INTRODUCCIÓN A LA LITERATURA

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Andrés Amorós

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II. LITERATURA Y SOCIEDAD

 

Parecen ser los románticos los que subrayan claramente las relaciones entre la literatura y la sociedad, formulando principios tajantes. El axioma que establecen Madame de Stáel o De Bonald es el que luego hemos oído tantas veces, en reuniones y coloquios: «La literatura es una expresión de la sociedad».

En España, nuestro más profundo romántico, Larra, afirma que «la literatura es la expresión, el termómetro verdadero de la civilización de un pueblo»; y, en otra ocasión: «La literatura es la expresión del progreso de un pueblo».

Al realizar estas afirmaciones, los románticos están pensando en defender su propia escuela, nacida —según ellos— como expresión natural de la nueva sociedad, que tiene su origen en la Revolución Francesa. Pero, por esta vía, están proclamando con valor general el principio de la historicidad de la literatura; en el futuro, cuando surja una nueva sociedad, el Romanticismo —admiten los más lúcidos— también tendrá que ser sustituido, de acuerdo con sus propias teorías, por un nuevo estilo.

Ésta es, me parece, una de las aportaciones románticas de validez permanente; si se sabe entender bien, puede seguir sirviéndonos de buen punto de partida para plantear el tema. Por supuesto, al margen de cualquier dogmatismo de escuela es preciso reconocer que las relaciones entre literatura y sociedad son muy amplias y abarcan perspectivas casi innumerables: una gran parte de las cuestiones literarias pueden ser planteadas también, por lo menos en última instancia o como derivación, como cuestiones sociales.

Por supuesto, este capítulo no tiene ninguna pretensión, salvo la de repensar problemas bien conocidos y recordar algunos puntos concretos. Ante todo, la literatura refleja costumbres, ambientes, modos de pensar, creencias y problemas colectivos. Por lo tanto, la literatura es, según la fórmula clásicamente aceptada, la expresión de una sociedad concreta.

A la vez —no lo olvidemos—, la obra literaria es la expresión de un individuo creador. Pero este escritor (novelista, poeta, ensayista, dramaturgo...) es también un ser social, condicionado por la sociedad concreta en la que vive, y se dirige a un público.

La obra literaria ya concluida se convierte en un producto social e influye, a su vez, sobre la sociedad de la cual ha surgido, suscitando reacciones en cadena, adhesiones y repulsas, contradicciones y prolongaciones que muchas veces se expresan por escrito, dando lugar a nuevas obras literarias, críticas o de creación...

Como se ve, el proceso es inacabable. Por una y otra parte, desde los más distintos puntos de vista, literatura y sociedad se influyen mutuamente, se condicionan, actúan la una sobre la otra y a la inversa.

He insistido en todo esto, tan obvio, para hacer ver, una vez más, que las relaciones entre literatura y sociedad no se producen en un solo sentido. Me importa mucho subrayar, frente a cualquier sociologismo barato, elemental, que esas relaciones son recíprocas, dialécticas, muy complejas. No cabe expresarlas adecuadamente —me parece— en términos de un determinismo mecánico.

Ante todo, porque el modo de actuar de la sociedad sobre la literatura no es directo, inmediato, sino que existe todo un cúmulo de mediaciones. Un sociólogo de tan amplia influencia como es Arnold Hauser proclama rotundamente que «ninguna sociología que supere las formas más ingenuas del materialismo verá en el arte un reflejo directo de situaciones económicas y sociales». Casi todas las escuelas de sociología de la literatura suelen reconocer, hoy, que entre las condiciones económicas, por ejemplo, y la obra cultural concreta existe una larga serie de mediaciones, que matizan, a veces de modo decisivo, esa influencia.

Desde el punto de vista contrario, tampoco la literatura suele actuar sobre la sociedad de un modo inmediato, urgente. En muy pocas ocasiones ha sucedido así, a lo largo de la historia de la literatura; y, en la mayoría de esos casos, se trataría de denuncias inmediatas o de panfletos propagandísticos, más que de auténticas obras de arte de un valor perdurable, al margen de la circunstancia concreta para la cual nacieron.

La influencia de la literatura sobre la sociedad suele ser más sutil e indirecta; a la larga, quizá, más profunda. Una obra literaria de signo social casi nunca suele producir un cambio político inmediato. (Un ejemplo muy próximo: el régimen de Franco y la literatura de crítica social y política que se oponía a él.) Lo que sí puede hacer —de hecho, muchas veces lo hace— es contribuir a cambiar la sensibilidad colectiva, creando un clima de creencias que hará posible, quizá, el día de mañana, el cambio político concreto. Usando la fórmula más manida: la literatura puede servir para la toma de conciencia colectiva ante una determinada situación.

Por otra parte, me parece necesario afirmar con toda rotundidad que la complejidad de la obra literaria no se puede explicar por completo con un método entera y exclusivamente sociológico.

Creo no haber sido insensible al interés del método sociológico; de hecho, he creado una colección que se denomina «Literatura y sociedad» y un libro mío es, quizá, uno de los primeros estudios literarios españoles que aludía a este método desde su título: Sociología de una novela rosa.

Quizá esto me dé una pizca de autoridad para recordar, una vez más, la vieja y permanente verdad de que la obra literaria no es sólo un producto social, sino también una obra de arte.

Como tantas veces sucede, los dos aspectos no se excluyen, sino que se complementan. Frente a una concepción puramente idealista y esteticista, o exclusivamente formal (las dos se han sucedido en nuestros medios académicos), habría que recordar los condicionamientos sociales de la obra literaria. Frente a tanto sociologismo burdo y politizado, quizá sea urgente recordar, hoy, lo contrario.

Uno de los maestros de la sociología del arte, Arnold Hauser, proclama que «todo arte está condicionado socialmente, pero no todo en el arte es definible socialmente. No lo es, sobre todo, la calidad artística, porque ésta no posee ningún equivalente sociológico. Las mismas condiciones sociales pueden producir obras valiosas y obras desprovistas de valor (...). Lo más que puede hacer la sociología es referir a su origen real los elementos ideológicos contenidos en una obra de arte; pero, si se trata de la calidad de una obra artística, lo decisivo es la conformación y la relación recíproca de estos elementos».

Fijémonos en esta expresión: «la calidad artística». ¡Qué pocas veces se menciona esto —que es lo decisivo— en las infinitas reuniones más o menos «progresistas» sobre literatura y sociedad!

Desconfiemos de las fórmulas demasiado simples, que traicionan la complejidad de lo real. En este tema, una figura que reúne la triple condición de sociólogo, ensayista y creador, Francisco Ayala, al estudiar la función social de la literatura, señala que, de hecho, a lo largo de la historia, «la literatura ha cumplido las funciones sociales más diversas, aunque, en cuanto arte, sus productos hayan siempre de salvarse o sucumban en el olvido según la calidad estética lograda, que es, en definitiva, el criterio de toda creación artística».

La base sociológica era primordial, por ejemplo, en la novela realista decimonónica. Recuérdese que Balzac se consideraba a sí mismo como un historiador social. En el prólogo a La comedia humana (1842), escribe esto: «La sociedad francesa iba a ser el historiador, yo no iba a ser más que el secretario. Haciendo el inventario de los vicios y las virtudes, reuniendo los principales hechos pasionales, pintando los caracteres, escogiendo los acontecimientos principales de la sociedad, componiendo tipos mediante la reunión de rasgos de muchos caracteres homogéneos, quizá podría llegar a escribir la historia olvidada por tantos historiadores, la de las costumbres».

 

A la vez, Balzac era un verdadero artista, más allá de escuelas y programas: Albert Béguin ha estudiado su carácter «visionario»; Ernest Robert Curtius, su «sustancia poética inagotable», y el novelista del noveau roman Michel Butor afirma que los verdaderos herederos de Balzac son Proust y Faulkner.

Muchas veces, una novela de esta escuela realista expone un caso concreto que es símbolo o ejemplo de un proceso general de la evolución social. Así, Galdós generaliza sociológicamente el tema de su novela Torquemada en la hoguera: «En los tiempos que vienen, los aristócratas arruinados, desposeídos de su propiedad por los usureros y traficantes de la clase media, se sentirán impulsados a la venganza..., querrán destruir esa raza egoísta, esos burgueses groseros y viciosos, que después de absorber los bienes de la Iglesia se han hecho dueños del Estado, monopolizan el poder, la riqueza y quieren para sus arcas todo el dinero de pobres y ricos, y para sus tálamos, las mujeres de la aristocracia».

Galdós, como hemos visto, es muy consciente del problema social concreto, referido a la sociedad española de un momento histórico, que presenta; pero no se limita a plantearlo en abstracto sino que lo expresa en forma de un relato artístico y crea una figura humana conmovedora, la del avaro Torquemada. Dentro de su novela, el problema social citado ha pasado a ser uno de los muchos elementos artísticamente configuradores.

Para el Naturalismo, que da un paso más adelante, la novela se convertía en un estudio cuasi-científico de una realidad social determinada. De modo paralelo a la crítica de arte de Taine, subraya Zola la importancia decisiva del medio ambiente: «Estos fenómenos no aparecen aislados de lo que tienen a su alrededor, es decir, en el vacío. El hombre no está solo, sino que existe dentro de la sociedad, dentro de un ambiente social, y en lo que a nosotros, los novelistas, respecta, este ambiente está constantemente modificando los hechos. Nuestro gran estudio está ahí, en el trabajo recíproco de la sociedad sobre el individuo y del individuo sobre la sociedad». En este sentido, la novela se aproxima notablemente al estudio sociológico.

La validez de los géneros literarios es hoy contestada ampliamente, como veremos más adelante. Y, en la práctica, se experimenta con nuevas formas que combinan elementos procedentes de varios géneros tradicionales. En el caso de la novela, es muy claro que, hoy, no acepta ninguna frontera e intenta incorporar a su corriente vital los más diversos materiales; entre ellos, por supuesto, el documento más o menos sociológico: en Francia, por ejemplo, así ha sucedido con Las cosas, de Georges Perec, que obtuvo el Premio Renaudot en 1965. En el ámbito hispanoamericano, recordemos El diosero, de Rojas González; Juan Pérez Jolote, biografía de un totzil, de Ricardo Pozas, y, sobre todo, el gran éxito universal de Los hijos de Sánchez de Óscar Lewis. No anda esto lejos de la novela cercana al reportaje periodístico, tan frecuente después del ejemplo magistral de Truman Capote con A sangre fía.

En el momento en que escribo estas líneas (julio de 1979), una de las obras más significativas para comprender el actual momento español, pese a que sea muy discutible como obra de arte literaria, es la primera novela de una excelente periodista, que lo sigue siendo al escribir un relato: me refiero a la Crónica del desamor, de Rosa Montero.

Pasando a otro terreno, es evidente que, dada la organización actual del mercado del libro, el escritor ha de crearse un público de aficionados que «consuman el producto» que él les ofrece. En principio, cierto tipo de «productos» (de obras literarias) atraen más fácil y rápidamente a un público amplio. Otros tipos de obras, en cambio, difícilmente pueden suscitar el interés de grandes masas.

En este punto, como en todos, no cabe dar fórmulas muy simples y tajantes, sino que juegan factores muy diversos. Ante todo, el género literario. No parece fácil que un libro de poesía se convierta en un best—seller. Sin embargo, no es imposible: hace ya varios años que ha salido la edición conmemorativa del millón de ejemplares vendidos de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda. Quizá el intérprete pretenda que eso no se debe a la calidad literaria sino al contenido sentimental, que no es lo mejor del libro..., pero eso serían interpretaciones y, en alguna medida, sucede siempre.

 

En el ámbito español, sin llegar a esas cifras en pocos años, cabría recordar el éxito permanente de las Rimas de Bécquer entre cierto tipo de lectores, por razones equiparables a las anteriores, quizá. Y, en la poesía de nuestro siglo, al margen de lo que diga la crítica y de las modas, la venta constante de las llamadas Poesías completas, de Antonio Machado, en la que debe influir, junto a su hondura y autenticidad humana, la relativa sencillez formal. O el éxito enorme, en los últimos años, de Miguel Hernández, compensación lógica de la anterior censura. Y, en los dos casos, desde luego, nos guste o no, la influencia de la canción como vía para popularizar una obra poética.

Influye muchísimo, también, la casa editorial del libro. Las editoriales importantes no sólo garantizan una distribución aceptable sino que poseen una cierta imagen, cultivan una política editorial de un signo determinado y llegan con facilidad a la crítica, a los medios de comunicación, a los círculos especializados...

Señalemos un solo ejemplo: no hace mucho se ha publicado en España un estudio de base experimental, clínica, sobre la sexualidad de la mujer española, al modo del informe Kinsey. Pocos libros cabría imaginar más predestinados a convertirse en un best—seller. Sin embargo, no ha sido así: editado dentro de una serie poco conocida, de escasa distribución y promoción, ha pasado prácticamente inadvertido.

Para el éxito comercial de un libro, ejercen también gran influencia su título y hasta la cubierta. No es nada fácil, desde luego, titular bien un libro: con gracia, con originalidad, con fidelidad al contenido, con atractivo para el posible lector que ve el libro en un escaparate o lee su título.

Citemos un par de ejemplos de signo contrario. Por un lado, ¿quién puede negar la importancia que ha tenido para el éxito masivo —junto con otros factores, por supuesto— un título llamativo como es Monólogo de una mujer fría, de Manuel Halcón? Caso inverso: el de un libro espléndido perjudicado por su título. No es difícil encontrar el ejemplo: hace unos años apareció en Madrid el libro titulado La metáfora y el mito, de Ángel Álvarez de Miranda. Nadie que no sea un especialista hubiera podido sospechar que ese título ocultaba un estudio de la obra poética de Federico García Lorca relacionándola con los mitos y religiones primitivos. Creo que el éxito popular de este libro hubiera sido muy distinto con un título del tipo Sexo y religión en García Lorca, o algo semejante.

Por supuesto, este factor no es el único que determina el éxito o fracaso de un libro, al margen de su calidad literaria. Sin embargo, creo que sería una equivocación despreciar este tipo de condicionamientos del libro como producto comercial. Quizá, en un futuro no muy lejano, todas las editoriales algo importantes dispongan de un técnico en publicidad, dedicado sólo a aconsejar títulos.

