INTRODUCCIÓN A LA LITERATURA

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

enlace de origen
Andrés Amorós

IMPRIMIR 

V. LA PERIODIZACIÓN

 

LOS PERÍODOS

Para cualquiera que vaya a estudiar literatura, la periodización es un problema inevitable. Por supuesto, no es exclusivo de la literatura, sino propio de todas las disciplinas históricas: cómo ordenar el material de que se trate (libros, sucesos, personas) en períodos que sean congruentes cronológicamente y que posean un cierto sentido.

¿Cuál será ese sentido en la obra literaria? No es cuestión fácil, si no queremos caer en el puro mecanicismo. El tiempo de la vida humana no tiene mucho que ver con el tiempo de los relojes, como descubrieron, a comienzos de siglo, la filosofía y la literatura. Leemos, por ejemplo, en una novela de Virginia Woolf: «Es, por cierto, innegable que los que ejercen con más éxito el arte de vivir—gente muchas veces desconocida, dicho sea de paso— se ingenian de algún modo para sincronizar los sesenta o setenta tiempos distintos que laten simultáneamente en cada organismo normal, de suerte que al dar las once todos resuenan al unísono, y el presente no es una brusca interrupción ni se hunde en el pasado. De ellos es lícito decir que viven exactamente los sesenta y ocho o setenta y dos años que les adjudica su lápida. De los demás conocemos algunos que están muertos aunque caminen entre nosotros; otros que no han nacido todavía aunque ejerzan los actos de la vida; otros que tienen cientos de años y que se creen de treinta y seis. La verdadera duración de una vida, por más cosas que diga el Diccionario Biográfico Nacional, siempre es discutible. Porque es difícil esta cuenta del tiempo: nada la desordena más fácilmente que el contacto de cualquier arte...».

¿Es todo esto demasiado novelesco? Yo creo que no. En arte, desde luego, el reloj no tiene mucho significado. Para mí, no cabe duda de que la obra de arte es histórica: ha nacido en un momento dado, condicionada por una tradición y unas circunstancias precisas... Pero, a la vez, la obra de auténtica categoría escapa al tiempo, en cierta medida: no se sustituye el ser anterior por otro posterior, sino que cada verdadero ser posee una propagación permanente. En ese sentido, la auténtica obra de arte (literaria, en nuestro caso) no es, propiamente hablando, historia, sino algo permanentemente vivo, actuante. Si se quiere usar un adjetivo más retórico: es inmortal, pero como algo vivo, percibido de modo distinto por cada época y cada individuo; según la certera fórmula de Ian Kott, Shakespeare (o Cervantes, Clarín o Valle—Inclán) es «nuestro contemporáneo».

Los criterios tradicionales de la periodización producen errores que se han puesto de manifiesto cientos de veces. Por ejemplo, la división en siglos. ¿Qué cambia con el paso de uno a otro? Virgina Woolf nos proporciona también el ejemplo, esta vez en clave irónica: «Oyó el grito lejano de un sereno: "Las doce han dado y helando". Apenas dijo esas palabras, sonó la primera campanada de la medianoche. Orlando percibió entonces una nubecita detrás de la cúpula de San Pablo. Al resonar las campanadas, crecía la nube, ensombreciéndose y dilatándose con extraordinaria rapidez. Al mismo tiempo se levantó una brisa ligera, y al sonar la sexta campanada todo el oriente estaba cubierto por una móvil oscuridad, aunque el cielo del norte y del oeste seguía despejado. Pero la nube alcanzó el norte. Pronto cubrió todas las alturas. Sólo Mayfair, toda iluminada, ardía más brillante que nunca, por contraste. A la octava campanada, algunos apresurados jirones de la nube entoldaron Piccadilly. Parecían concentrarse y avanzar con extraordinaria rapidez hacia el oeste. Con la novena, décima y undécima campanada, una vasta negrura se arrastró sobre todo Londres. Con la última, la oscuridad era completa. La pesada tiniebla turbulenta ocultó la ciudad. Todo era sombra; todo era duda; todo era confusión. El siglo dieciocho había concluido; el siglo diecinueve empezaba». La broma continúa luego porque cambia el clima, aumenta la humedad, se transforman las barbas, los pantalones, los jardines, los salones, los sentimientos, la vida de las mujeres: la poesía.

¿Qué cambia en la literatura de un país con la muerte de un anciano?: «El rey ha muerto. ¡Viva el rey!». En general, ¿qué significan los rótulos políticos, aplicados a la creación literaria? Y, hablando de rótulos, ¿se puede mantener la denominación «época moderna» aplicada a partir del siglo XVI? Eso obligaría a hablar de lo contemporáneo, de lo postcontemporáneo, de lo actual, de lo último... Hoy, los jóvenes hablan de lo modelno (sic) con un significado bastante más preciso.

Por supuesto, estos ejemplos podrían prolongarse mucho más para mostrar las debilidades de muchos criterios de periodización tradicionales. Todos estos problemas históricos generales tienen también su vigencia en el campo de la historia literaria, agravados, quizá, por lo difícil que resulta reducir a términos concretos una materia artística. Para el lector que disfruta leyendo un poema o una novela, poco importa el hecho de que los profesores la clasifiquen en el modernismo, el noventa y ocho o el novecentismo. La enseñanza de la literatura, en cambio, exigirá el establecimiento de unos ciertos períodos, aunque seamos conscientes de sus límites y los utilicemos sólo a efectos pedagógicos.

Por otra parte, la multiplicidad de relaciones de la literatura exigirá prestar atención, a la hora de establecer períodos, a una multitud de factores históricos: sociales, políticos, económicos...

Partimos, así pues, de que los períodos poseen un valor instrumental, no absoluto. Por eso, sin desmesurar su importancia, conviene elegir bien nuestras herramientas para que sean lo más finas y adecuadas para el trabajo que vamos a realizar.

En este terreno —como en otros— caben dos extremos opuestos: la tesis que podemos llamar metafísica (el período es un ser real) y la nominalista (es una simple etiqueta lingüística intercambiable). A la primera tendencia pertenecen algunos críticos de la llamada «ciencia de la literatura» alemana, como Cysarz, que distingue los problemas concretos, de rango inferior, y la periodología, «concebida como línea y no como herramienta, como forma esencial y no como norma de ordenación, que revela la estructura total de una ciencia, y, a través de ésta, un sector y hasta tal vez un hemisferio de todo el globo intelectual». Así, no se trata sólo de medir u ordenar con más o menos exactitud, sino de ejercitar «la función fundamental de una interpretación de la obra literaria y una reflexión sobre la vida». Y todo culmina nada menos que con la pretensión de lograr «la definitiva superación de la antítesis superficial entre el individualismo y el colectivismo».

Personalmente he de manifestar que desconfío bastante de este tipo de declaraciones rotundas y abstractas, fruto—quizá—del entusiasmo científico. Mi concepción de los períodos es mucho más humilde, concreta, positiva e instrumental. En la práctica, por ejemplo, es evidente que los rótulos con que denominamos habitualmente los períodos tienen un origen muy variado. Unas veces, proceden de la historia política: época victoriana, de Felipe II, de la Restauración... Otras, en cambio, el origen es eclesiástico: Reforma, Contrarreforma. O erudito: Humanismo. O artístico: Barroco, Manierismo. Etcétera.

Hasta cierto punto, esta mescolanza de términos es algo inevitable, pues fue provocada por la evolución histórica misma, pero no cabe duda de que, en teoría por lo menos, lo ideal sería construir una historia literaria dividida en períodos fijados mediante criterios predominantemente literarios. ¿Es eso posible? Éste podría ser el primer interrogante para abrir una serie de problemas que voy a enunciar brevemente.

Ante todo, hay que partir de que los períodos suponen el predominio (no la vigencia absoluta o exclusiva) de determinadas características o valores. Cada época no supone una uniformidad absoluta, sino una complejidad de corrientes. Pueden perfectamente coexistir estilos diversos, al mismo tiempo y en la misma área geográfica.

Del mismo modo, los períodos no se suceden de una manera rígida y lineal, como bloques monolíticos yuxtapuestos, sino a través de zonas difusas de transición e interpenetración. En el Romanticismo, por supuesto, persisten elementos neoclásicos; coma en el Realismo, elementos románticos.

Según eso, el estudio de la periodización literaria se beneficiará de una cierta perspectiva estructural, que tenga en cuenta el área espacio—temporal dentro de la cual funciona el estilo corno un sistema de signos. Así, cada corriente literaria se definirá no sólo por sus rasgos internos sino, sobre todo, por el sistema de sus relaciones con otras tendencias. Noricov, por ejemplo, no quiere organizar el material literario por períodos o corrientes, sino por «momentos estructurales».

Será preciso, desde luego, atender a una perspectiva comparatista, que no se limite a los fáciles paralelismos sino que tenga en cuenta los fenómenos políticos, culturales y artísticos de signo semejante y cronología aproximadamente igual.

La necesidad de establecer correlaciones entre las distintas artes de una época, que tantos han propugnado, le lleva a Kurt Wals a una propuesta mucho más concreta: distinguir entre los «ismos» como categorías históricas y como designación de tipos estilísticos intemporales. Algo semejante propuso en España Eugenio d'Ors, a propósito del clasicismo y el barroco. En la práctica, por ejemplo, unas veces hablamos del «romanticismo» refiriéndonos al estilo literario que predomina en Europa en la primera mitad del siglo XX (en España, con algún retraso, de 1834 a 1850), y otras veces calificamos de «románticas» obras de cualquier época, con tal de que se dé en ellas un predominio del elemento sentimental sobre el racional, una búsqueda de mayor libertad expresiva, etc. No son igualmente «románticos», por ejemplo, Espronceda o Larra que Love Story. De todos modos, este tipo de propuestas abren perspectivas de indudable interés, pero se prestan también a la fácil «literatura».

La diferencia de amplitud con que se suele establecer la duración de los períodos prueba la divergencia de los cristerios con los que se han establecido. Baldensperger, por ejemplo, subraya la desigualdad de los ritmos históricos y artísticos. Hoy es generalmente aceptado que la época contemporánea ha supuesto una aceleración del ritmo histórico que afecta también a este terreno. Entre otras cosas, por la rapidez de las comunicaciones: si comparamos lo que tardaba una noticia literaria en la Edad Media con lo que puede tardar hoy, no tendremos dudas sobre este proceso. El último «ismo» surgido en las calles de Nueva York o San Francisco puede llegar a los televisores de millones de personas en muy pocas horas; así, las presuntas novedades, si no son más que eso, se queman mucho más rápidamente, y la sociedad de consumo impone como hecho necesario (y programado) la rápida variación de las modas.

Incluso, como ha subrayado con su habitual agudeza Juan Cueto Alas, estamos asistiendo a un fenómeno de comunicación verdaderamente nuevo: el cúmulo de información puede ser tal que estemos fatigados de un fenómeno cultural antes de que nos llegue. No es raro que conozcamos varias «lecturas» sociológicas, politizadas o semiológicas de Superman antes de que la película llegue a nuestras pantallas; del mismo modo, los cinéfilos de todo el mundo siguen con emoción el frustrado «romance» de Woody Allen con Diane Keaton antes de poder ver su expresión en Manhattan.

Volvamos a la literatura, para señalar otro punto importante. Dos tentaciones —normalmente unidas— han acechado frecuentemente a la teoría de los períodos: atribuirles un valor normativo y establecer una tipología de ciclos reiterados. Para Cazamian, por ejemplo, las tendencias «clásicas» y las «románticas» se suceden a lo largo de la historia con ritmo alternante. Es algo semejante a lo que propuso Eugenio d'Ors a propósito de lo clásico y lo barroco, descritos con gran agudeza en sus casi infinitas modalidades históricas. Lo malo es que d'Ors (como tantos otros, en ocasión semejante) no se limitaba a describir, sino que atribuía a esta distinción un valor ético: lo bueno y lo malo. Eso, por supuesto, parece hoy difícilmente admisible.

La teoría de los ciclos recurrentes, a lo Vico, ha sido renovada desde multitud de puntos de vista; no son raras, en este terreno, las metáforas naturalistas. Por citar sólo un ejemplo de esta actitud, De Vries distingue cuatro períodos: primaveral, estival, otoñal e invernal. En los dos primeros predomina la razón; en los otros dos, la pasión. El poeta resulta ser el instrumento que transmite la voz de su pueblo, en un determinado período; la creación, como una persona. Cada uno de estos períodos dura unos doscientos años. En las naciones europeas, habrá que distinguir la infancia, el despertar, la emancipación (el Renacimiento), el período social (siglo XVII), la madurez (Romanticismo) y el período profesional (siglo XX).

No hace falta casi decir que estos símiles biológicos están hoy bastante desacreditados. Algo distinta es la tendencia a enlazar todo esto con la teoría de las generaciones. Wechsler, por ejemplo, intenta enlazar al individuo, a la obra literaria concreta, con el espíritu general de la época. De vez en cuando —afirma— surge un «espíritu juvenil», una nueva «comunidad juvenil» que enlaza espiritualmente a muchos individuos, por encima de las fronteras geográficas. (A diferencia de las generaciones, esto sucede a trechos muy desiguales, imprevisibles.) De este modo, toda la historia del espíritu humano (y de la creación literaria) se puede entender como la historia de la oposición entre lo antiguo y lo nuevo.

