DEL CONCEPTO DE TERRITORIO

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Juan Pedro Urruzola

 

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I.- Del concepto de territorio: Pensar el territorio

En general pensamos y nos relacionamos con el territorio como si fuera algo externo a nosotros. Mucho más a menudo es "aquello" que señalamos con el dedo, que algo que eventualmente pudiera incluirnos. Al territorio, esa especie de materialidad a la vez ajena y extraña a nuestro ser humano, vamos. Como si hubiera puertas que nos conducen, las abrimos o cerramos según nuestras necesidades o voluntades cambiantes. Le accedemos.

 

Y por poco que nos detenemos a pensarlo, sin el territorio nuestra condición humana no parece siquiera concebible. ¿Es factible un ser humano sin territorio? ¿Y un territorio sin seres humanos? La evidencia empírica de lo nacional, dejando de lado la más obvia de lo material, demuestra que no. Y sin embargo, en los últimos años no ha dejado de utilizarse reiteradamente un nuevo concepto que ha dado en llamarse des-territorialización. ¿Estar por fuera del territorio entraría en lo humanamente practicable?

Con sus velocidades absolutas y sus impactos financiero-materiales devastadores, las redes de flujos inmateriales parecen tener mucho que ver con ello. Nuevas geografías empresariales, movilidades incontrolables, mercados totalmente liberados de los estados-nación...Los territorios des-localizados de la nueva topografía terrestre compiten por su cuota parte. La economía ocupó el paisaje. Entonces aparecieron los territorios ganadores y perdedores, esa especie de sálvese quien pueda que el discurso neo-liberal pretende transformar en condición de partida. ¿Acaso las redes y flujos inmateriales no tienen siempre un origen y un destino territorial?

La experiencia de los últimos años en nuestro país pone en evidencia que es mucho más sencillo dotarse de instrumentos para el hacer (leyes de protección, EIA, ministerio, planes concretos, espacio académico, etc) que de un pensamiento (por ejemplo los fundamentos que definan una ley) que permita preguntarse y responderse para qué hacemos. Pensar el territorio, hacer "investigación fundamental" que se detenga en sus fundamentos primarios, esenciales, imperativos, es por ello doblemente importante. Porque a la vez que permite construir más y mejor conocimiento nos permite comprender el sentido de nuestra realidad concreta. Y ello, y sólo ello, nos permitirá -voluntades políticas mediante- transformarla radicalmente.

El desafío de pensar el territorio, por lo tanto, es decisivo. Porque sólo en la consideración de su naturaleza fundamental y su sentido humano más profundo podremos alejarnos de las visiones meramente instrumentales, cuantificadoras y funcionales. Entonces tal vez podamos dotarnos de la distancia necesaria para plantearnos el que probablemente constituya su desafío central: el de su ordenamiento.

 

Definiciones básicas

El término territorio, proveniente del latín, siempre refirió a una extensión determinada de la superficie terrestre sobre la cual vive un grupo humano. Todavía en el siglo XVII era común el uso del término terruño, aunque ya en 1690 apareció la palabra territorio asociada al desempeño de las funciones episcopales. Su uso no se generalizó hasta el siglo XVIII, cuando las obras políticas de Montesquieu y Rousseau, en particular, lo pusieron nuevamente a la orden del día. Entonces pasó a designar una extensión de tierra donde habita una colectividad humana con una autoridad definida. En plena expansión del colonialismo imperial europeo y en vísperas de la revolución francesa, el concepto volvió a adquirir explícitamente su profundo sentido político. En 1872, inmediatamente después de la Comuna de Paris y de la guerra franco-prusiana, el concepto pasó a integrar explícitamente la idea de la defensa. En esa fecha se crearon las primeras tropas francesas sedentarias consagradas a la defensa interior del país, es decir de su territorio, las que justamente llevarán el nombre de "territoriales". 1

A principios del siglo XX la etología hizo suyo el término y estableció el atributo de la territorialidad como una condición inherente a la propia existencia del territorio. En una de sus acepciones posibles el diccionario se refiere al territorio como a un "terreno o lugar concreto, como una cueva, un árbol o un hormiguero, donde vive un determinado animal, o un grupo de animales relacionados por vínculos de familia, y que es defendido frente a la invasión de otros congéneres".

Al final de un recorrido milenario, caracterizado por el ejercicio constante de la territorialidad en tanto consecuencia inevitable de la existencia del territorio, la sociedad humana la ‘re-descubre’ a través de la etología y el estudio de los animales. "Si ya no se nos erizan los pelos ni somos capaces de mostrar los colmillos, somos rápidos en desenfundar el revólver o en apretar el botón nuclear". 2 La segunda guerra de Irak, en este inicio del siglo XXI, pone de manifiesto el sentido más primitivo de la territorialidad en tanto apropiación y robo basado en el mero ejercicio de la violencia. La guerra, en tanto ‘definición de la política por otros medios’, adquiere aquí todo su sentido. Aunque su ejercicio, primitivo y bárbaro inevitablemente, no se prive del uso de las tecnologías más sutiles, delicadas y creativas, que el hombre haya soñado. 3

La primera acepción del término territorio que propone el diccionario lo define como una "porción de la superficie terrestre perteneciente a una nación, región, provincia, etc.". Refiere, por lo tanto, a las construcciones políticas que vinculan contractualmente (según cierto ordenamiento jurídico) una determinada extensión de superficie terrestre con un grupo humano preciso.

La constitución uruguaya reconoce en el territorio de la república uno de los elementos constitutivos de su existencia, asumiéndolo como el soporte material de nuestra soberanía nacional. En tal caso el territorio nacional refiere a un área de la superficie terrestre con límites precisos sobre la cual los habitantes de la república, como hecho colectivo, ejercen su autoridad. "La soberanía en toda su plenitud existe radicalmente en la Nación, a la que compete el derecho exclusivo de establecer sus leyes". 4 El concepto de territorio, según esta definición constitucional, vincula tres ingredientes decisivos: el soporte material, sus habitantes y la relación que los une y los legitima allí en ese lugar preciso de la superficie terrestre. El concepto de soberanía, entonces, trasciende lo meramente individual (incluyendo la propiedad privada del suelo) para conformarse en tanto derecho político del colectivo de sus habitantes sobre la porción de suelo que reconocen como propia.

Las sociedades primitivas ya mantenían una práctica radical de su soberanía territorial. Sus relaciones con los otros estaban pautadas por dos condiciones básicas, mutuamente excluyentes, como son la alianza o la guerra. Estas condiciones o estrategias de relación traducían la naturaleza gentilicia de tales sociedades, donde se era pariente o enemigo. Entonces el territorio y la sociedad conformaban una unidad indisociable, sin ninguna mediación interna. Perder el territorio significaba perder el origen y el destino, el 'sentido' de la sangre, la identidad fundadora. La sociedad nacida en la Grecia clásica introdujo modificaciones sustanciales en tales relaciones sociales. La nueva asociación humana, fundada en la territorialización de sus relaciones sociales, dio lugar al nacimiento de la política, tanto como nueva categoría conceptual del pensamiento que como ejercicio 'natural' de la novedosa convivencia colectiva que planteaba.

 

De La Política

El primer tratado sistemático sobre la nueva sociedad política fue elaborado por Aristóteles hacia el final de su vida, en el último tercio del siglo IV AC. Su realización, además del estudio de más de un centenar de constituciones antiguas y modernas realizado por sus discípulos del Liceo, contó con la riquísima experiencia de casi dos siglos de vida democrática ateniense. Aún después de tantos y tan intensos siglos de historia, dicho tratado no sólo constituye una fuente fundadora del pensamiento político sino que sorprende por la curiosa actualidad de muchas de sus meditaciones.

