LA SOBERANÍA BORROSA: LA DEMOCRACIA

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Francisco J. Bastida
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I. Por una teoría borrosa del derecho.
 

II.  La soberanía borrosa del ordenamiento y la democracia.
1. Soberanía y positividad lato sensu. El ordenamiento jurídico como sistema borroso. 2. La soberanía del ordenamiento y la democracia como principio de autorreferencialidad y positividad. La constitución (democrática) sin soberano.
 

III. La titularidad colectiva de la soberanía y la democracia

. 1. La función negativa de la soberanía colectiva como garantía del genérico  Estado de derecho. Su incidencia en la borrosidad del sistema jurídico. 2.La función "afirmativa externa" de la soberanía nacional y la incertidumbre sobre la identidad del sistema jurídico. No hay democracia sin derecho. 3. ¿Soberanía popular versus Estado democrático de derecho?. La soberanía popular como función programadora de la democracia en el sistema jurídico.
 

IV. Del titular de la soberanía al titular de la democracia.

1. La nación como ineluctable unidad de destino. Igualdad sustancial y unidad social homogénea. 2. El pueblo como ciudadanía. Las generaciones vivas. Igualdad formal y  sociedad heterogénea. A) La democracia como ampliación del planteamiento liberal. B) Democracia radical, ciudadanía y soberanía. C) Democracia, soberanía y sufragio múltiple.
 

V. La reconstrucción del soberano democrático. Los derechos fundamentales como fragmentos de soberanía.

1. La relación entre libertad e igualdad. Abstracción jurídica, dignidad humana y forma de Estado. 2. La unanimidad como expresión de proporcionalidad extrema. Los derechos fundamentales como fragmentos de soberanía. 
 

VI. Soberanía, democracia pluralista y principio de la minoría

1. La democracia y el principio de la minoría. El individuo como minoría. 2.   Las minorías como heterogeneidad y no como excepción a la homogeneidad social.  3. Minorías y proceso de deliberación: unanimidad-proporcionalidad. 4. Minorías y proceso de decisión. El principio y la regla de la mayoría.

VII. La tecnodemocracia y la soberanía electrónica. La pérdida de identidad del sistema democrático.

VIII. Reforma constitucional y democracia.

1. El titular del poder de reforma constitucional. 2. El objeto de la reforma. 3. Procedimiento de reforma.
 

I. Por una teoría borrosa del derecho

 

             El título de este trabajo quiere llamar la atención sobre una manera diferente de enfocar el debate de la relación entre soberanía y democracia. En realidad, desea apuntar más allá, pues en la tesis que aquí se va a mantener subyace una concepción general del derecho que se aparta de un positivismo basado en la clásica lógica aristotélica de raíz binaria (A/no A), para fundamentarse en una lógica "borrosa" de la teoría de conjuntos (1), de acuerdo con la cual los conjuntos son borrosos y la adscripción  a los mismos es una cuestión de grado. El ordenamiento jurídico se entendería, así, como un sistema "borroso", formado por  conjuntos de reglas borrosas.
 Está por hacer una teoría "borrosa" del derecho
(2) y no es precisamente este el momento para adentrarse en tamaña empresa. Sin embargo, parece conveniente exponer  algunas ideas que  ilustren lo que deberían ser sus líneas maestras para, de este modo, poder tener una visión más completa de lo que se pretende afirmar. Como se acaba de decir, la lógica borrosa se basa en la idea de que todo es cuestión de grado, incluso la verdad. Las reglas relacionan conjuntos borrosos ("velocidad", "temperatura", "altitud", "ventas", "precios", "igualdad", "libertad" etc.) y  los cúmulos de ellas forman, a su vez,  conjuntos de reglas borrosas. La pertenencia a un conjunto no se resuelve en una bivalencia afirmativo/negativo, sino que es un asunto de mayor o menor correspondencia o afinidad. Un  sistema borroso está constituido por conjuntos de reglas borrosas cuyas entradas activan las reglas en cierto grado para dar las respuestas más adecuadas. Cuanto mayor sea la afinidad de la entrada con el supuesto de la regla, tanto más se activará la  consecuencia prevista en la regla. Pero además, se acaba de decir, en un sistema borroso no se activa sólo una regla ante un estímulo determinado, sino que se activan muchas a la vez, unas en mayor grado que otras. La respuesta del sistema se traduce en un "promedio ponderado borroso", que consiste en  el punto de equilibrio resultante de relacionar las intensidades manifestadas, respectivamente, por cada una de las reglas activadas. De esta forma se elimina ( se reduce al máximo, para ser más exactos) la borrosidad, a falta de un afinamiento mayor del sistema o de una posterior supervisión de la operación ponderativa para verificar si ésta se hizo correctamente o no.
             La teoría es más compleja de lo que se acaba de exponer, pero lo dicho basta para comprender el interés que puede tener su aplicación al campo del derecho. En apariencia, el ordenamiento jurídico se rige por  categorías binarias, la validez (válido/no válido) y la aplicabilidad (aplicable/no aplicable). Así lo enseña el positivismo lógico, que responde a la lógica matemática de ceros y unos o a la simbólica de negro y blanco, tertium non datur.  Sin embargo, es posible analizar estas categorías desde una lógica borrosa, de manera que el 0 y 1, el negro y el blanco, sean los valores o casos extremos de una línea gris (conjunto borroso
(3)). La Constitución es un conjunto de grises que tras una interpretación sistemática se le "reconoce" un valor blanco de cara a las normas inferiores (y a la propia reforma de la constitución), pero la pertenencia de éstas al ordenamiento  no se mide por su blancura extrema, sino más bien por su no alejamiento irrecuperable del blanco constitucional, o sea, mientras no caigan en el gris oscuro próximo al negro en donde la sanción es al ciento por ciento inevitable. Principios como los de conservación de actos, elección de la interpretación que salve la constitucionalidad de la norma, congruencia, no contradicción, etc. presuponen la borrosidad y sitúan la validez no en el criterio binario de la identidad/no identidad, sino en el de la fidelidad o mejor dicho, en el de la "no infidelidad" de la norma o acto enjuiciados con la norma supuestamente transgredida. Entre la declaración de inconstitucionalidad y la de constitucionalidad hay la gama de grises de "la constitucionalidad por ausencia de una manifiesta infidelidad jurídica a la norma fundamental". Además, donde hoy no se aprecia infidelidad, mañana puede que sí.
             Las diferenciaciones entre enunciado  y norma, entre principio y regla, expresan la necesidad que tiene un sistema legal  complejo de operar con conjuntos jurídicos borrosos al objeto de adaptar de manera más adecuada sus respuestas a supuestos cada vez más heterogéneos y llenos de matices. El estudio del sistema judicial de Estados Unidos es la prueba de lo que aquí se sostiene. Su confirmación son  las transformaciones y distorsiones  habidas en la jurisdicción constitucional europea para romper los rígidos moldes del modelo austríaco
(4), basado en esquemas kelsenianos de binariedad (5).
              La utilidad de una teoría borrosa estriba en que no es preciso un lenguaje matemático para explicar el funcionamiento de un sistema, ya que el instrumento de computación son palabras, no números. Las palabras encierran una borrosidad susceptible de matiz y gradación y las reglas que surgen de relacionar un conjunto borroso con otro, no son fruto de una lógica matemática, sino del sentido común, y el sentido común  es vago y borroso, o sea, opera como una lógica borrosa. En una concepción binaria, para que su carácter bivalente no se altere, se califica como "excepción" a un supuesto que, perteneciendo al conjunto de supuestos objeto de una regla, queda excluido de su aplicación o, al revés, a un supuesto que, sin pertenecer a ese conjunto,  se rige por dicha regla. En una concepción borrosa no hay excepciones. La excepción  es también una regla borrosa que se activa junto con las demás del sistema.
             Si se analiza el funcionamiento de un sistema jurídico se puede comprobar que se guía por esta lógica y cualquiera que estudie el proceso de creación-aplicación del derecho y abstracción-concreción de normas, percibirá los "pedazos de sentido común jurídico" que se insertan o se desean insertar en cada operación de ese proceso para que el sistema la reconozca en una medida suficiente como para no rechazarla. Se trata de un sentido "común" en la medida en que participa de lo que "en común"  ponen  dos conjuntos borrosos que se relacionan. La observación es más evidente en la jurisprudencia. La necesidad de motivar las sentencias obliga a reducir la borrosidad a base de  elaborar muchas reglas borrosas, muchos pedazos de ese sentido común, de manera que cuantas más haya y se activen, el resultado (promedio ponderado borroso) será más preciso, más ajustado. El conocimiento de cada caso concreto hace que surjan más reglas menos borrosas.  El problema es que cuantas más existan, más difícil será operar con todas a la vez, y si, por ejemplo, es un juez (una persona, no una máquina) el que tiene que hacer uso de ellas, sólo empleará una mínima parte, porque no es fácil recordarlas e incluso puede que, por falta de  memoria o  conocimiento, se contradiga con reglas previamente formuladas por él o por tribunales superiores
(6). Por otra parte, el que se formulen  más reglas menos borrosas significa que los pedazos de sentido común jurídico insertos en cada una son más pequeños y se distancian del sentido común jurídico general que está presente cuando, por falta de datos, la relación de dos conjuntos borrosos se resuelve en pocas reglas muy borrosas. En otras palabras, con multitud de reglas borrosas (casuismo) se corre el riesgo de perder de vista ese principio de sentido común jurídico que, precisamente por ser muy borroso, se  acerca toscamente  a los detalles del caso concreto, pero abarca en general la borrosidad de los conjuntos que en él se relacionan. Sin embargo, sin abundantes reglas borrosas no es posible que el sistema jurídico dé respuestas a sociedades cada vez más complejas. Es un problema de equilibrio entre la identidad del sistema y su necesidad de adaptación al medio (7).
             Se acaba de decir que la observación es  más evidente en la actividad jurisdiccional, pero  se percibe también en la frontera del ordenamiento jurídico con el medio social, o sea en la constitución y en las normas de reforma constitucional. La separación entre lo políticamente posible y lo jurídicamente lícito (función que cumple la constitución) no es una raya nítida. No sólo es un problema del carácter abstracto de los conceptos que se empleen (dignidad, democracia, federalismo, etc, susceptibles en mayor o menor medida de diversas concreciones)
(8), y que afecta a la positividad del ordenamiento, o sea, a su contenido material, a qué es constitucional y qué no. Se refiere también a un problema de identificación del ordenamiento jurídico como tal, a su validez formal, es decir a saber en virtud de qué y cuándo un ordenamiento es ordenamiento. Aquí topamos ya con la soberanía.

 

II.  La soberanía borrosa del ordenamiento y la democracia.
 
            Parece contradictorio apuntar  un "enfoque" desde la" borrosidad" y más, si cabe, cuando se tacha de borroso un concepto como el de soberanía, caracterizado siempre -cualquiera que sea su referencia y contenido concretos- por cualidades  absolutas: poder "originario", "único", "indivisible", "supremo", "perpetuo", según las clásicas características acuñadas por Bodino, o sea, el todo frente a la nada, sin posibilidad de matiz alguno; en suma,  el ejemplo perfecto de la binariedad. Sin embargo, esta rotundidad con la que se habla de la soberanía y, en general, del ordenamiento jurídico - de su categoría central, la validez- corresponde a la descripción de una realidad jurídica que no es tan diáfana como se quiere presentar. Algo tan elemental como la existencia misma del ordenamiento jurídico en el sistema social, su eficacia, es una cuestión que no cabe responder en términos de blanco o negro. La eficacia es una cuestión de grado.  En un proceso de  ruptura constitucional, saber qué ordenamiento está vigente depende en primer término del grado de eficacia que demuestren tener los dos ordenamientos en pugna. ¿Cuándo un ordenamiento jurídico deja de estar vigente por falta de eficacia? ¿Cuándo se puede decir que ya no hay "suficiente" eficacia? O, por contra, ¿cuándo unas normas alcanzan una eficacia  tal que permite interrogarse sobre el carácter jurídico de las mismas?. La regla que formule esa relación tiene que estar expresada en términos de borrosidad. El hecho de que únicamente en circunstancias excepcionales se produzca la necesidad de plantear esa pregunta no elimina ni convierte en prescindible  dicha regla.
 
        1. Soberanía y positividad lato sensu. El ordenamiento jurídico como sistema borroso.
 
            La soberanía sólo tiene pleno sentido jurídico como cualidad del ordenamiento, por cuanto expresa la doble dimensión de su positividad lato sensu: la autorreferencialidad
(9) normativa (el ordenamiento regula su propio cambio) y  la positividad propiamente dicha (posibilidad ilimitada de creación jurídica: capacidad para  regular cualquier materia y determinar su ámbito personal y espacio-temporal de vigencia). Sin embargo, esa cualidad no tiene por qué ser absoluta y la prueba está en que ningún ordenamiento es jurídicamente soberano al ciento por ciento. Sin necesidad de entrar ahora en el problema del poder de reforma constitucional y sus límites, baste decir cómo la autorreferencialidad de los ordenamientos jurídicos de los países de la Unión Europea se ha visto afectada por la integración en esta organización supranacional. Los debates en términos jurídicos, y no sólo políticos, sobre la "cesión de soberanía", las piruetas argumentales de  los respectivos tribunales constitucionales para hacer compatible la primacía del ordenamiento comunitario con la supremacía de la constitución, la existencia de preceptos constitucionales como el art. 92 de la Constitución holandesa (que configura la firma de tratados como procedimiento de reforma constitucional) o los arts. 23 y 79 de la Ley Fundamental de Bonn (que permiten la reforma constitucional por decisión de organismos comunitarios siempre que no afecte al núcleo intangible de la Ley, lo cual no significa que se reserve a la soberanía alemana ese reducto de materias, ya que su contenido es indisponible también para el poder de reforma estatal federal), etc.  reflejan que la autorreferencialidad de los ordenamientos jurídicos no es una cualidad absoluta cuya degradación, por pequeña que sea, comporte ya ausencia de identidad del sistema jurídico, carencia de soberanía.
  Lo mismo puede decirse de la otra característica de la soberanía, la positividad del sistema jurídico, que se ve disminuida cuando se establecen cláusulas de intangibilidad que impiden que la reforma constitucional pueda versar sobre determinadas materias. En tal caso, la capacidad de regulación normativa deja de ser materialmente ilimitada, pero no por ello desaparece la positividad del ordenamiento, su capacidad jurídica de incidir y transformar el medio social. Es curioso que doctrinalmente se acepta sin grandes aspavientos la positividad borrosa, o sea, que un ordenamiento jurídico no deja de serlo por el hecho de que su constitución contenga cláusulas de intangibilidad (art 79.3 de la Ley Fundamental de Bonn, art. 139 de la Constitución italiana, art. 89 de la Constitución francesa, art. 288 de la Constitución portuguesa, etc.), pero no se admite la idea de autorreferencialidad borrosa. Quizá la explicación esté en que gran parte de la doctrina sitúa el núcleo irreductible de la soberanía en la autorreferencialidad, no en la positividad, y no acepta concebirlo en otros términos que los de binariedad. En esto no sólo influye el positivismo lógico de corte aristotélico, ya mencionado; también la concepción de la soberanía como atributo de un sujeto (la soberanía del pueblo alemán, de la nación española, etc). El argumento podría ser que, mientras que el sujeto preestablecido sea el titular de la soberanía y el poder de reforma constitucional resida en sus representantes, la autorreferencialidad estará asegurada y, por tanto, la soberanía del ordenamiento. Sin embargo, la autorreferencialidad no es una cadena biológica de ADN identificada en  un sujeto, de modo que "se cumple o no se cumple". La capacidad del ordenamiento jurídico para institucionalizar su propio cambio (autorreferencialidad) padece siempre que se recorte la posibilidad de reformar los cauces orgánico-procedimentales a través de los cuales se lleva a cabo la producción jurídica. Esta restricción puede tener un origen diverso: cláusulas de intangibilidad que directamente establecen esa limitación (p. ej., prohibición de la reforma de las normas de revisión constitucional) o indirectamente (p. ej., prohibiendo la existencia de partidos políticos cuya presencia en el parlamento pudiese abrir  la oportunidad de  un indirizzo constitucional no deseado por el constituyente). En estos casos no hay un cambio ni una quiebra de la titularidad de la soberanía, no se ha transferido a un sujeto externo, pero hay una merma evidente de la autorreferencialidad y, en término de sujetos, se produce un debilitamiento de la capacidad de decidir quién puede llevar a cabo en el futuro la reforma constitucional
             En suma, la soberanía como cualidad del ordenamiento no es un atributo absoluto, no es una cualidad binaria (soberano/no soberano, tertium non datur). Por contra, es mensurable, porque la existencia de un ordenamiento jurídico, su diferenciación del medio social -al que pertenecen otros sistemas sociales (de orden político, moral, etc.) y  otros ordenamientos jurídicos (externos)- es una cuestión de grado. La pregunta de si, por ejemplo, el ordenamiento jurídico español es soberano hay que reformularla en el sentido de qué nivel de autorreferencial y de positividad sigue manteniendo y  qué grado de traslación de la referencialidad jurídica del ordenamiento a normas  externas hace difícil  seguir identificando al ordenamiento español como un ordenamiento con entidad independiente y diferenciada de otros ordenamientos. En el caso de cláusulas relativas a una disminución de su positividad, la pregunta será en qué medida el cierre del sistema -negando la posibilidad jurídica de prescindir de determinados contenidos o de acceder a otros-  afecta de manera decisiva a la pervivencia del ordenamiento. El jurista debe estudiar la entropía borrosa del sistema jurídico, o sea, debe medir su grado de borrosidad y sacar conclusiones de esa incertidumbre que es consubstancial al mismo. Sin duda, la borrosidad aumenta cuanta menos autorreferencialidad y positividad haya. Pero no por ello el ordenamiento jurídico deja sin más de serlo. Sólo es menos soberano; pierde en capacidad de adaptación y gana (en principio) en estabilidad. El problema es qué sucede cuando, por los cambios surgidos en el medio social, esa estabilidad decrece y el sistema se encuentra con aquella mermada capacidad de adaptación, quizá insuficiente para hacer frente a las nuevas demandas.
 

        2.- La soberanía del ordenamiento y la democracia como principio de autorreferencialidad
        y positividad. La constitución (democrática) sin soberano.
 
            La soberanía no está ligada a una determinada organización del proceso de creación jurídica, pero no cabe duda de que adoptar una u otra influye en la soberanía del ordenamiento, o sea, en su mayor o menor grado de autorreferencialidad y positividad. Pues bien, la democracia es el principio estructural con mayor capacidad de  impeler esas cualidades en el sistema jurídico. La razón de esa potencialidad está en que la democracia concentra en su esencia esas mismas cualidades que el ordenamiento jurídico precisa para ser soberano
(10).  La democracia implica autorreferencialidad  (autogobierno) y positividad (todo es mudable si se decide por el procedimiento de autogobierno). La decisión democrática comporta reglas, un sistema jurídico;  por tanto, la  soberanía popular, que es la idea que late tras la democracia, no se puede organizar sin derecho, lo cual entraña la necesidad de trasladar la soberanía del pueblo al sistema jurídico para organizar desde él el ideal democrático que en ella subyace de autorreferencialidad y positividad. No otra era la preocupación de J. J. Rousseau cuando se planteaba el problema de cómo "hallar una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común a la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a  todos, no obedezca más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes" (11). La solución no está en su Contrato social, como de forma brillante demostró  Carré de Malberg (12), pero sí en una  afirmación -lo más intensa posible- de la positividad lato sensu del sistema jurídico, porque en ella se encierran en abstracto las cualidades esenciales de la soberanía y de la democracia.
             La democracia organiza el sistema jurídico estableciendo vías procesales a través de los cuales puedan acceder al sistema el mayor número de diferentes expectativas surgidas en el medio social y  tengan, así,  la posibilidad de convertirse en respuestas normativas, en "voluntad general". Ello implica normas orgánico-procedimentales y sustantivas que hagan fiable esa adaptación del sistema a las demandas del medio social. Obviamente, el núcleo de esas normas  lo compone la constitución y, dentro de ésta,  las cláusulas de reforma constitucional. En consecuencia, el ideal democrático se plasma en una ausencia de límites materiales a la reforma, de manera que cualquier demanda social sea susceptible de tramitación y respuesta jurídicas (positividad democrática a través de los principios de libertad e igualdad)  y en un procedimiento de revisión  constitucional concebido como cauce de esas expectativas y no como un límite a las mismas
(13) (autorreferencialidad democrática a través del principio de la mayoría). El ideal del ordenamiento jurídico como sistema  coincide en su esquema con el ideal democrático: capacidad de cualquier respuesta a cualquier estímulo del medio (positividad) y producción de las respuestas a partir de los instrumentos  arbitrados en el propio sistema jurídico (autorreferencialidad constitucional). Con el principio democrático el sistema jurídico se reafirma como sistema. La soberanía popular, en cuanto principio democrático de autogobierno, es garantía de la soberanía del ordenamiento (expresada en esas dos cualidades) y la soberanía del ordenamiento jurídico, en cuanto sistema autorreferencial, es un instrumento especialmente adecuado para garantizar la soberanía popular. Esto explica que en los Estados democráticos los problemas de soberanía se planteen, más que en términos de soberanía, en términos de democracia.
             En efecto, la crítica a la construcción de la unión europea se basa sobre todo en el "déficit democrático" que se observa en el proceso de integración. La "cesión de soberanía" constituye una disminución de la  autorreferencialidad y positividad del sistema jurídico "nacional" en la medida en que palidece la autorreferencialidad y positividad ínsitas en el principio estructural democrático
(14). El llamado "déficit constitucional de la integración europea" (15) pone de manifiesto la relevancia jurídica del déficit democrático, pues no se trata únicamente de un problema de legitimidad política. Esto significa que para solventar el citado déficit no basta con una revisión constitucional que permita transferir a organizaciones internacionales competencias estatales que afecten a elementos claves de la autorreferencialidad del sistema; no es suficiente la interiorización o constitucionalización de ese proceso de debilitamiento de la autorreferencialidad del sistema. Es preciso saber, además,  cómo queda tras esa reforma la autorreferencialidad democrática (16).
             El mismo razonamiento se puede aplicar a los procesos de secesión. La sentencia del Tribunal Supremo de Canadá, de 20 de agosto de 1998,  sobre la autodeterminación de la provincia de Québec plantea el problema de la ruptura de la soberanía canadiense en términos de democracia
(17).
             La relación entre soberanía del ordenamiento y democracia conduce a una última conclusión. El más alto grado de positividad lato sensu del sistema se alcanza cuando la constitución es concebida como su norma jurídica suprema y, en este sentido, puede decirse que en el ordenamiento constitucional no hay soberano, porque soberana es la constitución
(18). Sin embargo,  comoquiera que ese más alto grado se alcanza a partir de un principio democrático de organización del sistema, puede afirmarse que la constitución es soberana, suprema, sobre todo cuando es democrática, o sea, cuando aquella  autorreferencialidad anhelada por Rousseau encuentra su correspondencia jurídica en  la norma constitucional. La constitución sin soberano significa política y jurídicamente constitución democrática sin soberano (19). Garantizando la autorreferencialidad y positividad democráticas, la constitución garantiza su propia supremacía y con ella, la mayor autorreferencialidad y positividad del sistema.

 

III. La titularidad colectiva de la soberanía y la democracia
 
            Hasta aquí se ha visto la relación entre soberanía y democracia en su dimensión objetiva, como cualidad de un ordenamiento jurídico (aquélla) y como principio estructural del mismo (ésta). Sin embargo, la vinculación más clásica entre ambos conceptos se establece en un plano subjetivo, que opera como presupuesto político-ideológico de dicha  relación objetiva. Habrá que examinar en primer lugar qué sentido tiene para el sistema jurídico y cómo le afecta la asignación de la soberanía a un sujeto y, en segundo lugar, cuál es la relación entre la proclamación de la nación o el pueblo como titulares de la soberanía y la democracia.
             Desde la perspectiva de la atribución de la titularidad de la soberanía a un sujeto (rey, nación, pueblo) parece que la borrosidad se disipa y que renacen los calificativos rotundos y monolíticos: poder único, indivisible, perpetuo, etc. Sin embargo, se trata sólo de un espejismo. La soberanía únicamente tiene sentido en términos jurídicos, tanto en lo que concierne a su contenido como a su origen, y el fundamento de la soberanía siempre acaba por reconducirse a una norma (hipotética), no a un sujeto, porque, quienquiera que sea el soberano, lo es en virtud de una norma o de un hecho al que se le confiere fuerza normativa
(20). Las teorías sobre la titularidad de la soberanía tratan de explicar y fundamentar una determinada organización del proceso de creación jurídica y para ello admiten como previo lo que sólo tiene sentido a partir del derecho, es decir, presuponen un sujeto con un poder normativo que sólo puede reconocerse como tal desde el propio derecho que establece ese presupuesto (21).
 
        1. La función negativa de la soberanía colectiva como garantía del genérico Estado de
        derecho. Su incidencia en la borrosidad del sistema jurídico.
 
