TERRORISMO: EL ROSTRO INVISIBLE DE LA GLOBALIZACIÓN

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La revelación del complot aéreo desbaratado en Londres tiene claroscuros que alimentan, a la vez, el miedo y la paranoia.

Después de ver las reacciones mundiales a la conspiración terrorista que las fuerzas de seguridad británicas afirman haber frustrado, la tentación de parafrasear a Jean Baudrillard es grande. Como el pensador francés sostuvo en 1991, en tres provocadores ensayos sobre el primer conflicto en el Golfo Pérsico, se podría decir que la guerra contra el terrorismo de la que habla George W. Bush "no sucederá", "no está sucediendo" y, por fin, "no sucedió".

No se trata de apelar aquí al modo de análisis en el que prima la paranoia para interpretar las detenciones realizadas —hasta ahora— en Londres, Birmingham, High Wycombe y en Pakistán, aunque una buena dosis de esto recorre en estas horas Internet.

La idea de que todo el operativo no es más que una campaña de propaganda
fue rápidamente instalada en el diálogo global de la red pocas horas después del anuncio y, desde entonces, viene siendo enriquecida con numerosas explicaciones, algunas de ellas seductoramente cercanas a la lógica. Es, otra vez, la inasible figura de Osama bin Laden y su organización, Al Qaeda, agitada como paradójico aliado de sus enemigos,

Hay simplismo evidente en sacar la teoría de una conspiración del terreno del terrorismo internacional y arrojarla de regreso, como pelota de tenis, al espacio de los gobiernos británico y estadounidense.

¿Razones para abonar la afirmación según la cual los conspiradores reales son esos estados? Se citan muchas y casi ninguna excluye a otra: la campaña de elecciones legislativas en la que Bush enfrentó la semana pasada malas noticias por
el impacto de su desastre en Irak; la necesidad de disimular la devastación israelí del Líbano o la lentitud de la comunidad internacional para hallar una fórmula de detenerla.

Y si sobreviene un alto el fuego en el Líbano, quizás la pantalla de humo del terrorismo global sea imprescindible, previendo que haya que disimular las malas opciones hechas por el gobierno de Ehud Olmert cuando el jefe de Hezbolá, Hassan Nasrallah emerja de algún bunker y
grite "victoria" por haber resistido al gigante militar israelí. Y así sucesivamente, esta es una enumeración que requeriría poco menos que el infinito para ser exhaustiva.

El engaño denunciado debiera tener —de ser real— proporciones de un gigantismo tal que es difícil de concebir. Algo de esto le reprocharon a Baudrillard sus críticos cuando aseguró que aquella primera guerra contra Irak
era de un resultado tan previsible —la derrota de Saddam Hussein— y tan mediada escénicamente por la comunicación global que no se la podía considerar real, entre otras cosas por ser innecesaria.

Típica frivolidad intelectual posmodernista, dijeron. Era la necedad de Baudrillard de negar toda evidencia empírica en contrario, como las bombas que arrasaron Bagdad aquel año. Como esos proyectiles, cuesta hacer a un lado evidencias en el presente problema;
desde el 11-S de 2001 hasta las bombas en el sistema de transporte público que sumieron en el caos a Londres en julio del año pasado.

Es el problema de extremar el análisis conspirativo; uno puede ser guiado a la conclusión de que aquellos atentados fueron también heridas auto infligidas y esta es
una enormidad que hoy —salvo unas pocas conciencias militantes— nadie parece estar dispuesto a asimilar, siquiera como sospecha. En el mundo del Islam esta puede ser una convicción corriente, pero en el Occidente que hace culto del cartesianismo resulta inaceptable.

Pero, aun invalidando la visión conspirativa, hay que reconocer que este discurso sobre la amenaza terrorista
tiene claroscuros perturbadores. El "dominio reservado del Estado" —la frase acuñada por Charles De Gaulle— es tan asfixiante en esta época que, en anuncios como los que se hicieron en Londres el pasado jueves, los oídos de la opinión pública quedan atrapados por la mera enunciación que hacen las fuentes —"esto es así porque lo decimos"—, es la premisa subyacente- del mismo modo en que la mirada colectiva no puede trascender las fotografías que, otra vez, se nos dice reflejan a los culpables.

Es comprensible el argumento que dice que
estos niveles de secreto y de oscuridad en los procedimientos de seguridad y legales son inevitables en las condiciones de excepción que la machacona amenaza terrorista imponen al mundo civilizado. Pero es menos aceptable el empeño con que se la utiliza para mantener el miedo colectivo como manto permanente y promover políticas de coacción social cuyo destino no siempre es la seguridad pública.

Veamos el problema en dos niveles. Londres hizo su anuncio, pero sus voceros se cuidaron de establecer la clase de avocación automática entre el grupo descubierto y Al Qaeda que inmediatamente pareció establecer la Casa Blanca. Más aun, Bush habló de
su guerra "contra el fascismo islámico" en una escalada verbal que lo volvió a colocar otra vez a milímetros de aquella comparación con una nueva "cruzada", poco después del 11-S.

Bush parece el eco perfecto del "gran hermano" de
George Orwell en su "1984": "la guerra es la paz", "la ignorancia es fuerza" y "la libertad es esclavitud" eran algunos de los eslóganes de aquel epítome del tirano perfecto.

No en vano el comité de campaña del Partido Republicano distribuyó en los últimos días entre sus candidatos para los comicios de noviembre próximo instrucciones para que destaquen en sus apariciones públicas que Estados Unidos
"está ganando la guerra en Irak" y que las políticas de Bush "han dado más seguridad" a la sociedad tras el 11-S.

Pero esta ausencia de contexto en que se empeñan los promotores de la "guerra contra el terror" evoca —inevitablemente— otra vez a Baudrillard cuando escribió: "El terrorismo de hoy no es el producto de una historia del anarquismo, el ni hilismo o el fanatismo. Es, en cambio, el socio contemporáneo de la globalización".

Copyright Clarín, 2006.
 

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