ANTROPOLOGÍA DE LA DISCAPACIDAD Y DEPENDENCIA

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IV EN EL ESPACIO Y EN EL TIEMPO

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IV-I LA ESCOLIOSIS DE LA DUQUESA CAYETANA.

Comunicación presentada a la II Reunión de la Sociedad Española de Médicos Escritores, celebrada en Mérida en Mayo de 1975. Publicada en Ediciones Roche, 1976.

 

LA ESCOLIOSIS DE LA DUQUESA CAYETANA

I

El día 17 de noviembre de 1945, a instancias del entonces Duque de Alba, se reunieron en la antigua Sacramental de San Isidro de Madrid los doctores Blanco Soler, Piga Pascual y Pérez de Petinto, para proceder a la exhumación y estudio de los restos de la Duquesa María del Pilar, Teresa, Cayetana de Alba, fallecida en 1802. La Duquesa había recibido 27 nombres en su bautizo, pero sólo con uno de estos nombres, el de Cayetana, iba a pasar a la inmortalidad. La leyenda apuntaba, ya desde la opinión del mismo Carlos IV, hacia una muerte por envenenamiento ordenada por sus enemigos políticos e incluso, tal vez, por la propia Reina María Luisa. Las leyendas, como las mentiras piadosas, se justifican por su belleza, más que por su veracidad. En realidad, indican, en general, la ausencia de una veracidad contrastada. Cuando no se tiene una idea clara sobre aquello que ya se fue se tiende a poetizar sobre aquello que pudo ser. Otras leyendas habían ido surgiendo al socaire de la enemistad existente entre la Reina y la Duquesa de Alba, enemistad que seguramente no pasó más allá de una femenil rivali-dad. Casi una red de leyendas envuelve precisa­mente la vida del hombre más entero y más íntegro de aquella época de caos: D. Francisco de Goya y Lucientes.

La leyenda adorna las circunstancias auténticas de la Duquesa Caye­tana, las de D. Francisco de Goya y, como en cierto modo parece lógico, las de las relaciones y convivencia entre ambos. Facilitará en gran forma nuestro trabajo detenernos someramente en cada uno de estos aspectos.

Seguramente, como dice BERUETE, la Duquesa de Alba no pasó de ser “una modernista de su tiempo”, mal comprendida y peor interpretada. Su leyenda alcanza así cimas indescriptibles, sublimadas en su novela por Dominique AUBIER. De esta Du-quesa ardiente, enamoradiza, amiga de andar mezclada con majos y toreros, tonadillera, maja y orgullosa, a pesar de ello, de su alcurnia, rival ante el pueblo de la Duquesa de Osuna y conspiradora contra la Reina y contra Godoy, solamente nos interesa comentar ahora lo que se refiere a su pretendida muerte por envenena­miento, parte esencial y sobrecogedora del núcleo de su leyenda. Copiamos de “La Duquesa de Alba y su tiempo”, de Blanco Soler, Piga Pascual y Pérez de Petinto:

“La muerte resulta sospechosa por la misma brevedad de su proceso morboso y por la calidad secreta de su entierro. Y esta duda alcanza al mismo Trono. Así llega a escribir el Rey a Godoy: ‘Palacio y julio 30 de 1802. —Nada más escrupuloso que el  Juzgado de las cosas propias a cada individuo, y mi conciencia no estaría tranquila si la con-fianza que tengo por repetidas pruebas de tu lealtad y amor a mi persona, tu austeridad en el cumplimiento de los preceptos que nos impone nuestra sagrada reli­gión no me relevase de una dificultad que como incidente ha producido la testamentaría de la Duquesa de Alba; sospechando yo de la rectitud de los facultativos que la asistieron en su enfermedad, mandé indagar si la muerte fue por causa natural y resultado de su enfermedad... El alcalde... ha podido averiguar que por criados desleales se habían sustraído papeles de la caja de la Duquesa en el momento que expiró; ...Así pues, te encargo esta diligencia; desempéñala como te parezca conviene a mi digni­dad y decoro... Fío a tu celo acreditado—. Carlos. Al Príncipe de la Paz’”.

En el mismo libro se cita la correspondencia entre los esposos HUM­BOLDT, en que se da por sentado el envenenamiento. La leyenda pasa a ser tradición y esto mueve al Duque de Alba en 1945 a ordenar la exhumación de los restos de su noble antecesora en la titularidad de la Casa de Alba. Máxime cuando el nombre de la Reina María Luisa se hallaba involucrado en los entresijos de la tradición, mantenida incluso hasta nuestros días. (LASSAIGNE, en la edición Skira de pintura espa­ñola, año 1952, dice textualmente: “...se habla de un envenenamiento en el que tendrían algo que ver los celos de la Reina”, al citar la “miste­riosa muerte” de la Duquesa Cayetana).

En cuanto a la “leyenda de Goya”, (en frase de ORTEGA Y GA­SSET), ha alcanzado proporciones gigantescas, resultando abrumador el conjunto de hechos que se han inventado sobre su vida. Si ésta no hubiera sido tan intensa, si su espíritu no fuera inconmensurable, si lo real en él no fuera más asombroso que lo inventado, la leyenda de Goya hubiera llegado a sobrepasar, como habitualmente sucede, la realidad. El haber hecho a la fuerza, contra la voluntad del interesado y en sus propios salones, un retrato de Benedicto XIV, es leyenda, puesto que este Papa había muerto al menos diez años antes (1758) de que Goya llegara a Roma. El haber pintado los techos increíbles del templo del Pilar de Zaragoza y de San Antonio de la Florida es, en cambio, sorprendente realidad. Las reyertas, cuchilladas y escenas de lecho o de taberna son leyenda, creada en gran parte por José Somoza en sus “Memorias de Piedrahíta” (ORTEGA). Su técnica “de pinceladas pequeñas, que no se unen, que no se funden, con objeto de que den a la pintura una viveza y una vibración de que necesariamente tiene que carecer la pintura de pincelada amplia y larga” (BERUETE, pág. 324), utilizada en los años finales de su vida, es el origen de lo que mucho más tarde iba a ser cono­cido con el nombre de “impresionismo”.

La unión de las figuras de Cayetana y de Goya en la leyenda era irremediable, sobre todo para los ojos de los que, sin haber vivido aquella época, se emborrachaban de romanticismo al hacer su evocación. Hay datos que parecen apuntar a ello en el “Cuaderno de Sanlúcar”, en las visitas en Madrid, Sanlúcar o Piedrahíta, en el “Sólo Goya” y los anillos “Alba” “Goya” de los retratos, en los famosos “Volaverunt” y “Sueño de la mentira y la inconstancia” de que más adelante nos ocuparemos. Sin embargo, la idea de que las Majas, fundamentalmente la desnuda, hubie­ran sido pintadas utilizando a la Duquesa como modelo no empieza hasta 1845, por sugerencia de Louis VIARDOT, como indican GASSIER y WILSON en su edición de Goya (pág. 152). La mayor parte de los autores, nacionales o extranjeros, acogen pronto esta opinión, algunos, como MAYER, con relativa prudencia, otros, como BAUDELAIRE, GAU­TIER, ALBERTI o BONMATI DE CODECIDO, con total convencimiento y alguno, como MATHERON o Ramón GOMEZ DE LA SERNA, con verdadera fruición romántica. Opiniones serenas, como las de BERUETE, ORTEGA Y GASSET y, ya en nuestros días, GASSIER y WILSON, son incapaces de influir sobre el sin duda apasionante torrente de datos legen­darios e interpretaciones poético-maliciosas.

Es curioso que también los tres médicos forenses que hacen el estu­dio tanatológico de los restos, por cierto momificados, de la Duquesa Cayetana, caen, en definitiva, a pesar de todo, en el embrujo de la idea de la Maja-Duquesa. Porque, en efecto, uno de los matices menos cono­cidos de la leyenda de las Majas de Goya es el que se refiere a la posi­bilidad de que aquella postura especial de la figura en el cuadro escon­diera una deformidad corporal de la modelo. La Duquesa María del Pilar Teresa Cayetana de Alba presentaba, al ser exhumada, una clara escoliosis.

 

II

Al hacer la exhumación, el cadáver de la Duquesa Cayetana de Alba se mostraba perfectamente momificado, a pesar de que había muerto un 23 de julio, época en que el intenso calor de Madrid favorece la putre­facción. No hubo, en el estudio hecho poste-riormente, signos de que se hubiera empleado algún método de embalsamiento, lo que permitió dedu­cir que la situación fue creada por la permanencia inicial del cadáver en la cripta de la iglesia del convento del Salvador, donde se efectuó el pri­mer enterramiento de la Duquesa. Dato curioso es que le habían sido seccionados ambos pies por encima del tobillo, casi como en el dibujo famoso de Goya, sin duda para que cupiera en el féretro en que fue tras­ladada, en 1843, a la Sacramental de San Isidro. El pie derecho, por cierto, se hallaba en el féretro, junto al cadáver, pero no así el izquierdo.

El estudio tanato-toxicológico de los restos está perfectamente descri­to en el libro ya citado, publicado en 1949 por BLANCO SOLER, PIGA PASCUAL y PEREZ DE PE-TINTO, “La Duquesa de Alba y su tiempo”. Se demuestra la ausencia total de huellas de venenos, minerales o vege­tales, y se analizan estado y situación de cada uno de los componentes anatómicos del cadáver. De todos los datos que ofrecen, sin embargo, el fundamental para nosotros reside en la existencia de claras lesiones específicas tuberculosas, que explican perfectamente la causa real de la muerte de la Duquesa.

En primer lugar, describen los autores huellas de una intensa pleure­sía serofibrinosa, padecida, según indican, en 1792. Además, había una destrucción, también de etiología específica, del riñón izquierdo. Por últi­mo, pudieron constatar que la muerte sobrevino a consecuencia de una meningoencefalitis tuberculosa, última localización del proceso que venía padeciendo desde diez años antes. La pleuresía serofibrinosa había llegado a producir una escoliosis del tipo de las que clásicamente suelen ser deno­minadas toracó-genas. Copiamos algunos párrafos de la descripción tana­tológica:

“En la cavidad pleuropulmonar del lado izquierdo resaltan limpias en toda su extensión las costillas... Por el contrario, en contraste, la cavi­dad del hemitórax derecho está ocupada y en parte recubierta casi toda su pared, por tejido fibroleñoso que recubre las costillas... Es capa de un milímetro o poco menos de espesor, fino y translúcido en algunas zonas... Continuándose con esta capa llegan o salen del mismo tejido fibras, como un gran pincel, en abierto abanico, y cuyo centro viene justamente a coin­cidir hacia el propio tórax, al mediastino, por fuera de la columna verte­bral... La columna vertebral no es simétrica ni está situada en el centro del tronco, en el plano sagital, como sucede normalmente, sino que pre­senta una ligera curva de marcada convexidad hacia el lado derecho... Está, por consiguiente, disminuido en amplitud el hemitórax derecho y proporcionalmente ampliado el del lado izquierdo”.

La columna vertebral, por consiguiente, ofrece “una marcada esco­liosis hacia el lado derecho de la región torácica y una curva opuesta, de compensación, en la región lum-bar. Queda por ello inclinada la pelvis, levantada del lado derecho. En consecuencia similar, también está más alto el hombro derecho... Los cuerpos vertebrales están limpios en la región dorsal. Algo cubiertos de fibras leñosas en la región lumbosacra”. Un dato de cierto interés es que, en relación con el nivel pelviano, de soporte de la viga pélvica, como diríamos ahora, “no están a la misma altura ambas espinas ilíacas ánterosuperiores, sino que está más alta la izquierda. Esto aparece de manera más clara situando de pie a la momia.” Finalmente, recogemos también el dato de que “las vértebras aparecen íntegras, con normal morfología e independientes entre sí, manteni-das en contacto por sus superficies de articulación, gracias a los leñosos restos de liga-mentos y de la misma piel”.

Se trataba, por tanto, de una columna vertebral sin demasiados pro­blemas en cuanto a su misión mecánica fundamental de pie derecho carga­do, al formarse una curva lumbar, en este caso compensadora de la dorsal, pero con exigencias posturales suficientes para que se hubieran creado adherencias capaces de estabilizar convenientemente el tramo lumbar y se hubiera conseguido la elevación pelviana en el lado hacia el que tendería normalmente a inclinarse la columna lumbar, apuntalándola. Es de creer, aunque los autores no citan este detalle, que la lordosis lumbar no habría aumen­tado gran cosa, gracias a la estabilización creada por las adherencias exis­tentes a este nivel. En cambio la cifosis dorsal debió ser importante, al cumplirse la ley por la cual los momentos de torsión y los de flexión se hallan siempre en razón directa y no existir a este nivel otro freno que el de las semideformadas costillas, incapaces de resistir el tremendo esfuer­zo tractor realizado por un tejido retráctil con fibras en “capa de un milí­metro o poco menos de espesor”. La descripción permite pensar que exis­tió una gibosidad en el plano costal posterior derecho, con leve gibosidad costal anterior izquierda, bajo la mama de este lado. La gibosidad posterior derecha debió elevar ligera­mente la escápula y el hombro de este lado.

De por sí, ya llama la atención que la figura, en los dos cuadros de las Majas de Goya, se halle colocada de forma tal que su hombro derecho tienda hacia una posición de mayor elevación, conseguida por la posición casi vertical del brazo, mientras el brazo izquierdo se mantiene en posición próxima a la horizontal. Esto es exactamente lo que el pintor hubiera hecho si éste hombro hubiera estado a un nivel más bajo que el izquierdo, es decir, si hubiera habido una escoliosis dorsal de convexidad contraria, hacia la izquierda. En el retrato de la Duquesa de Alba de la Hispanic Society, en efecto, la dama permanece con el brazo izquierdo en jarras, lo que permite conseguir una mayor elevación del hombro de este lado, es de suponer que para disimular la mayor altura que en aquella época debía tener ya el hombro derecho. En las Majas sucede al revés pero, además, el giro de la pelvis en relación con el tronco favorece, en lugar de disimular, la instauración de una curva lumbar de convexidad izquierda, tal como la que el cadáver de la presunta modelo tenía en realidad. Aún más, tanto la posición levantada de la cabeza como la situación en ligera flexión de las caderas y las rodillas, consiguen incrementar las curvas cifo­lordóticas, la de cifosis dorsal por la postura de la cabeza, la de lordosis lumbar por la anteversión pelviana. Una y otra curvas provocarían, por las razones antes expuestas, un incremento proporcional de cualquier tipo de curva esco-liótica, en el caso de que ésta existiera, lo que conllevaría la adición de un nuevo factor que tenderíia a realzar unas deformi­dades del tipo de las encontradas en el cuerpo de la Duquesa Cayetana por los tres médicos forenses.

