INTRODUCCIÓN A LA LITERATURA

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Andrés Amorós

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VIDA Y LITERATURA

Éste es —me parece— el tema de fondo de este libro, el que puede darle unidad, si es que tiene alguna. Me gustaría que el lector lo percibiera así, por debajo de las referencias y las digresiones: como el oyente retiene la importancia de un tema musical, por muchas que sean las variaciones; como la «petite phrase», en la obra de Proust.

Vida y literatura: en eso —en cómo interpretamos eso— se resume todo. No cabe comprender la literatura al margen de la vida. Claro que esto tiene múltiples aspectos, y los problemas que de aquí surgen son muchísimos, imposibles de resolver. Recordemos algunos, en todo caso, a nivel elemental.

La literatura refleja, en primer lugar, ambientes, costumbres, modos de ser. Pero refleja también un paisaje espiritual, un conjunto de creencias. Y, sobre todo, una personalidad creadora. Según la sagaz distinción de Henry James, la literatura aspira a reflejar la realidad profundamente, no exactamente. Así pues, es evidente que dependerá, ante todo, del concepto que el escritor tenga de la vida. Por eso, no cabe prescindir, al hacer crítica literaria, de la visión del mundo que poseen los autores.

Ya he mencionado que Proust compara al escritor con una esponja que absorbe sustancia vital: todo lo que él vive se refleja y expresa en su escritura. Por eso, cada obra da testimonio de su autor y de la época en que fue escrita. A la vez, la obra literaria puede influir sobre la sociedad, contribuyendo a modificarla. De hecho, así sucede muchas veces. De este modo, el escritor y la sociedad se influyen mutuamente.

No pensemos sólo, sin embargo, en las ideas o visiones del mundo. La literatura tiene mucho que ver con la sensualidad, con la capacidad de «ver» las cosas, de sentir su sabor y su perfume. Citando a los novelistas norteamericanos, insiste hoy Francisco Umbral en que la literatura debe contener «cosas», más que ideas y palabras. En efecto, el mejor Hemingway, por ejemplo, no es el que nos habla directamente de la vida y la muerte —si lo hace alguna vez—, sino el que nos hace sentir la picada del pez gigantesco, la frescura de las aguas de un río truchero, en Navarra, o el sabor de las primeras fresas, en Aranjuez.

Desde el punto de vista del lector, también es preciso tener los sentidos despiertos para apreciar una obra de Gabriel Miró, por ejemplo. Para este autor, la sensualidad es igual a sensibilidad: un bien. El puritanismo, en cambio, supone insensibilidad, dureza, crueldad, hipocresía: el mal. En Nuestro padre San Daniel y El obispo leproso, se trata de dos sacerdotes, el padre Bellod y don Magín, dos figuras individuales y a la vez símbolos de dos maneras de entender la vida. El primero es el puritano y cruel que martiriza a las ratas: «con certero pulso, iba torrándoles el vello, el hocico, las orejas, todo lo más frágil, y les dejaba los ojos para lo último, porque le divertía su mirada de lumbrecillas lívidas». Don Magín, en cambio, es el sacerdote sensual que disfruta con los colores, olores, sabores... Al final, su meditación concluye así: «¡Ay, sensualidad, y cómo nos traspasas de anhelos de infinito!». El lector, naturalmente, no sólo ha de entender racionalmente esto, sino sentir, físicamente, el «placer del texto».

Quedamos en que el escritor hace literatura con el bagaje de experiencias acumulado a lo largo de una vida. Como ha subrayado bien Camilo José Cela, escribir no es, exclusivamente, «cosa mental». Escribimos todos —mejor o peor— con la inteligencia, pero también con la sensibilidad, con el sexo, con la nostalgia, con la infancia perdida, con los recuerdos que atesoramos, con la melancolía que la vida va depositando en nosotros; con una musiquilla popular que oí hace años y se me quedó dentro; con un lugar que se ha convertido en lo que Unamuno llamó «paisajes del alma»; con el recuerdo de un «momento privilegiado»...

Como dice un poeta chino, «La vida no se puede discutir. /Defenderla resulta difícil y absurdo». Pero el escritor puede escapar de los problemas refugiándose en su labor. Recordemos los consejos que da Flaubert: «Trabaja, trabaja, escribe tanto como puedas, tanto como tu musa te arrebate. Éste es el mejor corcel, la mejor carroza para escapar de la vida. El cansancio de la existencia no nos pesa cuando componemos (...). El único medio para soportar la existencia es aturdirse en la literatura como en una orgía perpetua. El vino del Arte causa una larga embriaguez y es inagotable. Para no vivir me sumerjo desesperadamente en el arte; me embriago con tinta como otros con vino». De estos párrafos extrajo Vargas Llosa el título para su libro sobre Madame Bovary: La orgía perpetua.

Sin llegar a estos extremos, hay que reconocer que, de hecho, muchas veces, nuestra vida está impregnada de literatura. Como señaló sagazmente Montesinos, «la vida humana es siempre literaria en cuanto es vida ritmada y normada, en cuanto recibe su verdad por modo trascendente». Esto puede ser verdad para un lector, pero lo es, sobre todo, para un escritor. La literatura es su auténtica vida, a la vez que su vida está tejida de literatura. juego de palabras? No es sólo eso, desde luego.

Como dice Blas de Otero, «todo son libros y yo quiero averiguar cómo se salva la distancia entre la vida y los libros». Por eso he titulado yo un estudio sobre una novela de Pérez de Ayala Vida y literatura en...: ése es el gran tema que suele estar al fondo de toda crítica literaria y que, más allá de la pura biografía, muy pocas veces llegamos a comprender de verdad.

La conexión de la literatura con la vida es algo muy difícil de definir con precisión, pero, para mí, al menos, absolutamente evidente. Como dice Valéry, el objeto de la literatura es indeterminado, porque también lo es el de la vida.

En otro sentido, la creación literaria supone una intensificación de la vida. Para Henry James, «la vida es confusión, derroche de valores; el arte selecciona y economiza». Pérez de Ayala nos da una fórmula semejante: «La novela es una mayor densidad o condensación de la vida vivida». Y Thomas Mann, en su magnífica Muerte en Venecia: «El arte significa para quien lo vive una vida enaltecida. Sus dichas son más hondas y desgasta rápidamente».

A nivel teórico, Raymond Jean, que ha dedicado un libro al tema, concluye que lo real y lo literario no son extraños, exteriores el uno al otro; así pues, no conviene hablar de los dos en términos de relación, es decir, de exterioridad, sino en términos de equivalencia, identificación o superposición: «¿Quién no percibe que la literatura procede exactamente del mismo modo con la realidad? La cubre tan estrechamente que se sustituye a ella, desbordándola, y la prolonga, la desarrolla, dice mucho mejor que ella lo que tiene que decirnos, y con mucha más prodigalidad».

Y, un poco más adelante, concluye: «No hay, por un lado, la cosa escrita, y, por otro, la cosa real. Lo que existe es una constante superación dialéctica de esta oposición en el acto de escribir, como en el acto de leer, y esta superación es una creación continua que enriquece el arte y la cultura, pero que también modifica y hace "avanzar" la realidad».

La conclusión mejor puede ser la famosa —y terrible— frase de Marcel Proust: «La verdadera vida, la vida al fin descubierta y aclarada, la única vida, por consiguiente, realmente vivida, es la literatura».

Por este camino, parece que desembocaremos inevitablemente en una forma de idealismo o esteticismo absoluto. Pero no en tan seguro como puede parecer a primera vista. La relación profunda, dialéctica, entre vida y literatura puede traer también como consecuencia cierto imperativo ético. Para Michel Butor, por ejemplo, escribimos porque sentimos que hay un hueco entre la literatura y la vida; la literatura surge del sentir la necesidad de que hay que cambiar o añadir algo al mundo.

Del mismo modo, Mario Vargas Llosa afirma que la literatura surge de una situación de disconformidad con la realidad: «El escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento». Incluso en una época futura y teórica en la que reinara la justicia, «tendremos que seguir, como ayer, como ahora, diciendo no, rebelándonos, exigiendo que se reconozca nuestro derecho a disentir, mostrando que el dogma, la censura, la arbitrariedad, son también enemigos mortales del progreso y de la dignidad humana».

Así pues, habrá que convenir, en resumen, que la literatura está hecha de vida: vida seleccionada, concentrada, personalizada, universalizada.

Las fronteras, por supuesto, no son rígidas. Recordemos un párrafo de Lawrence Durrell: «Advertía también que la verdadera ficción no se encontraba en las páginas de Arnauti, ni en las de Pursewarden, ni tampoco en las mías. La vida era la ficción, y todos intentábamos expresarla a través de diferentes lenguajes, de interpretaciones distintas, acordes con la naturaleza propia y el genio de cada uno». Y concluye, después, el narrador: «Una obra de arte es algo que se parece más a la vida que la vida misma».

A la vez, la literatura se hace vida, la vida se ajusta a patrones literarios. Y lo que era «boutade» en Oscar Wilde lo podemos comprobar en la vida cotidiana: la naturaleza imita al arte (literario, en este caso).

Desde el punto de vista del destinatario, no cabe duda de que leemos con la vida; y con la literatura anterior, por supuesto, que ya se ha hecho vida en nosotros.

Recordemos la fórmula clásica: «ars longa, vita brevis». ¿Qué quiere decir esto para nuestro tema actual? Ante todo, que hay mucho «arte» (ciencia, literatura...) para tan breve vida.

Además, que la vida pasa, mientras que la literatura permanece. Gautier lo expresó, en su poema «El arte»:

Todo pasa. Sólo el arte augusto

tiene eternidad.

Un busto sobrevive a una ciudad.

Los dioses mismos perecen,

pero los versos inmortales

duran más que el metal más duro.

Por último, atendiendo al origen y a los efectos, la literatura nos interesa de verdad por ser concentración de vida y en cuanto siga conservando energía vital.

