INTRODUCCIÓN A LA LITERATURA

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

enlace de origen
Andrés Amorós

IMPRIMIR 

VI. LA SOCIEDAD LITERARIA

 

A lo largo de este libro, inevitablemente, me he tenido que referir a cosas que podrían escribirse con mayúscula: la belleza, la visión del mundo, el realismo, la expresión humana, la originalidad. He recordado no pocas citas de escritores, y ya se sabe que estos individuos, por lo menos, saben escribir frases bonitas. ¿No habremos caminado demasiado por las nubes?

El que conozca el mundo literario podrá pensar que sí, y sonreír irónicamente. El que no lo conozca, puede llevarse una impresión demasiado idílica, porque no he hablado de odios, de dinero, de envidia, de luchas mezquinas, de vanidades que parecen increíblemente infantiles, de polémicas, de venalidad, de compadreos, de negarse a admitir que la vida va pasando y la conciencia del fracaso... Es decir, lo normal; pero, aquí, aumentado por el hecho de que estos extraños individuos, los escritores, no saben —no sabemos— hacer nada práctico: construir un puente, curar a un enfermo, defender ante los tribunales un pleito, arreglar una máquina que se ha estropeado... Todo su talento, su esfuerzo, su ilusión, queda reducido a acumular lo que dijo Hamlet: «palabras, palabras, palabras».

Bueno, las cosas son así, me parece, y no se trata de ponerse trágicos. Simplemente, a lo largo de todo este libro he procurado que el planteamiento de cuestiones teóricas no nos alejara demasiado de la realidad cotidiana.

Sea lo que sea la literatura —y yo no tengo mucha idea, como el lector ya habrá advertido—, no se debe olvidar que existen personas que dedican a ella una parte de su esfuerzo y de su horario. No me estoy refiriendo sólo a los escritores de creación, sino también a los editores, críticos literarios, profesores, copiadores de solapas, semiólogos, jurados de premios, reseñistas, estructuralistas, rapsodas... Toda una sociedad, un mundillo profesional, con sus normas, tabúes, costumbres y ceremonias rituales.

De alguna de estas cosas quiero ocuparme en este último capítulo, con talante, como siempre, informativo y benévolo: el de un observador de nuestro mundillo literario, en esta España del postfranquismo. Quizá sirva esto de contrapeso y complemento a alguno de los capítulos anteriores.

Ante todo, conviene decir algo sobre la llamada subliteratura: algo que siempre ha estado ahí, al lado de la literatura culta, pero a la que no se ha comenzado a prestar la atención debida hasta hace poco.

Hace años, cuando publiqué mi librito Sociología de una novela rosa, en el que comentaba algunas obras de Corín Tellado, tuve que plantear algunas preguntas previas: ¿por qué estudiar la subliteratura? A nivel personal, ¿qué justificación y qué sentido tenía abandonar los temas académicos habituales, para ocuparme de una materia tan frívola y que tan poca estimación científica podía darme?

La respuesta era muy sencilla. Bastaba con unas cifras: la tirada habitual de una novela española, entonces, era de tres mil ejemplares. Estas «novelas rosa» de Corín Tellado, en cambio, salían cada semana, con una tirada de cien mil ejemplares; y, cada quince días, una fotonovela, con otros cien mil. Ése es un hecho —literario y social— que, en mi opinión, no puede desconocerse.

Si yo me hacía estas preguntas es porque mi librito era uno de los primeros que, en nuestro país, penetraba en ese campo. Hoy, probablemente, ya no serían necesarias. Diez años después, el clima general ha cambiado mucho. Exagerando un poco, cabría decir que se han invertido los términos. Muchas veces me piden conferencias sobre Corín Tellado, las fotonovelas, los «comics» o las canciones de moda y no les interesa que hable de esos autores (Pérez Galdós, Pérez de Ayala, Cortázar...) que a mí me siguen gustando.

Sin broma: creo que, de la ignorancia y el desprecio por la subliteratura, hemos pasado a una moda que encuentra su base—lógica, pero quizá excesiva— en la oposición a la rutina académica. Así suele suceder en el panorama cultural español, tan propicio al alejamiento de los fenómenos vivos como al esnobismo frívolo.

No se puede discutir, me parece, que el desdén con que en nuestro país se solía mirar este tipo de creaciones era injusto (e ignorante). La subliteratura (o, como prefieren los franceses: paraliteratura) posee un interés sociológico absolutamente evidente, sin necesidad de más justificación; y, en ocasiones, un interés literario indiscutible. Si la obra literaria puede darnos un reflejo de la sociedad tan bueno o mejor que el del historiador, psicólogo o sociólogo, no cabe duda de que la subliteratura puede hacerlo con mucha mayor nitidez, ofreciéndonos la escala de valores de una sociedad o de sus grupos, sin la transformación a que la hubiera sometido un creador de fuerte personalidad. En este sentido, el conocimiento de la subliteratura (sobre todo, por supuesto, de la que alcanza más éxito popular) puede ser un instrumento de gran utilidad para una historia de las mentalidades.

Si me remito a mi experiencia personal, lo que primero ha llamado mi atención, en este tipo de literatura, son los contenidos. Al tratarse de obras que obtienen éxitos verdaderamente masivos, no cabe duda de que presentan amplias zonas de coincidencia con creencias sociales muy difundidas. ¿No tiene alguna significación que en las novelas españolas de mayor tirada encontremos un erotismo difuso, disimulado, un culto al dinero, a «las cosas», y un total aproblematismo religioso y político? Me parece que sí, desde luego, y que todo esto —y otras muchas cosas más, que he señalado— no es fortuito, sino absolutamente premeditado.

Cada vez me convenzo más de que, en este terreno, hay muy poco de casual y que los mayores éxitos suelen corresponder a obras cuidadosamente planeadas para obtenerlos: Love Story, de Segal, podría ser un ejemplo clarísimo de la obra pensada, escrita y difundida pasa ser un best—seller.

Es evidente también que, como en el caso de cualquier producto social, las relaciones son recíprocas: la obra de éxito refleja creencias colectivas, a la vez que influye sobre ellas. Por eso, me parece que tiene razón Henri Zamalanski al afirmar que «el estudio de contenidos es etapa fundamental de la sociología de la literatura contemporánea».