Para mayor seguridad colocamos a diversas personas en una postura similar a la que muestran la Maja vestida y la Maja desnuda en los cuadros inmortales. Las curvas del raquis siguen una dirección análoga (dorsal hacia la derecha, lumbar hacia la izquierda) a la mostrada por la columna vertebral de la Duquesa Cayetana. Lo cual significa, de manera obvia, que la postura que Goya hizo adoptar a sus Majas hubiera puesto más de manifiesto las curvas escolióticas de la Duquesa, en lugar de atenuarlas, en el caso de que esta última hubiera sido la modelo de que se sirvió en sus retratos. Porque, si bien en la posición de decúbito la columna vertebral deja de comportarse como un pie de-recho cargado y se convierte en eje de transmisión o, a lo sumo, en viga de soporte trans­versal, las deformidades ya existentes se mantienen y un pintor tan expe­rimentado como Goya hubiera tendido a buscar posiciones que las atenua­ran, nunca que las realzasen.

La demostración parece suficientemente sólida. La modelo que Goya utilizó para pintar sus Majas no pudo ser la Duquesa Cayetana de Alba. El análisis cinesiológico muestra que, dada la deformidad raquídea sufrida por esta última durante la última etapa de su vida, la postura en que la habría colocado el pintor, para disimular las alteraciones existentes, hubie­ra sido exactamente la contraria a la que las dos Majas nos ofrecen. Algo importante queda, sin embargo, todavía por decir.

 

III

Con certeza, con absoluta certeza, la verdad, toda la verdad, se halla en la obra de Goya y, también, en el análisis razonado y desapasionado de los hechos de su vida. Vamos a intentar este camino aún a sabiendas de que resulta imposible agrupar, en tan corto espacio de tiempo, todas las sugerencias que la obra de Goya ha ofrecido a nuestra limitada obser­vación.

El arte constituye, como el movimiento de la mano, la gesticulación facial o corporal o el lenguaje hablado o escrito, una forma técnica de comunicación. La pintura es, en gran parte, expresión, y este carácter alcanza su cima en Goya, para quien la pintura supera en riqueza expre­siva a la palabra y al gesto. Toda la producción de Goya, sobre todo la de sus últimos años, expresa una verdad interior, descarnada, sin tenden­cia a idealismos, lo cual es manifiestamente claro en las Pinturas Negras y en todas las rea-lizaciones de la etapa final. Expresaban “su” verdad, pero esta verdad era también una verdad absoluta, primero, porque Goya era soberanamente inteligente, segundo, porque la sordera había agudizado sus demás dotes de captación y percepción y, tercero, porque, por desgra­cia, acertó plenamente en sus vaticinios. Estos vaticinios eran, funda-mentalmente políticos y, sin embargo, Goya fue siempre todo lo contrario a un hombre político. Ha habido quien le ha considerado republicano y ateo (POMPEY) basándose en interpretaciones de sus pinturas. Pero su simpatía por la realeza y la aristocracia es tan obvia como su respeto a la religión (POMPEY). La clave está en que él buscaba una realeza y una nobleza limpias, bienintencionadas, impuestas de sus obligaciones y como esto no era así fustigaba sus vicios como advertencia, sobre todo, del peligro que amenazaba. Del mismo modo, porque era profundamente religioso, repudia­ba la corrupción existente en el seno de la Iglesia española, mostrando este repudio, a veces ferozmente. En sus cartones trasciende el amor y el respeto que sentía por el pueblo pero ello no le impidió comprender el desastre a que iban a desembocar sus gentes por culpa de la incultura, la superstición y la falta de horizontes. Y se lo dice, claramente, muchas veces. Anunciándoles lo que él veía que iba a suceder

Así, Goya nos da, ante todo, noticia real de aquella España absurda y miserable que, dando la razón al pintor, se iba a desmoronar “oficial­mente” muy pronto. Para su gran-deza, resulta indudable que luchó para evitar este desmoronamiento, precisamente por-que fue muy español, muy religioso y muy humano. Al principio, y siempre a través de su pintura, intentó ser un reformador, idealista y, a su manera, romántico. Al ser desoído se convirtió en fustigador, acusando y condenando, para terminar en profeta, vidente anunciador de una catástrofe que no tardó en llegar.

Por ejemplo, a mí me parece que Goya nunca fue taurómaco. Por el contrario, veía en la “fiesta” cierta degradación y así lo muestra en alguno de los Caprichos, como el 77, en que una de las picas se parece a un pincel, en los Proverbios 21 y 22 y, sobre todo, en la Tauromaquia, donde el verdadero protagonista es el toro, cuya epopeya, siempre trágica, nos es genialmente contada. Como dice ORTEGA, “si pinta lo castizo es porque había dejado de ser casticista”. Y porque “aquello” era lo que veía, en su misión eterna de observador. Si cupiera encontrar en Goya alguna dosis de afrancesamiento sería en un solo sentido: El de haberse dado cuenta de que Europa, la europeización, representa-ba casi la única salvación para España.

Otro ejemplo es el de sus sentimientos hacia la Duquesa Cayetana de Alba. A mi modo de ver, en la consideración de Goya por la Duquesa había mucho de crítica, como la hubo también en relación con la Reina María Luisa, cuya caricaturización es fácil de adivinar en varios de los Caprichos e incluso, sorprendentemente, por la audacia que ello represen­taba, en los grandes retratos. Como dice MAUCLAIR, sólo la “hipócrita suficiencia” de la retratada pudo hacerle ignorar aquellas burlescas repre­sentaciones. Con la Duquesa Cayetana la crítica, contra todo lo que se ha dicho, fue menos personal de lo que lo había sido con Maria Luisa. Es una crítica, no de la persona, sino del sím-bolo que representaba a la mujer noble y, en definitiva, dado el espíritu pretendidamente popular de la Duquesa, a la mujer madrileña y a la española en general. Símbolo que también era representado, a ojos de Goya, por otras grandes damas de la época, como la Marquesa de Pontejos, la Condesa de Chinchón o D.ª Tadea Arias, y por eso los rasgos de mujeres en que Goya pretendió representar sin duda a la española, y no a la Duquesa de Alba, recuerdan, si nos fijamos, a todas ellas. Recordemos, únicamente, el Capricho 27, con los dos perritos de lanas que, con lazo o cascabel, simbolizan en la obra de Goya la feminidad y la currutaquez. BLANCO SOLER aclara mucho en su estudio acerca de la personalidad psicológica de la Duquesa Cayetana: “Mujer en la que no brotó plenamente su adolescencia... Su carácter es amorfo, con un temperamento ligeramente cicloide y reaccio­nes histeriformes de marcado tono exhibicionista que definen un complejo de inferioridad” iniciado por “la adoración por su madre”; “falta de entu­siasmo erótico” y “narcisismo, que la llevará a las mayores extravagan­cias”. Todo bien distinto a la leyenda, creada porque, como dice el propio BLANCO SOLER, “no pu-diendo negar su gracia y su deliciosa desenvol­tura, se ha hecho lo posible por menosca-bar su fama”.

Estos rasgos serían captados sin dificultad por Goya (recordemos el expresivo dibujo del perrito muerto) y, si al principio creyó encontrar el prototipo de la mujer española bien pronto se da cuenta de la verdad y pinta a la Duquesa como en realidad es. Con cejas muy espesas, como las de la Tirana; desenmascarando su falsa majeza, incapaz de tolerar la pre­ponderancia de una maja auténtica, como en el Capricho 84; igualando su propia nobleza a la de ella, que no otra cosa pienso representan los anillos “Alba”, en el dedo medio y “Goya” en el índice, del retrato de la Hispa­nic Society; señalando su nombre (el famoso “Sólo Goya”), lo mismo que la Reina Maria Luisa hace en otro retra-to, como afirmación de su preponderancia como pintor único de la Corte. Los rivales, para Goya, no eran, al menos en este caso, los amorosos, sino los profesionales. Del mismo modo podríamos comentar matices existentes en otros retratos goyescos y no solamente femeninos. Por ejemplo, la firma de Goya está en el plano que lleva en la mano D. Ventura Rodríguez y en el retrato de la Marquesa de Villafranca en que ella pinta a su marido, se lee “Goya” en el brazo del sillón y “Doña María Tomasa Palafox” en la paleta que mantiene la dama.

El famoso dibujo “Sueño de la mentira y la inconstancia” es, para mí, una alegoría de la nobleza: La auténtica, que sueña Goya, y la oficial, representada en las dos mujeres, de cabeza ligera la superior (alas de mariposa, como en Volaverunt) y con el doble rostro, engañador, tan frecuente en los Proverbios. Este doble rostro representa a la alta dama y a la plebeya, que así resultan homologadas. No es Goya, dormido, quien sujeta un brazo de la imagen superior, sino una mano de ésta la que trata de arrastrarle. Creo que es un tema similar al del dibujo 87 de los Caprichos, en que Goya aparece preso de unos blasones que tal vez le fueron prometidos, pero que él sabía opresores y perju-diciales. Es inte­resante, por último, la imagen del viejo con el cachirulo, cuyas facciones recuerdan las de Goya, absorto en la contemplación de una rana y una serpiente. También me parece ver una simbolización de Goya viejo en los dibujos 77 y 90 de los Caprichos. SALAS, en la edición de Gustavo Gili de los Proverbios, afirma que representa también al pintor su Saturno devorando un hijo.

En esta situación de decadencia patria, en este ambiente de engaño y falsedad, pinta Goya sus Majas, seguramente (BERUETE, GASSIER) hacia 1803. Las debió pintar obedeciendo a un reto. Ya hubo, que sepa­mos, varios retos profesionales que Goya aceptó. El de Carlos III, cuando le muestra escenas de Teniers para impulsarle a crear cartones para tapi­ces. O el de los frescos de la Florida. En esta nueva ocasión el reto se lo lanza­ría Godoy, a quien agradaban los cuadros de desnudos femeninos, mos­trándole la Venus del espejo, de Velázquez, que había adquirido a la muerte de la Duquesa de Alba, y, tal vez, la de Tiziano. ¿Sería Goya capaz de pintar una mujer desnuda ante un espejo, utilizando una solución diferente?. La respuesta de Goya fue la Maja desnuda. Su postura, sopor­tando las manos una cabeza más bien pequeña, acaso pintada aparte, como antaño hiciera en el retrato de Carlos III, con el cuerpo que parece buscar un escorzo más sugerente, se aclara si pensamos que se tratara de una mujer que se está contemplando en un espejo. Un espejo que está fuera de ella, fuera del cuadro. Que era Goya mientras la pintaba y que ahora somos todos cuantos la contemplamos.

Cabe la posibilidad, sin embargo, de que la solución dada por Goya al problema fuera distinta. El se había ya planteado y solucionado, unos años antes, el problema de la pintura y el espejo con su Autorretrato en el taller. El pintor mira, no hacia el público, sino hacia el espejo de que se vale para copiarse y que se halla fuera del cuadro. En el caso de la Maja bien pudo decidir que fuese el propio cuadro el espejo, que iba a conservar eternamente la imagen de una figura que ya no estaba allí. Ello significaría que las curvas raquídeas de la imagen que contemplamos son opuestas a las del modelo, que el razonamiento cinesiológico que antes hicimos no nos vale y que la propia Duquesa Cayetana de Alba pudo, desde los puntos de vista biomecánico y patomecáni-co, ser la modelo de que se valió el pintor.         

 

IV

La convicción de que la Duquesa no pudo ser la modelo de las Majas de Goya se obtiene mediante el análisis de una serie de datos y de circuns­tancias que a nosotros nos parecen suficientes. Estamos convencidos de que existió realmente la broma genial del espejo, en cualquiera de las dos posiciones posibles. La idea derivó, sin darnos cuenta, del estudio cine­siológico de la figura que, en situaciones de normalidad pictórica, pre-sen­ta una situación postural antagónica a la que hubiese presentado la Duque­sa Caye-tana si hubiera tenido que ser retratada. Sólo nos queda repasar estas otras circunstan-cias históricas que, por sí solas, rechazan la posibilidad de que la Duquesa hubiese servido de modelo. El razonamiento que intentábamos no nos sirve o, al menos, no nos sirve del todo, pero nos compensa, con creces, del fracaso, el estudio complementario que hemos tenido que hacer de Goya, una de las figuras señeras de la humanidad de todos los tiempos.

En primer lugar cabría reseñar un factor negativo, como es la falta de tradición. En aquella época, poco seria, de nuestra historia, las habla­durías se extendían como pólvo-ra, tal como pasó con la leyenda del enve­nenamiento. Sin embargo, hasta que VIARDOT lo dijo, a nadie se le había ocurrido que la Duquesa de Alba hubiera servido de modelo de las Majas, entre otras razones porque estos cuadros apenas eran conocidos. Es curioso que Goya que, como dice LAFUENTE FERRARI, ha surgido de la nada, “tan inesperadamente como un surtidor en el desierto”, pasase casi por completo desapercibido a sus contemporáneos. TAINE, en su “Filosofía del Arte”, publicada en 1880, no lo cita y el propio GODOY, en sus “Memorias”, incluye su nombre como uno más en las listas de pintores y grabadores de la época. En cambio, un escándalo como el apuntado, por parte de una dama como la Duquesa de Alba, habría sido rápidamente conocido y difundido.

Como contrapunto y prueba de que no existió noticia alguna de las relaciones pintor-Duquesa tenemos el proceso inquisitorial cursado contra Goya en 1814 por pintar “dos Majas o Gitanas” faltando a la moral. Son, sin duda, los cuadros hechos para Godoy y requisados, junto a todas sus                        propiedades, en 1808. Es una lástima no disponer de datos relativos a este proceso, pero cabe pensar que si hubiera sido de conocimiento general la romántica historia o, al menos, hubiera habido sospechas de ella, las cosas se hubieran llevado de otra forma, aunque no fuera más que en consideración a la reputación y gloria bien cimentadas de la casa de Alba.

En tercer lugar habría que considerar como prueba de imposibilidad el análisis tanatológico de la Duquesa Cayetana. Desde por lo menos diez años antes de su muerte esta última debió verse muy afectada físicamente, sobre todo después de la muerte de su marido, también a causa de un proceso fímico. La Reina María Luisa, en una de sus de-liciosas cartas a Godoy, fechada en Aranjuez el 21 de marzo de 1800, dice textualmente: “La de Alba se despidió esta tarde de nosotros, comió con el Coronel y se fue. Está echa una piltrafa”. Y añade, aludiendo al antiguo enamora­miento de Godoy: “Bien creo no te subsederia aora lo que antes y tam­bién creo estas bien arrepentido de ello”. Su cuerpo no podía servir a ningún pintor, ni siquiera a Goya, para sugerir los tonos y la lozanía del cuerpo de la Maja desnuda.