En el primer libro Aristóteles define los dos fundamentos esenciales del nuevo plan de gobierno que parece haberse trazado la sociedad naciente. El Estado -su primera 'novedad'- es una asociación de varias aldeas "que llega a bastarse absolutamente a sí mismo, nacido ante las necesidades de la vida, que satisface" (29) 5. Esta asociación, que es la más importante, "comprende a todas las demás y puede llamarse asociación política, ciudad, o más propiamente, Estado" (27). Esta asociación, justamente, define al hombre como un "animal político", ya que si bien "el hombre, perfeccionado por la sociedad, es el primero de los animales, es también el último si vive sin leyes y sin justicia... Justicia: tal es la base de la sociedad; derecho: tal es el principio de la asociación política" (30).

El segundo fundamento desarrollado por Aristóteles refiere al tema de la propiedad, particularmente de personas (esclavos). Sobre la base de que nada de lo hecho por la naturaleza es en vano y que su obra es perfecta, "es forzoso que todo lo haya creado para el hombre" (39). Sostiene que hay hombres para obedecer y otros para mandar, cuya asociación es natural, pues en ella "buscan el amo y el esclavo su común interés" (28). Aristóteles afirma que el esclavo es "aquel que por una ley de la naturaleza no se pertenece, sino que, sin dejar de ser hombre, pertenece a otro". Afirma, por lo tanto, que "el esclavo es propiedad ajena", lo que demuestra que "la propiedad es un instrumento necesario a la existencia" (32). Por ello mismo "la guerra es un medio de adquisición natural... de los hombres que, nacidos para obedecer, se niegan a la esclavitud" (39).

"Una organización política es, en cierto modo, propiedad de todos; esta organización exige ante todo un suelo común; porque quien dice Estado dice unidad de lugar" (49). El territorio, por lo tanto, implica el dominio concreto de un grupo humano sobre una porción de tierra definida. Constituye una afirmación de poder que, más allá de las distintas aproximaciones o puntos de vista específicos que se asuman a su propósito, resulta imprescindible para la existencia colectiva. Esto no quiere decir que la comunidad deba extenderse a todos los bienes y personas sin excepción. En su opinión el hombre actúa según "dos grandes móviles de solicitud y de amor: la propiedad y la familia" (53). Criticando La República de Platón, Aristóteles sostiene que "en general toda propiedad común, cualquiera sea el modo de usufructuarla, presenta graves inconvenientes" (54). Por ello cree preferible el sistema actual y propone que las leyes se organicen de modo tal "que los bienes pertenezcan a los individuos y los productos sean en cierto modo comunes" (54). 6

En el libro cuarto Aristóteles analiza la "república perfecta" y define los aspectos que a su entender son decisivos para construirla. Entre otros presenta las condiciones, "tales como se desean", que debe reunir el territorio, que básicamente refieren a su extensión y a la cantidad de ciudadanos que lo habitan. Afirma que "la belleza resulta de la feliz armonía de la extensión y del número. El cuerpo político que presente esta doble combinación será el más perfecto... Cada cosa, para poseer todas sus propiedades, no debe ser ni desmesuradamente grande ni excesivamente pequeña; porque entonces, o se pervierte o pierde su naturaleza especial" (129). Si el ciudadano, en su condición de miembro del soberano, debe elegir magistrados y juzgar sobre los diversos litigios que se presentan en la vida de la polis, "es preciso que los ciudadanos se conozcan y aprecien mutuamente". Por ello afirma "que el cuerpo político estará en una justa proporción cuando se componga del mayor número posible de ciudadanos que, teniendo medios suficientes para vivir reunidos, puedan conocerse" (130). Conocimiento mutuo y medios suficientes. La preocupación por armonizar el suelo y el alimento con la cantidad de habitantes también refleja las dificultades tradicionales que tuvieron los griegos para alimentar sus poblaciones en constante crecimiento. En efecto, ¿cómo satisfacer la demanda de una población en aumento en el marco de un territorio limitado?

La política de fundación de colonias ultramarinas desarrollada por las principales ciudades-estado griegas a partir del siglo VIII AC fue un claro intento por encontrarle una respuesta adecuada a tal interrogante. Tales colonias, sin embargo, no constituyeron nunca expansiones territoriales de las metrópolis de origen ya que una vez establecidas se convertían en Estados independientes, eventualmente ellos mismos origen de nuevas colonias. La armonía "de la extensión y del número" que Aristóteles defiende como deseable parece traducir la experiencia de una política territorial desarrollada durante mucho tiempo y con muy buenos resultados. En todo caso es interesante notar, como se verá más adelante, que las políticas imperialistas de los griegos generalmente no se tradujeron en expansiones territoriales basadas en la ocupación de suelos ajenos.

Aristóteles observa que no todas las partes de un ser son igualmente importantes para su constitución como cuerpo organizado. Haciendo esta ley extensiva a la polis, sostiene que todos sus asociados deben compartir ciertos puntos básicos que fundamentan la unidad del cuerpo político. En primer lugar señala dos aspectos -los alimentos y el suelo- que expresan inequívocamente los atributos esenciales que estructuran al territorio: como recurso, ya que provee al grupo social de su alimentación, y como asiento, ya que provee al grupo social del suelo necesario para residir. Sin embargo, más allá de estos "elementos primitivos hay otros que no son secundarios" (134) y sin los cuales no se comprendería la polis. Recapitulándolos, Aristóteles menciona seis atributos básicos: ante todo las subsistencias, es decir los alimentos y el suelo ya mencionados; luego las artes (pues "hay una porción de objetos indispensables a la vida" ); las armas ( "una sociedad política necesita someter a los facciosos y rechazar a los enemigos de afuera" ); la hacienda ( "necesaria tanto para la administración interior como para las guerras" ); el sacerdocio o culto divino; y, "por último, el elemento más indispensable, la justicia, para decidir los intereses generales y las relaciones privadas". Si faltase uno solo de los atributos mencionados "sería imposible que la asociación se bastase a sí misma" (135) y el sentido de cualquier cuerpo político, para Aristóteles, no es una agregación cualquiera, sino una agregación de hombres que sólo tiene sentido si puede satisfacer todas sus necesidades por sus propios medios.

El nacimiento del Estado, que según el filósofo griego "tiene siempre su origen en la naturaleza" (29), evidencia la aparición de una nueva sociedad caracterizada por conflictos y divisiones internas y necesitada por ello de un agente de contención capaz de mantener su unidad. El territorio, como antes, seguía siendo sujeto de dominio, 7 pero ya no lo era solamente frente a los de afuera, los enemigos o los bárbaros cuya lengua era incomprensible. La nueva sociedad política se basaba en la apropiación privada de la tierra 8 y del trabajo ajeno bajo la forma de la esclavitud. El dominio, con ello, se había trasladado al interior de la propia sociedad en tanto propiedad o posesión de unos frente a otros que, ahora legalmente, estaban totalmente excluidos de los nuevos derechos que aseguraba la polis a sus ciudadanos. Con la sociedad política nacía a la vez un nuevo concepto y una nueva práctica del territorio y con todo ello nacía una nueva forma -razonada- de explotación del hombre por el hombre.