En principio, el público busca lo que ya conoce, lo que no le molesta, lo que no contradice sus hábitos mentales: es decir, lo consabido, tanto en visión del mundo como en estilo. En ese sentido, la mayoría de los best—sellers serían obras de técnica literaria más o menos «clásica», tradicional, y no radicalmente revolucionaria; por eso, las obras de signo vanguardista o renovador no parecen estar llamadas a suscitar un amplio éxito popular. Sin embargo, no siempre sucede así. Junto a esto, que parece tan claro, intervienen una serie de elementos (la crítica, la publicidad, los premios, el esnobismo...) que pueden producir consecuencias poco esperables. Recordemos, por ejemplo, el éxito mundial inmenso de una obra tan profundamente original como Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. En un ámbito más limitado, los relatos de Juan Benet, cuya lectura supone una dificultad más que mediana, se han impuesto con sorprendente facilidad.

Al decir todo esto, por supuesto, no estoy olvidando la categoría literaria de esos libros. Cabe confiar en que las obras maestras acaben imponiéndose, muchas veces, aunque algunos genios que se adelantaron a su tiempo hayan de esperar bastantes años para que se les comprenda justamente.

Claro está que el éxito popular masivo (ambicionado por todo escritor, lo confiese o no) también tiene sus inconvenientes. Supongamos que el escritor ha alcanzado ya una cierta fama y —lo que es más importante, a estos afectos— posee un público lector, más o menos amplio, que le sigue con fidelidad. En ese caso, no es aventurado suponer que los lectores, en general, seguirán pidiendo siempre a «su» autor el mismo tipo de obra; si se atreve a defraudar estas esperanzas, es fácil que sus ventas desciendan y que le acusen de haber traicionado su auténtica línea, de que ya está en decadencia... A la vez, cualquier escritor vivo sentirá la necesidad íntima de renovarse, de abrirse nuevos horizontes estéticos y vitales. En algunos casos, el conflicto puede llegar a plantearse con cierto dramatismo. El problema, por supuesto, no es exclusivo de los escritores; pensemos en el caso de los pintores de éxito, que forman parte de la «cuadra» de un marchante y se ven condenados, por razones comerciales, a repetirse monótonamente.

En términos generales, la imagen pública muy definida ayuda a vender un producto, pero también puede encadenar a su creador. Como se ha dicho tantas veces, se plantea el juego dialéctico entre la máscara y el rostro: algunos escritores crean su máscara, componen su propia figura; así, el público siente el placer de reconocer unos rasgos conocidos (como el visitante del museo disfruta comprobando que las figuras de El Greco son alargadas y las mujeres de Rubens, opulentas).

La máscara puede ser falsa, claro está, pero no caigamos en el prejuicio romántico de pensar que siempre lo es. Por otro lado, la experiencia cotidiana, en cualquier terreno vital, nos muestra que una máscara voluntariamente asumida —por las razones que sea, ésa es otra cuestión— influye sobre la cara que está debajo. A la larga, simplemente, el rostro va adquiriendo los rasgos de la careta que la cubre; si se quitara la máscara, quizá ya nadie lo advertiría... Como dijo agudamente Jean Cocteau, Víctor Hugo fue un loco que se creyó Víctor Hugo. Me parece que ésta no es sólo una frase más o menos ingeniosa, sino que encierra varios sentidos interesantes. Fijémonos sólo en uno: para convencer de algo al lector, hay que estar profundamente convencido de ello, o ser un simulador notable; y, si esa simulación es constante y profunda, ¿en qué se diferencia de la verdad?

En el ámbito de la literatura española, famosas «máscaras», por ejemplo, han sido las de Valle—Inclán o Ramón Gómez de la Serna, y hoy lo es la de Francisco Umbral. El lector puede quedarse en los aspectos más anecdóticos y superficiales, por supuesto, pero eso no basta para creer que esas máscaras sean «mentira»; por lo menos, más mentira—verdad que lo es el juego vital de la literatura, en cualquier caso.

Me he referido antes al público en relación con los géneros literarios. Se impone mencionar un caso muy especial: todo este tipo de cuestiones se plantea más agudamente en el teatro, por su doble condición de arte literario y de espectáculo (que, como tal, moviliza hoy considerables sumas de dinero).

Ante todo, cabe plantearse si es posible que triunfe una obra que se opone a las creencias colectivas de la comunidad en que se estrena. Una respuesta negativa sería la de Eugenio d'Ors: «Como el teatro es un arte de multitudes, cuanto en él se exponga como idea ha de basarse en la seguridad de que en éstas existe (...) un ya ganado convencimiento (...). Lo nuevo turba, desorienta, suscita incomprensión, dudas... Nada de ello conviene al valor de inmediata eficacia que ha de tener cuanto se ve llevado a la escena. Lo del teatro no puede ser otra cosa que una rumiación».

No nos aferremos a la letra de esta última frase, que algunas gentes de teatro podrían sentir como un insulto. Tratemos de reflexionar sobre el problema que suscita. D'Ors trata de confirmar su teoría —discutible por definición, claro está— con algunos ejemplos concretos de obras dramáticas: La vida es sueño, Nora, Seis personajes en busca de un autor... Igualmente se podrían citar casos que demostrasen lo contrario. Pensemos, limitándonos a nuestra época, en el carácter profundamente revolucionario de cierto teatro político. De hecho, si la censura (por ejemplo, la de la época franquista) ha sido rigurosa con el teatro es porque sentía la capacidad de convencimiento y arrastre que posee, cuando sus distintos elementos se conjugan felizmente en un espectáculo logrado.

 

A otro nivel, no cabe olvidar la difusión de ciertas visiones del mundo no unánimemente aceptadas que ha realizado, de hecho, el teatro existencialista, del absurdo o de la crueldad. No cabe duda, sin embargo, de que estas obras respondían, en cierta medida, a un deseo difuso, a una determinada sensibilidad colectiva que está en el aire, antes que en los libros o sobre un escenario. Para desentrañar plenamente su mensaje, por supuesto, sería preciso la reflexión lenta de una lectura posterior, pero esto no tiene que ver con el impacto inmediato que produce de hecho un espectáculo teatral.

Si retrocedemos históricamente, es bastante claro el caso de la comedia clásica española, basada en una serie de ideales en los que comulgan el autor, los farsantes y el público: patriotismo, monarquía, religión, culto al honor... Cuando un dramaturgo como Ruiz de Alarcón se aparta de las soluciones habituales, recibe inmediatamente la sanción popular en forma de «cierta redomilla de olor tan infernal». Muchas veces se ha señalado, también, que la original solución de un conflicto de honra que desarrolla Cervantes en El celoso extremeño es posible, entre otras cosas, por tratarse de una novela; sobre las tablas de un corral de comedias, no es aventurado suponer que hubiera atraído las iras y, muy concretamente, los objetos arrojadizos de los mosqueteros.

Los condicionamientos económicos actúan sobre el teatro, por definición, con mayor fuerza que en el caso de los otros géneros literarios. Quizá no sea inútil que mencione unas cifras, por muy aproximadas que sean: la edición de un libro de poemas puede costarle hoy a su autor, si ninguna editorial lo acepta, menos de cien mil pesetas; el costo físico de imprimir una novela o ensayo de dimensiones medias puede ser inferior a trescientas mil pesetas. En el caso de una obra de teatro que tenga varios personajes, no es raro que los gastos de montaje se eleven a un par de millones.

Con todo el carácter aproximativo que se quiera, me parece que estas cifras ilustran, de modo muy significativo, la dimensión económica del espectáculo teatral. Antes de arriesgar una cantidad de ese calibre (más los gastos que supone la nómina de cada día de representación), no es raro que el empresario intente buscar lo que él cree que el público pide. Eso explica, también, que muchas obras de interés no puedan subir a los escenarios, si no reciben una subvención, y que tantos montajes —de los clásicos, por ejemplo— adolezcan de una insuficiente preparación.

En todo caso, el problema del público teatral, básico para la supervivencia del espectáculo, es mucho más complejo de lo que parece (y de lo que ahora puedo desarrollar). En realidad, coexisten siempre varios públicos posibles, y sus reacciones son relativamente imprevisibles, por mucho que se pretenda conocer la realidad del mundillo teatral. (La experiencia de tantos fracasos nos lo muestra todos los días.) Como ha señalado Antonio Buero Vallejo, tenemos el hecho innegable de que un público madrileño al que todos calificarían de mayoritariamente burgués ha acogido con entusiasmo obras de Valle—Inclán, de García Lorca o de Bertolt Brecht, cuyo sentido parece ser opuesto a las convicciones de ese público, ¿Contradicciones de la burguesía? ¿Razones de oportunidad política y cultural? Por supuesto, pero con todo ello hay que contar si no queremos tener una imagen demasiado simple de nuestro público teatral. Y, por otro lado, no es fácil conocer con exactitud en qué medida influyen esas obras, a la larga, modificando a su público y haciendo posibles otros espectáculos futuros.

No es raro que las obras literarias que susciten una adhesión más amplia (o una polémica, lo que también supone ventas) sean las que defienden explícitamente una tesis controvertida: obras monárquicas o republicanas, católicas o anticlericales, defensoras del campo o de la ciudad, gays o feministas...

Recordemos cómo, en la segunda mitad del XIX, la técnica de una aparente objetividad imparcial suele estar puesta al servicio de la defensa a ultranza de una tesis. Sociológicamente, esto provocó polémicas que afianzaron el éxito popular del género en España. Literariamente, no importan tanto nuestras simpatías por un tipo u otro de tesis, sino las concretas consecuencias estéticas que estas tesis producen. Así, el folklorismo y los prejuicios ideológicos condicionan de tal modo la visión del mundo de Fernán Caballero que un sector de la crítica ha puesto en entredicho su realismo. Incluso en el caso admirable de Galdós, no cabe duda de que alcanza su plenitud como novelista cuando supera los prejuicios anticlericales de su primera época: Fortunata y Jacinta o Misericordia me parecen muy superiores a Doña Perfecta.

En general, la tesis suele determinar una simplificación de la realidad: dividir el mundo en dos categorías tajantes, los buenos y los malos. Además, es frecuente que, en este tipo de obras, los personajes pierdan complejidad humana y tiendan a convertirse en «tipos» o símbolos de una actitud: a doña Perfecta podemos definirla como «la beata intransigente y fanática», o algo así; a Fortunata, en cambio, con su rica humanidad vital y contradictoria, no cabe intentar definirla con ninguna fórmula.

Busquemos un paralelismo fácil: hoy nos parecen pueriles las simplificaciones de las películas norteamericanas del Oeste, en las que todos los blancos son buenos y caballerosos, mientras que todos los indios son totalmente malvados; pero idéntica simplificación sería la de las nuevas películas contestatarias, en las que todos los pieles rojas son seres angelicales y todos los rostros pálidos, monstruos abominables.

Igual sucede con las obras de tesis. En ellas, además, el autor suele «aparecer» para darnos directamente su opinión, en técnica que hoy nos parece muy superada, y abundan los «sermoncitos» que unos personajes dirigen a otros.

Por supuesto, no son abominables todos los monárquicos, ni todos los republicanos, ni todos los comunistas, ni todos los ateos, ni todos los... Sin embargo, una obra que así lo asegura tendría buenas posibilidades de hacerse popular: la comprarían muchos que opinan así... y muchos otros que opinan lo contrario, para poder criticarlo. Así sucedía ya con la novela decimonónica, y mucho más sucede hoy, con las modernas técnicas de propaganda. Claro que todo esto tiene muy poco que ver con la literatura, en sentido estricto. En todo caso, hay que convenir que la visión maniquea, que divide tajantemente el mundo en buenos y malos, es una tentación permanente; pero es una simplificación de la realidad que suele limitar gravemente la calidad de la obra literaria.

Eso no impide, por otro lado, que obras puestas absolutamente al servicio de una idea o concepción del mundo puedan alcanzar elevados niveles estéticos. Santa Teresa, por ejemplo, escribe porque se lo manda su confesor y, sin buscar la gloria literaria, consigue obras de una categoría literaria (no sólo religiosa) excepcional. Por supuesto, desde una actitud religiosa semejante se podrían escribir obras de escaso o nulo valor literario; la crítica justa será la que estudie sus recursos literarios (como ha hecho Víctor de la Concha), que son inseparables de su vivencia mística. En un campo muy alejado, obras de Máximo Gorki o Bertolt Brecht unen su eficacia propagandística, política, a un valor estético innegable. En literatura —me parece—, es inútil dar reglas tajantes y seguras, que sirvan para todos los casos.

La influencia social que pueda tener la literatura es causa de que se intente utilizarla desde posiciones muy variadas (políticas, religiosas...), así como que se intente frenar su posible peligrosidad; es decir, que explica tanto la literatura dirigida como la censura. (Subrayo: he dicho explica, no justifica.)

El problema salta una y otra vez a la actualidad mundial con motivo del escándalo (real o hipócritamente fingido) que causan algunas obras. En esos casos, no faltan voces puritanas que se eleven contra una literatura inmoral, corruptora de la sociedad, ni otras que defiendan como valor básico la libertad artística del creador. En nuestro mundo, tan comercializado, todo suele quedarse en un escándalo circunstancial que, muchas veces, sirve de eficaz propaganda al libro. Así sucedió, hace años, con El amante de lady Chatterley, de D. H. Lawrence, o la serie de los Trópicos, de Henry Miller: estas obras fueron llevadas a los tribunales y sufrieron obstáculos legales en países anglosajones, de tradición liberal..., provocando que grandes masas de lectores se precipitaran a leerlas; así ha sucedido, una vez más, al editarse hace poco la serie de Miller en España.

 

Otras veces, la prohibición suscita una demanda desorientada, que busca en la obra algo muy distinto de lo que ésta ofrece: parecidos inconvenientes legales sufrió el Ulises, de James Joyce, y los que se lanzaran luego a leerla pensando encontrar una obra escandalosamente erótica debieron de quedarse profundamente chasqueados ante una novela que les parecía tan rara y aburrida. Es el mismo caso de la película «El último tango en París», de Bertolucci, cuya profunda desesperanza debió de sorprender a tantos españoles que buscaban anécdotas escabrosas.