El cuarto dato de importancia nos lo da BERUETE en “Las Majas de Goya”. Algunos autores, como Ramón GOMEZ DE LA SERNA, lo recogen, pero, al no encajar en su sistema, tratan de desproveerlo de la transcendencia que sin duda posee. Dice BERUETE: “Yo lo único que sé de esta Maja, lo único que me merece crédito por ser referencias de personas prestigiosas y de respeto es lo siguiente: El año de 1868 don Luis de Madrazo tuvo un pleito relacionado con la venta de unos cuadros de Goya. El único testigo que podía dar fe en el asunto era el nieto de Goya; era éste un anciano que vivía con modestia, casi pobremente, en el pueblo de Bustarviejo. Don Luis de Madrazo consiguió traer a Madrid a este valioso testigo y el pleito se ganó. El nieto de Goya, el anciano que apareció aquí el año 68, fue en tiempos aquel niño que conocen todos los aficionados al arte... El viejo nieto fue interrogado por Madrazo acerca de detalles y cosas curiosas. Al llegar en la conversación a estas dudas acerca del modelo de la Maja vestida y la Maja desnuda, se reía el buen viejo de que se le hubiera tomado por la duquesa de Alba y entonces contó la historia: en aquellos años, no los precisaba, pero ya se refería a los primeros del siglo XIX, era popular en esta Corte un fraile llamado el padre Bavi. Se dedicaba especialmente a la cristiana misión de ayudar a bien morir. Era hombre pudiente, bondadoso, muy querido de las gentes, conocido de todos y se le distinguía en todas partes por el nombre del Agonizante. Pero tal vez el verse tan a menudo frente a frente de la muerte le encariñaba con la vida y en cierta ocasión tropezó con una muchacha madrileña a la que protegió después durante un tiempo. Goya y el Agonizante eran amigos. Goya conoció a la madrileña y sirvién­dose de ella como modelo, hizo dos cuadros: uno en que estaba vestida de Maja y otro en que lucía toda la majestad de su desnudez primaveral. Esto contaba el nieto de Goya el año 1868”.

Por último, citaremos en apoyo de nuestra tesis sobre el nacimiento de la idea de pintar las Majas el retrato de la Marquesa de Santa Cruz, que a BERUETE le recuerda la Venus del espejo de Velázquez. Fue seguramente una variante de un tema que sin duda llegó a apasionar a Goya, aunque aquí no llegó, por respeto, a las audacias que se permitió con las Majas, colocando almohadones de forma que los senos quedaran realzados o buscando esa postura asombrosa que comparamos a la de una mujer coqueta ante un espejo o dando unos tonos a la carne que nadie ha podido imitar.

Un comentario merece la mirada de las Majas, que, según nos hace notar Eugenio D’ORS, es anodina, vacía, fría, en contraste con otras mira­das, como la inigualable de Pepa Bayeu, llenas de calor, de contenido, de vida. De nuevo nos encontramos ante el espíritu crítico de Goya, con su denuncia implacable. Aquellas mujeres eran todo apa-riencia, coquetería, egoísmo, pero por dentro estaban vacías. Sin duda pintó después la Maja vestida que la desnuda, para dar a la española, a la madrileña, toda su dimensión, acentuando todavía más la liviandad de la cabeza, que aquí ni siquiera necesita las alas de mariposa de los Caprichos para que se ponga de manifiesto su falta de peso. Todo podría haber sido mejor en aquella España entrañable, en aquel Madrid que era a la vez devoción y condena del pintor. Goya intentó que aquello cambiase, mejorando. Ensayó todo, todo lo que él sabía y podía hacer, para lograrlo, pero no lo consiguió.

Goya, en cambio, vio claro su cometido. Se trazó un camino y fue capaz de seguirlo hasta el final de su vida. El dibujo “Aún aprendo” es una clave que nos ayuda a comprenderle. “El solo —dice MENENDEZ PELAYO— sin discípulos ni secuaces, rebelde a todo yugo e imposición doctrinal, insurrecto contumaz contra todo clasicismo y aún contra toda saludable disciplina de la forma,... fue, a un tiempo, el último retoño del genio nacional y la encarnación arrogante del espíritu revolucionario”. Cualquier etapa de su vida encierra contenidos gigantescos. En una sola de sus obras existen claves que jamás llegaremos a descifrar por completo. Me voy a permitir, para finalizar este trabajo, una meditación razonada, aunque ineludiblemente apasionada, sobre lo que pudo ocurrir realmente durante unos pocos años de la vida de Goya. Aquellos en que mantuvo contacto con la Duquesa María del Pilar Teresa Cayetana de Alba.

Al morir Carlos III y advenir Carlos IV en 1788 Goya es nombrado por fin pintor de Cámara, con lo que parece cumplir su gran afán de no pintar más cartones para la fábrica de tapices. Como, a pesar de todo, el Rey le obliga a seguir pintándolos, confecciona una nueva serie de cartones, entre los cuales figura “El pelele”. No es difícil reconocer en el muñeco las facciones del monarca. En vista de que persiste la real exigencia hacia un cometido que Goya está decidido a abandonar, acepta en 1792 el ofrecimiento de pintar la Santa Cueva de Cádiz y se escapa, sin permiso, a Andalucía, amparándose sobre todo en su gran amistad con Ceán Ber­múdez y Sebastián Martínez, pintando retratos de los dos. A finales de año surge la enfermedad (¿meningoencefalitis de origen ótico?) que le produce la primera hemiparesia y va a ser causa de su sordera, lo que le impide concluir su trabajo en la Santa Cueva. Convaleciente, escribe a Palacio, fingiendo hallarse en Madrid, con el fin de poder percibir su asignación. A principios de 1793 (¿febrero?) vuelve a Madrid, alegando, según documentos conservados en la Real Fábrica de Tapices, hallarse “absolutamente imposibilitado de pintar”. Se refiere, por supuesto, a cartones, porque los cuadros que realiza en esta época son abundantes: El general Ricardos, Dª Tadea Arias de Enríquez, la Tirana de la Colec­ción March, D. Félix Colón y, tal vez, la Condesa del Carpio. Estamos ya en 1795 y les llega el turno a los Alba; la Duquesa, mirada dura, de blanco, el Duque con aire melancólico. En esta época envía once cuadros a la Academia, entre ellos el Corral de locos. 1796 es el año designado para inaugurar la Santa Cueva y Goya ha de concluir su encargo. Tal vez su reciente amistad con los Duques de Alba le brinda el pretexto de una invitación para “convalecer” en su finca de Sanlúcar, donde el Duque iba a pasar una temporada. Parte Goya a finales de mayo de 1796, no hacia Sanlúcar, sino a casa de Ceán, en Sevilla, ciudad en la que muere en el mes de junio el Duque de Alba. La Duquesa, al saber la noticia, se traslada a Sanlúcar y es de suponer que Goya fuera a visitarla en muestra de su condolencia. El hecho de que los funerales por el Duque se celebrasen en Madrid los días 4 y 5 de septiembre hace pensar que la estancia de la Duquesa en Sanlúcar fue breve. Regresa, una vez cumplimentados en Madrid sus deberes piadosos, a finales de año, al fin con posibilidades reales de descansar. Permanece en Sanlúcar hasta fines de marzo y como Goya no ha de volver a Madrid hasta febrero o marzo (el 24 de enero está aún en Cádiz y el 1 de abril presenta su dimisión como director de Pintura de la Academia en Madrid), es de suponer que fuera entonces cuando Goya viniese a pasar unos días en el palacio de Sanlúcar para pintar el retrato de la Duquesa, de negro y con anillos. Más que intimi­dades pinta entonces impresiones de lo que ve. Que es, ante todo, la Duquesa de Alba humanizada ante él por primera vez. Este respeto, que la Duquesa viuda supo ganarse, es seguramente la clave que va a inducir más tarde a Goya, en el proyecto de su panteón, a incluir figuras de Majas, tributo final a una gran dama que nunca tuvo espíritu de maja, pero que se esforzaba ante los demás por demostrar que lo tenía. Esta es, seguramente, la mayor grandeza de aquella gentil e infortunada mujer que se llamó María del Pilar Teresa y, para la posteridad, Cayetana, decimotercera Duquesa de Alba.

 

BIBLIOGRAFIA

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IV-2 ALGO MAS QUE TODO UN HOMBRE. RECORDANDO A UNAMUNO A LOS 50 AÑOS DE SU MUERTE.

 Se publicó en MINUSVAL, en su número 54, de Diciembre de 1986, con un ligero cambio en el título. Se incluye en este volumen por los matices que contiene en cuanto a lo que puede influir en una persona, incluso en un gran hombre como Unamuno, la minusvalía de un ser querido.

              

ALGO MAS QUE TODO UN HOMBRE. RECORDANDO A UNAMUNO A LOS CINCUENTA AÑOS DE SU MUERTE.

Vigencia de Unamuno

Una de las cosas que más llama la atención en la figura y en la obra de D. Miguel de Unamuno es la pasión que transciende, la entraña que no se oculta. Padecimiento de carne y sangre (“carne y hueso”, como él gustaba de­cir) presente hasta en Cristo. Hay una efusividad que no se halla en otros pensadores, superior, digamos, a la de Vives o Balmes, lejana de la frialdad de un Ortega y Gas­set. “Soy un sentidor”, decía Unamuno. “No soy un inte­lectual sino un pasional” y justifica, ante los estudiantes, su papel de erizo, “por mie­do a que, gastándole las púas, le conviertan en cone­jo”. Quizá por eso es, ante todo, poeta. La poesía, tarea “de escultor y no de sastre” contiene “el supremo buen sentido”. Con la palabra he­cha poesía es como mejor se expresa, no buscando belleza sino sinceridad. Borges critica el “Rosario de sonetos líricos” porque soslaya el que a veces el único consue­lo que queda es expresar la propia pena en poemas que no siempre han de ser bue­nos.

La sinceridad es otra de las características vitales de Unamuno. Buscaba siempre la verdad y atacaba la injus­ticia allá donde estuviese. Por eso cada grupo de ten­dencias le creía corre-ligio­nario hasta que recibía sus críticas. Entonces le atacan, sin comprender que, como le es-cribe Blanco Fombona “es un espíritu hospitalario por inteligente, por com­prendedor, anali-zador y go­zador despreocupado de las más opuestas ideas, de las más opuestas obras, de los hombres más opuestos”. Ilya Ehremburg le considera “poeta eminente, filósofo triste y político lamentable”, sin comprender que Una­muno es político de una for­ma que no encaja con la habitual de búsqueda de po­der. El anarquista Federico Urales, despechado, consi­dera que su mentalidad “flo­ta en todas las atmósferas, en todas las ideas, en todos los sistemas y de todos se esca­pa”. A los tres días de los tristes sucesos del 12 de oc­tubre de 1936, que le valie­ron la enemistad del gobier­no de Burgos y aumentaron su angustia, se publica en “El mono azul” un feroz ataque del marxista Armando Bazán: “Este hombre, maculado por el vicio de un orgullo satá­nico, de un egocentrismo feroz, paseaba ante el mun­do una albeante testa de apóstol venerable”. Su eti­queta de antimilitarista hace que, ante una conferencia suya en 1906, el ministro de la Guerra, no sólo aconseje que no asista ningún jefe ni oficial, sino que envía al acto un Auditor, dos jefes de Es­tado Mayor y dos taquígrafos “por si, cosa que no espero, el señor Unamuno pronun­ciara frases o conceptos cas­tigados por la ley”. Como él mismo quizás hubiera dicho, D. Miguel no era hombre de partido, sino hombre entero.

De aquí su idea de política como servicio y no como dominio, genuina adminis­tración de los bienes de la ciudad, “polis” (“la ciudad está ardiendo”), no admitien­do infidelidades ni transgre­siones de nadie; “poder, no gobierno, de verdugos erigidos en jueces”. Política es “hacer justicia, moral, ver­dad”, dice desde Hendaya a los estudiantes de España. Así se convierte en concien­cia de la nación española, una conciencia polivalente, bien cimentada, con todos los rasgos precisos de inte­ligencia, cultura, patriotismo, bonhomía, visión de futuro, honradez, capacidad y arres­tos. Preocupado de la reli­gación del hombre con Dios, del sentido europeo del es­pañol, del papel de España en América, de la problemá­tica política en el sentido de administración de bienes, del idioma oficial del país y los idiomas regionales, de las características de las razas hispanas, de la incultura, etc. Esta es su vigencia. Cuando faltan intelectuales no ya que decidan, que sería lo lógico y lo ideal, ni siquiera que opinen, sino que simple­mente critiquen, Miguel de Unamuno constituye un ejemplo vivo cincuenta años después de morir. En su épo­ca, como dice Waldo Frank, no había en España quien pudiera responderle “y tuvo que responderse a sí mismo”. Esta es su grandeza.

Ente universal

“La patria del hombre es la tierra toda” (La patria, 1895). El ideal es que “se reparta la humanidad por la superficie del planeta”, “que abandone la tierra ingrata por la fértil”. Para Unamuno la humanidad conforma un todo del que España, la tierra de sus raíces, constituye par­te. Desde España sus prefe­rencias se dirigen hacia Europa por un lado, hacia América, trasunto hispano, por el otro. Africa le intere­saba poco. Incluso sentía algo de prevención, que le censuró el vizcaíno Timoteo Orbe, contra los andaluces. También tenía cierta aver­sión a “todo lo francés”. “Co­mo vasco —le escribe a Pedro-Emilio Coll, venezo­lano— gusto más de lo in­glés, alemán y escandinavo. Me complazco en la bruma”. Es vasco y castellano sobre todo. “Vasco por todos se­senta y ocho costados” y de Castilla, “ara gigante”, “ma­dre de corazones y de bra­zos” que le levanta “en la rugosa palma” de su mano. Enraiza pronto en la Castilla natural, sin artificios, que es Salamanca, pero vuelve de cuando en cuando a Bilbao, a buscar sus otras raíces, a diluir en agua y en verde la sequedad de la meseta. Y regresa luego al centro que es su centro, como el de tantos que hemos nacido en la periferia y precisamos de cuando en cuando humede­cer al menos las manos en el mar que nos vio nacer. “Es Vizcaya, en Castilla, mi con­suelo, y añoro en mi Vizcaya mi Castilla”, dice con belleza y sinceridad D. Miguel.

En su españolidad, Una­muno se siente tan europeo que se ofende cuando oye hablar de la supremacía de Europa o ante gritos como el de “¡Muera D. Quijote!”, persuadido de que no es ese el camino. “¿Es que nos echaron de Europa?”. De aquí su frase famosa, tan mal entendida “¡Inventen ellos!”, con la que expresa un des­pecho que es espera, como aclara en la misma carta a Azorín que ABC publicó en 1909: “Aspirar no sólo a aprender de ellos sino a enseñarles”. “Abrirse a la euro­peización” (En torno al cas­ticismo) es abrirse a la cultura española y fomentar­la: “España está aún por des­cubrirse y será descubierta sólo por españoles euro­peos”. Por eso habla también de “españolizar Europa”, que no es sino hacer a esta última “verdadera y honda”, ibérica. España y Europa han forma­do siempre en el mismo tro­zo de tierra, han tenido idén­tico destino, son parte y todo de una unidad. Sólo varían los dones concedidos a cada zona del territorio. “Nuestro don es ante todo un don literario y todo aquí, incluso la filosofía, se convierte en literatura”, dice en Sobre la tumba de Costa. Pero lite­ratura, poesía, son ciencia. En una carta inédita, dirigida el 4 de abril de 1917 a D. Santiago Ramón y Cajal, de la cual poseemos transcripción, afirma D. Miguel de Unamuno: “La ciencia es ar­te y yo agrego que cuando es creación científica es bella arte, es poesía”.

