DINÁMICAS IDENTITARIAS Y GEOPOLÍTICAS EN LAS RELACIONES ENTRE EL MUNDO ÁRABE Y EUROPA

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Georges Corm
Especialista en pensamiento político árabe. Actualmente ministro de Finanzas en el Líbano.


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La noción de dinámica identitaria se ha convertido en un concepto "comodín", utilizado de modo intensivo e indiscriminado. Con demasiada frecuencia crea confusión en el análisis específicamente político de los múltiples conflictos en el Mediterráneo o en otras zonas geográficas. La invasión de este concepto ha afectado todos los prismas de análisis y ha impuesto su monolitismo tanto en los medios de comunicación como en los círculos académicos. La dinámica identitaria se ha convertido en la clave para explicar no sólo los conflictos entre sociedades, sino también el malestar generado en su interior, incluso en las sociedades europeas más industrializadas. Como sugiere la intervención de M. Delgado (1) , la identidad se ha convertido en un producto de consumo cultural, en una "escenificación" que se extiende por diversos ámbitos.

Como economista, todavía iré más lejos y diré que se trata de un business muy apreciado por los medios de comunicación y por las universidades. Este negocio se financia de diversos modos: con becas, con reportajes, con cátedras universitarias, con grandes inversiones en libros, y con exposiciones. La elevada producción y consumo de "manifestaciones identitarias" ha sustituido a la producción y consumo de ideologías, dominantes en la escena mundial desde la Revolución Francesa. La antropología, en sus aspectos coloniales más llamativos, estructura la nueva producción identitaria. El culturalismo y el esencialismo que caracterizan de manera tan marcada las nuevas filosofías conservadoras y que legitiman la nueva ola antropológica, han invadido todo el espectro de la cultura contemporánea. La ideología del mercado global encuentra así un contrapeso que provoca una ilusión perfecta, a menudo en aquéllos que todavía se reclaman de izquierdas y que, por regla general, se encuentran en la vanguardia de los movimientos militantes identitarios.

De hecho, no hay duda de que la tendencia académica y mediática en este ámbito está muy influenciada por el enfoque de Estados Unidos en el análisis de los conflictos de tipo indentitario. Efectivamente, Estados Unidos es un país muy marcado por las relaciones entre la población de origen europeo y la minoría de origen africano. Su tendencia natural es considerar que los conflictos identitarios tienen su origen en diferencias étnicas y antropológicas irreductibles, y que el fondo del problema –las tensiones entre los grupos de origen étnico diferentes (2) – no es político ni social.

 

¿Qué es una identidad colectiva?
En los orígenes de las dinámicas identitarias en el Mediterráneo

Hoy no existe una reflexión sobre la noción de identitad en sí misma, lo cual es paradójico. La imagen de una estabilidad y de un monolitismo de las identidades colectivas es la que, implícitamente, está más extendida en todos los discursos, debido al culturalismo y al esencialismo antropológico dominantes. Definir el núcleo central de una identidad todavía plantea dificultades: ¿se trata de lo religioso, lo lingüístico, lo étnico, la nación ? Y, en este último caso, ¿con qué acepción del término nación nos quedamos? Se suele poner el acento en uno de estos factores, pero no se explicita el porqué de la elección. Y el factor que actualmente está más de moda es la identidad religiosa. Así, para explicar los conflictos que desgarran el Mediterráneo, se llega a hablar de geopolítica del islam, del chiísmo o de la ortodoxia.

Pocas personas se preguntan si la identidad es estable o si, al contrario, varía en el tiempo y en el espacio y, sobre todo, si funciona de modo complejo o monolítico. Sin embargo, a nuestro entender, una de las características de la modernidad es la capacidad de la identidad colectiva para cambiar rápidamente debido, precisamente, a la complejidad sobre la que se edifica. Creemos que la identidad no se construye en torno a un núcleo identitario central y monolítico, sino respecto a una serie de identidades parciales, asimilables a los cajones de un armario. Estas identidades son resultado de la pertenencia familiar, regional, social, profesional, ideológica, deportiva, etc. En medio de esta constelación de factores identitarios, la religión o la lengua sólo son un elemento de identidad, en realidad no menos importante que la identidad religiosa. Este enfoque de la identidad-cajón constituye un punto de vista politológico mucho más rico y fecundo que el de la antropología.

En este marco, además, es ineludible el examen del sistema de autoridad que se ejerce en cada sociedad, ya que el poder es quien organiza o influye de modo más determinante la estructuración de la identidad. Por ello, resulta básico analizar el funcionamiento del poder establecido y el de los movimientos de oposición, así como sus juegos "identitarios", destinados a afianzar la legitimidad existente o, por contra, a destruirla y establecer una nueva. En estos juegos cruzados de legitimidad –tanto si se trata de conflictos en el interior de una sociedad como si la confrontación se da entre estados– la afirmación de ideologías "identitarias" fuertes sustituye cada vez más al juego clásico de las últimas décadas, consistente en enfrentamientos entre ideologías políticas y sociales. Este análisis es esencial para entender el funcionamiento moderno de la identidad colectiva.

Hay que señalar que antes de la Revolución Francesa, las características regionales y lingüísticas de una población –rasgos que no preocupaban al poder– constituían su identidad. Las poblaciones pasaban de un soberano a otro sin que esto representase ningún problema. En Europa la cultura era transétnica, el saber no estaba "nacionalizado", no se había convertido en algo específico de éste o de aquél grupo lingüístico. En resumen, no había distinción alguna entre cultura italiana, francesa, inglesa o germánica. Fue la implantación progresiva de los estados nacionales lo que provocó la fragmentación de la cultura (3). Para ser legítimo, el poder tenía que ser temido y justo; los soberanos dominaban a poblaciones con identidades lingüísticas y étnicas muy diferentes, sin que ello plantease ninguna dificultad en la convivencia.

El concepto de unos reinos o repúblicas que se apoyan en poblaciones de identidad homogénea es fruto de las guerras de religiones entre católicos y protestantes en Europa y, posteriormente, de las guerras revolucionarias y de las revoluciones llamadas nacionalistas. Que la nacionalidad –es decir, la identidad étnica y religiosa de aquellos que detentan el poder soberano– deba encajar en el mismo molde que la identidad de la población homogeneizada, es una característica fundamental de la cultura europea moderna, que se apareció entre el inicio del Renacimiento y la Revolución Francesa. El invento de la noción de minoría étnica, nacional o religiosa es consecuencia del desarrollo de esta concepción monolítica de la identidad colectiva, y del poder en el que se apoya. En una sociedad determinada, la identidad colectiva tiene que convertirse en algo a la vez homogéneo y monolítico, pues es un fundamento de la idea de la existencia natural de las "naciones" (4).

No obstante, el concepto de nación, en sus distintas acepciones, sigue siendo muy brumoso, tanto si se trata de la concepción francesa, alemana o anglosajona. El elemento mesiánico y religioso raras veces está ausente. A pesar de ello, en el caso francés el mesianismo nacional se convirtió en el siglo XIX en algo totalmente laico, después de triunfar ante las concepciones católicas de la nación francesa, primera hija de la Iglesia. El tema bíblico de la elección de la nación está presente en todos los movimientos nacionalistas modernos, especialmente en el americano. Cada nación está destinada a cumplir una misión: se trata de un destino particular que la distingue de las otras naciones y que le otorga privilegios en el orden internacional, entre ellos el de colonizar y civilizar a otros pueblos.

Esta evolución de la cultura y de las percepciones acerca de la identidad convierten en ilegítimos aquellos sistemas de poder construidos sobre el pluralismo identitario. El imperio Austro-húngaro y el imperio Otomano no sobrevivieron a la Primera Guerra Mundial, guerra "nacional" total. De esta evolución nace, en el siglo XIX y en el Mediterráneo, la "cuestión de Oriente".

