturaleza, y después nos servimos de esta finalidad para probar que hay Dios, cada una de estas dos ciencias pierde su consistencia, y las dos vienen a ser inciertas por haber confundido sus límites.

     La expresión de fin de la naturaleza, previene ya suficientemente esta confusión, para impedirnos el mezclar la ciencia de la naturaleza y la ocasión que nos da esta ciencia de juzgar teleológicamente los objetos de la misma, con la contemplación de Dios, y por consiguiente, con una deducción teológica. Se debe, pues, mirar como cosa insignificante, el sustituir a esta expresión la de fin divino o de objeto providencial, como conviniendo mejor a un alma piadosa, y por esta razón se deberá siempre venir en definitiva a derivar de un sabio autor del mundo estas formas finales que hallamos en la naturaleza. Es necesario, por el contrario, tener el cuidado y la modestia de limitarse a la expresión que no designe más que lo que sabemos, es decir, a la expresión de fin de la naturaleza. En efecto, antes de inquirir acerca de la causa de la naturaleza misma, hallamos en ella y en el curso de su desenvolvimiento, producciones de este género que la misma forma, según leyes conocidas de la experiencia, y conforme a las cuales la ciencia de la naturaleza debe juzgar estas cosas, y por consiguiente, también buscar la causalidad de ellas en la naturaleza misma, considerándola sometida a la regla de los fines. Ella no debe, pues, salir de sus límites, para introducir en sí misma, como un principio que le sea propio, un concepto cuya confirmación no podemos hallar jamás en la experiencia, y que no hay necesidad de aventurar más que cuando la ciencia de la naturaleza se ha perfeccionado.

     Las cualidades de la naturaleza que se demuestran a priori, y cuya posibilidad, por consiguiente, puede deducirse de principios a priori, sin el auxilio de la experiencia, contienen ciertamente una finalidad técnica; mas como son absolutamente necesarias, no podemos referirlas, a la tecnología de la naturaleza, o al método que es particular de la física, en el estudio de las cuestiones que suscita la naturaleza. Sus relaciones aritméticas o geométricas, así como las leyes generales del movimiento, no pueden ser en física legítimos principios de explicación teleológica, por más extraña y asombrosa que pueda parecer la unión de diversas reglas, completamente independientes en apariencia las unas de las otras, en un solo principio; y si en la teoría general de la finalidad de las cosas de la naturaleza, merecen tomarse en consideración, es allí una consideración venida de fuera, perteneciente a la metafísica, y no constituyendo un principio inherente a la ciencia de la naturaleza. Mas desde que se trata de las leyes empíricas, de los fines de la naturaleza en los seres organizados, es, no solamente permitido, sino que es inevitable buscar en un juicio teleológico el principio de la ciencia de la naturaleza, considerada en esta clase particular de objetos.

     Y sin embargo, conforme a lo que hemos dicho hace poco, si la física quiere encerrarse exactamente en sus límites, es necesario que haga enteramente abstracción de la cuestión de saber si los fines de la naturaleza son o no intencionales; porque esto sería mezclarse en una cuestión extraña (es decir, en una cuestión metafísica). Basta que haya objetos que no se puedan explicar, y cuya forma interior no se puede conocer más que por medio de las leyes de la naturaleza que nosotros no podemos concebir más que tomando la idea de fin por principio. Con el fin de que no se incurra en la sospecha de que pretendemos mezclar la menor cosa del mundo a nuestros principios de conocimiento, alguna cosa que no pertenezca a la física, como una causa sobrenatural, hablando de la naturaleza, en la teleología, como si la finalidad en ella fuera intencional, se habla de esta como si se atribuyera esta intención a la naturaleza, es decir, a la materia. Por donde se quiere mostrar con esto (porque después de lo dicho, no puede haber mala inteligencia, puesto que es imposible en sí atribuir intención en el sentido propio de la palabra, a una materia inanimada), que esta palabra no expresa aquí más que un principio del juicio reflexivo, y no del juicio determinante, y que por consiguiente, no designa un principio particular de causalidad aun cuando añada al uso de la razón otra especie de investigación, que la que se funda sobre las leyes mecánicas, a fin de suplir la insuficiencia de esas leyes en la investigación empírica de todas las leyes particulares de la naturaleza. Se habla, pues, con razón en la teleología en tanto que se refiere a la física, de la prudencia, la economía, la previsión, la beneficencia de la naturaleza, sin hacer por esto un ser inteligente (lo que sería absurdo), sino también sin aventurarse a colocar sobre ella, como el autor de la naturaleza, otro ser inteligente, porque esto sería temerario. No se hace más que designar una especie de causalidad de la naturaleza, que concebimos por analogía con nuestra propia causalidad en el uso técnico de la razón, y colocar ante los ojos la regla, conforme a la cual debemos estudiar ciertas producciones de la naturaleza.

     ¿Mas por qué la teleología no constituye ordinariamente una parte especial de la ciencia teórica de la naturaleza, y no es mirada como una propedéntica o un paso a la teología? Es con el fin de mantener firmemente el estudio de la naturaleza mecánica en la esfera de nuestra observación y de nuestras experiencias, de tal suerte, que no podamos nosotros mismos producir de una manera semejante a la naturaleza, o a semejanza de sus leyes. Porque no se ve perfectamente una cosa, más que en tanto que se puede hacer por sí, y realizarla conforme a conceptos. Pero la organización como fin interior de la naturaleza, excede infinitamente todo poder que intentara producir por medio del arte semejante exhibición; y en cuanto a estas disposiciones de la naturaleza, a las cuales se ha atribuido finalidad (por ejemplo, los vientos, la lluvia, etc.), la física considera de ellos muy bien el mecanismo, mas no puede mostrar su relación con los fines, y tener en esto una condición que pertenezca necesariamente a la causa, porque la necesidad de la conexión que aquí hallamos, no designa más que el enlace de nuestros conceptos, y no la naturaleza de las cosas.

 

Segunda sección

Dialéctica del juicio teleológico

 

§ LXVIII  ¿Qué es una antinomia del juicio?

     El juicio determinante no tiene por sí mismo principios que funden los conceptos de los objetos. No es autónomo porque no hace más que subsumir bajo leyes o conceptos dados como principios. He aquí precisamente por qué no está expuesto al peligro de hallar una antinomia en sí mismo y una contradicción en sus principios. Nosotros hemos visto, en efecto, que el juicio trascendental, que contiene las condiciones de toda subsunción bajo categorías, no es por sí mismo legislativo; se limita a indicar las condiciones de la intuición sensible, que permiten dar una realidad (una aplicación) a un concepto dado, como ley del entendimiento, y en esto no puede jamás caer en desacuerdo consigo mismo (al menos en cuanto a sus principios).

     Mas el juicio reflexivo debe subsumir bajo una ley que todavía no es dada, y que por consiguiente, no es en realidad más que un principio de reflexión, sobre objetos, para los cuales carecemos por completo, objetivamente, de una ley o de un concepto propio para servir de principio en los casos dados. Por lo que, como no hay uso posible de las facultades de conocer sin principios, el juicio reflexivo en este caso se servirá a si mismo de principio, y este, no siendo objetivo y no pudiendo añadir nada al conocimiento del objeto, no podrá ser más que un principio subjetivo, sirviéndonos para dirigir de una manera armoniosa nuestras facultades de conocer, es decir, para reflexionar sobre una clase de objetos. Así para esta especie de casos, el juicio reflexivo tiene sus máximas, y máximas necesarias que aplica al conocimiento de las leyes empíricas de la naturaleza, a fin de llegar con sus auxilios a los conceptos, y aun a conceptos de la razón, cuando absolutamente hay necesidad de ellos para aprender a conocer la naturaleza en sus leyes empíricas. Pero puede haber contradicción, por consiguiente, antinomia, entre estas máximas necesarias del juicio reflexivo. De aquí una dialéctica, que si cada una de las dos máximas contradictorias tiene su principio en la naturaleza de las facultades de conocer, puede llamarse natural, y considerarse como un ilusión inevitable, que la crítica debe descubrir y explicar con el fin de que no extravíe.

 

§ LXIX  Exposición de esta antinomia

     En tanto que la razón se aplica a la naturaleza, considerada como el conjunto de objetos de los sentidos exteriores, puede fundarse sobre leyes que en parte el entendimiento prescribe por sí mismo a priori a la naturaleza, y que en parte puede extender al infinito por medio de las determinaciones empíricas que presenta la experiencia. En la aplicación de la primera especie de leyes, a saber, de las leyes universales de la naturaleza material en general, el Juicio no emplea ningún principio particular de reflexión, porque entonces es determinante, pues le es dado por el entendimiento un conocimiento empírico coherente fundado sobre un verdadero sistema de leyes naturales, y por consiguiente, la unidad de la naturaleza en sus leyes empíricas. Por lo que en esta unidad contingente de las leyes particulares, el Juicio puede fundar su reflexión sobre dos máximas, de las que una es suministrada a priori por el entendimiento, pero la otra es ocasionada por experiencias particulares, que ponen en juego la razón y nos llevan a juzgar conforme a un principio particular la naturaleza corporal y sus leyes. Como se halla que estas dos máximas no parece que puedan marchar juntas, resulta una dialéctica que extravía el Juicio en el principio de su reflexión.

     La primera máxima del Juicio es esta tesis: toda producción de las cosas materiales y de sus formas debe juzgarse posible conforme a leyes puramente mecánicas.

     La segunda máxima es la antítesis: algunas producciones de la naturaleza material no se pueden juzgar posibles conforme a las leyes puramente mecánicas (el juicio que formamos exige otra ley de la causalidad, a saber, la de las causas finales).

     Si se convirtiesen estos principios reguladores de la investigación de la naturaleza en principios constitutivos de la posibilidad de las cosas mismas, deberían enunciarse así:

     Tesis: Toda producción de cosas materiales es posible conforme a leyes mecánicas.

     Antítesis: Ciertas producciones naturales no son posibles conforme a leyes puramente mecánicas.

     Bajo este último punto de vista, como principios objetivos para el juicio determinante, estas proposiciones se contradecirían, y por consiguiente, una de las dos sería necesariamente falsa; habría entonces una antinomia, que no sería una antinomia del juicio, sino una contradicción en las leyes de la razón. Mas la razón no puede probar ni uno ni otro principio, porque no podemos tener a priori sobre la posibilidad de las cosas, en tanto que se hallan sometidas a leyes empíricas, ningún principio determinante.

     En cuanto a la máxima del juicio reflexivo que acabamos de citar, no contiene en realidad contradicción. Porque cuando digo: yo debo juzgar posibles conforme a leyes puramente mecánicas todos los sucesos de la naturaleza material, por consiguiente, también todas las formas que son producciones de ella, yo no quiero que estas cosas no sean posibles más que de esta manera (con exclusión de toda especie de causalidad); yo solamente quiero indicar que yo debo siempre reflexionar sobre estas cosas según el principio del puro mecanismo de la naturaleza, y por consiguiente, estudiar este mecanismo tan profundamente como sea posible, pues que si de él no se hace el principio de sus investigaciones, no puede haber verdadero conocimiento de la naturaleza. Esto no impide emplear la segunda máxima, cuando la ocasión se presente, es decir, buscar por algunas formas de la naturaleza (y con ocasión de estas formas, en toda la naturaleza) un principio de reflexión enteramente diferente de la explicación por el mecanismo de la misma, a saber, el principio de las causas finales. En efecto, esta última máxima no obliga a la reflexión a abandonar la primera: se le ordena, por el contrario, perseguirla tan lejos como se pueda. No se quiere aun decir con esto que estas formas no serían posibles por el mecanismo de la naturaleza. Se afirma solamente que la razón humana, limitándose a este principio, podrá muy bien adquirir otros conocimientos de las leyes físicas, pero no llegará jamás a formarse la menor idea de lo que constituye específicamente un fin de la naturaleza; y se deja a un lado la cuestión de saber si el principio interior, para nosotros desconocido, de la naturaleza, el mecanismo físico y la finalidad, no pueden concertarse de manera que no formen más que uno. Solamente nuestra razón es incapaz de producir por sí misma este acuerdo; y por consiguiente, el juicio se ve obligado, como juicio reflexivo (por medio de un principio subjetivo), y no como juicio determinante (conforme a un principio de la posibilidad de las cosas en sí), a concebir, para explicar la posibilidad de ciertas formas de la naturaleza, otro principio que el del mecanismo de la naturaleza.

 

§ LXX  Preparación para la solución de la precedente antinomia

     No podemos demostrar la imposibilidad de la producción de los seres organizados por un simple mecanismo de la naturaleza porque no podemos percibir en su primer principio interno, la infinita variedad de las leyes de la naturaleza, y por consiguiente, somos absolutamente incapaces de alcanzar el principio interno, y suficiente para todo, de la posibilidad de una naturaleza (el cual reside en lo supra-sensible). Que no se pregunte, pues, si el poder productor de la naturaleza no basta para las cosas cuya forma o enlace juzgamos conforme a la idea de fines, así como en aquellas para las cuales creemos podernos contentar con un simple mecanismo, y si en realidad, las cosas que consideramos como verdaderos fines de la naturaleza (que debemos necesariamente juzgar así), tienen por principio una especie original de causalidad, enteramente particular, que no puede hallarse contenida en la naturaleza material o en su substratum inteligible, a saber, un entendimiento arquitectónico; porque estas son las dos cuestiones sobre las cuales no podemos hallar ningún esclarecimiento en nuestra razón, que hallamos muy limitada al lado del concepto de causalidad, cuando se trata de especificarlo a priori. Mas lo que hay de cierto indudablemente, es que a los ojos de nuestra facultad de conocer, el simple mecanismo de la naturaleza no puede bastar para explicar la producción de seres organizados. Es, pues, un verdadero principio para el juicio reflexivo el concebir, para explicarse esta relación de las causas finales, que está tan manifiesta en ciertas cosas, una causalidad diferente del mecanismo, a saber, la de una causa del mundo que obra conforme a fines (inteligente), por temerario e indemostrable que sea este principio para el juicio determinante. Este principio, no es, pues, más que una máxima del juicio, en la cual el concepto de esta causalidad es una pura idea, a la cual no se pretende en manera alguna atribuir la realidad, sino de la que nos servimos como de una guía para la reflexión, que queda siempre abierta a toda explicación mecánica, y no sale del mundo sensible; en el caso contrario, este sería un principio objetivo que la razón prescribiría, y al cual se sometería el juicio determinante, y en este caso este pasaría del mundo sensible al trascendente, quizá para perderse en él.

     La apariencia de una antinomia entre las máximas de una explicación propiamente física (mecánica), y la explicación teleológica (técnica), descansa, pues, por completo, sobre la confusión de un principio del juicio reflexivo con un principio del juicio determinante, y de la autonomía del primero (que no tiene más que un valor subjetivo, o que no tiene valor más que para el uso de nuestra razón relativamente a las leyes particulares de la experiencia), con la heteronomia del segundo, que debe regularse por leyes (generales o particulares) dadas por el entendimiento.

 

§ LXXI  De los diversos sistemas sobre la finalidad de la naturaleza

     Nadie ha puesto jamás en duda la verdad del principio de que se deberían juzgar ciertas cosas de la naturaleza (los seres organizados), y su posibilidad, conforme al concepto de las causas finales, en el momento mismo en que no quisiéramos más que una guía para aprender a conocer su manera de ser por la observación, sin elevarnos hasta la investigación de su primer origen. Toda la cuestión, es, pues, saber si este principio no tiene más que un valor subjetivo, es decir, si no es más que una simple máxima de nuestro juicio, o si es un principio objetivo de la naturaleza, conforme al cual esta contendría, además de su mecanismo (determinado por las solas leyes del movimiento), otra especie de causalidad, a saber, la de las causas finales, relativamente a las cuales, estas leyes (de las fuerzas motrices) no serían más que causas intermedias.

     Pero se podría dejar sin resolver este problema de la especulación, porque si nos contentamos con permanecer en los límites de un simple conocimiento de la naturaleza, estas máximas nos bastan para estudiarla y sondear sus secretos más ocultos, hasta donde lo permitan las fuerzas humanas. Hay, pues, un cierto presentimiento de nuestra razón, o como un aviso de la naturaleza, que nos indica, que por medio del concepto de las causas finales, podríamos elevarnos sobre la naturaleza, y referirla por sí misma al último punto de la serie de las causas, si abandonásemos la investigación de ella (aunque no fuéramos en esto muy fijos), o al menos la suspendiésemos por algún tiempo, para buscar primero a dónde nos conduce este principio extraño al a ciencia de la naturaleza, el concepto de las causas finales.

     Mas esta máxima indisputable, omitiría entonces una cuestión que abre un vasto campo a las contestaciones; la cuestión de saber si la relación final en la naturaleza, prueba una especie particular de finalidad en la naturaleza misma, o si considerada en sí misma y conforme a principios objetivos, no se confunde más bien con el mecanismo de la naturaleza, y no descansa sobre el mismo principio. Solamente en esta última suposición, como este principio está muchas veces demasiado oculto a nuestras investigaciones en ciertas producciones de la naturaleza, ensayamos un principio subjetivo, el principio del arte, es decir, una causalidad determinada por ideas, y la atribuimos a la naturaleza por analogía. Pero si este procedimiento nos ha dado buen resultado en muchos casos, en algunos parece no lo ha dado tan bueno, por consiguiente, en todos no nos autoriza a introducir en la ciencia de la naturaleza una especie de operación distinta de la causalidad que determinen las leyes puramente mecánicas de la naturaleza misma. Puesto que llamamos técnica la operación (la causalidad) de la naturaleza, a causa de esta apariencia de finalidad que hallamos en sus producciones, la dividiremos en técnica intencional (technica intentionalis), y técnica natural (technica naturalis). La primera significa que el poder productor de la naturaleza, conforme a las causas finales, debe ser tenido por una especie particular de esa causalidad; la segunda, que es en realidad enteramente idéntica al mecanismo de la naturaleza, y que el acuerdo contingente de la naturaleza con nuestros conceptos de arte y con sus reglas, no debe mirarse más que como una condición subjetiva del juicio, y no puede tomarse legítimamente por un modo particular de producción de la naturaleza.

     Si a pesar de esto hablamos de los sistemas que se han intentado para explicar la naturaleza relativamente a las causas finales, es necesario notar bien que todos estos sistemas disputan entre sí dogmáticamente, es decir, sobre principios objetivos de la posibilidad de las cosas, sea que admitan causas puramente naturales. No disputan sobre las máximas subjetivas por medio de las cuales juzgamos estas producciones en donde hallamos la finalidad. En este último caso se podría muy bien conciliar principios desemejantes, mientras que en el primero, principios contradictorios opuestos, no pueden elevarse y subsistir juntos.

     Los sistemas relativos a la técnica de la naturaleza, es decir, al poder productor, conforme a la regla de los fines, son de dos especies: representan o el idealismo o el realismo de los fines de la naturaleza. El primero cree que toda finalidad de la naturaleza, es natural; el segundo, que alguna finalidad (la de los seres organizados), es intencional; de donde se podría justamente sacar como hipótesis la consecuencia de que la técnica de la naturaleza, y aun la que concierne a todas sus demás producciones en su relación al conjunto de la misma, es intencional, es decir, es un fin.

     El idealismo de la finalidad (entiendo siempre aquí la finalidad objetiva), admite, o bien la casualidad, o bien la fatalidad de las determinaciones de la naturaleza, de donde resulta la forma final de sus producciones. El primer principio concierne a la relación de la materia con la causa física de su forma, a saber, las leyes del movimiento; el segundo, a la relación de la materia con la causa super-física de la materia misma y de toda la naturaleza. El sistema de la casualidad, que se atribuye a Epicuro o a Demócrito, tomado a la letra, es tan evidentemente absurdo, que no nos debe ocupar; al contrario, el sistema de la fatalidad (del cual se considera a Spinosa como autor, aunque según toda apariencia sea mucho más antiguo), que invoca algo de supra-sensible, a donde por consiguiente, no puede alcanzar nuestra, vista, no es tan fácil de refutar, precisamente porque su concepto del ser primero no puede comprenderse.

     Mas lo que hay de cierto es que en este sistema la relación de los fines del mundo no puede considerarse como intencional (puesto que si deriva de un ser primero, no es de su entendimiento, y por consiguiente, de un designio de este ser, sino de la necesidad de su naturaleza y de la unidad del mundo que de él emana), y que, por consiguiente, el fatalismo de la finalidad es el mismo tiempo un idealismo.

     2. El realismo de la finalidad de la naturaleza: es o físico o super-físico. El primero funda los fines que halla en la naturaleza, sobre un poder natural, análogo a una facultad que obra conforme a un objeto, la vida de la materia (perteneciente a la materia misma, o que deriva de un principio interior viviente, de un alma del mundo), y se llama el hilozoísmo. El segundo las deriva de la causa primera del universo, como de un ser inteligente (originariamente vivo, obrando con intención, y es el teísmo.

 

§ LXXII  Ninguno de los sistemas precedentes da lo que promete

     ¿Qué quieren todos estos sistemas? Ellos pretenden explicar nuestros juicios teleológicos sobre la naturaleza, y se toman en tal sentido, que los unos niegan la verdad de estos juicios, y los resuelven, por consiguiente, en un idealismo de la naturaleza, y los otros los reconocen como verdaderos, y prometen demostrar la posibilidad de una naturaleza conforme a la idea de las causas finales.

     1. Entre los sistemas que defienden el idealismo de las causas finales en la naturaleza, los unos admiten en su principio una causalidad determinada por las leyes del movimiento (por las cuales existen las cosas de la naturaleza, donde hallamos la finalidad); mas rehúsan a esta causalidad la intencionalidad, es decir, niegan que aquélla se determine con intención a la producción de esta finalidad, o en otros términos, que la causa sea un fin. Tal es la explicación de Epicuro; en esta explicación, la técnica de la naturaleza no se distingue mucho del puro mecanismo; la ciega casualidad sirve para explicar no solamente el acuerdo de las producciones de la naturaleza con nuestros conceptos de fin, por consiguiente, la técnica, sino aun la determinación de las causas de estas producciones por las leyes del movimiento, por consiguiente, su mecanismo. Es decir, que nada hay que no esté explicado, ni aun la apariencia que es necesario al menos reconocer en nuestro juicio teleológico, y que así el pretendido idealismo de este juicio no es de modo alguno probado.

     De otro lado Spinosa quiere dispensarnos de toda investigación sobre el principio de la posibilidad de los fines de la naturaleza, y quitar a esta idea toda realidad, mirándolos en general, no como producciones, sino como accidentes inherentes a un ser primero, y atribuyendo a este ser, concebido como sustancia de las cosas de la naturaleza, no la causalidad por relación a estas cosas, sino solamente la sustancialidad. (Por la necesidad incondicional de este ser, así como de todas las cosas de la naturaleza, en tanto que accidentes inherentes a este ser), asegura ciertamente a las formas de la naturaleza, la unidad de principio necesaria a toda finalidad, pero al mismo tiempo les quita la contingencia, sin la cual no se puede concebir ninguna unidad de fines, y por esto descarta toda intencionalidad, lo mismo que rehúsa todo entendimiento al principio de las cosas de la naturaleza. Mas el spinosismo no da lo que promete. Quiere dar una explicación del enlace de los fines (que no niega) en las cosas de la naturaleza, y no invoca más que la unidad del sujeto, al cual son inherentes. Pero aun cuando se concediera que los seres del mundo existen de esta manera, esta unidad ontológica no sería por esto una unidad de fines, y no nos la haría comprender en manera alguna. Esta última es, en efecto, una especie de unidad, completamente particular, que no resulta del enlace de las cosas (de los seres del mundo) en una sola sustancia (el Ser supremo), sino que implica una relación con una causa inteligente, de suerte que, aunque se uniesen todas estas cosas en una sustancia simple, no se tendría por esto una relación final, a menos de concebir primero estas cosas como efectus interiores de esta sustancia, en tanto que causa, y después esta causa misma como una causa inteligente. Sin estas condiciones formales, toda unidad no es más que una simple necesidad natural; y atribuida a las cosas que nos representamos como interiores las unas a las otras, una ciega necesidad. Que si se quiere llamar finalidad de la naturaleza esta perfección trascendental de las cosas (consideradas en su esencia propia) de la que habla la escuela, y por la cual se designa que cada cosa tiene en sí misma todo lo que le es necesario para ser tal cosa, y no para ser otra, es tomar puerilmente palabras por ideas. Porque si es necesario concebir todas las cosas como fines, y si por consiguiente, ser una cosa y ser fin son idénticos, no hay nada en realidad que merezca particularmente ser representado como un fin.

     Se ve por esto que Spinossa, reduciendo nuestros conceptos de la finalidad de la naturaleza a la conciencia que tenemos de existir en un ser que lo comprende todo (y que al mismo tiempo es simple) y buscando esta forma únicamente en la unidad de la naturaleza, no podía soñar en sostener el realismo, sino simplemente el idealismo de la finalidad de la naturaleza, y que además aún no podía establecer este último sistema, puesto que la simple representación de la unidad de sustancia no puede producir la idea de una finalidad, ni aun intencional.

     2. Los que sostienen, no solamente el realismo de los fines de la naturaleza, sino que piensan también poder explicarlo, se creen capaces de descubrir al menos la posibilidad de una especie particular de causalidad, a saber, la de las causas intencionales; de lo contrario, no intentarían esta explicación. En efecto, la hipótesis más atrevida quiere al menos que la posibilidad de lo que se admite como principio sea cierta, y que se pueda asegurar al concepto de este principio su realidad objetiva.

     Mas la posibilidad de una materia viviente (cuyo concepto encierra una contradicción, puesto que la inercia (inertia) es el carácter esencial de la materia) no se puede concebir; la de una materia animada y de toda la naturaleza, concebida como un animal, no podría ser cuando más admitida (en favor de la hipótesis de una finalidad, en el conjunto de la naturaleza), más que como si la experiencia nos la mostrase en pequeño en su organización, porque no se puede percibirla a priori. La explicación cae, pues, en un círculo vicioso, si se quiere derivar la finalidad de la naturaleza en los seres organizados, y por consiguiente, sin una experiencia de esta especie, no nos podemos formar ninguna idea de la posibilidad de esta vida. El hilozoísmo no tiene, pues, lo que promete.

     Por último, el teísmo no puede establecer mejor dogmáticamente la posibilidad de los fines de la naturaleza como una clave para la teleología, aunque tiene sobre todas las otras explicaciones la ventaja de arrancar al idealismo la finalidad de la naturaleza, atribuyendo un entendimiento al Ser supremo, o invocando una causalidad intencional para explicar la producción de esta finalidad.

     En efecto, se debería primero probar de una manera suficiente para el juicio determinante, que la unidad de fines en la materia no puede ser producida por el simple mecanismo de la materia misma, para estar autorizado a colocar en ella el principio de una manera determinada fuera de la naturaleza. Mas todo lo que no podemos avanzar es, que conforme a la naturaleza y los límites de nuestras facultades de conocer (puesto que no percibimos el primer principio interior de este mecanismo), no debemos buscar en la materia un principio de relaciones finales determinadas, y que no hay para nosotros otra manera de juzgar la producción de sus efectos, como fines de la naturaleza, que explicarlos por una inteligencia suprema, concebida como causa del mundo. Mas esto es un principio para el juicio reflexivo, no para el juicio determinante, y no puede autorizar ninguna afirmación objetiva.

 

§ LXXIII  La imposibilidad de tratar dogmáticamente el concepto de una técnica de la naturaleza viene de la imposibilidad misma de explicar un fin de la naturaleza

     Se trata un concepto dogmáticamente (aun cuando esté sometido a condiciones empíricas), cuando se le considera contenido bajo otro concepto del objeto, constituyendo un principio de la razón, y cuando se le determina conforme a este concepto. Se trata críticamente, cuando no se le considera más que relativamente a nuestra facultad de conocer, por consiguiente, a las condiciones subjetivas; que nos lo hacen concebir sin pretender decidir nada sobre su objeto. El método dogmático es, pues, el que conviene al juicio determinante, y el método crítico el que conviene al juicio reflexivo.

     El concepto de una cosa, en tanto que fin de la naturaleza, subsume la naturaleza bajo una causalidad que no es concebible más que por medio de la razón, a fin de hacernos juzgar, conforme a este principio, lo que es dado del objeto en la experiencia. Mas para aplicar dogmáticamente este concepto al juicio determinante, se necesitaría que estuviésemos seguros primero de su realidad objetiva, puesto que sin esto no podríamos subsumir en él ninguna cosa de la naturaleza. Luego este concepto está sin duda sometido a condiciones empíricas, es decir, que no es posible más que bajo ciertas condiciones dadas en la experiencia; mas no se puede aislar y no es posible más que por medio de un principio de la razón aplicada al juicio del objeto. Siendo esto así, no podemos percibir ni establecer dogmáticamente la realidad objetiva (es decir, mostrar que un objeto es posible conforme a este concepto), y no sabemos si es simplemente un concepto raciocinante, objetivamente vacío (conceptus ratiocinans), o un concepto raciocinado, fundando un conocimiento y confirmado por la razón (conceptus raciocinatus). No se puede, pues, tratarlo dogmáticamente, y referirlo al juicio determinante, es decir, que no solamente es imposible decidir, si la producción de las cosas de la naturaleza, consideradas como fines de la misma, exige o no una causalidad de una especie particular (la causalidad intencional) sino que ni aún puede ponerse la cuestión, puesto que el concepto de un fin de la naturaleza no es un concepto, cuya realidad objetiva sea demostrable por la razón (es decir, que éste no es un concepto constitutivo para el juicio determinante, sino solamente un concepto regulador para el juicio reflexivo).

     El carácter que le atribuimos aquí resulta de que como concepto de una producción de la naturaleza implica a la vez para el mismo objeto considerado como fin, la necesidad de aquella y la contingencia de la forma de este objeto (relativamente a las simples leyes de la naturaleza), y de lo que, por consiguiente, si no hay en esto contradicción, debe suministrar un principio de la posibilidad de esta naturaleza misma y de su relación con algo (supra-sensible) que no alcanza la experiencia, y por consiguiente, con nuestro conocimiento, a fin de que podamos juzgarle conforme a una especie de causalidad diferente de la del mecanismo de la naturaleza, cuando queremos considerar su posibilidad. Es porque como el concepto de una cosa, en tanto que fin de la naturaleza, es trascendental para el juicio determinante, cuando se considera el objeto por la razón (aunque pueda ser inmanente para el juicio reflexivo en su aplicación a los objetos de la experiencia), y como, por consiguiente, no se le puede atribuir esta realidad objetiva, que es el carácter de los juicios determinantes, se comprende de qué modo, cuando se trata dogmáticamente el concepto de los fines de la naturaleza y el de la naturaleza misma, considerada como un conjunto de causas finales, todos los sistemas objetivos posibles no pueden decidir nada ni afirmativa ni negativamente. En efecto, cuando se subsumen ciertas cosas bajo un concepto que es simplemente problemático, los predicados sintéticos de este concepto (aquí, por ejemplo, la cuestión de saber, si el fin de la naturaleza que concebimos para explicar la producción de las cosas es o no intencional), debe también suministrar juicios problemáticos que les de una forma afirmativa o una forma negativa, porque no se sabe si se juzga sobre algo o sobre nada. El concepto de una causalidad determinada por fines (de una técnica de la naturaleza), tiene sin duda realidad objetiva, lo mismo que el de una causalidad determinada por el mecanismo de la naturaleza. Mas el concepto de una causalidad de la naturaleza, obrando conforme a la regla de los fines, y con mayor motivo, conforme a la regla de un ser o de una causa primera de la naturaleza, que excede toda experiencia, este concepto no puede determinar nada dogmáticamente, aunque no encierre contradicción. Porque como no se le puede derivar de la experiencia, y aun no es necesario a la posibilidad de esta, no se puede, en manera alguna, asegurar su realidad objetiva. Mas, aunque se pudiera, ¿cómo las cosas que son dadas de una manera determinada por las producciones de un arte divino, pueden ser colocadas entre las producciones de la naturaleza, cuya aptitud para producir tales cosas por sus propias leyes, nos obligue a invocar una causa completamente diferente?

 

§ LXXIV  El concepto de una finalidad objetiva de la naturaleza es un principio crítico de la razón para el juicio reflexivo

     Hay una gran diferencia entre decir que la producción de ciertas cosas de la naturaleza o aun de toda la naturaleza, no es posible más que por medio de una causa que se determina a obrar en vista de ciertos fines, es decir, que conforme a la naturaleza particular de nuestras facultades de conocer, yo no puedo juzgar de la posibilidad de estas cosas y de su producción más que concibiendo una causa que obra conforme a fines, por consiguiente, un ser que produce de una manera análoga a la causalidad de un entendimiento. En el primer caso, yo pretendo afirmar algo sobre el objeto mismo, y estoy obligado a probar la realidad objetiva del concepto que yo admito; en el segundo, la razón no hace más que determinar cierto uso de nuestras facultades de conocer, conforme a su naturaleza y a sus condiciones esenciales, de donde se deriva su alcance y su límite. El primer principio es, pues, un principio objetivo para el juicio determinante; el segundo, no es más que un principio subjetivo para el juicio reflexivo, por consiguiente, un máxima de este juicio prescrita por la razón.

     Luego es absolutamente indispensable el suponer a la naturaleza un concepto de fin cuando se quieren estudiar sus producciones organizadas por una observación continuada, y, por consiguiente, este concepto es ya para el uso empírico de nuestra razón una máxima absolutamente necesaria. Es claro también que cuando una vez hemos admitido y probado esta gula que nos sirve para estudiar la naturaleza, debemos ensayar al menos el aplicar esta misma máxima del juicio al conjunto de la naturaleza, porque esta puede todavía hacernos descubrir muchas leyes que para nosotros quedarían ocultas, a causa de nuestra incapacidad para penetrar por completo en el interior del mecanismo de la naturaleza. Mas si, bajo este último respecto, esta máxima del juicio es todavía útil, ella no es indispensable, puesto que la naturaleza en su conjunto, no se nos da como organizada (en este sentido estricto de la palabra, que hemos indicado anteriormente). Ella es, al contrario, esencialmente necesaria, relativamente a ciertas producciones organizadas de la naturaleza, porque para llegar a conocer por medio de la experiencia su constitución interior, debemos juzgarlas como habiendo sido formadas únicamente conforme a fines, y no podemos concebirlas como cosas organizadas, sin relacionarse con ellas la idea de una producción intencional.

     Luego el concepto de una cosa, cuya existencia o forma nos representamos como posible bajo la condición de un fin, es inseparable del concepto de la contingencia de esta cosa (relativamente a las leyes de la naturaleza). Es porque las cosas de la naturaleza que no hallamos posibles más que como fines, forman la principal prueba de la contingencia del universo, y el sólo argumento que conduce al sentido común y a los filósofos a relacionar el mundo con un ser existente fuera de él e inteligente (a causa de esta finalidad); y la teleología no halla explicación última de sus investigaciones mas que en una teología.

     Pero ¿qué prueba en definitiva la teleología perfecta? ¿Prueba la existencia de este ser inteligente? No. No prueba nada más sino que, conforme a la naturaleza de nuestras facultades de conocer, por consiguiente, en la unión de la experiencia con los principios superiores de la razón, no podemos formarnos ninguna idea de la posibilidad de este mundo, más que concibiendo una causa suprema, obrando con intención. Objetivamente, no podemos demostrar esta proposición, de que hay un Ser supremo inteligente; no podemos más que aplicarla subjetivamente al uso de nuestro juicio en su reflexión sobre los fines de la naturaleza, que no podemos concebir con la ayuda de otro principio que el de una causalidad intencional de una causa suprema.

     Que si nosotros queremos demostrar esta proposición dogmáticamente por razones teleológicas, caeríamos en inextricables dificultades. Ella serviría entonces de principio a esta conclusión, de que los seres organizados en el mundo no son posibles más que por una causa intencional, y deberíamos inevitablemente afirmar, que como no podemos considerar estas cosas en su relación causal y reconocer las leyes a que se hallan sometidas, más que por medio de la idea de fin, tenemos también el derecho de suponer que esto es igualmente necesario para todo ser pensante y consciente, y que, por consiguiente, es una condición inherente al objeto, y no tan sólo al sujeto. Luego hay en esto una aserción que somos incapaces de sostener. Porque como la observación no nos muestra verdaderamente la intencionalidad en los fines de la naturaleza, sino que solamente en nuestra reflexión sobre sus producciones, nosotros añadimos este concepto por el pensamiento como bello conductor del juicio, ellas no nos son dadas por el objeto. No es del todo imposible probar a priori el valor objetivo de este concepto. No queda absolutamente más que una proposición que descansa sobre condiciones subjetivas, es decir, sobre las condiciones del juicio, conformado su reflexión con nuestras facultades de conocer. Decir que hay un Dios, sería atribuir a esta proposición un valor objetivamente dogmático; mas la sola cosa que no es permitido a nosotros, hombres, decir, es simplemente que nos es imposible concebir y comprender la finalidad, que debe por sí misma servir de principio a nuestro conocimiento de la posibilidad interior de muchas cosas de la naturaleza, más que representándonoslas, así como el mundo en general, como una producción de una causa inteligente (de un Dios).

     Luego si esta proposición, fundada sobre una máxima absolutamente necesaria de nuestro juicio y es perfectamente satisfactoria para el uso especulativo y práctico de nuestra razón, bajo un punto de vista humano, yo querría saber bien lo que perdemos al no poder demostrar su validez para seres superiores, es decir, para principios, puros objetivos (que desgraciadamente exceden el alcance de nuestras facultades). Es, en efecto, absolutamente cierto que no podemos aprender a conocer de una manera suficiente, y con mayor motivo, a explicar los seres organizados y su posibilidad interior por principios puramente mecánicos de la naturaleza; y se puede sostener sin temor con igual certeza, que es absurdo para los hombres intentar semejante cosa, y esperar que algún nuevo Newton vendrá un día a explicar la producción de un tallo de yerba por leyes naturales, a las que no presida designio alguno; porque este es un procedimiento que se debe rehusar a los hombres en absoluto. Mas en compensación se podrá muy bien tener la presunción de juzgar, que aun cuando pudiésemos penetrar hasta el principio de la naturaleza en la especificación de las leyes universales que conocemos, no podríamos hallar un principio de la posibilidad de los seres organizados que nos dispensará de referir la producción a un designio; porque ¿cómo podemos saber esto? La verosimilitud no basta allí donde se trata de juicios de la razón pura. No podemos decidir, pues, objetivamente, sea de una manera afirmativa, sea de una manera negativa, la cuestión de saber si hay un ser que obra conforme a fines, que como causa (por consiguiente, como autor del mundo) sirve de principio, a lo que llamamos con razón fines de la naturaleza. Todo lo que hay de cierto es, que si juzgamos, según lo que nuestra propia naturaleza nos permite percibir (conforme a las condiciones y a los límites de nuestra razón), no podemos dar por principio a la posibilidad de estos fines de la naturaleza más que un ser inteligente. Esto sólo en efecto es conforme a la máxima de nuestro juicio reflexivo, por consiguiente, a un principio subjetivo pero necesariamente inherente a la especie humana.