Pero un estudio de este tipo, como cualquier otro, debe huir de los fáciles esquematismos y de las simplificaciones maniqueas. Como afirma el mismo crítico, «no buscamos, a priori, encontrar en el libro tal o tal contenido, para ser ciegos al resto de la obra; sólo después de haber leído el libro y de haber clasificado los temas según su importancia nos preguntaremos lo que nos aporta sobre el problema particular que nos interesa. Así respetaremos la estructura de la obra y su unidad. La objeción de Goldmann vale para un estudio de contenidos esquemáticamente realizado, pero no vale para el principio mismo de la investigación, que no es arbitraric si se usan las debidas precauciones». Y eso, por supuesto, se puede aplicar a cualquier método de trabajo que elijamos.

En la subliteratura española que yo he leído, una y otra vez reaparecen la separación tajante de buenos y malos, el culto al honor como opinión, el respeto a las grandes instituciones, el gusto por la filosofía barata, los tópicos sentimentales, la idealización evasiva, etc.

A partir de los contenidos, cada vez me han ido llamando más la atención, en este tipo de obras, rasgos estilísticos. Me he encontrado muchas veces con la adjetivación muy culta, el léxico anticuado, los paralelismos y contraposiciones, las metáforas retóricas, las frases lapidarias, la estructura propia del relato tradicional... En conjunto, con un efectismo ingenuo y una coexistencia de niveles lingüísticos muy diversos que resulta verdaderamente pintoresca. Cada vez me convenzo más de que este tipo de productos constituyen un campo ideal para estudiar la eficacia de los procedimientos narrativos, pues no es de esperar que encontremos, en ellos, la huella de un escritor original, empeñado en destruir los moldes y esquemas preexistentes.

Me interesa mucho subrayar algo que me parece absolutamente claro: las fronteras entre literatura y subliteratura no son algo tajante, una cuestión de esencias, sino, como casi todo lo humano, algo relativo e histórico. Como escribe Ynduráin, «la verdad es que la historia de las literaturas se ha venido haciendo, desde que existe, con criter:os de muy reducido alcance: más o menos era literatura la que leían o consumían círculos selectos, o sedicentes, y la inclusión o exclusión, resultado de unos gustos y principios digamos de escuela. La separación por motivos de calidad —y de calidad según criterios de grupo— ha tenido curiosas rectificaciones con el tiempo. El Decamerón fue considerado como subliteratura, aunque no se emplease el término; y el Quijote no parece que tuvo muchas facilidades de acceso al Parnaso, en su tiempo. En el siglo XV, el marqués de Santillana se refiere a los romances como a obras con las que se contentan "gentes de baja e servil condición", lo cual supone tanto un juicio de valor sobre la obra como una atención al público consumidor...».

Así, pues, la barrera entre literatura y subliteratura no será fija ni objetiva. Quizá sea más fecundo prescindir de nociones abstractas («esencias», «categorías lógicas», o algo así) y comprobar cómo lo que en un momento dado ha sido considerado subliteratura se admite, en otra época, como literatura pura y simple.

Creo, por ejemplo, que los «comics» se incluirán en seguida—si es que no se ha hecho ya— hasta en los planes de estudios de las universidades españolas. Si todavía alguien se escandaliza por ello, habrá que recordarle la perogrullada de que la seriedad de un trabajo crítico no depende de la materia estudiada, sino del rigor con que se realice ese estudio.

Cabe referirse, por supuesto, a la diferencia de calidad. Eso, siendo subjetivo, me parece muy importante, pues es el criterio básico para cualquier creación estética. Por supuesto, entre Pérez Galdós y Corín Tellado existe un abismo de calidad. Pero no hay que suponer, generalizando, que toda la subliteratura sea estéticamente ínfima.

Siguiendo con el ejemplo de los tebeos, me gusta mucho citar el caso del dibujante italiano Guido Crépax, creador del personaje Valentina, que realiza un tipo de «comic» de gran belleza, muy influido por la técnica cinematográfica (puntos de vista insólitos, montaje subjetivo...) y de una notable carga intelectual, con influencias evidentes de Freud, del surrealismo y de las nuevas técnicas narrativas; varias veces he dicho que, hoy, Guido Crépax es una especie de julio Cortázar del «comic».

Sin llegar a este nivel de calidad, Barbarella (encarnada en la pantalla por Jane Fonda) es una buena muestra de los mitos eróticos contemporáneos, y Las aventuras de Jodelle, una burla acerada del mundo contemporáneo (el presidente Lyndon Johnson, el papa Pablo VI), bajo los rasgos de la Roma imperial. En general, la mayoría de los «comics» editados en Francia por Eric Losfeld poseen un interés ideológico y estético evidente. Y no cabe olvidar que en España han surgido buenas revistas especializadas y algunos dibujantes espléndidos, como Eric Sió o Esteban Maroto.

La fotonovela suele ser un producto ínfimo, estéticamente hablando, difusor de contenidos de escasísimo interés. Sin embargo, al margen de los ejemplos habituales, no cabe negar sus posibilidades teóricas. Juan Ignacio Ferreras, por ejemplo, ha planteado de otro modo su función social: «La fotonovela, como lenguaje, puede ser empleada de muy distinta manera de la que se viene haciendo; en Italia, por ejemplo, se han publicado fotonovelas hasta cierto punto dirigidas y educativas al y del sector obrero. Pensemos, en este esperar esperanzado, en las posibilidades pedagógicas del fotonovelismo al nivel de un mundo infantil. Se nos podría decir que, de propugnar, propugnamos el cambio de una manipulación por otra; indudablemente es así, con la diferencia suguiente: la manipulación integradora de la fotonovela actual es alienante; la posibilidad de otra manipulación se parecería mucho a una educación, desalienante sobre todo». Dejando al margen las opiniones políticas de cada uno, no cabe negar las virtualidades expresivas y la eficacia social de la fotonovela.

Como campo de estudio, la subliteratura puede ser afrontada desde puntos de vista y con métodos muy variados: histórico, estructural, psicoanalítico, semiológico... En general, se puede decir que ha predominado la consideración desde la sociología de la literatura. Pero esto, si se sabe entender, también supone una diversidad metodológica. Uno de los centros especializados, el de Burdeos (su verdadero nombre es ILTAM: Institut de Littérature et de Techniques Artistiques de Masse) reconoce y proclama la conveniencia de una pluralidad de perspectivas: «Los miembros del equipo de Burdeos vienen de todos los horizontes: los hay positivistas y marxistas, seguidores de Sartre, de Goldmann y de Barthes. El diálogo entre las distintas tendencias nunca se acaba. Su formación también es diversa: literatos, lingüistas, historiadores, sociólogos, psicólogos, economistas. Cada uno se inicia en las distintas disciplinas y en las técnicas de los demás. La pluridisciplinariedad se realiza, a la vez, al nivel de los individuos y al nivel del equipo».

