ANTROPOLOGÍA DE LA DISCAPACIDAD Y DEPENDENCIA

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

 

I LOS ALBORES

IMPRIMIR

I-1 IDEA DE REHABILITACION EN LUIS VIVES.

Es Comunicación presentada a la I Reunión de la Sociedad Española de Médicos Escritores, Valladolid, Junio de 1973. Publicado el texto en 1974 (Ediciones Roche) y reproducido en MINUSPORT, num.25,de Abril de 1980.

 

IDEA DE REHABILITACIÓN EN LUIS VIVES

Desde hace años leo y medito a Luis Vives, le comprendo, me impregno de él. Sus conceptos han pasado a formar parte de mí mismo y sus razonamientos, sin darme cuenta, son lo que defiendo. En Unamuno, en Zubiri, encuentro aquello que me habría gustado pensar. En Luis Vives hallo, casi siempre, el que creía que era mi propio pensamiento. Casi todo cuanto haya podido aportar personalmente, si es que algo ha sido, al concepto y a la forma de mi especialidad de Rehabilitación, se debe seguramente a mis lecturas del gran humanista valenciano. Por eso, este tema, con el que me honro participando en la Primera reunión de la Sociedad Española de Médicos Escritores, se ha convertido, más que en trabajo literario, en confesión, balbuciente y emocionada, pero sincera y confortadora, como todas las confesiones que cumplen su misión de ayudar a hacer profesión de fe.

 

En 1509 envía a Juan Luis Vives su padre desde Valencia a Paris. Tenía en­tonces el futuro filósofo 17 años se­gún el sentir general, 16 según José María de Palacio. Sus ojos de niño se mantenían abiertos a un asombro que fue capaz de transmitirnos en sus escritos. Luis Vives está intentando com­prender al hombre y a la naturaleza. A la vida y a la muerte. A Dios, al alma y a las cosas insignificantes, que tam­bién fueron amadas por él. A través de sus ojos, inmensos, penetra la imagen de su madre, recién muerta, y la ame­naza que diezma su familia, de origen judío. El ser humano y, sobre todo, Cristo, por lo que tiene de divino y por lo que tiene de humano. Sobrecoge la grandeza de aquel hombre que no pue­de volver a su patria, a su siempre ama­da patria, que rechaza una cátedra en Salamanca, que sabe de la muerte de su padre en las hogueras inquisitoriales y del proceso “contra la memoria y fa­ma” de su madre, la extraordinaria Blanca March, que Azorín comparaba a su propia madre. Del despojo a sus hermanas, tras ser exhumados, quema­dos y aventados los restos de Blanca March. De la persecución, en fin, de que son objeto todos los suyos, que él sufre desde lejos, “pues lo que hace con ellos pienso yo que lo hace conmi­go, pues a todos ellos los quiero no menos que a mí”, como dice en su car­ta a Francisco Cranevelt. Y que, sin embargo, se mantiene en todo momen­to apegado a su inquebrantable fe cris­tiana, a cuya verdad, ya moribundo, dedica su último libro, “De verítate fi­dei christianae”. Sobrecogen su sereni­dad, su ecua-nimidad y su entereza, vir­tudes que sólo en un santo o en un sa­bio pueden alcanzar tan altos niveles. Sobrecoge, en fin, que, cediendo el pa­so a la convicción y a la sinceridad, sea capaz de afirmar, en “De comunione rerum”, cuando nada ni nadie le obli­gaba a ello y lo fácil hubiera sido ceder a una idea de represalia, que “Los pre­ceptos hebreos que aduces son carna­les y no tienen lugar en la Ley del es­píritu, sino en cuanto referidos al es­píritu. Si fuera de otro modo, ¿por qué no admitiríamos aquella insustan­cial y muerta ley con sus pueriles ce­remonias?”.

Los ojos inmensos de aquel niño que pronto va a ser “el escritor más completo y enciclopédico del Renaci­miento”, según Menéndez Pelayo, se mantienen abiertos a cuanto les rodea y son capaces de captarlo para transmi­tírnoslo. Así, un solo hombre, crea los fundamentos de lo que pronto van a ser la Sociología y el Humanismo cristiano y la Psicología experimental y la Pe­dagogía. Y también, las bases del mo­vimiento médico-social que, siglos des­pués, va a ser conocido con el nombre de Rehabilitación.