 

§ LXXV  Observación

     Esta observación que merece desenvolverse con toda extensión en la filosofía trascendental, no debe servir aquí de esclarecimiento (y no de prueba) más que de una manera episódica.

     La razón es una facultad que suministra los principios, y, en último término, es lo incondicional que debe darse. Mas sin los conceptos del encendimiento, a los cuales es necesario atribuir una realidad objetiva, la razón no puede juzgar objetivamente (sintéticamente), y en tanto que razón teórica, no contiene por sí misma principios constitutivos, sino solamente principios reguladores. Se ve claramente que allí donde el entendimiento no puede seguirla, la razón es trascendente, y se manifiesta por ideas, que tienen sin duda su fundamento (en tanto que principios reguladores), pero que no tiene ningún valor objetivo; y el entendimiento que no puede acompañarla, y que sólo puede tener este valor, encierra el de estas ideas racionales en los límites del sujeto, extendiéndolo solamente a todos los sujetos de la misma especie. De este modo se nos da el derecho de afirmar una sola cosa, y es que conforme a la naturaleza (humana) de nuestra facultad de conocer, o aun en general conforme al concepto que podemos formar de la razón de un ser finito, no podemos ni debemos concebir ninguna otra cosa, pero no nos es permitido afirmar que el principio de un juicio semejante esté en el objeto. Los ejemplos que acabamos de citar tienen demasiada importancia, y ofrecen también demasiada dificultad para que queramos imponerlos inmediatamente al lector como proposiciones demostrables, pero darán ocasión ellos a reflexionar, y podría servir para esclarecer lo que aquí particularmente nos proponemos.

     Es de todo punto necesario al entendimiento humano distinguir la posibilidad y la realidad de las cosas. El principio de esta distinción está en el sujeto y en la naturaleza de sus facultades de conocer. En efecto, si el ejercicio de estas facultades no supusiera dos elementos del todo heterogéneos, el entendimiento para los conceptos, y la intuición sensible para los objetos que corresponden a estos conceptos, esta distinción (entre lo posible y lo real) no existiría. Si nuestro entendimiento fuera intuitivo, no habría otros objetos más que lo real. Los conceptos (que no miran más que a la posibilidad de un objeto) y las intuiciones sensibles (que nos dan algo, sin que, a pesar, nos lo hagan conocer como objeto) se desvanecerían juntamente. Luego toda la distinción de lo puramente posible y de lo real descansa solo sobre esto: que el primero significa la posición de la representación de una cosa relativamente a nuestro concepto, y en general, a la facultad de pensar, mientras que el segundo significa la posición de la cosa en sí misma (fuera de este concepto). Por consiguiente, la distinción de las cosas posibles y de las cosas reales, no tiene más que un valor subjetivo para el entendimiento humano, porque no podemos siempre concebir algo que no exista, o representarnos, alguna cosa como dada, sin tener todavía ningún concepto de ella. La proposición de que las cosas pueden ser posibles sin ser reales, y que por consiguiente, no se puede concluir de la simple posibilidad a la realidad, no tiene, pues, valor real más que para la razón humana, y nada prueba mejor que esta distinción tiene su principio en las cosas mismas. En efecto, que no se tiene el derecho de sacar esta consecuencia, y que, por consiguiente, esta proposición se aplica simplemente a los objetos, en tanto que nuestra facultad de conocer los considera bajo sus condiciones sensibles, como objetos sensibles, y que no tienen ningún valor relativamente a las cosas en general, es lo que resulta claramente de la orden imperiosa que nos da la razón de admitir como existente de una manera absolutamente necesaria, algo (el principio primero), en que la posibilidad y la realidad se confunden, y cuya idea ningún concepto del entendimiento, puede seguir; lo que quiere decir, que el entendimiento no puede, bajo ningún respecto, representarse una cosa semejante y su modo de existencia. Porque si la concibe (concíbala como quiera), no se la representa más que como posible. Que si se tiene conciencia como de algo, que es dado en la intuición, es real, pero no se concibe nada tocante a su posibilidad. Es porque el concepto de un ser absolutamente necesario, es, en verdad, una idea indispensable de la razón, pero es un concepto problemático e inaccesible para el entendimiento humano. Hay un valor para el uso de nuestras facultades de conocer, consideradas en su naturaleza particular; no lo hay relativamente al objeto, y para todo ser que conoce; porque yo no puedo suponer que el pensamiento y la intuición, son en todo ser que conoce dos condiciones distintas del ejercicio de sus facultades de conocer. Un entendimiento, para que esta distinción no existiera, juzgaría que todos los objetos que conocemos son (existen); y la posibilidad de algunos objetos, que sin embargo, no existen, es decir, la contingencia de estos objetos, cuando existen, y por consiguiente, también la necesidad, que es necesario distinguir de esta contingencia, no caerían bajo su representación. Mas la dificultad que halla nuestro entendimiento para tratar aquí sus conceptos a ejemplo de la razón, viene únicamente de que aquello de que la razón hace un principio que emplea como perteneciente al objeto, es trascendente para el entendimiento, considerado como entendimiento humano (es, decir, imposible en las condiciones subjetivas de su conocimiento). Luego queda siempre esta máxima, que todos los objetos, cuyo conocimiento excede la facultad del entendimiento, no los concebimos más que conforme a las condiciones subjetivas necesariamente inherentes a nuestra naturaleza (es decir, a la naturaleza humana), del ejercicio de nuestras facultades; y si los juicios que formamos de este modo (y no puede ser de otra manera relativamente a los conceptos trascendentes), no pueden ser principios constitutivos que determinen el objeto tal como es, quedan, sin embargo, como principios reguladores, inmanentes y seguros en el uso que de ellos se hace, y propios para las necesidades de nuestro espíritu.

     Del mismo modo que la razón, en la contemplación teórica de la naturaleza debe admitir la idea de la necesidad incondicional de un primer principio, así, bajo el punto de vista práctico, presupone en sí misma una causalidad incondicional (relativamente a la naturaleza), es decir, a la libertad, por esto mismo que tiene conciencia de su ley moral. Luego aquí, puesto que la necesidad objetiva de la acción, como deber, se halla opuesta a aquella a que esta acción quedaría sometida como suceso, si su principio estuviera en la naturaleza y no en la libertad, es decir, en la causalidad de la razón, y que la acción absolutamente necesaria moralmente, es considerada físicamente como del todo contingente (es decir, que debería necesariamente tener lugar pero que muchas veces no lo tiene), es claro que es necesario buscar únicamente en la naturaleza de nuestra facultad práctica, la causa porque las leyes morales deben representarse como órdenes (y las acciones conformes a estas leyes, como deberes) y porque la razón no expresa esta necesidad para ser (llegar), sino para deber ser. No sucedería así si se considerase la razón sin la sensibilidad (como condición subjetiva de su aplicación a los objetos de la naturaleza), por consiguiente, como causa en un mundo inteligible que estuviera siempre completamente de acuerdo con la ley moral, y en el cual no hubiera distinción entre deber y hacer, entre lo posible y lo real, es decir, entre la ley práctica, que prescribe lo primero y la ley teórica que determina lo segundo. Luego, aunque un mundo inteligible, en donde todo lo que es posible (en tanto que bien) sea real por esto sólo, aunque la libertad misma, como condición formal de este mundo, sea para nosotros un concepto transcendente, que no pueda suministrarnos ningún principio constitutivo para determinar un objeto y su realidad objetiva, sin embargo, conforme a la constitución de nuestra naturaleza (en parte sensible), la libertad es para nosotros, y para todos los seres racionales, en relación con el mundo sensible, en tanto que podemos representárnoslos conforme a la naturaleza de nuestra razón, un principio regulador universal, que no determina objetivamente la naturaleza de la libertad, como forma de la causalidad, pero que no prescribe menos imperiosamente a cada uno conforme a esta idea, la regla de sus acciones. Del mismo modo, también, en cuanto a la cuestión que nos ocupa, se puede asegurar que no encontraríamos distinción entre el mecanismo y la técnica de la naturaleza, es decir, en el enlace de los fines de la naturaleza, si nuestro entendimiento no estuviera formado de tal suerte que debe ir de lo general a lo particular, y que la facultad de juzgar no puede, relativamente a lo particular, reconocer finalidad, y, por consiguiente, formar juicios determinantes, sin tener una ley general bajo la cual pueda subsumirlo. Luego, como lo particular; como tal, contiene relativamente a lo general, algo de contingente, pero que, sin embargo, la razon exige también unidad en el enlace de las leyes particulares de la naturaleza, y por consiguiente, conformidad a leyes (la cual aplicada a lo contingente se llama finalidad) y como es imposible derivar a priori, por la determinación del concepto del objeto, las leyes particulares de las leyes generales, relativamente a lo que ellas tienen de contingente, el concepto de la finalidad de la naturaleza en sus producciones es un concepto necesario al juicio humano, relativamente a la naturaleza, pero no concierne a la determinación de los objetos mismos. Es, por consiguiente, un principio subjetivo de la razón para el juicio, y este principio, en tanto que regulador (y no en tanto que constitutivo), es tan necesario a nuestro juicio humano, como si fuera un principio objetivo.

 

§ LXXVI  De la propiedad del entendimiento humano por la cual el concepto de un fin de la naturaleza es posible para nosotros

     Hemos indicado en la precedente observación las propiedades de nuestra facultad de conocer (superior), que somos inclinados a transportar a las cosas mismas como predicados objetivos; mas ellas no conciernen más que a ideas a las cuales no se puede llegar en la experiencia del objeto correspondiente, y no pueden servir más que de principios reguladores en las investigaciones empíricas. Es al concepto de un fin de la naturaleza como a lo que concierne la causa de la posibilidad de esta suerte de predicados, la cual no puede descansar más que en la idea; pero el efecto, conforme a esta idea (la producción misma), es, sin embargo, dada en la naturaleza, y el concepto de una causalidad de la naturaleza, considerado como un ser que obra conforme a fines, parece hacer de la idea de un fin de la naturaleza un principio constitutivo de este fin, y por esto esta idea se distingue de todas las demás.

     Este carácter distintivo consiste en que la idela concebida no es un principio racional para el entendimiento, sino para el juicio, y no es, por consiguiente, más que la aplicación de un entendimiento en general a los objetos empíricos posibles, en los casos en que el juicio no puede ser determinante, sino simplemente reflexivo, y en donde, por consiguiente, aunque el objeto sea dado en la apariencia, no se puede juzgar de él, conforme a la idea, de una manera determinada (todavía menos de una manera perfectamente adecuada a esta idea), sino solamente reflexionar acerca de él. Se trata, pues, de una propiedad de nuestro (humano) entendimiento, relativa a la facultad de juzgar en su reflexión sobre las cosas de la naturaleza. Si es así, debemos tomar aquí por principio la idea de un entendimiento posible, otro que el entendimiento humano (del mismo modo que en la crítica de la razon pura), deberíamos concebir otra intuición posible para poder mirar la nuestra como una especie particular de intuición, es decir, como una intuición (por la cual los objetos no tuvieran valor más que en tanto que fenómenos), a fin de poder decir que, conforme a la naturaleza particular de nuestro entendimiento, debemos, para explicar la posibilidad de ciertas producciones de la naturaleza, considerar estas producciones como intencionales, y como habiendo sido producidas, conforme a fines, sin exigir por esto que haya una causa particular, determinada por la representación misma de un fin y por consiguiente, sin negar que un entendimiento, otro más elevado que el entendimiento humano, pueda hallar también el principio de la posibilidad de estas producciones (de la naturaleza) en el mecanismo de la misma, es decir, en una relación causal, cuya causa no se busca exclusivamente en un entendimiento.

     No se trata, pues, aquí más que de la relación de nuestro entendimiento con el juicio: buscamos en su naturaleza una cierta contingencia que podríamos considerar como algo que le es particular y le distingue de otros elementos posibles.

     Esta contingencia se halla naturalmente en lo que el juicio debe reducir a lo general, suministrado por los conceptos del entendimiento; porque, por lo general de nuestro (humano) entendimiento, no se determina lo particular. ¿De cuántos modos diversos cosas que, sin embargo, convienen en un carácter común, se pueden presentar a nuestra percepción? Es cosa contingente. Nuestro entendimiento es una facultad de conceptos, es decir, un entendimiento discursivo, por el cual la especie y la diferencia de los elementos particulares que halla en la naturaleza, y que puede reducir a sus conceptos son contingentes. Mas como la intuición pertenece también al conocimiento, y como una facultad que consistiera en una intuición enteramente espontánea, sería una facultad de conocer distinta y del todo independiente de la sensibilidad, y por consiguiente, un entendimiento en el sentido más general de la palabra, se puede también concebir (de una manera negativa, es decir, como un entendimiento que no es discursivo), un entendimiento intuitivo que no vaya de lo general a lo particular y a lo individual (por medio de conceptos), y para el cual no exista la contingencia del acuerdo de la naturaleza con el entendimiento en las cosas que produce conforme a leyes particulares, y cuya variedad es tan difícil a nuestro entendimiento reducir a la unidad del conocimiento. Esto no es posible para nosotros más que por medio del concierto de los caracteres de la naturaleza con nuestra facultad de los conceptos, y este concierto es contingente, mas un entendimiento intuitivo no lo necesita.

     Nuestro entendimiento tiene, pues, esto de particular en su relación con el juicio; que en el conocimiento que nos suministra, lo particular no es determinado por lo general, y que, por consiguiente, lo primero no puede derivarse de lo segundo, aunque debía haber entre los elementos particulares que componen la variedad de la naturaleza y lo general (suministrado por conceptos y leyes), una concordancia que permitiera subsumir, aquellos bajo este, y que, en tales circunstancias, debe ser enteramente contingente, y no supone principio determinado para el juicio.

     Luego para poder al menos concebir la posibilidad de este concierto de las cosas de la naturaleza con el juicio (que nos representamos como contingente, por consiguiente, como no siendo posible más que para un fin), es necesario que concibamos al mismo tiempo otro entendimiento, por cuya relación podamos, aun antes de atribuirle ningún fin, representarnos como necesario este concierto de las leyes de la naturaleza con nuestro juicio, que no es concebible para nuestro entendimiento más que por medio de la relación de los fines.

     Nuestro entendimiento tiene, pues, esta propiedad, que en su conocimiento, por ejemplo, de la causa de una producción, debe ir de lo general analítico (de los conceptos) a lo particular (o la intuición empírica dada), mas sin determinar nada por esto relativamente a la variedad que se puede encontrar en lo particular, porque esta determinación, de la que necesita el juicio, no puede buscarla más que en la subsunción de la intuición empírica (cuando el objeto es una producción de la naturaleza), bajo el concepto. Luego podemos también concebir un entendimiento que, no siendo discursivo como el nuestro, sino intuitivo, vaya de lo general sintético (de la intuición de un todo como tal) a lo particular, es decir, del todo a las partes, y que, por consiguiente, no se represente la contingencia del enlace de las partes para concebir la posibilidad de una forma determinada del todo, a diferencia de nuestro entendimiento que va de las partes, como de los principios universalmente concebidos, a las diversas formas posibles que pueden subsumirse como consecuencias. Conforme a la constitución de nuestro entendimiento, no podemos considerar un todo real de la naturaleza más que como un efecto del concurso de las fuerzas motrices de las partes. Si, pues, queremos representarnos no en la posibilidad del todo como dependiente de la parte, así como lo exige nuestro entendimiento discursivo, sino, por el contrario, conforme al modelo del entendimiento intuitivo, la posibilidad de las partes (consideradas en su naturaleza y en su relación) como dependientes del todo, no podemos concebir en virtud de la misma propiedad de nuestro entendimiento, que el todo contenga el principio de la posibilidad de la relación de las partes (lo que sería una contradicción en el conocimiento discursivo), sino en la representación del todo en que colocamos el principio de la posibilidad de la forma de este todo y de la relación de las partes que lo constituyen. Luego como el todo sería entonces un efecto (una producción) del que se considera como causa la representación de la posibilidad misma, y como se llama fin el producto de una causa, cuya razón determinante es la representación misma de un efecto, se sigue de aquí, que si no nos representamos la posibilidad de ciertas producciones de la naturaleza más que a favor de otra especie de causalidad que la de las leyes naturales de la materia, es decir, a favor de las causas finales, es únicamente en virtud de la naturaleza particular de nuestro entendimiento, y que este principio no concierne a la posibilidad de estas cosas (aun consideradas como fenómenos), para este modo de producción, sino a aquella solamente del juicio que nuestro entendimiento puede formar sobre estas cosas. Por esto veremos también por qué en la ciencia de la naturaleza no nos contentamos por mucho tiempo con esta explicación de las producciones de la naturaleza por medio de las causas finales. Es que, en efecto, en esta explicación no pretendemos juzgar la producción de la naturaleza más que conforme a nuestra facultad de juzgar, es decir, al juicio reflexivo, y no conforme a las cosas mismas, por el juicio determinante. Por lo demás no es necesario probar la posibilidad de semejante intellectus archetypus; basta mostrar que la consideración de nuestro entendimiento discursivo, que tiene necesidad de imágenes (intellectus typus) y de su naturaleza contingente, nos conduce a esta idea (de un intellectus archetypus), y que esta idea no encierra contradicción.

     Que si consideramos en su forma un todo material, como un producto de las partes o de las propiedades que estas tienen de unirse por sí mismas (y aun de agregarse a otras materias) nos representamos un modo mecánico de producciones. Mas entonces desaparece todo concepto de un todo concebido como fin, es decir, de un todo, cuya posibilidad interna supone una idea de este todo, de donde depende la naturaleza y la acción de las partes, de un todo, en fin, tal y como debemos representarnos los cuerpos organizados. Mas de aquí no se sigue, como hemos mostrado anteriormente, que la producción mecánica de un cuerpo semejante sea imposible, porque esto significaría que es imposible (es decir, contradictorio) a todo entendimiento representarse tal unidad en la relación de las partes, sin darle por causa productora la idea de esta misma unidad, es decir, sin admitir una producción intencional. Es, sin embargo, lo que sucedería, si tuviésemos el derecho de mirar los seres materiales como las cosas en sí. Porque entonces la unidad, que constituye el principio de la posibilidad de las formaciones de la naturaleza, sería simplemente la unidad del espacio, el cual no es un principio real de las producciones, aunque tenga con el principio real que buscamos alguna semejanza, puesto que en él ninguna parte puede ser determinada sin relación al todo (cuya representación sirve, por consiguiente, de principio a la posibilidad de las partes).

     Mas como es al menos posible considerar el mundo material como un simple fenómeno, y concebir algo, en tanto que cosa en sí (que no sea fenómeno) como un substratum al cual correspondiera una intuición intelectual (diferente de la nuestra), se podría concebir un principio supra-sensible, real, aunque inaccesible a nuestra inteligencia, de donde derivaría la naturaleza de que nosotros mismos formamos parte, de suerte que consideraríamos conforme a leyes mecánicas lo que en la naturaleza es necesario como objeto de los sentidos, pero también conforme a leyes teleológicas, considerándola como objeto de la razón, la concordancia y la unidad de las leyes particulares y de las formas que debemos mirar como contingentes (y aun el conjunto de la naturaleza en tanto que sistema), y la juzgaríamos también según dos especies de principios, sin destruir la explicación mecánica por la explicación teleológica, como si fuesen contradictorias.

     Se ve por esto, lo que era por otra parte fácil de suponer, pero que sería difícil de afirmar y de probar con certeza, que en las producciones de la naturaleza donde hallamos cierta finalidad, el principio mecánico puede subsistir sin duda al lado del principio teleológico, pero que sería imposible hacer este último enteramente inútil. Se puede, en efecto, en el estudio de una cosa que debemos juzgar como un fin de la naturaleza (en el estudio de un ser organizado), buscar todas las leyes, ya conocidas o todavía por descubrir, de la producción mecánica, y conseguirlo en este sentido; mas para explicar la posibilidad de una producción semejante, no se nos puede jamás dispensar de invocar un principio de producción enteramente diferente del principio mecánico, a saber, el de una causalidad determinada por fines, y no hay razón humana (una razón finita y semejante a la nuestra por la cualidad, por más superior que fuese en el grado) que pueda prometerse explicar la producción de un simple tallo de yerba por causas puramente mecánicas. En efecto; si el juicio necesita indispensablemente de la relación teleológica de las causas y los efectos, para explicar la posibilidad de semejante objeto, y aun para estudiarlo con el guía de la experiencia; si no se puede hallar para los objetos exteriores, considerados como fenómenos, un principio que se refiera a los fines, y si este principio, que reside también en la naturaleza, debe buscarse únicamente en su substratum supra-sensible que no nos es permitido penetrar, nos es absolutamente imposible explicar las relaciones de fines por principios llevados a la naturaleza misma, y nuestra humana facultad de conocer nos da una ley necesaria para buscar el supremo principio en un entendimiento originario como causa del mundo.

 

§ LXXVII  De la unión del principio del mecanismo universal de la materia con el principio teleológico en la técnica de la naturaleza

     Es de la mayor importancia para la razón no perder de vista el principio del mecanismo en la explicación de las producciones de la naturaleza, porque es imposible sin este principio adquirir el menor conocimiento de la naturaleza de las cosas. Aun cuando se nos concediera que un arquitecto supremo ha creado inmediatamente las formas de la naturaleza tal y como existen desde entonces, o que ha predeterminado aquellas que en el curso de la naturaleza se forman continuamente sobre el mismo modelo, nuestro conocimiento de la naturaleza no sería nada ilustrado, porque no conocemos la manera de obrar de este ser y sus ideas, que deben contener los principios de la posibilidad de las cosas de la naturaleza, y no podemos explicar la naturaleza por este ser, yendo, por decirlo así, de alto a bajo (a priori). Que si queremos, partiendo de las formas de los objetos de la experiencia y yendo así de abajo a arriba (a posteriori), invocar, para explicar la finalidad que creemos encontrar en ellos, una causa que obre conforme a fines, no daremos más que una explicación tantológica, y equivocaremos la razón con palabras, para no decir más, desde que nos dejamos extraviar por este género de explicación en lo trascendental a donde no puede seguirnos el conocimiento natural, que la razón cae en estas poéticas extravagancias que su principal deber es evitar.

     De otro lado, es una máxima igualmente necesaria de la razón no omitir el principio de los fines en el estudio de las producciones de la naturaleza, porque si este principio no nos hace comprender mejor el modo de existencia de estas producciones, es un principio de descubierta en la investigación de las leyes particulares de la naturaleza, para suponer que no se ha querido hacer ningún uso de él para explicar la naturaleza misma, y que se ha continuado sirviéndose de la expresión fines de la naturaleza, aunque la naturaleza revela manifiestamente una unidad intencional, es decir, aunque no se busque más allá de la naturaleza el principio de la posibilidad de sus fines. Mas como es necesario venir en definitiva a averiguar esta posibilidad, es también necesario concebir, para explicarla, una especie particular de causalidad que no se presenta en la naturaleza, como la mecánica de las causas naturales tiene la suya, puesto que la receptividad que muestra la materia para muchas formas, distintas de aquellas de las cuales ella es capaz en virtud de esta última, supone la espontaneidad de una causa (que por consiguiente no puede ser materia), sin la cual no se podría hallar el principio de estas formas. La razón, en verdad, antes de dar este paso, debe mostrar mucha prudencia, y no pretender explicar como teleológica toda técnica de la naturaleza; hablo de cierto poder que tiene la naturaleza de producir figuras que muestran la finalidad para nuestra simple aprehensión (como los cuerpos regulares); es necesario que se limite siempre a mirarla como mecánicamente posible. Mas querer además excluir absolutamente el principio teleológico y allí dónde la razón, buscando la posibilidad de las formas de la naturaleza, halla una posibilidad que se muestra manifiestamente ligada a otra especie de causalidad, pretender seguir siempre el simple mecanismo, sería llevar la razón a divagaciones tan quiméricas sobre las impenetrables potencias de la naturaleza, como aquellas que pudiesen entrañar una explicación puramente teleológica y no teniendo en cuenta el mecanismo de la naturaleza.

     En una sola y misma cosa no se pueden admitir juntamente los dos principios, explicando el uno por el otro (deduciendo el uno del otro), es decir, que no se pueden asociar como principios dogmáticos y constitutivos del conocimiento de la naturaleza para el juicio determinante. Si por ejemplo, yo digo que un gusano debe considerarse como una producción del simple mecanismo de la materia (un resultado de esta nueva formación que se produce por sí misma, cuando los elementos de la materia han sido puestos en libertad por la corrupción), no podemos derivar entonces esta producción de la misma materia como de una causalidad que obra conforme a fines. Recíprocamente, si miramos esta producción como un fin de la naturaleza, no podemos invocar un modo mecánico de explicación, y tomar este por un principio constitutivo en el juicio que debemos formar sobre la posibilidad de esta producción, de modo que se asocien los dos principios. En efecto, un modo de explicación excluye el otro, aun cuando objetivamente estos dos principios descansaran sobre uno solo, en el cual no pensaríamos. El principio que debe hacer posible la unión de los dos en nuestro juicio sobre la naturaleza, debe colocarse en algo que resida fuera de ellos (por consiguiente también fuera de toda representación empírica posible de la naturaleza), pero que sea su fundamento, es decir, en lo supra-sensible, y a esto es a lo que se debe reducir los dos modos de explicación. Luego como no podemos obtener nada relativamente a lo supra-sensible más que el concepto indeterminado de un principio que permite juzgar la naturaleza, conforme a leyes empíricas, y como por otra parte no podemos determinarlo de antemano por ningún predicado, se sigue que la unión de los dos principios no puede descansar sobre otro que contenga la explicación de la posibilidad de una producción por leyes dadas para el juicio determinante, sino solamente sobre un principio que contenga la exposición para el juicio reflexivo. En efecto, explicar significa derivar de un principio que se debe, por consiguiente, poder conocer y mostrar claramente. Luego si se considera una sola y misma producción, el principio del mecanismo y el de la técnica de la naturaleza, deben, en verdad, unirse en un solo principio superior, su origen común; de otro modo no podrían subsistir el uno al lado del otra en la consideración de la naturaleza. Mas si este principio, que es objetivamente común a los dos, y que por consiguiente permite conciliar las máximas que dependen de ellos, en la investigación de la naturaleza, si este principio es tal que se puede muy bien indicar, pero no conocer de una manera determinada y mostrarlo bien claramente para que se pueda hacer uso de él en todos los casos dados, es imposible sacar ninguna explicación de tal principio, es decir, derivar de él de una manera clara y determinada la posibilidad de una producción de la naturaleza por medio de estos dos principios heterogéneos. Luego el principio común de donde derivan, de una parte el principio mecánico y de la otra el principio teleológico, es lo supra-sensible, que debemos colocar bajo la naturaleza considerada como fenómeno. Mas es imposible tener bajo el punto de vista teórico el menor concepto determinado y afirmativo. No podemos, pues, explicar en manera alguna cómo en virtud de este principio, la naturaleza (considerada en sus leyes particulares), constituye para nosotros un sistema, que podemos mirar como posible, tanto por el principio de las causas físicas como por el de las causas finales; pero solamente cuando hallamos en la naturaleza de los objetos, cuya posibilidad no podemos concebir a favor del principio del mecanismo (que reivindica siempre las cosas de la naturaleza), y sin apoyarnos sobre principios teleológicos, creemos poder estudiar con confianza las leyes de la naturaleza conforme a estos dos principios (cuando nuestro entendimiento ha reconocido la posibilidad de sus producciones por uno u otro principio), y no nos dejamos llevar por la aparente contradicción de los principios de nuestro juicio sobre estos objetos, porque es cierto que pueden unirse al menos objetivamente en un solo principio (pues que se forman sobre fenómenos que suponen un principio supra-sensible).

     Aunque el principio del mecanismo y el de la técnica teleológica (intencional) de la naturaleza relativamente a la misma producción y a su posibilidad pudiesen subordinarse a un principio común de la naturaleza, considerada en sus leyes particulares, sin embargo, siendo transcendente este principio, los límites de nuestro entendimiento no nos permiten conciliar los dos principios en la explicación de la misma producción de la naturaleza, aun cuando no podamos concebir la posibilidad interior de esta producción más que por medio de una causalidad que obre conforme a fines (como sucede para las materias organizadas). Debemos siempre llegar a esta máxima del juicio teleológico, que conforme a la naturaleza del entendimiento humano, no podemos admitir otra causa para explicar la posibilidad de los seres organizados que una causa que obra según fines, y que el simple mecanismo de la naturaleza no nos da aquí una explicación suficiente, sin querer decidir nada por esto relativamente a la posibilidad de las cosas mismas.

     Pero como este principio no es más que una máxima del juicio reflexivo y no del juicio determinante, y como, por consiguiente, no tiene para nosotros más que un valor subjetivo y no un valor objetivo, relativamente a la posibilidad misma de esta especie de cosas (en la cual los dos modos de producción podrían muy bien concertarse en un sólo y mismo principio), como además, si a este modo de producción que se mira como teleológico, no se juntara algún concepto de un mecanismo de la naturaleza que debe hallarse también en él, no se podría juzgar esta producción como una producción de la naturaleza, esta máxima implica al mismo tiempo la necesidad de una unión de los dos principios en el juicio por el cual concebimos las cosas como fines de la naturaleza en sí, pero sin tener por objeto sustituir enteramente o en parte el uno al otro. En efecto, a lo que no se concibe (al menos por nosotros) como posible más que por un fin, no se puede sustituir el mecanismo, y a lo que es reconocido como necesario en virtud del mecanismo, no se puede sustituir una contingencia que necesitaría de un fin como razón determinante, sino que se debe solamente subordinar uno de estos principios (el mecanismo) al otro (el de la técnica intencional), lo que puede hacerse en virtud del principio transcendental de la finalidad de la naturaleza.

     En efecto; allí donde se conciben fines como principios de la posibilidad de ciertas cosas, es necesario también admitir medios, cuya ley de acción no necesita por sí misma de nada que suponga un fin, y puede, por consiguiente, ser mecánica, estando en un todo subordinada a efectos intencionales.

     Es por lo que, cuando consideramos las producciones organizadas de la naturaleza, y principalmente cuando, observando el número infinito de estas producciones, admitimos (al menos como una hipótesis permitida) algo intencional en la relación de las causas naturales, que obran según leyes particulares, y de las que formamos el principio universal del juicio reflexivo, aplicado al conjunto de la naturaleza (al mundo), concebimos una grande y aun universal combinación de las leyes mecánicas con las leyes teleológicas, sin confundir los principios en cuya virtud juzgamos estas producciones, y sin sustituir el uno al otro. Porque en un juicio teleológico, si la forma que recibe una materia no puede juzgarse posible más que por medio de un fin, esta materia, considerada en su naturaleza conforme a leyes mecánicas, puede subordinarse como medio a este fin propuesto. Mas como el principio de esta unión reside en algo que no es ni el mecanismo, ni la relación de los fines, sino el substratum supra-sensible de la naturaleza, del que nada conocemos, nuestra humana razón no puede reunir juntamente las dos maneras de representarse la posibilidad de estos objetos, y no podemos juzgarlos, fundados sobre un entendimiento supremo más que por medio de la relación de las causas finales, lo que, por consiguiente, no quita nada al modo de explicación teleológica.

     Luego como es cosa completamente indeterminada, y aun siempre indeterminable para nuestra razón, hasta qué punto el mecanismo de la naturaleza obra como medio para cada fin de la misma, y como el principio inteligible, al cual hemos referido la posibilidad de una naturaleza en general, nos permite admitir que esto es enteramente posible por un acuerdo universal de las dos especies de leyes (las leyes físicas y las de las causas finales), aunque no podamos concebir el cómo de este acuerdo, no sabemos mejor hasta dónde se extiende el modo de explicación mecánico para nosotros; sino que solamente es cierto que, lejos de que pudiésemos marchar por este camino, él debe ser siempre insuficiente para las cosas que una vez hemos reconocido como fines de la naturaleza, y que así, conforme a la constitución de nuestro entendimiento, debemos subordinar todos estos principios juntamente a un principio teleológico.

     De aquí el derecho, y también, a causa de la importancia del estudio mecánico de la naturaleza para la razón teórica, el deber de explicar mecánicamente, en tanto que esté en nosotros (y es imposible aquí trazar límites), todas las producciones y todos los hechos naturales, aun las cosas que revelan la mayor finalidad; mas también lo es no perder jamás de vista que las cosas que no podemos someter a la investigación de la razón más que bajo el concepto de fines, deben ser conformes a la naturaleza esencial de nuestra razón, sometidas en definitiva, a pesar de las causas mecánicas, a una causalidad que obra conforme a fines.

 

Apéndice

Metodología del juicio teleológico

 

§ LXXVIII  La teleología debe ser tratada como una parte de la física

     Cada ciencia debe tener su lugar determinado en la enciclopedia de todas ellas. Si se trata de una ciencia filosófica, su lugar debe señalarse en la parte teórica o en la parte práctica de la filosofía; y si entra en la primera, debe tener su puesto, o bien en la física, si estudia algo que pueda ser un objeto de experiencia (por consiguiente, o en la física propiamente dicha, o en la psicología, o en la cosmología general), o bien en la teología (ciencia de la causa primera del mundo, considerada como el conjunto de todos los objetos de experiencia).

     Pero se pregunta en dónde tiene su puesto la teleología; ¿es en la física o en la teología? Es necesario que sea en la una o en la otra, porque no existe ciencia intermedia entre estas que pueda establecer el tránsito de la una a la otra, pues que este tránsito no indica más que una organización del sistema y no un puesto en el mismo.

     Es evidente que no es una parte de la teología, aunque se pueda hacer de ella un uso muy importante. Porque tiene por objeto las producciones de la naturaleza y la causa de estas producciones; y aunque se dirige a un principio colocado fuera o más allá de la naturaleza (a una causa divina), no obra así por el juicio determinante, sino por el juicio reflexivo que quiere dirigir por esta idea como por un principio regulador, en el estudio de la naturaleza, conforme al entendimiento humano.

     No parece que pertenezca tampoco a la física, que necesita principios determinados, y no simplemente principios reflexivos, para dar las razones objetivas de los efectos naturales. También la teoría de la naturaleza, o la producción mecánica de sus fenómenos por sus causas eficientes, no gana nada con que se les considera conforme a la relación de los fines. La exposición de los fines de la naturaleza en sus producciones, en tanto que constituyen un sistema según conceptos teleológicos, no es propiamente más que una descripción de la naturaleza emprendida con la ayuda de un guía particular, y en donde la razón cumple una obra noble, instructiva y prácticamente útil bajo muchos respectos, más sin que aprendamos nada del origen y de la posibilidad interna de estas formas, lo que, sin embargo, es el objeto de la ciencia teórica de la naturaleza.

     La teleología como ciencia no pertenece, pues, a ninguna doctrina, sino solamente a la crítica, a la de una facultad particular de conocer que es el juicio. Mas en tanto que contiene principios a priori, puede y debe suministrar el método con el cual se debe juzgar la naturaleza según el principio de las causas finales, y así su metodología tiene al menos una influencia negativa sobre la marcha de la ciencia teórica de la naturaleza, y también sobre la relación que ésta pueda tener en la metafísica con la teología, como propedéntica de esta ciencia.

 

§ LXXIX  De la subordinación necesaria del principio del mecanismo al principio teleológico en la explicación de una cosa como fin de la naturaleza

     Nada limita el derecho que tenemos de buscar una explicación puramente mecánica de todas las producciones de la naturaleza; pero la facultad de contentarnos con este género de explicación no es solo muy limitada por la naturaleza de nuestro entendimiento, en tanto que considera las cosas como fines de la misma naturaleza; sino que lo es también muy claramente en el sentido de que conforme a un principio del juicio, el primer aspecto por sí solo no puede conducirnos en nada a la explicación de estas cosas, y que por consiguiente, debemos siempre subordinar a un principio teleológico nuestro juicio sobre esta clase de producciones.

     Por esto es por lo que es razonable y aun meritorio perseguir el mecanismo de la naturaleza para explicar sus producciones, tan lejos como se pueda llevar con verosimilitud, y si renunciamos a esta tentativa, no es que sea imposible en sí hallar en este camino la finalidad de la naturaleza, sino que esto es imposible para nosotros como hombres. Porque sería necesario para esto una intuición distinta de la intuición sensible, y un conocimiento determinado del substratum inteligible de la naturaleza, de donde se pudiera sacar el principio del mecanismo de los fenómenos de la naturaleza, considerada en sus leyes particulares, lo que excede en mucho el alcance de nuestras facultades.

     Es necesario, pues, que el observador de la naturaleza, so pena de trabajar en su puro daño, tome por principio en el estudio de las cosas, cuyo concepto es indudablemente un concepto de fines de la naturaleza (de seres organizados), alguna organización primitiva que emplee este mismo mecanismo para producir otras formas organizadas, o para desarrollar aquellas que contienen ya nuevas formas (que derivan siempre de este fin y le son conformes).

     Es bello el recorrer por medio de la anatomía comparada la gran creación de seres organizados con el fin de ver si en ellos no se encuentra algo parecido a un sistema, que derive de un principio generador, de suerte que no estemos obligados a atenernos a un simple principio del juicio (que nada nos enseña sobre la producción de estos seres), y renunciar sin esperanza a la pretensión de que penetre la naturaleza en este campo. El concierto de tantas especies de animales en un cierto esquema común, que no parece solamente servirles de principio en la estructura de sus huesos, sino también en la disposición de las demás partes, y esta admirable simplicidad de forma, que reduciendo ciertas partes y alargando otras, encubriendo éstas y desenvolviendo aquellas, ha podido producir tan gran variedad de especies, hacen nacer en nosotros la esperanza, muy débil por cierto, de poder llegar a algo con el principio del mecanismo de la naturaleza, sin el cual en general no puede haber ciencia de la naturaleza. Esta analogía de formas, que a pesar de su diversidad, parecen haber sido producidas conforme a un tipo común, fortifica la hipótesis de que dichas formas tienen una afinidad real y que salen de una madre común, y nos muestra cada especie acercándose gradualmente a otra, desde aquella dónde parece mejor establecido el principio de los fines, a saber, el hombre, hasta el pólipo, y desde el pólipo hasta los musgos y las algas, y por último, hasta el grado más inferior de la naturaleza que podemos conocer; hasta la materia bruta, de dónde parece derivar, conforme a leyes mecánicas (semejantes a las que ella sigue en sus cristalizaciones), toda esta técnica de la naturaleza, tan incomprensible para nosotros en los seres organizados, que nos creemos obligados a concebir otro principio.

