CARL GUSTAV JUNG - LOS COMPLEJOS Y EL INCONSCIENTE          Parte IV

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Libro tercero: Los sueños

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6. Las enseñanzas del sueño (18)

El sueño es una creación psíquica que, en contraste con los datos habituales de la conciencia, se sitúa, por su aspecto, su naturaleza y su sentido, al margen del desarrollo continuo de los hechos conscientes. No parece que sea, en general, una parte integrante de la vida consciente del alma; vendría a ser más bien un incidente vivido, casi exterior y que se produce, al parecer, por azar. Las circunstancias especiales de su génesis motivan su situación de excepción: el sueño no es fruto, como otros datos de la conciencia, de la continuidad claramente lógica o puramente emocional de los acontecimientos de la vida; no es sino el residuo de una curiosa actividad psíquica que se ejerce durante el sueño. Este origen, por sí solo, aisla ya a los sueños de otros contenidos de la conciencia; su tenor singular, que contrasta de forma patente con el pensamiento consciente, los aisla aún mucho más .

Un observador atento, sin embargo, constatará sin dificultad que los sueños no se sitúan totalmente al margen de la continuidad de la conciencia, puesto que en cualquiera de ellos se pueden encontrar ciertos detalles que proceden de impresiones, de pensamientos, de estados anímicos o de humores del o de los días anteriores. Así, pues, reinaría una cierta continuidad, una continuidad hacia atrás, con el pasado. Pero no pasará desapercibido tampoco que los sueños además, poseen—si se me permite la expresión—una continuidad hacia adelante, pues algunos ejercen en ocasiones notorios efectos sobre la vida mental consciente de sujetos a los que nada permite calificar de supersticiosos o de particularmente anormales. Estas secuelas ocasionales consisten, la mayoría de las veces, en alteraciones más o menos netas del humor.

Es sin duda por esta agregación tan débil con los otros contenidos de la conciencia por lo que el sueño es de un recuerdo tan fugaz. Numerosos sueños escapan a la rememoración al despertar; otros no son reproductibles sino con una fidelidad muy dudosa; y son relativamente muy pocos aquellos de los que se puede afirmar que se han reproducido con claridad . Estos saltos caprichosos en la reproducción se explican por la calidad de las asociaciones y de las representaciones que brotan en el sueño. Al contrario que el pensamiento lógico, característico de los procesos mentales conscientes, la ligazón de las representaciones en el sueño es altamente fantástica; el proceso asociativo del sueño crea relaciones y contactos que, porregla general, son totalmente ajenos al sentido de lo real.

Esto es lo que hace que comúnmente se diga que el sueño es absurdo. Antes de emitir semejante juicio, consideremos que el sueño, con sus pormenores y sus detalles, forma para nosotros una entidad impenetrable; semejante juicio por nuestra parte no es, pues, sino la proyección sobre el objeto de nuestra incomprensión. A pesar de esto, el sueño puede poseer perfectamente su propia significación .

Dejando aparte las tentativas, que tienen la máxima antigüedad, de conferir al sueño (y sacar de él) un sentido profético, es el descubrimiento de Freud el que, prácticamente, representa las primeras investigaciones emprendidas para penetrar el sentido del sueño; a estas investigaciones no se le puede negar el epíteto de científicas, puesto que su autor ha indicado una técnica gracias a la cual él mismo y numerosos investigadores pretenden llegar al resultado buscado: comprender el sentido del sueño, sentido que no es idéntico a las alusiones significativas contenidas por fragmentos en el sueño manifiesto .

No es cosa de someter aquí la psicología del sueño concebida por Freud a una discusión crítica. Mi objeto es otro: quisiera describir brevemente las adquisiciones más o menos ciertas—y probablemente duraderas—de la psicología onírica .

Pregúntemenos, para empezar, qué es lo que nos autoriza a atribuir al sueño una significación que se aparta de los residuos de sentido poco satisfactorios, contenidos en el sueño manifiesto. Una justificación legítima reside en el hecho de que Freud se ha visto llevado a concebir el sentido oculto del sueño de una forma completamente empírica y no de forma deductiva .

La comparación de las fantasías oníricas y de las imaginaciones en estado de vigilia en un mismo individuo nos proporciona otro argumento en favor de la eventualidad de una significación oculta y no manifiesta. No es difícil ver, en efecto, que estas imaginaciones en estado de vigilia poseen, más allá de un sentido superficial y concreto, una significación psicológica profunda. Como la brevedad de la exposición nos impide citar un ejemplo, destaquemos simplemente que una buena ilustración de esto se encuentra en un género muy antiguo y muy difundido del relato imaginativo, representado de forma típica por las Fábulas de Esopo. Hay entre ellas, por ejemplo, un relato fantástico de las acciones del león y del asno, fantasmagoría objetivamente irrealizable; su sentido superficial y su acepción concreta son abracadabrantes, pero su moralidad oculta es evidente para todo lector por poco reflexivo que sea. Los niños—lo cual es característico—ponen su interés en el sentido esotérico de la fábula y experimentan un vivo placer .

En cualquier caso, sin embargo, la aplicación concienzuda del procedimiento técnico, gracias al cual se analiza el contenido manifiesto del sueño, proporciona, con mucho, el mejor argumento en favor de la existencia de una significación onírica oculta . Esto nos lleva a un segundo punto capital, al procedimiento analítico mismo. Como antes, no deseo ni criticar ni defender los descubrimientos y las convicciones freudianos sino limitarme a lo que me parece definitivamente establecido. Si consideramos que el sueño es una creación psíquica con el mismo derecho que cualquier otro proceso mental, no tenemos, para empezar, absolutamente ningún motivo para suponer que su naturaleza y su destino obedezcan a leyes, y a fines totalmente diferentes de los de otras operaciones psicológicas. De acuerdo con el principio principia explicandi praeter necessitatem non sunt multiplicanda, debemos analizar el sueño como haríamos con cualquier otro producto psíquico, mientras algún hecho contradictorio no nos lleve a hacer algo mejor. Sabemos que todo proceso psíquico, considerado desde el punto de vista causal, se presenta como la resultante de los datos psíquicos que le han precedido. Sabemos, además, que este mismo proceso, considerado bajo el aspecto de su finalidad y dentro del episodio psicológico en curso, revela un sentido y un alcance que le son propios. Es preciso aplicar al sueño esta doble forma de ver. Comprender el sueño, psicológicamente hablando, exigirá, pues, primeramente, que busquemos las reminiscencias vividas que lo componen. Así, para cada una de las partes de la imagen onírica habrá que remontarse a los antecedentes .

Un ejemplo: una persona ha tenido el siguiente sueño: Se pasea por una calle en la que hay un niño jugando y corriendo; aparece un coche y aplasta al niño.

Remontémonos a los antecedentes de los elementos de este sueño, gracias a los recuerdos de quien lo ha soñado. La calle la reconoce como una por la que pasó la víspera. El niño es el hijo de su hermano, al que visitó el día anterior. El accidente le recuerda un accidente que sucedió realmente unos días antes del que se enteró por los periódicos. Como se sabe, el juicio corriente se detiene en una reducción de este tipo, tras lo cual se dice: «¡Ah, claro!... ¡Deahí viene mi sueño!» .

Es evidente que, desde el punto de vista científico, semejante reducción es totalmente insuficiente. El sujeto del sueño pasó, en la víspera por muchas calles: ¿por qué su sueño eligió precisamente aquélla? Ha oído hablar de numerosos accidentes: ¿por qué éste y no otro? Aclarar los antecedentes constituye un primer paso pero es todavía insuficiente, pues sólo un acoplamiento, una concordancia de varias causas puede darnos una determinación verosímil de las imágenes del sueño. Por consiguiente, se debe intentar reunir, agrupar, otros materiales; según este mismo principio de rememoración, se utiliza «el método de las asociaciones libres» (Einfallsmethode). Esta investigación, evidentemente, proporciona materiales muy diversos y muy heterogéneos, cuyo único rasgo común parece ser la relación asociativa con el contenido del sueño, relación sin la cual no habrían sido evocados con ocasión de este sueño. Una cuestión técnica importante es saber hasta dónde hay que llevar esta investigación de los materiales. Pues, al fin y al cabo, cualquier punto de partida en el alma puede servir para la evocación de toda la existencia anterior, lo que teóricamente llevaría a anotar para cada sueño toda la historia pasada del individuo. No obstante, tenemos que limitarnos al estudio de los materiales psíquicos absolutamente indispensables para la comprensión del sueño. Su limitación es, naturalmente, arbitraria, en la medida en que, como dice Kant, la comprensión no es sino un conocimiento adecuado a nuestras intenciones. Si, por ejemplo, buscamos las causas de la Revolución Francesa, podemos entregarnos a estudios no sólo sobre la Edad Media francesa sino también sobre la historia griega y romana, aunque estos últimos no sean indispensables para nuestro propósito, puesto que podemos comprender igualmente bien la génesis de la Revolución sin remontarnos al diluvio. Sólo buscaremos, pues, materiales asociativos en la medida en que parecen necesarios para atribuir al sueño unasignificación utilizable .

La reunión, en sí, de los materiales asociativos, exceptuando su limitación, escapa al arbitrio del sabio. Una vez reunidos, los materiales deben ser sometidos a una criba y a una elaboración, cuyo principio se encuentra en las reconstrucciones históricas o científicas. Se trata, esencialmente, de un método comparativo, cuyo curso, naturalmente, no tiene nada de automático; depende, en buena parte, de la destreza y de los propósitos del investigador .

La explicación de un hecho psicológico exige que sea considerado desde un doble punto de vista: desde el punto de vista de su causalidad y desde el punto de vista de su finalidad. Hablo de finalidad intencionadamente para evitar toda confusión con la noción de teleología. Con finalidad quiero designar simplemente la «tensión psicológica inmanente hacia un objetivo futuro, hacia una significación por venir». Todo hecho psicológico lleva en sí una significación de este orden, incluso los fenómenos puramente reactivos, como por ejemplo las reacciones emocionales. La cólera que inspira la injuria sufrida incita a la venganza, y un duelo ostensible despierta la piedad de los demás. Someter los materiales asociativos engendrados por el sueño a un examen causal es reducir el contenido manifiesto del sueño a ciertas tendencias e ideas fundamentales que, descritas por las asociaciones, son naturalmente todas generales y elementales .

Por ejemplo, un joven enfermo sueña: Me hallo en un huerto y cojo una manzana. Miro con precaución en torno mío para ver si alguien me ha visto .

Sus asociaciones son las siguientes: se acuerda de haber robado una vez, siendo niño, varias peras en un huerto. El sentimiento de tener la conciencia sucia, que es particularmente vivaz en el sueño, le recuerda una desventura de la víspera. Se encontró por la calle a una muchacha conocida, que le era indiferente, y cambió con ella unas palabras; en ese instante pasó un amigo suyo y se apoderó de él una curiosa sensación de malestar, como si tuviera algo que reprocharse. La manzana le recuerda la escena del paraíso terrestre y el hecho de que él jamás ha comprendido por qué el probar el fruto prohibido tuvo tan graves consecuencias para Adán y Eva. Siempre se había irritado por aquella injusticia divina, dado que Dios había creado a los hombres tal como son, con su intensa curiosidad y sus apetitos insaciables .

A la mente del que ha tenido el sueño acude, asimismo, el recuerdo de que su padre le castigó a menudo de forma incomprensible por ciertas cosas, y con una severidad muy especial un día en que fue sorprendido observando, a escondidas, a unas niñas bañándose. Esto se asocia con la confesión de que últimamente se ha embarcado en una aventura sentimental con una criada, aventura que todavía no ha llegado a sus fines naturales. La víspera del sueño ha tenido una cita con la criada .

El conjunto de estas asociaciones revela con toda evidencia la íntima relación del sueño y de este acontecimiento de la víspera. La escena de la manzana, a juzgar por los materiales asociativos que suscita, parece querer simbolizar evidentemente una escena erótica. Por otra parte, una multitud de motivos diversos incitan a pensar que esta cita de la víspera repercute en los sueños del joven: en ellos coge la manzana paradisíaca que la realidad le ha negado hasta entonces. Todas las demás asociaciones se refieren al otro hecho de la víspera: esa curiosa sensación de haber obrado mal, de tener la conciencia sucia, que se apoderó del joven mientras charlaba con una muchacha que le era indiferente. Esta sensación se encuentra en la evocación del pecado original y en la reaparición de las veleidades eróticas de su infancia, tan severamente castigadas por su padre. Todas estas asociaciones convergen hacia la culpabilidad .

Consideremos estos materiales desde el punto de vista determinista inaugurado por Freud o, mejor, para expresarnos como Freud, «interpretemos» este sueño .

De la jornada anterior subsiste un deseo insatisfecho; este deseo, en el sueño, es realizado en el símbolo de la manzana cogida. ¿Por qué la satisfacción del deseo se envuelve en una imagen simbólica en lugar de realizarse en un pensamiento sexual claro? Freud, por toda respuesta, llama la atención sobre el sentimiento de falta, de culpabilidad, innegable en nuestro ejemplo, y dice: es la moral impuesta al joven desde su infancia lo que, al esforzarse por reprimir los deseos de esta clase, confiere a una aspiración completamente natural un tono molesto e ignominioso. Por eso el pensamiento incómodo reprimido no puede abrir- se paso sino de forma simbólica. Puesto que hay incompatibilidad entre estos pensamientos y la conciencia moral, Freud supone, postula, una instancia psíquica a la que llama censura y que velaría para impedir que el deseo indecoroso penetrara sin ambages en la conciencia.

Aunque la forma de ver finalista—que yo opongo a la concepción freudiana—, no significa, como lo subrayo expresamente, una negación de las causas del sueño, no por ello deja de conducir a una interpretación completamente diversa de sus materiales asociativos. Los hechos en sí, a saber, las asociaciones, son los mismos, pero se les confronta con otra unidad de medida. Planteamos el problema de una forma muy sencilla y nos preguntamos: ¿para qué sirve, qué sentido tiene el sueño, qué debe suscitar? Esta pregunta no es arbitraria, puesto que se hace respecto a toda actividad psíquica. Respecto a cada una y en toda circunstancia, podemos preguntar «¿Por qué?» y «¿Con qué objeto?». Toda creación orgánica pone en marcha un sistema complejo de funciones con objeto bien definido, y cada una de estas funciones, a su vez, puede descomponerse en una serie de actos y de hechos que concurren por su orientación al edificio común. Es claro que el sueño añade al episodio erótico de la víspera materiales que subrayan, en primer lugar, un sentimiento de culpabilidad inherente al acto sexual. Esta asociación ha revelado, el día anterior, toda su eficacia durante el encuentro con la muchacha que le era indiferente; también en este caso la sensación de la conciencia sucia se superpuso espontánea e inopinadamente, como si este encuentro implicara culpabilidad por parte del joven. Este episodio se mezcla también con el sueño; se encuentra en éste amplificado por la asociación de materiales correspondientes, y está representado, más o menos, bajo la forma del pecado original, que nos valió las calamidades que todos sabemos .

Yo concluyo que el sujeto de este sueño lleva en sí una tendencia, una inclinación inconsciente a ver una falta, algunos dirían un pecado, en todo lo que afecta a la esfera y a las satisfacciones eróticas. Es característico que el sueño se enseñoree del pecado original, cuyo castigo draconiano el joven, por otra parte, no ha comprendido jamás. Esta relación muestra por qué el soñador no ha pensado simplemente: «Lo que hago no está bien.» No parece saber—la idea ni siquiera le pasa por la cabeza—que podría condenar sus iniciativas eróticas a causa de su dudosa moralidad. En realidad, es este el caso.

Conscientemente, piensa que su conducta es, desde el punto de vista moral, totalmente indiferente: todos sus amigos y conocidos hacen lo mismo; además, él no realiza nada por lo que alguien pueda ofenderse . ¿Es absurdo este sueño o está cargado de sentido? Lo importante es saber si el punto de vista inmemorial de la moral tradicional es absurdo o tiene un alcance capital. No quiero perderme en los detalles de una discusión filosófica sino simplemente observar que la humanidad ha obedecido, sin duda, a poderosos móviles al inventar esta moral; si no fuera así, no se comprendería verdaderamente por qué ha refrenado una de sus aspiraciones más poderosas. Si apreciamos este estado de cosas en su justo valor, es preciso que reconozcamos la profunda significación de un sueño que muestra al joven la necesidad de considerar sus iniciativas eróticas desde el punto de vista moral. Las poblaciones más primitivas tienen ya a menudo una reglamentación sexual extraordinariamente severa. Esto prueba que especialmente la moral sexual constituye, en el seno de las funciones psíquicas superiores, un factor que no se debe subestimar. En nuestro caso, se podría decir, pues, que el joven, ligero y como hipnotizado por el ejemplo de sus amigos, se abandona a sus tentaciones eróticas; olvida que el hombre es también un ser moralmente responsable que, habiéndose dado a sí mismo la moral, quiera o no quiera tiene que agachar la cabeza bajo el yugo de su propia creación. En este sueño podemos discernir «la función contrapeso» del inconsciente: los pensamientos, inclinaciones y tendencias que la vida consciente no valora suficientemente, entran en acción, como por alusión, durante el sueño, estado en el que los procesos conscientes están casi totalmente eliminados .

Cierto que nos podemos preguntar qué provecho obtiene con ello el sujeto que sueña, dado que, seguramente, no será capaz de comprender su sueño . Señalemos a modo de respuesta que la comprensión no es un fenómeno puramente intelectual; la experiencia muestra que una infinidad de cosas, intelectualmente hablando incomprendidas, pueden influir e incluso convencer y orientar al hombre de forma decisiva. Recordemos tan sólo la eficacia de los símbolos religiosos . El ejemplo citado podría inducir a pensar que en cierto modo, la función onírica constituye directamente una instancia «moralizadora». Evidentemente, este ejemplo parece confirmarlo; pero si recordamos que los sueños poseen, en cada caso específico, contenidos subliminales, no podrá tratarse ya de una función «moral», en la acepción restringida del término. Así, los sueños de personas intachables desde el punto de vista moral liberan contenidos inmorales en el sentido corriente de la palabra. Es sintomático que San Agustín se felicitara de no ser responsable de sus sueños ante Dios .

El inconsciente, es aquello que, incesantemente, deja de ser consciente; por eso no es extraño que el sueño añada a la situación psíquica consciente del presente todos los aspectos que serían esenciales en una actitud radicalmente diferente. Es claro que esta función del sueño constituye una regulación psíquica, un contrapeso absolutamente indispensable en toda actividad ordenada. Reflexionar sobre un problema es considerarlo con vistas a su solución, en todos sus aspectos y con todas las consecuencias que implica; en cierto modo, este proceso mental se perpetúa automáticamente durante el estado más o menos inconsciente del sueño; según nuestra experiencia actual, parece que todos los puntos de vista subestimados o desconocidos en el estado de vigilia—es decir, que eran relativamente inconscientes—se presentan al espíritu del sujeto que sueña, aunque sólo sea por alusión .

El simbolismo de los sueños, tan discutido, será apreciado de forma muy diferente según que se le considere desde el punto de vista causal o desde el punto de vista final. El determinismo de Freud postula la existencia de una necesidad, de un deseo reprimido que se expresa en el sueño. Este deseo es siempre relativamente sencillo y elemental. Así, el joven de nuestro sueño habría podido soñar también que tenía que abrir una puerta con una llave, que volaba en avión, o que besaba a su madre, etc... Desde el punto de vista freudiano, todo esto podría tener la misma significación. En esta vía, la escuela freudiana ortodoxa ha llegado, por citar un ejemplo sorprendente, a ver símbolos fálicos más o menos en todos los objetos largos que aparecen en los sueños, y símbolos femeninos en todos los objetos redondos o huecos .