La abundante literatura europea sobre la "cuestión de Oriente" ofrece un fondo riquísimo de modos de percibir la alteridad que todavía hoy me parecen muy presentes en las dinámicas llamadas identitarias, utilizadas para legitimar los conflictos geopolíticos en el Mediterráneo. Enunciaremos rápidamente algunos prejuicios y maneras de pensar que muchos observadores, periodistas o universitarios continúan adoptando inconscientemente, debido a la influencia de la importante literatura sobre la "cuestión de Oriente":

- El islam, sinónimo de "el Turco", es percibido como el elemento identitario central fuera de la Europa cristiana. Es el enemigo del progreso y de la civilización. La herencia de Renan y de sus ideas racistas acerca del espíritu semita encarnado en el islam continúan siendo muy influyentes, a causa de la brillante talla cultural que tuvo el mencionado hombre de letras y arqueólogo francés.

- Los rusos sueñan con acceder a los mares cálidos y utilizan para su política de expansión territorial el paneslavismo y el cristianismo ortodoxo hostil hacia los pueblos católicos o protestantes de la Europa Occidental.

- El islam es un hecho social global y total, una sociedad monolítica cuyos comportamientos son guiados exclusivamente por el Corán y por la Sunna. Por consiguiente, los estados islámicos tienen una tendencia natural a aplastar a las numerosas minorías, naciones antiguas en vías de resucitar, gracias a Europa (como los maronitas del Líbano, caldeos de Irak, armenios, helenos, rumanos, etc.).
- Los Balcanes son un polvorín, a causa de la mezcla de poblaciones diferentes.

Hoy, la lista de problemas que encontramos en todos los antiguos manuales sobre la "cuestión de Oriente" es la misma:

- Bosnia-Hercegovina.
- Albania y Macedonia.
- Estatuto del Líbano y de sus comunidades religiosas.
- Estatuto de los Santos Lugares y regreso de los judíos a Palestina.
- Cuestión armenia.
- Cuestión kurda.
- Papel y estatuto regional de Egipto en el "concierto" de las grandes potencias.

La expansión de la ideología socialista, la Guerra Fría y la descolonización en el Mediterráneo lograron hacer olvidar durante algunas décadas el tema de la "cuestión de Oriente", tal como la diseñaron la antropología colonial y las grandes tesis racistas de Gobieneau o de Renan. Pero este asunto está hoy, más que nunca, al orden del día, se trate de la relaciones greco-turcas, de la cuestión de Macedonia, del destino de Bosnia en la fragmentación de Yugoslavia, de la cuestión kurda en Turquía (y en Irak), del estatuto disminuido del Líbano y de Palestina, del de los Santos Lugares, del conflicto chipriota, de la cuestión de Kosovo, del lugar que ocupa Egipto en el mundo árabe o de su situación de aliado privilegiado de los Estados Unidos.

El fin de los conflictos ideológicos de carácter laico y profano, tal y como los habían estructurado y formulado la descolonización y la Guerra Fría, ha provocado en el Mediterráneo un estallido de conflictos calificados de "identitarios", sin que se haya llevado a cabo el menor análisis sobre sus resortes históricos y geopolíticos. Es interesante observar cómo la geopolítica de los "nuevos" conflictos coincide con la de los analizados en todos los manuales del siglo XIX o de principios de siglo sobre la "cuestión de Oriente". La dinámica de estos enfrentamientos recupera, con pocas diferencias, la misma que existía a principios de siglo, y los análisis retoman el tono y el enfoque antropológico esencialista que era propio de las grandes potencias europeas. La irrupción triunfal y hegemónica de los Estados Unidos, que ganaron la Guerra Fría en el Mediterráneo, no provoca ningún cambio fundamental en las circunstancias del problema. Este país toma el relevo de la Gran Bretaña imperial, que lo apoya con solidez y constancia.

 

Los árabes en las dinámicas identitarias del Mediterráneo

En el juego de la geopolítica y de las identidades colectivas, los árabes pasaron de una situación de conciencia identitaria fragmentada y dormida, a principios del siglo XIX, a la afirmación de una identidad nacional fuerte, a mediados del siglo XX y, después, a un nuevo retroceso, que acarreó una involución de la conciencia colectiva provocada por las derrotas militares, pérdidas de territorio y la discordia entre estados árabes.

A los árabes de Oriente (Machrek) y de Occidente (Magreb), súbditos de imperios no árabes durante siglos, sólo les quedaban identidades regionales y vasallajes familiares. En el primer cuarto del siglo XIX, un jeque de Al Azhar, Rafa’at al Tahtawi, después de un viaje a Francia, intodujo en la cultura árabe la noción de patria referida a Egipto, así como el concepto de necesaria igualdad entre musulmanes y no musulmanes en la misma sociedad. Más tarde, ante la persistencia de la agresión colonial europea y ante la superioridad tecnológica y cultural que Europa mostraba en el Mediterráneo, varios pensadores, entre los cuales había algunos religiosos, reclamaron una reforma religiosa de las prácticas del islam. Se percibía la decadencia como un declive del islam (sin distinguir un pueblo de otro) respecto a la Europa cristiana. Sin embargo, algunos de estos pensadores (en particular, Al Kawakibi) atribuyeron la decadencia al hecho que el Califato hubiese pasado de los árabes a los turcos, que se ocupaban de las artes, las ciencias y las letras menos que los primeros. Así, para hacer frente a la presión de Europa, que en el Mediterráneo parecía embarcada en una nueva cruzada contra los "pueblos musulmanes", los árabes en conjunto reclamaron una mayor solidaridad islámica, el reconocimiento por parte del poder otomano de los derechos de los árabes (básicamente de su lengua y de su cultura), y la participación, en un marco descentralizado, en la gestión de los asuntos del imperio.

El final del imperio Otomano, el control franco-británico de todas las provincias árabes y la creación de un Hogar nacional judío en Palestina con motivo de la declaración de Balfour (1917), fueron los ingredientes básicos para la cristalización progresiva de una conciencia nacional panárabe (y no panislámica), en particular en el Machrek. Fue, simultáneamente, un fenómeno político y cultural coronado, en los años cincuenta y sesenta, por el dominio de tres idearios políticos revolucionarios: el nasserismo, el baa’thismo y el Movimiento de los nacionalistas árabes. En muchos países del mundo árabe hubo golpes de Estado influidos por estas tres corrientes marcadamente anti-imperialistas y laicas, que reivindicaban la grandeza pasada de los árabes y la riqueza de su patrimonio cultural.

El nacionalismo árabe siempre fue despreciado por Europa, que vio en él un fenómeno artificial, estimulado por la política soviética en el Mediterráneo. Los fracasos estrepitosos de los regímenes árabes que reivindicaban alguna de sus ideologías y la imposibilidad de establecer una solidaridad duradera entre ellos, facilitaron la tarea de los analistas que refutaban la existencia de una identidad colectiva árabe capaz de concretarse en el orden político. Es interesante señalar que casi todos los estudios occidentales de este "fracaso identitario" repiten los argumentos que seguimos encontrando en la literatura de los movimientos islamistas. Todos ellos son hostiles al nacionalismo árabe, que se considera como un obstáculo en el camino hacia una solidaridad islámica, la única que, bajo su punto de vista, es capaz de hacer frente a la hegemonía occidental. Tanto para unos como para los otros, el fracaso del nacionalismo árabe se debe a que quizás sea el resultado de la ideología nacionalista y laica europea (importada artificialmente) en las estructuras mentales, religiosas y antropológicas populares, impermeables a la laicidad y a la idea democrática. De acuerdo con esta visión, el mundo cultural islámico, el único que a los árabes les resulta propio, no puede aceptar las nociones modernas de libertad individual y de ciudadanía, que son así monopolio del mundo occidental. El mundo musulmán al que pertenecen los árabes sería, según la definición antropológica axiomática, un sistema social en el que sólo contaría la solidaridad familiar y clánica, bajo la autoridad carismática de un jefe dotado de una fuerte legitimidad religiosa.