     Es permitido al arqueólogo de la naturaleza servirse de vestigios todavía subsistentes de sus antiguas producciones, para buscar en todo el mecanismo que se conoce o que se supone, el principio de esta gran familia de seres creados (porque así es como debemos representárnosla, si esta pretendida afinidad general tiene algún fundamento). Se puede hacer salir del seno de la tierra, que ha salido del caos (como un gran animal), seres creados donde no se encuentra todavía más que un poco de finalidad, pero que producen otros a su vez, mejor apropiados al lugar de su nacimiento y a sus relaciones recíprocas, hasta el momento en que esta matriz se osifica y limita sus partes a especies que no deben degenerar más, y donde subsiste la variedad de aquellas que ha producido, como si este poder creador y fecundo fuera, por último, satisfecho. Mas es necesario, siempre en definitiva, atribuir a esta madre universal una organización que tenga por objeto todos estos seres creados; de lo contrario sería imposible concebir la posibilidad de las producciones del reino animal y del reino vegetal. Hay, pues, que retrotraer la explicación, y no se puede pretender que se hayan producido estos dos reinos independientemente de la condición de las causas finales.

     Los mismos cambios, a que se hallan sometidos, sin influencia de causas contingentes, ciertos seres organizados, cuyo carácter así modificado viene a ser hereditario y pasa así en el principio generador; estos cambios no pueden casi ser modificados más que como el desenvolvimiento, ocasionalmente producido, de una disposición originariamente contenida en la especie y destinada a conservarla; porque admitir en un ser organizado, como una condición de la perpetuidad de su finalidad interior, la facultad de producir seres de la misma especie, es empeñarse en no admitir nada en el principio generador que no entre en este sistema de fines, y que no pertenezca a una disposición primitiva no desenvuelta. Desde que nos descartamos de este principio, no se puede saber con certeza si muchas partes de la forma que se halla actualmente en una especie, han tenido un origen accidental o independiente de todo fin; y este principio de la teleología, que en un ser organizado nada de lo que se conserva en la propagación debe juzgarse inútil, vendría a ser por esto incierto en su aplicación, y no tendría valor más que para la matriz (que nosotros no conocemos).

     Hume objeta a los que se creen obligados a admitir, para todos estos fines de la naturaleza, un principio teleológico del juicio, es decir, un entendimiento arquitectónico, que con razón se les podría preguntar, cómo es posible tal entendimiento, es decir, cómo pueden hallarse así reunidas en un ser las diversas facultades y propiedades que constituyen la posibilidad de un entendimiento, capaz también de ejecutar lo que ha concebido. Mas esta objeción no tiene valor; porque la dificultad de concebir la primera producción de una cosa que encierra fines en sí misma, y que no se puede concebir más que por medio de estos fines, descansa por completo sobre la cuestión de saber, cuál es en esta producción el principio de la unidad del enlace de sus elementos diversos y exteriores los (para nuestra razón) resolverla, si no nos representamos este principio de las cosas como una sustancia simple, el atributo de esta sustancia sobre la cual se funda la cualidad específica de las formas de la naturaleza, a saber la unidad de fines, como una inteligencia, y por último la relación de estas formas con esta inteligencia (a causa de la contingencia que concebimos en todo lo que no podemos representarnos más que como fines) como una relación de causalidad.

 

§ LXXX  De la unión del mecanismo al principio teleológico en la explicación de un fin de la naturaleza en tanto que producción de la misma

     Hemos visto en el párrafo anterior que el mecanismo de la naturaleza no basta para hacernos concebir la posibilidad de un ser organizado, sino que debe ser (al menos según nuestra facultad de conocer) subordinado originariamente a una causa intencional; del mismo modo el principio teleológico no basta para hacernos considerar y juzgar este ser como una producción de la naturaleza, si no agregamos a este principio el del mecanismo, como instrumento de una causa intencional, a cuyos fines la naturaleza se halla subordinada en sus leyes mecánicas. Nuestra razón no comprende la posibilidad de esta unión de las dos especies de causalidad completamente diferentes, es decir, la unión de la causalidad de la naturaleza, considerada en sus leyes generales, con una idea que las restringe a una forma particular cuyo principio no contienen ellas por sí mismas. Esta posibilidad reside en el substratum supra-sensible de la naturaleza, del cual nada podemos determinar afirmativamente, sino que es el ser en sí, del cual no conocemos más que la apariencia. Mas este principio de que todo lo consideramos como perteneciente a la naturaleza (phoenomenon) y como su producto debe concebirse también como ligado a la naturaleza por leyes mecánicas, este principio no conserva al menos toda su fuerza, puesto que sin esta especie de causalidad, los casos organizados que concebimos como fines de la naturaleza, no serían producciones.

     Luego, cuando se da a la producción de estos seres un principio teleológico (y ¿cómo puede ser de otro modo?), se puede admitir para explicar la causa de su finalidad interior, el ocasionalismo o el prestabilismo. En la primera hipótesis, la causa suprema del mundo produciría inmediatamente el ser organizado, conforme a su idea, con ocasión de cada perfección material; en la segunda, habría puesto en las producciones primitivas de su sabiduría estas disposiciones que hacen que un ser organizado produzca su semejante, que la especie se conserve siempre, y que la naturaleza esté continuamente ocupada en reparar la pérdida de los individuos, al mismo tiempo que trabaja en su destrucción. Si se admite el ocasionalismo para explicar la producción de los seres organizados, se destruye con esto toda la naturaleza, y con ella todo uso de la razón en el juicio de la posibilidad de esta especie de producciones. No se puede, pues, suponer que este sistema pueda aceptarse por ninguno de los que un cultivan la filosofía.

     En cuanto al prestabilismo, se puede entender de dos maneras. En efecto, se puede considerar cada ser organizado, engendrado por su semejante, o como la deducción, o como la producción del primero. El primer sistema es el de la preformación individual, o si se quiere, la teoría de la evolución; el segundo, es el sistema de la epigénesis. Este último puede llamarse todavía el de la prefomación genérica, porque en él se considera el poder productor de los seres que engendran, y por consiguiente su forma específica, como virtualmente preformados, conforme a las disposiciones interiores, formando parte de la especie misma. Conforme a esto, la teoría opuesta de la preformación individual, debería llamarse con más propiedad teoría de la involución.

     Los partidarios de la teoría de la evolución, que quitan todos los individuos a la potencia creadora de la naturaleza para hacerlos inmediatamente salir de la mano del creador, no se atreven hasta recurrir aquí a la hipótesis del ocasionalismo que no vería en su perfeccionamiento más que una simple formalidad, a propósito de la cual una causa suprema o inteligente del mundo habría resuelto formar inmediatamente un fruto, no dejando a la madre más que el cuidado de desarrollarlo y nutrirlo. Se han declarado por la preformación, como si desde que se explican estas formas de una manera sobrenatural, no hubiera también sabiduría para hacerlas aparecer en el curso del mundo más que desde el principio. Al contrario, el ocasionalismo, excusaría un gran número de disposiciones sobrenaturales, necesarias para salvar las fuerzas destructivas de la naturaleza, y conservar intacto hasta el momento de su desarrollo el embrión formado al principio del mundo, y una cantidad de seres de este modo preformados, infinitamente más considerable que la de los seres destinados a ser un día desenvueltos, y al mismo tiempo otras tantas creaciones, vendrían a ser de este modo inútiles y sin objeto. Mas quisieron dejar al menos algo a la naturaleza para no caer en completa superfísica, en donde se pasa de toda explicación natural. Es cierto que se han mostrado todavía tan firmemente adheridos a su superfísica, que han hallado, a un en los monstruos (que es imposible tomar por fines de la naturaleza), una admirable finalidad, aunque no les reconozcan otro objeto que el de sorprender al anatomista por este espectáculo de una finalidad irregular o inspirarle un triste asombro. Mas no han podido acomodar la producción de los bastardos con el sistema de la preformación, y les ha sido indispensable atribuir a la esperma de los seres masculinos, al que no han concedido por otra parte más que la propiedad mecánica de suministrar al embrión su primer alimento, una virtud creadora que no han querido, sin embargo, relativamente al producto del perfeccionamiento de los seres de la misma especie, atribuir a ninguno de los dos.

     Al contrario, aun cuando los partidarios de la, epigénesis no tuvieran sobre los anteriores la ventaja de poder invocar la experiencia en favor de su teoría, la razón se pronunciaría todavía por ellos, porque atribuyen a la naturaleza, en las cosas en que no se puede concebir la posibilidad originaria más que por medio de la causalidad de los fines, cierto poder creador en cuanto a la propagación al menos, y no solamente un poder de desarrollo, y de este modo, sirviéndose lo menos posible del sobrenatural, abandonan a la naturaleza todo lo que sigue al primer principio, sin determinar nada sobre este primer principio contra el cual choca la física, cualquiera que sea el encadenamiento de causas que esta quiera ensayar.

     Nadie ha hecho más que M. Blumenbach, tanto para probar esta teoría de la epigénesis, como para establecer los verdaderos principios y prevenir el abuso. Ha colocado en la materia organizada el punto de partida de toda explicación física de las formaciones de que se ocupa. Porque, que la materia bruta se haya originariamente formado por sí misma según leyes mecánicas, que la vida haya podido salir de la naturaleza muerta, y que la materia haya podido tomar espontáneamente la forma de una finalidad que se conserve por sí misma, es lo que se mira justamente como absurdo; pero al mismo tiempo, bajo este principio impenetrable de una organización primitiva, se deja al mecanismo de la naturaleza una parte que no se puede determinar, porque tampoco se puede menospreciar, y es por lo que se llama tendencia a la formación, el poder de la materia en un cuerpo organizado (para distinguirlo, del poder creador, mecánico que ella posee generalmente, y que da a la primera su dirección y su aplicación).

 

§ LXXXI  Del sistema teleológico en las relaciones exteriores de los seres organizados

     Yo entiendo por finalidad exterior aquella en que una cosa de la naturaleza se halla con otra en la relación de medio o fin. Por lo que las cosas que no tienen ninguna finalidad interior o cuya posibilidad no supone ninguna, por ejemplo, la tierra, el aire, el agua, etc., tienen, sin embargo, una finalidad exterior, es decir, relativa a otros seres; mas es necesario que estos últimos, sean seres organizados, es decir, fines de la naturaleza, porque si no, los primeros no podrían considerarse como medios. Así no se puede considerar el agua, el aire y la tierra, como medios relativamente a la formación de las montañas, porque no hay nada en las montabas que exija que se explique su posibilidad por medio de fines, y no se puede representar la causa bajo el predicado de un medio (sirviendo a estos fines).

     El concepto de la finalidad exterior es muy diferente del de la finalidad interior; nosotros enlazamos esta a la posibilidad de un objeto, sin considerar si la existencia misma de este objeto es o no un fin. Se puede preguntar además por qué tal ser organizado existe, mientras que no se presenta ciertamente la misma cuestión respecto al motivo de las cosas en las cuales no se reconoce más que el efecto del mecanismo de la naturaleza. Es que nos representamos ya, para explicar la posibilidad de los seres organizados, una causalidad determinada por fines, una inteligencia creadora, y referimos este poder activo a su principio de determinación, es decir, a su fin. Luego no hay más que una finalidad exterior que tenga conexión con la finalidad interior de la organización, y que contenga la relación exterior de medio a fin, sin que haya necesidad de preguntar en qué objeto deberían existir los seres así organizados. Es la organización de los dos sexos en las relaciones que existen entre ellos para la propagación de su especie; porque aquí se puede siempre preguntar, cómo un individuo, por qué una pareja semejante debe existir. La respuesta es que no constituye un todo organizante, sino un todo organizado, en un solo cuerpo.

     Mas si se pregunta por qué, existe una cosa, la respuesta es, o bien que su existencia y su producción no tienen ninguna relación con ninguna causa intencional, y entonces se refiere siempre el origen de esta cosa al mecanismo de la naturaleza, o bien que tienen (como existencia y producción de una cosa contingente de la naturaleza) un principio intencional, y es difícil separar este pensamiento del concepto de un ser organizado; porque como estamos obligados a explicar la posibilidad interior de semejante ser por una causalidad de causas finales y por la idea que la determina, no podemos también concebir la existencia de esta producción más que como un fin. En efecto, se llama fin el efecto representado, cuya representación es al mismo tiempo el principio que determina la causa inteligente y eficiente para producirle. En este caso se puede decir, o bien que el fin de la existencia de un ser semejante de la naturaleza está en sí mismo, es decir, que este ser no es solamente un fin, sino un objeto final, o bien que este objeto existe fuera de sí en otros seres de la naturaleza, es decir, que este ser no existe como objeto final, sino solamente como medio necesario.

     Mas si recorremos toda la naturaleza como tal no hallaremos en ella ser que pueda aspirar a rango de fin último de la creación; y aun se puede probar a priori que aquel que se pudiera dar por fin último a la naturaleza, adornándole de todas las cualidades y propiedades concebibles, no se debería nunca considerar como objeto final en tanto que cosa de la naturaleza.

     Cuando se considera el reino vegetal y se ve la inmensa fecundidad con la cual se derrama por casi todo el suelo, estamos tentados al pronto de tomarlo por un simple producto de este mecanismo que la naturaleza revela en sus formaciones del reino mineral. Mas un conocimiento más profundo de la sabiduría inefable de la organización de este reino no nos permite llegar a este pensamiento, pero suscita esta cuestión: ¿por qué existen estos seres? Sí se contesta que existen para el reino animal, que se alimenta de aquel y puede por este medio extenderse sobre la tierra en especies tan variadas, entonces se presenta esta nueva cuestión: ¿por qué, pues, existen estos animales que se alimentan de estas plantas? Quizá se conteste que existen para los animales carnívoros, que no pueden alimentarse más que de seres vivientes. Por último, viene esta cuestión: ¿para qué existen estos animales así como los precedentes reinos de la naturaleza? Para el hombre, para los diversos usos que su inteligencia le muestra que debe hacer de todos estos seres, y es acá en la tierra el fin último de la creación, puesto que es el solo ser que puede formarse por medio de su razón un concepto de fin, y ver en un conjunto de cosas formadas según fines un sistema de estos.

     Todavía se podría con el caballero Linneo seguir la vía opuesta en apariencia, y decir que los animales herbívoros existen para moderar la vegetación lujuriosa de las plantas, que podría ahogar muchas especies; los animales carnívoros para poner límites a la voracidad de los primeros, y últimamente, el hombre para establecer, persiguiendo estos últimos y disminuyendo su número, cierto equilibrio entre los poderes creadores y los poderes destructores de la naturaleza. Y así el hombre, tan digno como pueda ser bajo cierta relación de ser considerado como un fin, no tendría, sin embargo, bajo otro respecto, más que el rango de medio.

     Si se admite en principio una finalidad objetiva en la variedad de especies terrestres y en las relaciones exteriores de estas especies entre sí, en tanto que cosas trazadas conforme a fines, es conforme a la razón concebir cierta organización en estas relaciones, y un sistema de todos los reinos de la naturaleza fundado sobre causas finales. Mas aquí la experiencia parece contradecir altamente la máxima de la razón, principalmente en lo que concierne al fin último de la naturaleza, fin que sin embargo es necesario para la posibilidad de semejante sistema y que no podemos colocar, además, más que en el hombre. Porque al considerar al hombre como una de las numerosas especies del reino animal, la naturaleza no ha hecho la menor excepción en su favor en la acción de las fuerzas destructoras como de las productoras, sino que lo ha sometido todo objeto alguno a su mecanismo.

     Lo primero que debiera haberse establecido expresamente sobre la tierra en un orden en que las cosas de la naturaleza formasen un todo constituido conforme a fines, es su habitación, el suelo y el elemento sobre el cual o en el cual debe desenvolverse. Pero un conocimiento más exacto de la naturaleza de las cosas que llenasen esta condición de toda producción de seres organizados, no revelaría más que causas que obran del todo ciegamente, y más bien todavía causas destructoras, que causas favorables a esta producción, a un orden y a fines.

     La tierra y el mar no contienen solamente monumentos de antiguas revoluciones que los trastornaron, a ellos y a todos los seres que encerraban, sino toda su estructura; las cuevas de la una y los límites del otro hacen por completo ser el aire el producto de las fuerzas salvajes y omnipotentes de una naturaleza que trabaja en el seno del caos. Por bien ordenadas que nos parezcan sin embargo la figura, la estructura y la inclinación de las tierras para recibir las aguas del cielo, para las fuentes que brotan a través de subterráneos de diversas especies (que sirven por sí mismas para diversas producciones), y para el curso de los torrentes, un examen más detenido de estas cosas prueba que no son más que los efectos de erupciones volcánicas y de inundaciones, o aun de desbordamientos del Océano, y así se explican la primera producción de esta figura de la tierra, y principalmente su transformación sucesiva, como la desaparición de sus primeras producciones orgánicas. Luego si la habitación de todos los seres organizados, si el suelo de la tierra o el seno del mar, no nos muestran más que un mecanismo completamente ciego, ¿cómo y con qué derecho podemos reclamar y afirmar otro origen para estas otras producciones? Aunque el hombre, como parece probarlo (según Camper) el examen detenido de los restos de estas devastaciones de la naturaleza, no se hallase comprendido en estas revoluciones, depende de tal modo de los demás seres terrestres, que sería imposible admitir para todos estos seres un mecanismo general de la naturaleza, sin comprender a aquél también en él, aunque su inteligencia (en gran parte al menos) le haya podido salvar de estas devastaciones.

     Mas este argumento parece exceder el fin que nos proponemos, probando, no solamente que el hombre no puede ser el último fin de la naturaleza, y que por la misma razón la agregación de las cosas organizadas de ésta no puede constituir un sistema de fines, sino aunque estas producciones, que se han mirado hasta aquí como fines de la naturaleza, no tienen otro origen que el mecanismo de la misma.

     Pero, conforme a la solución que anteriormente hemos dado de la antinomia de los principios del modo mecánico y del modo teleológico de la producción de los seres organizados, estos principios tienen su origen en el juicio reflexivo aplicado a las formas que produce la naturaleza, conforme a sus leyes particulares (cuyo sistema no podemos penetrar), es decir que no determinan el origen de estas cosas en sí, sino que significan solamente que, conforme a la naturaleza de nuestro entendimiento y de nuestra razón, no podemos concebir esta especie de seres más que por medio de causas finales; por consiguiente, nuestra razón no solamente nos autoriza, sino que nos empeña a intentar por medio de los mayores esfuerzos, y con el mayor atrevimiento, y el explicarlos mecánicamente aunque nos creamos incapaces de obtenerlos a causa de la naturaleza particular y los límites de nuestro entendimiento (y no porque hubiese contradicción entre el principios del mecanismo y el de la finalidad); y por último, estos dos principios con cuya ayuda nos explicamos la posibilidad de la naturaleza, pueden conciliarse con el principio suprasensible de la misma (tanto fuera de nosotros como en nosotros), porque la explicación por medio de causas finales no es más que una condición subjetiva del uso de nuestra razón, cuando, no solamente tiene por objeto juzgar los objetos como fenómenos, sino referir estos fenómenos, así como sus principios, a su substratum suprasensible, para comprender la posibilidad de ciertas leyes, a las cuales refiere su unidad, y no puede representarse más que por medio de fines (y ella los halla en sí misma supra-sensibles.)

 

§ LXXXII  Del fin último de la naturaleza, considerado como sistema teleológico

     Hemos demostrado anteriormente que hallamos en los principios de la razón motivos suficientes, sino por el juicio determinante, al menos por el juicio reflexivo, para mirar al hombre, no solamente como un fin de la naturaleza, como todos los seres organizados, sino también como su fin último acá en la tierra, como el fin en relación al cual todas las demás cosas de la naturaleza constituyen un sistema de fines. Luego si es necesario buscar en el hombre mismo el fin que supone su relación con la naturaleza, o bien este fin será tal que la naturaleza pueda cumplirlo para su beneficio, o será la aptitud y habilidad que muestre para toda clase de fines, a los cuales pueda someterse la naturaleza (interior y exteriormente). El primer fin de la naturaleza sería la dicha, y el segundo, la cultura del hombre.

     El concepto de la dicha no es un concepto que el hombre pueda sacar de sus instintos y llevar en sí mismo en la animalidad, sino que es la simple idea de un estado que se quiere hacer adecuado a esta idea, bajo condiciones puramente empíricas (lo que es imposible). Se forma, pues, esta idea por sí mismo de tan diversos modos con la ayuda de su entendimiento unido a su imaginación y a sus sentidos, y la cambia tan frecuentemente, que si la naturaleza estuviese sometida a su voluntad, no podría concertarse con este concepto que cambia y con los fines arbitrarios de cada uno, y quedar al mismo tiempo sometida a leyes determinadas, fijas y universales. Mas aun cuando quisiéramos, o bien reducir este concepto a las verdaderas necesidades de nuestra naturaleza, a aquellas en que nuestra especie se muestra enteramente de acuerdo consigo misma, o bien hacernos tan hábiles como posible fuera para procurarnos todas las cosas que podemos imaginarnos y proponernos, no alcanzaríamos jamás lo que entendemos por dicha, que es, en efecto, el verdadero fin último de nuestra naturaleza (no hablo de la libertad). Es que nuestra naturaleza no se ha hecho para reducirse y contenerse en el goce y el placer. Por otra parte, tan no es que la naturaleza haya tratado al hombre con favor y le haya concedido mayor bienestar que a todos los animales, que en sus malos efectos, como la peste, el hambre, las inundaciones, el frío, la hostilidad de los demás animales grandes y pequeños, no le distingue de cualquier otro animal. Y además, la lucha de los pensamientos de su naturaleza le arroja en los tormentos que él mismo se forja, y por el espíritu de dominación, por la barbarie de las guerras y otras cosas de este género, agobia a sus semejantes de males y trabajos cuanto puede, para la ruina de su propia especie; de suerte, que, si la naturaleza tuviera por objeto la dicha de nuestra especie, aunque en el exterior fuese tan benéfica como posible fuera, no la alcanzaría acá en la tierra, puesto que nuestra naturaleza no es capaz de ello para nosotros. El hombre no es, pues, siempre, más que un eslabón en la cadena de los fines de la naturaleza; principio, ciertamente, en relación a ciertos fines, para los cuales parece haber sido destinado por la misma, colocándose por sí mismo como un fin, pero también medio para la conservación de la finalidad en el mecanismo de los demás miembros. El que sólo posee en la tierra la inteligencia, y por consiguiente, la facultad de proponerse fines a su arbitrio, es, en verdad, el señor de la naturaleza por su título; y si se considera ésta como un sistema teleológico, es, por su destino, el fin último de la misma, mas con la condición de saber y de querer dar a ella y a sí mismo un fin que se pueda bastar a sí propio independientemente, y, por consiguiente, ser un objeto final, y este objeto final no debe buscarse en la naturaleza.

     Luego para hallar dónde debe colocarse este último fin de la naturaleza, relativamente al hombre al menos, es necesario averiguar lo que puede hacer aquella para prepararlo a lo que debe hacer por si mismo para ser objeto final, y separar de él todos los fines cuya posibilidad descanse sobre condiciones que dependan de la naturaleza solamente, como la dicha terrestre, que no es otra cosa que el conjunto de todos los fines, a los cuales el hombre puede ser conducido por la naturaleza exterior y su propia naturaleza. Es la materia de todos sus fines sobre la tierra, y si se ha constituido como todo su fin, no puede ponerse de acuerdo con su destino, y hele aquí incapaz de dar un objeto final a su propia existencia. No queda, pues, más de todos los fines que el hombre puede proponerse en la naturaleza, que la condición formal, subjetiva, o la facultad de proponerse fines en general y (mostrándose independiente de la naturaleza en la determinación de sus fines) servirse de la misma como de un medio, conforme a las máximas de sus libres fines en general. Tal debe ser, en efecto, el círculo de la naturaleza, relativamente al objeto final que se halla colocado fuera de ella, y tal puede ser, por consiguiente, su último fin. La producción en un ser racional, de una facultad que le hace capaz de proponerse fines a su arbitrio, en general (por consiguiente, de la libertad), es lo que se llama la cultura. Es, pues, solo la cultura lo que debe mirarse como el último fin de la naturaleza, relativamente a la especie humana (y no nuestra dicha personal sobre la tierra, o solamente el privilegio que tenemos de ser el principal instrumento del orden y la armonía en la naturaleza irracional).

     Mas toda cultura no constituye este último fin de la naturaleza. La de la habilidad, es sin duda la principal condición subjetiva de nuestra aptitud para perseguir fines en general, pero no basta para constituir la libertad en la determinación y elección de nuestros fines, la cual, sin embargo, forma parte esencial de la facultad que tenemos de proponérnoslos. La última condición de esta aptitud, podría llamarse la cultura de la disciplina; es negativa, y consiste en despojar a la voluntad del despotismo de las pasiones, que relacionándonos con ciertas cosas de la naturaleza, nos hacen incapaces de elegir por nosotros mismos, porque nosotros nos formamos una cadena de inclinaciones que la naturaleza no nos ha dado más que para advertirnos que no se debe despreciar ni dañar el destino de la animalidad en nosotros, dejándonos completamente libres de retenerlos o dejarlos, de aumentarlos o disminuirlos, según lo que exijan los fines de la razón.

     La habilidad no puede ser bien desenvuelta en la especie humana más que por medio de la desigualdad entre los hombres, porque la mayor parte de estos están encargados de proveer, por decirlo así mecánicamente, y sin tener necesidad de ningún arte, a las necesidades de la vida, y mientras que aquellos a quienes proporcionan una vida cómoda y de ocio, se entregan a la parte menos importante de la ciencia y del arte, ellos viven en el sufrimiento, trabajando mucho y gozando poco, aunque insensiblemente se aprovechan de la cultura de la clase superior. Pero si por ambas partes crecen los males igualmente con los progresos de esta cultura (que vienen a parar en lujo, cuando la necesidad de lo superfluo empieza ya a dañar la de lo necesario), puesto que los unos se hallan con esto más oprimidos y los otros más insaciables, en todo caso la miseria brillante se halla ligada al desenvolvimiento de las disposiciones naturales de la especie humana, y el fin de la misma naturaleza, si no nuestro propio fin, se alcanza por este medio. La condición formal sin la cual la naturaleza no puede alcanzar este fin último, es una constitución de las relaciones de los hombres entre sí, que en un todo que se llama la sociedad civil, opone un poder legal al abuso de la libertad, porque sólo en una constitución semejante es como las disposiciones de la naturaleza pueden recibir su mayor desenvolvimiento. Además, suponiendo que los hombres fuesen bastante entendidos para hallar esta constitución y bastante prudentes para someterse voluntariamente a su fuerza, se necesitaría todavía un todo cosmopolita, es decir, un sistema de todos los Estados expuestos para unirse los unos con los otros. En ausencia de este sistema, y con los obstáculos que la ambición, el deseo de la dominación y la avaricia, principalmente entre los que tienen el poder, oponen a la realización de semejante idea, no se puede evitar la guerra (en la cual se ven ya los Estados dividirse o resolverse en muchos Estados pequeños, ya un Estado unirse a otros más pequeños y tender a formar un todo mayor); mas si la guerra es de parte de los hombres una empresa inconsiderada (nacida del desarreglo de sus pasiones), quizás oculte también un designio de la suprema sabiduría, si no el de establecer, al menos preparar la unión de la legalidad y la libertad de los Estados, y con estas la unidad de un sistema de todos ellos, establecida sobre un fundamento moral; y no obstante las terribles desgracias de que agobia al género humano, y las desdichas quizá mayores todavía que trae en tiempo de paz la necesidad de hallarse siempre dispuestos para ella, es un móvil que conduce a los hombres a impulsar al más alto grado todos los talentos (alejando siempre la esperanza del reposo y la dicha pública).

     En cuanto a la disciplina de las inclinaciones que hemos recibido de la naturaleza para llenar la parte animal de nuestro destino, pero que hacen muy difícil el desenvolvimiento de la humanidad, se halla en esta segunda condición de la cultura una feliz tendencia de la naturaleza hacia un perfeccionamiento que nos hace capaces de fines más elevados que los que puede suministrar la naturaleza. No se pueden evitar los males que se extienden sobre nosotros desenvolviendo una multitud de insaciables pasiones, el perfeccionamiento del gusto llevado hasta la idealización, el lujo en las ciencias, este alimento de la vanidad; pero no se puede desatender el objeto de la naturaleza, que tiende siempre a separarnos más de la rudeza y de la violencia de las inclinaciones (las inclinaciones al placer) que pertenecen en nosotros la animalidad y nos desvían de un más alto destino, a fin de dar lugar al desenvolvimiento de la humanidad. Las bellas artes y las ciencias, que hacen los hombres, si no moralmente mejores, al menos civilizados, y dándoles placeres que todos pueden participar y comunicando, a la sociedad la urbanidad y la elegancia, disminuyen mucho la tiranía de las inclinaciones físicas, y con esto preparan al hombre al ejercicio del dominio absoluto de la razón, mientras que al mismo tiempo en parte los males de que nos aflige la naturaleza, en parte el intratable egoísmo de los hombres, someten o ensayan las fuerzas del alma, los acrecientan y afirman, y nos hacen sentir esta aptitud para fines superiores que está oculta en nosotros.

 

§ LXXXIII  Del objeto final de la existencia del mundo, es decir, de la creación misma

     El objeto final es aquel que no supone ningún otro como condición de su posibilidad.

     Si para explicar la finalidad de la naturaleza, no se admite otro principio que su mecanismo, no se puede preguntar por qué existen las cosas que hay en el mundo; porque en este sistema idealista no se trata más que de la posibilidad física de las cosas (que no se podrían concebir como fines sin disparatar), y sea que se atribuya esta forma de las cosas a la casualidad, sea que se atribuya a una pura necesidad, en los dos casos esta cuestión sería inútil. Mas si admitimos el enlace de los fines en el mundo como real y como suponiendo una especie particular de causalidad, a saber, la de una causa intencional, no podemos reducirnos a esta cuestión: ¿por qué ciertos seres del mundo (los seres organizados) tienen tal o cual forma, y se hallan en tales o cuales relaciones con los demás seres de la naturaleza? Desde que una vez se ha concebido un entendimiento como la causa de la posibilidad de esta formas, como las hallamos realmente en las cosas, es imposible no investigar el principio objetivo que ha podido determinar esta causa inteligente a producir un efecto de esta especie, y este principio es el objeto final por el que estas cosas existen.

     He dicho más arriba que el objeto final no era un objeto que la naturaleza basta a determinar y alcanzar, puesto que es incondicional. En efecto, nada hay en la naturaleza (considerada como cosa sensible), cuyo principio determinante no sea a su vez condicional, si se busca este principio en la naturaleza misma, y esto no es cierto solamente en la naturaleza exterior (material) sino también en la naturaleza interior (pensante), a no considerar en mí, bien entendido, más que lo que es naturaleza. Mas una cosa que debe ser necesariamente, en virtud de su naturaleza objetiva, el objeto final de una causa inteligente, debe ser tal, que en el orden de los fines no dependa de ninguna otra condición más que de su idea.

     Luego no hay más que una especie de seres en el mundo cuya causalidad sea teleológica, es decir, dirigida hacia los fines, y que al mismo tiempo se representen la ley, conforme a la cual han de determinarse aquellos, como incondicional e independiente de las condiciones de la naturaleza, como necesaria en sí. Esta especie de seres la constituye el hombre, mas el hombre considerado como fenómeno; es el solo ser de la naturaleza en quien podemos reconocer, como su carácter propio, una facultad supra-sensible (la libertad), y aun la ley y el objeto que esta facultad puede proponerse como fin supremo (el soberano bien en el mundo).

     Considerando el hombre (así como todo ser racional en el mundo) como ser moral, no se puede preguntar, por qué (quem in finem) existe. Su existencia tiene en sí misma un fin supremo, y se puede someter a ella toda la naturaleza, en tanto que se halla en él, a menos que no pueda ceder a la influencia de la naturaleza, sin despojarse de ella. Si, pues, todas las cosas del mundo, en tanto que seres condicionales, en cuanto a su existencia, exigen una causa suprema que obre conforme a fines, el hombre es el objeto final de la creación, de lo contrario, la cadena de los fines subordinados unos a otros, no tendría principio; y es solamente en el hombre, pero en el hombre considerado como sujeto de la moralidad, en quien se halla esta legislación incondicional, relativamente a los fines que le hacen sólo capaz de ser el objeto final, al cual toda la naturaleza debe hallarse teleológicamente subordinada.

 

§ LXXXIV  De la teología física

     La teología física es la tentativa, por la cual la razón, pretende deducir de los fines de la naturaleza (los cuales no pueden ser conocidos más que empíricamente) la causa suprema de la misma y los atributos de esta causa. La tentativa, por la cual la razón pretendiera el deducir del fin moral de los seres racionales de la naturaleza (fin que puede conocerse a priori) esta causa y sus atributos, constituiría la teología moral.

     La primera precede naturalmente a la segunda. Porque cuando queremos deducir teleológicamente de las cosas que hay en el mundo una causa del mismo, es necesario que la naturaleza nos haya presentado primero fines que nos conduzcan a buscar un fin último, y de este modo al principio de la causalidad de esta causa suprema.

     El principio teleológico nos permite y nos ordena someter la naturaleza a nuestra investigación, sin inquietarnos por el principio de esta finalidad que encontramos en ciertas producciones de aquella. Mas si de esto se quiere sacar un concepto, no se obtiene otra luz que esta simple máxima del juicio reflexivo, a saber: que aun cuando no hallásemos en la naturaleza más que una sola producción organizada, nos sería imposible, conforme a la constitución de nuestra facultad de conocer, el suponer otro principio que el de una causa inteligente de la naturaleza misma (sea de toda la naturaleza, sea solamente de esta producción). Luego este principio del juicio no nos hace dar un paso más en la explicación de las cosas y su origen, pero nos abre, sin embargo sobre la naturaleza una perspectiva que nos conducirá quizás a determinar mejor el concepto, tan estéril por otra parte, de un Ser supremo.

     Yo pretendo que la teleología física, tan lejos como se quiere llevar, no puede enseñarnos nada del objeto final de la creación, porque no toca esta cuestión. Puede muy bien justificar el concepto de una causa inteligente del mundo, si no se trata más que de un concepto puramente subjetivo o relativo a nuestra facultad de conocer, sobre la posibilidad de las cosas que podemos comprender por medio de ciertos fines, pero no determina bastante este concepto, ni bajo el punto de vista teórico, ni bajo el punto de vista práctico, y no llega al término de sus esfuerzos, que es el fundar una teología; sino que ella no es más que una teleología física. En efecto, ella no considera y no debe considerar la relación de los fines más que como condicional o dependiente de la naturaleza, y por consiguiente, no puede haber cuestión acerca del fin por el cual la naturaleza misma existe (cuyo principio debe buscarse fuera de ella), y sin embargo es sobre la idea determinada, de este fin sobre la que descansa el concepto determinado de la causa suprema o inteligente del mundo, y por consiguiente, la posibilidad de una teología.

     Cuál es la utilidad recíproca de una cosa en el mundo; en qué sirven a esta cosa los diversos elementos de ella; cómo estamos fundados para admitir que no hay nada inútil en el mundo, sino que todo es bueno para algo en la naturaleza, desde que se supone que ciertas cosas deben existir (como fines); todas estas cuestiones, en que nuestra facultad de pensar no halla en la razón otro principio, para explicar la posibilidad del objeto de sus juicios teleológicos necesarios, que el que consiste en subordinar el mecanismo de la naturaleza a la arquitectónica de una causa inteligente del mundo, las resuelve excelentemente el estudio teleológico del mundo con gran admiración nuestra. Mas como los datos, y por consiguiente los principios que sirven para determinar este concepto de una causa inteligente del mundo (como artista supremo son) puramente empíricos, no se pueden deducir otros atributos que los que la experiencia nos revela para los mismos efectos de esta causa. Luego la experiencia, no pudiendo jamás abrazar el sistema entero de la naturaleza, debe muchas veces (al menos en apariencia) contrariar este concepto y suministrar argumentos contradictorios; y si, por otra parte, estuviésemos en estado de abrazar empíricamente todo el sistema de la naturaleza, no podríamos nunca elevarnos por medio de la misma hasta el fin de su misma existencia, y por aquí, hasta el concepto determinado de la suprema inteligencia.

     Si se aminora la cuestión, cuya solución se busca en la teología física esta solución parece fácil. En efecto; si se rebaja el concepto de la Divinidad hasta concebirle como cualquiera ser inteligente, como un ser que puede indiferentemente ser o no único, que tiene muchos y muy grandes atributos, pero que no tiene los que exige en general una naturaleza con el fin más grande posible, o si no se tiene escrúpulos en llenar, en una teoría por medio de adiciones arbitrarias, los vacíos que han dejado los argumentos, y que allí donde no hay el derecho de reconocer más que mucha perfección (y ¿qué es lo mucho para nosotros?), nos creemos autorizados para suponer toda la perfección posible, entonces la teleología física puede aspirar al honor de fundar una teología. Mas si se nos pide el que mostremos lo que nos obliga y nos autoriza a hacer estas adiciones, buscaremos en vano nuestra justificación en los principios del uso teórico de la razón, porque exigen absolutamente que al explicar un objeto de la experiencia, no se le atribuyan más cualidades que las que se hallen como datos empíricos de su posibilidad. Un examen más detenido nos mostraría que no existe en nosotros a priori una idea de un Ser supremo que descanse sobre un procedimiento distinto de la razón (el procedimiento práctico), y que nos lleve a completar y elevar al rango de un concepto de la Divinidad la representación imperfecta que nos da del principio de los fines de la naturaleza la teleología física, y entonces no caeríamos más en el error de creer que hemos obtenido esta idea, y con ella la teología, y todavía menos, que con esto hemos probado la realidad por medio del uso teórico de la razón, aplicado al conocimiento físico del mundo.

