BUSH Y SAN MARTÍN

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Felipe Pigna

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Hace pocos días en la Conferencia de la OEA, el presidente de la potencia hegemónica, autor intelectual de los más grandes genocidios de los últimos años, pretendió compararse con nuestro libertador, Don José de San Martín. Si las comparaciones son odiosas, esta lo es particularmente. Bush dijo entonces que como San Martín: “En el último rincón de la tierra en que me halle estaré pronto a luchar por la libertad”.
No hace falta abundar en las diferencias, pero no está demás recordar que mientras Bush invade, conquista, tortura y asesina, San Martín liberaba y establecía penas severísimas para sus oficiales y soldados que osaran apenas confundir su rol de libertadores con el de conquistadores:

 

“Ya hemos llegado al lugar de nuestro destino y sólo falta que el valor consume la obra de la constancia; pero acordaos que vuestro gran deber es consolar a la América, y que no venís a hacer conquistas, sino a liberar a los pueblos que han gemido trescientos años bajo este bárbaro derecho. Los peruanos son nuestros hermanos y amigos; abrazadlos como a tales y respetad sus derechos como respetasteis los de los chilenos después de la batalla de Chacabuco.
”La ferocidad y violencia son crímenes que no conocen los soldados de la libertad, y si contra todas mis esperanzas, alguno de los nuestros olvidase sus deberes, declaro desde ahora que será inexorablemente castigado conforme a los artículos siguientes:
”1º Todo el que robe o tome con violencia de dos reales para arriba, será pasado por las armas, previo el proceso verbal que está mandado observar en el ejército.
”2º Todo el que derramare una gota de sangre fuera del campo de batalla, será castigado con la pena de Talión.
”3º Todo insulto contra los habitantes del país, sean europeos o americanos, será castigado hasta con pena de la vida, según la gravedad de las circunstancias.
”4º Todo exceso que ataque la moral pública o las costumbres del país, será castigado en los mismos términos que previene el artículo anterior.
”¡Soldados! Acordaos que toda la América os contempla en el momento actual, y que sus grandes esperanzas penden de que acreditéis la humanidad, el coraje y el honor que os han distinguido siempre, dondequiera que los oprimidos han implorado vuestro auxilio contra los opresores. El mundo envidiará vuestro destino si observáis la misma conducta que hasta aquí; pero ¡desgraciado el que quebrante sus deberes y sirva de escándalo a sus compañeros de armas! Yo lo castigaré de un modo terrible; y él desaparecerá de entre nosotros con oprobio e ignominia.
”Cuartel General del Ejército Libertador en Pisco, septiembre 8 de 1820.”

 

Bush confunde la lucha por la libertad con el llamado “Destino Manifiesto” del que nunca está de más contar su historia.
Fueron los puritanos ingleses exiliados que en 1626 desembarcaron en Massachussets con la idea de fundar  la “Nueva Israel” en América. Los puritanos, se habían auto convencido de que Dios los había elegido para colonizar aquellos territorios. El ministro de aquel credo John Cotton escribió en 1630: “Ninguna nación tiene el derecho de expulsar a otra, si no es por un designio especial del Cielo.”
Los colonizadores puritanos tenían una misión: engrandecer su nueva patria para alabar a Dios. Según la ideología puritana, tan profundamente analizada por Max Weber en su clásico libro “
La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, la riqueza es una señal de aprobación divina. Así, la nación que goza de prosperidad puede estar segura de que fue elegida por Dios. Estos elegidos tienen “la misión” (no casualmente George Bush tituló así su autobiografía) de guiar al resto de la humanidad para alcanzar la felicidad, salud y prosperidad. Al individuo o al país que “fracasan”, les quedan dos caminos o permiten que los elegidos los “rehabiliten” o pueden prepararse a ser eliminados por aquellos, que no sentirán ningún remordimiento, porque cuando se combate en nombre de Dios, no hay límites morales. Esta elección divina, misteriosa y caprichosa de unos para ser salvados y de otros para no entrar en el reparto, provoca la discriminación de los que se sienten elegidos hacia los que “probablemente” no lo serán. Estas ideas de superioridad mesiánica germinaron en las mentes norteamericanas y florecieron en 1776. Cuando Benjamín Franklin y Thomas Jefferson proclamaron la Independencia de los Estados Unidos, legalizaron la imagen de la “Tierra Prometida” y de un “pueblo elegido” entre los demás del mundo y estamparon en el símbolo más conocido y difundido de la civilización norteamericana, el dólar, una inscripción bastante significativa: “en Dios confiamos”
Esta convicción de que Dios encomendó al pueblo norteamericano la “misión” de explorar y conquistar nuevas tierras, para llevar a todos los rincones del mundo la “luz” de la democracia, la libertad y la civilización, está en la base de la doctrina del “Destino Manifiesto”.

 

En 1845, el periodista John O’Sullivan publicó un artículo en la revista Democratic Review de Nueva York en el que decía entre otras cosas: “el cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino”.
La intención de O’Sullivan era justificar la anexión de gran parte del territorio mexicano por el gobierno de la Unión tras una cruenta invasión, pero políticos, militares y empresarios le tomaron prestada la frase para justificar desde entonces la expansión imperialista de los Estados Unidos. 

 

Walt Whitman (1819-1892), quizás el poeta estadounidense más notable, en “Years of the Unperform’d” hace una alabanza a los colonizadores que llevan la tecnología a donde van, como el barco de vapor, el telégrafo eléctrico, el periódico, la maquinaria mecánica y propone que la Unión americana se expanda hasta incluir el Caribe y Centroamérica.
Desde entonces Estados Unidos manejó su política exterior como una cruzada moral. Sus acciones estuvieron siempre justificadas en dos argumentos básicos 1) la nación fuerte que protege a la débil 2) la lucha contra el Mal para defender la libertad y seguridad del mundo”

 

Con estos argumentos político-religiosos  los Estados Unidos han masacrado a millones de personas en Asia, Africa y América e instalado, en nombre de Dios a dictadores de la talla de Somoza, Duvallier, Trujillo, Perez Jimenez, Pinochet y Videla, siempre en procura del bien y en su lucha infinita contra un mal que iba cambiando de bando según las conveniencias, muy terrenales por cierto, del pentágono.

Como se ve la “lógica” fundamentalista de Bush tiene profundas raíces históricas. El líder de la potencia hegemónica, jefe de un Imperio sin precedentes en la historia de la humanidad, no necesita el aval del Consejo de Seguridad de la ONU para atacar el lugar del mundo donde intuya que reside el maligno, cuanta con el aval de Dios. A la primera operación militar de su administración –el ataque a Afganistán- la llamó “Justicia Infinita”. Como informaba en una nota de tapa la revista Newsweek, Bush no perdona a ningún colaborador que no asista a las clases de estudio de la Biblia que preceden a las reuniones de gabinete. Sería interesante conocer el pasaje que leyeron antes de ordenar los bombardeos a los hospitales y maternidades de Bagdad.  El presidente del mundo suele terminar sus discursos con la frase “Dios está con nosotros”, la misma que llevaban inscripta en sus hebillas los soldados de las SS hitlerianas: “gott mit uns”, Dios con nosotros.

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