La concepción finalista restituye a las imágenes del sueño el valor que les es propio. Si, por ejemplo, en lugar de la escena de la manzana nuestro joven hubiera soñado que tenía que abrir una puerta con una llave, a este sueño diferente habrían correspondido materiales asociativos esencialmente diferentes; estos, a su vez, habrían completado la situación consciente de modo diferente y la habrían situado en un ambiente y en un marco muy ajeno a las circunstancias generales, precisa- das gracias a la escena de la manzana. Vista desde este ángulo, la riqueza del sentido de los sueños se basa precisamente en la diversidad de las expresiones simbólicas y no en su reducción unívoca. El determinismo causal tiende, por su propia naturaleza, hacia esta reducción unívoca, es decir, hacia una codificación de los símbolos y de su sentido. El punto de vista finalista, en cambio, ve en las variaciones de las imágenes oníricas el reflejo de situaciones psicológicas infinitamente variadas. No concede a los símbolos una significación fija; para él, las imágenes oníricas son importantes en sí mismas, pues es en sí mismas como tienen la significación que les vale hasta su aparición en el curso de un sueño.

En nuestro ejemplo, el símbolo, visto bajo este ángulo, tiene casi el valor de una parábola: no disimula, enseña. La escena de la manzana hace claramente alusión a la falta personal, con la escena del paraíso como fondo . Según el punto de vista adoptado, se concebirá, pues, como se ve, el sentido del sueño de una u otra forma. La cuestión es saber cuál es la concepción mejor y más verídica. Concebir el sentido del sueño, de una u otra forma, es, para nosotros, los terapeutas, una necesidad de orden, ante todo, puramente práctica y no teórica. Si queremos atender a nuestros enfermos, debemos intentar, por móviles muy concretos, entrar en posesión de los medios que nos han de permitir educarlos con eficacia: Como ha mostrado claramente nuestro ejemplo, la búsqueda de asociaciones ha planteado una cuestión encaminada a abrir los ojos al joven sobre cosas que su corazón ligero descuidaba. Intentando vivir sin respetarlas, vive de forma incompleta y extrema—de forma sin coordinar, podríamos decir—, y ello supone para la vida psíquica consecuencias comparables a las que tiene para el cuerpo un régimen incompleto y exclusivo. Para educar, para dirigir una personalidad hacia su autonomía armoniosa, es preciso esforzarse por hacerle asimilar todas las funciones que se mantienen embrionarias en su seno y que no han alcanzado su desarrollo en la conciencia. A este efecto, y por motivos terapéuticos, es preciso que tomemos en consideración los aspectos inconscientes de las cosas que nos son ofrecidos por los materiales oníricos. Se ve, pues, cuánto puede ayudar la concepción finalista a la educación práctica .

El espíritu científico contemporáneo es hijo de la causalidad; las investigaciones de causas a efectos son su moneda corriente. Esta es la razón por la que, cuando se trata de dar una explicación científica de la psicología onírica, las ideas freudianas, del más puro determinismo, parecen tan seductoras. No necesito ponerlas en duda, pues son forzosamente incompletas, ya que el alma escapa a consideraciones causales que dejan en la sombra todo lo que es en ella finalidad .

Sólo la colaboración de las concepciones causales y finales—colaboración que, a causa de enormes dificultades, tanto teóricas como prácticas, está todavía por realizar—, es susceptible de llevarnos a una comprensión mejor de la naturaleza del sueño . Pasemos a algunos problemas más particulares y, ante todo, a la cuestión de la clasificación de los sueños. No sobrestimamos su significación práctica o teórica. Cada año tengo que estudiar de mil quinientos a dos mil sueños, y esta vasta experiencia me ha permitido constatar que hay realmente sueños tipos. Pero no son muy frecuentes, y la apreciación finalista disminuye mucho la importancia que, desde el punto de vista causal, tiene su significación simbólica fija. La importancia primordial de los motivos típicos de los sueños reside en que permiten comparaciones con los temas mitológicos.

Numerosos motivos mitológicos (19) se encuentran a menudo, con una significación análoga, en los sueños de muchas personas. Los ejemplos nos llevarían, desgraciadamente, demasiado lejos; por otra parte, ya he publicado algunos (20). Los paralelismos entre los motivos oníricos tipos y los temas mitológicos permiten suponer, como ya hizo Nietzsche, que el pensamiento onírico es una forma filogenética anterior de nuestro pensamiento. Ilustramos esto volviendo al sueño citado más arriba. Como recordamos, la escena de la manzana simbolizaba en él, de forma típica, la culpabilidad erótica. El pensamiento abstracto se habría expresado así: «Hago mal al actuar de esta manera.» Es característico que el sueño no se exprese jamás de esta forma abstracta y lógica, sino siempre con la ayuda de parábolas y de alegorías. Esta particularidad caracteriza igualmente a las lenguas primitivas; sus giros floridos siempre nos sorprenden. En los monumentos de las literaturas antiguas—las parábolas de la Biblia, por ejemplo— lo que hoy se expresa mediante la expresión abstracta, se decía entonces con la imagen figurada. Incluso un espíritu tan filosófico como Platón no teme definir ciertas ideas fundamentales mediante el rodeo de los símbolos .

Nuestro cuerpo conserva las huellas de su desarrollo filogenético; lo mismo ocurre con el espíritu humano. Es, pues, posible ver en el lenguaje alegórico de nuestros sueños un residuo arcaico . El robo de la manzana de nuestro ejemplo es, además, uno de esos motivos oníricos tipos que reaparecen con múltiples variaciones en numerosos sueños. Es, al mismo tiempo, un tema mitológico muy conocido, que encontramos no sólo en el relato bíblico sino también en innumerables mitos y leyendas, procedentes de todas las épocas y de todas las latitudes.

Constituye una de esas imágenes universalmente humanas, susceptibles de renacer, autóctonas, en cada uno de nosotros y en todo tiempo. La psicología del sueño abre así la vía de una psicología comparativa general, de la que podemos esperar una comprensión del desarrollo y de la estructura del alma humana, análoga a la que nos ha aportado la anatomía comparativa para el estudio del cuerpo humano . El sueño nos comunica, pues, con un vocabulario simbólico—se decir, con la ayuda de representaciones a base de imágenes y sensoriales— ideas, juicios, concepciones, directrices, tendencias, etc., que, reprimidas o ignoradas, eran inconscientes. El sueño, que deriva de la actividad del inconsciente, da una representación de los contenidos que en él duermen; no de todos los contenidos que en él hay, sino sólo de algunos de ellos que, por vía de asociación, se actualizan, se cristalizan y se seleccionan, en correlación con el estado momentáneo de la conciencia. Esta constatación es, desde el punto de vista práctico, de una gran importancia. Si queremos interpretar un sueño correctamente, necesitamos un conocimiento profundo de la situación consciente correspondiente; el sueño nos revela su aspecto inconsciente y complementario, es decir, que contiene los materiales constelados en el inconsciente, en nombre de la situación consciente momentánea .

Si no se está al corriente de los datos conscientes, es imposible interpretar un sueño de forma satisfactoria, a excepción, evidentemente, de los logros debidos al azar. Ilustremos esto con un ejemplo: Un día, recibo a un señor en consulta por primera vez. Me declara que siente una gran curiosidad por las ciencias y que se interesa, asimismo, desde un punto de vista literario por las cosas del psicoanálisis. Me dice que se encuentra muy bien, y que no me consulta en calidad de enfermo sino por pura curiosidad psicológica; añade que tiene una posición muy desahogada y que goza de mucho tiempo libre, durante el cual se entrega a sus múltiples curiosidades. Desea conocerme para que yo le inicie en los arcanos del análisis y de su teoría. Lamenta, por otra parte, ser él—un hombre normal—quien se presente,, ya que tendrá poco interés para mí, acostumbrado a habérmelas con «locos». Me había escrito unos días antes para que le fijara una entrevista. En el curso de la conversación pasamos a hablar rápidamente de los sueños, y yo le pregunto si no ha tenido alguno la noche anterior. Me responde afirmativamente y me cuenta el siguiente sueño: Estoy en una estancia de paredes desnudas, en la que una persona, una especie de enfermera, me recibe; quiere obligarme a que me siente en una mesa, sobre la que hay un tarro de kéfir, que debo tomar. Yo deseo ir a ver al doctor Jung, pero la enfermera me responde que estoy en un hospital y que el doctor Jung no tiene tiempo de recibirme .

El contenido manifiesto del sueño muestra ya que la consulta proyectada ha arrastrado al inconsciente a tomar posición de una forma que todavía no comprendemos. Las asociaciones son las siguientes: «Las paredes desnudas»: —«Una especie de sala de espera helada, como en un edificio público; la recepción de un hospital. Yo no he estado jamás en un hospital como enfermo.» «La enfermera»: —«Era repulsiva y bizca. Me recuerda a una echadora de cartas, que era al mismo tiempo quiromántica; la consultaba para que me predijera el porvenir. Durante una enfermedad tuve a una diaconisa como enfermera.» «El tarro de kéfir»: —«El kéfir me desagrada .

No lo puedo tragar. Mi mujer lo toma continuamente y yo le gasto bromas por ello, pues tiene la manía de que hay que hacer todos los días algo por la salud. Me recuerda que pasé una temporada en un sanatorio—tenía los nervios agotados—y allí tenía que tomar kéfir.» Aquí le interrumpí y le pregunté—¡pregunta muy indiscreta!—si su neurosis había desaparecido por completo desde entonces. El intentó eludirla, pero al final tuvo que confesar que seguía teniendo su neurosis y que, en realidad, su mujer le insistía desde hacía tiempo para que viniera a consultarme. Sin embargo—prosiguió—, su nerviosismo no es tal como para que necesite un tratamiento; él no es un «chiflado», y yo sólo cuido a los desequilibrados. Lo que a él le interesa es sólo conocer mis teorías psicológicas, etc .

Estos materiales revelan en qué sentido el consultante falsificaba la situación. Le convenía presentarse ante mí como filósofo y psicólogo, y relegar la existencia de su neurosis a un segundo plano. El sueño, sin embargo, se la recuerda de un modo muy desagradable y le obliga a ser franco. Tiene que beber esta copa hasta la hez. La echadora de cartas descubre su juego y le revela lo que, en el fondo, espera de mí. Como se dice en el sueño, debe primero someterse a un tratamiento antes de llegar hasta mí, es decir antes de entablar conmigo una controversia teórica.

El sueño rectifica la situación. Le añade lo que todavía forma parte de ella y mejora así la actitud general del paciente. He aquí por qué necesitamos del análisis del sueño en nuestra terapéutica .

No quisiera, sin embargo, que este ejemplo diera la impresión de que todos los sueños son de una sencillez tan grande o de un tipo análogo. Ciertamente, a mi modo de ver todos los sueños tienen una relación complementaria con los datos conscientes, pero está muy lejos de ocurrir que en todos esta función compensadora aparezca tan claramente como en nuestro ejemplo. Aunque el sueño contribuye al gobierno del individuo por sí mismo reuniendo mecánicamente todo lo que ha reprimido, despreciado, ignorado, su alcance compensador no es por ello a menudo menos confuso para nosotros, que no disponemos sino de conocimientos muy imperfectos sobre la naturaleza y las necesidades del alma humana. Pues existen compensaciones psíquicas muy lejanas. Acordémonos, en estos casos, de que el hombre, en una cierta medida, es un representante de la humanidad entera y de su historia. Lo que fue posible en gran escala en la historia de la humanidad, puede presentarse, en pequeño, en el individuo. Este, en ciertas circunstancias, siente las necesidades que atenazaron a la humanidad. No hay, pues, motivo para sorprendernos de que las compensaciones religiosas jueguen un papel tan grande en los sueños. El que esto sea así, y en nuestra época acaso con una agudeza particular, no es sino la consecuencia natural del realismo inmanente de nuestra visión del mundo. La concepción del alcance compensador de los sueños no es ni una intervención nueva ni el producto artificial de una interpretación tendenciosa. Mostrémoslo gracias al ejemplo histórico de un sueño muy conocido, que figura en el capítulo IV de las profecías de Daniel: Nabucodonosor, en el apogeo de su poder, tuvo, según su propio relato, el siguiente sueño (21) :

«9. He aquí las visiones de mi espíritu mientras yo estaba en mi lecho .

10. Y he aquí que había en medio de la tierra un árbol cuya altura era enorme .

11. El árbol creció y se hizo corpulento, llegando su altura hasta el cielo y su extensión a todos los confines de la tierra .

12. Su ramaje era hermoso, y sus frutos, abundantes; y había en él comida para todos. Bajo él buscaban sombra las bestias del campo, en sus ramas moraban los pájaros del cielo, y de él se alimentaba todo animal .

13. Veía yo esto en las visiones de mi mente sobre mi lecho, y he aquí que un ángel y santo desciende del cielo .

14. Grita con brío y dice así: ¡Talad el árbol, desmochad sus ramas, despojad su follaje y dispersad sus frutos! ¡Huyan los animales de debajo de él y los pájaros de sus ramas!

15. Mas dejad en tierra el tocón con sus raíces, y [sea atado] con ligaduras de hierro y de bronce entre el verde del campo, y con el rocío del cielo sea bañado, y como las bestias comparta el herbaje de la tierra .

16. Su corazón de hombre séale mudado, y el corazón de bestia désele, y transcurran sobre él siete años.»

En la segunda parte del sueño el árbol se personifica, de suerte que salta a la vista que el gran árbol es el rey que sueña. Por otra parte, Daniel interpreta el sueño de la siguiente manera. Significa, sin malentendido posible, una tentativa de compensación del delirio de grandeza que, según los textos, evolucionó hacia una auténtica alienación mental. Esta concepción, que ve en los fenómenos oníricos un proceso de compensación se corresponde, a mi parecer, con la naturaleza de los hechos biológicos en general: las teorías freudianas tienen una tendencia análoga cuando atribuyen al sueño un papel compensador relativo al mantenimiento del estado durmiente. Como Freud ha demostrado, son numerosos los sueños en los que se traslucen las modalidades según las cuales ciertas excitaciones sensoriales, susceptibles de arrancar al durmiente de su sueño, son desfiguradas y dirigidas, en su disfraz, a halagar la voluntad de dormir y a afirmar la intención de no dejarse molestar. Asimismo, como Freud ha demostrado también, hay otros sueños muy frecuentes, en los que los estímulos perturbadores intrapsíquicos, como la aparición de representaciones personales capaces de desencadenar reacciones afectivas poderosas, son disfrazadas y envueltas en un contexto onírico que difumina suficientemente la agudeza de las representaciones para impedir las descargas afectivas excesivas .

Pero esto no debe impedirnos constatar que son precisamente los sueños los que crean más molestias para el descanso; los hay incluso—y son más frecuentes de lo que se piensa—con una estructura dramática que lleva, por así decirlo, lógicamente a un paroxismo afectivo, paroxismo tan perfectamente realizado en el sueño que el durmiente se encuentra forzosamente arrancado de su descanso por las emociones desencadenadas. Freud explica estos sueños diciendo que la censura no ha logrado reprimir la emoción penosa. Me parece que esta explicación no corresponde a los hechos. Todo el mundo conoce esos sueños que se apoderan con evidencia, e inoportunamente, de los acontecimientos penosos y de las preocupaciones del estado de vigilia, para describir con una minuciosa claridad sus aspectos más inoportunos. Sería injustificado, a mi modo de ver, invocar aquí la protección del sueño y la inhibición de los afectos como función del sueño. Encontrar confirmación de esta función en tales sueños supone, nada menos, que una inversión radical de la realidad de los hechos. Esto es cierto igualmente en los casos en que se condensan en las imágenes manifiestas de un sueño desbordamientos imaginativos, sexuales y reprimidos .

He llegado a pensar, pues, que la concepción freudiana, que no distingue esencialmente en los sueños más que la realización de deseos y la proteccción del estado durmiente, es demasiado estrecha, aun cuando es preciso retener la idea fundamental de la función biológica compensadora. Esta función sólo subsidiariamente es compensadora en relación al estado durmiente. Su objeto principal es la vida consciente. Los sueños se comportan como compensadores de la situación consciente que les ha visto nacer. Protegen el descanso en la mayor medida posible, es decir, automáticamente, en respuesta a la influencia y al efecto de este estado; pero saben también interrumpirlo cuando su función lo exige y cuando sus contenidos, que hacen de contrapeso, tienen una intensidad suficiente para suspender su curso. Un elemento inconsciente compensador se amplifica intensamente cuando tiene una importancia vital para la orientación de la conciencia .

Desde 1906 he llamado la atención sobre las relaciones compensadoras que hay entre el consciente y los complejos autónomos (22) y he subrayado al mismo tiempo su oportunidad. Flournoy, simultánea e independientemente de mis trabajos, hacía lo mismo (23). De estas observaciones se desprende la posibilidad de impulsos inconscientes orientadas hacia un fin. Pero subrayamos que la orientación final del inconsciente no tiene nada en común con las intenciones conscientes concomitantes; por regla general, incluso, el contenido del inconsciente contrasta con el estado consciente; es este el caso, en particular, cuando el comportamiento consciente sigue una línea de conducta demasiado exclusiva, que amenaza lacerar las necesidades vitales del sujeto. Cuanto más es la actitud consciente de un extremismo exclusivo, alejándose así de las posibilidades vitales óptimas, más hay que contar con la posible aparición de sueños vivaces y penetrantes, de contenido ricamente contrastado, pero juiciosamente compensador, como expresión de la autorregulación psicológica del individuo. Así como el cuerpo reacciona de forma adecuada a una herida, a una infección o a un modo de vida anormal, así también las funciones psíquicas reaccionan a los trastornos perturbadores y peligrosos con medios de defensa apropiados. El sueño, en mi opinión, forma parte de estas reacciones oportunas, al introducir en la conciencia, gracias a un ensamblaje simbólico, los materiales constelados en el inconsciente por los datos de la situación consciente. En estos materiales inconscientes se encuentran todas las asociaciones que su desaparición hacía subliminales, pero que, no obstante, poseen la energía suficiente corno para manifestarse mientras se duerme. Evidentemente, la oportunidad del sueño y de sus imágenes no salta a los ojos a primera vista; el análisis del contenido manifiesto del sueño es necesario para separar los elementos compensadores de su contenido latente. La mayoría de las reacciones de defensa del cuerpo humano son también de naturaleza oscura y, en cierto modo, indirecta; han sido precisos conocimientos muy profundos e investigaciones precisas para poner en claro su papel saludable. Recordemos la significación de la fiebre y de las supuraciones en una herida infectada .

Siendo los fenómenos psíquicos compensadores casi siempre esencialmente individuales, esta circunstancia aumenta mucho las dificultades con las que se tropieza para poner en evidencia su naturaleza compensadora. Un principiante, en particular, se perderá fácilmente. De acuerdo con la teoría de las compensaciones, se esperará, por ejemplo, que un sujeto con una actitud exageradamente pesimista frente a la vida tenga sueños serenos y optimistas. Tal previsión sólo se realizará si la persona es sensible a esta clase de alientos. Pero si su temperamento es rebelde a ellos, sus sueños, razonablemente, serán más negros todavía que su conciencia. Aplicarán el principio similia similibus curantur .

No es fácil, pues, descubrir las leyes que presiden la compensación onírica. La compensación, en su esencia, está íntimamente ligada con toda la naturaleza del individuo. Las compensaciones posibles son innumerables e inagotables, aunque con la experiencia se acaba por ver cristalizarse ciertos, principios fundamentales .

No pretendo en absoluto, al proponer la teoría de las compensaciones, que ella sea la única que haga justicia al sueño o que dé cuenta completamente de iodos los fenómenos de la vida onírica. El sueño es una aparición extraordinariamente compleja, tan compleja e insondable como los fenómenos de conciencia. Sería muy aventurado pretender explicar todos los fenómenos conscientes gracias a una teoría que los reduce, sin distinción, a la satisfacción de deseos o de instintos; es igualmente poco probable que los fenómenos oníricos se plieguen a una explicación tan simplista. En el mismo orden de ideas, no nos será tampoco posible limitarnos a una concepción de los fenómenos oníricos que pone sólo de relieve su papel compensador y secundario en relación con los contenidos conscientes. La opinión general, es cierto, concede a la conciencia, por lo que se refiere a la existencia misma del individuo, un alcance mucho más considerable que el que atribuye al inconsciente. Pero esta opinión corriente deberá ser sometida sin duda a una revisión, pues cuanto más se enriquece nuestra experiencia más se afirma la certeza de que la función del inconsciente goza en la vida de la psique de una importancia que todavía no hacemos sino entrever. Es precisamente la experiencia analítica la que revela, de una forma más o menos probatoria, las influencias del inconsciente sobre la vida consciente del alma, interferencias cuya existencia y significación habían escapado hasta ahora. Según mi convicción, nacida de una larga experiencia y de innumerables análisis, la actividad general del espíritu y la productividad de la psique son probablemente tanto fruto del inconsciente como del consciente. Si este punto de vista es exacto, no es sólo la función inconsciente la que es compensadora y relativa respecto a la conciencia, sino también la conciencia la que está subordinada al contenido inconsciente momentáneamente constelado. Así, la conciencia no tendría el privilegio exclusivo de la orientación activa hacia una meta y una intención; el inconsciente, en determinadas circunstancias, sería igualmente capaz de asumir una dirección orientada hacia un fin .