 

REFERENCIAS
1) Dictionnaire Historique de la Langue Française - Le Robert.
2) BOISIER Sergio (2001): "Crónica de una muerte frustrada: el territorio de la globalización", Chile, Revista LIDER, 11, Universidad de Los Lagos, Osorno.
3) "Indico que al ser tan semejantes terra y terror, uno busca posibles puntos de relación. Por ejemplo, enterrar, soterrar y desterrar tienen igual estructura que aterrar: prefijo, más la forma verbal derivada de terra. No se explica fácilmente porqué en aterrar tenemos el mismo verbo derivado de tierra, si su significado no tiene nada que ver con tierra. O acaso sí. Porque aterrar significó también hace medio milenio, abajar a tierra, humillar, poner en baja situación moral, de donde fue ya fácil el paso al terror, que no deja de ser una forma de humillación, la más intensa manifestación de humildad (recuérdese al respecto la conducta de los perros y otros carnívoros) ante las exhibiciones de fuerza del más poderoso". Mariano Arnal, www. elalmanaque.com.
4) Artículo cuarto de la Constitución uruguaya.
5) En todos los casos los números entre paréntesis refieren a Aristóteles (IV AC), "La política", Madrid, Editorial ALBA, 1998.
6) Presenta un argumento muy querido por los conservadores de todas las épocas, aunque muy curioso también por su escaso sustento histórico: "¿es creíble...que en tantos años como el mundo lleva de existencia no se haya descubierto este sistema, siendo tan bueno?" (56).
7) El término dominio, identificado con el territorio, su propiedad y control, proviene de la palabra latina dóminus, que define la condición de dueño. Esta, a su vez, proviene de domus (casa). Su origen, sin embargo, se remonta al griego: en su raíz encontramos damao (domar, domesticar, amansar, vencer), domos (casa, construcción) y demos (tierra habitada por un pueblo, territorio perteneciente a una comunidad). Ver Mariano Arnal, idem.
8) El término de propiedad puede vincularse al de cercanía en tanto estar más cerca (prope). Sin embargo, en cierto momento pudo no ser suficiente la cercanía y entonces "fue necesario sentarse encima, que ése es el significado más probable del verbo possidere, en el que el prefijo pos sería un pro (delante, encima) contagiado fonéticamente por sedere (sentarse). Con esto llegamos al segundo gran cambio de la humanidad, el hacerse sedentaria: al ir escaseando el alimento, ya no fue suficiente 'estar cerca' para evitar que otros se comiesen los frutos tanto animales como vegetales del propio territorio. Se hizo necesario crear ya asentamientos estables, convertirse en sedentario, de hecho sentarse encima, o justo delante, para defender las fuentes de alimentación que se habían estado vigilando e incluso cultivando". Ver Mariano Arnal, idem.


 

II.- Del concepto de Territorio: Nuevos comienzos

Los saltos cualitativos producidos en el mundo de las ideas durante el siglo XVIII representaron la conclusión de un largo proceso de cambios materiales e intelectuales iniciado varios siglos antes y a la vez el comienzo de una nueva historia social y política cuyos alcances postreros caracterizan aún nuestro presente. Un nuevo dios no-interventor dejó su antiguo lugar a una naturaleza en movimiento cuyas reglas secretas, ahora sí, el hombre podía desentrañar.

 

El optimismo producido por las incalculables potencialidades del conocimiento y la razón produjo una nueva fe fundada en la idea del progreso y un nuevo hombre conciente, definitivamente capaz de construir su propio destino.

Los grandes descubrimientos geográficos sucedidos a partir del siglo XV así como la profunda reconceptualización del universo iniciada por Copérnico, problematizaron nuevamente al territorio. La revolución del pensamiento procesada en Europa a partir del Renacimiento significó, como no había sucedido desde la antigüedad, una reconsideración crítica del propio concepto y de sus proyecciones sociales más importantes. Las tormentas políticas que se avecinaban, preparadas en este nuevo clima intelectual, tuvieron una proyección territorial muy fundamental en la conformación del mundo moderno.

A mediados del siglo XVIII aparecieron dos obras cuyas repercusiones serían claves en la historia política inmediata y futura: Del espíritu de las leyes, escrito por el barón de la Brède y Montesquieu y publicado en 1748, y El contrato social o Principios de derecho político, escrito por el ginebrino Jean Jacques Rousseau y publicado en 1758. Al igual que en tantas otras disciplinas, el pensamiento político de la ilustración y estas obras en particular encontraron en la antigüedad clásica el espejo donde mirarse, los antecedentes teóricos a partir de los cuales investigar y la experiencia histórica que permitía justificar o no los más diversos puntos de vista.

 

Del Espíritu de las Leyes

Del espíritu de las leyes es un tratado compuesto por 31 libros. En cada uno de ellos se discute y analiza la ley en relación a temas precisos como el ordenamiento político, las formas de gobierno, los poderes del Estado, la libertad, la educación, la guerra, la religión, el dinero, la justicia, etc. Las referencias al territorio en su sentido más amplio son numerosas en toda la obra, aunque dedica cuatro libros a la relación de la ley y el clima, uno a su relación con la naturaleza del terreno y otro a su relación con la cantidad de habitantes. (1) Aun manteniendo claras referencias a los antecedentes de la antigüedad greco-romana, el territorio comienza a visualizarse como una problemática trascendente que la razón debe indagar, pues interviene considerablemente en la vida de los hombres y sus sociedades.

El libro XIV se inicia afirmando que "si es cierto que el carácter del alma y las pasiones del corazón presentan diferencias en los diversos climas, las leyes deben estar en relación con esas diferencias" (150). Apoyado en la evidencia física de que el frío contrae y el calor dilata, Montesquieu dedica el resto del libro a demostrar que tal afirmación es cierta pues los más variados puntos de vista (fisiológico, biológico, psicológico, geográfico, histórico, etc.) así lo permiten verificar. (2) Los pueblos de climas fríos serán, en su opinión, enérgicos e industriosos; los pueblos de climas cálidos, por el contrario, serán indolentes y vacilantes. (3) A partir de tal hipótesis Montesquieu pasa revista a diversos aspectos de su contemporaneidad, con el claro propósito de explicarla y muy a menudo justificarla. (4)

Es interesante anotar que Aristóteles sostuvo un razonamiento similar, que lo llevó a conclusiones geográficas diferentes. "Los pueblos que habitan los climas fríos se nos presentan llenos de valor, pero son inferiores en inteligencia y en industria; así conservan su libertad, pero son inhábiles para organizar un buen gobierno y para la conquista. Los asiáticos tienen más imaginación y aptitud para las artes; pero carecen de energía y sufren con calma un perpetuo despotismo. La raza griega, colocada en una situación topográfica intermedia, reúne las ventajas de los dos climas. Posee a la vez la inteligencia y el valor. Sabe al mismo tiempo conservar su independencia y organizar buenos gobiernos, y sería capaz, si estuviera reunida en un solo Estado, de conquistar el universo" (133). En dos mil años de historia el mundo se había expandido considerablemente. También, del siglo IV AC al siglo XVIII DC, los centros de poder y dominio en occidente se habían desplazado al norte y al oeste. Sin embargo, el punto de vista conceptual sobre "la influencia de las causas físicas" (ídem) parece muy similar.