     No se debe hacer tan gran reproche a los antiguos por haber concebido dioses muy diferentes entre sí por sus atributos y por sus designios, y haberlos encerrado todos en los límites de nuestra condición, sin siquiera exceptuar el primero de ellos. En efecto; al considerar la disposición y la marcha de las cosas de la naturaleza, se creerían suficientemente autorizados para admitir como causa de la naturaleza algo más que un puro mecanismo, y a sospechar, tras de las causas mecánicas de este mundo, designios de ciertas causas superiores, que no podían concebir más que como sobre humanas. Mas como veían que en el mundo, a los ojos de los hombres al menos, el mal se halla mezclado con el bien, el desorden con la armonía, y que no podían permitirse el invocar en favor de la idea arbitraria de una causa única y soberanamente perfecta, fines sagrados y benéficos cuya prueba no encontraban, casi no podían formar otro juicio sobre la causa suprema del mundo, y seguían en esto con mucha consecuencia, las máximas del uso teórico de la razón. Otros queriendo ser teólogos, porque eran físicos, pensaron que satisfacerían a la razón, proponiendo, para llenar la condición que esta exige, a saber, la absoluta unidad del principio de la naturaleza de las cosas, la idea de un ser o de una sustancia única, de la cual todas las cosas en conjunto no fueran más que determinaciones. Según estos, este ser no sería la causa del mundo por su inteligencia, sino que contendría, en tanto que sustancia, toda la inteligencia de los seres del mundo. Por consiguiente, nada produciría según fines, sino todas las cosas, en virtud de la unidad de la sustancia de que ellas serían puras modificaciones, deberían necesariamente concertarse entre sí en esta sustancia, aunque en ella no hubiese ni fin ni designio. Así es que introdujeron el idealismo de las causas finales: en lugar de esta unidad, tan difícil de explicar, de multitud de sustancias ligadas entre sí, conforme a fines y dependientes de la causalidad de una sustancia, admitieron una simple inherencia en una sustancia. Este sistema, que muy pronto considerado respecto de los seres del mundo inherentes a esta sustancia, vino a constituir el panteísmo, y (más tarde) respecto de la materia única, el spinosismo, destruía, más bien que resolverla, la cuestión del primer principio de la finalidad de la naturaleza, no viendo en este último concepto, al que quitaba toda su realidad, más que una falsa interpretación del concepto ontológico universal de un ser en general.

     Si, pues, nos limitamos a los principios teóricos de la razón (sobre los cuales solo se apoya la teología física), no llegaremos nunca a un concepto de la Divinidad, que baste para todas las cuestiones teleológicas que suscite la naturaleza. O bien, en efecto, tomaremos toda teleología por una pura ilusión de nuestra facultad de juzgar en los juicios que forma sobre la relación causal de las cosas, y nos limitarernos al principio del puro mecanismo de la naturaleza, explicando por medio de la unidad de la sustancia, cuya naturaleza no es más que la manifestación variada, esta apariencia de finalidad universal que en ella hallamos. O bien, si no nos contentamos con este idealismo de causas finales, y queremos dejar relacionados con el realismo de esta especie de causalidad, podremos admitir indiferentemente para explicar los fines de la naturaleza muchos seres inteligentes o uno solo. En tanto que no podamos fundar el concepto de este ser más que sobre principios empíricos, sacados de la finalidad real de las cosas del mundo, nos será imposible de una parte hallar un remedio al desorden que nos muestra la naturaleza en muchos ejemplos, y por el cual parece violar la unidad de fines, y de otra parte, sacar de los principios un concepto de una causa inteligente y única, suficientemente determinada por una teología útil, de cualquier especie que sea (teórica o práctica).

     La teleología física nos lleva ciertamente a buscar una teología, pero no puede producir ninguna, por lejos que vayamos en la investigación empírica de la naturaleza, aun cuando apeláramos a los medios de la relación final que en ella hallamos, ideas de la razón (las cuales en las cuestiones físicas deben ser teóricas). Pero ¿a qué, se preguntará con razón, dar por principio a todas estas disposiciones un entendimiento que no podemos medir, y que arregla este mundo, según fines, si la naturaleza no nos dice, ni puede decirnos, nada de su objeto final? Porque si no conocemos este objeto, no podemos referir todos estos fines de la naturaleza a un punto común, y formar un principio teleológico que nos baste, sea para servir todos estos fines juntamente en un sistema, sea para hacernos de la inteligencia suprema, considerada como causa de una naturaleza semejante, un concepto que pueda servir de medida al juicio en su reflexión teleológica sobre esta naturaleza. Yo tendría entonces ciertamente una inteligencia artista para fines dispersos, pero no una sabiduría para un objeto final, y es, sin embargo, en este objeto final donde se debe buscar la razón determinante de esta inteligencia. Luego sin este objeto final que la razón pura puede solo indicar (puesto que todos los fines en el mundo se hallan sometidos a condiciones empíricas, y no pueden contener nada que sea absolutamente bueno, sino algo bueno para tal o cual objeto, por sí mismo contingente, y que me enseñara los atributos y el grado que debería concebir en la causa suprema, la relación que deba establecer entre ella y la naturaleza, para juzgar esta como un sistema teleológico, cómo y con qué derecho puedo yo extenderla a mi arbitrio y completarla hasta el punto de hacer de ella la idea de un ser infinito y todo sabio, este concepto tan limitado de una inteligencia primera, del poder y la voluntad que han de realizar sus ideas, etc., yo puedo fundarlo sobre mi débil conocimiento del mundo. Para que esto fuese teóricamente posible, sería necesario poseer la omnisciencia, a fin de satisfacer en su conjunto los fines de la naturaleza, y ser capaz además de concebir todos los demás planes posibles, en comparación de los cuales el plan actual debería juzgarse el mejor. Porque sin este conocimiento completo del efecto, no se puede llegar a un concepto determinado de la causa suprema, la cual no debe buscarse más que en el de una inteligencia finita bajo todos respectos, es decir, en el de la Divinidad, y no puede dar un fundamento a la teología.

     Así, conforme al principio indicado anteriormente, cualquier extensión que tome la teleología física, debemos limitarnos a decir que en virtud de la constitución y de los principios de nuestra facultad de conocer, no podemos concebir la naturaleza en sus combinaciones, en donde no hallamos finalidad más que como la obra de una inteligencia, a la cual se halla subordinada. Mas en cuanto a saber si esta inteligencia ha concebido y producido el todo por un objeto final (que no residiría en la naturaleza del mundo sensible), es lo que la investigación teórica de la naturaleza no puede enseñarnos. Cualquiera que sea el conocimiento que tengamos de la naturaleza, es imposible decidir si esta causa suprema la ha producido en vista de un objeto final, o si su inteligencia no ha sido determinada para la producción de ciertas formas por la sola necesidad de su naturaleza (de una manera análoga a la que llamamos en los animales un arte instintivo), sin que se le deba atribuir por esto la sabiduría, y con menor razón una sabiduría suprema y ligada a todos los otros atributos necesarios a la perfección de su obra.

     La teología física, que no es más que una mala aplicación de la teleología física, no es, pues, útil a la teología más que como preparación (como propedéntica), y no es propia para este fin más que con el auxilio de un principio extraño, sobre el cual ella se apoya, y no por sí misma como su nombre parece indicar.

 

§ LXXXV  De la teología moral

     La interferencia más ordinaria, al pensar en la existencia de las cosas del mundo y en la del mundo mismo, no puede por menos de juzgar que todos los diversos seres creados de los que se halla el mundo lleno, cualquiera que sea el arte que se halle en su constitución, cualquiera que sea su variedad, y cualquiera la finalidad que se descubra en su constitución general, y el conjunto mismo de tantos sistemas existiría en vano, si en él no hubiera hombres (seres racionales en general), es decir, que sin los hombres, toda la creación estaría de más, sería inútil y no tendría un objeto final. Luego no es en el hombre la facultad de conocer (la razón teórica) la que da un valor a todo lo que existe en el mundo, es decir, que el hombre no existe para que haya alguien que pueda contemplarlo. En efecto, si esta contemplación no nos representa más que cosas sin objeto final, el sólo hecho de ser conocida no puede dar al mundo ningún valor, y es necesario ya suponerle un objeto final que, por sí mismo se lo de a la consideración del mundo. Tampoco buscaremos en el sentimiento del placer ni en la suma de placeres el objeto final de la creación: el bienestar, el placer (sea corporal o espiritual), la dicha, en una palabra, no contienen la medida de este valor absoluto. En efecto, de que el hombre, desde que existe, haga de la dicha su fin último, no se sigue, que sepamos, por qué existe en general, ni qué derecho tiene a hacer su existencia agradable. Es necesario que se considere ya como el fin último de la creación para tener una razón que necesite la armonía de la naturaleza con su dicha, cuando la consideración teleológicamente como un todo absoluto. Así la facultad de querer, no la que hace al hombre dependiente de la naturaleza (por los móviles de la sensibilidad), y que no da a su existencia otro valor que el que resulta de su capacidad para el placer, sino aquella por la cual puede darse un valor que proviene de sí mismo, y que consiste en lo que hace, en su manera de obrar y en los principios que le dirigen, no como miembro de la naturaleza, sino como agente libre, una buena voluntad, en una palabra: he aquí la sola cosa que puede dar a la existencia del hombre un valor absoluto, y a la del mundo un fin último.

     Los espíritus más vulgares, por poco que se llame su atención sobre esta cuestión, están contestes en afirmar que el hombre no puede ser el fin último de la creación, más que como ser moral. ¿De qué sirve, se dirá, que este hombre tenga tanto talento y actividad a la vez, que ejerza por este medio una influencia tan útil sobre la república, y que relativamente a sus propios intereses como a los de otro, tenga tan gran valor, si carece de una buena voluntad? Es un objeto de desprecio, si se considera en su interior; y a menos que la creación no tenga absolutamente fin último, es necesario que este hombre, que como tal también pertenece a ella, pero que en tanto que hombre malo es el sujeto de un mundo sometido a leyes morales, haga abstracción conforme a estas leyes, de su fin subjetivo (de su dicha), para que su existencia pueda conformarse con el fin último de la creación.

     Cuando, pues, descubrimos en el mundo un orden de fines, y que como la razón lo exige necesariamente, subordinamos los fines condicionales a uno último incondicional, es decir, a un objeto final, es evidente desde luego que no se trata entonces de un objeto interior de la naturaleza, dado como existente, sino del objeto de su existencia misma, así como de todas sus disposiciones, por consiguiente, del último objeto de la creación, y en este, de la condición suprema que solo puede determinar un objeto final (es decir, del motivo que determina una inteligencia suprema a producir las cosas del mundo).

     Luego colocando en el hombre, considerado solamente como ser moral, el objeto de la creación, tenemos desde luego una razón, o al menos la principal condición para estar autorizados a mirar el mundo como un conjunto de fines, como un sistema de causas finales; pero tenemos principalmente, respecto a la relación, necesaria para nosotros, conforme a la constitución misma de nuestra razón, de los fines de la naturaleza a una causa inteligente del mundo, un principio que nos permite concebir la naturaleza y los atributos de esta causa primera, considerada como el principio supremo de un reino de fines, y que determina en ella el concepto de este modo, lo que la teleología física era incapaz de hacer, puesto que no podía darnos más que conceptos indeterminados, y por consiguiente inútiles, bajo el punto de vista teórico y bajo el punto de vista práctico.

     Apoyados sobre este principio así determinado de la causalidad del Ser supremo, no miramos solamente este ser como la inteligencia legisladora de la naturaleza, sino también como el supremo legislador del mundo moral. En su relación con el Soberano bien, que no es posible más que bajo su imperio, o con la existencia de seres racionales bajo leyes morales, le atribuiremos la omnisciencia, a fin de que pueda penetrar en lo más profundo de nuestros corazones (porque allí es verdaderamente donde se debe buscar el valor moral de las acciones de los seres racionales); la oninipotencia, a fin de que pueda apropiar la naturaleza entera a este fin supremo; la suma bondad y la suma justicia, para que estos atributos (en unión de la sabiduría) constituyan las condiciones de la causalidad de una causa suprema del mundo, considerada como produciendo el soberano bien, conforme a las leyes morales; y concebiremos también en este ser todos los atributos trascendentales, como la eternidad, la omnipresencia, etc. (porque el bien y la justicia son atributos morales), puesto que este mismo objeto final los supone. De esta manera, la teleología moral llena los vacíos de la teleología física, y funda, por último, una teología; porque si la teleología física nada da a la otra sin saberlo, y obra consecuentemente, no podrá fundar por sí misma más que una demonología incapaz de todo concepto determinado.

     Mas el principio de relación del mundo a una causa suprema, concebida como Dios, en tanto que se considera en el mundo el destino moral de ciertos seres, este principio no funda sólo una teología, completando la prueba física teleológica, y por consiguiente, tomando esta por base, sino que se basta también a sí mismo, y él mismo llama la atención sobre los fines de la naturaleza, y nos provoca al estudio de este arte maravilloso que se oculta detrás de sus formas, empeñándonos en buscar incidentalmente en los fines de la naturaleza una confirmación de las ideas suministradas por la razón pura práctica. En efecto, el concepto de seres del mundo sometidos a leyes morales, es un principio a priori, conforme al cual el hombre debe juzgarse necesariamente, y la razón reconoce también a priori como un principio que le es necesario para juzgar teleológicamente la existencia del mundo, que si hay realmente una causa que obra con intención y en vista de un fin, esta relación moral debe contener la condición de la posibilidad de una creación tan necesariamente, como la que se funda sobre las leyes físicas (si esta causa inteligente tiene su objeto final). Toda la cuestión está en saber si tenemos un motivo suficiente por la razón (especulativa o práctica) para atribuir un objeto final a la causa suprema que obra conforme a fines. Porque que este objeto, conforme a la constitución subjetiva de nuestra razón, y aun conforme a lo que podemos concebir de la razón de otros seres, no puede ser más que el hombre sometido a leyes morales, es lo que podemos tener por cierto a priori; mientras que, por el contrario, es imposible a priori conocer los fines de la naturaleza en el orden físico, y principalmente comprender que una naturaleza no pueda existir sin ellos.

OBSERVACIÓN

     Supongamos un hombre en un momento en que su espíritu es llevado al sentimiento moral. Aunque halle en medio de una bella naturaleza un placer tranquilo y sereno en el sentimiento de su existencia, siente también en sí la necesidad de dar gracias por ello a cualquier ser, o bien si en otra ocasión halla el mismo placer en el sentimiento de sus deberes, que no puede ni quiere cumplir más que por un voluntario sacrificio, siente la necesidad de pensar que ha cumplido por esto mismo con una orden, y ha obedecido al señor soberano; o bien todavía, si ha obrado sin reflexión contra su deber, pero sin tener que responder a los hombres, siente que los remordimientos interiores levantan en él la voz severa, como si fuera la palabra de un juez, ante el cual hubiese de comparecer; en una palabra, tiene necesidad de una inteligencia moral, puesto que el objeto mismo para que existe, exige un ser que sea su causa y ella del mundo, conforme a este objeto. Sería inútil suponer móviles ocultos detrás de estos sentimientos, porque se hallan inmediatamente ligados a las más puras disposiciones morales, puesto que el reconocimiento, la obediencia y la humildad (la sumisión a un castigo merecido), dicen disposiciones de espíritu favorables al deber, y que el que intente desenvolver sus disposiciones morales, coloca voluntariamente ante sí por el pensamiento un ser que no existe en el mundo, a fin de llenar también sus deberes para con él, si hay lugar. Es, pues, al menos una cosa posible, cuyo principio se halla en nuestros sentimientos morales, y es la necesidad puramente moral de admitir la existencia de un ser, que de a nuestra moralidad más fuerza y aun extensión (al menos según nuestro modo de representación), proponiéndose un nuevo objeto, es decir, el admitir fuera del mundo un legislador moral sin pensar en la prueba teórica, y todavía menos en nuestro interés personal, sino por un motivo puramente moral y libre de toda influencia extraña, (pero completamente subjetiva), bajo la sola autoridad de una razón puramente práctica que saca sus leyes de sí misma. Y aunque semejante disposición de espíritu se produzca rara vez o no se prolongue, aunque sea fugitiva y sin efecto duradero, a menos que no se aplique a discernir el objeto representado en esta sombra, y que se esfuerce en reducirla a conceptos claros, no se puede, sin embargo, negar que no hay en nosotros una disposición moral que nos lleve, como principio subjetivo, a no contentarnos, en la consideración de la naturaleza, con una finalidad establecida por medio de causas naturales, sino a suponerle una causa suprema que gobierna la naturaleza conforme a principios morales. Añadamos a esto que nos sentimos obligados por la ley moral a inclinarnos a un objeto supremo universal, pero incapaces al mismo tiempo, así como toda la naturaleza, para alcanzar este objeto, y que esto no es, sin embargo, más que inclinándonos en cuanto podemos a ponernos en armonía con el objeto final de una causa inteligente del mundo (si existe semejante causa), de suerte que hallamos en la razón práctica un motivo puramente moral para admitir esta causa (puesto que se puede sin contradicción), para no hallarnos expuestos a mirar nuestros esfuerzos como completamente perdidos y dejarnos desalentar por esto.

     De todo esto, es necesario, pues, aquí deducir únicamente, que si el temor ha podido producir los dioses, la razón es la que por medio de sus principios morales, ha podido producir el concepto de Dios (aun cuando seamos muy ignorantes, como sucede comúnmente en la teleología de la naturaleza, o quizá embarazados por la dificultad de explicar, con la ayuda de un principio suficientemente establecido fenómenos contradictorios), y que el destino moral de nuestra existencia, añadido a lo que falta al conocimiento de la naturaleza, enseñándonos a concebir por objeto final, al cual es necesario referir la existencia de todas las cosas, y que no puede satisfacer la razón en tanto que es moral, una causa suprema dotada de atributos que la hacen capaz de someter toda la naturaleza a este sólo objeto (de la cual no es más que instrumento), es decir, un verdadero Dios.

 

§ LXXXVI  De la prueba moral de la existencia de Dios

     Hay una teleología física que suministra a nuestro juicio teórico reflexivo una prueba suficiente para admitir la existencia de una causa inteligente del mundo. Mas hallamos también en nosotros mismos, y principalmente en el concepto de un ser racional en general dotado de libertad, una teleología moral. En verdad, como aquí se trata de fines o de leyes que pueden ser determinadas a priori como necesarias, esta teleología no tiene necesidad, para establecer esta legislación interior de una causa inteligente existente fuera de nosotros; lo mismo que cuando hallamos en las propiedades geométricas alguna finalidad (para toda clase de aplicaciones en el arte), no tenemos necesidad de haber recurrido a un entendimiento supremo que se las haya asignado. Mas esta teleología moral se aplica a nosotros, en tanto que seres del mundo, y por consiguiente, en tanto que seres ligados en el mundo con las otras cosas, y estas mismas leyes morales nos imponen la necesidad de juzgar estas cosas, sea como fines, sea como objetos, relativamente a los cuales nosotros mismos somos el objeto final. Luego una teleología moral, que implica una relación de nuestra propia causalidad a los fines y aun a un objeto final, que debemos tener en cuenta en el mundo, y recíprocamente una relación del mundo a este fin moral y a las condiciones exteriores que hacen posible su realización (lo que no puede enseñarnos ninguna teología física), esta teleología reduce necesariamente la cuestión a saber si nuestra razón nos obliga a salir del mundo para dar a esta relación de la naturaleza con nuestra moralidad interior una causa suprema inteligente, y poder de este modo representarnos la naturaleza como conforme a la legislación moral interior y a la ejecución posible de esta legislación. Hay, pues, ciertamente una teleología moral, y esta teleología se halla ligada de una parte a la nomotética de la libertad, y de otra a la de la naturaleza, tan necesariamente como la legislación civil a la cuestión de saber en dónde se debe colocar el poder ejecutivo; y en general, ella sirve de lazo en todas partes en donde la razón suministra un principio de realidad de cierto orden de cosas legal, que no es posible más que por medio de ideas. Mostremos a continuación cómo esta teleología moral y su relación a la teleología física conducen la razón a la teología, y examinaremos después la posibilidad y la solidez de esta manera de razonar.

     Cuando se mira la existencia de ciertas cosas (o solamente de ciertas formas de las cosas) como contingente, y por consiguiente, como no siendo posible más que por alguna otra cosa que sirve de causa, se puede buscar el principio supremo de esta causalidad, y por consiguiente, el principio incondicional de lo condicional, o bien en el orden físico, o bien en el orden teleológico (según el nexus effectivus o el nexus finalis). Es decir, que se puede preguntar cuál es la causa suprema que ha producido estas cosas, o bien cuál es el fin supremo (absolutamente incondicional), que ha determinado esta causa a producirlos, o en general a producir todo lo que existe. En este último caso, se supone evidentemente que esta causa es capaz de representarse fines, que por consiguiente es un ser inteligente, o al menos que debemos concebirla como obrando conforme a las leyes de un ser inteligente.

     Luego, si existe cuestión acerca del orden teleológico, es un principio al cual la razón más vulgar se halla obligada a conceder inmediatamente su adhesión, que si debe haber necesariamente un objeto final que la razón suministre a priori, este objeto final no puede ser más que el hombre (o todo ser racional del mundo) en tanto que existiendo bajo leyes morales.

     En efecto (según el juicio de cada uno), si el mundo no se compusiera más que de seres inanimados, o aun de seres animados, pero privados de razón, su existencia no tendría ningún valor puesto que no se hallaría en él ser que tuviese el menor concepto de valor. Por otra parte, si en él se hallasen seres racionales, pero cuya razón se limitara a colocar el valor de la existencia de las cosas en la relación de la naturaleza con ellos mismos (con el bienestar), sin ser capaces de procurarse un valor propio (por la libertad), serían muy bien fines (relativos) en el mundo, pero no un objeto final (absoluto), puesto que la existencia de estos seres racionales estaría ella misma sin objeto. Mas es carácter propio de las leyes morales prescribir a la razón un fin incondicional, y tal, por consiguiente, como lo exige el concepto de un objeto final; y la existencia de una razón que, en el orden de los fines, pueda ser para sí su ley suprema, o en otros términos, la existencia de seres racionales bajo leyes morales, he aquí lo que sólo puede ser mirado como el objeto final de la existencia del mundo. Si así no fuese, o bien la existencia de este mundo no tendría objeto para su causa, o bien tendría por principio, fines sin objeto final.

     La ley moral como condición formal impuesta por la razón al uso de nuestra libertad, nos obliga por sí misma, sin depender de fin alguno como una condición material; pero al mismo tiempo determina a priori un objeto final, al cual nos obliga a inclinarnos, y este objeto final es el soberano bien, posible en el mundo para la libertad.

     La condición subjetiva que, sin la ley moral, constituye para el hombre (y según nuestros conceptos para todo ser racional finito) el objeto final de su existencia es la dicha. Por consiguiente, el soberano bien físico que es posible en el mundo, y que es el objeto final que el hombre debe perseguir en tanto que se halla en él, es la dicha, bajo la condición objetiva de que el hombre se conforme con la ley de la moralidad, es decir, que sea digno de ser dichoso.

     Mas estas dos condiciones del objeto final que se nos ha asignado por la ley moral, no podemos con toda nuestra razón, representárnoslas reunidas conforme a la idea de este objeto final, por causas puramente naturales. El concepto de la necesidad práctica del fin propuesto a nuestras facultades, no se conforma con el concepto teórico de la posibilidad física de su realización, si no ligamos a nuestra libertad otra causalidad (intermediaria) más que la de la naturaleza.

     Es necesario, pues, que admitamos una causa moral del mundo (un autor del mundo), para podernos proponer un objeto final, conforme a la ley moral; y en tanto este objeto es necesario en cuanto (en el mismo grado y por la misma razón), es necesario admitir que hay un Dios.

     Esta prueba, a la cual es muy fácil dar una forma lógica y precisa, no significa que es tan necesarlo admitir la existencia de Dios, como reconocerel valor de la ley moral, de suerte que el que no pudiese convencerse de la primera pudiera creerse desligado de las obligaciones de la segunda. No. Solamente no habría para aquel objeto final que perseguir en el mundo para el cumplimiento de las leyes morales (o armonía posible en los seres racionales entre la dicha y el cumplimiento de las leyes morales, es decir, del soberano bien). Todo ser racional en este caso, no se debería reconocer menos estrechamente ligado a la regla de las costumbres, porque las leyes morales son formales, y ordenan sin condición, e independientemente de todo fin (como materia de la voluntad). En cuanto a la otra condición exigida por el objeto final, que la razón práctica propone a los seres del mundo, es un fin que les impone irresistiblemente su naturaleza (ser finitos), pero que la razón somete a la ley moral como a su condición inviolable, o aunque no quiera ver universalmente derivar más que de esta ley, dándonos así por objeto final la armonía de la dicha con la moralidad. Tender a este objeto en tanto que podamos, he aquí lo que ordena la ley moral, cualquiera que deba ser por otra parte el resultado de nuestros esfuerzos. La práctica del deber consiste en una voluntad que la cumple seriamente, y no por medio del acaso.

     Supongamos que un hombre impresionado en parte por la debilidad de todas las pruebas especulativas tan vanas y en parte por las irregularidades que nota en la naturaleza y en el mundo moral, se persuade de que no hay Dios; sería todavía a sus propios ojos un ser despreciable, si quisiera deducir que las leyes del deber son imaginarias, sin valor, sin que obliguen, y si tomase en consecuencia la resolución de violarlas con atrevimiento. Supongamos también que este mismo hombre viene a convencerse en seguida de aquello que al principio había puesto en duda; será bello el cumplir sus deberes tan puntualmente como se pudiera desear; en cuanto a los efectos exteriores de su conducta, no se compadecería menos por un miserable si no obrase así más que por el temor o en la esperanza de una recompensa, sin ningún sentimiento de respeto por el mismo deber. Si, por el contrario, creyendo absolutamente en Dios, llenase sus deberes según el testimonio de su conciencia, de una manera sincera y desinteresada, pero que viniendo a suponer que pudiera muy bien un día ser convencido de que no hay Dios, se creyese en esta hipótesis desligado de toda obligación moral, esta conclusión se conformaría mal con su sentimiento moral interior.

     Que se suponga, pues, un hombre honrado (como Spinosa, por ejemplo), firmemente convencido de que no hay Dios y que no hay tampoco vida futura (puesto que el objeto de la moralidad se halla envuelto en la misma consecuencia), ¿cómo juzgará el destino interior que le asigna la ley moral que reverencia en sus acciones? Él no alcanza del cumplimiento de esta ley ninguna ventaja personal, ni en este mundo ni en el otro; quiere, por el contrario, cumplir de una manera desinteresada el bien que esta santa ley propone a su actividad. Mas su esfuerzo es limitado, y si puede hallar acá y allá en la naturaleza un concurso accidental, no puede alcanzar jamás un concierto regular y constante (como son y deben ser sus máximas interiores) con el fin que, sin embargo, se siente obligado y arrastrado a perseguir. El fraude, la violencia y la envidia no cesan de cercarle, aunque sea honrado, paciente y benévolo; y los hombres honrados que encuentran bello el merecer ser dichosos, la naturaleza, que no tiene ningún respeto a esta consideración, los expone, como los otros animales de la tierra a todos los males, a la miseria, a las enfermedades, a una muerte prematura, hasta que una vasta destrucción los absorbe todos en junto (honrados o malvados, no importa), y los arroja a los que podían creerse el objeto final de la creación en el abismo de la ciega materia de donde han salido. Así este hombre honrado debería abandonar como absolutamente imposible este objeto que tenía y debía tener en consideración en el cumplimiento de leyes morales; o si se quiere, permanecerá la voz interior de su destino moral, y no debilitar el respeto que inmediatamente le inspira la ley moral; y teniendo por imposible el objeto final ideal que esta ley exige (lo que no puede dejar de llevar algún detrimento al sentimiento moral), será necesario, lo que es posible puesto que no hay menos contradicción que bajo el punto de vista práctico, para formar un concepto al menos de la posibilidad del objeto final que moralmente se le ha prescrito que reconozca la existencia de una causa moral del mundo, es decir, de Dios.

 

§ LXXXVII  Limitación del valor de la prueba moral

     La razón mira, en tanto que facultad práctica, es decir, en tanto que es capaz de determinar por medio de ideas (de conceptos puros de la razón) el libre uso de nuestra causalidad, no da solamente en la ley moral un principio regulador a nuestras acciones, sino que nos suministra al mismo tiempo un principio subjetivamente constitutivo en el concepto de un objeto que sólo la razón puede concebir, y que debe ser realizado en el mundo por nuestras acciones, conforme a esta ley. Esta idea de un objeto final de la libertad, en su conformidad con las leyes morales, tiene, pues, realidad subjetivamente práctica. Somos determinados a priori por la razón a concurrir, según nuestras fuerzas, al bien del mundo, el cual consiste en la unión del mayor bien físico de los seres racionales, con la suprema condición del bien moral, es decir, de la dicha general con la mayor moralidad. La posibilidad de una parte de este objeto final, a saber de la dicha, está sometida a condiciones empíricas, es decir, depende de la constitución de la naturaleza (se trata de saber si ésta se conforma o no con su objeto), y es problemático, bajo el punto de vista teórico; la de la otra al contrario, a saber, la de la moralidad que excede toda cooperación de la naturaleza, es firmemente establecida a priori, y es dogmáticamente cierta. La realidad objetiva y teórica del concepto de un objeto final, asignado en el mundo a los seres racionales, exige, pues, no solamente que un objeto final nos sea propuesto a priori, sino también que la existencia de la creación, es decir, del mundo mismo, tenga uno también, de tal suerte, que si este último pudiera ser demostrado a priori, añadiría la realidad objetiva a la realidad subjetiva del objeto final de los seres racionales. En efecto, si la creación tiene un objeto final, no podemos concebirlo de otro modo que conformándose con la moralidad (que solo hace posible el concepto de un fin). Encontramos sin duda fines en el mundo, y la teleología física nos descubre tanto de ellos, que nos hallamos autorizados para dar por fundamento a nuestra investigación de la naturaleza el principio de la razón, de que en la naturaleza no existe nada sin objeto; pero buscamos en vano el objeto final de la naturaleza en la naturaleza misma. No se puede ni se debe, por consiguiente, buscar la posibilidad de este objeto, cuya idea descansa únicamente sobre la razón, más que en los seres racionales. Mas la razón práctica de estos seres no da solamente este objeto final; determina también el concepto, en el sentido que determina las condiciones que solo nos permiten concebir un objeto final de la creación.

     Luego la cuestión está en saber si la realidad objetiva del concepto de un objeto final de la creación no puede ser también demostrada de una manera propia para satisfacer las exigencias teóricas de la razón pura, sino apodícticamente por el juicio determinante, al menos suficientemente por las máximas del juicio teórico reflexivo. Es lo menos que se puede pedir a la filosofía especulativa, que tiene la pretensión de relacionar el fin moral con los fines de la naturaleza por medio de la idea de un fin único; más también esto es todavía mucho más que lo que ella puede dar.

     He aquí solamente lo que el principio del juicio teórico reflexivo nos autorizaría a decir: si tenemos razón en admitir para explicar la finalidad de las producciones de la naturaleza una causa suprema de la misma, cuya causalidad, en tanto que principio de la realidad de esta última (de la creación), debe ser concebida como siendo de otra especie que la que exige al mecanismo de la naturaleza, es decir, como la cualidad de una inteligencia, tenemos razón en concebir en este ser primero no solamente fines para todo lo que existe en la naturaleza, sino también un objeto final, no sin duda, de manera que demuestre la existencia de un ser semejante, sino de manera al menos (como sucede en la teleología física) que nos convenza de que, no solamente no podemos concebir la posibilidad de un mundo semejante más que suponiéndole creado conforme a fines, sino que todavía es necesario suponer un objeto final a su existencia.

     Mas este objeto final no es más que un concepto de nuestra razón práctica, y no puede sacarse de los datos de la experiencia por servir para formar un juicio teórico sobre la naturaleza o un conocimiento de la misma. No hay uso posible de este concepto más que por medio de la razón práctica, considerada en sus leyes morales; y el objeto final de la creación es esta constitución del mundo que conforma con lo que no podemos determinar más que en virtud de ciertas leyes, es decir, con el objeto final de nuestra razón pura práctica, en tanto que práctica. Luego la ley moral, que nos asigna este objeto final, nos autoriza bajo el punto de vista práctico, es decir, por la necesidad misma en que nos hallamos de dirigir nuestras fuerzas hacia este objeto, a admitir la posibilidad, y por consiguiente también a admitir una naturaleza que conforme con ella (porque si la naturaleza no llenase por medio de su concurso la condición de este objeto final que no está en nuestro poder, sería imposible). Tenemos, pues, una razón moral para concebir un objeto final de la creación.

     No deducimos todavía aquí de la teleología moral una teología, es decir, la existencia de una causa moral del mundo, sino solamente un objeto final de la creación que determinamos de esta manera. Que al presente esta creación, es decir, una existencia de las cosas subordinadas a un objeto final, exige que admitamos un ser inteligente, y no solamente un ser inteligente (para explicar la posibilidad de las cosas que debemos mirar como fines), sino un ser moral, en tanto que autor del mundo, es decir, un Dios, esta es una segunda conclusión que, como se ve, se funda sobre conceptos de la razón práctica, y por consiguiente, se dirige al juicio reflexivo, y no al juicio determinante. En efecto, no podemos lisonjearnos de comprender, que puesto que en nosotros la razón moralmente práctica es esencialmente diferente, en cuanto a sus principios, de la razón técnicamente práctica, debe ser también del mismo modo admitida como inteligencia en la causa suprema del mundo, y que una especie de causalidad particular y distinta de la que exigen los fines de la naturaleza, sea necesaria a esta causa para el objeto final; por consiguiente, no podemos lisonjearnos de comprender cómo nuestro objeto final nos produce una necesidad moral, no solamente de admitir un objeto final de la creación (en tanto que efecto), sino también de admitir un ser moral como principio de la creación. Mas podemos muy bien decir que conforme a la naturaleza de nuestra razón, nos es imposible concebir la posibilidad de una finalidad fundada sobre la ley moral y su objeto, tal como la supone este objeto final sin un autor y un soberano del mundo, que sea al mismo tiempo un legislador moral.

     La realidad de un supremo autor y legislador moral del mundo no está suficientemente probada más que por el uso práctico de nuestra razón, y nada se halla teóricamente determinado relativamente a la existencia de este ser. En efecto, la razón para establecer la posibilidad de su fin, que nos asigna además por su propia legislación, tiene necesidad de una idea que separe (de una manera suficiente por el juicio reflexivo) el obstáculo opuesto a este fin por el mundo, considerado según el concepto de la naturaleza, y esta idea recibe por sí misma una realidad práctica; mas esta realidad no puede establecerse bajo el punto de vista teórico, por el conocimiento especulativo, de manera que sirva a la explicación de la naturaleza y a la determinación de la causa suprema. La teleología física ha probado suficientemente por medio del juicio teórico reflexivo una causa inteligente del mundo para los fines de la naturaleza; la teleología moral la establece por medio del juicio práctico reflexivo para el concepto de un objeto final, que está obligada a atribuir a la creación bajo el punto de vista práctico. La realidad objetiva de la idea de Dios, considerado como autor moral del mundo, no puede ser ciertamente probada únicamente por medio de fines físicos; pero como el conocimiento de estos fines se halla ligado al del fin moral, en virtud de esta máxima de la razón pura de que es necesario perseguir la unidad de los principios en tanto que se pueda, son de una gran importancia para confirmar la realidad práctica de esta idea con la ayuda de lo que la razón, bajo el punto de vista teórico suministra al juicio.

     Y aquí, para evitar una mala inteligencia en la cual sería fácil caer, es absolutamente necesario notar dos cosas. Primero, no podemos concebir estos atributos del Ser supremo más que por analogía. En efecto, ¿cómo querríamos sondar su naturaleza, cuando la experiencia no puede mostrarnos nada semejante? Después, estos atributos nos le hacen solamente concebir y no conocer, y no podemos referirlos, a él teóricamente, porque esto miraría al juicio determinante bajo el punto de vista especulativo de la razón; esto sería para él mostrarnos lo que es en sí la causa suprema del mundo. Mas como no se trata aquí más que de saber, qué concepto debemos formarnos de este ser conforme a la naturaleza de nuestras facultades de conocer, es necesario admitir su existencia para poder atribuir una realidad práctica a un objeto que la razón práctica nos propone anteriormente a toda suposición de este género, como el objeto de todos nuestros esfuerzos, es decir, para poder concebir como posible un efecto propuesto a nuestra actividad. Aunque este concepto sea transcendente para la razón especulativa; aunque los atributos que referimos al ser que ellos nos hacen concebir, empleados objetivamente, encubran el antropomorfismo, no deben servir más para determinarla naturaleza de este ser inaccesible para nosotros, sino nosotros mismos y nuestra voluntad. Del mismo modo que designamos una causa conforme al concepto que tenemos del efecto (pero en su relación, sólo con este efecto) sin querer determinar la naturaleza íntima de esta causa, por las propiedades que la experiencia descubre, la sola cosa que podemos conocer en esta causa, del mismo modo, por ejemplo, que atribuimos al alma, entre otras propiedades, una fuerza locomotiva, puesto que la vemos nacer realmente de los movimbentos corporales, cuya causa reside en sus representaciones, pero sin pretender atribuirle el único medio que conocemos en las fuerzas motrices (es decir, la atracción, la presión, la impulsión, y por consiguiente, el movimiento que suponen siempre un ser extenso), así también debemos admitir algo que contenga el principio de la posibilidad y de la realidad práctica de un objeto final, moralmente necesario; pero si concebimos este algo conforme a la naturaleza del efecto que se espera como un ser sabio, que gobierna el mundo según leyes morales, y si conforme a la constitución de nuestras facultades de conocer debemos concebirle como una causa distinta de la naturaleza, esto no es más que para expresar la relación de este ser, que excede todas nuestras facultades de conocer, con el objeto de nuestra razón práctica. No pretendemos aquí atribuirle teóricamente la sola causalidad de esta especie que nos sea conocida, a saber, una inteligencia y una voluntad: no pretendemos aún distinguir objetivamente la causalidad que concebimos en él, relativamente a lo que es para nosotros un objeto final, de lo que es relativo a la naturaleza (y a su finalidad en general), como si fuesen distintos en sí mismos: no podemos admitir esta distinción más que como subjetivamente necesaria, bajo el punto de vista de nuestra facultad de conocer y como válida para el juicio reflexivo, y no para el juicio objetivamente determinante. Mas si se trata de la práctica, un principio regulador (por la prudencia de la sabiduría) como el que nos ordena tomar por fin aquello cuya posibilidad no podemos concebir, conforme a la naturaleza de nuestra facultad de conocer, más que de una cierta manera, un tal principio es al mismo tiempo constitutivo, es decir, prácticamente determinante, mientras que este mismo principio, considerado como sirviendo para juzgar la posibilidad objetiva de las cosas, no es bajo ningún aspecto teóricamente determinante (no nos dice que no hay para el objeto otra posibilidad que la que concibe nuestra facultad de pensar), sino que es un principio puramente regulador por el juicio reflexivo.