Quizá podamos concluir este apartado recordando la frase de Charles du Bos que ya he usado como lema: «Sin la literatura, ¿qué sería de la vida?», y volviéndola del revés, claro: sin la vida, ¿qué sería de la literatura?

 

REALISMO

La unión de vida y literatura hace pensar, lógicamente, en el término «realismo». ¿Qué quiere decir esto? Se trata de un término extremadamente vago y ambiguo, que suele encubrir significaciones muy diferentes. Si calificamos, simplemente, de realista a la obra que se muestra más o menos acorde con la realidad, nuestra calificación dependerá, ante todo, del concepto que se tenga de la realidad.

Por ejemplo, un marxista como Adolfo Sánchez Vázquez llama arte realista al que, «partiendo de la existencia de una realidad objetiva, construye con ella una nueva realidad, al que nos entrega verdades sobre la realidad del hombre concreto, que vive en una sociedad dada, en unas relaciones humanas condicionadas histórica y socialmente y que, en el marco de ellas, trabaja, lucha, sufre, goza o sueña».

Otro pensador del mismo campo ideológico, Roger Garaudy, se fijará sobre todo en que «un realismo es insuficiente si no reconoce como real más que lo que los sentidos pueden percibir y lo que la razón puede ya explicar. El verdadero realismo no es el que dice el destino del hombre, sino el que está más atento a sus elecciones. Porque la realidad propiamente humana es también todo lo que no somos todavía, todo lo que proyectamos ser, mediante el mito, la esperanza, la decisión, el combate». Por eso propugnará un realismo sin orillas concretas, sin fronteras que lo limiten.

La indudable inteligencia de la Pardo Bazán le hace plantear la cuestión, en su novela La Quimera, con gran claridad: «—¿Y qué es para usted lo real? —preguntó el arcaizante¿Llama usted real a lo material? ¿No es real el sentimiento que preside a la labor, por ejemplo, de un maselista o de un mosaista? ¿Considera usted real únicamente lo popular y zafio? ¿Es usted un realista de la carne, como Rubens; un realista del dibujo y del color, como Velázquez; un realista de la luz, como Ribera; un realista de la caricatura y del color local, como Goya? Porque hay cien realismos». (El subrayado es mío.)

Cien años después, en su Cuarteto de Alejandría, Lawrence Durrell afirma lo mismo, por boca de su personaje: «"Hay tantas realidades como usted quiera imaginar", escribe Pursewarden».

Tomemos el ejemplo del esperpento, deformación sistemática de la realidad que Valle—Inclán estima necesaria para expresar adecuadamente esa caricatura de la civilización europea que es, en sí misma, la vida española. En los últimos años, varios críticos han insistido en el carácter lúdico de este procedimiento, idealización al revés, pero tan evasiva como la del Modernismo. Frente a esto, Ricardo Gullón ha postulado la realidad básica de un estilo aparentemente tan desrealizador: «El esperpento tiene, por supuesto, la irreal realidad del arte. Pero, además, y hablando de la realidad en términos más amplios, en lugar de negarla, la revela. Contrariamente a lo que suele pensarse, el esperpento, valleinclanesco o no, lejos de ser una técnica desrealizadora, fue concebido para aproximarse a la realidad de manera más lúcida y desengañada que la habitual en el llamado Realismo, intentando descubrir en ella lo que no sé si atreverme a llamar su esencia».

Quizá de estas dudas sobre su interpretación nacen, en buena parte, las discusiones y vacilaciones acerca del montaje escénico que corresponde adecuadamente a una creación dramática tan original como es el esperpento.

De un modo semejante, he intentado yo demostrar cómo Pérez de Ayala, en Las novelas de Urbano y Simona, utiliza una técnica de exageración o caricatura que le sirve de excelente vía de acceso para aproximarse críticamente a una realidad típicamente española: los errores en la educación erótica.

Así pues, el realismo puede adoptar múltiples posibilidades. Para Drieu la Rochelle, «un realismo que goce de buena salud llega a ser surrealismo». Por este camino llegamos a la actitud omnicomprensiva de Mario Vargas Llosa, que considera igualmente realista a todos los grandes escritores dignos de este nombre, ya pertenezcan —por poner casos extremos— a la escuela de Hemingway o a la de Musil y Kafka. O, en el extremo opuesto, podemos desembocar en el escepticismo de Claude Simon: «En sentido absoluto, no hay arte realista».

Esto último es una reacción lógica frente a la seguridad de épocas anteriores; en el siglo XIX, en concreto, los novelistas creían poseer una visión del mundo sólida y segura. Para Walter Scott, lo que caracteriza el nuevo estilo es «el arte de copiar de la naturaleza, tal como se presenta en los caminos corrientes de la vida, y de presentar al lector, en lugar de las espléndidas escenas de un mundo imaginario, una representación correcta e impresionante de lo que diariamente tiene lugar a nuestro alrededor». Lo mismo opina Thackeray: «El arte de novelar es representar la Naturaleza, transmitir con tanta fuerza como sea posible el sentimiento de realidad.»

Copiar la naturaleza... Hoy, esto, ya no nos parece un ideal tan evidente. Si lo fuera, la literatura habría quedado anticuada ante el cine sonoro, la televisión en color o el videocasette. Pero está claro que el arte no puede ser nunca una pura reproducción mecánica, automática, de la realidad. El artista, siempre, consciente o incoscientemente, debe elegir la porción de realidad que considera y la transformación artística a que la somete. Un realista como Flaubert afirma que, «en mi opinión, la realidad no debe ser más que un trampolín».

Parece lógico, entonces, desplazarse de «la realidad» a «lo verosímil». ¿Cuáles serán sus límites? A mediados del siglo XVIII, Fielding, en su Tom Jones, nos da una respuesta de tipo psicológico: «Los hechos deben ser tales que no sólo puedan caer dentro del ámbito de la actuación humana, y que se suponga pueden realizar probablemente seres humanos, sino que deben ser verosímiles en los mismos actores y personajes que los ejecutan, ya que lo que puede ser maravilloso y sorprendente en un hombre, puede convertirse en inverosímil e incluso imposible cuando se atribuye a otro».

Apunta esto a lo que hoy llamaríamos la coherencia psicológica del personaje. Pero, desde nuestro punto de vista actual, ¿hasta qué punto funciona en la vida real todo esto? Después de Freud y la bomba atómica —por citar sólo dos ejemplos— consideramos posible y verosímil, tanto a nivel individual como colectivo, cosas que hubieran parecido increíbles, quizá, a Henry Fielding y sus contemporáneos.

En cualquier caso, hay que aceptar que algunas obras literarias nos parecen creíbles y otras no. Quizá el quid resida en la coherencia entre las partes, en el tono general que se ha conseguido. El lector de Cien años de soledad, por ejemplo, acepta perfectamente que una chica sea tan guapa que, por esa sola virtud, se eleve al cielo: el talento de García Márquez logra que ese episodio fantástico aparezca como natural dentro de ese mundo cerrado («hermético», diría Ortega) que es la novela.

La credibilidad afecta también al narrador: hoy aceptamos una voz limitada, que ha adoptado una perspectiva individual —como sucede en la realidad— mejor que al narrador omnisciente que era frecuente en las novelas del siglo pasado. Del mismo modo, hoy nos parecen más reales el espacio y el tiempo si están tratados vitalmente, en cuanto afecten a una persona, que su pura consideración objetiva, local y cronológica.

La simple observación de los hechos literarios bastará para convencernos —me parece— de que nuestra noción del realismo no debe ser abstracta, inmutable, fijada de antemano; se tratará, más bien, de algo humano, histórico, cambiante. Existe, desde luego, un concepto estricto del realismo literario, limitado a los procedimientos que dominaron en la literatura europea de la segunda mitad del siglo XIX. Pero también existe un concepto más amplio y más actual del realismo, que excede con mucho a esas técnicas concretas, y que, siendo más difícil de concretar, me parece mucho más interesante.

En definitiva, el artista no nos puede dar nunca «la realidad», sino una visión personal de ella. A lo que más puede aspirar, en este sentido, es a la que nos parezca creíble y verosímil, a que aceptemos esa ilusión de verdad. Maupassant lo vio ya con toda claridad: «El realista, si es artista, no buscará darnos una trivial fotografía de la vida, sino una visión de ella más plena, aguda y convincente que la realidad misma (...). Ser verdadero consiste en dar la plena ilusión de verdad. Así pues, los realistas de talento debieran ser llamados, más bien, ilusionistas. Es pueril creer en la realidad cuando cada uno de nosotros lleva su propia realidad. Los grandes artistas son los que imponen su ilusión particular a la Humanidad».

 

TRADICIÓN Y ORIGINALIDAD

En el mundo del arte (como en la adolescencia), una de las tentaciones más frecuentes es el adanismo: creer que con uno mismo empieza el mundo, no reconocer padres ni antecedentes. En realidad, como definía Eugenio d'Ors, la cultura supone conciencia de continuidad.

Me parece indudable que la obra literaria se sitúa, desde su nacimiento, como un eslabón más de una enorme cadena: la tradición literaria. En nuestros días, varios estudios lo han subrayado especialmente: así, Highet puso de manifiesto la existencia de una tradición clásica ininterrumpida que llega, por ejemplo, hasta James Joyce; Ernest Robert Curtius mostró la dependencia de las literaturas europeas respecto de la Edad Media Latina, concretada en una serie de «tópoi», fórmulas o lugares comunes nacidos de la tradición rétorica y de la enseñanza; en el ámbito de lo español, en fin, Otis H. Green se ha opuesto a los que subrayan la peculiaridad de nuestra cultura (Américo Castro, por ejemplo) para mostrar su conexión con la occidental.