Evidentemente, es fácil responder a estos argumentos afirmando que Occidente y su aliado israelita en la política imperialista en el Mediterráneo han concentrado todos sus esfuerzos en procurar el fracaso de los intentos de construcción de la independencia y de la unidad de los países árabes. Desde la expedición de Suez en 1956 contra Egipto y el régimen nasseriano hasta la Guerra del Golfo en 1991 contra Irak, la tesis del permanente complot imperialista contra los árabes no carece de cierta base. En este sentido, parece que el antiarabismo ha reemplazado la antigua fobia antiturca que encontramos en los ensayos sobre la "cuestión de Oriente". Si el "panislamismo" de ciertos movimientos integristas o de Irán también puede servir de espantajo, el descrédito de la arabidad y del nacionalismo árabe que hallamos en la literatura occidental sobre el mundo árabe, es total. Incluso entre los árabes hay pocos autores (periodistas, profesores, investigadores, escritores) que todavía se aventuren a reavivar la llama del nacionalismo árabe laico. En realidad, bajo la influencia de Arabia Saudita y de los amplios medios financieros de los que dispone, la cultura árabe profana, extraodinariamente viva en la poesía, el teatro y la novela (como da fe la obra de Naguib Mahfouz), se ha eclipsado en provecho de una cultura del islam que ocupa todos los ámbitos. El fenómeno llamado de "reislamización" de las sociedades árabes es interesante y merecería un desarrollo más extenso pero, como veremos, se inscribe en el marco de los juegos geopolíticos (5).

Pero también es verdad que, más allá de los argumentos a favor de una o de otra tesis (artificialidad del nacionalismo árabe rechazado de modo espontáneo por las poblaciones por un lado, o represión armada y terrorismo mediático e intelectual contra el nacionalismo laico por parte del imperialismo occidental o de los regímenes autoritarios locales apoyados por el imperialismo, por el otro), la realidad de los estados árabes creados por las potencias coloniales europeas, después del hundimiento del imperio Otomano a principios de siglo, ha demostrado ser más fuerte, hasta hoy, que todas las aspiraciones populares árabes que pretendían más dignidad, justicia, unidad o solidaridad. Actualmente, el éxito de las ideas socialistas y tercermundistas que a mediados de siglo iluminaron las aspiraciones de unidad árabe fuera de un marco islámico más amplio, han caído en el olvido. Numerosas acciones llamadas de "reislamización" de las sociedades árabes y musulmanas del Tercer Mundo han contribuido a esta desaparición. Algunas de las acciones mencionadas son: la creación de fundaciones religiosas que financian el uso del velo; la impresión y distribución gratuita de libros religiosos de lo más reaccionario; la edición de numerosos diarios, semanarios o publicaciones mensuales sobre cuestiones religiosas y del nacionalismo musulmán; la multiplicación de programas en la radio y la televisión; el nacimiento de bancos llamados "islámicos"; la concesión de cátedras de historia islámica por parte de ricos hombres de negocios árabes o príncipes y reyes de la península arábiga; la instauración de comités destinados a proponer cambios en las legislaciones para adecuarlas a la sharia islámica, etc.

Todas estas acciones, cuantiosamente financiadas por Arabia Saudita, se enmarcan en la última fase de la Guerra Fría, en la que los Estados Unidos apoyaron totalmente a movimientos identitarios religiosos (aunque fuesen muy marginales y extremistas), con el objetivo de contribuir a la lucha contra la extensión de la influencia soviética y de las diferentes formas del pensamiento marxista. Arabia Saudita y Paquistán, cuya ideología de Estado es, en ambos casos, el integrismo islámico, fueron intrumentos privilegiados de esta política. Ambas naciones crearon la organización de la Conferencia de Estados Islámicos (1969) y multiplicaron las ayudas financieras y militares a los estados que abandonaban el socialismo y la neutralidad positiva, y establecían regímenes basados en la adopción de la ley coránica y en la prohibición de los partidos marxistas. Bajo su influencia, la guerra de Afganistán se convirtió en un conflicto entre el islam y el marxismo ateo, en lugar de una lucha de liberación nacional de carácter laico.

Aunque la revolución religiosa en Irán tomó un imprevisible cariz antiamericano en su inicio, añadió una dinámica suplementaria al movimiento altamente político de islamización de la vida cultural y social de los árabes, debido al impacto en los países más cercanos. Este influjo se explica mejor por la resonancia que adquirió la ideología de defensa de los "oprimidos" y de desafío ante el imperialismo occidental, que no porque fuese un renacimiento espontáneo de la identidad islámica. De hecho, según los criterios del esencialismo antropológico, el aspecto chiíta e iraní del jomeinismo no tenía por qué inluenciar en el mundo árabe, mayoritariamente sunnita e históricamente hostil a la ambiciones y a las políticas de potencia persas en la región. Al conciliar un anti-imperialismo tradicional con el antimarxismo y con una hostilidad total hacia el laicismo de la política, el jomeinismo fue, en realidad, más eficaz en la reislamización de las sociedades árabes, que el integrismo islámico proveniente de Arabia Saudita, demasiado marcado por la sumisión de la política de este Estado a los intereses de los Estados Unidos en Oriente Medio.

Esta evolución es lo que ha agravado, en el Mediterráneo y en otras regiones del mundo, severas crisis de legitimidad política y de conciencia identitaria, donde el factor religioso ha sido objeto de una explotación intensiva, tanto en los conflictos internos como regionales. El primer caso se dio en la isla de Chipre en 1974, seguida de las hostilidades comunitarias libanesas a partir de 1975. Después, fue la llegada al poder del Likud en Israel en 1997, la del imam Jomeini en Irán en 1979, quien se carcterizaba por su mezcla de anti-imperialismo y de mística cultural religiosa de tonos chiítas. Finalmente, fueron Afganistán en 1980, Yugoslavia y Argelia en 1992, y Chechenia en 1994.

Los conflictos siempre se analizan y presentan de manera caricatural y brutal, como si se tratase de enfrentamientos identitarios de tipo esencialista y antropológico, sin relación alguna con lo que, desde un punto de vista geopolítico, está en juego en ellos, ni con las ambiciones crueles de los jefes de la guerra, financiados y ayudados en la sombra por las grandes potencias o por poderes regionales. ¿Por qué los chechenos, tan bien integrados en las estructuras políticas soviéticas hace algunos años, se rebelan contra Moscú y los vecinos daghastaneses no lo hacen ?, ¿por qué tantos ejércitos extranjeros se sienten atraídos por el conflicto libanés, frecuentemente presentado como una simple guerra civil inevitable entre cristianos y musulmanes?, ¿por qué en 1917 la unidad de los eslavos del sur para formar el reino de los eslavos, croatas y eslovenos era un imperativo moral internacional para las potencias europeas, y por qué la ruptura de esta unidad se convierte en un objetivo primordial de la política occidental de 1991 a 1992?, ¿por qué los eslavos musulmanes de Bosnia deben tener sin falta un Estado y los árabes palestinos, tan musulmanes como los otros, han de continuar siendo una nación sin Estado, a pesar de los acuerdos de Oslo?, ¿por qué Siria e Israel pueden continuar ocupando libremente el Líbano, mientras que a Irak se le impone un castigo sin parangón en los anales de las Naciones Unidas por haber ocupado la ciudad-Estado de Kuwait, liberada desde hace seis años por una expedición militar occidental en el corazón de la península Arábiga?