Este gran español tuvo que sufrir 1a inconsecuencia (Real Gaceta de 21 de febre­ro de 1924) del “destierro” a un trozo de su propia tierra, Fuerteventura. No se consi­deró allí desterrado, sino confinado. Amó a Fuerteven­tura (“¡Dios la bendiga!”, ex­clama en el número 5 de Hojas Libres) y a sus gentes. Al volver de Hendaya, “en mi segundo nacimiento”, lo primero que hace es enviar un telegrama al alcalde de Puerto del Rosario. Sólo tuvo destierro (“más bien descielo”) en París, tampoco en Hendaya, junto a su tierra hispana.

Su mirada, llena de luz, alcanza también a América, sobre todo la hispana y a Filipinas. Era “uno de los pocos, de los muy pocos europeos que se han intere­sado por las cosas de América”. Allí también le preocu­pa sobre todo el hombre y por eso considera a Bolívar “uno de los más grandes hé­roes en que ha encarnado el alma inmortal de la Hispania máxima, miembro espiritual sin el que la Humanidad quedaría incompleta”. Euro­peo, como lo es para Una­muno todo el que adopta la riqueza cultural de Europa, “el único continente que tie­ne contenido”. “Sólo el que es anterior a la historia es capaz de sobrevivirla”. Por eso es respetado por los europeos, conocido y conociente de Kierkegaard, de Croce, de Pirandello, de Moeller, uno de los hombres que mejor le han compren­dido. Vasco, y castellano, y español, y europeo, Unamu­no es universal porque habla al hombre, a todos los hom­bres. Su voz seguirá sonando allá donde perviva una in­quietud mínima por la cul­tura y las demás formas de libertad.

Humano cum laude

Para ser humano no basta con ser hombre. Hay que sufrir por ello. D. Miguel de Unamuno lo hizo con cre­ces, por sí mismo y por todos los demás. Él, que veía claros los problemas, agonizaba de impaciencia, porque el “hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y el supremo objeto a la vez de toda filosofía” (Del senti­miento trágico de la vida). Y este hombre le falla. Y Unamuno, creador, poeta, que no quiere que nos con­formemos con la mediocri­dad, como no lo consigue, sufre. De aquí su agresividad, que es fama y que sólo indi­ca su conven-cimiento de que la verdad no tiene más que un camino y que se pre­ocupa de mostrarlo, “pues que la esencia misma de mi vida espiritual es crítica y aún dialéctica y hasta polémica”. (Carta a Cajal). Respetaba a sus contrincantes (“A éste —dijo una vez contemplando un retrato ecuestre de Alfon­so XIII— si le he dado tanta guerra es porque le quería”). No hay odio, sino rabia, en sus ataques a contendientes a los que a veces, como a un jugador de ajedrez bisoño, concediese poca identidad.

Alto, enjuto pero fornido, tez sonrosada, pelambrera rala, Miguel de Unamuno traducía energía con sus ade­manes, con todo el cuerpo y, sobre todo, con la mirada, tras los lentes de montura metálica, jamás de concha. Azorín, Max Aub y Ramón Gómez de la Serna nos hablan de su rostro de búho. Hacia los 14 años creyó te­ner vocación sacerdotal pero a los 16, a su llegada a Ma­drid, sufre una crisis religiosa que se repite a lo largo de su vida y que alcanza su máxi­mo en marzo de 1897 ante la meningoencefalopatía con hidrocefalia de su tercer hijo Raimundo Jenaro, cuya mi­nusvalía le marcó. Pero su inquietud religiosa fue constante, mostrando que la duda puede ser también libertad. Siempre temió a la muerte pero era sobre todo inquie­tud por si no le diera tiempo a cumplir la tarea. Por eso su aparente brusquedad es sólo prisa, sus diatribas, sus dis­cusiones, inquietud. Los que no 1e comprenden toman por endiosamiento lo que es entusiasmo, dos palabras que significan lo mismo pero con mayor dignidad en la de origen griego. Las palabras siempre fueron instrumentos precisos para Unamuno, conocedor de catorce lenguas cultas. “Lo que crea es la palabra y no la idea”, porque “las palabras suscitan ideas”, dice en el Cancionero. La palabra es lo más humano y al manejarla el hombre se enriquece y se autodefine. Las palabras bastan, incluso para el verso: “...el ritmo mis­mo te traerá la idea”. Por eso dice en la carta a Jean Cas­sou: “Que me den pues mi obra, que me den mi alma”. En su novela Abel Sánchez, le dice a Cajal, “he descen­dido a lo que podríamos lla­mar la histología psíquica de la envidia”. “Piensa el sen­timiento, siente el pensa­miento”, dice en frase bien conocida.

La profunda humanidad de Unamuno se aprecia en infinidad de detalles, presen­tes sobre todo en su episto­lario. Ese tratar de complacer peticiones de recomenda­ción que sabía perdidas, el cuaderno y el lápiz siempre presentes en la mesilla de noche, junto al impescindible vaso de agua, la angus­tia al despertarse con una mano dormida, las lágrimas ante la esposa que le tran­quiliza llamándole “¡Hijo mío!” o ante el amigo sacer­dote Juan José Lecanda, los paseos por Salamanca llevando del brazo a su gran amigo ciego, el poeta Cándido Rodríguez Pinilla e, in­cluso sus errores, luego sub­sanados, como el de la “pluma de indio” de Rubén Darío, o la crítica a la fiesta de los toros ante José María de Cossío.

En 1934 muere Concha, la esposa, novia desde la in­fancia, única mujer de su vida. Es uno de los últimos golpes para D. Miguel. “Está aquí, más dentro de mí que yo mismo”. Le esperaba, él lo cree y le acompañaba mientras. “Está aquí, está aquí, siempre conmigo”. Un dolor que es esperanza, con­trario al dolor por Raimundo Jenaro, el hijo nacido el 7 de enero de 1896 y muerto en 1902, cumplidos los siete años. “Pero en mí se quedó y es de mis hijos - el que acaso me ha dado más ideas,- pues oigo en su silencio aquel silencio- con que responde Dios a nuestra encuesta”. (En la muerte de un hijo). El silencio de Dios, tema presente en la obra unamuniana, como el de Jesús andando sobre las aguas en Machado. Encabezando la primera página del Diario íntimo, una sola palabra, escrita en griego: Hidrocefalia.

Del “fondo tierno y bondadoso de don Miguel” nos habla José María de Cossío en el entrañable Prólogo que escribió al libro de Villarrazo. “Ni para escribir ni para obrar usó nunca de la menor cautela”. “Sus razones y sobre todo sus sentimientos, iban disparados hacia el interlocutor”. Con “un cierto aspecto infantil de su carácter que completaba las maduras lecciones de bondad, en él fundamentales”. De “su fondo moral, la bondad de su alma” habla también Timoteo Orbe, que le escribe en junio de 1897: “Hay para enloquecer y usted ha enloquecido como enloquecen los buenos, haciéndose me­jor”.

El 31 de diciembre de 1936, por la tarde, hablando con el joven profesor Barto­lomé Aragón, quedó de pronto callado D. Miguel de Unamuno. Su interlocutor esperó unos momentos cre­yendo que meditaba hasta que le puso sobre aviso el olor de la zapatilla quemán­dose en el brasero. Vivió el terror de tantas muertes an­ticipadas que la real, por compensación, le fue con­cedida dulce.

Profeta en esta tierra

En la obra monumental de Charles Moeller Literatura del Siglo XX y Cristianismo, cuyo primer volumen, apa­recido en 1953 se titula precisamente ­“El silencio de Dios”, sólo un español figura, Miguel de Unamuno. El nor­teamericano Runes incluye únicamente a Unamuno y Ortega, por este orden, en su Pictorial History of Philosophy (1959). Otros aspectos del Unamuno poeta, dramaturgo, ensayista, sociólogo, cristiano, crítico o futurólogo, son fuente constante de temas de estudio. El número de tesis doctorales y de investigaciones de estudiantes extranjeros sobre la figura del Rector de la Universidad de Salamanca alcanza cifras no esperadas. Se debe ello en gran parte a sus dones proféticos, manifiestos en los distintos bloques de su obra. Nos dice que no es el pasado ni el presente, sino el porvenir, lo que debe preocuparnos. Predecir, es decir, prever el porvenir, eso es ser profeta. Unamuno lo fue y pretendió que lo fuéramos todos. A pesar de saberse filósofo no quería en modo alguno sentirse sólo porque ello significaba que en el resto se encontraba el universo entero y se veía obli­gado a enfrentarse a él. Por eso acepta para sí mismo la nueva misión de D. Quijote, “cla-mar, clamar en el desier­to”, porque “el desierto oye, aunque no oigan los hom­bres y un día se convertirá en selva sonora”. “Caballero andante del espíritu”, como le llama Runes, dice en su carta “A los estudiantes de España” en 1929: “...no tenemos espíritu de cuerpo sino espí-ritu de espíritu”, que es “la salvación de la inteli­gencia, de la verdad, de la libertad, de la jus-ticia”; “nuestra religión” es “la del estudio, la de la investiga­ción, la del examen, la de la ver-dad”. En el “Romance” que figura en el número 2 de Hojas Libres concluye: “...mira que em-pieza la vida cuando se acaba el papel”. La tradición puede resultar negativa. Los males del país se explican en la tradición de guerras civiles “que en­sangrentaron España en el siglo XIX”.

La primera guerra civil que padeció Unamuno fue la carlista. Sufrió a los 9 años el bombardeo de Bilbao. To­do ello lo describió más tar­de en Paz en la guerra. La segunda, la de “vencer no es convencer”, la de julio de 1936. Entre las dos se desliza su vivir, impregnado en la idea de que el porvenir de la cultura humana no puede ser la guerra sino, precisa­mente, la cultura. Lo dice, a todos y en todas partes, va­lientemente. Incluso Ehremburg se lo reconoce: “...tuvo el valor de pronunciarse contra la dictadura” cuando todos los demás callaban. Fue utilizado, sin duda, pre­cisamente por bienintencio­nado, pero ha llegado a con­vertirse en símbolo, no sólo español sino universal. “Su enraizamiento en esta tierra de España —dice Moeller— le convierte en hombre de todos los tiempos”. Tiempos que rechazan las guerras aunque caigan en ellas. “Dentro, en mi corazón, lu­chan los bandos”, dice en En la Basílica del Señor Santia­go, y aunque se refiere a la inutilidad de las guerras civiles sirve el dolor para todas.

La comprensión certera de cuanto le rodea es lo que hace a Unamuno profeta.Profeta, nos dice, es el hom­bre que “pone a la vista de todos los que en todos ellos está oculto, lo que no se atreven a sacar a la luz o no lo conocen bien, aún lleván­dolo dentro de sí”. Esta com­prensión se basa sobre todo en la observación constante del hombre, entendiendo por tal a sí mismo y a los demás. “... esto no es un libro sino un hombre”, había di­cho Walt Whitmann, al que Luis Felipe Vivanco ha con­siderado par de Unamuno. D. Miguel tenía un mensaje para todos y lo expresó en todos los idiomas y todas las formas que pudo alcanzar. “... mi alma quiere vaciarse de todo lo que tiene que decir” y ello explica por qué no elimina ninguna canción al publicarlas. “Todas, bue­nas y malas, mejores y peo­res”. Todas poseen mensaje, un mensaje que es para to­dos, para toda la humanidad. Sus crisis de fe religiosa son, en el fondo, crisis de fe en la humanidad, porque todo es uno. “Creer es lo mismo que crear”. “Creador, esto es, poeta” y por eso constituye una de las bases del modernismo, admirado por Rubén y Juan Ramón y Max Aub y Machado. Incluso en los “Romances” y “Sonetos” más chocarreros de Hojas Libres surge la idea poética, el acierto de un verso pleno, henchido de contenidos.

Unamuno, para entregar su mensaje, quiso desnudar su alma pero su genialidad estuvo en que desnudó tam­bién la de su pueblo y el alma humana en general. “El hombre, esto es lo que he­mos de buscar en nuestra alma”. Es su principal men­saje y el símbolo de super­vivencia. Símbolo que se concreta, como dice Moe­ller, en ese “contraste entre la esperanza y la nada” que sólo él es capaz de afrontar. Porque “meditando se hace uno mejor, más santo; pen­sando, más sabio”. Y esto lo quería para todos, para su pueblo, para todos los pue­blos del mundo. “El pueblo —le dice a Nikos Kazantza­kis pocos días antes de su muerte— tiene necesidad de mitos, de ilusiones; el pueblo tiene necesidad de ser en­gañado. Esto es lo que lo sostiene en la vida. El mártir San Manuel Bueno ha deja­do de creer. No obstante continúa luchando para comunicar al pueblo la fe que él no tiene, ya que sabe que sin la fe, sin la esperanza, el pueblo no tiene la fuerza de vivir”. El espíritu gigantesco de D. Miguel de Unamuno lo hizo todo, lo pretendió todo. Que el pueblo medi­tara, que pensara. Y a la vez, que conservara, por encima de todo, la fe.

A los cincuenta años de su muerte Unamuno está más vivo que nunca. Lo estará cada vez más, conforme nosotros, el pueblo, vayamos poniendo más y más aten­ción en sus mensajes, en su pensamiento, en su voz, “la voz incansable”, como dice José María de Cossío de aquel viento de alma, bre­gando entre las hojas en bús­queda ansiosa de inmorta­lidad, de espíritu y de Dios.

 

IV-3 DESTELLOS.

He tenido la fortuna de acudir a siete Parolimpiadas genuinas, desde 1972 en Heidelberg. La convivencia, la observación, el asombro me fueron inspirando unos pensamientos a los que llamo “destellos”. Están escritos “en” es decir, durante, cada estancia. Todos ellos han visto la luz en MINUSPORT.

 

“DESTELLOS”

1.- ASPECTOS DE UNA PAROLIMPIADA: TORONTO.

Todos los que acudimos a la V Olimpiada para minusválidos estamos de alguna forma obligados a relatar, des­de nuestro cometido, lo que experi­mentamos. Así, hablaré de algunos as­pectos médicos relacionados con la Parolimpiada de Toronto. Realmente, hu­bo de qué ocuparse, profesionalmente hablando, y, también, de qué preocu­parse: Temor y admiración ante Ber­trand de Five, nadando y ganando me­dalla de plata con una fiebre gripal so­lo a medias contenida; angustia y res­ponsabilidad ante Antonio Delgado, llorando de dolor al caer al suelo lesio­nado tras la serie clasificatoria, luchan­do por evitar su evacuación en camilla y temiendo, a la vez, las consecuencias; nerviosismo por el intento de María Teresa Herreras de batir un record mundial sin la acción galvanizante de la lucha directa; esfuerzos en los transportes en aeropuertos o en la residen­cia olímpica; asombro ante la hazaña del canadiense Boldt, saltando, con una sola pierna, 1,86 en altura... Por otro lado, hubo que almacenar disposi­ción de ánimo para defender los prin­cipios clave de un sistema para valorar al ser humano que es, por primera vez en la historia, sistema auténtico y no tabla fundamentada en simples acuerdos.Y que debemos a la Federación Española de Deportes para Minusválidos.