La cuestión no es exclusiva de los últimos tiempos. Quizá no sea inútil recordar el caso de una obra clásica como es Madame Bovary: publicada a la vez que Fanny, de Feydeau, que planteaba un caso semejante, fue ésta la que atrajo el interés masivo del público, logrando trece ediciones en un solo año. Sin embargo, la obra de Flaubert fue acusada ante los tribunales de provocar un escándalo público. El caso resulta especialmente interesante porque la acusación de inmoralidad iba unida a razones literarias. En efecto, en su acusación, el fiscal citó estas frases de la novela:

«Elle se répétait: J'ai un amant! se délectant á cette idée comme á celle d'une autre puberté qui lui serait survenue. Elle allait donc enfzn porréder cer plai.rirr de l'amour, cette frévre de bonheur don¡ elle avait dé.respéré. Elle entrait dan.r quelquea cho.ce de merveilleux, oú tout serait par.rion, exta.ce, delire...».

Todas las frases subrayadas eran consideradas por el fiscal como manifestación directa del pensamiento del autor, y la obra, por tanto, sería «una glorificación del adulterio».

El problema literario, como se ve, radica en la introducción del estilo indirecto libre, tan acorde con la impasibilidad objetiva que predicaba y practicaba Flaubert. El defensor hubo de esforzarse en demostrar que éste era un punto de vista del personaje, no del autor, y que el lector debía juzgarlo teniendo en cuenta las consecuencias posteriores que sufre Emma Bovary. La decisión final, en definitiva, fue absolutoria para la novela, aunque no dejara de condenar la tendencia artística a que ésta pertenecía, pues «conduce a un realismo que sería la negación de lo bello y de lo bueno, y que, produciendo obras ofensivas para las miradas y para el espíritu, cometería continuos ultrajes a la moral pública y a las buenas costumbres».

No hace falta ser muy malintencionado para preguntarse quién es capaz de definir con exactitud lo que es, en cada momento y en cada país, «la moral pública» y «las buenas costumbres». En todo caso, el espectáculo de los jueces y moralistas sometiendo a examen la literatura resulta tan pintoresco (o tan absurdo) como puedan ser las opiniones de un enérgico defensa central sobre la teoría de la relatividad o las de un físico nuclear sobre la legalidad de la «paradinha» brasileña al lanzar un penalty.

La vinculación de la literatura y la sociedad ha sido subrayada especialmente por algunas escuelas o tendencias (y desdeñada por otras): así, el llamado realismo social español de los años cincuenta, que obedece a causas literarias pero también ideológicas y políticas. Citemos sólo el testimonio de tres buenos poetas. Para Eugenio de Nora, «toda poesía es social... La poesía es algo tan inevitablemente social como el trabajo o la ley». En la misma línea, José Hierro afirma que «quizá la poesía de hoy debería ser épica... La poesía registra la huella que en el corazón del poeta dejan unos hechos, los que concretan su tiempo». Y Gabriel Celaya proclama la necesidad de buscar un nuevo público: «Nada me parece tan importante en la lírica reciente como ese desentenderse de las minorías y, siempre de espaldas a la pequeña burguesía semiculta, ese buscar contacto con unas desatendidas capas sociales que golpean urgentemente nuestra conciencia llamando a vida. Los poetas deben prestar voz a esa sorda demanda. En la medida que lo hagan crearán su público, y algo más que un público». Años después, el propio Celaya afirma haber encontrado ese nuevo público por la vía inesperada de la canción, que pone música a algunos de sus poemas, aunque esto —tan satisfactorio sociológicamente— no le acabe de convencer desde el punto de vista estrictamente poético.

No hace falta insistir mucho en lo que hoy es ya lugar común: la crisis profunda de esa literatura social. Muchos críticos han insistido ya en que, en términos generales, no alcanzó una gran altura estética, pero tampoco logró los propósitos de cambio social y político que pretendía: si España cambió no fue, ciertamente, como consecuencia de unas novelas o poemas, sino por otro tipo de causas.

Al decir esto no quiero insistir en la crítica de una tendencia concreta, ya superada, sino mostrar un ejemplo que me parece significativo. Ante todo, para que no caigamos en la tentación de atribuir a la literatura unos poderes que, de hecho, no posee. Además, para comprobar cómo el hecho de poner la literatura al servicio de una finalidad muy concreta suele ser funesto para su valor literario (y poco práctico para la misión que intentaba cumplir).

Recordemos la frase cínica, tan verdadera: «Con buenos sentimientos se hace mala literatura». Así lo vemos todos los días, interpretando lo de los «buenos sentimientos» en su acepción más amplia; a estos efectos, igual da que se trate de cantar a la patria, de defender la moral cristiana o de propugnar la revolución proletaria. ¡Qué inmenso es el número de versos malos, escritos para ensalzar a la esposa, al hijo, a la tierra natal! Por otro lado, muy claro es el caso de las obras del llamado realismo socialista soviético, en las que, según la caricatura, el chico declara su amor a la chica en una granja colectiva, junto al tractor, y los dos sueñan con alcanzar un premio a la productividad agrícola dentro del próximo plan quinquenal.

Desde la perspectiva de la ortodoxia católica, incluso un neotomista como jaques Maritain proclama que el arte y la moral son «dos mundos autónomos, cada uno de los cuales es soberano en su propia esfera. La moral nada tiene que decir cuando se trata de la bondad de la obra o cuando se trata de la belleza».

En la práctica, la crítica literaria efectuada desde una posición católica militante ha incurrido no pocas veces en un «afán moralizador de cortas miras» o en un «confesionalismo estrecho». (Son palabras del jesuita belga Charles Moeller.) Otras veces, felizmente, ha adoptado perspectivas más abiertas.

Algo semejante cabría trasladar (con todos los cambios precisos, por supuesto) a la crítica ortodoxamente marxista. Ante todo, quizá cabría comenzar señalando que la posición estética de Marx y Engels, en sus textos básicos, es mucho más abierta de la que luego ha sido desarrollada, en algunas etapas, por el comunismo oficial.

Me parece que no estoy inventando un enemigo para atacarlo cómodamente. Citemos algún caso concreto. Por ejemplo, el de Lukács, autor de una Teoría de la novela que es un texto básico en la crítica contemporánea y ha servido de punto de partida, entre otras, a las teorías de René Girard y Lucien Goldmann. Para Lukács, la novela debe tratar de la vida de un individuo problemático en un mundo contradictorio, contingente. El núcleo de la novela moderna es la búsqueda de valores en una sociedad que los ha perdido, realizada por un héroe problemático. Pero esa búsqueda es también impura, degradada. La clase de relación que existe entre el héroe novelesco y la sociedad determina la distinción de los géneros literarios: la tragedia y la poesía lírica se caracterizan por la ruptura total entre el yo y la sociedad (visión trágica). En la epopeya existe una comunidad entre la sociedad y el héroe que la expresa. La novela es un género intermedio entre los dos. Dentro de eso, cabe distinguir tres clases de novelas:

1) Novela del idealismo abstracto: su héroe es activo, pero tiene una visión demasiado estrecha del mundo. Ejemplos: don Quijote y Julián Sorel.

2) Novela psicológica: su héroe es pasivo, posee una amplitud excesiva de sueños y deseos con relación al mundo en que vive. Ejemplo: los héroes de Flaubert.

3) Novela de aprendizaje, en la que el héroe logra limitarse a sí mismo sin abdicar de su búsqueda de valores. Es la novela de la resignación viril, de la madurez: el Wilhelm Meister, de Goethe, por ejemplo.

Todo esto, discutible pero de enorme interés, corresponde a la primera etapa, hegeliana, de Lukács. Después, los avatares de la política comunista influyeron de modo importante en su producción intelectual. Tomemos, por ejemplo, su libro La significación actual del realismo critico: distingue en la literatura de nuestro siglo esas dos grandes tendencias y acumula sobre el vanguardismo (entendido en el más amplio sentido) toda clase de censuras, mientras que colma de alabanzas el Realismo; en realidad, ésta es la única literatura contemporánea cuya existencia le parece justificable.

En contra de muchas nociones habituales, esta teoría ve al vanguardismo como algo esencialmente reaccionario; ni siquiera admite que su protesta contra las convenciones de nuestro mundo pueda constituir un factor dinámico, sino un puro escapismo. En realidad, Lukács tampoco se ocupa de delimitar el concepto de vanguardia, los ejemplos de esta tendencia que cita más frecuentemente son Kafka, Joyce, Musil y Proust, pero también aparecen incluidos bajo ese rótulo autores tan dispares como Virginia Woolf, Gide, Montherlant y Samuel Beckett. Para Lukács, el vanguardismo tiene una esencia profundamente antiartística y aparece históricamente como un producto necesario de la sociedad capitalista.

 

Frente a todo esto, el Realismo aparece canonizado, porque contempla la auténtica realidad desde un punto de vista crítico.

En mi opinión, hemos caído, una vez más, en la simplificación maniquea. Lukács atiende exclusivamente a la ideología, a la imagen del mundo, desatendiendo casi por completo los factores expresivos y formales, la evolución de las técnicas narrativas. En conclusión, acaba condenando a toda una serie de autores que, en mi opinión y —creo— en la de casi toda la crítica no sectaria, son los principales renovadores de la novela en el siglo XX. Que esto le suceda a un autor de la profundidad y brillantez de Lukács es una prueba bien clara de lo malos que son los dogmatismos, de cualquier signo, y una muestra evidente de los peligros que acechan a la llamada crítica marxista.

Si hemos encontrado esto en un filósofo, ¿qué cosas no dirán los políticos? Recordemos sólo, como ejemplo claro y lamentable, las palabras de Nikita Kruschef en su discurso del 8 de marzo de 1963 ante el Congreso Central del Partido Comunista de la URSS: «El deber supremo del escritor, del pintor y del compositor soviético, y de cada artista, es el de alistarse en las filas de los constructores del comunismo, poner su talento al servicio de la gran causa de nuestro Partido y luchar por el triunfo de las ideas del marxismo—leninismo (...). En todas las cuestiones de arte y literatura, el Comité Central del Partido exigirá a todos, desde el artista más consagrado y famoso, al más joven debutante, la aplicación inflexible de la línea del Partido». Releamos esta última frase y pensemos un poco en lo que supone para la libertad creadora del escritor, con independencia de que se pronuncie un partido en el poder, una iglesia, una sociedad o una comisión de censura de cualquier país del mundo: los ejemplos que se podrían citar son, por desgracia, innumerables, «del uno al otro confín».

En el caso soviético, las consecuencias son bien claras: así han podido surgir esas obras enormemente reaccionarias, so pretexto de contenido revolucionario, compuestas con arreglo a doctrinas oficiales. El cine, tan innovador en la época de Eisenstein, decayó luego enormemente; la música de los compositores oficiales como Shostakovich permaneció anclada en fórmulas más conservadoras de lo que es habitual en Occidente: la literatura, en fin, ha producido obras correctas, pero también el escándalo de los disidentes, que se niegan a aceptar patrones y consignas.

Con las lógicas diferencias, el mismo tipo de problemas se ha producido, con la crítica marxista, en el ámbito de la literatura española: unas veces, como señaló con su habitual ironía Emilio Alarcos, se intenta descalificar a los escritores del noventa y ocho por carecer de un compromiso político más resuelto, olvidándose de sus cualidades específicamente literarias; otras veces, como en una Historia social de la literatura española, tan difundida como vapuleada, se recurre a fórmulas sencillas y maniqueas que descuidan la complejidad del fenómeno estético. Pero también parte de posiciones marxistas una obra tan sólida como la de Noél Salomon sobre el campesino en la comedia de Lope.

Revisando casos, declaraciones teóricas y ejemplos concretos, uno llega a la conclusión (muy modesta, muy obvia) de que lo malo para la crítica (¿sólo para la crítica?) no es el marxismo o el catolicismo, sino el dogmatismo, las tesis predeterminadas, el maniqueísmo, la simplificación de la realidad; en una palabra, la ortodoxia cerrada. Es preciso admitir —me parece— que la literatura, como arte, posee sus propios criterios de valor, no reducibles a buenos propósitos religiosos, morales, sociales o políticos. Un honrado padre de familia puede escribir pésimos poemas; un indeseable puede crear una obra genial; un reaccionario puede ser un magnífico novelista: son, simplemente, universos distintos, cantidades heterogéneas. ¿Hace falta insistir en algo tan obvio? Parece que sí, porque el espectáculo cotidiano nos lo demuestra: cada tendencia intenta «arrimar el ascua a su sardina», utilizar la literatura para sus fines propios. Y muchos lectores siguen fielmente estas consignas, porque su «ortodoxia» se une a la falta de sensibilidad para los valores propiamente literarios.

En efecto, me parece muy claro que, la mayoría de las veces, la literatura se considera sólo como una herramienta para hacer algo o como vehículo de determinadas ideas. Lo que suele faltar es la sensibilidad necesaria para disfrutar con un texto literario, al margen de su posible trascendencia política, moral o de cualquier clase.

Para el creador, sea escritor, artista plástico o músico, la forma posee un valor en sí misma. Así se llega, muchas veces, a actitudes y declaraciones voluntariamente escandalosas, para «epatar al burgués». Recordemos la tajante afirmación esteticista de Oscar Wilde: «La estética es superior a la ética». ¿Superior? Para él, sí, desde luego; y, en todo caso, un mundo distinto.

Insistamos: para el artista, la labor creadora es su tarea, su moral, su religión, su política, su justificación vital. Por eso afirma Keats (y lo utiliza Charles Morgan como lema de su novela Sparkenbroke): «De nada tengo tanta certeza como de la santidad de los afectos del corazón y de la verdad de la imaginación. Lo que la imaginación crea como belleza no es más que la verdad (existiera o no antes), pues yo tengo de todas nuestras pasiones la misma idea que del amor; todas son, en su parte más sublime, creadoras de belleza esencial... La imaginación del poeta puede compararse con el sueño de Adán, quien al despertarse lo halló convertido en realidad».

De las relaciones entre literatura y sociedad se pasa, con una transición casi imperceptible, al tema de la actitud del escritor ante la sociedad, de su responsabilidad como artista y como hombre; es decir, usando una de las grandes palabras de nuestro siglo, del compromiso.

Jean—Paul Sartre ha sido, probablemente, uno de los grandes divulgadores de esta noción en nuestro tiempo; puede ser útil, pues, recordar con actitud crítica algunos de los puntos esenciales de su teoría, tal como la expuso en el libro Qué es la literatura (título original francés: Situations II).