            Según puso Hobbes de manifiesto, el pueblo no es un sujeto autonormativo, ya que  la multitud atomizada de individuos se convierte en una sola persona, en pueblo, en virtud del pacto que cada hombre suscribe con cada hombre para crear un poder soberano ajeno que les unifique y reconduzca a unidad
(22). Casi trescientos años después, con distintas palabras pero igual sentido,  Kelsen sostendría que "la unidad del pueblo es sólo una realidad jurídica" "un sistema de actos individuales regidos por la ordenación jurídica del Estado" (23). Por tanto, el pueblo es un producto artificial, creado por el ordenamiento jurídico; éste es el soberano (goza de positividad lato sensu) y el pueblo es el objeto de tal soberanía, no su sujeto preexistente. La consideración del ordenamiento jurídico como soberano, la afirmación de su autorreferencialidad y positividad, sólo puede surgir de una suposición lógica de tal cualidad y consideración, (suposición que Hobbes articula en el pacto de sociedad y Kelsen cifra en la norma hipotética fundamental) (24).
             La tesis de la inexistencia del pueblo o nación  como entidad al margen del derecho que lo define y constituye parece perder de vista la posibilidad de ofrecer una respuesta satisfactoria a la idea de soberanía nacional/popular, clave en la construcción del Estado constitucional,  ya que, lejos de explicar en qué consiste ésta, acaba por negarla de modo explícito. Sin embargo, al entender que, en puridad, la soberanía sólo se ha de predicar del ordenamiento jurídico como sistema jurídico caracterizado por su positividad lato sensu, se consigue desplazar el análisis del problema hacia el terreno adecuado.  La cuestión debatida no se resuelve en una dialéctica que ponga frente a frente al ordenamiento jurídico y al pueblo, porque la posición lógica entre ambos (creador y objeto creado) la hace inviable. Por el contrario, la discusión cobra pleno sentido si, dentro del Estado, se plantea la cuestión de quién encarna la soberanía (o poder ilimitado de crear normas jurídicas). Aquí, ad intra, el asunto se dilucida entre "sujetos" (nación, rey y nación, etc.) que ad extra, en relación con el ordenamiento jurídico, son "objetos" de ésta. En consecuencia, el razonamiento que conduzca a la asignación de la soberanía a este o a aquel "sujeto" no deriva de ningún determinismo ontológico y natural, sino de la previa elección política de un específico punto de partida. La atribución de la soberanía es una función de esta elección, no un principio categórico. La apuesta en favor de la "nación" contenida en el art. 3 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789, ("Toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ninguna corporación ni individuo puede ejercer autoridad que no emane de ella expresamente"), no se podría entender si se ignorase su fundamento político. "Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos" (art. 1 de la citada Declaración)
(25).
             La hipótesis de que los seres humanos nacen libres y que desean seguir siendo libres en sociedad, necesariamente implica que no puede atribuirse la titularidad de ese poder a ningún individuo o grupo concreto y real, porque no habría garantía de que cumpliesen la finalidad para la que se instituye dicho poder absoluto, ilimitado e irresistible. La asignación de la soberanía sólo podrá recaer, así, en la colectividad ideal, nación o pueblo, en cuanto encarnación racional del deseo general de todos (voluntad general). Al confiarse la titularidad de la soberanía a una persona supuesta, nación o pueblo, es preciso que el ejercicio de aquella se realice por personas determinadas, que nunca podrán ser confundidas con el sujeto ficticio de la soberanía; actuarán por cuenta de la nación, como "representantes" suyos, y, al no ser soberanas, sus actos estarán sometidos a la forma y límites establecidos en el ordenamiento jurídico. En este sentido, la atribución de la soberanía a la colectividad, al indicar que nadie puede ser soberano más que la nación misma, cumple  una función "negativa"
(26)  R. Carré de Malberg, a la Théorie genérale de l'Etat, ob. cit, T. II,  pág. 177. Sobre la diferencia entre soberanía nacional y soberanía popular, véase su análisis en T. II, págs. 172 y ss.,  505 y ss. importantísima, ya que repercute en la estructuración interna del sistema jurídico; una función cuya finalidad es limitar el ejercicio del poder, manteniendo la positividad del sistema (poder ilimitado de creación jurídica). El máximo exponente subjetivo de tal positividad es el órgano de reforma constitucional (poder constituyente constituido o de revisión constitucional), que aun  teniendo la competencia para decidir sobre las demás competencias, aun pudiendo cambiar por completo la estructura y contenido del ordenamiento, está sometido en su actuación al cumplimiento del procedimiento de reforma establecido en el sistema jurídico por su norma suprema.
             Aquella función "negativa" implica no sólo la abstención de actuar los poderes constituidos como poder constituyente, sino también, según se acaba de decir, una determinada organización del ordenamiento jurídico. Si la soberanía es ad extra una cuestión de "Estado" (es decir, de ser o  no ser calificable un ordenamiento jurídico como sistema dotado de positividad lato sensu), ad intra su atribución a uno u otro sujeto es una cuestión de "Estado de derecho", en el sentido de opción por una concreta estructuración del Estado, tanto de su aparato orgánico, como del ordenamiento jurídico general que él personifica y en el que se establece la relación entre el Estado y la Sociedad
(27). Resuelta, pues,  la función "negativa" de la soberanía colectiva todo se centra desde una perspectiva jurídico-positiva en dilucidar la articulación del Estado de derecho y la elección de una u otra dependerá del concepto de libertad e igualdad del que se parta y del punto de llegada que se quiera alcanzar y aquí sí será relevante la diferencia entre lo que significa la soberanía nacional y la soberanía popular. Luego se abundará sobre ello.
             De acuerdo con este análisis la idea de nación/pueblo no introduce borrosidad en el sistema jurídico, ni en lo que se refiere a su concepto, ya que acaba por ser  una personificación de la unidad política estatal, una formalización jurídica del sujeto constituyente, ni en lo que respecta a su atributo de soberanía, ya que, como proclaman expresamente numerosas constituciones siguiendo a la francesa de 1791 (título VII, art. 1º), la nación tiene el derecho de cambiar su constitución "por los medios establecidos en la constitución misma" o sea, ejerce su soberanía jurídicamente, a través del órgano de reforma constitucional. Cosa distinta es cuando  la soberanía se predica de un sujeto histórico-político más o menos definido, la nación o el pueblo, y a él se le reserva el poder constituyente originario, cuyo ejercicio no se sujeta a normas preestablecidas. Cuando la soberanía nacional o popular no desempeña sólo una función "negativa", señalando quiénes no son soberanos, sino también una función "afirmativa externa", proclamando la soberanía de un sujeto histórico, pre-jurídico, y la posibilidad de su ejercicio inmediato (poder constituyente), las consecuencias para el ordenamiento jurídico como sistema son graves. Si la legislación positiva es un mero apéndice del derecho natural, no se puede calificar a aquél de sistema diferenciado dentro del sistema social. Si, pese a todo, se le conceptúa como sistema, su creación y su continuidad  están rodeadas de una extrema borrosidad, de manera que su autorreferencialidad y su positividad se hallan sometidas a una gran incertidumbre no controlada ni controlable por el sistema jurídico
(28).
 
        2.La función " afirmativa externa" de la soberanía nacional y la incertidumbre sobre la
        identidad del sistema jurídico. No hay democracia sin derecho.
 
            Las proclamas constitucionales del estilo "la soberanía reside en el pueblo", "todos los poderes emanan del pueblo", etc. no tienen sentido como reconocimiento jurídico de un poder previo al derecho. Antes ya se ha dicho que el pueblo es objeto de creación del derecho, no su sujeto preexistente. Tales expresiones son, en palabras de L. Ferrajoli, "un simple homenaje verbal al carácter democrático-representativo de los ordenamientos modernos"
(29). Sin embargo, como el mismo autor  reconoce, en el plano doctrinal la idea de soberanía "lejos de ser abandonada como hubiera querido la lógica del Estado de derecho, se refuerza de manera decisiva en las dos figuras de la soberanía nacional y de la soberanía popular, que ambiguamente se solapan con la de la soberanía estatal, formando una legitimación política todavía más fuerte  que la viejas fuentes teológicas y contractualistas" (30).
             Según el constitucionalismo iusnaturalista representado por Sieyès y radicalmente contrario a las tesis de Hobbes, la nación permanece siempre en estado de naturaleza; su poder constituyente es inconstituible
(31). Por tanto, el ordenamiento jurídico-positivo funcionará en condiciones normales (actuación de los poderes constituidos o "representantes ordinarios", en la terminología de Sieyès)  como si fuese un sistema, o sea, con identidad propia; sin embargo,  tan pronto como entre en juego el poder constituyente ("representantes extraordinarios"),  el sistema jurídico no cuenta (32). Conclusiones semejantes cabe extraer del pensamiento de Locke, que niega que la soberanía pueda residir en otro sujeto que la comunidad como un todo y que el poder legislativo, que es el supremo poder constituido por el consentimiento del pueblo cesa cuando habla directamente el pueblo, que siempre conserva retenido derechos  naturales, muy en especial el de propiedad (33). En realidad, la activación del poder constituyente no es que introduzca borrosidad en el sistema jurídico, es que lo desplaza o elimina. En la actualidad, la teoría de la soberanía de la nación así entendida y con estas radicales consecuencias es la sustentada por los diversos movimientos secesionistas surgidos al calor de los nuevos nacionalismos. En la medida en que las expectativas independentistas se abran paso, la borrosidad del sistema jurídico establecido se incrementará, pues se estará negando su autorreferencialidad y positividad. La continuidad del sistema dependerá de su capacidad para integrar o reprimir esas expectativas. La integración consistirá en la juridificación del pretendido poder constituyente de la supuesta nación, bien incluyéndolo como parte específica del poder de reforma constitucional (proceso de federalización), bien reconociéndolo y permitiendo, mediante la correspondiente reforma constitucional,  la formación de un ordenamiento jurídico independiente (proceso de secesión). En ambos casos será el sistema jurídico establecido, su positividad lato sensu, y no el derecho natural,  el que funde y permita jurídicamente la solución (34). Como la respuesta en una u otra dirección -así como las respuestas intermedias- no satisfarán a todos, los contenciosos sobre la forma territorial de organización del poder siempre serán  un elemento adicional, muy importante, que pretenderán introducir borrosidad en el sistema jurídico.
             Esa función" afirmativa" de la soberanía nacional también se manifiesta cuando se introduce una segunda diferenciación entre los poderes derivados de la soberanía. Como es bien sabido y antes ya se ha recordado, la ruptura con el derecho natural y la afirmación de la autorreferencialidad del sistema se consigue "constituyendo al poder constituyente", o sea, creando dentro del sistema el poder constituyente constituido, (poder de reforma constitucional), que como poder constituido puede estar sujeto a procedimientos y límites y como poder constituyente puede reformar lo previamente constituido. Pues bien, las tesis que desean conservar  prístina la idea iusnaturalista de soberanía nacional  añaden, a su vez,  una diferenciación más y distinguen entre el poder de reforma constitucional, regido por la propia constitución (y que sólo formalmente cabría calificar de "poder constituyente constituido"), y el poder constituyente inconstituible, originario, de la nación o pueblo que puede en cualquier momento manifestar sustancial y  directamente su pleno poder. En periodos normales, el ordenamiento jurídico actúa como sistema autorreferencial, incluso para reformarse parcialmente a sí mismo, pero ello no puede impedir que en momentos extraordinarios el pueblo decida por sí, al margen de las normas de reforma constitucional. El soberano legibus solutus se hace presente
(35).
             La tesis no deja de ser un intento más de solventar un problema insoluble cual es el de querer formular en términos jurídicos
(36) un problema fáctico. Indudablemente, cada vez que "habla el pueblo" al margen de los procedimientos de reforma constitucional se produce una grave alteración  del sistema jurídico que desdibuja su identidad y puede ocasionar su ruptura, pero el sistema también palidece si arraiga la idea de que el pueblo puede expresarse al margen de los procesos de reforma constitucional. En época de crisis el sistema no sólo tendrá un funcionamiento más borroso por el momento delicado que atraviesa, sino también porque surgirá la duda sobre si la respuesta la ha de dar el sistema, a través de su autorreferencialidad y positividad, o a través de una supuesta autorreferencialidad, no prevista por la Constitución, iusnaturalista, deducible de "signos" procedentes tanto del propio sistema como del medio social. Quizá se piense que así se mantiene encendida por el pueblo la llama de su soberanía, de su autorreferencialidad, cuando lo que en realidad se hace es fundamentar la tesis de la dictadura soberana (37), dejando a un lado  el instrumento más eficaz para garantizar aquella autorreferencialidad, el sistema jurídico. La democracia no es más auténtica e intensa  por el hecho de afirmar una reserva de poder constituyente directamente en manos del pueblo y fuera de la constitución. Por contra, lo es cuando todo lo que implica el poder constituyente (soberanía) se traslada al ordenamiento jurídico y se organiza éste de modo que cualquier expectativa social pueda ser tramitada y no encuentre a priori límites materiales a la hora de programar su respuesta (positividad lato sensu). Los frenos a esa tramitación o la existencia de estos límites en nombre de aquel poder constituyente en la reserva son ideas y medidas que perjudican al sistema jurídico organizado bajo el principio democrático. Además, como recuerda I. De Otto, "al invocar un poder previo al derecho se desconoce que el propio proceso de manifestación de una voluntad democrática sólo es posible conforme a reglas que aseguren la igualdad y libertad de los partícipes y la veracidad de su resultado: no hay democracia sin derecho" (38).
             Más adelante se abordará el ya clásico problema jurídico (y político) de si cabe deducir del principio democrático límites  a la positividad que el propio principio, por definición, trata de desplegar al máximo, o sea, de si en nombre de la democracia se puede limitar el libre juego democrático al objeto de  impedir que por métodos democráticos se acabe con la democracia misma. Ahora se desea dejar constancia de un problema semejante, pero que en general no se ve como tal, porque no se percibe que esté en juego la democracia cuando los que contra ella atentan no son de ideología totalitaria. El asunto es si se puede en nombre de la soberanía nacional actuar al margen de los cauces constitucionales. En tal supuesto la finalidad perseguida no es establecer desde la democracia normas para frenar o excluir a los que se valen de las reglas y garantías democráticas para instaurar un régimen no democrático; por el contrario, lo que se pretende es, apelando a la soberanía nacional, incumplir  las normas constitucionales que fijan el juego democrático, y que son las que articulan jurídicamente el ejercicio de la soberanía nacional/popular. Desde el planteamiento que en este trabajo se sostiene, la conclusión es que no sólo se muestran como antidemócratas los que por un procedimiento democrático pretenden liquidar la democracia; también aquellos que renuncian a ese procedimiento para hacer prevalecer la supuesta voluntad natural del pueblo soberano. La diferencia es que éstos no son conscientes de ello.
 
        3. ¿Soberanía popular versus Estado democrático de derecho?.La soberanía popular  como
        función preprogramadora de la democracia en el sistema jurídico.
 
            El mito de la soberanía popular, su fuerza legitimadora, radica precisamente en la idea reflexiva, de autorreferencia, que pretende poner de manifiesto. El mito es pernicioso en cuanto esa idea no aparezca integrada en el sistema jurídico, es decir, en cuanto la autorreferencialidad no se transmita por completo al ordenamiento para organizar su estructura y funcionamiento de manera democrática. El Estado de derecho y más aún el Estado democrático de derecho, nacen precisamente para neutralizar la hipótesis de un  poder soberano cuya omnipotencia se impone  sin sujeción a regla alguna. Fuera de esa incardinación en una estructura democrática del ordenamiento, la idea de soberanía popular se desnaturaliza, porque pierde de vista el punto de partida filosófico que le da vida, el individuo y su libertad en el estado de naturaleza. La autorreferencialidad, que surge como autodeterminación individual, como fracción de soberanía, pierde esta vinculación y  se hace trascendente, y el pueblo aparece como una entidad política unitaria, capaz de decidir por sí mismo y de expresar "la voluntad general"; una voluntad que, concebida como decisión política fundamental, se afirma previa al Estado. Si en su formulación más coherente (soberanía fraccionada) la soberanía popular niega la posibilidad del Estado (sólo podría haber poder constituyente, no poderes constituidos), en su versión de soberanía colectiva encarnada en la voluntad general da lugar a sus conocidas patologías, que fundamentan  sociedades unánimes y justifican la dictadura moral, sea de la mayoría o de la minoría
(39).
             La sima que se abre entre los dos tipos de autorreferencia individual y colectiva se hace insalvable, por más que la retórica política y jurídica pretendan lo contrario. La clave de la diferencia radica en que el individuo sólo puede ver garantizada en sociedad su  libertad natural si su originaria autorreferencialidad se traslada no a un ente pre-jurídico  colectivo en el que queda engullido, sino a una organización capaz de asegurarle la mayor libertad social, pública y privada (reconocimiento jurídico de la libertad). Esto implica dos cosas; primera, esa organización ha de ser plenamente "auto-noma" para no hallar límite en su finalidad garantista (sentido del pacto hobbesiano que concluye en la afirmación de la soberanía del ordenamiento jurídico) y, segunda, su organización ha de estar articulada de modo tal que esa garantía sea posible (principio democrático del Estado de derecho). La originaria autorreferencialidad  del individuo (aquella libertad natural) no queda garantizada si se disuelve en la soberanía del pueblo al que pertenece. La libertad individual se reclama frente a todos, incluso frente al pueblo y es posible que éste, ante el enfrentamiento, no le reconozca como miembro
(40). Además, el pueblo concebido como ente prejurídico no es otra cosa  que el macrosistema social indiferenciado en su contenido moral, político,  económico, jurídico, etc. De lo que se trata es justamente de diferenciar como sistema aparte a las normas jurídicas, para que lo en ellas regulado se imponga frente a cualquier criterio emanado de dichos órdenes y, a la vez, que lo en ellas programado sea el conjunto de medidas que respondan y garanticen aquella expectativa de libertad en sociedad.
             La concepción del pueblo como cuerpo político homogéneo y unitario que personifica la voluntad general, el pueblo soberano
(41), da continuidad al papel de símbolo político de la potestas legibus soluta, que en la Edad Media recaía en la instancia divina y más tarde en el monarca absoluto. No se trata de un símbolo meramente formal y que cumpla una "inofensiva función negativa" de privar a los poderes constituidos de un poder absoluto; si así actuase, el principio de soberanía popular no dejaría de ser aquel solemne homenaje verbal a los sistemas democrático-representativos. Bajo ese símbolo hay diversas corrientes doctrinales que ven una realidad óntica, basada en una igualdad sustancial de los que a ella pertenecen. El carácter autorreferencial del individuo desaparece. Lo importante es su pertenencia o no a esa unidad sustancial, a esa comunidad histórica, nación/pueblo, en la que reside el auténtico y originario poder constituyente, aquel que  dicta lo que C. Schmitt denomina "la decisión política fundamental" (42), fuente de toda legitimidad. El soberano, la voluntad general, por la sola razón de serlo es siempre lo que debe ser (43); la identidad democrática se resume en esta aporía que funde legalidad y legitimidad (44). Por tanto, en este caso la autorreferencialidad no es una función que se atribuya al sistema jurídico, sino que se retiene en ese ente, y el derecho carece de identidad propia como sistema, supeditado a las excepciones que en cualquier momento se acuerden en defensa y en nombre de la salus populi. El soberano, afirma Schmitt, es el que decide sobre el estado de excepción, o sea, sobre las situaciones no reguladas jurídicamente y sometidas a una acción incondicionada (45). La soberanía del pueblo se erige de este modo en  instrumento para neutralizar el Estado de derecho, que es la garantía de los derechos fundamentales (trasunto jurídico de aquella autorreferencialidad individual) (46).
              Doctrinalmente, desde Locke a Ackerman, siempre se ha argumentado que esta retención del poder soberano se funda en la necesidad de separar la legalidad positiva de la legitimidad natural (de la voluntad nacional). Su función es contrarrestar los peligros de un absolutismo legalista e impedir la cautividad del poder originario del pueblo. Cierto que ya no existe el absolutismo político de la época medieval, pero -se argumenta- tampoco el iusnaturalismo como orden sustancial previo que legitime el poder. La secularización del poder no puede abandonar la exigencia de un absoluto político, porque convertiría al ordenamiento jurídico positivo en una realidad incondicionada. La coincidencia entre legitimidad política y positividad restablecería dramáticamente el absolutismo de la realidad. La conclusión es que la democracia debe definir su absoluto político ideal
(47) para oponerlo y condicionar la política real. Algunos autores estiman que, a diferencia de la Edad Media, el símbolo político de la democracia, el pueblo soberano,  no radica en un  ser (summun ens). La  "sustancia" como principio de unidad social es reemplazada ahora por la "función". El absoluto político, el pueblo soberano, consiste en una función: la idea de establecer una sociedad de individuos libres e iguales (absolutismo simbólico) como instrumento para oponerse y eludir el absolutismo de la realidad (48).
             A pesar de este cambio radical en la interpretación del papel que cumple  la soberanía popular no parece que ésa sea la explicación más acertada desde el punto de vista filosófico-político, ni la más adecuada desde el punto de vista jurídico-constitucional. En primer lugar, es difícil que en la práctica la idea de pueblo soberano no adquiera un sentido ontológico. Nadie estando vigente un régimen democrático justifica el  sustraerse al ordenamiento jurídico en nombre sólo de una idea, sino sobre todo de intereses concretos de los ciudadanos que, por atañer a todos, se presentan como intereses generales. La dictadura soberana (la actuación legítima al margen de la legalidad constitucional) siempre aparece como una acción plebiscitaria
(49), apoyada además en la juridicidad inmediata que implica la apelación al ejercicio del poder constituyente. Como sostiene C. Schmitt, mientras esté reconocido este poder, siempre existe un "mínimo de Constitución" (50). En segundo lugar, legalidad y legitimidad -según ya se vio párrafos atrás-  se separan sólo en relación con la legalidad constitucional, pero se funden cuando la racionalidad del poder constituyente se arropa de ese mínimo de constitución (51). La soberanía se convierte en competencia y no únicamente en principio de legitimación (52). En tercer lugar, si la democracia redefine su absoluto político -el pueblo soberano en cuanto sociedad ideal de individuos libres e iguales- la función de este símbolo no puede consistir en privar al ordenamiento jurídico positivo de su carácter incondicionado. En la positividad del derecho está la fuerza creadora capaz de establecer  las condiciones jurídicas para la realización de ese ideal. Limitar, pues, externamente esa capacidad en nombre de dicho ideal es un contrasentido.
             La solución no está en frenar la positividad del ordenamiento jurídico resucitando de uno u otro modo el derecho natural, sino en controlarla organizando la estructura del ordenamiento de tal modo que ello sea posible. El Estado liberal de derecho en su versión del monismo parlamentario no lo logró plenamente, porque no supuso el fin de la soberanía de un sujeto. La entronización del parlamento como "órgano de la soberanía popular" trasladó la soberanía a una "sustancia", el cuerpo político de la nación, no al ordenamiento jurídico como sistema. La propia concepción del parlamento como órgano de la sociedad y no del Estado pone de manifiesto el concepto algo más que simbólico de la soberanía popular. La rigidez constitucional y sobre todo la consideración de la constitución como norma jurídica suprema acabaron con la omnipotencia del parlamento
(53), si bien ha propiciado que surja la incertidumbre sobre el llamado "soberano oculto" (54),  el tribunal constitucional. El Estado democrático de derecho lo consigue si aquel absoluto político que entraña la idea de una sociedad de individuos libres e iguales (principio de soberanía popular) cumple la función de preprogramar el ordenamiento jurídico a través del reconocimiento y garantía efectiva de los derechos fundamentales. De la soberanía popular se pasará al Estado democrático de Derecho, de la soberanía del pueblo a la soberanía de los individuos contenida jurídicamente en los derechos fundamentales que las constituciones democráticas deben reconocer y amparar. La función del principio democrático es dar virtualidad a esa juridificación del ideal de libertad e igualdad de los individuos y de los grupos en que se integran -y, en este sentido, la soberanía popular entraña ese absoluto político del que habla Lindahl- pero para ello es necesario que el Estado democrático de derecho neutralice la soberanía popular entendida como poder de excepción latente, como sustancia estatal que pueda aparecer en todo momento en su plenitudo potestatis. La soberanía popular podría tornarse en una amenaza para la democracia.

 

IV. Del titular de la soberanía al titular de la democracia
 
            Si la titularidad de la soberanía recae en un ser colectivo, la nación o el pueblo, habrá que preguntarse quién es ese sujeto y quiénes pertenecen a él. Desde una perspectiva jurídico-positiva ya se ha dicho que es el ordenamiento jurídico el que determina ese pertenencia, lo cual -como luego se estudiará- lejos de entrañar una aberración política, es el fundamento para contrarrestar los prejuicios históricos e ideológicos que arrastra la doctrina de la soberanía nacional o popular y evita la aporía de concebir a la nación como previa al derecho que la constituye. En cambio, hablar de la nación o pueblo como una unidad social es introducirse en la, ésta sí, peligrosa senda de la "metafísica del sujeto". A la pregunta "¿Dónde encontrar la nación?", Sieyès responde "donde de hecho se encuentra; esto es, en las cuarenta mil parroquias que abarcan todo el territorio, todos los habitantes y todos los tributarios de la cosa pública: he ahí sin duda la nación"
(55). Pero este criterio tan claro, aparte de presuponer normas jurídico-positivas que delimiten previamente cuál es ese territorio y quiénes son tributarios de la cosa pública, se ve contradicho al identificar la nación con el "tercer estado" (56). Sieyès, como cualquier nacionalista pasado o presente, no reclama un concepto sociológico de nación, sino ontológico; la nación o el pueblo como "comunidad de descendencia", como ineluctable "unidad de destino",  una comunidad ideal y abstracta (57); una colectividad con el carácter de  "indivisible, inalienable e imprescriptible", atributos que la Constitución francesa de 1791 (Tit. III, art. 1) atribuía a la soberanía nacional.
 
