ANTROPOLOGÍA DE LA DISCAPACIDAD Y DEPENDENCIA

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II CABALLERO SIN MONTURA

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II-1 EL MENDIGO PROFESIONAL VISTO POR UN MEDICO REHABILITADOR.

Fue leído como Discurso de Ingreso en la Sociedad Española de Médicos Escritores y Artistas el 13 de Mayo de 1969. Publicado en NOTICIAS MEDICAS, III, 239, el 18 del mismo mes, en Suplemento especial muy cuidado, existe también edición limitada, realizada en Copigraf, prácticamente imposible de encontrar. Ha sido incluido recientemente en el libro “Discursos de Ingreso en la Sociedad Española de Médicos Escritores y Artistas”, volumen I, 1999.

 

EL MENDIGO PROFESIONAL VISTO POR UN MEDICO REHABILITADOR

 

Primera parte:  A imagen y semejanza.

Casi siempre aclara las ideas y facilita el camino el detenerse a hacer un análisis de la palabra que expresa el concepto que se pretende desentrañar. No solo porque el lenguaje es algo vivo, que late y tiene forma y sustancia y aún articulaciones, como los vertebrados, sino porque, como señalara Unamuno, no en vano etimología y filología y lógica tienen su origen en logos, palabra. Este trabajo va dedicado al mendigo profesional. Vamos, por consiguiente, a analizar lo que es “mendigo” y lo que es “profesión”.

En un principio, mendigo equivalió a mentiroso, engañador. Como mendoso y mendaz, pala­bras hermanas, hijas de la misma raíz latina. Es aquel que, para conseguir lo que quiere, miente. La entrada de algunas órdenes religiosas en un a modo de mendicidad legalizada dignifica en parte este concepto que, sin embargo, va a mantener con pureza su contenido ini­cial a lo largo de los siglos y sin interrupción, especialmente en nuestro país y durante la época, todavía no extinguida, de la picaresca. Recibe más el mendigo que miente mejor y con más gracia y en cambio, suele fracasar aquel que se limita a exponer la verdad. El ma­tiz religioso va a dar también a su vez al mendigo un importante toque de carácter que influye incluso en la nomenclatura. Así, entre nosotros, “pordiosero”, el que pide “por Dios”. En inglés, la palabra que equivale a la nuestra de mendigo es “beggar”, que da en español begardo o bigardo; con esta denomi-nación eran conocidos los miembros de diversas asociaciones de clérigos libres de ambos sexos, generalmente en convivencia, declaradas heréticas por motivos sobrados en el Concilio de Viena de 1311.Estos grupos fueron también conocidos con los nombres de Fraticelli, Apostólicos, Pobres, Beguinos y, andando el tiempo, Alumbrados o Iluminados, según el rebrote conceptual surgido en pleno siglo XVI e impulsado sobre to­do por nuestro extraordinario Miguel de Molinos. Mendigo, en Inglaterra, equivale por tanto a begardo o monje herético, lo que se explica por la costumbre que estos mostraron de man­tenerse pidiendo. Profesión, por otro lado, es una de las muchas denominaciones que tienen su origen en “fateor”, manifestar o declarar. Profiteor es mostrar, ofrecer, anunciar, reconocer. Profesar, o tomar profesión, equivale por tanto a declarar o mostrar públicamente una verdad religiosa, una creencia científica o, como en el caso que nos ocupa, un oficio o for­ma de trabajo.

Viene así a resultar que mendigo profesional es aquel hombre que declara públicamente que su oficio es mentir. El que hace oficio de la mentira. Triste, pero real, como sucede casi siempre que se profundiza un poco en la imperfecci6n humana, para lo cual el análisis del lenguaje es un método ideal. “Ver a través de la palabra - dice Alfonso Albalá - es duro, por como humilla y sobrecoge saberte donde el origen mismo del misterio que abiertamente te revela”. A nosotros, este descubrimiento nos va a servir de camino para llegar a la comprensión del problema. Comprensión, que es una forma de amor y, por tanto, de ayuda.

A ser mendigo profesional se puede llegar por muy diversas causas y muy diferentes senderos. Sin pretender hacer una revisión exhaustiva y sin tratar tampoco de profundizar en cada uno de los factores, ya que ello alargaría demasiado este trabajo, se nos ocurre señalar las siguientes posibilidades:

1.-       Que existan unas circunstancias directas que, por su sola presencia, faciliten la aparición de mendicidad de manera casi irremediable. Es una especie de mendicidad aguda, que no cabe llamar profesional.

2.- Que, aún sin acontecer circunstancias irremediables, se produzcan situaciones que favorezcan la instauración de una cronicidad y uso inveterado de la mendicidad, que pasa a ser ya claramente profesional.

3.- Que, sin causa aparente, viva el sujeto en estado de mendicidad, convirtiendo a esta en auténtica, genuina y única profesión.

Vamos a analizar cada una de estas posibilidades, a pesar de que la primera escapa en gran parte de nuestro propósito.

1.-        La pobreza, con su corolario, la mendicidad, aparecen muy pronto en las grandes catástrofes, como guerras, epidemias, terremotos, inundaciones. Aquí es donde el concepto y la palabra “limosna” tienen su contenido más genuino y su significación más auténtica. Copiamos de White, en “Historia de la lucha entre la Ciencia y la Teología”:

“Ha muchos años que Hadji Abdul-Azis, jefe de los Derviches, caminaba a pie por lo que ahora es este desierto. Era en verano; el sol abrasaba; el polvo sofocaba; el caminante tenía secos los labios de sed, estaba rendido de fatiga y le caían gruesas gotas de sudor de la frente. Cuando miró hacia adelante vió, en este mismo sitio, una admira-ble huerta, llena de frutos y en medio de ella al hortelano.

-   Amigo.- gritó Abdul-Azis - en nombre de Alah, clemente y misericordioso, dame un melón te concederé mis oraciones.

-   A mi no me sirven de nada tus oraciones.- respondió el hortelano - Dame dinero y te daré fruta.

-   Es que soy un mendigo. - dijo el derviche - Jamás he poseído dinero. Tengo sed, estoy cansado y no necesito más que uno de tus melones.

  No. - contestó el hortelano - Ve a la orilla del Nilo y calma tu sed.

Entonces, el derviche, alzando los ojos al cielo, rog6 a Alah que calmara su sed e inmediatamente cayó sobre él un rocío copioso que calmó su sed y le refrescó hasta la médula de los huesos.

Al ver este portento, el hortelano comprendió que el derviche era un santo amado de Alah y le ofreció el melón inmediatamente.

-   No.- respondió e1 derviche — Guárdate tu hacienda, impío. ¡Que tus melones se vuelvan tan duros como tu corazón y tus campos tan estériles como tu alma!.

Y, como por encanto, los melones se convirtieron en estas peñas y la hierba en esta arena y nunca ha vuelto a brotar nada en este sitio”.

La idea de la licitud de la limosna es tan antigua como la humanidad;  en código tan remoto como el de las Leyes de Manú se admite como uno de los medios de subsistencia. El cristianismo, incluso, la santifica: “El supremo grado de la limosna cristiana, dice San Francisco de Sales, es procurar la salvación de las almas”. El abuso, característico de la mendicidad profesional, cometido en estas normas de derecho natural y de religión, rompe la armonía, hasta hacer decir a Luis Vives que tiene “por maleficios los beneficios mal hechos”. En su maravilloso “Tratado del socorro de los pobres” el gran humanista valenciano cita a San Juan: “El que poseyere bienes de este mundo y viere que su hermano sufre necesidad y le cerrare sus entrañas, ¿cómo el amor de Dios puede estar en él?”; pero también dice claramente que, después de creadas las leyes, “hubo que salir al paso de la pereza, de la arrogancia, de la indigencia humana, cuando, por haberse multiplicado el humano linaje, los unos no tenían de qué susten-tarse y los otros, holgazaneando, pedían el propio sustento a las fati­gas ajenas”.

Por eso decíamos que en las grandes tragedias es cuando la necesidad de la limosna aparece con toda su limpieza. “Ningún ser realmente angustiado- dice Bertolt Brecht- puede trabajar”, y esto ha ocurrido con los soldados licenciados o heridos, especialmente en final de campaña, con los enfermos, con los apestados, sobre todo en momentos de decadencia política. Borrow, en “La Biblia en España”, refiere haber pasado junto a una miserable leprosería que, en otro tiempo, había contado con subvenciones oficiales, retiradas durante los últimos disturbios. “Actualmente- le dicen – el menos sucio de los leprosos suele situarse al borde del camino y pide por los demás compañeros”. En tiempos de Menenio Agripa, que pudo solucionar la situación con su habilidad dialéctica, se retiraron a vivir los pobres de Roma, que debido a la desastrosa administración republicana eran la mayor parte de los ciudadanos, al monte Aventino, refugio en otros tiempos del monstruo Caco, en demostración pública de su condición de mendigos.

2.-   Más complejos son los factores que componen las situaciones de favor que llevan, sin que exista auténtica necesidad, hasta la mendicidad crónica, ya claramente profesional. En primer lugar podría colocarse la pereza. “Mi ideal es tenderme, sin ilusión ninguna... ­De cuando en cuando un beso y un nombre de mujer”, dijo Manuel Machado. Rusiñol pintó, en “El enfermo crónico”, a un paciente imaginario, que refería con fruición haber estado desahucia­do 19 veces y que no abandonaba su sillón de ruedas hacía 20 años, no por aprensión, sino por vivir mejor. Es el horror al trabajo que, como dice Unamuno, hace pasar trabajos y aún jugarse la vida por no trabajar. Tal vez, lo peor para el vago sea que, a pesar de todo, posee su poesía, y aún su romanticismo, como los mendigos de la Alhambra de Washington Irving, que “en su ocio infinito de haraganes consumados han inventado el arte de pasear en el firma­mento”, lo que les concede cierto derecho a ser integrados en la historia de la Astronáuti­ca. Hay, sin embargo, quien no es capaz de captar esta poesía y entonces dice cosas terribles, como Eurípides en “Electra”: “Ningún perezoso, aunque ponga en su boca el nombre de los dio­ses, podrá procurarse alimento sin trabajar”.

En la pereza influye sin duda el clima, que cuando es cálido y más aún cuando es caliente, favorece la inacción. En los países templados la gente trabaja menos y necesita también menos. Dice Washington Irving que “en el arte de no hacer nada, de no vivir de nada, el clima del país contribuye con la mitad”.

Un tercer factor podría ser la ordenación administrativa, política; la existencia o no de una Seguridad Social. Cervantes apunta tímidamente en el Quijote la necesidad de ayudar a los soldados inválidos y Lope los denomina “sopones de los conventos”. En Inglaterra hubo, en el siglo XVI, un incremento muy notable de la mendicidad. Enrique VIII trató de solucionar el problema a su modo y llegaron a ser ejecutadas 72.000 personas sin ningún resultado. Bas­tó, sin embargo, que se hiciera una correcta ordenación social para que todos los supuestos mendigos (los que habían quedado, se comprende) se convirtieran en magníficos ciudadanos, productivos y emprendedores.

El ambiente, el ejemplo que se recibe, es un importante factor de mendicidad, de influen­cia decisiva en los niños. El niño que pertenece a una familia de mendigos profesionales no tiene alternativa. Aún en el caso improbable de que no le obliguen a ello “sale a la calle y alarga la mano”, como dice Concepción Arenal en “El visitador del pobre”. En “La Biblia en España” se describen un padre y su hijo de siete años aún no cumplidos, presos ambos en la misma cárcel por un crimen cometido en complicidad. El niño, orgullo de su padre, dice Borrow, vestía al modo de los bandidos de la época, con chaleco, pañuelo y faja, en la cual, “para más ri­diculez”, llevaba “un largo cuchillo manchego”. Muchas veces, el ejemplo y el ambiente se con­vierten en tradición y los mendigos se agrupan en corporaciones, como luego veremos, o viven juntos en barrios o en lugares como la famosa Corte de los Milagros a que fue a dar el poe­ta Gringoire en “Nuestra Señora de París” Por tradición, casi más que por pereza, piden también, y a veces roban, los zincalis o gitanos, si bien suele tratarse siempre de pequeños hurtos. No existe, además, en idioma zíngaro, la palabra robar; ellos se limitan a “encontrar” un bolso o a “trabajar” una cartera. En España, además, aunque se les han negado muchas cosas, se les ha permitido que nos representen con su música o, mejor dicho, con su especial interpretación de la nuestra, lo cual es un gran paso en la integración social y nacional del zíngaro español. Es de desear que esta integración continúe sin que, a ser posible, ello represente, como hasta ahora con el llamado “flamenco”, la destrucción de nuestro verdadero acervo musical, tan lejano en realidad de estas formas de expresión del arte oriental.

Todo esto nos conduce hasta otro factor que influye y matiza la mendicidad profesional, factor de muy difícil encasillado, que podría ser denominado afectivo. Felipe II dictó orde­nanzas para que los mendigos de un pueblo no pudiesen pedir en otro y no solo hizo esto por afán ordenador sino porque sabía que, en su propio lugar, cada cual cuida más su conducta y hace aprecio de lo que, en parte al menos, considera como suyo, lo que no sucede con el forastero. Borrow, que tanto llegó a saber de gita-nos, que hablaba correctamente su idioma, al que tradujo la Biblia, y que llegó a ser encarcelado precisamente por ser amigo de ellos, resalta esta falta de interés del que es ajeno al referir su pregunta a la mujer de un gitano ladrón que era llevado a Málaga en cuerda de galeotes “- ¿En qué dirección huiría tu esposo si lograse escaparse de Málaga?.- Al chim de los Corahaí, hijo mío. - contestó ella - A la tierra de los moros, para ser soldado del rey moro”. Lo cual nunca habría hecho un ladrón español.

Este problema de la existencia de extranjeros no identificados con el país en que se hallan enlaza de modo directo con un fenómeno de gran interés social y religiosos: Las pere­grinaciones. El significado de la palabra peregrino nos lo aclara Dante en la “Vida nueva”, expresando que puede entenderse de una manera amplia, “en cuanto que es pe-regrino todo aquel que está fuera de su patria” y de una manera estricta, según la cual “no se entiende por pere­grino sino quien va hacia la casa de Santiago o vuelve”, palabras estas últimas que indican la importancia que alcanzó la peregrinación en honor de nuestro Santo Patrón. Aclaremos que existen tres denominaciones consagradas para designar a los visitadores piadosos: Peregrinos son los que se dirigen a Santiago, Romeros los que van a Roma y Palmeros los que se encaminan a los Santos Lugares. Como consecuencia de esta fluencia de peregrinos extranjeros a lo lar­go del Camino de Santiago y también, aunque en menor cantidad, hacia Montserrat, se forman nu­merosas cuadri1las, principalmente de franceses o alemanes, las cuales solían pedir limosna para mantenerse e, incluso, para reunir pequeños tesoros en piezas de oro, que escondían cosi­das en los pliegues de sus ropones o introducidas en huecos practicados en el interior del clásico bordón. Con cierta frecuencia todo esto degeneraba en desmanes que obligaban a la Justicia a intervenir y que provocaron un sinnúmero de ordenanzas, no solo en España, sino también en Francia, como ocurrió en tiempos de Luis XIV.

Un aspecto que encierra gran complejidad es el que atañe a los factores personales: Temperamento, inclinación, ignorancia, ingratitud, amor a la independencia, todo ello matizado tal vez por la falta de un trabajo mantenido, lo que crea una situación de hábito que arrastra ha­cia la ociosidad y el juego. Vale la pena ocuparse de estos facto-res, lo cual haremos más adelante, al analizar la personalidad del mendigo profesional.

Uno de los factores más importantes, del que han derivado seguramente la mayor parte de los mendigos que en el mundo han sido, es la discapacidad, es decir, la alteración física o mental de la aptitud global que, por nacer humanos, nos corresponde. El discapacitado, que ha sido durante siglos el principal protagonista de la mendicidad profesional, ha pasado hoy a convertirse en el sujeto esencial de la nueva especialidad médicosocial llamada Rehabilitación, pero el cambio no se ha cumplido de manera sufi-ciente para que quedaran rotos vi­cios y costumbres ancestrales. Y la costumbre consti-tuye precisamente otro importante fac­tor en la constelación que ha venido manteniendo durante tanto tiempo el fenómeno de la mendicidad profesional. En un trabajo titulado “El valor del inválido” hacíamos ver que, en efecto, existen unos valores impuestos, unos conceptos que nos son imbuidos y que aceptamos como nuestros sin que la propia capacidad de discernimiento haya intervenido en su análisis. Los admitimos por la única razón de que fueron también admitidos por nuestros padres, por nuestros antepasados, sin advertir que nuestras circunstancias, ahora, son por completo dife­rentes, como también lo son los medios de que disponemos y la situación técnica y social del mundo actual en que vivimos. Lo cierto es que todavía persiste un concepto del “inválido mendigo” basado en la compasión, lo que permite una forma de vida tan antigua como el mundo, increíblemente rica en matices de engaño y fingimiento, como vamos a ver enseguida al analizar la Bibiatría. Quevedo, a quien considera Francisco Santos “el mayor hombre que las Edades conocieron” ve esto muy bien en su Buscón, al narrar las hazañas mendicantes: “...y ganara más si no se me atravesara un mocetón mal encarado, manco de los brazos y con una pierna menos, que me rondaba las mismas calles en un carretón diciendo - Por el buen Jesú. Y ganaba que era un juicio. Yo advertí y no dije más Jesús, sino quitábale la s y movía a más devoción”. Además, ”llevaba metidas entrambas piernas en una bolsa de cuero y liadas y mis dos muletas... Halléme en menos de un mes con más de doscientos reales horros”. Así se explica el ejemplo donoso reco-gido por el arzobispo Jacques de Vitry: Estando dos mendigos, uno cojo y otro ciego, cercanos a las milagrosas reliquias de San Martín, que habían sido saca­das en procesión, a fin de no curar y para escapar con mayor rapidez el ciego carga a cues­tas con el cojo, que guía a su compañero. La gente, sin embargo, advierte la maniobra, los al­canza, los aproxima a las reliquias a la fuerza y ambos curan, con gran pesar por su parte.

Un último factor podría admitirse en este grupo y es el de la idiosincrasia nacional, la condición global del pueblo de un país o de una región, que también va a condicionar las situaciones de mendicidad profesional. En ello, además del estado de bienestar o malestar sociales, confluyen muchos componentes parciales, que en España llevan de la Caballeresca a la Picaresca y de esta, como dice Waldo Frank, a la mendicidad, en una especie de devaluación progresiva. Pero analizar esto ocuparía, seguramente, el espacio de otra conferencia.

3.-  El tercero y último grupo de posibilidades de llegar a un estado de mendicidad profesional se refiere a aquellos casos en que se da una circunstancia de voluntariedad. Es lo que ocurre con los mendigos de San Martín, poseídos de auténtico espíritu profesional. La profesión que se escoge voluntariamente, por aptitud y por vocación. El oficio de mendigo, dicho en pocas palabras. Cabe la posibilidad de llegar a ser en el un buen experto, por autén­tico dominio de la técnica. En la magistral escena del ciego y el mozo de ciego en “Pedro de Urdemalas” recoge Lope, con su habitual fluidez y galanu-ra, este carácter de oficio que alcanza el mendigar y sus ventajas en relación con otros oficios. Dícele el ciego a su guía:

“¿Piensas tú que otros oficios - que contaré son mejores?. - Oye, porque no lo igno­res - lo que hay en los ejercicios.- De todos tengo noticia - y se quedan mil enojos - y aunque me viera con ojos - no les tuviera codicia. - Considérate sentado - con un sastre mentiroso - el, cortando y tú, sarnoso, - cosiendo el paño cortado...... Pues si un herrero ima­ginas - ¡terrible cosa es, por Dios! - que se levanta a las dos - a despertar las gallinas.

- Pues advierte un pastelero - de la manera que anda - haciendo la zarabanda - con la masa en el tablero - Mas no te quiero cansar sino que entiendas que has sido - dichoso en haber tenido - este oficio de guiar”.