Téngase en cuenta que la búsqueda de la originalidad (que hoy llega, en ocasiones, a extremos verdaderamente grotescos) es de origen romántico. En todas las épocas, el creador ha escrito con su experiencia vital y su capacidad imaginativa, pero también, y de modo esencial, con todo su caudal de lecturas. No cabe mayor ingenuidad que la del jovencito aprendiz de escritor que no quiere leer para no perder su originalidad. Sin la aportación y asimilación de la literatura anterior, por ejemplo, ¿que quedaría de la obra de Garcilaso, Cervantes o Góngora? En nuestra época, por citar sólo algunos casos llamativos, ¿qué quedaría de Borges, Francisco Ayala, Álvaro Cunqueiro o Gonzalo Torrente Bállester?

Todo esto es perfectamente compatible con algo que ya he señalado antes: cada escritor quiere aportar su palabra personal, nueva, al mundo de la literatura; y cada escuela, por supuesto. Por eso, en la época contemporánea, se suceden los movimientos de vanguardia, con una velocidad acorde con la de las comunicaciones en nuestro tiempo. Cada grupo cree poder aportar una nueva visión del mundo y un nuevo estilo. Algunos de estos ismos pasarán con la rapidez de las modas; otros, dejarán su huella permanente y, por muy heterodoxos y antiacadémicos que hayan querido ser, se incorporarán a la tradición viva de la historia literaria.

Este proceso (incorporación a la tradición de los fenómenos estéticos que nacieron para oponerse a ella) es algo absolutamente habitual e inevitable.

En este sentido, me parece falsa la oposición que se establece tan frecuentemente entre los escritores clásicos y los contemporáneos. Los verdaderos clásicos son los modelos permanentes, vivos, que siguen teniendo algo que decir a nuestra sensibilidad actual. A la inversa, detrás de un cuento de Borges o unos versos de Luis Cernuda hay toda una cadena tradicional sin la cual no existirían.

Como decía Strawinski, el que no aprecia el arte de su tiempo no aprecia, en realidad, el arte de ninguna época. Limemos las aristas polémicas de la frase y vayamos a lo esencial: ver la obra literaria como una experiencia viva. En el caso de la enseñanza, me parece indudable la conveniencia de que los alumnos presten atención a lo que se está escribiendo hoy en nuestro país, a lo que refleja la sensibilidad del momento presente. Escuchar con atención la voz de Cela, Delibes, Buero o Torrente Ballester, por supuesto, pero también de Umbral y Nieva, de Gimferrer y Celso Emilio Ferreiro.

Claro que lo esencial no es la fecha de los libros, sino la actitud del lector ante ellos: enfrentarse con la obra literaria como con algo vivo, no con una ruina venerable; como una experiencia que puede ser decisiva en nuestro modo de afrontar los problemas cotidianos; como una «voz humana» que debe ser discutida críticamente, no aceptada con sumisión; como algo, en fin, que proporciona placer. En este sentido, puede ser más «viva» una lectura del Lazarillo que la de una mediocre novela contemporánea.

Para ello será preciso, me parece, no quedarse en asépticas descripciones formalistas, sino poner el texto en conexión con la experiencia histórica y estética de su autor y su lector. Para mostrar, como decía Pedro Salinas, «the pastness of the present» y «the presentness of the past»; es decir, la auténtica vitalidad de la obra literaria.

Cada vez se habla más de la posibilidad de enseñar a escribir, ya sea en clases universitarias, al modo americano, o en «talleres de escritura». Parece claro que resulta que algo sí se puede enseñar: corregir errores, describir técnicas... Resulta evidente, también, que esto, como el aprendizaje en las Escuelas de Bellas Artes, es sólo el punto de partida para que se desarrolle y manifieste en libertad la capacidad creadora del individuo. Para ello, no cabe olvidar, también, la importancia de que exista una tradición literaria, un ambiente —creador y crítico— que, si no crea genios, por lo menos eleva el tono medio.

En definitiva, todo se resolverá en la lectura: personal, viva, que se asimila y se incorpora a nuestra personalidad. Lo afirma tajantemente Virgina Woolf: «Ser lector es el único camino para llegar a ser escritor».

Hablar de tradición y originalidad no significa ser conservador o tener un gusto estético trasnochado. De esta relación dialéctica surge, realmente, la creación literaria. Una vez más, Pedro Salinas ha planteado la cuestión en sus justos términos: «Lo cierto es que la tradición es la forma más plena de libertad que le cabe a un escritor». Siempre, claro está, que no se limite a repetir esa tradición de modo pasivo, sino que la asimile personalmente, con autenticidad creadora: «Cada gran obra de arte es una exploración más, hecha en ese territorio de lo humano eterno, poco a poco surcado por caminos que corren en direcciones distintas y aun opuestas y que, sin embargo, anhelan todos el mismo imposible: dar con la realidad entera de la vida. Y dejarla fijada en formas perfectas. El explorador, el artista de hoy, se halla con más caminos abiertos que nunca: son los trazados por sus antecesores. Apoderarse del sentido de la tradición es ir conociendo mejor esa red, aparentemente contradictoria, por tantos cruces: saber por dónde anduvieron los demás le enseña a uno a saber por dónde se anda. El artista que logre señorear la tradición será más libre al tener más carreras por donde aventurar sus pasos».

Jorge Manrique sería inexplicable sin la tradición medieval ante la muerte, el «contemptus mundi», la fórmula «ubi sunt», la técnica de «exempla»; La Celestina, sin la comedia latina; el Lazarillo, sin el auge de la técnica autobiográfica en el clima erasmista; el Quijote, en fin, es la síntesis y superación de todas las formas narrativas anteriores.

Un poeta que encarna en sí mismo esta tensión de tradición y originalidad, Jorge Luis Borges, nos da el resumen en estos versos, dirigidos a cualquier escritor:

tú mismo eres la continuación realizada

de quienes no alcanzaron tu tiempo

y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra.

 

CIENCIA O LECTURA

Desde la posición que estoy manteniendo, no cabe duda de que la literatura no es una ciencia exacta, y de que los intentos de considerarla así no sólo la desvirtuarán, sino que estarán condenados al fracaso. En todo caso, a lo que más se acercaría es a las ciencias culturales, históricas, pero muchos han caído en la tentación de aplicar a la literatura concepciones procedentes de campos muy alejados. Hoy, en que el mito de la objetividad científica se ve potenciado por los avances técnicos, resulta inevitable partir de que la literatura no es una ciencia exacta sino un arte, que no es objetiva, que no es mensurable cuantitativamente y que no sirve para nada; mejor dicho, que su posible utilidad no se puede calibrar con exactitud ni sirve a ningún propósito práctico concreto.

Esto no impide que la literatura —como todo arte— tenga una base técnica, cuyo interés es evidente: para el creador, se trata de poder elegir, en cada caso concreto, el camino apropiado para comunicar algo del modo más efectivo; para el crítico, de un instrumento insustituible para aproximarse a la obra literaria. Pero, como en el caso de la pintura, la escultura o la música, la obra de arte no se reduce sólo a la descripción de su técnica. Hoy, por ejemplo, el abuso de fórmulas matemáticas, esquemas y diagramas obedece al mito de lo científico objetivo y sólo posee un valor instrumental, al servicio de la sensibilidad interpretativa del crítico.

Parece lógico que, ante la sucesión de obras singulares, el historiador y el crítico traten de hallar principios orientadores, criterios, ritmos, reglas... No es éste el momento de detenerme a describir lo que supuso la retórica clásica, por ejemplo, que ha perdurado a lo largo de tantos siglos. Lo que sí parece seguro es que hoy no podemos admitir reglas abstractas, teóricas, basadas en una autoridad (por grande que sea), que determinen nuestra valoración de las obras concretas, según éstas se ajusten más o menos a aquellas reglas. Tampoco cabrá otorgar validez universal a las reglas lógicas que intentó formular, hace algunos años, la ciencia literaria alemana.

Lo único aceptable, me parece, serán las reglas prácticas, nacidas a posteriori y no a priori, de nuestra experiencia de lectores atentos. Y, en todo caso, será necesario saber interpretarlas con la debida flexibilidad, estando dispuestos a alterarlas siempre que una nueva creación literaria lo exija. Y eso, en nuestro siglo, ha tenido que suceder con notable frecuencia. Recordemos que, como dice Albérés, la mayoría de las grandes novelas del siglo XX son, precisamente, las que, al aparecer, suscitaron el reproche: «Esto no es una novela».

Me parece absolutamente imprescindible, además, partir de la pluralidad de lo literario. El no hacerlo así suele ser síntoma de grave ignorancia o de tendenciosidad manifiesta. Me echo a temblar siempre que oigo o leo frases de este género: «El único camino para la literatura es...», sea cual sea ese camino concreto que se propone de modo tan excluyente. Aceptemos como punto de partida que hay muchas clases de literaturas, en plural, muchos cánones estéticos distintos, y todos ellos pueden ser válidos, si dan lugar a una obra de arte valiosa.

De hecho, no existe «la literatura», sino las obras literarias concretas. De hecho, también, la literatura se hace realidad viva y actuante en el acto de escribir, en el acto de leer. Y en todo lector, de modo espontáneo e inevitable, existe un crítico, una voz interior que susurra: «me gusta», «no me gusta».

En el acto de leer un libro, Virgina Woolf distingue tres etapas:

1) Leer con sensibilidad, recogiendo impresiones y experiencias.

2) Juzgar.

3) Deducir de los casos concretos cualidades abstractas, e incluso formularlas como normas generales.

Es curiosa, por cierto, la coincidencia básica de estas etapas con los tres tipos de conocimiento de la obra poética que ha señalado Dámaso Alonso: el del lector, el de la crítica y el de la estilística.

Ya he aludido repetidamente a la pluralidad de lecturas posibles que es consustancial a la obra literaria: según el momento, según el lector, según la época.