Así debe ser, en efecto, porque no disponemos, en este terreno, de la acumulación bibliográfica dedicada a la literatura culta o prestigiosa, y también porque el campo de la subliteratura es más amplio de lo que se puede imaginar: me he referido ya a las novelas rosa, fotonovelas y tebeos. Habría que recordar, también, las letras de las canciones de más éxito (yo he comentado algunas de Raphael y de Manolo Escobar); los folletines, decimonónicos o actuales; los seriales de radio o televisivos; las novelas de quiosco: del Oeste, policíacas, de espías, eróticas..., incluso, en mi opinión, cierto tipo de obras de pretensiones literarias, pero que están pensadas, básicamente, como un producto para ser consumido por grandes masas.

Parece hoy muy claro que la literatura y la subliteratura no son compartimentos estancos, incomunicados, sino que existen muchos canales que las ponen en interrelación. Señalar este tipo de comunicaciones puede resultar un problema histórico y literario verdaderamente fascinante. Por ejemplo, Ynduráin ha mostrado las conexiones de Galdós con el folletín; Zamora Vicente ha puesto de relieve con gran brillantez la relación entre Luces de bohemia, de Valle—Inclán, y las parodias de la época, y yo he intentado algo semejante con Troteras y danzaderas, la novela de clave de Pérez de Ayala. Dentro de la actual novela hispanoamericana, uno de los caminos más originales es el de Manuel Puig, fundado, evidentemente, en la asimilación de elementos subliterarios, y que, a mi modo de ver, ha llegado a influir en Mario Vargas Llosa (La tia Julia y el escribidor) y en algún cuento de Julio Cortázar.

Un detalle final: todos los ejemplos de subliteratura que suelo examinar se refieren, desde luego, al ámbito español. No se trata de nacionalismo ni de simple especialización científica. Quiero recordar lo que ha escrito, en un panorama de los estudios de sociología literaria en nuestro país, José Carlos Mainer: «Parodiando a Larra diría que hacer sociología literaria en España (...) es llorar; casi mejor diría que es escribir la propia autobiografía moral y más un psicoanálisis urgente con el que pretendemos conjurar algunos de los demonios familiares que nos asaltan. tPor qué, si no, pienso, un crítico como Andrés Amorós alterna sus investigaciones sobre Ramón Pérez de Ayala con el descenso al mundo sentimental de Corín Tellado, Manolo Escobar o el inefable Raphael?».

Por supuesto. Nos ha tocado vivir en una España en la que estos productos literarios han alcanzado una difusión masiva; no es extraño que atraigan —por lo menos— nuestra curiosidad. Para mí no ofrece duda que la literatura, apreciada o no por los happy few, sirve para iluminar el estado presente y pretérito de nuestra sociedad. Al margen de su calidad estética, igualmente son testigos de España Pérez Galdós y Corín Tellado.

Después de la subliteratura, me parece conveniente comentar un poco los aspectos económicos de la edición de libros. Por supuesto, los pocos datos que voy a dar son tan elementales que cualquier persona relacionada con medios editoriales los conoce de sobra. Sin embargo, me parece que muchos lectores ignoran por completo este tipo de cuestiones, que condicionan tanto la realidad literaria.

Ante todo, y refiriéndonos siempre a nuestro país, ¿de qué vive un escritor? La respuesta ingenua sería: de sus libros. Pero esto sólo es verdad en casos excepcionales.

Para pagar el trabajo del escritor se pueden seguir dos procedimientos:

1) Darle una cantidad fija, una sola vez, a la entrega del original. Esto supone comprar para siempre los derechos de propiedad intelectual de ese texto, poder editarlo sin limitaciones y no tener que pagar nunca más a ese autor.

2) Pagarle un tanto por ciento del precio de los ejemplares vendidos. Lo más habitual es que se trate del diez por ciento y que se le hagan liquidaciones anuales o semestrales.

En teoría, el primer sistema permite cobrar antes una cantidad discreta, sin someterse al riesgo de que las ventas sean grandes o pequeñas ni tener que esperar a las liquidaciones. El inconveniente, en cambio, es muy claro: por mucho que se conozca el negocio editorial, nunca se puede garantizar con seguridad si un libro tendrá éxito económico o no. El autor que vende definitivamente sus derechos se expone a que la editorial se siga enriqueciendo a costa suya, si el libro tiene éxito, mientras que él no vuelve a ver una peseta más. La anécdota cuenta que éste fue el caso de Zorrilla con su Don Juan Tenorio: por no confiar en esta obra, vendió sus derechos; el éxito del drama no le produjo, pues, ningún beneficio. Por eso, se dedicó, él mismo, a señalar algunos de los absurdos e incongruencias de la obra... sin ningún éxito, pues el público siguió asistiendo todos los años a su representación.

Como decía hace poco José Agustín Goytisolo, el escritor es, por definición, vanidoso; si no, no escribiría. Así, pues, ningún escritor aceptará excluir, en teoría, la posibilidad de que su libro, por minoritario que sea su tema, se convierta en un best—seller. Por eso, siempre preferirá cobrar un tanto por ciento; y, en todo caso, obtendrá un anticipo, al salir el libro a la calle, a cuenta de las liquidaciones futuras.

De hecho, hoy existen en España unas normas legales que obligan a autores y editores a firmar un contrato de edición, según un modelo oficial que impide la cesión absoluta y definitiva de todos los derechos por una cantidad de dinero. El primer sistema, así pues, se reduce, en la práctica, a algunos trabajos de encargo: preparación de ediciones críticas, prólogos, artículos de revista, colaboraciones en libros colectivos, etc.

He mencionado, antes, el porcentaje que normalmente corresponde al autor del libro. Muchas veces he preguntado a gente alejada del mundo editorial cuánto les parecía justo que cobrara. Las respuestas han sido, siempre, de este orden: setenta, ochenta por ciento... De hecho, suele ser el diez por ciento. (Algunos autores importantes pueden conseguir el doce o quince; en los libros de texto, en cambio, no es raro que el porcentaje baje al ocho.)

En un libro que se vendiera a cien pesetas, el reparto de esa cantidad podría ser éste:

— Diez pesetas al autor.