Hay que reconocer que la mendicidad como oficio existe no por necesidad, como los demás oficios útiles, sino porque siempre ha estado admitida, razón más sólida de lo que cualquier razonador lógico podría imaginar. De nuevo volvemos a encontrarnos con la costumbre y con valores aceptados sin ser previamente comprendidos. Un mendigo ha conmovido siempre y por eso conmueve también ahora. Harlan Gilmore dice acertadamente en “El mendigo” (“The Beggar”): “Los gobiernos legislan en contra de ellos; pero es tan poderoso su hechizo que el legislador, en un acceso de emoción, echa una moneda en el platillo del mendigo”.

En este hechizo influye no poco el que Wyatt Marrs llama idealismo religioso y Luis Martínez Kleiser caridad irreflexiva. Tanto en las formas de caridad individual como en las organizadas, sobre todo si estas últimas están realizadas por una comunidad religiosa, se mi­ra más el mérito de la obra que su necesidad o pertinencia, de lo cual se aprovechan los depe­ndientes sociales avezados. ”Mío es el mundo como el aire, libre, - otros trabajan porque coma yo; - todos se ablandan si doliente pido - una limosna por amor de Dios”, dice Espronceda en su famoso poema. “Y a la hoguera - me hacen lado - los pastores - con amor - y sin pena - y descuidado - de su cena - ceno yo...”.

Al éxito del mendigo profesional contribuyen en gran manera las situaciones de discapacidad. El mendigo discapacitado posee tan ancestral poderío sobre el resto de la sociedad que ha llegado a verse apartado de ella. Todavía, para el hombre medio, y a través de un valor impuesto, el discapacitado es siempre mendigo, ajeno a la sociedad e incluso al resto de la humanidad, a lo cual ha contribuido no poco una defectuosa interpretación de la máxima de Juvenal “mens sana in corpore sano”. Ahora, el aceptar, que es nada más comprender, que los discapacitados también son seres humanos, hechos por Dios a Su imagen y semejanza, con pleno derecho al trabajo y a la integración social, conlleva una especie de estupor y exige una marcha atrás acelerada, hasta despojarse del tópico, que rueda de generación en generación como si fuera redondo y conseguir una valoración consciente del problema. Real. Actual. Cristiana.

Entre tanto esto va sucediendo y quizá de todos modos, lo admitamos o no, existe todavía un mendigo de oficio, un mendigo organizado en corporación, romántico pero sujeto a normas y estatutos y que, en España al menos, conserva mucho de pícaro y aún bastante de caballero. Es e1 mendigo a quien canta Juan Antonio Gaya Nuño en su estupendo e idealista “Tratado de mendicidad”. El de Espronceda, que dice: “Todos son mis bienhechores - y por todos - a Dios ruego con fervor”. El de la Corte de los Milagros, ”Los misterios de Paris” y las aventuras de Rocambole. El de “El hampa” de Salillas. El mendigo de Valle Inclán y de Baroja. El de Galdós. En una palabra, el especialista, como vamos a ver a continuación.

 

Segunda parte:  Técnica de la mendicidad profesional.

Cervantes nos ha dejado pintada una picaresca casi bondadosa en “La gitanilla”, en “La ilustre fregona”, en “El casamiento engañoso” y el “Coloquio de los perros” y, sobre todo, en “Rinconete y Cortadillo”. En esta última es donde nos habla de la técnica vilhanesca o del manejo de los naipes y de la cofradía de ladrones de Monipodio, también citada en el “Coloquio”. A esta cofradía por sus demostradas condiciones, son admitidos Rincón y Cortado, a solicitud de los propios cofrades: “...y pidieron a Monipodio que desde luego les concediese y permitiese gozar de las inmunidades de su cofradía, porque su presencia agradable y su buena plá­tica lo merecían todo”. John Gray pintó también en su famosa “Opera del mendigo”, escrita en 1700, este sistema de cofradía o sindicato particular, según el cual Londres se hallaba divi­dido en distritos y lugares asignados a los afiliados. Bertolt Brecht se sirvió de esta obra para su “Opera de dos centavos” y en gran parte utiliza la misma idea, si bien con su pecu­liar sentido de idealización, nuestro Alejandro Casona en “Los árboles mueren de pie”, con la organización de una “beneficencia pública para el alma” creada por el Dr. Ariel.

De estos sistemas de organización técnica y federación social para la mendicidad y aún para el delito, surge el concepto de briba o arte bibiátrica, propia de los poltrones, haraganes y enemigos del trabajo. Define Corominas la briba como “vida holgazana del mendigo o del pícaro” y da su origen en una corrupción de “biblia”, tanto por el sentido de sabiduría, gramática parda, como por el de la elocuencia persuasiva y oraciones de que se sirve el mendigo para inspirar lástima. Nacida en España, se internacionalizó rápidamente por la fuerza de nuestra picaresca, originando voces en idiomas francés e inglés (Bribe, migaja, resto de comida; Bribe, Bribery, soborno). El modismo conserva su fonética en casi todos los derivados castellanos, como bribón, bribonería, bribia. Solamente en bibiátrico y bibiatría, por dificultades de pronunciación, se produce la metátesis, que aproxima al término, fonéticamente, al origen semántico apuntado por Corominas. Nos ocuparemos, en primer lugar, de los aspectos teóricos o lega­listas de la bibiatría, es decir, de las ordenanzas mendicativas y a continuación de sus aspectos prácticos o métodos de fingimiento y engaño.

1.-         Teoría general de la briba o reglamento mendicante.

Hallándose en Roma Guzmán de Alfarache, trabó conocimiento con un pobre del que recibió no solo grandes y muy prácticas enseñanzas sino, además, las Ordenanzas Mendicativas, necesarias para evitar escándalo y alcanzar suficiente instrucción. No es posible transcribir íntegras tan sabrosas normas, por lo cual entresacamos de ellas los párrafos necesarios para componer un discreto resumen.(”Guzmán de Alfarache”, Primera parte, Libro tercero, Capítulo II).

“Por cuanto las naciones todas tienen su método de pedir y por el son diferenciadas y conocidas, como son los alemanes cantando en tropa, los franceses rezando, los flamencos reve­renciando, los gitanos importunando, los portugueses llorando, los toscanos con arengas, los castellanos con bravatas, haciéndose malquistos, respondones y malsufridos; a estos mandamos que se reporten y no blasfemen y a los más que guarden la orden.

Item, mandamos que ningún mendigo, llagado ni estropeado, de cualquiera de estas naciones, se junte con los de otra, ni alguno de todos haga pacto ni alianza con ciegos rezadores, charlatanes callejeros, músicos ni poetas, ni con cautivos libertados, aunque Nuestra Señora los haya sacado de poder de turcos, ni con soldados viejos, que escapan rotos del presidio, ni con marineros que se perdieron con tormenta; que aunque todos convienen en la mendiguez, la bri­bia y labia son diferentes y los mandamos a cada uno de ellos que guarde sus Ordenanzas.

Que todo mendigo traiga en las manos garrote o palo y, los que pudieren, herrados, para las cosas y casos que se les ofrezcan; pena de su daño.

Que ninguno pueda traer ni traiga pieza nueva o a medio uso, sino rota y remendada, por el mal ejemplo que daría con ella, salvo si se la dieran de limosna, que para solo el día que la recibiere le damos licencia, con que se deshaga luego de ella.

Que en los puestos y asientos guarden todos la antigüedad de posesión y no de personas y que el uno al otro no lo usurpe ni defraude.

Que puedan dos enfermos o lisiados andar juntos y llamarse hermanos y el uno comience la voz donde el otro la dejare; yendo parejos y guardando cada uno su acera de calle, cante cada uno su plaga diferente y partan la ganancia; pena de nuestra merced.

Que ningún mendigo pueda traer armas ofensivas ni defensivas de cuchillos arriba, ni traiga guantes, pantuflos, anteojos ni calzas atacadas, pena de las temporalidades.

Que pueda traer un trapo sucio atado a la cabeza, tijeras, cuchillo, lezna, hilo, dedal, aguja, escudilla, calabaza, esportillo, zurrón y talega, que no sean costal, alforjas ni cosa semejante, salvo que llevare dos muletas y la pierna mechada.

Que ninguno descubra artimañas, ni las divulgue ni confíe al que no sea del arte; y el que inventase nuevo engaño lo manifieste a la pobreza para que se entienda y sepa, aunque damos al autor privilegio que lo imprima por un año y goce de su trabajo sin que alguno sin su orden lo use ni trate.

Que ningún mendigo llegue al tajón a comprar pescado ni carne, salvo en extrema necesi­dad y licencia de médico. Permitímosles que puedan desayunarse las mañanas, con tal que el olor de boca se repare; pena de ser tenidos por inhábiles e incapaces.

Damos licencia y permitimos que traigan alquilados niños hasta la cantidad de cuatro, con tal que el mayor no pase de cinco años; y que si fuere mujer traiga el uno criado a los pechos y, si hombre, en los brazos, y no de otra manera.

Mandamos que los que tuvieren hijos los hagan que pidan para sus padres, que están enfermos en una cama; esto se entiende hasta tener seis años y, si fueran de más, los dejen volar.

Que ningún mendigo consienta ni deje servir a sus hijos, ni que aprendan oficios ni les den amos, que ganando poco trabajan mucho y vuelven pasos atrás de lo que deben a sus antepasados.

Que el invierno a las siete ni el verano a las cinco de la mañana ninguno esté en la cama, sino que salga a su trabajo, y se recoja y encierre en todo tiempo media hora antes de que anochezca, salvo en los casos que de nos tiene licencia.

Que pasados tres años, después de doce cumplidos en edad, habiéndolos cursado legal y dignamente en el arte, se conozca y entienda haber cumplido la tal persona con el estatuto y sea tenida por profesa, haya y goce las libertades y exenciones por nos concedidas, con que de allí adelante no pueda dejar ni deje nuestro servicio y obedien-cia, guardando nuestras Orde­nanzas y so la pena de ellas”.

Pocas páginas de nuestra picaresca poseen más enjundia y contenido que estos estatutos, pues es bien cierto que la mendicidad profesional posee sus propias normas, que son escrupulosamente respetadas. E1 propio Mateo Alemán dice ser tantas las Ordenanzas legisladas en Italia por los más famosos poltrones “que pudiera decir ser otra nueva recopilación de las de Castilla”.

2.-         Aspectos prácticos de la briba.

Con los fingimientos y engaños de pobres, mendigos, presos o maleantes se podría llenar un volumen entero. Que forman un cuerpo muy unido lo demuestra el hecho, bien conocido, de las señales convenidas que dejan en árboles, caminos o casas, para indicar a otros la condición, favorable o no favorable a la dádiva, de aquel vecino o de aquel lugar. Vamos a limitarnos a tomar algún ejemplo de fuente literaria, relativo a las normas técnicas del engaño limosnero.

Dice D. Francisco de Quevedo en su Buscón: “Dormía en un portal de un cirujano con un pobre de cantón, uno de los mayores bellacos que Dios crió.  Estaba riquísimo y era como nuestro retor. Ganaba más que todos Tenía una hernia muy grande y atábase con un cordel el brazo por arriba y parecía que tenía hinchada la mano y manca, y calentura, todo junto. Poniase echado boca arriba en su puesto y con la hernia defuera, tan grande come una bola de puente y decía: ¡Miren la pobreza y el regalo que hace el Señor al cristiano!. -Si pasaba mujer decía: ¡Ah, señora hermosa, sea Dios en su ánima!.- Y las más, porque las llamaba así, le daban limosna y pasaban por allí, aunque no fuese camino para sus visitas”. Obras maestras de dialéctica son las frases de Pablillos para pedir: “Un aire corruto, en hora menguada, trabajando en una viña, me trabó mis miembros; Que me vi sano y bueno, como se ven y se vean, loado sea Dios”, frase esta que empleaba especialmente los días festivos. Para los de trabajo reservaba la de ¡Dalde, buen cristiano, siervo del Señor, al pobre lisiado y llagado; que me veo y me deseo!”.

Estos toques psicológicos de habilidad siempre se han dado en el mendigo profesional con vocación y condiciones. Pocas veces se equívoca un mendigo experto, pidiendo a quien no le va a dar. El lo sabe de antemano. La situación cambia también mucho cuando en lugar de estar sola la persona elegida se halla con alguien. Con dos personas las posibilidades de éxito son casi seguras. En este capítulo del dominio psicológico encajan los sistemas de peti­ción indirecta. Douglas refiere un truco casi infalible en “¡Aleluya, soy un vagabundo!”, pu­blicado en 1932. Consiste en acercarse al “primo” y preguntarle la forma de ir a una pobla­ción, por ejemplo Hammond, Indiana. Permite que el bienintencionado sujeto le explique combi­naciones de tren o autobús durante un rato y entonces le dice que lo que desea saber es la carretera más directa, pues ha de ir andando por carecer de dinero. El otro, asombrado, le dice que hay más de 25 millas y el vagabundo contesta que no tiene otra opción. Ha sido contratado allí con un buen sueldo pero para ello debe llegar y carece de medios. Da las gracias y aparenta alejarse. Es muy raro que el sujeto no pique. También el pícaro Guzmán de Alfarache recibe sabrosos consejos que contribuyen a su mejor formación profesional: “En llamando a una puerta dos veces o no están en casa o no lo quieren estar, pues no responden; pasa de largo y no te detengas, que perdiendo tiempo no se gana dinero. No abras puerta cerrada. Pide sin abrirla ni entrar dentro, que acontece abriendo, descui-dados de lo que sucede, salir un perro que se lleva media nalga en un bocado. Cuando pidas, no te rías ni mudes tono. Procura hacer la voz do enfermo, aunque puedas vender salud, llevando el rostro parejo con los ojos, la boca justa y la cabeza baja.- Friégate las mañanas el rostro con un paño, antes húmedo que mojado, porque no salgas limpio ni sucio; y en los vestidos echa remiendos, aunque sea sobre sano y de color diferente; que importa mucho ver a un pobre más remendado que limpio, pero no asqueroso.- Donde no te dieran limosna responde con devoción: ¡Loado sea Dios!.El se lo de a vuesas mer-cedes con mucha salud, paz y contento de esta casa, para que lo den a los pobres. Esta treta me valió muchos dineros, porque respondiéndoles con tal blandura y las manos puestas, levantándolas con los ojos al cielo, me volvían a llamar y dábanme lo que tenían”.

Pero continuemos con los fingimientos para simular invalideces y enfermedades. El mis­mo maestro alecciona a Guzmán de Alfarache a “fingir lepra, hacer llagas, hinchar una pierna, tullir un brazo, teñir el color del rostro, alterar todo el cuerpo y otros primores curiosos del arte, a fin de que no se nos dijese que, pues teníamos fuerzas y salud, que trabajásemos’. En el mismo libro, inagotable en sus ejemplos, puede leerse: “Otras veces, que había ocasión y tiempo, en divisando tropa de gente, nos apercibía-mos a cojear, cargándonos a cuestas los unos a los otros, torciendo la boca, volteando los párpados para arriba, haciéndonos mudos, cojos, ciegos; y valiéndonos de muletas, siendo sueltos más que gamos, metíamos las piernas en vendas, que colgaban del cuello o los brazos en orillos, de manera que con esto y buena labia, siempre valía dinero”. Víctor Hugo utiliza el tema en varias obras: “Los miserables”, “El hombre que ríe” y, sobre todo, “Nuestra Señora de París”: “...allí una especie de perdonavi­das, un valentón, como se dice en caló, que desataba silbando las vendas de su supuesta heri­da y sacaba a relucir su sana y vigorosa rodilla, fajada desde por la mañana con cien mil ligaduras; acullá preparaba un pordiosero, con escrofularia y sangre de toro, su “pierna de Dios” para el siguiente día. Dos mesas más abajo un palmero, con su hábito característico, de-letreaba la canción de “Santo Dios, Santo inmortal”, sin olvidar la salmodia ni el pecu-liar acento gangoso; aquí un joven hampón daba lección de epilepsia con un gitano vie-jo que le enseñaba el arte de echar espumarajos por la boca mascando un pedazo de jabón”.

No es extraño que Luis Vives comentara ampliamente esta tendencia de los pobres al en­gaño en su tratado “Del socorro da los pobres” y que Sancho Panza, siendo gober-nador de su ínsula, ordenase “que ningún ciego cantase milagro en coplas si no trajese testimonio autén­tico de ser verdadero, por parecerle que los más que los ciegos cantan son fingidos, en perjuicio de los verdaderos. Hizo y creó un alguacil de pobres, no para que los persiguiese, sino para que los examinase si lo eran; porque a la sombra de la manquedad fingida y de la llaga falsa andan los brazos ladrones y la salud borracha”.

Con estos y otros muchos engaños parece que algunos mendigos han llegado a hacer dine­ro. Como los peregrinos de Santiago, que los hubo que sacaron en el viaje lo sufi-ciente para la dote de alguna hija. Algunos autores modernos han utilizado este mito del mendigo millonario o poderoso, como Ernesto Sábato en “Sobre héroes y tumbas”, Carlos Llopis en “Por cual­quier Puerta del Sol” y Joracy Camargo en la comedia, traducida por Juan Ignacio Luca de Te­na “¡Que Dios es lo pague!”.

La briba adquiere una especial condición cuando se refiere a niños. El niño ha sido siempre otro seguro motivo de piedad y, por tanto, de solidez comercial para el mendigo profesional. Al parecer, en los tiempos de la picaresca era relativamente fácil conseguir niños, no ya entre los expósitos, como ocurrió con el “Lazarillo de Manzanares” de Juan Cortés de Tolosa, sino incluso en mitad de la calle, donde, a creer a Lorenzo Vital, autor de la “Relación del primer viaje de Carlos V a España” eran abandonados en el suelo, recién nacidos, por sus padres. Lo cierto es que algunos mendigos se valían de niños para incrementar sus ingresos, siempre dentro de lo reglamentado en la. Ordenanzas mendicantes, y así el amigo del Buscón Don Pablos “tenia tres muchachos pequeños que recogían limosna por las calles y hurtaban lo que podían”. Con mayor razón se valían de estos sistemas los propios padres que, en ocasiones, no dudaban en deformar y contrahacer al niño para mejor mover a compasión. Tal es el caso de aquel mendigo de Florencia del “Guzmán de Allfarache”, a quien su padre “estropeolo, como lo hacen muchos de todas las naciones en aquellas partes, que de tiernos los tuercen y quiebran, como si fueran de cera, volviéndoles a entallar de nuevo, según su antojo, formando varias monstruosidades de ellos para dar más lástima. En cuanto son pequeños, ganan de comer para su vejez y después, con aquella lesión les dejan buen patrimonio con que pasan su carrera”. Eugenio Sué narra, en “Los misterios de París’, la odisea de los 15 muchachos explotados por el domador Tajavivos. Esta situación dio lugar a un tráfico de niños que si bien a veces no pasa de ser leyenda o conseja de vieja constituye una realidad en determinados casos, aún en nuestros días. Es impresionante el cuento de Guy de Maupassant “La madre de los monstruos”, incluido en el volumen “Antón”. Una mujer, en un pueblo de Francia, está en contacto con tite­reros y encargados de circo de todo el mundo y les vende sus hijos, cuidadosamente deformados durante el embarazo por medio de unos corsés rígidos, de formas variables, que ella misma construye. Con gran habilidad “conseguía variar las formas de sus monstruos, modificando las presiones que les hacía sufrir durante el embarazo En el momento en que se desarrolla el cuento tiene colocados once, que le rentan casi 6.000 francos al año y uno, el último, dispuesto para ser adjudicado al mejer postor.