En definitiva, no es tan fácil como parece leer bien, con la disposición de ánimo adecuada. Como concluye Virgina Woolf, «si esto es así, si leer un libro como debiera ser leído requiere las más raras cualidades de imaginación, perspicacia y juicio, se puede concluir, quizá, que la literatura es un arte muy complejo y que es improbable, incluso después de toda una vida de lecturas, que seamos capaces de hacer una contribución válida a la crítica. Debemos quedarnos en lectores, no pretenderemos la gloria adicional que corresponde a esos raros seres que son también críticos».

Detrás de esta modestia existe un profundo conocimiento de la complejidad de la obra literaria, pero también, por supuesto, una considerable ironía. En la práctica, cualquiera de nosotros conoce bien los distintos tipos de lecturas que realizamos: la mayoría de las veces, leemos rápidamente, con una finalidad informativa y práctica (averiguar un dato, resumir, hacer una recensión, incluso) o para llenar un hueco en el aeropuerto o prepararnos para dormir. Muy poco tiene que ver todo esto con aquellos casos en que leemos de verdad un libro, en que la lectura sirve para establecer una corriente de afinidad espiritual, nos enriquece y constituye una verdadera experiencia vital insustituible.

Por eso se suele decir que no es la belleza la cualidad fundamental que pedimos a un libro, aunque sin un cierto valor estético caería fuera de la literatura. Más bien sería, como afirma Vargas Llosa, la capacidad de ser convincente, de encerrar al lector en su mundo imaginario (ése es el «hermetismo» de que hablaba Ortega, refiriéndose a la novela) y hacérselo aceptable.

Esta lectura de que hablo no tiene, por supuesto, un carácter pasivo, sino que supone una verdadera recreación y asimilación personal: es, en palabras de Sartre, una «creación dirigida por el autor».

En esa lectura se resume todo lo referente a la obra literaria. Ésa es la que incorporamos al caudal de nuestras experiencias más queridas: la que se une de modo inseparable a un momento de nuestra vida e influye de modo real sobre ella; la que luego recordaremos como algo precioso. No ha escapado tampoco esta experiencia al gran especialista en recuerdos, Marcel Proust: «Quizá no haya días infantiles tan plenamente vividos como (...) los que pasamos con un libro predilecto». Quizá en el fondo de todo escritor, bueno o malo, e incluso de cualquier profesor aburrido, está ese niño que no se enteraba de nada, a su alrededor, mientras leía un cuento.

 

PREGUNTA

En un mundo en el que continuamente se están quebrando los dogmas tenidos antes por más sólidos, cada día vemos más claro que la literatura busca, inquieta, pregunta. Recordemos la máxima del pintor Braque: «El arte, está hecho para inquietar; la ciencia, tranquiliza». Quizá hoy ni siquiera la ciencia nos tranquiliza: armas nucleares, peligro real de autodestrucción, ruptura del equilibrio biológico... La literatura, fiel a su papel de siempre, sigue preguntando, planeando las grandes y pequeñas cuestiones que afectan al hombre, aunque no sea capaz (¿quién podría hacerlo?) de darles una respuesta satisfactoria.

Hasta un formalista como Roland Barthes le concede este papel «esencialmente interrogativo (...) en una sociedad alineada». Sin hacerse ninguna ilusión sobre sus poderes, concluye Barthes que «la literatura es entonces verdad, pero la verdad de la literatura es, a la vez, esa impotencia misma para responder a las preguntas que el mundo se hace sobre sus desgracias, y ese poder de formular preguntas reales, preguntas totales, cuya respuesta no se presuponga, de un modo o de otro, en la forma misma de la pregunta: empresa en la que quizá ninguna filosofía haya triunfado, y que entonces pertenecería verdaderamente a la literatura». Por eso pudo decir Jacques Riviére que es trágico el problema de las posibilidades y los límites de la literatura: porque ha asumido, hoy, el lugar y la forma del problema religioso.

Me parece claro que la literatura no se reduce a un puro juego fónico o estructural, ni a un escapismo para clases ociosas. Creo que está unida a las más nobles preocupaciones e inquietudes del espíritu humano. Es, en suma, un instrumento esencial del humanismo, siempre en crisis, siempre necesario. Para Andrenio, «por lo mismo que es un depósito de las emociones nobles que han florecido en el alma humana, y han afinado su sensibilidad, es el gran instrumento de humanismo, el medio de evitar que a fuerza de ser civilizados dejemos de ser hombres. Júzguese si es útil».

Por eso, la literatura ha de elegir entre limitarse a divertir o aspirar a inquietar. En cualquiera de los dos casos, la calidad estética puede ser mayor o menor, pero no cabe desconocer la mayor trascendencia del arte que nos saca de nuestras casillas habituales, de la literatura que se aparta de los caminos trillados y nos embarca por rutas que no sabemos adónde nos conducirán. Ernesto Sábato lo ha expresado con una metáfora brillante: «Decía Donne que nadie duerme en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo, y que, sin embargo, todos dormimos desde la matriz hasta la sepultura, o no estamos enteramente despiertos. Una de las misiones de la gran literatura: despertar al hombre que viaja hacia el patíbulo». Aunque todos nos resistimos a que nos despierten.


II. ALGUNAS CONEXIONES

 

LITERATURA Y VISIÓN DEL MUNDO

Las obras literarias sirven, entre otras cosas, de vehículo a la difusión de ciertas ideas. Esto sucede así, de hecho, con independencia de que nos guste o no, y no hace falta ser ningún especialista para comprobarlo cualquier día. Curiosamente, ésa es la justificación que esgrimen todos los dirigismos oficiales, sean del tipo que sean, y todas las censuras políticas, morales o religiosas. Si la literatura fuera sólo un juego de formas, no sólo serían inútiles (como, en cierta medida, siempre lo son), sino que ni siquiera se plantearía su existencia.

Recordemos un ejemplo clásico: La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, una novela sentimental y humanitaria, muy discutible estéticamente, pero que influyó poderosamente en favor de una causa tan justa como la abolición de la esclavitud. En España, fue traducida por Wenceslao Ayguals de Izco, el folletinista romántico, a causa de su contenido democrático.

Lo mismo se puede decir de las novelas de Dickens —de mucha mayor categoría, eso sí— que atrajeron la atención de la sociedad inglesa sobre las crueles condiciones de trabajo de los niños y determinaron la promulgación de nuevas leyes de signo social positivo.

En nuestros días, las doctrinas del Existencialismo francés se han difundido universalmente, quizá, gracias a los dramas y novelas de Sartre y Camus mucho más que a los serios tratados filosóficos.

Todo esto, repito, es así, de hecho, con independencia de cuál sea nuestra opinión general sobre ello. Por eso, si yo he estudiado un poco las novelas rosa de Corín Tellado no ha sido, ciertamente, fascinado por sus posibles bellezas literarias, sino pensando en la repercusión negativa que puede tener la amplia difusión de unos ideales de vida (lujos, erotismo disimulado, aproblematismo...) que me parecen socialmente perniciosos.

Claro que el caso de la literatura no es aislado, sino que se plantea, en general, como con el arte, que puede ser considerado atendiendo preferentemente a los valores formales o a los de contenido.

Al repasar brevemente la crítica de arte contemporánea, no es posible olvidar la actitud de Max Dvorak, para quien la historia del arte se identifica con la historia del espíritu y los nuevos estilos suponen nuevas actitudes ante el mundo.

Incluso Wölfflin, tenido por arquetipo de los críticos formalistas, en su clásico libro Conceptos fundamentales en la historia del arte, afirma que el cambio de estilo se explica por una doble necesidad: formal (cansancio del estilo anterior) y espiritual. Según eso, las formas artísticas serían símbolos materiales de los sentimientos que, en cada momento, le parecen al hombre más valiosos.

Para Dvorak, al que sigue en alguna medida Panofsky, la religión, la filosofía y el arte son aspectos inseparables de una misma realidad cultural.

Dentro de eso, la obra literaria se singulariza claramente por tener más capacidad que las plásticas y musicales para encerrar y expresar valores humanos, culturales, filosóficos, históricos, etc. El fundamento es absolutamente obvio: la palabra no es un puro sonido más o menos armonioso sino que, por definición, significa algo. Así, pues, las formas literarias que utilice cada autor serán expresión de su actitud ante el mundo y ante la vida, con independencia de que sean más o menos felices, estéticamente hablando.

Por eso, T. S. Eliot sostiene que «la grandeza de las obras literarias no puede medirse sólo desde el punto de vista estético; recordemos, sin embargo, que éste es el único desde el cual podremos decidir si una obra es o no literaria».

Hemos hablado de un autor, de una obra; generalizando, podríamos decir lo mismo de una época: detrás de una serie de obras significativas del mismo período podemos hallar coincidencias técnicas o estilísticas, pero también de sensibilidad, de visión del mundo. Por eso algunos críticos han intentado realizar una historia de las ideas y los sentimientos a través de la literatura, en cuanto que los escritores han sido antenas sensibles e intérpretes de su tiempo.

En el caso de la novela española contemporánea, por ejemplo, Sherman H. Eoff la ha puesto en relación con las principales corrientes del pensamiento moderno y ha analizado el ideal de personalidad que una serie de grandes novelas españolas plantean, inseparable—según el crítico—de una perspectiva religiosa, en cada caso.

Quizá todo esto suene a demasiado abstracto y académico. ¿No nos estaremos alejando demasiado del estilo, del escritor, de la obra concreta? Creo que no. Un agudo novelista español, Vicente Blasco Ibáñez, identificó el estilo con la visión del mundo: «Para mí, lo importante de un novelista es su temperamento, su personalidad, su modo especial y propio de ver la vida. Esto es verdaderamente el estilo de un novelista, aunque escriba con desaliño».

El lector habrá advertido —espero— que no hablo tanto de las ideas como de la visión del mundo que expresa la obra literaria, de acuerdo con una noción muy difundida a partir de Dilthey. Muchas han sido las corrientes teóricas que han defendido este tipo de estudio.