En los libros XV, XVI y XVII Montesquieu se detiene particularmente en el análisis de los distintos tipos de esclavitud y sus relaciones con el clima. Sobre la base de la misma hipótesis, analiza alternativamente las que llama esclavitud civil, doméstica y política. Aunque sostiene que "la institución no es buena por naturaleza" (160), admite que en los países despóticos, "donde ya se está sujeto a la esclavitud política", la esclavitud civil es más tolerable ("todos allí se dan por muy contentos con tener el sustento y conservar la vida"). Contrariando los argumentos de Aristóteles, Montesquieu sostiene que ellos no prueban que haya esclavos por naturaleza y agrega "que hay que convenir en que la esclavitud es contraria a la Naturaleza" (163). Su visión, sin embargo, es considerablemente ambigua. Sostiene que "es necesario... limitar la esclavitud natural a determinados países", ya que en los demás todo puede hacerse con hombres libres. En el capítulo titulado "Inutilidad de la esclavitud entre nosotros" cita el ejemplo del trabajo en las minas europeas, realizado anteriormente por esclavos y delincuentes, cuando "sabemos hoy que los mineros viven felices. Los hay que escogen ese trabajo voluntariamente, que gozan de algunos privilegios y que tienen bastante remuneración" (164). Sin embargo, a propósito de los esclavos africanos llevados al Nuevo Mundo para asegurar la producción del azúcar, opina que este "sería demasiado caro si no se obligase a los negros a cultivar la caña" (162). Su postura frente al tema queda finalmente de manifiesto cuando define "lo que deben hacer las leyes con relación a la esclavitud", sosteniendo que éstas "deben evitar, por una parte, sus abusos, por otra, sus peligros" (165).

El libro XVIII se inicia afirmando la influencia que tiene el terreno en las leyes, ya que "la bondad de las tierras de un país determina su dependencia" (184). La hipótesis anterior, referida al impacto del clima sobre las sociedades humanas, se mantiene ahora en relación a la tierra. Sostiene Montesquieu que cuanto más rica sea la tierra de un país y más abundantes sus cosechas, tanto más deberá temer su pillaje. "Los países fértiles son llanos en los que no puede oponerse al más fuerte una resistencia eficaz; hay que someterse a él. Y luego de establecida su dominación, ya el espíritu de libertad no se recobra" (185). Por ello en los países fértiles se verán más a menudo gobiernos personales y en los países estériles gobiernos de muchos ("algunas veces puede ser una compensación"). En estos últimos, por ejemplo en "los países montañosos, puede conservarse lo poco que se tiene... porque están menos expuestos a invasiones y conquistas" (185). Sin embargo, también afirma que los países estériles hacen a sus "habitantes industriosos, trabajadores, sufridos, sobrios, valientes, aptos para la guerra, porque necesitan ingeniarse para buscar lo que el país les niega". La abundancia que acompaña a la fertilidad, por el contrario, genera desidia, inactividad y más apego a la vida. Constituiría, por lo tanto, "la causa de que haya tantos pueblos salvajes en América" (187).

El determinismo climático, sin embargo, no explica todo. Sostiene el propio Montesquieu que "los hombres con su trabajo, sus cuidados y sus buenas leyes, han transformado la tierra mejorando sus condiciones de habitabilidad. Hoy vemos ríos que corren por donde antes se estancaban formando pantanos y lagunas; es un beneficio que no lo produjo la Naturaleza, pero la Naturaleza lo conserva". Su precisa observación lo lleva a afirmar que "así como las naciones destructoras ocasionan males que duran más que ellas, también hay naciones industriosas productoras de bienes que les sobreviven" (186).

En el libro XXIII Montesquieu plantea el tema de las leyes con relación al número de habitantes. Analiza en particular el problema que representa la disminución de la población y los remedios que pueden ensayarse para evitarla, manifestando especial preocupación por la necesidad de incrementar la población europea de entonces. "Así como los políticos griegos hablan siempre del excesivo número de ciudadanos que pesaban sobre la república, los políticos modernos hablan de los medios conducentes a aumentar la población" (284).

Conviene notar que Montesquieu habla de habitantes y no de seres humanos abstractos. Sus habitantes ocupan el espacio y lo usan, son seres necesariamente territoriales. Cita al emperador Augusto cuando afirma que "la ciudad no consiste en casas, pórticos y plazas públicas: son los hombres los que constituyen la ciudad" (278). Por ello no sorprende que ponga en evidencia que las distintas producciones agrícolas (pasturas, granos, vides, etc.) implican necesidades de mano de obra tan diversas como diversas son las capacidades demográficas resultantes; o que llame la atención sobre los importantes perjuicios económicos y sociales generados por la injusta distribución de la tierra entre sus contemporáneos. "Cuando hay una ley agraria y las tierras están muy repartidas, el país puede hallarse muy poblado aunque haya pocas artes, porque cada ciudadano saca de labrar su tierra precisamente lo que necesita para sustentarse y todos consumen los frutos del país. Esto es lo que pasaba en algunas repúblicas antiguas" (274). Partiendo de la experiencia griega y sus respuestas al crecimiento demográfico excesivo, Montesquieu realiza una larga historia del tema que concluye con Luis XIV y su promoción de la natalidad. "De lo dicho se deduce que Europa tiene todavía necesidad de leyes que favorezcan la multiplicación de la familia humana" (284).

Los accidentes puntuales generadores de despoblamiento (guerras, pestes, hambrunas) no son los problemáticos. Tienen remedio, pues los hombres pueden volver a recomenzar y generalmente lo hacen. Para el barón de la Brède y Montesquieu los casos desesperados son aquellos en los que el despoblamiento ha sido lento y sostenido, producido por problemas que hoy se llamarían estructurales. Como ejemplo menciona "los países asolados por el despotismo o por los privilegios desmedidos que se otorgan al clero con perjuicio de los laicos" (285). En estas condiciones la promoción de la natalidad no puede aportar mucho. "En tal situación, habría que hacer en toda la extensión del imperio lo que hacían los romanos en una parte del suyo: repartir la tierra entre las familias que no tienen nada, dándoles medios de desmontarlas y sembrarlas. Este reparto debería hacerse a medida que hubiese un hombre a quien entregar su parte, de modo que no hubiera un solo momento perdido para el trabajo". (6)

 

Del Contrato Social

El contrato social de Rousseau es más parecido a un ensayo político que a un tratado. En su advertencia inicial el autor explica que es el extracto "menos indigno" de una obra considerablemente más amplia emprendida y abandonada mucho tiempo atrás. Compuesta por cuatro libros a lo largo de los cuales desgrana su visión sobre la naturaleza, el sentido y las características de la organización política en las sociedades humanas, el autor sostiene que escribe porque no es ni príncipe ni legislador. Si lo fuera, aclara con mucha razón, "no perdería el tiempo diciendo lo que hay que hacer; lo haría o me callaría". Probablemente en ese decir lo que hay que hacer radique la primera diferencia importante con el tratado de Montesquieu: el propio subtítulo de la obra, Principios de derecho político, lo corrobora.

"El hombre ha nacido libre y en todas partes se encuentra encadenado". En esta definición, con la que se inicia la obra, se encuentra una buena síntesis de su desarrollo. Para Rousseau el mayor bien de todos, "el fin de todo sistema de legislación" (51), consiste en alcanzar dos objetivos fundamentales. Por un lado, la libertad, "que convierte al hombre verdaderamente en amo de sí mismo" a través de "la obediencia a la ley que uno se ha prescrito" (20) y por otro la igualdad, que hace "que ningún ciudadano sea suficientemente opulento como para comprar a otro, ni ninguno tan pobre como para ser obligado a venderse" (51).