OBSERVACIÓN

     Esta prueba moral no es un argumento de nueva fecha, aunque la exposición de él lo sea, porque es anterior al primer desenvolvimiento de la razón humana, y ha seguido sus progresos. Desde que los hombres comenzaron a reflexionar sobre lo justo y lo injusto, en un tiempo en que permanecían todavía indiferentes a la finalidad de la naturaleza, y se servían de esto sin ver en ella otra cosa que el curso ordinario de la misma, debieron inevitablemente ser conducidos a juzgar que no se puede en definitiva llegar a esto mismo por un hombre, al conducirse honesta o deshonestamente, con equidad o con violencia, aunque no haya recogido antes de su muerte, al menos de una manera visible, ninguna recompensa para sus virtudes, ningún castigo para sus faltas. ¿No oían como una voz interior que les decía que no podía suceder así? Y por consiguiente, ¿no deberían representarse, aunque oscuramente algo hacia lo que se sentían obligados a inclinarse y en que descansase tal desenlace, o que no podían conformar con su destino interior, cuando miraban el curso de la naturaleza como el solo orden de las cosas? Podrían sin duda representarse groseramente la manera en que podía repararse una irregularidad de este género (que debe mucho más revelar el espíritu humano que la ciega casualidad de la que se querría hacer un principio para juzgar la naturaleza); mas no podrían sin embargo, concebir como principio de la posibilidad de la unión de la naturaleza con su ley moral interior, más que una causa suprema que gobierna el mundo conforme a las leyes morales, puesto que hay contradicción en asignar al hombre un objeto final como deber, y en no reconocer fuera de él objeto final a una naturaleza en la cual debe alcanzar este objeto. Podían todavía nacer muchos absurdos sobre la naturaleza interior de esta causa del mundo; mas la relación moral de esta causa con el mundo queda siempre lo que debe ser y es fácil de comprender por la razón más vulgar, en tanto que se considera como práctica, pero inaccesible a la razón especulativa.

     Además, según toda verosimilitud, este interés moral atraerá la atención sobre la belleza y la finalidad de la naturaleza, que sirve entonces excelentemente para confirmar esta idea, sin todavía poderla fundar, cuanto menos todavía exceder de este medio, puesto que la investigación de los fines de la naturaleza no recibe más que de su relación con el objeto final este interés inmediato que se muestra tan altamente en la admiración que experimentamos por ella, sin pensar en las ventajas que de esto podemos sacar.

 

§ LXXXVIII  De la utilidad del argumento moral

     La condición impuesta a la razón relativamente a nuestras ideas de lo supra-sensible, de encerrarse en los límites de su ejercicio práctico, esta condición tiene, en lo que concierne a la idea de Dios, la incontestable ventaja de evitar a la teología de caer en la teosofía, (es decir, en los conceptos trascendentales en que se extravía la razón) o en la demonología (es decir, en una representación antropomórfica del Ser Supremo), y a la religión de cambiar en teúrgia, (la opinión mística conforme a la cual tendríamos el sentimiento de otros seres supra-sensibles y una influencia sobre estos seres) o en la idolatría (opinión superticiosa conforme a la cual podríamos hacernos agradables al Ser Supremo por otros medios que por nuestras disposiciones morales).

     En efecto, si se concede a la vanidad o a la presunción de los que intentan razonar sobre lo que excede de los límites del mundo sensible el poder de determinar la menor cosa en este campo bajo el punto de vista teórico (y de una manera que extiende el conocimiento), si se les permite ensalzar sus conocimientos sobre la existencia y la naturaleza de Dios, sobre su entendimiento y su voluntad, sobre las leyes de estos dos atributos y las cualidades que de ellos derivan en el mundo, yo desearía saber en dónde se limitarán las pretensiones de la razón. Porque desde que admiten estos conocimientos se pueden alcanzar muy bien otros (por poco que se aplique su reflexión, como se cree poder hacerlo). Decimos, sin embargo, que no se puede poner límites a estas pretensiones, más que a nombre de cierto principio, y no por la sola razón de que hasta aquí todas las tentativas en este sentido han sido inútiles, porque esto no prueba nada contra la posibilidad de un éxito mejor. Luego no hay aquí otro partido posible que admitir, o bien que relativamente a lo suprasensible no se puede absolutamente determinar nada teóricamente (sino de una manera puramente negativa), o bien que nuestra razón encierra una mina, inútil hasta aquí de no sé qué vastos conocimientos reservados para nosotros y para nuestra posteridad. -Mas por lo que toca a la religión, es decir, a la moral en su relación con Dios considerado como legislador, si el conocimiento teórico de Dios debiera preceder, sería necesario que la moral se acomodase a la teología; y no solamente la legislación exterior y arbitraria de un Ser Supremo ocuparía entonces el lugar de la legislación interior y necesaria de la razón, sino también todo lo que nuestro conocimiento de la naturaleza de este ser tuviera de defectuoso influiría sobre las prescripciones de la moral, y haría la religión contraria a la moralidad.

     En cuanto a la esperanza de una vida futura, si en lugar del objeto final que debemos perseguir, conforme a la prescripción de la ley moral, pedimos a nuestra facultad teórica de conocer el principio del juicio que debe formar la razón sobre nuestro destino (juicio que no debe considerar como necesario o como admisible más que bajo el punto de vista práctico), la psicología, aquí como la teología en todos los tiempos, no nos da más que un concepto negativo de nuestro ser pensante. Lo que quiere decir solamente que ninguno de los actos de este ser o de los fenómenos del sentido íntimo pueden recibir una explicación materialista pero que sobre su naturaleza separada, sobre la duración o el aniquilamiento de su personalidad después de la muerte, toda nuestra facultad de conocer no puede obtener por principios especulativos ningún juicio determinante y extensivo. Es necesario, pues, aquí remitirse enteramente al juicio teleológico que considera nuestra existencia bajo un punto de vista práctico necesario, y que admite nuestra duración como la condición exigida por el objeto que la razón nos impone de una manera absoluta. Mas al mismo tiempo vemos aparecer (en lugar de lo que nos parecía un perjuicio) esta ventaja; que como la teología no puede jamás degenerar para nosotros en teosofía, la psicología racional no puede jamás venir a ser una pneumatología a título de ciencia extensiva, del mismo modo que, de otro lado, ella está segura de no caer en el materialismo. La psicología viene a ser así una antropología del sentido íntimo, es decir, un conocimiento de nuestro yo pensante en vida, y a título de conocimiento teórico, un conocimiento puramente empírico, porque relativamente a la cuestión de nuestra existencia eterna, la psicología racional no es una ciencia teórica, sino que descansa sobre una conclusión única de la teología moral; tanto que ella no es necesaria más que relativamente a esta teleología, es decir, a nuestro destino práctico.

 

§ LXXXIX  De la especie de adhesión que reclama una prueba moral de la existencia de Dios

     Desde luego, toda prueba ya esté fundada sobra una exhibición empírica inmediata de lo que debe ser probado (como la prueba por la observación del objeto o por la experiencia), o bien que se saque a priori de ciertos principios por medio de la razón, está sometida a la condición de no persuadir solamente, sino de convencer, o al menos de tender a la convicción; es decir, que el principio o la conclusión, no debe solamente ser un motivo subjetivo (estético), de adhesión (una simple apariencia), sino tener un valor objetivo o ser un principio lógico de conocimiento; si no el entendimiento sería sorprendido, pero no convencido. Es a esta especie de prueba ilusoria a la que pertenece la que se da en la teología natural, sin duda por consecuencia de una buena intención, pero ocultando exprofesa su debilidad cuando se invoca la gran cantidad de argumentos, que hablan en favor de una causa intencional de cosas de la naturaleza, y que se pone en práctica este principio puramente subjetivo de la razón humana, o esta inclinación que le lleva naturalmente a no admitir más que un solo principio en lugar de muchos, cuando esto puede hacerse sin contradicción, y para completar arbitrariamente el concepto de una cosa, juntando algunas condiciones que se hallan para determinar este concepto todas las que le faltan. Porque en verdad, cuando encontramos en la naturaleza tantas producciones, que son para nosotros signos de una causa inteligente, ¿por qué en lugar de muchas causas de esta especie, no concebimos una sola, y por qué en esta causa, en lugar de una gran inteligencia, de un gran poder, y así sucesivamente, no concebimos la omnisciencia, la omnipotencia, etc.? En una palabra, ¿por qué no la concebimos tal como posee estos atributos, de manera que basten a todas las cosas posibles? Y además, ¿por qué no atribuimos a este ser único y omnipotente, no solamente una inteligencia para las leyes y las producciones de la naturaleza, sino una suprema razón moralmente práctica, como a una causa moral del mundo? Este concepto, así completado, ¿no suministra un principio suficiente para el conocimiento de la naturaleza, tanto como la sabiduría moral, y acaso se puede aducir una sola objeción fundada de alguna manera contra la posibilidad de semejante idea? Si además se ponen en acción los móviles del alma, y se realza su interés vivo por el poder de la elocuencia (de que son muy dignos), resultará una persuasión del valor objetivo de la prueba, y aun (en la mayor parte de los casos), cierta ilusión saludable, que no nos permitirá examinar el valor lógico, y que aun nos hará rechazar con indignación toda tentativa semejante, como fundada sobre una duda impía. No hay nada que decir si no se piensa más que en la utilidad pública. Mas como no se puede ni se debe olvidar que esta prueba contiene dos partes diferentes, la una, que se refiere a la teleología física, la otra, a la teleología moral, puesto que la confusión de estas dos partes no permite reconocer dónde reside la fuerza particular de la prueba, en qué parte y cómo se puede elaborar, a fin de poner el valor al abrigo del examen más severo (si se debe ver obligado a reconocer en parte la debilidad de nuestra razón), es un deber para el filósofo (aun cuando no contara para nada el de la sinceridad), de descubrir la ilusión, tan saludable como pueda ser, que pueda producir tal confusión, y distinguir lo que tiene relación con la persuasión de lo que conduce a la convicción (dos modos de adhesión que no difieren solamente en el grado, sino en la naturaleza), a fin de mostrar en toda su verdad el estado del espíritu en esta prueba, y de poderla someter libremente al examen más severo. Una prueba destinada a producir la convicción, puede ser de dos especies: o bien sirve para mostrar lo que el objeto es en sí, o bien lo que es para nosotros (para los hombres en general), conforme a los principios racionales que dirigen necesariamente el juicio que de él formamos (ella versa sobre la verdad o sobre el hombre; esta última expresión aplicándose en su acepción más lata a los hombres). El el primer caso se halla fundada sobre principios propios del juicio determinante; en el segundo, sobre principios propios del juicio reflexivo. En este segundo caso cuando descansa sobre principios puramente teóricos, no puede jamás tender a la convicción; mas si tiene por fundamento un principio racional práctico (que por consiguiente tiene un valor universal y necesario), puede muy bien entonces aspirar a una convicción suficiente, bajo el punto de vista puramente práctico, es decir, a una convicción moral. Una prueba tiende a la convicción, sin convencer todavía cuando es colocada bajo este aspecto, es decir, cuando no contiene más que razones objetivas, que aunque no bastan para dar la certeza, no son solamente principios subjetivos del juicio, propios para producir la persuasión.

     Todas las pruebas teóricas se comprenden, o 1.º, en la prueba por un razonamiento lógicamente rigoroso, o 2.º, cuando este género de prueba no es posible, en la conclusión por analogía, o 3.º, si esto aún no puede tener lugar, en la opinión verosímil, o 4.º, en fin, lo que es el último grado, en la suposición de un principio puramente posible de explicación admitida a titulo de hipótesis. Por lo que yo digo que, desde el primero hasta el último grado, todas las pruebas en general, que tienden a la convicción teórica, no pueden producir ninguna adhesión de este género, cuando se trata de probar la proposición de la existencia de un primer ser, considerado como Dios en el sentido más lato que puede entenderse este concepto, es decir, como una causa moral del mundo, y por consiguiente, como un ser capaz de dar al mundo su objeto final.

     1.º En cuanto a la prueba lógicamente rigurosa que va de lo general a lo particular, se ha demostrado suficientemente en la crítica, que como no hay intuición posible correspondiente al concepto de un ser que es necesario buscar más allá de la naturaleza, y que así este concepto mismo, en tanto que debe determinarse teóricamente por predicados sintéticos, queda siempre problemático para nosotros, no se puede tener de él ningún conocimiento (un conocimiento que ensanche nada la esfera de nuestro saber teórico), y no se puede subsumir el concepto de un ser supra-sensible, bajo los principios generales de la naturaleza de las cosas, para deducir aquel de estos, porque estos principios no tienen valor más que relativamente a la naturaleza, como objeto de los sentidos.

     2.º Se puede muy bien de dos cosas heterogéneas, en el punto mismo de su heterogencidad, concebir la una por analogía con la otra; mas no se puede, apoyándose sobre este punto deducir la una de la otra por analogía, es decir, transportar de la una a la otra este signo de la diferencia específica. Así yo puedo concebir la sociedad de los miembros de una república fundada sobre las reglas del derecho, sirviéndome por analogía de la ley de la igualdad de la acción, o de la reacción en la atracción y en la repulsión recíproca de los cuerpos, mas yo no puedo transportar estas determinaciones específicas (la atracción y repulsión materiales) a esta sociedad, y atribuirlas a los ciudadanos para constituir un sistema que se llama Estado. Del mismo modo podemos muy bien concebir la causalidad del Ser Supremo, relativamente a las cosas del mundo, consideradas como fines de la naturaleza, por analogía con la inteligencia que sirve de principio a las formas de ciertas producciones, que llamamos obras de arte (porque no se trata en esto más que del uso teórico o práctico que nuestra facultad de conocer puede hacer de este concepto, conforme a cierto principio relativamente a las cosas de la naturaleza): mas de que entre los seres del mundo es necesario atribuir inteligencia a la causa de un efecto que juzgamos como una obra de arte, no podemos en manera alguna deducir por analogía que el ser que es enteramente distinto de la naturaleza posee en su relación con ella esta misma causalidad que percibimos en el hombre; porque tocamos aquí justamente al punto de la diferencia que concebimos entre una causa sometida a condiciones sensibles, relativamente a sus efectos, y un ser supra-sensible, conforme al concepto mismo que tenemos de este ser; y no podemos, por consiguiente, transportarle esta cualidad. Precisamente porque no podemos concebir la causalidad divina más que por analogía con un entendimiento (facultad que no conocemos más que en un ser sometido a condiciones sensibles, en el hombre), somos advertidos de que no debemos atribuirle este entendimiento propio.

     3. La opinión verosímil no tiene cabida en los juicios a priori, que nos hacen conocer algo como completamente cierto, o no nos hacen ponocer nada del todo. Mas cuando las pruebas dadas que nos sirven de punto de partida (como aquí los fines de la naturaleza) son empíricas, no se puede por su medio concebir nada más allá del mundo sensible, ni conceder a juicios que intentasen algo semejante el menor derecho a la verosimilitud. En efecto, la verosimilitud es una parte de una certeza posible en cierta serie de razones (razones que se hallan con la suficiente en la relación de las partes al todo) a las cuales se deben poder agregar de manera que completen la prueba insuficiente. Mas si estas razones deben ser homogéneas, como principios de la certeza de un solo y mismo juicio, puesto que sin esto no formarían juntamente un todo (tal como la certeza), no se puede que una parte de estas razones sea encerrada en los límites del mundo sensible, y otra más allá de toda experiencia posible. Por consiguiente, como pruebas puramente empíricas no conducen a nada supra-sensible, y nada puede llenar lo que falta bajo este respecto a la serie de este orden de pruebas, es bello intentar llegar por este medio a lo supra-sensible y a un conocimiento de esto, a lo que no nos aproximamos en nada, y por consiguiente, no puede haber verosimilitud en un juicio sobre lo supra-sensible, fundado sobre argumentos sacados de la experiencia.

     4. Para que una cosa pueda servir como hipótesis a la explicación de un fenómeno dado, es necesario al menos que su posibilidad sea completamente cierta. Todo lo que yo puedo hacer en una hipótesis es renunciar al conocimiento de la realidad (la cual todavía se afirma en una opinión presentada como verosímil); yo no puedo ir más lejos. La posibilidad de lo que yo tomo por principio de explicación debe al menos hallarse fuera de duda, porque de otro modo no habría término para las vanas fantasías del espíritu. Por lo que sería una suposición destituida de todo fundamento el admitir la posibilidad de un ser supra-sensible determinado conforme a ciertos conceptos, porque ninguna de las condiciones necesarias al conocimiento, en lo que concierne a la intuición, es dada, y no queda otro criterio de esta posibilidad, que el principio de contradicción (el cual no puede probar más que la posibilidad del pensamiento y no la del objeto mismo pensado).

     De todo esto resulta que, relativamente a la existencia del ser primero, concebido como Dios, o del alma concebida como espíritu inmortal, no hay para la razón humana, bajo el punto de vista teórico, prueba que merezca obtener nuestra adhesión aún en el menor grado; y esto por la simple razón de que carecemos de todo fundamento para determinar las ideas de lo supra-sensible, puesto que deberíamos tomarlo de las cosas del mundo sensible, lo que no conviene de modo alguno a semejante objeto: y que así, en la determinación de toda ausencia de este objeto, no nos queda más que el concepto de algo que no es sensible, que contiene el último principio del mundo sensible, pero que no nos da ningún conocimiento (que extienda nuestro concepto) de su naturaleza interior.

 

§ XC  De la especie de adhesión producida por una fe práctica

     Cuando no se considera más que la manera en que una cosa puede ser para nosotros (conforme a la constitución subjetiva de nuestras facultades de representacion) objeto de conocimiento (res cognoscibilis) se aproxima entonces a los conceptos, no de los objetos, sino de nuestras facultades de conocer y del uso que estas pueden hacer de la representación dada (bajo el punto de vista teórico o práctico); y la cuestión de saber si alguna cosa es o no objeto de conocimiento, no es una cuestión que concierne a la posibilidad de las cosas mismas, sino a nuestro conocimiento de estas cosas.

     Hay tres especies de objetos de conocimiento: las cosas de opinión (opinabile), las cosas de hecho (scibile) y las cosas de fe (mere credibile).

     1. Los objetos de puras ideas de la razón no son objetos de conocimiento, porque no hay experiencia que pueda suministrar de ellos la exhibición para el conocimiento teórico, y por consiguiente, relativamente a estos objetos, no hay opinión posible. Así, hablar de opinión a priori, es decir un absurdo, y abrir la puerta a las puras ficciones. O bien nuestra proposición a priori es cierta, o bien no contiene nada que reclame nuestra adhesión. Las cosas de opinión son, pues, siempre objetos de un conocimiento, empírico al menos pasible en sí (de los objetos del mundo sensible), pero imposible para nosotros con el grado de penetración de nuestras facultades intelectuales. Así el éter de los nuevos físicos, fluido elástico que penetra todas las demás materias (que se halla íntimamente mezclado con ellas), no es más que una cosa de opinión; mas es tal que si la penetración de los sentidos exteriores fuese llevada al más alto grado, podría ser percibido aunque ninguna observación o ninguna experiencia lo pudiese percibir. Admitir habitantes racionales en los demás planetas, es una cosa de opinión; porque si pudiésemos aproximarnos a ellos, lo que es posible en sí, decidiríamos por la experiencia si los hay o no; mas no nos aproximamos nunca bastante para esto, y la cosa queda en el estado de opinión. Mas tener la opinión que hay en el universo material espíritus puros, pensantes sin cuerpo, es la que se llama una ficción. No es una cosa de opinión, sino una pura idea, la que subsiste cuando se abstrae de un ser pensante todo lo que tiene de material y se le deja el pensamiento. No podemos decidir si el pensamiento subsiste entonces (porque no lo conocemos más que en el hombre, es decir, unido con su cuerpo). Una cosa semejante es un ens rationis ratiocinantis y no un ens rationis ratiocinatoe. En cuanto al concepto de esta última especie de ser, es posible establecer suficientemente, al menos para el uso práctico de la razón, la realidad objetiva, puesto que este uso, que tiene sus principios a priori particulares y apodícticamente ciertos, pide este concepto.

     2. Los objetos de los conceptos cuya realidad objetiva puede probarse (sea por la razón pura, sea por la experiencia, y en el primer caso por medio de datos teóricos o prácticos, mas en todos los casos por medio de una intuición correspondiente) son cosas de hecho (res facti). Tales son las propiedades matemáticas de las magnitudes (en la geometría), puesto que son capaces de una exhibición a priori, por el uso teórico de la razón. Tales son también las cosas o las cualidades de las cosas que pueden ser probadas por la experiencia (nuestra propia experiencia o la de otro, por medio del testimonio). Mas lo que hay de notable es que entre las cosas de hecho se halla también una idea de la razón (a la cual ninguna exhibición puede corresponder en la intuición, y cuya posibilidad por consiguiente, no puede probarse por ninguna prueba teórica): es la idea de la libertad, cuya realidad, como realidad de una especie particular de causalidad (cuyo concepto sería trascendente bajo el punto de vista teórico), tiene su prueba en las leyes prácticas de la razón pura, y conforme a estas leyes, en las acciones reales, por consiguiente, en la experiencia. Es de todas las ideas de la razón la sola cuyo objeto es una cosa de hecho, y debe colocarse entre las scibilia.

     3. Los objetos que relativamente al uso obligatorio de la razón puramente práctica, deben concebirse a priori (sea como consecuencias, sea como principios), pero que son trascendentes para el uso teórico de esta facultad, son simplemente cosas de fe, tal es, el soberano bien para realizar en el mundo por la libertad. La realidad objetiva del concepto del soberano bien no puede demostrarse en ninguna experiencia posible para nosotros, y por consiguiente, de una manera suficiente para el uso teórico de la razón; pero la razón pura práctica nos ordena perseguir este objeto, y por consiguiente, es necesario admitir su posibilidad. Este efecto ordenado así como las solas condiciones de su posibilidad que pudiésemos concebir, a saber, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, son cosas de fe (res fidei), y de todas las cosas, las únicas que pueden ser designadas de este modo. En efecto, aunque las cosas que no podemos aprender más que por la experiencia de otro, por medio del testimonio, sean creídas, estas no son, sin embargo, cosas de fe, porque estas cosas han sido, para uno al menos, testimonio de objetos de experiencia propia, y cosas de hecho o que, al menos se suponen tales. Además debe ser posible llegar por este camino (de la creencia histórica) a la ciencia; y los objetos de la historia y la geografía, como en general todo lo que es al menos posible de saber en condiciones de nuestras facultades de conocer, no entran en las cosas de fe, sino en las cosas de hecho. No hay más que los objetos de la razón pura que pueden ser cosas de fe, pero no en tanto que objetos de la razón pura especulativa, porque es imposible en este caso colocarlos con certeza entre las cosas, es decir, entre los objetos de este conocimiento posible para nosotros. Estas son ideas, es decir, conceptos, de los cuales no se puede asegurar teóricamente la realidad objetiva. Al contrario, el objeto final supremo que debemos perseguir y que sólo puede hacernos dignos de ser nosotros mismos el objeto final de la creación, es una idea que tiene para nosotros realidad objetiva bajo el punto de vista práctico, y es una cosa; mas como no podemos atribuir esta realidad a este concepto bajo el punto de vista teórico, esto no es más que una cosa de fe para la razón pura. Sucede lo mismo con Dios o con la inmortalidad, o con las condiciones que nos permiten, conforme a la naturaleza de nuestra (humana) razón, concebir la posibilidad de este efecto del uso legítimo de nuestra libertad. Mas la adhesión en las cosas de fe es una adhesión bajo el punto de vista práctico puro, es decir, una fe moral, que no prueba nada por el conocimiento de la razón pura especulativa, sino que no se reduce más que a la razón pura práctica, relativamente al cumplimiento de sus deberes y que no extiende la especulación o las reglas prácticas de la prudencia, fundadas sobre el principio del amor de sí mismo. Si el principio supremo de todas las leyes morales es un postulado, la posibilidad de un objeto supremo, y por consiguiente también las condiciones que por sí solas nos permiten concebir esta posibilidad se hallan pedidas por sí misma. Luego el conocimiento de esta posibilidad no nos da, en tanto que conocimiento teórico, ni saber ni opinión relativamente a la existencia y a la naturaleza de estas condiciones; esto no es más que una suposición admitida bajo el punto de vista práctico y necesario de nuestra razón considerada en su uso moral.

     Aun cuando pudiésemos fundar, con alguna verosimilitud, sobre los fines de la naturaleza que nos suministran tan abundantemente la teleología física, un concepto determinado de una causa inteligente del mundo, la existencia de este ser no sería todavía una cosa de fe. Porque como no la admitiríamos en favor del cumplimiento de nuestro deber, sino solamente para explicar la naturaleza, esto sería simplemente la opinión o la hipótesis más conforme a nuestra razón. Mas esta teleología no nos conduce en manera alguna a un concepto determinado de Dios; al contrario no se puede hallar este concepto más que en el de una causa moral del mundo, porque sólo este nos suministra el objeto final, al cual no podemos ligarnos más que conduciéndonos conforme a lo que nos prescribe la ley moral como objeto final, por consiguiente a los deberes que ella nos impone. Así no es más que de su relación con el objeto de nuestros deberes como el concepto de Dios, concebido como la condición de la posibilidad de alcanzar el objeto final de estos deberes, saca la ventaja de obtener nuestra adhesión, como cosa de fe; mas este mismo concepto no puede dar a su objeto el valor de una cosa de fe; porque si la necesidad del deber es bien clara para la razón práctica, sin embargo, la existencia del objeto final de este deber, en tanto que no se halla por completo en nuestro poder, no puede admitirse más que relativamente al uso práctico de la razón, y por consiguiente, no es prácticamente necesaria como el deber mismo.

     La fe (como hábito, no como acto) es un estado moral de la razón en la adhesión que concede a las cosas inaccesibles al conocimiento teórico. Es, pues, este principio constante del espíritu, de tener por verdadero lo que es necesario suponer como condición de la posibilidad del objeto final que la moral nos obliga a perseguir, aunque no pueda percibir ni la posibilidad ni la imposibilidad de este objeto final. La fe (en el sentido natural de la palabra) es la confianza que tenemos de conseguir un objeto, que es obligatorio el perseguir, pero cuya posibilidad no podemos percibir (así como la de las solas condiciones que podríamos concebir). Así la fe que se refiere a objetos particulares que no son objetos de ciencia o de opinión posible (en este último caso, principalmente en materia de historia, sería necesario llamarla credulidad y no fe), es por completo moral. Es una libre adhesión, no a cosas de las que se puede hallar pruebas dogmáticas para el juicio teórico determinante, ni a cosas a las cuales nos creemos obligados, sino a cosas que admitimos en favor de un objeto que nos proponemos conforme a las leyes de la libertad, y no las admitimos como cosas de opinión, sin principio suficiente, sino como teniendo su fundamento en la razón (pero solamente con respecto a su uso práctico) de un modo suficiente para el objeto de esta facultad. Porque sin esto, nuestras ideas; morales, no pudiendo satisfacer las exigencias de la razón especulativa que exige una prueba (de la posibilidad del objeto de la moralidad), no tienen nada de fijas, sino que vacilan entre las órdenes prácticas y la duda teórica. Ser incrédulo significa adherirse a la máxima de que no se debe creer en general en el testimonio; pero falto de fe es, el que, porque no encuentra fundamento teórico para la realidad de estas ideas racionales, les niega todo valor; juzga así dogmáticamente. Mas una falta de fe dogmática no se puede hallar en un espíritu en que dominan las máximas morales (porque la razón no puede ordenar el inclinarse a un objeto mirado como quimérico); no se puede suponer más que una fe dudosa, que no ve en la ausencia de una convicción fundada sobre pruebas de la razón más que un obstáculo, al cual una mirada crítica de los límites de esta facultad puede quitar toda influencia sobre la conducta, concediendo en compensación el predominio a una adhesión práctica.

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     Cuando para poner fin a ciertas tentativas inútiles, se quiere introducir en la filosofía otro principio y darle influencia, se halla una gran satisfacción al ver cómo y por qué estas tentativas debían fracasar.

     Dios, la libertad y la inmortalidad del alma son problemas a cuya solución tienden, como a su único y último fin, todos los trabajos de la metafísica. Por lo que se ha creído que el dogma de la libertad no era necesario más que como condición negativa para la filosofía práctica; pero que, por el contrario, los de la existencia de Dios y de la naturaleza del alma, perteneciendo a la filosofía teórica, deben demostrarse por sí mismos y por hallarse después ligados a lo que exige la ley moral (la cual no es posible más que bajo la condición de la libertad) y constituir así una religión. Mas es fácil comprender que estas tentativas debían fracasar. En efecto, de simples conceptos ontológicos de cosas en general, o de la existencia de un ser necesario, no se puede sacar un concepto de un primer ser determinado por predicados que puedan ser dados en la experiencia y servir de este modo para el conocimiento; y aquel que se apoyara sobre la experiencia de la finalidad física de la naturaleza, no podría administrar una prueba suficiente para la moral, y por consiguiente, para el conocimiento de Dios. Del mismo modo, el conocimiento obtenemos del alma por la experiencia (a la cual nos hallamos limitados en esta vida) no puede darnos un concepto de una naturaleza espiritual, inmortal, y, por consiguiente, un concepto que baste a la moral. La teología y la pneumatología, como problemas de la razón especulativa, no pueden resaltar de datos y de predicados empíricos, puesto que su concepto es trascendente para toda nuestra facultad de conocer. Los dos conceptos de Dios y del alma (relativamente a su inmortalidad) no se pueden determinar más que por predicados, que aunque no sean posibles más que por un principio supra-sensible, deben, sin embargo, probar su realidad en la experiencia, porque así es solamente como es posible el conocimiento de un ser todo supra-sensible. Luego el solo concepto de esta especie que le puede hallar en la razón humana es el de la libertad del hombre sometida a leyes morales, así como al objeto final que la razón le prescribe por medio de estas leyes; y estas leyes y este objeto final sirven para atribuir las primeras a Dios, y el segundo al hombre, atributos que contienen la posibilidad de estas dos cosas, de suerte que de esta idea no se puede deducir la existencia y la naturaleza de estos seres, por otra parte, ocultos para nosotros.

     Así la causa de la inutilidad de los ensayos intentados por el procedimiento teórico para demostración de Dios y la inmortalidad, vienen de que ningún conocimiento de lo supra-sensible es posible por este camino (de los conceptos de la naturaleza). Si, por el contrario, somos más felices por la vía moral (la de concepto de la libertad), es que aquí lo supra-sensible que sirve de principio (la libertad), no suministra solamente por medio de la ley determinada de la causalidad que deriva de él la ocasión del conocimiento de un otro supra-sensible (el objeto final moral y las condiciones de su posibilidad), sino que prueba también, como cosa de hecho, su realidad en acciones, aunque no pueda suministrar más que una prueba admisible únicamente bajo el punto de vista práctico (la sola de que la religión necesita).

     Hay aquí algo muy notable. Entre las tres ideas de la razón pura, Dios, la libertad y la inmortalidad, la de la libertad es el solo concepto de lo supra-sensible que prueba su realidad objetiva en la naturaleza (por medio de la causalidad que en él se concibe) por el efecto que puede haber sen ella, y es precisamente por esto como viene a ser posible el enlace de las otras dos con la naturaleza, y de todas tres juntas con una religión. Nosotros hallamos de este modo un principio capaz de determinar la idea de lo supra-sensible fuera de nosotros, de manera que nos dé un conocimiento, aunque este conocimiento no sea posible más que bajo el punto de vista práctico, y que este mismo principio pueda ponerse en duda por la filosofía puramente especulativa (que también podría dar de la libertad un concepto puramente negativo). Por consiguiente, el concepto de la libertad (como concepto fundamental de las leyes prácticas incondicionales) puede extender la razón más allá de los límites en los cuales el concepto (teórico) de la naturaleza la tendría siempre encerrada sin esperanza.

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OBSERVACIÓN GENERAL SOBRE LA TELEOLOGÍA

     Si se pregunta qué puesto debe concederse, entre las demás pruebas de la filosofía, al argumento moral que no prueba la existencia de Dios más que como una cosa de fe por la razón pura práctica, se reconocerá ciertamente el alcance de estas pruebas, y se verá que no hay aquí que elegir, sino que la filosofía en presencia de una crítica imparcial, debe desechar todas sus pretensiones teóricas.

     Toda adhesión del espíritu, si no carece por completo de fundamento, debe fundarse desde luego sobre una cosa de hecho, y no puede existir otra diferencia en la prueba, sino que la adhesión a la consecuencia que deriva de la cosa de hecho, pueda fundarse sobre esta cosa a título de saber, por el conocimiento teórico, o solamente a título de fe por la razón práctica. Todas las cosas de hecho se refieren, o bien al concepto de la naturaleza, el cual prueba su realidad en los objetos sensibles, dados (o pudiendo ser dados) antes de todos los conceptos de la naturaleza, o bien al concepto de la libertad, que prueba suficientemente su realidad por la causalidad de la razón con referencia a ciertos efectos que esta facultad hace posibles en el mundo sensible y que pide de una manera indispensable en la ley moral. Por lo que, o bien el concepto de la naturaleza (que no pertenece más que al conocimiento teórico), es metafísico y completamente a priori, o bien es físico, es decir, a posteriori, y no puede absolutamente ser concebido más que por medio de una experiencia determinada. El concepto metafísico de la naturaleza (que no supone ninguna experiencia determinada) es, pues, ontológico.

     El argumento ontológico de la existencia de Dios por el concepto de un ser primero es doble: él deriva o bien de predicados ontológicos, que por sí solos nos permiten concebir este ser como completamente determinado, la existencia absolutamente necesaria, o bien de la necesidad absoluta de la existencia de alguna cosa, cualquiera que sea, los predicados del primer ser. En efecto, al concepto de un primer ser pertenecen, para que este ser no sea por sí mismo derivado, la absoluta necesidad de su existencia, y (para que se pueda concebirla) la determinación absoluta de este ser por un concepto, Dos condiciones que no se creía hallar más que en el concepto de la idea ontológica de un ser soberanamente real, y así se formaron dos pruebas metafísicas.

     La prueba que se apoya sobre un concepto puramente metafísico de la naturaleza (y que se llama particularmente prueba ontológica) deriva del concepto del ser soberanamente real su existencia absolutamente necesaria; porque (se dice), si no existiera, le faltaría una realidad, a saber, la existencia. La otra prueba (que se llama también prueba metafísica-cosmológica) deriva de la necesidad de la existencia de alguna cosa (como lo que debe ser necesariamente concebido, cuando una existencia no es dada en la conciencia de mí mismo), la determinación absoluta de este ser, como ser soberanamente real; porque todo lo que existe debe ser enteramente determinado, mas lo que es absolutamente necesario (es decir, lo que debemos reconocer como tal, por consiguiente, a priori) debe ser enteramente determinado por un concepto, condición que puede llevar sólo el concepto de un ser soberanamente real. No es necesario descubrir aquí lo que hay de sofístico en estas conclusiones; ya lo hemos hecho en otra parte; notaremos solamente que si se puede defender esta especie de pruebas a fuerza de sutileza dialéctica, no se puede jamás hacerlas pasar de la escuela al mundo, y darles la menor influencia sobre el sentido común.

     La prueba fundada sobre un concepto de la naturaleza, que no puede ser más que empírica, pero que, sin embargo, debe conducir más allá de los límites de la naturaleza, o del conjunto de objetos de los sentidos, no puede ser más que la de los fines de la naturaleza. El concepto de estos fines no puede ser dado a priori, sino solamente por la experiencia, y sin embargo, promete un concepto de la causa primera de la naturaleza, que entre todos los que podemos concebir conviene sólo a lo supra-sensible, a saber, el concepto de una profunda inteligencia como causa del mundo; y tiene en efecto su promesa, siguiendo los principios del juicio reflexivo, es decir, en virtud de la constitución de nuestra (humana) facultad de conocer. Mas si este argumento puede sacar de los mismos datos este concepto de una inteligencia suprema, es decir, independiente, que es el de Dios, es decir, del autor de un mundo sometido a leyes morales, y por consiguiente un concepto suficientemente determinado por la idea de un objeto final de la existencia del mundo, es esta una cuestión de la que depende todo, sea que deseemos tener un concepto del ser primero que baste teóricamente, al uso de todo el conocimiento de la naturaleza, sea que busquemos un concepto práctico para la religión.

     El argumento que se saca de la teleología física es digno de respeto. Convence al sentido común como al pensador más sutil, y Reimar ha adquirido un honor inmortal por esta obra, que no se ha presentado todavía otra mejor, en donde desenvuelve abundantemente esta prueba, con la solidez y la claridad que le son propias. Mas ¿de dónde saca este argumento una tan poderosa influencia sobre el espíritu, y se trata aquí de una adhesión tranquila, libre, y que no funda sus juicios más que sobre la fría razón (porque se podría referir a la persuasión la emoción y la elevación que dan al espíritu las maravillas de la naturaleza)? Estos no son fines físicos, que todos indican en la causa del mundo una inteligencia impenetrable; son insuficientes, porque no responden a las imperiosas cuestiones de la razón. En efecto (pregunta la razón), ¿por qué estas cosas de la naturaleza hechas con tanto arte; por qué el hombre mismo en el cual debemos detenernos como en el último fin de la naturaleza que podríamos concebir; por qué la naturaleza toda entera, y cuál es el objeto final de un arte tan grande y tan vario? Si se responde que todo esto existe para nuestro placer o para ser contemplado y admirado por nosotros (la admiración cuando uno se detiene, no es otra cosa que un goce de una especie particular), y que en esto consiste el objeto final para el cual el mundo y el hombre mismo han sido creados, la razón no sabría contentarse con esta respuesta; porque por ella el valor personal que el hombre puede darse a sí mismo es una condición sin la cual su existencia no puede ser objeto final. Sin este valor (que sólo puede suministrar un concepto determinado), los fines de la naturaleza no podrían responder a nuestras cuestiones, principalmente porque ellas no pueden darnos un concepto determinado de un Ser Supremo que baste a todo (y que por consiguiente sea único y merezca por esto el nombre de supremo) y de las leyes conforme a los cuales su inteligencia es la causa del mundo.

     Si, pues, la prueba físico-teleológica convence el espíritu como si fuese realmente teológica, esto no es más que para que las ideas de los fines de la naturaleza puedan servir como otras tantas pruebas empíricas para probar una suprema inteligencia; mas es que la prueba moral oculta en el hombre y el ejerciendo sobre él una influencia secreta, se mezcla imperceptiblemente en la conclusión por la cual atribuye un objeto final, encaminándose a la sabiduría, al ser que se manifiesta por un arte, tan impenetrable en los fines de la naturaleza (aunque la percepción de la naturaleza no lo autorice), y llena de este modo arbitrariamente los vacíos de esta prueba. No hay, pues, en realidad, más que la prueba moral que produzca la convicción, y aún no la produce más que bajo el aspecto moral, al cual cada uno se adhiere interiormente. En cuanto al argumento físico-teleológico, tiene otro mérito que el de dirigir el espíritu en la contemplación del mundo de parte de los fines, y por tanto, hacia una causa inteligente del mundo; más la relación moral de esta causa con los fines y la idea de un legislador y de un autor moral del mundo, como concepto teológico, parecen salir naturalmente de esta prueba, aunque esto sea una pura adición.