        1. La nación como ineluctable unidad de destino. Igualdad sustancial y unidad social
        homogénea.
 
            Rousseau parte de un principio individualista, el pueblo como conjunto de asociados mediante el Contrato
(58). Sin embargo, el "yo común" que encarna la voluntad general sesustancializa (59) y -lo que ahora más interesa destacar- se forma sobre una unidad social homogénea (60). Esta característica se acentuará en las teorías organicistas al definir el pueblo como un elemento del Estado (61), de manera que el pueblo al que se atribuye la soberanía ha de tener  una homogeneidad sustancial (62). La consecuencia es doble. Una, la constitución  presupone dicha homogeneidad y, otra, esta homogeneidad se basa en un principio de igualdad en sentido sustancial y no en sentido formal. No pertenecen al pueblo los que simplemente  habitan bajo un Estado, los súbditos o sujetos a él, sino los que participan de la sustancia ciudadana. En Rousseau la homogeneidad social se torna en uniformidad impuesta por la voluntad general y el camino hacia el despotismo de la libertad no tarda en quedar despejado (63). Schmitt así lo considera al interpretar que el ginebrino entiende la libertad vinculada a la moral. "Sólo quien es moralmente bueno tiene derecho a ser llamado pueblo y a identificarse con el pueblo. La consecuencia ulterior es que sólo quien tiene la vertu tiene derecho a participar en los asuntos políticos. El adversario político está moralmente corrompido, es un esclavo, al que hay que hacer inofensivo. Si se demuestra que la mayoría ha caído en la corrupción, entonces la minoría virtuosa puede emplear todos los medios de poder para ayudar al triunfo de la vertu.... Rousseau había ofrecido demostrar que es posible un Estado en el cual no haya ni un sólo hombre que no sea libre. La respuesta práctica era que a los no libres se les aniquilaba" (64). El mismo C. Schmitt no hizo ascos a esta idea y reitera su creencia de que el fundamento de la democracia es la igualdad sustancial. "Es propio de la democracia, en primer lugar, la homogeneidad y, en segundo lugar -y en caso de ser necesaria- la eliminación o destrucción de lo heterogéneo" (65).
             La tesis de la homogeneidad social y del pueblo como unidad existencial no plantea mayores problemas si se considera esa unidad como la personificación del Estado y la voluntad general como la voluntad unitaria del Estado que, una vez adoptada, se presume que es la voluntad de todos, con independencia de quien la haya votado. La cosa cambia cuando el pueblo  se entiende como sujeto histórico preexistente y su homogeneidad implica separación e incluso negación de los que son juzgados como diferentes
(66). El concepto de nación se hace borroso y tanto más cuanto más subjetivos son los criterios para calificar jurídicamente la condición de ciudadano.
             Desde finales del siglo XVIII se siguió como criterio de homogeneidad el de pertenencia a la nación, lo cual en comunidades ya asentadas y con poca movilidad no representaba un factor numéricamente  importante de exclusión. Sin embargo, salvo para diferenciar a nacionales de extranjeros, dicha homogeneidad social no se tradujo jurídicamente en una homogeneidad del status de ciudadano, pues el sufragio en el Estado liberal era censitario. Esta discordancia no  supone para el liberalismo una quiebra de su planteamiento de la idea de nación y de su soberanía. Sus postulados doctrinales de la soberanía nacional no pretenden organizar  el autogobierno colectivo,  la identidad entre gobernantes y gobernados, sino esencialmente limitar el poder que se constituye en ejercicio de la soberanía. Por tanto, no son incoherentes con ellos los siguientes axiomas: la nación es la personificación de aquella homogeneidad sustancial e indivisible; los ciudadanos son miembros constitutivos del cuerpo nacional, pero no poseen individualmente la soberanía; todo miembro de la nación es ciudadano (ciudadano pasivo), pero no todo ciudadano es elector (ciudadano activo), según la conocida distinción hecha por la Constituyente francesa de 1791
(67). Además, el ideal liberal es en expresión de B. Constant "la libertad de los modernos", el poder dedicarse los individuos a sus asuntos privados sin más injerencias del Estado que las de orden público. La autonomía de la voluntad tiene un carácter económico, no político; privado, no público. El sufragio y la representación son ante todo funciones públicas que se realizan por cuenta de la nación, no son necesariamente derechos (68).
 
        2.  El pueblo como ciudadanía. Las generaciones vivas. Igualdad formal y sociedad
        heterogénea.

             Uno de las claves de la separación entre soberanía nacional y soberanía popular está en el punto de llegada de estas doctrina y no en su  genérico punto de  de partida. Exceptuando las teorías iusnaturalistas de derechos colectivos (69), la soberanía nacional -al igual que la popular-arranca de la idea proclamada en el art. 1 de la Declaración de Derechos de Hombre y del Ciudadano de 1789. "Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos". Una de los elementos definitorios de la soberanía popular es que tiene como meta conseguir que el individuo siga siendo también el punto de llegada. El individuo, en la versión de la soberanía fraccionada, posee una parte alícuota de soberanía (70), es titular de  derechos subjetivos ilimitados, y el  problema es, en los términos planteados por Rousseau y antes citados, cómo encontrar una forma de asociación por la cual cada asociado, uniéndose a todos los demás no obedezca más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes. La pretensión de identidad entre gobernantes y gobernados persiste después del Contrato social. El pueblo nacido del contrato es un ente colectivo formado por todos y cada uno de los miembros. Éstos ya no ejercen su fracción de soberanía, porque ese título está depositado unitaria e indivisiblemente en la organización política que encarna el pueblo, pero tienen el derecho de participar en la formación de la voluntad popular que se expresa a través del derecho creado por dicha organización. El principio de soberanía popular cumple la función de preprogramar el Estado democrático de derecho para que se organice lo más fielmente posible la autonomía individual que representa aquella hipotética fracción de soberanía (libertad natural) y la autonomía colectiva (proceso democrático de deliberación y decisión) que representa la identidad o, mejor, identificación entre gobernantes y gobernados.
             En el ordenamiento constitucional democrático el  pueblo titular de la soberanía no es el pueblo en sentido sociológico; sigue siendo, como la nación, un ente abstracto..., pero menos. Por debajo de ese carácter jurídico de sujeto único e indivisible, al que se le imputan los actos estatales y en cuyo nombre se ejerce el poder, surge la necesidad -que se materializa en el principio democrático- de una vinculación entre ambas ideas de pueblo. Esta necesidad de crear la mayor identidad posible en los contenidos de una y otra idea de pueblo debería comporta un cambio radical en la concepción del substrato social del pueblo estatal. Para determinar los miembros del pueblo en cuyo nombre se gobierna  la referencia ha de ser el conjunto de los gobernados (todos y cada uno de ellos), y no la pertenencia a una "comunidad de descendencia o a una "unidad de destino". El pueblo son las generaciones vivas
(71), no la nación formada por los vivos, los muertos y los que están por nacer. Lo que cuenta es la igualdad en la condición de gobernados y la libertad para poder participar como gobernantes y ello comporta una abstracción de cualquier otra condición social. El pueblo estatal no debería definirse con criterios de homogeneidad social, de igualdad sustancial, sobre la base de una especie de "precomprensión étnica"; al contrario, con un criterio de homogeneidad jurídica, de igualdad formal,  fruto de aquella abstracción. La diferencia entre ser humano y ciudadano debería ser mínima y lo contrapuesto a ciudadano no debería ser el extranjero, sino el no residente, el transeúnte. Es contrario al principio democrático identificar la ciudadanía con la nacionalidad. El pueblo soberano lo forman no los nacionales, sino los ciudadanos; las generaciones vivas de ciudadanos, no las generaciones vivas de los que pertenecen a una comunidad de descendencia (nación) (72).
 El concepto de pueblo así entendido reduce la distancia entre pueblo estatal y sociedad, entre ciudadano e individuo, entre pueblo gobernante y pueblo gobernado. A la vez contribuye a algo muy importante desde el punto de vista democrático como es aceptar que la borrosidad de la sociedad cada día en aumento (heterogeneidad de razas, religiones, culturas, lenguas, lugar de nacimiento etc.) no sea obstáculo para la consideración legal de ciudadano, de miembro del pueblo estatal. Es la abstracción jurídica, la igualdad formal la que hace posible esa ciudadanía Comoquiera que en ninguna democracia esta abstracción es completa, el concepto de pueblo es un conjunto borroso que marca la tensión entre aquellos dos polos (pueblo-sociedad, ciudadano-individuo, etc). Una borrosidad indiferente o secundaria en el liberalismo, pero capital para la calificación de un sistema como democrático. Cuanto mayor sea la abstracción jurídica, más borroso es el conjunto,  más heterogeneidad social abarca y mayor será el número de individuos que integra.  La nación y el pueblo son conjuntos borrosos, pero los vectores de la borrosidad son diferentes. El de "nación" relaciona los individuos con la pertenencia a una sustancia histórica que de por sí es incierta; incertidumbre que el ordenamiento jurídico clausura con criterios extraídos de esa sustancia, sea el  ius sanguinis, la raza, la religión, etc. El de "pueblo" relaciona a los individuos consigo mismos, en su situación de gobernados (súbdito) y en su hipotética posición de gobernantes, (ciudadano activo). En un sistema de soberanía nacional es indiferente el número de sometidos al sistema excluidos de la nacionalidad. Por el contrario, en un sistema de soberanía popular, de democracia, el grado de correspondencia es uno de los elementos definitorios del sistema. La cuestión está en que los ordenamientos constitucionales vigentes se califican de democráticos, pero basan el criterio de la ciudadanía en la nacionalidad. La extensión del sufragio a la mayor parte de la población no puede ocultar el hecho de que se sigue manteniendo el criterio de nación y no de pueblo. La democracia no se mide primariamente por el número, según hacía Aristóteles,  sino por los criterios, los vectores, que dan lugar a ese número. En unos casos el porcentaje de ciudadanos activos  puede resultar alto (soberanía nacional); en otros, tiene que resultar elevado (soberanía popular).
 
            A) La democracia como ampliación del planteamiento liberal.
 
            Pese a aquel  desiderátum de igualdad formal, en este asunto clave  para la realización del principio democrático las constituciones actuales siguen el planteamiento liberal de la soberanía nacional. La lucha por la democracia en el siglo XIX no tuvo como meta alterar el substrato social del concepto jurídico de nación, sino eliminar la diferencia entre ciudadanos activos y ciudadanos pasivos mediante la extensión del sufragio; primero a todos lo hombres y, ya en el siglo XX, a las mujeres. Por supuesto, el cambio democrático también consistió en reconocer al sufragio como un derecho y no como una función pública más. Persistió, no obstante, la separación entre el pueblo del Estado y los no adscritos a él, sobre la base de la pertenencia o no a esa homogeneidad social preexistente. En contra de la tesis de este trabajo,  C. Schmitt sostiene que esta homogeneidad es la que da sentido al sufragio universal y no el prejuicio liberal de que los hombres son libres e iguales en derechos
(73). Ni que decir tiene que esta es la manera de justificar la diferencia dentro de un Estado entre los que son ciudadanos y los que son meros súbditos. Los nacionalismos siempre se han nutrido de este argumento para definirse como democráticos y, a la vez, considerar legítimos los criterios (en alguno casos xenófobos)  de nacionalidad. Kelsen tuvo oportunidad de exponer brillantemente el contenido ideológico  del concepto de pueblo del Estado y poner de manifiesto que los derechos políticos no tienen por qué ser inherentes a la nacionalidad (74).
             Existe una extensión del sufragio que en apariencia tiende a aproximarse al criterio radicalmente democrático que aquí se mantiene. Se trata del concepto de ciudadanía establecido en los Estatutos de Autonomía de las comunidades autónomas.  La apariencia no se debe a que persista la diferencia entre ciudadanos de la comunidad autónoma y extranjeros residentes; eso es una evidencia. La falsa apreciación estriba en que pudiera concluirse que en la consideración jurídica de catalán o extremeño sólo cuenta el hecho de la vecindad administrativa, no la pertenencia a una unidad étnica diferenciada llámese esa entidad, nacionalidad o región. Y, en efecto, así lo parece  si se atiende a la definición dada por los Estatutos a la condición política (titularidad del sufragio y composición del cuerpo electoral) de los ciudadanos de cada Comunidad
(75). Sin embargo, el asunto cambia cuando se interpreta, por ejemplo, que en Cataluña el reconocimiento del sufragio a los residentes españoles de origen no catalán es  fruto de una extensión del sufragio a esas personas porque se presume que se integran en la nacionalidad catalana concebida como "unidad de destino", o sea, que el estar, por ejemplo,  en Cataluña implica integrarse en el Ser (ontológico) catalán. Dicha ampliación del sufragio no sería consecuencia de la aplicación de un criterio de igualdad formal entre catalanes de origen y españoles de residencia en Cataluña (esa sería sólo la apariencia), sino de un criterio de igualdad sustancial de acuerdo con el cual la equiparación se produce por absorción. La justificación de tal ampliación sería la misma que se acaba de ver que ofrece C. Schmitt para fundamentar el sufragio universal.
             Esta interpretación viene confirmada por su plasmación jurídica. El art. 3 del Estatuto catalán proclama que "1. La lengua propia de Cataluña es el catalán. 2. El idioma catalán es el oficial de Cataluña, así como también lo es el castellano, oficial en todo el Estado español". La expresión "lengua propia" del apartado 1º de este precepto no alude al carácter oficial del catalán, eso lo dispone el apartado 2º. Tampoco se refiere simplemente al carácter autóctono de esa lengua. Lo que se desea es afirmar una seña de identidad de la nacionalidad catalana, uno de sus elementos sustanciales, junto con el poder (la Generalidad), el territorio y el pueblo. Como quiera que el pueblo de Cataluña lo componen por mandato estatutario tanto los oriundos de este territorio como los demás españoles en él residentes, la manera de no resquebrajar la unidad sustancial de la nacionalidad es proclamar en el Estatuto  una ficción: la lengua propia de Cataluña, o sea, de los catalanes (sociológicamente la lengua es de los que la hablan, los individuos, no de los pueblos
(76) y menos aún de entes morales y abstractos) es el catalán. Desde el Estatuto se impone culturalmente como propia una lengua a todos los ciudadanos de Cataluña, sean catalano- parlantes o hispano-parlantes, y cualquiera que sea su origen, de dentro o de fuera de Cataluña. Sobre este presupuesto de uniformidad se legisla como si la prioridad y, en muchos casos, exclusividad del catalán fuesen una consecuencia lógica y coherente con un hecho que culturalmente es inexistente (77). Las sucesivas leyes catalanas de normalización lingüísticas no han hecho más que correr de manera acelerada en esta dirección (78).  El castellano, idioma usado por los catalanes cuando menos con la misma intensidad que el catalán, se ignora culturalmente en el Estatuto como si no fuese también lengua propia y se le da un tratamiento exclusivamente jurídico: el castellano es oficial por imperativo legal, junto al catalán, que es oficial porque es la lengua propia de Cataluña.
             La democracia consiste en aceptar la diversidad, o sea, que la diversidad no sea obstáculo para la igualdad formal. Por eso es difícil conciliar nacionalismo y democracia, porque aquél considera que la democracia es extender la igualdad sustancial, imponer la homogeneidad social,  a cambio de conceder la ciudadanía política. En el mejor de los casos a esos ciudadanos "se les obliga a ser libres", en el peor se les condena a ser "extranjeros entre ciudadanos", fórmulas patológicas acuñadas por Rousseau, que  son benignas comparadas con la de "aniquilar a los no libres", enunciada también -como antes se  vio- por el ginebrino. Nacionalismo y democracia son conjuntos borrosos cuya relación es inversamente proporcional y que sólo coinciden en un ámbito, el de las minorías nacionales en busca de garantía, pero en tal caso  ya no se trata de un problema de nacionalismo, sino de minorías.
 
            B) Democracia radical, ciudadanía y soberanía.
 
            De acuerdo con lo hasta aquí sostenido, el concepto democrático de pueblo ha de regirse por un criterio de igualdad formal, lo cual implica que la clásica distinción entre derechos del hombre y derechos del ciudadano se ha de reducir al mínimo, ya que la ciudadanía debería  vincularse a la condición humana, no a la nacionalidad. Las mínimas diferencias vendrían dadas por la exigencia de un número de meses de  residencia continuada (arraigo), al objeto de garantizar la incorporación estable a una comunidad  jurídica, no la de fijar la pertenencia a una unidad de destino.
             Las democracias actuales han avanzado mucho en este terreno en lo que respecta a los  derechos fundamentales, eliminando barreras que separaban a los extranjeros de la titularidad de estos derechos y libertades. En beneficio también de los extranjeros los tribunales constitucionales han desarrollado y desarrollan una gran labor interpretativa de ampliación del contenido de los derechos abstractamente formulados en las respectivas constituciones. Una pieza clave de ese desarrollo es la comprensión de la dignidad humana (art. 10.1 CE) como un valor que se irradia a  tales derechos, de manera que los extranjeros no tienen los derechos que en cada momento decida libremente establecer el legislador, sino que gozan cuando menos del contenido esencial de los derechos fundamentales reconocidos constitucionalmente como inherentes a la persona. Se mantiene, no obstante, la fractura en lo que respecta a la nacionalidad (art. 11 CE),  al principio de igualdad (art. 14 CE) y a los derechos políticos (art. 23 CE), y son mayoría los autores que la defienden. Por ejemplo,  J. Isensee
(79) considera que esta sima debe seguir existiendo porque  es preciso diferenciar entre la sociedad y el pueblo. La sociedad, según él, es el lugar de la diferencia, mientras que el pueblo es el conjunto de ciudadanos que son iguales entre sí. Los derechos fundamentales constituyen la sociedad, pero no fundan la voluntad del pueblo en la democracia. Los extranjeros gozan en Alemania de derechos fundamentales, pero no del derecho de decidir sobre la representación  del pueblo al que ellos no pertenecen. Se sigue considerando que la democracia es la prolongación de los esquemas de la soberanía nacional.
             Sin embargo, el primer paso en la equiparación entre nacionales y extranjeros a efectos del derecho de voto ya se ha dado. Los países de la Unión Europea admiten en elecciones municipales el sufragio activo y pasivo de los extranjeros comunitarios, y algunas constituciones como la española extienden tal posibilidad a cualquier extranjero residente cuyo país de origen tenga concertado con el Estado en el que reside un tratado de reciprocidad sobre la materia (art. 13.2 CE). La cuestión está en por qué sólo en elecciones locales. La Declaración del Tribunal Constitucional de 1 de julio de 1992 afirma con gran vaguedad que la atribución del sufragio a quienes no son nacionales para participar en elecciones a órganos representativos en  elecciones autonómicas y generales a Cortes podría pugnar con el art. 1.2 CE  ("La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado").  La razón es que  los órganos objeto de elección (parlamentos autonómicos y Cortes Generales) "ostentan potestades atribuidas directamente por la Constitución y los Estatutos de Autonomía y ligadas a la titularidad por el pueblo español de la soberanía... y ese no es el caso de los municipios" (fundamento jurídico 3.C). Viene a decir que las elecciones locales, a diferencia de las autonómicas y generales a Cortes,  son elecciones administrativas en las que no se lleva a cabo un ejercicio de la soberanía nacional.
             El razonamiento no es consistente. En primer lugar, al producirse esa extensión del sufragio en las elecciones locales se da un salto importantísimo, cual es el de construir el concepto jurídico de "pueblo del municipio" haciendo abstracción de la condición de la nacionalidad española, de manera que forman parte de él todos los residentes, con independencia de su origen (salvo aquellos que procedan de países sin convenio de reciprocidad). Se trata de algo que tiene más trascendencia que una mera equiparación entre nacionales y extranjeros; significa el cambio de un criterio de igualdad sustancial a otro de igualdad formal. A efectos jurídicos y políticos significa lo mismo que el hecho de que se considere miembro del pueblo catalán o del pueblo vasco a  todos los españoles con residencia en los respectivos territorios autonómicos, con independencia del lugar de nacimiento, idioma que hablen, etc. De acuerdo con el art. 13.2 CE un alemán residente en Oviedo forma parte del "pueblo de Oviedo" en cuyo nombre el Ayuntamiento rige "los destinos" del municipio, que no tienen un contenido metafísico, sino jurídico-político, de orden urbanístico,  comercial, cultural, etc.  En segundo lugar, la exclusión de las elecciones autonómicas del derecho de sufragio de los extranjeros residentes en la región no puede fundarse en que estos comicios constituyen ejercicio de la soberanía popular, porque,  como tantas veces ha reiterado el propio Tribunal, autonomía no es soberanía. En tercer lugar, quizás el alto Tribunal se base para tal consideración en que la Comunidades Autónomas -como ha dicho en varias ocasiones- tienen una autonomía de naturaleza "política", lo cual pudiera aproximarles a la idea que subyace en la atribución de la soberanía al pueblo español, la precomprensión étnica de la nación española. En tal caso lo que estaría en juego sería el art. 2, párrafo 2º CE, a través de una interpretación que considerase que en el reconocimiento del "derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran (se refiere a la nación española)", se halla implícito el reconocimiento también de una precomprensión étnica de cada nacionalidad y región. Sin embargo, tal interpretación encaja mal con el concepto jurídico de pueblo catalán, vasco, asturiano,  extremeño, etc. que no se construye en los respectivos Estatutos sobre una precomprensión étnica de la nacionalidad o región
(80), sino esencialmente sobre el criterio democrático de vecindad administrativa. En consecuencia no tiene sentido que el art, 13.2 CE niegue a los extranjeros, por el hecho de no ser españoles, el sufragio en las elecciones autonómicas. Por último, en la medida en que lo importante es el pueblo de ciudadanos, su autorreferencialidad (identidad entre sujeto gobernante y sujeto gobernado), podría suprimirse el veto radical al sufragio de los extranjeros en elecciones generales y establecer las condiciones de residencia para adquirir la condición de ciudadano, máxime cuando, en relación con residentes comunitarios, el ejercicio de algunas competencias legislativas del ordenamiento español ya  se han transferido a la Unión Europea. La soberanía se hace borrosa y los criterios para justificar desde una perspectiva democrática  la definición jurídica de la pertenencia a un pueblo también.

              C) Democracia, soberanía y sufragio múltiple.
 
            En coherencia con el planteamiento democrático aquí expuesto cabe proponer la posibilidad del sufragio múltiple sobre la base de la doble residencia administrativa. Si de lo que se trata es de optimizar el principio democrático de identidad entre pueblo gobernante y pueblo gobernado, nada tiene de extraño proponer que una persona, con independencia de su nacionalidad, vote allí donde es gobernada y tantas veces como es gobernada. Si lo es  en dos sitios distintos, por residir a lo largo del año en dos lugares diferentes -piénsese en un inglés que pasa una parte del año en Oxford y la otra en Alicante- no es descabellado pensar que pueda ser a la vez ciudadano de uno y otro ente local. Lo mismo puede decirse del español -típico caso de jubilados del norte- que pasa más de la mitad del año en su lugar de origen y los meses restantes en un municipio de la costa levantina. Desde luego habría que perfilar las condiciones para definir la residencia administrativa (por ejemplo, no más de dos residencias y un mínimo de meses en cada una) y permitir la compatibilidad de las dos residencias, pero la idea en sí es posible y radicalmente democrática. El sufragio múltiple no tendría por qué limitarse a las elecciones locales. Por supuesto, en ningún caso se reconocería un voto plural en las mismas elecciones, porque ello vulneraría el principio de igualdad y el propio fundamento de la propuesta, ya que nadie es gobernados dos veces en un mismo ámbito territorial. El ciudadano que tiene dividida su residencia entre Barcelona y Tarragona, podría votar en las elecciones municipales en los dos sitios, pero, como ciudadano de Cataluña, sólo podría emitir un voto en las elecciones autonómicas catalanas. Por contra, si la residencia la tiene distribuida entre Barcelona y Oviedo, podría votar en las elecciones locales de ambos municipios y también en las elecciones autonómicas de una y otra comunidad autónoma. Y lo mismo cabría decir de las elecciones generales en relación con los extranjeros siempre que hubiese un convenio de reciprocidad. Ha de tenerse presente que las constituciones prevén desde hace tiempo tratados de doble nacionalidad con la finalidad de  mantener allende las fronteras la sustancia nacional, su sustrato de homogeneidad social. De igual manera, dichas normas podría  prever tratados de doble residencia para conceder la ciudadanía política; el fundamento sería la idea democrática de igualdad formal pese a la heterogeneidad social. Desde un punto de vista democrático no es aceptable que la pertenencia a una comunidad histórica por vínculos de sangre sea jurídicamente relevante a la hora de configurar la ciudadanía y no lo sea, o lo sea en muy pequeña medida, la permanencia prolongada en el territorio. Además, podría darse la paradoja de que un alemán que pase en Menorca gran parte del año pueda votar en las elecciones locales de su país y en las de la isla y, sin embargo, un catalán en las mismas condiciones sea a esos efectos un extranjero en  dicho municipio.
             Cabría objetar a la propuesta que rompe indirectamente la igualdad de voto, ya que el resultado de unas elecciones puede influir en la composición de otros órganos representativos de un ámbito territorial que englobe los dos lugares de residencia del ciudadano en cuestión. Por ejemplo, las elecciones municipales inciden en la composición de las Diputaciones provinciales o, como en el caso de la residencia anual dividida entre Cataluña y Asturias, el voto en una y otra Comunidad no sólo sirve para elegir a los respectivos parlamentos autonómicos, sino que indirectamente influye en la composición del Senado (designación de los senadores autonómicos)  o en las iniciativas legislativas ante el Congreso. Sin embargo la diferencia es nimia e irrelevante, pues el peso de cada voto cambia cada vez que aumenta o decrece la composición del cuerpo electoral por causas biológicas o de flujos migratorios. En todo caso, el problema queda planteado y quizá en el siglo XXI, si decrece el sentimiento nacional y aumenta el sentimiento constitucional democrático, la doble residencia como factor de ciudadanía se imponga para cualquier tipo de elección. El dinero no tiene sentimientos ni patrias y la doble residencia a efectos fiscales ya se ha establecido sin objeción alguna. Quizá por ahí se abra la brecha, pues el individuo cada vez se ve -o se lo hacen ver las distintas Haciendas públicas- más contribuyente y puede que reclame su derecho a contribuir también a elegir a los que deciden la política fiscales en los diversos ámbitos en los que paga impuestos
(81).
             En suma y parafraseando un título de J. Rawls, cuando se habla del pueblo como titular de la soberanía, eso es  "política, no metafísica"
(82). La soberanía del pueblo  no puede interpretarse como un principio metafísico de unidad sustancial de la que emanan todos los poderes del Estado. Hay que liberarse de esa  mentalidad lineal y volcánica (83) de pueblo, porque no responde a lo que es su plasmación jurídica, la constitución democrática. La constitución no proclama la soberanía nacional o popular para dejar patente quién es el sujeto que decide en el estado de excepción, en los términos planteados por Schmitt, sino justamente para señalar que no es posible el estado de excepción en su nombre, ya que el pueblo actúa a través de los procedimientos constitucionalmente establecidos. Tampoco, pues, se entroniza al pueblo para identificar un ente pre-jurídico dotado de propia voluntad y poder ilimitado. La soberanía popular cumple la función de preprogramar el Estado democrático de derecho al objeto de que organice lo más fielmente posible el absoluto político que ella representa, es decir, la idea de una sociedad de individuos libres e iguales en la que los gobernados se sientan gobernantes. Cumple, así también una función legitimadora del sistema democrático, porque presupone que la programación de este sistema responderá al mito fundacional y autorregulador de aquel absoluto político. Pero claro está, como se está hablando de política y no de metafísica, se tendrá que comprobar cómo se articula la "titularidad de la democracia", habrá que decir con B. Brecht: "Todo el poder del Estado emana del pueblo, pero ¿adónde va?"
               C. Esposito captó con gran precisión dónde está la clave de la transformación jurídica del principio de soberanía popular en principio democrático. "El contenido de la democracia no radica en que el pueblo sea la fuente histórica o ideal del poder, sino en que tenga el poder. Y no sólo en que tenga el poder constituyente, sino también en que a él correspondan los poderes constituidos; no en que tenga la nudo soberanía, (que prácticamente no es nada), sino el ejercicio  de la soberanía (que prácticamente lo es todo)"
(84). Será en este terreno donde haya que reconstruir al soberano de la democracia, o sea, la posición jurídica del individuo y -como corolario- de la minoría, pues la doble tesis  que a continuación se va a sostener es que los derechos fundamentales son fragmentos de soberanía y que en democracia no hay mayorías, sólo decisiones por mayoría; lo propio de la democracia es el principio de la minoría.