— Veinte pesetas a la editorial, para amortizar el costo físico del libro: papel, composición, encuadernación, corrección de pruebas, impresión.

— Cincuenta pesetas (o algo más) para la distribución: gastos de la distribuidora y descuento a los libreros.

— Veinte pesetas a la editorial, para sus gastos fijos (personal, pequeño tanto por ciento al director de la colección, promoción) y posibles beneficios.

De todo esto pueden sacarse muy fácilmente una serie de consecuencias:

1) Con un tanto por ciento tan reducido, los beneficios del autor sólo podrán tener alguna entidad si el número de ejemplares vendidos es muy grande.

2) Como algunos costos son fijos, el precio de venta del libro depende, en proporción inversa, de la tirada: si la tirada es pequeña, resulta inevitable que el precio de venta sea alto. La única forma de vender libros baratos es que las tiradas sean muy grandes: eso es lo que se ha buscado con la fórmula del libro de bolsillo (y lo que se consigue, en una economía controlada, en los países socialistas).

Los editores han de conjugar los costos y las ventas —siempre hipotéticas— para decidir la tirada y el precio de venta al público. Funcionan en interdependencia, como se ve, varios factores, y nada seguros. Poner un precio de venta demasiado caro retraerá al posible lector, por supuesto, pero aumentar demasiado la tirada sólo conducirá a incrementar los stocks y el capital inmovilizado. Así, pues, sobre la base de su intuición comercial y de su conocimiento del mercado, por experiencias anteriores de libros similares, el editor tendrá que buscar un punto de equilibrio que suponga, al menos, la recuperación de los costos cuando se venda una parte considerable de la edición; el posible beneficio lo obtendrá si se vende íntegra la edición y en las siguientes, si llegan a realizarse.

3) En nuestro país, el costo físico de los libros ha subido constantemente, en los últimos años, por el aumento enorme de los precios del papel y por los incrementos periódicos que suponen los nuevos convenios de artes gráficas.

4) El problema económico y comercial básico es la distribución: es la partida que supone la mayor cantidad del presupuesto (con frecuencia, el sesenta por ciento del precio) y condiciona absolutamente las ventas: si el posible lector no encuentra fácilmente un libro, por bueno que sea, no lo comprará.

En España, en líneas generales, existe un número desmesurado de pequeñas editoriales (muchas de ellas se reducen a un grupo de amigos, que busca de este modo ejercer una influencia ideológica o política), de tal modo que no pueden organizar un sistema comercial adecuado. Se publican muchísimos títulos y las tiradas son pequeñísimas. La información bibliográfica es muy deficiente: la mayoría de los libreros ni siquiera saben cuáles son los libros que se han editado. Ninguna librería puede tener todos los títulos que se editan; se limitan, en general, a tener unos pocos, los que más se venden o los de editoriales más prestigiosas, y, si algún cliente pide otro, a solicitarlo, a su vez, a la distribuidora, si tiene todos los datos necesarios. (En el caso de que sea un libro muy barato, no les resulta rentable pedirlo, pues el porcentaje que van a cobrar no les compensa el tiempo que le dedican al asunto.)

Algunas editoriales —las más importantes— tienen su propia empresa distribuidora. Otras, en cambio, encargan de la distribución de sus fondos a una empresa especializada, que distribuye también los libros de otras editoras. Los dos sistemas tienen sus inconvenientes. En principio, parecería que cada cual trabaja con más interés para su propio fondo, pero es muy difícil y costoso crear una organización que llegue con los libros a todos los rincones de España (y no digamos de Hispanoamérica, nuestro mercado siempre más potencial que real, justamente por esta causa). El término medio son las agrupaciones de varias editoriales, especializadas en sectores cercanos, para crear una empresa distribuidora, que tendrá una imagen pública coherente.

5) En todo caso, el presupuesto que pueden dedicar a la promoción de sus libros la inmensa mayoría de las editoriales españolas es pequeñísimo. ¿Cuántas veces ha visto el lector una campaña publicitaria de un libro en paneles callejeros ni, por supuesto, en la televisión? Cabe acusar a las editoriales españolas de falta de imaginación para comercializar sus productos, por supuesto, pero también hay que reconocer que la pequeñez del mercado no da para más.

6) Al hablar de pequeñez me estoy refiriendo, por supuesto, a las tiradas. No cabe ofrecer cifras que tengan valor general, por supuesto, pero, para orientación del lector, me arriesgaré a dar algunos números que me parece pueden servir, como término medio. De una novela de un autor español conocido se pueden tirar de tres a cinco mil ejemplares. De un libro de ensayo o científico, no más de tres mil. De un libro de poemas o un texto teatral, es fácil que baje a dos mil, o menos aún. En todo caso, es frecuente que un libro tarde en agotarse unos tres años (y, muchos, no se agotan nunca).

A partir de aquí, no es difícil calcular los ingresos que percibirá el autor. Pongamos el caso de una novela de la que se tiran tres mil ejemplares y se vende a trescientas pesetas; eso quiere decir que el autor percibe treinta por cada ejemplar vendido. Si tarda en agotarse tres años, quiere decirse que cada año vende mil ejemplares; es decir, ingresa treinta mil pesetas. Si ha tardado en escribirla seis meses, quiere decir que la novela le aporta un rendimiento mensual de cinco mil pesetas.

Ya sé que estos datos se pueden discutir hasta el infinito, pero no me parece que den una imagen demasiado falsa de la situación. Si se trata de un ensayo o libro científico, que se venda más lentamente, es fácil que el total que percibe el escritor por su libro sea inferior a lo que él pagó a la mecanógrafa que le pasó a limpio el original. Del dinero que se pueda obtener editando libros de poemas o textos teatrales, mejor es no hablar.

Espero que no se tomen como demagógicas estas afirmaciones. Puede decirse que son exageradas, eso sí. Si la persona que lee estas líneas tiene suficiente confianza con algún escritor, puede pedirle que le enseñe las liquidaciones de sus libros.

Todo esto, claro está, plantea nuevos problemas. Ante todo, uno: ¿por qué sucede? La respuesta es muy sencilla: porque el español no lee. Las estadísticas oficiales lo han demostrado de sobra. El mercado lector español es pequeñísimo; en algunos géneros —la poesía, por supuesto— da la impresión de que sólo leen y compran los mismos que escriben libros. Mientras las tiradas de los libros españoles no sean mayores, el escritor seguirá obteniendo ingresos ridículos. A esto se une, por supuesto, la pobreza y escasez de las bibliotecas españolas (pero de esto, en sus pomposos programas culturales, no suelen hablar los partidos políticos).