¿Existen realmente dinámicas identitarias en todos los conflictos? o ¿sólo son acaso juegos de poder totalmente profanos, donde lo identitario, envuelto en el "pensamiento correcto" de una falsa moral internacional, se coloca en primer plano para esconderlos mejor? En la escalada de la producción y del consumo mediático y académico de identidad que oculta lo que realmente se baraja en los conflictos, ¿qué significa el nuevo concepto de "las raíces judeo-cristianas de Occidente", concepto que sustituye al de "las raíces greco-romanas" que había predominado desde el Renacimiento europeo hasta estos últimos años? Los fantasmas que atormentan a los movimientos islámicos integristas, referidos a una cruzada de carácter únicamente religioso que Occidente llevaría a cabo contra los árabes, ¿no están tomando cierta consistencia cuando el Occidente laico descubre en sí mismo raíces "judeo-cristianas" (6), en lugar de las " greco-romanas " invocadas hasta hace poco? Estas suposiciones se afianzan cuando los Estados Unidos continúan permitiendo que sus propios ciudadanos colonicen, por motivos religiosos, territorios ocupados por el Estado de Israel en Palestina, y que lo hagan con el apoyo de numerosas Iglesias cristianas fundamentalistas.

Al proponer la idea del retorno a una identidad mediterránea, la Unión Europea trata de calmar una situación que se le escapa de las manos. Europa está preocupada sobre todo por la seguridad: se trata de frenar unos flujos migratorios procedentes de las orillas pobres del Mediterráneo, afectadas por nuevos-viejos conflictos geopolíticos. También se trata de trabajar para la integración de Israel en la vida económica y cultural del Mediterráneo y, quizás, para reducir la preponderancia de la influencia norteamericana en el Mediterráneo. Sin embargo, la Unión Europea carece de una política exterior común; en el interior de la Unión, los países partidarios del eje israelo-americano en el Mediterráneo ejercen un contrapeso al tímido deseo de los países mediterráneos de la Unión: emanciparse de la hegemonía norteamericana. Ante esta situación de bloqueo, la Unión Europea preconiza el diálogo entre culturas y religiones de ambas orillas, como si los conflictos que desgarran la región fuesen estructuralmente causados por las diferencias religiosas y culturales, y no por problemas de poder y de supremacía totalmente profanos. Más que contribuir al avance en la solución de los conflictos, creemos que el diálogo contribuye a oscurecer el análisis y la comprensión de las situaciones conflictivas.

Mientras en el corazón de la cultura de la globalización económica y de la idealización de las fuerzas del mercado predomine la moda del multiculturalismo y de las gesticulaciones identitarias, será imposible entender la verdadera naturaleza de estas confrontaciones, que utilizan técnicas modernas de dinamización identitaria para esconder los que realmente está en juego.

No obstante, sería erróneo pensar que la identidad colectiva de las sociedades árabes se mantendrá en un estado de involución que le es propio, y que las distintas variantes de ideología de tipo islámico seguirán controlando la producción y el consumo de pensamiento. Y, sin embargo, no es probable un cambio rápido, pues el conflicto principal en la conciencia de los árabes sigue siendo el del expolio sufrido por los palestinos, el de la arrogancia con la que el Estado de Israel actúa en Oriente Medio, el de la soberbia norteamericana con la población iraquiana que sufre los efectos devastadores del embargo. Acentúa además el conflicto la imagen de una cruzada de tipo religioso, protagonizada por un Occidente que se define ahora como judeo-cristiano, y que continúa dando crédito a las tesis islamistas y alimentando una conciencia islámica infeliz. No será fácil salir de este círculo vicioso identitario.

Pero para llegar a comprender la realidad de los conflictos en el Mediterráneo, es necesaria una reordenación epistemológica que permita extraer un lenguaje histórico coherente, cuya racionalidad se imponga a todas las partes en litigio.

 

Problemas de epistemología

En el relato de los acontecimientos en Oriente Próximo, la mayoría de las cuestiones metodológicas giran en torno a la delimitación de los marcos de análisis y de explicación de las problemáticas fundamentales que se usan para entender estos acontecimientos. Gran parte de las confusiones e interpretaciones contradictorias que se producen en la elección de los hechos analizados por los observadores de Oriente Próximo y en la repercusión que éstos les otorgan me parecen, en efecto, debidas a una falta de rigor intelectual en la elaboración de los paradigmas que subyacen a los estudios. De hecho, el análisis histórico de Oriente Próximo a través de su propio universo conceptual y de su lenguaje no-histórico es, consciente o implícitamente, una obra de combate que abusa de las nociones identitarias; raramente se trata de una renuncia a los lenguajes canónicos y a los conceptos dominantes que organizan los distintos sistemas culturales, mediante los cuales se comprende el acontecimiento.

Así, hay que determinar, en primer lugar, si el análisis se hace a través de la visión de la cultura forjada por el orientalismo occidental o si, al contrario, se realiza a través del prisma de los diferentes grupos o subgrupos de las sociedades de Oriente Próximo. En tal caso, previamente hay que poner en evidencia las influencias recibidas por este grupo, debido a su contacto con los valores de la modernidad occidental y a la adopción de tradiciones de talante antropológico más que histórico. Asimismo, hay que delimitar las influencias recíprocas que puedan existir entre los conceptos y lenguajes históricos utilizados por las ideologías religiosas del fundamentalismo musulmán y los que usan la pauta de análisis del orientalismo y del neoorientalismo.

El cuestionamiento incesante del lenguaje y de los conceptos empleados como base de lectura, así como del método para delimitar el campo de observación desde el punto de vista de la conceptualización del espacio, de la temporalidad y, finalmente, del sujeto histórico observado, nos obliga a tomar cada vez más precauciones y a reducir el ámbito de las certezas artificiales. Si se acepta este saludable ejercicio, es posible plantear nuevas problemáticas más fecundas, e incluso llegar a una conceptualización histórica abierta y, por tanto, capaz de leer mejor la contemporaneidad en la pluralidad de sus raíces históricas, finalmente puestas al día. Quizás entonces, las vías hacia el futuro, que hoy parecen tan oscuras, se despejen.


El espacio

¿Qué espacio debe abarcar el análisis contemporáneo de Oriente Próximo? No olvidemos que la misma noción de Oriente Próximo es un concepto geográfico que responde al modo europeo de concebir ese territorio. El Near East de los Ingleses o el Levant (en francés y en inglés) no es lo mismo que el Middle East, pues excluye a Irán, Paquistán y Afganistán, países que, para los anglosajones, se incluyen en el término Oriente Medio, mientras que Extremo Oriente o Far East se refieren a los mundos chino e indio. Para los geógrafos e historiadores franceses el Oriente Medio acaba en la frontera de Turquía con Irán; empieza, en general, en Egipto, y excluye a los países del norte de África, (llamados "magrebíes" para evitar el uso de la antigua noción colonial); y también a los países balcánicos.

Sin embargo, en el siglo pasado, los famosos manuales sobre la "cuestión de Oriente", que durante tanto tiempo marcaron la historia y los sistemas de percepción contemporáneos, incorporaban todos los problemas balcánicos. Así, se recogían: la cuestión griega, la de Bosnia-Hercegovina, la de Macedonia y Bulgaria, la de Albania y la de Rumanía. Todas ellas aparecían junto con los problemas de Palestina (estatuto de los Santos Lugares), del Líbano (estatuto de la comunidad maronita) y los de Egipto (estatuto respecto al imperio Otomano y a las potencias europeas). En resumen, estos manuales, muy centrados en las consecuencias del debilitamiento del imperio Otomano y por las rivalidades coloniales entre las potencias europeas, trataban esencialmente del espacio delimitado por las fronteras oscilantes de dicho imperio, territorio designado casi siempre con el vocablo Oriente Próximo o Levante.

El concepto de Oriente Medio no empezó a competir con el de Oriente Próximo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Irán, Afganistán y, desde su creación en 1947, Paquistán, se convirtieron en elementos claves en la Guerra Fría y en los pactos militares que el Reino Unido y los Estados Unidos trataban de establecer para frenar la expansión soviética.