 

V. La reconstrucción del soberano democrático. Los derechos fundamentales comofragmentos de soberanía.

 

             En la filosofía contractualista el estado de naturaleza explica el punto de partida, pero cumple la función de dejar claro cuál ha de ser el punto de llegada. Sin esta función la hipótesis del contrato carecería de sentido. Por tanto no basta con afirmar que la libertad y la igualdad deben estar garantizadas en el sistema creado para ello, la democracia; es preciso saber más exactamente qué libertad e igualdad se quiere garantizar y cómo se ha de garantizar. Algo ya se ha mencionado en las páginas precedentes al estudiar de la diferencia entre soberanía popular y soberanía nacional, pero conviene ahondar con mayor profundidad.
 
        1. La relación entre libertad e igualdad. Abstracción jurídica, dignidad humana y forma de
        Estado.

         La clásica discusión sobre si la libertad es un prius de la igualdad o al revés carece de sentido en la hipótesis del estado de naturaleza, pues en ella se parte de la base de que todos los individuos son a la vez  libres e iguales. El problema surge cuando se plantea la necesidad de elaborar el contrato social. No obstante, y para resolver luego este asunto, puede afirmarse que en dicha situación original primero es la libertad de uno, porque en tal supuesto la libertad no es un concepto relacional, sino ontológico. Por contra, la igualdad necesita que surja "el otro" y el tertium comparationis será precisamente la libertad. En el estado de naturaleza no puede haber igualdad sin libertad individual, porque si no hay libertad es que alguien ha privado de ella a otros y, por tanto, ese alguien no es igual a éstos. La igualdad en el estado de naturaleza no entraña homogeneidad social alguna, no sólo porque no exista sociedad, sino porque significa todo lo contrario, heterogeneidad individual. La igualdad viene dada por el carácter absoluto, abstracto, de la libertad. Esta libertad igual se resume en lo que Rousseau denomina cuota o fracción de soberanía.
             Para las tesis contractualistas si se vive en sociedad, es porque cabe suponer que algún tipo de pacto social se ha celebrado entre los individuos y consideran que ese pacto debe ser adoptado por unanimidad. Así lo estima Rousseau
(85), que resuelve la objeción de qué sucede con los que no se adhieren al pacto con la expeditiva respuesta de calificarlos como extranjeros entre los ciudadanos (86). Esta salida revela tres cuestiones importantes. Primera, la igualdad se sustancializa; el pacto se erige en el elemento de comparación y de separación entre los que se adhieren y los que no; sólo los que han pactado se convierten en ciudadanos. Segundo, la libertad natural del individuo, su autorreferencialidad individual, pervive después del pacto si previamente se ha participado en su firma; no si se ha rechazado. Y, tercero, y ésta en una conclusión general que ya no es específica del Contrato diseñado por Rousseau, tras la celebración del pacto, la relación entre libertad e igualdad se altera y las posiciones de éstas se intercambian (87). La igualdad se convierte en un prius para la libertad. Sólo los jurídicamente iguales son libres. No cabe afirmar que todos los individuos son libres si sólo los ciudadanos (los nacionales o supuestamente signatarios del pacto) son iguales ante la ley. Como es fácil colegir, la situación jurídica que organiza el Contrato social no es el punto de llegada que pudiera presumirse con aquel punto de partida, y eso sin contar con las consecuencias de la tesis de la voluntad general.
             Aunque escribe sobre el estado de naturaleza, Locke, anterior a Rousseau, emplaza su tesis en el derecho natural. El pacto lo resuelve de una forma aparentemente más satisfactoria que el ginebrino, ya que en su contenido no incluye lo relativo a la libertad esencial del individuo, de manera que no habría inconveniente en que todos pactasen para crear un poder político que garantizase la seguridad que no hay en el estado de naturaleza. En cualquier caso quedarían a salvo, retenidos,  los derechos naturales más elementales del individuo
(88) . Pero, claro está, lo resuelve, porque no se plantea el asunto central de crear una sociedad civil fundada exclusivamente en un contrato constitucional, sin dependencia del derecho natural.  Será Kant quien cambie de raíz el enfoque contractualista, porque prescinde de una situación ideal como punto del que deducir el contrato, ya que éste es una mera idea de la razón práctica, una norma por sí misma (89). El punto de llegada se erige en punto de partida. La libertad es ley de la razón práctica y se concibe socialmente como condición de la libertad de los demás. La libertad define los límites y los límites definen la libertad. El contrato kantiano tiene como norte la dignidad moral del individuo, y el respeto a toda persona se constituye en un fin en sí (90).
             Importa subrayar aquí dos cuestiones claves para reconstruir el soberano de la democracia. La primera es que la libertad del individuo no desaparece disuelta en la voluntad general de la colectividad nacida tras el pacto, como en Rousseau. La fracción de soberanía del individuo -lo que le hace libre y, por tanto, igual en el estado de naturaleza- aparece en el contrato kantiano condensada en la idea de libertad ("que corresponde a todo hombre en virtud de su humanidad") e igualdad ("no ser obligado por otros sino a aquello a lo que también recíprocamente podemos obligarles")
(91), y que se sintetizan en el concepto de dignidad humana. El carácter general y abstracto de la dignidad humana iguala a todos los individuos (igualdad formal, no sustancial) en su libertad. El Estado nace para garantizar esa dignidad común a todos y cada uno de los individuos. Lo de menos en este caso es el  contexto político burgués en el que Kant enmarca su teoría y subjetiviza dicha dignidad. Lo de más es que aquella formulación general y abstracta permite aplicar el concepto con independencia del entorno histórico y político en el que nace y liberarlo de las fuertes restricciones que acaba imponiéndole Kant (sobre todo en materia de sufragio (92)). De la formulación abstracta del concepto de hombre cabe deducir que el ser humano debe ser ciudadano, miembro de la societas civilis y portador de los atributos inseparables de su esencia, la libertad, la igualdad y la independencia civil (93). La otra cuestión a tener en cuenta es que organiza la garantía de la  libertad e igualdad sin refugiarse en el derecho natural como ámbito de conservación de los derechos más elementales, como proponía Locke. El derecho positivo interioriza la función garantista del derecho natural a través de la forma jurídica, de su validez formal. La norma jurídica ha de ser general y fruto de un debate público y racional (94). Se aplica a todos por igual y  a todos protege en su libertad e igualdad.
             El concepto de dignidad humana tiene una dimensión individual; el individuo es sujeto,  es un fin en sí mismo, no un objeto. Pero también posee una dimensión social o relacional; la dignidad es de todos los individuos como especie humana. La  dignidad consiste, pues, en el derecho a ser respetado y, a la vez, en la obligación de respetar a los demás, lo cual exige necesariamente una concepción pública de su contenido. Pudiera  afirmarse que el contrato social expresa un acuerdo sobre el reconocimiento y garantía de la dignidad humana y, en este sentido, el acuerdo trata sobre cómo organizar la diversidad (libertad) partiendo de la igualdad esencial de todos los individuos y, por tanto, cómo solventar también el posible conflicto a causa del ejercicio de la libertad ( desacuerdos, controversias). La idea de dignidad humana se erige en pieza esencial del parámetro de identificación de un sistema como democrático. Su reconocimiento constitucional cumple la función jurídica  de irradiar su contenido a todas las relaciones normativas en las que esté en juego la libertad e igualdad de la persona
(95). De ahí que la dignidad y la forma de Estado no puedan pensarse por separado (96).

         2. La unanimidad como expresión de proporcionalidad extrema. Los derechos fundamentales
        como fragmentos de soberanía.

             Todas las tesis contractualistas pasadas y presentes (97) fundan el pacto en la decisión unánime de los contratantes, quizá para no traicionar el presupuesto de libertad natural de cada individuo. De la ausencia de unanimidad cabría colegir que los no firmantes son obligados a vivir en sociedad en contra de su voluntad. Sin embargo, desde una perspectiva kantiana se podría prescindir de ese requisito. La exigencia de unanimidad en la firma del pacto denota una concepción del contrato como instrumento de formación de una voluntad colectiva única y una visión de la unanimidad como procedimiento para llegar a esa decisión, y aquí está el error. La unanimidad no es un principio de adopción de acuerdos, sino de mera manifestación de una voluntad individual que debe ser respetada. Por supuesto puede utilizarse también como criterio de decisión y, en tal caso, la unanimidad ha de entenderse como una mayoría cualificada en su más alto grado, pero como regla de esta naturaleza y cualificación precisa de un plus de justificación para no ser tachada de antidemocrática. En realidad, y esto es fundamental, la unanimidad responde a un principio de proporcionalidad, no a un principio de la mayoría. Por tanto, lo verdaderamente  importante del contrato social no es su procedimiento de adopción (ya se ha visto en Rousseau a qué puede conducir la unanimidad), sino su contenido. Lejos de ser la voluntad de todos, la unanimidad es la voluntad de cada uno de los que van a formar o  (tras el contrato) forman ya ese todo (98). En consecuencia, la fracción de soberanía, la autorreferencialidad individual, la libertad del estado de naturaleza. etc. quedan incluidas en el contenido del contrato si su primera cláusula es que cualquier decisión que se adopte, cualquiera que sea el quórum exigido, debe respetar en todo caso la dignidad humana. La mayoría por la que se aprueba el contrato pasa a un segundo plano e incluso podría afirmarse con Kant que "el origen del poder supremo, considerado con un propósito práctico es inescrutable para el pueblo que está sometido a él: es decir, el súbdito no debe sutilizar activamente sobre este origen, como  sobre un derecho dudoso en lo que se refiere a la obediencia que le debe (ius controversum)" (99). Lo capital no es el origen del contrato, sino su contenido; no la incierta voluntad de los contratantes, sino la certidumbre de que la autonomía de la voluntad de los sujetos al pacto será  tras él respetada. Recuérdese una vez más, que el sentido de lucubrar sobre el estado de naturaleza no es para averiguar el origen del contrato, su punto de partida, sino los términos del contrato y, por tanto, el punto de llegada y las condiciones que en él se quieren mantener.
             Se ha visto que J. Locke no se fiaba de la voluntad general postcontractual y reservaba la garantía de la libertad al derecho natural; pero éste ya no se considera derecho válido. La vuelta actual de algunas corrientes doctrinales al  estado de naturaleza como realidad y no como pura hipótesis
(100), revela el deseo de privar al ordenamiento jurídico de su cualidad soberana, de su diferenciación del orden moral (político y económico también) y lo mismo sucede con algunas teorías que asignan al principio de soberanía nacional una función "afirmativa externa" (101). El problema de todos los que se refugian en el derecho natural para eludir una acción o norma jurídico-positiva no deseada es determinar cuál es la norma aplicable del derecho natural y quién y cómo se encarga de  hacerla respetar, y esto ya no es una simple cuestión hipotética; es caer en el reino de la arbitrariedad y la incertidumbre para hacer frente a un ordenamiento jurídico que supuestamente no respeta las reglas y condiciones del contrato fundacional. La conservación del soberano en una sociedad jurídicamente organizada no se consigue  reteniendo sus facultades en el derecho natural. Fuera del derecho positivo no hay derecho y sin éste tampoco hay democracia.
             La solución ha de venir por reconstruir en el ordenamiento jurídico la libertad igual de todos los individuos; por integrar en su estructura aquella dignidad humana en cuanto síntesis de dicha libertad igual. Si la unanimidad se quedase en la fórmula de aprobación del contrato y a partir de él las decisiones se adoptasen por mayoría, no habría garantía en el futuro para la minoría. No se está afirmando aquí que después del contrato los acuerdos deban tomarse por unanimidad, sino que, cualquiera que sea la fórmula por la que se establezcan, deben respetar el sentido de proporcionalidad extrema que se encierra en la idea de unanimidad que late en el contenido del pacto social. Si la unanimidad es la composición por adición, una tras otra, de las  fracciones individuales de soberanía -o sea, de la libertad a garantizar después del contrato para ser el individuo tan libre como antes de su celebración- el objeto del contrato necesariamente ha de ser perpetuar en sociedad esa unanimidad y la base individual que la hace posible, y ello se consigue por dos vías complementarias. De un lado, la igualdad formal como prius de la libertad: todos los seres humanos, -no sólo los ciudadanos, los que se adhieran al pacto- son iguales ante la ley; una ley, además, general y abstracta. De otro, la libertad individual: el reconocimiento y garantía de esas fracciones de soberanía, de esa dignidad humana, ha de concretarse en un conjunto de derechos fundamentales. La unanimidad no expresa un todo sustancial y homogéneo que se encarna en la nación o pueblo; expresa la absoluta proporcionalidad, o sea, la absoluta heterogeneidad que habita en el actuar de cada uno de los individuos  y que jurídicamente toma cuerpo en el ejercicio de esos derechos y libertades de la persona. La originaria fracción de soberanía del individuo, su autonomía de la voluntad, la libertad  igual de cada uno, etc., se transforma así en el unánime reconocimiento jurídico del elenco de derechos fundamentales sustantivos y procesales.
             Obviamente no todos los ordenamientos jurídicos reconocen la dignidad humana y no todos lo hacen con la misma amplitud. Si el único derecho válido es el derecho positivo, la garantía de la dignidad humana ha de venir por una estructuración del sistema jurídico que garantice aquel reconocimiento y el Estado democrático de derecho es la organización jurídica de esa garantía. La proclamación del principio de soberanía popular recobra su sentido originario si se liga al Estado democrático de derecho, porque cumplirá la ya citada función de preprogramar la soberanía del sistema jurídico, su positividad lato sensu, a partir de su idea primigenia: la autorreferencialidad individual, la libertad igual, la dignidad humana, etc. En suma, desaparecida esa mixtura de órdenes político, moral, económico y jurídico, típica del estado de naturaleza y normativamente concentrada en un supuesto derecho natural, el derecho positivo se configura como un sistema con identidad propia (soberanía del ordenamiento jurídico a través de su autorreferencialidad y positividad). Su característica es  la regulación del uso irresistible de la fuerza física para estabilizar determinadas expectativas sociales. La forma de impedir que ese uso se vuelva contra los individuos, no es apelando a un inexistente derecho natural de resistencia a la opresión
(102), tal como proclamaba el art. 2 de la Declaración francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 (103). Por el contrario, se consigue si se convierte aquella idea primigenia en contenido de expectativas jurídicas y se hace de ellas el núcleo del sistema jurídico. Los derechos fundamentales surgen, así, como derechos resistentes frente a todos y dotados de esa  fuerza irresistible del derecho para ser eficaces y no meras proclamas retóricas .Puede decirse que son, utilizando la expresión de Gerber,  "efectos reflejos" del derecho soberano, si bien no en el sentido de ser productos de una generosa  "autolimitación" o " autoobligación" de éste (104), ya que desde una perspectiva democrática los derechos fundamentales y las libertades públicas, lejos de limitar la positividad lato sensu del ordenamiento jurídico, coadyuvan a hacerla posible de manera determinante, y esta función es en sí misma el contenido de los más importantes de aquellos derechos. Se trata, en definitiva, de configurar los derechos fundamentales como fragmentos de soberanía.

 

VI. Soberanía, democracia pluralista y principio de la minoría.
 
        1. La democracia y el principio de la minoría. El individuo como minoría.

             Se suele decir que la democracia se caracteriza por el triunfo de la mayoría y el respeto a la minoría, de manera que ésta queda definida en relación con aquélla. Sin embargo, se trata de una visión plana, de plano inclinado, de la democracia. Si no se pierde de vista el punto de partida comentado en el epígrafe anterior, la primera conclusión a la que hay que llegar es que lo propio de la democracia es la minoría. Incluso cuando se trata de votaciones -y aun  sin tener en cuenta la diferencia entre población y cuerpo electoral; atendiendo exclusivamente al resultado de la votación- por regla general el triunfo no corresponde a  una mayoría, sino a una  minoría mayoritaria. Pero, dejando esto a un lado, lo que se desea afirma es que estemos o no ante un proceso de formación de la  voluntad colectiva, el fundamento de la democracia  es el individuo; él es la primera y singular minoría. No es minoría frente a una mayoría; es minoría frente a todos, y este es el sentido de la eficacia de los derechos fundamentales en una democracia. Como consecuencia de la garantía del individuo, surge la  necesidad de proteger los grupos en lo que se encuadra, ya sean circunstanciales, estables o permanentes. Por tanto, ha de avanzarse ya ahora otra conclusión para poder comprender el proceso democrático. La minoría no se protege en función de no ser mayoría, sino en función de ser una agrupación de individuos, de seres humanos cuya dignidad no desaparece por la cantidad o la cualidad del grupo en el que se integra (o en el que queda circunscrito por mor de una votación). Dicho en otras palabras, la mayoría no es una unanimidad venida a menos, sino una minoría venida a más. Recuérdese que la unanimidad  no responde al principio de la mayoría, sino al de proporcionalidad; una proporcionalidad máxima, pues traduce la autorreferencialidad del individuo, su condición de sujeto y no de objeto, que ninguna mayoría ni siquiera la voluntad de todos puede obviar. De no ser así, el linchamiento habría que calificarlo de decisión extraordinariamente democrática (105).
             Hacer del individuo sujeto de comunicaciones jurídicas y no mero objeto de las mismas  es introducir en la organización del sistema jurídico una gran complejidad. De un lado, porque entraña una atomización de las funciones generales del sistema convirtiendo a los individuos en partícipes de la autorreferencialidad y positividad de éste, o sea, de su soberanía. De otro, porque esa participación no se concibe necesariamente con sentido finalista, de integración  en un orden jurídico global del sistema; también como un reconocimiento de la autorreferencialidad del individuo per se, ejercible frente a todos, sean poderes públicos o sean los demás individuos. En esta doble dimensión objetiva y subjetiva
(106) los derechos dan pleno sentido a la definición que antes se dio de ellos como fragmentos de soberanía.
             La complejidad aumenta considerablemente en un sistema jurídico organizado como Estado social y democrático de derecho, porque sus respuestas de índole económica y social el propio sistema las considera condiciones jurídicamente relevantes para que puedan ejercerse los derechos fundamentales, (comunicaciones jurídicas de los individuos a través del sistema). Aumenta, además, porque un tipo de respuestas consiste en revestir a estas comunicaciones de una dimensión general, de forma que interaccionan entre sí no sólo a título individual, sino también revestidas  del sentido global del sistema (caso típico tanto de la interpretaciones funcionales de los derechos, como de las que extienden la eficacia de los mismos a las relaciones entre particulares). A todo ello se une que los derechos fundamentales siguen conservando su dimensión estrictamente subjetiva, de manera que el sistema busca su estabilidad garantizando también la heterogeneidad social. Uno de los máximos exponente de la complejidad del ordenamiento jurídico democrático al amparar esta autorreferencialidad subjetiva, desconectada en apariencia de la autorreferencialidad global del sistema, se encuentra en aquellos supuestos en los que se reconoce al individuo el derecho a sustraerse de sus obligaciones jurídicas. El propio sistema integra como un elemento más de su funcionamiento la posibilidad  de que el individuo se resista al cumplimiento de un deber jurídicamente establecido. No se trata del derecho de resistencia, antes mencionado, porque ya se ha dicho que su reconocimiento es unaincongruencia
(107). Se quiere aludir aquí al derecho a la objeción de conciencia (108), sea al cumplimiento del servicio militar, al ejercicio de determinadas prácticas médicas, al cumplimiento de contratos periodísticos cuando el medio informativo cambia radicalmente de línea editorial, a la revelación de las fuentes informativas o de historiales clínicos, etc. En todos estos casos el sistema jurídico democrático hace un bucle para transformar una complejidad adicional y distorsionante en una comunicación jurídica más del sistema que entra a participar en su positividad lato sensu.
             Ya se ha dicho que la democracia es el principio estructural con mayor capacidad de impeler a un sistema sus cualidades funcionales de autorreferencialidad y positividad: ahora hay que afirmar, de manera refleja, que estas cualidades del sistema son las ideales para  organizar jurídicamente la democracia. La complejidad hace del sistema democrático un sistema extraordinariamente borroso, tanto en sus perfiles (los modelos de democracia son muy variados y unos son más democráticos que otros), como en su funcionamiento (son numerosas las reglas que se crean y que se activan en mayor o menor grado para canalizar las demandas y dar satisfacción a las respuestas). Sin embargo, esta borrosidad es la que propicia la estabilidad del sistema, es la fuente de su legitimidad, pues en su complejidad máxima establece los cauces para que cualquier individuo pueda participar en el sistema con cualquier demanda de acción u omisión y , a la vez, tener la certeza de que no va a ser de antemano rechazada y la confianza de que podrá ser satisfecha en la mayor medida posible. En suma, y parafraseando a Terencio, a un sistema jurídico democrático nada de lo humano le debe ser ajeno.
             Desde luego, ningún sistema resiste una ilimitada complejidad; sin embargo, en determinados aspectos fundamentales el problema de las actuales democracias es el contrario. Cierto que cada vez está más  entreverada  su estructura constitucional y cierto también que en gran parte se debe a la ubicación de los derechos fundamentales en el núcleo constitucional
(109) y a la extensión de su reconocimiento a todos los seres humanos a través del nódulo de dignidad identificable en el contenido esencial de los mismos. No obstante, necesita desprenderse de algunas limitaciones esenciales que cierran el sistema a determinadas expectativas básicas; una de esas restricciones es  la de vincular la ciudadanía a la nacionalidad. Hoy Terencio estaría preguntándose ¿Cuánta ajenidad puede soportar un sistema democrático sin dejar de ser democrático?.
             En todo caso, la democracia tiene que ser el "imperio de los ciudadanos", no del pueblo
(110). De acuerdo con Häberle, "la democracia de los ciudadanos sugiere un pensamiento que contempla la democracia desde los derechos fundamentales, no concepciones según las cuales el pueblo, como soberano, en realidad sólo ha ocupado el lugar del monarca" (111). Es preciso abandonar la "filosofía del sujeto" (112), la metafísica del soberano, y atender al proceso de comunicaciones  sociales jurídicamente relevantes para el sistema. Sólo así se podrá comprobar la posición que ocupa el individuo; en qué medida es regulado como minoría que participa en el funcionamiento de la autorreferencialidad y positividad del sistema, en cuál como minoría marginada del mismo. La proclamación de la soberanía del pueblo desvinculada de la democracia de los ciudadanos responde a un planteamiento ideológico, político, no a una imposibilidad jurídica del sistema, saturado de complejidad.
 