D. Benito Pérez Galdós, en “Misericordia”, la novela de la mendicidad madrileña, hace comentar a dos de las pedigüeñas de la iglesia le San Sebastián la ventaja que da llevar un niño de pecho: “Te digo que sin criaturas no se saca nada; los señores no miran a la dinidá de una sino a si da el pecho o no da el pecho. Les da lástima de las criaturas, sin reparar en que más honrás somos las que no las tenemos”. También D. Ramón Maria del Valle Inclán, con su pluma como un bisturí se ocupa del niño mendigo y del niño sujeto a mendicidad. En “Divinas palabras” con el pobre idiota, explotado hasta después de muerto. Y en la impresionante narración “¡Malpocado!” que luego incluyó diluyéndola, en “Flor de santidad”; la abuela le lleva al ciego su nieto, para que le sirva de criado: “¡Malpocado, nueve años y gana el pan que come!”. Un escalón más y el niño es enseñado, abiertamente, a robar, como sucede, entre tantos otros ejemplos, en “Oliverio Twist”, de Dickens, quien, por cierto, utiliza con frecuen-cia en su novelística figuras infantiles.

El niño es la figura más conmovedora de la mendicidad. Lo que esta tiene de más triste y que trasciende, en la literatura y en la pintura también. En Murillo, en Ribera, en Alenza, en Andrés Cortés, se siente su mezcla de picardía y de tristeza, de astucia y de bondad. De desesperanza. Por eso, las burlas de Lázaro, sus momentos de triunfo y las hazañas de Rincón y de Cortado nos sirven de compensación y de equilibrio, casi de catarsis. Por eso, sobre todo, nos tranquiliza y conforta la nueva cruzada llamada Reha-bilitación, con sus propósitos de inte­gración. El niño, no solo no va a ser ya mutilado, deformado voluntariamente en el cuerpo y el espíritu, sino que va a dejar de ser explotado, aunque nazca con una discapacidad y, sobre to­do, va a ser tratado como si esa discapacidad fuese una mera circunstancia, con muy escasa repercusión en su vida. Y en esto si que todos los humanos estamos unidos.

 

Tercera parte:  La personalidad del mendigo.

La desgracia exime en parte de culpa y aún nos atreveríamos a decir que de responsabi­lidad. Se ha visto como hay una mendicidad aguda, obligada, que en modo alguno puede ser teni­da como profesional y que es la mendicidad del cataclismo, de la catástrofe económica. Sin embargo, resulta evidente que el mismo contratiempo, con los mismos resultados catastróficos o idéntica necesidad de mendicidad temporal. no influ-ye de la misma manera sobre todas las personas. Algunas, la mayor parte, salen muy pronto de la situación y se hacen de nuevo indepen­dientes. Otras, en cambio, aparente-mente de la misma condición y en situación análoga que las anteriores no son capaces de superar el momento de contrariedad y quedan sumergidas en una mendicidad crónica, a la que se amoldan y acostumbran, con más o menos protestas de vergüenza y manifestaciones de pena, hasta hacer de ella su medio de vida habitual. Algo hay, por tanto, que impulsa a la mendicidad profesional y que no es el miedo, ni la desgracia, ni el horror al trabajo ni todos estos factores unidos. Algo que se halla en alguna parte de la personalidad de cada uno. El ambiente y la tradición pueden aderezar el conjunto, pero no bastan, puesto que también hay mendigos profesionales de este tipo vocacional en países jóvenes y ricos, en los que el ambiente no es propicio y la tradición no ha llegado apenas a formarse.

A nuestro modo de ver, pueden separarse dos grandes grupos de mendigos profesionales por factores de personalidad: Aquellos en los que la estructura de su personalidad contiene unos matices vocacionales que les impulsan a mendigar para vivir y aquellos otros que sin verse directamente impulsados por los factores de su perso-nalidad a una mendicidad convicta, caen fácilmente en mendicidad precisamente porque su personalidad los arrastra a un género de vi­da abocado a ella. Para el primer grupo de estados de mendicidad vocacional proponemos el nombre de mendiguez. El segundo grupo se halla integrado por las facetas que componen el intere­sante y apasionante fenómeno del vagabundo. Veamos uno y otro de estos dos grupos.

A.- Mendiguez.

Define la mendiguez Covarrubias, en su “Tesoro de la lengua castellana”, como “la miseria del que pide” y la Academia considera el término como una acepción, la segunda, de mendicidad. Para Corominas “mendiguez” es el término popular y “mendicidad” el cultismo. Gaya Nuño, en el “Tratado de mendicidad”, defiende la eufonía de la palabra mendiguez y reconoce “que es voz polémica y despectiva y que, lo mismo que ordinariez, embriaguez, dejadez, estupidez, etc., procura utilizar su terminación arrastrada, rápida y apodíctica para no dejar lugar a dudas acerca de algo reprobable”. Este punto de vista enlaza con nuestra forma de enfocar el problema.

Wyatt Marrs, en el capítulo dedicado a Mendigos de su “Parásitos sociales”, refiere diversas formas de mendicidad “en frío”, auténticamente vocacional, como es la del “mediador que, provisto de carnés, demuestra pertenecer a una asociación religiosa o filantrópica o a un sindicato, hermandad o grupo laboral, lo que le concede la apariencia do actuar para otros. O el de la mendicidad por correo, sistema para el que reconoce que hay que poseer una buena educa­ción así como una imaginación despierta e incluso cier-tos ribetes de artista. Y la del que ofrece pequeños artículos “a la voluntad”, costumbre muy extendida en los países anglosajones y algo menos entre nosotros y que. permite al mendigo enmascararse bajo una licencia de vendedor, que le protege contra la policía. Todas estas personas podrían dedicarse perfectamente a un trabajo normal y de hecho, muchas de ellas lo desempeñan, incrementando sus ganancias lega­les con las que les permiten estas formas de mendicidad solapada. Es habitual, en los comercios neoyor-quinos, de pieles, por ejemplo, que señoras de buena posición social reclamen al dueño comisiones por la venta efectuada a alguna conocida que ellas presentaron. Pero dejemos este problema de las comisiones, porque seguramente nos iba a llevar demasiado lejos.

Todo lo contrario al altruismo se da aquí. Todo lo contrario a lo que hace la Benína de “Misericordia”, incomparable criada que, para mantener a su ama, pide limosna a la puerta de San Sebastián. Figura mucho más asombrosa aún en los días que corremos que en la época en que la creó Galdós. Y, sin llegar a tanta altura de motivos, todo lo contrario a los que piden por auténtica necesidad y porque no encuentran solución a su problema. A toda esta sistemática vocacional de la limosna es a lo que llamamos mendi-guez. Al comportamiento del comisario que lleva a galeras a Guzmán de Alfarache, al final de la obra, y se aprovecha impunemente de los hurtos de los penados, situación que también sugiere Cervantes, si bien con su habitual dis­creción, en la aventura de los galeotes, cuando Ginés de Pasamonte alude a “las manchas que se hicieron en la venta”. Y, así mismo, al comportamiento del alguacil que favorece a Monipodio y al de tantos maridos consentidores como circulan por la literatura y la realidad de todas las épocas y todos los países, porque la mendiguez llega a los extremos más pintorescos. Viene aquí a cuento citar a los músicos ciegos de la Alhambra, cargo muy ambicionado entre los árabes de la época. Es sabido que los baños templados del palacio granadino se conseguían calentando el suelo de la sala y baldeando el agua sobre él. Al tiempo que las mujeres se bañaban, una pequeña orquesta actuaba, pero los músicos que la compo-nían habían de ser cegados para no poder ver a las bañistas. El cargo era  ambicionado porque permitía vivir perfectamente, al interesado y a toda su familia, sin necesidad de trabajar.

Adviértase la sutil diferencia que hay entre todos estos comportamientos y la mendicidad auténtica. Algunas veces se dan en la mendiguez rasgos psicopáticos, especialmente de depresión, inseguridad, astenia o abulia, pero otras muchas solo existe costumbre, hábito y, sobre todo,  como dice Unamuno, cobardía ante la vida. Existe, en efecto, dentro de la mendiguez, una picaresca administrativa muy antigua, puesto que Felipe III llegó a tener que prohibir “pretender destinos por medio de dádivas ni pro-mesas”, como hace notar Luis Martínez Kleiser en “Del siglo de los chisperos”. Una picaresca nacida de una situación clásica de mendiguez, a la cual a su vez mantiene, de todo lo cual es en parte culpable el poderoso. Es la mendiguez del favor y la prebenda. La de la recomendación. Del favor, de la recomendación, se ocupó D. Miguel de Una-muno en varios artículos pero, mucho antes que él, lo había hecho Baltasar Gracián. En su “Criticón” sitúa el P. Gracián a El Favor, Primer Ministro de la Fortuna y dice de el que “alargaba la mano a quien se le antojaba, para ayudarle a subir, y esto sin más atención que su gusto, que debía ser muy malo. Pues por maravilla daba la mano a ningún bueno, a ninguno que lo merecie­se; siempre escogía lo peor”.

B.- Vagabundeo. (O vagabundería. Acaso, vagabundez, por afinidad semántica con mendiguez).

Son términos y conceptos, los de vagabundo y vagabundear, de escaso crédito en nuestro idioma, en gran parte por incomprensión. Derivados del verbo “vagari”, que significa andar errante, caminar a la ventura, muy pronto se transforma vagabundo, por afinidad fonética y de concepto, en vagamundo, forma que aún perdura popularmente. La edición príncipe del Buscón os­tenta el título de “Historia de la vida del Buscón llamado Don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños”. (Como es sabido, en el Siglo de Oro tacaño equivalía a pícaro, bribón). El vagabundo auténtico, de espíritu errabundo, se va a encontrar muy pronto con un grave pro­blema en la existencia dcl aventurero, al que, a primera vista, se parece. Dice Ortega que el vagabundo es una mixtura del pícaro y el idealista; seguramente, ni siquiera de pícaro se le pueda tildar. Es, ante todo, un idealista errante que solo encuentra placer en caminar reco­rriendo el mundo, por verlo y por aprender. Como Camilo José de Cela por la Alcarria, el Gua-darrama o el Pirineo. Como Peter Freuchen, el marino danés que de niño aprendió “que el que se queda en casa no llega a ninguna parte”. Como tantos y tantos otros viajeros que han contri­buido a hacer el mundo más grande. El aventurero es bien distinto. Aventura, dice Ortega, equi­vale a conflicto. En el prólogo a la ”Vida del capitán Alonso de Contreras” define al aventurero como un sujeto incapaz de representarse el porvenir y de frenar, por lo tanto, su impul­sividad. La personalidad de ambos tipos, el vagabundo y el aventurero, es pues muy diferente y, sin embargo ambos son homologados, aún tal vez más el vagabundo, dentro del concepto de peligrosidad, presente en los códigos de casi todos los países y que dio lugar entre nosotros a la denominada “ley de vagos y maleantes”, aparecida el 4 de Agosto de 1933. A pesar de ello, queremos hacer constar nuestra simpatía hacia el auténtico vagabundo, el “clochard” de los franceses, amistoso y bienintencionado. El vagabundo de Baroja, como ese Elizabide, fabuloso en su sen-cillez; el de Cela; el de Ciro Bayo. El “Monsieur La Souris” simenoniano. Vagabundo, glorioso, fue Don Quijote y vagabundo también, genial, D. Miguel de Unamuno, español hasta la médu­la y viajero perenne en su desatada y agónica imaginación. La imaginación que, como dice Ortega, le falta al aventurero. Vagabundos fueron también Quevedo y Cervantes y Valle Inclán y los conquistadores españoles en gran parte y los místicos, vagabundos de un viaje alucinado que pretendía adelantar la llegada a Dios cuando aún no era dado el momento de abandonar la tierra.

Hecha nuestra defensa, romántica, del vagabundo, que nos ha servido al menos para abocetar conceptos, pasemos a inclinarnos ante lo que dicen los códigos y marcan las normas establecidas. Bardenat, en el “Diccionario de Psiquiatría” de Porot, define el vagabundeo como “el estado de aquellos individuos que no fijan su residencia en parte alguna”. La mayoría de las le­yes, de los diferentes países admiten en el vagabundeo la concurrencia de tres factores: Au­sencia de domicilio cierto, ausencia de medios de subsistencia e inexistencia del ejercicio habitual de una profesión. Forzosamente, el vagabundo auténtico ha de quedar fuera de las leyes. Se convierte en un fuera de la ley, que no es lo mismo que un transgresor de la ley, y aquí reside su problema verdadero, problema, por otro lado, de difícil solución.

El vagabundo solo pide limosna cuando se ve en auténtica necesidad de ello. Es, posiblemente, el que la pida con mayor dignidad de cuantos llegan a ello, porque tampoco le hace ascos, si se tercia, a un trabajo eventual que le ayude a continuar, como al Shane de “Raices profundas”, su camino. No es, en suma, un mendigo profesional, en sentido verdadero. A lo sumo, lo es ocasionalmente.

De todo lo dicho podemos deducir que la personalidad de mendigo, por constitución y por convicción, solo se da, de manera clara  y real en los estados que hemos encerrado en la denominación de mendiguez. Fuera de ellos puede haber hábito, costumbre invete-rada, pero no auténtica personalidad mendicante. De intento hemos prescindido de todos los factores psiquiátricos que puedan conducir a estados de mendicidad, en aras de una mayor sencillez. Son casos en que el concepto de peligrosidad adquiere matices muy especiales, puesto que, además, estamos rozando el campo legal de la irresponsabilidad. Desde un punto de vista médico estamos, simplemente, ante enfermos mentales.

Párrafo aparte, como siempre, merece el mendigo discapacitado, por su especial con-dición psicofísica. No hay tampoco en él inclinación alguna hacia la mendicidad y me atrevería a de­cir que, en el fondo, cada sujeto sería el primero en abandonarla si se le permitiera. Le fal­tan la vocación, la inclinación a pedir, características de los estados de mendiguez. Si pide no es por impulso propio, sino porque le es necesario, y acepta ser mendigo como aceptó ser bufón y aún acepta, en muchos sitios, ser atracción de barraca de feria, con un sufrimiento in­crementado por el hecho de saberse útil para empresas mejores.” !Oh bufón con venas de loco y artista!”, dijo Agustín de Foxá en su “Retablo de la Edad Media”: “Máscaras con nieve, su­cias, destrozonas.- Mendigos que un día se ponen coronas”. Si algo hay en la personalidad del mendigo discapacitado, cobre o no una pensión por incapacidad, es resentimiento y hasta puede que, en algunos casos, malevolencia, cabría decir que justificados. O, por lo menos, con muchos eximentes para el aparente culpable.

 

 

Cuarta parte:  Sociedad y evolución.

La Rehabilitación es muy moderna. Tan moderna que solo lleva unos años, menos de cincuen­ta, tratando de abrirse paso. Ella es la que nos ha venido a enseñar que todos tenemos derecho al trabajo. Derecho y obligación. Para cumplir la Creación, para formar al hombre, Dios trabajó. Solamente al séptimo día, se nos dice, pudo descansar. Rechazar el trabajo, por tanto, sería una aberración. Pero es que, además, para que no haya dudas, Dios nos mandó directamente trabajar; “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”, dice poéticamente la Biblia. En esta necesidad de trabajar, de hacer sudar las frentes de una manera o de otra, hemos basado nuestra propia teoría de sociedad. El trabajo es seguramente el único factor común a todos los hombres en la tierra, tal vez a todos los hombree en todos los planetas; gracias a él componemos un núcleo hu­mano homogéneo. Todos, incluidos los discapacitados, cada cual en su medida, cada uno en el aspecto en el que pueda resultar más útil.

Se puede definir la Rehabilitación, de una forma abreviada, como la parte de la Sociolo­gía que se ocupa de situar al discapacitado en el máximo nivel social y laboral posibles. Rehabilitación médica es una parte, incluida en el ámbito de la Medicina Social, de esta entidad genérica. Discapacitado, como se ha dicho al principio, es toda persona que, por una razón u otra ve alterada la aptitud o suficiencia que por ser humano le corresponde. Alterada, no disminui­da, ni mermada ni, como en la vieja palabra “inválido”, anulada. Pensemos en el contrasentido de llamar “minusválido” a Homero, ciego, a Beethoven, sordo, o a D. Juan Ruiz de Alarcón,”patizambo y corcovado”. Peor es todavía el término “subnormal”, que algunos intentan imponer, y que no será aceptado seguramente por los propios interesados. Hay que reconocer, sin embargo, que el concepto de ayudar al discapacitado no es nuevo, puesto que, desde los tiempos clásicos, la mayor parte de los gobiernos se han venido ocupando de sus inválidos de guerra. La actual ordenación de Seguridad Social para todos imperante en el mundo ha venido a matizar y completar estas ideas, dándoles forma y eficacia. Ha ello han contribuido diversos sociólogos, como Comte, Prudhon o Marx, sin olvidar el papel de las Encíclicas Sociales de la Iglesia Católica, fundamentalmente desde la aparición de la “Rerum Novarum” de León XIII el 15 de Mayo de 1891. La clave, sin embargo, está en la proclamación, por las Naciones Unidas, de los Derechos Humanos, el día 10 de Diciembre de 1948.

No cabe entrar en el análisis de la influencia que cada uno de estos factores, de estos esfuerzos, ha jugado en la solución del problema de los discapacitados. En nuestra opinión, si estos han sido al fin escuchados se debe a que la humanidad ha alcanzado un estado de madu­rez que le he permitido una capacidad de comprensión de que carecía en siglos anteriores. El hombre no solo evoluciona como individuo sino como conjunto, en cuanto a partícula de una entidad global, la humanidad, de la que no somos cada uno sino abstracción individual. Cada hom­bre, al hacer un mejor uso de las facultades con que Dios le dotó, se va haciendo más sabio y, por tanto, más comprensivo y virtuoso, según el eterno paralelismo que señalara Platón y lo mismo sucede, con el añadido de nuevos matices, con el conjunto de hombres que compone la humanidad. De este modo va resultando más fácil “seguir el camino de la verdad”, como aconseja­ba el extraor-dinario Juan XXIII. Cada vez más hombres comprenden, y desde entonces aceptan, situaciones que en épocas anteriores hubieran sido rechazadas, han sido rechazadas, por falta de comprensión auténtica del problema. Al hombre actual le basta con detenerse un momento a meditar para comprender y aceptar la idea de Rehabilitación, lo que equivale a comenzar a rechazar, de modo voluntario y consciente, la idea secular de la limosna y la mendicidad profesional. La mendicidad, añadamos para aclarar, no la mendiguez, que seguramente perdurará mientras queden seres humanos. E1 hombre de hoy se va dando cuenta de que en pleno siglo XX es imposible razonar como lo hacía un hombre de los tiempos bíblicos o de la Edad Media. En el fondo, todo se ha reducido a romper con la inercia de Pensamiento que todos arrastramos y que hacemos arrastrar, muchas veces sin darnos cuenta y sin que ellos se la den, a los demás.

Lo cierto es que el mundo ha evolucionado y, con el, nosotros, que comenzamos a darnos cuenta de que los mendigos están desapareciendo, de que, tardando más o menos, llegarán a desaparecer del todo. Y eso tiene su importancia por más de un motivo, porque la realidad es que nos va a costar trabajo renunciar a la figura del mendigo. Ellos nos han hecho pensar y sen­tir. El mendigo triste, viejo, solitario, con un aire de dignidad resignada, que un día se queda dormido para siempre casi en la misma postura en que pedía. O el ciego que, como dice Ramón Gómez de la Serna “pide el pan como un niño hambriento”. O el pícaro, el falso ciego, el falso tullido, el falso llagado, de quienes aceptamos un engaño que tal vez no toleraríamos a nadie más. Y el niño, que es tal vez el único que hace que se tambaleen estas nuestras ideas román­ticas y que, sin duda, es un arma, un arma eficaz, que emplea la Evolución para vencer nuestra inercia. Porque, en realidad, si hacemos examen de conciencia, ¿qué queda, sino costumbre, de to­da esta idea romántica del mendigo?. ¿Cuantos de nosotros nos hemos detenido a charlar, a in­timar con un mendigo?. Allá, en el fondo, estamos persuadidos de que el mendigo es el símbolo de la desgracia y, por eso, por la tristeza que presumimos y que, realmente, les trasciende y no por verles sucios o harapientos, pasamos por su lado deprisa, como huyendo, comprando con la limosna o con una fingida ignorancia el derecho a esa huida. Tristeza eterna del mendigo, que nos debe hacer meditar.