No cabe ocultar que las dificultades mayores a la periodización las crean los genios. En efecto, mientras los autores mediocres pueden encajar a la perfección en las características generales y el espíritu de la época, los más grandes, además de expresar su momento histórico, imponen una visión individual que se resiste a los casilleros. Por supuesto, Shakespeare es explicable, sociológicamente hablando, por la época y el teatro isabelino; pero, además, hay una parte de genialidad individual que desborda, me parece, los esquemas sociológicos.

Todos estos problemas se pueden apreciar en el caso concreto de la literatura española. Si abrimos los manuales de uso habitual, o la bibliografía de Simón Díaz, observaremos una coincidencia básica en ciertos puntos fundamentales. Por supuesto que la investigación científica y nuestros propios puntos de vista personales pueden tratar de perfilarlos con más acierto, pero, a efectos puramente didácticos, no cabe, me parece, eludir su utilización.

Con esta finalidad, tan limitada, los signos son un elemento importante. Todo estudio histórico de la literatura española distinguirá, lógicamente, una época de orígenes en los distintos géneros. Dentro de la literatura medieval, poseen caracteres claramente diferentes el siglo XIII (con la creencia total de Berceo, por ejemplo), el XIV (con la prosa narrativa, dirigida, como el libro de Juan Ruiz, a un nuevo tipo de público) y el XV, con la influencia italiana y el Pre—Renacimiento.

Parece evidente que los Siglos de Oro constituyen una unidad claramente diferenciada. La denominación es discutible, por supuesto, empleada en singular (no corresponde a la duración real) o en plural (alguien la podría interpretar con excesivo triunfalismo). No me parece que se resuelvan muchos problemas sustituyéndola —como se ha hecho hace poco— por la de «Edad Conflictiva», en término tomado de Américo Castro.

Dentro de eso, será conveniente distinguir el siglo XVI, o Renacimiento, y el XVII, o Barroco. Hoy es cada vez más frecuente estudiar los rasgos peculiares de la etapa manierista. También es habitual y resulta útil la división del siglo XVII en dos períodos: las dos mitades, correspondientes a los reinados de los leyes Católicos y Carlos V, la primera, y a Felipe II, la segunda. En efecto, las dos poseen unas tonalidades vitales distintas (Renacimiento abierto a Europa y Contrarreforma) que se manifiestan claramente en la literatura: pensemos, por ejemplo, en la diferencia —aunque existan vínculos entre ellas, por supuesto —entre la poesía de Garcilaso y la de los místicos.

El siglo XVIII constituye una unidad que hoy vemos muy clara y dotada de un gran interés histórico, tanto o más estrictamente literario. El cambio de la dinastía austríaca a la borbónica no es, ciertamente, un acontecimiento baladí, sino que va acompañado de toda una orientación nueva de la vida española (y de la literatura). Dentro de eso, más discutible es la distinción de períodos, como veremos luego, al ocuparnos de los estilos.

Lo que sí parece evidente es que el siglo XVIII no concluye con el último año de la centuria. Un estudio sobre el teatro en esta época, por ejemplo, se centra, según su título, en los años 1780—1820. Casi unánimemente se admite hoy que el siglo se prolonga, por lo menos, hasta la Guerra de la Independencia, a la que, por muchos motivos, se suele calificar ya de «guerra romántica». En literatura, parece claro que el  Romanticismo llega a España con retraso. Contribuyen de modo importante a su venida, como ha estudiado Vicente Lloréns, los liberales que habían sido desterrados por el absolutismo.

De todos modos, está claro que el siglo XIX se divide en dos grandes períodos: el Romanticismo, en su primera mitad, y el Realismo, en la segunda. Y la época de mayor florecimiento del drama romántico es la década de 1834 (La conjuración de Venecia) a 1844 (Don Juan Tenorio). Eso no obsta para que una raíz profundamente romántica siga viva en la segunda mitad del siglo y produzca frutos tan logrados estéticamente como las Rimas de Bécquer y En las orillas del Sar, de Rosalía de Castro.

Después de una etapa de transición al Realismo, tradicionalmente se hace comenzar la etapa realista propiamente dicha con La gaviota (1849), de Fernán Caballero. Parece simbólico que esta fecha casi coincida con la mitad del siglo. Dentro de eso, por supuesto, la literatura realista alcanzará especial desarrollo en los años posteriores a la revolución del 68, expresando la crisis de la conciencia nacional y los nuevos problemas que entonces se plantean de modo generalizado. En las últimas décadas del siglo, el Realismo se mezcla con la influencia del Naturalismo y con las nuevas tendencias espirituales, impresionistas, simbolistas... Recuérdese, por ejemplo, la considerable distancia que separa, desde la obra de la Pardo Bazán, a Los Pazos de Ulloa y Madre Naturaleza de La Quimera y La sirena negra.

Es frecuente leer que el siglo XIX se prolonga hasta 1914, con el comienzo de la guerra europea. Sin embargo, en el terreno de la literatura española, las cosas se han de plantear, en alguna medida, de otro modo. A fines del siglo (podemos utilizar, si queremos, la fecha de 1898 como simbólica, o la de 1902, por la coincidencia de varios libros capitales) surgen una serie de obras que, evidentemente, dan comienzo a lo que podemos considerar literatura española contemporánea. Modernismo y noventa y ocho, mucho más unidos de lo que tradicionalmente se ha creído, constituyen las manifestaciones más llamativas de esta nueva sensibilidad.

Un nuevo grupo de escritores se revela en los años de la primera guerra mundial: Ortega, d'Ors, Marañón, Azaña, Pérez de Ayala, Miró, Ramón... Son los llamados novecentistas, herederos del noventa y ocho, caracterizados, entre otras cosas, por el europeísmo y la afición al ensayo. Otro grupo claramente caracterizado es el de la generación poética del 27 (al que otros llaman de la Dictadura, del 25 o de la Revista de Occidente).

Parece claro que el tajo tremendo de la guerra civil marca la transición a otro período, admitamos o no la existencia de la llamada generación del 36. Se suele identificar la llamada literatura española actual con la de la postguerra. Sin embargo, comprende ya cuarenta años y parece preciso estudiarla cada vez más con un criterio rigurosamente histórico, al margen de prejuicios políticos o deformaciones partidistas, como han hecho, por ejemplo, Víctor G. de la Concha, refiriéndose a la poesía, y José María Martínez Cachero, para la novela. En este último estudio se distinguen, por décadas, los «difíciles y oscuros» años cuarenta, la década de los cincuenta (de La colmena a Tiempo de silencio), el «cansancio y renovación» de los sesenta y, por último, lo que el crítico denomina «el final de la postguerra», de 1970 a 1975. De cara al futuro, parece claro que la etapa democrática abre claramente —también en literatura— un nuevo período.

Concluyamos ya este apartado. El problema de la periodización posee una indudable trascendencia a la hora del estudio (no para gozar de una obra, desde luego). Dentro de eso, me preocupan menos sus fundamentos filosóficos, al estilo de Cysarz, que los problemas concretos que plantea su aplicación cotidiana. Los períodos literarios no son entidades abstractas, apriori, sino realidad literaria concreta del país que nos ocupe. Muy útil será remitirse, siempre que se pueda, a esta realidad literaria, para no caer en abstracciones vacías de sentido.

No parece muy útil, en general, usar los períodos en forma tipológica, como ciclos recurrentes; ni, mucho menos, atribuirles un valor normativo. No hay que tomarlos como sistemas rígidos, parecidos a casilleros, sino, como afirma Marx Wehrli, como conceptos móviles, «a través de los cuales, los distintos rasgos estilísticos individuales se retienen sólo en sus relaciones, interdependencias y cambios». Deben servirnos para comprender, a la vez, la variación y la continuidad, evitando la tentación del adanismo.

Sobre todo, la periodización es una necesidad pedagógica. Todas las etiquetas son imperfectas para reflejar la complejidad de los fenómenos vitales, pero no quiere decir que ignoremos su —relativa— utilidad.

Profundizando un poco en el conocimiento de cualquier época, de cualquier autor, las diferencias o definiciones tajantes de los períodos se desdibujan y surgen mil problemas nuevos. Sin embargo, para aprender o enseñar literatura puede ser útil recurrir a los períodos como términos de referencia y ordenación mental —nada más, probablemente.

Los períodos literarios, en definitiva, son instrumentos. Tratemos de elegir los más útiles, los más adecuados para la función que tienen que realizar, pero no desorbitemos las cosas, tomando como fines en sí mismos los que son, simplemente, medios de entenderse, de orientarse a primera vista, de aprender o enseñar. Un libro de poemas o una hermosa novela posee un tipo de realidad muy distinta de esas nociones abstractas que llamamos «Renacimiento», «Ilustración», «Romanticismo», «Realismo» o «generación del noventa y ocho». Sin embargo, estos son términos que han surgido históricamente y tienen, por eso, su justificación, mayor o menor. Muy sensato será, en este tema, tratar de bajar continuamente del plano abstracto de las características generales al de los fenómenos literarios concretos.

Quiero recordar, en fin, el criterio de Raimundo Lida, que me parece de la mayor sensatez: en la idea de período hay algo de ficción convencional, pero necesaria. Las divisiones en períodos no son naturales. Lo que se presenta directamente al observador (y al historiador) es un fluir de sucesos, obras, fechas. Sí suelen ser claras, dentro de eso, las culminaciones de los procesos. No es fácil, en cambio, deslindarlos en la vaga zona en que el proceso se inicia o se termina. (Y, en cierto sentido, ¿qué etapa o momento no es «de transición»?)

Es fácil y habitual concebir la historia de forma dualista (incluso maniquea, a veces), como una sucesión de fenómenos opuestos: clasicismo frente a barroco o romanticismo, finesse frente a géometrie, etc. Pero hay que intentar respetar la complejidad de los hechos históricos.

Los períodos son recursos puramente secundarios y provisionales, simples líneas de referencia que ayudan a situar a los artistas y sus obras, y que deben borrarse, una vez cumplido su modesto papel auxiliar. En definitiva, las clasificaciones y las estadísticas valen para lo que en literatura es término medio; es decir, aquello que interesa principalmente al sociólogo. Pero no valen para lo singular y admirable: lo que en primer lugar preocupa y debe seguir preocupando al historiador del arte. Y, por supuesto, lo único que interesa al lector que busca disfrutar, o al autor, como Virginia Woolf, que quisiera «aprisionar en un libro algo tan raro y tan extraño, que uno estuviera listo a jurar que era el sentido de la vida».

 

LOS ESTILOS

El problema de los estilos no es exclusivo de la periodización literaria sino que pertenece, en general, a la historia del arte y debe ser enfocado con esta perspectiva amplia. Partiendo, como hoy es habitual, de que el arte es una manifestación del hombre histórico, concreto, con su concepción del mundo, se puede adoptar —ya lo hemos visto— una actitud predominantemente formalista o espiritualista. Para Wölfflin, dentro de la primera, el cambio de estilo se explica por una doble razón, la formal (el cansancio, la renovación necesaria) y la espiritual; incluso para esta tendencia, las formas artísticas son símbolos materiales de los sentimientos que en cada momento le parecen al hombre más valiosos. No digamos para la dirección espiritualista, que considera que la religión, la filosofía y el arte son aspectos inseparables de una misma realidad cultural. Según eso, las causas de la aparición de los nuevos estilos, para Max Dvorak, han de buscarse en nuevas actitudes ante Dios y el mundo. Aplicándolo a la literatura parece claro que el idealismo de la novela pastoril sólo se puede comprender situándolo en el ambiente espiritual del neoplatonismo renacentista.

En todo caso, si, al estudiar el sentido íntimo de cada obra de arte, queremos evitar la atomización de considerarla como algo absolutamente insular, se nos plantea como inevitable el problema de los estilos.

En nuestro país, es preciso recordar, sobre este tema, el discurso de ingreso de Eugenio d'Ors en la Academia de Bellas Artes. Parte del hecho —que considera innegable— de que «a determinadas formas corresponden determinados contenidos espiriturales». Según eso, los estilos son repertorios de dominantes formales que corresponden a (y manifiestan) esos contenidos espirituales.

La teoría se hace más discutible al distinguir dos clases de estilos:

1) Los estilos históricos: de una época, de un país, de un sector de la cultura. A ellos nos referimos habitualmente.

2) Los estilos culturales, repertorio de dominantes formales que revelan las constantes históricas o «eones». Se distinguen de los otros en que pueden ser repetidos de una época a otra sin que haya plagio ni pastiche.

Por lo tanto, «la obra de arte individual debe ser considerada como signo o expresión de grandes conjuntos espirituales (estilos)»; así, desemboca d'Ors en su tesis central, lo que denomina la «crítica del sentido».

En la práctica, esto plantea el problema de la catalogación y descripción de los estilos; es decir, el intento de explicar cómo la repetición de ciertas formas es síntoma seguro (o probable, por lo menos) de determinados contenidos espirituales.

Como puede verse, la cuestión no parece muy lejana de la estilística, en un sentido amplio. A la vez, para llevar a la práctica este programa ambicioso necesitará el crítico una amplia formación filosófica, artística y de las diversas literaturas. Es decir, que desembocamos de nuevo en los problemas generales de la literatura, en sus relaciones con el arte o la visión del mundo, y de la literatura comparada.

Es frecuente que los libros de historia literaria (y hasta los de teoría) no se planteen expresamente el problema de los estilos literarios, pero sí se vean obligados a tratar de algunos que poseen innegable trascendencia: el Barroco, el Neoclasicismo, el PreRomanticismo, el Romanticismo, el Manierismo, etc.