        2.   Las minorías como heterogeneidad y no como excepción a la homogeneidad social.
 
            Las minorías pueden agruparse en dos tipos distintos en atención a la estabilidad del grupo que integran: minorías ocasionales y minorías tendencialmente permanentes
(113). Las minorías, sobre todo las del segundo tipo, son un problema cuando se parte de una concepción sustancial de pueblo soberano, de manera que la democracia se fundamenta en una presupuesta homogeneidad social y sobre ésta se construye el principio de igualdad y libertad (114). Cuando la precomprensión étnica de la comunidad es monolítica y de suma cero (leáse fundamentalismos de variado pelaje, religioso, racial, cultural, etc.), el sistema jurídico sólo reconoce las minorías para reprimirlas. En tal caso no cabe hablar de democracia, por más que funcione un sistema parlamentario entre los sustancialmente iguales. Históricamente las democracias aceptan las minorías sin abandonar el criterio sustancial de pueblo; admiten que dentro de la comunidad de destino cabe la diversidad de grupos estables y jurídicamente así se garantiza (115); pero esta protección no oculta que en general, y aun privilegiándolas, se trata a las minorías como una excepción a la homogeneidad preexistente. Ni que decir tiene que , además, se mantiene la división entre los pertenecientes a la unidad existencial del pueblo y los extranjeros. Éstos constituyen una minoría  por exclusión (los no nacionales) y únicamente es identificable como tal en términos jurídicos, pues su composición suele ser muy variopinta y mudable.
             Por el contrario, las minorías no representan teóricamente ningún problema cuando la fundamentación de la democracia se basa en el individuo, concebido así como la primera y singular minoría. Cualquier agrupación de individuos, sea ocasional o tendencialmente permanente,  participa de la dignidad de sus miembros y un sistema democrático debe darle el tratamiento jurídico adecuado, tanto en lo que se refiere a garantizar su existencia como a propiciar su participación social y política
(116). La minoría en una democracia tal no pugna con una homogeneidad preestablecida y que domina de antemano los instrumentos de autorreferencialidad y positividad del sistema; no tiene que "abrirse paso" como excepción frente a una mayoría autocontenida; tampoco hay minorías por exclusión. En una democracia en la que no existen diferencias entre ciudadano y residente, entre nacionales y extranjeros, no hay en principio mayorías; sólo minorías, "individuales" y colectivas; minorías poco numerosas y minorías mayoritarias, y todas ellas participan en el funcionamiento del sistema jurídico, inicialmente abierto a cualquiera de sus expectativas sean de tipo sustantivo o procesal. El problema puede surgir cuando una minoría (por ejemplo, nacionalista) no quiere ser reconocida como minoría, ya que aspira a constituirse en mayoría independiente y, por tanto, cuestiona el propio sistema (117), que es el que la identifica como minoría. Para sacudirse esta calificación, reivindica su pertenencia a un derecho superior de orden natural que supuestamente le reconoce un derecho a la autodeterminación. Sin embargo, esa meta sólo es alcanzable gracias al propio sistema jurídico que se repudia, no al derecho natural (118)
 
        3. Minorías y proceso de deliberación: unanimidad-proporcionalidad.
 
            La democracia es la organización del ejercicio de la soberanía popular que reclamaba Esposito y -se acaba de ver- se articula sobre la doble dimensión de los derechos fundamentales concebidos como fragmentos de soberanía. La dimensión subjetiva atiende a la fracción de soberanía como  libertad  individual; la objetiva, a la fracción de soberanía como parte a engarzar en un todo, marco social de convivencia. Para un  sistema jurídico democrático basado en el individuo y no en la comunidad de destino, en el ser humano y no en el Ser nacional, las dos dimensiones de los derechos se complementan y no cabe dar preferencia a la objetiva sobre la subjetiva, porque todas las acciones surgidas del ejercicio de los derechos tienen sentido para el sistema. Este las reconoce como propias del proceso de comunicación jurídica, porque establece un proceso abierto a la heterogeneidad, no prefigurado por una idea de integración en una determinada homogeneidad social. Un sistema así se fundamenta y a la vez propicia una democracia procedimental
(119), en la que lo importante es la posibilidad de exteriorizar el pluralismo y encauzarlo para su convivencia pacífica, no la de controlarlo e incluso constreñirlo para dirigirlo hacia unas orden concreto o para impedir que se dirija a al establecimiento de otro u otros considerados nocivos para dicha homogeneidad. En definitiva, lo que para el individuo es comunicación subjetiva (por ejemplo, expresar libremente sus ideas), para el sistema es participación en un proceso de comunicación colectiva, tanto más abierto y plural, cuanto más variadas y numerosas sean las comunicaciones subjetivas (proceso de libre formación de la opinión pública) (120).  El ejercicio de los derechos fundamentales forma en sí el proceso de participación democrática en la autorreferencialidad y positividad del sistema, lo cual significa participación en el proceso de identidad (entendido como identificación) entre gobernantes y gobernados. Justamente por ser un proceso democrático, a él concurre el ejercicio de cualquier libertad, sea negativa o positiva, (todas son a esos efectos libertades de participación) y  carece de justificación separar dentro del proceso unas y otras para reservar  algunas de ellas a una parte determinada de la población.
             Desde esta concepción procedimental de la democracia no cabe diferenciar entre derechos del hombre y derechos del ciudadano (nacionales). El proceso democrático contradice sus presupuestos si se impide que los extranjeros puedan realizar en él determinadas comunicaciones jurídicas, máxime cuando se trata de aquellas  dirigidas a la deliberación para la adopción de decisiones del sistema (derecho de sufragio activo y pasivo y derecho de acceso a cargos públicos). La heterogeneidad del proceso se restringe y aquella identificación se convierte en una presunción jurídica cada vez más distanciada de la realidad jurídica de la que se afirma partir: la dignidad humana (libertad e igualdad de los seres humanos). De ahí la importancia de sostener que la democracia ha de basarse en el principio de la minoría.
             Cuando se habla del principio de la mayoría como esencia de la democracia no se hace referencia sólo a la regla matemática de la mayoría que se aplica en la adopción del acuerdo (el mayor número de votos triunfa sobre el menor número). Por supuesto, se alude también a las condiciones del  proceso de deliberación previo a la adopción del acuerdo (sufragio universal, sistema electoral, elecciones libres y competidas, pluralismo,  debate de las propuestas, respeto a la minoría, etc,. etc.)
(121). Sin embargo, el principio de la mayoría oculta que todas estas circunstancias pueden darse, y de hecho es lo habitual, marginando a una parte de la población más o menos numerosa. Como se recordaba páginas atrás, durante gran parte del siglo XX estaba excluida del proceso democrático la mitad de la población, las mujeres, y en la actualidad siguen sin poder participar en él los extranjeros residentes. La función legitimadora del principio de "mayoría", como la del sufragio "universal", se transforma en una función encubridora de un déficit democrático, tanto más importante cuanta mayor es la distancia entre gobernados y sujetos participantes en la deliberación para decidir el gobierno a seguir. El principio de la minoría resalta, en cambio, cuál es la unidad del proceso de deliberación, el ser humano (122) y los grupos en que se integra. El principio de la minoría subraya, además, algo de particular relieve en el  proceso democrático de deliberación, el sentido que tiene la unanimidad del pacto fundacional, esto es, la idea de  máxima proporcionalidad y por tanto, de máximo pluralismo.
             Como consecuencia de la dignidad de las personas, en el proceso democrático todas las opciones son igualmente dignas de ser tenidas en cuenta
(123). Obviamente, esto no quiere decir que todas tengan un contenido igualmente digno, sino que todas son dignas de no ser excluidas del debate público y de gozar de las mismas posibilidades de discusión. La complejidad tan grande que supone dar cabida a la heterogeneidad que produce el ejercicio de los derechos fundamentales la reduce el sistema a través de los propios derechos fundamentales, muy en especial del reconocimiento de la libertad de prensa, que permite la formación de corrientes de opinión y del derecho de asociación y, más concretamente, del derecho de creación de partidos políticos. Además, para simplificar el proceso de deliberación dirigido a la programación de sus decisiones el sistema democrático arbitra derechos fundamentales específicos y crea instituciones a ellos anejas.  (Sobre todo el derecho de sufragio y la representación). A diferencia del liberalismo, la democracia concibe la representación como un instrumento de representatividad del pluralismo político para dar fiabilidad (la positividad como legitimación) a las respuestas que a través de las instituciones representativas adopte el sistema. Insistir en la importancia de que no haya exclusiones en la titularidad del sufragio activo y pasivo es a estas alturas innecesario. Por lo que respecta al sistema electoral, como de lo que se trata es de trasladar el pluralismo electoral a los órganos representativos, el sistema electoral más democrático es el proporcional, pues es el que más se ajusta a aquella idea originaria de unanimidad fundacional (peso igual de las fracciones de soberanía y presencia de todas en el contenido del Contrato). El sistema electoral mayoritario concibe las elecciones como una decisión política  unitaria del cuerpo electoral, no como una representación simplificada del pluralismo político. La restricciones del sufragio y las distorsiones de la proporcionalidad merced a múltiples técnicas electorales son causa de que la organización de la representación no sea todo lo que debiera un cauce de simplificación de la compleja heterogeneidad social para buscar la afinidad entre las demandas y las respuestas del sistema.  Lo dicho hasta aquí sobre el principio de la minoría y proporcionalidad ha de extenderse al funcionamiento de los órganos representativos en lo que se refiere a su respectivo proceso deliberativo (124).
 
        4. Minorías y proceso de decisión. El principio y la regla de la mayoría.
 
            En el epígrafe anterior se comentó la diferencia entre principio y regla de la mayoría. El principio de la mayoría se engarza con el de la minoría y no tiene por qué haber  contradicción entre ellos, aunque de hecho existe un conflicto entre ambos pues en prácticamente todas las democracias aquel principio tiende un  velo sobre las minorías que quedan excluidas del proceso de deliberación previo a la aplicación de la regla de la mayoría. No se va a entrar aquí en la amplia disputa sobre por qué el voto de los más ha de imponerse sobre el de los menos
(125). Hace casi cincuenta años J. Dewey afirmó que "La regla de la mayoría, como tal regla de la mayoría, es tan tonta como sus críticos dicen que es" (126). Quería destacar con ello que cuando se habla de esta regla no se alude tan sólo a la fórmula matemática, sino a algo más trascendente, "los medios por los que una mayoría llega a serlo". El elenco de esos medios es lo que constituye el principio de la mayoría y lo que hace que la minoría se avenga a cumplir lo decidido por la mayoría (127). El no querer saber de estos elementos es lo que lleva a hablar de "dictadura del número" o "mayorías tiránicas", unas veces porque la mayoría prescinde de ellos y se impone sin más de forma mecánica (128) (la regla de la mayoría elimina el principio de la mayoría); otras, en cambio,  porque la minoría los quiere ignorar para no aceptar su posición minoritaria (desprecio del principio de la mayoría por una minoría) (129).
             El principio de mayoría no hace perder sentido a la libertad e igualdad de los individuos por el hecho de que unos sean mayoría y otros minoría. Ya se ha dicho que en democracia no hay mayorías, sino minorías mayoritarias y decisiones circunstancialmente apoyadas por el mayor número. La  garantía de la minoría no es por ser una minoría que algún día puede llegar a convertirse en mayoría, sino por ser aquellas fracciones de soberanía que no llegaron a un acuerdo con las que se mostraron más numerosas. Como señala Habermas al interpretar a Fröbel, una decisión mayoritaria sólo debe tomarse de forma que su contenido pueda considerarse el resultado racionalmente motivado pero falible de una discusión acerca de lo que es correcto, provisionalmente cerrada por imponerlo así la necesidad de decidir"
(130). La decisión por la regla de la mayoría presupone un objeto de decisión  incierto (131), no soluble por otros procedimientos. La incertidumbre es lo que permite el acceso de todos en condiciones de igualdad al proceso de deliberación y decisión . La discusión pública  no pretende hallar la verdad ni descubrir la razón. La decisión sólo tiene "presunción de razón".  "No se exige en modo alguno de la minoría, al resignar ésta su voluntad, que declare errónea su opinión, ni siquiera se exige que abandone sus propios fines, sino que renuncie a la aplicación práctica de su convicción mientras no logre hacer valer sus razones y conseguir el necesario número de votos" (132). El carácter falible y provisional de la decisión deja abierto el proceso político de deliberación, que cumple así una doble función. De un lado garantiza a la minoría la posibilidad de ser en el futuro mayoría. De otro, la posibilidad del más amplio pluralismo propicia que no haya mayorías preestablecidas y que el debate no sea la búsqueda de la razón como verdad homogénea, sino la búsqueda de lo razonable como compromiso (133) entre opiniones y propuestas diversas. Además, el principio de la mayoría rige sólo cuando haya necesidad de decidir y formar una voluntad unitaria, pero el proceso democrático no siempre lo exige. El parlamento es, ante todo, órgano de representación y muchas de sus actuaciones no tienen por qué concluir en la formación de una decisión del órgano; tan sólo en la expresión pública del pluralismo de la cámara sobre un determinado asunto. E igual sucede con los electores en un plebiscito no vinculante (art. 92 CE).
             En puridad la regla de la mayoría debería ser la mayoría absoluta, pues la abstención también es la formulación de una expectativa, en este caso negativa, sobre la propuesta o propuestas sometidas a discusión. No obstante, en aras de la mayor positividad del sistema, de su adaptación y no petrificación, se establece la mayoría simple como regla ordinaria de la mayoría. A la minoría mayoritaria le será más fácil imponer su criterio y a las demás minorías más difícil forzar un compromiso con ellas. Desde un punto de vista democrático surge la cuestión de si es coherente con sus presupuestos fundamentales la exigencia de mayorías cualificadas e incluso de la unanimidad para la adopción de determinadas decisiones. En el siguiente epígrafe se abordará este asunto. Baste ahora dejar constancia de que las mayorías cualificadas sólo pueden justificarse si tienen la finalidad de incorporar las minorías a una decisión de compromiso o consenso; los supuestos son variados: la reforma del texto constitucional o el desarrollo legislativo de aspectos fundamentales de éste, el carácter difícilmente reversible de la decisión a adoptar, la necesidad de rodear de imparcialidad al órgano nombrado a través de esa mayoría más intensa, etc. El sentido del principio de la mayoría cualificada se distorsiona cuando se articula como instrumento de la minoría para hacer rehén a la mayoría, También se traiciona cuando en lugar de aplicarse como método de asociación del mayor número posible en una voluntad común, se utiliza como principio proporcional de reparto de influencia política. Tal sucede en el nombramiento de órganos colegiados (por ejemplo, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, etc.) en los que la minoría interviene para obtener su cuota de poder a cambio de que la mayoría pueda reservarse otra proporcionalmente mayor
(134).
             No puede concluirse este apartado sin una breve referencia a otro de los postulados del principio de la mayoría y que cada vez es más utilizado como argumento para desplazar y reducir el ámbito de decisión del sufragio universal y, por tanto, de las decisiones democráticas, incluso de aquellas más fundamentales que  afectan al núcleo de la soberanía, el poder de reforma constitucional. Se trata del postulado de igualdad vinculado al de incertidumbre. El principio de la mayoría sólo ha de regir allí dónde la decisión no se puede alcanzar por métodos científicos o por personas con más capacidad y conocimiento, de manera que no todos están en igualdad de condiciones para discernir lo que es en cada momento lo políticamente correcto. En consecuencia se ha de confiar la decisión a grupos de expertos. Son las tesis del elitismo competitivo de Schumpeter, Hayeck o Buchanan, cuyo origen está en las ideas de Weber
(135). Sartori constata el hecho de cada vez las sociedades son más complejas y el papel del experto aumenta día a día su espacio de influencia. La conclusión a la que llega es que la democracia debe cambiar su funcionamiento pasando de ser participativa a ser meramente controladora (136). El problema es cómo crear legitimidad democrática en las decisiones de expertos.

 

VII. La tecnodemocracia y la soberanía electrónica. La pérdida de identidad del sistema democrático.

 

            La solución a este déficit de legitimidad se ha buscado en los propios medios que suministran los  avances científicos y técnicos; primero, en los procedimientos de sondeos o encuestas de opinión, cada vez mas completos y, de forma más reciente, en los instrumentos de comunicación interactivos que pretenden hacer real el sueño -o quizá la pesadilla- de un ejercicio permanente de la fracción de soberanía de cada ciudadano, la democracia continua.
             Sin duda, el sistema jurídico democrático se ha hecho extraordinariamente complejo para dar respuestas a un medio cada vez más heterogéneo con necesidades nuevas y que cambian con gran celeridad; piénsese en la nueva era de la medicina, la informática y telemática, la globalización de la economía,  los movimientos migratorios, los problemas ambientales y de fuentes de energía, etc. Sin embargo, la organización de la democracia sigue en lo esencial con los esquemas decimonónicos, sólo retocados. El cambio más acusado es el protagonismo de los partidos políticos cuya presencia en las instituciones representativas -e indirectamente incluso en las no representativas- ha producido una difuminación del sistema, lo ha hecho peligrosamente borroso en su identidad. El proceso de deliberación y negociación de las decisiones se lleva a cabo fuera de las instituciones representativas, cuyo funcionamiento queda distorsionado por el condicionamiento de la acción de los partidos sobre el sistema jurídico democrático. Las deficiencias e insuficiencias de éste ha sido la causa de intentar revitalizar instrumentos políticos y sociológicos de "democracia directa", pero a los que se le quiere dar virtualidad jurídica como nuevos cauces del sistema jurídico para percibir de manera inmediata las demandas que se desean cursar y las respuestas que se quieren recibir de los poderes públicos.
             Hasta hace poco aquellos instrumentos se reducían a las encuestas de opinión, que suministraban una información más o menos fiable de la población. Hoy, las nuevas tecnologías abren un horizonte insospechado de posibilidades de interacción entre ciudadanos e instituciones  que permiten no sólo manifestar una opinión o votar una opción en cualquier momento y no cada cuatro años, sino que hacen factible  también el debate. La tecnodemocracia puede dejar de ser plebiscitaria para convertirse en deliberativa. Algunos autores ven en esta novedad la posibilidad de reconstruir al soberano fragmentado
(137) y la rehabilitación de la denostada democracia de participación. Incluso se pronostica que surgirá una nueva ciudadanía "electrónica", que superará al clásico citizen (ciudadano o nacional), e incluso al denizen (residente, sea nacional o extranjero); será el netizen (el usuario de la red informática) (138). En algunos países ya ha habido ensayos de esta democracia interactiva y hay líneas de investigación dirigidas a buscar el medio  de su formalización jurídica como una vía para llevar a la práctica el ideal de identificación entre gobernantes y gobernados. Una de esos instrumentos es lo que J. Fishkin denomina DOP (deliberative opinion poll), encuesta de opinión deliberativa, que aspira a combinar la igualdad política con la deliberación. "Una encuesta de opinión ordinaria proporciona un modelo de lo que el electorado piensa, dado lo que sabe. Una DOP representa lo que el electorado  pensaría si, hipotéticamente pudiera estar inmerso en un proceso de deliberación intenso" (139).
            Los progresos que se pueden dar en esta dirección son muy grandes, sobre todo en relación con los propios partidos, que tienen ahí una fuente importante de acercamiento permanente a su electorado. Sin embargo, no cabe minimizar los riesgos para el sistema democrático de la formalización jurídica de una democracia "en directo", más que directa. Algunas de las objeciones que pueden plantearse son las siguientes. En primer lugar, se establece una democracia electrónica "censitaria o capacitaria", que margina a los que no tienen los medios técnicos o los mínimos conocimientos  para intervenir. En segundo lugar, surgen graves  dudas sobre las garantías del proceso, tanto de identificación del sujeto como de no manipulación del debate o del resultado; en tercer lugar, es muy probable que nazca una legitimidad paralela y posiblemente contrapuesta a la propiamente electoral; en cuarto lugar, y como consecuencia , se distorsiona y devalúa el sistema representativo, haciendo creer que  frente a la mediación de la representación está la inmediatez del pueblo, como si el cuerpo electoral electrónico fuese directamente el pueblo, el titular de la soberanía que, fraccionado, opina desde su casa  lo que se debe hacer. La desconfianza hacia este tipo de "medicinas alternativas" para curar los achaques de la democracia surge de la constatación de lo que en realidad es el sistema de encuestas, la "sondeocracia"
(140),  y de creación de opinión "en caliente" en medios de comunicación; en otras palabras, de lo que  globalmente es mejor calificar como "régimen de opinión pública". En él se pone de manifiesto la pretensión de trasladar al principio democrático  planteamientos pre-jurídicos de la soberanía popular.
             En efecto, comoquiera que la estabilidad del sistema democrático depende de su adaptación a las demandas y no de la represión de las mismas, siempre existe el riesgo de atacar la  autorreferencialidad del  sistema desde la autorreferencialidad de una  democracia "auténtica", entendida como plasmación directa de la soberanía popular. Tal sucede cuando ante una respuesta insuficiente del sistema a las demandas del medio social se achaca al propio sistema, a su autonomía con respecto al medio, el distanciarse de dichas  demandas.  Surge así la tentación de "volver a los orígenes", de que sea "el pueblo" el que determine las respuestas normativas, prescindiendo de los intermediarios institucionalizados en y por el sistema constitucional. En otras palabras, emerge el peligro de creer que es más democrático, más próximo a la "soberanía popular", un sistema jurídico disminuido en su autorreferencialidad y dependiente, en su validez y aplicabilidad, del medio social. En esta dirección apunta la pretensión  de presentar como  paradigma de la democracia un régimen de opinión pública, en el que aparece como más fiable para el buen funcionamiento del sistema el que éste se rija en sus decisiones parlamentarias, gubernamentales y judiciales por las encuestas y por la opinión moldeada en los medios de comunicación. Esta democracia "en directo" tiende a producir  el cortocircuito del sistema, deslegitima sus instituciones, y  necesariamente provoca el nacimiento de otras que, en la medida que están en el medio social, pueden ser adecuadas para canalizar y simplificar demandas, pero carecen de un procedimiento de deliberación y son incapaces de articular respuestas unitarias. Son expresión de lo que Fraser denomina "público débil"
(141) .  Esas instituciones acaban operando como un metasistema y, además, sin las garantías del sistema democrático (142).
             El perjuicio no es sólo para el sistema en sí, para su identidad,  sino para el contenido del principio democrático que se retuerce, pasando de la heterogeneidad a la  homogeneidad, del pluralismo y tolerancia a lo políticamente correcto y a la imposición de los "valores medios" en perjuicio de las minorías. Las opiniones del "público débil" se tabulan de manera que surge "la opinión pública"y las encuestas se constituyen en el soporte para la tiranía de la mayoría, porque convierten en decisión política (que se traslada a los agentes políticos, los partidos, y a los poderes públicos) lo que es sólo opinión y, todo lo más, debate. La influencia que tiene en el sistema jurídico democrático este imperio de la opinión de la mayoría se percibe en la jurisprudencia de corte axiológico de los derechos fundamentales. El ámbito de libertad protegido es el que coincide con los valores existentes; la libertad que se garantiza es la libertad "valiosa"
(143); el criterio de conducta exigible se uniforma en torno al "ciudadano medio" (144), quedando la minoría legalmente desprotegida.  De ahí la temeridad, que ya advierte Kriele, de considerar que a mayor identidad se produzca necesariamente mayor democracia (145) , sobre todo cuando esa mayor identidad es sólo aparente y manipulable.
             No menor es la de considerar más democrática la integración del  "proceso político" enla constitución, convirtiendo a cada ciudadano en intérprete constitucional
(146) , en la medida que ello suponga un poder constituyente "retenido" a la manera de la nueva higher lawmaking authority concebida por Ackerman (147). Habermas, aun manteniendo una concepción radical de democracia, se aparta de estos postulados, distingue el proceso político del proceso jurídico de toma de decisiones, y estima que la soberanía popular se diluye en el poder que brota de espacios públicos autónomos y con capacidad de condicionar las decisiones adoptadas por las instituciones democráticas. Se trata espacios públicos no distorsionados por relaciones de poder, espacios públicos no programados para la toma de decisiones y en este sentido "no organizados" (148). Su función es influir suministrando razones a las instituciones democráticas, pero sin ocuparlas ni sustituirlas (149).
             En definitiva, el problema de cómo insertar el principio de soberanía popular en el sistema jurídico no se puede resolver reteniendo la soberanía en el medio social para atribuirle su titularidad a "la opinión pública". La respuesta se encuentra en la organización del sistema jurídico de forma democrática, o sea, convirtiendo el principio democrático en instrumento de transmisión al sistema de la autorreferencialidad y positividad ínsita en la idea de soberanía popular. Ello  significa autonomía del sistema jurídico (constitución como norma jurídica suprema) con procesos de organización,  deliberación y decisión basados en los principios de igualdad y libertad (Estado de derecho); permeabilidad a las demandas del medio social (cauces democráticos de participación y representación)  y  garantías para la expresión de estas demandas de acciones u omisiones dirigidas al sistema (reconocimiento efectivo de derechos fundamentales). El pueblo soberano no se autolimita al organizarse jurídicamente. Bien al contrario, reafirma ese carácter si se encuadra en un sistema jurídico de máxima autorreferencialidad y positividad y -como ya se vio- sólo se puede alcanzar estas condiciones funcionales en su más alto grado con una estructuración democrática del sistema jurídico.
             De nuevo nos encontramos con la traducción de la soberanía en términos de borrosidad, en este caso de borrosidad democrática, pues aquel alto grado es más o menos elevado dependiendo del tipo de instituciones democráticas que se establezcan y de su mayor o menor capacidad y tendencia a la realización de la esencia (autorreferencialidad y positividad) del principio democrático.

 

VIII. Reforma constitucional y democracia
 
            Las normas de reforma constitucional son en términos informáticos,  y si se permite la comparación, el  software básico del sistema  (su "sistema operativo"), el que contiene   la programación jurídica de sus funciones esenciales, concentradas en la idea de soberanía o positividad lato sensu. En este último epígrafe se tratará de esbozar - pues su desarrollo exigiría más espacio del que aquí ya se ha cubierto-  cuáles son las claves del software democrático que ha de grabarse en un sistema jurídico para que responda a lo que se entiende en abstracto como sistema democrático. Como tantas veces  se ha dicho aquí, se trata de un sistema borroso al que ningún sistema jurídico concreto pertenece al ciento por ciento, pero que dentro de su borrosidad caben todos los que de uno u otro modo tienen suficientes elementos democráticos que los hacen compatibles e identificables dentro de ese genérico sistema.
 
            Tres son los problemas centrales que se plantean. Uno se refiere al titular del poder de reforma; otro, a la materia objeto de reforma y ,un tercero, al procedimiento de reforma. Todos ellos serán analizados desde la perspectiva de lo que aquí se ha caracterizado como el núcleo duro de la democracia, el principio de la minoría cuyo contenido se expresa en la doble dimensión de esos fragmentos de soberanía que son los derechos fundamentales.
 