Téngase en cuenta, para mayor vergüenza nuestra, que el español es una de las lenguas más habladas y estudiadas del mundo. Es decir, que en las tiradas anteriores se incluyen los libros españoles que se venden en Hispanoamérica y los que emplean los hispanistas de todo el mundo.

Algún ingenuo lector preguntará, quizá, cómo se podría remediar todo esto. No soy yo la persona, ni éste el lugar adecuado, para proponer soluciones, pero, según he leído tantas veces, parece que sólo existen dos caminos: a largo plazo, educar a los españoles en la lectura; a corto plazo, que el partido que esté en el poder emprenda una política cultural de signo revolucionario. El discreto lector juzgará si algo de esto se está realizando.

Al hablar de la tirada de los libros, me he referido a los «normales», dejando al margen algunos que, evidentemente, alcanzan cifras de ventas mucho mayores:

1) Los best—sellers: libros eróticos y políticos, libros escandalosos, grandes premios de novela, subliteratura...

Si repasamos las listas de los libros más vendidos durante el año 1977, según el Instituto Nacional del Libro Español, nos encontraremos, a la cabeza, varias obras políticas o de historia reciente, que responden a la curiosidad del momento: Eurocomunismo y Estado, de Santiago Carrillo; Mis conversaciones privadas con Franco, del general Franco—Salgado Araújo; La guerra civil española, de Hugh Thomas; Yo fui espía de Franco, de González Mata. Además, el tema sexual, en forma de estudio científico (El informe Hite) o de novela escandalosa (Miedo a volar, de Erica Jong). En el terreno de la creación, sátiras de la actualidad política (De camisa vieja a chaqueta nueva, de Vizcaíno Casas), alegatos disfrazados de novela (Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún), utopías políticas (En el día de hoy, de Jesús Torbado), el tema de los secuestros en el País Vasco (Lectura insólita de «El Capital», de Raúl Guerra Garrido), obras que habían estado prohibidas (Si te dicen que caí, de Juan Marsé), etc. Varias de estas novelas habían recibido los premios más populares. Creo que el panorama resulta significativo, con independencia de que incluya obras de calidad literaria junto a otras, deleznables. En todo caso, las razones del éxito no parecen tener mucho que ver con el valor estético.

2) Algunos clásicos que siempre se venden: la Biblia, Don Quijote, las Rimas de Bécquer...

3) Libros de utilidad práctica inmediata: cómo educar a los hijos, cómo cuidar plantas de interior, el callejero de Madrid, etc.

4) Libros de texto: manuales u obras de consulta «recomendadas» por algún profesor. Económicamente, los libros para Educación General Básica y Bachillerato suponen un mercado importantísimo y pueden producir importantes beneficios para sus autores, según el número de alumnos que dependan de cada uno y, sobre todo, la capacidad de distribución de la editorial especializada.

5) Enciclopedias y libros por fascículos, que juegan con el afán coleccionista y, muchas veces, con el chantaje moral de proporcionar a los hijos instrumentos de trabajo que uno, quizá, no tuvo.

6) Libros para regalo: caros, lujosamente editados, que se venden sobre todo en Navidades o para solucionar regalos de empresas: igual da que se trate de los tesoros del arte contemporáneo o de las maravillas de la India.

Con estos antecedentes, ¿qué autores viven es España de la literatura? Por un lado, escritores del tipo de Corín Tellado; por otro, unos pocos que han alcanzado gran fama y que ven traducidas sus obras a muchos idiomas: Camilo José Cela, Miguel Delibes, José María Gironella... ¿Y los demás, de qué viven? Por supuesto, de otra cosa. A veces, su profesión tiene relación con la literatura: son profesores (Gonzalo Torrente Ballester, Francisco Ayala, Dámaso Alonso, Gerardo Diego...), traductores (José María Valverde), trabajan en organismos culturales (Luis Rosales), en editoriales (José María Guelbenzu). Para el escritor español, existen dos vías para ganarse la vida con desahogo: una es el teatro, camino dificilísimo, pero que, si se triunfa, puede producir ingresos superiores a los de un libro; ése es el caso, por ejemplo, de Antonio Buero Vallejo. Otro camino es el trabajo periodístico o la colaboración en diarios y revistas (Francisco Umbral, Félix Grande). Ésta es, junto al deseo de una mayor difusión, la causa de que tantos grandes ensayistas contemporáneos hayan escrito en periódicos. Otros escritores, en fin, viven gracias a profesiones que nada tienen que ver con la literatura: son funcionarios públicos, ingenieros, arquitectos, trabajan en una empresa privada... y, así, se pagan el tiempo y la tranquilidad necesarios para escribir.

¿Es eso bueno? En principio parece que no, desde luego, y que muchos talentos se desperdiciarán por falta de tiempo, de tranquilidad, de estímulos para escribir. Sin embargo, el tema no es tan sencillo. Escribir es, sin duda, una actividad vocacional; el que tenga solamente una vocación débil, desanimado por las dificultades, abandonará la literatura, pero el que sienta la necesidad absoluta de escribir, lo hará, por pocas que sean las facilidades de que disponga. Por otro lado, un profesional de las letras corre el peligro de convertirse casi en un funcionario, de burocratizarse, de repetirse para mantener su éxito.

En una economía de mercado, el escritor cobra según se vendan sus libros; pero, si es auténtico escritor, seguirá escribiendo aunque sus libros no se vendan y aunque tenga que buscar dinero para vivir de cualquier forma. Otro sistema sería el socialista de conceder un sueldo al escritor para que produzca su obra, pero no está claro que esto no produzca el dirigismo ideológico —de cualquier signo que sea— o la conversión del escritor en un burócrata al servicio del partido.

En el mundo capitalista, existen también becas y premios literarios. Las primeras son una ayuda efectiva para el escritor, si no condicionan su libertad creadora, y si no se acostumbra a la cómoda rutina de escribir «para la beca», reduciendo los riesgos de la aventura que supone escribir. La tesis extrema —que he oído no pocas veces— sería la de suprimir cualquier ayuda al escritor, pues de su sufrimiento y su angustia puede surgir la obra maestra; en estas argumentaciones, siempre se suele mencionar el nombre de Franz Kafka. Eso, por supuesto, me parece inhumano e injusto, pero hay que admitir, también, que las becas no dan lugar, de modo automático, a obras de auténtica calidad. En el terreno artístico, conceder becas supone apostar casi en el vacío, pues los antecedentes no sirven demasiado para adivinar si una obra futura tendrá valor o no. Ayudando a la gente joven que da muestras de talento creador se perderá mucho dinero, pero alguna vez se facilitará la creación de una obra que merezca la pena.