Recordemos sólo, por lo que puedan tener de ilustración para el problema general, dos casos. Ante todo, el Barroco, denigrado durante tanto tiempo y revalorizado en nuestro siglo. Según Lavedan, las teorías sobre su definición pueden agruparse, básicamente, en tres apartados:

1) Los que ven el «barroco» como una época: así, Marcel Raymond, Werner Weisbach (El Barroco como arte de la Contrarreforma) y Emile Mále (El arte religioso después del Concilio de Trento).

2) El «barroco» como un estilo que se encuentra en diversos momentos históricos: teoría de Wólfflin (Conceptos fundamentales en la historia del arte) y Eugenio d'Ors (Lo barroco).

3) El «barroco» como estado de un estilo: por ejemplo, Henri Focillon (La vida de las formas).

Otro caso que quizá merece la pena recordar es el de nuestro siglo XVIII. Durante mucho tiempo, se identificaba todo el siglo con la etiqueta «neoclasicismo»,, con ánimo evidentemente peyorativo, para achacarle afrancesamiento, frialdad, etc. Hoy, no sólo ha cambiado la valoración del siglo sino que se han planteado nuevos e interesantes problemas en la clasificación de sus períodos y estilos.

No parece ya admisible —aunque muchos manuales sigan diciéndolo— considerar al «frío» Neoclasicismo como una etapa anterior y opuesta al Pre—Romanticismo. Lo que está más claro (o, quizá, lo único del todo claro) es que existe una etapa crítica y preparatoria, representada por Feijoo, a la que sigue una etapa ilustrada, que en la forma se presenta como pre—romántica o neoclásica. Ésta es la opinión de Caso González, que debe servirnos de punto de partida.

El problema mayor se plantea, por supuesto, en el último tercio del siglo. Según Joaquín Arce, entre 1770 y 1790 conviven diversas actitudes poéticas, uniendo elementos muy dispares:

1) Poesía de la Ilustración, que canta sus ideales (por ejemplo, Meléndez).

2) Poesía clasicista, de Luzán a Quintana.

3) Poesía rococó.

4) Poesía pre—romántica, prematura erupción que se consume y muere ante la rigidez de la...

5) Poesía neoclásica (por ejemplo, Moratín o Cabanyes).

Nótese la afirmación rotunda de que la poesía neoclásica es posterior a la pre—romántica, y no al revés.

Desde un punto de vista histórico y lingüístico, François López ha distinguido cinco períodos:

1) De 1680 a 1720, se pone en cuestión lo tradicional.

2) De 1726 a 1760, Feijoo divulga la crítica de los «novatores». Palabras clave de este período: experiencia, sistema, fenómeno...

3) Época de Carlos III: 1759—1788. Representa la Ilustración propiamente dicha. Comprende dos generaciones de escritores. Palabras claves: ilustrar, patriota, laborioso, virtud, bien común, libertad, constitución...

4) Crisis de las luces. Palabras clave: anarquía, tiranía, despotismo...

5) Desde 1810, estalla el conflicto entre liberales y serviles. Palabras clave: pronunciamiento, camarilla, guerrilleros, exaltados... Según Frangois López, es la última etapa de las Luces, que sobreviven hasta hoy, dentro del permanente dualismo civilización—barbarie.

Desde un criterio más literario y estético, José Caso ha distinguido, en la segunda mitad del siglo XVIII, la sucesión de tres estilos y tres grupos generacionales:

1) Rococó (de 1760 a 1775). Es una estética frívola que se manifiesta, por ejemplo, en la poesía anacreóntica. Pertenecen a este estilo los nacidos hacia 1735: Nicolás Moratín, García de la Huerta, don Ramón de la Cruz, fray Diego González... En teatro, hay que adscribir al rococó obras como La petimetra, La Hormesinda, La Raquel: un híbrido de comedia barroca y comedia a la francesa. Como primer tributo a las ideas defendidas por Luzán, conviven elementos barroquizantes con otros procedentes del clasicismo francés.

2) Pre—Romanticismo (de 1775 a 1790). Es la manifestación literaria del pensamiento ilustrado. Se incluyen aquí los nacidos hacia 1750: Cadalso, Jovellanos, Iriarte, Samaniego, Arteaga... Crean una literatura culta, burguesa y comprometida en la acción política, social, económica, religiosa y cultural. En teatro, cabe citar aquí El delincuente honrado: aparece el sentimiento como recurso dramático y se propone una tesis de renovación social.

3) Neoclasicismo (de 1790 a 1810, a la vez que los más relevantes frutos del Pre—Romanticismo). Corresponden a este estilo los nacidos hacia 1762: Meléndez, Moratín, Forner, Cienfuegos, Marchena... En teatro, continúa el criticismo ilustrado pero tipificando los personajes, creando caracteres universales, aportando un suave costumbrismo y eliminando la excesiva sensibilidad: El sí de las niñas.

Así pues —concluye Caso—, en contra de lo que tradicionalmente se sostenía, el Pre—Romanticismo no es sólo un anuncio del Romanticismo. En realidad, no es otra cosa que el pensamiento ilustrado trasvasado a forma artística. Cabe, pues, un Neoclasicismo sin pensamiento ilustrado; en cambio, el Pre—Romanticismo es la consecuencia artística directa de la Ilustración.

Me he detenido en este ejemplo porque me parece significativo, en varios sentidos: ante todo, de la insuficiencia de los rótulos tradicionales, y de cómo algunas investigaciones recientes no sólo han logrado revalorizar tendencias que antes habían sido imperfectamente entendidas, sino precisar con mucha más agudeza la cuestión de los estilos (unida, por supuesto, a la de la periodización y las generaciones, a la historia de las ideas y de las formas artísticas). Por otra parte, me parece aleccionador este caso porque todavía no se ha alcanzado un esquema unánimemente admitido, codificado, sino que está actualmente sometido a revisión crítica, de la que cabe esperar todavía mejores precisiones.

En este ejemplo concreto hemos visto cómo se enlazan de modo natural el problema de los estilos y el de las generaciones. En efecto, la historia nos muestra cómo algunas generaciones, especialmente innovadoras, incorporan nuevas orientaciones a la literatura y a las artes, en general: ésas son las que crean o imponen un estilo nuevo, lo que supone—según Guillermo de Torre—una nueva manera de pensar, de sentirse y hasta de conducirse.

Por supuesto, no debemos caer en el error escolar de identificar siglo con estilo; o, simplemente, de atribuir una duración fija a los estilos. De hecho, el período de vigencia de un estilo puede ser muy variado, porque responde a la necesidad de renovación que es consustancial al arte literario (al arte, en general), aunque en ocasiones degenere en modas absolutamente efímeras y oportunistas.

Por otro lado, cada estilo tiene sus propias aspiraciones, que debemos conocer para no caer en incomprensiones lamentables. Como señala Carmelo Bonet, no debemos pedir a los distintos estilos literarios lo que ellos no han querido darnos. Los ejemplos serían innumerables: considerar la alegoría del auto sacramental desde una perspectiva rígidamente neoclásica; hacer la anatomía de un drama romántico (por ejemplo, el Tenorio) desde el racionalismo, etc. Lo malo de esto no es sólo la injusticia —siempre discutible—, sino que nos quedaremos, inevitablemente, fuera de la obra literaria, sin acercarnos a su verdadero sentido (con independencia del juicio de valor que luego nos merezca).

En el sucederse de los estilos —y las generaciones—, es frecuente que los innovadores reaccionen contra los antecedentes inmediatos para apoyarse en los más lejanos. A nivel biológico, vital, es la conocida ley de que los hijos se rebelan contra los padres, pero se apoyan, muchas veces, en los abuelos. Así, los modernistas y noventayochistas criticaban al Realismo (es fácil ver lo injusto que fueron con Galdós, por ejemplo) mientras que reverenciaban a algunos poetas clásicos y medievales. Del mismo modo, los ilustrados se muestran incomprensivos con las figuras del Barroco y propugnan una vuelta al estilo del primer Renacimiento.

En todo caso, esto no debe bastarnos para creer, de modo general, en la conocida ley de la alternancia de los estilos. Muchas veces, los estilos nuevos reaccionan contra los anteriores. Pero no siempre: el Naturalismo no es una reacción contra el Realismo, sino una intensificación suya, desde presupuestos más científicos y deterministas. Además, no es posible olvidar la existencia de estilos de transición, como el Plateresco o el Pre—Romanticismo, que contribuyen a multiplicar la dificultad de la tarea —siempre ardua— de determinar cuándo comienza y cuándo termina un estilo.

Cada estilo suele manifestarse en una serie de temas, géneros y formas predilectos. Así, típica del Renacimiento es la novela pastoril. A nivel formal, la polimetría es uno de los elementos que caracterizan a la poesía romántica.

Me parece interesante señalar, también, que el repertorio de estilos no es algo cerrado (y no me refiero sólo a los que pueden ir señalándose en la literatura actual). Un ejemplo claro sería el del estilo manierista: un concepto que ha ido precisándose mucho más en los últimos años, no sólo como etapa de transición cronológica entre Renacimiento y Barroco, sino como entidad estética singular; además, la comprensión del fenómeno manierista se ha realizado desde hoy, y no faltan fenómenos de la literatura contemporánea que han podido ser mejor entendidos a la luz de este estilo: así lo ha hecho entre nosotros Emilio Orozco, por ejemplo, con El jardín de las delicias, de Francisco Ayala, y lo podría extender, porque opina que «los rasgos de manierismo y barroco saltan con desmesurada fuerza en algunos escritores hispanoamericanos —recordemos a Cortázar, Lezama Lima y García Márquez».

Parece claro, en fin, que es ésta una materia especialmente difícil porque se presta a la fácil divagación seudoliteraria, pero también que es un terreno crítico muy sugestivo. Para penetrar en él con suficientes garantías de éxito harán falta conocimientos históricos muy amplios, que no se limiten a lo literario, sino que incluyan también lo artístico, lo filosófico... Junto al análisis erudito, junto a los trabajos que se ocupan de la estricta literariedad, parece conveniente que también existan estos otros, por muy arriesgados que sean, en los que la literatura se muestra como una pieza más que engarza en el conjunto de las creaciones históricas.

 

LAS GENERACIONES

Al plantearse los problemas que supone intentar agrupar las obras literarias, no cabe prescindir de las generaciones literarias. En efecto, se trata de un concepto que ha obtenido amplio favor en el mundo entero y que ha dado lugar a considerables polémicas. Las dos cosas se han producido de modo especial en España: por un lado, el método histórico de las generaciones ha sido difundido por Ortega y Gasset (y, luego, sus discípulos Julián Marías y Pedro Laín Entralgo). Además, el reconocimiento universal de la llamada generación del noventa y ocho favoreció la amplia difusión y aceptación de este concepto.

Se trataba, por supuesto, de hallar un criterio para la periodización que intentara superar la tradicional historiografía individualista, en la que los sujetos individuales se suceden, aparentemente, sin nexo que los enlace. De la periodización histórica, en general, pasó luego a utilizarse en la literaria.

Este nuevo concepto despertó pronto esperanzas ilimitadas. Como ejemplo puede servirnos la opinión de Henry Peyre, uno de sus más entusiastas defensores; para él, sólo a la luz de las generaciones es posible entender e interpretar rectamente las evoluciones sociales; aplicado a la historia literaria y artística, sólo este sistema puede darnos una visión clara de las ideas y de las personalidades capitales.

La boga del método histórico de las generaciones provocó que se le buscaran antecedentes, desde la más remota antigüedad: el Génesis, Herodoto, las Generaciones y semblanzas, de Fernán Pérez de Guzmán; después, Cournot, Comte, Sainte—Beuve, Renan... En rigor, puede decirse que la idea moderna amanece con Dilthey.

Para él, la obra filosófica o literaria de un individuo está en parte determinada por la generación a que ese hombre pertenece. Dentro de eso, no cabe negar el factor irreductible de la individualidad creadora. El lazo fundamental entre quienes forman una generación es el de las influencias que recibieron en su época de aparición o formación, «durante los años receptivos».

Ortega hace un tratamiento amplio y sistemático del tema de las generaciones. Se ocupa de él en muchos textos, especialmente en los volúmenes El tema de nuestro tiempo (curso de 1920, publicado en 1923) y En torno a Galileo (curso de 1933, publicado en 1945). Desarrollaron su teoría Pedro Laín Entralgo (Las generaciones en la historia, 1945) y Julián Marías (El método histórico de lar generaciones, 1949).

Hay que tener en cuenta, ante todo, que, para Ortega, la generación no es un elemento aislado, sino algo que está en íntima conexión con toda su concepción filosófica de la razón vital. Cree que, por encima de la razón pura, físico—matemática, cuyos fallos conducen al irracionalismo, está la razón vital, que es la vida misma. Como la vida humana es histórica, la razón vital también es histórica. La historia, lo que al hombre le ha pasado, es la verdadera razón. El drama humano sucede en un escenario también humano, no abstracto, sino dentro de un cierto «horizonte de posibilidades». El instrumento esencial para aplicar esta visión del mundo es el método de las generaciones.

Concibe Ortega a la generación como la unidad de la cronología histórica. La historia avanza por generaciones. La afinidad entre los hombres de una generación procede de que tienen que vivir en un mundo que posee la misma «forma», el mismo sistema de vigencias, sea cualquiera la posición que tomen frente a él y también sus diferencias individuales.