        1. El titular del poder de reforma constitucional.
 
            A lo largo de estas páginas se ha mencionado los distintos intentos doctrinales de afirmar la existencia de un poder constituyente inconstituible, que se reserva el poder fundacional para casos excepcionales. De Locke a Ackerman, pasando por C. Schmitt, todos, con intenciones diferentes, pero con un propósito común niegan que la soberanía del pueblo esté radicada en el poder de reforma constitucional (poder constituyente constituido). No se va a insistir ahora en el rechazo de estas tesis. Tan sólo recordar que el pueblo no tiene existencia jurídica sin el Estado, fuera del sistema, y que no hay democracia sin derecho. Se trata de tesis sobre la soberanía nacional o popular, pero que no se encuadran en una teoría de la democracia, cuyo referente jurídico es la constitución como norma suprema y no una decisión política fundamental subyacente que priva a ésta de su supremacía.  Son tesis que introducen borrosidad en el sistema jurídico constitucional, pero no sólo una borrosidad en su organización o en su funcionamiento concretos - eso es consubstancial con el sistema jurídico y mucho más si es democrático- sino una borrosidad en su identidad como sistema jurídico diferenciado del sistema político, económico o moral. En otras palabras, introducen "ruido" en el sistema o, peor aún y para ser más exactos,  en su sistema operativo, porque siembran la duda sobre su autorreferencialidad y sobre si las normas de reforma constitucional son la vía necesaria y exclusiva para la revisión o si cabe prescindir de ellas en momentos importantes.
             Incardinado el ejercicio de la soberanía popular en el poder de reforma, la autorreferencialidad democrática impone la necesidad de que participen en ella de manera directa o indirecta los sometidos al resultado de la reforma. La exigencia no es tanto que la decisión la adopten todos (democracia plebiscitaria por referéndum), como que todos puedan participar en su iniciativa y deliberación (democracia deliberativa). Esto entraña el reconocimiento eficaz de aquellos fragmentos de soberanía a todos los residentes, sean nacionales o extranjeros. El pueblo de la constitución democrática ha de ser la ciudadanía vinculada al ordenamiento jurídico, no la perteneciente a una comunidad de destino. De haber algún patriotismo que sea el patriotismo constitucional
(150), porque es un homenaje que se hace uno a sí mismo, a su libertad, a su fracción de soberanía convertida en bandera de derechos fundamentales.
             Por supuesto, en ese elenco de derechos ocupa un lugar especial el derecho de sufragio, sólo restringible por razón de la edad, que debe aproximarse a  la edad de la razón. En ningún caso como en el de reforma constitucional,  se hace patente la necesaria vinculación del derecho de sufragio con la dignidad humana, con la libertad de poder participar en las decisiones fundamentales que afectan a la propia libertad de uno. Antes del Estado primero es la libertad y después la igualdad; constituido éste, primero es la igualdad y después la libertad; sin aquélla no hay ésta. La pertenencia a la constitución y no a la nación ha de ser el tertium comparationis de la igualdad en la titularidad del sufragio. Por lo que respecta  parlamento que lleve a cabo la reforma debe ser representativo (libertad de partidos, sistema electoral de representación proporcional y, en su caso, territorial, etc.).
             Existe en este apartado dedicado al sujeto de la reforma dos cuestiones de gran trascendencia y que en parte se confunden con el objeto de la reforma. Una es el papel en la reforma constitucional de las minorías tendencialmente permanentes. Otra, la de si pueden participar en la iniciativa y debate partidos contrarios al sistema democrático. En el primer caso  el problema no es el contenido de la propuesta (por ejemplo, que sea declarada oficial la religión  musulmana en España, que se conceda la independencia a una región, etc.), sino la certeza de que no será atendida por la mayoría. Pero, evidentemente, la minoría a lo más que puede aspirar es a intentar convencer a la mayoría de la bondad de su propuesta. La única manera de imponerse democráticamente sobre la mayoría no es alterando la regla de la mayoría, haciendo  que los menos votos a favor se impongan sobre los más en contra, sino haciendo valer el principio de minoría, los derechos fundamentales que entraña y, por tanto, impidiendo que la mayoría liquide el pluralismo religioso.
             Si se trata de minorías nacionalistas cuya propuesta de reforma es la independencia, el caso difiere del anterior, porque no les basta con ser minoría protegida; o son mayoría porque convencen en el Parlamento o vencen por la fuerza de los hechos. En ninguno de los dos supuestos hay un problema jurídico para el sistema democrático. En aquél hay la aplicación de la norma, en éste la inaplicación por ineficacia del sistema. El problema desde el punto de vista democrático surge cuando la minoría nacionalista es mayoritaria en su territorio, pero no logra convencer a la mayoría estatal, de manera que se enfrentan dos mayorías (la estatal, reacia a la demanda independentista,  y la nacionalista). El sistema democrático ha de resolver ese enfrentamiento con una regla borrosa en la que se integren ambas mayorías. Esa regla se deriva del principio de la minoría y consistiría en lo siguiente: La decisión mayoritaria de los nacionalistas de separarse (victoria en un referéndum)  expresa  para el Estado la aplicación de la regla de la mayoría, pero el Estado es el que tiene que articular la decisión garantizando el principio de la minoría. Quiere ello decir que no basta la confirmación de la regla (hay más que menos a favor de la independencia) y es preciso que el Estado, si adopta la decisión de reformar la constitución para conceder la independencia, lo haga cumpliendo aquel principio de la minoría: mayoría suficiente de la población acorde con la difícil reversibilidad de la decisión, garantías de una constitución democrática del nuevo Estado, seguridad de que la minoría en contra de la independencia goce de protección como tal minoría discrepante,  etc. En todo caso, la única manera de que prospere jurídicamente la pretensión nacionalista es sometiéndose al poder de reforma constitucional, negociando los términos de esa regla borrosa para que el órgano de reforma la apruebe y convenciéndole de que lo democrático es aprobarla, y no erigiéndose en poder constituyente autónomo.
             El sistema democrático puede contrarrestar los afanes independentistas organizando un poder de reforma constitucional en el que las minorías nacionalistas se integren tanto para protegerse como minorías, como para cooperar en las decisiones fundamentales del Estado.  Es el caso de las Cámaras de representación territorial, en las que los Estados miembros o las nacionalidades y regiones actúan bien de manera colegiada (decisiones por mayoría), bien de manera colectiva (decisiones por unanimidad, potestad de veto).
             La otra cuestión que antes se planteaba es  la de si pueden participar en la iniciativa y debate de la reforma constitucional partidos contrarios al sistema democrático. Desde una concepción procedimental de la democracia la respuesta es afirmativa. La razón no es que una concepción tal permite suprimir la democracia por métodos democráticos, cosa que además, es falsa como luego de verá. Desde el punto de vista del sujeto participante en la reforma, si dichos partidos son legales, sería una discriminación prohibirles participar en una reforma cuyo objeto no tiene por qué consistir en la supresión de la democracia. Puede que la propuesta de reforma provenga de otros grupos. El principio democrático se caracteriza por la posibilidad del mayor pluralismo y heterogeneidad de expectativas y cuando con arreglo a él se programa el sistema jurídico no se hace otra cosa que potenciar la positividad a la que de por sí tiende todo sistema autorreferencial.

         2. El objeto de la reforma.

             No es un subepígrafe el sitio más adecuado para abordar el clásico debate sobre si en una democracia el poder constituyente constituido puede acometer una reforma total de la constitución y si es democrático el establecimiento de  cláusulas de intangibilidad (151). Tan sólo se desea dejar constancia aquí del equívoco en el que se incurre cuando se exige que el sistema jurídico democrático dé un mismo tratamiento a sus  entradas y a sus salidas. El principio democrático, que es el principio de la minoría, requiere que en la admisión y deliberación de expectativas rija el máximo pluralismo, la posibilidad del más amplio ejercicio de los derechos fundamentales. En la decisión, en cambio,  ese mismo principio exige descartar aquellas propuestas que lo eliminan del sistema. Este razonamiento no resulta coherente si se considera que la democracia se basa en el principio de la mayoría, porque la decisión, por ejemplo, de reprogramar el sistema conforme a criterios autoritarios se adopta previa deliberación, escuchando a la minoría y aplicando después la regla de la mayoría. Por el contrario, es plenamente coherente desde el principio de la minoría. Recuérdese que la minoría no se define por la  mayoría; su origen es la proporcionalidad/unanimidad, la porción o fracción de soberanía que está en la base del pacto fundacional de la democracia.  Ninguna decisión puede tener por objeto el suprimir esa fracción de soberanía, los fragmentos de soberanía que son los derechos fundamentales. Lo engañoso del principio de la mayoría es que se acaba confundiendo con la regla de la mayoría, y hace aparecer como antidemocrática la oposición a una decisión mayoritaria antidemocrática, sobre todo cuando, tratándose de una reforma constitucional, por boca de la mayoría "habla el pueblo soberano".
 Podrá argumentarse que desde el punto de vista del funcionamiento del sistema democrático es incongruente aceptar cualquier entrada en aras del máximo pluralismo si luego algunas de ellas en ningún caso pueden ser procesadas. Sin embargo eso es desconocer tres cosas del sistema. Primera, la inmensa mayoría de las comunicaciones jurídicas que transitan por el sistema democrático no esperan más respuesta de éste que la garantía jurídica de la comunicación, (equivalencia de las opciones, todas son igualmente dignas de ser expresadas y debatidas). El ejercicio de las llamadas libertades negativas es  un buen ejemplo. El principio de minoría no ampara a la minoría para que sea algún día mayoría; la ampara para que en cualquier caso siga siendo minoría, (la primera minoría es el individuo). Segunda, el sistema establece además los cauces para que en la decisión la minoría pueda ser mayoría, pero también minoría, oposición, (no todas las opciones son dignas de ser compartidas). En otras palabras, en el mundo de la expresión y deliberación de expectativas no hay mayorías, hay pluralismo. En el mundo de la decisión hay minorías, alguna de las cuales llega a formar la mayoría. El sistema democrático se reconoce en la minoría y ampara a la mayoría, pero no se reconoce cuando el amparo a ésta comporta la desaparición de aquélla (opciones indignas de ser decididas). Y, tercera, en el sistema jurídico democrático cuando se pasa del pluralismo y del debate a la decisión, no es porque llega un momento en que hay que cerrar el debate; sucede al revés,  éste se cierra porque hay que tomar una decisión. Quiere ello decir que el debate como proceso debe estar permanentemente abierto y, de tener que cerrarse, debe ser con carácter provisional.
             El sistema democrático no debe establecer  cláusulas de intangibilidad, porque eliminan el carácter provisional que han de tener las decisiones e impide a las generaciones futuras, que cuando actúen serán las "generaciones vivas", pronunciarse sobre las materias contenidas en dichas cláusulas
(152). Tan sólo deben existir aquellas destinadas a preservar el principio de la minoría, en los términos expuestos. Sin duda, esto supone una clausura del sistema a determinadas expectativas, merman su autorreferencialidad y positividad en términos absolutos, pero es una clausura que garantiza en términos relativos la mayor autorreferencialidad y positividad posible, porque a través del principio de minoría estas dos funciones se  descentralizan y atomizan en los fragmentos de soberanía que son los derechos fundamentales y que se resumen en la idea de dignidad humana. Su contenido esencial formaría el núcleo intangible del sistema democrático. Es la garantía democrática de que las generaciones futuras, las vivas en cada momento, se encontrarán con un ordenamiento constitucional abierto.
             Por supuesto, si una Constitución prevé la posibilidad de una revisión total, desde el punto de vista jurídico nada hay que objetar, pero sí desde el punto de vista democrático
(153). El problema de si por métodos democráticos se puede suprimir la democracia está mal planteado, porque se parte de la base de que el método democrático es el principio de mayoría (154). Por el contrario, si el principio básico es el de minoría, no es método democrático aquel que impide a la minoría oponerse a una decisión radicalmente antidemocrática. Un sistema no es más democrático cuanto más abierto es, sino cuanto más abierto es en el tiempo (reversibilidad). Y aquí se unen de nuevo la esencia del sistema con la esencia de la democracia: su autorreferencialidad (libertad) y positividad (adaptación al pluralismo).  Es posible que la instauración de un sistema autocrático no suponga irreversibilidad hacia uno democrático, la España actual es un ejemplo, pero se trataría de un reversibilidad que, en la medida que lo es, obligaría como mínimo a reprogramar el sistema con un software democrático y  (los cambios son tan grandes que se acabaría modificando el "sistema operativo" ( y con él gran parte de sus lenguaje comunicativo: fuerzas armadas, policía, Administración de justicia; de no hacerlo, el riesgo de bloqueo sería grande). Por el contrario la reversibilidad del sistema democrático es en sí misma una cualidad del propio sistema, su positividad.
             En efecto, el "sistema operativo" de un ordenamiento autoritario  es más imprevisible que el de uno democrático, porque éste es más procedimental. El de tipo autoritario está marcado por el fin y a él se supedita la acción, el procedimiento e incluso su vulneración. La autorreferencialidad está construida en torno al fin a perseguir, a la voluntad de la acción. Por tanto, es un "sistema operativo" poco normativo; su autorreferencialidad normativa es sólo aparente. Por contra el sistema operativo de un ordenamiento democrático, está marcado por el procedimiento, por la acción procesada, mientras que los  fines son abiertos e imprevisibles; su autorreferencialidad está construida en relación con  el procedimiento. Por tanto, es un "sistema operativo" más normativo y su autorreferencialidad es más real, porque es más previsible. Pudiera decirse, para continuar con el símil, que el "sistema operativo" de los ordenamientos democráticos es sustancialmente distinto del "sistema operativo" de los ordenamientos autoritarios. El software democrático "corre" por ambos sistemas, pero sólo es plenamente compatible con el primero, ya que en el segundo llega un momento en que se atasca con facilidad y lo mismo, pero al revés, le sucede al autoritario. Sólo en momentos de transición y gracias a la borrosidad de los "sistemas operativos" y de los software puede haber esa compatibilidad mixta. En suma, el software democrático  tienen como una de sus aplicaciones la reversibilidad y bloquea aquellas decisiones tendentes a destruirla. El que haya alguno que no lo haga y permita la supresión de la democracia por el procedimiento de reforma constitucional, no lo convierte en más democrático, sino en más vulnerable y, por tanto, en más incoherente. Habría que calificarlo como un  software más compatible con el "sistema operativo" de los ordenamiento autoritarios, pero no por ello más democrático.
             Si se admite que la ausencia de cláusulas de intangibilidad destinadas a proteger el principio de la minoría es incongruente con un sistema constitucional democrático surge la duda de si no habrá que suponerlas como límites implícitos a la reforma constitucional
(155). La respuesta es que no, porque lo que es la democracia hay que deducirlo del texto constitucional e igualmente el ámbito de su reforma. La conclusión a la que hay que llegar es que dentro del conjunto borroso que entraña el concepto de democracia, un sistema constitucional es más o menos democrático según regule y garantice más o menos el principio de la minoría, la soberanía de los derechos fundamentales; según se acerque más o menos a lo que se tiene como ideal de la democracia. La ausencia de dichas cláusulas, como se acaba de decir, sólo permite tachar al sistema de incoherente con el principio democrático de la minoría.
 
        3. El procedimiento de reforma.
 
            Otro de los temas clásicos de la relación entre reforma constitucional y democracia es  el de la rigidez procedimental y si cabe conceptuarla como un límite a la reforma
(156).  Antes se ha dicho que la regla de la mayoría absoluta es la que más respeta el principio de igualdad de los participantes en la decisión. Una mayor rigidez desequilibra la regla de la mayoría, pero no tiene que ser considerada no democrática mientras haya un consenso de que esa rigidez debe existir (157), es decir, mientras se considere que no es un límite a la reforma, sino un principio de la mayoría que trata de buscar el compromiso entre el mayor número de minorías. En este sentido las mayorías cualificadas operan con el criterio de la proporcionalidad y, por tanto, con la finalidad  aproximarse a la unanimidad. Antes se sentenció que una mayoría no es una unanimidad venida a menos, sino una minoría  venida a más; pues bien la mayoría cualificada pretende garantizar  el acuerdo del mayor número posible de individuos, no hacer a la mayoría rehén de la minoría.  Para que esto no sucede, las decisiones a adoptar por mayorías cualificadas deben versar sobre materias en las que el acuerdo contenta un grado importante de clausura para el futuro, es decir, que tenga efectos tendencialmente irreversibles (por ejemplo una concesión de independencia); materias  sobre las que fácticamente sea imposible que se puedan pronunciar ya las generaciones futuras. No se trata de decisiones presentes que hagan difícil su revocación futura, sino de decisiones que eliminan el objeto del debate y, por tanto, sobre el que no ha lugar a plantearse una decisión. De lo contrario se caería en  la tiranía de la mayoría del pasado (158) y de la minoría del presente.
 

                                                    ***********************

             La democracia es por definición un conjunto extraordinariamente borroso, porque es un principio de organización del sistema jurídico que introduce en él una gran complejidad, y esta complejidad  es inevitable, ya que la idea  matriz de la democracia es hacer transitiva al sistema la soberanía popular concebida como soberanía de todos y cada uno de lo ciudadanos. El precio de la legitimidad democrática es la complejidad del sistema en sus entradas y salidas y el precio de la complejidad es la borrosidad. Identificar la democracia se convierte, así,  en una tarea difícil, en la que no cabe el blanco o negro. Lo propio de la democracia es el gris. Cuanta más reglas dirigidas a hacer posible la manifestación de las demandas y  a encauzarlas en el sistema  para luego darles solución, más borroso se hace el concepto de democracia y más se corresponden aquellas con él. Cuantas menos de esas reglas tenga un sistema jurídico menos democrático será (159). Según Luhmann "un sistema lo suficientemente estable consta de elementos inestables; debe su estabilidad a sí mismo y no a sus elementos: se construye a partir de un fundamento "no existente" y justamente en este sentido es un sistema autopoiético" (160). Es menester que el sistema democrático sea borroso en su funcionamiento, pero mucho menos en su identidad, en su autorreferencialidad diseminada en los fragmentos de soberanía que son los derechos fundamentales; derechos que permiten expresar cualquier expectativa social y tramitarla a través de un proceso público de deliberación y decisión organizado a partir de ellos.
              De  la homogeneidad existencial del pueblo ha de pasarse a la heterogeneidad y pluralismo de los ciudadanos. De la soberanía del pueblo a la soberanía de los derechos fundamentales; de la voluntad general mesiánica de la nación soberana,  al principio de la minoría como base de una democracia de los ciudadanos. La soberanía del pueblo es la idea de un creyente o quizá de un crédulo; la democracia, es la idea de un escéptico, o sea de un ser libre y tolerante, que hace de la duda, de la borrosidad, método.


 


 NOTAS AL PIE DE PÁGINA

(1) El término borroso aplicado a la lógica y a la teoría de conjuntos y sistemas procede de la expresión fuzzy sets (conjuntos borrosos) acuñada por Lofti A. Zadeh, un iraní nacionalizado en Estados Unidos, brillante  ingeniero eléctrico, profesor en las más prestigiosas universidades norteamericanas, doctor honoris causa de varias instituciones académicas, entre ellas, la Universidad de Oviedo. Sus tesis entroncan con la obra de pensadores de distintas disciplinas que tenían en común una visión semejante de los problemas, alejada de la lógica tradicional. La paradoja del conjunto de Bertrand Russell, el principio de incertidumbre de la física cuántica de Werner Heisenberg, la teoría de los conjuntos vagos de Max Black, otro filósofo cuántico, sin olvidar la fundamental aportación del polaco Jan Lukasiewicz, creador de la lógica multivaluada, influyeron para que, entrada ya la segunda mitad del presente siglo, Zadeh publicase su famoso ensayo Fuzzy Sets, en Informations and Control, nº 8, 1965 págs. 338 y  ss. Mientras que Russell y Black utilizaron el término vagueness (vaguedad, vago) para referirse a la nueva lógica o a para calificar a los conjuntos en la teorización sobre los mismos, Zadeh prefirió el término fuzzy (borroso, difuminado) para denominar a sus conjuntos y a la lógica en la que se apoya su análisis. Aquí se ha mantenido el término borroso, porque es la traducción que de él se ha hecho en España y porque indica que la pertenencia a un conjunto o a un sistema es una cuestión de grado, lo cual permite medir la identidad de un sistema. La identidad se descompone en grados de fidelidad que son, a su vez y en proporción inversa, grados de infidelidad. Además del libro citado de Zadeh, los interesados en una introducción al pensamiento borroso pueden consultar, si son capaces de soportar la pedantería de su autor, B. Kosko, Fuzzy thinking. The new science of fuzzy logic, Hyperion, Nueva York., 1993. Hay traducción española. El pensamiento borroso, 1995 Grijalbo, Barcelona, 1995.
 
(2) Aunque está por hacer una teoría del ordenamiento jurídico como sistema borroso, hay  algunas manifestaciones doctrinales a las que se les puede encontrar cierto parentesco. Por ejemplo las tesis sistémicas de Luhmann, a pesar de su concepción de la identidad del sistema en clave binaria. Así, entre otras, su teoría del reconocimiento de la complejidad, sobre todo en los que respecta a los sistemas con complejidad temporal, que introducen en su funcionamiento el carácter de borrosidad, pues al minimizar la duración de los elementos que los constituyen, éstos son al mismo tiempo estables e inestable, determinados e indeterminados. N. Luhmann, Sociedad y sistema: la ambición de la teoría, (primer capítulo de su obra básica Soziale Systeme. Grundrisseiner Allgemeinen Theorie), introducción de I. Izuzquiza, Paidós, Barcelona, 1990, Fin y racionalidad de los sistemas, Edit. Nacional, Madrid, 1983, Sistema jurídico y dogmática jurídica, CEC, Madrid, 1983. También cabe enlazar la teoría borrosa del derecho con determinadas concepciones doctrinales sobre la constitución abierta y la interpretación constitucional. Igualmente encajan genéricamente en esta visión las tesis de H. Hart sobre la vaguedad de las normas, graduando su indeterminación y la relación en esa escala entre principios y reglas, The Concept of Law, Clarendon Press, Oxford, 2ª ed. 1994, pp. 259 y ss., y antes en Positivism and the Separation of Law and Morals, dentro de Essays in Jurisprudence and Philosophy, Clarendon Press, Oxford, 1983, pp. 61 y ss, y las de F. Schauer, Playing by the Rules, Clarendon Press, Oxford, 1991. También, con el mismo carácter genérico puede apreciarse una aproximación a la teoría borrosa del derecho en las ideas de R. Dworkin (Los derechos en serio, Ariel, Barcelona, 1984) y R. Alexy (Teoría de los derechos fundamentales, CEC, Madrid, 1995) sobre la diferencia entre principios y reglas o en la idea del derecho dúctil de G. Zagrebelsky (El derecho dúctil, Ed. Trotta, Madrid, 1995), pero se distancian claramente de la teoría borrosa (o, al menos, de la que aquí se propugna), en  la medida en que tiñan el sistema jurídico de argumentaciones metajurídicas. Por supuesto, tampoco tiene que ver la teoría propuesta con el movimiento de los Critical Legal Studies. (R.M. Unger, The Critical Legal Movement, Harvard Univ. Press, Cambridge, Massachusetts, 1986). La borrosidad no puede ser una escusa para justificar interpretaciones al margen del texto constitucional y de su contexto normativo. La teoría borrosa que se defiende no ha de  entenderse como una teoría impura del derecho, en el sentido de contaminada de principios morales no positivados, pero que se suponen tácitos o previos a la Constitución. Es borrosa porque, siendo la realidad jurídica borrosa, la teoría que describa esa realidad debe articularse con categorías y criterios que permitan una explicación adecuada de, y ajustada a, la misma. Lo más importante de la teoría borrosa del derecho no consiste, obviamente, en señalar la vaguedad de los conceptos jurídicos o el carácter abstracto de muchas normas y la posibilidad de variadas concreciones. Lo destacable es que aplica la vaguedad o borrosidad al modo de validez del derecho, transformando el criterio de binariedad en borrosidad.  En este sentido, algunos postulados del realismo jurídico escandinavo apuntan en esta dirección. El concepto de derecho vigente formulado por A. Ross es un buen ejemplo de una formulación del derecho en términos de borrosidad tal cual aquí se postula, pero a condición de que la certeza a la que se refiere sea una certeza jurídica y no sociológica . Lo que interesa -afirma Ross- es que el jurista formule sus interpretaciones en el entendimiento de que ellas no pueden ser enunciadas como derecho vigente con la misma certeza que cuando están por medio reglas firmemente establecidas; y que el grado de certeza es en muchos casos tan pequeño que sería natural no hablar de derecho vigente, sino simplemente de consejos y sugestiones para los jueces. El jurista no debiera tratar de engañarse a sí mismo o engañar a los demás pasando por alto que hay diferentes grados de certeza (los subrayados son nuestros). Sobre el derecho y la justicia, Ed. Univ. de Buenos Aires, 4ª edic. 1977, págs. 48-49.
 
(3) Ejemplos de conjuntos jurídicos borrosos serían los conceptos jurídicos de eficacia, igualdad, intimidad, información, domicilio, bases, desarrollo legislativo, etc.
 
(4) Ilustra este contraste y destaca la transformación de la estructura ordinamental que tiene lugar como consecuencia de los cambios en el modo de enjuiciar de los tribunales constitucionales,  F. Rubio Llorente, La jurisdicción constitucional como forma de creación de derecho, amplio trabajo incluido ahora en La forma del poder. Estudios sobre la Constitución, CEC, Madrid, 2ª edic. 1997, pág. 463 y ss.
 
(5) Aunque no es este el lugar para extenderse en consideraciones sobre la materia, hay que  apuntar que  quizá las mutaciones en la jurisdicción constitucional no se deben únicamente al rígido sistema austríaco de control abstracto de la ley. La solución procesal dada para explicar tales cambios, que se aproxima a la de la Judicial review, alivia el problema de cómo conservar los enunciados de la ley, recayendo la inconstitucionalidad sobre alguna o algunas de las reglas aparentemente deducibles de tales enunciados. Aunque de manera sincopada, el problema  persiste si lo que se hace es trasladar el esquema binario del enunciado a la regla. Esto puede traer causa de algo más profundo y que consiste en que en el sistema judicial (y no sólo judicial) de creación del derecho la binariedad es sólo aparente. Por supuesto, el dictum de la sentencia falla blanco o negro; la ratio decidendi también perfila en qué sentido se va a resolver blanco o negro, pero el punto de partida es, se acepte o no conscientemente, un  sistema jurídico borroso, no binario. La argumentación judicial lo que hace es eliminar la borrosidad y para ello utiliza diversos preceptos que considera que están en juego, pero -y esto es importante- no los aplica de manera binaria, sino que, como son en sí mismos borrosos, los aplica en cierto grado. El resultado de la sentencia que aparece como blanco o negro, no es más que un promedio ponderado borroso (un centroide, centro de masas del conjunto de salida, en la terminología de la lógica borrosa). Los precedentes, la jurisprudencia, forman un sistema borroso aditivo y un juez al resolver un caso, al argumentarlo, pone en juego su memoria asociativa borrosa. Un buen juez es el que tiene una buena memoria, no en el sentido tradicional de capacidad para repetir datos, sino en el sentido de  buena memoria asociativa borrosa; sabe qué reglas del sistema borroso  hay que asociar al caso concreto y , lo más sutil, en qué grado hay asociarlas. Al hacerlo, bien reproduce un precedente, bien crea un precedente. En este último caso el sistema jurídico se muestra como lo que es realmente, un sistema borroso adaptativo. Lo que explica que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos pueda apartarse de sus propios precedentes es algo que afecta también a todos los demás jueces, pero que sólo se percibe en el más alto Tribunal. El sistema jurídico, por ser un sistema borroso adaptativo, es dinámico. El factor tiempo introduce un nuevo factor de desequilibrio y  borrosidad en el sistema. El precedente es el instrumento que estabiliza la condición temporal, pues en realidad ningún caso es igual a otro; el precedente es un conjunto borroso que permite agrupar en el tiempo a casos calificables como semejantes. Aparte del control del tiempo que haga cada tribunal al definir sus precedentes, el Tribunal Supremo es el que con sus decisiones últimas temporaliza la complejidad del sistema jurídico, haciéndolo  más o menos dinámico;  por tanto, para él no rige el tiempo. Una norma declarada inconstitucional por el Tribunal Supremo desaparece para todos los que rige el tiempo, no para el que da la hora; para él el tiempo no es irreversible. No crea las leyes, pero controla en última instancia el tempo de sus normas y por tanto el del sistema normativo. La cuestión está en saber si el ordenamiento jurídico norteamericano habilita al Tribunal Supremo para un control tan amplio del tiempo del sistema.
 