Si ello es así, el sueño, llegado el caso, puede revelar el valor de una idea positiva directriz o de una representación dirigida, de un alcance vital superior a los esbozos conscientes correspondientes. Esta posibilidad, que, a mi modo de ver, es real, está acorde con el consensus gentium, puesto que la superstición de todos los pueblos y de todas las épocas ve en el sueño un oráculo revelador de verdades futuras. Dejando aparte la exageración y el fanatismo de representaciones tan universalmente difundidas, éstas contienen siempre una parcela de verdad. Maeder ha subrayado enérgicamente la actividad prospectiva y final del sueño; tal actividad se presenta bajo la forma de una función inconsciente, apropiada, que, de esbozo en esbozo, prepara la solución de conflictos y problemas actuales y trata de representarla mediante símbolos elegidos a tientas (24) .

Distinguimos la función prospectiva del sueño de su función compensadora. Esta última considera al inconsciente en su dependencia del consciente, al que añade todo ese conjunto de elementos que, en el estado de vigilia, no han llegado al umbral por causas de represión o, simplemente, porque no poseían la energía necesaria para llegar por sí mismos hasta el consciente. Esta compensación representa una autorregulación muy apropiada del organismo psíquico .

La función prospectiva, por el contrario, se presenta bajo forma de una anticipación, que surge en el inconsciente, de la actividad consciente futura; evoca un esbozo preparatorio, un boceto a grandes líneas, un proyecto de plan de ejecución. Su contenido simbólico encierra, en ocasiones, la solución de un conflicto. Maeder lo ha ilustrado de modo meridiano. La realidad de los sueños prospectivos de esta naturaleza es innegable. Estaría injustificado el calificarlos de proféticos, pues, en el fondo lo son en tan poca medida como un pronóstico médico o meteorológico. No se trata más que de una anticipación de las probabilidades, combinación precoz que puede, es cierto, concordar en ocasiones con el curso real de los acontecimientos pero que también puede concordar sólo en parte o no concordar en nada. Sólo si hubiera concordancia hasta en los menores detalles se podría hablar de profecías. Los pronósticos de la función prospectiva del sueño son a menudo francamente superiores a las conjeturas conscientes; no hay que extrañarse de ello, pues el sueño resulta de una mezcla de elementos subliminales, de una conjunción de todas las sensaciones, de todos los sentimientos y de todos los pensamientos que, a causa de su relieve difuso, han escapado a la conciencia. Además, el sueño dispone también de huellas de recuerdos inconscientes que ya no están en condiciones de influir de modo eficaz sobre la vida consciente. El sueño está, pues, a menudo, desde el punto de vista del pronóstico, en una situación mucho más favorable que el consciente .

La función prospectiva constituye, a mi modo de ver, un atributo esencial del sueño; se acertará, sin embargo, no sobrestimándola, pues de otro modo, fácilmente se caería en la tentación de ver en el sueño una especie de psicobomba que, dotada de sabiduría superior, fuera capaz de dirigir a la existencia por vías infalibles. Si, por un lado, se subestima el alcance psicológico del sueño, por otro tanto mayor es el peligro, para cualquiera que estudie los sueños y practique su interpretación, de sobrestimar la validez del inconsciente para la vida real. En cualquier caso, la experiencia actual nos autoriza a pensar que el inconsciente no está lejos de poseer una importancia sensiblemente igual a la del consciente. Hay, sin duda alguna, actitudes conscientes que el inconsciente supera, es decir, actitudes conscientes tan mal adaptadas a la naturaleza de la individualidad total que el comportamiento inconsciente simultáneamente constelado ofrece una expresión muy superior de ellas. Pero esto no es corriente; muy a menudo, el sueño no ensancha la vida consciente sino por la contribución de algunos fragmentos; en este caso, la actitud consciente está, de una parte, adaptada en una cierta medida casi suficiente a la realidad y, de otra, satisface, más o menos, la naturaleza esencial del sujeto. No tomar, más o menos exclusivamente, en consideración en este caso sino la perspectiva inconsciente proporcionada por el sueño, despreciando la situación consciente, sería la torpeza máxima y tendría por único resultado el descentrar y destruir la actividad consciente. Sólo en presencia de un comportamiento consciente manifiestamente insuficiente y deficiente tenemos derecho a atribuir al inconsciente una validez superior.

Semejante apreciación se apoya en criterios cuya investigación plantea un problema delicado. Es manifiesto que no podremos jamás apreciar el valor de una actitud consciente, situándonos únicamente en un punto de vista colectivo. Ello exigirá mucho más un estudio profundo de la individualidad en cuestión, y sólo gracias a un conocimiento amplio del carácter individual podremos determinar en qué medida la actitud consciente es insuficiente. Si pongo el acento sobre el conocimiento del carácter individual, ello no significa en absoluto que haya que despreciar totalmente las exigencias desde el punto de vista colectivo. Como es sabido, el individuo está condicionado tanto por sus lazos colectivos como por su propia individualidad. Si la actitud consciente es más o menos suficiente, el sueño tendrá una significación puramente compensadora. Es este caso el que constituye, sin duda, la regla para el hombre normal. Por estas razones, me parece que la teoría compensadora proporciona una fórmula exacta en general y acorde con los hechos; confiere al sueño una función compensadora de una gran importancia para la autorregulación del organismo psíquico .

Cuando un individuo se aparta de la norma y su actitud consciente, tanto objetiva como subjetiva, se va haciendo cada vez más inadaptada, la función del inconsciente, por lo común puramente compensadora, gana en importancia y adquiere rango de función prospectiva dirigente, susceptible de imprimir a la actitud consciente un curso total- mente diferente, claramente preferible al curso anterior, como Maeder ha demostrado en sus obras ya citadas. En esta rúbrica deben figurar sueños del género del de Nabucodonosor. Está claro que se encuentran en individuos que se han quedado por debajo de su propio valor. Esta es la razón por la que a menudo hay que considerar un sueño bajo el aspecto de su significación prospectiva .

Mencionemos ahora otro aspecto de la cuestión, que no hay que olvidar. Son numerosas las personas cuya actitud consciente, adaptada al ambiente exterior, cuadra mal con el carácter personal. Son individuos cuya actitud consciente y cuyo esfuerzo de adaptación superan a los recursos individuales: parecen mejores y más valiosos de lo que son. Este excedente de actividad exterior no está jamás, evidentemente, alimentado sólo por las facultades individuales; son, en gran parte, las reservas dinámicas de la sugestión colectiva las que le mantienen. Tales personas se aferran a un nivel más elevado que el que les corresponde por temperamento, gracias, por ejemplo, a la eficacia de un ideal común, a la irradiación de una ventaja colectiva o al apoyo ciego de la sociedad. Interiormente no están a la altura de su situación exterior, y por eso, en tales casos, el inconsciente juega el papel negativo y compensador de una función reductora. Es claro que una reducción o una depreciación representa, en estas condiciones, una compensación al punto de vista de la autorregulación del individuo, y que esta reducción puede tener un carácter eminentemente prospectivo (véase el sueño de Nabucodonosor).

La palabra «prospectivo» evoca fácilmente en nosotros la imagen de algo constructivo, preparatorio y sintético. Estos sueños reductores nos obligan a separar netamente la noción prospectiva de estas evocaciones, pues de hecho son todo menos preparatorios, constructivos o sintéticos; el sueño reductor, en cambio, disgrega, desune y deprecia e incluso destruye y empequeñece. Esto, evidentemente, no quiere decir que la asimilación de un factor de reducción deba forzosamente dañar al individuo entero; al contrario, esta asimilación tiene a menudo secuelas altamente saludables al atacar sólo a la actitud y no a la personalidad total. Pero esta eficacia secundaria no modifica en nada el carácter del sueño, reductor y retrógrado en su esencia, al que sería mejor no calificar de «prospectivo». Hay que recomendar, pues, por motivos de claridad, llamar a estos sueños sueños reductores, y a la función correspondiente función reductora del inconsciente, aunque, en el fondo, se trate siempre de la misma función de compensación. Habituémonos, pues, a esperar del inconsciente una diversidad de aspectos comparable a la riqueza matizada de la vida consciente. Aquél modifica sus apariencias y sus funciones tanto como esta última, y esta es la razón, por otra parte, de que sea tan delicado dar una idea viva de la naturaleza del inconsciente .

Las investigaciones de Freud fueron las primeras que iluminaron la función reductora del inconsciente, si bien la interpretación freudiana, en general, se limitaba esencialmente a los bajos fondos sexuales infantiles, personales y reprimidos del individuo. Investigaciones ulteriores han llamado la atención sobre los elemento, arcaicos, es decir, sobre las supervivencias funcionales, filogenéticas, históricas y supraindividuales que duermen en el seno del inconsciente. Hoy podemos afirmar, pues, con certeza, que la función reductora del sueño actualiza materiales que están compuestos esencialmente de deseos sexuales infantiles reprimidos (Freud), de voluntad de poder infantil (Adler) y de un residuo de instintos, de pensamientos y de sentimientos arcaicos y colectivos. La reproducción de tales elementos, difíciles de extraer por falta de uso, es de una eficacia incomparable cuando se trata de minar, una soberbia desproporcionada, de recordar a un individuo la vanidad de la nada humana y de reducirle a su condicionamiento fisiológico, histórico y filogenético. El espejismo de una grandeza y de una importancia falaces se disipa al contacto revelador de un sueño reductivo; éste analiza el comportamiento consciente con un sentido crítico despiadado, sacando a la luz materiales abrumadores, caracterizados por un registro perfecto de todas las pequeñeces y de todas las debilidades. Es en sí mismo imposible calificar de prospectivo un sueño de esta naturaleza, puesto que todo, hasta la última fibra, es en él retrospectivo y remite a un pasado que se creía abolido desde hacía mucho tiempo. Esta circunstancia no impide, evidentemente, al contenido onírico ni ser compensador en relación a los hechos de conciencia ni poseer una orientación finalista, pues la tendencia reductora puede tener que jugar, en ocasiones, un gran papel en la adaptación del individuo. No por ello es menos cierto que el contenido onírico tiene un carácter reductivo. Ocurre frecuentemente que los enfermos mismos sienten espontáneamente la relación que existe entre el texto onírico y la situación consciente; según los sentimientos que esta intuición les inspira, verán en el sueño un contenido prospectivo, reductivo o compensador. Sin embargo, esto no se produce en todos los casos y tenemos que subrayar incluso que, en general, precisamente al comienzo de un tratamiento analítico el enfermo tiene una tendencia insuperable: la de empeñarse en concebir los resultados del estudio analítico de sus materiales a través de la forma de ver patógena (falsa, por consiguiente) que él tenía hasta entonces .

Estos casos exigen un cierto apoyo por parte del médico, que encamina a su enfermo hacia un estadio en que la comprensión exacta del sueño se hace posible . Esta complicación confiere una importancia capital a la idea que el médico se hace de la psicología consciente de su enfermo. No hay que imaginar que el análisis de los sueños sea pura y simplemente la aplicación práctica de un método del que se ha apropiado gente con habilidad; presupone, al contrario, un conocimiento íntimo de las concepciones analíticas en su conjunto, una penetración que no se puede pretender sino haciéndose analizar uno mismo. El mayor error, en efecto, que puede cometer, llegado el caso, un analista, es suponer en el analizado una psicología semejante a la suya. Esta proyección puede verificarse una vez por azar, pero la mayoría de las veces se quedará en pura proyección. Todo lo que es inconsciente es, por ello mismo, proyectado; tal es la razón por la que el analista debe adquirir por lo menos conciencia de los contenidos principales de su inconsciente, a fin de que no vengan a alterar la claridad de su juicio proyecciones inconscientes. Quienquiera que analice los sueños de otras personas no deberá jamás perder de vista que no hay teoría simple de los fenómenos psíquicos, de su naturaleza, de sus causas o de sus objetos. Nos hace falta, pues, un criterio general de juicio. Sabemos que hay fenómenos conscientes e inconscientes, fenómenos sexuales, intuitivos, intelectuales, morales, estéticos, religiosos, volitivos, etc. Pero no sabemos nada seguro sobre su naturaleza. Sólo sabemos que el estudio de la psique, a partir de un punto dado y desde un ángulo bien definido, proporciona detalles preciosos, sí, pero que no concurren jamás en una teoría que justifique el empleo de métodos deductivos. No disponemos tampoco de teorías del inconsciente que, delimitando su contenido cualitativo, permitieran al mismo tiempo interpretar las imágenes oníricas en armonía con hechos bien establecidos. La hipótesis de la sexualidad y de sus aspiraciones y la hipótesis de la voluntad de poder son formas de ver que tienen su valor, pero a las que hay que reprochar el que no reflejen en modo alguno la profundidad y la riqueza del alma humana. Si dispusiéramos de una teoría de esta envergadura, podríamos limitarnos al aprendizaje, por así decirlo, artesanal del método; entonces no se trataría ya sino de descifrar ciertos signos que representan contenidos codificados correspondientes; bastaría para ello saber de memoria las reglas semiológicas. La apreciación exacta de la situación consciente sería tan superflua corno durante una punción lumbar. Pero, por desgracia para los especialistas agobiados de nuestra época, el alma, para empezar, se muestra refractaria a todo método que trate de captarla en uno de sus aspectos con exclusión de todos los otros .

En la actualidad, pocas cosas sabemos de los contenidos del inconsciente: que son subliminales y complementarios en relación al consciente y, por tanto, esencialmente relativos. Por eso no se comprenderá un sueño sino en función de la situación consciente. Los sueños reductores, prospectivos, en resumen, compensadores, están lejos de agotar la abundancia de significaciones posibles. Hay una clase de sueño a la que se puede llamar simplemente sueño reactivo. Nos sentimos tentados de incluir en esta rúbrica a todos los sueños que parecen no ser, en conjunto, más que la reproducción de un episodio poderosamente afectivo de la vida consciente. Pero el análisis de estos sueños revela rápidamente los motivos profundos que han valido a estas experiencias una reproducción fiel como sueño. De aquí se desprende, en efecto, que las peripecias vividas poseen, además de los aspectos que se dan por descontado, un lado revelador y simbólico que había escapado al sujeto y que entraña la reproducción onírica. Estos sueños no están aquí, pues, en su sitio. Deben figurar sólo aquellos en los que ciertos hechos objetivos han creado un traumatismo psíquico cuyos aspectos, no puramente psíquicos, están caracterizados al mismo tiempo por una lesión física del sistema nervioso. Estos casos de choques violentos fueron muy numerosos a causa de la guerra; cuando se presentan cabe esperar en ellos numerosos sueños reactivos puros, en los que el traumatismo forma la componente más o menos determinante .

Para la actividad global del alma puede ser importante el hecho de que el elemento traumático, poco a poco, gracias a una reactivación frecuente, pierde su autonomía y recupera así su rango en la jerarquía psíquica; sería erróneo, sin embargo, llamar compensador a semejante sueño, que, en el fondo, no es sino la repetición del traumatismo. El sueño parece restituir un elemento autónomo que se ha separado del resto de la psique, mas pronto se ve que la asimilación consciente de éste no atenúa en nada la conmoción que le ha engendrado. El sueño continúa sus «reproducciones» como antes; el elemento traumático, hecho autónomo, prosigue su actividad por sí mismo hasta la extinción del stimulus traumático. «Realizar» antes conscientemente de qué se trata no sirve para nada .

En la práctica no es fácil decidir si un sueño es debido a un traumatismo o si reproduce simbólicamente una situación traumatizante. El análisis puede zanjar la cuestión: la interpretación exacta de la escena traumatizante interrumpe inmediatamente su repetición, mientras que una reproducción reactiva no se ve en absoluto afectada por ello. Es evidente que encontramos los mismos sueños reactivos en el curso de estados físicos patológicos, de dolores intensos, por ejemplo, que influyen grandemente sobre el desarrollo del sueño. A mi modo de ver, las excitaciones somáticas sólo excepcionalmente tienen un alcance determinante. En general, están integradas en la expresión simbólica del elemento inconsciente, fuente del sueño; dicho de otro modo, son utilizadas como medios de expresión. No es raro que los sueños trasluzcan una combinación simbólica, íntima y singular entre una enfermedad física innegable y un problema psíquico determinado, pareciendo que el malestar corporal es casi la expresión mímica de la situación psíquica. Cito esta particularidad más por ser completo que por detenerme en este dominio rico en enigmas. Me parece, sin embargo, que entre los trastornos físicos y psíquicos hay ciertas correlaciones cuyo alcance, en general, se subestima; alcance que, por otra parte, es exagerado desmesuradamente por ciertos grupos que no quieren ver en el trastorno físico sino una expresión del trastorno psíquico, como es el caso, por ejemplo, de los adeptos de la Christian Science. Si hago aquí esta constatación es porque los sueños aportan aclaraciones de un gran interés sobre la cuestión de la colaboración funcional del cuerpo y el alma .

Nos guste o no, por otra parte, tenemos que conceder al fenómeno telepático el rango de determinante posible del sueño. Hoy ya no se puede dudar de la realidad general de este fenómeno. Es, evidentemente, muy sencillo negar su existencia mediante el rechazo del examen de los materiales que lo atestiguan; pero es ésta una actitud muy poco científica que no merece ninguna consideración. Yo he tenido ocasión de constatar que los fenómenos telepáticos ejercen igualmente una influencia sobre los sueños; desde los tiempos más remotos así lo afirman nuestros antepasados. Ciertas personas son, en este sentido, particularmente receptivas, y tienen con frecuencia sueños de un carácter telepático marcado. De hecho, reconocer el fenómeno telepático no significa en absoluto que se reconozca sin condición las concepciones teóricas corrientes sobre la naturaleza de la acción a distancia. El fenómeno existe sin duda alguna, pero su teoría me parece que debe ser excepcionalmente complicada. En todo caso, es preciso tener en cuenta la posibilidad de asociaciones concordantes, de desarrollos psíquicos paralelos que, como se ha demostrado, juegan un gran papel, particularmente en el seno de una misma familia, en la que se manifiestan, entre otros, por una similitud o un parecido íntimo de formas de ser. Es preciso, además, tener en cuenta las criptomnesias, factor que Flournoy, por su parte, ha puesto de relieve (25) y que puede dar lugar, en ciertos casos, a los fenómenos más sorprendentes y curiosos. Como los materiales subliminales se manifiestan en el sueño, no tiene nada de extraño que la criptomnesia aparezca en él a veces de forma predominante. Yo he tenido ocasión de analizar con bastante frecuencia sueños telepáticos, de algunos de los cuales se desconocía la significación telepática en el momento del análisis. Este daba materiales subjetivos, al igual que en cualquier otro sueño, y por este hecho el sueño tenía una significación en armonía con la situación momentánea del sujeto. El análisis no sugería en modo alguno que el sueño fuera telepático. Hasta el presente no he encontrado jamás un sueño cuyo contenido telepático residiera con certeza en los materiales asociativos espigados en el curso del análisis (es decir, en el contenido latente del sueño). Residía siempre en la forma manifiesta del sueño .