Una generación, para Ortega, es una «zona de fechas» que comprende unos quince años. Durante este tiempo, la forma de la vida mantiene una cierta estabilidad; está constituida por una serie de opiniones, valoraciones e imperativos que poseen vigencia. Al cambiar la generación, cambia el sistema de creencias, ideas y pretensiones; pierde vigencia la forma anterior y es sustituida por otra, más o menos distinta.

El ritmo temporal obedece a la estructura de las edades. Ortega diferencia a los coetáneos de los contemporáneos: los primeros son los que, en un momento dado, son niños, jóvenes, maduros o viejos, los que tienen la misma edad entre los contemporáneos, que son los que, simplemente, conviven en el mismo tiempo.

La fase activa del individuo —aproximadamente, de los treinta a los sesenta años— se divide en dos etapas: una, de innovación y lucha con el mundo vigente, con la generación que «está en el poder»; otra, de ejercicio de ese poder. Después de los sesenta años se puede decir que el hombre está ya relativamente ajeno a esa lucha que siempre se está desarrollando.

Ortega, así pues, aplica el concepto de generación a toda la sociedad humana, no sólo a los artistas o escritores: «Los miembros de ella vienen al mundo dotados de ciertos caracteres típicos que les prestan una fisonomía común, diferenciándolos de la generación anterior. Dentro de ese marco de identidad, pueden ser los individuos del más diverso temple (...). Pero unos y otros son hombres de su tiempo, y, por mucho que se diferencien, se parecen más todavía. El reaccionario y el revolucionario del siglo XIX son mucho más afines entre sí que cualquiera de ellos con cualquiera de nosotros».

A lo largo de la historia, cabe distinguir entre generaciones acumulativas y generaciones polémicas, según predomine en ellas lo recibido o lo aportado, la experiencia ajena o la incorporación propia.

La aplicación clásica del concepto de generación a la ciencia literaria la realizó Julius Petersen. Para él, la palabra generación representa, mejor que «espíritu de la época» o «estilo de la época», la clave de los hechos innegables del cambio y del desarrollo, del progreso y el retroceso. En principio, cree que un siglo abarca la acción creadora de cinco generaciones; pero, por la «eficacia vital» de los individuos, se la ha identificado con el tercio de siglo. Sin embargo, no es lo mismo la generación, como concepto temporal, que un cierto número de años, porque frecuentemente existen interferencias. En general, las obras geniales, que son expresión revolucionaria de una época, suelen ser obra de los jóvenes; las de efectos más demorados, en cambio, de hombres maduros o ancianos.

Lo que más se ha popularizado del trabajo de Petersen es la determinación clara de ocho factores que dan lugar a una generación. Son éstos:

1) Herencia.

2) Fecha de nacimiento.

3) Elementos educativos.

4) Comunidad personal.

5) Experiencias de la generación.

6) El guía: el ideal de hombre, el héroe, el mentor, el organizador.

7) El lenguaje generacional.

8) Anquilosamiento de la vieja generación.

En un trabajo justamente famoso, Pedro Salinas aplicó estos criterios a la literatura española contemporánea para concluir afirmando «sin vacilación alguna, entre aquellos principios de siglo, los perfiles exactos de un nuevo complejo espiritual perfectamente unitario que irrumpía en la vida española: la generación del noventa y ocho».

Pinder se fijaba, sobre todo, en la coincidencia en la fecha de nacimiento: por ejemplo, de Shakespeare, Marlowe y Hardy (1564), o de Haendel, Bach y Scarlatti (1685). Para Petersen, en cambio, una generación es una unidad de ser debida a la comunidad de destino, que implica una homogeneidad de experiencias y propósitos. Es como el trabajo rítmico de un motor, que alterna acumulación y descarga de energía. Las experiencias generacionales más amplias son aquellas que no se refieren a las formas literarias, sino que conmueven la estructura fundamental del hombre entero de una época. El año de nacimiento pierde importancia, cuando la amplitud de las experiencias que constituyen a la generación no es lo bastante amplia para abarcar a los de la misma edad. Concluía Petersen afirmando que, por las condiciones de la vida actual (recuérdese que la edición original, alemana, del libro apareció en 1930), va creciendo la conciencia de generación.

Como en el caso de los estilos, algunos han dado a este concepto una interpretación recurrente. Así, Guy Michaud le atribuye un ritmo dualista, con alternancia de tendencias contrapuestas. De este modo llega a formular la distinción, tan pintoresca, entre generaciones diurnas y nocturnas: «La duración media de treinta y tres años que se atribuye a una generación y que representa un tercio del siglo, corresponde sensiblemente a la duración media de una vida humana; es decir, la mitad de un día o período de sesenta y seis años. Luego, si es cierto, como se pretende habitualmente, que las generaciones se suceden oponiéndose, ¿no se debe, precisamente, al hecho de que cada una de ellas corresponda a un medio día de doce horas, es decir, alternativamente, un día y una noche?». Eso llevaría a parejas alternantes: día—noche, clasicismo—romanticismo, simbolismo—realismo, introversión—extraversión, etc. Una vez más, reaparece la teoría de los «corsi» y «ricorsi» de Vico.

En el ámbito hispánico, se ha ocupado también ampliamente del tema de las generaciones Guillermo de Torre, que sometió a crítica muchas de las teorías más habituales. Para él, una generación puede definirse, en términos literarios o artísticos, como «un conglomerado de espíritus suficientemente homogéneos, sin mengua de sus respectivas individualidades, que en un momento dado, el de su alborear, se sienten expresamente unánimes para afirmar unos puntos de vista y negar otros, con auténtico ardimiento juvenil».

Como se ve, la amplia experiencia literaria —no sólo teórica que acumuló a lo largo de su vida Guillermo de Torre le hace ser extremadamente cauto en su formulación, evitando las tesis demasiado abstractas. Así, señala que las fobias suelen ser, en la práctica, tanto o más significativas que las filias. Cada generación juvenil significa, en su comienzo, una ruptura con lo inmediatamente anterior para buscar apoyo en lo más lejano.

Insiste Guillermo de Torre —a mi entender, con acierto— en que lo fundamental no es la edad cronológica, sino la espiritual, la fecha de nacimiento de la obra, del espíritu propio que anima una corriente y define un movimiento. La voluntad de renovación que aporta cada generación cristaliza en la imposición de un estilo. Y esto, por supuesto, no es un hecho biológico, forzoso, sino voluntario, espiritual.

Así, define Guillermo de Torre, la generación «no nace, se hace. Es un acto espiritual y no un hecho biológico. Responde a una homogeneidad de espíritu y cristaliza en una voluntad de estilo. De otra suerte, cualquier leva, cualquier promoción de escritores o artistas a lo largo de la historia constituiría una generación. Y la realidad es que sólo hay muy pocas generaciones de perfiles netos, claramente diferenciadas, que marquen una ruptura con lo inmediatamente anterior y abran nuevas vías, al mismo tiempo».

Así pues, frente a los que defienden extender universalmente (en el espacio y en el tiempo) este criterio generacional, Guillermo de Torre lo emplea en un sentido más limitado. Otra cosa serán los movimientos literarios, que no suponen ninguna rigidez matemática en las fechas de aparición, o los estilos, o los «ismos»... En definitiva, todo ello será una manifestación, más o menos concreta, del «espíritu del tiempo», el Zeitgeist, la atmósfera epocal que cada momento posee, a la que son especialmente sensibles los jóvenes (y que intentamos no perdernos los que ya no lo somos, como único modo de estar vivos, en literatura y fuera de ella).

Todavía dentro de lo español, no debe olvidarse, me parece, el papel jugado por Azorín. En efecto, deseoso de encuadrar a los autores en su medio histórico y social utiliza el concepto de generación ya en 1910, en un artículo sobre Valle—Inclán titulado «Dos generaciones», que recogió luego en Estética y política literarias. En 1913, se ocupa de Antonio Machado como miembro de un grupo generacional. En este mismo libro de 1913, Clásicos y maestros, se incluye su conocido análisis sobre la generación del noventa y ocho. Según Emilia de Zuleta, los artículos periodísticos de Azorín, en ABC, anticipan el método que luego alcanzaría tanta importancia en España, principalmente a través de la obra de Ortega.

Llegados a este punto, no cabe ocultar que el método de las generaciones ha suscitado fuertes críticas en el terreno literario. Como señalan, con su ponderación habitual, Wellek y Warren, «en conjunto, el simple cambio de generaciones o de clases sociales no basta para explicar el cambio literario. Es un complejo proceso que varía de una ocasión a otra; en parte es interno, producido por el agotamiento y el deseo de cambio, pero en parte también es externo, provocado por cambios sociales, intelectuales y todos los demás de orden cultural».

La cuestión no sólo se plantea en el terreno literario, sino en el histórico general. Uno de los definidores españoles del método generacional, Julián Marías, resume así algunas de las posibles objeciones que dicho método ha suscitado:

1) Negación radical, en algunos críticos, de la serie generacional.

2) Duración.

3) Exclusión de la mujer.

4) Universalidad o sincronía entre las generaciones de los distintos puntos del globo.

5) Totalidad; es decir, si hay series diferentes para la literatura, la pintura, la política, etc.

6) Individualidad: los casos singulares que viven con anticipo o retraso con respecto a su generación.

Por supuesto, la crítica más fácil —y más repetida— es la de la escasa significación de la mera coincidencia en el año del nacimiento. Se pregunta Pierre Henry Simon: «¿De qué nos serviría, por ejemplo, agrupar en un mismo capítulo, porque han nacido alrededor del año 1900, a Aragon, Malraux, Marcel Arland, Julien Green y Saint—Exupéry?».

Algo más profunda es la cuestión de hasta qué punto se interfieren la propuesta generacional y la cuestión de los géneros literarios. Por ejemplo, sobre un novelista, ¿influyen más sus contemporáneos poetas o ensayistas que los novelistas anteriores? La respuesta me parece difícil y depende mucho, como es lógico, de que creamos, o no, en la existencia de los géneros como fuerzas que actúan y, hasta cierto punto, condicionan la creación literaria.

La del noventa y ocho ha sido, en España, la generación que ha atraído la mayor atención de los críticos y, por tanto, la que ha suscitado también mayores reparos. Así, el político y escritor Gonzalo Fernández de la Mora es un constante negador del término, pues opina que no se trata de «un acto de distinguir, sino de confundir, de masificar lo egregio, de enderezar sinusoides, de equidistar convergentes y de esclarecer difuminando». En cuanto a su aplicación concreta al noventa y ocho, le parece indefendible: «Su única eventual validez sería como simple apelativo colectivo, como el de La tertulia de Pombo, la Academia Española o La Pléyade». A cambio, propuso sustituir el término por el de «espíritu del tiempo», que le parecía más amplio y comprensivo.

Desde una posición ideológica muy distinta —y una mayor especialización literaria, por supuesto—, Ricardo Gullón coincide en la crítica radical. Con expresión muy tajante, afirma que «la invención de la generación del noventa y ocho, realizada por Azorín, y la aplicación a la crítica literaria de este concepto, útil para estudios históricos, sociológicos y políticos, me parece el suceso más perturbador y regresivo de cuantos afligieron a nuestra crítica en el presente siglo».

Otra posible matización sería la de Enrique Tierno Galván, que propone hablar de «espacio histórico generacional», como de coetaneidad intelectual de tres grupos generacionales, concepto que le parece menos restringido y excluyente que el de generación.

Todas estas críticas, y otras muchas, no impiden que también se siga manteniendo la validez general del concepto de generación para cualquier manifestación artística. En España, por ejemplo, Enrique Lafuente Ferrari defiende que en vez de naciones o escuelas, se debe hablar de núcleos artísticos de energía. Según eso, prosigue, la Historia del Arte debería basarse en cuatro puntos: situación histórica, generación, personalidad y obras completas.

De hecho, el sistema generacional se ha aplicado históricamente en obras críticas de notable interés. Así, Albert Thibaudet realizó la historia de la literatura francesa desde 1789 hasta sus días sirviéndose de esquemas generacionales de cierta flexibilidad y amplitud. En el prólogo de su obra incluía esta advertencia: «Adoptaremos un orden cuyos inconvenientes y cuya arbitrariedad no disimulamos, pero que nos parece tener la ventaja de seguir muy de cerca la marcha de la naturaleza, de coincidir más fielmente con el cambio imprevisible y la duración viva, de adaptarse mejor a las dimensiones ordinarias de la vida humana, a la realidad y al producto de una actividad humana: es el orden por generaciones». En España, ya don julio Cejador ordenó el estudio de los escritores incluidos en su Historia de la lengua y literatura castellanas por promociones, atendiendo al año de aparición en la vida literaria.

En época más reciente, Robert Escarpit ha propuesto una importante revisión del método generacional desde el punto de vista sociológico. Nos advierte, ante todo, de que es preciso tomar tres precauciones:

1) Hay que evitar la «tentación cíclica», ya mencionada: «Pese a todo el atractivo de una hipótesis semejante y a nuestro vivo deseo de comprobarla, nunca hemos podido, por nuestra parte, descubrir un ritmo regular verdaderamente indiscutible en la sucesión de generaciones». En cambio, cree, sí se pueden formular ciertas hipótesis sobre la recurrencia de los géneros literarios.

2) Las generaciones literarias difieren de las biológicas en que constituyen grupos numéricamente identificables, «pelotones». En cambio, en la población general de un país, el reparto de los grupos de edad varía muy lentamente y dentro de límites relativamente estrechos.