Otro problema espinoso es el de los premios literarios. Aquí, como tantas veces, tendré que dar razones que parecen contradictorias. Por un lado, su descrédito es tan grande que casi no vale la pena atacarlos. Es público y notorio el caso de premios «de encargo», de ganadores que aparecen en los periódicos o de cheques que se entregan antes de que se falle el premio. Por otro lado, los premios siguen proliferando, y los escritores, acudiendo a ellos. ¿Cómo compaginar ambas cosas?

Creo que los premios en los que se fija todo el mundo son unos pocos, los grandes premios de novela, vinculados a alguna editorial poderosa. En esos casos, me parece fuera de duda que se trata de una maniobra de promoción comercial, que nada tiene que ver, en absoluto, con la calidad literaria. La desmadrada subida de esos premios y el deseo de ser «el que da más dinero» lo prueban claramente. Si una editorial da varios millones de pesetas de premio a una novela es, simplemente, porque eso le supone una publicidad que le hará vender los ejemplares necesarios para resarcirse de esa inversión publicitaria. En definitiva, es el mismo cálculo que realiza el fabricante de jabón o de pastas para la sopa, al encargar una campaña publicitaria por televisión.

¿Tienen resultado —comercial— estas campañas —puramente comerciales? Es fácil que sí, si no se sobrepasan ciertos límites, de acuerdo con las dimensiones del mercado hipotético. En nuestro mundo, el poder de la propaganda parece no tener límites. Los posibles consumidores piensan: «Si se ha dado un premio de tantos millones a esta novela, debe de ser un libro excepcional». Y lo compran, con lo cual están contribuyendo a financiar esa campaña de propaganda. En definitiva, se trata de una técnica comercial bien conocida y que nada tiene que ver con el mundo de los valores literarios.

Por otro lado, una inversión de esta categoría supone un riesgo evidente, que el buen comerciante tratará de disminuir. Para el que va a vender la novela, será mejor que la premiada sea erótica, o política, o de autor bien conocido, o fácil de leer, o escandalosa por cualquier concepto... o todas estas cosas juntas, si es posible. De su habilidad en el manejo del negocio (y del dinero) dependerá que pueda obtener un producto fácilmente vendible.

Y, sin embargo, los escritores siguen acudiendo a los concursos, por desacreditados que estén. ¿Por qué? Algunos, por ingenuidad y falta de información. Pero no creo que sea ése el caso de la mayoría. Muchos buscarán un dinero —y una promoción—que, por los caminos habituales, como hemos visto, parece muy difícil que consigan. La mayoría intentarán este camino porque es el único para darse a conocer y publicar sus obras.

En efecto, a pesar del escaso resultado económico habitual, se suele decir, en broma, que son pocos los españoles que no tienen, en el cajón, un manuscrito de novela o de comedia, en espera de un editor. En este caso, desde luego, la oferta de originales es muy superior a la demanda que puedan realizar las editoriales, por muchas que sean.

La imagen frecuente es la del autor que recorre las editoriales, con su manuscrito en la mano, buscando influencias para conseguir que se lo publiquen, y que va recibiendo negativas. Y esto les sucede de modo habitual a autores bien conocidos, de prestigio, que han publicado ya varios libros con buen éxito de venta y de crítica. No hablemos ya de los noveles, que chocan con una muralla muy difícil de franquear. Por eso suelen recurrir a los premios, como medio de darse a conocer y subir un primer escalón. No se olvide que publicar es una carrera y las etapas iniciales son las más difíciles; después, las amistades e influencias suelen facilitar el camino. En este terreno, también, cuenta mucho la habilidad personal del escritor para autopromocionarse, tener amistades, hacerse valer, conseguir que hablen de él... Las famas literarias, muchas veces, dependen de estos factores tanto o más que del talento.

Espero que haya quedado suficientemente claro que la edición de libros es una industria muy peculiar, porque ofrece un aspecto cultural; y esto no son palabras retóricas, sino una realidad indiscutible, que condiciona también la explotación comercial del producto. Entre otras cosas, porque la calidad de ese producto no se puede medir con criterios objetivos y su éxito, por lo tanto, es especialmente imprevisible.

El editor es un profesional que arriesga su dinero, esperando recuperarlo y obtener algún beneficio, en la industria del libro. Para él, por definición, los criterios de aceptación o no de un libro son, básicamente, criterios comerciales, por mucho que se quieran disfrazar de intereses culturales. Esto no sucede, únicamente, en las editoriales que no buscan beneficios (estatales, subvencionadas por fundaciones privadas), que los subordinan a influir sobre la sociedad en un determinado sentido (publicaciones de partido político o de grupo de presión) o a obtener una imagen pública favorable (caso de un banco, por ejemplo, que sostenga artificialmente una editorial de grandes pérdidas pero buena imagen).

Todo esto es muy lógico, pero no tiene nada que ver con los intereses del escritor. Creo no ser demasiado ingenuo al pensar que, en principio, ésta es una actividad vocacional. (Más adelante, cuando avance su carrera, el escritor colocará entre sus fines el de obtener un beneficio económico: algunos lo hacen con una notable rapidez).

El lector debe hacerse cargo de que, para el escritor, no publicar lo que escribe es, quizá, la mayor tragedia, supone la imposibilidad de comunicarse, algo así como morir antes de nacer.

Antonio Machado hablaba del maleficio de los manuscritos que quedan, inéditos, en el cajón. No pensemos sólo en el deseo de comunicación; para el progreso de la carrera del escritor es necesaria esa cierta liberación que se produce al publicar, al recibir críticas, al comprobar las reacciones que suscita su trabajo. Si no sucede todo esto, corre el riesgo de no avanzar, de quedarse detenido en una fase inmadura. Por otra parte, no publicar significa no ser reconocido como escritor, no suscitar eco alguno.

Para algunos estudiosos que trabajan en países donde se estimula la investigación (no el nuestro, por supuesto), publicar es una necesidad absoluta, si no se quiere «morir» académicamente.