Así, vemos como, en Historia, la delimitación de los espacios geográficos no es, en modo alguno, un ejercicio inocente. Para los historiadores, no es la homogeneidad del medio geográfico lo que sirve para fijarlos, sino las áreas de influencia geopolítica de las grandes potencias. Actualmente, acabada la Guerra Fría, para los europeos la noción de Oriente Próximo tiende a desparecer, y deja paso a la de "Mediterráneo", que concurre con una concepción israelo-americana que intenta imponer "un nuevo Oriente Medio" (7), en cuyo centro se encuentra Israel. Curiosamente, en la Conferencia de Barcelona –que pretendió ser un referente fundador de un espacio geográfico homogéneo– la propuesta de un espacio geopolítico nuevo excluía la costa dálmata del Mediterráneo y, por lo tanto, a los estados Balcánicos. Para los europeos, y posteriormente para los Estados Unidos, convertidos en potencia en Oriente Medio durante la Guerra Fría, los conceptos de espacio son cambiantes y están a la merced de la evolución geopolítica.

Por otra parte, para los pueblos de Oriente Próximo y para sus historiadores, entender el propio espacio se ha convertido, desde el final del imperio Otomano, en una tarea imposible. El colonialismo británico y francés, así como el italiano en Libia, habían violado y controlado ese espacio. En Palestina, la creación del Estado de Israel por las comunidades judías de Europa Oriental, convirtió este rincón de Oriente Próximo en una extensión de Europa y, hoy en día, de Estados Unidos. Por otro lado, el espectacular desarrollo de la energía petrolífera y del gas se ha convertido en algo vital para el funcionamiento de las economías occidentales, y ha provocado la toma del control de las reservas de energía de la península Arábiga por parte de éstas, como un nuevo sustituto de la colonización. En este sentido, la Guerra del Golfo consolida con fragor, otra vez, la dominación occidental sobre el espacio de la península Arábiga.

Por otro lado, la contestación de las fronteras postotomanas por parte de los diferentes pueblos afectados cuestionaba toda percepción consensuada del espacio delimitado por las nuevas fronteras estatales. Los espacios soñados –el de la arabidad, el del panislamismo, o incluso el de los microespacios comunitarios o étnicos– chocaban con un espacio real, que tan pronto era fragmentado por las fronteras coloniales cuestionadas, como se convertía en víctima de los juegos de la geopolítica mundial, especialmente de los de la Guerra Fría. Asimismo, los diferentes espacios soñados también estaban en conflicto permanente entre ellos, así como con los espacios de la geopolítica, con quienes se entrecruzaban sin coincidir nunca.

De este modo, los espacios de identidad árabe excluyen a Turquía e Irán, pero incluyen el Magreb. Por otra parte, los espacios de identidad islámica, a mi entender todavía más imaginarios, empiezan en el Atlántico hasta llegar, en forma de luna creciente, al corazón del Asia central y de la India, así como al Extremo Oriente indonesio y malasio. Estructurar institucionalmente todos estos espacios es la vocación de la Liga de Estados Árabes, fundada en 1944, y de la Organización de la Conferencia de los Estados Islámicos, constituida en 1969.

Las guerras del siglo pasado y del presente en el Líbano, unas contenidas en otras –simbólicamente, parecen muñecas rusas-, fueron guerras de delimitación de espacios y de jerarquías de influencia geopolítica. Los observadores y los ensayistas más apasionados, así como los más cínicos (en ambos casos, los más propensos a convertirse en juguetes de la geopolítica) ven en estas guerras asuntos identitarios fundamentales. Cualquier cuestionamiento de la naturaleza misma del espacio y de su función en la percepción histórica les deja fríos. Tierras prometidas, tierras religiosas, tierras santas: sin lugar a dudas, la creación ex nihilo del Estado de Israel estimuló la construcción delirante de espacios de ensueño, espacios esquizofrénicos donde la realidad geográfica, humana e histórica se niega sin cesar. El "nuevo Oriente Medio", que los acuerdos de Oslo pretenden embellecer, fue un nuevo acto de locura que opone un espacio real de violencia, sufrimiento y expoliación, a un espacio imaginario de desarrollo y de prosperidad. Este último se corresponde con el soñado por los Estados Unidos y por Israel, quienes prescinden del real y de sus problemas verdaderos.

Al observador del Oriente Próximo contemporáneo se le plantean unas preguntsa temibles: ¿de qué espacio depende el acontecimiento que analiza?, ¿qué sistema de percepción y qué paradigma político y cultural sirven para comprenderlo y estudiarlo? Si la delimitación del espacio y la determinación de su identidad política y humana es el primer paso antes de cualquier análisis coherente, los fundamentos y el método de esta acotación –fuera de los lenguajes de la geopolítica occidental, siempre marcados por el lenguaje histórico europeo del siglo XIX– continúan indefinidos, a medio camino entre las realidades del territorio fragmentado por las nuevas fronteras estatales y las áreas imaginarias, consecuencia de unos choques culturales e históricos cuyo furor todavía no ha disminuido.

Al analizar un acontecimiento, el observador de Oriente Próximo para comprenderlo tendrá que multiplicar constantemente las pautas de coherencia que utiliza y su alcance, en función de un espacio multipolar de distinto niveles y de dimensiones diferentes, según la perspectiva en la que decida situarse. Al contrario de lo que ocurre en otras regiones del mundo, en Oriente Próximo el espacio es equívoco. No existe ningún sistema de delimitación reconocido y aceptado. Se trata de una zona codiciada y fragmentada cuya identidad política es, como veremos más adelante, inestable, y está sometida a las influencias más contradictorias. El estudioso de acontecimientos contemporáneos se halla pues en un terreno minado. En este contexto, hay que avanzar con prudencia y sin certezas metafísicas, y distanciarse de los discursos identitarios que pretenden legitimar una u otra concepción del espacio.


La temporalidad

Con la temporalidad ocurre algo semejante a lo que sucede con el espacio: ¿en qué registro temporal hay que analizar el acontecimiento contemporáneo que sacude Oriente Medio? El tiempo de la modernidad industrial, ¿es el adecuado para situar el hecho en una escala temporal? La expedición de Bonaparte a Egipto en 1797, ¿es el inicio de la modernidad en Oriente Próximo? Y es más, ¿qué modernidad: sólo la de Egipto; la del conjunto formado por Egipto, Siria, Líbano, Palestina e Irak; o bien la de Libia, Túnez y el Magreb, a quienes el acontecimiento mencionado no afectó? ¿Acaso el año primero de la era contemporánea corresponde al del hundimiento definitivo del imperio Otomano, que cierra en el "Oriente musulmán" el final de los imperios y abre el camino hacia nuevas delimitaciones del espacio, todavía inacabadas como demuestra la situación actual del Líbano, de Irak, del Yemen y de Sudán ? En este sentido, el acontecimiento fundador de la época contemporánea en Oriente Próximo, ¿no es el que establece la creación del Estado de Israel en 1948, o la declaración de Balfour en 1917, momentos que imprimirán una dirección nueva a la historia de la región? Y relacionado con ello, ¿acaso la creación de Israel no restablece una temporalidad bíblica que revitaliza la temporalidad islámica y el calendario de la Hégira? Y en el Magreb, ¿no es la colonización francesa de Argelia, un siglo antes? Se trata de dos hechos fundadores-destructores del ritmo del tiempo que mezclan, en registros diferentes, espacios y tiempos europeos y orientales.

Para ilustrar la emergencia de una nueva temporalidad que rompa con la antigua continuidad, podríamos escoger otras fechas: la de la revolución egipcia en 1952, la de la nacionalización del canal de Suez en 1956, o la de la revolución iraní en 1978. Sin embargo, como los años pasan sin que se confirme el sentimiento de un cambio dramático, el historiador pondrá en duda lo que al principio había tomado como referencia cronológica fundamentada de una modernidad propia de Oriente.