3) Literariamente, lo que interesa es la fecha del acceso a la vida literaria, y ésta es muy variable, pues se trata de un proceso complejo, cuyo período decisivo se coloca en las proximidades de la cuarentena.

En consecuencia, Escarpit propone como preferible el término «equipo», que le parece más flexible y más orgánico. Define al equipo como el grupo de escritores de todas las edades (aunque de una edad dominante), que, con ocasión de un cierto acontecimiento, «toma la palabra», ocupa la escena literaria y, conscientemente o no, bloquea su acceso durante un cierto tiempo, dificultando a las nuevas vocaciones su plena realización.

En las curvas cronológicas que establece Escarpit para las literaturas francesa e inglesa, no se observa ningún ritmo regular, ninguna periodicidad mensurable, pero sí una solidaridad profunda con los fenómenos históricos generales.

El método generacional ha sido aplicado repetidas veces, por supuesto, al campo de la literatura española. Ante todo, en el caso —tantas veces mencionado— del noventa y ocho; o, como prefiere Luis Sánchez Granjel, de la promoción literaria de la Regencia, que incluye tanto a los noventaiochistas (que tuvieron preocupaciones políticas) como a los modernistas. No deja de ser curioso —y significativo— el hecho de que Granjel, que propone otro nombre, tenga que resignarse a adoptar la denominación tradicional para titular su libro: si no lo hubiera hecho así, es probable que los presuntos lectores se hubieran desorientado y no hubieran adquirido el libro.

Hoy es evidente, por todas partes, la tendencia a reivindicar el modernismo (frente a los ataques y parodias tradicionales), así como a subrayar la cercanía profunda de modernismo y noventa y ocho, dentro de un espíritu de época común; José Carlos Mainer ha señalado su raíz común dentro del conflicto de unos intelectuales de origen pequeño—burgués.

A pesar de todos los reparos que quieran ponérsele (y son muchos los posibles), me parece evidente que el concepto de generación del noventa y ocho está ya plenamente consolidado en la crítica y que no cabe desconocer esta realidad. Otra cosa distinta sería discutir qué límites deben darse a esta denominación, cómo interpretarla o cuáles son sus miembros, incluyendo algunas figuras menores de indudable interés. A efectos pedagógicos, sobre todo, esta denominación me parece una realidad evidente (o inevitable, según se prefiera), con la que comienza la literatura española contemporánea.

Otro tanto cabría decir de la generación poética del veintisiete, en la que coinciden una serie de figuras de categoría universal, dando lugar a una verdadera segunda edad de oro de la poesía española.

Ricardo Gullón y Homero Serís, entre otros, se han referido en muchas ocasiones a una generación de 1936, marcada por el estallido de la guerra civil, aunque no sea fácil precisar cuáles son sus límites, características y componentes.

También está bastante clara la generación de 1868, llamada así porque la revolución de ese año, la «Gloriosa», constituye una experiencia nacional básica y determina en buena medida la obra literaria de Galdós, Pereda, Alarcón, Echegaray... Ya Clarín, en un artículo famoso, señaló la conexión del nuevo clima nacional con el «libre examen» y la literatura del momento. Recientemente, Alberto Jiménez ha estudiado la obra de don Juan Valera en conexión con este grupo generacional.

Dentro del Romanticismo español, José Luis Varela señaló la existencia de una generación cuyo caudillo indiscutible sería Espronceda.

Ya hemos visto los estilos que se suceden a lo largo del siglo XVIII español. En cuanto a las generaciones, Juan Reglá distinguió cuatro: la crítica de Feijoo, la erudita de Flórez, la ilustrada de Campomanes y Aranda, la neoclásica de Jovellanos y Goya.

En la época clásica, Dámaso Alonso ha distinguido varias generaciones literarias, más o menos cercanas a la trayectoria vital de Góngora. La poesía española petrarquista, en la primera mitad del siglo XVI, ha sido ordenada por generaciones en trabajos en Fucilla y Antonio Gallego Morell. Antes, Rafael Lapesa ha llamado la atención sobre la generación de Micer Francisco Imperial, que corresponde a los poetas nacidos entre 1370 y 1385. Etcétera.

Concluyamos el capítulo. No se trata de hacer un inventario exhaustivo de posibles generaciones, tema siempre siempre abierto a posteriores análisis. Ya hemos visto que no se debe aceptar el criterio generacional con fe ciega, como algo absoluto. En todo caso, las generaciones son sólo instrumentos; lo que les pedimos no es que sean bonitos o feos, sino que resulten útiles: que nos ayuden en alguna medida a comprender el proceso de la evolución histórica. Se trata, siempre, de un medio; nunca de un fin en sí mismo. Por supuesto, habrá que tener muchísimo cuidado para no extremar los paralelismos biológicos, ni las tesis cíclicas y dualistas. En la enseñanza, habrá que manejar estos conceptos con gran prudencia, para no producir confusión ni, lo que es todavía más fácil, reducir a fórmulas simplistas la complejidad de la realidad literaria. Será preciso, sobre todo, coordinar los caracteres generacionales comunes con los rasgos individuales propios del auténtico creador.

Una nota más. En este terreno, como en todos los fenómenos históricos, es mucho más fácil describir a posteriori lo que ha pasado que preguntarse por los porqués.

En efecto, sabemos algo sobre la España de los Austrias; la grandeza que esconde una gran debilidad económica, la unión de religión y Estado, la «edad conflictiva», la progresiva derrota militar y decadencia espiritual, el derroche de energías que supone la expansión europea y americana; en otro terreno, la evolución de los géneros literarios durante el Renacimiento, la asimilación de las influencias extranjeras, los nuevos ideales estéticos, la madurez progresiva de la lengua castellana como instrumento cultural y literario, etc.

El hecho concreto es que, en una calle madrileña, hacia 1610, pueden coincidir—amándose y odiándose— Cervantes, Góngora, Quevedo, Lope de Vega, Tirso de Molina... ¿Cómo explicar este hecho extraordinario? Quizá todas las posibles causas (lo mismo procedentes del mundo literario que de la economía, la sociedad, la política, etc.) no sean suficientes para aclararlo por completo.

Lo mismo podríamos decir de Madrid hacia 1900, cuando se encuentran en las tertulias de algunos cafés Unamuno, Valle—Inclán, Antonio Machado, Benavente, Azorín... Y en los años veinte, cuando son amigos y se influyen mutuamente Salinas y Guillén, Rafael Alberti y Federico García Lorca, Gerardo Diego y Dámaso Alonso... O en los años sesenta, cuando pueden haber coincidido (en París, en Barcelona) Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa...

¿Por qué ha sucedido esto? Uno tiende a pensar que, igual que los individuos, también las comunidades literarias viven, algunas veces, momentos privilegiados. Y, por muy idealista que pueda parecer, eso hay que advertirlo y apreciarlo, más que explicarlo racionalmente. Por supuesto, las circunstancias —históricas, literarias, editoriales— explicarán buena parte del fenómeno, pero creo que no todo. Sería un error —en el que muchos han caído, por otro lado— explicar el «boom» de la narrativa hispanoamericana sólo en función de la revolución castrista o de una maniobra editorial. Además de todo eso, queda el hecho de que coincidan en muy pocos años Pedro Páramo, Rayuela y Cien años de soledad; de que, en 1902, se publiquen la Sonata de Otoño, La voluntad, Amor y pedagogía y Camino de perfección.

En otras ocasiones, en cambio (y no estoy señalando a ninguna, pero el lector puede poner las fechas que desee), cuántos años pasan en la espera de que aparezca una obra de primera categoría... La literatura —ésa es un parte de su misterio y atractivo— no se puede programar ni dirigir, sino apreciar y gozar. Las clasificaciones de los críticos y profesores son otra historia.

 

LOS GÉNEROS LITERARIOS

Al narrador de A la búsqueda del tiempo perdido, de Marcel Proust, cuando era niño, le regaló su madre una novela de George Sand, Francois le Champi. Al niño le fascina ese título misterioso: «Los procedimientos de narración destinados a excitar la curiosidad y la ternura, ciertas formas de escribir que despiertan la inquietud y la melancolía, y que un lector un poco instruido reconoce como habituales en muchas novelas, me parecían simplemente —a mí, que consideraba un libro nuevo no como una cosa que tenga otras muchas semejantes, sino como una persona única, cuya única razón de existir sea ella misma— una emanación turbadora de la esencia peculiar de Francois le Champi».

He incluido esta cita porque me parece especialmente interesante la frase entre guiones: cada libro, ¿es un ser único o un individuo que forma parte de una serie, caracterizada por una serie de rasgos comunes? Podemos pensar que el niño de la novela acertaba y se equivocaba, a la vez, pero entre sus equivocaciones no estaba la de comparar a un libro con una persona. También las personas, como los libros, son individuos singulares, si nos acercamos a su secreto personal, pero parecen intercambiables, si nos quedamos en lo externo.

Espero que se comprenda la relación que esto guarda con la cuestión de los géneros literarios, una de las más arduas y difíciles dentro de la teoría literaria, con la que han batallado los estudiosos de la literatura en todas las épocas. Tanto es así, y tan diversas son las soluciones propuestas, que no faltan las voces escépticas, que tienden a considerarla cuestión insoluble. Sin embargo, se trata de un principio de organización que parece necesario. Como señala sensatamente López Estrada, el estudio de la literatura «requiere el uso de concepciones metodológicas aglutinantes, que permitan formar un cuerpo ordenado en la exposición de las diversas obras de la literatura reuniéndolas ep grupos de condición poética afín».

Por supuesto que la ordenación puramente alfabética o cronológica no son el ideal y que puede plantearse el buscar criterios más articulados. En cambio, prosigue el mismo crítico, «el concepto de género, aplicado a la ordenación de las obras literarias, es el que ofrece mejores posibilidades». Pero, a la vez, añadiría yo, uno de los que plantean más problemas, pues depende íntimamente de la concepción global del fenómeno literario que poseemos.

Como principios de organización, sencillamente, los defienden también Wellek y Warren: «La teoría de los géneros literarios es un principio de orden: no clasifica la literatura y la historia literaria por el tiempo o el lugar (época o lengua nacional), sino por tipos de organización o estructura específicamente literarias. Todo estudio crítico y valorativo (a distinción del histórico) implica de algún modo la referencia a tales estructuras. Por ejemplo, el juicio sobre un determinado poema obliga a apelar a la propia experiencia y concepción total, descriptiva y normativa, de la poesía, aunque por supuesto, la propia concepción de la poesía, a su vez, va modificándose siempre con la experiencia y el enjuiciamiento de nuevos poemas».

En mi opinión, también un estudio puramente histórico (si fuera posible separarlo de lo crítico y valorativo) necesitaría absolutamente tener muy en cuenta la cuestión de los géneros literarios.

Comencemos por lo más sencillo. Dentro de la unidad básica de la obra literaria, se pueden distinguir, sin duda, una serie de variedades. Unas veces, se busca exclusiva o primordialmente la belleza; otras, la obra está al servicio de fines prácticos o docentes. Las creaciones literarias se pueden referir a hechos externos, reales o imaginarios, o a procesos internos. Se pueden presentar como una acción que se desarrolla ante los ojos del público o como sentimientos y pensamientos. Se puede escribir en prosa o en verso, en forma de exposición, narración o acción representable... Cada una de estas elecciones básicas tiene amplias consecuencias y determina, hasta cierto punto, unas condiciones técnicas, unos problemas y unos efectos sobre el lector diferentes.

El problema de los géneros literarios es, también, un problema histórico. Como escribe Rafael Lapesa, «la costumbre heredada, la tradición, han ido fijando los distintos tipos de obras o géneros literarios. Desde Aristóteles hasta el siglo XVIII, la clasificación de las obras literarias se hizo con criterio dogmático regulador. Se creía que los géneros existentes en cada momento eran algo permanente, con sus cánones fijos; y se buscaban explicaciones para justificar las leyes literarias. Pero los códigos de los preceptistas eran constantemente desmentidos por la realidad: unos géneros caían en el olvido, nacían otros nuevos, y los subsistentes experimentaban incesantes variaciones. Sin embargo, aun después de la rebelión romántica contra las normas, la estética alemana del siglo XIX intentó hallar razón de ser filosófica para los géneros».

Tradicionalmente se distinguía la poesía (que intenta crear belleza) de la didáctica (que pretende enseñar algo) y la oratoria (que intenta convencer). Dentro de la poesía hay que distinguir la épica, la lírica y la dramática. Otras clasificaciones añaden la historia, la novela, el ensayo... La poesía épica puede ser heroica, caballeresca, religiosa, filosófica, alegórica... Subgéneros líricos son el himno, la oda, la canción, la elegía, el soneto, el madrigal, la anacreóntica... Dentro de la poesía dramática es tradicional distinguir tragedia, comedia y drama, así como otros subgéneros: monólogo, loa, entremés, auto sacramental, sainete, ópera, zarzuela...

Hemos contemplado, así, las líneas generales de un panorama elemental (y tradicional) de los géneros. Pero esto, que parece tan sencillo, plantea innumerables cuestiones. Para no extenderme demasiado, quizá sea lo mejor limitarme a enumerar algunas de ellas, en forma telegráfica:

1) ¿Sigue válida la teoría clásica greco—latina de los géneros?

2) Su esencia, ¿es de tipo psicológico, formal o histórico?

3) ¿Cómo nacen, se transforman o mueren?

4) ¿Pueden surgir nuevos géneros en cada época?

5) ¿Qué relaciones existen entre los géneros y los estilos o movimientos?