El orden social, en su opinión, se fundamenta en convenciones. La esclavitud, por el contrario, es una condición humana aberrante impuesta por la fuerza. "Así, de cualquier modo que se consideren las cosas, el derecho de esclavitud es nulo... Las palabras 'esclavitud' y 'derecho' son contradictorias y se excluyen mutuamente" (12). En cualquier situación y en sus más diversas variantes, más allá de su realismo, sostiene que el siguiente discurso es una insensatez: "Hago contigo un convenio en perjuicio tuyo y en beneficio mío, que respetaré mientras me plazca y que tú acatarás mientras me parezca bien" (13). Por el contrario, "si eliminamos del pacto social lo que no es esencial, nos encontramos con que se reduce a los términos siguientes: 'Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, recibiendo a cada miembro como indivisible del todo'-" (15). Con tal pacto colectivo nace una "persona pública", asimilable a la antigua ciudad-estado, que "toma ahora el nombre de república o de cuerpo político, que sus miembros denominan Estado, cuando es pasivo, soberano cuando es activo y poder, al compararlo a sus semejantes. En cuanto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman más en concreto ciudadanos, en tanto son partícipes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto están sometidos a las leyes del Estado" (16). En el marco de tal contrato "quien se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado por todo el cuerpo: lo que no significa sino que se le obligará a ser libre" (19).

Definida la naturaleza del ordenamiento social propuesto, Rousseau analiza el tema de la propiedad. Su derecho reposa, afirma, en el derecho del primer ocupante. Para autorizarlo sobre cualquier terreno, sin embargo, deben cumplirse las condiciones siguientes: "primera, que este territorio no esté aún habitado por nadie; segunda, que no se ocupe de él sino la extensión necesaria para subsistir; y tercera, que se tome posesión de él, no mediante una vana ceremonia, sino por el trabajo y el cultivo, único signo de propiedad que, a falta de títulos jurídicos, debe ser respetado por los demás" (21). Con este sentido de la propiedad, la reunión de las tierras contiguas de los particulares se transforma en territorio público y convierte su dependencia recíproca en la fuerza que garantiza su mutua fidelidad. o (7) Sin embargo, antes de concluir su análisis del tema, sostiene que "el derecho que tiene cada particular sobre su bien está siempre subordinado al derecho que tiene la comunidad sobre todos, sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía" (23). El sentido ético del contrato social, por lo tanto, consiste en superar las eventuales desigualdades generadas por la naturaleza con la virtud civil que debe dar sustento a las convenciones sociales y a las normas del derecho.

Rousseau retoma el argumento aristotélico a propósito de las adecuadas dimensiones que debe tener el territorio, "a fin de que no sea demasiado grande para ser bien gobernado, ni demasiado pequeño para poder sostenerse por sí mismo" (45). Un territorio excesivamente grande debilita los vínculos sociales; por razones opuestas, los Estados pequeños son proporcionalmente mucho más fuertes. De todas maneras su determinismo territorial no le impide considerar que "se debe contar más con el vigor que nace de un buen gobierno que con los recursos que proporciona un gran territorio" (47).

El autor ginebrino sostiene que un cuerpo político puede medirse según la extensión de su territorio y el número de sus habitantes. Entre ambas variables, precisa, debe existir una relación conveniente. "Los hombres son los que hacen el Estado, y el territorio el que alimenta a los hombres. Esta relación consiste, pues, en que la tierra baste a la manutención de sus habitantes, y que haya tantos como la tierra pueda alimentar". Si es demasiado grande, deberá protegerse de sus vecinos; en caso contrario, dependerá de ellos. Ninguna de las dos situaciones, en opinión de Rousseau, resultará conveniente. Sin embargo, "no se puede ofrecer un cálculo sobre la relación fija que tiene que haber entre la extensión de tierra y el número de hombres, de modo que baste aquella a estos" (48). Las condiciones del terreno, su grado de fertilidad, el tipo de producción, la influencia del clima, el temperamento de los hombres, sus distintos consumos, la fecundidad de las mujeres... Los factores que pueden intervenir, según los casos particulares, parecen demasiado variados y variables como para permitir la elaboración de reglas definitivas a su propósito.

Luego de analizar las distintas formas de gobierno y la conveniencia de cada una de ellas según el tamaño del territorio (para la democracia el pequeño, para la aristocracia el mediano y para la monarquía el grande), Rousseau también se detiene en los condicionamientos que impone el clima. "Cuanto más se medita este principio establecido por Montesquieu, más se constata la verdad que encierra. Cuanto más se le discute, más ocasiones se ofrecen de encontrar nuevas pruebas que lo apoyen" (77). Sin embargo, sus conclusiones son distintas. Los territorios estériles, "donde el producto no vale el esfuerzo que exige", no deben cultivarse. Se dejarán para que sean poblados por pueblos salvajes. En aquellos territorios donde el trabajo apenas "no dé más que lo preciso deben ser habitados por pueblos bárbaros", porque allí la civilización no será posible. Los territorios donde el excedente del trabajo sea mediano convendrán a los pueblos libres; sin embargo, aquellos donde se obtenga un fruto abundante con poco trabajo, necesitarán gobiernos monárquicos "que consuman el exceso de los súbditos, mediante el lujo del príncipe". Las excepciones, en su opinión, sólo confirman la regla. Afirma que "aún cuando el sur se hallase cubierto de repúblicas, y todo el norte de Estados despóticos, no sería menos cierto que por efecto del clima, el despotismo conviene a los países cálidos, la barbarie a los fríos, y la civilización a las regiones intermedias" (79).

El criterio político-climático, en este caso, se asemeja mucho más al de Aristóteles que al de Montesquieu. Probablemente esto refleje un punto de vista mucho más político de lo que parece en principio, ya que mientras Montesquieu dirigía su mirada al sistema inglés, Rousseau la dirigía hacía Grecia y en particular a la Atenas democrática. Mientras los aportes del primero serán fundamentales en la consolidación de las doctrinas liberales modernas, los aportes del segundo, particularmente con su defensa de la democracia directa (8) y la justicia social, alimentarán las diversas doctrinas revolucionarias que a partir de 1789 pretenderán transformar la sociedad.

 

REFERENCIAS
ARISTOTELES (IV AC): "La política", Madrid, Editorial ALBA, 1998.

MONTESQUIEU (1748): "Del espíritu de las leyes", México, Editorial Porrúa, 1997.