Pero la tristeza es creadora, inspiradora, positiva. ¿Qué ha creado el mendigo?. Tal vez, instrumento también de una Evolución que ha durado siglos, inquietud, escozor que rae la cos­tra de autosatisfacción del paseante que borra un momento, al verle, su sonrisa. Puede que sea durante un segundo nada más, al cabo del cual la tristeza captada es borrada y alejada, pero es un segundo que se acumula a otros muchos segundos análogos hasta formar años, acaso siglos. Quizá, las manos tendidas de miles, de millones de mendigos durante el transcurso del tiempo, lo que hacían era indicar a los demás un camino, señalarles una ausencia, pedirles una solución. Tal vez, sobre esas manos, sobre esos ojos, sobre esas voces, ha podido fraguar y for­mar cuerpo la argamasa social de la actual Rehabilitación.

Ahora, solo nos queda, si es que hemos comprendido, renunciar a todo egoísmo. A la costumbre y al tópico. Como dice Salvador Jimenez en su maravilloso trabajo, ganador del premio Ilusión de la Ciudad de San Juan de Dios para niños deficientes, la obra en que acaso van a morir, antes de nacer, muchos posibles futuros mendigos, “algunas murallas hay que echar abajo. Todos podemos empujar un poquito para que el dolor se haga antiguo y niña la alegría”. Que, por un mal entendimiento, no constituyamos ninguno de nosotros una de esas murallas.

 

II-2 PROFESIÓN MINUSVÁLIDO.

Este título y el siguiente complementan y prolongan el tema tratado en el escrito anterior. El presente vio la luz en el num.18 de MINUSPORT de Julio de 1979 y está basado en una conferencia pro­nunciada en la Casa de Granada de Madrid en Mayo 1971.

 

PROFESIÓN, MINUSVALIDO

Durante siglos, algunos seres huma­nos, los minusválidos, portadores de un detrimento somático o mental, se han visto obligados a hacer uso de ese de­trimento, es decir, de lo nega-tivo de su persona, para ganarse la vida. Por­que les era negado el paso a puestos de trabajo y a veces por comodidad o por costumbre, estos seres han venido haciendo profesión de su situación de minusvalía y se han convertido en bu­fones, estafadores o mendigos. Hoy, gracias al nivel cultural alcanzado, casi ha desaparecido la profesión de bufón, pero los mendigos, los pícaros y los engañadores profesionales persisten. Muchos de ellos siguen siendo deficien­tes, somáticos o mentales. El problema, por tanto, continúa. La influencia del pasado, quizá más intensa entre noso­tros que en otros países, hace difícil cambiar los estamentos que antes fueron normales y esta es tal vez la razón principal por la que pervive el inválido de pro-fesión. Lo conseguido para erra­dicar este viejo modo profesional, to­davía lucrativo, se debe a la acción mé­dico-social denominada Rehabilitación.

Las dificultades se mantienen. Con­ceptos nuevos exigen palabras nuevas. Estas palabras, envoltura o ropaje de los recién nacidos conceptos, bombar­dean al hombre de todas las épocas, que no siempre alcanza a comprender. Hoy son biónica, informática, ciberné­tica, programadores. Antes fueron tele­visión, y radio, y electrónica y pólvora y fuego.. Y en el comienzo de todo tal vez luz, mujer, hijo... El hombre actual sufre confusiones mayúsculas con los términos (subnormal, minusválido) crea­dos para sustituir al otrora imperante “inválido”. Sobre todo, es remiso en comprender que “Rehabilitación” ex­presa la cruzada de aceptación de to­dos los deficientes, ya sean físicos o mentales, convenidos en elementos activos y productores. Y ello porque nunca antes a nadie se le habla ocurri­do denominar a los deficientes más que con la turbamulta prolija de tér­minos creados sobre todo, por la pica-resca: Ciego, cojo, baldado, tarado, tonto, jorobado, mutilado, anormal, contrahecho; paralí-tico, manco o sor­domudo. Sobre todo, porque nunca antes nadie pensó que todos los defi­cientes podían desempeñar, como cual­quier ser humano, un trabajo útil y remunerado. No hay duda de que el fenómeno merece algún comentario.

Todavía no han sido superados los problemas relativos al acoplamiento laboral y social de los seres humanos con deficiencias. Ni siquiera son segu­ramente perfectos los nombres genéri­cos que ahora suelen usarse, es decir, subnormal y minusválido, aunque el  segundo es incomparablemente mejor. Se ha hecho mucho: Crear el SEREM, cambiar en el Diccionario de la Lengua la definición de “inválido”, declarar especialidad médica oficial la Medicina Rehabilitadora, buscar nuevos cauces sociológicos, psicológicos, profesiona­les... Pero, por desgracia hay algo que resulta difícil de superar. Las ofensas, que han existido y aún existen: La del rechazo de algunos minusválidos hacia otros. Hay ofensa en esos padres que protestaban porque un amputado o un niño con una extremidad poliomielíti­ca se bañaban en la misma piscina que sus hijos sin secuelas. Como si la fuerza muscular, la inteligencia, la sabiduría o la estatura se contagiasen entre los que se bañan juntos. La hay en quien ha cerrado las puertas de un gimnasio a atletas poliomielíticos o paralíticos ce­rebrales que querían entrenarse en hal­terofilia, atletismo o tenis de mesa. Y en quien cree que el atleta minusválido hace deporte porque así le crecen el muñón de amputación o el potencial intelectivo. No hace mucho tiempo, una niña de 17 años, una de cuyas pier­nas estaba llena de injertos cutáneos a consecuencia de un accidente de tráfi­co, me confesaba que no iba nunca a las piscinas. “Ahora, en la calle, me defiendo con la moda de los pantalo­nes, pero si deja de usarse...”. “Claro que —añadía— cuando alguien me mira la pierna descaradamente o comenta sobre ella yo también me quedo mirán­dole muy fijamente, sin decir nada”. Cabe preguntarse qué pensarían aque­llos padres de niños que iban a una pis­cina y que publicaron su protesta en la prensa porque la misma piscina era usada por niños poliomielíticos o paralíticos cerebrales si fuese hija suya esta niña que no se atreve a ir a ninguna parte y que, si lo hace, se ve obligada a soportar curiosidades y compasiones muy difíciles de aceptar a su edad. Sin duda pasarían de ofensores a ofendi­dos, odiarían todo cuanto representa­se aisla-miento para esta hija y agrade­cerían todo cuanto se hiciese para que la integración social que la Rehabilita­ción pregona llegase a ser una realidad.

Las situaciones conflictivas entre inválidos y no inválidos, muy antiguas, son una de las claves de que deriva el concepto, tan arraigado en nuestro pueblo, de la invalidez como profe­sión, Arraigado inadvertidamente, en­tendámonos, porque si una anciana, en un pueblo cualquiera, da al salir de mi­sa una limosna al “lisiado” o al “ton­to” del pueblo, lo hace como una parte más del rito a que está acostum­brada, Al menos, ha aprendido a no reirse de ellos. Intentemos hacerle ver que, con su acto, está fomentando una profesión poco digna. Seguro que nos responde, indignada, que aquello no es “profesión” sino “desgracia” mandada por Dios, que si hubiera más gente que, como ella, “hiciera caridad” el mundo iría mejor y que mereceríamos desembocar en las calderas del infier­no. Contra esta respetable honradez conceptual puede lucharse muy poco. Tan sólo con el tiempo y el ejemplo real. Nos lleva, sin embargo, hasta un matiz importante. El del contenido religioso de que ha sido costumbre revestir al problema de los minusválidos. “Un chiquillo juega con un biberón vacío y parece observarnos con sus oji­llos ciegos, devorados por el tracoma. Como a centenares de otros inválidos sus padres deben de llevarlo anualmen­te al Santuario de Torre García, para invocar su curación a la imagen mila­grosa de Nuestra Señora del Mar”. (Juan Goytisolo, “La Chanca”).

Sin embargo, la fe es poesía, a su vez “consuelo de la vida”, como decía Unamuno. Entendemos que la faceta religiosa es connatural al ser humano, estrato imprescindible en la ordenación de su personalidad. Lo malo es la exageración; el fanatismo, que deja de ser “religación” zubiriana con la divini­dad. Puritanismo, Inquisición, sectas exclusivas como las que constantemen­te florecen y han florecido en la histo­ria son muestras de una búsqueda desesperada, de un anhelo cuyo logro está mal enfocado. Lourdes o Fátima están bien cuando ya no hay nada que hacer, pero en el mundo de los minusválidos casi todo está por hacer y así la pere­grinación puede caer en un simple y absurdo perder un tiempo que con otra orientación podría ser ganado. Dios está por encima de la supersti­ción, de la creencia, del dogma, de la mal llamada Teología, tragedia de quie­nes no son capaces ni siquiera de enfo­car aquello que pretenden conocer. Dios nos ha trazado un camino que conduce hasta El, pero nos lo ha trazado en la tierra. Para Waldo Franck Santa Teresa y Celestina constituyen una antítesis, explicación de España. Pensamos que así se crea equilibrio, como el logrado por las dos ramas de una escalera. Porque en España, pero también en otras partes, es difícil man­tener el equilibrio individual conjun­tando dos tendencias. Lo normal es la existencia independiente de dos anta­gonismos cualesquiera que, en lugar de equilibrarse se destruyen mutuamente en cuanto pueden, rompiendo, sin darse cuenta, todo posible equilibrio. Lo ideal sería aunar tendencias extremas, enlazarlas, utilizarlas y crear armonía. Literariamente así ocurre. Junto a Cer­vantes, Góngora. Los dos son válidos. Los dos son riqueza. El equilibrio indi­vidual, que no es sino tolerancia inteli­gente, lo intentan Cervantes, Quevedo, Lope, y no siempre lo consiguen. Y algunos clérigos, como el hermano Juan, de Rabelais, que en España alum­bran la picaresca clerical.

Resulta innegable que la picaresca es uno de nuestros más ricos y perso­nales acervos literarios. La evolución del caballero a soldado o a clérigo no se detiene en España y sigue hacia el pícaro y hacia el mendigo profesional en un sentido, hacia el ascetismo y la mística en el otro. El equilibrio se logra así no en la persona, obligada “por ley” a romper uno de los polos de la antinomia, sino en el conjunto de personas. Es un equilibrio sociológico que funde al caballero, al soldado, al pícaro y al clérigo. Que explica la figura del conquistador, generosa, fun­dente, integradora y a la vez egoísta, fanática, absorbente. El conquistador español da siempre, por lo menos, una oportunidad, porque su grandeza es la suma de muchos contenidos. El con­quistador de otros países no concede nunca posibilidades porque no duda de su verdad, de su ciencia, de su supremacía. Aquella aceptación “por ley” que convierte en frailes a Lope o a Calderón para evitar la cárcel, bien conocida por Cervantes y Quevedo, crea a su vez la duda y de ella surge la generosidad, que no se da en otras latitudes. La represión y la duda expli­can también la relativa ausencia de una épica española. Se cantan las gestas pero en pequeño, en romance. Si el romance crece no es para transformarse en li­bro, sino en auto sacramental, también breve, tal vez por equilibrio incons­ciente.

Lo cierto es que la Picaresca es es­pañola, no se da en ninguna otra literatura, al menos con la riqueza y plenitud que en la castellana. Nuestra picaresca es noble, porque enlaza con lo caballeresco, y ascética, por trasun­to clerical, y taimada, por lo que con­tiene de engaño, y agresiva pero desen­gañada, porque en ella converge de modo claro la soldadesca sin batallas. De un modo general, la picaresca hace como el español, que no funde lo có­mico y lo trágico y los da a la vez. Co­mo Quevedo, como Unamuno, como Goya. En cuanto a técnica, la picaresca es engaño, mentira, falacia. El mentir, dice Concepción Arenal, se convierte en nor-ma. Con ello se vive. El pícaro se ha vuelto  mendigo profesional. La briba cuenta con orde­nanzas, las ordenanzas mendicativas que incluye Mateo Alemán en su “Guz­mán de Alfarache”. En España se ha llegado mucho más lejos, se ha alcan­zado la perfección mendicante y es por el pícaro. En otros países también se da la mendicidad profesional, pero se llega a ella desde la milicia o la clere­cía. Falta esa figura aglutinante, or­denadora, incomparable levadura de la briba, que es el pícaro español. Una vez más la represión conduciendo a ex­tremos opuestos a los pretendidos.

En técnica profesional de mendici­dad se buscaba mover a compasión. Uno de los factores más explotados ha sido la minusvalía. Se han provocado intencionadamente detrimentos orgá­nicos, sobre todo en niños, para un mayor aprovechamiento. El niño minusválido, alterado por voluntades aje­nas, pasaba a ser profesional de la limosna. Profesional en y por su mi­nusvalía.

La minusvalía infantil provocada al­canza una de sus cimas literarias en “La madre de los monstruos”, de Guy Maupassant. Mediante artificios cons­trictores usado durante sus embarazos la “Diabla” fabricaba niños deformes que vendía luego a los feriantes. En “El hombre que ríe” se ocupa Víctor Hugo de este negocio de los “comprachicos”, nacido, según él, en España y claramente relacionado en la novela con marinos y barcos españoles. La reacción en contra ha tenido un senti­do caritativo que, muchas veces, se ha transformado en nueva forma de ex­plotación y mendicidad. Sobre todo sucede aún esto con los minusválidos mentales, sometidos a un sinnúmero de entidades autónomas, cuyas siglas componen esa “amarga sopa de letras” que hemos comentado en otros luga­res. Por culpa de la costumbre pode­mos ver todavía inmersos en sanatorios psiquiátricos, sometidos a regímenes similares a los empleados con los en­fermos mentales y huérfanos de mé­dicos verdaderamente impuestos en situaciones de minusvalía, a multitud de niños deficientes mentales o mix­tos que, en un régimen rehabilitador alcanzarían un rescate al que tienen derecho y que otro tipo de minusváli­dos ha conseguido ya. Incluso en el SEREM, organismo oficial de ayuda y orientación para todos los minusváli­dos, se mantiene una separación entre “físicos” y “psíquicos” que si bien de­riva de unas necesidades burocráticas intranscendentes incide sobre mojado en la costumbre y la norma invetera­das, contribuyendo a cerrar el paso a grupos nutridos de minusválidos.

Sin embargo, no puede haber más que una forma de Rehabilitación, nada más que una forma de Medicina Reha­bilitadora. En el fondo, todo se reduce a eliminar los ramalazos costumbristas que aún se resisten a desaparecer. El novio que dejó a su novia de veinte años porque se lesionó una pierna de­muestra que estaba enamorado de la pierna, no de la mujer. No valen las razones, tribales más que familiares, sobre hipotéticas taras hereditarias. Las únicas razones son egoísmo y ausencia de amor. Los padres que ocul­tan a sus niños minusválidos o los apri­sionan en centros psiquiátricos, permi­ten jugar a su cobardía y a su comodi­dad, además de a su incultura. No sólo degradan su condición de padres sino que renuncian a una baza magnífica para hacer cambiar la opinión y la con­ducta de los demás. En determinada finca vivía un niño paralítico cerebral. En principio el comentario solapado era: “¿Por qué no morirá este niño?”. Con el tiempo y una rehabilitación auténtica los vecinos, admirados, cam­biaron su comentario: “Como siga así se va a convertir en una persona útil”. Hay quienes se angustian ante un niño minusválido pero es por pensar que algo así podría ocurrirle a sus hijos. Otros confiesan que los amputados, los oligofrénicos, los hemipléjicos, los con secuelas postquemadura, resultan desagradables, disarmónicos, poco es­téticos. “Es mejor —me decía un mé­dico— ver una película agradable, llena de belleza; surge la sonrisa y el buen humor se mantiene al salir”. Lo que no ve es que no todos nos resultamos agradables unos a otros y, sin embargo, nos es necesario convivir. Se puede elegir una película, pero no la vida, el mundo en que hemos de desenvolver­nos. Todo es cuestión de enfoque.

En efecto, el enfoque es deficiente porque también lo es la norma. La lu­cha emprendida por médicos, arquitec­tos, sociólogos, psicólogos, economis­tas, ha comenzado, pero aún no ha sido ganada. Aún hay barreras arqui­tectónicas y sociales, necesidad de “no padecer defecto físico” (de “defecto mental” nunca se dijo nada) para ocu­par determinados puestos de trabajo. Pero la sociedad, la humanidad toda, está integrada por células, por elemen­tos individuales que somos todos cuan­tos vivimos. El ser vivo gigantesco a que pertenecemos acepta y necesita las células que lo integran. No las re­chaza ni destruye a no ser que pierda la razón, como sucede con algunos en­fermos psiquiátricos, que se automu­tilan. Todas las células-individuo han de cooperar en la labor común y las demás lo saben y lo aceptan. Es monstruoso que una mujer, muy inteligente y capaz, no se atreva a decir en su lu­gar de trabajo que, durante años, su­frió las consecuencias de un proceso congénito intervenido. Niños que antes hubieran muerto quedan vivos con una minus­valía. Esto significa que deben inte­grarse en el cuerpo común. Nadie pue­de tener opción a rechazarlos, cual­quiera sea la razón que alegue para ello. Hacerlo es autoagresión, cometida en la relativa inocencia de la ignorancia. O de la locura.

En los últimos años la opinión pública ha cambiado mucho, sobre todo a favor de los minusválidos físicos. lronside y Longstreet han hecho más por los minusválidos que todos los mé­dicos rehabilitadores juntos. Las noti­cias van llegando. Un ciego trabaja con más pericia y menos accidentes que los que ven. Maria O’Reilly, sordomuda, se convierte en figura del ballet. Otro sordomudo profesa en México y ya es sacerdote. Un am­putado se ha hecho árbitro de fútbol. Un poliomielítico escala el naranjo de Bulnes. Los oligofrénicos son grandes trabajadores, con menos absentismo que los demás. Los mongólicos, fami­liares y afectivos, ofrecen una compa­ñía y un apoyo sin exigencias. El pro­pio minusválido en general empieza a ser mejor. Ofrece su ejemplo. Lucha.

Siempre han luchado los minusvá­lidos en realidad pero, hasta ahora, lo han hecho en balde. Sacudidos por to­dos los vendavales de la incompren­sión, la conmiseración y el aislamiento se han encerrado en sí mismos o han adoptado posturas de queja, de agra­vio, de resentimiento, en realidad ne­gativas para si mismos más que para los demás, que no siempre justifican por­que no siempre comprenden. Este res­quemor hace que todavía se mantenga viva la mendicidad profesional del mi­nusválido, que se use la propia minus­valía como circunstancia que permita vivir. En suma, que haya todavía quien se conforme con tener como única profesión la de minusválido. Es el obrero manual que busca incluso in­crementar la secuela de un accidente para conseguir una incapacidad. Las peticiones cursadas pidiendo ayudas económicas tanto a los organismos oficiales como a las entidades digamos caritativas superan todavía, con mu­cho, a las peticiones de puesto de tra­bajo, de formación profesional, de programas de recuperación. Un minus­válido puede serlo y puede, además, ser médico, o abogado, o arquitecto, o fresador. Entenderlo es no solo acep­tar la idea rehabilitadora sino hacer que la comprendan los demás. Otra cosa es fingir, que puede resultar polí­tico, pero nada más. La riqueza la dan el trabajo y la técnica, que son verdad. Quizá la mentira ancestral contribuya a que todavía exista la idea de que la invalidez sea una profesión. El mi­nusválido físico, en general, ha co­menzado a liberarse de esta mentira. El minusválido mental, por desgracia, todavía no. No le dejan.