6) ¿Cómo clasificarlos, de acuerdo con su situación actual?

7) ¿Qué relación tienen con las leyes literarias? ¿Poseen un valor normativo?

8) ¿Caben géneros mixtos o híbridos?

9) ¿A qué causas obedece la evolución de un género?

10) ¿Influyen algo en el escritor, a la hora de realizar su obra?

11) ¿Ayudan de alguna manera al crítico a entenderla, o, por el contrario, constituyen prejuicios que obstaculizan su visión ingenua de las obras literarias individuales, concretas?

12) ¿Cómo armonizar el estudio de la evolución de los géneros con el de la situación literaria en un momento dado? Es decir, ¿cómo hacer compatibles los estudios literarios a un nivel horizontal y vertical, sincrónico y diacrónico?

Muchas otras cuestiones básicas podrían plantearse, desde luego, pero este simple repertorio puede darnos alguna idea de la complejidad del panorama.

Como antes indiqué, los géneros se relacionan por múltiples vías con los estilos. Cada uno de éstos posee predilección por unos ciertos géneros, que se extienden con él. Así, el Renacimiento difunde el madrigal y el poema épico en octavas, entre otras cosas.

Por supuesto, los géneros literarios (o subgéneros) no son entes de razón, sino seres históricos, que varían al pasar de un país a otro: la épica renacentista se acerca en España a los temas históricos, como la tragedia neoclásica, a los temas propios de la tradición nacional, y hasta a las motivaciones psicológicas y técnica teatral de nuestra comedia barroca, etc.

Del mismo modo, la evolución de los géneros se advierte fácilmente en las épocas de transición; por ejemplo, las églogas de Juan del Encina, entre Edad Media y Renacimiento, o la tragedia política, entre Neoclasicismo y Romanticismo.

Por supuesto, los géneros se combinan y se funden: la Cárcel de amor, de Diego de San Pedro, une a rasgos propios de la novela sentimental otros característicos del relato caballeresco.

A lo largo de la historia, los géneros se van especificando e individualizando. El auto sacramental, por ejemplo, llega en el siglo XVII a adquirir rasgos propios, plenamente individualizados con relación a las comedias de santos u otras formas del teatro religioso anterior.

Muchos géneros heredan a otros, en fin: de los poemas épicos españoles descienden los romances, que son continuados por nuestras comedias heroicas, en el Siglo de Oro.

Después de estas consideraciones de carácter general, conviene centrarse un poco en lo que han significado los géneros literarios a lo largo de la historia, limitándose a un par de momentos básicos.

Ante todo, la que podemos denominar, en síntesis, teoría clásica de los géneros literarios. La primera aportación fundamental es la de Aristóteles, que todavía hoy constituye un punto de partida inexcusable. Recordemos, como anécdota significativa, que un libro reciente dedicado al tema y titulado, sin más, Los géneros literarios, el de Juan Carlos Ghiano, no es, en realidad, más que una exposición de la doctrina aristotélica y una demostración de su permanente vigencia.

Para Aristóteles, el fundamento de todas las artes es la míme—sis. Por eso, establece distintas variedades o géneros de poesía según los diversos medios con que se realiza la mimesis (poesía ditirámbica, tragedia, comedia), según los diversos objetos de la mimesis (tragedia y comedia), o según los diversos modos de la mimesis (modo narrativo y modo dramático). En suma, atiende al contenido y a la forma, y los elementos formales están íntimamente unidos con la sustancia misma de la composición; por ejemplo, el hexámetro dactílico es el metro propio de la acción épica.

Muy importante también es la aportación de Horacio, en su Epístola ad Pisones, pues influyó de modo decisivo sobre la poética de los siglos XVI al XVIII. Para Horacio, el género literario se ajusta a cierta tradición y se define por un tono determinado. Así pues, según los asuntos habrá que adoptar una métrica, un estilo y un tono adecuados. Se llegó, así, a concebir los géneros como entidades perfectamente distintas, correspondientes a movimientos psicológicos, por lo que el poeta debe mantenerlos rigurosamente separados.

Así se sientan las bases para la estética desde el Renacimiento, con los comentaristas italianos, hasta el Neoclasicismo. A través de las distintas polémicas se va imponiendo una concepción relativamente uniforme. Se suele aceptar como esquema definitivo el de la participación en lírica, épica y dramática, según que intervenga o no, y de qué forma, la persona del poeta. Cada uno de estos géneros (que se subdividía en otros géneros menores) poseía sus reglas particulares a las que debía obedecer.

Esas reglas se extraían tanto de los grandes retóricos clásicos (Aristóteles y Horacio, sobre todo) como del análisis de las obras maestras de la antigüedad greco—latina, elevadas a modelos ideales de la literatura europea.

El género, así pues, se llega a concebir como una esencia fija, rígida e inmutable. Cada género posee sus temas, sus reglas (por ejemplo, la de las tres unidades, tan importantes en el teatro clásico y neoclásico), su estilo y sus objetos particulares. El poeta debe respetar esos elementos en toda su pureza.

Se distinguen los géneros mayores de los menores, de acuerdo con la jerarquía de los estados anímicos: la tragedia y la epopeya, por ejemplo, se consideran intrínsecamente superiores a la comedia o la farsa.

Muchas de estas reglas, hoy tan desprestigiadas, nacen del respeto a la autoridad de un preceptista o al ejemplo concreto de una obra maestra clásica (así, el comienzo «in medias res», a partir de la Odisea). Pero hay que reconocer también que muchas reglas responden a ciertos patrones mentales humanos y a ciertos problemas prácticos de la composición literaria. Por eso afirma hoy Russell P. Sebold, en contra de tantas afirmaciones exageradamente románticas, que muchas de estas reglas siguen hoy vigentes, en pleno siglo XX, aun cuando no se les dé ya ese nombre, pues todavía rigen la creación poética.

En la teoría clásica se creía que los géneros eran algo perfectamente natural. Así los considera, en Francia, el que ha recibido el nombre de último poeta clásico, André Chénier:

La Nature dicta vingt gentes opposés

d'un fil léger entre eux chez les Grecs divisés;

nul gente, s'écartant de ses bornes prescrites

n'aurait osé d'un autre envahir les limites.

Desde nuestro punto de vista actual, aunque no nos parezca especialmente poético, se trata de un testimonio teórico clarísimo sobre la creencia firme en la realidad de los géneros.

La teoría clásica de los géneros iba unida, también, a una diferenciación de tipo social: mientras la tragedia, por ejemplo, trata problemas de la clase alta (superhombres, reyes, nobles), la comedia se ocupa de los de la clase media, y la farsa o sátira, de los de la gente común. Es preciso observar el «decorum». Según eso, los estilos se clasifican en altos, medios y bajos. Ya en la Edad Media se distinguían, con una base clásica, los tres estilos, ejemplificados en la «rueda de Virgilio», a los que corresponden tres tipos de hombre: pastor, agricultor y noble. Eso es lo que aplica a la literatura romance el Marqués de Santillana, distinguiendo entre lo sublime, lo mediocre y lo ínfimo.

La teoría clásica considera monstruosos los géneros intermedios o híbridos. Por ejemplo, la tragedia, considerada una especie bastarda, un monstruo estético, un hermafrodito o minotauro. Igualmente se censuran las diferencias de tono dentro de una obra; así, las bromas del sepulturero, en Hamlet, o el portero borracho, en Macbeth.

Una concepción de esta clase, por muy estable que pudiera parecer, resultaba, a la larga, muy difícil de mantener. En realidad, quizá lo que he expuesto (de modo esquemático; es decir, exagerado) no existió nunca; la realidad literaria fue abriendo resquicios, día a día, que resquebrajaban, desde dentro, el supuesto bloque monolítico, si es que existió alguna vez.

He citado ya dos detalles de Shakespeare y cabría hacerlo mucho más en relación con el teatro clásico español. Dejando a un lado la profunda «originalidad artística» de La Celestina, que se autodenomina «tragicomedia», el problema se plantea, sobre todo, con nuestra comedia barroca; es decir, la misma que, hoy, en curiosa inversión de perspectivas, ha llegado ha convertirse en nuestra «comedia clásica». Lope mezcla lo serio con lo cómico, alterna episodios, personajes (galán, figura del donaire), lenguajes y tonos muy diversos. En medio de sus ironías, sobre todo, el desvergonzado y genial Lope descubre y proclama una verdad revolucionaria que abre el camino a la literatura moderna: la radical historicidad de la obra literaria. Son, todas, tesis profundamente anticlásicas, que inician un profundo desmoronamiento de la estética clásica.

Esta proclamación de la libertad creadora, al margen de normas y tradiciones, que hemos personificado en Lope, encuentra su pleno desarrollo y formulación con los románticos. La doctrina romántica sobre los géneros literarios es muy variada y, a veces, contradictoria, pero, en conjunto, significa un gran grito de libertad expresiva. Como principio general, los románticos proclaman la mezcla de los distintos géneros, personajes, estilos, tonos... ¿Por qué? Simplemente, porque la vida es así —o así la ven ellos, por lo menos—, porque en la realidad cotidiana no se dan con pureza los géneros literarios. Por eso, los maestros del drama romántico son, precisamente, Lope y Shakespeare, entre otros; y, dentro de la obra de este último, se pone de moda justamente la escena de Hamlet en la que el príncipe medita sobre la caducidad de lo humano, ante la calavera del bufón Yorick, mientras que el sepulturero continúa con sus bromas groseras.

Quizá un texto clave romántico, a estos efectos, sea el prefacio del Cromwell (1827), de Víctor Hugo. Parte el poeta de una amplia consideración histórica, distinguiendo entre una edad primitiva, otra antigua, y la actual, moderna. Ésta es la que nace con el cristianismo, que trae un nuevo planteamiento vital: en el hombre se da el conflicto, dramático por excelencia, entre lo terreno y lo celestial, entre el animal y la inteligencia, entre cuerpo y alma. Surge, así, un sentimiento nuevo en el alma humana: la melancolía o nostalgia de Dios. El hombre sufre, como realidad básica, y el artista debe registrar en su obra este dolor. La expresión estética de esta edad deberá dar, a la vez, la sombra y la luz, la fealdad y la belleza, lo grotesco: «Desde que el cristianismo dijo al hombre: "Eres un ser doble, compuesto de dos seres, uno perecedero y otro inmortal", desde ese día se ha creado el drama... La poesía hija del cristianismo, la poesía de nuestro tiempo, es el drama».

En la práctica, esto se traduce en una serie de consecuencias muy concretas. Piensan los románticos que la separación de géneros es falsa y que reproduce una sociedad jerarquizada, que debe desaparecer. Como dice Guizot: «¿Cómo se van a separar en la literatura la tragedia y la comedia, que en la vida están constantemente unidas?».

Surge así una nueva visión del hombre, más compleja y contradictoria, rechazándose los «tipos». Para ser fiel a la verdad, el artista ha de pintar la variedad. En frase de A. Thiérry, «á moins d'etre varié, on n'est pas vrai».

El teatro, según Víctor Hugo, intenta la síntesis de la vida, incluyendo lo feo y lo grotesco como término de comparación necesario para que brille mejor lo bello. La novela busca la armonía de idealismo y realismo; es un género nuevo, sin reglas, que responde bien al deseo romántico de verdad y de libertad. En cuanto a la historia, trata de ser, a la vez, una ciencia y un arte; se pretende conseguir una historia revivida, lírica, subjetiva. Para Michelet, «el problema histórico es la resurrección de la vida integral». La crítica, en fin, no debe ser una búsqueda mezquina de defectos, conforme a unos patrones preestablecidos (las reglas clásicas, la corrección académica), sino una búsqueda fecunda de las bellezas de cada obra, que desemboque en «una historia natural de los espíritus» (Sainte—Beuve).

Esta nueva actitud ante el problema de los géneros literarios es tan característica del Romanticismo que se refleja también en sus parodias. En el famoso artículo de Mesonero Romanos sobre «El Romanticismo y los románticos», su joven sobrino, al comienzo de su carrera literaria, «rasguñó unas cuantas docenas de fragmentos en prosa poética y concluyó algunos cuentos en verso prosaico». Es decir, una mezcla que horroriza a la persona de formación neoclásica.

Una nueva e importante afirmación de los géneros literarios se produce a fines de siglo XIX, influida por el criterio evolucionista. Se debe a Ferdinand Brunetiére, que escribe en la época del Positivismo y Naturalismo, influido, entre otros, por Spencer y Darwin. Concibe los géneros como especies biológicas, organismos vivos que nacen, crecen, envejecen y se transforman o mueren. Los géneros más fuertes sobreviven en esta «lucha por la vida», mientras que los más débiles perecen. Así, la tragedia clásica francesa sucumbió ante el drama romántico, mientras que la epopeya sobrevivió, escondida bajo el sayal (que en un primer momento pareció modesto) de la novela.

Cree también Brunetiére que se cumple, en literatura, la ley biológica que señala el paso de lo uno a lo múltiple, de lo homogéneo a lo heterogéneo. Admite como agentes modificadores de los cambios literarios a los que ya señaló Taine y que tanto influyeron en las doctrinas naturalistas (la raza, el medio, las condiciones históricas), más uno que Brunetiére subraya mucho: la acción del individuo creador. «Sin caer en las exageraciones de un Carlyle —escribe— veréis cómo basta a veces un solo hombre para desviar el curso de las cosas.» Así ha sucedido, por ejemplo, con Petrarca, Lope, Góngora, Shakespeare, Rousseau, Goethe... que modificaron el género que utilizaron. Por eso se puede hablar, por ejemplo, del teatro antes y después de Lope de Vega. El genio desempeña, en la evolución literaria, un papel semejante al del «accidente feliz», en la evolución de las especies.