Proclama Sartre la necesidad del compromiso o responsabilidad del escritor con sus contemporáneos, con todos los hombres. Además, afirma que el creador literario debe escribir participando en los debates sociales y políticos de su tiempo. La idea, desde luego, es atractiva, y no puede sorprendernos que haya suscitado adhesiones sin cuento, pero su aplicación concreta plantea problemas muy notables.

Ante todo, parece obvio que haya escritores cuyo temperamento individual les impulsa a intervenir en esos debates sociales y políticos de su tiempo, pero hay otros cuya manera de ser no les mueve a eso. Atribuir a los primeros la bondad y a los segundos la maldad parece demasiado simplista. Además, en el fondo no creo que sea ésa su misión esencial como escritores, sino la de escribir lo mejor que puedan, crear una obra valiosa, expresarse con autenticidad dirigiéndose a los hombres (a todos: no sólo a los de su tiempo y país).

Irónicamente cabe añadir que sería espantoso (así suele suceder, de hecho, en las situaciones más difíciles) que cada escritor se sintiera obligado a decir su importante palabra sobre las cuestiones debatidas en su tiempo. Una persona puede ser capaz, por ejemplo, de escribir un relato o un soneto aceptables careciendo de la mínima información y criterio sobre los problemas políticos; si se le hiciera opinar, es de temer que dijera unas sandeces increíbles, que debería reservar para la intimidad de su hogar. Otra cosa sería, quizá, conceder al escritor un rango por encima de los demás hombres, considerarle, al modo romántico, una especie de oráculo universal o guía de las masas.

Al aplicar estos principios, la aguda inteligencia de Sartre no puede evitar que los juicios literarios concretos que emite sean fácilmente rebatibles. Por ejemplo, marca un abismo absoluto (como nuestro Juan Ramón, por paradoja histórica) entre la prosa y la poesía. Afirma que la literatura ya no tiene nada que hacer en la sociedad contemporánea. No tiene para nada en cuenta los problemas históricos de la evolución de la lengua literaria, de la técnica, de los géneros. Sostiene que el estilo debe pasar inadvertido, sin darse cuenta de que esto conviene a cierto tipo de creadores pero no a otros. (Tan válidos son Juan de Valdés, el Lazarillo o Baroja como Quevedo, Valle—Inclán o Pérez de Ayala.) Declara tajantemente que no existe novela buena que no pretenda cambiar la sociedad de un modo revolucionario. (En el ámbito español, ¿qué haríamos con Fernán Caballero, Alarcón, Pereda, etcétera?)

Dejando aparte otras muchas opiniones concretas, me parece que algunas teorías de Sartre no resisten la confrontación con los hechos de la realidad literaria cotidiana. Creo que Sartre pone la literatura al servicio de otra cosa: un ideal de carácter ético o social muy noble, sin duda, pero que cae fuera de la obra literaria en sí. Quizá se deba eso, una vez más, a la «mala conciencia» del escritor progresista de nuestro tiempo, atraído por la política, pero que no puede renunciar a los imperativos de su oficio literario, como ha señalado reiteradamente Guillermo de Torre.

En definitiva, me parece que Sartre ha subrayado uno de los aspectos de la creación literaria, pero sólo uno, olvidándose de otros muchos que también existen. Así, su teoría, como tantas otras, es unilateral y exclusivista y sirve para comprender adecuadamente un tipo de literatura (según Gaétan Picon, no afecta más que a las formas inferiores de lo literario).

No olvidemos, tampoco, el signo de los tiempos: Sartre publicó este libro en 1948, poco después de la segunda guerra mundial, en los momentos difíciles en que el «engagement» (compromiso) era voz privilegiada, que marca también a la década de los cincuenta en nuestro país. Después, el signo de los tiempos ha variado bastante, pero no ha desaparecido del todo la influencia del compromiso sartriano, sobre todo en los países o sectores fuertemente politizados (Hispanoamérica, Tercer Mundo...), junto a los juegos vanguardistas, que algunas veces incurren en lo frívolo y gratuito.

En el terreno de la literatura francesa posterior a Sartre, por ejemplo, es curioso comprobar cómo las nuevas tendencias literarias se han apartado de la doctrina del compromiso. Así, los miembros del nouveau roman, con Alain Robbe—Grillet a la cabeza, afirman su total libertad como escritores: buscan solamente crear una obra de arte mediante el lenguaje. Y la cosa resulta especialmente curiosa teniendo en cuenta que la mayoría de ellos profesan, personalmente, una decidida militancia izquierdista.

 

Algo semejante sucede con el grupo posterior de los «nuevos críticos» formalistas o estructuralistas. En la peculiar terminología de Roland Barthes, el autor que se compromete deja de ser écrivain para rebajarse a mero écrivant: la finalidad concreta de la obra le ha rebajado de «escritor» a «escribiente».

Sin embargo, parece razonable suponer que la defensa de la libertad creadora del artista no debe suponer una incitación al frívolo jugueteo, al arte desarraigado o el esteticismo gratuito. En todo caso, el escritor será responsable como persona, como ser moral y social. La cuestión estribará en armonizar adecuadamente ambas exigencias.

Un autor que une las influencias de la nouvelle critique y del existencialismo, Serge Doubrovski, nos ayudará en este intento de conciliar dos posturas extremas. Para él, «lo que hemos aprendido después de Sartre y lo que no se puede olvidar es el compromiso profundo que constituye todo acto de escribir».

Compromiso profundo, desde luego; pero ¿compromiso político concreto? La cuestión ya es mucho más discutible, según los casos. La realidad literaria nos presenta múltiples casos de cómo los partidos utilizan al escritor para sus fines propagandísticos, y de cómo el escritor, tantas veces, degrada su capacidad creadora al ponerla al servicio de una campaña política concreta, de cualquier ortodoxia.

No faltan las declaraciones de escritores que muestran el lógico deseo de poner su arte al servicio de la comunidad, pero muchos han advertido también las trampas que esto trae consigo muchas veces. Con su habitual agudeza polémica declaraba Max Aub, poco antes de morir: «Yo siempre me he considerado como irresponsable. Punto». Y esto lo declaraba un autor como Max Aub, que ha escrito una obra ampliamente comprometida, como lo demostrarían, simplemente, las dificultades que encontró su obra para circular en España durante la época franquista. Por eso, esto no hay que interpretarlo a la letra, sino como una defensa de la libertad que reivindica para sí el escritor con independencia de que su obra guste o no a los distintos sectores del público. Añadía entonces Max Aub: «Yo jamás he escrito ni un verso, ni un cuento, ni una novela, ni una obra de teatro pensando en lo que iba a decir, pensar o cómo iba a reaccionar el público». Para afirmar algo así, evidentemente, hace falta una gran independencia y la seguridad en sí mismo que le proporcionaban, a la vez, su reconocida categoría literaria y la notoriedad de su actitud política.

De modo muy paralelo, el judío Samuel José Agnon declaraba, poco después de serle concedido el Premio Nobel de Literatura de 1966: «El esfuerzo de Flaubert por alcanzar una prosa que se sostenga por sí misma me parecía el ideal hacia el cual debemos tender todos (...). Más aún: no escribo más que para mi mismo».

Este tipo de declaraciones pueden suscitar, sin duda, reproches y condenas. No lo hagamos de modo automático. Antes me he referido a la literatura como comunicación, como búsqueda de un interlocutor. Escribimos, siempre, como el náufrago que lanza botellas, como el indio que hace señales de humo, como el que envía un mensaje: siempre existe, por definición, la esperanza (mayor o menor, según nuestro temperamento) de que alguien recoja ese mensaje; si no, simplemente, no nos molestaríamos en coger la pluma. Todo esto es muy cierto, pero también lo es que la creación posee sus leyes propias y que el verdadero creador siente la necesidad absoluta de escribir con autenticidad personal, al margen de lo que opinen los críticos y la mayoría del público, sin tener en cuenta las modas.

Virginia Woolf imagina a un joven aristócrata inglés de la época isabelina, Orlando, que siente la fiebre de la literatura y acude a un poeta ya consagrado, Nick Greene, que le habla de la Gloria, de Cicerón, de la decadencia de la literatura en su tiempo y de lo que él escribiría si le dieran una pensión, para acabar burlándose cruelmente del joven escritor... La experiencia le resulta tan útil como un desengaño sentimental que le proporcionó, años antes, una princesa rusa: «Al fin, poniéndose de pie (era invierno y hacía mucho frío), Orlando hizo uno de los juramentos más importantes de su vida, porque lo ató a la más severa de todas las servidumbres. "Que me abrasen", dijo, "si escribo una palabra más, o trato de escribir una palabra más, para agradar a Nick Greene, o a la Musa. Malo, bueno o mediano, escribiré de hoy en adelante lo que me gusta"; e hizo aquí el ademán de desgarrar un alto de papeles y tirarlos en la cara de aquel hombre sardónico de labio caído».

De una forma o de otra, es posible que todo auténtico escritor haya sentido eso, en un momento de su vida.

No cabe encasillar forzosamente al escritor ni obligarle, como un obrero, a que aplique su capacidad creadora a temas que no siente. La literatura soviética nos ofrece ejemplos claros de excelente creación revolucionaria, pero también, en la época estalinista, de cantos al tractor, la granja colectiva y el rendimiento stajanovista en el trabajo.

Con su sabiduría literaria (de gran creador y gran crítico) y su lógica implacable, Pedro Salinas declara rotundamente: «Al escritor, al artista hay que dejarle en paz. Por la sencilla razón de que él tiene ya movida, desde que nace, su propia guerra dentro, y ha de atenderla. Unas veces coincidirá con la de los hombres, y tomará partido con sus partidos (lo cual es perfectamente natural y puede servir de motivo a grandes obras) y otras no. Es menester respetarle siempre, porque en esa su guerra hallará las palabras mágicas de su paz, la cual será comunicada a los hombres y apaciguará sus almas, por virtud del principio aristotélico de la catarsis». Son palabras sapientísimas, me parece, que es menester tener muy en cuenta, frente a tantas simplificaciones y consignas baratas.

Salinas ha defendido la libertad del escritor, pero también, por supuesto, su responsabilidad. Éste fue uno de los temas predilectos de otro crítico español, compañero de la creación de vanguardia, Guillermo de Torre: frente a la literatura gratuita tanto como frente a la sectaria, es preciso defender la literatura responsable. Por eso distinguió la literatura comprometida, que puede servir a una idea, pero lo hace espontáneamente, de la dirigida, escrita de acuerdo con normas o direcciones impuestas desde fuera. (En la práctica, pienso yo, no será tan fácil realizar esta distinción, al margen de cada caso concreto.) El primer deber de todo creador y de todo crítico es ser fiel a su época, pero debe evitar caer en la literatura sectaria, de propaganda.

Quizá pocos escritores españoles contemporáneos pueden competir con Rafael Alberti en haber puesto su pluma al servicio de sus ideales políticos. Pero Alberti, gran poeta político, defiende también su libertad de escribir otro tipo de poesía. No hace muchos años, escribía:

Alguien o muchos pensarán: —¡Qué inútil

que ese poeta hable del otoño!

—¿Cómo no hablar, y mucho, y con nostalgia

si ya pronto va a entrar en el invierno?

A la vez, no cabe cerrar los ojos al hecho de que, en nuestro mundo, tan desorientado, la literatura sigue cumpliendo una función (¿como siempre o más que nunca?) de la máxima importancia: despertar, advertir, inquietar, difundir ideas.

Para un novelista de éxito, por ejemplo, la cuestión es especialmente urgente y grave: si se dedica a halagar los gustos de la gran masa o adormecerla con historias edulcoradas y tranquilizantes, obtendrá fácilmente grandes éxitos y notables beneficios económicos. Pero, ¿habrá cumplido su misión como escritor y como hombre? Tomando pie en una frase mía, un novelista tan honesto como Miguel Delibes ha planteado así el problema: «En una palabra, llegando a la encrucijada, el novelista español vacila entre dedicarse a distraer o, como dice Andrés Amorós, decidirse a inquietar; se resiste a dejar de divertir, pero, consciente de sus deberes sociales, no puede renunciar a sembrar ideas». La obra de Miguel Delibes es —me parece— un buen ejemplo de autenticidad humana y literaria.

Esto supone, desde luego, renunciar a muchos éxitos fáciles, porque a todos nos agrada más seguir durmiendo apaciblemente que ser despertados. Nos lo dice julio Cortázar, con su habitual brillantez: «Para qué volver sobre el hecho sabido de que cuanto más se parece un libro a una pipa de opio, más satisfecho queda el chino que lo fuma, dispuesto, a lo sumo, a discutir la calidad del opio, pero no sus efectos letárgicos».

A pesar de todo, es innegable que la literatura no debe ser, no puede ser una pipa de opio más, que se sume a todos los factores alienantes que no faltan, ciertamente, en nuestro mundo.

Conviene defender, como hace Francisco Ayala, al escritor sinceramente comprometido, caso bastante distinto del «enrolado» políticamente. En definitiva, como concluye sabiamente Ayala, «la sinceridad constituye el único compromiso del verdadero artista». Muchas veces he proclamado mi acuerdo total con Baquero Goyanes cuando proclama que el pecado de literaturización, de insinceridad profunda, se da en las filas del llamado arte comprometido tanto o más que en las del evasivo.

Insisto, una vez más: no cabe, en literatura, dar reglas generales. No pidamos a todos los escritores lo mismo. Respetemos las singularidades individuales. No queramos implantar normas abstractas, universalmente válidas. Seamos conscientes de la peculiaridad del hecho literario, que influye enormemente, pero que no se reduce a ser vehículo de unas ideas. Comprendamos la responsabilidad del escritor en nuestra época y en todas las épocas. Pero dejémosle en paz —Pedro Salinas nos lo enseña— porque él tiene ya movida, desde que nace, su propia guerra.

El hecho de escribir no es un pecado solitario, sino el intento de lanzar un puente hacia los demás. Como expresa muy certeramente julio Cortázar, el escritor tiene conciencia de escribir para, de que su acto creador no se agota en sí mismo. Cada página que escribes se parece a una carta dirigida a alguien, que no es —ciertamente— el profesor inglés o americano que nos hará una reseña, buena o mala.