La clave está en aprovechar las apti­tudes existentes, sacando de ellas el máximo partido y conformándose cuando no puede obtenerse más. Dice Frigyes Karinthy en “Viaje en torno de mi cráneo”: “¡Oh ensueño dora­do!... Una vieja cuchara horadada... Permíteme que vaya a recogerla co­rriendo... Con esa cuchara cavaré en las rocas, paulatinamente y construiré sobre ellas una cabaña. ¿Me oyes?; dentro de un año, contado a partir de hoy, tendré un palacio en esa isla des­habitada”.

Hay, todavía, mucho que cambiar. Todo cambia, aunque no queramos. También nosotros. Lo que hace falta es que, si podemos, ayudemos inten­cionadamente al cambio que más convenga, al matiz que más importe. Cuan­tos nos dedicamos a Rehabilitación tenemos una obligación por lo menos doble: Hablar de ella tenazmente, in­cansablemente. En todos los frentes y no sólo en el científico. A la vez, con­tinuar nuestros intentos de rescate de seres humanos. Cuanto podamos con­seguir tal vez sirva para hacer pensar a muchos que ahora ignoran, o no comprenden, o se niegan a cambiar. Pensar y hacer pensar. Es cuanto po­demos hacer.

 

II-3 LOS QUE HAN DE VIVIR.

Tercer título sobre el tema de la minusvalía como profesión. Lo  publicó MINUSPORT en 1987, en su número 74.

 

LOS QUE HAN DE VIVIR

En otras ocasiones nos hemos referido a la evidente tendencia a respetar el derecho a la muerte que existe en épocas actuales. Las inclinaciones de la humanidad del momento a morir bien no son por supuesto nuevas. Lo nuevo es que, por primera vez, se manifiestan en la legislación. Las leyes sobre el aborto y la eutanasia no eran concebibles en el pasado. La abolición de la pena de muerte representa defender el derecho a la elección del momento de morir, el derecho a elegir entre vivir y no vivir. El derecho al suicidio es mucho más antiguo, ancestral en algunos países. También el derecho a ejecutar a un semejante por razones de honra, justicia o venganza, si bien entonces queda vulnerado el derecho del otro a la elección. Las eximentes por defensa propia son la versión moderna de estas normas de derecho.

El elegir la muerte o por lo menos no temerla ha sido patrimonio de muchos a lo largo de la historia de la humanidad. Para Platón la muerte era un segundo nacimiento, con premio o con castigo en muchas religiones. La muerte buscada por exaltación religiosa llega al máximo en los místicos, como Santa Teresa, muriendo porque no muere, en el peque­ño frailecito descalzo Juan Yepes, gi­gante San Juan de la Cruz : “... y máteme tu vista y hermosura” es puro amor, “... dolencia —de amor que no se cura— sino con la presencia y la figura”. “Es­tando absente de Ti —¿Qué vida puedo tener—sino muerte padescer...?”. La vida más perfecta es la de Cristo y hay que imitarla; también su pasión y su muerte: “Muera yo a todo para que Tu sólo vivas en mi”, dice Fray Juan de los Angeles, uno de los más perfectos escritores en lengua castellana, en su “Manual de vida perfecta”. La resolución suprema es “elegir más presto la muerte que ofender a Dios”. Exaltación de amor y de entrega que se da en otras religiones, cuyos poe­tas no alcanzaron las cimas de excelsitud de nuestros místicos.

Pero todo esto es distinto a ese dere­cho que ahora se fomenta a abandonar la vida. En él se afirman en realidad las leyes de ayuda a los ancianos, su protec­ción oficial, las aportaciones materiales y espirituales hechas para hacer su despe­dida más agradable. Como ante el aborto y la eutanasia se busca hacer más asequi­ble la partida, a veces sin llegada, facilitar con la concesión de un derecho, el de morir, la pérdida de otro derecho, el de vivir. En el fondo hay sin duda un temor formado por diversos factores, como reconocimiento tácito de que el vivir no comporta grandes satisfacciones; temor a nuevas catástrofes, certidumbre de incompeten-cia de las fuerzas que domi­nan cada parcela del universo, some­tiendo  áreas, confederaciones o países a caprichos, volubilidades y egoísmos personales; o, por último, existencia de una antinomia en cierto modo lógica entre quienes poseen la triste y casi plena seguridad de que nada existe fuera de esta vida y quienes tienen certidumbre total y eufórica de que la felicidad se encuentra sólo más allá. Con todo lo cual se forma un entramado que labra el escepticismo en una gran mayoría de seres humanos inmersos en esa aventura llamada vida. O al menos la pereza, como en los versos de Pessoa: “... desear eterna quietud —ambición vaga de cerrar los ojos— y vana esperanza de no abrir­los más. — Cansada ansia de no vivir más”.

Pero hay personas que, a pesar de todo, quieren vivir, personas con noción clara de destino, de misión personal que ha de ser cumplida antes de que la supuesta liberación de la muerte sobre­venga. Capaces de transformar, como dice Vintila Horia, el trajín en misión, lo que significa que, por lo menos, trajinan. Antonio Machado estuvo a punto de suicidarse al morir Leonor: “...pero no lo hice porque sentía en mi una energía interior que no podía matar”. “Yo sólo me suicidaré de alegría”, ha dicho hace poco Gabriel Celaya. Hay personas que, además de aceptar cumplir un destino han de hacerlo con aptitudes mermadas, alteradas por esa condición a la que lla­mamos discapacidad. Y que tienen que vivir una vida que no sólo no es acepta­ción de la muerte sino lucha contra ella, agonía muy superior a la que empeñan los no discapacitados.

Estas personas son las que en realidad necesitan ayuda en su lucha. El aceptar y proteger la muerte es un mal signo. Lo importante es vivir y luchar por conse­guirlo. La Aceptabilidad consigue que cada sujeto se amolde a hacerlo con sus propios medios pero hay matices, aunque sólo sean de integración, cuya puesta en marcha compete a toda la sociedad. Ahora, en la época en que se dictan leyes para bien morir, conviene fomentar tam­bién leyes para los que eligen vivir y han de combatir por ello. Un combate casi siempre solitario, de la propia convicción y el afán individual contra todo lo demás. Recordemos los casos de Hellen Keller, de Toulouse Lautrec, de Joaquín Rodrigo, de María O’Reilly, danzarina sordomuda. Hombres como el perio­dista venezolano Arístides Bastidas y los desaparecidos Fernando Martín Sánchez y Fernando Tamés, han desarrollado desde sus sillas de ruedas, como Boccardi en los Estados Unidos, mucha más acti­vidad que la mayoría de los hombres a pie.

No siempre se logra el triunfo sin ayuda. Es fácil caer en la neurosis que, para nosotros, equivale a un manteni­miento con esfuerzo del que llamamos equilibrio noológico. Lo cual explica, aunque no justifique, algunos compor­tamientos intempestivos. Desde el punto de vista de la sociedad ayudarles es ayu­darse, no ya desde el punto de vista humano sino desde el económico. Entre nosotros existe desde 1982 la Ley de Integración Social de los Minusválidos, abreviadamente LISMI. Es una ley a todas luces desaprovechada, por lo menos incompletamente utilizada. La LISMI ofrece prestaciones sociales y prestacio­nes económicas, cumpliendo con lo esti­pulado en el artículo 49 de la Constitu­ción, que promete prevención, trata­miento e integración a todos los minus­válidos, ofreciendo “atención especiali­zada” y  “disfrute de los derechos que ese título otorga a todos los ciudadanos”. En la práctica, sin embargo, los esfuerzos se han ido decantando hacia las presta­ciones de carácter económico, mucho más que hacia las de carácter técnico, lo cual es culpa de todos: los encargados de hacer cumplir la Ley y los que pretenden beneficiarse de ella. Así, en búsqueda de una estadística sin sentido se soslayan los aspectos de atención médicorre-habilita­dora, recuperación profesional, empleo, y se conceden subsidios de todos los tipos previstos. Lo cual satisface, por desgra­cia, a una cierta cantidad de minusválidos.  Aún más, a pesar de que la ley requiere “estar afectado por una disminución física, psíquica o sensorial de la que se derive una minusvalía”, un gran porcen­taje de solicitudes procede de ancianos, enfermos de todo tipo, incluso mentales y marginados sociales. Lo cual retrasa la atención debida al verdadero y único protagonista, el minusválido.

Sin embargo la LISMI es utilizable, permite ofrecer ayudas a los que quieren vivir, a los que deciden vivir a pesar de las dificultades que se les oponen. Alguien debe cribar las solicitudes, aquellas hechas “por probar”, dando prelación a los discapacitados que lo que quieren es tra­bajar, integrarse, formar una familia. Aunque algunos no se den todavía cuenta puede brotar aquí otra fuente de frustraciones, como las que han representado el conocimien-to del daño que les han cau­sado intervenciones inútiles, del retraso que han motivado tratamientos intem­pestivos, del ridículo que ha represen­tado llevar botas en verano. Aparte de que se puede valorar a un minusválido, pero nunca a un enfermo, a un anciano, a un niño o a un alienado, tan solo por el hecho de ser tales. Pretender aplicar un sistema de valoración de minusvalías auténtico, genuino, a quie­nes no son minusválidos es como inten­tar medir el tiempo con un metro, el campo en litros, el aire en hectáreas.

Tampoco el vivir debe ser considerado hegemonía, sublimación de los derechos propios sobre los de los demás, casi des­precio al no importar el óbolo que otros tengan que pagar por una pequeña satis­facción individual. Vivir es tener noción de destino y afán por cumplirlo, certi­dumbre de una misión sin la cual, por mínima que sea, la vida carece de sen­tido. Ilusión, que es lo que mantiene no sólo al individuo sino a las razas y a los pueblos. Los imperios perduran mien­tras hay ambición de poder, de con­quista, de cultura o, como en el caso de los españoles, de defensa de la fe here­dada, con un ahínco superior al mos­trado por los genuinos portaestandartes de esta fe. En cambio, los pueblos encerrados en sí mismos, sin horizontes hacia afuera, desaparecen. La degradación del caballero medieval en soldado y en clé­rigo y, en una mezcla sui generis, en político, de que hemos tratado en otros momen­tos, origina en España una situación especial que conduce hasta el pícaro por un lado, hasta el conquistador y el mís­tico por el otro. La fe, la fe de Cristo, es el impulso fundamental que mantiene todo, aunque sean innegables unos matices adicionales de codicia, espíritu aventu­rero, necesidad de huida o escasez de estructuras de desarrollo. No olvidemos que, aunque hubo mucho de represión hubo también bastante de vocación, de impulso personal, de convicción. El resultado de aquellos esfuerzos no sólo ha enriquecido nuestra historia sino tam­bién nuestra literatura, con capítulos como son la picaresca o la mística que ninguna otra lengua puede ofrecer. Vale la pena ofrecer un esquema que aclare estas ideas, ya expresadas en el pasado.

Decidir entre vivir y morir depende a veces de encontrar un por qué, una sim­ple ilusión, un afán de cumplir una tarea. “Entre morir y no morir me decidí por la guitarra”, dice Alberti, eligiendo esta forma importante y poética de trabajar. Hay factores de decisión que podemos separar en dos grupos:

A.— Factores pro-muerte o de lógica mortalista.

1.—           Inconsciente colectivo de terror al milenio que se cumple. Un temor ancestral de fondo religioso del que la humanidad no ha logrado desprenderse.

2.— Horror al holocausto atómico. En el fondo, temor por conciencia de la inconsciencia de quienes pueden pro­vocarlo.

3.—           Renacimiento de un neomalthu­sianismo que hace temer el que surja una insuficiencia de recursos naturales ante el crecimiento incontrolado de la humani­dad.

4.— Nuevos florecimientos de misti­cismos que en el fondo son desprecio que llega a veces hasta el suicidio, un suicidio por amor.

B.— Factores pro-vida o de lógica vitalista.

1.— Noción de misión que cumplir. Factor, en nuestro concepto, funda­mental.

2.— Apego a la naturaleza, a lo creado y a las formas de convivencia.

3.— Instinto de pervivencia, del indi­viduo y de la especie, innato en el ser humano y en todo el reino animal.

4.— Altruismo, convicción de que es necesario realizar un esfuerzo personal que per­mita que la vida de los demás mejore de alguna manera.

Las conclusiones de todo lo dicho parecen lógicas. En el momento actual de la evolución de ese ser gigantesco lla­mado humanidad parece lógico que se resalte menos el derecho a la muerte y al abandono de toda inquietud ocupacio­nal y que se cuide más, mucho más, el derecho a la vida de aquellos que han elegido, simplemente, vivir. Con mayor razón aún si para cumplir las tareas de esta vida libremente aceptada y sinceramente disfrutada, existen algunas trabas como las que conocemos con el nombre de discapacidad. Las ayudas necesarias surgirán cuando se tenga noción clara de esta necesariedad. Conviene soslayar o, por mejor decir, dejar en su verdadera medida, derrotismos, fúnebres presagios, protecciones del abandono, de las inhi­biciones, de la pereza y pensar por el contrario que estamos en el umbral de una etapa más perfecta en la vida de la humanidad. Los legisladores deben em­pezar ya a darse cuenta de que es necesa­rio comenzar a meditar y a preparar las nuevas normas.

            Como final incluímos este esquema, precisamente para ayudar a meditar:

 

                                    Artesano                                              Estudioso

                                                              Caballero

                           Mercader                                                                     Monje

                                                Soldado                      Clérigo

                                                                 Político

                        Conquistador                                                                    Místico

                                                                                                                  Asceta

                                                                   Pícaro

 

                                                        Mendigo profesional

 

II-4 HACER REHABILITACION.

Contempla este escrito, de forma muy breve, ese curioso fenómeno por el cual parece trasladarse la acción rehabilitadora al pa­ciente, quitándosela al médico; nadie dice “hacer Pediatría” ni “hacer Cirugía” hablando del niño que acude al pediatra o del paciente que es intervenido quirúrgicamente. Apareció en el número 19 de MINUSVAL en Junio de 1977.

 

HACER REHABILITACION

Al principio, las acciones rehabilitador­as de estirpe médica se orientaban en gran medida hacia el empleo de técnicas manuales relacionadas con el masaje. Las madres llevaban a sus niños (generalmente con secuelas poliomielíticas) a que “les dieran masaje”, a “los masajes”, concepto que se apoyab­a en un componente mágico de manipulación, de contacto que basta para curar, idea muy acendrada en el pueblo bajo. Con los años, la gente ad­vierte que el contacto del experto no se limita a concretar fluidos, sino que dirige acciones en busca de movimientos que el propio paciente ha de ayudar a conseguir. Son movimientos parecidos, siempre en una concepción elemental, a los de la gimnasia y así “los masajes” se convierten en “gimnasia”. Pero la  gimnasia se hace, la ejecuta cada uno y, pronto, los pacientes hablan ­de que van “a hacer gimnasia”. Aquel sujeto pasivo del masaje se ha convertido en sujeto activo, cumpliendo con ello, sin darse cuenta, una de las premisas básicas en Rehabilitación: La de que cada paciente debe tomar ­parte activa en la solución de su problema, circunstancia que no se da en las terapéuticas quirúrgica o farmacológica. Todo lo cual sucede sin que los pacientes de Rehabilitación advier­tan su elemental pero importante en­trada en el problema.

 

Obligación ocupacional del paciente.

Siempre de forma inconsciente, sin clara comprensión de los hechos, estos pacientes van siendo ganados por el peso de las denominaciones y así su “hacer gimnasia” se transforma poco a poco en “hacer rehabilitación”, porque esto que “hacen” es cuanto vislumbran del proceso rehabilitador y porque muchos profesionales paramédicos del equipo rehabilitador emplean mal la terminología específica. Hay fisioterapeutas que se llaman a sí mismos “rehabilitadores” y que llaman “reha­bilitación” a su propio cometido y lo mismo sucede con algunos terapeutas ocupacionales. En algunos Centros o Servicios hospitalarios de la especiali­dad se dice que un paciente “viene a rehabilitación” cuando acude a trata­•miento fisioterápico y no cuando se di­rige a Terapia Ocupacional, Logotera­pia o Técnica Ortopédica, como si estas últimas especialidades no contribuyeran a me­jorar la situación de los minusválidos. El problema aumenta al utilizar mal también muchos médicos el lenguaje y, por tanto, el concepto cuando envían a sus pacientes a “hacer rehabilitación” mientras lo que buscan es simple­mente mejorar determinadas acciones musculares. De donde se deriva el de­safortunado concepto de “rehabilita­ción zonal” (por ejemplo, la mano, la columna, la cadera), o “rehabilitación procesal” (rehabilitación de la hemiplejia, la paraplejia o la escoliosis), siendo así que la Medicina rehabilita­dora actúa solamente sobre sujetos, entes globales, seres humanos con un detrimento, somático o mental.

La necesidad de una colaboración activa de cada paciente es técnica­mente obligada en Rehabilitación, pero la idea se viene dando desde muy antiguo en diversas situaciones bajo la forma de expresiones verbales reflexi­vas y el uso de las primera y tercera personas. Así es fácil oír decir a un de­terminado paciente: “Me voy", a operar de cataratas, o del estómago, o de una hernia, en lugar de “me van” a operar. Refiriéndose a otro, se dice que fulano “se va a operar” más bien que a fulano “le van, a operar”. Sin embargo, a nuestro modo de ver, existen algunas diferencias entre estas formas de ex­presión y la de “hacer rehabilitación”. Al decir “me voy” o “le van” a operar, o “me tengo” que arreglar la boca, se efectúa una transposición y la frase toma un sentido itinerante. No es que se vaya a actuar operándose o arre­glándose la dentadura uno mismo, sino que es uno mismo el que da los pasos necesarios, “se dirige a” o “va hacia” el cirujano o el odontólogo para ser íntervenido o tratado. Lo que sucede es que esta costumbre expresiva, enraizada en la idea del sufrimiento de la propia carne ante las acciones operatorias, encuentra eco en el mundo de la Rehabilit­ación, donde, por primera vez, le surge al paciente una obligación ocupaci­onal que le redime de su situación pasiva, meramente receptora. El “hacer” brota por sí solo y el «hacer reha­bilitación’ es su corolario lógico, sobre todo, cuando no se tiene una idea clara de esa palabra “rehabilitación” que nos ha surgido casi de repente, sin damos tiempo a modificar nuestros estereotipados moldes mentales.

Así, pues, cabe considerar esta forma expresiva, “hacer rehabilitación”, como una etapa lógica en el devenir cronológico de la opinión pública hacia un conocimiento más completo y, por tanto, un mejor aprovechamiento de lo que la Rehabilitación ofrece. Import­a, para un más pronto y mejor en­tendimiento, ayudar a que esta etapa sea superada y se alcance una situación conceptual de mayor altura. Tal vez podamos contribuir a ello a través de una breve exposición razonada.

 

Complejidad de la Rehabilitación­.

Conviene partir del hecho de que Rehabilitación es una forma conjunta de acción médica y social a favor del minusvá­lido de todo tipo. Por tanto, quien “ha­ce” Rehabilitación es el experto que ayuda al minusválido en la faceta que le corresponde atender y no este últi­mo. En relación con la faceta médica o Rehabilitación médica o, mejor aún, Medicina Rehabilitadora, nos halla­mos ante una especialidad médica, le­galmente reconocida, desempeñada por médicos concretamente especializados y tan independiente como cual­quier otra especialidad médica oficial. El médico rehabilitador “hace” Reha­bilitación médica, como el endocrinó­logo “hace” Endocrinología, el pedia­tra Pediatría o el cirujano Cirugía. A nadie se le ocurre decir, cuando envía un paciente al cirujano de tórax o de riñón, que es para “hacer” Cirugía de tórax o Urología. Si alguien se rompe un brazo o una cadera va al traumató­logo para que le trate, no para “hacer” Traumatología. La diferencia está en que la Cirugía, la Urología, la Traumatología, son especialidades bastante conocidas y la Rehabilitación, su fa­ceta médica, no. Todavía, no.