De Rehabilitación se pueden dar muchas definiciones, puesto que no hay ninguna suficientemente completa. Diremos, brevemente, que es la parte de la Medicina Social que se ocupa de integrar a los discapacitados de todo ti­po, en una situación sociolaboral apropiada y estable. “Los que puedan trabajar no estén ociosos, que ésto lo prohíbe el discípulo de Cristo, Pablo”, dice Luis Vives en “De subventione pauperum”. “La Ley de Dios sujetó al hombre al trabajo, y el Salmista llama bienaven­turado a aquel que “come el pan adquirido con el trabajo de sus manos”.“Pablo dice de sí mismo que es deudor de todos —afirma en “De communio­ne rerum”— y que tiene que trabajar con sus manos; pero vosotros queréis que trabajen las manos ajenas y que los trabajadores sean deudores vuestros, mientras recorréis lupanares y taber­nas”.

Se ha hecho costumbre secular la idea de que los discapacitados estaban exentos de todo trabajo, debiendo vi­vir de la limosna y, modernamente, de pensiones de invalidez. Vives admite, en efecto, en “De concordia et discor­dia”, que “la sociedad y la unión de unos con otros preserva de las fieras nocivas y hace que unos sirvan a otros de mutuo auxilio”, pero, en primer lu­gar, habla de “mutuo auxilio” y, ade­más, aclara (“De subventione paupe­rum”) que limosna equivale en griego a misericordia, “la cual no- consiste ex­clusivamente en la sola distribución de dinero, como piensa el vulgo, sino en toda obra con que se alivia la insufi­ciencia humana”.

A lo largo de toda la obra viviana se traduce la necesidad de que todos aquellos que no estén absolutamente im­posibilitados para ello cumplan un traba­jo apropiado, premisa que ha pasado a ser una de las fundamentales en la moderna Rehabilitación. “¿Quién podrá ver, con buena conformidad, que lo reunido por su industria, trabajo, cons­tancia y economía sea repartido, contra su voluntad, entre los haraganes y que toda su diligencia no haya servido sino para alimento de la vagancia aje­na” (“De communione rerum”). En es­ta misma obra define al necesitado co­mo “el que nada tiene o no puede con­seguirlo ya por la edad provecta, la in­capacidad o la ignorancia”, aclarando de forma admirable en “De concordia et discordia”, “que no existe nadie que, o no haya sido útil, bien a nosotros, bien a quien como a nosotros aprecia­mos, o que no nos pueda ser útil en adelante”. Aún más, los aspectos vocacionales de la Rehabilitación quedan perfec-tamente apuntados en “De sub­ventione pauperum”: “... se ha de pre­guntar si saben algún oficio; los que ninguno saben, si son de proporcionada edad, han de ser instruidos en aquel a que tengan más inclinación, si se pue­de, y si no, en el que sea más semejan­te, como el que no pueda coser vesti­dos cosa las que se llaman polainas, bo­tines y calzas; si es ya de provecta edad o de ingenio demasiado rudo, enseñé­sele oficio más fácil y, finalmente, el que cualquiera puede aprender en po­cos días, como cavar, sacar agua, llevar algo a cuestas o en el pequeño carro de una rueda, acompañar al magistrado, ser ministro de éste para algunas dili­gencias, ir a donde le envíen con letras o mandatos, o cuidar y gobernar caba­llos de alquiler”. El germen de esa par­te fundamental de la Rehabilitación denominada formación profesional del discapacitado, que tanto cuesta impo­ner en nuestros días, se halla también aquí, expresado con toda claridad.