(6) En no pocas ocasiones, la ignorancia de esas reglas le impulsa al juez a sustituir el sentido común jurídico de una regla borrosa por su propio y personal sentido común, que ya no es el lógico borroso de la norma, sino el ideológico de sus personales creencias y sentimientos.
 
(7) Ese equilibrio se advierte ya en el common law que en gran medida es el common sense jurídico. Su profunda aceptación social radica en el con-censo que sobre él existe en el medio social, o sea, en la afinidad entre el sentido común de la sociedad y el sentido común encerrado en unas normas (principios jurídicos) que, en gran parte, son fruto de reglas sociales borrosas convertidas en derecho consuetudinario y que, a su vez, es judicializado a través de la creación de precedentes. El equilibrio se traduce en que los principios suministran el sentido (la orientación) que han de tener las reglas y éstas van llenado de sentido (precisión) a los principios.
 
(8) Cfr. J. Waldron, Vagueness in Law and Lenguaje: some Philosophical Issues, California Law Review, nº 82, 1994, págs. 526 y ss.
 
(9) En este trabajo se usará el término autorreferencialidad para indicar el carácter cerrado del sistema y que es el propio sistema el que constituye sus elementos; unos elementos que se relacionan entre sí, pero siempre con una orientación de identidad, es decir,  con un sentido intrínseco de autoconstitución permanente del sistema.  Autorreferencial puede entenderse como autopoiético, de acuerdo con el contenido que a este término da Luhmann, es decir, simplificando mucho, cualidad de un sistema para crear su propia  estructura y los elementos que van a componerla. Cfr. Sociedad y sistema: la ambición de la teoría, ob. cit., págs. 87 y ss. En todo caso, aquel término se empleará en un sentido general de reproducción interna del sistema sin dependencias normativas externas, y no con la pretensión de aplicar con precisión y exactitud el complejo aparato conceptual del filósofo alemán recientemente fallecido.
 
(10) Por supuesto, la democracia es un conjunto borroso integrado por numerosos modelos.  Las obras de G. Sartori, Teoría de la democracia, 2 tomos, Alianza Universidad, Madrid, 1987, y la más reciente de D. Held, Models of Democracy, 2ª edic. Polity Press, Cambridge, 1996, (Traducción de la 1ª edic.  de 1987, Modelos de democracia, en Alianza Universidad, Madrid, 1992) dan  cuenta de ellos. Unos modelos estimulan mejor que otros dichas cualidades, pero todos en mayor o menor medida responden a un principio democrático.
 
(11) J. J. Rousseau, Du Contrat social, Bordas, París, 1985 Lib. I cap. VI., pág 75.
 
(12) Contribution a la Théorie générale de l´Etat, T. II, Sirey, Paris, 1922,  págs 153 y ss., 485 y ss., 513 y ss.
 
(13) Eso puede suceder cuando la constitución exige para su reforma el voto favorable de una mayoría superior a la mitad más uno del cuerpo electoral. En ese caso la mayoría absoluta del censo podría entender que tal exigencia es un límite a la reforma, o sea, un límite a la mayoría en beneficio de la minoría. Pero puede que no lo entienda así, si la propia mayoría absoluta estima que los cambios constitucionales deben contar con el apoyo de mayorías cualificadas. Teóricamente, mientras exista ese consenso social sobre el procedimiento agravado de reforma, las mayorías cualificadas requeridas para la revisión constitucional no se verán como un límite a la reforma.
 
(14) De ahí que para que no haya esa fractura entre la autorreferencialidad del sistema y la autorreferencialidad democrática a causa de la integración europea, se interpreta bien que el derecho comunitario es derecho externo del Estado, (el Estado opera como un camaleón -véase nota 16- que se adapta a cualquier cambio en el ambiente jurídico comunitario y asume el color de éste como propio), bien que no hay déficit democrático, sino sólo parlamentario (las decisiones comunitarias más importantes las adoptan gobiernos democráticos, controlables por sus respectivos parlamentos. Las carencias en esta orientación y control parlamentarios serán, así, un problema exclusivamente interno).
 
(15) Véase al respecto la introducción que bajo el título El constitucionalismo de los Estados integrados de Europa ha escrito F. Rubio Llorente a la edición que, junto con M. Daranas Peláez ha preparado sobre Constituciones de los Estados de la Unión Europea, Ariel, Barcelona, 1997, págs. XI y ss., espec. XIV y ss.
 
(16) Podría hablarse de la "cláusula del camaleón" cautivo para referirse a aquellas disposiciones constitucionales que contemplan una transferencia de soberanía sin la garantía de una permanencia de autorreferencialidad. Por ejemplo, los arts. 91.3 y 92 de la Constitución de los Países Bajos permiten que por ley o en virtud de ley, aprobada por mayoría de dos tercios, se transfiera a organizaciones internaciones competencias legislativas, administrativas y  judiciales, aunque ello implique un apartamiento de lo dispuesto en la Constitución. Lo mismo cabría decir del art. 93 de nuestra Constitución si es interpretado como una vía más de reforma constitucional (cfr. entre nosotros, J. L. Requejo Pagés, Sistemas normativos, Constitución y Ordenamiento. La Constitución como norma sobre la aplicación de normas, McGraw Hill, Madrid, 1995).
            El camaleón es un animal que se caracteriza por su gran adaptabilidad al medio; podría decirse que es el animal que mejor encarna la positividad, pero la positividad en sentido amplio entraña no sólo capacidad de adaptación, sino también de transformación del medio, o sea, capacidad para elegir e innovar el medio en el que actuar. Dentro de una jaula el camaleón sigue presumiendo de su cualidad de adaptarse al paisaje que le pongan por delante, incluso puede afirmar que está en la jaula por voluntad propia, pero ya no es él el que a partir de ese momento controla la elección de ese paisaje. Este es el problema que se pone de manifiesto en la sentencia del Tribunal Constitucional federal alemán, de 12 de octubre de 1993,  sobre la Ley de ratificación del Tratado de la Unión Europea (28-XII-1992) y la Ley de reforma de la Ley Fundamental (21-XII-1992).En ella se viene a advertir del peligro de que en la construcción europea la merma de autorreferencialidad de los ordenamientos jurídicos nacionales no se corresponda en igual medida con una ganancia en la participación de una autorreferencialidad democrática  europea. Sobre esta sentencia véase el minucioso estudio de B. Aláez Corral, Comentario a la sentencia del Tribunal Constitucional Federal alemán de 12 de octubre de 1993, Revista Española de Derecho Constitucional nº 45, 1995, págs. 243 y ss.
 
(17) Ha de tenerse en cuenta que el Tribunal Supremo canadiense recurre en su argumentación a una concepción sustancial o material de constitución, que da relevancia jurídica a los principios políticos que subyacen y animan al conjunto de normas constitucionales. Sin embargo, el alto Tribunal hubiera podido llegar a conclusiones similares sin tener que salirse de la tierra firme del texto escrito de la constitución ni caer en el pantanoso campo de los valores y principios subyacentes. Lo que importa resaltar es la preocupación del Tribunal Supremo por garantizar la autorreferencialidad democrática, tanto si el ordenamiento canadiense sigue siendo uno como si se divide en dos.
 
(18) M. Kriele, Introducción a la Teoría del Estado, Depalma, Buenos Aires, 1980, págs. 149 y ss. O. Kirchheimer, Costituzione sensa sovrano, De Donato, Bari, 1982, págs. 33 y ss.
 
(19) Ello no significa que sólo sea calificable como constitución la constitución democrática, lo que entrañaría un concepto político y no jurídico de constitución. La democracia, en cuanto principio estructural del ordenamiento, contribuye de manera decisiva a afirmar la posición de supremacía de la constitución, no su carácter jurídico de norma.  Esta cuestión está tratada con más amplitud en mi trabajo Constitución, soberanía y democracia, Revista del CEC, nº 8 1991, págs. 9 y ss.
 
(20) Véase a este respecto A. Ross, Sobre el derecho y la justicia, ob. cit., págs.79-81.
 
(21) Como señala I. de Otto, a partir de la teoría del poder constituyente no es posible fundamentar el carácter jurídico de la constitución, su fuerza vinculante, frente a la voluntad popular... si el pueblo tiene poder constituyente, la Constitución no lo limita, y si la Constitución lo limita, el pueblo no tiene poder constituyente. El punto de partida del dilema planteado es erróneo, porque la teoría del poder constituyente formula en términos de poder de un sujeto, y por tanto normativos, lo que no es más que un problema de hecho: la cuestión del fundamento de la validez del ordenamiento en su conjunto y de su norma fundamental en concreto (Los subrayados son suyos). Derecho constitucional. Sistema de fuentes Ariel, Barcelona 1987, pág 55.
 
(22) Para Th. Hobbes es la unidad del representante, no la unidad de los representados lo que hace la persona una, y es el representante quien sustenta la persona, pero una sola persona. De otro modo la unidad no puede comprenderse en la multitud, Leviathan or The Matter, Forme and Power Of A Common-Wealth Ecclesiastical and Civil (Introducción de C. B. Macpherson) Penguins Books, Londres, 1984. Dicha unidad se instituye en virtud del pacto de cada hombre con los demás (Cap. XVII).
 
(23) H. Kelsen, Esencia y valor de la democracia, (prólogo de I. De Otto), Labor, Barcelona, 1977, ratifica en este trabajo sus tesis sobre la idea de que el pueblo sólo es pueblo como unidad en sentido normativo, pág. 32. Cfr. Su Teoría general del Estado, Ed. Nacional, Méjico, 1979, págs. 196 y ss.
 
(24) Encaja esta idea con la tesis de Luhmann que sostiene con carácter general la necesidad de elaborar una ontología de la diferencia y de la relación, que sustituya a la tradicional, más estática y sustancial. La unidad de un elemento (por ejemplo de una acción dentro de un sistema de acciones) no está ónticamente dada. Más bien empieza a constituirse como unidad a través del sistema,  N. Luhmann, Sociedad y sistema: la ambición de la teoría, ob. cit., pág, 62. El pueblo no puede entender como un sujeto jurídico pre-existente; es el sistema el que lo define y le da unidad.
 

(25) Véase Textos básicos de la Historia Constitucional comparada, Edic. de J. Varela Suanzes, CEPyC, Madrid, 1998, pág. 97.
 
(26) Sobre este sentido negativo de la función que cumple la proclamación del principio de soberanía nacional, véase R. Carré de Malberg, Contribution a la Théorie générale de l´Etat, ob. cit, T. II, págs. 168 y ss. Para este autor, al ser el cometido de la teoría afirmar quién es soberano para dejar claro quién no lo es ni puede bajo ninguna circunstancia esgrimir ese titulo (exclusión de cualquier soberanía particular individual o de grupo), la soberanía nacional es así un principio completamente inofensivo, pág.177.
 
(27) Véase al respecto, F. J. Bastida, Elecciones y Estado democrático de Derecho, Revista Española de Derecho Constitucional, nº 32, 1991, págs. 118 y ss.
 
(28) He aquí el meollo de la cuestión. El problema para el sistema jurídico no es que sea borroso; ya se ha dicho que cualquier sistema  lo es en mayor o menor grado. El verdadero problema es cuando, por depender de otros sistemas de orden político, moral, etc., queda fuera del dominio del sistema controlar su borrosidad. En sentido semejante, N. Luhmann, Sociedad y sistema; la ambición de la teoría, ob. cit, pág.121.
 
(29) L. Ferrajoli, La sovranità nel mondo moderno. Crisi e metamorfosi, en Crisi e metamorfosi della sovranità, Quaderni della Rivista internazionale di filosofia del diritto, nº 2, pág. 53.
 
(30) El mismo autor y obra, pág. 48.
 
(31) Véase E. Sieyès,  Qu´est-ce que le Tiers Etat?, PUF, París, 1982, Cap. V, págs 64 y ss. Téngase en cuenta que el estado de naturaleza al que se refiere Sieyès (una nación no sale jamás del estado de naturaleza, pág. 69) es el propio del derecho natural, no el de una situación ajurídica (la nación existe con anterioridad a todo, es el origen de todo. Antes y por encima de ella no existe sino el derecho natural... La nación se forma por el sólo derecho natural, págs. 67 y 68). (Los subrayados son de Sieyès).
 

(32) Para Sieyès, Qu´est-ce que le Tiers Etat?, ob. cit., Cap. V.  La Constitución no es obra de ningún poder constituido, sino del poder constituyente (pág. 67). Una nación no debe ni puede atenerse a formas constitucionales (pág. 70). No obstante, sobre los límites de la soberanía en el pensamiento de Sieyès puede consultarse P. Pasquino, Sieyès et l´invention de la constitution en France, Odile Jacob ed., París, 1998, págs. 177 y ss.
 
(33) Véase J. Locke, Two Treatises of Government, Guernsey Press, Londres, 1986, Lib. II,  Cap. XI, párrafo. 134, págs. 183 y ss.
 
(34) El secesionismo sólo podrá argumentar el triunfo del derecho natural en el que dice fundamentar su pretensión cuando la independencia se consiga por la fuerza, pero en tal caso no hay un triunfo del derecho natural, sino un fracaso de la positividad del sistema jurídico, que se mostró incapaz de impedir ese proceso de separación, es decir, la independencia así conseguida no podrá explicarse en términos jurídicos, sino fácticos, de falta de eficacia del sistema.
 
(35)  En este sentido véase B. Ackerman, We The People: Foundations, Harvard University Press, Cambridge, 1993, págs. 6 y ss. y 266 y ss., en las que expone su teoría de la democracia dualista y distingue entre la voluntad del Pueblo y voluntad de los órganos representativos (politicians), que procesalmente se concreta en dos sistemas de legislación democrática (two-track system of democratic lawmaking). Ackerman conecta así con las primeras ideas del constitucionalismo americano, de profunda raíz iusnaturalista, pues en él está ya el origen de la distinción entre un poder constituyente inalienable y permanente y los poderes constituidos. Sieyès no hizo sino apropiarse de la idea y adaptarla al constitucionalismo francés. Véase al respecto, R. Carré de Malberg, Contribution a la théorie générale de L´État, ob. cit., Tomo II, págs. 53-54 y 512, nota 8, en la que recuerda la recriminación que en este sentido le hace Lafayette a Sieyès.
 
(36) Ackerman pretende establecer las condiciones jurídicas  bajo las cuales puede reformarse la constitución al margen del procedimiento establecido en la propia constitución para su reforma, We The People, ob. cit. págs. 266 y ss. Véase la crítica de L. H. Tribe, Taking text and structure seriously: reflections on free-form method in constitutional interpretation, Harvard Law Review, vol 108, nº 6, 1995, págs. 1221 y ss. espec.1226 y ss. y 1278 y ss.
 
(37) Sobre la relación entre las teorías iusnaturalistas del poder constituyente y la idea de dictadura soberana, véase C. Schmitt, La dictadura, Edic. de. Revista de Occidente, Madrid, 1968, págs. 185 y ss.
 
(38) I. De Otto, Derecho Constitucional. Sistema de fuentes, ob. cit., pág. 56. En un sentido semejante A. Ross, que sostiene que el concepto de voluntad popular supone el de democracia y no a la inversa, Por qué democracia?, CEC, Madrid, 1989, pág. 125.

 

(39) Sobre el contradictorio pensamiento de Rousseau, centrado en la ambigüedad de su concepción de la voluntad general, y sus funestas consecuencias, que transforman el original contrato de consentimiento en un contrato de sometimiento, véase, R Carré de Malberg, a la Théorie générale de l´Etat, ob. cit., T. II, págs. 152-167. Sobre la lectura que de él hace C. Schmitt, cfr. La dictadura, ob. cit., págs. 155-172.
 

(40) Véase más adelante la relación entre sociedad homogénea y democracia.
 
(41) También es tributaria esta concepción del pensamiento de Rousseau que, en su ambigüedad, permite versiones contradictorias de lo que es la soberanía y la democracia. Véase Du Contrat Social, ob. cit., Lib. I, caps. VI y VII.
 
(42) Véase C. Schmitt, Teoría de la Constitución, Alianza Univ., Madrid, 1982, resalta el carácter ontológico del concepto de pueblo. La unidad del Reich alemán no descansa en aquellos 181 artículos (de la Constitución de Weimar) y en su vigencia, sino en la existencia del pueblo alemán,  pág, 35., Más extensamente, págs. 45 y ss.
 
(43) V. J. J. Rousseau, Du Contrat sociale, ob. cit., Lib. I, cap. VII.
 
(44) Cfr. C. Schmitt, Legalidad y legitimidad, Aguilar, Madrid, 1971. La contraposición de C. Schmitt entre legalidad y legitimidad sólo se explica por el desarrollo de la contraposición entre parlamentarismo y democracia, como ha analizado con claridad A. Bolaffi en su amplio estudio introductorio a la obra de O. Kirchheimer, Costituzione senza sovrano, ob. cit., pág. CIX.
 
(45) Véase C. Schmitt, La dictadura, ob. cit., págs. 173 y ss.,  221 y ss., espec. 192-3, y  248 y ss.
 
(46) Sobre la concepción de los derechos fundamentales como reflejo de la autorreferencialidad individual que se desprende de la tesis de la soberanía fraccionada, véase más adelante el  epígrafe V de este trabajo.
 
(47) Véase el interesante trabajo de H. Lindahl sobre esta función simbólica del pueblo soberano como absoluto político en la democracia y su contraste frente al absoluto político sustancial en la política medieval, El pueblo soberano: el régimen simbólico del poder político en la democracia, Revista de Estudios Políticos, nº 94, 1996, págs. 47 y ss.
 
(48) El mismo autor y obra, págs. 70-71.
 
(49) Así lo entiende también A. Pace, quien sostiene que la función que desempeña el pueblo en episodios de tal naturaleza no consiste en el ejercicio del  poder constituyente, sino en su legitimación. La instauración de una nueva constitución, Revista de Estudios Políticos, nº 97, 1997, pág.23.
 
(50) La dictadura, ob. cit., pág. 193.
 
(51) Racionalidad que conduce a la idea de la razón de Estado.
 
(52) Sobre la soberanía como principio de legitimación y no de competencia, véase H. Dreier, Il principio di democrazia della Costituzione tedesca, en Democrazia, diritti, costituzione, a cargo de G. Gozzi, Il Mulino, Bolonia,  1997, pág. 25.

 

(53) Véase al respecto L. Ferrajoli, La sovranità nel mondo moderno, Crisi e metamorfosi, ob. Cit., págs. 52-53, que junto al instrumento de la rigidez constitucional destaca como factor de limitación del legislador la penetración en el derecho positivo de una racionalidad axiológica y no sólo procedimental. Sobre la relación indisoluble entre rigidez y superioridad de la constitución, Cfr.  A. Pace La causa della rigidità costituzionale  21ª ed,. Cedam, Padua, 1996.
 
(54) P. Häberle se hace eco críticamente de la tesis de Massing, que ve en la autonomía interpretativa del Tribunal Constitucional Federal alemán el verdadero poder del soberano oculto, Retos actuales del Estado constitucional, IVAP, Oñate, 1996, pág 29, nota 46.

 

(55) Qu´est-ce que le Tiers Etat?, PUF, París, 1982, Cap. V, pág. 72.
 
(56) La misma obra, Cap. I, pág. 28.
 
(57) Véase, en relación con la titularidad de la soberanía,  J. Habermas, Facticidad y validez, Introducción de M. Jiménez Redondo, Trotta ed. Madrid, 1998, págs. 622 y ss.
 
(58) El Contrato social es un acto de asociación que transforma la persona particular de cada contratante en un ente normal y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea. En cuanto asociados toman colectivamente el nombre de Pueblo y articularmente el de ciudadanos como partícipes de la autoridad soberana y el de súbditos por estar sometidos a las leyes, Du Contrat Social, ob. cit., Lib. I, Cap. VI. En el Lib. III, Cap. I  expone su conocida tesis de la soberanía fraccionada en la que reitera, no obstante, que el soberano no puede considerarse más que colectivamente.
 
(59) La misma obra, Lib. II, Caps. III y IV.
 
(60) La misma obra, Lib. II, Caps. VIII-X (sobre todo este último), dedicados al Pueblo.
 
(61) Cfr. G. Jellinek, Teoría general del Estado, (Prólogo de F. Giner de los Ríos) Ed. Albatros, Buenos Aires, 1978.

 

(62) Como es sabido, el debate sobre la homogeneidad social del pueblo estatal fue particularmente intenso en la Alemania de Weimar y autores como Heller, Kirchheimer Smend o Schmitt dejaron por escrito sus reflexiones.  Véase la introducción de A. Bolaffi a la obra de O. Kirchheimer, Costituzione senza sovrano, ob. cit., págs. XXX-XXXV. El asunto todavía sigue vigente con la unificación alemana de 1989 y con la posterior integración en la Unión Europa (véase al respecto la sentencia del Tribunal Constitucional Federal de 12 de octubre de 1993). Una dura crítica a esta sentencia, atribuyéndole una concepción schmittiana del pueblo alemán puede leerse en J. H. H. Weiler, Does Europe a Constitution?. Demos, Telos and the German Maastricht Decision, European Law Journal, Vol. I, nº 3, 1995, págs 219 y ss.  Sobre el problema de la homogeneidad social del pueblo y su crisis como fundamento de las constituciones democráticas, puede consultarse  el estudio de J. Habermas, Ciudadanía e identidad nacional (1990), publicado dentro de su libro Facticidad y validez,  ob. cit., págs. 619 y ss., y F. Belvisi, Un fondamento delle costituzioni democratiche comtemporanee? Ovvero: per una costituzione senza fondamento, en Democrazia, Diritto Costituzione, ob. cit., págs. 231 y ss.
 
(63) En el Lib. I, Cap. VII de su más famosa obra afirma Rousseau "la soberanía no tiene necesidad de dar ninguna garantía a los súbditos, ya que es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos los miembros" y, añade más adelante,  "Cualquiera que rehúse obedecer la voluntad general será obligado a ello por el cuerpo social, lo cual no significará otra cosa que se le obligará a ser libre".
 
(64) C. Schmitt, La dictadura, ob. cit., págs. 163 y 164.

 

(65) Sobre el parlamentarismo (Estudio preliminar de M . Aragón), Tecnos, Madrid, 1990, pág. 12 Vuelve sobre la idea de "aniquilar legalmente al adversario", sobre la impotencia del parlamentarismo para realizarla y sobre la necesidad de una reforma constitucional que ofrezca un orden sustancial para resolver el problema, en Legalidad y legitimidad, ob. cit., pág. 153.
 
(66) J. J. Rousseau consideraba que los no firmantes del contrato había que calificarlos como extranjeros entre los ciudadanos, Du Contrat social, ob. cit., Lib. IV, Cap. II.
 
(67) Véase R. Carré de Malberg, Contribution a la théorie générale de l´Etat, ob. cit., T. II, págs. 432 y 436.
 
(68) Véase el mismo autor y obra,  ob. cit., T. II, págs. 264 y ss.
 
(69) Es decir, las que entienden que la nación es un ente de derecho natural y que su soberanía no es otra cosa que el derecho natural a su autodeterminación como sujeto colectivo.
 
(70) J. J. Rousseau, Du Contrat Social, ob. cit., Lib. I, cap. VII.
 
(71) F. Rubio Llorente acuña entre nosotros esta expresión para referirse a la titularidad de la soberanía en el marco constitucional (que para él sólo puede ser constitucional si es democrático), La Constitución como fuente del derecho, trabajo publicado inicialmente en la obra colectiva "Constitución y fuentes del Derecho", en 1979, y hoy recogido en el libro del autor La forma del poder, CEC, Madrid, 20 edic. 1997, págs. 43 y ss.  T. Paine, Los derechos del hombre, FCE, Méjico, 1986.
 
(72) En este mismo sentido véase, entre otros, J. Habermas, Facticidad y validez, ob. cit., págs. 620 y ss.  P. Häberle, I diritti fondamentali nelle società pluraliste e la Costituzione del pluralismo, en "La democrazia alla fine del secolo", a cargo de M. Luciani, Laterza, 1995, págs. 95 y ss. G. Gozzi, Cittadinanza e democrazia. Elementi per una teoria costituzionale della democrazia contemporanea, en Democrazia, diritti, costituzione, ob. cit., págs. 199 y ss.

 

(73) C. Schmitt,  Sobre el parlamentarismo, ob. cit, 14-15. Crítico con esta tesis organicista de Schmitt cuya influencia ve en la decisión sobre Maastricht del Tribunal Constitución Federal alemán,  J. H. H. Weiler, Does Europe a Constitution?. Demos, Telos and the German Maastricht Decision, ob. cit. pág. 227, nota 24.
 
(74) Esencia y valor de la democracia, ob. cit, pág. 34.
 