Y no es bien conocida, en parte, por­que resulta difícil comprender una es­pecialidad médica que no se basta a sí misma con sólo las reglas y técnicas de estirpe médica que sin duda posee, que se van creando, pe­ro, sobre todo, porque el estudio autén­tico y coherente de las minusvalías, de su origen, de su estirpe patológica, de su repercusión, de su exploración y va­loración, de su prevención y de su tra­tamiento, es algo que empieza ahora a tomar forma en el mundo científico, planeta muy alejado del habitual, cos­tumbrista, en que reside el hombre de la calle.

Esta complejidad que la Rehabilita­ción rezuma es uno de sus mayores obstáculos. Es una forma de Medicina, una especialidad médica, pero no se basta a sí misma con unos corolarios de materia médica. Se ocupa de minusvalías pero éstas tienen un origen muy distinto, aparentemente dispar: Aparato locomotor, órganos visuales, sistema auditivo, organización mental... Hay aquí humanismo y hay sociología, además de medicina. Es más de lo que el hombre de esta época puede comprender. Algo que escapa de la normativa simpl­ista a que tiende el ser humano.

Esta normativa simplista es uno de los mayores obstáculos que se oponen al avance y desarrollo de la Rehabilita­ción. El profano intenta explicarse “aquello” en cuanto a que es un modo de masaje, en cuanto a que es una forma de gimnasia. “Hacer gimnasia” es algo que está claro para él y como no le dejan hablar de gimnasia, porque la gimnasia es otra cosa, dice “hacer rehabilitación” y tiene sus razones, porque aquello lo hace, como la gim­nasia. El fisio-terapeuta, sobre todos, el terapeuta ocupacional a veces, raramente el logoterapeuta o el técni-co ortopédico, técnicos ante matices de minusvalía más o menos entr­ados en costumbre, tam-bién buscan la simplicidad, para sí mismos y para sus clientes. Rehabilitación es palabra que suena, que “está de moda”. Hacer rehabilitación es mejor que hacer fisiote­rapia y además la gente lo entiende mejor. En el penúltimo peldaño, el médico no especialista tiende también a simplificar. Puesto que él operó aque­lla mano conoce mejor que nadie lo que hay que hacer después con ella. El ha­ber amputado un miembro le da dere­cho a elegir la prótesis más adecuada. El pediatra reclama el tratamiento de los niños deficientes mentales, porque son niños y el psiquiatra porque son deficientes mentales, sin detenerse a pensar que la deficiencia mental no tiene nada que ver con la enfermedad mental y que el niño deficiente es un minusválido, con una proyección vital diferente a la de los niños no minusvál­idos. Todos ellos caen en error por no detenerse a meditar, pero el único que sufre las consecuencias es el paciente, el minusválido, que se ve privado del auxilio, de las soluciones, que solamente un especialista médico puede ofrecerle. Los demás son culpables, deontológicamente responsa-bles. Unos, no médicos, por ampararse en médicos poco conocedores del problema para buscar una libertad de acción, cuyo soporte es la vanidad o el afán de lucro. Otros, médicos, por desconocer que la situación es diferente, ­que una retracción de unos dedos es una cosa y que la sindactilia que mo­tivó la intervención que ha dado lugar a esta retracción otra muy distinta. Por confundir “deficiencias” con “enfermedades” (¿Existe algo más socialmente monstruoso que un niño deficiente mental o paralítico cerebral en manos de un psiquiatra?.La inconsecuencia ha motivado, lo cual es quizá peor, que caigan en manos del psicólogo). Por ignorar, en suma, la dignidad médica de una colaboración especializada prefi­riendo las acciones de un colaborador paramédico. Y todo ello, en el fondo, por simplificar.

 

Salir del tópico simplista.

Sin embargo, todo podría arreglarse si los interesados qiusieran comprender la realidad de una situación que no es ni fácil ni difícil, ni complicada ni simple, sino, sencillamente, necesaria y actual, entroncada con la forma de vida vigente en la humanidad. Aquí se halla escondida seguramente la más importante de las claves. Es necesario esperar. Para que apa-rezca la idea de Rehabilitación han sido preciso siglos. No es extraño que ahora se necesite que transcurran años para que su concepto entronque primero en la comprensión y la acep-tación y luego la costumbre de todos. Años para que la tendencia in­nata del ser humano a explicarse lo que no entiende de una manera simplista sea vencida. No sólo en lo que se re-fiere a Rehabilitación sino en lo que atañe a otras especialidades hoy día mal com­prendidas, como “Nervios”, “Huesos”, “Podología”. Es cuestión de .tiempo el que no se hable de “gim-nasia” o de “hacer rehabilitación”, pero nos co­rresponde, a quienes nos hemos entre­gado de lleno a alguna de las facetas rehabilitadoras, conseguir que el in­tervalo se acorte lo más posi-ble. Para no resultar, también, culpables. Esta es la justificación, éste el origen del presente trabajo. Es muy difícil hacer como los orientales, sentarse a esperar, cuando se está lleno de intranquilidad, de anhelo, en la de­fensa de una causa que se considera justa y beneficiosa. Es difícil aguardar con paciencia y se hace imposible, gra­cias a Dios, hacerlo con indiferencia. Este pregonar, casi místico, de una rea­lidad que llevamos dentro, nos corres­ponde a todos cuantos dedicamos nuestra vida a una faceta determinada del gran apostolado que se llama Rehabilitación. Sólo así podrá éste sa­lir antes del tópico simplista en que actualmente se halla sumergido.

 

II 5 BARRERAS SOCIALES DEL INVALIDO.

Basado en una conferencia dada en 1970 en la Casa de Granada de Madrid fué publicado, en Septiembre de 1988,en el número 81 de MINUSPORT.

 

BARRERAS SOCIALES DEL INVALIDO

Elegimos de intento el nombre “inválido” en el titulo, en lugar de los más apropiados minusválido o discapacitado, para mejor marcar los matices que sirven de disculpa a un inveterado comportamiento social. La definición habitual de minusválido, dis­capacitado o, también, inválido, es la que muestra a este como persona que, por una razón u otra, ve alterada la aptitud o suficiencia que como humano le corresponde “Humano”, es decir, com­binación de alma, cuerpo y espíritu, cualidad derivada del hecho de ser hombre, esa unidad substancial a la que Santo Tomás definía como ser trans­cendente dentro de un universo con sentido teleológico. El minusválido, el hasta ahora llamado inválido, es por tanto un hombre como todos los demás si bien se halla rodeado de unas circuns­tandas especiales que alteran pero no anulan sus aptitudes. De aquí que se haya hecho tan necesario el empleo de un nombre genérico que designe al hombre ‘inválido’ sin los matices nega­tivos que este término encierra. Muy aceptable parece el término minusvá­lido, ampliamente difundido, adoptado en entidades tan importantes como es la Federación Española de Deportes para Minusválidos, a pesar del claro matiz de disminución que encierra. A Fray Sera­fin, de los Hermanos de San Juan de Dios, debemos la denominación “sub­normal”, surgida en principio como alternativa de minusválido en el intento de sustituir por otro más adecüado el nombre ‘inválido’. Este término ‘sub­nomal’ posee un claro matiz peyorativo que ha ido desplazando su uso hacia la designación de deficientes mentales, sobre todo niños, con lo cual lo único que se ha conseguido es conformar dos tipos de minusvalia: La que atañe a los aspectos mentales, mal llamados “psí­quicos” y la que se refiere al resto.

         De este modo, al separar los aspectos espirituales de los somáticos, como sucede si seguimos hablando de ‘sub­normales’ y ‘minusválidos’, se producen varios inconvenientes. En primer lugar, se sigue careciendo de un nombre genérico que sustituya al antiguo ‘invá­lido’. En segundo lugar los que acepten la denominación ‘subnormal’ arrastran inconsciente-mente a la sociedad a un rechazo todavía mayor que el produ­cido por la denominación ‘inválido’. Además, hay un gran peligro para los especialistas que se quieran dedicar a Medicina Rehabilitadora o a cualquierade las otras profesiones que integran el proceso reha-bilitador. El que pretenda dedicarse a ‘subnormales’, ¿qué hace con los problemas posturales, de marcha, de coordinación, respiratorios, metabó­licos, de manejo instrumental, de habili­dad manual?. Quien se ocupe de los ‘minusválidos’, ¿cómo va a rechazar las inseguridades, los temores, los anhelos, las vocaciones, la conducta, el mundo espiritual de sus pacientes?. Y aún cabe señalar otro factor negativo muy claro, que es el económico; pretender separar ‘inválidos fisicos’ e ‘inválidos psíquicos’ crea una incoordinación en las posibles ayudas a establecer. Las mismas Cajas de Compensación atienden, por ejemplo, a todos los acciden-tados laborales, se halle la lesión en la extremidad superior, la extremidad inferior o el crá-neo. En el mundo de la Rehabilitación de Inváli­dos, sigamos empleando este nombre, todo debe ser del mismo modo. Idéntica atención médica especializada, idéntica ordenación social precisan ambos gru­pos de invalidez. Otro comportamiento conllevaria una duplicación de gastos y una disminución de la eficacia. El proceso rehabiitador, con su fuerza de choque, la Medicina Rehabilitadora, ha surgido para ofrecer soluciones a estos indudables problemas de disgregación.

Esto nos lleva de nuevo a la idea del nombre genérico único para designar a las personas con una alteración de la aptitud de su personalidad humana en cualquiera de las facetas que componen esta última. Esta idea de ‘alteración’ nos llevó hace unos años a idear el término ‘discapacitado’, aún considerando que ‘minusválido’ es nombre muy aceptable. Este término, discapacitado, es equiva­lente al inglés “disabled” y ya ha sido recomendado por la Organización Mun­dial de la Salud. Así como su derivado ‘discapacidad’, válido para expresar de modo eficaz la situación genérica antes conocida como invalidez. Ya no se trata de alguien que “no vale” sino de alguien con una capacidad alterada. Para todo, incluso para el trabajo. La sociedad irá comprendiendo mejor conforme estas ideas se vayan extendiendo de manera suficiente.

No obstante, el camino iniciado es dificil. Existen resistencias, incompren­siones, que se oponen a la integración social del discapacitado, vamos a llamarle ya francamente así, cuya raiz reside muchas veces en la costumbre, en la consideración de normas ancestrales que han dejado de encajar en la situa­ción del momento, en valores que ya no son lógicos en las formas de vida contemporáneas. Las costumbres, como dijo Napoleón, varían y por tanto también deben variar las leyes que las rigen. Sin embargo, solo al hacerse costumbre se transforma lo social en moral (“mos, morís”, costumbre). Nada más moral, más de costumbre, que el trato con otras personas. Pero esta moral varía muy lentamente en cuanto a las normas que han de regirla. Evolu­ciona muy despacio, plástica, secuen­cialmente, como todo lo vivo. A veces tar-da siglos en hacerlo, sirviendo entre tanto de barrera. Ahora, en los momen­tos actuales de la humanidad, comien­zan a aparecer normas morales de convivencia con los discapacitados, pero queda el peligro de los conceptos pasados, de los valores impuestos, de la costumbre anterior al momento en que la evolución se cumple. Estas barreras sociales con que se encuentra el discapa­atado en nuestros días son a veces importantes, a veces casi inconsis-tentes. Un análisis de las diferentes formas de comportamiento de la sociedad con el discapacitado nos aclarará bastante sobre esta carga de opinión que nos toca a nosotros ir venciendo. Para hacerlo, nada mejor que revisar lo sucedido en el transcurso del tiempo. A lo largo de la historia. A lo largo de su historia, el discapacitado ha subido o bajado, más veces bajado que subido, unos peldaños, una gradas, en un sentido que podría indicarse mediante el matiz de un color. Matiz que da expresividad a la aventura de las naves en que los disca-pacitados se han visto embarcados en sus diferentes singladuras por el mar de la historia. Que también han sido andaduras por esta tierra que, aunque a veces no lo parezca, es de todos. Cabe estudiar estos peldaños y estas singladuras, recorridos a lo largo de la historia, de la si-guiente forma:

I.- Grada de deificación; singladura en blanco.

Traduce el eterno temor del hombre a lo desconocido, a lo diferente, adorándolo y venerán-dolo por la fuerza misma de este temor que otras veces, en cambio, le lleva a la destrucción. Es una etapa muy breve sin duda pero que está presente en todos los pueblos primitivos. Creemos que las figuras de enanos, jorobados, amputados, etc., encontradas en vasijas prehis-tóricas, poseían significados religiosos. En casi todas las religiones hay dioses contrahechos: Horus, hijo de Isis, Hefesto y, sobre todo, su trasunto latino Vulcano, Hades y su contrafigura romana Plutón. El poderío de algunos dioses paleolíticos se basaba en sus mutilaciones  (Hombre de cuatro dedos) o en su baja estatura (Enanos). Algunos pueblos solares, en la épo-ca de los Gigantes, tienen dioses de un solo ojo, como sucede en Egipto, en la India (Surya) o en los pueblos del norte (Odín). En el ‘Popol Vuh’ el Primer Gigante es cegado por los Ge-melos, si bien ello representa el comienzo de su decadencia como divinidad.

II.- Grada de destrucción; singladura en rojo.

Al comienzo debió ser que los discapacitados constituían más un estorbo que una ayuda en las batallas. También influiría sin duda la dificultad de los traslados en pueblos nómadas y trashu­mantes. Bien pronto aparecería segura­mente la idea de que las alteraciones y enferme-dades se debían al castigo divi­no. Con ellas se pagaban los pecados, a veces cometidos en otras vidas, o se ponía de manifiesto a los ojos de todos una malignidad que podría haber pa-sado desapercibida de otra forma. Porque el Diablo es retorcido y prefiere cuerpos retorcidos (Madariaga), lo que nos enlaza con el concepto medieval de los endemoniados y posesos, ya inmersos en el que llama Kessler “velo de la superstición”. No fué poco lo que influyó en la elaboración de estos conceptos la conocida máxima de Juvenal “mens sana in corpore sano” que, sin embargo, lo que pretendía era fomentar la salud del cuerpo para así conseguir la salud de la mente.

De todo ello surge la idea de que era lícita la destrucción de todos cuantos no fueran perfectos: En Esparta, despeñán­dolos por el monte Taigeto; en algunas tribus suramericanas mediante el veneno o la lanza; entre los esquimales abando­nándolos, como a los ancianos, en un paraje solitario; hace bien poco en hornos de cremación. En la antigua y culta Roma, a partir de la Ley de las Doce Tablas, los niños, imperfectos o no, podian ser abandonados por sus padres, generalmente en un cesto que se lanzaba al Tiber. El niño, si sobrevivia, pasaba a ser propiedad de quien lo encontrase, lo cual fué el principio de una costumbre tan inveterada como reprobable, el tráfico de esclavos y mendigos. Incluso los hebreos, menos agresivos que otras razas, han creido siempre que los discapacitados eran culpables de iniquidades que habían sido castigadas por medio de su altera­ción.

No hay que olvidar tampoco el factor temor, antes apuntado. Lo diferente es temido y por tanto fácilmente odiado y, si ello es posible, destruido. Sirvan de ejemplo las brujas, los lobishomes y, sobre todo, los vampiros. El mito del vampiro arrastra siempre consigo la ten-dencia del pueblo a perseguir y destruir a los temidos seres. Richard Matheson aclara mucho la situación en su novela “Soy leyenda” utilizando el mito al revés; una vez vampirizada toda la comunidad sus miembros temen, y buscan destruirlo, al único entre todos que ha consegui-do mantener todavia su condición humana.

III.— Grade de irrisión; singladura en amarillo.

Muchos discapacitados se han ganado la vida causando risa y ejemplo de ello son los bufones. Un  “...majadero - que con cascabeles escarcha el sombrero,- una pierna verde y otra colorada, - joroba de seda, trusa anaranjada”, que dijo en su “Retablo de la Edad Media” el inolvidable Agustín de Foxá. “Gracia en los castillos de muros desnudos,- risa en las fronteras, cubiertos de escudos”. La misión de los bufones es clara: “Oh bufón con venas de loco y artista,- tú fuiste la risa en la Reconquista!”. Han tenido en tiempos idea los poderosos de que aquellos servidores que por su inferioridad sienten envidia de los demás resultan más servibles, motivo que ha bastado para que fueran creados eunu­cos, originados amputados o ciegos que en mejores circunstancias no hubieran conocido la mutilación ni la discapa­cidad.

Bufones famosos fueron Rigoletto, de la ópera inspirada en “El rey se divierte”, de Víctor Hugo; o los pintados por Velázquez: Don Sebastián de Morra, Don Diego de Acedo, Don Antonio el inglés, María Bárbola, Nicolasito Pertu­sato, el Bobo de Coria, el Niño de Valle-cas... Para mi, el más interesante de los bufones es Don Francesillo de Zúñiga, súbdito fiel de Carlos I, algunas de cuyas ocurrencias nos han quedado en su “Crónica”. Vale la pena resal-tar determinadas de ellas, tal vez no las mejores, sobre todo aquellas en que hace comparaciones para describir al perso­naje. Por ejemplo, al Cardenal Cisneros: “Parecía galga envuelta en manta de jerga”. O al cardenal de Tortosa, “que parescia funda de ropa vieja del obispo de Avila”. Al obispo de Zamora le considera “colérico adusto que parescía alarbe acostumbrado a robar de dia y de noche”. El conde de Miranda le parecía “cachorro de quesería” y el conde de Alba de Liste “hijo de Judas Macabeo”. Los médicos salimos muy mal parados en el Capítulo XXXII, donde el Empe­rador le dice al ‘dotor” Melgar que parece “villana amancebada o loba vieja de judio pobre”. No es menos gracioso el epistolario de Don Francés, lleno de sabrosos dislates: Le escribe a la Reina de Francia comenzando la carta “Desa­sosiego de mi vida”. Con el marqués de Pescara y Don Antonio de Leiva justifica su tardanza en escribirles  “con los trabajos y gobernación de estos reinos”.

Nuestros pueblos guardan la tradición de estos seres grotescos, aunque a veces llenos de profundo ingenio, en las fiestas, exhibiendo figuras de gigantes, enanos, cabezudos o jorobados. En la Catedral de Santiago, tras la ofrenda al Apóstol, entran haciendo pantomima un grupo de histriones bufonescos. Según Rof Carballo esta costumbre se mantiene porque el pueblo siente nece­sidad de estos cambios, de estas piruetas, tras la santidad y la devoción.

IV.— Grada de monstrilicacíón; singla­dura en violeta.

En la pintura española, singular­mente en la de Velázquez y Zuloaga, son frecuentes los monstruos, los enanos, los seres deformes, dice Unamuno que porque la pintura española es la esencia de la filosofia española. Lo cierto es que pintando monstruos, describiendo mons­truos, se buscaba un efecto seguro, el del contrapunto que resalta la belleza y, por traslación, el bien. La sociedad se acos­tumbró a identificar belleza con bondad y malicia con fealdad. El aspecto con­dena. El monstruo que describe Mary Shelley en “Frankenstein” causa temor por su aspecto y no por su maldad intrínseca. Solo un ciego, al no alcanzar a verle, se muestra amistoso. Quasimodo a quien Víctor Hugo debe más que a toda su obra poética, no es com-prendido en su bondad por el estereotipo de una opinión que solo se deja llevar de aparien-cias.

          La cinematografia, cronista principal de nuestro tiempo, sigue los mismos esquemas que la pintura y la literatura e incluso los magnífica. Ya no solamente el malo es más feo o desagradable que el bueno. El hecho de ser feo, molesto a la vista, convierte en perverso, como sucede con los protagonistas de “El fantasma de la ópera” y “Los crímenes del museo de cera”. Esta monstrificación del minus­válido, dado que siempre hay una minusvalia u otra en estos casos, puede ser más o menos antigua pero no cabe duda de que impregna la opinión general en la época presente. Por eso es de resaltar el intento de humanización que subyace en la extraordinaria pelicula “Freaks”, en español “La parada de los monstruos”, dirigida en 1938 por Tod Browning, el director de “Drácula”. Se recoge en ella el drama de los compo­nentes de un circo y de la terrible venganza a que se ven obligados. Pero no son ellos, algunos con deformacio­nes increibles, los que representan la maldad, sino los personajes de mejor apariencia y belleza fisjca. Creo que el espectador toma partido a favor de los ‘monstruos’ y ello hace pensar que es un problema de hábito, de costumbre, como ya ha sido comentado y que el tiempo conducirá las opiniones a su verdadero cauce.