     Se puede obtener esto también por medio de una exposición ordinaria. En efecto, el sentido común tiene muchas veces gran trabajo para distinguir y separar los diversos principios que confunde más, de los que uno solo le suministra legítimamente su conclusión, porque esta separación reclama mucha reflexión. Mas la prueba moral de la existencia de Dios no se limita a completar la prueba físico-teleológica para hacerla perfecta; ella es por sí misma una prueba particular que restituye la convicción que la otra no da. Esta no puede tener, en efecto, otra misión que elevar la razón, en su juicio sobre el principio de la naturaleza y sobre el orden contingente, pero admirable, que la experiencia sola puede mostrarnos, hacia una causa cuya causalidad tiene su principio en los fines (causa que debemos concebir como inteligente conforme a la naturaleza de nuestra facultad de conocer), y llamando su atención sobre esta causa, hacerla por esto mismo más capaz de la prueba moral. Porque lo que exige este último concepto es tan esencialmente diferente de todo lo que pueden contener y aprender los conceptos de la naturaleza, que se necesita una prueba particular y completamente independiente de la otra, para dar a la teología un concepto suficientemente establecido del Ser supremo y derivar su existencia. La prueba moral (que ciertamente no prueba la existencia de Dios más que bajo el aspecto práctico, pero necesario, de la razón) conservaría todavía toda su fuerza, aun cuando no se hallara en el mundo o que no se hallara más que de una manera equívoca la materia de una teleología física. Se pueden concebir seres racionales rodeados de una naturaleza que no ofrecería ninguna verdad evidente de organización, y que no presentaría, no obstante, más que los efectos de un puro mecanismo de la materia; estos efectos y ciertas formas o ciertas relaciones en las cuales podrían hallar una finalidad puramente accidental, no los conducirían a una causa inteligente, y no hallarían ocasión de fundar una teleología física; mas la razón, que no podría recibir aquí ninguna dirección de los conceptos de la naturaleza, hallaría todavía, en el concepto de la libertad y en las ideas morales que en él se fundan, un motivo prácticamente suficiente de pedir, mas solamente por lo que se refiere al orden irrecusable de la razón práctica, el concepto del Ser Supremo, conforme a este concepto y a estas ideas, es decir, como un verdadero concepto de Dios, y de pedir también la naturaleza (aun nuestra propia existencia) como un objeto final fundado sobre las leyes morales. Mas como el mundo real ofrece a los seres racionales que encierra, una abundante materia para la teleología física (lo que no sería por otra parte necesario), el argumento moral halla aquí la confirmación que puede desear, en el sentido de que la naturaleza puede presentar algo análogo a las ideas (morales) de la razón. El concepto de una causa suprema inteligente (concepto que está muy lejos de bastar a la teología) recibe efectivamente por esto una realidad suficiente para el juicio reflexivo; mas no es necesario para fundar la prueba moral, y esta prueba no sirve para completar y elevar al rango de una prueba el concepto que por sí mismo no contiene nada tocante a la moralidad, desenvolviéndolo conforme al mismo principio. Dos principios también heterogéneos, que la naturaleza y la libertad no pueden dar más que dos pruebas diferentes, y toda tentativa para sacar este de aquella es insuficiente relativamente a lo que debe probar.

     Sería muy satisfactorio para la razón especulativa que la teleología física pudiese dar la prueba que se pide, porque tendríamos la esperanza de fundar una teosofía (se llamaría así este conocimiento teórico de la naturaleza divina o de su existencia que bastara para la explicación de la constitución del mundo, y al mismo tiempo para la determinación de las leyes morales). Del mismo modo si la psicología pudiera suministrarnos el conocimiento de la inmortalidad del alma, daría lugar a la pneumatología, que sería muy agradable a la razón especulativa. Mas por vano que esto pueda ser para nuestra presuntuosa curiosidad, ni la una ni la otra llenan el deseo que experimenta la razón de poseer una teoría fundada sobre la naturaleza de las cosas. Mas la primera en tanto que teología, y la segunda en tanto que antropología, no alcanzan mejor su objeto, tomando por fundamento el principio moral, es decir, el principio de la libertad, y, por consiguiente, conformándose al uso práctico de la razón; es una cuestión que no es necesario perseguir aquí por más tiempo.

     La prueba físico-teleológica no basta a la teología, porque ella no le da ni puede darle un concepto suficientemente determinado del Ser Supremo; porque es necesario llevar este concepto a otro origen, o suplir lo que falta a esta prueba con una adición arbitraria. Vosotros deduciréis de la gran finalidad de las formas de la naturaleza y de sus relaciones recíprocas a una causa inteligente del mundo; mas ¿cuál es el grado de esta inteligencia? Sin ninguna duda vosotros no os podréis lisonjear de llegar por aquí a la inteligencia más alta posible, porque deberíais reconocer entonces que no se puede concebir una inteligencia mayor que aquella de que halláis pruebas en el mundo, y sería atribuiros la omnisciencia. Del mismo modo deduciríais de la magnitud del mundo un grande poder en su autor; mas convendréis que esto no tiene sentido más que relativamente a vuestra facultad de comprender, y como no conocéis lo posible para compararlo con la magnitud del mundo que conocéis, no podréis con tan pequeña medida llegar a la omnipotencia de la causa primera. No obtenéis, pues, por esto un concepto del Ser Supremo que sea determinado y baste a la teología, porque no podéis hallar este concepto más que en el de la totalidad de perfecciones compatibles con una inteligencia en que los datos puramente empíricos no pueden serviros de ningún auxilio. Por lo que, sin este concepto determinado, no podéis deducir una causa inteligente única, sino solamente suponerla (para cualquier uso que esto sea). Se puede sin duda (como la razón no tiene nada que pueda oponer con justo título) permitiros añadir arbitrariamente que cuando se halla tanta perfección, se puede muy bien admitir toda perfección reunida a una causa del mundo, puesto que la razón se acomoda mejor teórica y prácticamente a un principio tan determinado. Mas no podéis, sin embargo, dar este concepto del Ser supremo como probado para vosotros, puesto que no lo habéis admitido más que para que esto sea más cómodo para vuestra razón. No os lamentéis, pues; no vayáis inútilmente contra la pretensión audaz de los que ponen en duda la solidez de vuestros razonamientos; esto sería una vana jactancia, que haría creer que pretendéis disimular la debilidad de vuestro argumento, queriendo convertir una duda libremente expresada sobre el valor de este argumento en una duda impía sobre la santa verdad.

     La teleología moral, por el contrario, que no tiene un fundamento menos sólido que la teleología física, pero que tiene la ventaja de descansar a priori sobre principios inseparables de nuestra razón, suministra lo que es necesario al establecimiento de una teología, es decir, un concepto determinado de la causa suprema, concebida como causa del mundo según leyes morales, y, por consiguiente, como una causa que satisface a nuestro objeto final moral, lo que no supone nada menos que la omnisciencia, la omnipotencia, la omnipresencia, etc., todos atributos que debemos concebir ligados y adecuados al objeto final moral que es infinito; y así es solamente como se puede obtener el concepto de una causa única del mundo, tal como lo exige toda teología.

     De esta manera, también la teología conduce inmediatamente a la religión, es, decir, al conocimiento de nuestros deberes como órdenes divinas, puesto que el conocimiento de nuestro deber y del objeto final que la razón nos propone para ello, puede producir un concepto determinado de Dios, y puesto que este concepto se halla así por su mismo origen inseparable de la obligación para con este ser. Al contrario, aun cuando se pudiera llegar por un procedimiento puramente teórico a un concepto determinado del Ser Supremo (es decir, del Ser Supremo concebido simplemente como causa de la naturaleza), sería todavía muy difícil, aun quizá imposible, sin tener medios para una adición arbitraria, el atribuir a este Ser, por medio de pruebas sólidas, una causalidad regulada sobre leyes morales; y sin esto, no obstante, este pretendido concepto teológico no puede dar un concepto a la religión. Y aun cuando se pudiera llegar a una religión por esta vía teórica, sería por el sentimiento que ella inspiraría (y que es en esto lo esencial), bien diferente de aquella en la cual el concepto de Dios y la convicción (práctica) de su existencia derivan de las ideas fundamentales de la moralidad. En efecto, si supusiéramos primero la omnipotencia, la omnisciencia y los demás atributos del Autor del mundo, como conceptos sacados de otra parte, para aplicar después nuestros conceptos de los deberes a nuestra relación con este ser, estos conceptos tomarían el color de la inocencia o de una sumisión forzada; al contrario, si la ley moral, por el libre respeto que nos inspira y conforme al precepto de nuestra propia razón, nos propone el objeto final de nuestro destino, admitiríamos entre nuestras ideas morales una causa que se conformara con este objeto y pudiese hacerlo posible, y llenos de un verdadero respeto por esta causa, sentimiento que es necesario distinguir bien del temor físico, nos someteríamos a ella voluntariamente.

     Si se pregunta qué nos importa tener una teología en general, es claro que no es necesaria para la extensión o a la rectificación de nuestro conocimiento de la naturaleza, y en general para cualquiera teoría, sino solamente para la religión, es decir, para el uso práctico, especialmente para el uso moral de la razón, bajo el punto de vista subjetivo. Si, pues, se halla que el solo argumento capaz de conducir a un concepto determinado del objeto de la teología es el argumento moral, y si se concede que este argumento no demuestra suficientemente la existencia de Dios más que relativamente a nuestro destino moral, es decir, bajo el punto de vista práctico, y que la especulación queda aquí por completo extraña y no aumenta la menor cosa del mundo la extensión de su dominio, no solamente no nos deberá admirar, sino que no se podrá hallar la adhesión que reclama este género de prueba insuficiente. En cuanto a la pretendida contradicción que se podría hallar entre lo que afirmamos aquí de la posibilidad de una teología, y lo que diría de las categorías la crítica de la razón especulativa, a saber, que ellas no pueden producir un conocimiento más que aplicándose a los objetos sensibles y no a lo supra-sensible, basta para disiparla notar, que las categorías aplicadas aquí a un conocimiento de Dios, no lo son bajo el punto de vista teórico (de manera que determinen lo que es en sí su impenetrable naturaleza), sino solamente bajo el punto de vista práctico. Puesto que yo hallo la ocasión para poner fin a toda falsa interpretación de esta doctrina de la crítica, que es tan necesaria, y que con gran disgusto de los ciegos dogmáticos reduce la razón a sus límites, añadiré aquí la aclaración siguiente:

     Cuando yo atribuyo a un cuerpo la fuerza motriz, y por consiguiente, lo concibo por medio de la categoría de la causalidad, yo lo conozco por esto mismo, es decir, determino el concepto de este cuerpo como objeto en general, por lo que en sí (como condición de la posibilidad de esta relación) conviene a este cuerpo como objeto de los sentidos. En efecto, como la fuerza motriz que yo le atribuyo es una fuerza de repulsión, le es necesario (aunque yo no coloque al lado de él otro cuerpo sobre el cual se ejerza esta fuerza) un lugar en el espacio, y una extensión, es decir, que ocupe cierta porción en aquel; además ocupa esta porción del espacio por las fuerzas repulsivas de sus partes; y, en fin, él no tiene ley según la cual lo ocupe (es decir, que la fuerza repulsiva de las partes debe decrecer en la misma proporción en que crece la extensión del cuerpo, y el espacio que llena con estas partes por medio de esta fuerza). Al contrario, cuando yo concibo un ser supra-sensible como el primer motor, y por consiguiente, por medio de la categoría de la causalidad aplicada a esta determinación del mundo (el movimiento de la materia), yo no lo he de concebir en cualquier lugar del espacio ni como extenso; yo no he de concebirlo ni aun como existente en el tiempo, ni como existente con otro. Yo no poseo, pues, ninguna de las determinaciones que podrían hacerme comprender la condición de la posibilidad de la producción del movimiento para este ser como principio. Por consiguiente, yo no lo conozco, en manera alguna en sí por el predicado de la causa (como primer motor), sino que yo no tengo más que la representación de una cierta cosa que contiene el principio de los movimientos en el mundo, y la relación de estos movimientos a este ser, como a su causa, no suministrándome por otra parte nada que sea propio para la naturaleza de la cosa que es causa, deja por completo vacío el concepto de esta causa. La razón de esto es, que con predicados que no hallan su objeto más que en el mundo, puedo muy bien llegar hasta la existencia de algo que contenga el principio de este mundo, mas no basta la determinación del concepto de este ser, en tanto que ser supra-sensible, porque este concepto rechaza todos estos predicados. Así pues, la categoría de la causalidad, determinada por el concepto de un primer motor, no me enseña en manera alguna lo que es Dios; mas quizá sería yo más afortunado, si buscase en el orden del mundo un medio, no solamente de concebir su causalidad como la de una inteligencia suprema, sino el conocerla por la determinación de este concepto, puesto que la embarazosa condición del espacio y el tiempo aquí ya desaparece. Sin duda la gran finalidad que hallamos en el mundo nos obliga a concebir una causa suprema para esta finalidad, y su causalidad como la de una inteligencia; mas no tenemos el derecho por esto de atribuirle esta inteligencia (como, por ejemplo, podemos concebir la eternidad de Dios o su existencia en todos los tiempos, puesto que no podemos, por otra parte, formamos ningún concepto de la pura existencia en tanto que magnitud, es decir, en tanto que duración, o como podemos concebir la omnipresencia divina o la existencia de Dios en todas partes, para explicarnos su presencia inmediata en cosas exteriores las unas a las otras, sin que, no obstante, podamos atribuir ninguna de estas determinaciones a Dios como algo que nos sea conocido en sí). Cuando yo determino la causalidad del hombre, relativamente a ciertas producciones que no son explicables más que por una finalidad intencional, y concibiéndola como una inteligencia de este ser, no hay razón para que yo me reduzca a esto, pues que yo puedo atribuirle este predicado como una propiedad muy conocida, y conocerle de este modo. Porque yo sé que las intuiciones son dadas a los sentidos del hombre, y son subsumidas por su entendimiento bajo un concepto, y por esto bajo una regla; que este concepto no contiene más que un signo general (abstracción hecha de lo particular) y así es discursivo; que las reglas de que se sirve para subsumir intuiciones dadas bajo una conciencia en general, son suministradas por este entendimiento anteriormente a estas intuiciones, etc.; yo atribuyo, pues, la inteligencia al hombre, como una propiedad por la cual le conozco. Mas si es permitido, y aun inevitable, relativamente a cierto uso de la razón, concebir un ser supra-sensible (Dios) como inteligencia, no es permitido atribuírle esta inteligencia, y lisonjearse de poderle conocer por esto como por uno de sus atributos; porque es necesario descartar aquí todas estas condiciones, bajo las cuales solamente yo conozco un entendimiento. Yo no puedo transportar a un objeto supra-sensible el predicado que no sirve más que para la determinación del hombre, y por consiguiente, yo no puedo conocer por una causalidad así determinada lo que es Dios. Lo mismo sucede con todas las categorías que no tienen sentido para el conocimiento, bajo el punto de vista teórico, cuando no son aplicadas a objetos de experiencia posible. Mas, bajo otro punto de vista, yo puedo y debo concebir aun un ser suprasensible por analogía con un entendimiento, sin pretender conocerlo teóricamente por esto; es cuando esta determinación de su causalidad concierne a un efecto en el mundo que contiene un objeto moralmente necesario, pero imposible para seres sensibles. Porque entonces se puede fundar sobre propiedades y determinaciones de su causalidad concebidas en él simplemente por analogía, un conocimiento de Dios y de su existencia (una teología) que bajo el punto de vista práctico, pero solo bajo este punto de vista (moral) tiene toda la realidad necesaria. Hay, pues, una teología moral posible, porque si la moral puede exceder a la teología en cuanto a sus reglas, no puede en cuanto al objeto final que proponen estas mismas reglas, a menos que no se renuncie a toda aplicación de la razón a la teología. Mas una moral teológica (de la razón pura) es imposible, porque las leyes que la razón no da por sí misma originariamente, y cuya ejecución no ordena en tanto que facultad pura práctica, no pueden ser morales. Del mismo modo, una física teológica no sería nada, porque no propondría leyes físicas, sino mandatos de una suprema voluntad, mientras que una teología física (propiamente físico-teleológica) puede al menos servir de propedéntica a la verdadera teología, sin poderla fundar sobre sus propias pruebas, despertando por la consideración de los fines de la naturaleza, de que ofrece una rica materia, la idea de un objeto final que la naturaleza no puede establecer, y por consiguiente, excitando la necesidad de una teología que determine el concepto de Dios de una manera suficiente para el uso práctico supremo de la razón.

FIN DE LA CRÍTICA DEL JUICIO

 

Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime

1764

Primera sección

 

De los diferentes objetos del sentimiento de lo sublime y de lo bello

     Los diversos sentimientos de placer o de pena, dependen menos de la naturaleza de las cosas exteriores que los excitan, que de la sensibilidad particular de cada hombre. De aquí proviene que los unos hallan placer donde otros no experimentan más que disgusto, y que la pasión del amor es muchas veces un enigma para todos, o que este es vivamente contrariado por una cosa que es completamente indiferente a aquel. El campo de las observaciones de estas particularidades de la naturaleza humana se extiende muy lejos, y aun oculta una rica provisión de descubrimientos tan agradables como instructivos. Yo no dirigiré mi atención por el momento más que sobre algunos puntos notables de este campo, y emplearé más bien el ojo de un observador que el de un filósofo. Como el hombre no se encuentra feliz más que en tanto que satisface una inclinación, el sentimiento que le hace capaz de experimentar grandes goces, sin tener necesidad por esto de talentos extraordinarios, no es ciertamente, poca cosa. Personas muy importantes que no conocen autor más espiritual que su cocinero, ni obras de mejor gusto que las que hay en su bodega, hallarán en propósitos cínicos y en pesadas burlas, un placer tan vivo como el de que se jactan personas dotadas de una sensibilidad muy delicada. El rico que ama la lectura de los libros porque le distrae extraordinariamente; el mercader que no estima otro placer que el de que goza el hombre prudente que calcula las ventajas de su comercio; el voluptuoso que no ama las mujeres más que por el goce físico; el aficionado a la caza que se complace en la de las moscas, como Domiciano, o en la de las bestias salvajes, como A..., todos tienen una sensibilidad que los hace capaces de gozar a su manera, sin tener necesidad de envidiar otros placeres, o aun sin poder formarse una idea de ellos; mas esto no es, sin embargo, lo que debe fijar mi atención. Hay además un sentimiento más delicado, al cual se da este epíteto, sea porque de él se puede gozar mucho más tiempo sin hastío ni fatiga; sea porque suponga, por decirlo así, cierta irritabilidad del alma, que la hace propia al mismo tiempo, para las buenas inclinaciones; sea, en fin, porque anuncie talentos y cualidades superiores de espíritu mientras que, por el contrario, los demás sentimientos pueden hallarse en el hombre más desprovisto de ideas. Este es el sentimiento que quiero considerar bajo uno de sus aspectos. Yo descarto de él esta inclinación para los altos conocimientos, y este atractivo al cual un Keplero era tan sensible, cuando decía, como Bayle refiere, que no daría uno de sus descubrimientos por un reino. Este sentimiento es muy delicado para entrar en esta investigación, que no tocará más que a este otro sentimiento de los sentidos, del cual son capaces también las almas más comunes.

     El sentimiento delicado que queremos examinar aquí, comprende dos especies: el sentimiento de lo sublime y el de lo bello. Los dos nos conmueven agradablemente, mas de diversa manera. El aspecto de una cadena de montañas cuyas cimas cubiertas de nieve se elevan sobre las nubes; la descripción de un violento huracán, o la pintura que nos hace Milton del reino infernal, excitan en todos una satisfacción mezclada de horror. Al contrario, la vista de praderas esmaltadas de flores, valles donde revolotean ruiseñores y por donde pasan numerosos rebaños; la descripción del Elíseo, o la pintura que hace Homero de la cintura de Venus, nos causan también un sentimiento de placer, pero que no tiene nada de divertido y alegre. Para ser capaz de recibir la primera impresión en toda su fuerza, es necesario estar dotado del sentimiento de lo sublime, y para gozar bien de la segunda, del sentimiento de lo bello. Robles elevados y umbrías solitarias en un bosque sagrado son sublimes; tallos de flores, pequeños zarzales y árboles dispuestos en figuras, son bellos. La noche es sublime, el día es bello. Los espíritus que poseen el sentimiento de lo sublime son inclinados insensiblemente hacia los sentimientos elevados de la amistad, del desprecio del mundo, de la eternidad, por la calma y el silencio de una soirée de verano, cuando la luz brillante de las estrellas disipa las sombras de la noche, y cuando la luna solitaria aparece en el horizonte. El día brillante inspira el ardor del trabajo y el sentimiento de la alegría. Lo sublime conmueve, lo bello encanta. La figura del hombre absorbida por el sentimiento de lo sublime, es seria y alguna vez fija y elevada. Al contrario, el vivo sentimiento de lo bello se manifiesta por cierto esplendor brillante en los ojos, por la sonrisa, y muchas veces por una alegría estrepitosa. Alguna vez el sentimiento de lo sublime se halla acompañado de horror o de tristeza; en algunos casos de una tranquila admiración, y en otros se halla ligado al de una belleza extendida sobre un vasto plano. Yo llamaría la primera especie de sublime, lo sublime terrible, la segunda, sublime noble, y la tercera, sublime magnífico. Una profunda soledad es sublime, mas sublime terrible. De aquí viene que las soledades de una inmensa extensión, como los pavorosos desiertos de Chamo en la Tartaria, han llevado siempre a la imaginación a colocar en ellos sombras terribles, duendes y fantasmas. Lo sublime debe siempre ser grande; lo bello puede también ser pequeño. Lo sublime debe ser simple, lo bello puede ser arreglado y adornado. Una gran altura es tan sublime como una gran profundidad; mas esta hace estremecerse, y aquella excita la admiración. De un lado, el sentimiento de lo sublime es terrible; de otro, es noble. El aspecto de una pirámide de Egipto, según refiere Hasselquist, conmueve mucho más que puede uno figurarse por una descripción escrita; mas la arquitectura de ella es simple y noble. La iglesia de San Pedro de Roma es magnífica. Como en este vasto y simple edificio, la belleza, por ejemplo, el oro, los mosaicos, etc., están de tal modo repartidos que el sentimiento que prevale es el de lo sublime, se llama este objeto magnífico. Un arsenal debe ser noble y simple; un palacio de residencia magnífico; un palacio de recreo, bello y adornado.

     Una larga duración es sublime. Si pertenece al pasado, es noble; si se coloca en un porvenir indefinido, tiene algo de imponente. Un edificio que se remonta a la más grande antigüedad, es respetable. La descripción que hace Haller de la eternidad futura inspira un dulce temor, y la que hace de la eternidad pasada, una admiración fija.

 

Segunda sección

De las cualidades de lo sublime y de lo bello en el hombre en general

     La inteligencia es sublime, el espíritu es bello. El atrevimiento es sublime y grande; la astucia, pequeña, pero bella. La circunspección, decía Cromwell, es la virtud de un burgomaestre. La veracidad y la rectitud son simples y nobles; la burla y la adulación amable, son delicadas y bellas. La gracia es la belleza de la virtud. La actividad desinteresada para prestar servicios es noble; la urbanidad y la honradez, son bellas. Las cualidades sublimes inspiran respeto; las bellas, amor. Las personas que están principalmente dispuestas al sentimiento de lo bello, no buscan amigos sinceros, constantes y verdaderos, más que en las circunstancias difíciles; escogen para su sociedad amigos alegres, amables y graciosos. Hay un hombre de tal naturaleza que se estima mucho, demasiado para poderle amar. Inspira admiración, pero está muy por cima de nosotros para que nos atrevamos a acercarnos a él con la familiaridad del amor.

     Los que reunieran en sí las dos clases de sentimientos hallarían que la emoción de lo sublime es más poderosa que la de lo bello, pero que fatiga y no se puede experimentar mucho tiempo, si no alterna con esta última o no se halla acompañada de ella. Es necesario que los grandes sentimientos a que se eleva algunas veces la conversación en una sociedad escogida, se cambien de tiempo en tiempo con ligeras bromas, y que las figuras que agradan hagan, con las figuras serias que conmueven, un bello contraste que introduzca alternativamente y sin esfuerzo las dos especies de sentimiento. La amistad tiene principalmente el carácter de lo sublime, el del amor, el de lo bello. Sin embargo, la ternura y el profundo respeto que entran en el amor, le comunican cierta dignidad y cierta elevación, mientras que la broma y la familiaridad le dan el color de lo bello. La tragedia, según yo, se distingue principalmente de la comedia, en que aquella excita el sentimiento de lo sublime, mientras que esta excita el de lo bello.

     La primera, en efecto, nos muestra generosos sacrificios por el bien de otros, resoluciones atrevidas, en el peligro, y una fidelidad probada. El amor en ella es melancólico, tierno y lleno de respeto. La desgracia de otro en ella excita en el alma del espectador sentimientos simpáticos, y hace latir su generoso corazón; entonces somos dulcemente conmovidos, y sentimos la dignidad de nuestra propia naturaleza. Al contrario, la comedia pone en escena ingeniosas tramas, intrigas sorprendentes, personas de espíritu que saben sacar partido del asunto, tontos que se dejan engañar, bufonerías, y ridículos caracteres. El amor no tiene en ella el aire de pena; es alegre y familiar. Aquí, sin embargo, como en otras cosas, lo noble puede juntarse a lo bello en cierta medida.

     Los mismos vicios y las faltas morales toman algunas veces algunos de los rasgos de lo sublime o de lo bello; al menos hieren así nuestros sentidos, cuando la razón no los ha juzgado todavía. La cólera de un hombre formidable es sublime, como la de Aquiles en la Iliada. En general, los héroes de Homero son sublimes en el género terrible; los de Virgilio, lo son en el género noble. Hay algo de noble en la venganza abierta y atrevida que persigue un violento ultraje, y por ilegítima que pueda ser, el relato que se nos hace de ella, nos causa una emoción mezclada de placer y de terror. Cuando Schah Nadir fue atacado en su tienda por algunos conjurados, Hanway refiere que exclamaba después de haber recibido ya algunas heridas y de haberse defendido con desesperación: Piedad, y os perdono a todos. Uno de ellos le respondía, levantando un sable sobre él: Tú no has mostrado nunca piedad para nadie, y no mereces ninguna. La audacia y la resolución en un malvado son muy dañosas, pero no podemos comprender que se hable de ellas sin estar poseído de las mismas, y entonces, aun cuando se le lleve al suplicio, ennoblece en cierto modo, el que marche con fiereza y desdén. Por otra parte, un proyecto de astucia bien concebido, aun cuando tenga por objeto una picardía, encierra algo que se refiere a un fin y hace reír. La coquetería en el buen sentido, es decir, el deseo de seducir y encantar en una persona, por lo demás graciosa, es quizá reprensible, pero no deja de ser bello, y se prefiere ordinariamente a una continencia reservada y seria. El exterior que agrada en las personas, se refiere tanto al uno como al otro sentimiento. Una alta estatura inspira la consideración y el respeto; una pequeña, inspira más bien la confianza. Los caballos castaños y las yeguas negras nos acercan al de lo sublime; las yeguas cardosas y los caballos blondos se aproximan más al de lo bello. Una edad avanzada se asocia bien con las cualidades de lo sublime, y la juventud con las de lo bello. La misma distinción se aplica también a la diferencia de estados, y hasta en los sentidos debe conservarse esta distinción. Las personas grandes deben vestirse con sencillez cuando más con magnificencia; la compostura y el adorno hacen mejor a las personas pequeñas. Colores sombríos y una disposición uniforme convienen a la vejez; vestidos más claros y de un color vivo y chillón, hacen brillar la juventud. En los diversos estados, en igualdad de fortuna y de rango, el eclesiástico debe mostrar la mayor sencillez, el hombre de Estado, la mayor magnificencia. El chichisbén puede hacer la toilette que le agrade.

     Aun en los accidentes exteriores de la fortuna, se halla algo que, al menos conforme a la opinión de los hombres, se refiere a estos sentimientos. El nacimiento y los títulos hallan ordinariamente los hombres dispuestos al respeto. La riqueza sin el mérito recibe homenajes desinteresados, sin duda porque la idea que de ella formamos se junta a la de las grandes cosas que ella permite realizar. Esta estima recae ocasionalmente sobre muchos pícaros ricos, que no emprenderán jamás nada semejante, y que no tienen la menor idea de los nobles sentimientos, únicos que pueden hacer las riquezas estimables. Lo que agrava la desgracia de la pobreza, es el desprecio que lleva consigo, y que el mérito no podrá enteramente destruir, al menos a los ojos del vulgo, cuando el rango y los títulos no engañan este sentimiento grosero de cualquier modo para su ventaja.

     No hay en la naturaleza humana cualidades loables en que no se pueda ver descender por transiciones infinitas hasta el último grado de la imperfección. La cualidad de lo sublime terrible, desde que cesa de ser natural, viene a dar en lo raro. Las cosas exageradas, en las que se supone sublimidad, aunque no presenten de ella casi nada; son necedades; el que ama lo extravagante y cree en ello, es caprichoso; el gusto de las cosas exageradas hace lo extravagante. Por otra parte, el sentimiento de lo bello degenera; cuando está enteramente dotado de nobleza, viene a ser insípido. Un hombre que cae en este defecto, cuando es joven, es un bobalicón; en una edad mediana es un fatuo.

     Y como es principalmente a la vejez a la que es necesario lo sublime, un viejo fatuo, es la criatura más despreciable del mundo, lo mismo que un joven extravagante es lo más insoportable. La broma y el chiste se refieren al sentimiento de lo bello. Sin embargo, se puede mostrar en esto mucha razón , y por ello referirlos más o menos a lo sublime. Aquel cuya gracia no anuncia esta marcha, bromea, el que bromea sin cesar, es un simple. Se ven algunas veces personas prudentes bromear, y no es necesario poco espíritu para hacer descender la razón de su puesto sin causar ningún daño. Aquel cuyos discursos y acciones no distraen ni entretienen, es fastidioso. El fastidioso que busca, sin embargo, hacer lo uno o lo otro, es insípido. El insípido orgulloso, es un necio.

     Yo quiero hacer un poco más clara, por medio de ejemplos, esta singular investigación de las debilidades humanas, porque cuando no se tiene el buril de Hogarth, es necesario suplir con descripciones lo que falta a la expresión del dibujo. Afrontar resueltamente los peligros para defender los derechos de su patria o de sus amigos, es sublime. Las cruzadas y la antigua caballería, eran raras; los duelos, miserables restos de las falsas ideas que ésta se había formado del honor, son necedades. Retirarse tristemente del ruido del mundo porque nos hallamos justamente fatigados, es noble. La piedad solitaria de los antiguos anacoretas, era rara. Refrenar sus pasiones por principios, es sublime. Las maceraciones, los votos y las demás virtudes monacales, son necedades. Huesos santos, madera santa y otras bagatelas de este género, comprendiendo entre ellos los santos escrementos del gran Lama del Thibet, son necedades. Entre las obras del espíritu y del sentimiento, los poemas épicos de Virgilio y de Klopstok, entran en el género noble, los de Homero y de Milton, en lo gigantesco. Las Metamorfosis de Ovidio, son necedades, y todas las necedades de este género, los cuentos de hadas nacidos de la chochez francesa, son los más miserables que se puede imaginar. Las poesías de Anacreonte se hallan muy cerca de las que se dicen tonterías.

     Las obras de inteligencia, en tanto que los objetos a que se consagran tienen también alguna relación con el sentimiento, se distinguen por los mismos caracteres. La idea matemática de la magnitud inmensa del universo, las meditaciones de la metafísica sobre la eternidad, la Providencia, la inmortalidad del alma, tienen cierta dignidad y contienen algo de sublime. En desquite la filosofía se deshonra muchas veces con vanas sutilezas, y sea cualquiera la profundidad que parezcan anunciar, las cuatro figuras silogísticas, no merecen menos ser colocadas entre las necedades de la escuela.

     En las cualidades morales, la virtud solo es sublime. Hay, sin embargo, buenas cualidades morales que son amables y bellas, y que conformándose con la virtud, pueden considerarse como nobles, sin tener precisamente el derecho de ser colocadas en el número de los sentimientos virtuosos. Este juicio puede parecer, sutil y embrollado; expliquémonos. No se puede ciertamente llamar virtuosa esta disposición de espíritu, que es el origen de ciertas acciones, a las cuales podría la virtud inclinarse también, pero que derivando de un principio que no se conforma más que accidentalmente con la virtud, puede también por su naturaleza misma, hallarse en contradicción con las reglas universales de la misma. Cierta ternura del corazón, que se cambia fácilmente en un vivo sentimiento de compasión, es bella y amable, porque ella anuncia esta benevolente simpatía por la suerte de otros hombres, a la cual, tienden igualmente los principios de la virtud. Mas esta pasión benevolente, es débil, y siempre ciega. Suponed, en efecto, que os obliga a socorrer con vuestro dinero a un desgraciado, pero que hayáis contraído una deuda para con nosotros, y que os habéis colocado por ella fuera de poder cumplir el estrecho deber de la honradez; evidentemente vuestra acción no ha podido provenir de una disposición verdaderamente virtuosa, porque una disposición tal no os habría llevado a sacrificar al entrañamiento de la emoción, una obligación más sagrada. Si, por el contrario, la benevolencia universal proviene en vosotros de un principio, al cual subordináis todas vuestras acciones, la piedad por los desgraciados, subsiste siempre, pero considerándola bajo un punto de vista más elevado, le conserváis su verdadero puesto en el conjunto de nuestros deberes; porque si la benevolencia general es un principio de simpatía por los males de nuestros semejantes, es también un principio de justicia, que os ordena no practicar esta acción. Desde que este sentimiento ha tomado el carácter de universalidad que le conviene, es sublime, pero más frío. Porque no es posible que nuestro corazón esté lleno de ternura por todo hombre, y que cada nueva desgracia extraña le sumerja en la pena; además, el hombre virtuoso no cesaría de derretirse en lágrimas como Heráclito, y toda esta bondad de corazón , no serviría más que para hacer un tierno perezoso1.

     En el número de los buenos sentimientos que son bellos y amables sin ser el fundamento de una verdadera virtud, es necesario contar también la complacencia, o esta inclinación que nos lleva a hacernos agradables a los demás, mostrándoles amistad, accediendo a sus deseos, y conformando nuestra manera de ser con sus sentimientos. Esta afabilidad seductora es bella, y la flexibilidad de un corazón donde reina denota la bondad. Mas está tan lejos de ser una virtud, que si principios superiores no le fijan límites y no le debilitan, puede engendrar todos los vicios. Porque sin considerar que esta complacencia, por las personas que tratamos viene a ser muchas veces injusticia, para aquellas que viven fuera de este pequeño círculo, un hombre que se entregase por completo a esta inclinación, podría tomar todos los vicios sin estar naturalmente dispuesto a ello sino por el deseo de agradar. Así es que, por efecto de una muy amable complacencia, vendría a ser embustero, holgazán, borracho, etc., porque no obra conforme a reglas de buena conducta, sino conforme a una inclinación que es bella en sí, pero que viene a ser insípida cuando no tiene sostén ni principios.

     La virtud no puede, pues, ser ingerida más que sobre principios que la hagan tanto más sublime y tanto más noble cuanto son más generosos. Estos principios no son reglas especulativas, sino la conciencia de un sentimiento que existe en el corazón de todo hombre, y que se extiende mucho más lejos que los principios particulares de la piedad y de la complacencia. Yo creo abrazarlo todo, llamando este sentimiento el sentimiento de la belleza y de la dignidad de la naturaleza humana. El sentimiento de la belleza de la naturaleza humana es el principio de la benevolencia universal, el de su dignidad, el de la estima universal; y si este sentimiento toca a su más alta perfección en el corazón de alguno, este hombre se amará y se estimará, pero solamente, como uno de aquellos a los cuales se extiende su vasto y noble sentimiento.

     Esto no es que, subordinado a una inclinación tan general nuestras inclinaciones particulares, podamos asignar ciertas proporciones a nuestras inclinaciones benevolentes y adquirir esta noble creencia que es la belleza de la virtud.

     Considerando la debilidad de la naturaleza humana y la poca influencia que el sentimiento moral universal habla de ejercer sobre la mayor parte de los corazones, la Providencia ha puesto en nosotros, como suplementos a la virtud, estas inclinaciones auxiliares que, llevando a bellas acciones ciertos hombres poco capaces de dirigirse conforme a principios, pueden servir también para estimular a los demás. La piedad y la complacencia son principios de bellas acciones, que serían quizá ahogadas sin esto por el interés personal; pero estos no son, como hemos visto, principios inmediatos de virtud, aunque sean ennoblecidos por su parentesco con la virtud y aunque tomen su nombre. Yo puedo, pues, llamarlas virtudes adoptivas, para distinguirlas de aquella que se funda sobre principios, y que es la verdadera virtud. Aquellas son bellas y de atractivo, ésta sola es sublime y respetable. Se llama buen corazón el natural en que reinan los buenos sentimientos, y bueno, el hombre que posee este natural; mientras que se atribuye con razón un noble corazón a aquel que es virtuoso por principios, y se le da el título de hombre de bien. Estas virtudes adoptivas tienen al menos una gran semejanza con la verdadera, en que contienen el sentimiento de un placer inmediatamente ligado a las acciones buenas y benévolas. El hombre bueno sin ninguna mira ulterior, y por un efecto inmediato de su complacencia, os mostrará la dulzura y la honradez y experimentará una piedad sincera por la desgracia de otro.