La literatura de los sueños telepáticos no cita, en general, sino aquellos en cuyo curso un acontecimiento particularmente afectivo se anticipa de forma «telepática» en el tiempo o en el espacio; por consiguiente, sólo aquellos en los que el acontecimiento posee, en cierto modo, un eco humano (por ejemplo, un fallecimiento) que explica o, al menos, ayuda a comprender su presentimiento o su percepción a distancia. Los sueños telepáticos que me ha sido dado observar correspondían en su mayoría a este tipo. Un pequeño número, en cambio, se singularizaban por un contenido manifiesto del sueño en el que la constatación telepática se refería a cosas totalmente desprovistas de interés; por ejemplo, al rostro de un personaje desconocido e indiferente, a un conjunto de muebles en un lugar y en condiciones indiferentes, a la llegada de una carta trivial, etc. Al constatar aquí la ausencia de interés, quiero decir simplemente que ni por medio de los interrogatorios habituales ni por el análisis descubrí elementos cuya importancia hubiera «justificado» el fenómeno telepático. Ante estos casos nos sentimos todavía más inclinados que en presencia de los casos citados más arriba a pensar en el pretendido azar. Desgraciadamente, estos azares hipotéticos aparecen siempre como un asylum ignorantiae, como una cobertura de nuestra ignorancia. A nadie se le ocurrirá negar la existencia de azares infinitamente curiosos; pero el que el cálculo de probabilidades haga prever su repetición es ya un dato de mal presagio sobre la naturaleza de tales pretendidos azares. Ciertamente, yo no defenderé jamás que las leyes que los rigen sean «supra-normales». Sólo digo que éstas son inaccesibles para nuestro balbuciente saber. Así, los tan discutidos contenidos telepáticos poseen un carácter de realidad que desafía todas las previsiones del sentido común. Sin adoptar ninguna concepción teórica, a propósito de estos fenómenos, creo que es conveniente, no obstante, reconocer y destacar su realidad. Para las investigaciones oníricas, estas consideraciones representan un enriquecimiento .

En oposición a la opinión freudiana, tan conocida, según la cual el sueño, en su esencia, no es más que la realización de un deseo, yo pretendo, con mi amigo y colaborador A. Maeder, que el sueño es una autorrepresentación, espontánea y simbólica, de la situación actual del inconsciente. Nuestra concepción está emparentada en esto con la de Silberer (26) . Esta concordancia es tanto más halagüeña cuanto que es el resultado de trabajos independientes entre sí . Nuestra concepción se opone, a primera vista, a la fórmula freudiana por su renuncia deliberada a expresar nada sobre el sentido del sueño. Tan sólo aventura que el sueño es una representación simbólica de los contenidos inconscientes. No discute la cuestión de saber si estos contenidos son o no siempre deseos realizados. Investigaciones ulteriores, como Maeder ha referido expresamente, nos han demostrado con toda claridad que el lenguaje sexual de los sueños no podría ser sometido siempre al malentendido de una acepción concreta; este lenguaje sexual es un lenguaje arcaico que, naturalmente, está lleno de las analogías más inmediatas sin superponerse por ello cada vez a una alusión sexual activa. Por ello es injustificado tomar el lenguaje sexual del sueño en su acepción concreta, mientras que se decreta que otros contenidos son simbólicos. En cuanto las expresiones sexuales del lenguaje onírico se conciben como símbolos de cosas infinitamente más complejas, se desprende inmediatamente una concepción más profunda de la naturaleza del sueño. Maeder lo ha descrito magníficamente mediante un ejemplo práctico ofrecido por Freud (27). Si nos obstinamos en ver en el lenguaje sexual del sueño sólo su concretismo, forzosamente nos quedamos en soluciones inmediatas, exteriores y concretas, o en la inacción correspondiente integrada, ya sea de resignación oportuna o de pereza y de abandono habituales. Pero en ello no se puede ver ni realización mental del problema ni formación de una actitud respecto a ella. Por el contrario, el abandono consecuente del malentendido concretista conduce inmediatamente a ello. Este reside, como hemos visto, en una acepción literal del lenguaje sexual inconsciente y en un paralelismo entre los personajes oníricos y las personas reales. Tenemos una tendencia natural a suponer que el mundo es como lo vemos; con igual ligereza, suponemos que los hombres son tal como nos los figuramos, y ello careciendo de toda física que nos demuestre el carácter adecuado de la representación y de la realidad. Aunque la posibilidad de burdo error sea en este caso mucho más considerable que para las percepciones de los sentidos, no por eso dejamos de proyectar, sin el menor embarazo y ordinariamente con una irreflexión total, nuestra propia psicología en los demás. Cada cual se crea así un conjunto de relaciones más o menos imaginarias que se basan únicamente en las proyecciones de esta clase. Entre los neuróticos son frecuentes los casos en que las proyecciones fantásticas constituyen las únicas vías posibles de relaciones humanas. Un individuo al que yo percibo esencialmente, gracias a mi proyección, es una imago o un portador de imago o de símbolo. Todos los contenidos de nuestro inconsciente están constantemente proyectados en nuestro contorno; y sólo en la medida en que discernimos nuestras propias proyecciones, nuestras imagines, en determinadas particularidades de los objetos, logramos diferenciarlas de los atributos reales de éstos. Cuando no somos conscientes del origen proyectivo de tal cualidad percibida en el objeto, no tenemos otro recurso que creer sin averiguación en la pertenencia real respecto al objeto de esa cualidad sorprendente. Todas nuestras relaciones humanas abundan de semejantes proyecciones, y cualquiera que, en su esfera personal, desee representarse claramente lo que queremos decir, no tiene más que pensar en la psicología de la prensa en los beligerantes. Cum grano salis, siempre se ven en el adversario las faltas propias inconfesadas. Las polémicas personales nos proporcionan ejemplos sorprendentes de esto. Sólo quien posea un raro grado de dominio de sí mismo puede dominar sus proyecciones. La proyección de los contenidos inconscientes es un dato natural, normal. Ello crea en el individuo relativamente primitivo esa fusión característica con el objeto que Lévy-Bruhl ha designado con pertinencia por el término de identidad o participación mística (28). Así, todo contemporáneo normal que no ha adquirido conciencia de sí mismo más de lo acostumbrado está ligado a sus circunstancias por todo un sistema de proyecciones inconscientes. El carácter forzoso que marca estas relaciones, su aspecto «mágico» o «místicoimperativo », se mantiene inconsciente mientras «todo va bien». Pero si sobreviene una demencia paranoica, todas estas interdependencias inconscientes, de origen proyectivo, aparecen bajo forma de otras tantas ideas obsesivas paranoicas; se presentan adornadas, por regla general, con materiales inconscientes, los cuales, señalémoslo, constituían ya durante el estado normal el contenido de estas proyecciones. Así, mientras el impulso vital, la libido, puede utilizar tales proyecciones como pasarelas agradables y útiles que enlazan al individuo con el mundo, aquéllas representan facilidades positivas para la vida. Pero en cuanto la libido elige otra vía y empieza a apartarse de los lazos proyectivos anteriores, las proyecciones existentes actúan entonces como obstáculos difícilmente superables, estorbando con eficacia toda emancipación verdadera de los objetos que se han hecho inactuales. Aparece entonces un fenómeno característico: el sujeto se esfuerza por desvalorizar y rebajar como puede los objetos que antes adoraba, para lograr así liberar su libido. Pero co o la identidad precedente se basa en la proyección de contenidos subjetivos, una separación plena y total no puede tener lugar más que si el sujeto recupera la posesión de la imago excitada por el objeto, con toda su significación. Esta vuelta al poseedor se produce cuando éste toma conciencia del contenido inconsciente proyectado, es decir, cuando reconoce conscientemente el «valor simbólico» del objeto en cuestión.

Las proyecciones de que acabamos de hablar son muy frecuentes; ello es cierto, tan cierto como el desconocimiento sistemático de su naturaleza proyectiva. No podemos sorprendernos, ante estos hechos, de que el sentido común, ingenuo, suponga con toda buena fe y a primera vista que cuando se sueña con el señor X esta imagen onírica del «señor X» sea idéntica al señor X de la realidad. Esta idea preconcebida simplista es acorde con la falta general de espíritu crítico; no se ve ninguna diferencia entre el objeto en sí y la representación que de él se hace. Considerada con mirada mínimamente crítica la imagen onírica—nadie lo negará—, sólo tiene una relación totalmente exterior y muy tenue con el objeto al que parece designar. En realidad, esta imagen es un complejo de factores psíquicos; complejo que se ha formado enteramente—gracias, es cierto, a ciertas solicitaciones externas— en el seno del individuo íntimo, y que, en consecuencia, se compone sustancialmente de factores subjetivos, muy característicos para el propio individuo, pero que, a menudo, no tienen absolutamente nada que ver con el objeto real designado. Siempre comprendemos al prójimo como nos comprendemos a nosotros mismos o, al menos, como tratamos de comprendernos. Lo que no comprendemos en nosotros no lo comprendemos en los demás, y a la inversa. Así, por razones múltiples, la imagen de los demás que llevamos en nosotros es, en general, profundamente subjetiva.

Como es sabido, ni siquiera un conocimiento íntimo podría implicar una apreciación del prójimo en su exacto valor . Desde el momento en que alguien se aventura, como hizo la escuela freudiana, a encontrar «impropios» y «simbólicos» ciertos contenidos manifiestos del sueño, y a afirmar que el sueño, al evocar—y es cierto—un campanario de iglesia, designa en realidad al falo, nosotros no tenemos que dar más que un paso para decir, a nuestra vez, que el sueño habla a menudo de «sexualidad» sin que por ello designe siempre a la sexualidad. Y al igual que la escuela freudiana no vacila, con razón, en decir que el sueño habla de Dios para designar al padre, así nosotros decimos que el sueño habla a menudo del padre haciendo alusión, en el fondo, al sujeto mismo que sueña. Nuestras imagines son las partes integrantes de nuestra alma; y cuando nuestro sueño reproduce casualmente ciertas representaciones, éstas son ante todo nuestras representaciones, a cuya elaboración ha contribuido la totalidad de nuestro ser; son factores subjetivos los que, en el sueño, se agrupan de tal o cual forma, expresando tal o cual sentido, no por motivos exteriores, sino por los movimientos más tenues de nuestra alma. Toda esta génesis es esencialmente subjetiva, y el sueño es ese teatro donde el que quien sueña es a la vez el escenario, el actor, el apuntador, el director, el autor y el crítico.

Esta verdad tan simple forma la base de esa concepción de la significación onírica que he designado con el término de interpretación en el plano del sujeto. Dicha interpretación, como su nombre indica, ve en todas las figuras del sueño rasgos personificados de la personalidad del sujeto que sueña. Esta concepción no ha dejado de tropezar con ciertas resistencias. Los argumentos de unos se apoyan en las premisas ingenuas de la mentalidad normal y corriente, de la que acabamos de hablar; los de los otros provienen de la cuestión de principio de saber qué es más importante, si el plano del sujeto o el plano del objeto. En verdad, la verosimilitud teórica del «plano del sujeto» me parece inatacable. El segundo problema, en cambio, es notablemente más espinoso, pues la imagen de un objeto en mí está, a la vez, elaborada subjetivamente y condicionada objetivamente. Por consiguiente, cuando reproduzco su imagen en mí, ésta es sometida a un doble condicionamiento, tanto subjetivo como objetivo. Para saber, en cada caso, cuál es el aspecto que predomina y que hay que considerar principalmente —no puede tratarse más que de una prevalencia, evidentemente—, es preciso investigar si es a su significación subjetiva o a su significación objetiva a lo que la imagen debe el haber sido reproducida .

Cuando sueño, por ejemplo, con una persona con la que en realidad estoy íntima y vitalmente ligado, la interpretación en el plano del objeto es, ciertamente, la más próxima. Cuando, por el contrario, sueño de forma afectiva con una persona que, en realidad, me es tan lejana como indiferente, es la interpretación en el plano del sujeto la que parece más a propósito. Es posible, sin embargo—y este caso es incluso muy frecuente en la práctica—, que la persona indiferente me haga inmediatamente pensar en otra persona con la que estoy ligado por lazos afectivos intensos. Antes se habría pensado: la persona indiferente ha sustituido a la otra con objeto de excluir la turbación que ésta provoca. En este caso yo recomiendo seguir con prudencia la vía de la naturaleza y decir: la reminiscencia manifiestamente afectiva ha cedido el puesto en el sueño a este señor X, indiferente, lo que sugiere la interpretación del sueño en el plano del sujeto. En efecto, la sustitución es una operación del sueño que equivale de hecho a una represión de la reminiscencia desagradable; pero si esta reminiscencia se deja apartar tan fácilmente, ello quiere decir que no posee una importancia de primer orden. Su sustitución rae muestra que ese afecto existe en mí, independientemente del objeto respecto al que se ejercía, y que en este sentido puede ser despersonalizado.

Puedo, pues, situarme al margen de mi afecto y, de este modo, superarlo. El disminuir la despersonalización afortunadamente producida en el sueño, tratándola como una simple represión, sería volver a caer en la imbricación afectiva. Es más juicioso estimar que la sustitución lograda de la persona desagradable por la persona indiferente equivale a una despersonalización de mi afecto. Por ello mismo el valor afectivo, es decir, la masa libidinal correspondiente, se ha hecho impersonal; en otros términos, se ha liberado del lazo personal que la ataba a su objeto, lo que me permite, a partir de este momento, elevar al plano del sujete el conflicto real anterior y tratar de comprender en qué medida no constituye sino un conflicto subjetivo que depende únicamente de mí. Citemos, para mayor claridad, un breve ejemplo: Hace tiempo tuve, con cierto señor A, un conflicto personal y penoso, en el que llegué a convencerme cada vez más de que la culpa principal era suya. En esta época tuve el siguiente sueño: Consulté a un abogado a propósito de cierto asunto; con gran asombro mío me exige nada menos que cinco mil francos por la consulta, lo que provoca en mí enérgicas protestas . El abogado es una reminiscencia incolora y sin relieve de mi vida de estudiante, cuyos años se caracterizaron por fuertes disputas y controversias. La brusquedad del abogado me hace pensar con arrebato en la personalidad de A y en el conflicto en curso. Yo puedo mantenerme en el plano del objeto y decir: tras el abogado se esconde el señor A; por consiguiente, es el señor A quien trata de explotarme y el culpable. Un estudiante sin recursos, por aquella misma época, me había rogado que le prestara cinco mil francos. El señor A está asimilado a un pobre estudiante necesitado y además incompetente, puesto que comienza sus estudios. ¿Con qué derecho semejante individuo se arrogaba pretensiones y emitía opiniones? El colmo de mis deseos sería que mi adversario, despreciado «suavemente», fuera «echado a un lado» y mi tranquilidad quedara salvaguardada. En realidad, contra lo que se podía esperar, al final de este sueño me despertaba bruscamente presa de una cólera violenta contra las pretensiones abusivas del abogado. La realización de mi deseo, pues, me había tranquilizado bien poco .

Pasemos ahora al plano del sujeto. Digo entonces: tras el abogado se perfila ciertamente todo ese desagradable asunto con A. Pero es curioso que mi sueño vaya a buscar y destaque a esa descolorida figura de jurista, entrevista durante mi vida de estudiante. Con el abogado asocio: disputas procesales, ergotismo, terquedad en querer tener razón, en querer tener razón siempre; y esto evoca recuerdos de mi vida de estudiante, durante la cual, terco y empeñado, defendía a menudo mi tesis, con o sin razón, arguyendo con una apariencia de derecho para conquistar por lo menos una apariencia de superioridad. Todo esto, lo siento muy netamente, no ha dejado de jugar cierto papel en mis diferencias con el señor A .

Así, pues, sería yo mismo, es decir, un elemento de mi yo todavía inadecuado a mi realidad presenté, el que, tan discutidor como entonces, trata de dominarme, de explotarme en beneficio suyo, de acaparar como mediante un chantaje una masa ilegítima de libido. Si el litigio con el señor X se eterniza es porque mi yo discutidor se niega a abandonar la partida antes de haber obtenido una «justa satisfacción». El plano del sujeto nos ha empujado hacia una concepción preñada de sentido, mientras que la interpretación sobre el plano del objeto resultaba infructuosa, pues poco me importa la demostración ilusoria de que los sueños realizan nuestros deseos .

Por luminosa que sea la interpretación en el plano subjetivo en un caso semejante, puede no obstante carecer totalmente de valor en un conflicto diferente en el que una relación de importancia vital está en juego. En estos casos es preciso, evidentemente, referir el personaje onírico a la persona o al objeto real. Los criterios a aplicar se desprenden, en cada caso específico, de los datos conscientes, excepción hecha de los casos en que entra en juego un transfert (transferencia). El transfert determina muy fácilmente los errores de juicio que hacen aparecer al médico, de vez en cuando como un deus ex machina, fuera del cual no hay ni salvación ni realidad. Tal es el médico para su enfermo. El médico, en estos casos, debe decidir, con plena conciencia y plena independencia, en qué medida representa él verdaderamente un problema real para su paciente. En cuanto el plano del objeto se hace monótono e infructuoso para la interpretación, hay que ver en la persona del médico el símbolo de los contenidos inconscientes y proyectados del paciente. Si el analista no se entrega a esta labor, está expuesto a una doble eventualidad: a desvalorizar (y así destruir) el transfert refiriéndolo a deseos infantiles, o, por el contrario, a tomar el transfert al pie de la letra y sacrificarse a sus exigencias (a despecho, con frecuencia, de las resistencias inconscientes del enfermo). Esta segunda posibilidad puede provocar graves daños en ambas partes, siendo, en general, el médico la parte más gravemente afectada. Si se llega, en cambio, a concebir, a efectos de interpretación, al personaje del médico como a un elemento de la ecuación personal del paciente, y si se consigue elevarle hasta el plano del sujeto, todos los contenidos subjetivos proyectados durante el transfert pueden volver al enfermo con su valor originario, mientras que en el plano del objeto su suerte inevitable hubiera sido la de ser degradados .

Sin duda, el lector que no sea un especialista del análisis no apreciará demasiado estas disgresiones sobre el plano del sujeto y el plano del objeto. Pero cuanto más se profundiza en los problemas planteados por el sueño, menos es posible separar los puntos de vista técnicos de la práctica y del tratamiento. Pues para que se progrese en este campo ha sido preciso el cruel e ineluctable apremio que para el médico emana siempre de un caso difícil y que le fuerza sin descanso a perfeccionar sus medios de acción, a fin de poder ser, incluso en estos casos, de una ayuda eficaz. Somos deudores de las dificultades del tratamiento cotidiano de nuestros enfermos por habernos visto empujados a concepciones que trastornan hasta sus fundamentos nuestra mentalidad corriente. ¡Qué verdad de Pero Grullo es el hablar de la subjetividad de una imago! Sin embargo, esta constatación tiene un algo filosófico que suena mal en los oídos de ciertos empiristas. Ello se debe, como hemos mostrado anteriormente, a la irreflexiva opinión que identifica sin apelación la imago y su objeto. Toda perturbación introducida en un presupuesto tan inmediato tiene el don de irritar. Por la misma razón, la idea de un «plano del sujeto» despierta pocas simpatías, pues conmueve también el postulado ingenuo de la identidad de los contenidos de la conciencia y de los objetos correspondientes. Uno de los aspectos de nuestra mentalidad, como muestran elocuentemente los acontecimientos en tiempos de guerra, se revela en los juicios que emitimos sobre el adversario, juicios que están marcados por el cuño de una ingenuidad a ultranza y que, al ser emitidos por nosotros, transcriben y traicionan, por una especie de inversión, la medida de nuestra propia incuria; en el fondo, se abruma simplemente al adversario con todos los defectos que no nos atrevemos a confesarnos a nosotros mismos. La viga siempre está en el ojo ajeno; es siempre el vecino al que se critica y al que se condena; siempre es a él al que aspiramos a educar y mejorar. Es inútil dar aquí ejemplos; la prensa abunda en ellos diariamente. No hace falta decir que lo mismo que se produce en gran escala ocurre en cada uno. Nuestra mentalidad es aún tan primitiva que no se ha liberado sino en unas pocas funciones y en algunos dominios muy circunscritos de la identidad originaria con el objeto. El primitivo une a un mínimo de conciencia de sí mismo un máximo de compenetración con el objeto, que es susceptible de ejercer sobre él su magia apremiante. Toda la magia y toda la religión primitiva se basan en estas influencias e interferencias mágicas, que emanan del objeto y cuyo origen hay que buscar en las proyecciones sobre contenidos inconscientes del objeto. La conciencia de sí mismo se ha ido desprendiendo poco a poco, a lo largo de milenios, de un estado de identidad originario; ha progresado paralelamente a una diferenciación cada vez más marcada del sujeto y el objeto. Esta diferenciación sugirió que ciertas propiedades, atribuidas en el pasado por error al objeto, dependían en realidad del sujeto. Los romanos ya habían dejado de creer que eran guacamayos o que pertenecían al tótem del cocodrilo, pero seguían creyendo en la fuerza mágica del verbo. En este sentido ha habido que esperar hasta el siglo xviii, el «siglo de las luces», para que se diera el paso decisivo. Nadie ignora, por otra parte, que estamos muy lejos aún de un dominio de nosotros mismos que se corresponda con nuestro saber actual. Cuando la cólera ocasionada por una pequeñez se apodera de nosotros, costaría mucho trabajo ver que el motivo de nuestra furia no estaba por completo en tal cosa molesta o en tal individuo insoportable. Sin embargo, atribuimos a estas cosas el poder de ponernos fuera de nosotros e incluso de ocasionarnos insomnios y pesadez de estómago. Echamos pestes, pues, sin miramientos ni reserva contra ese escollo, injuriando por ello a una parte inconsciente de nosotros mismos, que se encuentra proyectada en el elemento perturbador. Nuestra cólera ha podido tomar cuerpo sólo gracias a esta proyección .