          Hay un problema, sin embargo, en esta tendencia a la monstrificación de algunos discapacitados que subyace bajo otra tendencia más poderosa, la predisposición del ser humano hacia lo bello. Seguramente, en ese fijar la idea de maldad a la idea de deformidad hay un componente psicoanalítico, una exigencia inadvertida del subconsciente oscuro y terrible. De aquí han nacido mitos como el de la bella y la bestia (Venus y Vulcano), tan frecuente en literatura, o el del enfrentamiento en la misma persona de los poderes del bien y del mal, idea certeramente plasmada en los personajes del Dr. Jekyll y de Mr. Hyde.

V.— Grada de mendicación; singladura en gris.

Las guerras han aumentado siempre y en todas las épocas el número de discapacitados, contribuyendo a esa degradación progresiva desde el caba­llero al mendigo. Porque en gran parte la solución del problema estaba en la limosna, que pronto se transformó en norma de vida y modo de no trabajar. En ello, como suele suceder, han influido otros factores, tales la superstición, que permitía que tuviera siempre un mayor éxito el mendigo contrahecho. Galdós analiza muy bien todos estos factores en boca del ciego Pulido en “Misericordia”: “Todo se acaba, Señor, hasta el fruto de la festividá” ,“por el aquel de las suscriciones para las vitimas”, que los hay “que en los papeles andan siempre inventando vitimas”. Y esta frase, reveladora de una creencia ancestral: “Lo que digo: quie­ren que no haiga pobres y se saldrán con la suya. Pero pa entonces, yo quiero saber quién es el guapo que saca las ánimas del Purgatorio”.

Esta amalgama de necesidades y creencias fomentadas, de costumbres hechas ley, conduce al ejercicio de la mendicidad como una profesión más. Hay, en efecto, una degradación social, impuesta por la necesidad, que trans­forma al caballero medieval en soldado o en clérigo y a ambos en pícaros y mendigos. Esta etapa del pícaro, diluida en otros paises, es muy rica entre nosotros, hasta producir un incompa­rable monumento literario. Pero todo va unido, son solo matices los que separan profesiones que suelen ser mera apariencia. En el “Guzmán de Alfara­che” están incluidas las Ordenanzas Mendicativas, todo un tratado de bibia­tría, de como actuar y comportarse dentro de la briba. Figuras de clérigos y frailes, y aún algún ermitaño, pícaros y mendigos hay en toda la Picaresca, desde el “Buscón” al “Lazarillo”. Lope nos indica, en ‘El precio del bien hablar”, el gran número de soldados que debía haber por entonces mendi­gando, muchos de ellos con algún tipo de minusvalia: “Armas no las apetezco - ­viendo mil soldados mancos - sopones de los conventos”.

Lo cierto es que la mendicidad profesional, con picaresca o sin ella, se ha hallado siempre muy ligada a la discapacidad. No hace mucho dedica­mos una conferencia a tema tan apasio­nante, que además nos ofrece el coro­lario del tráfico de niños deformes o deformados. Son, todos ellos, aspectos que han utilizado por largo los diferen­tes modelos de exhibición social, es decir, la literatura, la pintura, el teatro y, hoy, la cinematografia. Cabe recordar, en los últimos tiempos, ese tapiz cruel, esperpéntico y burlón, todo a la vez, de los mendigos de “Viridiana”, o el trá­fico, de actualidad en las esquinas y los semáforos de las grandes ciudades, apuntado en “Los olvidados”, ambas de Buñuel.

VI.— Grada de ocultación; singladura en negro.

Me parece la más vergonzosa, por no decir vergonzante, entre todas las etapas por las que ha atravesado la historia social del discapacitado. En el fondo, encierra mayor crueldad que la conte­nida en otras formas de comportamiento ante el tema de la minusvalia, porque el opro-bio ante esta es aún más feroz que la propia muerte. La “afrenta” que han sentido tantos y tantos padres, que les ha llevado a ocultar a sus hijos para que nadie conociese su “desgracia” ha tras­cendido a toda la humanidad, envile­ciéndola. El desprecio, la explotación, la destruc-ción incluso, tienen más conte­nido humano y por tanto son más disculpables, que la hipo-cresía, la falsía, la denigración de un ser al que no se tiene el valor de destruir de golpe y se elige el ir destruyéndolo paulatinamente.

La ocultación del discapacitado en casa es mala pero mucho peor todavía es el enclaus-tramiento en centros que, como la Casa que describe José Donoso en su reciente novela “El obsceno pájaro de la noche”, son simples cárce­les para esconder lo que molesta, porque es un “que” y no un “Quien” el motivo de estos tratos, casi siempre un niño, un minusválido mental, paralitico cerebral u oligofrénico, lo cual nos lleva a ese gran error de confundir y mezclar minusválidos mentales con enfermos mentales. Muchas veces he indicado que una de las lacras de la humanidad es haber internado a discapacitados men­tales en centros psi-quiátricos. El horror de algunos regímenes manicomiales es recogido en obras como “Nido de víboras”, de Mary Jane Ward, también llevada al celuloide y en peliculas como “Corredor sin retorno”, “Lilith” o “Tratamiento de choque”. Pero este horror se multiplica cuando el ingre­sado es un “ignoscent”, un inocente, como decía el P. Jofré.

Se está todavía en el camino de separar a los minusválidos mentales de los enfermos mentales. Incluso los oligo­frénicos más profundos tienen posibili­dades rehabilitadoras de que carecen los dementes. Este camino hay que seguirlo y para ello es obligado dejar convivir a todos los humanos, unos con otros. Solo al peligroso, al infrahumano, es licito aislar y este puede ser el loco, pero nunca el discapacitado, por lento y pobre que sea su contenido inte-lectual. Varias veces he comentado que, si no otra cosa, debemos por lo menos a los Herma-nos de San Juan de Dios el que muchos niños paralíticos cerebrales u oligofré­nicos hayan podido salir a la calle sin ser señalados con el dedo.

VII.— Grada de profesionalización; sin­gladura en azul.

La profesión no la pueden dar la deformidad, la minusvalía, sino la apti­tud y la vocación. Ya hemos hablado de “Freaks” y la vida en los circos. Es, al menos, una forma de dignifi-cación por el trabajo, aunque se preste también a la explotación. El discapacitado se con­vierte en negocio, para sí mismo y para otros, y de aqui surge esta explotación. Da dinero, es cierto, pero de una forma más digna que cuando se le utiliza como mendigo profesional. Otras veces he recordado un cuento de Guy de Maupassant, “La madre de los mons­truos”, que narra el caso de una mujer que deforma a voluntad a sus hijos durante el embarazo utilizando diversos aparatos compresores de su invención, con el fin de venderlos luego a los empresarios de circos. Sin embargo, la vida del circo puede ser, y lo es muchas veces, una forma poética de trabajar.

Esta forma de trabajo en función de la discapacidad alcanza cimas sociales como las de la venta de lotería por los afiliados a la ONCE o la enseñanza de neófitos en las antiguas Cofra-dias de Mareantes. Una dedicación profesional mucho menos honrada, como es la del robo, ha existido también. Recordemos, de pasada, escenas de “Los misterios de Paris” de Eugenio Sué y de “Nuestra Señora de Paris” de Victor Hugo. El teatro como profesión es otra forma posible de trabajo, bien descrita en “El hombre que ríe” de este último autor.

VIII.— Grada de rehabilitación; singla­dura en verde.

El trabajo se realiza por el hecho de ser hombre, no por la circunstancia de una minusvalía. Todos los seres humanos tenemos derecho al trabajo. Todos, también por tanto los discapaci-tados. Se ha tardado siglos en llegar a esto, st bien hay intentos muy importantes a lo largo de la historia, como los nosoco­míos de Constantino, los Collegia roma­nos, las agrupaciones gre-miales medie­vales o nuestras Cofradías de mareantes, antes citadas. Reyes como Alfonso X en las Partidas, Pedro II y Enrique II, intentaron eliminar el problema de la mendicidad dando trabajo a todos. Con Felipe II sin embargo no debían ir muy bien las cosas puesto que dejó legislado que los pobres de una localidad no fueran a pedir a otra. En cambio Lope, en “Los locos de Valencia”, refiere que en el afamado hospital de aquella ciudad los locos “templados”, cabe decir deficientes mentales, hacían mandados, servían en algunas casas y, puesto que era norma, pedían también limosna en nombre de todos. Hoy dia, proclamados en 1948 los Derechos Humanos, creada una nueva forma de Medicina Social, la Rehabilitación, des­tinada a atender problemas de minusva­lía y engranada en un proceso multipro­fesional, el proceso rehabilitador, todo aquello ha pasado a ser historia. Historía del discapacitado. Histo-ria de la Humanidad.

Queda un aspecto que quiero señalar para terminar. Por qué la idea de rehabilitación, de atención general de los problemas del minusválido, no ha surgido antes, por qué tan solo aho-ra, y con dificultades, se ha inicado su aparición. Creo que el entronque de la rehabilitación en el seno de la historia de la humanidad aqui y ahora se debe a que esta humanidad ha alcanzado por fin suficiente madurez para comenzar a aceptar la idea. Las señales son múl-tiples. El hombre actual acepta que Ironside sea un eficaz policía en su silla de ruedas, que Dan Defensor (Dare Devil en inglés) salte en Nueva York de rascacielos en rascacielos valiéndose de las cornisas, los salientes, las astas de bandera, a pesar de ser ciego. Sus posibilidades superan con mucho las del hombre medio. Dan Defensor es un superhéroe. La ceguera no solo es asumida sino que pennite proezas, enfoque bien diferente al que se nos planteaba de la curación como única salida posible, en “Marianela”, “Sublime obsesión” o “Luces de la ciudad”. Otro héroe de revista juvenil norteamericana, “El hombre de hierro”, es un minusvá­lido relativo o potencial por una cardiopatia que  le obliga a cargar su marcapasos en los momentos más comprometidos de sus aventuras.

En toda esta aceptación por parte de la sociedad han influido notablemente los medios de difusión. Pero también hay una prueba de maduración general en otra aceptación, la del propio minus­válido de su propia discapacidad. En la pelicula “Hombres” el protagonista, parapléjico, decide luchar con lo que le queda para obtener al menos algo de lo que siempre le va a faltar. Un gran impacto en todo el mundo fué la interpretación del marino, amputado de ambas manos, Harold Russell en “Los mejores años de nuestra vida”, que le valió un Oscar. Es memorable la escena en que, con sus ganchos, coloca el anillo en el dedo de la novia al casarse. También al teatro y al cine debemos la divulgación de las proezas de Hellen Keller, ciega y sorda y de su profesora Ana Sullivan Macy, ambliope. Menos conocido es el hecho de que esta última, formada en el Instituto Perkins, de Boston, seguía las enseñanzas del Dr. Samuel Howe, que unos años antes había conseguido la educación de otra ciega sorda, Laura Bridgman. El ser humano actual ha aprendido a captar esa profunda sabiduría que se encierra en el pensamiento atribuido a Buda y que con frecuencia repito como un lema básico en Rehabilitación: Dame, Señor, serenidad para aceptar lo irremediable, valor para cambiar lo remediable y sabiduría para apreciar la diferencia. A poco que ha podido, el minusválido ha aprendido a luchar, a no entregarse sino ante lo irremediable. Incluso en una situación límite como la que plantea Dalton Trumbo en su extraordinaria novela “Johnny cogió su fusil” es necesario seguir luchando. Otra cosa es aceptar la limosna, el circo, la presta­ción económica, la indignidad. Ser un objeto que se muestra o se estudia, como Gaspar Hauser, cantado por Verlaine o Jakob Wassermann, como Victor de l’Aveyron, el niño salvaje educado por el Dr. Jean-Marc Itard, como John Merrick, el “hombre elefante” inglés, finalmente protegido por el cirujano Frederick Treves.

Esta autoevaluación ha de ser fomen­tada o al menos permitida por la sociedad. Pero quedan aún moldes, estereotipos, ideas fijas, tópicos, que hay que ir eliminando, si se quiere que queden solo las barreras lógicas, natura­les. Las otras barreras, las que hasta ahora han aislado, encerrado, sepultado a los discapacitados, están ya muy agrietadas, aunque  se man-tienen en gran parte. Es preciso derribarlas por com­pleto, pero hay que hacerlo entre todos.

 

II-6 LA REALIDAD DEL MINUSVALIDO.

Se publicó en el n0 44 de MINUSVAL, que conmemoraba los diez años de existencia de la revista. (Mayo, 1984).

 

LA REALIDAD DEL MINUSVALIDO

Sin lugar a dudas, el minusválido es el centro de nuestras máximas atenciones. El fin último de esfuerzos, ayudas y desvelos, aunque los resultados no sean siempre lo satisfactorios que todos desearían. Este ha sido, a través de estos diez años, el sentido de MINUSVAL, en el mercado de la información.

En el ayer está la luz que ilumina la pantalla del futuro. Nos parece en cada momento de meditación que no estamos haciendo nada, que nada se va a conseguir. No nos damos cuenta de que sostenemos con nues­tras manos una linterna mágica cuyas imáge-nes van a ser recogidas tal vez por personas que aún no existen, que aún no tienen pre-sencia. Cuando, ha­ce más de veinte años, nos subimos a ese vehículo vacilante llamado Rehabi­litación, apenas había nada, pero lo poco que se llegó a crear, los esfuerzos de to-dos cuantos quisimos aceptar aquel penoso avance de discapacitado motor, está ilumi-nando ahora unos to­nos que, gracias a aquella luz, no si­guen siendo oscuridad completa.

En el pasado, el minusválido era me­nos que nada. Un accidente, un pro­blema, un contratiempo, un error, una broma. Hoy es ya una persona. Una persona más. Como las otras, con casi las mismas posibilidades y casi idénticas limitaciones. Con análogo destino de incertidumbre y similar contenido de esa mezcla de amarguras y alegrías que es el vivir. Y con una carga tal vez superior de ilusiones, de esperanza, de entusiasmo.

Lo que falta por hacer para que esas ilusiones y esa esperanza puedan cum­plirse y ese entusiasmo manifestarse, si­gue siendo mucho, tal vez casi todo, pero se está gestando en un ahora ya antiguo. Es posi­ble que ya empezara a tomar forma entonces, aunque no lo viéramos. A veces miramos tan lejos que no advertimos lo que tenemos al lado. Una pu-blicación, MINUSVAL, sí que ha sido capaz de mirar alrededor, de recoger, poco o mu-cho, lo que surgiera. Para mostrar a todos los errores y los aciertos en que se iba apoyando el puente de la vida en esos momentos de su construcción. Ahora que hay que serenarse y escri­bir unas páginas sinceras es preciso intentar una meditación sobre lo que se hizo, lo que se está haciendo y lo que queda por hacer a favor del mi­nusválido. Procurando, por una vez, que no haya pasión en la entrega, ni combate en la batalla, ni sufrimiento en el anhelo. “Sine querela” es el le­ma que aceptó Séneca para sí mismo, el que adoptó Luis Vives, cuya luz ilumina aún esplendorosamente la pantalla actual que es la vida futura de cada minusválido.

 

Lo que se ha hecho a favor del minusválido.

­Todo es muy reciente. Se limita a los últimos años. Por fin es advertida la presencia de minusválidos y se instaura un proceso que es a la vez médico y psicológico y sociológico y legal. Hu­manista, por encima de todo, puesto que se trata de la vida del hombre. Proceso, es decir, avance, desarrollo, complejidad de acciones para un progreso. La gestación puede haber sido muy dilatada, su comienzo muy anti­guo, pero lo cierto es que es ahora cuando se produce el nacimiento de un proceso al que se tiende a denomi­nar Rehabilitación. Cada una de las fa­cetas que lo integran trata de crearse una fisonomía propia, pero bien pronto empiezan a aparecer dos fenómenos que se convierten en característicos:    Se tiende, a pesar de que se está in­tentando la construcción de un edificio nuevo, a utilizar restos de edificios an­tiguos, a veces en ruinas, sin posibili­dades ya de uso. Y se busca el alber­gar cada faceta en un edificio diferente en lugar de integrar todas en los dife­rentes niveles de una misma construcción.

 De este modo, la Medicina rehabilitadora se resquebraja hasta casi hundirse en forma de Medicina Física o Fisiatría o Hidrología, o se encasilla en técnicas muy viejas de estirpe más o menos gimnástica. La Psicología reha­bilitadora desdeña sus primordiales y excelsas misiones vocacionales y de engarce individuo-entorno y se pierde en impo-sibles tareas psicopatológicas para las que no posee entidad ni con­tenido. La Arqui-tectura para minusvá­lidos, tan esencial en el proceso reha­bilitador, apenas encuentra eco entre los profesionales del ramo. Los legis­ladores eluden sus funciones de regu­lación y se desgastan en Decretos de amparo que casi son Beneficencia y en ayudas económicas que pueden pro­veer una salida de urgencia, pero que en ningún caso conforman la estructu­ración de un verdadero plan proyectivo que resulte útil a la situación que se pretende estatuir.

A pesar de todo ello, la nueva luz había sido encendida. Una luz en efec­to nueva, no una vieja candela disfra­zada ni varias luces independientes y sin capacidad para enfocar el punto que cada una pretendiera iluminar. El 15 por 100 de la población del mundo no podía conformarse con menos. Este gigantesco grupo de humanidad pedía lo que nece-sitaba. No más, pero tam­poco menos. La Declaración Universal de los Derechos Huma-nos en 1948 inicia la conquista. El derecho de todos los hombres a trabajar es refren-dado en 1966 en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas. Se re­coge la necesidad de que todos los ha­bitantes de la tierra, sin distinción, cuenten con las debidas “orientación y formación técnico-profesionales”.

En estas etapas de comienzo en Es­paña hay que destacar, además de la aceptación de las normas internacio­nales, el reconocimiento de la Medici­na Rehabilitadora como es-pecialidad médica oficial en 1969 y la creación en 1970 del Servicio Social de Recupe-ración y Rehabilitación de Minusvá­lidos (SEREM). Las sucesivas transformaciones políticas han respetado am­bas conquistas, índice de su necesa­riedad. Hoy día, el SEREM continúa sus labores conformando una de las dos ramas que integran el INSERSO. Precisamente en la Convención MINUSVAL 74, celebrada en enero de 1974, hizo su primera aparición la re­vista MINUSVAL, de la que se celebra ahora el décimo aniversario de dedica­ción a los problemas e inquietudes, conquistas y fracasos de todos los mi­nusválidos.

 

Lo que se está haciendo en los momentos actuales

Elegimos entre todas las posibilida­des de comentario una de las más im­portantes surgidas hasta ahora y, sin duda, la más reciente: El Real Decreto por el que se establece y regula el sis­tema especial de prestaciones sociales y económicas de 1 de febrero actual, ordenando las circunstancias previstas en la Ley de Integración Social de los Minusválidos de 7 de abril de 1982. Lo elegimos porque presenta sugerencias muy claras que tienden al agrupamiento de los diferentes profesionales res­ponsables del proceso rehabilitador en lugar de soslayarlo e incluso fomentar la disgregación. Lo cual es seguramente lo más positivo que puede ofrecer el legislador hoy día para luchar contra el afán de desintegración y usurpación de funciones que todavía padecemos.

En primer lugar, el Real Decreto ad­mite a todos los minusválidos, olvidan­do sutiles discriminaciones, como la tan desafortunada de “subnormales”. En segundo término recoge la necesi­dad de contar con un baremo que mida el grado de minusvalía. Baremo (artícu­lo 2º, 1, a), “por el que serán objeto de valoración tanto la disminución físi­ca, psíquica o sensorial del presunto minusválido como, en su caso, facto­res sociales complementarios relativos, entre otros, a su edad, entorno familiar y situación laboral, educativa y cultu­ral”. Circunstancias que obligan a una realización profesional integrada y conjunta de todo el equipo multidisciplina­rio a cuyo cargo se hallan el logro y el rendimiento adecuado de las tareas de todo el proceso rehabilitador. También es impor-tante el que se reconozcan para los minusválidos prestaciones que van desde los gastos sanitarios y farmacéuticos hasta los surgidos por necesidades de desplazamiento.