Dentro de la «ciencia de la literatura» alemana, Max Wundt defendió resueltamente que la forma de la obra de arte expresa el sentido de una concepción del mundo. Según esto, la creación literaria se acerca íntimamente a la filosófica: «La poesía nos ofrece la sabiduría, el sentido total, a través de imágenes plásticas y, por tanto, como un todo directo (...). En ella, cada cosa concreta se articula y ocupa su puesto dentro de una concepción total, presente en cada momento, y que, por consiguiente, no abarca todos y cada uno de los detalles (...). Por tanto, una poesía no llega nunca a comprenderse en toda su profundidad cuando no se comprende también la concepción del mundo que alienta en ella».

Lo curioso (y discutible) es que, a partir de esto, Wundt, lo mismo que otros críticos y filósofos, intenta establecer una clasificación de los tipos fundamentales de cosmovisión («Weltanschaung»), y estas tipologías, además de prestarse a fáciles caricaturas, tienen el riesgo de que, por definición, no pueden adaptarse con exactitud a los casos individuales.

La crítica marxista insiste muchísimo, también, en la importancia del contenido y de la visión del mundo que aparece en las obras literarias. Por eso Lukács, por ejemplo, en su Significación actual del realismo crítico, sostiene que hay que hacer hincapié en los problemas ideológicos de la literatura mucho más que en los formales o técnicos.

Algo semejante cabría decir de la crítica confesional. Así, el jesuita belga Charles Moeller, que ha analizado la literatura del siglo XX a la luz del cristianismo con un espíritu de notable apertura, afirma tajantemente que «hablar de la crítica literaria supone saber qué es la literatura; en la base de la literatura se encuentra una visión de la vida». Y, en otra ocasión, concluye: «En nuestra opinión, como en la de todo hombre que ha alcanzado la madurez, lo que hay que considerar en las obras maestras del arte es su contenido, sus ideales». Cabría oponer a eso que, según la conocida paradoja, en la verdadera obra de arte, la forma es el contenido.

Incluso dentro de la nouvelle critique francesa, que suele estar más atenta a los valores estrictamente formales, existen excepciones como la de Serge Doubrovsky. En contra de las opiniones de Roland Barthes, afirma que «si el sentido de una obra literaria se define por las relaciones, simples o complejas, directas o indirectas, que mantiene con lo real, y por los lazos, apretados o flojos, sutiles o patentes, que la unen a la realidad, será imprescindible aclarar la naturaleza exacta de esas relaciones y esos lazos; es decir, comprender la visión del mundo que esta obra constituye». Notemos, de pasada, este último verbo: no dice que esta obra tiene o posee, sino constituye, subrayando así una identidad básica.

Esta cuestión se plantea regularmente en los congresos internacionales de literatura y resulta curioso comprobar cómo los representantes de las nuevas universidades africanas, chinas y del Tercer Mundo suelen opinar que el estudio de la literatura debe inclinarse hacia la historia de las ideas.

Así se ha hecho muchas veces, en obras que hoy son ya clásicas en el mundo entero, en las que se estudian las ideas y las letras medievales (Etienne Gilson), el alma romántica y el ensueño (Albert Béguin), la gran cadena del ser (Arthur Lovejoy), la crisis de la conciencia europea en la segunda mitad del xmt (Paul Hazard), la historia literaria del sentimiento religioso en Francia (abbé Brémond), la alegoría del amor (C. S. Lewis), la carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (Mario Praz), etc.

Estas obras, y otras muchas semejantes, no se dedican explícitamente a la literatura española, pero resultan indispensables también para el que la estudia. Por ejemplo, el estudio de Paul Hazard sobre el pensamiento europeo en el siglo XVIII nos puede servir de excelente introducción a obras como las de Sarrailh y Herr, que se ocupan específicamente de la Ilustración española. Claro que también existen obras importantes de este género dentro de nuestro ámbito cultural, como las magistrales de José Antonio Maravall y Francisco Rico.

En España, además, resulta inexcusable mencionar dos obras que, al plantearse el sentido general de la historia de nuestro pueblo, han hecho correr ríos de tinta. Me refiero, como el lector ya habrá imaginado, a las de Américo Castro y su contradictor Claudio Sánchez Albornoz, dos figuras igualmente ilustres de la erudición española. Don Américo procedía de la escuela filológica del Centro de Estudios Históricos, pero la guerra y el exilio americano le condujeron a una visión de España, basada en nuestros textos literarios, más cercana a la filosofía de la historia: esto supone el libro España en su historia (1948), que suscitó la réplica de Sánchez Albornoz, más atenida a la historia positiva: España, un enigma histórico. Después, Castro puso al día su obra en una serie de sucesivas ediciones que incorporan datos y puntos de vista nuevos, variando incluso el título y la estructura; la nueva obra se titula ya, a partir de 1954, La realidad histórica de España. Dejando a un lado ahora sus tesis más polémicas, no cabe duda, en mi opinión, de que el libro de don Américo abre caminos muy sugestivos para el lector de nuestros textos literarios.

En efecto, las obras maestras de nuestra literatura resultarían incomprensibles si no situáramos la visión del mundo que encarnan dentro de las coordenadas culturales de la época. Mencionemos, de pasada, unos pocos casos.

Jorge Manrique escribe sus Coplas a la muerte de su padre dentro de una tradición literaria de la muerte en la Edad Media castellana. Cervantes no es un «ingenio lego», como alguna vez se pensó, sino que su creación está enraizada en el pensamiento renacentista italiano. El idealismo de la novela pastoril responde a la filosofía neoplatónica, que busca la auténtica realidad en las ideas o arquetipos de las cosas, y trata de suprimir de la naturaleza, mediante un proceso de abstracción, todo lo que moral o físicamente le parece feo. La prosa española del siglo XVI está impregnada del espíritu erasmista, magistralmente estudiado por Marcel Bataillon. Los autos sacramentales de Calderón dramatizan la teología tomista de acuerdo con la sensibilidad del Barroco contrarreformista. En muchas obras de los ilustrados españoles, el interés ideológico e histórico supera con creces el placer estético que hoy puedan producirnos. La novela naturalista nace con un signo cientifista que tiene su origen en el Positivismo de Comte y Claude Bernard. Etcétera.

En realidad, se trata de un tema tan amplio que corremos el riesgo de que se nos escape por multitud de lados. Desde nuestro punto de vista actual, quizá lo sensato sea recordar que, en cada caso concreto, debemos concentrar nuestra atención sobre el problema de cómo las ideas de una época o la cosmovisión de un autor se han transmutado en una obra de arte literaria.

Dentro de nuestro ámbito, se trata de un tema tratado con su habitual maestría por Amado Alonso, al advertirnos de que la visión del mundo, sin más, no constituye la obra de arte; es sólo una materia que se hace forma artística. Refiriéndose a la estilística, precisa que necesita de esos conocimientos, pero «lo específico de su tratamiento consiste en que ve la visión del mundo de su autor también como una creación poética, como una construcción de base estética (...). La estilística se interesa por este carácter de creación de la visión del mundo de un autor, y, por lo tanto, por su naturaleza estético—poética y no filosófico—racional».

Material, por lo tanto, para la creación literaria, pero material de importancia suma y de análisis absolutamente inexcusable. Las referencias a la cosmovisión de un autor no son pedantería novedosa, sino uno de los instrumentos cotidianos para el trabajo del crítico.

En el campo de la literatura de nuestro siglo, la cuestión se sigue planteando con toda crudeza: no cabe entender buena parte de ella sin referirse al Existencialismo, el Psicoanálisis, el Vitalismo, el Neorrealismo... Como afirma Francisco Ayala, la novela moderna y la filosofía moderna han desempeñado una función cultural análoga. Hoy, las dos confluyen y la novela, «antes maltratada como infame, se convierte así en instrumento de un conocimiento superior, capaz de comunicar en forma inmediata a los lectores (como a los oyentes el cuento folklórico, derivado de arcaicas mitologías) una intuición del sentido de la existencia humana».

Recordemos, para concluir, la afirmación de Jean Paul Sartre: una técnica nos reenvía siempre a la metafísica de su autor (sentir sus relaciones recíprocas sería el ideal del lector y del crítico). Por eso, en expresión de R. M. Albérés, la novela contemporánea es una de las grandes «aventuras intelectuales de nuestra época», porque está unida a las más íntimas aspiraciones y problemas del hombre en el siglo XX.

 

LITERATURA Y MITO

Varios sectores de la crítica contemporánea se han centrado especialmente en las relaciones entre literatura y mito: persistencia de la mitología clásica, psicoanálisis literario de los grandes temas míticos, sustrato mítico de algunas grandes creaciones literarias... En general, casi toda la crítica reconoce, hoy, y pone de manifiesto, la existencia de importantes vínculos entre la creación literaria y los mitos que actúan con fuerza sobre la imaginación colectiva.

Por supuesto, el mito no es algo arbitrario ni tampoco premeditado, dirigido. Se trata, sencillamente, de un producto espontáneo que intenta dar respuesta a las cuestiones más profundas y más graves que se plantea un grupo humano. Unas veces, se tratará, simplemente, del origen de un determinado alimento, de las armas de guerra o de caza, de algunos ritos, del sexo, del dolor, del mal, de las enfermedades. Otras, de cuestiones que interesan universalmente al hombre: orígenes, destino, la realidad del mundo, el más allá, los poderes sobrehumanos...

Sobre todo, lo que expresa Rubén Darío con sus famosos versos:

y no saber adónde vamos

ni de dónde venimos.

Ya hemos visto aquí, simplemente, un punto de contacto con la poesía. No será difícil advertir otros.

En principio, el mito supone una intuición privilegiada que ha descubierto una conexión insospechada; como dice Cencillo de estas intuiciones, «en épocas más recientes, sólo los grandes pensadores volverán a obtenerlas, aunque dándoles una expresión abstractiva y lógicamente articulada, en vez de mítica».