     Mas como esta simpatía moral no basta todavía para llenar la pereza natural del hombre para obrar por razón del interés general, la Providencia ha puesto todavía en nosotros cierto sentimiento delicado destinado a excitarnos o a servir de contrapeso al grosero egoísmo y a las voluptuosidades vulgares. Quiero decir el sentimiento del honor y de su consecuencia, la vergüenza. La opinión que los demás pueden tener de nuestro mérito y el juicio que pueden formar sobre nuestra conducta, son motivos muy poderosos y que obtienen de nosotros muchos sacrificios, y lo que la mayor parte de los hombres no hubiera hecho, ni por un movimiento inmediato de bondad, ni por respeto a los principios, sucede muchas veces por efecto de una simple deferencia a la opinión, muy útil, pero también muy superficial de los demás hombres, como si el juicio de otro determinara nuestro mérito y el de nuestras acciones. Lo que sucede por este impulso no es en manera alguna virtuoso; así el que quiere pasar por tal, oculta cuidadosamente el motivo que lo determina. Este impulso no está tan cerca de la verdadera virtud como la bondad, porque no es inmediatamente determinado por la belleza de las acciones, sino por el estado que produce en otro. Yo puedo, pues, como el sentimiento del honor es un sentimiento delicado, llamar todo lo que este sentimiento produce semejante a la virtud, una brillante apariencia de virtud.

     Si comparamos los diferentes naturales de los hombres, en tanto que una de estas tres especies de sentimiento domina y determina su carácter moral, hallaremos que cada una de ellas se halla estrechamente ligada con uno de los temperamentos que se distinguen ordinariamente, y que además, el defecto del sentimiento moral es principalmente el propio del flemático. Esto no es que el signo característico de estos diversos naturales descanse sobre los rasgos que consideramos aquí, porque en la distinción que se hace ordinariamente, se piense principalmente en los sentimientos más groseros, como en el interés personal, la voluptuosidad vulgar, etc., que no debemos examinar en este tratado. Mas los sentimientos morales más delicados que estudiamos, pueden muy bien ir con tal o cuál de estos temperamentos, y se hallan ligados a ellos la mayor parte del tiempo.

     Un sentimiento íntimo de la belleza y de la dignidad de la naturaleza humana, la resolución y la fuerza de referir a ella todas sus acciones como a un principio universal, son cosas serias y que no conforman ni con un carácter jovial y ligero, ni con la movilidad de un aturdido. Se aproximan aun a la melancolía, en tanto que este sentimiento dulce y noble nace del temor que experimenta un alma en presencia de ciertos obstáculos, cuando llena de una gran resolución, ve los peligros a que debe sobreponerse, y que tiene ante sus ojos una difícil, pero grande victoria que obtener sobre sí misma. La verdadera virtud, la que se funda sobre principios, lleva en sí algo que parece conformar con el carácter melancólico, en el sentido templado de la palabra.

     La bondad, esta belleza y esta sensibilidad delicada del corazón que viene a ser en los casos particulares piedad o benevolencia, según la ocasión, está sometida al cambio de las circunstancias, y como el movimiento del alma no depende en esto de un principio general, toma fácilmente diversas formas, según que los objetos se presenten bajo tal o cuál aspecto. Cuando esta inclinación tiende a lo bello, parece unirse más naturalmente al temperamento que se llama sanguíneo, el cual es ligero y entregado a los placeres. En este temperamento es en donde habríamos de buscar las cualidades amables que hemos llamado virtudes adoptivas.

     El sentimiento del honor es ordinariamente mirado como un signo de complexión colérica, y podemos hallar aquí ocasión de investigar, para retratar tal carácter, las consecuencias morales de este sentimiento delicado, que la mayor parte del tiempo no tiene por objeto más que la envidia de brillar.

     No hay hombre en el cual no se halle algún rasgo de sentimiento delicado, pero el carácter más desprovisto de esta especie de sentimiento, aquel en que se nota principalmente lo que se llama relativamente insensibilidad, es el carácter flemático, que se mira aun como privado de los móviles más groseros, tales como el amor al dinero, etc., móviles que podemos, en todo caso, dejar, porque no entran en este plan.

     Consideremos, sin embargo, más de cerca los sentimientos de lo bello y lo sublime, principalmente en tanto que son morales, en sus relaciones con la división establecida de los temperamentos.

     Aquel cuya sensibilidad se inclina a lo melancólico, no se llama así porque se prive de los goces de la vida y se abandone a una sombría tristeza, sino porque sus sentimientos le llevarán más bien hacia este estado que a ningún otro, si se elevan a cierto grado, o si reciben por cualquiera causa una falsa disección. Hay, principalmente, el sentimiento de lo sublime. La misma belleza, a la cual nos mostramos muy sensibles, no debe solamente encantarle, es necesario que le conmueva, inspirándole la admiración. El goce de los placeres es más serio en él, sin que por esto sea menor. Las emociones de lo sublime tienen algo de más seductor para él que los frívolos atractivos de lo bello. Su bienestar tendrá más contento que viveza. Es constante; así subordina sus sentimientos a los principios. Aquellos se hallan tanto menos sujetos a la inconstancia y al cambio, cuanto estos son más generosos, y cuanto el sentimiento que debe dominar los demás es más extenso. Todos los principios particulares de las inclinaciones se hallan sometidos a muchas excepciones y vicisitudes, cuando no derivan de este modo, de un principio superior. El vivo y amable Alcesto dice: «Yo amo y estimo a mi mujer, porque es bella, halagüeña y sensata.» Mas si una enfermedad la desfigura, o la edad la vuelve adusta, o si cuando se haya disipado el primer encanto no os parece más sensata que otra, ¿qué sucederá? ¿Qué vendrá a ser vuestra inclinación cuando no tenga pretexto? Ved, al contrario al sabio y benévolo Adrasto que se dice a sí mismo: «Yo mostraré a esta persona afección y estima, porque es mi mujer.» Esta manera de pensar es noble y generosa. Los atractivos efímeros tienen bella desaparición; ella no es menos su mujer. El noble principio subsiste, y no está sometido a las circunstancias exteriores. Tal es el carácter de los principios comparados con los movimientos que hacen nacer las circunstancias exteriores; y tal es el hombre que obra conforme a principios, comparado con el que sorprende la ocasión de un buen y generoso movimiento. ¿Qué será, pues, si la voz de su corazón habla así? Yo debo socorrer este hombre, porque sufre; esto no es que sea mi amigo o compañero; esto no es que yo lo crea capaz de pagar un día mi beneficio con su reconocimiento; no se trata en este momento de razonar o de concretarse a cuestiones; es un hombre, y todo lo que toca a los hombres me toca también. Su conducta se apoya entonces sobre el más alto principio de benevolencia que puede haber en la naturaleza humana, y es por completo sublime, tanto por la invariabilidad de este principio como por la universalidad de su aplicación.

     Continúo mis observaciones. El hombre de un humor melancólico, se inquieta poco por el juicio de los demás, y de lo que ellos puedan tener por bueno o verdadero; no se fía más que de sus propias luces; como da a sus motivos el carácter de principios, no es fácil reducirle o llevarle a otras ideas; su constancia degenera en obstinación alguna vez. Ve con indiferencia el cambio de las modas, y desprecia su efecto. La amistad es un sentimiento que le conviene, porque es sublime. Puede muy bien perder un amigo inconstante; mas éste no lo perderá tan pronto; el recuerdo mismo de una amistad extinguida es todavía respetable a sus ojos. Para él la afabilidad es bella, pero un silencio elocuente es sublime. Guarda fielmente sus secretos y los de los demás. Halla la veracidad sublime, y odia la mentira y la disimulación. Tiene un elevado sentimiento de la dignidad de la naturaleza humana. Se estima a sí mismo, y tiene a cada hombre por una criatura que merece la estima. No soporta ninguna baja servidumbre, y su noble corazón no respira más que por la libertad. Todas las cadenas le son odiosas, desde las cadenas doradas que se llevan al cuello, hasta las de pesado hierro que se llevan en los presidios. Es un juez severo para sí mismo y los demás, y le hallaréis de una vez descontento de sí mismo y disgustado del mundo.

     Cuando este carácter viene a degenerar, la gravedad inclina a la tristeza, la piedad al fanatismo, el amor de la libertad al entusiasmo. La ofensa y la injusticia encienden en él el deseo de la venganza; entonces es muy formidable, porque desafía el peligro y desprecia la muerte. Si su sensibilidad se halla turbada, y su razón no está suficientemente esclarecida, cae en lo raro. Inspiraciones, apariciones, tentaciones, todas estas cosas le asaltan. Su inteligencia es todavía más débil, cae todavía más bajo, en las necedades. Sueños proféticos, presentimientos y milagros, he aquí lo que hay para él. Corre el riesgo de llegar a lo caprichoso o extravagante.

     En el hombre cuyo temperamento es sanguíneo, el sentimiento de lo bello domina. Así sus amigos son alegres y vivos. Si no se manifiesta alegre, es que está descontento; porque no sabe casi encerrar en sí mismo su satisfacción. Halla la variedad bella, y ama el cambio. Busca la alegría en sí mismo y alrededor de sí; alegra a los demás, y se muestra buen compañero. Tiene mucha simpatía moral. Goza con la alegría de los demás, y padece con sus pesares. Su sentimiento moral es bello; mas no descansa sobre principios; al contrario, depende siempre inmediatamente de la impresión del momento. Es amigo de todos los hombres, o lo que viene a ser lo mismo, no es propiamente amigo de nadie, aunque sea bueno y benévolo. No disimula. Hoy tendrá para nosotros maneras afables y amistosas, y mañana, si estamos enfermos o en la desgracia, se hallará verdadera y sinceramente enternecido, pero se separará de nosotros dulcemente, hasta que las circunstancias hayan cambiado. No hagáis jamás de él un juez; las leyes son ordinariamente muy severas para él, y se deja seducir por las lágrimas. Es un santo malvado, porque no es ni absolutamente bueno, ni absolutamente malo. Se extravía muchas veces, y viene a ser vicioso, más por complacencia que por inclinación. Es generoso y bienhechor, mas paga mal a sus acreedores, porque tiene más bien bondad que sentimiento de la justicia. Nadie tiene tan buena opinión de su corazón , como él mismo. Aun cuando no tiene mucha estima para sí, no se deja de amar. Cuando su carácter declina, cae en lo insípido, es decir, en las bagatelas y en las puerilidades. Si la edad no disminuye su vivacidad o no le da más inteligencia, corre el riesgo de venir a ser un viejo fatuo.

     Aquel a quien se atribuye una naturaleza colérica, tiene un sentimiento dominante por esta especie de sublime, que se puede llamar lo magnífico. Lo magnífico es propiamente como la aparencia de lo sublime, o como un color muy chillón que nos oculta el interior de la cosa o de la persona, el cual es quizás ordinario y malo, y nos engaña y atrae por el aparato exterior. Del mismo modo que un edificio recubierto de una materia que representa piedras talladas, produce una impresión tan grande como si fuera construido de esta manera, y las cornisas y las pilastras despiertan en nosotros la idea de la solidez, aunque no tengan sostén, y ellas no sostengan nada; del propio modo brillan las virtudes ficticias, oropel de sabiduría y mérito en pintura.

     El colérico juzga su propio mérito y el valor de sus acciones conforme a la apariencia que pueden tener a la vista de los demás. Es indiferente a la, cualidad interior de las cosas y a los motivos de las acciones; no se halla animado de ninguna verdadera benevolencia, ni atraído por la estima. Su conducta es artificial. Es necesario que sepa colocarse en diferentes puntos de vista, a fin de juzgar el efecto que producirá según las diversas posiciones del espectador, porque no se inquieta de lo que es, sino de lo que aparece. Es necesario que conozca bien el efecto que su conducta debe producir fuera, sobre el gusto en general, y las diversas impresiones que hará nacer. Como esta atención y esta prudencia exigen mucha sangre fría y no dejarse cegar por el amor, la piedad ni la simpatía, se evitará también muchas locuras y disgustos en los cuales cae el hombre de temperamento sanguíneo que se entrega al entrañamiento del primer sentimiento. Así parece ordinariamente más razonable que lo es en efecto. Su benevolencia no es más que urbanidad; su estima, ceremonia; su amor, lisonja estudiada. Está siempre satisfecho de sí mismo, cuando toma el aire de un amante o de un amigo, y no es jamás ni lo uno ni lo otro. Busca el brillar por todos modos; mas como todo en él es artificial y ficticio, es ruin y pequeño. Obra conforme a principios más que el de temperamento sanguíneo, que no se conmueve más que por impresiones accidentales; pero sus principios no son los de la virtud; estos son los del honor. No tiene el sentimiento de la belleza o el del valor de sus acciones, sino que no piensa más que en el juicio que de él formará el mundo. Como su conducta, cuando no se ven sus motivos; es por lo demás casi tan generalmente útil como la virtud misma, obtiene del vulgo la misma estima que el hombre virtuoso, mas él se oculta cuidadosamente a los ojos más penetrantes, porque sabe que el descubrimiento de los motivos que le determinan secretamente, le quitarían la estima. Así está muy sujeto a la disimulación; hipócrita en religión, adulador en el trato social, cambiando según las circunstancias en los partidos políticos. Se hace voluntariamente esclavo de los grandes, para venir a ser por este medio el tirano de los pequeños. La ingenuidad, esta bella y noble simplicidad que lleva el sello de la naturaleza y no del arte, le es completamente extraña. Es por lo que cuando sa gusto degenera, el estrépito que produce viene a dar en gritos, es decir, brilla de una manera desagradable. Su estilo y su compostura caen entonces en un galimatías y en la exageración, especie de necedad que es para lo magnífico lo que lo bizarro o lo fantástico, es a lo sublime serio. Cuando está ofendido, recurre a los duelos o a los procesos, y en sus relaciones civiles no se ocupa más que de sus antepasados, de su rango y de sus títulos. En tanto que no es más que vano, es decir, en tanto que no busca más que el honor y no piensa más que en agradar a la vista, es ya insoportable; mas si falto de toda superioridad real y de todo talento, está lleno de orgullo, viene a ser precisamente, como él más temería aparecer, un loco.

     Como en el carácter flemático no entra ningún elemento de lo sublime o de lo bello, al menos en un grado que merezca llamar la atención, este carácter no pertenece al conjunto de nuestras observaciones.

     De cualquier especie que sean los sentimientos delicados de los que nos hemos ocupado hasta aquí, que sean sublimes o bellos, es su suerte común de aparecer siempre falsos y absurdos a aquel que no es decididamente llevado a ellos por la naturaleza. Un hombre que no ama más que las ocupaciones tranquilas y útiles, falto, por decirlo así, de órganos para sentir lo que hay de noble en un poema o en una virtud heroica, prefiere Robinson a Grandisson, y Catón no es para él más que un loco obstinado. Del mismo modo, personas de un natural más serio hallan insípido lo que es un atractivo para los demás, y la simplicidad ingenua de una pastoral o égloga les parece insípida y pueril. Y aun los que no están enteramente privados de estos sentimientos delicados son afectados por ellos de muy diversas maneras, y se ve que este halla noble y lleno de confianza lo que aquel halla grande, pero bizarro. Las ocasiones que hemos tenido de observar el gusto en cosas que no tienen carácter moral, nos suministran el medio de deducir con bastante verosimilitud el carácter de las facultades superiores de su espíritu, y aun de los sentimientos de su corazón. Yo supondría muy bien que aquel que hallara el fastidio en una bella música, no es muy sensible a las bellezas del arte de escribir, o a las delicadas seducciones del amor.

     Hay cierto espíritu de bagatelas que anuncia una especie de sentimiento delicado directamente opuesto a lo sublime. Es el gusto de las cosas que suponen mucho arte y piden mucho trabajo, como los versos que se pueden leer al revés, enigmas, sortilegios, logogrifos, etc. Este es el gusto de todo lo que es compuesto y arreglado con mucho ingenio, mas sin ningún objeto de utilidad, por ejemplo, libros cuidadosamente arreglados sobre las largas tablas de una biblioteca, donde se pasea una cabeza vacía que se concreta a mirarlos; departamentos adornados como los gabinetes de óptica, sostenidos con la mayor propiedad, más habitados por un huésped duro y díscolo. Es el gusto, en fin, de todo lo que es raro, por mediano que pueda ser por otra parte su valor intrínseco, como la lámpara de Epicteto, un guante del rey Carlos XII, y bajo cierto respecto las medallas. Se puede suponer que los que tienen estos gustos son quisquillosos y raros en la ciencia, y que no tienen en sus costumbres el sentimiento de lo que es bello y noble en sí.

     Nosotros tenemos muchas veces la culpa de acusar a los que no perciben el valor o la belleza de lo que nos inspira o nos encanta, por no comprenderlo. No se trata tanto aquí de lo que comprende nuestra inteligencia, como de lo que experimenta nuestra sensibilidad. Sin embargo, las facultades del alma se hallan tan íntimamente ligadas, que se puede las más veces juzgar de los dones del espíritu por la manera en que el sentimiento se manifiesta. Porque es en vano que estos dones hubieran sido prodigados a aquel que no tuviera al mismo tiempo un vivo sentimiento de lo que es verdaderamente noble o bello, y que no hallara en esto un móvil para hacer de estos dones un uso bueno y legítimo.

     Se llama ordinariamente útil, lo que puede satisfacer las necesidades más groseras, como lo que puede procurarnos lo superfluo en la comida y la bebida, o el lujo en nuestro vestido, en nuestros muebles, y la prodigalidad en los festines. Yo no veo, sin embargo, por qué no se pone entre las cosas útiles igualmente todo lo que nos hacen desear nuestros más vivos sentimientos. Si se estima todo sobre esta base, el que no tiene otra guía que el interés personal, no será jamás un hombre con quien se pueda razonar sobre las cosas que exigen un gusto delicado. Para este hombre una gallina valdrá ciertamente más que un papagayo, una holla de hierro más que un vaso de porcelana, un labrador más que todas las cabezas sabias del mundo, y tendrá como una gran falta el darse tanto trabajo para descubrir la distancia de las estrellas fijas, como por no haber hallado el mejor medio de servirse de la carne. ¡Mas qué locura discutir aquí, puesto que nuestros sentimientos no se conforman, y es imposible ponerlos de acuerdo! Sin embargo, no es el hombre, por groseros y vulgares que sean sus sentimientos, el que no puede apercibirse de que los encantos y goces de la vida; los menos indispensables en apariencia, atraen casi todos nuestros cuidados, y que si queremos excluirlos, casi todos nuestros esfuerzos serían sin motivo y sin objeto. Del mismo modo no hay nadie bastante grosero para no presentir que una acción moral, al menos en otro, nos atraerá tanto más cuanto sea desinteresada, y cuanto sus motivos sean más nobles.

     Cuando yo observo alternativamente la parte noble y la débil del hombre, me repruebo a mí mismo de no poderme colocar bajo el punto de vista en que se ven armonizarse estos contrastes, de manera que den un carácter imponente al gran cuadro de la naturaleza humana. Porque yo no ignoro que las posiciones más grotescas, referidas al gran plan de la naturaleza, no pueden causar más que una noble impresión, aunque tengamos la vista muy corta para recibirlas bajo este respecto. Sin embargo, para tirar un golpe de vista rápido sobre este plan, yo creo poder agregar las observaciones siguientes. Aquellos de entre los hombres que obran conforme a principios, son poco numerosos, y esto es un bien en definitiva, porque es fácil extraviarse en estos principios, y el daño que de esto resulta, es tanto mayor, cuanto los principios son más generosos, y la persona que somete a ellos su conducta es más constante. Los que obedecen a buenas inclinaciones, son más numerosos, y esto es excelente, aunque no se pueda casi hacer de ello un mérito para los individuos; porque si estos instintos virtuosos engañan alguna vez, atestiguan el uno en el otro, el gran objeto de la naturaleza, como los otros instintos que dirigen tan regularmente el mundo animal. Los que tienen siempre ante los ojos su querido yo, y refieren a él todos sus esfuerzos, y para el que el interés personal es un gran eje alrededor del cual quisieran hacer girar todo, son los más numerosos; y no se puede en esto tener nada más ventajoso, porque estos son los más activos, los más arreglados y los más prudentes. Dan a todo la consistencia y la solidez, concurriendo, sin quererlo, a la utilidad general, y suministrando los materiales y los fundamentos sobre los cuales almas más delicadas pueden esparcir la belleza y la armonía. En fin, el amor del honor está en todos los corazones, aunque diversamente distribuido, lo que debe dar al conjunto una belleza arrebatadora. Porque aunque la ambición sea una locura, cuando se hace de ella la regla única a la cual se refieren todas sus demás inclinaciones, ello es, sin embargo, excelente como móvil auxiliar. En efecto, obrando en este gran teatro conforme a sus inclinaciones dominantes, cada uno obedece al mismo tiempo a un móvil secreto que le lleva a colocarse en un punto de vista extraño, para poder juzgar la impresión que su conducta debe producir sobre los demás. Así es, que los diversos grupos se reunirán en un cuadro de un magnífico efecto, en donde la unidad reine en medio de la variedad, y en cuyo conjunto sobresalgan la belleza y la unidad de la naturaleza humana.

 

Tercera sección

De la diferencia de lo sublime y de lo bello en la relación de los sexos

     El primero que comprendió todas las mujeres bajo la denominación de bello sexo, quiso quizá decirles algo lisonjero, mas sin duda lo encontró más justo que lo creía él mismo. Porque sin considerar que su figura es en general más fina, sus rasgos más delicados y más dulces, su fisonomía más significativa y de más atractivo en la expresión de la amistad, de la broma y de la afabilidad que entre los hombres, y sin hablar de esta virtud mágica y secreta por la cual nos disponen y nos apasionan para juzgarlas de una manera favorable, se nota principalmente en el carácter de este sexo rasgos particulares que lo distinguen claramente del nuestro, y que son principalmente notados con el sello de la belleza. De otro lado, nosotros podríamos reivindicar la denominación de sexo noble, si no fuera deber de un noble carácter el rechazar los títulos de honor, y querer mejor darlos que recibirlos. Esto no significa que se deba entender por esto que a la mujer falten cualidades nobles, o que el hombre no pueda tener ninguna especie de belleza; al contrario, se quiere que cada sexo reúna estos dos géneros de cualidades, mas de tal suerte, que en la mujer todas las otras ventajas concurran a revelar el carácter de la belleza, al cual debe referir todo lo demás; mientras que por el contrario, lo sublime debe ser el signo característico del hombre, y dominar visiblemente todas sus cualidades. Tal es el principio que debe dirigir todos nuestros juicios, sean de censura o de elogio, sobre los dos sexos; el mismo que hay que tener en cuenta en toda educación, en todo esfuerzo emprendido para conducir el uno al otro a su perfección moral, si no se quiere borrar enteramente esta diferencia halagüeña que la naturaleza ha puesto entre ellos. Porque no basta representarse que hay criaturas humanas ante nuestra vista; no se debe olvidar que estas criaturas no son todas del mismo género.

     Las mujeres tienen un sentimiento innato y poderoso por todo lo que es bello, elegante y adornado. Ya en la infancia aman ellas la compostura. Son propias y muy sensibles para todo lo que puede causar gustos. La lisonja les agrada, y se les puede entretener con bagatelas, con tal de que estén alegres y contentas. Tienen, desde muy temprano, maneras modestas; saben darse un aire fino, y poseerse por sí mismas en una edad en que la juventud más elevada del otro sexo es todavía intratable, torpe y embarazada. Tienen mucha simpatía, bondad y compasión. Prefieren lo bello a lo útil: así son voluntariamente económicas para lo superfluo de sus gastos de manutención, con el fin de poder gastar más en su toilette y compostura. Son muy sensibles a la más pequeña ofensa, y muy hábiles para notar la más ligera falta de atención y de estima. En una palabra, representan en la naturaleza humana el predominio de las bellas cualidades sobre las nobles, y sirven aun para civilizar al sexo masculino.

     Se me dispensará, así lo espero, de la enumeración de las cualidades de los hombres análogas a las de que he hablado, y nos contentaremos con considerarlas, refiriendo las unas a las otras. «El bello sexo tiene tanto espíritu como el sexo masculino, pero es del bello espíritu, mientras que el nuestro es un espíritu profundo, expresión idéntica a la de lo sublime.»

     Es propio de las acciones bellas indicar una gran facilidad, y parecer que se han ejecutado sin ningún trabajo; al contrario, grandes esfuerzos, dificultades enormes, excitan la admiración y pertenecen a lo sublime. Profundas reflexiones, una contemplación larga y sostenida son nobles, pero difíciles, y no convienen casi a una persona cuyos encantos naturales no nos deban dar otra idea que la de la belleza. Estudios fastidiosos, penosas investigaciones, por lejos que una mujer las lleve, borran las ventajas propias de su sexo; podrá muy bien llegar a ser, a causa de la rareza del hecho, el objeto de una fría admiración, mas también comprometerá en esto sus encantos, que le dan tan gran poder sobre el otro sexo. Una mujer que tiene la cabeza llena de griego, como madama Dacier, o que emprende sabias disertaciones sobre la mecánica, como la marquesa del Chatelet, haría muy bien en llevar barba, porque esto expresaría quizá todavía más bien el profundo saber que la ambición. El bello espíritu escoge por objeto todo lo que toca a los sentimientos más delicados; abandona las especulaciones abstractas y los conocimientos útiles pero áridos para el espíritu laborioso, sólido y profundo. Así las mujeres no aprenderán la geometría; ellas no sabrán del principio de la razón suficiente o de las mónadas más que lo que les sea necesario para sentir el chiste esparcido en las sátiras de los pequeños críticos de nuestro sexo. Las bellas pueden dejar turnar los torbellinos de Descartes, si inquietarse, cuando aun la amable Fontanelle querría acompañarlos en medio de los planetas. Ellas no perderán nada del poder de sus encantos, por ignorar todo lo que Algarotti se ha tomado el trabajo de escribir para las mismas sobre las fuerzas atractivas de la materia conforme al sistema de Newton. En la historia, ellas no se llenarán la cabeza de batallas, y en la geografía de plazas fuertes; porque les conviene tan poco sentir el viento del cañón, como a nosotros sentir el almizcle.

     Se dirá que por una astucia maliciosa, los hombres quieren inspirar al bello sexo este mal gusto. Porque sintiendo bien su debilidad para con los encantos naturales de este sexo, y sabiendo que una sola mirada maligna les turba mucho más que la cuestión más difícil, saben también que, desde que las mujeres siguen este gusto, encuentran su superioridad y adquieren una ventaja que muy difícilmente habrían obtenido sin eso, la de halagar con una generosa indulgencia la sensibilidad de su vanidad. El objeto de la ciencia de las mujeres es principalmente la especie humana, y en ella el hombre en particular. Su filosofía no es razonar, sino sentir. Es necesario no perder de vista esta verdad, si se quiere darles ocasión a mostrar su bella naturaleza. No se debe pretender desenvolver su memoria, sino sus sentimientos morales, y esto, no por medio de reglas generales, sino por el resultado de acciones particulares, sobre las cuales se apelará a su juicio. Los ejemplos sacados de la antigüedad y que muestran la influencia que el bello sexo ha ejercido en los negocios del mundo, las diversas condiciones que le han dado los hombres en otros siglos y en países extranjeros, el carácter de los dos sexos cuando se traduce en estos ejemplos, el gato variado de los placeres, he aquí su historia y su geografía. Es bello hacer agradable a una mujer la vista de un mapa que represente el globo terrestre o las principales partes de la tierra. Se consigue esto, poniéndolo ante sus ojos, describiéndole los diversos caracteres de los pueblos, la variedad de sus gustos y de sus sentimientos morales, principalmente si se muestra la influencia sobre las relaciones de los sexos entre sí, y si se agrega a esto algunas simples explicaciones sacadas de la diferencia de los climas, y de la libertad o de la esclavitud de estos pueblos. Importa poco que sepan o ignoren las divisiones particulares de este país, su industria, su poder o su soberano. Del mismo modo, del sistema del mundo no se cuidan de saber más que lo que les es necesario para ser atraídas por el espectáculo del cielo en una bella soirée, es decir, para comprender de alguna manera que existen todavía otros mundos y otras bellas criaturas. Los sentimientos de las pinturas expresivas, el de la música, no de aquella que muestra el arte, sino de la que atrae, todo esto depura y eleva el gusto de este sexo, y se halla siempre ligado a emociones morales. Nunca para las mujeres instrucción fría y especulativa; siempre sentimientos, según comprendo de los que más convengan lo posible al bello sexo. Mas una instrucción de esta naturaleza es rara, porque exige talento, experiencia y un corazón lleno de sentimiento, y las mujeres pueden excederse en toda esta instrucción, porque saben muy bien formarse por sí mismas sin estos auxilios.

     La virtud de las mujeres debe ser bella; la de los hombres noble. Las mujeres evitan el mal, no porque es injusto, sino porque es fastidioso, y las acciones virtuosas son para ellas acciones moralmente bellas. No les hablemos de necesidad, de deber, de obligación. Soportan difícilmente las órdenes y toda violencia brutal. No hacen más que lo que les agrada, y el arte consiste en hacer el bien agradable. Yo casi no creo que el bello sexo se conduzca por principios y no quiero ofenderle con esto, porque los principios son extremadamente raros aun en los hombres. Así, la Providencia puesto en su corazón sentimientos buenos y benévolos, un sentimiento delicado de buena educación y un alma complaciente. Mas no les pidáis sacrificios y grandes esfuerzos sobre sí mismas. Un esposo no debe decir jamás a su mujer que expone una parte de su fortuna por un amigo. ¿Por qué ha de encadenar su humor amable y gracioso, cargando su espíritu con el peso de un secreto importante, del que debe ser el guardador? Muchas debilidades de las mujeres son, por decirlo así, bellos defectos. La ofensa o la desgracia llena su alma tierna de pena. El hombre no debe jamás derramar más que lágrimas generosas; las que le hacen esparcir el sufrimiento o los reveses de la fortuna le hacen despreciable. La vanidad que se refiere de tan diversas maneras al bello sexo, es, si se quiere, un defecto, mas es al menos un bello defecto. Porque sin hablar de la contrariedad que experimentarían los hombres que quisieran adular tanto a las mujeres, si no estuviesen dispuestas a recibir bien sus propósitos, esta inclinación anima todavía sus encantos. Ella las lleva a concederse gracias y una buena subsistencia, a dejar obrar libremente la vivacidad de su espíritu, a brillar y realzar su belleza con todo lo que la moda inventa continamente. No hay nada en esto de ofensa para los demás; se halla aquí, por el contrario, cuando en ella preside el buen gusto, tanto placer, que es estar mal aconsejado censurarlas con aspereza. Una mujer que sobre este punto es demasiado ligera y demasiado frívola, se llama una loca, y este epíteto no encierra un reproche tan duro como cuando se aplica al hombre, cambiando la desinencia, hasta tal punto que entre dos personas que se entienden bien, expresa alguna vez una adulación familiar. Si la vanidad es un defecto, que entre los hombres merece que se le excuse, el orgullo, no es solamente vituperable, como entre los hombres en general, sino que desfigura enteramente el carácter de su sexo; porque este vicio estúpido y fastidioso es completamente opuesto a los modestos y seductores encantos. Una persona que tiene este defecto está n una posición difícil; es necesario que consienta en ser juzgada severamente y sin indulgencia; porque cualquiera que pretende gozar de una gran consideración, dispone al vituperio a todos los que le rodean. El descubrimiento del menor defecto da a todos una verdadera alegría, y el epíteto de loca pierde aquí su significación dulce. Es necesario distinguir bien la vanidad del orgullo. La vanidad busca los sufragios, y honra en cierto modo a estos junto a los que se toma este trabajo; el orgullo se cree ya en plena posesión, y como no se esfuerza en obtenerlos, no obtiene ninguno. Si una sola parte de vanidad no daña en nada a una mujer a los ojos de los hombres, al contrario, cuando es más visible, lleva la división al bello sexo. Las mujeres se juzgan entonces entre sí muy severamente, porque los encantos de la una parecen oscurecer los de la otra, y las que tienen grandes pretensiones de hacer conquistas son rara vez amigas, en el verdadero sentido de la palabra.

     No hay nada más opuesto a lo bello que lo que inspira el disgusto, como no hay nada más distante de lo sublime que lo ridículo. Así no se puede hacer un ultraje más sensible a un hombre que tratarle de loco, y a una mujer que hallarla repugnante. El Espectador inglés sostiene que no hay reproche más fastidioso para un hombre que el de embustero, y para una mujer que el de impúdica. Yo no discuto el valor de esta opinión, para juzgarla según la severidad de la moral. La cuestión aquí no es saber lo que merece en sí el mayor vituperio, sino lo que resiente en el hecho con mayor fuerza. Por lo que yo pregunto a cada uno de mis lectores, si colocándose con el pensamiento en un caso semejante, no percibe mi advertencia. Ninon de Lenclos no tenía la menor pretensión acerca de la castidad, y sin embargo, se hubiera ofendido altamente si uno de sus amantes hubiese mostrado la menor repugnancia a su persona. Se sabe la suerte cruel que experimentó Monadelschi por una expresión ofensiva de este género sobre una princesa que no quería, sin embargo, pasar por una Lucrecia. Es insoportable no poder hacer el mal aun cuando se quisiera, puesto que renunciando a él no se practica más que una virtud muy dudosa.

     Una cosa sirve para apartar las mujeres cuanto sea posible de todo lo que pueda inspirar disgusto, es el amor de la limpieza, que conviene por otra parte a todos los hombres, pero que debe ser mirada como una de las primeras virtudes del bello sexo; las mujeres no pueden casi llevarla muy lejos, mientras que entre los hombres excede alguna vez la medida, y viene a ser entonces algo insípido.

     El pudor es un secreto del cual se sirve la naturaleza para poner límites a una inclinación indomable, que provocada por el grito de la naturaleza, parece conformarse con las buenas cualidades morales, aun cuando se descarte de ellas. Es, pues, muy necesario como suplemento de los principios, porque no hay inclinación que haga sofistas más hábiles para inventar complacientes principios. Ella sirve aun para correr un velo misterioso sobre los designios más legítimos y más importantes de la naturaleza, por temor de que un conocimiento demasiado grande de estos, no nos inspire el disgusto o al menos la indiferencia por el objeto final de una inclinación sobre la cual descansan las más delicadas y vivas de la naturaleza humana. Esta cualidad es principalmente propia del bello sexo y le sienta perfectamente. Así es una despreciable grosería el que se intente embarazar o fastidiar la tierna modestia de las mujeres con esta especie de lisonjas de mal tono que se llama obscenidad. Como a pesar de que se den vueltas cuanto se quiera al rededor del secreto de la naturaleza, la inclinación que nos arrastra hacia el otro sexo es, en definitiva, la causa de los encantos que en él hallamos, y como la mujer es siempre, como mujer, el agradable sujeto de un entretenimiento, en donde respiran dulces costumbres, he aquí por qué sin duda hombres, por lo demás amables, toman de tiempo en tiempo la libertad de hacer entrever a través de sus maliciosas lisonjas, finas alusiones que les merecen el título de malignos, y puesto que no ofenden con miradas demasiado curiosas y no piensan en herir la estima, creen tener el derecho de tratar de mojigata a la persona que las recibe con aire frío y de desprecio. Yo no hablo de esta malicia más que porque se la considera como un sello determinado de buena sociedad, y que en el hecho se ha gastado en ella hasta aquí mucho espíritu; en cuanto al juicio que debe llevar una moral severa, no es el lugar a propósito de esta cuestión, puesto que hablando del sentimiento de lo bello, yo no tengo que considerar ni explicar más que apariencias.

     Las cualidades nobles de este sexo, que sin embargo, como lo hemos hecho notar, no deben jamás hacer despreciable el sentimiento de lo bello, no se anuncian nunca más clara y seguramente que por la modestia, especie de simplicidad y de ingenuidad noble. Se ve brillar una tranquila benevolencia y una estima para los demás, acompañadas de una noble confianza en sí y de una justa apreciación de su persona, que se halla siempre en un carácter sublime. Como este feliz acuerdo seduce por su encanto, inspirando y ordenando la estima, pone todas las demás cualidades brillantes al abrigo de la malignidad del vituperio y la burla. Las personas dotadas de tal carácter, tienen también un corazón formado para la amistad, disposición que no se sabría estimar demasiado entre las mujeres, porque es muy rara, aunque tenga en esto un gran encanto.

     Cuando nuestro objeto es juzgar sentimientos, no podemos saber, a pesar de explicar tanto como sea posible la diferencia de las impresiones que hacen sobre los hombres, la figura y los rasgos del bello sexo. Todo este encanto descansa en el fondo sobre la inclinación que nos lleva hacia él. La naturaleza prosigue su gran designio, y todas las delicadezas que a ella se juntan y que parecen separarse tanto como ellas quieren, no son más que accesorios de ella, y derivan en definitiva todo su encanto del mismo origen. Un gusto bueno y verdadero, que está siempre determinado por esta inclinación, no será más que débilmente atraído por los encantos de la conversación, señas del semblante, los ojos, etc., en una mujer, y como no ve en ella más que el sexo, trata ordinariamente la delicadeza de los dernás de pura burla.