Pero lo importante no está en todo esto ni en otros cometidos profesiona­les, normales en realidad. Por mucho que se hubiese multiplicado el trabajo, por pertinaz que fuese la inquietud, no pasaba, como médico, de ser un espec­tador más, admirador entregado y, a veces, conmovido. Alguien ha dicho que Toronto es la ciudad cuyo hori­zonte está cambiando cada instante. A la luz cambiante de este horizonte eran más concretos los matices de una figu­ra que se apoyaba en bastones, más ri­ca la silueta recortada de una silla de ruedas. En Toronto, a la luz de “su” victoria, los deportistas minusválidos nos han mostrado otro horizonte, con nuevos y mejores hallazgos, con más ricos contrastes. Por esto valió la pena estar allí. Moneda de oro auténtica ha sido la recibida, para premiar sus es­fuerzos por un médico español, lleno de asombro y respeto.

 

2.-IMPRESIONES EN LA PAROLIMPIADA “HOLANDA 80”.

Ante un destello, los párpados se cierran para abrirse en seguida en espera del siguiente resplandor. La luz impresiona la retina y se proyecta fotográfica­mente en el cerebro. Con el movimiento de los párpados las impresiones se suceden, de fuera a dentro, de dentro a fuera. El rumor de los párpados es poesía en Miguel Nuayna. Se han podido dictar, en Morse, pensamientos, libros, con el aleteo de los párpados. En este caso el pensamiento que ha movido nuestros párpados viene de fuera, de unos destellos de vida que nos han rodeado y nos han traspasado durante unos días. Estos pensamientos, parpadeos de asombro, de defensa ante el destello, han sido constantes, múltiples, casi ilimitados. Sólo algunos de ellos van a ir plasmados en este deshilvanado y, nunca mejor dicho, alucinado escrito.

Una Olimpiada para minusválidos. Dos semanas de vida auténtica. Luego, una larga preparación de cuatro años, que es espera de la siguiente explosión de vida. Como una falla, el esfuerzo de cada minusválido se quema en una Parolimpiada para renacer y volver a ser inmolado en la siguiente.

Sentirse Rey: No tener ojos, o brazos, y ganar una medalla.

Pero, también, la limpia alegría que da, sencillamente, llegar.

Lo verdadero, en el mundo de los minusválidos, solamente se encuentra o más acá o más allá de la compasión. Más acá estamos todos los que hemos llegado a comprender. Más allá la mirada de la muchacha que empieza a enamorarse de un hombre que no tiene manos. O el sentimiento ante el llanto de un niño ciego que se ha quemado de noche con la llama de una candela.

En deporte no caben las discriminaciones por raza, color, política, lengua o religión. Pero el deportista con una minusvalía motora que no gusta ver junto a él a otros minusválidos, por ejemplo mentales, está discriminando.

Conforta la dignidad que mantienen en su marcha, torpe y a veces grotesca, los paralíticos cerebrales. El acto más simple de su cometido queda, siempre, revestido de importancia.

Ser olímpicos, del Olimpo, es, en el fondo, ser un poco dioses.

Ir sobre ruedas... ¿Quién inventaría esta frase?

Es cierto que el deporte no corrige ninguna minusvalía, pero el minusválido deportista es, por serlo, menos minusválido.

El etíope que hizo el desfile olímpico solitario en su silla de ruedas valía, el sólo, por todo un país.

Ganar una medalla es recoger el fruto que la siembra llegó a producir. Llorar por haberla perdido es seguir regando una siembra que todavía no fructificó.

El baloncesto en silla de ruedas está siendo ya un deporte de multitudes. Sólo había que mostrar el espectáculo descorrien­do la cortina de la incomprensión y encendiendo la luz en la batería de la verdad.

El perro del ciego es consciente de su papel. Basta para comprenderlo ver cómo mira a quien estorba.

Cuando hay en un cuarto dos que quieren hablar mientras los demás pretenden dormir hay tres formas de comportarse: 1 Callar o bien salir fuera a hablar. 2 Seguir hablando sin advertir que se molesta a los demás. 3 Continuar la charla con plena conciencia de la molestia producida. La buena convivencia entre todos es función del primer presupuesto, al que podemos llamar A y la mala de los otros dos, B y C, lo cual se puede expresar matemáticamente: Convivencia igual a: A partido por el producto B.C. Esta igualdad explica que haya en el mundo tantos problemas de convivencia. ¡Son tan difíciles las Matemáticas...!

El idioma que hablan los ciegos-sordos se basa en el contacto directo. Por eso los ciegos-sordos están más unidos entre sí que los demás mortales.

Hallar a alguien que responda a la presión de sus dedos es como encontrar tierra el náufrago, agua el sediento. No hallarlo es, tal vez, el vacío total.

“Het Dorp”, la ciudad para minusválidos, es una prisión pequeña dentro de una prisión grande, la Tierra. Los problemas son los mismos que en todas partes y se reducen a una sola cosa: Soledad. Soledad de cada uno entre todos los demás.

“Het Dorp” es triste. Sus gentes son tristes. Los techos son demasiado bajos, las paredes y el suelo demasiado oscuros. Nos damos cuenta de que la idea de tumba se nos acuerda más allí que cuando estamos fuera. Por lo demás, todo es lo mismo.

Y es que el político no comprende y ello por una sola razón: Los votos pueden conseguirlo todo excepto que alguien pueda ver, que alguien pueda andar, que alguien pueda hablar. O, sobre todo, que alguien se conforme con no poder ver, con no poder andar, con no poder hablar.

Aceptar. Esta es la clave de todo. No hacerlo es llamar a gritos a un sufrimiento que ya habría terminado.

Aunque, a veces, regresar al origen, a Alfa, para volver a empezar, es la única esperanza que queda.

Para las parejas en silla de ruedas hay menos peligro de separación. Bastante difícil es encontrar un solo camino sin obstáculos. Hallar dos caminos, uno para cada uno, es casi impensable.

Ver bailar en una silla de ruedas hace comprender la supremacía de las líneas curvas sobre las rectas en armonía y riqueza de movimientos. Sobre un soporte circular los cambios posibles son infinitos, en tanto que a la línea recta (muslo, pierna, pié) no le queda mas que un sistema: trazar ángulos.

El niño sin brazos cantaba en francés. La lluvia hacía menos ruido.

Comprender el problema de los minusválidos, llegar al fondo de la verdad y, sin embargo, seguir. Es como pasar la prueba del fuego no sólo quemándote sino ardiendo.

Destellos. Parpadeos. Al final, todo se ve dentro. Da lo mismo que tengas los ojos abiertos o cerrados. El parpadeo es, sólo, alivio. 

Arnhem y Veenendaal,

21 de junio - 5 de julio de 1980.

 

3.- NOTAS DE UNA OLIMPIADA: USA 84.

Tal vez los más resaltable, en valores absolutos, de esta Olim­piada, sea la presencia masiva de paralíticos cerebrales. Ninguno español. Lástima.

Los discursos de inaugura­ción, incluido el del Presidente Reagan, apuntaron hacia los derechos de los minusválidos y no sólo en deporte. Se les reco­noce ya en un plano de igualdad con los demás. Como símbolo y prueba de todo ello la bandera olímpica ondeando en el aire. Tenía que llegar. Lo dijo Anaxi­mandro hace mucho tiempo: Todo retorna a aquello de lo que emana.

Claro que también es necesa­rio que haya suficiente madurez en el minusválido. No basta con que le acepten. Tiene que saber integrarse. Sin afán de proteccionismo pero también sin exi­gencias de estrella mal encum­brada. En el deporte es muy clara la postura: Espíritu olímpico. En la vida, seguramente, conviven­cia. Nada más. Nada menos.

Resultaban conmovedores la emoción, el respeto y el afecto del pueblo estadounidense hacia su Presidente. Es el amor al padre, eterno, como el hombre, aunque a veces se interprete mal o se rechace. Era el domingo 17 de junio. En Estados Unidos, Día del Padre.

Cientos de globos subieron al cielo. Uno azul, solitario, ascen­día y un avión comercial pasó cerca, componiendo, durante se­gundos, una curiosa figura. Lue­go el avión continuó y el globo siguió su camino. Hacia arriba.

La valoración médica se va pareciendo cada vez más al Sistema que propusimos hace años, el que defendió la Federa­ción Española. Las diferencias son cada vez menores y es de esperar que en el futuro se adopte lo fundamental de nues­tro contexto. Los años transcurri­dos, tal vez más de quince, son necesarios. La mayoría de edad está en los 21 años en gran nu­mero de países.

Hace falta quizá también que se imponga el sistema de coeficien­tes en la línea propuesta por Jesús Maza, muy superior al ac­tual de Clases. Un atleta nos fue eliminado por superar el máximo exigible. Con un sistema de coeficientes hubiera podido competir. Aunque lo biológico se basa en actos y en funciones hay veces en que las cifras pueden ser de utilidad. Lo que hace falta es saber cuándo y cómo.

Las palmas de los andaluces de la expedición española resul­tan molestas para la genera-lidad de naciones. En cambio, resulta­ban atractivas para coreanos, ja­poneses, egipcios y chinos, bas­tante identificados con estas for­mas de expresión, al fin y al cabo surgidas de sus tierras. Conque, ánimo, dentro de cuatro años en Corea, compatriotas. Va a ser la primera vez que se os compren­da.

Hay quienes aún se ríen de los paralíticos cerebrales. De los ciegos no. Tal vez lo hicieron hace años. De nuevo el factor tiempo.

Sin embargo, los paralíticos cerebrales, como los ciegos, suelen ser serios en el cumplimiento de sus misiones. Poseen, sin ninguna duda, verdadero es­píritu deportivo.

Espíritu deportivo. Aquí hay una clave. La mayor parte de los atletas minusválidos de nata-ción han llegado al deporte por error, porque algún médico, poco impuesto en minusvalías, les dijo que nadando mejorarían sus secuelas, en general poliomielí­ticas. Con el entrena-miento me­joró todo menos las secuelas y esto es difícil de perdonar, aun­que se nade en competición y se consigan medallas y al final se comprenda la verdad. Los ciegos y muchos paralíticos cerebrales llevan alguna ventaja, porque no esperan del hecho deportivo otra cosa que satisfacer una vocación, autocompensarse con una entrega que les dignifica como personas. Por eso poseen desde el principio espíritu deportivo.

Hubo algunos minusválidos que no debían haber acudido a una Olimpiada, no por otra razón sino porque no estaban en condi­ciones de competir. De nuevo surgen como ejemplo, esta vez negativo, los paralíticos cerebra­les, muchos de los que fueron llevados a USA 84. La falta de médicos especialistas es, como siempre, evidente, pero también la de técnicos con conocimien­to de causa. Fallo también de clasificación adecuada, hecho que se evitaría con un Sistema de Valoración de la Minusvalía más apropiado. Hay que apren­der a rechazar a los atletas que no lo son, lo mismo que se re­chaza ahora a los que lo son en exceso. Si los paralíticos cerebrales estuvieran bien lleva­dos no se darían estas lamentables confusiones entre una com­petición olímpica y la simple Terapia Recreacional.

Los policías del Condado de Nassau han cumplido una labor extraordinaria. Comenzaron con un rígido criterio ordenancista para, día a día, irse transforman­do, inmersos en aquella tremen­da ola de humanidad que les envolvía. Cumplieron su discipli­na en todo momento. Al princi­pio como autómatas. Muy pron­to como hombres y mujeres enriquecidos por un matiz vital hasta entonces ignorado.

Alguien, al cabo de unos días. quitó a los policías que había y envió otros, alegando que “con­fraternizaban” demasiado. Quie­nes dieron la orden del cambio debieron abandonar sus despa­chos para confraternizar tam­bién con los atletas. Si lo hubie­ran hecho sus órdenes hubieran sido seguramente más sensatas en el futuro.

Por parte española debe que­dar constancia de agradecimien­to a los policías del Condado de Nassau, de todo el Estado de Nueva York. Su humanidad, competencia e inteligencia, que solucionaron muchos proble­mas de muchos atletas de mu­chos equipos, sirvieron en gran medida para nuestra difícil salida del inundado aeropuerto de Nueva York. Tal vez ellos se han enriquecido en su contacto con esa entidad humana llamada minusválido. Lo cierto es que todos nosotros hemos aprendido a conocer la humanidad que se encierra en esas personas, los policías, tan poco conocidas como mal inter­pretadas. Simplemente, gracias.

No poder regresar a casa es una tragedia que une y que hace ser más comprensivo con los demás. Sirve para darse cuenta de que es tan difícil juzgar a una persona que es mejor dejar a otros la tarea. Si queremos juz­gar a alguien empecemos por aprender a hacerlo cada uno consigo mismo.

Ceremonia de Clausura. La política aflora con claridad. Es como si la limpidez del deporte se hubiera enturbiado. Segura­mente tendría que ser así. Lo importante es que el agua siga fluyendo.

Hosffstra University,

Junio 1984

 

4. - DESTELLOS OLíMPICOS EN SEÚL 88

La llama parolímpica parecía más ardiente, más fraterna, como si quemara menos pero diese más calor. Y más luz.

Aquellos globos-máscaras que apa­recieron rodeando el estadio semeja­ban espectadores. Unos espectadores que se asombraban desde el aire aunque no com­prendiesen del todo.

Hubo unidad en el transporte de la antorcha paraolímpica. Unidad, que es dar sentido a la unión. Un amputado, un ciego, una parapléjica en silla de rue­das, un paralítico cerebral, cubrieron las etapas de luz de la antorcha hasta la llama parolímpica. Unas etapas que médicamente aún no han sido supera­das. En lugar de médicos que entiendan y valoren la discapacidad hay grupos de especialistas magníficos en otras ramas del saber clínico que se limitan a indagar la causa que produjo la ceguera o se pierden en detalles como el de que el pie forme o no garra al apoyarse en el suelo o que solo consideran el nivel metamé­rico o de amputación.

Esta falta de criterio unicista, holista, se debe a que son todavía los médicos, los especializados en temas de minusvalía, los únicos capaces de valorar al hombre en si, con su propia discapacidad y sus propias posibilida­des, como entidad indivisible y única. Pero no es así. Solo pervive, a través del tiempo, la pa­ciencia y, pese a todo, la esperanza. 

La necesidad de unidad la compren­den los atletas, que se integran sin difi­cultades. Por eso pidieron en una carta la creación de una Federación única. La carta criticaba la ausencia de criterio unicista en los médicos que efectuaban las valoraciones, pero es la política la principal opositora. Una sola Federa­ción deportiva para todos los minusváli­dos significaría perder muchos cargos, muchas golosinas. Antes, el deporte para minusválidos era práctica-mente ignorado. La prueba de la envergadura que ha alcanzado está en la gran cantidad de políticos que han acudido a la última Parolimpiada. 