La Medicina Rehabilitadora está muy presente. Reconoce el Decreto que de­be ocuparse directa y esencialmente de las secuelas, “no teniendo como fi­nalidad únicamente el tratamiento de la afección como tal” (artículo 7º), evitando “el proceso degenerativo que podría derivar de una disminución”. Es la primera vez, que sepamos, que un texto legislativo admite la posibilidad de ejercer una Prevención dentro de la Rehabilitación. Antes, cuando era con­siderada esta última como especiali­dad exclusiva-mente terapéutica, este simple matiz habría sido imposible. O bien consiguiendo, añade el legislador, “la recuperación física, psíquica o sen­sorial de la persona disminuida, desa­rrollando sus capacidades residuales”. Todavía más. En el artículo 9º, 1, se recono-ce la existencia de la Medicina Ortopédica, lo cual encierra un impor­tante avance, dado que, casi hasta aho­ra, se consideraba a la Ortopedia como ciencia auxiliar o como especialidad quirúrgica.(Cirugía Ortopédica).

También es firme el papel asignado al psicólogo rehabilitador y no por el hecho de reconocer la Psicoterapia como una de las técnicas que sirven en Rehabilitación (artículo 9º, 1), sino por matices mucho más transcenden­tales dentro del proceso rehabilitador, como son los de orientación profesio­nal y los de vigilancia de las activida­des laborales del minusválido. Copia­mos del artículo 12, 2: “La orientación profesional, tanto sea facilitada antes del tratamiento de rehabilitación médi­co-funcional como durante el mismo o al finalizar éste, tendrá por objeto la determinación de las actividades labo­rales más adecuadas al minusválido, en base a sus aptitudes, actitudes e in­tereses y empleo precedente”. En el 1.4 del mismo artículo contempla el Decreto la readaptación profesional como “el conjunto de medidas dirigi­das a la reincorporación del minusvá­lido al puesto de trabajo, oficio o pro­fesión que hubiera desempeñado con anterioridad”, circunstancia en la que la labor del psicólogo es, asimismo, in­sustituible.

También son reconocidas como ne­cesarias las labores de asistentes so­ciales y pedagogos. En general, el re­conocimiento se extiende a todos los profesionales útiles al minusválido a lo largo del proceso rehabilitador al ser recogido en diversos apartados el con­cepto “equipo multiprofesional”.

Aparte de esta labor integradora de funciones que realiza el Real Decreto de 1 de febrero contiene otros matices positivos. Por ejemplo, está el hecho de recoger, como habían efectuado ya otros textos legales, unas Obligaciones de los beneficiarios (artículo 30), que conceden seriedad al texto y le dan un matiz contractual que le libera de toda idea benéfica.

Las razones aducidas son suficien­tes para justificar nuestra elección del citado texto legal como muestra de lo que está sucediendo ahora en ese pro­ceso de creación de un mundo cohe­rente para todos los minusválidos. Lo que esta Ley recoge, sin embargo, es el fruto, madurado a lo largo de años, ofrecido por múltiples leyes anteriores que a alguien pudieron haberle pare­cido estériles.

 

Lo que se debe hacer en el futuro

Es mucho, sin duda. Hay que limar asperezas, unificar opiniones, integrar esfuerzos. Todo ello se hará. Se hace ya. Los que de verdad sienten la pro­blemática del minusválido y quieren colaborar para dulcificarla tienen en su espíritu suficiente dosis de romanticis­mo para que se logre. Los que no es­tén realmente interesados se irán apartando solos. Es preciso seguir dejando al tiempo que lleve a cabo su labor. Son varios los aspectos, sin embargo, que parece conveniente reseñar en una visión de futuro en el camino del minusválido hacia una forma de vida más lógica.

En primer lugar resaltaremos la ne­cesidad de integración de todos los profesionales imbricados en el proceso rehabilitador. Cada uno tiene unos co­metidos que son inalienables y que si no se cumplen o se disfrazan perjudi­can a todos los demás en su propio cometido. Esto nos lleva a otro punto candente, como es la necesidad de especialización. Un médico, por serlo, no es útil. Al minusválido le sirve de bien poco. Lo que éste necesita, de modo evidente, es un médico especializado en minusvalías. Lo mismo cabe decir del resto de los profesionales del equi­po. El psicólogo, como tal, es por com­pleto inoperante en el mundo de la minusvalía, sea ésta del tipo que sea.  Se tiene que especializar en estos ma­tices concretos o no será útil. Lo mismo cabe decir del pedagogo, del asistente social, del legislador. No exis­te, todavía, una verdadera Pedago-gía Especial. La llamada “Pedagogía tera­péutica” es un absurdo más de los muchos que el pasado aún ofrece. El asistente social que atiende problemas de minusválidos es por completo diferente al que desconoce esta forma de vivir. No hay que repetir. Para todos, la situación es la misma. Es preciso sa­berlo y tener la honradez de aprender o de abandonar.

Un aspecto que con frecuencia se soslaya, pero que es de capital impor­tancia es el de las denominaciones. Como todos los nuevos cometidos, la atención al minusválido requiere su propia terminología profesional. El es­pecialista de cada faceta debe contribuir a ello. Términos propuestos por nosotros se han acabado imponiendo. Por ejemplo, “discapacidad”, “discapa­citado”, con más de veinte años de uso, recogidos por primera vez por la Organización Mundial de la Salud en un libro publicado en 1968. En rela­ción con estos términos, fundamentalmente el de “discapacitado”, guardo una curiosa carta que tuvo a bien en­viarme don José María Pemán y que tal vez algún día me anime a publicar. Otro nombre propuesto con éxito in­creíble ha sido el de “ortesis”. La for­tuna alcanzada por la denominación “Medicina Ortopédica” se demuestra con el citado Real Decreto de 1 de fe­brero. Otras denominaciones, como “noomotricidad” o “deficiencias men­tales, sensoriales, expresivas y moto­ras”, en lugar de “físicas, psíquicas y sensoriales”, tardan en imponerse, pe­ro lo harán, si son ciertas. En caso contrario, el tiempo las hará olvidar.

Otro aspecto fundamental que hay que solucionar en el futuro es el de la valoración de minusvalías, problema que enlaza nada más y nada menos que con la clasificación de las mismas. La OMS está intentando conseguir am­bas cosas, y nos ofrece propuestas que hemos de ser capaces de contestar. Si nos negamos a aportar lo poco que podemos ofrecer no podremos achacar a nadie después una in­suficiencia en sus esfuerzos. Esos mis­mos esfuerzos, unidos a los nuestros, tal vez hubieran triunfado. En valora­ción de minusvalías se hace necesario crear un auténtico sistema, declinando progresivamente el uso de las Tablas sin fundamentos y las normas orde­nancistas. Todo tiene una lógica. El mundo de las minusvalías también. Para encontrarla hay que comenzar por re­nunciar a lo que estorba. Una nueva labor para llevar a cabo entre todos.

Nos queda comentar un punto que tiene más importancia de lo que pare­ce. Es el del conocimiento en general, por el público, por los profanos, de lo que es el mundo del minusválido y de lo que se pretende con los esfuerzos realizados en su favor. De nuevo, la disgregación de los profesionales, la usurpación de funciones, el engaño, resultan dirimentes. La gente ve tenis y se aficiona porque unos profesiona­les juegan el mismo juego, con las mismas reglas, idénticas normas. Si cada uno pretendiera jugar un tenis di­ferente, jamás se hubiera creado afi­ción. Yo creo que, al hablar de aspec­tos asistencia-les del minusválido, se deben integrar todos los componentes del equipo multiprofesio-nal, unos en la vertiente clínico-terapéutica, otros en la socio-laboral. Todo quedaría más unido.

Porque, en el fondo, solamente es necesaria una cosa: Querer, sincera­mente, encontrar la verdad.

 

II-7 MITOLOGIA DEL AUTISMO.

Publicado en MINUSVAL, num. 26, Octubre 1978.

La investigación sobre autismo no ha hecho más que comenzar. Los datos, apasionantes, aun no son definitivos. Por eso, lo que aportamos con estas páginas no tiene otra pretensión que contribuir a esclarecer conceptos y abrir nuevos interrogantes. Tras ellos se encuentra la verdad.

 

MITOLOGÍA DEL AUTISMO

I

En todas las ramas del saber huma­no se resuelve un problema cuan­do los componentes que lo integran están bien planteados. Así, los proble­mas médicos han empezado a resolverse con los planteamientos de Pas­teur o de Lister. Los seculares enun­ciados mágicos o demoníacos apenas han podido influir en el “eureka” final. Eran simple mito. Al correcto planteamiento ayuda la especialización. La antigua nebulosa en que se iba convirtiendo la rehabilitación se aclara al comprender su misión ante los diferentes modos de ser minusvá­lido. A su vez, este paso adelante desemboca en un nuevo problema: Distinguir entre lo que es y lo que no es minusvalía. La solución irá llegan­do, si el planteamiento es correcto, a pesar de la existencia de aparentes zonas límite, de difícil encasillado a uno u otro lado de la barrera que separa minusvalía y enfermedad.

Las dudas conducen muchas veces al de­senfoque de los problemas y, por ende, a su no solución. Una de estas dudas se halla planteada en relación con el autismo. En primer lugar, el autismo es un problema mal enfoca­do, en sí mismo y por sí mismo. Su concepto no pasa de lo teórico, de lo posible. Cada grupo de estudiosos aporta sus propias sugerencias. De éste modo resulta difícil decidir si el au­tismo entra o no en el concepto de minusvalía y, por tanto, si debe o no ser incluido en el ámbito de la rehabi­litación. Creemos que, en el momento médico actual, resulta tan complejo como delicado tomar partido en uno u otro sentido. En cambio, sí que puede ser hecho un comentario sobre au­tismo por un observador ecléctico. Un observador que, por profesionalidad, se encuentra dentro del terreno reha­bilitador y que contempla desde este encuadre el curioso fenómeno bioló­gico conocido bajo el nombre de au­tismo. Veamos hasta donde nos con­duce esta observación desapasionada pero, hay que confesarlo, llena de factores intrigantes.

 

II

El primero que cita el autismo, Bleuler (1908), habla de una forma de esquizofrenia. Kanner, el gran estu­dioso clínico del proceso, muestra algunas reservas a este respecto. El problema se fue eludiendo a base de considerar diversos tipos de autismo: Psícógeno, de Asperger, de Kanner, somatógeno, seudoautismo. Ello puede indicar que, en efecto, hay autismos psiquiátricos, por enferme­dad mental, y autismos no psiquiátri­cos, pero esto no parece aclarar mu­cho. Freud veía en el autismo la búsqueda de una explicación a ten­dencias inconscientes. Nelson, en su “Tratado de Pediatría”, considera al autismo infantil como una forma de esquizofrenia: “Difieren de los esqui­zofrénicos de más edad en que no presentan cambios bruscos de conduc­ta”. Arana, en el Simposio sobre “Fac­tores psicosociales de la subnormali­dad psíquica”, resalta la idea, ya apuntada anteriormente, de que el autismo se da más en las clases sociales de elevado nivel que en las inferiores. Lo cual sugiere la importancia de factores afectivos, educacionales, de ambiente y de conducta. Tal vez, incluso, cabría hablar de contagio. ¿Es que ocurre también todo esto en la esquizofrenia?. Nadie podría ne­garlo y, en efecto, algunos lo afirman hoy día.

Al analizar las posibles causas del autismo Lorna Wing razona las escasas probabilidades de esta apuntada raíz de tipo emocional y orienta en cambio sus deducciones hacia un terreno es­tructural, de lesiones cerebrales: “En­tre un tercio y la mitad de los niños autistas están afectados de otras defi­ciencias suplementarias, debidas a en­fermedad física o a daños del cere­bro y del sistema nervioso central”. La idea es sugerente. El desarrollo cere­bral se cumple en efecto muy lentamente. El niño autista tarda mucho en conseguir len­guaje y abstracción. Es, por tanto, no un enfermo sino un deficiente mental. La idea se afirma al repasar trabajos actuales de investigación. El niño que describe Stubbs, afectado intrauteri­namente por un megalo-virus, es un paralítico cerebral y no un autista como pretende el autor. Lo mismo cabe decir de los sujetos estudiados por Peterson y Torrey, afectados por virus de diferentes cepas.

El camino hacia lo estructural se hace cada vez más dilatado. Aún más, los investigadores modernos parecen haberse planteado una premisa co­mún: Si existen alteraciones metabólicas, enzimáticas, bioquímicas en su­ma, en pacientes esquizofrénicos y estas mismas alteraciones se objetivan en autistas, significará que el autismo y la esquizofrenia están relacionados. Por el contrario, si las alteraciones apreciadas no son homologables habrá que renunciar a identi-ficar ambos procesos. Este camino no ha hecho sino comenzar. Los datos, apasionantes, aún no son definitivos. Iones como el cobre o el zinc son analizados. Los aminoácidos estaban ya de antiguo ligados al estudio de las defic­iencias mentales. El mosaico genético es, todavía, un terreno misterioso. Gran número de trabajos se orienta hacia la determinación de catecolami­nas y de serotonina. Hay cifras altera­das de estas sustancias en niños autistas pero también en otros que no son autistas. Parece ser que la relación se hace a través de la actividad mental y física del sujeto. Recordemos el gran papel que juegan adrenalina, noradrenalina y serotonina en los estados emocionales, lo que nos lleva de nuevo a esa “raíz emocional” sugerida por algunos psiquiatras y comentada por Wing.

 

III

Cuando nos acostumbramos a una normativa de trabajo tendemos a explicar con la óptica de nuestra metod­ología cualquier problema que nos sea planteado. Todos los niños, desde que nacen, van recorriendo un sendero evolutivo. Cualquier niño. ¿Por qué no, también, el niño autista?. El niño normal (Piaget) pasa por una etapa de autismo, antes de entrar en la etapa de egocentrismo. El autismo, al menos dentro de unos límites cronológicos, es normal. En otros lugares hemos descrito las que llamamos aptitudes personalísticas de soporte. La primera es la aceptabilidad, la segunda la afectividad, la tercera la psicomotr­icidad, la cuarta la comunicabili­dad. Si la inicial, aceptabilidad, no aparece, el uso de las otras tres se aleja, el sujeto puede no esforzarse y entrar en la enfer­medad mental; no quiere ser él mismo. Pero si, aún encontr­ándose con una aceptabilidad precaria,  es capaz de continuar el proceso evolutivo que le perm­ite el uso sucesivo de las tres aptitudes restantes, se hallará en una situación de retraso bastante similar a la conocida con el nombre de autismo. Esto significa, primero, que entrarán en juego psicomotricidad y comunica­bilidad cuando se haya logrado una madurez suficiente en el ámbito afec­tivo. Segundo, que el niño autista no puede encontrar solución en el ámbito psiquiátrico, dado que su estructura psicofísica se orienta hacia el retraso evolutivo. No hacia la enfermedad, sino hacia el transcurrir de una etapa. Todo lo cual parece convertir al autismo al modo clásico, de síndrome independiente, en un nuevo mito.

El razonamiento es muy sugerente y resulta lógico en cuanto uno es capaz de liberarse del tópico secular que ha venido confundiendo enfermos men­tales con deficientes mentales. El niño autista no sería sino un niño de egoísmo exagerado. Anclado en las etapas más egocén-tricas de su evolu­ción. Pero nunca un enfermo mental, como lo es el esquizofrénico.

Ahora bien, en la esquizofrenia también se da el autismo, no ya como situación evolutiva, sino como sínto­ma. El hebefrénico puede tener rasgos de autismo, si bien también presenta otros rasgos que el autista nunca ofre­ce. Por tanto, cabe pensar que existen una “situación” autista y una “reac­ción” autista. La primera debe ser temporal, salvo que no exista un apropiado enfoque terapéutico. Esta temporalidad es muy breve en el niño normal y se dilata en los deficientes, por ejemplo paralíticos cerebrales y oligofrénicos. La reacción autista debe ser también entendida como tempo­ral, y un ejemplo claro lo tenemos en el comportamiento de muchos niños, deficientes o no, enfermos o sanos de pensamiento, o o bien se hace defini-tiva. Esto último se da en el enfermo mental auténtico, que no es que se aísle o se autorresal­te, sino que renuncia a sí mismo. La reactividad autista mantenida es un síndrome o, si que-remos, un síntoma psiquiátrico. La reactividad autista temporal u ocasional, situacional, com-pone síntomas de Medicina Rehabilita­dora. Especialidad que tiene el cometido de sacar a su paciente de la etapa de evolución que se ha quedado anclada y que desencadena este comportamiento. Hasta llegar al uso normal de la faceta de comunica­bilidad, lugar en que se contiene la alteración más penosa del autista, que, por su lentitud evolutiva, no adquiere lenguaje ni entronca socialmente y que presenta angustia inmoti­vada, quietud, horror a los cambios y temor ante los ruidos.

 

IV

Dice Nelson en su Tratado: “Los mejores resultados se obtienen con­fiando el niño a personas mayores comprensivas y de buena voluntad que sean debidamente capaces y pue­dan dedicarle una exclusiva aten­ción”. A reservas de cuanto depare el conocimiento futuro, estas personas podríamos ser los médicos rehabilita­dores (los auténticos, no los fisiatras o similares) que, al menos, daríamos al psiquiatra claves que permitirían se­parar los mutuos cometidos y a la vez incrementarían la colaboración. Para ello es imprescindible el diagnóstico co­rrecto, el enfoque apropiado. Muchos niños diagnosticados de autistas no lo son aunque atraviesen una etapa de autismo y pierden el tiempo de su evolución alejados de la Medicina Rehabilitadora, única que les puede ayudar. En cambio, el verdadero es­quizofrénico con sintomatología au­tista, solamente podrá tener esperan­zas de curación en manos de un buen psiquiatra. Invitamos a todos a medi­tar sobre este enfoque de buena vo­luntad. A distinguir y separar “au­tismo etapa” de “autismo síntoma”. A denominar a los niños con este síntoma aleatorio no “autistas”, sino paralíticos cerebrales u oligofrénicos, o bien esquizofrénicos, si es que se intenta diagnosticarlos y orientarlos.

Un último aspecto queremos resal­tar. Las estadísticas americanas dan una cifra de 2 a 4,5 de autistas por cada 10.000 habitantes (“Siglo Cero”). Parece exagerado decir que en España hay 40.000 autistas, como ahora se afirma. La explicación puede estar en ese defectuoso enfoque diagnóstico a que aludíamos. Pero aparte del hecho de que la cifra, exigua, no justifica acciones que son mucho más necesa­rias para otros grupos de personas, cuanto ha sido razonado en este tra­bajo permite afirmar que la solución para el problema de los niños “autistas” no está en la desintegración, el aisla­miento en un grupo homogéneo. Por el contrario, debemos tener claro que el autismo es una situación en la que pueden con­verger muchos niños minusválidos y algunos otros que no lo son, como los hebefrénicos, en los que se convierte en modo de reacción. Hay que incrementar, mejorando el balbu­ciente enfoque dado hasta ahora, la labor a favor de todos los niños minusválidos, como mejor solución para cada uno de los diferentes grupos que parecen integrar un conjunto único. Los pretendidos niños autistas situacionales casi desaparecerán cuando se atienda de forma adecuada a los niños con parálisis cerebral. Los que apuntan hacia la enfermedad mental serán también mejor asistidos. Es triste que en la maraña del bosque se nos pierda un árbol determinado, pero lo es mucho más que, absortos ante una sola planta, nos  olvidemos de cuidar el bosque que nos ha sido encomendado.

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