Son legión tales proyecciones. Unas son favorables, facilitando como un puente entre dos orillas el paso de la libido; otras son desfavorables, sin que lleguen a formar prácticamente, no obstante, obstáculos, pues las proyecciones peyorativas están en general localizadas fuera del círculo de las relaciones íntimas. El neurótico, sin embargo, es excepción: mantiene con su ambiente, conscientemente o sin darse cuenta, relaciones de una intensidad tal que no consigue impedir que las proyecciones nefastas aniden también en los objetos más próximos, donde no dejan de suscitar conflictos. Esto le fuerza a darse cuenta de sus proyecciones primitivas con una agudeza mucho más intensa que la que tiene el hombre normal. El hombre normal, es cierto, cultiva las mismas proyecciones, pero están mejor repartidas: el objeto de las proyecciones peyorativas se encuentra situado a una distancia mayor. Lo mismo ocurre, como es sabido, en el primitivo: extranjero, para él, es sinónimo de enemigo y de malo. Entre nosotros, hasta el final de la Edad Media, el «extranjero» (Fremde) y la «miseria» (Elend) eran términos idénticos.

Esta localización, esta distribución, une lo útil a lo agradable; por eso el individuo normal no siente ninguna necesidad de hacer conscientes sus proyecciones, aunque este estado, hecho de ilusiones, no esté desprovisto de peligros. La psicología de la guerra ha acusado intensamente estos rasgos: todo lo que nuestra propia nación hace está bien hecho; todo lo que hacen las otras naciones está mal. El centro de todas las infamias se encuentra siempre a una distancia de varios kilómetros detrás de las líneas enemigas. Esta psicología primitiva es también la de cada uno en su caso particular; por ello toda tentativa de elevar a la conciencia estas proyecciones, inconscientes desde la eternidad, choca con una antipatía activa. Es cierto que nos sentiríamos felices de mejorar nuestras relaciones con nuestros congéneres; pero, evidentemente, sólo a condición de que cumplan nuestras previsiones, es decir, que se comporten como portadores dóciles de nuestras proyecciones. Sin embargo, si estas proyecciones se vuelven conscientes, nuevas dificultades pueden venir a entorpecer las relaciones con los otros hombres; pues esto significa la destrucción de esa pasarela de ilusiones por donde se liberaban nuestras oleadas de amor y de odio, la destrucción de ese puente hacia las quimeras, que creaba tan fácilmente salidas para nuestras temibles virtudes reformadoras «de mejoramiento» y de «elevación» de los demás.

Estas dificultades de relación, crecientes, determinan a su vez, en el seno del sujeto replegado sobre sí mismo, una acumulación de libido que encaminará nuevas proyecciones negativas hacia la conciencia. El sujeto se encuentra a partir de ese momento colocado al pie del cañón, frente a una pesada tarea. ¿No tendríamos que asumir nuestra parte en todas las bajezas y en todas las bellaquerías de las que no vacilamos en creer capaz al prójimo, y a propósito de las cuales, durante toda una vida nos hemos escandalizado? Este procedimiento tiene algo de irritante. Nos damos cuenta e incluso estamos íntimamente persuadidos de que si todos los hombres hicieran tal examen de conciencia la vida tendría posibilidades de hacerse más o menos soportable, lo que no impide que sintamos—seriamente—una aversión violenta a someternos a él nosotros mismos. ¡Qué alivio, si los otros lo hicieran! Pero sólo la idea de hacerlo personalmente es ya insoportable. El neurótico, sin embargo, bajo el aguijón de su neurosis, está forzado a hacer este progreso; no ocurre así en el hombre normal, cuyos trastornos psíquicos, por el contrario, se concretan de modo vivo, en el plano social o político, bajo forma de manifestaciones psicológicas colectivas, por ejemplo, bajo forma de guerra. La existencia real de un enemigo, chivo expiatorio cargado con todos los pecados capitales, es un innegable alivio para la conciencia. ¡Qué satisfacción atar abiertamente al pílori al autor de trastornos! A partir de ese momento se puede ya proclamar en voz alta quién es el responsable, lo que subraya el origen exterior del desastre y pone la actitud personal al abrigo de toda sospecha. Representadas clara- mente las penosas consecuencias personales de la concepción del plano del sujeto, se nos impone una objeción: ¿es posible que todos estos rasgos fastidiosos, vituperados en los demás, se encuentren en nosotros y sean nuestro propio patrimonio? Si fuera así, los grandes moralistas, los educadores clarividentes y los benefactores de la humanidad serían los que han salido peor en el reparto; tal, por así decirlo, como el Cristo crucificado entre los dos ladrones. Habría mucho que hablar sobre la medianería entre el Bien y el Mal, y, de forma más general, sobre las relaciones íntimas que sueldan en una pareja dos tendencias antitéticas y que hacen que los «extremos se toquen»; pero esto nos llevaría demasiado lejos de nuestro tema . Evidentemente, no hay que exagerar la interpretación en el plano del sujeto; sólo tratamos de estimar las pertenencias de una forma un poco más crítica y rigurosa. Lo que salta a la vista de una persona o de una cosa puede ser una cualidad real, propia de la persona o inherente a la cosa. Pero cuanto más subjetiva es la impresión más posibilidades tiene la cualidad percibida de emanar de alguna proyección. Por otra parte, es preciso separar con cuidado la cualidad real inherente al objeto—sin la cual la proyección de la que está cargado sería muy improbable—de la significación que posee por el investimiento libidinal electivo de esta cualidad. Ciertamente, no está excluido que una cualidad psicológica se encuentre proyectada sobre un objeto que no contenga la menor huella de aquélla (como, por ejemplo, la proyección de virtudes mágicas sobre objetos inanimados). Sin embargo, esto no ocurre con los rasgos de carácter y las modalidades de comportamiento proyectados corrientemente. En estos casos es frecuente ver que el objeto constituye, por cierta afinidad, una ocasión de elección para la proyección, la cual, al mismo tiempo, está casi provocada. Tal es lo que ocurre, en particular, cuando una cualidad psíquica se encuentra proyectada sobre una persona que la posee ya a título inconsciente, estado en que posee una eficiencia atractiva específica sobre el inconsciente de un sujeto en muchas proyecciones. Toda proyección determina una contraproyección cada vez que la cualidad proyectada por el sujeto escapa a la investigación y a la conciencia de la persona-objeto que es su receptáculo. Así, un analista reacciona a un transfert mediante un contratransfert, cuando el transfert inicial le nimba de propiedades que—por muy médico que sea—, no por no serle conscientes, son menos vivaces en él. El contratransfert tiene una significación tan precisa como el transfert del enfermo: tiende al establecimiento de relaciones íntimas indispensables para la realización de ciertos contenidos inconscientes. Pero, al igual que el transfert, el contratransfert tiene algo de apremiante, de obsesivo; es una sujeción que procede de la identificación «mística», es decir, inconsciente, con el objeto. Lazos inconscientes de esta naturaleza suscitan siempre repulsiones y resistencias que son conscientes si el sujeto, en su forma de ser, desea disponer libremente de su libido y se niega a dejársela sustraer por astucias o por presión, e inconscientes, por el contrario, si el sujeto, más bien pasivo, se la deja arrebatar. Por eso el transfert y el contratransfert crean relaciones anormales e insostenibles que tienden a su autodestrucción .

Ocurre a veces que el objeto receptáculo de una proyección no presenta sino una parcela de la cualidad proyectada. La significación de la proyección es entonces puramente subjetiva e incumbe totalmente al sujeto, cuyo juicio presta a un matiz mínimo del objeto un valor desproporcionado .Pero, aun cuando la proyección concuerde con una cualidad realmente inherente al objeto, no por ello el contenido proyectado deja de existir en el sujeto, en el que forma una parte de la imago del objeto. Esta imago del objeto es una magnitud psicológica que no se debe confundir con la percepción sensorial del objeto; consiste en una imagen que existe al margen de todas las percepciones y, no obstante, es alimentada por éstas. Su vitalidad independiente, dotada de una autonomía relativa, se mantiene inconsciente mientras coincide exactamente con la propia vida del objeto. Por eso la vitalidad y la independencia de la imago escapan a la conciencia, que las proyecta sin darse cuenta en el objeto, es decir, las confunde con la independencia del objeto. Pero, por este hecho, naturalmente, el objeto se encuentra dotado por el sujeto de una plusvalía exagerada, de una existencialidad aplastante, que descansan en la proyección de la imago en el objeto o, mejor, en su identidad postulada a priori; el objeto exterior se encuentra de esta suerte con que pisa en la vida interior y participa en ella; así, por vía inconsciente, un objeto exterior puede ejercer una acción psíquica inmediata sobre el sujeto, pues su identidad con la imago le ha introducido en cierto modo en el seno mismo de los resortes del organismo psíquico del sujeto. De aquí el poder «mágico» que un objeto puede tener en relación con los individuos. Los primitivos nos proporcionan ejemplos sorprendentes de ello; tratan, por ejemplo, a sus hijos o a todas las cosas a las que atribuyen un alma como si trataran a su propia alma. No se atreven a hacer nada que pueda ultrajar al alma que habita en el niño o en el objeto. Esta es la razón por la que los niños permanezcan hasta la pubertad lo más toscos posible .

He dicho más arriba que la existencia propia de la imago, animada e independiente, pasa desapercibida y se mantiene inconsciente, porque se encuentra identificada con el objeto e integrada en lo que nosotros creemos que es su vitalidad propia. Si fuera así verdaderamente, la muerte del objeto debería desencadenar curiosos efectos psicológicos, puesto que el objeto, a su muerte, no se aniquila radicalmente sino que prosigue una vida inmaterial. ¿Y acaso no sabemos que ocurre así, en efecto? La imago inconsciente, libre del lastre del objeto correspondiente, se presenta como el espíritu del difunto, ejerciendo a partir de entonces sobre el sujeto efectos «sobrenaturales», que nos vemos forzados a concebir como fenómenos psíquicos. Las proyecciones inconscientes del sujeto han inoculado ciertos valores inconscientes de éste en la imago del objeto y han contribuido a identificar imago y objeto. Tras el aniquilamiento real del objeto, las proyecciones sobreviven. Estos fenómenos juegan un papel de extraordinaria importancia en la vida de los pueblos primitivos y en la de los pueblos civilizados, antiguos y modernos. Prueban de modo evidente la existencia relativamente autónoma de imagines en el inconsciente. Si éstas habitan en el inconsciente, ello se debe sin duda a que nunca fueron distinguidas conscientemente de los objetos .

No hay progreso, no hay perfeccionamiento de las concepciones humanas que no sean solidarios de un progreso de la conciencia individual: el hombre se ha visto al margen de las cosas y, mediante la acción, se ha impuesto frente a la naturaleza.

El pensamiento psicológico, en su nueva orientación, deberá seguir atrevidamente la misma vía: salta a los ojos que la identidad del objeto y de la imago subjetiva confiere al objeto una importancia que no llega a serle propia, sino que la detenta desde siempre. Pues la identidad es un hecho absolutamente originario. No por ello deja de constituir para el sujeto un estado de primitivismo, al que sus graves inconvenientes condenan a desaparecer. La hipertrofia del valor del objeto representa, justamente, una de las circunstancias particularmente susceptibles de estorbar el desarrollo del sujeto. La fascinación por un objeto, de carácter casi «mágico», orienta poderosamente la conciencia subjetiva en el sentido de este objeto y se interpone ante toda tentativa de diferenciación individual, cuyo primer término debería estar, evidentemente, en una confrontación de la imago y del objeto. ¿Cómo puede preservarse la línea general de la diferenciación individual cuando tantos factores extrínsecos intervienen de forma arbitraria y «mágica» en la economía psíquica subjetiva? La contracción de las imagines, que confieren a los objetos lo que su significación tiene de excesivo, restituye al sujeto la masa de energía disociada, de la que tiene la máxima necesidad para su propio desarrollo .

Proponer al hombre moderno que comprenda en el plano del sujeto sus imagines oníricas, es, guardando todas las proporciones, como si se intentara explicar a un primitivo, al tiempo que se hace un auto de fe con sus fetiches y sus figuras ancestrales, que los «poderes curativos» son de esencia espiritual y que, lejos de habitar en los objetos entregados a las llamas, duermen en el alma humana. El primitivo sentirá una aversión legítima ante una concepción tan herética; de forma similar, el hombre moderno siente un sobresalto, formado de desazón y de temor inconfesado, ante la idea de zanjar a la ligera la identidad, santificada desde siempre, de la imago y del objeto. Es preciso confesar que semejante divorcio tendría para nuestra psicología consecuencias incalculables: ¡no habría ya nadie a quien acusar, a quien hacer responsable; no habría ya nadie a quien encauzar por el buen camino, a quien hacer mejor; no habría ya nadie a quien castigar! Por el contrario, en todo, habría que empezar por uno mismo, exigirse a uno mismo—y sólo a uno mismo— lo que se exige a los demás. Tales cambios explican elocuentemente por qué la concepción sobre el plano del sujeto de las imagines del sueño no es de las que pueden dejar indiferente .

Además de estas dificultades de orden moral, hay otras de naturaleza intelectual. Se me ha hecho ya la objeción de que esta concepción del plano del sujeto representa un problema filosófico; la aplicación de su principio conduce en seguida a los confines de las concepciones del mundo, donde, por esta misma razón, no se podría invocar ya a la ciencia. No me parece que haya por qué sorprenderse de ver a la psicología acercarse a la filosofía, pues el acto del pensamiento, base de toda filosofía, ¿acaso no es una actividad psíquica que, como tal, se relaciona directamente con la psicología? ¿No debe la psicología abarcar el alma en su extensión total, lo que incluye la filosofía, la teología y muchas otras cosas más? Frente a todas las filosofías infinitamente diversas, frente a todas las religiones tan diversificadas, se alzan, suprema instancia acaso de la verdad, o del error, los datos inmutables del alma humana .

Nuestra psicología, que se preocupa ante todo de necesidades prácticas, se preocupa muy poco de ver que algunos de los problemas que plantea chocan, aquí o allá, con prejuicios muy arraigados . Si la cuestión de las concepciones del mundo es un problema psicológico, tendremos que abordarla, dependa o no la filosofía de la psicología. De forma análoga, las cuestiones de las religiones constituyen para nosotros, en primer lugar, una interrogante de orden psicológico. La psicología médica contemporánea, en general, se aparta prudentemente de estos dominios; pero esto es una deficiencia lamentable, que se acusa a sí misma por el hecho de que los neuróticos psicógenos encuentran a menudo, en cualquier otro campo, posibilidades curativas superiores a aquellas de las que dispone la medicina clásica .

Las concepciones que sólo ven en los sueños satisfacciones de deseos infantiles o astutos arreglos destinados por fin a satisfacer una voluntad de dominio igualmente infantil, constituyen un marco demasiado estrecho para mostrar la complexión del sueño. Este, como todas las mallas de la red psíquica, se presenta como una resultante de toda la psique. Por eso debemos estar preparados para encontrar en el sueño los múltiples factores que, desde los primeros tiempos, han jugado un papel en la vida de la humanidad. La vida humana, en su esencia, no se deja ni llevar ni reducir a tal o cual tendencia fundamental; muy al contrario, se construye a partir de una multitud de instintos, de necesidades, de exigencias y de condicionamientos tanto físicos como psíquicos; el sueño, como corolario, escapará a todo monismo. Por seductora que pueda ser, en su simplicidad, semejante explicación, podemos estar seguros de que es errónea; pues ¿qué puede haber de común entre una teoría simple de los instintos y el alma humana, cuyo misterio sólo iguala su poder? Esto es válido también para la expresión del alma: el sueño. Si queremos hacerle un mínimo de justicia, tenemos que recurrir a instrumentos que sólo nos proporcionarán laboriosas investigaciones en los diferentes sectores de las ciencias del espíritu y de las civilizaciones. No son unos cuantos atrevimientos de cuerpo de guardia ni la prueba de ciertas represiones lo que resolverá el problema del sueño. Se ha reprochado a mis trabajos lo que su tendencia podía tener de «filosófico» (incluso de «teológico»), insinuando que «yo utilizaba» el aspecto filosófico y su poder explicativo, como mis adversarios ciertos hechos de las ciencias naturales. La filosofía, la historia, la historia de las religiones, las ciencias naturales, no me sirven sino para la representación de los encadenamientos y de la fenomenología psíquicos. Sí, por ventura, yo empleo un concepto de Dios o un concepto, igualmente metafísico, de Energía, es porque me veo forzado a ello, pues ambos son magnitudes que preexisten en el alma desde el comienzo. No me canso de repetir que ni la ley moral, ni la idea de Dios, ni religión alguna le han llegado al hombre jamás del exterior, como caídas del cielo; al contrario, el hombre, desde su origen, lleva todo esto en sí, y es por ello por lo que, extrayéndolo de sí mismo, lo recrea siempre de nuevo. Es, pues, una idea perfectamente inútil el pensar que basta combatir el oscurantismo para disipar esos fantasmas. La idea de ley moral y la idea de Dios forman parte de la sustancia primera e inexpugnable del alma humana. Por eso, toda psicología sincera que no esté cegada por alguna soberbia intelectual debe aceptar la discusión sobre ellas. Ni la ironía mordaz ni las vanas explicaciones lograrán disiparlas. En física nos podemos pasar sin un concepto de Dios; en psicología, en cambio, la noción de la divinidad es una magnitud inmutable con la que hay que contar, al igual que con las de «afectos», «instintos», el «concepto de Madre», etc. La confusión originaria de la ¿magro y de su objeto ahoga toda diferenciación entre «Dios» y la «imago de Dios»; tal es la razón por la que se me acusa de hacer teología y la causa por la que entienden «Dios» cada vez que yo hablo del «concepto de Dios». La psicología como ciencia no tiene por qué encargarse de la hipóstasis de la imago divina; simplemente, debe contar, de acuerdo con los hechos, con la función religiosa, con la imagen de Dios. La psicología, de forma análoga, opera con la noción de instinto, sin atribuirse por ello la competencia de investigar lo que este instinto es en sí o, incluso, si es algo en sí, etc. Todos sabemos a qué hechos psicológicos corresponde el término de instinto, por indeterminada y oscura que sea su naturaleza profunda. Del mismo modo, es claro que la noción de Dios, por ejemplo, corresponde a cierto complejo de hechos psicológicos y que representa, por tanto, una potencialidad dada con la que hay que contar. Ello no impide que la cuestión de saber lo que es Dios en sí quede fuera de toda psicología. Lamento tener que repetir estas evidencias .