(75) Por ejemplo, el art. 6 del Estatuto de Cataluña establece en su apartado 1: "A los efectos del presente Estatuto, gozan de la consideración política de catalanes los ciudadanos españoles que, de acuerdo con las Leyes generales del Estado, tengan vecindad administrativa en cualquiera de los municipios de Cataluña". No obstante, el apartado 2. Del precepto apunta el deseo de labrar el concepto de ciudadanía catalana -y lo mismo sucede en los demás Estatutos, muchos de ellos por puro mimetismo- más allá de la vecindad administrativa.  El hecho de la adquisición de la condición política de catalán por esta circunstancia administrativo-laboral de residencia (ius soli) se integra como elemento de la precomprensión étnica de la nacionalidad catalana (la nación mística) y, además,  se transforma en condición para su continuidad desligada del ius soli, siendo suficiente el ius sanguinis. "Como catalanes, gozan de los derechos políticos definidos en este Estatuto los ciudadanos españoles residentes en el extranjero que hayan tenido la última vecindad administrativa en Cataluña y acrediten esta condición en el correspondiente Consulado de España. Gozarán también de estos derechos sus descendientes inscritos como españoles, si así lo solicitan, en la forma que determine la Ley del Estado". El precepto es encomiable en lo que tiene de posibilidad de integración, que, sin embargo, queda en parte desvirtuada por lo que se expondrá a continuación en el texto. Es de resaltar que los Estatutos que incorporan un Preámbulo ponen de manifiesto en mayor o menor medida la voluntad ancestral de la nacionalidad o región respectiva por acceder a la autonomía (véase el de Castilla y León); el art. 143 CE incita a ello. Por eso contrasta con este planteamiento sustancial de la identidad regional el planteamiento esencialmente formal  de la configuración de la ciudadanía autonómica.

 

(76) La lengua es de un pueblo como consecuencia de que sus miembros la hablen, no como un mito de identidad cultural sin base social suficiente. Por este camino se puede llegar, por ejemplo,  al ridículo de proclamar en el Estatuto de Autonomía asturiano que el bable -idioma autóctono que prácticamente nadie habla- es la lengua propia de Asturias  y , por tanto, lengua oficial del Principado, y considerar al castellano el otro idioma oficial, a pesar de que es la única lengua socialmente utilizada en la región. Pues bien, esta aberración se está tramitando en estos momentos en el Congreso de los Diputados, parece que con éxito.
 
(77) Puestos a hablar de "lengua propia" de Cataluña, habría que decir que tiene dos lenguas propias, el catalán y el castellano, no sólo por el fenómeno de la inmigración, sino porque catalanes de muchas generaciones, tienen como lengua propia el castellano y esto también es un hecho sustancial de la nacionalidad catalana, salvo que se identifique nacionalidad con patria de los nacionalistas.
 
(78) Léase tanto el preámbulo como el articulado de la Ley catalana 1/1998 de , 7 de enero, de política lingüística, especialmente arts. 2, 20, 32 y Disposición adicional quinta.
 
(79) J. Isensee, Grundrechte und Demokratie, en "Der Staat", 1981, pág. 166 y ss., citado por G. Gozzi, Cittadinanza e democrazia. Elementi per una teoria costituzionale della democrazia contemporanea, en "Democrazia, diritti, costituzione", ob. cit., pág. 202.
 
(80) Evidentemente los  nacionalistas desearían que se cambiase de criterio y  se impusiese un concepto jurídico basado en la precomprensión étnica, lo que permitiría alimentar la metafísica del sujeto y el derecho de éste a la plena  autodeterminación. Ya se ha visto que la vía para conseguirlo es la regulación del idioma "propio" como instrumento para producir una determinada homogeneidad cultural y social.
 
(81) Piénsese que hay municipios de gran atracción turística con una acción urbanística muy importante y con unos presupuestos de elevada cuantía gracias a lo que se recauda por los servicios municipales y los impuestos sobre bienes inmuebles. Municipios que tienen una población flotante grande pero en los que sólo una minoría tiene vecindad administrativa. El problema que se plantea es si es democrático que esta minoría sea la que elija de entre ellos a unos representantes que van a elaborar unos presupuestos y  a gestionarlos sin que nada puedan decir aquellos que mayoritariamente contribuyen a sostenerlos desde el punto de vista económico.
 
(82) J. Rawls, Justice as fairness: political not metaphysical, en Philosophy and Publics Affairs, 1985, XIV, 3.
 
(83) Expresión que usa P. Habërle para señalar que el punto de referencia en una Constitución democrática ha de ser la libertad fundamental (el pluralismo) y no el pueblo, y concluye "Hay que liberarse de la mentalidad lineal y  volcánica de las ideas tradicionales sobre la democracia", Retos actuales del Estado constitucional, ob. cit., pág. 35.
 
(84) Commento all´ art. 1 ella Constituzione italiana, en Rasscolta di Diritto Pubblico, Giuffré, Milán, 1958, pág. 10.
 
(85) Du Contrat social, ob. cit., Lib. IV, Cap. II.
 
(86) "Si , pues, el pacto social encuentra opositores, tal oposición no lo invalida e implica solamente la exclusión de ellos, que serán considerados extranjeros entre los ciudadanos", Du Contrat social, ob. cit., Lib. IV. Cap. II.

 

(87) Esta perspectiva de la alteración de la relación de la libertad con la igualdad, según se analice antes del pacto o después del pacto, puede ser útil para resolverse algunos de los antagonismos planteados sobre cuál de los dos principios es presupuesto del otro.

 

(88)Véase, J. Locke, Two Treatises of Government, ob. cit, Lib. II, Cap. II.
 
(89) Cfr. I. Kant, La Metafísica de las Costumbres, Estudio preliminar de A. Cortina Orts, Tecnos, Madrid, 2º edic. 1994, págs. 139 y ss.
 
(90) La formulación kantiana de la dignidad aparece en su obra, Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, Espasa-Calpe, Madrid, 4º edic. 1973, Cap. II.
 
(91) I. Kant, La Metafísica de las Costumbres, ob. cit.,  pág. 49.
 
(92) Véase la gran diferencia que establece entre ciudadano activo y ciudadano pasivo en  La Metafísica de las Costumbres, ob. cit.,  págs. 142-143.
 
(93) Sobre el principio del hombre como un fin en sí mismo y el formalismo de la ética kantiana, véase M. A. Cattaneo, Dignità umana e pena nella filosofia di Kant, Giuffrè, Milán, 1981, págs. 24 y ss.

 

(94) Cfr. La Metafísica de las Costumbres, ob. cit., págs. 139 y ss.
 
(95) Sobre la constitucionalización de la dignidad humana y sus consecuencias, véase I. Von Münch, La dignidad del hombre en el Derecho constitucional, Revista Española de Derecho Constitucional, n1 5, 1982, págs. 9 y ss.
 
(96) P. Häberle,  I diritti fondamentali nelle società pluraliste e la Costituzione del pluralismo, ob. cit, págs. 102-103.
 
(97) Véase al respecto, O. Höffe. Estudios sobre teoría del derecho y la justicia, Alfa, Barcelona, 1988,  págs. 7 y ss.,  F. Vallespín Oña, Nuevas teorías del Contrato Social: John Rawls, Robert Nozick y James Buchanan, Alianza Universidad, Madrid, 1985. En su capítulo introductorio se da cuenta de los antecedentes clásicos de estas nuevas teorías.
 
(98) Esto se percibe con claridad en la Decisión del Consejo Constitucional francés n1 97-394 DC, de 31 de diciembre de 1997, sobre el Tratado de Amsterdam. La resolución se refiere al Estado francés y a la soberanía nacional, no al individuo y a su libertad o "fracción de soberanía", pero a estos efectos es lo mismo, pues lo importante es la vinculación que establece entre unanimidad y  soberanía, de manera que la transferencia de competencias a la Comunidad para ser decididas por mayoría y no, como hasta ese momento, por unanimidad entiende el Consejo que afectan a las condiciones esenciales de ejercicio de la soberanía nacional. Véanse los Considerandos 24 a 30 de la Decisión. Un comentario a la misma escrito por P. Bon, El Tratado de Amsterdam ante el Consejo Constitucional francés,  puede leerse en REDC, n1 53, 1998, págs. 237 y ss.

 

(99) La Metafísica de las Costumbres, ob. cit., pág. 140.
 
(100) Cfr. la tesis de uno de los autores más significativos R. Nozick, Anarquía, Estado, y Utopía, FCE, Méjico, 1988.
 
(101) Véase apartado III.2 de este trabajo.
 
(102) Véase en este sentido, Th. Hobbes, Leviathan, ob. cit., Cap. XXI. Por su parte,  I. Kant niega el derecho de resistencia y sólo admite la resistencia "negativa", que es la efectuada por el parlamento frente a las pretensiones desmedidas del gobierno. La Metafísica de las Costumbres, ob. cit., págs. 149 y ss.

 

(103) "El objetivo de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos Derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión". En la actualidad, el art. 20.4 de la Ley Fundamental de Bonn establece que "Todo alemán tendrá  el derecho de resistencia, cuando no exista otro remedio, contra quienquiera que se proponga eliminar el orden constitucional"  y, en parecidos términos, el art. 21 de la Constitución portuguesa. Condorcet fue uno de los primeros en afirmar la necesidad de racionalizar el derecho de resistencia a través de su regulación legal.  C. Schmitt puso de manifiesto la incongruencia que representa la regulación legal de este derecho. "Al organizarlo jurídicamente se le desnaturaliza; tan pronto como se le racionaliza, queda racionado" La dictadura, ob. cit., págs 188 y 310-1, nota 18.
 
(104) Lineamenti di diritto pubblico, 1865, incluido en Diritto pubblico, Giuffrè, Milán, 197, págs. 130-133, tesis desarrollada con posterioridad por  G. Jellinek e su obra Sistema dei diritti pubblici soggettivi, S.E. Libraria, Milán 1912, pág. 12 y ss.
 
(105) La condena del linchamiento no ha de venir  únicamente por la ausencia de un procedimiento legal en la  decisión de matar a otra persona. Desde un punto de vista democrático no es aceptable fundamentar la pena de muerte en la existencia de este requisito procesal, (véase la crítica de L. H. Tribe y  M. C. Dorf a la interpretación de la V Enmienda hecha por el Juez Burger, en On Reading the Constitution, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1991, pág. 21). La ausencia de un proceso criminal  es algo secundario comparado con la decisión en sí de privar de la vida a un ser humano, pues éste deja de ser conceptuado sujeto y se convierte en objeto. Quiere ello decir que el establecimiento constitucional de la pena capital es en sí contrario a la idea de democracia, porque pierde el referente de la unanimidad como unánime reconocimiento de la dignidad humana. Se priva a un individuo de lo que en una democracia le debiera hacer  radicalmente igual a los demás individuos, su existencia vital. Por eso llama tanto la atención que Kant justifique la pena de muerte, (La Metafísica de las Costumbres, ob. cit., págs., 165-174). La pena de muerte transforma la dignidad en algo procesal; hace al reo digno del castigo. Por esta vía se llega a hispotasiar  la dignidad individual en la dignidad del Estado y, como sucedía en Rousseau a los que se oponen a la voluntad general se les obliga ser libres, en este caso a ser dignos, dignos de morir (eso sí, dignamente, sin sufrimientos innecesarios). En suma, de igual manera que no puede haber un linchamiento a manos del pueblo, tampoco se puede admitir en su nombre (pena de muerte).
 
(106) Para una visión general de las dogmáticas de los derechos fundamentales y su incidencia en la delimitación del ámbito constitucionalmente protegido de los derechos y en el funcionamiento del sistema jurídico, E-W Böckenförde, Escritos sobre Derechos Fundamentales, Prólogo de F. J. Bastida,  Nomos edit., Baden-Baden, 1993, págs. 44 y ss.
 
(107) El derecho de resistencia no se integra como un elemento del funcionamiento del sistema, sino como un remedio para cuando este no funciona, es decir, se arbitra tal derecho como remedio cuando ya no ya remedio, cuando el sistema no es capaz de reprimir su aniquilamiento y en tal situación desaparece el ordenamiento que daría cobertura jurídica a la acción de resistir. Desvestida de su ropaje constitucional, tal acción es un mero acto de fuerza. La resistencia es un hecho.
 
(108) Un tratamiento general del problema puede verse en el libro de G. Escobar Roca,  La objeción de conciencia en la Constitución española, Prólogo de J. J. González Encinar, CEC, Madrid, 1993.
 
(109)F. Rubio Llorente resalta este cambio fundamental en el constitucionalismo democrático, cuya finalidad es "hacer posible que el hombre sea ciudadano", y, por tanto no cabe una tajante separación entre derechos civiles y derechos políticos, porque se implican recíprocamente. La forma del poder. Estudios sobre la Constitución, ob. cit., págs. 51-52.
 
(110) En este sentido, P. Häberle, Retos actuales del Estado constitucional, ob. cit., pág. 34.
 
(111) La misma obra, pág. 34. Esta idea de Häberle ya se encuentra en la crítica que Carré de Malberg hace a la soberanía popular al diferenciarla de la soberanía nacional, Cfr. Contribution a la Théorie générale de l´Etat, ob. cit., T. II, pág. 177.
 
(112) J. Habermas, Facticidad y validez, ob. cit., pág 377. "Una soberanía popular exenta de sujeto (esto es, no asociada a sujeto alguno), que se ha vuelto anónima, que queda así disuelta en términos intersubjetivos,  se retrae, por así decir, a los procedimientos democráticos y a los exigentes presupuestos comunicativos de la implementación de esos procedimientos democráticos", pág. 612.
 
(113) Cfr. A. Pizzorusso, Minoranze e maggioranze, Einaudi, Turín, 1993. Por supuesto, el concepto de minoría es un concepto borroso en el que la gradación es muy amplia y el tránsito de uno a otro tipo es en muchos casos posible y no se produce bruscamente.
 
(114) Véase páginas atrás apartado IV.1.
 
(115) La Constitución española es un buen ejemplo, no sólo en lo que se refiere a la garantía de la heterogeneidad  de las nacionalidades y regiones y lo que ello comporta cultural y políticamente (arts. 2, 3, 69, Título VIII CE, etc.), sino también en la promoción de la igualdad y libertad de los grupos en los que se integra el individuo (arts. 9.2 y 20.3 CE, entre otros).
 
(116) Véase al respecto el art. 27 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos hecho en Nueva York en 1966.
 
(117) Esto lo plantea F. Rubio Llorente con especial brillantez, La forma del poder. Estudios sobre la Constitución,. ob. cit., págs. 108-110, al tratar las "mayorías y minorías en el poder constituyente". Si no he entendido mal, cuando él habla de la  "unidad de grupo" como requisito del principio de la mayoría, no se refiere a una concepción del pueblo como la homogeneidad sustancial, sino a la unidad del sistema jurídico, aunque esté organizado bajo criterios de suma heterogeneidad. Las minorías permanentes que desean constituirse en mayorías independientes no cuestionan los criterios de organización del sistema, sino el sistema en sí.
 
(118) Véase, más arriba, apartado III. 2, y nota 33.
 
(119) Véase el capítulo dedicado por J. Habermas a la política deliberativa como concepto procedimental de la democracia, en Facticidad y validez, ob. cit., págs. 363 y ss., especialmente 379 y ss.
 
(120) Sobre la distinción entre democracia procedimental y democracia funcional a propósito de las libertades de expresión e información véase F. J. Bastida Freijedo, La libertad de antena, Ariel, Barcelona, 1990, págs. 217-220 y 259 y  ss., en las que se subraya la diferencia entre un proceso de libre formación de la opinión pública y un proceso de formación de una opinión pública libre.
 
(121) Sobre la diferencia entre principio y regla de la mayoría en relación con el poder constituyente, F. Rubio Llorente, La forma del poder. Estudios sobre la Constitución, ob. cit., págs. 100 y ss. Trata el tema con carácter monográfico, R. Chueca Rodríguez, La regla y el principio de la mayoría, CEC, Madrid, 1993. La amplia bibliografía en él citada exime aquí de cualquier otra mención.
 
(122) Este es otro argumento que pone de relieve la contradicción de la pena de muerte con la democracia. Además de constituir un atentado a la dignidad humana, la pena de muerte elimina a un sujeto del proceso de deliberación, suprime un elemento de la posible  heterogeneidad y lo hace de manera irreversible.
 
(123) Según A. Pizzorusso, Minoranze e maggioranze, ob. cit., pág. 44, "la aceptación por la minoría de  las decisiones tomadas por la mayoría se debe a la disposición de los miembros de la mayoría a reconocer igual dignidad  al punto de vista de la minoría y a permitirle reproducirlo cuando las circunstancias lo consientan".
 
(124) Sobre este tema se podrá consultarse en breve el trabajo Democracia y principio minoritario, escrito por mi colega la Dra. Paloma Requejo Rodríguez  como ejercicio para el concurso a una Plaza de Profesor Titular .
 
(125) La bibliografía es numerosa. A los trabajos ya citados de Kelsen, Habermas, Ross, Pizzorusso, Sartori o Held y, dentro de nuestra doctrina, los de  Rubio y Chueca, puede añadirse el ya clásico de N. Bobbio, La regola di maggioranza: limiti e aporie, en N. Bobbio, C. Offe y S. Lombardi, "Democrazia, maggioranza e minoranza", Il Mulino, Bolonia, 1981, págs. 33 y ss.
 
(126) The Public and its Problems, Chicago, 1954, pág. 207.
 
(127) El propio Rousseau destacaba que "para que una voluntad sea general no es siempre necesario que sea unánime, pero sí es indispensable que todos los votos se tomen en cuenta. Toda exclusión formal destruye la generalidad", Du Contrat social, ob. cit., Lib. II, Cap. II, nota 1.
 
(128) Es el caso de típico de aquellos partidos con mayoría absoluta que ignoran al parlamento doblemente; las decisiones las toma directamente el partido y luego las traslada sin debate digno de tal nombre a la cámara representativa. Es la típica concepción de los que creen que la democracia consiste en elegir un dictador cada cuatro años.
 
(129) Este era el caso, aunque con argumentaciones distintas,  de Tocqueville, Stuart Mill, y más recientemente Hayeck, Buchanan, Nozick, entre otros.
 
(130) Facticidad y validez, ob. cit., pág. 601. (Los subrayados son suyos). La obra de J. Fröbel que comenta es System der sozialen Politik, de 1847.
 
(131) Sobre el requisito de "incertidumbre epistemológica" véase F. Rubio Llorente, La forma del poder. Estudios sobre la Constitución, ob. cit., págs. 103 y ss.

 

(132) Esta es la opinión de Fröbel en Facticidad y validez , ob. cit., pág. 601.
 
(133) Según A. Ross, "El valor esencial de la discusión no se encuentra en constituir un camino hacia la verdad a través de la combinación de argumentos, sino en ser un camino hacia un compromiso, al provocar la recíproca rendición de voluntades antagónicas".)Por qué democracia?, ob. cit., pág. 121.
 
(134) Sobre el cambio de sentido de las mayorías cualificadas por el reparto de poder entre los partidos, en breve se publicará el trabajo de tesis doctoral del profesor Miguel Presno Linera, de la Universidad de Oviedo, La distorsión del concepto de representación y la soberanía de los partidos.
 
(135) C. Offe, Legittimazione politica mediante decisione di maggioranza? , en "Democrazia, maggioranza e minoranza", ob. cit., págs. 83 y ss. En general,   D. Held, Models of Democracy, sobre todo el Capítulo 51, "Competitive Elitism and the Technocratic Vision", ob. cit., págs 157 y ss.
 
(136) Véase G. Sartori, Teoría de la democracia, T. 21, epígrafes dedicados a "la función del experto" y al "gobierno de la ciencia", págs 527 y ss.

 

(137) S. Rodotà, Tecnopolitica. La democrazia e le nuove tecnologie della comunicazione, Laterza, Roma-Bari, 1997, págs. 62 y ss.
 
(138) La misma obra, págs. 164 y ss.
 
(139) Democracia y deliberación. Nuevas perspectivas para la reforma democrática, Ariel, Barcelona, 1995, pág. 138. En donde explica la compleja organización de una DOP.

 

(140) Emplea este término y crítica su contenido S. Rodotà, Tecnopolitica, ob. cit., pág. 55 y ss.
 
(141) "Llamaré públicos débiles a aquellos cuya práctica deliberativa consiste exclusivamente en  formar la opinión sin incluir la toma de decisiones", Rethinking the Public Sphere, en C. Calhoun, "Habermas and the Public Sphere", Harvard Univ. Press, Cambridge, Massachusetts, 1992, pág. 134.
 
(142) C. Offe destaca el peligro de confundir la democracia con la demoscopia y hace suya la diferencia cualitativa que ve Scheuner entre el voto de los electores jurídicamente relevante y las cuestiones de opinión; la oficialidad del principio de la mayoría y la ausencia de forma jurídica de la opinión, en Legittimazione politica mediante decisione di maggioranza?, ob. cit., págs. 96-97.
 
(143) Véase E-W. Böckenförde, Escritos sobre derechos fundamentales, ob. cit., pág. 59-60.
 
(144) Para una crítica de los intentos de fortalecer la legitimación democrática de la jurisprudencia mediante el recurso del juez a "los valores medios" que deben averiguarse en con encuestas demoscópicas, véase P. Häberle, Retos del Estado Constitucional, ob. cit., pág 34, nota 68. El profesor de Bayreuth  propone, remitiéndose a otros trabajos suyos, la necesidad de analizar desde la perspectiva de la teoría constitucional la figura normativa judicial del "ciudadano medio"
.
(145) Véase M. Kriele, Introducción a la Teoría del Estado, ob. cit., págs. 338 y ss.
 
(146)  Véase P. Häberle, Retos actuales del Estado constitucional, ob. cit, págs. 26 y ss.
 
(147) Ackerman distingue entre el ámbito del poder legislativo y presidencial (normal lawmaking path)  y el del poder constituyente (higher lawmaking path). Cuando aquéllos desean  actuar en este segundo ámbito las condiciones para hacerlo son más gravosas, pero esta rigidez -según el autor- no es sólo jurídico-procedimental, sino que alude también a un proceso político de negociación y consenso. De esta suerte, cuando un proceso de esta naturaleza es reconocido como tal por el Tribunal Supremo, se entiende que quien se ha manifestado no es el legislador o el Presidente (We the Politicians), sino el pueblo (We the People como higher lawmaking authority) y el alto Tribunal no puede en tal caso actuar en contra de esta voluntad. We the People, ob. cit., págs. 9 y ss. 266 y ss. 295 y ss.
 
(148) Véase J. Habermas, Facticidad y validez, ob. cit., págs.. 610 y ss.
 
(149) En palabras de Habermas, "El poder comunicativo es ejercido a modo de asedio. Influye sobre las premisas de los procesos de deliberación y decisión del proceso político, pero sin intención de asaltarlo", Facticidad y validez, ob. cit., pág 612.
 
(150) En este sentido, J. Habermas, Facticidad y validez, ob. cit, pág. 628.
 
(151) Sobre esta materia es muy recomendable el libro de P. Suber, The Paradox of Self-Amendment. A study of Logic, Law, Omnipotence and Change, Nueva York, 1990. También el espero que próximo libro de B. Aláez Corral, colega en  la Universidad de Oviedo y  en estos Cuadernos, sobre los Límites a la reforma constitucional, fruto de su documentada  tesis doctoral.
 
(152) No cabe sostener que las cláusulas de intangibilidad son una "autolimitación" del soberano, encarnado en el  órgano de reforma constitucional, porque el futuro órgano de reforma (las generaciones vivas) que se encuentre limitado por tales cláusulas establecidas antaño (por las generaciones vivas de aquel momento) no puede afirmar que está "auto" limitado.
 
(153) Coincido con M. Aragón en que es posible que a través de una reforma constitucional como la prevista en el art. 168 CE se transforme una democracia en una dictadura. Pero no comparto la idea de que esa nueva Constitución  haya emanado "democráticamente". Constitución y democracia, Tecnos, Madrid, 1989, pág. 51. El establecimiento de la pena de muerte es constitucionalmente posible, pero no es una decisión democrática. Las dos afirmaciones se juntan en la idea borrosa de la democracia. Hay que concluir que el sistema constitucional español no es muy democrático porque admite entre sus aperturas algunas nada democráticas.

 

(154) En un sentido no muy distante del  aquí propuesto se pronuncia N. Bobbio. El considera que el asunto de si por mayoría se puede eliminar la regla de la mayoría está mal planteado porque por las reglas del juego son meta-reglas y, como tales, deben ser aprobadas por unanimidad y no pueden ser suprimidas por una mayoría. La regola di maggioranza: limiti e aporie, ob. cit., págs.51-54. Habría que añadir que la unanimidad expresa un criterio de proporcionalidad y que el axioma volenti non fit iniuria se refiere a lo querido por todos y cada uno (unanimidad, proporcionalidad), no a lo querido por la voluntad general como voluntad de la mayoría hipostasiada en la del todo colectivo y unitario. Dicho axioma responde, pues,  al principio de la minoría, no al de la mayoría.
 
(155) I. De Otto considera que es un límite implícito a la reforma constitucional la prohibición de que por métodos democráticos se pueda liquidar la democracia. Derecho Constitucional. Sistema de fuentes, ob. cit., págs 63 y ss.

 

(156) Sobre la rigidez constitucional, Cfr. A. Pace y  J. Varela, La rigidez de las constituciones escritas, CEC, Madrid, 1995.
 
(157) Véase nota 13 de este trabajo.
 
(158) Véase al respecto, P. Suber, The Paradox of Self-Amendment. A study of Logic, Law, Omnipotence and Change, ob. cit., pág. 21 y ss. 277 y ss. V.Ferreres Comella, Justicia constitucional y democracia, ob. cit., 106 y ss.
 
(159) Un sistema autoritario es mucho menos borroso, porque en vez de tratar de asimilar la complejidad del medio, la impide en su entrada y la reprime en su salida.
 
(160) N. Luhmann, Sociedad y sistema: la ambición de la teoría, ob. cit., pág. 121.

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