Otra ley biológica que aplica Brunetiére es la de la selección natural, la lucha por la vida: todos los autores luchan por encontrar lector, por alcanzar la fama, y recurren a cuantos procedimientos se les ocurren para ello, pero muy pocos lo consiguen. El crítico francés cree en una justicia a largo plazo, cuando pasan las modas efímeras y quedan las obras de auténtia calidad. En suma, el método de Brunetiére está unido a las teorías científicas de un determinado momento histórico, que queda ya algo lejos del actual, y no se preocupa mucho del valor estético de una obra concreta, pues lo que de verdad le interesa es lo que refleja el título de su obra: La evolución de los géneros en la historia de la literatura.

Frente a esta afirmación, por vía científica, de los géneros literarios, es preciso recordar la severa crítica a que los somete Benedetto Croce, partiendo de que la poesía es intuición y expresión: conocimiento y representación de lo individual. Así pues, la obra poética es una e indivisible, porque cada expresión es una expresión única. Fácilmente se comprenderá, con esto, que no sea favorable a la teoría de los géneros literarios.

En realidad, Croce se opone a la noción clásica y dogmática de unos conceptos preexistentes, normativos, a los que deben sujetarse las obras concretas. Algunos críticos —denuncia Croce— se preocupan más por la adecuación o no a unas reglas previas que por la calidad estética individual de la obra concreta. Por otro lado, en una visión de la literatura por géneros, las personalidades poéticas (Dante, Ariosto, Tasso...) aparecen fragmentadas en diversos capítulos independientes, perdiéndose la básica unidad personal. En general, Croce ataca a todos los imperativos abstractos que pretendan regular la actividad creadora del poeta.

La crítica de Croce es, indudablemente, certera al subrayar el carácter individual del hecho estético, pero quizá desatiende con exceso los condicionamientos que actúan sobre el escritor, a la hora de realizar su obra. Sus principios pueden conducir a un nominalismo absoluto, según el cual los géneros no serían más que nombres vacíos de significado y lo que importaría, únicamente, serían las obras concretas.

En la segunda mitad del siglo XIX, son bastantes las voces que defienden criterios semejantes. Por ejemplo, Clarín, que en no pocas ocasiones se muestra censor estricto de incorrecciones académicas, cuando se enfrenta con obras que considera de auténtica categoría se eleva a criterios más libres. Así, al ocuparse de las Humoradas, de Campoamor, escribe: «Las poesías de este tomito, ¿son bellas? ¿Sí? Pues llámelas usted hache. Eso mismo opino. Difícilmente podría yo ganar en buena lid una cátedra de literatura, por mi tendencia a llamarle a todo hache en punto a géneros».

En el ámbito español, es preciso resumir la teoría de Ortega; no sólo por la originalidad o acierto que pueda tener, sino también por la influencia que haya podido ejercer. De acuerdo con su talante habitual, Ortega da un quiebro espectacular a las teorías usuales para afirmar que los géneros no son, básicamente, formas, sino temas radicales del ser humano, que determinan una cierta forma.

Dedica Ortega a los géneros literarios una sección así titulada, en sus Meditaciones del Quijote, donde escribe: «La antigua poética entendía por géneros literarios ciertas reglas de creación a que el poeta había de ajustarse, vacíos esquemas, estructuras formales dentro de quienes la musa, como una abeja dócil, deponía su miel. En este sentido no hablo yo de géneros literarios. La forma y el fondo son inseparables, y el fondo poético fluye libérrimamente sin que quepa imponerle normas abstractas».

Uno de los grandes lugares comunes de la crítica literaria es el de negar la tradicional oposición entre fondo y forma. Ortega trata de precisar un poco más: «Pero, no obstante, hay que distinguir entre fondo y forma: no son una misma cosa. Flaubert decía: "La forma sale del fondo como el calor del fuego". La metáfora es exacta. Más exacta aún sería decir que la forma es el órgano y el fondo la función que lo va creando. Pues bien, los géneros literarios son las funciones poéticas, direcciones en que gravita la generación estética. La propensión moderna a negar la distinción entre el fondo o tema y la forma o aparato expresivo me parece tan trivial como su escolástica separación. Se trata, en realidad, de la misma diferencia que existe entre una dirección y un camino. Tomar una dirección no es lo mismo que haber caminado hasta la meta que nos propusimos. La piedra que se lanza lleva en sí predispuesta la curva de su aérea excursión. Esta curva viene a ser como la explicación, desarrollo y cumplimiento del impulso original».

La digresión y la metáfora desembocan en el ejemplo de un género literario concreto: «Así es la tragedia, la expansión de un cierto tema poético fundamental y sólo de él: es la expansión de lo trágico. Hay, pues, en la forma lo mismo que había en el fondo; pero en áquella está manifiesto, articulado, desenvuelto, lo que en éste se hallaba con el carácter de tendencia o pura intención. De aquí proviene la inseparabilidad entre ambos: como que son dos momentos distintos de una misma cosa».

Y el ejemplo permite pasar a la teoría general: «Entiendo, pues, por géneros literarios, a la inversa que la poética antigua, ciertos temas radicales, irreductibles entre sí, verdaderas categorías estéticas. La epopeya, por ejemplo, no es el nombre de una forma poética, sino de un fondo poético substantivo que en el progreso de su expansión o manifestación llega a la plenitud. La lírica no es un idioma convencional al que puede traducirse lo ya dicho en idioma dramático o novelesco, sino a la vez una cierta cosa a decir y la manera única de decirlo plenamente».

Esta teoría permite explicar también la evolución histórica: «De uno u otro modo, es siempre el hombre el tema esencial del arte. Y los géneros, entendidos como temas estéticos irreductibles entre sí, igualmente necesarios y últimos, son amplias vistas que se toman sobre las vertientes cardinales de lo humano. Cada época trae consigo una interpretación radical del hombre, mejor dicho, no la trae consigo, sino que cada época es eso. Por esto, cada época prefiere un determinado género».

Disculpe el lector la longitud de las citas, pero, en el caso de Ortega, desde luego, el fondo y la forma van inseparablemente unidos; quiero decir que no es fácil reducir a fórmula más o menos científica lo que nace con voluntad de ensayo y en una prosa muy personal y elaborada. El lector temerá, quizá, que nos hemos alejado un poco de los géneros literarios concretos para elevarnos a alturas filosóficas. Así sucede en muchos casos, y no sólo con Ortega, porque la cuestión de los géneros envuelve otras muchas de mayor calado.

Una de las posibles soluciones será la de distinguir dos niveles o dos tipos de géneros. Así hace, de modo muy sensato, Alfonso Reyes, al diferenciar las tres funciones literarias fundamentales (los tras grandes géneros clásicos) de los géneros concretos, históricos, unidos a una escuela y una época: «Drama, novela, lírica: funciones, no géneros. Procedimientos de ataque de la mente literaria sobre sus objetivos. Los géneros, en cambio, son modalidades accesorias, estratificaciones de la costumbre en una época, predilecciones de las pasajeras escuelas literarias. Los géneros quedan circunscriptos dentro de las funciones: drama mitológico, drama de tesis, drama fantástico, drama realista; novela bizantina, novela pastoral, novela celestinesca, novela picaresca, novela naturalista; lírica sacra, lírica heroica, lírica amatoria, lírica elegíaca».

No me parece inútil tener en cuenta esta distinción entre dos niveles de lo genérico, uno más teórico y absoluto y otro que se articula y concreta en la historia, de acuerdo con la sucesión de las escuelas. Por eso, concluye Alfonso Reyes, «el drama —aparte de que acarree elementos de narración novelística o de exclamación lírica— puede, sin dejar de serlo, causar una emoción novelesca o lírica».

Sin ninguna pretensión de ofrecer un panorama completo, sí me parece oportuno recordar algunas actitudes contemporáneas, opuestas y significativas, ante el problema de los géneros.

No falta, por supuesto, la nota totalmente negativa. Para Jean Tortel, por ejemplo, la noción está ya superada: «En realidad, los géneros se confunden cada vez más en esta globalidad expresiva de la que no surge más que una especie de denominador común; el texto, considerado en su plena autonomía. En todo caso, cada género pierde hoy las características que, antes, servían para diferenciarle de los demás». Nadie podrá negar, en efecto, las variaciones que sufren los géneros literarios en la época contemporánea, y a ellas aludiremos después, pero eso no es suficiente, me parece, para negar totalmente la vigencia de la noción de género. Así pudo comprobarse, por ejemplo, en el Tercer Congreso Internacional de Historia Literaria (Lyon, 1939), dedicado especialmente a esta cuestión.

La llamada «ciencia de la literatura» alemana se ocupó del tema de los géneros desde el punto de vista que le es habitual, poniéndolos en relación con las concepciones del mundo. Así, para Max Wundt, «todo género literario entraña ya de por sí una determinada actitud ante la realidad, que a su vez presupone una determinada concepción del mundo. Claro está que no debe esto interpretarse en el sentido de que los géneros literarios puedan clasificarse exteriormente tomando como base las distintas concepciones del mundo. La realidad de la obra de arte es siempre demasiado complicada para que pueda procederse así. Los géneros influyen los unos en los otros y se entremezclan, razón por la cual cada cosa de por sí se desarrolla bajo las formas más diversas, y hasta podría afirmarse que en cada género puede cobrar expresión cada una de las concepciones del mundo. No obstante, cada género tiene su propio centro de gravedad, el cual reside en un determinado tipo de concepción del mundo, aquélla en que se realiza con mayor pureza la esencia del género de que se trata. Hay epopeyas líricas y epopeyas llenas de contenido dramático, como hay poesías que tienden más bien hacia la epopeya y el drama, y dramas que tienen algo de novela o de poesía lírica. Pero esto no altera para nada el hecho de que la forma fundamental de cada uno de estos géneros tiene sus características especiales, las cuales se imponen siempre, por muy grande que sea su afinidad con otros géneros literarios».

Una sólida base filosófica posee también la teoría de Emil Staiger, que ha alcanzado notable difusión en ciertos medios académicos. Utiliza este autor un método fenomenológico, cuyo punto de partida es la filosofía existencial heideggeriana. Pretende, así, un renacimiento de la poética como manifestación inmediata de la esencia del ser del hombre, que es la temporalidad.

La idea del tiempo íntimo justifica la clásica división tripartita de los géneros, pero en vez de hablar de lírica, épica y dramática, prefiere Staiger referirse a lo lírico, lo épico y lo dramático.

Lo lírico es, según él, un estado pasajero del alma, una vibración; se siente o no se siente. Lo lírico es lo que mejor traduce la temporalidad humana. Esa vivencia del tiempo sólo puede darse en el recuerdo, que implica el pasado.

El poeta épico experimenta la alegría de las cosas tal como aparecen, se goza en su contemplación. La perspectiva no puede ser otra que el presente del propio observador.

En lo dramático, en fin, las cosas pasan a un segundo plano y lo que importa más es el proyecto, el problema, la expectativa de un futuro.

De este modo, la poética de Staiger va unida a la vivencia del tiempo y a su visión existencial del destino humano. Los tres géneros se complementan y se integran en una totalidad poética. Sólo podemos hablar de lírica, épica o dramática según que en una obra concreta predomine lo lírico, lo épico y lo dramático. El drama, por ejemplo, no es un resultado de la aparición de la «escena», sino al revés: la escena es un resultado natural del estilo dramático, que es inherente al hombre. Los géneros, así pues, no son, para Staiger, formas naturales ni deducidas a priori, sino que poseen un carácter histórico y esencial, filosófico.

También desde un planteamiento fenomenológico, Félix Martínez Bonati realiza una defensa tajante de la realidad y la importancia de los géneros literarios: «No son materia muerta que la intuición ha de refundir; son, podría decirse metafóricamente, el esqueleto que sujeta el ser de la obra, o más aún: las formas que le dan existencia como objeto, lar condiciones de la posibilidad de la experiencia literaria».

Frente al absoluto individualismo romántico, Martínez Bonati afirma la necesidad de unos esquemas que sean estudiados por la nueva Retórica y Poética: «La obra no es algo así como un florecimiento de la vida en configuraciones únicas y sin precedentes, ajenas a órdenes genéticos. Por el contrario, toda poesía tiene estructuras esenciales predeterminadas como condición de su ser—gramaticales, retóricas, estilísticas, poéticas. Lo genérico, por sí mismo, no hace que el discurso imaginario sea poéticamente valioso, pero posibilita que rea, simplemente, lo que es, en un sentido comprensible, previo a su ser poético, y condición de esta posibilidad. Por eso, podemos decir que la creación tiene que ser "primero" (por cierto, no temporal, sino estructuralmente) discurso genéricamente determinado, para poder ser, como ulterior superación de la mera generalidad, poesía».

Casi todas las tendencias críticas contemporáneas (especialmente, las de signo estructural o formalista, claro está) estarán de acuerdo con esta visión de los géneros como elemento con el que hay que contar ineludiblemente.