A la vista de todo esto, no es extraño que algunos escritores, al no encontrar editor, decidan publicar sus libros por su cuenta. Mejor es esto, quizá, que permanecer inéditos, pero también plantea graves problemas —suponiendo que el económico no lo sea. Ante todo, por la distribución: el autor—editor corre el riesgo de que su libro no lo vea nadie. Tampoco es fácil que una empresa distribuidora importante acepte distribuir su libro y lo haga con interés, pues la trascendencia económica de un libro suelto es, comercialmente, muy escasa, aunque pueda haber supuesto los ahorros de su autor. Supongamos que decide regalar la edición entera, si se lo puede permitir: el público no podrá entrar en contacto con el libro, sólo lo recibirán unos amigos, parciales por definición, y los críticos, pero lo más seguro es que éstos ni lean el libro, al advertir que ha tenido que editárselo su autor.

Todavía puede intentar el escritor otra posibilidad: que su libro aparezca en una colección interesante pero pagado por él, aunque eso no se refleje externamente de ninguna forma. Así, la editorial no arriesga nada de dinero (sólo el prestigio, si el libro es demasiado malo), y el autor se beneficia de la distribución y el sello editorial. Aunque esto no se suele decir, son varias las editoriales españolas que trabajan así, de modo habitual, e incluso algunas poseen, para estos casos, series especiales a las que dedican menos cuidados. Algunos profesores de universidades norteamericanas, que son hispanistas y desean publicar en España, suelen solicitar de sus centros una subvención para hacer posible que sus trabajos sean admitidos en una editorial prestigiosa.

El problema de dar a conocer la obra resulta especialmente grave en el caso de los autores de teatro: su obra, por definición, está pidiendo ser representada, antes y a la vez que editada. ¿Recordamos el volumen económico que eso supone?

En cualquier caso, si el autor consigue dar a conocer su obra, tendrá que enfrentarse con la crítica. ¿Cómo es este sector, cómo funciona?

Ante todo, creo que existen dos grupos, demasiado separados, por desgracia. Por un lado, los críticos profesores; por otro, los periodistas. La crítica académica puede alcanzar un notable valor científico, pero suele estar muy desvinculado de la literatura viva; con alguna frecuencia, cuando abandona su terreno habitual, desbarra, atribuyendo elogios a novelistas y poetas de segunda o tercera fila. La crítica de los periodistas es, por definición, más vivaz, pero, en muchas ocasiones, no alcanza todo el rigor deseable. Por supuesto que lo ideal sería reunir las virtudes —y no los defectos— de las dos: que los grandes maestros universitarios tuvieran la sensibilidad abierta a las nuevas tendencias (e incluso que les acompañaran en su camino, como hicieron Dámaso Alonso y Montesinos con los poetas del veintisiete); que los suplementos literarios de los periódicos estuvieran en manos de lectores competentes, a los que se exigiera un auténtico rigor.

¿Cuál es el camino habitual para empezar a publicar críticas de libros en algún periódico? Unas veces, el redactor jefe se lo encargará a algún periodista joven, con inquietudes literarias, igual que le podría encargar la crónica municipal o una entrevista con el estrangulador que acaba de ser detenido. Si es un colaborador, bastará con que tenga amigos en la redacción y que mande alguna cosilla para que se la vayan metiendo, cuando haya espacio.

Para escribir sobre un libro, así pues, parece que no hace falta ninguna especialización. Cualquiera que tenga un mínimo de afición puede hacerlo. ¿Por qué lo hará? Por ganarse un dinerillo. Para que le den unos libros gratis, sin necesidad de comprárselos. Para darse a conocer. Si aspira a publicar libros, para adquirir amistades e influencias, hacer favores que luego serán recompensados, entrar en contacto con editoriales, ser estimado o ser temido (las dos cosas pueden ser igualmente rentables)...

¿Dinero? Es fácil que, por un artículo de un par de folios, le paguen unas dos mil pesetas. Si el libro exige dedicarle unas cuantas horas, no se trata, desde luego, de un negocio redondo.

En su trabajo, ¿recibe el crítico alguna presión? Las habituales en este mundillo. No pensemos en sobornos importantes, porque la pequeñez del negocio no da para mucho. (Otra cosa sería la crítica taurina o cinematográfica, pues en esos terrenos sí que están en juego millones de pesetas.) Aquí, simplemente, una comida, una conferencia, la designación como jurado de un premio, un viaje pagado, la asistencia a un congreso... Pero, sobre todo, el do ut des: si yo te elogio, ahora, espero que, el día de mañana, me elogies tú, recomiendes mi libro a una editorial, lo defiendas en el jurado de un premio. Todo esto entra dentro del juego habitual, que no se suele mencionar pero que todos conocemos.

¿Condiciona el periódico la opinión de su crítico? Muchas veces, de una forma o de otra. Cada «casa» tiene sus amigos y sus enemigos, que el novato debe aprender a distinguir en seguida, porque, si no, se lo indicarán con un palmetazo. Un periódico no querrá publicar un elogio a un poeta porque es comunista; otro, por esa misma razón, no querrá censurarlo. En uno están mal vistos los republicanos; en otro, los partidarios del aborto; en otro, los que dicen que la renuncia de Felipe González es una maniobra estratégica para conseguir mayor poder; en otro...

Un mundo complicado, pensará el lector. Tiene razón, desde luego, pero el nivel de imparcialidad del país suele ser éste, así como el respeto a los valores estrictamente culturales. ¿A quién le interesa eso, en realidad? En la nueva España democrática, el mundillo periodístico—cultural suele estar dividido en capillitas y, al formar parte de una de ellas, cada uno ya sabe a lo que se expone; no digamos del que va por libre...

En todo caso, el crítico tendrá que leerse el libro... No siempre. Muy conocido es el tema del «solapismo»: viejo pero vigente, por desgracia. Conozco secciones enteras que se dedican a copiar solapas de libros. El procedimiento se ha perfeccionado con las hojas de propaganda que las editoriales bien organizadas envían a los críticos, junto con el libro. Basta con copiar un fragmento de la nota de prensa, «hincharlo» un poco, firmar y cobrar.

No resisto la tentación de contar —una vez más— una anécdota cuya veracidad garantizo. Leí una vez un comentario entusiasta del libro de Dámaso Alonso Debe y haber de la literatura española. El autor de la reseña, un periodista ilustre, señalaba que Dámaso Alonso era un maestro indiscutido de los estudios literarios pero que, en ocasiones, corría el riesgo de caer en un formalismo excesivo. En este último libro, en cambio, volvía a la tradición de la crítica humanística, que sigue estando vigente y merece todos los elogios, etc.