En lo que precede, he formulado lo esencial de lo que tenía que decir como consideraciones generales sobre la psicología onírica. Intencionadamente he dejado a un lado los detalles que deben ser reservados para la casuística. La discusión sobre estas generalidades nos ha hecho abordar vastos problemas que no podemos abstenernos de citar cuando se trata de sueños. Habría mucho que decir, evidentemente, sobre los objetivos del análisis onírico; pero como éste constituye el instrumento del tratamiento analítico, no se podría hacer con provecho más que en correlación con una descripción general del tratamiento completo. No obstante, una descripción detallada del tratamiento y de su naturaleza necesita todavía ciertos trabajos preparatorios capaces de aclarar algunos aspectos particulares del problema. La cuestión del tratamiento analítico es extremadamente compleja, a despecho de los autores que, superándose en simplificaciones, parecen querer dar la impresión de que nada es tan fácil como extirpar las «raíces» conocidas del mal. Guardémonos de toda ligereza culpable. Yo preferiría que la discusión profunda de los problemas capitales, que el análisis ha puesto a la luz del día, quedara reservada a investigadores serios y escrupulosos. Por lo demás, ya va siendo verdaderamente hora de que la psicología universitaria abra los ojos a la realidad y se interese, a la vez que por las experiencias de laboratorio, por el alma humana real. No deberían verse ya profesores que prohiben a sus alumnos interesarse por el psicoanálisis o que utilicen sus nociones. No deberían ya dirigir a nuestra psicología el reproche de que «utiliza de forma poco científica experiencias tomadas de la vida diaria». Sé que la psicología general podría obtener un gran provecho de un estudio serio de los problemas oníricos, por poco que logre liberarse de ese prejuicio, totalmente inconsiderado y profano, de que el sueño no es más que el eco de excitacionessomáticas.

La sobrestimación de la importancia somática es también en psiquiatría una de las principales causas del estancamiento de la psicopatología, que no prospera sino en la medida en que es directamente fecundada por el análisis.

El dogma: «las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro» es una supervivencia del materialismo que florecía hacia 1870. Se ha trasformado en un prejuicio absolutamente injustificable que estorba todo progreso. Aunque fuera cierto que todas las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro, ello no supondría ninguna contraindicación para el estudio científico de su aspecto psíquico. Tal prejuicio, sin embargo, no deja de ser utilizado para desacreditar y condenar de entrada todas las tentativas hechas en este sentido. No obstante, la prueba de que todas las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro no se ha dado jamás ni se dará nunca, sin duda; pues ello sería querer probar que si un individuo piensa u obra de tal o cual forma, es porque tal o cual albúmina se ha disociado o transformado en tal o cual tejido celular. Semejante hipótesis lleva directamente al evangelio materialista: «El hombre es lo que come». Esta forma de pensar pretende reducir la vida del espíritu a un funcionamiento de asimilación y desasimilación en las células cerebrales, asimilación y desasimilación que son representadas siempre necesariamente como síntesis o desintegraciones de laboratorio; pues ¿cómo representárnoslas de otra forma, cómo representárnoslas tal como la vida las crea, cuando no conocemos ni podemos seguir con el pensamiento los procesos vitales? Y, sin embargo, es así como habría que poder reconstruir la vida celular, si se desea asegurar la validez de la concepción materialista. Pero, haciendo esto, se habría ya superado el materialismo, puesto que la vida aparecería no como una función de la materia sino como un proceso existente en sí y al que la fuerza y la materia estarían subordinadas. La vida como función de la materia exigiría generatio aequivoca. Sin duda habrá que esperar todavía mucho tiempo la prueba. Nada nos autoriza, si no es el exclusivismo, la arbitrariedad y la falta de testimonio, a concebir la vida de forma materialista. No tenemos el menor derecho a reducir la psicología a un funcionamiento cerebral, sin contar con que toda tentativa en este sentido está abocada al absurdo, como lo demuestran todas las que ya fueron hechas. El fenómeno psíquico debe ser considerado en su aspecto psíquico y no como proceso orgánico y celular. En la medida en que nos arrastre la pasión contra los «fantasmas metafísicos», tan pronto como alguien pretende explicar los procesos celulares de forma vitalista, en esa medida crece la tendencia a acreditar la hipótesis física como científica, aunque no deje de ser menos fantástica que la primera. Pero tiene la ventaja de cuadrar con el prejuicio materialista; y es por ello por lo que cualquier absurdo se consagra como científico, con tal de que permita pasar de lo psíquico a lo físico. Esperemos que no estén lejanos los tiempos en los que nuestros hombres de ciencia se desembaracen de este exceso de materialismo hueco y rancio .

 

7. Significación individual del sueño (29)

La utilización terapéutica del análisis onírico es todavía objeto de muchas controversias. Numerosos médicos consideran que el análisis onírico es indispensable en el tratamiento práctico de las neurosis; por ello mismo, confieren al sueño una importancia psíquica funcional equivalente a la de la conciencia. Otros, en cambio, niegan toda validez al análisis onírico, rebajando al sueño al rango de subproducto psíquico insignificante. Toda concepción—no hace falta decirlo—que atribuya al inconsciente un papel determinante en la etiología de las neurosis, prestará igualmente al sueño, exteriorización inmediata de este inconsciente, un alcance práctico esencial. Es cierto, asimismo, que la concepción opuesta, que niega el inconsciente (o, al menos, toda eficiencia etiológica), afirmará la superfluidad del análisis onírico. Se podría deplorar que en nuestros días, más de medio siglo después de que un Carus forjara el concepto de un inconsciente, más de un siglo después de que un Kant hablara del «campo infinito de las representaciones oscuras», doscientos años después de que un Leibniz postulara un inconsciente psíquico, para no hablar de los trabajos de un Janet, de un Flournoy y de muchos otros; se podría lamentar, digo, que después de todos estos testimonios la realidad del inconsciente aún sea puesta en duda. Estando consagrado a este estudio en la práctica, no quiero dejarme llevar aquí a una apología del inconsciente; pero no podemos ocultarnos que el problema particular del análisis onírico se plantea o no se plantea según que se postule o se rechace el inconsciente. Sin la hipótesis del inconsciente, el sueño no es más que un ludus naturae, un juego de la naturaleza, un conglomerado de briznas dispersas, desechos de la vida diurna. Si fuera así, un debate sobre la utilización práctica de los sueños no tendría ni la sombra de una excusa. No podemos abordar este tema más que apoyándonos en una aceptación previa del inconsciente, pues el objetivo que se propone al análisis onírico no es entregarse a no sé qué juegos del espíritu, sino investigar y hacer conscientes los contenidos hasta entonces inconscientes y que, al parecer, participan en la explicación y en el tratamiento de una neurosis. Para quienquiera que declare inaceptable la hipótesis del inconsciente, la cuestión de la utilización del análisis onírico no se plantea .

Dresde en 1931, publicada luego en Wirklichkeit der Seele (Rascher, Zurich, 1934), con el titulo de La utilización práctica del análisis onírico .

Si nos basamos en nuestra hipótesis de que el inconsciente tiene un alcance etiológico y de que los sueños son la exteriorización inmediata de una actividad psíquica inconsciente, el intento de analizarlos y de interpretarlos es, desde un punto de vista científico puro, un empeño teóricamente justificado. Sin embargo, los hallazgos científicos no deben constituir para el médico sino un complemento, excelente sin duda pero accesorio, de su actividad terapéutica; por ello, la eventualidad de iluminar en teoría los trasfondos etiológicos apenas si justificaría la práctica del análisis onírico, a menos que el médico no se prometa un efecto terapéutico de esta iluminación reveladora, pues, en este caso, la utilización del análisis onírico se convierte en un deber médico. Como es sabido, la escuela freudiana adopta en gran parte este punto de vista; concede un alcance terapéutico considerable al descubrimiento y a la explicación, es decir, a la toma de conciencia de los factores etiológicos inconscientes .

Si se supone justificada por los hechos esta previsión, no queda más que preguntarse si el análisis onírico contribuye (solo o en relación con otros métodos) o no contribuye al descubrimiento de la etiología inconsciente. Es conocida la respuesta afirmativa de Freud, respuesta que yo puedo confirmar en gran parte: ciertos sueños, en particular los sueños iniciales, es decir, los del comienzo inmediato del tratamiento, aclaran, a menudo con toda la nitidez que se pueda desear, el factor etiológico esencial. He aquí un ejemplo: Un hombre de elevada posición social viene a consultarme. Padece angustias, incertidumbres, vértigos que le llegan a hacer vomitar, con embotamiento cerebral y molestias respiratorias; en resumen, un estado que se parece casi hasta confundirse con el mal de altura. El paciente ha tenido una carrera excepcionalmente brillante: hijo ambicioso de un campesino pobre, comenzó modestamente en la vida pero, gracias a sus dotes naturales, se elevó de peldaño en peldaño, merced a una incesante labor, hasta una situación dirigente, eminentemente favorable para un nuevo ascenso social. De hecho, acababa de alcanzar el trampolín desde el que podía pensar en los grandes saltos si su neurosis, de pronto, no hubiera venido a estorbar sus proyectos. El enfermo no podía dejar de expresar su contratiempo con una de esas frases conocidas que comienzan por las palabras estereotipadas: «Precisamente ahora que... etc.» La sintomatología del mal de altura parecía ser particularmente apropiada para expresar de forma metafórica la situación específica del enfermo. Por otra parte, me contó dos sueños que había tenido la noche anterior. He aquí el primero: Me encuentro de nuevo en mi pueblo natal. En la calle, un grupo de campesinos con los que yo había ido a la escuela. Fingiendo no reconocerles, paso de largo. Oigo entonces a uno de ellos que dice señalándome: «No suele venir por el pueblo.» Sin la menor acrobacia de interpretación, este sueño recuerda la humildad de los comienzos, y resulta fácil comprender lo que esta alusión quiere decir; con toda evidencia significa: «Tú olvidas que empezaste muy abajo.» He aquí el segundo sueño: Tengo mucha prisa, porque parto de viaje. Quiero hacer mis maletas y no encuentro nada. El tiempo apremia, pues el tren sale pronto. Al fin consigo reunir mis cosas y me lanzo a la calle; pero me doy cuenta de que he olvidado mi cartera de mano, que contiene papeles importantes; vuelvo a buscarla, apresurándome hasta quedarme sin aliento; la encuentro y corro hacia la estación, pero avanzo dificultosamente. Por fin, con un supremo esfuerzo, llego corriendo al andén, pero sólo a tiempo de ver cómo el tren abandona la estación. El tren describe una curva extraña en forma de S; es muy largo, y pienso que si el maquinista no tiene cuidado y se pone a todo vapor cuando llegue a la línea recta, los vagones de cola estarán todavía en la curva y la aceleración los hará descarrilar. En efecto, el maquinista da todo el vapor, yo intento gritar, los vagones de cola se bambolean de forma alarmante y acaban por descarrilar. Es una catástrofe espantosa. Me despierto lleno de angustia .

También aquí es fácil comprender las imágenes del sueño; describe, primero, la precipitación nerviosa y vana con que el enfermo trata de ir adelante. Pero como el maquinista avanza en cabeza sin preocuparse de lo que le sigue, en la parte de atrás se produce esa pérdida de equilibrio, esas oscilaciones—es decir, la neurosis—que provocan el descarrilamiento .

El paciente ha alcanzado manifiestamente en su situación actual el punto culminante de su existencia; su origen modesto y las dificultades de su largo ascenso han agotado sus fuerzas. En lugar de contentarse con los resultados alcanzados, su ambición le empuja hacia metas todavía más altas en una atmósfera en la que corre el riesgo de perder el aliento y a la que no está adaptado. Es entonces cuando sobreviene la neurosis, dando la alarma . Luego, circunstancias externas me impidieron proseguir el tratamiento; por otra parte, mi opinión apenas había logrado el asentimiento del paciente. Por ello, la suerte esbozada en el sueño siguió su curso. Por ambición, el paciente quiso probar suerte, lo que le llevó al fracaso profesional, un descarrilamiento tan completo que la catástrofe entrevista se hizo realidad . Lo que la anamnesis consciente no permitía sino suponer—a saber, que el mal de altura era como la representación simbólica de un agotamiento ascensional—, el sueño lo transforma en certeza. Hay en ello un factor de primera importancia que habla en favor de la utilización del análisis onírico: el sueño describe la situación íntima del que sueña, situación de la que el consciente no quiere saber nada o cuya verdad y realidad no acepta sino de mala gana. Conscientemente, el enfermo no ve el menor motivo de interrumpir su camino; al contrario, aspira por ambición a alcanzar las más altas cimas y niega su incapacidad, que fue claramente demostrada por los acontecimientos que siguieron. En semejante caso, el dominio consciente sólo nos deja siempre inseguros. Una anamnesis puede dar lugar a tal o cual interpretación. Al fin y al cabo, cualquier simple soldado puede llevar en la mochila el futuro bastón de mariscal, y muchos hijos de padres humildes han llegado a los supremos honores. ¿Por qué no va a ser éste el caso? Mi juicio puede carecer de base: ¿por qué va a tener más fundamento mi opinión que la de mi enfermo? Es aquí donde interviene el sueño, exteriorización de un proceso psíquico inconsciente, involuntario, sustraído a la influencia consciente, que representa la verdad, la realidad interior tal cual es; no tal como yo la supongo o la deseo, sino tal cual es realmente. Por eso me he fijado como norma considerar, en principio, a los sueños como manifestaciones fisiológicas: si aparece azúcar en la orina, es de azúcar de lo que se trata y no de albúminas o de urobilina o de cualquier otro cuerpo que respondería, quizá, mucho mejor a mis previsiones. Es decir, que, a mis ojos, el sueño es un dato de valor para el diagnóstico .

Este pequeño ejemplo—como todos los sueños, por otra parte—nos da más de lo que esperábamos. No sólo nos proporciona la etiología de la neurosis, sino también un pronóstico y, lo que todavía es mejor, nos indica dónde debe intervenir la terapéutica: debemos impedir al enfermo que se lance a todo vapor; él mismo se lo dice con toda claridad en el sueño .

Bástenos aquí esta alusión y volvamos a nuestra preocupación inicial de saber si los sueños son susceptibles de revelar la etiología de una neurosis. El ejemplo citado describe un caso positivo. Pero yo podría referirles un gran número de sueños iniciales, incluso elegidos entre aquellos cuya significación es transparente y que, sin embargo, no presentan el menor rasgo de factor etiológico. Dejemos provisionalmente al margen a los sueños cuya interpretación exige un análisis profundo .

Hay neurosis, como es sabido, cuya etiología real no aparece sino muy en último plano, y otras con una etiología de una importancia muy relativa. Esto nos remite a la hipótesis de la que hemos partido, a la idea de que la toma de conciencia del factor etiológico constituye una pieza maestra de la terapéutica. Esta suposición incluye también en gran parte la vieja teoría del traumatismo psíquico. Es indudable que numerosas neurosis tienen un origen traumático, pero yo discuto que sea así en todas las neurosis; no todas tienen por origen penosas experiencias infantiles, vividas y, luego, determinantes. Si ataco esta concepción es porque incita al médico a concentrar su atención sobre el pasado, sobre el encadenamiento causal, a fijar su mente sobre el origen, desdeñando el objetivo de las cosas, igualmente esencial, sin embargo; y esto, a menudo, con el mayor daño para el paciente, que se ve obligado a buscar, a veces durante años, la inalcanzable experiencia traumática de su infancia, olvidando cosas de importancia inmediata. Una actitud puramente causal es demasiado estrecha; no satisface ni a la naturaleza del sueño ni a la de la neurosis. Por ello, abordar un sueño con la sola preocupación del factor etiológico es hacer un gravé perjuicio a su trabajo elaborador y cerrarse a lo que hay en él de más productivo. El ejemplo citado más arriba revela la etiología con claridad; pero, además, en forma de anticipación, forma un pronóstico y proporciona una indicación terapéutica. Y piénsese en la multitud de sueños iniciales que no dicen ni palabra respecto a la etiología, sino que se refieren a otras cuestiones; por ejemplo, a la actitud frente al médico. He aquí, como ejemplo, tres sueños de una misma enferma que consultó, sucesivamente, a tres analistas; cada sueño señala el comienzo del tratamiento de uno de ellos. He aquí el primero . Tengo que cruzar la frontera, pero no la encuentro por ninguna parte y nadie sabe decirme dónde está .

Este tratamiento, infructuoso, fue interrumpido en breve plazo. He aquí el segundo sueño: Tengo que cruzar la frontera. Es noche cerrada y no encuentro la aduana. Tras haber buscado largamente, descubro una lucecita a lo lejos, y pienso que allí está la frontera. Mas para llegar tengo que franquear un valle y un bosque oscuro, donde me desoriento. Descubro entonces la presencia de alguien que, de pronto, se aferra a mí como un loco, y me despierto llena de angustia . Este tratamiento fue interrumpido al cabo de unas semanas, después de que una identificación inconsciente entre el analista y la analizada hubo causado una desorientación total .

El tercer sueño tuvo lugar al comienzo de nuestro tratamiento. Fue el siguiente: Tengo que cruzar una frontera; a decir verdad, ya la he cruzado y me encuentro en un edificio de la aduana suiza. Sólo llevo la bolsa de mano y pienso que no tengo nada que declarar. Pero el aduanero hunde la mano en mi bolsa y, con gran estupor por parte mía, saca de ella dos colchones enteros.

La enferma se casó durante nuestro tratamiento, al comienzo del cual sentía una aversión insuperable por el matrimonio. La etiología de sus resistencias neuróticas no se precisó sino al cabo de largos meses, y en los tres sueños citados no se hace la menor alusión a ella; los tres, sin excepción, prefiguran las dificultades nacidas al contacto con cada uno de los médicos que la tratarían.

Estos ejemplos, que podrían multiplicarse muestran que los sueños son a menudo anticipaciones que pierden todo su sentido al ser examinados desde un punto de vista puramente causal. Estos sueños proporcionan informaciones irrecusables sobre la situación analítica y es de la mayor importancia terapéutica apreciarlas en su justo valor. El primer médico, comprendiendo la situación con exactitud, envió a la enferma al segundo. Con éste, la misma enferma sacó las con- secuencias de su sueño e interrumpió el tratamiento. En cuanto a mí, mi interpretación la decepcionó; pero el paso de la frontera, realizado según el sueño, le fue de una gran ayuda para perseverar a despecho de todas las dificultades .

Los sueños iniciales son a menudo de una claridad y de una transparencia sorprendentes. En el curso del análisis estos caracteres se pierden rápidamente; si, por excepción, persisten, se puede estar seguro de que el análisis no ha alcanzado todavía a una parte esencial de la personalidad. En general, poco después del comienzo del tratamiento, los sueños se hacen más oscuros y más confusos, lo que aumenta mucho las dificultades de interpretación; tanto más cuanto que, ayudando las circunstancias, se llegará pronto a un plano en el que, en verdad, el médico ya no dominará la situación. Como prueba de ello no queremos citar sino esa pretendida oscuridad creciente de los sueños, constatación completamente subjetiva por parte del médico. No hay nada oscuro para quien comprende; sólo la incomprensión hace aparecer a las cosas ininteligibles y confusas. En sí mismos, los sueños son naturalmente claros, es decir, son precisamente lo que deben ser en función de las circunstancias momentáneas. Cuando, más adelante, en un estadio más avanzado del tratamiento o al cabo de varios años, se reconsidera estos sueños, uno se lleva las manos a la cabeza, preguntándose cómo pudo estar tan ciego respecto a ese punto. Cuando al avanzar el análisis se tropieza con sueños que, comparados con los luminosos sueños iniciales, son de una señalada oscuridad, el médico debería abstenerse de acusar a los sueños de confusión o al enfermo de resistencias

intencionales; debería ver en ello un signo que marca, por su parte, el comienzo de una fase de incomprensión. (En este mismo orden de ideas, el psiquiatra que llama «confuso» al estado mental de su enfermo debería confesarse que comete una proyección y declararse a sí mismo confuso; pues, en realidad, es su comprensión la que se ha hecho confusa a causa del comportamiento singular de su paciente.) Además, es de una gran importancia terapéutica el confesarse a tiempo la propia falta de comprensión, pues nada es menos provechoso para el enfermo que ser comprendido siempre. El enfermo, de todas formas, tiene demasiada tendencia a entregarse al saber misterioso del médico y a hacerle caer en su vanidad profesional, a instalarse literalmente en la comprensión «profunda» y «segura de sí misma» del analista; pierde, por este hecho, todo sentido de lo real, lo que constituye una de las causas esenciales de los transferts obstinados y de los retrasos que dificultan el éxito de la cura .