A la vez, respetemos, con Rafael Alberti, a ese escritor que nos habla del otoño, de ese otoño que es suyo y, gracias a él, también es nuestro:

¿Cómo no hablar, y mucho, y con nostalgia

si ya pronto va a entrar en el invierno?


IV. LOS LÍMITES DE LA LITERATURA

 

¿LITERATURA PURA?

Muchas veces se ha planteado, a lo largo de la historia, la cuestión de la mayor o menor «pureza» de la literatura. En unos casos se defendía esto desde posiciones esteticistas o a través de la formulación clásica del abbé Brémond; otras veces, en cambio, se atacaba la pureza en nombre del arte «impuro», comprometido, al servicio de los intereses del hombre histórico, concreto. Por supuesto, la cuestión está muy relacionada con el concepto que tengamos de la literatura y de sus límites.

En el ámbito hispánico, Alfonso Reyes distinguió, hace ya tiempo, entre literatura en pureza y literatura ancilar. «Todos admiten que la literatura es un ejercicio mental que se reduce a: A) Una manera de expresar. B) Asuntos de cierta índole. Sin cierta expresión no hay literatura, sino materiales para la literatura. Sin cierta índole de asuntos no hay literatura en pureza, sino literatura aplicada a asuntos ajenos, como servicio o ancilar. En el primer caso —drama, novela o poema— la expresión agota en sí misma su objeto. En el segundo —historia con aderezo retórico, ciencia en forma amena, filosofía en bombonera, sermón y homilía religiosa— la expresión literaria sirve de vehículo a un contenido y a un fin no literarios».

La distinción parece sensata, en principio, pero quizá resulta más atinada en teoría que a la hora de aplicarla a la práctica literaria concreta. En la realidad viva del fenómeno literario, ¿cómo determinar cuáles son esos «asuntos ajenos a la literatura»? ¿Es que la literatura no está abierta, por definición, a toda clase de asuntos?

Recordemos, por ejemplo, que Pérez de Ayala, en su pareja de novelas Tigre Juan y El curandero de su honra, expresa su crítica del concepto tradicional, calderoniano, del honor matrimonial, así como un diagnóstico psicológico del donjuanismo que coincide en gran medida con el de su amigo el doctor Gregorio Marañón.

La cuestión se plantea de modo especialmente agudo en ciertas épocas; así, el siglo XVIII. Jovellanos, en El delincuente honrado, plantea los temas del duelo entre caballeros y de cuál sea el verdadero sentido que deba dar un ilustrado al principio del honor; todo esto lo hace con motivo de una pragmática de Carlos III que condenaba a muerte al duelista.

Del mismo modo, la Raquel, de García de la Huerta, según la interpretación de René Andioc, no es sólo una tragedia neoclásica, sino también la expresión ideológica de los adversarios aristocráticos del absolutismo borbónico, que trataron de derribar a Esquilache.

Los ejemplos podrían multiplicarse, por supuesto, en el ámbito de nuestra literatura ilustrada. Parece claro que estos son, en principio, «asuntos ajenos a la literatura», pero que, en estos casos concretos, han quedado incorporados como materia estética. Según eso, me parece, lo que importaría, en definitiva, no es hablar de pureza o ancilaridad, sino estimar el tratamiento estético que se les ha dado y la calidad artística que se ha alcanzado, sean cuales quiera los materiales que se hayan empleado.

Otra cosa distinta es la actitud del esteticista, que dice negar la relación de la literatura con la vida, y llega así a formulaciones chocantes, como ésta de los Goncourt: «¿Sabéis cómo se acerca un hombre de letras a una mujer? Como Vernet al mástil del navío... para estudiar la tempestad... No vivimos nosotros, sino nuestros libros... Los otros dicen: ¡He aquí una mujer! Nosotros decimos: ¡He aquí una novela!». Así, la literatura se ha identificado con la verdadera vida; el ideal es tan exigente que —en teoría, al menos— el escritor no escribe para vivir, sino que vive para escribir. Eso suscita los ataques de los que lo consideran academicismo o frivolidad gratuita, quemar la vida inútilmente. La respuesta podría ser la de Francisco Umbral, desde sus «Mil artículos» de la serie «Spleen de Madrid»: «¿Y no teme usted quemarse? En algo hay que arder, oiga: en la literatura, en el sexo, en el periodismo, en lo que sea».

Pero dejemos esta discusión hipotética e inacabable. Como apunta sabiamente René Wellek, no se debe tratar de analizar la pureza de una obra literaria descomponiéndola en elementos inconexos, sino de ver cómo se componen y qué función estética cumplen.

En su conocido manual, Welleky Warren establecen una precisión muy razonable: «En su celo reformador, ciertos defensores pretéritos de la "literatura" calificaban de "herejía didáctica" la presencia de ideas éticas o sociales en una novela o en un poema. Pero la literatura no queda profanada por la presencia de ideas usadas literalmente, empleadas como parte integrante de la obra literaria —como materiales— al igual que los personajes y los ambientes. La pureza de la literatura, según la definición moderna, estriba en carecer de designio práctico (propaganda, incitación a la acción directa) y de finalidad científica (aportación de datos, hechos, "incremento del saber")».

Pero a esto también se pueden poner objeciones no pequeñas. Ante todo, me parece que será difícil, en muchas ocasiones, señalar los límites entre literatura y propaganda: ¿qué haríamos entonces con las sátiras políticas, tan importantes desde la Edad Media hasta hoy, o con el teatro de Bertolt Brecht, por ejemplo? Algo semejante sucedería con los límites entre literatura pura y de finalidad científica: ¿cómo calificaríamos un texto de Claude Bernard, de Santiago Ramón y Cajal, de Gregorio Marañón, etc.? Al iniciar, en esta misma colección, una serie dedicada al comentario de textos, me preocupé de que no faltara una muestra de un texto científico. Recordemos, también, la presencia tradicional en la Real Academia Española de científicos que expresan sus saberes especializados con auténtica «voluntad de estilo».

Llegados a este momento, cabe pensar, incluso, si eso de la «literatura pura» (especialmente, la poesía) no es sino un ideal —para el que lo sienta así— prácticamente irrealizable, salvo en momentos muy breves y para algunos autores de características muy peculiares.

Ante todo, el concepto ha sido interpretado de modos muy diversos. Según Vicente Gaos, para algunos, poesía pura «equivale a simple en sentido químico, esto es, a químicamente pura o depurada de elementos no poéticos. Para ello se practica una selección, una destilación de todo lo impuro, que es tanto como decir de todo lo humano: sentimientos, anécdotas, descripción, etc.». Este ideal, tan exigente, pudo ser fecundo en la época de las vanguardias, pero no parece que suscite hoy adhesiones masivas.

Para otros, en cambio, pureza «significa autenticidad. Se habla mucho de ser "auténtico", "sincero", "leal", por reacción contra la falsedad romántica. De ahí el proclamado menosprecio por la "literatura" que es lo falso o ficticio por definición. Resulta curioso que, en un momento de tanto desvelo por la técnica y cuando, por un lado, se intenta llegar a una síntesis de todas las artes y el escritor se beneficia de procedimientos propios de la pintura o de la música, por otro lado ponga empeño en deslindar "literatura" y "poesía", considere lo literario demasiado impuro para ser poético». Claro que esta búsqueda de la autenticidad muestra —me parece— la huella de un talante existencialista que, hoy, ya no es predominante.

La expresión «poesía pura» se ha aplicado preferentemente, en España, a la generación del 27. Y, dentro de ella, lógicamente, no al grupo neopopularista de Alberti y García Lorca, sino a algunos de los poetas catedráticos: Jorge Guillén, Pedro Salinas... En todo caso, el paso del tiempo parece haber dado un rotundo mentís a estas etiquetas clasificatorias. Por ejemplo, Jorge Guillén, el poeta esencial de Cántico, ha pasado a ser el cantor existencial del Clamor, del Maremágnum, del tiempo, de la historia (A la altura de las circunstancias), de la muerte (Que van a dar en la mar).

El propio protagonista de esa aventura estética pone más que en duda lo de poesía pura: «¿Poesía pura? Aquella idea platónica no admitía realización en cuerpo concreto. Entre nosotros nadie soñó con tal pureza, nadie la deseó, ni siquiera el autor de Cántico...».

Del mismo modo, Jorge Guillén se opone radicalmente a la pretendida deshumanización de su poesía, de acuerdo con el término popularizado por Ortega: «Si hay poesía, tendrá que ser humana. tY cómo podría no serlo? Poesía inhumana o sobrehumana quizá ha existido. Pero un poema "deshumano" constituye una imposibilidad física y metafísica, y la fórmula "deshumanización del arte", acuñada por nuestro gran pensador Ortega y Gasset, sonó equívoca. "Deshumanización" es concepto inadmisible, y los poetas de los años veinte podrían haberse querellado ante los tribunales de justicia a causa de los daños y perjuicios que el uso y abuso de aquel novedoso vocablo les infirió como supuesta clave para interpretar aquella poesía». Bajo la fórmula irónica, la declaración de uno de los principales poetas del grupo (también importante teórico) es muy rotunda.

Muchas veces se ha recordado, a propósito de este tema, la frase proverbial según la cual la literatura se hace con palabras, no con ideas, igual que la música, con sonidos, y la pintura, con colores. Muy cierto es, desde luego, que, en cuanto arte, la literatura es concreción mediante una forma. Pero esa forma es, por definición, significativa: el lenguaje humano.

Con su habitual ponderación, Francisco Ayala describe así el problema: «La literatura se hace con palabras, y las palabras son signos, comportan ideas que nunca tienen esa neutralidad relativa de los materiales con que el pintor pinta su cuadro y el escultor esculpe su estatua. Si en todo caso el arte puro es una aspiración inalcanzable, la poesía pura es, desde luego, empeño desesperado. En la expresión estética lograda mediante formas literarias se alojará siempre un elemento intelectual cuya eliminación completa, si posible fuese, haría fútil del todo la obra misma. Y ese elemento intelectual es perturbador, porque lo que pudiéramos llamar contenido racional de la literatura compite en su propio derecho con la forma artística disputándole el interés de los lectores. Éstos reciben simultáneamente con la impresión estética un mensaje intelectual que no consiste en el mismo grado de subordinación a que otros materiales se someten, pues su importancia para la calidad de la obra resulta decisiva. El mensaje podrá disimularse, adelgazarse deliberadamente y llegar a ser muy tenue; pero puede también alcanzar en cambio una intensidad enorme, acrecentada por las virtudes de la expresión poética. La literatura, pues, no sólo suscita emociones estéticas, sino que transmite siempre, a la vez, una explícita interpretación de la realidad».

En otra ocasión, el mismo crítico (vinculado también en su juventud a la creación dentro de los movimientos de vanguardia y el llamado «arte deshumanizado») proclama tajantemente la futilidad de la poesía pura: «El arte del poeta no puede prescindir del contenido significativo que tienen las palabras mediante las cuales opera, que debe contar con él y ponerlo a contribución para los fines de su creación literaria. Ambigüedad e impureza son inevitables cuando del arte literario se trata...».

¿Cabe una literatura puramente fónica, sin significado, que se limite al encanto sensual y lúdico de la musicalidad? Según lo que llevamos dicho, parece claro que no. Y eso se comprobaría si analizáramos detalladamente, con más espacio del que aquí disponemos, los casos extremos: cantarcillos tradicionales, poesía afro—cubana, jitanjáforas...

Un ejemplo reciente puede ser, a la vez, llamativo y concluyente. Me refiero al capítulo 68 de Rayuela, la gran novela de julio Cortázar, famoso por su lenguaje «musical». Dice así:

«Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y, sin embargo, era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consistiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayustaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias».

Ante un texto como éste, ante todo, aceptemos el juego, no nos irritemos. Leámoslo en voz alta, en seguida, para captar su intención: no es fácil que se nos escape que se trata de una escena de amor físico, evocada —irónicamente, desde luego— con medios musicales, pero que no prescinden de lo significativo.

La creación de nuevas palabras obedece, en ocasiones, a una combinación bien fácil de descifrar; por ejemplo, se habla aquí del «orgumio» pero también del «merpasmo».

Por supuesto, Cortázar juega aquí con el equívoco de alterar el vocabulario dentro de un esquema sintáctico perfectamente lógico y normal. Fijémonos en las líneas esenciales de esa sintaxis, dejando los huecos correspondientes a las palabras. Resultará esto: «Apenas él le... a ella se le... y caían en... Cada vez que él procuraba... se enredaba en... y tenía que... sintiendo cómo poco a poco... se iban... hasta quedar tendido como el... al que se le han dejado caer unas... Y, sin embargo, era apenas el principio, porque en un momento dado ella se... consintiendo en que él aproximara suavemente sus... Apenas se... algo como un... los... de pronto era el... Se sentían... temblaba el.., se vencían las... y todo se... en un profundo... que los... hasta el límite de las...».

Tenemos aquí el esqueleto, perfectamente lógico, de la narración de una escena erótica. Evidentemente, el juego malévolo está en que nuestra imaginación rellana de sentido claro y concreto los huecos, ocupados en el texto por palabras ininteligibles en una primera lectura. Como es habitual en Cortázar, se cuenta aquí, una vez más, con la complicidad del lector, que, en este caso, se vuelve en contra de él, pues puede llegar a avergonzarse al comprobar cómo su imaginación ha recurrido a términos más gráficos que los empleados por el escritor.

Cabe, incluso, la posibilidad de que a Cortázar le haya pasado por la cabeza mostrar cómo un escrito hábil puede soslayar una censura puritana, evitando cualquier término non sancto. Claro que la combinación de las palabras es, algunas veces, claramente alusiva. Si tradujéramos esto a lenguaje normal tendríamos una narración retórica, grandilocuente, que Cortázar evoca—en mi opinión— con evidente ironía.

A la vez, los significados son sugeridos también por el movimiento de la frase. Notemos, por ejemplo, el ritmo trimembre: «Y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes». Si separamos el término común, caían en, obtendremos tres términos, en escala de longitud progresiva: «hidromurias» (cuatro sílabas), «salvajes ambonios» (seis sílabas), «sustalos exasperantes» (ocho sílabas). Gramaticalmente, se trata de un sustantivo, otro con adjetivo antepuesto y un tercero con adjetivo pospuesto, descriptivo. La impresión psicológica es la de una serie de olas: todas avanzan en la misma dirección, pero cada una es un poco más larga que la anterior.