Por otro lado, el fracaso continuado de las políticas de industrialización ha provocado que las economías de Oriente Próximo se hundan cada vez más en mecanismos de renta (petróleo, algodón, fosfatos y otras materias primeras). El funcionamiento de las economías occidentales –y no el de las locales– alimenta estos mecanismos. Durante las últimas décadas se han multiplicado las rentas (la turística, la de situación geográfica y, por consiguiente, la geopolítica). Y el mantenimiento de la economía de renta, lejos de la aceleración de la temporalidad que causan las sucesivas revoluciones industriales, tiene un impacto muy profundo en la temporalidad de las sociedades apartadas de la modernidad industrial. Se trata de un factor que otorga a Oriente Próximo una temporalidad que únicamente puede ser diferente de la de la economía-mundo o que, en todo caso, aunque dependa de ella, no funciona al mismo ritmo.

Las élites ricas y occidentalizadas de Oriente Próximo pueden vivir materialmente en una temporalidad moderna o postmoderna. Sin embargo, no está tan claro que la crónica de las horas y los días de los campesinos, obreros, pequeños funcionarios, familias reales o militares en el poder refleje la angustia de una temporalidad moderna hecha para producir y cambiar cada vez más rápido bienes materiales e inmateriales. Ciertamente, la agitación del mundo moderno ha alcanzado todos los rincones de Oriente Próximo, más que a China o a la India; pero, ¿se vive en él con la obsesión por el futuro, por la preservación del medio ambiente, por la necesidad de crecimiento económico elevado o por el miedo a la extensión de espacios de exclusión y de marginalidad social?, o ¿más bien se vive bajo el peso del pasado y de sus imaginarios, a la espera pasiva del acontecimiento que cambiará el curso de una historia a la que, desde hace siglos, ningún héroe de Oriente ha podido marcar su sello de modo duradero?

El sentimiento de impotencia, incluso de incapacidad, ¿acaso no ha vuelto a traer a Oriente Próximo una temporalidad del cansancio que favorece el resurgimiento de una temporalidad inspirada en la guerra santa, en la que hay que esperar la intervención divina para enderezar el curso infeliz de los acontecimientos? Sin lugar a dudas, esta temporalidad religiosa, que rechaza las realidades del mundo profano, corresponde a la de los movimientos islamistas. También es, en muchos aspectos, la del Estado de Israel aunque, en este caso, se vive de manera triunfante. Y es, asimismo, la temporalidad de la opinión occidental cuando se asoma al mundo de Oriente Próximo. Para ésta el acontecimiento israelí es un hecho histórico natural, incluso la realización feliz de la Historia; en cambio, para los árabes y para la mayoría de libaneses es artificial, una deriva histórica inesperada y monstruosa. En todo caso, con su apoyo a la creación del Estado de Israel, Occidente adoptó, respecto a Oriente Próximo, una temporalidad de base religiosa y mística, en el momento mismo en que los esfuerzos críticos de la cultura de la Nahda trataban de inclinarse hacia la modernidad profana.

Así, hoy se plantea una cuestión incisiva: saber si Oriente Próximo, inventor del monoteísmo, está condenado a permanecer en la temporalidad religiosa, a no poder entrar en el mundo profano de la modernidad. De esta manera, ¿está condenado también a quedarse en el subdesarrollo, es decir, a no entrar en una temporalidad cuyo ritmo lo marca la rapidez en la producción y en los intercambios de bienes y servicios, así como la competición entre naciones y empresas?; ¿sólo el ritmo de consumo de energía del resto del mundo y los caprichos de la pluviometría local determinarán los niveles de renta petrolífera y agrícola, que aún son el elemento decisivo para el funcionamiento de las economías locales?

El observador político y sociológico de mi generación que se ha esforzado en trabajar sin certezas metafísicas no puede reconocer la dificultad de su tarea, en la que ni el espacio, ni la temporalidad en la que se desarrollan los acontecimientos están claramente definidos e identificados. Tiene que resistir sin cesar ante la tentación de adoptar, incluso inconscientemente, los sistemas de delimitación del espacio y del tiempo del orientalismo y del academicismo occidentales, así como los que practican las ideologías provinientes de los fundamentalismos comunitarios religiosos o étnicos.

En realidad, para poder identificar el espacio y encontrar puntos de referencia cronológicos pertinentes, también hay que precisar y delimitar el sujeto histórico que es objeto de análisis.


El sujeto histórico

En este ámbito, el Líbano ofrece un campo de reflexión importante. La historia del país, es decir, la del espacio geográfico homogéneo (la Montaña o Monte Líbano y la costa), solía estar amalgamada con espacios imperiales de la historia árabe o musulmana más amplios o, al contrario, con el más limitado de una comunidad religiosa y de sus grandes familias, o el de un grupo de comunidades específicas y de las relaciones de esta comunidad con otras regiones del mundo (8). Historia comunitaria, regional, rural, urbana o colonial y diplomática estaban abigarradas en una cacofonía chirriante, ejemplificada en la complejidad para interpretar los acontecimientos sangrientos de 1840 y 1860. Esta misma dificultad se reproduce al interpretar la guerras del Líbano entre 1975 y 1990 semejantes, tal como las hemos comparado antes, a muñecas rusas. La delicada cuestión sobre el papel de los factores internos y externos estuvo en el centro del debate sobre el carácter de "guerra civil" o de "guerra de los otros" del conflicto del Líbano. Sin embargo, había que definir previamente los espacios que delimitaban respectivamente el ámbito de lo interno y el de lo externo.

Desde el tiempo en que investigaba para mi tesis doctoral, lo que más llamaba mi atención era la invasión del análisis histórico por parte del prisma antropológico. En realidad, según los autores europeos, Oriente se caracterizaba por grupos humanos con una esencia immutable, con un estructura antropológica invariable. Se trataba casi siempre de un islam abstracto, atrapado en el texto coránico sagrado, y poco susceptible de ser interpretado. La "raza" musulmana, arquetipo de la raza semita, y todas las características negativas que en ella se veían, tal como la popularizó la fuerte personalidad de Ernest Renan, se hallaba en el centro de la literatura política europea sobre Oriente. Otros autores insistían más en la esencia inmutable de los grupos llamados "minoritarios": cabilos y bereberes en el norte de África; maronitas, drusos, alauitas, asirios y coptos en el Machrek árabe.

En una reseña de mi tesis doctoral, Maxime Rodinson me reprochaba con cierta vehemencia que hubiese olvidado que los maronitas eran una "casi-nación" (9). Sin embargo, tanto para mis padres como para los augustos obispos o simples curas maronitas que nos honoraban con su amistad, ser maronita era, ante todo, pertenecer a una iglesia enraizada en el espacio oriental, en la temporalidad de la cultura siria y en la fidelidad a la iglesia de Roma, iglesia universal. Yo nunca había aprendido que pertenecía a una "casi-nación": en el peor de los casos, estaba incluido en un embrión abortado de la enorme potencia política y militar que los estados nacionales europeos simbolizaban tan bien; en el mejor, a la gestación de una entidad capaz de convertirse más tarde en nación. Cuando el eminente sociólogo del islam, de percepción tan aguda, invocó el concepto de casi-nación, ¿no fue víctima de la literatura sobre la "cuestión de Oriente"? Una Iglesia que comparte con su entorno no cristiano la misma lengua y el mismo estilo de vida, ¿puede ser "casi nacional", tal y como podemos caracterizar la Iglesia armenia o la Iglesia copta en Egipto?

Por su lado, el añorado Edmond Rabbath, que había tenido la amabilidad de prologar elogiosamente esta misma tesis, consideraba que el laicismo que yo preconizaba para evitar la repetición de los acontecimientos del siglo pasado, sería como un cuerpo extraño, una "chapuza", en una "estructura (comunitaria) tan sólidamente anclada en el subconsciente de los libaneses" (10). Así, yo pertenecía a una "casi-nación", incapacitada para el laicismo, lo que, siguiendo los mismos criterios de la concepción moderna de la nación, me parecía contradictorio.