Aunque se olvide con demasiada frecuencia, la comprensión es un acto mental eminentemente subjetivo; puede ser unilateral: el médico comprende, pero el enfermo no; en este caso, el médico considera que es su deber convencer al enfermo; si éste no se deja persuadir, le reprochará sus resistencias. Ahora bien, en este caso, es decir, cuando la comprensión es unilateral, yo prefiero hablar con toda tranquilidad de incomprensión, pues, en el fondo, es muy poco esencial que el médico comprenda; en cambio, todo depende de la comprensión o la incomprensión del enfermo; por eso hay que tender, más que a la comprensión, a un pleno acuerdo recíproco, fruto de

reflexiones comunes. El peligro durante una comprensión unilateral es que el médico establezca sobre el sueño, a partir de una concepción preestablecida, un juicio conforme con la ortodoxia de tal o cual doctrina, o incluso de la verdad fundamental, pero que no obtenga la adhesión espontánea del enfermo, lo que equivale prácticamente a un error, en particular porque anticipa su desarrollo y, por ello, le paraliza. Pues no se trata de enseñarle al enfermo una verdad (de esta forma se llega a la cabeza, al ser pensante): es el enfermo mismo, por el contrario, quien debe elevarse, al evolucionar, hasta esta verdad, cosa que afecta al corazón, conmueve al ser entero y goza de una eficacia mucho mayor . Si la interpretación unilateral del médico no está de acuerdo con una teoría onírica o cualquier otra doctrina prestablecida, la eventual persuasión del enfermo y, con ella, cierto éxito curativo se basarán esencialmente en la sugestión, respecto a la cual más vale que no nos engañemos. El efecto sugestivo no tiene en sí, es cierto, nada de condenable, pero no por ello sus éxitos dejan de tener límites, límites que son muy conocidos; y tiene a la larga consecuencias secundarias sobre la independencia del carácter, que hacen lamentar su empleo. Quienquiera que utilice en su tratamiento el análisis cree, por este hecho, implícitamente, en el alcance y en el valor de la toma de conciencia, gracias a la cual parcelas de personalidad hasta entonces inconscientes quedan situadas bajo el dominio de la conciencia, de su elección y de su crítica. El enfermo se encuentra así enfrentado con problemas que debe zanjar mediante un juicio razonable y una decisión consciente: en ello se da nada menos que una provocación directa de la función ética, la cual apela por sí misma a toda la personalidad. La intervención analítica se sitúa así, respecto a la personalidad y a su madurez, en un plano notoriamente más elevado que el de la sugestión, especie de medio mágico que actúa en la sombra sin dirigir la menor exigencia de orden moral a la persona. La sugestión es siempre un medio engañoso, un simple expediente que, incompatible con el principio del tratamiento analítico, debe ser evitado en los límites de lo posible. Naturalmente, no puede ser desbancada más que cuando el médico tiene conciencia de la amenaza latente de su intromisión. Aun así, inconscientemente quedará bastante efecto sugestivo .

Quien quiera evitar la sugestión consciente debe considerar que la interpretación de un sueño carece de valor mientras no ha logrado el asentimiento del paciente . La observación de este precepto fundamental me parece indispensable para el estudio de los sueños a los que he hecho alusión más arriba y cuya ininteligibilidad hace presagiar que no serán comprendidos ni por el médico ni por el enfermo. Tales sueños deberían ser considerados siempre por el médico como un novum, como una fuente de información sobre condiciones desconocidas, sobre las que tiene tanto que aprender como su enfermo. Sería natural que el médico renunciara siempre a todo prejuicio teórico y que estuviera movido por el deseo de descubrir una teoría nueva, pues aquí se abre un inmenso campo de investigaciones para los pioneros del futuro. Pretender que los sueños no son sino la realización de deseos reprimidos es una concepción caduca desde hace mucho tiempo. Ciertamente, también hay sueños que realizan con toda evidencia deseos o aprensiones. Pero ¡cuántas otras clases se podría encontrar! Los sueños pueden estar formados por verdades ineluctables, de sentencias filosóficas, de ilusiones, de fantasías desordenadas, de recuerdos, de proyectos, de anticipaciones, incluso de visiones telepáticas, de experiencias íntimas irracionales, y de muchas otras cosas todavía. Pues hay algo que no conviene perder nunca de vista: la mitad de nuestra vida, o casi la mitad, se desarrolla en un estado de inconsciencia más o menos completo. Los sueños son las exteriorizaciones específicas del inconsciente que surgen en el consciente. El alma tiene un aspecto diurno: la conciencia; tiene también un aspecto nocturno: el funcionamiento psíquico inconsciente que se puede concebir como semejante a los fantasmas de una imaginación soñadora. Ahora bien, la conciencia no está constituida únicamente por deseos y temores, sino también por una infinidad de otras muchas cosas; del mismo modo, y con toda verosimilitud, el alma de nuestros sueños esconde una riqueza de posibilidades vitales, comparable o incluso superior a la de la conciencia, la cual, por naturaleza, es sinónima de concentración, de limitación y de exclusivismo .

En estas condiciones, no está injustificado e incluso es indispensable no restringir de antemano doctrinalmente el sentido de un sueño. Son numerosos los sujetos, conviene saberlo, que hasta en sus sueños imitan la jerga técnica o teórica de su médico, de acuerdo con la vieja sentencia Canis panem somniat, piscator pisces, el perro sueña con pan, el pescador con peces, lo que no implica que los peces con que sueña el pescador sean siempre y exclusivamente peces. No hay lenguaje del que no se pueda abusar. ¡Con cuánta facilidad podemos vernos burlados en esto! Se diría incluso que el inconsciente tiene una cierta tendencia a enredar al médico, con riesgo de ahogarle, en sus propias teorías. Por eso yo me desprendo en el análisis onírico, en la medida de lo posible, de toda teoría; no enteramente, es cierto, pues un mínimo de teoría nos es siempre necesario para concebir claramente las cosas. Así, es una previsión teórica el pensar que un sueño debe tener un sentido, lo que no puede ser probado estrictamente con todos los sueños, pues los hay que no son comprendidos ni por el enfermo ni por el médico.

Sin embargo, necesito creer en este postulado, del que extraigo el valor para concentrarme sobre los sueños. Otra brizna de teoría necesariamente postulada es que el sueño añade un dato esencial al conocimiento consciente y que, en consecuencia, un sueño que no lo satisface está insuficientemente interpretado; esta hipótesis es, también, ineluctable, pues, formulada o implícita, justifica mis esfuerzos analíticos. En cambio, todas las demás hipótesis, relativas por ejemplo a la función y a la estructura del sueño, son simples reglas artesanales y deben considerarse permanentemente como susceptibles de perfeccionamientos ulteriores. En el curso de estos trabajos, es preciso no perder nunca de vista que nos movemos sobre arenas movedizas en las que la inseguridad es la única certeza. Si no fuera por el temor a la paradoja, exhortaría al analista de los sueños «a no intentar demasiado comprender» .

Ante un sueño oscuro, no se trata, en principio, de comprender y de interpretar, sino de establecer con cuidado su contexto. Quiero decir con esto, no la práctica de las «asociaciones libres», las cuales, partiendo de las imágenes del sueño, se pierden en el infinito, sino un examen cuidadoso, a tientas, de las relaciones asociativas que se agrupan sin ser forzadas en torno al sueño. La mayoría de los enfermos deben ser educados en esta tarea, pues sienten, como el médico, la tendencia insuperable de querer comprender e interpretar en seguida; en particular cuando, gracias a lecturas o a un análisis anterior interrumpido, poseen cierta, formación, a menudo sinónima de deformación: asocian de forma teórica (es decir, como acabo de indicar, esforzándose por comprender e interpretar) sin lograr, a menudo, superar este estadio. Desean, como el médico, arrancar inmediatamente su secreto al sueño, considerándolo una fachada que disimula su sentido real. La pretendida fachada, sin embargo, en la mayoría de las construcciones, no es en absoluto un decorado engañoso y deformante, sino que se corresponde con el conjunto del edificio, cuya estructura trasluce, a menudo, a primera vista. Del mismo modo, la imagen manifiesta del sueño es el sueño mismo y encierra todo su sentido. Cuando se encuentra azúcar en la orina, se trata verdaderamente de azúcar y no de una fachada que disimula a la albúmina. Lo que Freud llama la «fachada del sueño» es su ininteligibilidad, es decir, en realidad la proyección de nuestra incomprensión; no se habla de la fachada de un sueño más que cuando no se tiene acceso a su significación. Por eso es mejor decir que un sueño es comparable a un texto ininteligible, indescifrable. De nada sirve entonces la idea de fachada; no hay ya necesidad de prestarle significaciones ocultas: es preciso, para empezar, aprender a leerlo. Lo mejor, para ello, es establecer su contexto. El método llamado de las asociaciones libres sirve para ello tan poco como para descifrar una inscripción hitita. Las asociaciones libres, naturalmente, revelarán todos mis complejos, mas, para hacer esto, no necesito del sueño; tanto vale partir de un letrero o de cualquier frase de diario. Las asociaciones libres «darán» mis complejos, pero sólo excepcionalmente me encaminarán hacia el sentido del sueño. Para comprender a éste debo atenerme todo lo estrictamente que me sea posible a sus imágenes. Cuando alguien sueña con una «mesa de abeto», no basta que se asocie a ello, por ejemplo, su mesa de trabajo, por la sencilla razón de que ésta no es de abeto. El sueño, sin embargo, indica expresamente una «mesa de abeto». Supongamos que no viene ninguna otra asociación a la mente del sujeto que sueña; esta paralización tiene una significación objetiva: indica la existencia en las proximidades inmediatas de la imagen onírica de una oscuridad particular que podría dar que pensar. Una tercera persona asociaría a una «mesa de abeto» docenas de cosas. La ausencia de asociaciones en quien ha tenido el sueño es, en sí misma, significativa. En estos casos, tengo la costumbre de decirle a mi enfermo: «Suponga que yo ignoro totalmente lo que es una mesa de abeto. Hágame una descripción de su naturaleza y de su historia, de modo que yo comprenda de qué se trata» .

De este modo se logra establecer más o menos el contexto completo de una imagen onírica. Cuando se ha producido respecto al sueño entero, nos podemos aventurar a una interpretación . Cada interpretación es una hipótesis, una tentativa de descifrar un texto desconocido. Es raro que un sueño, por poco oscuro y aislado que sea, pueda ser interpretado con la menor certeza. Por eso yo concedo poco peso a la interpretación de un solo sueño. La interpretación no alcanza una seguridad relativa más que en el curso de una serie de sueños, pues los sueños ulteriores corrigen los errores que han podido deslizarse en la interpretación de los sueños anteriores. Otra ventaja: los temas y los motivos fundamentales adquieren así un relieve mucho más acusado. Por eso suelo invitar a mis enfermos a llevar un diario exacto de sus sueños y de las interpretaciones; les invito también a preparar sus sueños como indico más adelante (pág. 363), de suerte que vienen a la consulta provistos de sueños redactados y de sus contextos. En un estadio más avanzado, les encargo también que propongan una interpretación. De esta suerte, el enfermo aprende a enfrentarse con su inconsciente, sin la ayuda del médico. Si los sueños no fueran más que fuentes de información relativa a elementos etiológicos importantes, no habría inconveniente en confiar al médico todos los trabajos que su interpretación exige. O, incluso, si los sueños no le sirvieran al médico más que para extraer de ellos indicaciones útiles o reflexiones psicológicas, mi procedimiento sería, desde luego, superfluo. Pero dado que hay motivos para pensar —y mis ejemplos lo han confirmado—que los sueños ocultan más de lo que el médico es capaz de utilizar para sus propios fines, su análisis requiere del propio sujeto que sueña una atención muy especial. Pues es a

veces una cuestión de vida o muerte. He aquí un ejemplo impresionante que, entre muchos otros, se me ha quedado grabado en la memoria: uno de mis colegas médicos, algo mayor que yo, me tomaba el pelo cuando nos veíamos por «mi manía de interpretar los sueños». Un día, al encontrarme por la calle, me interpeló: «¿Cómo va usted? ¿Siempre abismado en los sueños? A propósito, últimamente he tenido un sueño estúpido; ¿también quiere decir algo?» He aquí lo que había soñado: He escalado una alta cima y me encuentro en un ventisquero inclinado. Sigo ascendiendo aún más y hace un tiempo espléndido. Cuanto más subo, más aumenta mi bienestar; tengo tal sensación que pienso: «¡Ah, si pudiera subir así eternamente!» Cuando llego a la cima me siento transportado de felicidad; mi impresión de plenitud es tal que siento que puedo continuar elevándome en el espacio; pruebo a hacerlo y me elevo por los aires. Me desperté en el éxtasis más perfecto .

Yo le respondí: «Mi querido colega, como sé que es usted un alpinista incorregible, debo exhortarle, por lo menos, a que renuncie en el futuro a excursiones solitarias. Cuando vaya a la montaña, contrate dos guías a los que debe prometer por su honor una obediencia absoluta.» Se echó a reír y exclamó al despedirse: «¡Sigue usted siendo el mismo!» No le volví a ver. Dos meses después sobrevino el primer accidente: en el curso de una excursión que había hecho solo, se vio sorprendido por una avalancha y quedó cubierto; una patrulla militar que pasaba por allí llegó a tiempo de liberarle.

Tres meses después se produjo el desenlace: durante una excursión sin guía, en compañía de un amigo más joven, dio durante el descenso, como observó un guía que se encontraba abajo, un paso literalmente en el vacío y cayó sobre el amigo que le precedía, precipitándose ambos en el abismo, en cuyo fondo se estrellaron. Aquello fue verdaderamente el éxtasis, en el pleno sentido del término.

A pesar de todo el escepticismo y de las críticas que se agitaban en mí, nunca he podido resolverme a ver en los sueños algo desdeñable. Cuando nos parecen insensatos, los insensatos somos nosotros, los que carecemos, según todas las apariencias, de esa finura de espíritu necesaria para descifrar los mensajes enigmáticos de nuestro ser nocturno. La psicología médica debería tomar como un deber el ejercer su sagacidad mediante trabajos sistemáticos sobre los sueños, tanto más cuanto que por lo menos la mitad de nuestra vida psíquica se desarrolla en nuestro ser nocturno; y del mismo modo que la conciencia extiende sus ramificaciones hasta nuestras noches, así también el inconsciente emerge en nuestra vida diurna. Nadie duda de la importancia de la vida consciente y de sus experiencias; ¿por qué dudar, entonces, de la significación de los desarrollos inconscientes? También ellos son nuestra vida; en ellos palpita a veces tanto, si no más, como en nuestra existencia diurna; y son unas veces más peligrosos, y otras más saludables que ésta .

Los sueños nos informan acerca de la vida íntima y secreta del paciente y nos revelan componentes personales, responsables, en la vida diurna de síntomas neuróticos, por lo que resulta imposible cuidar al enfermo sólo en el consciente y por el consciente: se hace ineluctable el recurso al inconsciente, recurso que, en el estado actual de nuestro saber, no parece poder realizarse sino en la forma de una asimilación al consciente, lo más amplia posible, de los contenidos inconscientes .

Por «asimilación» es preciso entender aquí la interpretación recíproca de los contenidos conscientes e inconscientes, y no la apreciación, el sometimiento y la deformación unilateral de los contenidos inconscientes por obra de la tiranía consciente, como se piensa y practica comúnmente. Sobre el valor y la significación de los contenidos inconscientes reinan las concepciones más falsas: la escuela freudiana, como se. sabe, ve el inconsciente bajo una luz de lo más negativa, al igual que tiene al hombre primitivo por un monstruo. Los cuentos de nuestras nodrizas, que relatan los atropellos del abominable hombre primitivo, unidos a la teoría del inconsciente infantil, perverso y criminal, han logrado, al desfigurar esa cosa natural que es, por esencia, el inconsciente, presentarlo bajo los rasgos de un monstruo temible. ¡Como si fuera un atributo del consciente el guardar todo lo que es bueno, razonable, bello, todo lo que hace preciosa la vida! La guerra mundial, con su cortejo de abominaciones, ¿acaso no nos ha abierto todavía los ojos? ¿No comprobamos siempre que nuestro consciente es aún más diabólico y perverso que ese ser natural que es el inconsciente? Mi teoría de la asimilación del inconsciente ha sufrido últimamente el reproche de que mina la cultura y entrega sus supremos valores al primitivismo. Semejante interpretación no puede estar basada sino en la hipótesis, totalmente errónea, de la monstruosidad del inconsciente. Esta hipótesis misma emana del temor sentido ante la naturaleza y la realidad desnuda. La teoría freudiana ha inventado el concepto de sublimación para librar al hombre de las garras imaginarias del inconsciente. Ahora bien, lo que existe realmente escapa, en tanto que tal, a la alquimia de la sublimación; y lo que parece que se deja sublimar no fue jamás lo que una falsa interpretación había hecho pensar .

El inconsciente no es un monstruo, demoniaco; es un organismo natural, indiferente al punto de vista moral, estético e intelectual, que no se hace realmente peligroso sino cuando nuestra actitud consciente respecto a él es desesperadamente falsa. Cuanto más nos reprimimos a nosotros mismos, másse acusan los peligros incurridos en razón del inconsciente. Desde el instante en que el paciente comienza a asimilar sus datos hasta entonces inconscientes, los peligros disminuyen. La disociación de la personalidad, la separación minuciosa y temerosa entre nuestro ser nocturno y nuestro ser diurno se atenúa a medida que la asimilación progresa. Lo que mi crítica teme—el consciente subyugado por el inconsciente—se produce, al contrario, electivamente, cuando al inconsciente, por el entredicho de las represiones, de las interpretaciones falsas y de las depreciaciones inconsideradas, se le impide participar en la vida .

Cuando se considera la naturaleza del inconsciente, se comete, en general, el siguiente error fundamental: se supone que sus contenidos son unívocos y que están provistos de un signo indicativo, de un coeficiente inmutable. Esta concepción, en mi humilde opinión, es demasiado ingenua. El alma, semejante a un sistema autorregulador, está en equilibrio, como lo está la vida corporal. A todo exceso responden, inmediatamente y por necesidad, compensaciones sin las cuales no habría ni metabolismo normal ni psique normal. En este sentido se puede proclamar que la teoría de las compensaciones es una regla fundamental del comportamiento psíquico. Una insuficiencia en un punto crea un exceso en otro. Del mismo modo, las relaciones entre el consciente y el inconsciente son también de naturaleza compensadora: esto constituye una de las reglas técnicas mejor comprobadas del análisis onírico.

En la práctica del análisis siempre es provechoso plantearse la siguiente cuestión: ¿cuál es la actitud consciente que el sueño tiende a compensar? La compensación no está constituida sólo en general por la realización ilusoria de un deseo; es, más bien, una realidad que si se la reprime se afirma aún más. La sed no se calma porque se la reprima. Por eso, ante todo, hay motivos para tomar en serio el contenido del sueño, conferirle la dignidad de lo real y acogerlo en la actitud consciente como factor codeterminante. Si nos abstenemos de ello, se perpetúa la actitud consciente descentrada, excéntrica, que ha suscitado ya la compensación inconsciente. La manera de llegar a una noción exacta de sí mismo y a una conducta equilibrada de la propia existencia se hace así realmente inconcebible .

Si algunos se complacieran—se teme, precisamente, que mi crítica llegue a ello—en poner el contenido inconsciente en el lugar de los contenidos conscientes, aquél rechazaría, naturalmente, a estos últimos, operación tras la cual los contenidos antes conscientes reaparecerían, compensadores, en el inconsciente. Debido a ello, el inconsciente cambiaría por completo de aspecto: se volvería puntilloso y razonable, en llamativo contraste con lo que era anteriormente. En general, no creemos al inconsciente capaz de esta transformación, aunque ésta sea frecuente y responda a una de sus funciones primordiales. Por ello, todo sueño es un órgano de información y de control y, por ello, el coadyuvante más eficaz en la edificación de la personalidad .