En épocas más racionalistas, el término solía tener un sentido peyorativo; se solía tomar como equivalente a ficción, algo falso desde el punto de vista científico o histórico. A partir del Romanticismo, la valoración cambió de signo, y no digamos en un siglo como el nuestro, en el que renace lo mágico y se extiende, a todos los niveles, el vitalismo. Así, es frecuente parangonarlo con la poesía, en cuanto vehículo de una verdad que es distinta de la verdad científica o histórica, pero que no la niega, sino que la complementa.

En el ámbito hispánico, las relaciones entre mito y literatura han sido estudiadas por Marcelino C. Peñuelas; siguiéndole, podemos esquematizar así las características del mito que más nos interesan desde nuestro punto de vista:

1) Es un fenómeno inseparable de la naturaleza humana, espontáneo.

2) Es un fenómeno colectivo, de cultura.

3) No es racional; se desarrolla en zonas psíquicas hundidas en el inconsciente. Está más cerca de la poesía que de la ciencia.

4) Es producto y, a la vez, agente de cultura..

5) En los tiempos primitivos, suele concretarse en una personificación de fenómenos naturales o un relato de los hechos humanizados de seres sobrenaturales.

6) Es una realidad vivida, antes que una explicación o un relato.

7) Tiene relación directa con el lenguaje, la religión, la metafísica, la sociología...

8) Hay que captarlo directamente, como la poesía o la música. Supone un modo propio, imaginativo o poético, de captar y expresar ciertos aspectos de la realidad.

Según esto, el fenómeno mítico llega a los niveles más profundos de la naturaleza humana y se encuentra, difuso, en los últimos resortes de nuestras creencias, actitudes y comportamientos. Lo mismo que la poesía, el mito encierra su propia verdad, que suele funcionar como un complemento vital de la realidad histórica y la verdad científica. Por debajo de muchas convicciones —lo adviertan o no— suele existir una mitología. Así pues, el mito es una parte esencial de la dimensión humana de la realidad.

Desde sus orígenes, la literatura ha estado unida indisolublemente al mito. En un primer momento, el contenido mítico era máximo en el origen del lenguaje; luego ha ido predominando la parte lógica. Pero, en cualquier caso, ese contenido mítico subyacente en el lenguaje no ha desaparecido del todo.

La literatura temprana es la expresión escrita de la mitología; al fijarse por escrito, los mitos corren el peligro de morir, fosilizados. En todo caso, el proceso creativo es la zona oscura donde se unen, más o menos profundamente, lo mítico y lo literario, porque, como ya vimos, lo inconsciente es un factor decisivo en la creación artística.

La creación literaria sigue un proceso parecido, en muchos aspectos, a la formación del mito. El escritor (el artista, en general) plasma en su obra algunas esencias culturales vivas en su época, junto a los propios mitos personales. (Vargas Llosa ha repetido muchas veces que escribe novelas para liberarse de sus «demonios» y todos podemos ver hoy, en la realidad literaria española, cuántas obras evocan, con sabor agridulce, la época franquista y la inmediata postguerra). La literatura es, en este sentido, una de las posibles objetivaciones del mito.

La conexión con el mito no se produce sólo desde el punto de vista del creador, también desde el público. La relación de afinidad del escritor con el público se verifica también en los planos donde el mito nace, vive y prolifera. Siguiendo con la terminología anterior, podríamos decir que el escritor que logra amplia difusión es el que expresa con éxito «demonios» que son comunes a un amplio sector, o el que consigue que sus «demonios» personales sean aceptados como propios por un público más o menos extenso.

En este sentido, el mito da expresión —o respuesta artística— a los sueños, las frustraciones colectivas, las vagas aspiraciones del escritor y del lector. Por eso Jung consideraba a la literatura y al mito como plasmaciones del inconsciente colectivo.

Hay que reconocer que nos hallamos en una zona limítrofe con la antropología, la historia de las religiones, el psicoanálisis... Muchas veces, las metáforas poéticas surgen de una visión mágica del universo, claramente perceptible en los pueblos primitivos. Como señala Anderson Imbert, «el cuento y la novela, la comedia y el drama, la épica y la lírica han perpetuado, en el plano de la literatura, hábitos psicológicos que dimanan de un ancestro inmemorial. En cierta medida, el desarrollo mental de un escritor recapitula el de toda la raza humana. Al escribir desciende a un fondo oscuro que es común a todos y de allí saca mitos que reconocemos porque también los lectores los hemos conocido en nuestros propios descensos. La descripción de la mente de un salvaje ayuda, pues, a comprender la de un refinado esteta (...). El estudio de la literatura puede beneficiarse, pues, con las contribuciones de la antropología a la comprensión de los elementos no racionales de toda obra poética».

En el ámbito español, unas veces se tratará de catalogar la presencia de las fábulas mitológicas (como ha hecho Cossío) o la persistencia y función de los mitos clásicos en la literatura contempóranea (Díez del Corral). Mucho más interesante es el caso de algunos autores singulares; por ejemplo, Federico García Lorca. Cualquier crítico puede haberse planteado cuál es la causa última de su éxito universal, de la fascinación que ejerce su poesía y su teatro sobre públicos tan alejados del ambiente andaluz. Un gran historiador de las religiones, Ángel Álvarez de Miranda, señaló cómo su poesía está enraizada en creencias míticas populares, que coinciden de modo sorprendente con convicciones muy arraigadas de religiones de tipo primitivo: el cuchillo, la sangre, el toro, la fecundidad, la tierra... Este camino ha sido continuado, luego, por otros críticos literarios, como Gustavo Correa y Allen Josephs.

Dentro de la crítica literaria contemporánea, me parece inexcusable mencionar a dos grandes figuras que han abierto nuevos caminos en la visión mítica de la obra literaria. Ante todo, el francés Gaston Bachelard, uno de los autores que han influido más en la nouvelle critique (sobre todo, en Georges Poulet y Jean—Pierre Richard). Para Bachelard, nuestro espíritu, ante las materias fundamentales (agua, fuego, aire y tierra), tiene una verdadera «hambre de imágenes»; siente alegría, en función de tendencias profundas, soñando con las imágenes que «valorizan» tanto la roca como el agua, la llama como la arcilla que modelamos. Los complejos ligados a esas imágenes dan unidad a «centros de ensueño» espontáneos: por ejemplo, la emoción que sentimos al remover la tierra, al talar un árbol... Ahora bien, para que las imágenes y metáforas de los escritores lleguen al lector es indispensable que penetren en una «realidad onírica profunda». El crítico, por lo tanto, debe ser capaz de juzgar desde el punto de vista de este inconsciente colectivo, debe intentar un doble comentario de la obra concreta, ideológico y onírico. Y este propósito, que puede parecer algo vago, lo ha realizado Bachelard, por su parte, con auténtica agudeza.

En el ámbito anglosajón ha ejercido una profunda influencia el método crítico de Northrop Frye, que atribuye papel preeminente a la crítica mítica o arquetípica, considerando al mito como principio estructural de organización de la obra literaria. Esos principios se relacionan con la mitología y la religión comparada, tanto como los de la pintura se relacionan con la geometría.

No olvidemos mencionar lo que puede considerarse, a primera vista, una reacción contra todo esto. Me refiero a una de las palabras que se han puesto de moda en nuestro siglo: desmitologización. De la teología y crítica escriturística, ese término ha pasado a todas las esferas de la actividad cultural. Y quizá, irónicamente, la desmitologización sería uno de los grandes mitos de nuestro tiempo.

La realidad es que, por paradójico que parezca, muchas veces se desmitologiza para volver a mitificar de nuevo, y con más fuerza. Los viejos mitos mueren (o se adormecen transitoriamente, nadie puede saberlo con exactitud) y dejan su puesto a mitos nuevos, recién nacidos o renacidos; muchos de ellos, como es natural, proceden de los nuevos ámbitos culturales: el cine, la televisión, los comics... Recordemos, simplemente, los nombres de Humphrey Bogart, Supermán, James Dean, el agente 007, Greta Garbo, Marilyn Monroe, los Beatles...

Se trata, muchas veces, de un proceso de acciones y reacciones; también, de modas, en lo que tienen de verdaderamente significativo para la sensibilidad viva de un momento histórico. Por ejemplo, como puesta al día del western surge la fórmula de Sergio Leone, el western spaghetti y el intelectualizado. Y, otra vez, como la pescadilla que se muerde la cola, el cansancio de las nuevas sofisticaciones vuelve a traer el plano de lo vivo a las películas clásicas de John Ford y John Wayne, etcétera.

El mito no ha muerto, desde luego, y la literatura sigue siendo campo preferido para la actuación de lo mítico. Cabría afirmar, incluso, que hoy los mitos se multiplican y adquieren nuevas facetas, acomodándose a la realidad de los nuevos tiempos.

Si he mencionado antes el enraizamiento mítico de algunas metáforas poéticas, no cabe olvidar la importancia del mito para la constitución misma del género narrativo. En efecto, parece claro que la novela surge en un terreno común con el cuento y que posee puntos de contacto más o menos grandes con el folklore, la literatura de viajes, la epopeya y el mito. Algunos de estos acordes pueden hoy seguir resonando junto a la compleja melodía que es la actual narración. En efecto, como señala Francisco Ayala, si algunos cuentos «apelan con tanta energía a la imaginación de las gentes adquiriendo perennidad tal, es porque su contenido apunta de algún modo hacia nexos de fascinante atracción para el espíritu humano, y deben remitirse, por consiguiente, al campo de lo mítico, donde la creación poética radica».

Sin esta presencia subterránea del mito no se podría explicar, por ejemplo, el deslumbramiento mundial ante Cien años de soledad, de García Márquez. Pero no es preciso, a estos efectos, que la calidad estética sea extraordinaria; muchas novelas medianas se benefician de haber sabido acertar con un foco mítico de permanente fascinación.