En la reciente ciencia literaria alemana, la cuestión de los géneros suele plantearse de un modo más cercano que antes a la realidad literaria concreta. Por ejemplo, Hans Robert Jauss aplica a la literatura el concepto de «horizonte de expectativas», que parece especialmente apto para la comprensión de los géneros literarios: la obra que se presenta como perteneciente a un determinado género se coloca en un horizonte de expectativas que se ha formado el lector de cierta cultura, por su familiaridad con ese género. En nuestro país, de modo semejante, ante la dificultad de establecer una definición o concepto previo de la novela, Mariano Baquero Goyanes ha insistido en que el lector de novelas se coloca, ante ellas, en una disposición mental diferente del que espera leer un ensayo o un poema.

De modo paralelo, Erich Kohler critica la consideración de los géneros como categorías a priori, o su negación radical a la manera de Croce, para propugnar una interpretación sociológica, no mecanicista, de los géneros, que tenga en cuenta las relaciones con el público lector y las funciones que desempeña la obra en cada uno de los contextos históricos.

Por otros caminos, las tendencias formalistas conceden gran importancia a la cuestión de los géneros. El formalismo ruso, por ejemplo, que hoy ejerce tan amplia influencia, coloca de nuevo a los géneros literarios en una posición central. Frente a los simbolistas, insisten estos críticos en que, de hecho, existe una neta delimitación entre los géneros. Conciben la evolución literaria como «una sucesión dialéctica de formas». Por eso, afirma Eikhenbaum, «damos una importancia extraordinaria a la cuestión de la formación de los géneros y de su sustitución». Según Tomasevski, son categorías literarias que imponen, a las obras en ellas incluidas, un sistema fijo de motivos: «Así se crean grupos particulares de obras (los géneros), que se caracterizan por una agrupación de procedimientos alrededor de unos procedimientos perceptibles, a los que llamamos rasgos genéricos».

Dentro de la crítica anglosajona, el «análisis formal inductivo» de Paul Goodman se basa en una teoría de los géneros de raíz aristotélica. Igualmente Northrop Frye, en su obra clásica, defiende la consideración de los géneros, basándola en el estudio de las convenciones literarias reales. Como el niño —afirma— el poema no surge «ex nihilo». Lamenta que la teoría de los géneros se haya desarrollado poco todavía y cree que debe tener una base retórica; el género concreto está determinado por las condiciones que se establecen entre el creador y su público. Piensa, en fin, que los griegos dieron nombre sólo a tres de los cuatro fundamentales que existen y que es necesario añadir como género indudable la «fiction». (En nuestro país, Juan Cueto Alas defiende también, para la literatura actual, esta frontera entre «ficción» y «no ficción»; lo malo es que ni siquiera ella está hoy clara en muchas ocasiones.)

La literatura comparada estudia, por supuesto, como uno de sus capítulos básicos, la fortuna de los géneros, y uno de nuestros mejores comparatistas, Claudio Guillén, afirma su creencia en los géneros como una institución histórica, algo que ha existido realmente y que es comparable a otras instituciones políticas, sociales o legales.

La sociología de la literatura, por su parte, se ocupará, mediante representaciones gráficas basadas en datos estadísticos, de la «vida» de un género literario, poniéndola en relación con las curvas de edad de los principales escritores y de la población de un país.

No parece, en principio, que la estilística sea el sector crítico más apropiado para una revalorización positiva de los géneros, al centrarse en lo que singulariza a las obras literarias. Sin embargo, no es así del todo. Hoy, algunas tendencias del análisis estilístico consideran como un instrumento indispensable la noción de género. En efecto, el estilo supone elección. Pero, como señala P. Larthomas, la elección no se produce en el vacío absoluto, sino que está condicionada en cierta medida por una elección anterior, la del género. Al realizar su elección estilística, el escritor está seleccionando una cierta forma, buscando una cierta eficacia; también, está pretendiendo que su texto actúe de tal o cual forma sobre un auditor o lector que están en unas ciertas condiciones materiales y disposiciones anímicas. Por eso, concluye Larthomas:

1) «Todo género supone una utilización particular de la lengua hablada, o de la lengua escrita, o de la lengua hablada y escrita.»

2) «Todo género supone la utilización de una o de varias "temporalidades".»

De este modo, todo estudio estilístico debe tener en cuenta la cuestión del género; no cabe estudiar un procedimiento estilístico al margen del género que justifica su uso. Y el cultivador de la estilística aspira a que eso permita una crítica de los géneros más matizada que la de las antiguas retóricas.

Uno de los primeros representantes españoles de esta tendencia, Carlos Bousoño, se ha ocupado también de los géneros en algún trabajo que es, sin duda, anticipo de estudios más completos. Parte Bousoño de que todos los géneros han de ser «poéticos»; es decir, cumplir la doble ley —que él ha formulado en otra ocasión— de la individualización y del asentimiento. Por tanto, los géneros se diferencian por distribuirse de manera distinta tres tipos de elementos:

1) los ingredientes narrativos y líricos,

2) la protagonización de las composiciones,

3) el sistema de tensiones o intensidades estéticas.

Ninguna de las peculiaridades que habitualmente se mencionan son exclusivas de un género; la diferencia es de grado, no de naturaleza. Dentro de esto, es fenómeno típico de nuestro siglo el de las trasfusiones de unos géneros a otros. En España, por ejemplo, del 98 al 36, la prosa aprende del verso el gusto por la intensidad y la sensación. Desde los años cincuenta, en cambio, la prosa enseña al verso una modestia y naturalidad «prosaicas». La conclusión de Bousoño es que las diferencias entre los géneros literarios no son esenciales, pero sí importantes, porque condicionan nuestra adhesión en cada momento dado: lo que hoy espero de una novela no es lo mismo que esperaba de ella hace años.

Hemos venido a parar, así, en una consideración de tipo histórico, sobre la cual conviene insistir un poco. La teoría clásica establecía unos tipos fijos, unos esquemas que el paso del tiempo y las nuevas creaciones literarias hacían, evidentemente, insuficientes. Éste es un argumento repetido mil veces contra la división clásica de los géneros, sobre todo desde el romanticismo.

Parece claro que en la literatura contemporánea se dan, de hecho, muchos «géneros intermedios», como decía Benjamín Jarnés. Y, como la evolución de los géneros (de la literatura, en definitiva) está muy unida a circunstancias sociales, parece claro que no sigue el mismo ritmo en todo el universo, sino que actúa por países o áreas culturales. Por eso se ha podido decir que, hoy, no son los mismos los géneros literarios en Francia o España que en los Estados Unidos, y, por supuesto, mucho menos que en los países del Tercer Mundo africano 0 asiático.

Me parece claro que la realidad literaria de nuestro siglo impone nuevos puntos de vista, también en este capítulo. Por ejemplo, no creo que tenga mucho sentido, aunque lo hagan así algunos manuales clásicos, remontarse a la prosificación de la épica clásica para justificar la entidad de la novela contemporánea. Si se prefiere, habría que admitir como puro hecho la independencia e importancia del relato, que se diversifica en novela, novela corta, cuento...

Es absolutamente evidente, hoy, la importancia del ensayo como género típico del mundo moderno. Y, muy relacionado con él, cada vez se tiende más a considerar la importancia del periodismo: gran periodista fue Larra, por ejemplo, y casi todos los pensadores y ensayistas españoles de nuestro siglo (Ortega, Azorín, d'Ors, Pérez de Ayala, etc.) han unido periodismo y literatura. Desde hoy y de cara al futuro es preciso plantearse la validez y la importancia, como nuevos géneros literarios, del guión radiofónico, cinematográfico y televisivo.

En general, parece claro que las fronteras tradicionales entre los géneros se borran hoy o se difuminan mucho. Michel Butor, por ejemplo, declara tajantemente que cada vez advierte menos diferencia entre sus trabajos de creación —novela o poesía— y sus ensayos: «Ya no existe una separación, porque la generalización a la que he tenido que someter la noción de novela me ha permitido descubrir un mundo de estructuras intermedias o englobantes, y ahora puedo pasearme libremente por un triángulo cuyos vértices serán la novela en el sentido usual, el poema en el sentido usual, el ensayo tal como suele cultivarse».

Para no alargarme demasiado, voy a enumerar, simplemente, unos pocos de estos casos «fronterizos», referidos a la literatura española contemporánea:

1) La novela poética de Azorín, la novela poemática de Pérez de Ayala.

2) La greguería, de Ramón Gómez de la Serna.

3) El Glosario de Eugenio d'Ors (al que los malintencionados pretendían quitar la G).

4) El aforismo neogracianesco de Bergamín.

5) La nueva tragedia, existencialista o brechtiana.

6) La «revista» satírica, como el «cabaret político», al modo de Castañuela 70.

7) El poema en prosa desde el modernismo hasta hoy, estudiado por Guillermo Díaz—Plaja.

8) El «nuevo periodismo» que usa de modo habitual la ficcionalización: Francisco Umbral, Manuel Vázquez Montalbán, Carlos Luis Álvarez, Manuel Vicent...

Etcétera, etcétera. Recordemos algunas obras de Julio Cortázar: ¿cómo definir a Rayuela, novela «abierta», con capítulos prescindibles y un tablero de dirección para el lector? ¿Y la mezcla de elementos narrativos y noticias periodísticas de actualidad política en El libro de Manuel? ¿Y los libros misceláneos, como Último Round, Territorios o La vuelta al día en ochenta mundos?

Pero todo esto no es exclusivo de Cortázar, por supuesto, aunque su caso sea bastante significativo. Recordemos a algunos escritores españoles. ¿Es una novela en el sentido clásico del término el Oficio de tinieblas 5 de Camilo José Cela, tan escéptico en cuestión de géneros, que lo niega desde la primera página? En El jardín de las delicias, de Francisco Ayala, veo un libro de una madurez literaria y humana fuera de lo común, pero no sabría clasificarlo como conjunto de cuentos, memorias, poemas en prosa... Y algo semejante cabría decir de El fin de la edad de plata, de José Ángel Valente. ¿Son poesía las Historias fingidas y verdaderas, de Blas de Otero?

En todos estos casos, y en tantos otros que nos presenta la realidad literaria cotidiana, lo importante es comprender la singularidad de una creación artística, no el hecho de clasificarla, encajándola dentro de un casillero de modo más o menos forzado. El que no tenga una postura abierta ante las innovaciones que hoy intenta la literatura quedará excluido, por propia voluntad y de modo irremediable, de muchas búsquedas que poseen un sentido literario (y vital) innegable. ¿No es ése el caso de muchos profesores? Por desgracia, me temo que su formación excesivamente académica les impide un contacto real con la literatura viva.

No olvidemos la declaración que antes cité de Albérés: las grandes novelas de nuestro siglo suscitaron, al parecer, esta crítica: «Eso no es una novela». Y esto no es una opinión discutible, sino la simple comprobación de un hecho.

De todos modos —vergüenza da decirlo, de tan obvio— el creador que rompe los moldes tradicionales correrá un mayor riesgo de incomprensión por parte de los juicios rutinarios. Eso sucede con todos los moldes y todos los esquemas; también con los de los géneros. Hace poco, se lamentaba así Juan Gil—Albert: «No es tanto que mi obra desentone en nuestro país, sino que su género resulta entre nosotros inexistente. ¿Memorias, relatos, ensayos, confesiones, discursos? Por lo que veo está por averiguar, y sobre todo en un tiempo como el nuestro, tan imperiosamente, como en política, cerebralizado. Como si clasificarme sirviera de algo...». Por supuesto. El crítico sólo apostillaría que, con mayor o menor talento, esa actitud heterodoxa ante la rígida separación de los géneros literarios tradicionales es bastante frecuente en la literatura viva.

He acumulado en este capítulo bastantes citas. Me interesaba mostrar que, en contra de lo que pueda parecer a una mirada demasiado rápida, el problema de los géneros literarios no está superado, ni siquiera pasado de moda.

Conviene, ante todo, comprender las razones profundas de la teoría clásica de los géneros: unas veces, se tratará de razones históricas, simplemente; otras, de razones lógicas, de técnica literaria.

Lo que no podemos admitir hoy, claro está, es una actitud rígidamente normativa. Si contemplamos sin prejuicios la realidad literaria que está viva, a nuestro alrededor, nos será imposible adoptar esa actitud. Pero, desde un talante más flexible y abierto, el problema de los géneros literarios debe seguir planteándose de modo inexcusable; incluso, si se entiende bien, con la debida flexibilidad, puede ser apasionante: ¿cuál es, por ejemplo, el género literario de Borges, de Sábato, o, a otro nivel, del Diario de un snob, de Francisco Umbral?

Los formalistas han vuelto a colocar el problema de los géneros en el centro de su meditación. La obra literaria, por supuesto, no surge ex nihilo, sino dentro de una tradición histórica de cientos de años. Por eso es inexcusable atender a los géneros. La obra nace y es recibida por el lector dentro de un molde determinado: el género literario escogido, y eso condiciona nuestras expectativas. Incluso cuando de modo voluntario y consciente la obra intenta romper unos moldes anteriores, como hoy sucede con frecuencia, esos moldes continúan influyéndola, al rechazarlos lo mismo que al aceptarlos.

A la vez, para comprender una obra literaria es preciso poseer un cierto conocimiento de la serie genérica a que pertenece, de la evolución histórica de ese molde; sin eso, estaríamos abocados continuamente a descubrir Mediterráneos; así sucede en tantos comentarios improvisados.

La nueva teoría de los géneros tendrá que ser lo suficientemente flexible y comprensiva como para poder abarcar los casos fronterizos y los nuevos experimentos que la realidad literaria actual pone delante de nuestros ojos.

sigue

 Tus compras en Argentina

 

 Tus compras en México

 

Tus compras en Brasil

VOLVER

SUBIR