Al hablar de nación y de laicidad, mis dos excelentes maestros parecían tener como modelo inconsciente para leer la realidad local contemporánea de Oriente Próximo una concepción antropológica solidificada que hoy designamos todavía con la palabra "mundo musulmán", como si aún estuviésemos en los tiempos de los grandes califatos omeyas o abbasíes, o incluso en el tiempo de Suleimán el Magnífico.

En realidad, cuando hacemos un balance de los estudios históricos sobre Oriente Próximo, percibimos que, a menudo, se trata del mismo libro publicado con firmas diferentes y con algunas variantes. No obstante, en todos ellos el que el sujeto histórico observado es "el islam" o los "pueblos musulmanes" mezclados en una única entidad. Incluso Fernand Braudel, autor muy fecundo, en su célebre Gramática de las civilizaciones trata de las historias persas, turcas, árabes y de los pueblos musulmanes de Extremo Oriente, como si fuesen un mismo y único tema de observación histórico.

Llegados a este punto, hay que preguntarse si el islam aniquiló, objetiva y efectivamente, todas las especificidades del carácter de los grupos islamizados de los lugares por donde pasó, fuese cual fuese el origen geográfico, lingüístico, étnico y económico, y si dejó en un estado de "casi-nación" a las comunidades religiosas no musulmanas. Ante el alud de estudios sobre el islam publicados durante las últimas décadas, y ante la ausencia de reflexión y de estudio histórico sobre la evolución específica de los pueblos situados en el espacio y en el tiempo, es inevitable inquietarse. Es difícil encontrar historia iraní, turca, árabe, magrebí, incluso de Egipto (excepto la faraónica), iraquí o de Mesopotamia, siria (excepto el período del mandato francés), sobre todo si se comparan con las incontables historias llamadas del islam o de los pueblos musulmanes. Éstas, se sitúan más cerca de una antropología todavía marcada por la percepción colonial –o, más recientemente, anticolonial– de Europa, o que corresponde a los criterios canónicos del discurso estereotipado de los fundamentalistas musulmanes sobre la unidad de los creyentes, discurso que enlaza con la percepción colonial del siglo XIX. Así, el islam se erige en una realidad social única y global; es a la vez hecho nacional, cultura global y lenguaje identitario e histórico exclusivo. Este postulado, tan frecuente en la observación histórica de Oriente Próximo, me parece carente de valor explicativo y de interés intelectual.

Tal y como ya hemos indicado, hay que recordar que la literatura europea sobre la "cuestión de Oriente" –cuyas huellas permanecen impresas en nuestros sistemas de percepción y que constituye una mezcla, a veces muy conseguida y a veces odiosa, de historia diplomática y de prejuicios antropológicos– utilizaba confusamente los términos de nación, pueblo y raza. La raza dominante era "el turco"; las naciones o "casi-naciones", para retomar la expresión de Maxime Rodinson, eran "minorías", siempre en un papel pasivo según la Europa colonial; y el musulmán era definido como alguien incapaz de integrarse en la modernidad europea. Los grupos humanos que no pertenecían al islam sunita –las comunidades religiosas cristianas o judías, el chiísmo o las sectas disidentes, grandes grupos étnicos como los bereberes o los kurdos– siempre eran percibidos como etnias con estructuras estereotipadas e impermeables, o bien como "naciones" a la espera de la resurrección gracias a la intervención de las potencias europeas. Incluso cuando la lengua o la religión, la cocina, la música, la poesía –factores fundamentales de la identidad– eran compartidas con grupos más amplios demográficamente, los observadores europeos, con la mayor confusión conceptual posible, veían pueblos, naciones e incluso razas.

Asimismo, proyectaban espacios –los de los futuros estados clientes-, zonas de influencia adecuadas para estimular los juegos feroces de la geopolítica europea ante un imperio Otomano agonizante. El Tratado de Sèvres en 1920, inaplicable e inaplicado, fue la consagración ficticia de este imaginario en ebullición. Oriente Próximo hubo de pagarlo con graves episodios de violencia y con traumatismos históricos profundos. Si el Tratado de Sèvres fue un fracaso vergonzoso, la declaración de Balfour en 1917 representó, en cambio, un éxito "histórico": se "inventaba" una nación con arreglo a ciertos criterios aparentes de la modernidad política. Esta nación no pertenecía a Oriente, sino que resumía una religión, cuyos miembros dominantes pertenecían a culturas y lenguas de las viejas naciones europeas o de la sociedad americana (11).

Todo ello sirve para explicar que en el Oriente Próximo el sujeto de la historia continúa estando indefinido, así como el espacio y el tiempo. ¿Se estudia la evolución de las religiones monoteístas, en particular el islam y el judaísmo?, ¿la de los pueblos y sus culturas profanas, marcados por el medio geográfico o por las limitaciones económicas?, ¿el desarrollo de los grupos étnicos o de las comunidades religiosas, sea cual su grado de especificidad?, ¿o bien se estudia la historia de la entidades estatales y de los regímenes políticos que las caracterizan o los dictadores que los dominan? Con demasiada frecuencia, al escribir la historia de Oriente Medio, el autor no define su tema de estudio, ni las grandes nociones conceptuales de pueblo, Estado, nación, minoría, religión, cultura, etnia o mundo (árabe, musulman o arabomusulmán). No se hace ninguna comparación metodológica fructífera con los conceptos que utiliza la cultura árabe para comprender la realidad social (Watan, Umma, quawmia, jama’t, millat, quotr), nociones empleadas con poco rigor, en función del contexto o de los niveles de análisis y de la influencia de los lenguajes históricos europeos en las lenguas árabes.

Por mi parte, ante la confusión de conceptos he privilegiado la utilización del concepto de sociedad, situado en su medio geográfico. Sus comportamientos en la esfera de lo profano, sus características culturales –incluso el modo de recepción de la modernidad-, sus problemas de adaptación al funcionamiento de una economía de renta, dependen exclusivamente de factores externos, y producen riqueza y pobreza sin criterio política ni ideológicamente legítimo. Como las sociedades de Oriente Próximo son complejas, ni la industrialización ni el funcionamiento secular de un Estado nación han logrado homogeneizar, el método de observación histórica deberá necesariamente examinar esta multiplicidad, definir los contornos y los niveles diferentes de cultura y de memoria. Además, el acontecimiento contemporáneo actúa como un agente revelador de esta complejidad. Nunca es unívoco, tampoco tiene una causalidad única, y sus repercusiones no pueden limitarse a uno solo de los múltiples espacios a los que afecta en lo real y en lo imaginario (12).

A mi entender, nuestra región no posee ni naciones constituidas y establecidas gracias a un poder centralizador secular y a una industrialización estabilizadora de sus contornos humanos, ni minorías compactas y homogéneas, en el sentido europeo del término. Todavía es más difícil tomar el islam como sujeto de observación porque, al contrario que el cristianismo, no posee una autoridad institucional fuerte que pueda influir de modo duradero en el curso de la Historia, ni siquiera en el chiísmo. No puede confundirse la descripción de la ideología religiosa, tanto en el islam como en el judaísmo, con el resultado de una observación histórica de tipo profano y con la evolución compleja del conjunto de la realidad social. En cualquier caso, esta última no podría resumirse en una práctica ni en una ideología de carácter exclusivamente religioso.