Quizá esto explica, en alguna medida, la universalidad de las grandes obras de la literatura y el arte. Al arrancar de las profundidades de lo humano personal, tocan puntos sensibles de lo humano colectivo, universal y permanente. Los grandes escritores captan las corrientes subconscientes, subterráneas, les dan forma y las transmiten.

Para que una obra sea importante no basta, por supuesto, con que el tema lo sea; la realización artística es lo esencial, claro, pero, a partir de ella, la conexión con el mito puede darle a la obra una resonancia especial.

Así pues, el mito y la literatura pueden coincidir en esa zona, difícil de precisar pero máximamente interesante, en que el hombre entra cuando trata de hallar sentido a las cosas y a la vida, cuando se plantea interrogantes que, por definición, no pueden encontrar una respuesta segura y definitiva.

 

LITERATURA Y ARTE

Viejísimo y siempre nuevo tema es el de las relaciones entre la literatura y las otras artes. Recordemos el viejo aforismo clásico tantas veces citado: «Ut pictura poesis». O la otra sentencia, paralela y complementaria, de Simónides: «La pintura es una poesía muda y la poesía, una pintura parlante». En el campo español, Lope dirá magníficamente, en su Epístola a Claudio:

Dos cosas despertaron mis antojos,

forasteras no al alma, a los sentidos:

Marino, gran pintor de los oídos,

y Rubens, gran poeta de los ojos.

En este caso concreto, la crítica ha insistido siempre en el acierto caracterizador de Lope, por la vía intuitiva y poética.

El tema de estas relaciones —literatura y arte— puede ser enfocado desde múltiples puntos de vista y suscitar un número casi infinito de respuestas. Evidentemente, cada arte tiene un objetivo peculiar, aquello para lo que está dotado propia y únicamente, que las otras artes no pueden conseguir igual o mejor. Así plantea la cuestión Lessing en su Laocoonte, subtitulado significativamente Sobre los límites entre la pintura y la poesía.

Pero este planteamiento, tan válido en principio, ha recibido después matizaciones e interpretaciones diversas, de acuerdo con la evolución de las doctrinas estéticas. Pensemos, por ejemplo, en la íntima unión de lo poético y lo pictórico que se da en el Prerrafaelismo; por ejemplo, en Dante Gabriel Rosetti.

Resulta necesario mencionar ahora las correspondencias de sensaciones y sinestesias. Por supuesto, éstas existen desde el lenguaje cotidiano: «colores chillones», «voz dulce»... La literatura ha utilizado estos modos de decir en todas las épocas; según Ludwig Schrader, que ha estudiado su prehistoria, la sinestesia puede hallarse, por lo menos, desde Homero, en diversas modalidades, según la mayor o menor fusión de las impresiones sensoriales, enlazadas a un tiempo. Muchas veces, responden a una tradición religiosa. La mística supone la vivencia de estados extraordinarios (el éxtasis) que son inefables por definición; a la hora de expresarlos, el poeta rompe las barreras de la lógica y utiliza, muchas veces, las fusiones de la sinestesia.

Ésta se desarrolla, por supuesto, en el Romanticismo. Un solo texto español será suficientemente claro. Bécquer quiere escribir un himno

con palabras que fuesen a un tiempo

suspiros y risas, colores y notas.

El procedimiento se consagra definitivamente a fines del siglo XIX, con los poetas simbolistas. Baudelaire explica así el sentido de las correspondencias: «Es admirable, ese inmortal instinto de lo Bello que nos hace considerar la Tierra y sus espectáculos como una apariencia, como una correspondencia del cielo. La sed insaciable de todo lo que está más allá, y que revela la vida, es la prueba más evidente de nuestra inmortalidad. A la vez, por la poesía y a través de la poesía; por la música y a través de la música: así es como el alma entrevé los esplendores situados detrás de la tumba». Así, el poeta tendrá que captar intuitivamente esas misteriosas correspondencias «para alcanzar una parte de ese esplendor» sobrenatural.

El ideal de las correspondencias sensibles lo expresa Baudelaire en su famoso soneto:

La Nature est un temple oú de vivants piliers

Laissent parfois sortir de confuses paroles:

L'homme y passe á travers des forets de symboles

Qui l'observent avec des regards familiers.

 

Comme de longs échos qui de loin se confondent

Dans une ténébreuse et profonde unité

Vaste comme la nuit et comme la clarté.

Les parfums, les couleurs et les sons se répondent.

 

Il est des parfums frais comme des chairs d'enfants,

Doux comme les hautbois, verts comme les prairies,

—Et d'autres, corrompus, riches et iriomphants,

 

Ayant l'expansion des choses infinies,

Comme l'ambre, le musc, le benjoin et  l'encens,

Qui chantent les transports de l'esprit et des sens.

Todo esto, además de espléndida poesía, fue novedad revolucionaria de una escuela y ha pasado después a convertirse (como tantas veces sucede con las innovaciones artísticas) en adquisición permanente, recurso puesto a la disposición de los poetas de todas las escuelas y que sigue hoy vigente.

No cabe olvidar tampoco, aunque hoy se suele limitar su importancia, el famoso poema de Rimbaud sobre las vocales, que comienza así:

A noir, E blanc, I rouge, U vert, O bleu: voyelles,

Je dirai quelque jour vos naissances latentes.

Con estas asociaciones sorprendentes, Rimbaud nos invita a seguirle por el camino misterioso de las sinestesias. Todo esto puede sonarnos hoy a un poco pasado, pero no cabe negar su valor experimental ni su importancia histórica en el proceso de la poesía contemporánea.

Frecuentes son también las interpretaciones poéticas de los temas pictóricos. Recordemos, por ejemplo, que para Góngora, El Greco «dio espíritu a leño, vida a lino». Sin hacer ningún recorrido histórico, que sería enfadoso, no cabe olvidar que, en la poesía española contemporánea, tiene gran importancia lo que Guillermo Díaz—Plaja ha denominado «línea culturalista».

Solamente dos ejemplos ilustres. El libro Apolo, de Manuel Machado, se subtitula Teatro pictórico, y, en su primera edición, cada uno de los poemas aparece como «explicación» de un cuadro concreto, cuya estampa se reproduce al lado. El acierto descriptivo, plástico, del poeta es innegable en su famosa glosa del Felipe iv de Velázquez.

Es pálida su tez como la tarde.

Cansado el oro de su pelo undoso,

y de sus ojos, el azul, cobarde.

No es sólo hacer «literatura» decir que el poeta está «pintando» con palabras. De hecho, el escritor se ha fijado en un detalle pictórico que expresa con gran elegancia la psicología del personaje y logra traducirlo a poesía:

Y en vez de cetro real, sostiene apenas

con desmayo elegante, un guante de ante

la blanca mano de azuladas venas.

Lo curioso es que ese detalle del guante se da en otros retratos velazqueños (el del infante don Carlos, por ejemplo), pero no precisamente en el de Felipe IV. No importa, claro. Eso prueba—por si hiciera falta— que el poeta no es un puro «ilustrador» literal, y que, conscientemente o no, ha incorporado un elemento plástico cuya eficacia para caracterizar la psicología del personaje es evidente.

Otro ejemplo magistral, inolvidable, es el de A la pintura (Poema del color y la línea), de Rafael Alberti, pintor él también, de gran sensibilidad plástica. Quizá resulta especialmente interesante cuando canta a los pintores contemporáneos, protagonistas de una aventura estética cercana a la de Alberti. Así, Picasso:

La fábrica de Horta de Ebro.

La Arlesiana.

El modelo.

Clovis Sagot.

El violinista.

(¿Qué queda de la mano real, del instrumento,

del sonido?

Un invento,

un nuevo dios, sin parecido.)

Entre el ayer y el hoy se desgaja

lo que más se asemeja a un cataclismo...

Y el propio Picasso era escritor también, como Oskar Kokoschka o Miguel Ángel.

Pero no nos perdamos con ejemplos, por muy, atractivo que resulte glosarlos. Enunciemos una pequeña conclusión provisional: la correspondencia entre lo lírico y lo pictórico no debe ser recusada a priori—, el problema será, como señaló certeramente Guillermo de Torre, intentar superar la pura comparación exterior para adentrarse en la estructura y en el espíritu del arte que se toma como eje, alcanzando así sustantividad estética. Por supuesto, en muchos casos esto no llega a suceder, pero eso no debe bastar para descalificar por principio cualquier intento.

Si la poesía se ha inspirado con frecuencia en cuadros, esculturas o composiciones musicales, no menos real es el caso contrario: la pintura o música que tienen temas literarios. ¿Cómo comprender a Schubert o Schumann al margen de la letra de los lieder que eligen; a Wagner o Strauss sin tener en cuenta a Nietzsche y Schopenhauer; a Mahler al margen, entre otras cosas, de la poesía china? En nuestro país, los trabajos de Federico Sopeña y Enrique Franco muestran bien esta unión de música y literatura.

Por otra parte, dentro de la historia del arte ha surgido un movimiento de sumo interés (citemos sólo el nombre de Panofsky) que estudia el sentido conceptual y simbólico de las obras de arte, su «iconología», relacionándolas también con la literatura.

Muchos efectos literarios no sólo recuerdan sino que, probablemente, están inspirados en la pintura contemporánea. Así, el tipo de descripción de Pereda hay que relacionarlo con los paisajes decimonónicos (Montesinos), y Galdós se ve influido por los grandes cuadros de tema histórico (Hinterhauser), lo mismo que Pedro Antonio de Alarcón (Baquero Goyanes).

Otro tipo de cuestiones es el que se plantean al preguntarse por los efectos musicales. Por supuesto, la poesía puede utilizar sistemáticamente una serie de recursos (rima, aliteraciones...) que permiten ese acercamiento.

En un estudio clásico, Dámaso Alonso ha señalado el valor musical de versos como éstos de Garcilaso:

en el silencio sólo se escuchaba

un susurro de abejas que sonaba.

O el valor significativo y musical, a la vez, de San Juan de la Cruz:

uno no sé qué que quedan balbuciendo.