ROUSSEAU Jean-Jacques (1762): "El contrato social", Madrid, Editorial Tecnos, 1995.
(1) El libro XIV, "De las leyes con relación al clima", el libro XV, "Cómo las leyes de la esclavitud civil tienen relación con la naturaleza del clima", el libro XVI, "Las leyes de la esclavitud doméstica tienen relación con la naturaleza del clima", el libro XVII, "Las leyes de la servidumbre política tienen relación con la naturaleza del clima", el libro XVIII, "De las leyes con relación a la naturaleza del terreno" , y el libro XXIII, "De las leyes con relación al número de habitantes".
(2) Propone, entre otros argumentos, sus propias investigaciones experimentales. Menciona en particular sus estudios del tejido de una lengua de carnero, sometida a diversas observaciones y análisis, que le permitieron confirmar la hipótesis.
(3)Es interesante notar que aplica la misma hipótesis en distintas escalas. Cuando refiere al mundo, enfrenta Europa -su fuerza, su inteligencia, su energía- al resto de los continentes, cálidos o no, y su genérica desidia. Cuando reduce su escala y mira al continente europeo, también compara norte y sur, aunque en este caso constata distintos "grados de sensibilidad". Refiere, en particular, a sus experiencias como espectador de ópera en Italia e Inglaterra. "En ambos países he oído las mismas piezas, ejecutadas por los mismos actores, y he observado que la música, siendo la misma, produce en los dos países efectos desiguales: deja a los ingleses tan tranquilos y excita a los italianos hasta un punto que parece inconcebible" (151). A lo largo de la obra es evidente que Inglaterra constituye su (admirado) modelo. Algunos críticos han afirmado que incluso el origen de la idea de la separación de poderes proviene de una interpretación "errónea" que Montesquieu realizara de la propia Constitución británica (idem, XXXI y siguientes).
(4) En una nota a este capítulo Voltaire se encarga de realizar una crítica muy lúcida y razonable de la hipótesis del barón. Sostiene "que es indudable que el clima influye en la fuerza y la belleza físicas, en el genio, en las inclinaciones. Jamás se ha hablado...de un Hércules lapón ni de un Newton tupinambú; pero no creo que el ilustre autor haya tenido razones para afirmar que los pueblos del Norte hayan vencido siempre a los pueblos del Sur. Ya he citado el ejemplo de los árabes, que en poco tiempo adquirieron por las armas un imperio tan extenso como el de los romanos; los romanos mismos habían plantado sus águilas en las costas del Mar Negro, que son casi tan frías como las del Bálticos. Se le concede, quizá, demasiado influjo al clima. En todas las latitudes, la sociedad humana ha comenzado por pequeños pueblos que, después de haber alcanzado cierto grado de civilización, han acabado por reunirse o ser absorbidos por grandes imperios. La diferencia más visible es la que hay entre los europeos y los habitantes del resto del globo; y esta diferencia es obra de los griegos, que eran meridionales. Fueron los filósofos de Atenas, de Mileto, de Siracusa, de Alejandría los que han hecho a los habitantes de Europa superiores a los hombres de los demás países. Que Jerjes hubiera triunfado en Salamina, y pudiera ser que todavía fuéramos bárbaros" (154).
(5) Realiza una larga exposición a propósito de las políticas romanas de promoción de la natalidad. En este caso refiere a un discurso en defensa de las leyes Julias mencionado por el historiador griego Dion Casio en su Historia romana.
(6) En el capítulo final del libro XXIII, llamado Asilos y hospitales, Montesquieu considera ciertos deberes básicos del estado para con sus habitantes. Sostiene que "un hombre no es un pobre por no tener nada, sino por carecer de trabajo" y agrega que un estado "bien organizado...a los unos les da el trabajo de que sean capaces, a los otros les enseña a trabajar, que también es un trabajo" (285).
(7) Con ironía Rousseau refiere al rey católico a quien "le bastó con tomar posesión de todo el universo desde su despacho" o los antiguos y modernos monarcas que "dominando el territorio, están seguros de dominar a sus habitantes" (22).
(8) "En el instante en que un pueblo nombra representantes, ya no es libre, ya no existe". (Rousseau, 96).


 

III.- Del concepto de territorio: del habitar

Un territorio sin habitantes que reivindiquen su soberanía sobre el mismo no puede serlo por definición. Sería una aporía, pues el propio concepto de territorio incluye al ser humano. Sin embargo, no se trata de un ser humano abstracto. El territorio ‘contiene’ habitantes, es decir hombres y mujeres cuya característica básica es habitar. ¿Pero qué es habitar?

 

Hace 50 años Martin Heidegger se planteó esta pregunta e intentó responderla con una reflexión que, casi sin mencionarlo, puso nuevamente al territorio en el centro de nuestra existencia material y espiritual. (1) "El modo como tú eres, yo soy, la manera según la cual los hombres somos en la tierra es el Buan, el habitar. Ser hombre significa estar en la tierra como mortal, significa: habitar" (Heidegger, 129). Apelando al significado original de bauen el filósofo observa que de él derivó hacia su significado moderno, construir, en tanto este último representa la manera habitual de estar en la tierra.

En esta deriva filológica interesa considerar que el significado moderno de bauen es "al mismo tiempo abrigar y cuidar; así, cultivar (construir) una viña. Este construir solo cobija el crecimiento que, desde sí, hace madurar sus frutos (...) no es ningún producir. La construcción de buques y de templos, en cambio, produce en cierto modo ella misma su obra. El construir (bauen) aquí, a diferencia del cuidar, es un erigir" (129). Por lo tanto, no habitamos porque construimos. Muy por el contrario nuestra condición de habitantes se expresa en nuestra necesidad de edificar (en tanto producir) y cultivar (en tanto cuidar la tierra). Ellos son los medios a través de los cuales existimos o, dicho de otra manera, habitamos. Lo habitual, por lo tanto, terminó ocultando el origen. Y con ello sucedió que el fin, es decir el habitar, finalmente fue sustituido por los medios que nos permiten alcanzarlo, es decir el construir.

Heidegger también supone la unidad originaria donde se desempeña ese hombre que sólo puede existir como habitante. Construye un territorio que tiene todos sus atributos y se conforma en términos unitarios. Esta unidad, a la que llama Cuaternidad, se integra con la tierra, el cielo, los divinos y los mortales. En ella cada uno de sus cuatro componentes cumple un rol preciso.

La tierra "es la que sirviendo sostiene" y "floreciendo da frutos" (131). Por tanto, es asiento y es recurso. Los mortales habitan en la medida en que la salvan y salvan la tierra abriendo el camino a su esencia. "La salvación no sólo arranca algo de un peligro; salvar significa propiamente: franquearle a algo la entrada a su propia esencia" (132). El cielo de Heidegger "es el camino arqueado del sol, el curso de la luna en sus distintas fases, el resplandor ambulante de las estrellas, las estaciones del año y el paso de una a otra..." (131). Es un camino, un recorrido, una luz ambulante, el paso de las estaciones... Es un cielo en constante movimiento, como la propia naturaleza. En este constante transcurrir del tiempo Heidegger encuentra el sentido mismo de la existencia humana. "Los mortales habitan en la medida en que reciben el cielo como cielo. Dejan al sol y a la luna seguir su viaje; a las estrellas su ruta; a las estaciones del año, su bendición y su injuria; no hacen de la noche día ni del día una carrera sin reposo" (132). Los divinos, que son los mensajeros de los dioses, nos hacen señas y "los mortales habitan en la medida en que esperan a los divinos como divinos... No se hacen sus dioses ni practican el culto a ídolos. En la desgracia esperan aún la salvación que se les ha quitado" (ídem). Será dios o serán los sueños de los hombres, en cualquier caso son los encargados de darle sentido a la existencia humana. Finalmente están los mortales, es decir los hombres, así llamados pues deben morir. "Los mortales habitan en la medida en que conducen su esencia propia –ser capaces de la muerte como muerte- al uso de esta capacidad, para que sea una buena muerte" (ídem). Nuestra conciencia de la muerte, justamente, es la que nos hace profundamente humanos.

El territorio que define Heidegger, donde se desarrolla nuestro desempeño en tanto ‘habitantes’, es más exigente que el que define el diccionario. Su primer ingrediente, la tierra, se nos ofrece a la vez como soporte útil y como generosa ofrenda de recursos. El cielo que la cubre, que evidencia el inevitable transcurrir del tiempo, los mortales lo reciben respetuosos. Ni modifican ni intentan cambiar su paso, saben que en su transcurrir (histórico) está la esencia de la existencia. El tercer ingrediente del territorio ‘heideggeriano’ proviene de esa capacidad manifiesta de los mortales para soñar y construir alternativas que proyectan al futuro una ‘salvación’ posible o necesaria. Finalmente están los hombres, cuya "buena muerte" será la expresión esencial de una vida digna que iluminará su habitar.