Lo ideal sería llegar a una Federación única dividida en diferentes Comités, uno por cada deporte. Por cada depor­te, no por cada minusvalía. La unión fortalece, la disgregación debilita. No es bueno quedarse solo. La soledad crea limitaciones, durante la competición y también fuera de ella. “Tan solitario... ¿Con quién regresaré al hogar?” dice un antiguo poema coreano. 

Alguna figura relevante de las varias que visitaron Seúl durante la Parolim­piada mostró su pena ante aquellos atle­tas disminuidos. Todo eso del derecho al trabajo y al deporte y, para los mejo­res, al deporte olímpico, nada conta­ban ante aquella compasión tan bien in­tencionada como mal fundada. Los cursos, las conferencias, los actos de di­vulgación de lo que es y representa el deporte por y para minusválidos, se deben multiplicar con verdadera urgen­cia. 

Porque deporte es sublimación, pero también vehículo. En Corea no se habla­ba antes de los minusválidos, casi no se les veía por las calles. La explosión humanística de la Parolimpiada ha conseguido que el millón oficialmente admitido comenzara a vivir en comuni­dad. El reconocimiento instantáneo por parte del pueblo coreano, su afluencia hasta llenar estadios inmensos, su entu­siasmo, su entrega, demuestran a la vez su condición humana y, una vez más, su falta de información. En España la infor­mación es también ahora más patente. Se empieza a saber que existen atletas minusválidos. Como pruebas, el Premio Nacional de Valores Humanos a Puri Santamarta, el título de Atleta del Año en Palencia a Mariano Ruiz. La esperanza continúa. 

Sam, el intérprete coreano, voluntario, residente en California, tenía también una esperanza. Que todos los atletas, los de las dos Olimpiadas, recibiesen en España el mismo, idéntico trato, sin discriminación. En todas las atenciones. Televisor, teléfono, nevera, en las habi­taciones de todos. O de ninguno. 

España se dice así, “España”, en co­reano. Hace unos años, cuando Filipi­nas era española, nos dijo un coronel retirado, Corea y España eran casi fron­terizas. 

Alguien dijo que la “pupa” coreana era una sopa. Por fortuna el tabernero sabía suficiente inglés para entender lo de sopa. Nos enseñó lo que era pupa, en una lata de conserva, como los berbere­chos. Crisálidas, a consumir con un palillo. Hay pocas diferencias entre los pueblos y una es la alimentación. Un norteamericano puede salir disparado a vomitar si se le explica que los sabrosos trozos que acaba de comer son de cala­mar. En cambio ellos se toman las ostras, o los langostinos con ketchup. Todo arbitrario. Pero ninguno fuimos capaces de ingerir un pinchito de pupa. 

Corea es Han-kuk, el país de Han, aquel hombre primordial que fue capaz de crear dinastías en China, divinidades en Tibet. Han se llama también el río de Seúl. El futuro del país es firme porque se cimenta en un sólido y poético pasado y en un presente que es puente continuo entre uno y otro. 

Las palmas de los árabes de Bahrein eran asombrosamente similares a las obsequiadas por algunos de nuestros atletas. Tal vez afinidad, pero también concepto, porque las manos pue-den ser utilizadas en otras muchas cosas, dife­rentes al batido de una contra otra. 

La norma de acompañar con flores las medallas al ser entregadas estas conce­de poesía al triunfo. 

Cuarenta y tres medallas son el poe­ma escrito por los atletas minusválidos españoles. Los demás no podemos hacer otra cosa que intentar ayudar uniéndonos estrechamente con ellos. Aunque esto represente, o precisamen­te porque representa, ceder un poco de nuestra propia identidad y un mucho de nuestras ambiciones. Algunas medallas pueden ganar también los que, sin ser atletas, luchen de verdad a favor del deporte por y para minusválidos. Sa­biendo que esas medallas nunca po­drán ser de metal. 

(Sobre notas tomadas en la Parolimpiada de Seúl)

  

5.-DESTELLOS EN “BARCELONA’92”

1.- La emoción de una nueva Parolimpiada. En rigor, la VI. Roma, Tel-Aviv y Tokio fueron, todavía, “Jue­gos de Stoke-Mandeville”.

2.- Muchas ganancias hubo y no sólo espirituales. Barcelona está preciosa y además ha mejorado desde el punto de vista urbanísti­co. Y esto, aquí, si que quedará para siempre.

3.- Las Olimpiadas traducen fuer­za. Las Parolimpiadas esfuerzo. Hoy ya los verdaderos olímpicos son los parolímpicos.

4.- Por fin cayó donde le corres­ponde, en el ridículo, el denigrante termino “paralímpico”. Hasta la Re­al Academia ha intervenido. “Bar­barideces”, de las que en principio se echó la culpa a los lingüistas del COOB. Por eso dijimos, hace tiempo, que era urgente organizar un curso de lingüística para los lin­güistas del COOB. No se organizó.

5.- Para saludar, Petra no da la ma­no, sino el pie. O el corazón.

6.- Mostrar viva, realizada, a Petra, fue un gran acierto. Lorenzo Boett­ner, el travesti chileno (“Lorenza”, como gusta que le llamen), es un buen ser humano.

7.- El entusiasmo del público barcelonés no era bondad, sino convicción. Descubrimiento. Un salto por encima de la compasión.

8.- El público de Badalona era todo un espectáculo. Superior a veces al de la cancha de baloncesto en silla de ruedas.

9.- Y el público de Badalona, su­premo en conocer baloncesto, aceptó en seguida al baloncesto en silla de ruedas y lo prohijó. Algo tendrá éste especial deporte.

10.- Todo el público, en todos los de­portes, vibraba con los avatares de los deportistas españoles. ¿Donde estaba el separatismo?. Sin querer, uno queda pensando en los políti­cos.

11.- Los primeros días la prensa de Barcelona rezumaba quejas contra las injustas “clasificaciones funcio­nales”. El último día eran perfectas y, además, inventadas en Barcelona, a pesar de que desde Fulda han pa­sado más de siete años. Se ve que la prensa cambia mucho de opinión.

12.- 107 medallas para el equipo español, las instalaciones deportivas repletas de público, gente esperando a diario para poder entrar en las piscinas Picornell. Al principio nadie esperaba este éxito. Ello explica algunas cosas.

13.- Barcelona superó todas las marcas parolímpicas: Número de participantes, 3039, número de pa­íses 81, número de deportes, 15. Asistencia de público, cobertura de servicios de información, sani­tarios, de transporte, de alimenta­ción, de vivienda, de organización interna... Donosura.

14.- Copiamos de los Menús dia­rios: Salmón al cava. Zarzuela de mariscos. Salmón a la plancha. Ra­pe estilo Cadaqués. Pavo a la na­ranja... Servicio casi constante. Imp­ecable condimentación. Esto no lo podrá superar, nunca, nadie.

15.-  Los atletas estaban en casa. Una casa, grande, para todos.

16.-  El atleta nadando sin brazos ni piernas ya era un espectáculo. Ga­nando oros, pulverizando récords, era un mensaje.

17.-  Los voluntarios, fueron lo más aproximado que en la tierra puede haber a los ángeles de la Guarda. Sean benditos por siempre, amén.

18.-  La Parolimpiada “Barcelo­na’92” era de una ciudad, una región, un país. La ciudad, la región, se volcaron. El país vivió apenas la gesta. Culpa acaso de los medios informativos.

19.- Porque pasarán seguramente muchos años antes de que se ce­lebren otros Juegos Olímpicos en territorio español y es lástima ha­ber perdido el enriquecimiento es­piritual que ofrece siempre la frac­ción Parolímpica.

20.- Hubo muchas autoconfesio­nes, revelaciones, propósitos: “Si ellos pueden hacer esto yo podría hacer más de lo que hago”.

21.- Admiración. Una palabra con mucho contenido.

22.- Admirables todos los atletas españoles. Si uno electo, Puri San­tamarta, campeona del esfuerzo y de la calidad. Depender del es­fuerzo de uno mismo. Nada hay más congratulante.

23.- Joan Maragall consideró a la multitud como un estado inferior del pueblo, cercano al caos y no a la poesía. No ha sido así en su pro­pia tierra, donde la multitud ha sa­bido crear poesía. Porque la multi­tud, cuando la guía el espíritu, es también pueblo. Y también poeta.

24.- Los atletas están unidos por sus gestas, por su mutua admira­ción. Las Federaciones no existen en los campos de competición. Amigos para siempre. Amigos. Siempre. Hay pocas palabras que tengan un mayor contenido.

25.- Con los ojos encandilados an­te el espectáculo de fuera, que ro­deaba y acogía al espectáculo de dentro, solo queda decir, también emocionado: Gracias, Barcelona.

 

IV-4.  LA EDAD DEL MINUSVALIDO

Se publicó en el num.38 de MINUSVAL, en Marzo de 1982.

 

LA EDAD DEL MINUSVALIDO

El paso del tiempo modifica. Al hom­bre, a los seres vivos, a las institucio­nes, a las cosas. A veces dirime y es buen ejemplo el paso del vivir al morir. También hay determinadas condiciones de existencia en que el tiempo a lo su­mo matiza. Se es hombre, o mujer, o miembro de una raza y el tránsito vital no modifica la condición básica del suje­to. El capricho, la voluntad, una motiva­ción particular impulsan a ensayar a ve­ces cambios que se basan en lo técnico, no en lo temporal, lo transcendente.

Otra condición que dirime, con inde­pendencia del paso del tiempo, es la de minusválido. El minusválido lo es desde que nace, o desde el momento en que el deterioro se traduce en discapacidad, y lo será hasta el final. El minusválido niño se transforma con el tiempo en minusváli­do adulto, minusválido anciano, pero su situación ante la vida, esa entidad legal­mente denominada “condición de mi­nusválido”, podrá ser transformada, nun­ca eliminada, salvo en el caso de que el deterioro y su vertiente funcional lle­guen a ser normalizados por el especialista en minusvalías.

Este concepto, especialista en minusvalías, ofrece una clave fundamental. El especialista en minusvalías se mantiene de modo constante como tal, sin abdica­ciones de ningún tipo, cualquiera que sea la edad, sexo o condición del minus­válido. Es un contrasentido pensar que cuando el minusválido es niño o anciano su especialista natural pierda la condición y se transforme en pediatra o geriatra. Por razones similares habría que encargar al ginecólogo la atención de todas las minusvalías padecidas por mujeres. Los problemas, médicos o sociales, que se les plantean al niño, al anciano, al hom­bre o a la mujer minusválidos tienen co­mo fac-tor común la minusvalía y no la edad o el sexo. El niño y el anciano minusválidos están unidos, a través de este factor común, a todos los demás minusválidos. Por el contrario, el niño o el anciano no minusválidos tropiezan con problemas similares a los padecidos por los demás niños o los demás ancianos. Problemas que nada tienen que ver con los que envuelven a los diversos minusválidos. Salvar los matices propios de edad y sexo, en unos y otros, minusválidos o no minusválidos, no pasa de ser exactamente esto, salvar unos matices que, por otra parte, no son los únicos que hay que cuidar en todo intento de atención al ser humano.

Entramos así en una serie de aspec­tos que conviene revisar. En primer lu­gar, se nos ocurre plantear la poco clara situación relativa a la procedencia o no procedencia de rehabilitación en los an­cianos. Entendemos como al menos muy dudosa la misión rehabilitadora en personas de edades avanzadas. No sólo porque los ancianos carezcan en general del obligado factor de enfoque laboral, tan esencial en Medicina rehabilitadora, sino porque el enveje-cimiento, la involu­ción, son fenómenos obligados, habitua­les, normales cabe decir, y la mi-nusvalía nunca es “normal”. El anciano, como el niño, pueden ser considerados, si se quiere, “desvalidos”. Minusválidos, nunca, salvo que aparezca en un individuo determinado una situa­ción minusvalidante, en cuyo caso el ni­ño, el anciano, pasan a ser tributarios de rehabili-tación. Por minusválidos, no por niño ni por anciano. De aquí la improce­dencia del antiguo concepto “rehabilita­ción en Geriatría”, “rehabilitación en Pediatría” o en cualquier otra espe-cialidad. Como ya es admitido, las minusvalías son, fundamentalmente, sensoriales, mentales, expresivas o motóricas. Si fal­tan estos caracteres no puede hablarse en ningún caso de Medicina rehabilita­dora, de Rehabilitación en general. No tiene envergadura suficiente para llevar a confusión ese pequeño error de llamar “rehabilitación” a las técnicas de Tera­pia Re-creacional. Como tampoco  pue­de servir el intento de transvasar el nombre Rehabilitación a la Medicina Física o la Fisioterapia. Los integrantes parciales, importantes o no, es imposible que alcancen a igualar al todo.

En el extremo opuesto del devenir cronológico vital, el que atañe al niño, el enfoque se puede orientar también de manera errónea. No se estila hablar, sin más, de “rehabilitación en el niño” o del niño” sino que se traslada la misión rehabilitadora, al menos parcialmente, a los especialistas de la infancia. Como además no se suelen expresar de forma correcta los diferentes campos de acc­ión (minusvalías mentales, motoras, etc.) y se sigue hablando de “rehabilitac­ión en neurología” o “neurológica”, ocurre con gran frecuencia que los niños minusválidos caen en manos de neuro­pediatras y aún psiquiatras. Con la para­doja adicional, en el primero de los ca­sos, de que Rehabilitación es especiali­dad oficialmente reconocida y Neurope­diatria no.

De nuevo se hace necesario llamar la atención hacia el hecho de que es la propia situación del minusválido y no la edad del sujeto lo que concede soporte de especialización en el mundo de las minusvalías. Una vez aceptado esto se comprende que un neurólogo, un pediatra, o su combinación, el neuropediatra, no pueden ser útiles a los minusválidos, niños o no, si no aprenden minusvalías. Es decir, si no se transforman en médi­cos rehabilitadores. Lo cual, por cierto, no es difícil, dado que a la Medicina rehabilitadora, como a cualquier espe-cia­lidad que comienza, se pueda acceder desde cualquier origen o cometido mé­dico. Siempre que la especialización, la entrega a los quehaceres rehabilitadores sea total, completa. Es imposible dedi­carse en serio a Medicina de minusvalías y a la vez a Neurología, Pediatría, Psiquiatría, Traumatología o cualquier otra especialidad. No sólo en estos momentos de comienzo de la especiali­dad, en que el esfuerzo se ve ampliado en tareas de investigación, ordenación de hallazgos, creación de técnicas y bús­queda de un amparo doctrinal. También será imposible la dualidad en el futuro, cuando la Medicina rehabilitadora alcan­ce su dimensión auténtica. Basta para deducir la necesidad de dedicación ab­soluta pasar la vista por una clasificación de minusvalías y por las implicaciones in­dividuo-entorno de cada una de las dife­rentes situaciones. Es más, hay que pre­ver que irá surgiendo la subespecialización dentro del gran campo de la Medi­cina de Minusvalías. Lo que nunca será factible es que cada especialista llegue a entender, sin abandonar otros cometi­dos, los problemas de minusvalía que rocen el entorno de su modo de espe­cialización. Esto no se ha conseguido durante siglos, ni siquiera en relación con los aspectos quirúrgicos de cada rama médica, lo cual parece sin duda mucho más sencillo.