Veamos otro ejemplo. Al comienzo de la frase, una enumeración trimembre crea un ritmo progresivamente acelerado: «Las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo...».Y todo se resuelve en una frase larguísima, enormemente perezosa, con palabras largas («trimalciato», «ergomanina») y subordinadas añadidas («como el... al que...»): «Hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia».

Lo básico, por supuesto, es el contraste entre momentos de exaltación y otros de depresión. Después del descanso que acabo de citar, renace la tensión: «Y, sin embargo, era apenas el principio...».

El párrafo culmina en una enumeración en la que la orquesta parece emplear toda su potencia instrumental: «De pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumo, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa». Y, como el redoble de los platillos, estalla el sonido jubiloso —e irónico, no lo olvidemos—: «¡Evohé! ¡Evohé!».

Me temo que me he detenido demasiado en el ejemplo, rompiendo un poco la línea de la exposición. Sin embargo, me parece que nos ha servido para comprobar un par de cosas: ante todo, que, en la auténtica obra de arte, la impresión de gratuidad incoherente es totalmente falsa, aunque el lector ingenuo (como el espectador superficial de una pintura abstracta) pueda caer en esa trampa. Además, que en este texto, la formación de palabras, la sintaxis, el ritmo... todo posee una intención significativa. Por supuesto, los elementos musicales son muy importantes en la obra literaria, y el que no posea sensibilidad para apreciarlos perderá buena parte de su atractivo, pero en este caso (verdaderamente extremo) hemos comprobado, una vez más, que el arte del escritor no podría prescindir —aun en el supuesto de que lo pretendiera— del contenido significativo que tienen sus palabras.

Literatura pura... ¿Qué es la literatura, para qué sirve? ¿Constituye un fin en sí misma, como pretende el esteticismo, o habrá que reducirla a un puro medio para conseguir algo más elevado, más importante? Dejemos la palabra, una vez más, a un gran poeta, Pedro Salinas, para que nos lo aclare con su habitual agudeza: «Obra de arte, obra literaria, es medio y es fin. Para el que la concibe y realiza, es un fin en sí mismo, un fin inmediato, y en su consecuencia debe concentrar toda su energía creadora. La serie de actos que conlleva el concebir y el realizar una obra, debe ir regida por la idea de la obra misma, responder a las necesidades y exigencias que ella misma plantee en organismo vivo, y sin dejarse desviar por ninguna solicitud externa, ajena a ella».

Pero, junto a ésta, existe la perspectiva opuesta y complementaria, que no debe ser olvidada: «Luego, por ley de la situación del arte en la totalidad del universo, la obra artística irá a insertarse en el orden general del mundo, a cumplir allí su misión final, conjuntamente con las demás actividades humanas. Ya es medio para un fin: la plenitud y goce de conciencia del hombre, la aspiración a su mejoramiento y perfección espiritual».

Los dos aspectos —me parece— son igualmente reales. En el momento de escribir, la vida entera se convierte en material para extraer de ella una obra de arte lo más perfecta posible: «Ars longa, vita brevis», sí, pero, a la vez, la vida de un hombre concreto, su destino irreemplazable, no se puede equiparar a ninguna obra de arte.

Está bien proponerse un ideal de perfección, de autenticidad, de depuración artística. Más aún: ése es un imperativo consustancial a la creación artística. Pero, en el fondo, desde luego, hay que defender una literatura impura, expresión de un hombre concreto, histórico, con todas las impurezas que una vida humana lleva consigo y que constituyen, a la vez, su grandeza y su debilidad. Literatura impura, así pues, que no prescinda de la autenticidad humana ni deje de apuntar a la belleza, a las exigencias implacables de toda creación artística.

 

LÍMITES DE LA LITERATURA

Al hacernos preguntas sobre la literatura, no parece que se deba eludir la de cuáles son los límites que contribuyen a definirla. Por supuesto, no se trata de pretender resolver problemas tantas veces debatidos ni de adentrarse en complejas cuestiones teóricas, sino, como siempre, de recordar algunos testimonios seleccionados y de repensar personalmente la cuestión: una pregunta que me parece inevitable, aunque tengamos que partir de la imposibilidad de alcanzar una respuesta segura.

Es evidente que este tipo de preguntas se plantean en todas las ramas del saber humano, pero con matices peculiares en cada una; quizá en la literatura poseen un carácter especialmente problemático, derivado de su propia naturaleza fluctuante. Aquí —no me canso de repetirlo— no estamos en el terreno de las ciencias exactas; carecemos, por ejemplo, de la firmeza de criterios y la seguridad de las matemáticas: ésa es la miseria y el atractivo de la literatura.

En el ámbito hispano, Alfonso Reyes dedicó al tema un libro, El deslinde, que habrá que tener en cuenta ahora de modo especial. Allí señala una ley que es, verdaderamente, una constante: nuestra disciplina tiende a la historia o la literatura. Es decir, que se plantean dos posibilidades, permanentemente: considerar un objeto histórico con la mayor riqueza posible de aspectos y pormenores, aun los que puedan parecer insignificantes, o tener en cuenta sólo los objetos estéticos de valor positivo indudable, un poco al margen de la evolución histórica y dejando a un lado a los que no posean esa calidad estética.

En su historia de la crítica española contemporánea, Emilia de Zuleta parte del concepto de crítica literaria acuñado por Wellek: «Conocimiento intelectual de las obras literarias concretas para su posterior interpretación y evaluación». Según eso, existirán también zonas colindantes: el ensayo, la investigación histórica y erudita, la indagación histórico—cultural...

No me parece mal el intento de centrarse en las obras concretas, al margen de las especulaciones puramente teóricas. Sin embargo, ¿cuáles son esas «obras literarias concretas»? ¿Qué cualidades exigiremos a unas obras para calificarlas de «literarias»? La cuestión es mucho más ardua de lo que a primera vista pueda parecer. Una serie de criterios son los más frecuentemente utilizados.

Recordamos, ante todo, el criterio lingüístico. Para Leo Spitzer —como antes vimos— lo propio de la historia literaria son las ideas expresadas en forma lingüística; no las ideas en sí mismas, que serán estudiadas por la historia de la filosofía, ni las ideas en cuanto informan una acción, que caerán dentro del campo de la historia social.

Todo esto parece muy lógico, pero quizá no limite suficientemente el campo a considerar. De acuerdo con este criterio se puede llegar a ejemplos de amplitud como el de Juan Andrés, para quien literatura es igual a cultura. No han faltado testimonios, a lo largo de la historia, a favor de considerar literario todo lo que está escrito en letras de molde.

En cierto sentido, éste es un criterio simpático, pues impide las actitudes censoras excluyentes, en nombre de principios siempre discutibles. En la práctica, sin embargo, a todos nos molestan esos manuales de historia de la literatura que no sólo incluyen a multitud de autores de segunda o tercera fila, sino también a tratadistas del derecho, la agricultura, la medicina, que poco o nada tienen hoy que decir a la sensibilidad de los alumnos, por no hablar de los lectores vulgares y corrientes.

Se puede, también, limitar la literatura a los grandes autores, reconocidos así de modo unánime por los especialistas, a las obras maestras. Sin embargo, los problemas siguen planteándose: ¿cuáles son esas obras maestras? ¿Quién puede definirlas? En la práctica, ¿no cambia su estimación a lo largo de los siglos, hasta determinar su inclusión o no en este apartado, según los momentos históricos? Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito; recordemos sólo, en nuestro ámbito, la diferente valoración de Góngora antes y después de la generación del 27.

Cabe reducir la literatura a la esfera de lo imaginativo, de la literatura de fantasía. En inglés, es habitual separar la «fiction» de la «non fiction». Pero el tema tampoco parece muy claro. ¿Cómo excluir de la literatura a historiadores de la talla de julio César, Froissart, Fernáo Lopes, Maquiavelo o, en España, el Canciller Ayala, Fernán Pérez de Guzmán y Bernal Díaz del Castillo, entre otros muchos? ¿Qué hacer con nuestros admirables místicos? Por otro lado, la literatura contemporánea tiende hoy a reducir la distancia entre el documento y la ficción: ¿Quién dejaría de considerar literario el reportaje novelado A sangre fría, junto a las más hermosas novelas de Truman Capote? Y no hablemos ya de literatura autobiográfica, en la que parece casi imposible prescindir de la ficcionalización. Si prescindimos del elemento autobiográfico, ¿qué quedaría de toda la literatura —magnífica, en mi opinión— de Francisco Umbral?

Es posible, también, limitar lo literario a lo que carece de finalidad práctica, pero eso nos forzaría a prescindir de los tratados de Jovellanos, de las novelas de tesis, del teatro de agitación y propaganda, de las sátiras políticas...

En su conocido manual, Wolfgang Kayser propone usar el término tradicional «Bellas Letras» (más empleado en francés que en castellano) para designar lo estrictamente literario, caracterizado, a su juicio, por dos notas: «la capacidad especial que tiene el lenguaje literario para provocar una objetividad sui generis, y el carácter estructurado del conjunto por el cual lo "provocado" se torna una unidad». Pero, ¿quién podrá decidir con cierta objetividad si un texto escrito posee o no una cierta clase de unidad?

Todos los criterios que hemos ido enumerando (junto con otros que podríamos añadir fácilmente) plantean no pocos problemas. Wellek y Warren son conscientes de ello, al resumir así la cuestión: «Todas estas distinciones entre literatura y no literatura de que hemos tratado —organización, expresión personal, realización y utilización del vehículo expresivo, falta de propósito práctico y, desde luego, carácter ficticio, de fantasía— son repeticiones, dentro del marco semántico, de términos estéticos centenarios como "unidad en la variedad", "contemplación desinteresada", "distancia estética", "construcción" e "invención", "imaginación", "creación". Cada uno de estos términos describe un aspecto de la obra literaria, un rasgo característico de sus direcciones semánticas. En sí, ninguna satisface».

La conclusión proclama un relativismo que me parece no sólo inevitable sino sabio: «Por lo menos debiera derivarse un resultado: el de que una obra de arte literaria no es un objeto simple, sino más bien una organización compleja, compuesta de estratos y dotada de múltiples sentidos y relaciones».

Muchos estudiosos han tenido que plantearse esta cuestión, a lo largo de la historia. Recordemos un momento importante en la crítica española: cuando el joven Menéndez Pelayo va a realizar sus oposiciones, en su Programa de literatura española, propone «limitarse a las producciones españolas en que predomine un elemento estético». No incluirá todo lo de la «ciencia de las letras» o «bibliografía». No pretende hacer una Historia literaria amplia o apologética, al modo de las obras de los Marinos, Tiraboschi o Mohedanos. No incluye la historia de las ciencias, salvo los más destacados escritores didácticos. Pero no se limitará a las obras maestras: «Tampoco han de tomarse sólo los hechos culminantes, sino también los de segundo orden, porque éstos aclaran y completan los principales».

Ante este tipo de cuestiones (insolubles, por definición) cabe también adoptar posiciones extremas. Recordemos un par de ellas. Una es la de Nisard, que llevó este dilema hasta escribir en dos versiones su propia historia literaria: la primera, como historia de la literatura y del pensamiento; la segunda, como historia de las grandes obras. Y es muy frecuente, en la vida literaria, el caso contrario: reunir, para formar un manual de historia literaria, una serie de monografías, necesariamente inconexas, sobre las obras maestras principales.

Otro caso extremo es el de la conocida distinción de Croce entre poesía y literatura: rechaza los viejos conceptos de historia literaria entendida como acumulación de materiales eruditos, o como exposición de una realidad social o nacional, reflejada en una tradición continua de documentos artísticos. Cree que la única forma posible de historiografía artístico—literaria es el ensayo o la monografía. La historia de la literatura, como historia de una tradición ininterrumpida, queda así científicamente eliminada y sólo puede admitirse como recursos didáctico. Por otra parte, al considerar como objetivo de la historiografía literaria sólo a las obras de estricto valor poético, quedaban fuera una serie de hechos que, al margen de su valoración estética, ayudan a definir la estructura ideológica y formal de la obra literaria.

En la práctica, Croce ha excluido, así, de la poesía no sólo a los oradores, científicos e historiadores, sino también a Horacio, Fielding, Walter Scott, Manzoni, Víctor Hugo, Schiller (en su Guillermo Tell), Camoens (Os Lusiadas), Byron, Musset, Moliére, etcétera.

Para el pensador italiano, en ninguno de ellos se manifiesta por completo el fenómeno poético. Éste se caracteriza, entre otras cosas, por la identidad del contenido y de la forma, la expresión de la completa humanitas, la intuición de lo particular en lo universal y, viceversa, la sumisión de lo singular a la belleza una e indivisible. En realidad —pienso—, criterios muy poco concretos, que pueden valer como ideales teóricos pero se prestan a interpretaciones muy diversas. Como señala Kayser, «en Croce parece ser su receptividad especial para el lirismo la determinante de sus juicios». Aunque no llegue a emplear esos términos, se está rozando la calificación de personalismo arbitrario.

Evidentemente, no cabe olvidar el valor artístico de las obras que se considere. Un crítico español demasiado olvidado, «Andrenio», afirma que «lo que da el carácter de literarias a las obras de la palabra es la orientación estética». La crítica estilística utilizará básicamente este tipo de criterio. Dámaso Alonso ha llegado a escribir que lo único importante es ocuparse de las grandes obras, que poseen un valor estético permanente. (Pero, a la vez, como historiador de la literatura, ha documentado ampliamente con autores de muy desigual importancia la polémica gongorina, por ejemplo.)

En efecto, el historiador de la literatura, deseoso de conocer y comprender los cambios en el tiempo, tendrá en cuenta una serie de obras de un valor estético relativo. Quiero recordar aquí un testimonio de claridad ejemplar: «La historia literaria, en general, no debe excluir ni soslayar a muchos autores que juzgamos secundarios, mediocres o malogrados, ya que en ellos se esconde a menudo, bajo el valor relativo de tales o cuales obras, la clave de un proceso, el porqué de una determinada evolución. La historia de la literatura puede ser principalmente literaria o principalmente historia. Está bien que hayan abundado y abunden los estetas de la historia literaria; ellos, entre otras cosas, han revelado lo precario de tanto dómine Cotarelo o bachiller de Osuna. Pero está bien, está mejor que haya críticos para quienes la belleza es comprensible en la razón de su haber existido así y entonces (y de su seguir existiendo así y ahora) antes que en la forma absoluta o eterna de su ser».