     Aunque este gusto no sea delicado, no es, sin embargo, para despreciarlo. Porque, gracias a él, es como la mayor parte de los hombres obedece de una manera sencilla y segura a la gran ley de la naturaleza. Por esto es por lo que se forman la mayor parte de los matrimonios, al menos en la clase más laboriosa de la sociedad, y cuando un hombre no tiene la cabeza llena de aires encantadores y lisonjeros, de miradas apasionadas, de noble talante, etc., y cuando no comprende nada de todo esto, no atiende más que a las virtudes domésticas, la economía, etc., y aun a la dote. En cuanto al gusto delicado, que exige que se haga una distinción entre los encantos exteriores de las mujeres, se refiere a lo que hay de moral o de inmoral en la figura y en la expresión del aspecto. Considerando los encantos de una mujer bajo este último punto de vista, se la podrá llamar linda. Formas bien proporcionadas, rasgos regulares, una feliz armonía del color de la tez y el de los ojos, estas son bellezas que agradan también en un ramillete de flores y obtienen una fría admiración. El aspecto mismo no dice nada, tiene bello el ser, lindo, y no habla al corazón. Mas cuando la expresión de los rasgos, de los ojos o de la figura, es moral, se reduce al sentimiento de lo sublime o al de lo bello. Una mujer en la que los atractivos de su sexo hacen aparecer principalmente la expresión moral de lo sublime, se llama bella en el verdadero sentido de la palabra; aquella cuya fisonomía o los rasgos del semblante tienen un carácter moral que anuncia las cualidades de lo bello, es agradable; y si lo es en alto grado, encantadora. La primera, bajo un aire tranquilo, en una doble apostura, y en miradas modestas, deja traslucir el esplendor de un alma bella; una sensibilidad tierna, un corazón benevolente, se juntan sobre su rostro y se amparan a la vez de la inclinación y el respeto de nuestros corazones. En los ojos alegres de la segunda, resplandecen la gracia, el espíritu, una fina molicie, una ligera mofa y una frialdad simulada. Yo no quiero dejarme arrastrar demasiado lejos en el análisis de este género, porque en semejante materia, el autor tiene siempre el aire de seguir su propia inclinación. Sin embargo, yo añadiría todavía que el gusto que tienen muchas damas por una tez pálida, pero sana, se explica muy fácilmente. Es que en efecto, esta especie de tez, acompaña comúnmente a un carácter dotado de una sensibilidad más profunda y más tierna, lo que se comprende en lo sublime, mientras que un color encarnado y floreciente anuncia más bien un carácter vivo y alegre; por lo que es más lisonjero para la vanidad inspirar y encadenar, que encantar y seducir. Puede haber en esto personas lindas, pero sin ningún sentimiento moral y sin ninguna expresión; ellas no sabrán ni inspirar ni encantar, si no es este el gusto sólido de que hemos hablado, y al que ocurre alguna vez refinar y hacer una elección a su manera. Es una desgracia que estas bellas criaturas caigan fácilmente en el defecto del orgullo, cuando consultan a su espejo que les muestra su belleza, y que carezcan de sentimientos delicados, porque entonces consideran a todo el mundo indiferente a su vista, excepto la lisonja que tiene sus aspectos y usa de artificio. Uno se explicará quizá conforme a estas ideas, los diversos efectos que la figura de una mujer produce sobre el gusto de los hombres. Yo no hablo de lo que en estos efectos toca demasiado cerca al apetito del sexo, ni de lo que es susceptible de conformar con esta idea particular, de voluptuosidad de que se envuelve el sentimiento de cada uno, porque esto sale de la esfera de su gusto delicado. Quizá Mr. de Buffon, tenga razón al suponer que la figura que hace sobre nosotros la primera impresion, en el tiempo en que la inclinación por el sexo es todavía nueva y empieza a desenvolverse, venga a ser como el tipo, al cual, en lo sucesivo, deberán referirse más o menos todas las demás figuras de las mujeres, para excitar en nosotros estos caprichosos deseos que nos fuerzan, a pesar de la grosería de esta inclinación, a escoger entre diversos objetos. En cuanto al gusto más delicado, yo sostengo que todos los hombres juzgan poco más o menos de una manera uniforme esta especie de belleza que hemos llamado linda figura, y que más allá no sean las opiniones tan opuestas como comúnmente se cree. Las circasianas y las georgianas han parecido siempre muy lindas a los europeos que han viajado por su país. Los turcos, los árabes y los persas, deben tener el mismo gusto, puesto que ellos están muy deseosos de embellecer su población con la mezcla de tan bella raza, y se nota que esto ha salido bien realmente a la raza persa. Los mercaderes del Indostán, no dejan de sacar un gran provecho del detestable comercio que hacen de estas bellas criaturas, llevándolas a las personas ricas y regaladas de su país; y se ve que cualquiera que sea la diferencia que presenten los caprichos del gusto en estas deferentes comarcas, la que ha sido una vez reconocida en la una como superiormente linda, lo será también en todas las demás. Mas si en el juicio que se forma sobre la delicadeza de una figura, se hace entrar la expresión moral de los atractivos, entonces el gusto variará entre los hombres, según sus sentimientos morales, o según las diferentes significaciones que puedan hallar para la figura. Se ven muchas veces figuras, que al primer aspecto no hacen un gran efecto, porque no son completamente lindas, pero que desde que comienzan a agradar, gracias a un más íntimo conocimiento, parecen cautivar mucho más y embellecerse continuamente, mientras que por el contrario, una linda figura que se ofrece al primer golpe de vista, se mira en lo sucesivo con más frialdad. Esto viene sin duda de que los atractivos morales, desde que son sensibles, encadenan más, y como los sentimientos morales necesitan una ocasión para producirse y mostrarse, cada descubrimiento de un nuevo encanto de este género, nos hace sospechar bien de otros todavía, mientras que los placeres que no se ocultan, cuando han producido una vez todo su efecto, no pueden en lo sucesivo impedir la curiosidad amorosa de enfriarse y de cambiarse insensiblemente en indiferencia.

     He aquí una nota que se presenta muy naturalmente en medio de estas observaciones. El sentimiento completamente simple y grosero del apetito del sexo, conduce ciertamente, de la manera más directa, a algún objeto de la naturaleza, y ejecutando su orden, es propio para hacer los individuos dichosos sin rodeo; mas a causa de su universalidad, degenera fácilmente en libertinaje y desorden. De otro lado, un gusto mucho más delicado sirve ciertamente para quitar su grosería a una inclinación impetuosa, y restringiéndolo a un número muy pequeño de objetos, a darle un carácter de moralidad y de urbanidad, mas falta ordinariamente el gran objeto final de naturaleza, y como exige y atiende mucho más que tiene por costumbre dar, hace raramente dichosas las personas que lo poseen. El primero de estos gustos es grosero, porque se reduce a todos los individuos de un sexo; el segundo, es refinado, porque no se reduce propiamente a ninguno: no se ocupa más que de un objeto que se crea la imaginación, y que adorna de todas las nobles y bellas cualidades que la naturaleza reúne rara vez en una sola persona, y que más raramente todavía ofrece a aquél que podría apreciarlas y fuera digno de tal posesión. He aquí por qué se aplaza el matrimonio; por qué se renuncia a él por completo, o lo que es quizá peor todavía, por qué se arrepiente amargamente cuando se ha hecho una elección que no llena el objeto, porque ocurre algunas veces como al cojo de Esopo que encuentra una perla, cuando un grano de arena hubiera llenado mejor su objeto.

     Podemos notar aquí, en general, que por muy atractivas que quedan ser las impresiones de un gusto delicado no se debe emprender, sin embargo, el refinarlo más que con precaución, si no se quiere, atribuyéndole un encanto excesivo, prepararse un origen de pesares y de males. Por poco que la cosa me parezca practicable, yo propondría voluntariamente a las almas nobles depurar este gusto en lo posible, en todo lo que toca a sus propias cualidades o sus propias acciones, pero dejarle en su simplicidad relativamente a sus goces, o a lo que expresan de otros. Si pudiera ser así, ellas se harían dichosas, y los demás con ellas. No se debe jamás olvidar que en cualquier cosa que esto sea, no se debe jamás fundar muy grandes esperanzas sobre la dicha de la vida y la perfección de los hombres, porque el que no cuenta más que sobre lo mediano, tiene la ventaja de ser rara vez defraudada su esperanza por los acontecimientos, mientras que es alguna vez sorprendido por perfecciones inesperadas. La edad, este gran enemigo de la belleza, amenaza todos estos atractivos, y cuando el orden natural se sigue, es necesario que las cualidades sublimes y nobles tomen poco a poco el puesto de las bellas cualidades, con el fin de que, a medida que la persona cese de ser amable, adquiera siempre nuevos derechos al respeto. Es a mi entender, en una bella simplicidad relevada por un sentimiento delicado por todo lo que es de atractivo y noble, en lo que debería consistir toda la perfección del bello sexo en la flor de la edad. Cuando la pretensión a los atractivos viene a debilitarse insensiblemente, la lectura de los libros, el desenvolvimiento del espíritu podría poco a poco dejar a las musas la plaza poco ha ocupada por las gracias, y el marido debería ser el primer señor. Sin embargo, aun cuando llegue esta época de la vejez, tan terrible para todas las mujeres, pertenecen todavía al bello sexo, y se descomponen por sí mismas, cuando, desesperando de poder sostener por más tiempo este carácter, se entregan a un humor fastidioso y adusto. Una persona de cierta edad, que muestra en sociedad un aire dulce y amistoso, cuya afabilidad es mezclada de gracia y de razón que favorece con urbanidad las diversiones de la juventud en las que no toma parte, y que llamando su atención principalmente, muestra el contento que experimenta con la alegría que la rodea, tal persona es todavía algo más fina y más delicada que un hombre de la misma edad, y quizá sea más amable que una joven, aunque en otro sentido. Se podría muy bien reprochar de un poco, de demasiada misticidad a este amor platónico que preconizaba un antiguo filósofo, cuando decía del objeto de su inclinación. Las gracias residen en sus arrugas, y mi alma parece procurar sobre mis labios cuando bajo su boca marchite; mas tales pretensiones son impropias de esta edad. Un viejo que hace de amador es un viejo fatuo, y en el otro sexo estas especies de pretensiones excitan el disgusto. Si nosotros no nos comportamos con urbanidad no debe tomarse esto de la naturaleza, sino del desarreglo de nuestra voluntad.

     Con el fin de no perder de vista mi texto, quiero presentar todavía algunas consideraciones sobre la influencia que los dos sexos pueden ejercer el uno sobre el otro, embelleciendo o ennobleciendo sus sentimientos. Las mujeres tienen un sentimiento particular por lo bello, por relación a lo que se refiere a ellas mismas, y por lo noble, en lo que debe esperarse de los hombres. Los hombres, por el contrario, tienen un sentimiento decidido por lo noble, que conviene a sus cualidades, y por lo bello, en lo que se debe esperar de las mujeres. De aquí debe resultar que el objeto de la naturaleza es dar al hombre más nobleza todavía, y a la mujer más belleza por la inclinación más recíproca de los dos sexos. Una mujer no se inquieta casi por no poseer ciertos conocimientos elevados, por ser tímida y poco propia para los asuntos importantes, etc., etc., es bella y seductora, y esto basta. Al contrario, ella exige todas estas cualidades del hombre, y la sublimidad de su alma no se revela más que por la estima que sabe hacer de sus nobles cualidades, cuando las halla en él. ¿Cómo, sin esto, tantos hombres tan feos, a pesar de su mérito, vendrían a enlazarse a mujeres tan lindas y tan seductoras? El hombre, al contrario, es mucho más exigente en la parte de atractivos o de la belleza de la mujer. La delicadeza de sus rasgos, su ingenuidad graciosa y su seductora amabilidad la indemnizan de la falta de lectura y otros defectos que él mismo debe reparar por sus propios talentos. La vanidad y la moda pueden muy bien dar a estas inclinaciones naturales una falsa dirección, y hacer de un hombre un pequeño señor, y de una mujer una pedante o una amazona; mas la naturaleza busca siempre el reducirnos a ella. Se puede juzgar, conforme a esto, cuánto podría contribuir la inclinación que tenemos por las mujeres a ennoblecernos, si en lugar de una instrucción árida, se desenvolviese en ellas desde muy temprano el sentimiento moral, a fin de hacerlas capaces de sentir lo que conviene a la dignidad y a las cualidades sublimes del otro sexo, y prepararlas con esto a mirar con desprecio los raros melindres, y a no dirigirse a ninguna otra cualidad que el mérito. Es cierto también que el poder de los encantos ganaría con esto en general; porque vemos que el embellecimiento que producen no obra más que sobre almas nobles; las demás no son bastante delicadas para experimentarlo. De una insensibilidad de este género es de la que se lamentaba el poeta Simónides cuando invitado a mostrar sus bellos cantos a los de Tesalia, respondió: Estas gentes son demasiado tontos para dejarse engañar por un hombre como yo. Por otra parte, se ha observado ya que uno de los efectos de la sociedad, es hacer las costumbres de los hombres más dulces, sus maneras más elegantes y más corteses, su sustentación más esmerada; pero esto no es más que una ventaja accesoria. Lo esencial es que el hombre como hombre, y la mujer como mujer, vengan a ser más perfectos, es decir, que la inclinación que tienen los dos sexos obre conforme al voto de la naturaleza, de manera que haga más nobles todavía las cualidades del uno, y más bellas las cualidades del otro. Si los dos llegan de este modo al mayor grado de perfección, el hombre entonces, confiado en su mérito, podrá decir a la mujer: aunque no me ames, yo te obligaré a estimarme; y la mujer, segura del poder de sus encantos, podrá decir al hombre: aunque no me estimes interiormente, yo te obligaré sin embargo a amarme. A falta de semejantes principios, vemos hombres, para agradar, tomar aires afeminados, y alguna vez también (aunque es menos frecuente), mujeres afectar un aire varonil para inspirar la estima; pero se hace siempre muy mal lo que se hace contra el orden de la naturaleza.

     En la vida conyugal, un enlace íntimo no debe formar en cierto modo más que una sola persona moral, animada y dirigida por la inteligencia del hombre y por el gusto de la mujer. Porque no solamente se puede atribuir a aquel más de esta penetración que de la experiencia, y a esta más finura y precisión en el sentimiento, sino que también es lo propio de un noble carácter colocar en la complacencia de un objeto amado el fin de sus esfuerzos; y de otro lado, es propio de una bella alma buscar el contestar a tales intenciones con una amable complacencia. Bajo este respecto, no tiene lugar ninguna lucha de superioridad, y allí donde se levanta, es el signo seguro de un gusto grosero y de una unión mal hecha. Desde que se trata del derecho de mandar, todo el encanto de la unión está ya perdido; porque como es la inclinación lo que debe formarla, está ya a medio romper, cuando el deber comienza a hacerse entender. Toda pretensión de la mujer a tomar un tono duro e imperioso, es odiosa; una pretensión semejante en el hombre, es baja y despreciable. Sin embargo, la sabia disposición de las cosas quiere que toda esta delicadeza, toda esta ternura de sentimiento, no tenga toda su fuerza más que al principio; en lo sucesivo, la costumbre y los asuntos domésticos la quitan insensiblemente y la cambian en esta amistad familiar, en donde el gran arte consiste en entretener todavía algún resto del primer sentimiento, a fin de que la indiferencia y la saciedad, no quiten todo el placer que se hubiera prometido al formar tal unión.

 

Cuarta sección

De los caracteres nacionales en sus relaciones con los diversos sentimientos de lo sublime y de lo bello

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     Los italianos y los franceses, se distinguen principalmente, según yo, entre todos los demás pueblos de Europa, por el sentimiento de lo bello; los alemanes, los ingleses y los españoles, por el de lo sublime. En cuanto a la Holanda, es un país en donde estos sentimientos delicados se hacen notar poco. Lo bello por sí solo es arrebatador, y nos atrae; o bien es alegre, y nos encanta. La primera especie, tiene algo de sublime, y el espíritu, en el sentimiento que en él hay, es pensativo y extasiado; en el sentimiento de la segunda, es alegre y gracioso. Por lo que la primera especie, parece particularmente convenir a los italianos, y la segunda, a los franceses. En el carácter nacional que expresa lo sublime, este es del género terrible y se inclina un poco a lo extraordinario, o bien se tiene el sentimiento de lo noble, o bien todavía el de lo magnífico. Por lo que yo creo atribuir el sentimiento de la primera especie a los españoles; el de la segunda, a los ingleses, y el de la tercera, a los alemanes. El sentimiento de lo magnífico no es original de su naturaleza, como las otras especies de gusto, y aunque el espíritu de imitación se acomoda a todo otro sentimiento, es, sin embargo, más llevado a lo sublime de efecto, porque el sentimiento de este género de sublime no es propiamente más que un sentimiento mixto, en donde entran a la vez el de lo bello y el de lo noble, pero en donde cada uno de estos, considerado por sí mismo, siendo más frío, el espíritu está más libre para seguir ciertos ejemplos, y necesita también de su impulso. Entre los alemanes, el sentimiento de lo bello es, pues, menos vivo que en los franceses, y el sentimiento de lo sublime menos vivo que en los ingleses; pero les convienen mejor los casos en que estos dos sentimientos deben mezclarse; así evitarán las faltas a que pueden conducir la exageración de cada una de estas dos especies de sentimientos.

     Yo no haré más que tocar ligeramente las artes y las ciencias, cuya elección puede confirmar el gusto que hemos atribuido a cada nación. El genio italiano se distingue principalmente en la música, en la pintura, en la escultura y en la arquitectura. Todas estas bellas artes son cultivadas en Francia con un gusto muy delicado, aunque la belleza sea de menos atractivo. El sentimiento de la perfección poética u oratoria inclina más hacia lo bello en Francia y hacia lo sublime en Inglaterra. El chiste delicado, la comedia, la alegre sátira, la jocosidad del amor, un estilo fácil y flexible, todo esto son cosas originales en Francia. Inglaterra, al contrario, es el país de los pensamientos profundos, de la tragedia, del poema épico, de los lingotes de oro que bajo el laminador francés se transforman en hojas delgadas y ligeras. En Alemania, el espíritu brilla aun a través de la locura. Era en otro tiempo chocante, pero gracias a los buenos ejemplos y al buen sentido de la nación, ha adquirido más gracia y nobleza, aunque la primera cualidad sea allí menos ingenua, y la segunda menos atrevida que en los dos pueblos de que acabamos de hablar. El gusto de la nación holandesa por un orden minucioso y por una elegancia que da mucho desasosiego y mucho embarazo, indica poca disposición para estos movimientos naturales del genio, cuya belleza sería sofocada por los cuidados de una tímida presunción. Nada puede ser más opuesto a las artes y a las ciencias que un gusto extravagante, porque este pervierte la naturaleza, que es el tipo de todo lo que es bello y noble: así la nación española muestra poco gusto por las artes y las ciencias.

     Las caracteres de las naciones se reconocen principalmente en sus cualidades morales; es por lo que nosotros vamos a examinar, bajo este punto de vista, sus diversos sentimientos, relativamente a lo sublime y a lo bello.

      El Español es serio, discreto y verídico. Hay en el mundo pocos comerciantes más honrados que los de España. Tiene un espíritu arrogante, y prefiere las bellas acciones a las grandes. Como en la composición de su carácter se halla poca dulzura y benevolencia, es muchas veces duro y aun cruel. El auto de fe no se ha sostenido tanto por la superstición como por el gusto extravagante de la nación, que sellaba con el respeto y el temor el espectáculo de los desgraciados cubiertos de figuras diabólicas del Sambenito, y llevados a la hoguera que alimentaba una bárbara piedad. No se puede decir que los españoles sean magnánimos o más amorosos que ningún otro pueblo, pero son lo uno y lo otro de una manera bizarra e inusitada. Abandonar el arado y pasearse a lo largo de un campo con una gran espada y una capa hasta que pase un extranjero, a bien en una lidia de toros, a donde asisten sin velo en este acto las bellas del país; indicar la soberana de su corazón por medio de un saludo particular, y después, exponer su vida y su honor, luchando contra un animal feroz, estas son sus acciones extraordinarias, raras y que se separan mucho de la naturaleza.

     El italiano parece unir el sentimiento del español al del francés; tiene más sentimiento de lo bello que el primero, y más sentimiento de lo sublime que el segundo. Se puede, según pienso, determinar fácilmente de esta manera los demás rasgos de su carácter moral.

     El Francés tiene un gusto dominante por lo bello moral. Es gracioso, cortés y cumplido. Concede muy pronto su confianza, desea agradar, muestra mucha desenvoltura en sociedad, y la expresión de hombre o de dama de buen tono no se aplica propiamente más que aquel que posee el sentimiento de la urbanidad francesa. Sus sentimientos sublimes mismos, que son numerosos, se hallan subordinados en él al sentimiento de lo bello, y no sacan su fuerza más que de su acuerdo con este último. Desea mostrar su espíritu, y no tiene escrúpulo en sacrificar parte de la verdad a una agudeza u originalidad. Mas en los casos en que no puede emplear ingenio, por ejemplo, en las matemáticas y en las demás artes o en las otras ciencias abstractas y profundas, muestra tanta penetración y solidez como ningún otro pueblo. Una buena palabra no tiene para él un valor pasajero, como en otra parte; se empeña en extenderla y aun en conservarla en libros como un acontecimiento importante. Es ciudadano tranquilo, y se venga de la opresión del gobierno por medio de la sátira, o de discursos en el Parlamento, y cuando los padres del pueblo han mostrado por este medio, según su deseo, una bella apariencia de patriotismo, todo concluye por un glorioso destierro o por canciones en su alabanza. El objeto a que se refieren principalmente los méritos y las cualidades de los franceses, es la mujer. Esto no es que entre ellos sea más amada o más estimada que en otras partes, pero ella les da una excelente ocasión de mostrar en todo su claridad, su espíritu, su amabilidad y sus buenas maneras; por otra parte, las personas vanas de uno u otro sexo, no aman nunca más que a sí mismas; las demás no son más que un juguete para ellas. Sin embargo, como los franceses no carecen de cualidades sino que estas cualidades no pueden ser excitadas en ellos más que por el sentimiento de lo bello, el bello sexo podría tener en Francia una influencia más poderosa que en otras partes sobre la conducta de los hombres, llevándoles a las nobles acciones, si se piensa en levantar un poco esta dirección del espíritu nacional. Es enfadoso que no puedan reinar.

     El defecto a que se acerca más el carácter de esta nación, es la frivolidad, o para emplear una expresión más culta, la ligereza. Trata como un juego cosas importantes, y bagatelas como cosas serias. El francés en su vejez canta todavía canciones jocosas, y se muestra en cuanto puede galante cerca de las damas. Yo puedo invocar aquí en mi apoyo grandes autoridades en la nación misma de que hablo, y para colocarme al abrigo de toda recriminación, me puedo poner detrás de un Montesquieu y de un d'Alembert.

     El Inglés es frío al primer paso en sus resoluciones, e indiferente a la vista de un extranjero. Es poco llevado a las pequeñas complacencias; mas desde que viene a ser vuestro amigo, está dispuesto a haceros los mayores servicios. Se inquieta poco por parecer espiritual en sociedad, o de mostrar en ella bellas maneras, pero es sensato y reposado. Es un mal imitador; no se inquieta del juicio de otro, y no sigue más que su propio gusto. En sus relaciones con las mujeres, no tiene la galantería francesa, pero les manifiesta mucha más estima, y la lleva aún quizá demasiado lejos, concediéndolas en el matrimonio una autoridad ilimitada. Es constante, alguna vez hasta la obstinación, atrevido y resuelto, muchas veces hasta la temeridad, y fiel a los principios que le dirigen, casi siempre hasta la terquedad. Cae fácilmente en la originalidad, no por vanidad, sino porque se inquieta poco por otros, y no hace voluntariamente violencia a su gusto por complacencia o por imitación. Es por lo que se lo ama raramente tanto como al francés, mas cuando se le conoce, se le estima ordinariamente bastante.

     El Alemán tiene un sentimiento que tiene a la vez del de el inglés, y del de el francés, pero parece referirse más al primero, y la gran semejanza que tiene con el segundo, es artificial y proviene de la imitación. Él enlaza felizmente el sentimiento de lo sublime al de lo bello, y aunque no se iguale al inglés en el primero y al francés en el segundo, excede a los dos en lo que de ambos toma. Muestra en el comercio de los hombres más complacencia que el inglés, y no se conduce en sociedad con una vivacidad tan agradable y con tanto espíritu como el francés, muestra más modestia y juicio. En amor, como en toda otra cosa, es bastante metódico, y como para él lo bello no va sin lo noble, es bastante frío para poder tener en cuenta consideraciones de urbanidad, de punto y de dignidad. Así la familia, el título y el rango, son para él en el amor, como las relaciones civiles, cosas de grande importancia. Se inquieta mucho más que los precedentes del qué se dirá, y si siente en sí mismo el deseo de algún gran perfeccionamiento, esta debilidad que le impide atreverse a ser original, aunque tenga todo lo que debe para ello, y este cuidado exagerado de la opinión de otro, quitan toda consistencia a sus cualidades morales, haciéndolos variables y dándoles un aire prestado.

     El Holandés es nauralmente amigo del orden y del trabajo, y como no piensa más que en lo útil, tiene poco gusto por lo que es bello o sublime en un sentido más elevado. Un gran hombre, para él, no significa otra cosa que un hombre rico; por amigos, entiende sus corresponsales, y encuentra muy enojosa una visita que no le reporta nada. Contrasta con el francés y con el inglés, y es en cierto modo un alemán muy flemático.

     Si ensayamos aplicar estas notas a algún caso particular, por ejemplo, al sentimiento del honor, hallaremos las diferencias siguientes en los caracteres de las naciones. El sentimiento del honor es en el francés, vanidad, en el español, arrogancia, en el inglés, soberbia, en el alemán, orgullo, y en el holandés, presunción. Estas expresiones parecen sinónimas al primer aspecto, mas designan diferencias muy notables. La vanidad busca la aprobación, es veleidosa y variable, pero un exterior cortés. La arrogancia se atribuye toda especie de méritos imaginarios, se cuida poco del voto de otro; sus maneras son duras e insolente. La soberbia no es verdaderamente más que la conciencia de su propio mérito, el cual puede muchas veces ser real (y es porque se habla algunas veces de una noble soberbia, mientras que no se puede atribuir a nadie una noble arrogancia, porque la arrogancia indica siempre una estima de sí mismo exagerada o falsa); el hombre soberbio se muestra a la vista de los demás indiferente y frío. El orgullo es un compuesto de soberbia y vanidad. Necesita homenajes; así los títulos, la genealogía y el fausto le convienen. El alemán tiene principalmente esta debilidad. Las expresiones muy gracioso, muy favorable, muy bien nacido, todas las expresiones enfáticas de este género hacen su lengua dura y embarazada, y destierran esta bella simplicidad que otros pueblos pueden dar a su estilo. Las maneras del orgulloso en sociedad son ceremoniosas. El hombre presuntuoso es un orgulloso que muestra claramente en su conducta el poco caso que hace de los demás. Sus maneras son groseras. Este miserable defecto es completamente opuesto a un gusto delicado, por lo que es evidentemente estúpido; porque el medio de satisfacer el sentimiento del honor, no es seguramente excitar en derredor de sí el odio y la mordiente sátira, anunciando el desprecio de todo el mundo.

     En amor, el alemán y el inglés tienen poco reparo, y su gusto no carece de delicadeza, pero es principalmente bueno y verdadero. El italiano es en esto refinado, el español fantástico y el francés curioso.

     La religión de la parte del mundo que habitamos no viene de ningún gusto particular, sino que tiene un origen respetable. Así es, que solamente en los extravíos en que caen los hombres en materia de religión y en todo lo que verdaderamente le pertenece, es en donde podemos hallar indicios de las diversas cualidades nacionales. Yo reduzco estos extravíos a las ideas generales siguientes: credulidad, superstición, fanatismo e indiferencia. La credulidad es casi siempre la herencia de la porción ignorante de cada nación, de todos aquellos en que se nota apenas sentimiento delicado. La persuasión nace en ellos de la tradición y del efecto exterior, sin que ningún sentimiento delicado contribuya a determinarla. Se hallan en el Norte pueblos enteros de esta especie. La credulidad, cuando se junta a un gusto raro, viene a ser la superstición. Este gusto es, por lo mismo, un principio que nos lleva a creer fácilmente, y de dos hombres de los que el uno estuviera poseído de este espíritu, mientras que el otro tuviera un carácter más frío y más mesurado, el primero, aunque fuese superior al segundo por su inteligencia, estaría, sin embargo, mucho más dispuesto por su inclinación dominante a creer algo sobrenatural, que este último, a quien no su naturaleza vulgar y flemática, sino su penetración, evita esta especie de extravío. El supersticioso se complace en colocar entre él y el supremo objeto de nuestra veneración ciertos hombres poderosos y maravillosos, gigantes de santidad, por decirlo así, a los que la naturaleza obedece, cuyas conjuraciones abren o cierran las puertas del Tártaro, y que tocando el cielo con su cabeza, tienen, sin embargo, los pies en este bajo mundo. Es por lo que las lumbreras de la sana razón hallan en España grandes obstáculos, no porque ellas hayan de disipar la ignorancia, sino porque hayan un gusto singular, para el que lo natural es cosa vulgar, y que no creería en el sentimiento de lo sublime, si el objeto no fuera raro. El fanatismo es, por decirlo así, una piadosa presunción; nace de cierta soberbia y de una confianza exagerada en sí mismo, que hace que nos creamos acercarnos a la naturaleza celeste y elevarnos por un vuelo maravilloso sobre el orden ordinario y prescrito. El fanático no habla más que de inspiración inmediata y de vida contemplativa, mientras que el supersticioso hace votos ante las imágenes de los santos, grandes artífices de milagros, y pone su confianza en ciertas ventajas imaginarias o inimitables de otras personas de su propia naturaleza. Los extravíos del sentinitento religioso, como hemos notado más arriba, son indicios del sentimiento nacional, y así es que el fanatismo, al menos en el tiempo anterior, se ha encontrado principalmente en Alemania y en Inglaterra, como en desenvolvimiento exagerado de los nobles sentimientos que pertenecen al carácter de estos pueblos. En general, cualquier impetuosidad que muestre al pronto no es mucho menos dañosa que la inclinación a la superstición, porque un espíritu exaltado por el fanatismo se enfría poco a poco y concluye por recaer en su moderación ordinaria y natural, mientras que la superstición echa insensiblemente profundas raíces en un natural apacible y pasivo, y quita al hombre encadenado toda vuelta a ideas menos peligrosas. Por último, un hombre vano y frívolo no tiene un vivo sentimiento de lo sublime, y su religión, falta de toda emoción, no es, las más veces sino un asunto de moda, del cual se ocupa con la mayor gracia posible, pero que le deja frío. Allí está la indiferencia, a la cual el espíritu francés parece principalmente inclinado. De esta indiferencia a la broma no hay más que un paso, y bien examinado en el fondo, se separa muy poco de un completo desistimiento.

     Si echamos una rápida ojeada sobre las demás partes del mundo, hallaremos que el Arahe es el más noble de los Orientales, aunque su gusto degenere en rareza. Es hospitalario, generoso y sincero, pero sus relatos, su historia y en general sus sentimientos se hallan mezclados siempre con lo maravilloso. Su exaltada imaginación le representa las cosas bajo formas exageradas y raras, y la manera misma con que su religión se propagó fue una maravilla. Si los árabes son en cierto modo los españoles del Oriente, los Persas son los franceses del Asia. Son buenos poetas, corteses y de un gusto muy delicado. No se muestran muy rigurosos observadores del Islamismo, y su carácter inclinado a la alegría les permite una interpretación bastante mitigada del Korán. Se podrían mirar los Japoneses como los ingleses de esta parte del mundo, pero no se les parecen más que por su constancia, que llevan hasta la mayor obcecación y por su valor y su desprecio de la muerte. Por lo demás, se hallan en ellos pocas señales de un sentimiento muy delicado. Los Indios tienen un gusto dominante por esta especie de necedades que tocan en lo raro. Su religión consiste en necedades de este género. Ídolos de una figura monstruosa, el inestimable diente del poderoso mono Hanumau, las penitencias que contra la naturaleza imponen los faquirs (especie de monjes mendicantes), etc., son de su gusto. El sacrificio voluntario que las mujeres hacen de sí mismas sobre la misma hoguera que devora los restos de sus maridos, es una horrible extravagancia. Nada hay más tonto ni más fastidioso que los cumplimientos prolijos y estudiados de los Chinos. Sus pinturas mismas son raras y representan figuras extraordinarias y fuera de la nataraleza, tales, como no se reconocen en el mundo. Tienen también necedades respetables, porque son de un uso muy antiguo, y ningún pueblo del mundo les aventaja en esto.

     Los Negros de África no han recibido de la naturaleza ningún sentimiento que se eleve por cima de lo insignificante. Hume desconfía que se le pueda citar un solo ejemplo de un negro que haya mostrado talento, y sostiene que entre los miles de negros que se transportan lejos de su país, y de los que un gran número han sido puestos en libertad, no se ha encontrado jamás uno solo que haya producido algo grande en el arte, o en la ciencia, o en alguna otra noble ocupación, mientras que se ve a cada instante blancos elevarse desde las últimas clases del pueblo y adquirir consideración en el mundo por talentos eminentes. Tan grande es la diferencia que separa estas dos razas de hombres, tan distintas la una de la otra por las cualidades morales como por el color. La religión de los fetiches, tan extendida entre ellos, es una especie de idolatría tan miserable y tan necia como no se creería posible en la naturaleza humana. Una pluma de ave, un cuerno de vaca, una concha, o toda otra cosa de este género, desde que ha sido consagrada por algunas palabras, viene a ser un objeto de veneración y se invoca en los juramentos. Las negras son muy vanas, pero a su manera, y tan habladoras, que es necesario separarlas a bastonazos.

     Entre todos los salvajes, no hay pueblo que muestre un carácter tan sublime como los de América del Norte. Tienen un vivo sentimiento del honor, y buscando para adquirirle, difíciles aventuras a cien millas de su país, tienen el mayor cuidado de no aparecer que lo borran, cuando sus enemigos, tan crueles como ellos, buscan después de haberlos preso, arrancarles imperceptibles suspiros con los más crueles tormentos. El salvaje del Canadá es por otra parte sincero y recto. Sus amistades son tan extraordinarias y tan entusiastas como nunca se ha referido desde los tiempos fabulosos. Es extremadamente fiero, siente todo el valor de la libertad, y no sufre aun cuando se trate de su educación, los procedimientos que le hacen sufrir una baja sujeción. Probablemente es a los salvajes de este género a los que Licurgo dio leyes, y si se hallara un legislador entre estas seis naciones, se vería formarse una república espantosa en el Nuevo Mundo. La empresa de los Argonautas difiere poco de las expediciones guerreras de estos pueblos, y Jasón no tiene sobre Attaka-Kulla-Kulla más que la ventaja de llevar un nombre griego. Todos estos salvajes apenas tienen el sentimiento de lo bello en el sentido moral, y el perdón generoso de una ofensa, esta noble y bella virtud, es una cosa enteramente desconocida entre ellos; la miran, por el contrario, como una miserable flojedad. La bravura es el mayor mérito del salvaje, y la venganza su más dulce goce. Se halla entre los demás naturales de esta parte del mundo pocas señales de un carácter inclinado a sentimientos más delicados, y una apatía extraordinaria es el carácter distintivo de esta especie de hombres.

     Si consideramos las relaciones de los sexos entre sí, en las diversas partes del mundo, hallaremos que sólo el europeo ha hallado el secreto de adornar el amor con tantas flores y dar a esta poderosa inclinación tal carácter, que no solamente ha mostrado los encantos sino que a esto ha juntado la mayor decencia. Los Orientales tienen sobre este punto el gusto más falso. No teniendo ninguna idea sobre lo bello moral que puede juntarse con esta inclinación, pierden por esto hasta el precio que pueda tener el placer de los sentidos, y sus harems son para ellos fuentes de intranquilidades continuas. El amor les hace cometer toda especie de necedades; la principal es el cuidado que toman de asegurar la primera posesión de esta alhaja imaginaria, que no tiene precio más que en tanto que se la destroza, y cuya existencia da lugar en Europa a tan malas sospechas; emplean para conservarla los medios más inicuos, y muchas veces los más vergonzosos. Así las mujeres están condenadas en este país a una eterna cautividad: esclavas cuando son hijas, vienen a serlo después de un marido muy inepto y siempre sospechoso. En el país de los Negros, se puede buscar otra cosa, que lo que se halla en efecto en todas partes, es decir, el sexo femenino en la más rigurosa esclavitud. Un infame es siempre un señor duro para los que son más débiles que él; así es que entre nosotros, tal hombre es un tirano en su casa el que fuera de ella apenas se atreve a mirar a alguno, cara a cara. El padre Labat refiere, que un carpintero negro, a quien había reprendido la dureza de su conducta para con su mujer, le contestó: «Vosotros, sabios, sois verdaderos locos porque comenzáis por conceder mucho a vuestras mujeres, y en seguida os quejáis de que os hagan rodar la cabeza.» Se podría creer que hay en esta respuesta algo que merezca reflexión, mas el gracioso era negro de la cabeza a los pies, prueba evidente de que no sabía lo que decía. Entre todos los salvajes no hay ninguno entre los que las mujeres gocen de mayor consideración que los del Canadá; quizás excedan en esto a nuestro mundo civilizado. Esto no es que les hagan humildes visitas, estas son allí cumplimientos. No. Ellas realmente mandan, se reúnen y deliberan para los negocios más importantes de la nación, sobre la paz y la guerra; envían después sus diputados al consejo de los hombres, y ordinariamente su voz es la que decide; ellas tienen todos los negocios domésticos sobre los brazos, y participan todavía de las fatigas de sus maridos.

     Si echamos, por último, una ojeada sobre la historia, veremos el gusto de los hombres, semejante a Proteo, cambiar constantemente de forma. La antigüedad griega y romana, da señales ciertas de un verdadero sentimiento de lo bello y lo sublime, en la poesía, en la escultura, en la arquitectura, en la legislación y aun en las costumbres. El gobierno de los emperadores remanos, sustituye a la noble y bella sencillez de los antiguos tiempos, la magnificencia y un fausto deslumbrador, como lo atestiguan los restos de la elocuencia y la poesía, y aun la historia de las costumbres de esta época. Insensiblemente aun este resto de un gusto delicado, se extinguía bajo las ruinas del Estado. Los bárbaros, después de haber afirmado su poderío, introdujeron cierto gusto depravado, que se llama gótico, y que cae en toda especie de necedades. Se ve, no solamente en arquitectura, sino también en las ciencias y en todas las cosas. Este sentimiento degenerado, una vez introducido por un falso arte, prefirió toda forma a la antigua sencillez de la naturaleza, y cayó o en la exageración o en la rareza. El vuelo más alto que tomó el genio humano para elevarse a lo sublime, no tendió más que a lo extraordinario. Se ven rarezas sorprendentes en religión y en el mundo, y muchas veces una mezcla bastarda y monstruosa de estas dos especies de rarezas. Se ven monjes, un libro de misa en una mano y un estandarte guerrero en la otra, dirigiendo tropas de víctimas seducidas hacia lejanas comarcas y una tierra más santa de donde no deberían volver; guerreros consagrados santificando con notas solemnes sus violencias y sus crímenes; y más tarde una especie singular de héroes fantásticos que se llamaban caballeros, corriendo después las aventuras, los torneos, los duelos y las acciones romancescas. Durante este tiempo, la religión así como las ciencias fueron puros semilleros de miserables necedades, porque se nota que el gusto no degenera ordinariamente en un punto, sin que todo lo que es del resorte de nuestros sentimientos delicados muestre señales evidentes de esta decadencia. Los votos de los claustros transformaron una reunión de hombres útiles en numerosas sociedades de ociosos trabajadores, que su género de vida hacia propios para inventar estas mil necedades escolásticas que de allí se repartieron y acreditaron en todo el mundo. Por último, sin embargo de que por una especie de polingenesia el género humano se ha librado felizmente de una ruina casi completa, vemos florecer en nuestros días el gusto de lo bello y de lo noble, así en las artes como en las ciencias y en las costumbres, y no hay más que desear, sino que el falso aparato, que engaña tan fácilmente, no nos separe ignorándolo, de la noble simplicidad, y principalmente que los antiguos prejuicios no excedan siempre el secreto desconocido de esta educación, que consistiría en excitar desde muy temprano el sentimiento moral en el seno de todo joven ciudadano del mundo, a fin de que toda delicadeza de su espíritu no se limite al placer ocioso y fugitivo de juzgar con más o menos gusto lo que pasa al rededor de nosotros.

FIN 

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