Como se dice al principio, ser minus­válido dirime, independientemente de la edad que se tenga. Ser niño es una co­sa, lo mismo que ser anciano. Ser niño minusválido, anciano minus-válido otra muy distinta. El minusválido, a cualquier edad, necesita especialista, pero este ha de serlo en minusvalías. No se puede permitir que un niño, tomemos este ejemplo, pierda las posibili­dades médicas que se le ofrecen por­que un médico, perfectamente enterado de su propio cometido, le acoja gentilmente, ce­rrándole así el paso hacia la única solución que po-dría alcanzar. Y lo mismo cabría decir con referencia al anciano con minusvalia. El minusvá-lido, que no tiene ninguna culpa de esta falta de en­granaje, es el único que sufre las conse­cuencias de la desorganización. Como el filósofo, ve transcurrir sus días, todas las edades de su tiempo perdido, espe­rando encontrar por fin a alguien que de verdad le entienda.

 

IV-5 LA LUZ DE LA CEGUERA.

Fue escrito para participar en el Premio Cincuenta Aniversario de la Organización Nacional de Ciegos y publicado en Febrero de 1988 en el num.78 de la revista MINUSPORT.

 

LA LUZ DE LA CEGUERA

Ni siquiera sé por qué me he puesto a pensar. Por qué razón me ha surgido este afán de encontrar respuestas a preguntas que sería mejor callar. Tal vez sea la luz que noto que baña mi rostro. Conservo un recuerdo nítido de la luz, de los contrastes que conceden a las cosas una fisonomía de la que entonces no me daba cuenta. Recuerdo, sobre todo, los colores. Puedo imaginar sin dificul­tades el rojo, el azul, los tonos blan­quecinos, hirientes a veces, de la plena luminosidad solar. Lo que menos recu­erdo es el negro, los tonos oscuros. Las penumbras si, me siguen pareciendo sedantes. Quizá el negro lo tengo tan presente ahora que yo mismo trato de ocultarlo, o bien es que, por repetido, va perdiendo en mí entidad. Recuerdo también los objetos, su imagen se me representa con facilidad al tocarlos. Aquellos años de experiencia visual facilitan ahora la labor captativa de mis manos. Los sonidos son también distintos, más ricos. Llenos de con­tenidos que antes de quedarme ciego era incapaz de sospechar. Con matices, como los de los colores. Ahora comprendo que Wladimir Korolenko hable de sonidos rojos o blancos en “El músico ciego”.

El mundo se me muestra más im­portante porque es más manifiesta mi inferioridad. Mi dominio sobre él es menor, su dominio sobre mí mucho mayor. Estar ciego constituye una lección de humildad, siempre, aunque a veces intentemos disfrazar nuestro verdadero sentir, como niños que gritan a la oscuridad porque tienen miedo. Es una lección continúa, más dul-ce que amarga, más confortadora que vulner­ante. Pronto se aprende que es inútil tener miedo, gritar a la oscuridad, odiarla, rechazarla, temblar ante la seguridad de lo perenne. Hacer todo esto es dejar de ser humilde para pasar a sentirse humillado.

En cambio es más rica mi visión de mi mismo. Al no ver hacia afuera miro hacia adentro. No solo cuando estoy despierto sino incluso en sueños. Ahora veo cosas que nunca hubiera visto y he adquirido saberes a los que nunca hubiera podido antes aspirar. Sólo a través de la ceguera se puede tener visión del más allá; por eso eran ciegos los adivinos antiguos. Ahora puede dirigirme, como dice Borges, “a mi secreto centro”. “Pronto sabré quién soy”. Incluso noto que los demás están también en mi interior. El amor es eso, hacer vivir a otros dentro de uno mismo. Es triste que haya que quedarse ciego para aprenderlo.

Sin embargo, queramos o no, una de las claves está en la luz, la luz que nos rodea, que es un hálito de Dios. “Y la luz se hizo”. A veces, la luz en los ojos sólo da calor, a veces nada, convertida en puro estímulo secreto que se cortocir­cuita hacia el espíritu. Pero está ahí y nos atrae, esa “atracción de la luz” de que habla Korolenko y que está pre­sente también en quienes en ningún momento de su vida hayan llegado a verla. La esencia de la ceguera está en no percibir la luz. Esto hay que acep­tarlo, como Buda indica, o curarlo, como hizo Jesús. Pero la pregunta tiem­bla: ¿Es esto todo? ¿Ausencia de luz? ¿Qué luz?. En el Bhagavad Gita se describen tres cualidades que, nacidas de la naturaleza, están presentes en cada ser: Sattva, Rajas y Tamas, repre­sentados por los colores blanco, rojo y negro, una entre las muchas triadas que el hombre ha creado y que Kircher recogió ampliamente. La primera cualidad, Sattva, representa bondad, verdad, pureza, estabilidad, poder, aptitud vital, luz. La tercera, Tamas, simboliza ignorancia, insensatez, confusión, apatía, negligencia, letargo, tinieblas, oscuridad, ceguedad. Ceguedad, no ceguera. Entre ambas, Rajas representa pasión, afán, deseo, ambición, inquietud, actividad. Un impulso central que puede ser orienta­do hacia uno de los dos extremos.

En los Evangelios se nos dice que Cristo quiso que todo comenzara con su fin, pero sólo nos dejó su ejemplo. Escribió sobre la arena y anduvo sobre las aguas; su huella debía quedar de otra forma. Cura a un ciego con saliva, es decir, con la palabra y le conmina para que no entre en la aldea (Bet­saida), para evitar encontrarse de nuevo con los antiguos errores. El ciego Bartimeo tira su prenda exterior de vestir para presentarse a Jesús; se ha desprovisto de su falsa apariencia. El templo que será destruido es seguramente el cuerpo. Al ciego de nacim­iento le abre los ojos, le ofrece la ver­dad, aplicándole barro que fabrica con tierra y saliva. Barro de la creación primitiva, amasado en el Gilgamés con sangre de la cabeza del Creador, con tierra roja en el Génesis. Luego le envía a la piscina de Siloé para que le lave el agua purificadora. “Mientras es de día”, le dice. Para que pueda captar la luz, que está en El. Porque Jesús vino a este mundo “para que los que no ven vean y los que ven se vuelvan ciegos”, es decir, para que los ignorantes sepan y los fatuos queden deslumbrados al comprende su error. “Si fueran ciegos, o sea inocentes, no tendrían pecado”.

El pensamiento ha volado, quizá demasiado lejos, pero no por buscar consolaciones religiosas o literarias, siempre confortadoras, sino para mos­trarme a mí mismo que no existe un único concepto de luz. Junto a la luz que permite ver hay otras formas de luz que no ad-miten tinieblas. Luz del enten­dimiento. Luz de la razón. Del cono­cimiento. De la verdad. Del amor. Lo importante es comprender, aunque no sea a través de la vista. Es cierto que la simbología, que liga arte, religión y sabiduría, se basa en gran parte en símbolos visuales, pero el no ver estos signos no significa que no se pueda participar. La ceguera no elimina la comunicación. La ceguedad si, en gran parte. “La verdadera transmutación hermética es un arte mental”, se nos dice en el Kybalion. Lo que marca diferencias es el conocimiento. El sabio y el hombre ordinario se com­portan en el río de la vida como un nadador o un simple leño. Pero no son los rayos luminosos, aunque ayuden, los que marcan estas diferencias. El esfuerzo no debe hacerse desde la sombra hacia la luz, tal como dice Goethe que intentaban los hombre del Norte, sino desde la sombra hacia la vida. Creo que hay una luz, una gran luz, en vivir y precisamente el acierto de los hombres del Norte está en haber desarrollado su vida en su propio ambiente, sin salir en busca de luces meridionales, que a veces deslumbran. La luz puede hacer visibles unas cosas, invisibles otras.

Otra idea paralela que me surge, tal vez porque tengo recuerdo de la luz, es que no sólo de rayos luminosos está formada la naturaleza. La lluvia, el mar, el viento, los rumores del bosque, la noche, la oscuridad, son también naturaleza. Aunque falte algo en toda esta grande, incomparable riqueza, lo que queda, siempre asombroso, es vida. Pero hay que saber-lo, com­prender que cuando los espejos se han hecho inútiles otros reflejos permane­cen. Es difícil esta comprensión, sobre todo por la constante, continua presen­cia de la oscuridad. Las tinieblas, como dice Huxley, van en busca de la luz y de la luz nacen nuevas tinieblas para que se renueve el ciclo. Lo terrible es la monotonía de la tiniebla o de la luz. Por eso los cambios de ánimo de quienes estamos sometidos a una situación sin más mutación posible que la muerte. Borges trasciende desánimo a veces: “Con el verso - debo labrar mi insípido universo”; “y solo puedo ver pesadil­las”. Su tesoro es “la vasta y vaga y necesaria muerte”. En cambio, en otros momentos reconoce que “vivía en la sombra y ahora en la luz” y refiere, por haberlo leído “en las bibliotecas de los sueños”, creyéndose invisible porque ha dejado de ver, que también hay rosas invisibles, como la “que Milton acercó a su cara - sin verla”. Identifi­cado, nos dice que Demócrito se ar­rancó los ojos para pensar mejor.

Esto no significa que haya que re­nunciar a la esperanza de volver a ver, o de ver por prime-ra vez los que nunca antes conocieron la luz y la inventan. Se hacen in­tervenciones en pacien-tes con más de treinta dioptrías y se puede remedar una especie de luz mediante destellos electrónicos. Pero la confianza en el progreso debe ceñirse a lo real, a lo, nunca mejor dicho, tangible. La electrónica nos ha hecho ganar precisión y rapidez. Grabar, en lugar de escribir, hace más fluido el pensam­iento. Oír libros permite también re­leer. Y meditar. Lo esencial es hacer algo. La ocupación es el instrumento que nos hace reaccionar impidiendo que la vida quede reducida a la ceguera. Mantener la noción de la propia desgracia es estéril, porque el alto nivel de percepción del dolor lim­ita la posibilidad de captar alegrías, y es egoísta, porque impide sentir los dolores y las alegrías de los demás. Los ciegos podemos hacer mucho. Bastante más de lo que podría pensarse. La visión concede apoyo y seguridad para apoyarse y en qué asegurarse. Se ha dicho que es sabio y aconsejable tomar como guía a un hombre ciego en un camino oscuro.

Al no ver se llega a creer, como Borges, que lo visible no existe. Es mejor entonces hacerse invisible porque ello representa ser más libre, poder reformar o inventar la realidad. Encontrar nuevos modos de ver. “Hasta que nos veamos de nuevo”, decimos los ciegos al despedirnos. Nada existe si no hay alguna forma de mirada que lo reciba. Nada es real si alguien no es capaz de imaginarlo. La luz viene así desde la mirada, desde el pensamiento. Poco importa la belleza si no hay nadie para percibirla. Haber visto la luz y tener memoria de ello es suficiente. Al que nunca la vió le queda la opción, más apasionante todavía, de inven-tar todo, de construir consisten­cias desde una nada parcial. Al menos se habrá encontrado el lugar adecuado por donde transite y trascienda la persona, cada persona.

Con un “mundo a ciegas, sin luz de tal mirada”, en verso de Jorge Guillén, le queda una opción al ciego y es encontrar otras formas de mirar, de dar luz a lo que le rodea. Sin olvidar que puede dirigir la mirada hacia adentro, iluminándose a sí mismo. La ceguera sólo es castración en el psicoanálisis. “Contra las perversidades de la vida - dice Hermann Hesse - los mejores re­cursos son valentía, obstinación y paciencia. La valentía da fuerza, la obstinación alegría y la paciencia tran­quilidad”.

El pensamiento, mi pensamiento, se detiene. Ahora lo sé. Las preguntas son innecesarias, porque no existen res­puestas. Sólo vida que nos envuelve, en forma de luz, en forma de sonidos, de silencios, de contactos y, sobre todo, de afanes. De deseos de formar también parte de esa vida a la que se ofrece la luz que hay detrás de unos ojos que no están solos ante las tinieblas.

 

IV-6. EL LATIDO DEL SILENCIO.

Salvo error, este texto, escrito en 1995 como homenaje a Fray Pedro Ponce de León, permanece inédito.

 

EL LATIDO DEL SILENCIO.

Nunca he percibido ningún sonido. De niño murmuraban en mi interior los quejidos de mi propio llanto, la ternura de los besos de mi madre. Siempre han resonado en mí el fulgor de las caricias, la calidez de la amistad y el crujido del desdén, que todavía me retumba a la vez como un relámpago y como un fragor. Intento, a través de mis manos y de mi cuerpo, conocer el sonido de la lluvia al caer y el aullido del viento, al que noto como una fuerza que se me opone y sin embargo me envuelve para protegerme. Mis manos captan, como un susurro, la melodía en la caja de reso­nancia, igual que percibía Hellen Keller los aplausos a través de sus pies en la tarima de los escenarios. El susurro se extiende por todo el cuerpo y mi esqueleto vibra, aunque no tanto como cuando hay gritos a mi alrededor. Las disputas, las reconvenciones violentas, me siguen asustando y tengo para ellas una receptividad casi auditiva.

Todos estos remedos de audición se reducen a un latido, una especie de temblor que se prolonga a saltos, como si galopara en el caballo de mi propia ansiedad. También oigo, cuando lo pretendo, los latidos de mi corazón. Son, cada uno, como el rebote de una pelota sobre el frontón de mi espíritu. Entonces el silencio ya no es un eco vano, sino una suce­sión de impulsos. Es cierto que te acostumbras al silencio, vives con el silencio, el silencio te rodea como una atmósfera, pero nunca te sirve de apoyo, de fuente de vida. Tú soportas el silencio pero él no te ofrece a tí ningún apoyo. Por eso te animas cuando late, como un corazón, porque entonces el silencio se humaniza y te notas menos sometido. La sumisión rige la vida del sordo que no ha aprendido a comunicarse. El gesto, el contacto, te liberan aunque a veces se te nieguen y te quedes aislado, en el va­cío. Tan solo acompañado por el latir de tu corazón.