En esta línea, recordamos lo que significan las series rítmicas del Romanticismo. Por ejemplo, las que hallamos al final de El estudiante de Salamanca, de Espronceda, disminuyendo progresivamente la longitud de los versos, con la variación de ritmo que eso trae consigo:

...la frente inclina

sobre su pecho,

y a su despecho,

siente sus brazos

lánguidos, débiles,

desfallecer.

Y vio luego

una llama

que se inflama

y murió;

y perdido,

oyó el eco

de un gemido

que expiró.

Tal, dulce

suspira

la lira

que hirió,

en blando

concepto,

del viento

la voz,

leve,

breve

son.

Hemos visto la sucesión de versos de cinco, cuatro, tres y dos sílabas, hasta llegar al mínimo posible en nuestra métrica: un verso, «son», de una sola sílaba, equivalente a dos sílabas métricas.

El ritmo contrario, de versos cada vez más largos, nos lo ofrece, por ejemplo, Gertrudis Gómez de Avellaneda en su poema «La noche de insomnio y el alba». Veamos sólo el comienzo:

Noche

triste

viste

ya,

aire,

cielo,

suelo,

mar.

Mirando

del mundo

profundo

solaz,

esparcen

los sueños

beleños

de paz.

Y se gozan

en letargo...

Como se ve, se va pasando de la medida inicial de dos sílabas a tres, cuatro, etc., hasta llegar, al final del poema, a versos de dieciséis sílabas. Así, toda la composición responde al principio musical del «crescendo». Para subrayar el clima musical romántico, el subtítulo del poema es «Fantasía». Por supuesto, todo poema debe leerse en voz alta, pero éstas series rítmicas, más aún, de modo inexcusable. Viendo su disposición gráfica y oyendo su musicalidad, no resulta difícil imaginar las manos del pianista sobre el teclado, haciendo «estudios» (los de Chopin o Listz, por ejemplo) en los que el virtuosismo sea la cara más patente del hondo sentimiento.

Un poco después, la poesía de Verlaine basa su poder de sugestión en los efectos musicales: rima evocadora, aliteraciones, verso impar, sintaxis emocional que parece transcribir las inflexiones de la voz... En su Arte poética proclama como principio tajante: «De la musique avant toute chose». Y lo lleva a la práctica con resultados musicalmente tan espectaculares como éste:

Les sanglots longs

Des violons

De l'automne

Blessent mon coeur

D'une langueur

Monotone.

Tout suffocant

Et bléme, quand

Sonne l'heure

Je me souviens

Des jours anciens

Et je pleure,

Et je m'en vais

Au vent mauvais

Qui m'emporte

Deça, delá

Pareil á la

Feuille morte.

Aquí, por supuesto, los efectos musicales están expresando por sí mismos, además del significado de las frases, la melancolía del poeta.

No hace falta insistir en que el Modernismo realiza una revolución métrica (versos, estrofas, ritmos) que significa, ante todo, potenciar y multiplicar los efectos musicales. Recordemos, simplemente, el ritmo nuevo del famoso verso de Rubén:

¡Oh, Sor María! ¡Oh, Sor María! ¡Oh, Sor María!

Y el virtuosismo rítmico, con «crecendo» y «ritardando», de un fragmento de la Marcha triunfal:

Ya pasa los arcos ornados de blancas Minervas y Martes.

Los arcos triunfales en donde las Famas erigen sus largas trompetas,

la gloria solemne de los estandartes,

llevados por manos robustas de heroicos atletas.

Se escucha el ruido que forman las armas de los caballeros,

los frenos que mascan los fuertes caballos de guerra,

los cascos que hieren la tierra

y los timbaleros,

que el paso acompasan con ritmos marciales.

¡Tal pasan los fieros guerreros

debajo los arcos triunfales!

Pasando a otro punto, al establecer paralelismos entre la literatura y bellas artes cabe limitarse a las impresiones semejantes que producen en un buen aficionado: así, un poema de John Donne evocará en mi ánimo, seguramente, el mundo de los madrigalistas ingleses. Del mismo modo, los sainetes de don Ramón de la Cruz parecen pertenecer al mismo clima espiritual y estético de los cartones para tapices de Goya y de las tonadillas escénicas.

El problema surge cuando no queremos quedarnos en la pura impresión subjetiva, sino que deseamos profundizar y concretar más. Cabe, entonces, atender a las intenciones y teorías estéticas de los artistas. Sin embargo, el procedimiento sigue siendo arriesgado: muchas veces, la intención no corresponde al resultado, y el gran artista desbarra cuando intenta extraer una teoría de su creación.

Con frecuencia, además, el desarrollo estilístico de las distintas artes no coincide en su cronología. Pensemos, como ejemplo gráfico, que los autores tenidos habitualmente por «clásicos», en música, son los románticos: Beethoven, Schubert, Schumann, Chopin, Brahms...

Es posible, entonces, establecer comparaciones entre las artes a base de su común fondo social y cultural, refiriéndose al «espíritu de la época». No cabe olvidar, sin embargo, que estaremos recurriendo, en ese caso, a una vía indirecta y externa, en vez del análisis de las obras de arte concretas, con sus singularidades formales y de contenido.

Llegados a este punto, parece necesario volver a referirse al problema de los estilos, y, en concreto, a la teoría de Wólfflin, uno de los estudios capitales que ha producido la historia del arte en nuestro siglo. Distingue este crítico el arte renacentista del barroco mediante una serie de parejas de contrarios: el arte renacentista es lineal, mientras que el barroco es pictórico; el primero emplea una forma cerrada, el segundo prefiere una forma abierta; a la pintura plana se opone la pintura en profundidad; las obras renacentistas son múltiples, las barrocas están unificadas; las primeras son claras, las segundas, relativamente confusas.

Pese a los muchos reproches que todo esto ha suscitado, no cabe negar que, en un momento histórico, las parejas de conceptos que acuñó W8lfflin han sido verdaderamente fecundas en la crítica del arte. Por ello, desde muy pronto (la primera edición alemana es de 1915), se intentó trasladarlas a la literatura: Walzel y Stricht las aplicaron a las literaturas alemana e inglesa; en una serie de trabajos, Federico Sánchez Escribano trató de mostrar su utilidad en el campo de la comedia clásica española.

El empeño, de todos modos, no deja de plantear graves cuestiones. En general, no cabe pensar en un «sistema de las artes» que sea conceptualmente satisfactorio por completo. El sentido mismo de la forma artística puede trazar determinados límites a un arte. Históricamente hablando, la órbita de poder de cada arte (su hegemonía o no, su influencia sobre las demás artes) cambia con el tiempo. Todo ello por no detenerse en el tema de los graves desajustes cronológicos que se producen al pasar de una esfera artística concreta a otra; o, del mismo modo, la extrañeza que nos produce el hecho innegable de que ciertas épocas y naciones son muy fecundas en algún arte, pero estériles o mediocres en las restantes.

No faltan los estudiosos españoles que se hayan ocupado de las relaciones entre la literatura y las demás artes. Así, Moreno Báez comparó la Égloga Primera de Garcilaso con obras como el Palacio de Carlos V en la Alhambra, la catedral de Granada, «La Escuela de Atenas» de Rafael, las fachadas del Hospital de la Sangre en Sevilla y del Hospital Tavera en Toledo. Del mismo modo, señaló el carácter manierista de Ginés Pérez de Hita, los rasgos románicos del Cantar del Mio Cid y el estatismo renacentista (según las categorías de Wölfflin) de la Diana de Montemayor.

No cabe olvidar tampoco los trabajos de Emilio Orozco, al relacionar la poesía mística y la pintura, o al delimitar los conceptos de manierismo y barroco, con aplicación a textos españoles.

No es cuestión de acumular aquí referencias bibliográficas sino, sencillamente, de mostrar que este método ha suscitado el interés de los investigadores españoles y ha sido aplicado con fruto a las obras de nuestra literatura. Modestamente he de añadir que, al ocuparme de la novela contemporánea, he señalado cómo, a mi modo de ver, no cabe entenderla adecuadamente sin tener en cuenta sus conexiones con las artes plásticas, la música y, de modo muy especial, el arte de nuestro tiempo, el cine.

Quiero concluir ya, señalando que el peligro evidente de este tipo de trabajos es que se prestan a los paralelismos puramente subjetivos, que caen más cerca del ensayismo que de la verdadera crítica. En todo caso, eso no bastaría para descalificarlos si consiguieran iluminar efectivamente (aunque sea de manera asistemática, poco científica) la obra literaria de que se trate. El peligro son los paralelismos fáciles, baratos, convertidos en lugares comunes o traídos por los pelos.

Pero no siempre tiene que ser así. Cuando, por ejemplo, Azorín nos dice que Miró «con pinceladas pequeñitas va pintando el mundo», alude claramente a una técnica impresionista que existe realmente, en el texto literario, y que puede servirnos para comprender mejor el peculiar arte descriptivo de Gabriel Miró.

Cada una de las artes, por supuesto, posee su objetivo, sus medios propios, su estructura interna de elementos, su evolución, sus condicionamientos técnicos peculiares. Es indudable, también, que se relacionan de modo constante, pero esto no hay que entenderlo de un modo mecánico, sino, como señalan sensatamente Wellek y Warren, «más bien como complejo esquema de relaciones dialécticas que actúan en ambos sentidos, de un arte a otro y viceversa, y que pueden transformarse completamente dentro del arte en que han entrado».

Así, se tratará de respetar, a la vez, la peculiaridad de cada parcela artística (arte, época, país, individuo creador) y la unidad profunda de la creación humana, de la aventura estética, sin reducir a esquemas demasiado simples la complejidad indudable del proceso histórico. Y sin caer, tampoco, en el «bárbaro especialismo», pues el fenómeno literario se encuadra, sin duda, dentro de unas amplias coordenadas estéticas e históricas.

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