En sí, el inconsciente no oculta productos explosivos, a menos que una conciencia presuntuosa o blanda no los haya acumulado en él secretamente: un motivo más para no desviarse de él sin tomar precauciones .

Por todas estas razones, en cada intento de interpretación onírica yo me limito a la siguiente regla heurística: preguntarme cuál es la actitud consciente que se compensa por el sueño. Al hacer esto establezco una relación estrecha entre el sueño y la situación consciente del que sueña; llego hasta pretender que es imposible interpretar un sueño, ni siquiera con una grosera aproximación, si se ignora la situación consciente. Sólo el conocimiento de la situación consciente permite precisar el signo bajo el cuál hay que colocar los contenidos inconscientes. Pues el sueño no es un acontecimiento aislado, totalmente escindido de la vida consciente y de sus caracteres. Si nos lo parece, ello es debido a nuestra incomprensión; no es más que una pura ilusión subjetiva. En realidad, entre el consciente y el sueño reina una estricta causalidad y una interrelación de una extrema finura. La justa apreciación de los contenidos exige un importante y delicado procedimiento: demos un ejemplo. Un joven me somete el siguiente sueño: Mi padre sale de casa con su nuevo coche. Conduce con mucha torpeza y esta tontería aparente me exaspera: va haciendo zigzags, da marcha atrás, está a punto de estropear el coche y acaba por derribar una pared, empotrando en ella el coche. Le grito, presa de una intensa cólera, que se comporte razonablemente. Mi padre, entonces, se echa a reír a carcajadas, y yo me doy cuenta de que está completamente borracho .

El sueño no se apoya en ningún acontecimiento real de esta clase. El joven está persuadido de que incluso estando borracho su padre jamás se comportaría así. Es un conductor muy prudente, muy moderado respecto al alcohol, en particular cuando tiene que conducir; nada le irrita tanto como los malos conductores y las aletas abolladas. Entre el padre y el hijo hay relaciones excelentes. El joven admira a su padre, que ha triunfado en la vida.

Sin un gran esfuerzo de interpretación salta a la vista que el sueño esboza una imagen del padre de lo más desfavorable. ¿Cuál es el significado de este sueño para el hijo? ¿En qué sentido responder a esta pregunta? ¿Acaso sus relaciones con el padre son buenas sólo en apariencia? ¿Es preciso no ver en ellas, en realidad, sino resistencias supercompensadas? En esta alternativa, el contenido del sueño implica un indicio positivo y habría que decir: «He aquí cuáles son, en el fondo, sus relaciones con su padre.» Sin embargo, las relaciones reales entre el padre y el hijo no testimonian ninguna ambigüedad neurótica y sería injustificado apesadumbrar los sentimientos del joven por una concepción tan devastadora. Desde el punto de vista terapéutico sería un error .

Pero entonces, si las relaciones entre el padre y el hijo son realmente buenas, ¿por qué el sueño tiene que inventar totalmente una historia tan inverosímil, propia para desacreditar al padre? Este sueño tiene que responder a una tendencia presente en el inconsciente de quien lo ha soñado. ¿Existirán, a pesar de todo, algunas resistencias, tejidas de envidia o de alguna otra causa mezquina? Antes de resolvernos a culpar la conciencia del joven, cosa que en los seres jóvenes y sensibles no deja de tener consecuencias a veces peligrosas, pregúntemenos no ya «por qué causa», sino «con qué objeto» ha tenido este sueño. La respuesta a esta segunda pregunta sería: el inconsciente del joven pretende manifiestamente rebajar al padre. Si esta depreciación es una realidad compensadora actualmente necesaria, la conclusión que se impone es la siguiente: las relaciones entre el padre y el hijo no son sólo buenas, sino que son incluso demasiado buenas. Ahora bien, en realidad nuestro joven es lo que los franceses llaman un «fils á papa» que lleva, todavía demasiado bajo el ala paterna, lo que se llama una vida provisional. En ello hay para él un peligro concreto: a fuerza de protección paterna el joven corre el riesgo de no descubrir su temperamento, de dejar a un lado su propia realidad; por eso el inconsciente ha recurrido a esa blasfemia abracadabrante, que rebaja al padre y valoriza al sujeto del sueño. ¡Es, sin duda, un procedimiento muy inmoral! Un padre de pocos alcances vería en ello motivos para lanzar gritos tremendos, y, sin embargo, el sueño constituye una compensación de lo más saludable: crea entre el padre y el hijo una oposición sin la que el hijo no adquiriría jamás conciencia de sí mismo. Esta última interpretación era la buena: se reveló justa, es decir, que obtuvo espontáneamente la adhesión del joven, sin que ningún valor real, importante, resultara lesionado, ni en el hijo ni en el padre. Esta interpretación, sin embargo, sólo fue posible interrogando sucesivamente a los diversos elementos de la fenomenología consciente, estudiando las relaciones entre el padre y el hijo. Sin el conocimiento de la situación consciente el sentido real del sueño habría quedado en suspenso .

Con vistas a la asimilación de los contenidos oníricos, es de una importancia capital que ningún valor real de la personalidad consciente sea lesionado y mucho menos destruido; pues, si la personalidad consciente resulta disminuida, no queda ya, por así decirlo, persona que esté en condiciones de asimilar. El reconocimiento del inconsciente no tiene nada en común con una de esas conmociones sociales que llevan al pináculo a lo más inferior y a la inversa, restableciendo así exactamente el mismo estado que se había propuesto mejorar. Es preciso velar estrictamente por que se mantengan los valores de la personalidad consciente, no siendo la compensación por el inconsciente eficaz más que en cooperación con. una conciencia que goza de su integridad.

En el curso de la asimilación no se trata jamás de la alternativa entre esto o aquello, sino siempre del acercamiento entre esto y aquello . Para la interpretación de un sueño es indispensable un conocimiento exacto de la situación consciente que le corresponde; del mismo modo, para penetrar su simbolismo, es también importante tomar en consideración las convicciones filosóficas, religiosas y morales del sujeto consciente. Nunca se recomendará bastante que no se considere el simbolismo del sueño en la práctica de forma semiótica, es decir, que no se vea en los símbolos, signos o síntomas una significación y caracteres fijos; los símbolos del sueño— verdaderos símbolos—son las expresiones de contenidos que el consciente todavía no ha aprehendido ni encerrado en la fórmula de algún concepto; además, deben ser considerados bajo el ángulo de su relatividad, en función de la situación consciente momentánea. Decía que es recomendable proceder así en la práctica. En teoría, hay símbolos cuya significación es más o menos fija, pero en el curso de la interpretación es preciso abstenerse de ponerlos en relación con cosas conocidas y conceptos forjados de antemano. Sin embargo, si no existieran tales símbolos con significación fija en principio nos veríamos en la imposibilidad de precisar nada sobre la estructura del inconsciente: nuestros esfuerzos de discriminación no podrían asirse a nada firme .

Puede extrañar que yo atribuya incluso a los símbolos relativamente fijos contenidos de caracteres indeterminados. Si no fuera por esta indeterminación, dichos símbolos no serían símbolos, sino signos o síntomas. La escuela freudiana, como es sabido, supone la existencia de «símbolos» sexuales establecidos (es decir, en este caso, signos) y les atribuye, de una vez por todas, el contenido, en apariencia claro, de la sexualidad. Pero precisamente el concepto de sexualidad en Freud es de una extensibilidad indefinida; por consiguiente, es tan vago e impreciso que en él se puede hacer entrar todo lo que se quiera. La palabra, sin duda, tiene una resonancia conocida; pero la cosa que designa sigue siendo, sin embargo, una X centelleante e indefinible que varía entre los extremos de una actividad glandular fisiológica y los relámpagos sublimes de la más elevada espiritualidad. Por eso yo prefiero detenerme en la idea de que el símbolo designa una entidad desconocida, difícil de captar, y, en último análisis, jamás enteramente definible, antes que apoyarme en una convicción dogmática, edificada sobre la ilusión de que un término familiar al oído indica forzosamente una cosa conocida. Tomemos, por ejemplo, los símbolos llamados fálicos, los cuales, según se pretende, no designan otra cosa que el miembro viril. Desde el ángulo de la psique, sin embargo, la verga parece ser el símbolo de otro contenido difícil de definir, ilustrado por el hecho de que a los antiguos y a los primitivos, que utilizaban los símbolos fálicos con gran liberalidad, jamás se les ocurrió confundir falo (símbolo ritual) y pene (la verga). El falo ha designado, desde los primeros tiempos, el «mana» creador, «lo extraordinariamente eficaz», según una expresión de Lehmann, la fuerza fecundante y medicinal, expresada también de forma equivalente por el toro, el asno, la granada, el Yoni, el macho cabrío, el relámpago, el casco de caballo, la danza, la copulación mágica en el campo, la menstruación y, como en el sueño, por otras innumerables analogías. En el origen de todas ellas, y por consiguiente también de la sexualidad, figura una

imagen arquetípica de carácter difícil de definir y a la cual lo que más parece acercarse psicológicamente es el símbolo primitivo del «mana». Todos estos símbolos son relativamente fijos, sin que por ello, en presencia de un caso concreto, tengamos la certeza a priori de que haya que interpretarlos así en la práctica, cuyas exigencias pueden ser de un orden muy diferente. Desde luego, si nuestra tarea fuera interpretar un sueño teóricamente, es decir, yendo hasta el fondo de las cosas con todos los recursos de la ciencia, precisaríamos poner estos símbolos en relación con sus arquetipos. En la práctica, sin embargo, esto podría constituir precisamente un error, pues la situación psicológica momentánea del paciente quizá reclame medidas muy distintas que las digresiones sobre las teorías oníricas. Por eso hay que recomendar, sobre todo, tomar en consideración en la práctica la significación que tienen los símbolos en relación con la situación consciente, es decir, usarlos como si no fueran estables. En otros términos: hay que renunciar a todo saber previo, hay que guardarse de toda suficiencia infalible y hay que investigar lo que significan las cosas para el enfermo. Naturalmente, por este hecho la interpretación teórica se abrevia y no pasa, en general, de un tímido comienzo.

Pero si el médico se abandona demasiado al manejo de los símbolos fijos, caerá en la rutina y en un dogmatismo temible, que con frecuencia le disfrazan la realidad viva del enfermo. Lamento no poder dar un ejemplo: exigiría más detalles circunstanciados de los que puedo dar en el marco de este trabajo. Por lo demás, ya he tratado este tema en otras publicaciones. (30)

El comienzo del tratamiento está señalado a menudo por un sueño que le desvela al médico el programa del inconsciente en toda su amplitud. Pero, por motivos de orden práctico, es totalmente imposible hacer presentir al paciente la profunda significación de este sueño. También aquí son consideraciones prácticas las que nos limitan. Es al conocimiento de los símbolos relativamente estables a lo que el médico debe la comprensión que tiene del sueño, sin que lo sepa su enfermo. Esta comprensión puede tener un gran valor para el diagnóstico y el pronóstico. En cierta ocasión me llamaron a la cabecera de una muchacha de diecisiete años. Un especialista había hablado de una atrofia muscular progresiva en los comienzos, pero otro se inclinaba por la histeria, lo que le hizo llamarme en consulta. Físicamente, el caso justificaba todas las sospechas; no obstante, presentaba también síntomas histéricos. Interrogué a la enferma sobre sus sueños; me respondió inmediatamente: sí, tengo sueños terribles; acabo de tener el siguiente: Regreso de noche a mi casa; reina un silencio de muerte; la puerta del salón está entreabierta, y por ella veo a mi madre ahorcada de la lámpara, balanceándose con el viento frío que penetra por la ventana. Luego sueño que un ruido espantoso resuena en la casa en plena noche; voy a ver qué pasa y descubro que un caballo enloquecido galopa por el piso. Por fin encuentra la puerta del pasillo y se precipita por la ventana de la galería desde el cuarto piso hacia la calzada; con terror, le veo aplastado contra el suelo .

El carácter nefasto de estos sueños llama ya la atención por sí solo y pone en guardia; sin embargo, ¿quién no ha tenido en alguna ocasión pesadillas?

Estudiemos desde más cerca el significado de los dos símbolos principales, «la madre» y «el caballo». Debe tratarse de entidades equivalentes, puesto que ambas actúan de forma paralela, se suicidan. La madre es un arquetipo que evoca el origen, la naturaleza, la creación pasiva (de aquí la materia, de «materia»), y, por tanto, también la naturaleza material, el abdomen (matriz), el aspecto instintivo, impulsivo, el aspecto fisiológico, el cuerpo que habitamos y que nos contiene; pues «la madre» es una vasija, una forma hueca (como el abdomen) portadora y nutricia; encarna también, pues, el funcionamiento vegetativo (que ella preside), psíquicamente hablando, el inconsciente, los asientos de la conciencia. La interioridad del fruto contenido en la madre evoca, además, la oscuridad nocturna y angustiosa (angostura). Estas alusiones, como se ve, contienen una buena parte de la evolución mitológica y filológica de la noción de «la madre» o incluso una parte esencial de lo que la filosofía china llama el Yin. Esto no podría constituir una adquisición individual de esta muchacha de diecisiete años; encontramos en ello una herencia colectiva, todavía presente y viva en el lenguaje, de una parte, y representada, de otra, en la estructura hereditaria de la psique; se encuentra, por tanto, en todos los pueblos y en todas las épocas .

Esta palabra de «madre», de resonancia tan familiar, parece remitir a la madre que mejor se conoce, a la madre individual, a «mi madre»; en tanto que símbolo, sin embargo, hunde sus raíces en un trasfondo que escapa obstinadamente a toda fórmula conceptual y que no se puede sino presentir de forma vaga, como existencia corporal, próxima a la naturaleza, secreta, perífrasis que es ya demasiado reducida y que excluye numerosos aspectos significativos indispensables. El hecho psíquico originario, en la base, es de una complejidad inaudita, complejidad que no puede ser presentida sino por una representación intuitiva de una amplitud inmensa. Por eso, precisamente, hacen falta los símbolos .

Si trasladamos al sueño la significación encontrada para el símbolo de la madre, obtenemos la siguiente interpretación: la vida inconsciente se destruye a sí misma. Este es el mensaje dirigido al consciente y a todo el que tenga ojos para ver y oídos para oír .

El caballo es un arquetipo muy difundido en la mitología y en el folklore. En tanto que animal encarna la psique no humana, lo subhumano, el animal que hay en nosotros y, por ello, el psiquismo inconsciente; así, los caballos del folklore son clarividentes, capaces de comprensión y a veces hasta están dotados de la palabra. Siendo animales portadores, los caballos están en estrecha relación con el arquetipo de la madre (Walkirias que llevan al héroe caído al Walhalla, Caballo de Troya, etc.). Animal sobre el que el hombre monta, el caballo evoca el abdomen y los impulsos instintivos que nos asaltan. El caballo es dinamismo y vehículo; lleva hacia una meta del mismo modo que un instinto, pero, al igual que los instintos, está sujeto al pánico, ya que carece de las facultades nobles del consciente. El caballo es pariente próximo de la magia, es decir, de las energías irracionales, de los encantamientos, sobre todo los caballos negros, caballos nocturnos, anunciadores de la muerte .

«El caballo», como se ve, es un equivalente de «la madre», pero con otra matización, pues la significación se desplaza desde «vida originaria» (la madre) a «vida puramente animal y corporal» (el caballo). Traslademos este sentido al sueño; resulta de ello la siguiente interpretación: la vida animal se destruye a sí misma .

Los dos temas suenan, pues, de un modo casi idéntico, siendo el segundo, como en el caso general, el que se expresa de forma más específica. Se habrá notado el tacto extremo del sueño: no habla de la muerte del individuo. Es notorio que se sueña fácilmente con la propia muerte; cuando ocurre, no es nada serio. Cuando realmente está en juego la vida del ser, el sueño habla en otro lenguaje . Las dos partes del sueño indican, por tanto, una grave enfermedad orgánica de desenlace fatal. Este pronóstico fue confirmado muy pronto .

Este ejemplo puede dar una idea aproximada de la naturaleza de los símbolos relativamente fijos. Son infinitamente numerosos, se distinguen unos de otros por desplazamientos sutiles de matices y significaciones. La constatación científica de su naturaleza no es posible sino gracias a las investigaciones sobre la mitología comparada, el folklore, la historia de las religiones y la historia lingüística. En el sueño, más que en el consciente, se revela la naturaleza de la psique, conjunto de estratificaciones depositadas a lo largo de la historia de la evolución humana. En el sueño se exteriorizan las imágenes y las tendencias que emanan de la naturaleza más primitiva del alma. Mediante la asimilación de los contenidos inconscientes contribuimos a un acercamiento entre esta naturaleza y la vida consciente momentánea, que tiene una gran tendencia a apartarse de las leyes naturales: llevamos así al enfermo al código de vida que le es propio .

En lo que precede, no he tratado sino lo elemental. El marco de este estudio no nos permite reunir una a una todas las piedras y reconstituir así el edificio que eleva el inconsciente en el curso de cada análisis y que perfecciona hasta la restauración definitiva de la personalidad total. La vía de las asimilaciones conduce mucho más allá del éxito curativo que interesa especialmente al médico; lleva, en definitiva, hacia esa meta lejana que, motivo quizá primordial, ocasionó la vida; quiero decir hacia la realización plena y total de todo el individuo, hacia la individualización. Nosotros, los médicos, somos, sin duda, los primeros observadores conscientes de este proceso oscuro de la naturaleza. Pero, por regla general, sólo asistimos al episodio patológico, perturbado, de esa evolución y perdemos de vista al enfermo una vez curado. Sin embargo, sólo después de la curación tendríamos ocasión real de estudiar el proceso normal que se extiende a lo largo de años y de decenas de años. Si se tuviera algún conocimiento de las metas a las que la evolución inconsciente tiende, y si el médico no bebiera precisamente sus conocimientos psicológicos en la fase morbosa y perturbada, la impresión que dejan en la mente de un observador los procesos revelados por los sueños sería menos desordenada y se podría reconocer con más claridad cuál es el designio supremo de los símbolos. En mi opinión, ningún médico debería perder de vista que todo procedimiento psicoterapéutico, y en particular el procedimiento analítico, irrumpe en un conjunto, en un decurso orientado—tan pronto en un lugar como en otro— que descubre camino recorriendo ciertas fases que, en sus tendencias particulares, parecen ser contradictorias. Cada análisis no revela sino una parte o un aspecto del fenómeno fundamental; esta es la razón por la que las comparaciones casuísticas no engendran, en principio, más que una confusión desesperante. Por ello, a pesar de todo, me he limitado gustosamente a las consideraciones elementales y prácticas, pues es en las proximidades inmediatas del empirismo cotidiano donde es posible llegar a un acuerdo más o menos satisfactorio .

 

Notas

18 Publicado en Energetík der Seele, Rascher, Zurlch, 1928, con el titulo de La psicología del sueño, consideraciones generales .

19 Véase, en particular, los trabajos de Frobenius .

20 Véase Metamorfosis del alma y sus símbolos

21 Véase ilustraciones en C. O. JUNG, La curación psicológica

22 Über die Psychologie der Dementia praecox (Marhold, Halle, 1907) .

23 Automatismo téléologique antisuicide», Archives de Psychologie, t. VII, Ginebra, 1908, pág. 113 .

24 Véase MAEDER, «Sur le mouvement psycho-analytique», L'Année psychologique, t. XVIII, París .

25 Des Indes à la planète Mars, Editions Atar, Ginebra, 1900, e ídem: «Nouvelles observatlons sur un cas de somnambullsme avec glossolalie», Archives de Psychologie, t. I, 1901 .

26 Véanse los trabajos de SILBERER sobre «La Formation des symboles», Jahrbuch für psychoanalytische und psychopathologische Forschungen, volúmenes III y IV, Franz Deuticke, Leipzig y Viena, 1912 .

27 Jahrbuch für psychoanalytische Forschungen. obra citada, volumen V, 1913. pág. 675 .

28 LÉVY-BROHL, Les fonctions mentales dans les sociétés inférieures. Alcan. París, 1912 .

29 Conferencia pronunciada en el Congreso de la Sociedad Médica de Psicoterapia en

30 Véase, en particular, más adelante.

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