Todo esto hace que un sordo tenga muchos motivos para aislarse todavía más y encerrarse en sí mismo. Motivos de dolor, de incomprensión, de rechazo, que solo la acogedora naturaleza y el refugio en tu propio latido miti­gan. Todos los seres humanos fracasamos, en un sentido o en otro, en un momento dado o algún tiempo después. Muchas veces me he preguntado: ¿por qué los sordos, y supongo que también los ciegos, hemos de fracasar más veces y (ello me hace sonreír) con mayor claridad, con más precisión?. Nues­tro problema está en no percibir determinados mensajes que el cosmos en­vía. Esto afila nuestra capacidad mental, pero también nuestra desconfianza. La respuesta que hemos de dar nace dentro de nosotros, como un impulso del espíritu, que puede ser acertado, pero que puede no serlo. ¿Acaso cabe dar respuesta adecuada a un mensaje que no se ha comprendido bien?.

Quiero meditar sobre esto, hacer vacilar mi incertidumbre. Quienes perciben estímulos sonoros matizan en su mente el significado del mensa­je, que viene envuelto, sustentado, en decibelios. Interrelacionan, comparan, despiertan recuerdos o anhelos, indagan experiencias y elaboran una res­puesta, que es vertida a través de la palabra o de la acción gestual. La mente trabaja con símbolos, que se transforman en palabras según un códi­go que es la base para la ordenación de un verdadero lenguaje. El símbolo se transforma en sonido en la emisión de la voz, en grafismo a través de la mano. Siempre me llamó la atención esta unión entre lo expresivo y lo motórico, y no sólo en el lenguaje hablado o escrito, sino en la expresión mímica, en el lenguaje corporal. Es el poder nacido del contacto humano.

En lo que hace al lenguaje, el deficiente mental flaquea sobre todo en los aspectos logopédicos, los de creación, mediante símbolos, de un sistema codificado, aunque tam­bién puede fallar en la emisión fónica, la que reside en los órganos fonatorios, sobre todo por problemas de articulación. Oye bien pero comprende mal y elabora sus respuestas con dificultad, lo cual es independiente de que pueda mostrarse torpe en su dicción y sus ademanes. Pero capta sonidos. Los disfruta. O los teme. Yo he visto la alegría que producen a algunos deficientes mentales ruidos, golpeteos, zarabandas y bullicios y su temor ante, por ejemplo, el sonido de una máquina. El sordo ha de inventar todo esto y yo mismo lo he hecho muchas veces. Es bueno imaginarse las notas de una melodía, o el sonido de cascabeles y de campanas, como si todo ello existiese en tu interior. Es una forma de fingir, de forjar una alegría. Y de unirte un poco más al mundo que hay fuera de ti.

En cambio, nuestra capacidad mental es buena. Ideamos códigos, elaboramos mensajes, intuimos estímulos, planeamos respuestas que tenemos dificultad en expresar. Es curioso ver como precisamos de la levadura de los es­tímulos que vienen de fuera pa-ra que fermenten algunos contenidos menta­les y nos apoyamos en la lectura labial, en el alfabeto dactilológico, en toda la amplia gama de posibilidades que nos brinda la tecno-logía moder­na.Todo empezó a mediados del siglo XVI, con el esfuerzo de Fray Pedro Ponce de León. Todos los sordos le debemos mucho, porque nos permitió disponer, con sus signos, de una forma coherente de lenguaje. Yo, al menos, siento una gran ternura cada vez que me surge su recuerdo venerable. Creo que él también era algo sordo, aun-que tal vez esto no es sino un recurso mío para sen­tirlo más cercano a mí. Lo imagino en Sahagún, por donde pasaba la ruta del “Camino francés” de Santiago y también le intuyo solitario en su nobleza y un poco enterrado en San Salvador, que fue Panteón Real de Navarra.

Con los impulsos nacidos de tu cerebro, sin estímulos previos, elabo­ras pensamiento, respuesta y acción. Se cubre así una parte del arco que comienza en la llamada exterior y culmina con el acto voluntario, que a su vez revierte hacia afuera a través de la res-puesta. Este fragmento de convivencia es suficiente si aceptas vivir de este modo. No hace mucho, cuando todavía era un niño, sentía una gran ansiedad por comprender las letras, aquellos signos misteriosos que llenaban las páginas de los libros. Las imágenes ayudaban mucho y cuando llegué a comprender el primer cuento (era “Blancanieves y los enanos”) se me abrió el horizonte, como si volara en una nave a reacción. El apren-dizaje es muy lento. Resulta imposible la integración con niños no sordos. Te ayuda la fantasía, pero también te equivoca y corres el peligro de formarte un mundo y una vida falsos, como si fueran de otra galaxia. La contradicción es una característica básica del ser humano.

Los niños ciegos aprenden más deprisa, con sus dedos sensibles si­guiendo las huellas de los caminos trazados en el papel, sabiendo siempre a qué sonido corresponde cada garabato en relieve y jugando a la vez con el gustoso sabor de la palabra, el suculento pronunciar de la lengua y los labios. En el sordo es distinto. Cuando me regalaron una máquina fotográfica de revelado ins­tantáneo pasaba mucho tiempo captando imágenes, jugando con ellas, desci­frando su lenguaje secreto. A veces, en mi excitación, me pare-cía oír el ruido del disparador, el zumbido de la placa entre los pequeños rodillos. Es al-go,en cambio, de lo que los niños ciegos no pueden disfrutar y sen­tía gran pena por ello. Creo que el niño ciego se encuentra más desampa­rado, aunque los sordos estemos más aislados. Los demás niños no compren­den casi nada. Tal vez les da miedo intentarlo.

A veces sientes que estás en una gruta, dentro de una montaña. A mi me gusta creer que estoy en el interior de una caracola, rodeado del sonido del mar. No sé como suena el agua del mar pero me imagino el ruido que hacen las olas al golpear contra las rocas y las gotas de es­puma son como letras que puedo leer. En la caracola es diferente, el mar te rodea, como un eco uniforme que llego a percibir, hasta que, de repen­te, me invade una sensación de angustia, casi de desesperación, como si me incorporase de pronto despierto en medio de una pesadilla. Es una sensa­ción agobiante de estar encerrado en un bote de cristal, con la esperanza mantenida de que, de repente, con un simple crujido, estalle. ¿Contradicción?.

         En sueños oigo. Mi estrato noológico crea, inventa, actúa en libertad. Durante el sueño es normal que los impulsos no vengan de fuera, sino que nazcan allí de forma espontánea. Se pueden idear aventuras, comportamien­tos, inquietudes, y cumplirlos. Cuando duermo me siento libre y luego re­cuerdo y el silencio me sirve entonces para revivir mis ensueños. Unos ensueños de crisálida, que espera librarse de su prisión sin conseguirlo nunca. Pero las caras de las voces que hablan en mis sueños tienen forma y color, aunque siempre les falte algo. Y el sonido de la voz... ¿Lo estoy oyendo o me estoy inventando esa plenitud de armonías sonoras?. Luego, al despertar, pienso muchas veces en la paradoja de que la belleza pueda existir plenamente sin sonido, una paradoja inventada por mí y tal vez por otros muchos sordos. Falsa paradoja, puesto que así se muestran la pintu­ra, el dibujo, la escultura, y, durante algunos años, el cine mudo. Además, ¿qué representa el sonido de una cascada que no puede verse? ¿Cómo captan la belleza los ciegos sordos?. Al pensar, me doy cuenta, una y otra vez, de la inmensidad de la belleza que se encierra en la naturaleza toda, de que los fragmentos de esta inmen-sidad también contienen belleza. A través de este pensamiento me siento feliz y, sobre todo, con valor. Ese valor que es imprescindible para seguir viviendo.

Viviendo y esperando. Antes, en mis años de niño, ahora cada vez menos, aguarda­ba una especie de magia, un milagro que me haría oír. Algún día aparecería entre la bruma, en algún rincón de un jardín, en medio de la noche o en sueños, una figura misteriosa que me tocaría y me abriría los oídos. No era religión, ni fe, ni esperanza, sino una espe-cie de acendrado deseo de justicia, un afán de retribución ante una desigualdad estable-cida sin ló­gica. Nunca pensé que mi sordera fuese un castigo que otros no merecían, si-no simple injusticia, como tantas veces se da en la vida. Ahora sé que to­do se reduce a un problema de casuística, de incidencia sobre un grupo de población. Que es un hecho nosológico. Que nunca llegaré a saber cómo suena la voz de la mujer amada y que la naturaleza siempre estará truncada para mi. Y agradezco poder seguir teniendo valor, conforme con lo que me queda, que es mucho.

Me hubiera gustado ser músico. Cuando veo actuar a una orquesta siento una gran paz interior. Creo que es música la armonía cadenciosa que late dentro de mi, aunque tal vez sólo sea ese mismo silencio que me late al compás del corazón. Porque el sonido late, como el silencio, estoy seguro. La verdadera tragedia está en la falta de latido de todos los que no son sordos, de todos aquellos que se sienten superiores porque pueden oír, de los que creen que el sonido que nos es negado les pertenece. No compren­den que no es el sonido tan solo lo que nos falta, sino la aceptación humana, el latido que hay en los demás. Se puede danzar como María O’Reilly, aunque la música no exista para ti y el hacerlo en pareja, o en grupo, se oiga o no la melodía, es convivir. Los que oyen no son capaces de entender que el verdadero dolor está en su rechazo y que la rabia que a veces me rebosa brota de su incomprensión.

Me consuelo pensando que ahora se puede plasmar una escritura uti­lizando el sonido de la voz, que hay teléfonos de textos para sordos, que existen ya sistemas de am-pliación individual del sonido para que los hipoacúsicos puedan escuchar los diálogos en cines y teatros, que se ha creado una Asociación Internacional de Intérpretes de Lenguaje de Signos.

La esperanza se mantiene, como se mantiene el brillo del sol, o la ca­ricia de la brisa, o el aroma de la noche. ¿Será una esperanza compartida?. Miro a mi alrededor y noto que de repente me rodea otra vez la sensación de aislamiento, de lámina de cristal que me envuelve y comprendo mi dependencia, humana y triste, tierna y emocionante, de los demás y pienso que el único camino posible de salvación está en conseguir que los demás depen­dan de alguna forma de mí, de mi esfuerzo.

A veces, y ello me consuela, vuelvo a creer, como cuando era niño, que algún día oiré. Entonces iré a buscar a los que todavía no oigan para mostrarles que no están solos, que también ellos cuentan y que tienen que demostrarlo. Unicamente de este mo-do alcanzaré a comprender el verdadero significado de muchas cosas. Hasta que llegue ese momento, me basta con pensar de cuando en cuando en el misterio de ese latido que me rodea pero que nace a la vez de mí. Y que hace que el silencio tenga también sentido y  el mundo y yo permanezcamos unidos.

 

IV-7. CREPUSCULO.

Publicado en el número 74 de MINUSVAL en Sepbre de 1991.

 

CREPUSCULO

El sol se va ocultando lentamente tras las montañas. Como mi vida. Mi vida también se acaba. Terminará por ocultarse, delante de esas montañas que no puedo atravesar. Que mi silla de ruedas no puede escalar.

Cuando era joven impulsaba las ruedas con gran facilidad. Cubría los kilómetros de una maratón en menos de dos horas. Menos tiempo del que empleaban hombres con sus dos piernas en uso. Subía rampas, bailaba, superaba alturas que ahora son también como montañas. Mis brazos podían llevarme sin dificultad. Si encontraba asidero era capaz de caminar con ellos, de colgar de ellos mi cuerpo, como un péndulo. O de desplazarme sobre el suelo apo-yando en él las manos, elevándome unos centímetros, con los inútiles miembros colgantes, arrastrándose, barriendo la superficie sobre la que tan precariamente me había encaramado. Era como una babosa con brazos.

Los brazos me servían para todo. Para abrazar, para trabajar, para alcanzar lo que me era dable alcanzar del mundo, para desplazarme, para ayudar a otros. Para vivir. Entonces sentía el orgullo latente de no necesitar ayuda de nadie para casi nada y, a la vez, el orgullo, mucho mayor, de ayudar a los demás. Con mis manos partía ladrillos, madera, cocos, doblaba barras de hierro. Mis dedos bastaban para abrir nueces o botellas de cerveza. Había alcanzado algo muy difícil. Había logrado la libertad.

Ahora mis manos me sirven para comer, para desplazar mi silla de ruedas, para trasladarme a la cama o salir de ella. Pronto ya ni esto podré hacer. Pronto será la muerte la única capaz de asir mis manos para levantarme; tal vez entonces pueda, por fin, mantenerme erguido. Si llego a hacerlo, aunque sólo sea unos instantes, miraré a lo lejos, lo más lejos que pueda y aspiraré el aire, un aire que imagino más libre, más puro. La silla de ruedas, lo sé, te limita el horizonte y te obliga a respirar un aire más cargado.

Estoy a punto de concluir una etapa. Una etapa de vida con limitaciones, con discapacidad, pero vida al fin. El sol se pone para volver de nuevo. Mi vida desaparece y mi esperanza es que resurja en otro plano, en otra dimensión. ¿Sin discapacidad? Esta es la pregunta que mu-chas veces me he planteado, que ahora, de nuevo, me hago. ¿Qué haría yo, libre de minusva-lías? Lo asombroso es que me lo pregunto sin inquietud. Hay algo que he aprendido. El temor reside en uno mismo. A veces, incluso, la amenaza la inventamos nosotros. Cada uno somos nuestro mejor amigo, nuestro peor enemigo. Lo importante en la vida no es lo que uno here-da, lo que recibe, sino lo que es capaz de ganarse por sí mismo. Con su esfuerzo, con su hu-manidad, con su comportamiento. Yo soy, he sido siempre, como los demás. La única dife-rencia está en que todo cuanto hice me representó un esfuerzo mucho mayor que a ellos. Un esfuerzo que ahora, anciano, ya no puedo realizar Ahora mi discapacidad es distinta, siendo la misma. Porque el anciano, por sí sólo, no tiene discapacidad, como no la tiene el niño recién nacido. Son situaciones normales que se dan al aparecer y al desaparecer en este escenario que es el vivir. El niño con discapacidad, el anciano con discapacidad, son otra cosa. Y otra, bien diferente, el envejecer con discapacidad, como a mí me ocurre. Hacerse viejo dentro de una normalidad que a su vez está encastrada en una dificultad, la de la minusvalía. Que posee también esa normalidad que da la costumbre.

Pero mi propia limitación disminuye mi temor y acrecienta mi esperanza. Vivir con una discapacidad, perseverar a pesar de ella, es un honor. Mi propia limitación ha constituido mi mayor orgullo, al haber sido capaz de vencer el reto. Mi lucha ha sido, en efecto, mayor que la de los demás hombres, pero también es mayor el pago por haberla vivido. He sido un poco más niño que los demás, pero, a la vez, bastante más adulto. Mis ilusiones han sido más intensas, mi ambición más concreta, mis logros menos aparentes pero más más reales. La discapacidad engendra anhelos y es mejor, ya es sabido, tener anhelos que cumplirlos. La ilusión supera siempre a la realidad.

Discapacidad... Palabra larga, casi susurrante. ¿Cómo será después? Pronto, muy pronto, sin deseos pero sin temor, lo voy a averiguar.

El sol se está poniendo tras las montañas. Yo quedo, delante, esperando. 

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