Prudentísimas me parecen estas palabras: frente a la erudición positivista, académica, habrá que afirmar la primacía de la estética y que el arte existe en la medida en que es arte vivo, no histórico. Frente a la arbitrariedad de los juicios puramente personales o el adanismo de los muy jóvenes (o muy ignorantes), será preciso recordar que la creación literaria —y estética— surge dentro de la línea de una tradición histórica, que la condiciona de modo inexorable, y que es necesario conocer para poder apreciar la auténtica originalidad del artista creador.

La cita anterior procede de un comentario de Gonzalo Sobejano sobre el libro de Montesinos dedicado a Fernán Caballero. La ocasión, ciertamente, era propicia. No se puede decir ——creoque Fernán Caballero sea un novelista totalmente vivo para el lector medio actual; sin embargo, su significación histórica es absolutamente indudable, además de su talento de narradora, y no cabe olvidarla al trazar el panorama y señalar los problemas de la novela realista española.

Una vez más hay que insistir en que el problema no es exclusivo de la literatura, sino común a toda la creación artística. Como señaló Lafuente Ferrari, «sin el conocimiento de las obras menores, el genio no sería entendido: la Historia del Arte necesita de la Historia del gusto».

Evidentemente, se trata de una materia muy delicada. Por ello, en la práctica, conviene distinguir los casos claros de los fronterizos. Ejemplo típico de estos últimos serían los Diálogos de Platón, obra filosófica pero de evidente belleza literaria, que emplea como básicos recursos literarios (los mitos e imágenes, por ejemplo) y que ha influido de modo decisivo en toda la literatura occidental. ¿Quién se atrevería a prescindir de ellos sin escrúpulo?

Como afirma Jean Cohen, «ciertamente existen fenómenos fronterizos, pero no es útil comenzar por ellos. Vale más partir de los casos en los que es más fácil obtener un acuerdo general». La mayoría incluirá dentro de lo literario, sin duda alguna, El Quijote, Macbeth o Las flores del mal, pero —son ejemplos del propio Cohen— excluirá El origen de las especies, de Darwin, y se planteará problemas ante ejemplos de subliteratura como la serie de James Bond, de Ian Fleming.

Quizá no sea inútil afirmar ya que los límites de la literatura —si es que existen— no son inmutables sino históricos, variables; según Claude—Edmonde Magny, «límites movibles, no fronteras rígidas, que será imposible trazar de antemano y teóricamente».

Dentro de eso, parece evidente que, hoy, esos límites se han ampliado de modo considerable. Góngora, por ejemplo, considera que el lenguaje habitual no es suficiente para la creación literaria y crea uno especial, «artístico», mediante el empleo sistemático de metáforas, hipérboles, fórmulas sintácticas, cultismos, perífrasis, alusiones mitológicas, etc. Del mismo modo, a comienzos del Romanticismo francés pudo parecer escandalosamente realista y poco artístico que Shakespeare hable, en su Otelo, del «pañuelo» de Desdémona. En nuestro siglo, la historia de la novela es, entre otras cosas, la de la penetración del lenguaje coloquial. Del mismo modo se han ampliado los límites de los temas aptos para el tratamiento literario, desde lo erótico (Henry Miller, Buskowski...) a lo mecánico (poema de Salinas a las teclas de la máquina de escribir, las «Underwood girls») y lo vulgar, cotidiano (poema social al cubo de la basura, poema de Dámaso Alonso a los mosquitos, capítulo de las memorias del «escritor burgués» Francisco Umbral sobre el retrete, etc.).

Los temas, como la visión del mundo, son sólo uno de los elementos que intervienen en la obra literaria: Amado Alonso lo ha formulado con gran claridad. No basta tampoco con la intención de un autor (subjetiva, caprichosa, acertada o no) para calificar algo de literario; lo que interesa son los resultados concretos. Quizá lo esencial, para esto, sea atender a las formas literarias, a la utilización artística de los medios literarios de expresión. Y admitir, en todo caso, que el fenómeno literario es un ente fluido. Por eso, una conciencia histórica certera de las modificaciones que ha sufrido (y está sufriendo hoy, sobre todo) el ámbito de lo literario nos permitirá abrirnos a la literatura viva sin prejuicios excluyentes.

 

LA LITERATURA ESPAÑOLA: LÍMITES Y CARACTERES

Intentemos aplicar lo anterior al caso español. No faltan ejemplos de esa amplitud de criterio que hoy nos parece desmesurada, en las primeras historias españolas de la literatura. Por ejemplo, Juan Andrés, en su obra Origen, progresos y estado actual de toda literatura, incluye la cronología, la «antiquaria», las ciencias naturales, las matemáticas, la hidrostática, la náutica, la astronomía, la física, la química, la botánica, la medicina, la filosofía, la jurisprudencia... Según eso, como antes vimos, más que de literatura en sentido estricto habría que hablar de una enciclopedia de los conocimientos expresados en letra escrita.

Si dejamos la historia, conviene precisar que existen tres tipos de criterios, básicamente: los que atienden al área geográfica, el área lingüística y al área histórica. Esta distinción, tan sencilla, podría evitar tantos equívocos y ambigüedades como se producen a diario, ya sea por ignorancia o por tendenciosidad.

Citemos algún ejemplo bien claro: ¿es Valle—Inclán un escritor gallego? Si atendemos a la lengua, no cabe duda de que no; si nos atenemos al origen y al reflejo de unas costumbres, un mundo y una musicalidad, sin duda. Del mismo modo, Galdós, canario por el origen y por rasgos de su temperamento, se convierte en el gran cantor de Madrid. D'Ors es profundamente catalán y mediterráneo pero escribe en tres lenguas: catalana, castellana y francesa.

En estos casos —y en muchísimos más— se puede discutir hasta el infinito cuál es el elemento decisivo; lo que no debe hacerse, a mi juicio, es oscurecer la cuestión, mezclando los criterios, o no dando cuenta clara de cuál de ellos se está siguiendo.

Lo malo, por supuesto, es que ninguno de estos tres criterios es perfecto. En la práctica, son insuficientes y se interfieren. Ante todo, parece que la lengua es más decisiva que la frontera geográfica en el terreno literario, pero esto plantea infinidad de problemas: los checos escriben en alemán; los suizos, en varios idiomas; los canadienses, en francés e inglés; los norteamericanos, en inglés. Etcétera. Por otro lado, históricamente hablando, ¿dónde situar el punto exacto en que nace una literatura? ¿Cómo establecer una diferencia clara entre los antecedentes, las fuentes y el momento del origen?

Como subrayaron los románticos, la literatura es, también, la expresión de un pueblo, de una sociedad, del modo de ser, a lo largo de los siglos, de una comunidad nacional. Según eso, el criterio que atiende a las naciones parecería bastante lógico. Pero el nacionalismo también conduce a graves exageraciones (en ese caso, mucho menos graves que las que hemos visto en la política contemporánea, por supuesto, pero no menos ridículas, a veces).

Burlándose de los excesivos nacionalismos literarios, Guillermo de Torre recopiló una serie de casos realmente llamativos. Recordemos solamente algunos: el español Santayana, al que algunos consideraban expresión del espíritu abulense, con Santa Teresa, escribe en inglés. Julien Green, en francés, a pesar de sus raíces americanas. El ginebrino Rousseau es un clásico de la literatura francesa. La fórmula más emotiva del patriotismo suizo la ha dado, quizá, el alemán Schiller. Uno de los primeros románticos alemanes, Chamisso, es de origen francés. Varias de las figuras máximas de la literatura alemana contemporánea nacieron en Checoslovaquia (Rainer María Rilke, Franz Kafka, Franz Werfel) o en Austria (Robert Musil). La novela realista española la vuelve a iniciar una dama de origen alemán que quizá tenía ciertas dificultades al escribir en castellano: Cecilia Bóhl de Faber. Algunos de los más hermosos poemas españoles de tono popular y una de las mejores obras de nuestro teatro renacentista (Don Duardos) se deben al portugués Gil Vicente. A un nivel más culto, enriquecen nuestra literatura los también portugueses Camoens y Montemayor. Uno de los mayores escritores argentinos es el francés Paul Groussac; su primer novelista, el inglés Guillermo Enrique Hudson, que ponía su nombre en las cubiertas de sus libros como William Henry Hudson; el primer cuentista argentino, el uruguayo Horacio Quiroga. Grandes poetas franceses son Jules Supervielle, Lautréamont y Laforgue, nacidos junto al Plata. Uno de los primeros parnasianos franceses es el cubano José María de Heredia. También son maestros de la poesía francesa el griego Moréas, el rumano Tzara, el lituano Milosz.

En el lenguaje universal de las artes plásticas, los franceses han mostrado su talento asimilador. Recordemos que la llamada «escuela de París» es, en gran medida, obra de extranjeros: los españoles Picasso, Miró, Dalí, Juan Gris, María Blanchard; el ruso Chagall; el italiano Modigliani, etc.

No pretendía, con esta serie de nombres y países, caer en el vértigo relativista. Simplemente, he mostrado con algunos ejemplos (que se podrían multiplicar con facilidad) la complejidad de este tipo de problemas, que no se pueden zanjar alegremente. Sí me parece importante subrayar los riesgos del nacionalismo ingenuo, aunque eso pueda llevarnos a un relativismo escéptico.

En todo caso, si la cuestión teórica no se puede resolver a la perfección, habrá que recurrir al criterio de lo menos malo, en cada ocasión; y, por supuesto, jugar limpio, mostrando las ventajas e inconvenientes de aplicar cada uno de los criterios a cada caso concreto.

En nuestro país, además, habrá que tener en cuenta la existencia de tres realidades que no simplifican el problema teórico pero —y eso es mucho más importante— enriquecen nuestra cultura:

1) La literatura escrita en latín, árabe y hebreo por autores que nacieron y desarrollaron su actividad literaria en lo que hoy llamamos España.

2) Las literaturas catalana, gallega y vasca.

3) La literatura de todos los países hispanoamericanos, que es castellana o española en cuanto a la lengua. Además, juegan aquí múltiples factores (influencias iguales y recíprocas, paralelismo en la evolución de los estilos) para anudar más fuertemente la unidad de estas literaturas, surgidas de una auténtica comunidad cultural y lingüística. El cuidado por no caer en presuntos imperialismos, ni en teorías de juegos florales, no puede hacernos olvidar estos hechos.

Volvamos a recordar un ejemplo justamente clásico: el Programa de literatura española de Menéndez Pelayo. En él afirma que considera un «error funesto» limitar la literatura española a la castellana. Quiere distinguir la nacionalidad política de la literaria: «literatura inglesa es la de los norteamericanos. Literatura española, la de Méjico y la de las Repúblicas del Sur». Niega también un estricto criterio lingüístico: «españoles fueron en la Edad Media los tres romances peninsulares» (no considera, en cambio, el euskera, lengua no románica). A la vez, atiende al criterio histórico; justificándolo con su peculiar retórica: «Dios ha querido también que un misterioso sincronismo presida el desarrollo de las letras peninsulares». Siguiendo a Amador de los Ríos, incluye la literatura hispano—latina (tanto la hispanoromana como la de los humanistas) y las tres vulgares, en toda su extensión y desarrollo. Duda, en cambio, si incluir a los escritores judíos y musulmanes, y las notables diferencias de religión, raza y lengua le llevan a una solución ecléctica (a la vez que subraya mucho el semitismo de don Sem Tob, por ejemplo).

En el caso de las literaturas peninsulares no castellanas, hay que proclamar que las tres están hoy vivas y en fase de crecimiento. Además, cabría decir que la vasca pone las bases para su madurez, mientras que la catalana y gallega atraviesan por una verdadera edad de oro, tanto por el número de libros editados como por su calidad y la importancia de sus principales figuras literarias. No cabe olvidar la importancia de la industria editorial catalana ni el hecho de que, este mismo año, una colección de clásicos catalanes haya alcanzado por primera vez unas tiradas notables (unos diez mil suscriptores) para todos sus volúmenes.

Por su menor desarrollo económico, el caso de la literatura gallega es menos conocido, pero no menos importante. Recordemos que últimamente se ha traducido al gallego, entre otros, a Platón, Shakespeare, Joyce, Eliot... A la vez, los movimientos literarios se producen sin desfase cronológico en la literatura gallega (por ejemplo, la huella de las técnicas objetivistas del nouveau roman francés) y surgen continuamente nuevos escritores en gallego: se puede afirmar plenamente, así pues, que la literatura gallega está tan viva como la catalana, aunque las dos sigan teniendo que enfrentarse a difíciles problemas de normalización cultural.

Todos conocen hoy, sin duda, la vitalidad impresionante de la literatura hispanoamericana actual, sobre todo después de la concesión del Premio Nobel a Pablo Neruda y Miguel Ángel Asturias, así como del enorme éxito mundial del llamado «boom» de la nueva novela hispanoamericana. Hoy en día, la literatura hispanoamericana es una de las que más atraen el interés y la curiosidad universales, se estudia en todas las universidades y es alabada por los críticos más exigentes. Obras como La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa; Rayuela de Julio Cortázar; Pedro Páramo, de Juan Rulfo, o Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, han triunfado en todos los idiomas.

A cambio de todo esto, la situación se complica, por lo que se refiere a los límites entre las diversas literaturas (o literatura única, según se elija), a causa de los prejuicios nacionalistas y las rivalidades inevitables.

No se debe ocultar, me parece, que estos problemas afectan también, algunas veces, a las relaciones literarias con España. Ante todo, porque la atención prestada en nuestro país a la literatura hispanoamericana ha sido, durante muchos años, culpablemente insuficiente. El éxito popular del «boom» ha sido enorme, pero todavía queda mucho por hacer en el terreno de la edición, de la información y, sobre todo, de la formación de críticos y profesores españoles que estén especializados en este terreno. En él (¿sólo en él?), las deficiencias de nuestras universidades son más que notables.

A la vez, el éxito de los novelistas hispanoamericanos ha provocado no pocas reacciones destempladas y rivalidades más o menos claras. Unas veces, se trataba de cuestiones políticas: la inacabable discusión sobre el papel de los escritores e intelectuales en relación con la revolución cubana. Otras, de restos del purismo lingüístico más trasnochado: un conocido novelista español se preguntaba cómo iban a enseñarnos a escribir en castellano los que han nacido, por ejemplo, en Cochabamba.