Partiendo de este territorio, Heidegger intenta responder su segunda pregunta: ¿en qué medida el construir pertenece al habitar? Para ello pone en evidencia que el construir, en tanto edificar, deriva en la cualificación del espacio real en tanto lugar. El hombre, construyendo, obtiene plazas que hacen sitio a la Cuaternidad y crea lugares previamente inexistentes. Las construcciones son el fundamento de esos lugares, los hacen existir relacionando espacios. "Este construir erige lugares que avían una plaza a la Cuaternidad. De la simplicidad en la que tierra y cielo, los divinos y los mortales se pertenecen mutuamente, recibe el construir la indicación para su erigir lugares" (ídem, 139). Los lugares, a través de las construcciones, humanizan el territorio y llevan el habitar a su esencia. Para Heidegger las construcciones mantienen la Cuaternidad y a su modo la cuidan, siendo ésta "la esencia simple del habitar". El rol de las auténticas construcciones, por lo tanto, consiste en cobijar esta esencia. "La esencia del construir es el dejar habitar. La cumplimentación de la esencia del construir es el erigir por medio del ensamblamiento de sus espacios. Solo si somos capaces de habitar podemos construir" (ídem, 140-141). En esta dirección de pensamiento, el filósofo alemán concluye señalando la trascendencia de esta búsqueda y cuánto se ha perdido por no hacer del habitar y el construir algo digno de ser interrogado y, por tanto, de ser pensado. Justamente aquí sitúa Heidegger el desafío mayor de su tiempo, afirmando que "la auténtica penuria del habitar no consiste en primer lugar en la falta de viviendas... La auténtica penuria del habitar descansa en el hecho de que los mortales primero tienen que volver a buscar la esencia del habitar, de que tienen que aprender primero a habitar" (ídem, 142). Y concluye, con indiscutible pertinencia, que lo harán el día que "construyan desde el habitar y piensen para el habitar" (ídem).

Los habitantes habitan un territorio determinado y con ello lo conforman. Habitando existen: es su manera de estar en el mundo. Los seres humanos existen como habitantes y por ello necesitan construir. Construyen edificando y construyen cultivando. Transforman al territorio en un lugar: lo humanizan, lo cargan de significados e historias. Lo hacen suyo y lo construyen. Tal es la condición esencial del ser humano como habitante.

 

El habitar como problema político

A propósito de las distintas actividades sociales e individuales que derivan del habitar, el ser humano realiza una serie de contratos y códigos que le permiten existir en tanto sociedad más o menos organizada sobre / en esa parte de la superficie terrestre que ocupa. Es un componente fundamental de la definición de territorio, decisivo en la regulación de las relaciones del ser humano con su entorno. Se propone ‘ordenar’ esa relación. Hacia afuera y hacia adentro. El Estado, como ya fue señalado, representa una de sus expresiones más claras.

En su primer artículo la Constitución uruguaya define a la República como "la asociación política de todos los habitantes comprendidos dentro de su territorio". Según esta definición, entonces, nuestro habitar en el mundo se fundamenta en el grupo humano que somos, en la asociación que conformamos y en el territorio que nos comprende. El territorio, por lo tanto, comprende a los habitantes. Es decir que, según el diccionario, los "abraza, los contiene, los incluye en sí". Y éstos, los habitantes, conforman una asociación política que, por naturaleza, los hace existir como colectivo en ese territorio (tal lo que llamamos Uruguay).

En esta definición constitucional aparecen dos proyecciones fundamentales del concepto: aquella que define a los habitantes en función de su pertenencia a un territorio definido (que los abraza o comprende) y aquella que los hace asociarse políticamente, dándoles un modo de existencia colectiva que se vincula, en primer lugar, al propio territorio.

En el primer caso -que abraza y contiene- el territorio es el sustento básico del ser humano. Como asiento -"sirviendo sostiene"- y como recurso -"floreciendo da frutos" -. Supone, por lo tanto, un habitante-residente, o sea constructor y un habitante-colono, o sea cultivador. Supone, por lo tanto, dos ámbitos territoriales específicos: el urbano y el rural. Y una relación cambiante entre ambos, que se inicia con el nacimiento de la ciudad en la Mesopotamia y concluye provisoriamente en el presente, con la preocupante urbanización generalizada del planeta.

Cuando Heidegger sostiene que los hombres deben salvar la tierra aclara que "salvar la tierra no es adueñarse de la tierra, no es hacerla nuestro súbdito, de donde sólo un paso lleva a la explotación sin límites" (132). La tierra es parte de nosotros mismos, nos sostiene y nos alimenta. Salvarla es salvarnos. Con ella habitamos, sin ella no existimos. Nuestra conciencia de existir "en la Cuaternidad" parece indicar que la tarea de llevar el habitar a la plenitud de su esencia implica salvar la tierra, básicamente, de nuestra propia irracionalidad social.

En el segundo caso, el territorio es la traducción política de la territorialidad humana. El concepto de soberanía, más allá del actor que la protagonice (rey, emperador, señor, estamento, ciudadanía, nación, etc.), representa su traducción fiel. Definida como el ejercicio de la autoridad suprema y formalmente establecida sobre un territorio preciso, la soberanía aparece claramente explicitada en todas las constituciones, modernas o no. Siendo el territorio el asiento donde la sociedad construye su devenir, es evidente que sus ordenamientos políticos pueden favorecer o condicionar o determinar ciertos comportamientos o participaciones o intereses. Vincular el territorio y lo político es natural ya que son parte de la misma problemática.

En este sentido, un aspecto decisivo de la existencia y desarrollo del territorio es la definición precisa de su territorialidad, es decir del estatuto que define el ejercicio de la autoridad en ese preciso lugar. La política, justamente, es la práctica de la territorialidad que desarrollan los humanos desde la aparición del Estado. Cuando Aristóteles define al hombre como un animal político supone que su propia existencia está asociada al ejercicio de esa actividad comunitaria que es característica de la polis. O sea que define al hombre como un animal cuya condición de existencia, necesariamente, es territorial o, dicho de otra manera, política. Los griegos llamaron idiota a quien no participaba en los asuntos de la polis. Sabían con certeza que habitar es nuestra forma de existencia y que las relaciones territoriales que los hombres establecen habitando son eminentemente políticas. Así como el animal político que es el hombre lo vuelve obligado habitante de un territorio, su inevitable habitar en la tierra lo hace obligado actor de sus asuntos políticos, es decir de su territorio.

 

Comportamiento animal y territorio

La etología es la ciencia moderna que se ocupa de investigar las pautas y los patrones de comportamiento de los animales. Para ello estudia la base genética de sus conductas y las respuestas que procesan frente a los estímulos exteriores. Estudia las formas del aprendizaje, el instinto y los distintos mecanismos que intervienen en el comportamiento social de los animales. (2) Se detiene particularmente en el caso de los vertebrados, ya que representan la expresión más sutil y refinada de la vida animal. En todos sus estudios la etología pone en evidencia la trascendencia del territorio en el comportamiento animal.

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Desde el más elemental organismo unicelular hasta el más sofisticado miembro de cualquier grupo de vertebrados, todo animal necesita relacionarse con su entorno para poder garantizar su supervivencia. Esta relación está determinada por la complejidad de su sistema nervioso y la sensibilidad con la cual éste reacciona a los diversos estímulos que recibe del entorno. Aunque los animales, es bueno no perderlo de vista, no son meros receptores. También actúan y a través de esas acciones tienen la capacidad de alterar su medio.