Oriente Próximo no ha entrado en el tiempo de la modernidad política y no ha encontrado la coherencia de sus espacios, pero tampoco se ha quedado en el tiempo de los imperios legitimados por la Religión o la Hégira. De hecho, en esta región del mundo, los puntos de referencia cronológicos, las temporalidades y los espacios son múltiples; los espacios están fragmentados y su gestión económica y militar todavía está, incluso acabada la Guerra Fría, ampliamente compartida con las grandes potencias que administran el sistema internacional, quienes delegan una parte de su poder a potencias regionales. Ante la ausencia de un deslinde claro y legítimo de las entidades humanas y políticas afectadas por los acontecimientos, el sujeto de observación histórica todavía permanece indefinido. La reinstauración del Estado de Kuwait no es la guerra de liberación nacional del pueblo o de la nación kuwaití, sino una guerra planetaria postmoderna llamada "Guerra del Golfo", donde los ejércitos de la región, incluso los afectados de forma más directa, así como el del agresor –el dictador iraquí-, sólo hicieron un papel pasivo. La violencia en el Líbano entre 1975 y 1990 todavía no tiene nombre, si se rechaza el nombre demasiado parcial e inadecuado de "guerra civil" o "guerra comunitaria". Para los israelíes y para el sector de la opinión occidental que los apoya, los territorios palestinos conquistados en 1967 por el ejército israelí son Judea y Samaria, y Jerusalén es la capital eterna del Estado de Israel. Pero esta visión no es compartida por millones de personas. Los actos de violencia contra las ocupaciones israelíes son terrorismo para algunos y resistencia para otros.

Como vemos, en Oriente Próximo ningún sujeto de observación tiene una identidad claramente definida y aceptada, pues su espacio y su historia contemporánea continúan fragmentados entre actores internos y externos, historia religiosa e historia profana, espacios locales de los que los pueblos afectados son desposeídos y espacios de la geopolítica occidental, todavía hegemónica en esta región del mundo.

En resumen, en Oriente Próximo el lenguaje y los conceptos de base para la observación, que no han sido precisados ni explicitados en el marco de un sistema coherente, son una forma sutil de combate, a menudo incluso sin que lo sepa quien los usa, encerrado como está en un sistema encorsetado de modelos de lectura e interpretación. Así, las guerras son, ante todo, conflictos de palabras y de conceptos. El observador, periodista o profesor de universidad, tiene pues una responsabilidad moral fundamental. Si no toma precauciones metodológicas, si no explicita su propio sistema de valores, si no da cuenta de las complejidades del espacio, de la temporalidad y de los sujetos de observación, corre el riesgo de ser el herrero que prepara las armas para la violencia de mañana.

Es verdad que hoy es de buen tono ignorar que la politología o la sociología, la historia o todas las ciencias humanas son, ante todo, una ciencia moral. Al pretender ser neutro, a veces incluso cínico en lo que a Oriente Próximo respecta, el observador puede agravar las confusiones y convertirse en portavoz de los extremismos y de los fundamentalismos, tanto si utiliza su vocabulario, como si oculta una realidad social irrefutable.

En mi opinión, el observador de Oriente Próximo debe, en primer lugar, dar cuenta de la realidad del sufrimiento de los hombres y de las mujeres que allí viven, de sus sueños rotos, del cinismo de los juegos de la geopolítica mundial, de la falta de realismo de los proyectos de paz y de estabilidad respecto a las injusticias, y de la opresión que reinan en la región. Ciertamente, debe dar cuenta de la diversidad, pero también no encerrarla en especificidades antropológicas supuestamente irreductibles. Tampoco debe minimizar los factores de unidad, los espacios naturales, los medios sociales y geográficos unidos por la lengua y las costumbres; ni puede olvidar las fronteras y su carácter simbólico, ni denigrar incesantemente el Estado, olvidando que no necesariamente se confunde con la opresión de un régimen político dado o de un dictador mimado o temido por la geopolítica regional.

Describir los acontecimientos y las múltiples resonancias que éstas adquieren, remontar los hilos, acorralar la ideología y separarla de los distintos niveles de realidad social, explicitar los sistemas de valores que organizan la percepción histórica, cuestionar sin cesar el método y la pertinencia de los lenguajes históricos e identitarios, son la tarea del observador de Oriente Próximo, y que debe adoptar una politología profana. En caso contrario, se corre el riesgo de escribir siempre el mismo libro o contar historias, cuentos de hadas o de terror que niegan la realidad multiforme de los acontecimientos o desfiguran su consistencia. Cuando esto sucede, se produce una literatura de combate que participa en la fragmentación de los espacios de Oriente Próximo.

La misión del observador, tanto en Oriente Próximo como en otros lugares, consiste en actuar, mediante la escritura, para restablecer la coherencia, crear sistemas de comprensión del mundo que no sean muy disonantes, en preservar las oportunidades de un futuro mejor. Su deber es sustraer el lenguaje histórico de las manos de los artífices de la guerra y de la infelicidad, o de los antropólogos demasiado aficionados a las esencias supuestamente inmutables, según ellos, del alma de los pueblos, del espíritu de las religiones y de las razas humanas, o del genio de las naciones.

 

Notas

1. Delgado Ruiz, M. (1998) "Dinámicas identitarias y espacios públicos", Afers Internacionals, nº 43. Barcelona: Fundació CIDOB.

2. Sobre este punto, ver Bourdieu, P. y Wacquant, L. (1998) "Sur les ruses de la raison impérialiste", Actes de la recherche en sciences sociales, nº 121-122 marzo, artículo que expone muy bien la influencia multiforme del pensamiento antropológico y sociológico americano en el conjunto de investigaciones y análisis de los conflictos y las tensiones en el mundo.

3. Sobre este proceso, ver Gusdorf, G. (1968) La révolution galiléenne, Tome I, chapitre I, París: Payot.

4. Hemos desarrollado ampliamente este análisis en nuestro libro L’Europe et l’Orient, de la Balkanisation à la Libanisation. Histoire d’une modernité inaccomplie, París: La Découverte, 1989.

5. Hemos intentado analizar esta "reislamización ", en tanto que ha sido instrumentalizada activamente desde el principio por Estados Unidos, en Le Proche Orient éclaté, Tomo II, París: La Découverte, 1997, capítulo VII.

6. La expresión, empleada en este contexto, es un total sinsentido. El "judeocristianismo" designa historicamente las pequeñas sectas orientales que, durante los dos primeros siglos del cristianismo en Oriente Próximo, buscaron la síntesis entre la enseñanza de Cristo y el judaísmo. La cultura europea no tiene raíces judaicas, salvo si se considera la influencia de la Biblia. Sin embargo, el cristianismo hace un uso del Antiguo Testamento totalmente opuesto a la lectura judía de la Torah. Hablar de raíces judeo-cristianas en la historia del desarrollo de la cultura europea del final de la Edad Media, el Renacimiento y después la Revolución Francesa no tiene un fundamento histórico real. Se trata de un efecto de tipo identitario, que apunta a dar un perfume religioso fuerte a Occidente, que se opondría al islam, como tan bien hace S. Huntigton en su libro superficial y a menudo incoherente sobre la guerras de civilizaciones futuras, de la cuales se proclama profeta.

7. Término popularizado por un libro del ex primer ministro de Israel: Peres, S. (1993) The New Middle East, publicado en francés bajo el título Le temps de la paix. París: Editions Odile Jacob.

8. Ver Corm, G. (1992) Líbano, les guerres de l’Europe et de l’Orient. París: Folio/Actuel.

9. Rodinson, M. (1972) L’année sociologique, Volume 23, p. 338.

10. En el prefacio de Corm, G. (1970) Contribution à l’étude des sociétés multiconfessionelles; effets sociopolitiques et juridiques du pluralisme religieux, París: L.G.D.J., p. XI.

11. Ver Dieckhoff, A. (1993) L’invention d’une nation. Israël et la modernité politique, París: Gallimard. Para Rumanía, ver Ckarnouh (1990) L’invention du peuple. Croniques roumaines, Arantère.

12. Este es el método utilizado en nuestro Le Proche-Orient éclaté, 1956-1991, París: Folio/histoire, 1992, y que hemos seguido utilizando en el tomo II, ya citado.

 

revista cidob d'afers internacionals, 43-44, diciembre 1998-enero 1999 
http://www.cidob.es/Castellano/Publicaciones/Afers/43-44.html

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