No faltaron los ejemplos de la incomprensión literaria más absoluta. Sin pormenorizar demasiado, recordemos algunas frases llamativas, publicadas por importantes novelistas españoles: a José María Gironella, Cien años de Soledad le había parecido «aburrido». Para Alfonso Grosso, en un momento determinado, «Cortázar es un histrión y no me interesa nada. García Márquez es un bluff. Vargas Llosa es muy turbio y no ha descubierto nada». Juan Benet, en fin: «Desgraciadamente, he leído a Cortázar... malheureusement, he leído a Borges».

El mundo literario es así, muchas veces, y no hay que escandalizarse demasiado por declaraciones que, entre otras cosas, buscan épater le bourgeois. Por el otro lado, también he oído solemnes majaderías a algún novelista hispanoamericano acerca de la opresión que ejercen sobre ellos España, la lengua castellana y hasta la Real Academia Española (?).

Dejando aparte estas anécdotas, más o menos lamentables, pienso que la influencia de la novela hispanoamericana sobre la nueva novela española es un hecho innegable y positivo. Los narradores hispanoamericanos han servido como puente para que lleguen a España (o vuelvan a estar de moda) una serie de técnicas renovadoras, inventadas o no por ellos. En general, su influencia ha conectado con la preocupación por la renovación de la técnica y del lenguaje narrativo, a la vez que ha supuesto —como señaló Ricardo Gullón, a propósito de García Márquezuna vuelta al «arte de contar» una historia, al relato que apasiona a varios tipos de lectores porque posee distintos niveles de interés. Así, su influencia ha coincidido con la de algunos maestros españoles (Camilo José Cela, Gonzalo Torrente Ballester, Miguel Delibes) en el intento de abrir la novela española a más amplios e imaginativos horizontes superando el costumbrismo chato y elemental. En palabras de José María Martínez Cachero, «la presencia directa de la narrativa hispanoamericana entre nosotros constituyó en su momento eficaz riego vivificador, por encima de imitaciones serviles y de reacciones desconsideradas».

Al anotar estos recelos y prejuicios, conviene —me parece— hacer una declaración rotunda: estoy hablando de cuestiones literarias y no políticas. Por supuesto, no cabe olvidar que muchos de estos problemas (literatura hispanoamericana, literaturas peninsulares) presentan aspectos políticos que no es posible desconocer; a la vez, la introducción disimulada de criterios políticos suele oscurecer aún más problemas literarios que no son nada claros.

Estos problemas se traducen también en la terminología. No es extraño hoy escuchar voces que protestan contra la identificación de «literatura castellana» y «literatura española». Guillermo Díaz—Plaja ha propuesto alguna vez el término «hispánico», que, en plural, utilizó para la Historia General de las Literaturas Hispánicas, dirigida por él, al ser más amplio y abarcador, pues «las literaturas de España, estudiadas en su conjunto, carecen todavía del adjetivo preciso y general que pueda designarlas». Otros profesores han propuesto utilizar otros plurales: «literaturas de España» o «literaturas españolas». En su Bibliografía, Simón Díaz eligió el término «literatura hispánica», incluyendo todo lo español (también lo vasco) y lo hispanoamericano.

Otros historiadores utilizan el criterio restrictivo. Ángel del Río lo justifica así: «Al excluir de nuestro estudio tan diversas manifestaciones —de las que nos ocuparemos tan sólo en cuanto aclaren ciertos fenómenos históricos o literarios— seguimos un criterio cada vez más extendido y aceptado hoy comúnmente en la enseñanza. Según él, el concepto de literatura española se asimila al de literatura castellana. La razón principal es la de haber adquirido el antiguo dialecto castellano, hermano de las otras lenguas neolatinas de la península, un desarrollo literario más amplio, además de haberse convertido, no sin enriquecerse con otras aportaciones, en el idioma oficial de la nacionalidad española. No debe olvidarse, sin embargo, que literatura en lengua castellana es también la de los escritores hispanoamericanos, que hoy nadie confunde ya con la de la península, habiendo constituido una rama autónoma, o, si se quiere, varias, especialmente desde la independencia de las naciones del Nuevo Mundo».

Todo esto no impide que incluya algunos autores nacidos en América durante la época colonial, tradicionalmente vinculados a la literatura castellana, así como algunos portugueses que están en el mismo caso. Y, en definitiva, añade unos apéndices que dan idea sumaria de las literaturas catalana y gallega. Una solución semejante encontraríamos en otros muchos manuales, de acuerdo con razones parecidas a las que aquí discretamente se exponen.

En el texto de Ángel del Río que acabamos de citar se alude también a otra cuestión: las relaciones literarias con (y entre) los países hispanoamericanos plantean, además, una multitud de problemas. Siguiendo a Castro Leal, podemos esquematizar algunos:

1) En las literaturas hispanoamericanas, ciertos fenómenos dan sentido nuevo y actualidad a géneros literarios ya desusados en España: por ejemplo, el teatro religioso de evangelización, supervivencia medieval en pleno siglo XVI.

2) Entre ciertas producciones literarias hispanoamericanas y los géneros correspondientes españoles hay, a veces, falta de sincronización. En América suelen persistir más tiempo que en España algunos géneros y estilos (por ejemplo, el gongorismo). Y esto puede producir diferencias de concepción y apreciación.

3) Las condiciones sociales y los acontecimientos políticos no han sido comunes en todas las naciones hispanoamericanas.

4) No es exactamente igual la tradición literaria que actúa en cada país.

5) Varias naciones actuales forman parte de «países naturales» hispanoamericanos entre los que existe una profunda comunidad. Etcétera.

Los que han asistido últimamente en España al despertar de las nacionalidades y regiones comprenderán con facilidad que la cuestión no se resuelve ya con unos discretos apéndices añadidos a la literatura castellana. Parece evidente aceptar el hecho de la necesidad de estudiar las literaturas catalana, gallega e hispanoamericana con plena entidad. Ya hemos visto que ninguno de los tres criterios clásicos (geográfico, histórico y lingüístico) es totalmente aceptable, aplicado con exclusividad. Sin embargo, en el terreno literario parece lógico conceder gran importancia al criterio lingüístico, matizándolo adecuadamente según las circunstancias concretas.

En todo caso, las zonas limítrofes no escasearán. No cabe estudiar la literatura castellana (adoptando, incluso, este término estricto) sin referirse a la lírica galaico—portuguesa o de los trovadores, a Ausías March, a Rosalía de Castro, a Rubén Darío, etc. Y, en definitiva, la inevitable especialización científica no puede querer decir separación tajante ni incomunicabilidad.

Entre otras muchas cosas, la literatura es, de acuerdo con la conocida concepción de los románticos alemanes, una expresión del volkgeist, del espíritu popular. Estudiando las manifestaciones literarias de un pueblo a lo largo de la historia, se hallará la presencia (o ausencia) de una serie de rasgos repetidos que reflejan, indudablemente, la peculiaridad psicológica de los habitantes de esa nación.

Así se ha hecho en varios países europeos. Por ejemplo, Lanson estudió «el ideal francés» en la literatura del Renacimiento a la revolución; Figueiredo, las características de la literatura portuguesa, etc.

No han faltado intentos similares para la literatura escrita en lengua castellana. Muchas veces han sido hispanistas extranjeros, seducidos (positiva o negativamente) por la fuerte personalidad de nuestra literatura, los que lo han intentado. Claro está que todas estas generalizaciones corren el riesgo de caer en la abstracción arbitraria, y, en todo caso, deben ser manejadas con la debida cautela, teniendo mucho cuidado para no caer en los tópicos fáciles. Por otro lado, aquí también podemos hallar la prueba de que cada uno busca lo que encuentra, lo que atrae (o repugna) más a su personal sensibilidad.

Menéndez Pelayo, por ejemplo, posee una concepción quizá de origen romántico sobre el genio español, manifestado en su literatura, cuyas principales características son éstas:

-         Nace bajo Roma.

-         El catolicismo es eje de nuestra cultura y vínculo de nuestra unidad. «La raza española no apostató nunca.» El hereje español lleva el error a sus últimas consecuencias: el panteísmo.

-         Ingenio, despejo, gracia.

-         Libertad y originalidad intelectuales.

-         Barroquismo y vitalidad.

-         Sentido práctico, tendencia a las artes de la vida.

-         Eclecticismo práctico y armonizador.

-         Buen humor.

-         Apasionamiento, extremosidad, escaso sentimentalismo.

-         Tendencia a la pereza y verborrea.

-         Realismo básico.

Ya en 1926 subrayó Vossler la escasa importancia que en España tiene lo escrito frente a lo declamado, leído, vivido, cantado. Esta explosión de vitalidad se percibe claramente en el romancero. Así, unidos en el marco de la emoción de la obra auditorio, autor y actores, se armonizan los contrastes: «Su olvido del mundo —aparezca éste matizado religiosa, mística o estéticamente— no excluye de ningún modo el realismo más rudo, sino que lo hace posible, lo envuelve y se armoniza con él. Ni siquiera se llega a sentir el temor de que el realismo pueda perturbar la unidad y producir mengua en el estilo. Lo mismo que en sueños, lo sublime se desarrolla, naturalmente, al lado de lo ridículo, y la gravedad más profunda, junto a las vulgaridades y las burlas, llegando incluso a hacerse, por ese contraste, más profunda la profundidad de lo ensoñado. Así logra la poesía española, del contraste de lo excelso con lo vulgar, su unidad espiritual y artística. Se parece al claroscuro que forma del blanco y del negro su unidad y su mundo». Si descontamos lo que hay aquí de apasionamiento del hispanista enamorado de la cultura española, no cabe duda de que algunos rasgos son muy certeros; con distinta terminología, varios parecen preludiar las teorías de Américo Castro: sobre el «integralismo» hispánico, por ejemplo.

Desde un talante más positivista, Menéndez Pidal señaló estas características:

-         Sobriedad.

-         Espontaneidad.

-         Improvisación.

-         Verso amétrico.

-         Asonancia.

-         Arte para la vida.

-         Pragmatismo.

— Colectivismo, colaboración, refundiciones, variantes en la transmisión de las obras literarias.

-         Austeridad moral.

-         Sobriedad estética.

-         «Frutos tardíos.»

-         Popularismo.

Es preciso recordar aquí que Dámaso Alonso, con el peso de su prestigio, ha reaccionado contra el tópico de considerar a la literatura española como exclusivamente realista. Según su visión, junto al aspecto realista, popular, localista, existe otro, que no ha sido valorado suficientemente: el idealista, de selección minoritaria, de alcance universal. Junto al romancero están Góngora y la generación del 27. Estos dos polos se llevan, muchas veces, a sus exageraciones últimas, sin términos medios. Se dan en todas las épocas; especialmente en el Siglo de Oro, que condensa la fuerza vital española. A veces, coexisten en un solo autor (Gil Vicente, Quevedo...). Son propios, en general, de toda la cultura y el espíritu españoles.

Otra caracterización ampliamente divulgada, aunque no aceptada tan unánimemente como las anteriores, es la de Guillermo Díaz—Plaja, que añade estos caracteres:

-         Gran importancia y elevación de la épica.

-         Cultura fronteriza.

-         Fondo moral: quijotismo y senequismo.

-         Improvisación perpetua.

-         Romanticismo.

-         Conjunto de variantes regionales.

-         Fuente y materia prima de otras literaturas.

Desde el punto de vista de la psicología nacional que le es propio, Salvador de Madariaga señala estas características de la literatura española:

-         Vitalismo.

-         Uso de refranes.

-         Inclinación a representar tipos humanos concretos.

-         Intenso sentimiento de la vida y de la muerte.

-         Poder de unidad trascendental mediante símbolos y parábolas.

Quizá no vale la pena seguir resumiendo otros intentos de caracterización nacional (por ejemplo, los de Aubrey F. G. Bell, Gerald Brenan, Ricardo Baeza, Federico de Onís, Guillermo de Torre, Manuel Muñoz Cortés...). Sí me parece necesario mencionar, sin entrar en ella, la famosa polémica entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz. Lo que ahora me interesa señalar, solamente, es que el primero subraya la peculiaridad hispánica, mientras que el segundo insiste en la inserción de lo español dentro de la tradición común occidental, como han desarrollado, en lo literario, Otis H. Green y María Rosa Lida, entre otros.

Me parece necesario concluir insistiendo, otra vez, en la necesidad de tomar cautelas. Por supuesto, nuestra visión de España está muy condicionada por las obras literarias que los españoles de todas las épocas nos han legado; en ellas, tanto como en la vida, hemos aprendido lo que ha sido y es esta tierra. Resulta inevitable, por lo tanto, intentar deducir de las obras concretas algunas características generales. Pero es preciso huir de las simplificaciones unilaterales: la «una y diversa España», en frase de Azorín, se expresa en una literatura también una y diversa.

No olvidemos, por otra parte, que estamos ocupándonos de temas históricos, no inmutables. Como señala Julián Marías, «en rigor, los rasgos que definen el quehacer y la obra literarios se modifican al hilo de la mutación histórica». Es preciso tomar en consideración las variaciones peculiares de las distintas tendencias en cada momento. «De este modo, siguiendo las modulaciones de la literatura como fenómeno integral a lo largo de la historia, se podría llegar a una idea precisa de lo que es literatura española, que no sería, claro es, una "definición", sino algo más complejo, rico y móvil, como corresponde a una realidad humana y, por tanto, histórica.»

La consideración de los caracteres de nuestra literatura no debe conducirnos a los mitos de la «España eterna» ni a una selección tendenciosa. Hablando de Ganivet, José Antonio Maravall ha mostrado claramente que su creencia de que los pueblos están sometidos al principio moral de la autenticidad le lleva, en la práctica, a un nacionalismo «exclusivista», que selecciona del pasado nacional sólo lo que le interesa; y así, sin proponérselo, acaba predicando el inmovilismo a ultranza.

En un momento de singular lucidez —uno de tantos—, don Manuel Azaña señala que, desde el momento actual, Moratín es ya tan castizo como Quevedo. Pensemos un momento en lo que eso supone. Don Antonio Machado lo dijo con palabras definitivas:

Hombres de España, ni el pasado ha muerto

ni está el mañana (ni el ayer) escrito. 

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