Los comportamientos animales tienen dos mecanismos básicos de funcionamiento, que son el instinto y el aprendizaje. El instinto puede definirse como el mecanismo que los hace responder de manera innata a un estímulo determinado. Tiene fundamentos genéticos y se trasmite por herencia biológica. El nido que realizan los pájaros o su inmediata huída si alguien se aproxima demasiado cerca ilustran claramente este mecanismo. El aprendizaje, por el contrario, permite modelar un comportamiento a través de la experiencia. Las investigaciones desarrolladas por Pavlov son un buen ejemplo, ya que pusieron en evidencia la asociación que realiza el animal entre ciertos estímulos y ciertos comportamientos. La imitación, el premio o el castigo pueden permitir el desarrollo de ciertos aprendizajes.

Konrad Lorenz introdujo hacia los años ´30 el concepto de imprinting (impresión). Con él pretendía dar cuenta de la herencia que el joven animal recibe de sus progenitores y a través de la cual se proyectan aspectos sustanciales del comportamiento adulto. El imprinting proviene de los distintos estímulos que los padres ejercen sobre las crías y éstas interiorizan en su proceso de adaptación a las pautas de comportamiento características de su especie. Herencia biológica y aprendizaje social se combinan para generar una matriz que define (imprime) la estructura básica del comportamiento. (3)

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Conforme se avanza en la escala evolutiva animal aparecen comportamientos cada vez más sofisticados. Los vertebrados, señores indiscutibles de la vida animal, constituyen su cumbre. Un aspecto decisivo de su comportamiento radica en su funcionamiento social. Para ello es necesario que los individuos se comuniquen y que esta comunicación se mantenga o tenga continuidad en el tiempo y en el espacio. Dependiendo de las especies, las formas de comunicación pueden ser muy variadas (señales, lenguajes, olores, colores).

La etología se ha encargado de poner en evidencia que las estructuras sociales de los vertebrados han evolucionado bajo la influencia básica de dos factores. Por un lado, para asegurar la alimentación, el abrigo, la reproducción o la crianza y educación de los más jóvenes, tienden a multiplicar los contactos y las relaciones entre los individuos de una misma especie. Por el otro, los recursos disponibles y su capacidad para proveer a cada uno lo necesario, condicionan decididamente la relación entre los individuos del grupo y su dispersión por el territorio.

Los grupos sociales permiten asegurar mayor protección de la especie para su supervivencia (frente a ataques exteriores, para alimentarse, etc.). Sin embargo, los contactos individuales que establecen los vertebrados se fundan en el hecho de que cada uno mantiene en su entorno un ‘espacio de seguridad’ donde ningún vecino o extraño es aceptado. Según la especie, la estación, el lugar o las circunstancias en juego tal espacio de seguridad puede variar mucho.

Los grupos que responden a esta doble presión funcionan con el principio de la distancia crítica. Esta se manifiesta bajo la forma de dos modalidades principales: la jerarquía y la territorialidad. La primera define, en los grupos nómades, un sistema de relaciones basado en la subordinación y el dominio (la elección del itinerario, el acceso a las hembras o a las fuentes de alimentación, etc.). El sistema permite canalizar, primordialmente, la violencia o agresividad que pueda existir entre los miembros del grupo, ‘institucionalizando’ una estructura que ‘ordena’ su ejercicio. En estos grupos aparecen ‘individuos dominantes’ que según las necesidades (alimentación, reproducción, abrigo, etc.), podrán cambiar.

La segunda modalidad, la territorialidad, expresa una relación de dominio que un grupo, familia o individuo establece con un territorio preciso. Se trata de un sistema, por lo tanto, que refiere a grupos o individuos sedentarios y establece mecanismos de defensa de su territorio frente a cualquier presencia extraña. Aquí ya no se trata de individuos dominantes, sino de individuos acantonados (residentes) en un lugar preciso cuyo acceso vetan a otros (de la misma u otra especie).

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Esta doble tensión entre el individuo y el grupo social probablemente encuentre su expresión más densa y sofisticada en el comportamiento de la especie humana. No se trata, sin embargo, de un equilibrio inalterable. Desde las antiguas sociedades autocráticas de la Mesopotamia a las contemporáneas sociedades liberales de Occidente se han producido transformaciones sustantivas en los equilibrios imperantes entre lo colectivo y lo individual.

Aún en la democracia clásica griega el individuo no deja de ser un instrumento que sólo puede servir a la empresa colectiva. Entonces la condición humana no es generadora de ningún derecho, el hombre sólo los tiene en la medida en que forma parte de un grupo social y actúa en función del mismo. El sistema jurídico romano lo ilustra a la perfección. En él los derechos de cada uno provenían de su condición ciudadana e implicaban, por lo tanto, un deber supremo de entrega al Estado o la ciudad.

Habrá que esperar al siglo XVIII para que el hombre se reconozca derechos humanos e individuales, independientemente de su condición política o religiosa. La revolución francesa los tradujo jurídicamente, asignando como "finalidad de toda asociación política (...) la conservación de los derechos naturales e inalienables del hombre". La aparición, consolidación y trabajosa expansión de tales derechos individuales tuvo su motor más potente en la imparable expansión del capital comercial, primero, y del capital industrial, después. La contundente afirmación de la propiedad privada entre los nuevos y fundamentales derechos individuales básicos fue su mejor respaldo.

 

Referencias bibliográficas

HEIDEGGER Martín (1954): "Conferencias y artículos", Barcelona, Oidós, 1994.
MORIN Edgar (1999): "Los siete saberes necesarios para la educación del futuro" , Paris, Unesco, 1999.
(1) Refiero en particular a la conferencia "Construir, habitar, pensar" desarrollada en 1951 para un público de arquitectos germanos. En un contexto caracterizado por las destrucciones de la guerra, la derrota del nazismo y la necesidad de la reconstrucción, el filósofo alemán desarrolló una reflexión que intentó responder dos ‘sencillas’ preguntas:¿qué es habitar? ¿en qué medida el construir pertenece al habitar?
(2) Puede considerarse que los primeros antecedentes de la etología aparecen en los trabajos del francés Geoffroy de Saint-Hilaire, a principios del siglo XIX, y con más razón aun en el trabajo de Charles Darwin de 1859 "El origen de las especies". Su desarrollo sustancial, sin embargo, se produjo en el siglo XX: primero con los aportes del ruso Pávlov (reflejos condicionados) y del británico Sherrington (sistema nervioso de los animales); luego con los aportes de los austríacos Karl von Frisch (que descubre el lenguaje de las abejas) y Konrad Lorenz (que estudia el comportamiento de las aves) y del holandés Nikolaas Tinbergen (que se detiene particularmente en el instinto y en el comportamiento social de los animales). Estos últimos tres investigadores compartieron en 1973 el premio Nobel de medicina y fisiología.
(3) Partiendo del concepto introducido por Lorenz, Edgar Morin sostiene que en el caso de los humanos "todas las determinaciones sociales-económicas-políticas (...) y todas las determinaciones culturales convergen y se sinergisan para encarcelar el conocimiento en un multi-determinismo de imperativos, normas, prohibiciones, rigideces, bloqueos. Bajo el conformismo cognitivo hay mucho más que conformismo. Hay un imprinting cultural, huella matricial que inscribe a fondo el conformismo y hay una normalización que elimina lo que ha de discutirse...El impinting cultural marca los humanos desde su nacimiento, primero con el sello de la cultura familiar, luego con el de la escolar, y después con la universidad o en el desempeño profesional" (E.Morin, 8).

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