Han pasado más de cinco años y el libro de Dámaso Alonso sigue sin publicarse; por lo que yo sé, no lo ha escrito, todavía. ¿De dónde surgió, entonces, esa crítica? Es bastante sencillo: la editorial Prensa Española, al iniciar su colección de crítica literaria «El Soto», dirigida por José Luis Varela, reservó el número uno, como honor, a ese libro de Dámaso Alonso, con el que esperaba contar. Pero el libro no llegó a escribirse. El crítico recibió los números posteriores de la colección y, al ver la lista de títulos, supuso que el número uno debía de estar publicado ya. En este caso no hizo falta solapa; bastó con el título de un libro futuro para hacer su crítica.

Tradicionalmente, las críticas de libros que se publicaban en los periódicos (como las de toros) solían ser bastante benévolas. La nueva situación política ha traído un nuevo clima en el que se oyen alegatos en favor de la autenticidad y la dureza crítica. Se oyen... El lector puede distraerse ahora con las polémicas en las que no faltan los insultos personales; por ejemplo, entre las últimas que recuerdo, sobre la sexualidad de un escritor o su estatura. No es esto totalmente nuevo, por supuesto, pero dudo mucho de que esta nueva crítica se realice con la imparcialidad y el talento con que Clarín realizaba la suya, «higiénica y policíaca».

En cualquier caso, todo esto siguen siendo —me parece— chismes para iniciados. Salvo en algún periódico muy excepcional, dudo mucho de que las críticas literarias tengan una influencia demasiado grande. Al lector, me parece, le interesan más otros temas. Y nada de esto podría compararse a la influencia cultural que tendría la televisión; otra televisión, por supuesto, pues estoy hablando de una pura hipótesis.

Al crítico de periódico, en todo caso, no me parece que se le pueda exigir demasiado, dadas las condiciones en que habitualmente realiza su trabajo. Para la revista especializada o el libro quedan la mayor profundidad y las conexiones eruditas. En el periódico, partiendo de la honestidad y de una cierta preparación y sensibilidad literaria, creo que basta con informar y orientar, en un lenguaje asequible al lector no especializado. Es decir, una porción más de la gran tarea de difusión cultural que tanto necesitamos. Y, por supuesto, en un país tan poco lector como el nuestro, el crítico deberá ejercitar la crítica de apoyo, que incite a la lectura de las novedades que, en cada momento, le parezcan más valiosas.

Orlando, un joven aristócrata inglés, va dejando pasar su vida entre fiestas, amores fugaces, ceremonias y deportes nobiliarios. Todo ello le gusta; todo lo encuentra muy natural; todo le produce, de vez en cuando, un bostezo irreprimible. Entonces, se refugia en una devoción que a nadie ha confesado: la literatura. Eso le parece mucho mejor que descabezar turcos o construir nuevos palacios, en la campiña inglesa. Sueña con los grandes genios de su época: Shakespeare, Marlowe, John Donne... Su posición social le permite conocer a un poeta que es amigo de ellos: un hombre extraño, ingenioso, maldicente, obsesionado por obtener una pensión vitalicia, que denuncia implacablemente la decadencia a que ha llegado la literatura inglesa en su tiempo, la época isabelina.

La experiencia —nos cuenta Virginia Woolf— no es feliz. Orlando tenía otra idea del mundo literario. Le concede al poeta su pensión y vuelve a quedarse solo. Años después, la experiencia se repite, con la única diferencia de que el poeta fogoso se ha convertido en un temido crítico: «Todos esos años había imaginado que la literatura —sírvanle de disculpa su reclusión, su rango y su sexo— era algo libre como el viento, cálido como el fuego, veloz como el rayo: algo inestable, imprescindible y abrupto, y he aquí que la literatura era un señor de edad, vestido de gris, hablando de duquesas».

¿Por qué recuerdo ahora este episodio de una novela? En cierto modo, temo que al lector de este libro le pueda suceder algo semejante. Dejando aparte algunos pormenores, útiles sólo para estudiosos, este libro resume no pocas teorías, contrapesadas al final, por una cierta ojeada sociológica. Es decir, idealismo y chismes, dos cosas igualmente inútiles, pero contrapuestas.

Es posible que algún lector bien intencionado se desconcierte un poco al ver la literatura partida, así, entre el arte y la venalidad, el deseo de salvación mediante palabras y el compadreo. Quisiera decirle que, en mi opinión, las dos cosas son verdad; en contra de lo que pueda parecer, no se excluyen, no es preciso elegir una u otra. La razón es muy sencilla: la literatura no la hacen supermanes, sino hombres sin más; por eso, lleva, a la vez, el sello de todas las posibles miserias y grandezas.

Basta una mínima experiencia de lo que es la creación artística para saber que un perfecto canalla puede crear una obra de arte admirable; una obra que, vista desde fuera, parece valer más que él.

También se da el caso contrario: cuando la vida y la literatura se unen con absoluta congruencia y autenticidad, las cosas parecen tener un sentido y uno capta con emoción la armonía de esa música. Un ejemplo clarísimo, reconocido por todos, es el de Miguel Delibes, pero en seguida se me ocurren otros: Francisco Ayala, Francisco Umbral, Vicente Soto, Francisco Nieva. Quizá, cuando existe una calidad, siempre suceda eso, en mayor o menor medida, pero en estos casos, por ser amigos míos, yo he podido comprobarlo.

Al llegar al final de este libro, siento que todo él está plagado de generalizaciones. Eso me parece un error. La literatura sólo existe, de verdad, en cada caso concreto: cuando un adolescente vuelca su angustia, por primera vez, en una cuartilla; cuando un escritor se levanta muy pronto, todos los días, y, mientras toda la casa duerme, tenga ganas o no, se pone delante de las hojas en blanco; cuando un hombre maduro resume en una historia sus desengaños y su amor a la vida. A la vez, la literatura sólo está viva, de verdad, cuando alguien, al leer un libro, siente que le está subiendo fiebre y que ésa es la música que él necesitaba.

Al llegar al final, siento, también, que el libro está lleno de contradicciones. Así debe ser, me parece, porque así son las cosas.

«En fin, literatura.»  

 Tus compras en Argentina

 

 Tus compras en México

 

Tus compras en Brasil

VOLVER

SUBIR