En el mismo “De subventione” se lee: “Los que están sanos en los hospi­tales y allí se mantienen como unos zánganos de los sudores ajenos, salgan y envíense a trabajar”. Y este maravi­lloso, increíble párrafo, de cuyo con­cepto nos hallamos aún lejos en estos finales del siglo XX: “Ni a los ciegos se les ha de permitir estar o andar ocio­sos; hay muchas cosas en que pueden ejercitarse; unos son a propósito para las letras, habiendo quien les lea; estu­dien, que en algunos de ellos vemos progresos de erudición nada desprecia­bles; otros son aptos para la música, canten y toquen instrumentos de cuer­da o de soplo; hagan otros andar tor­nos o ruedecillas; trabajen otros en los lagares ayudando a mover las prensas; den otros a los fuelles en las oficinas de los herreros; se sabe también que los ciegos hacen cajitas, cestillas, canas­tillos y jaulas, y las ciegas hilan y deva­nan; en pocas palabras, como no quie­ra holgar y huir del trabajo fácilmente hallarán en qué ocuparse; la pereza y flojedad y no el defecto del cuerpo, es el motivo para decir que nada pueden. A los enfermos y a los viejos dénseles también cosas fáciles de trabajar según su edad y salud; ninguno hay tan invá­lido que le falten del todo las fuerzas para hacer algo, y así se conseguirá que ocupados y dados al trabajo se les re­frenen los pensamientos y malas incli­naciones que les nacen estando ocio­sos”.

Manantial inagotable es la obra del humanista español. Solamente para describir cuanto hay en ella relaciona­do con Rehabilitación harían falta ho­ras. La Asistencia Social y el deber que de cumplirla tiene el Estado, inhibido durante siglos por la preponderancia eclesiástica, se hallan claramente ex­puestos en “De communione rerum”, libro del que por cierto poseo una pre­ciosa edición realizada por González-Oliveros aquí en Valladolid el año 1937, en cuya portada reza así: “La pri­mera monografía anticomunista publi­cada en el mundo, obra de un pensa­dor español”. La Pedagogía Diferencia­da es materia de estudio en “De ratio­ne studii puerilis” y el lenguaje, en un sentido amplio, en “De ratione dicendi”. La Psicología, esencial en Rehabi­litación, concretamente la Psicología fundada en los datos de la experiencia, nace realmente con Luis Vives en “In somnium Scipionis”, “Fabula de ho­mine” y, sobre todo, “De anima et vi­ta”. La Geriatría, por último, en cuan­to a la situación de semiinva-lidez, por su indefensión, del anciano, en “Anima senis”. Un curio­so comentario sobre mutilaciones puede leerse en “De prima Philoso­phia”.

Tal vez el mayor mérito de Juan Luis Vives resida en haber sido capaz de meditar de acuerdo con la realidad y con la lógica, utilizando la razón y no el testimonio de los filósofos anti­guos. En lugar de perderse en elucu­braciones sobre párrafos evangélicos o, por el contrario, buscar a ultranza errores en la Biblia, se mantuvo en una línea de auten-ticidad que le ha condu­cido directamente hasta la cima del pensamiento actual y que, posiblemen­te, le mantenga en la cima del pensa­miento futuro. En lo que la Rehabilita­ción tiene de obra social y humanísti­ca estamos necesitados de una guía filosófica y esta guía, sorprendentemen­te, tal vez, para el que no ha meditado sobre ello, la encontramos en gran par­te en la obra y el pensamiento de aquel español de raza judía y espíritu cristia­no, poeta y descendiente de poetas, que se llamó Juan Luis Vives y March.

 

I-2 EL DISCAPACITADO ANTE LA SOCIEDAD.

Apareció en ASCLEPIO, Vol. XVII,1965,con título levemente cambiado a “Evolución histórica del concepto de discapacitado ante la so­ciedad”, por considerar el comité de redacción que encajaba mejor con el carácter histórico de la publicación.

 

EL DISCAPACITADO ANTE LA SOCIEDAD

El mejor maestro del hombre es la humanidad.

(Alejandro Pope).

 

I 

Con el término “discapacitado” pretendemos sustituir a aquellos otros que, en lengua castellana, quieren indicar a “la persona que, por una u otra razón, ve alte­rada la suficiencia o aptitud que como humano le corresponde’. Esta sustitución la consideramos necesaria dada la impropiedad y aún la poca elegancia y comprensión que muestran los términos usuales. Una revisión de algunos de los más importantes de entre ellos justifi-cará nuestro punto de vista, más ampliamente expuesto en otros momentos y lugares 1.

lnválido.—Es la denominación más extendida de todas. En latín, el verbo “valeo” poseía un claro sentido de “tener salud”, de donde su uso como saludo, que más ade-lante se pierde, quedando en español, para la palabra valor y sus similares, un signifi-cado de utilidad y de pose­sión. A estas acepciones se refiere la palabra inválido, el que no vale, impregnada de un claro matiz negativo por la presencia del prefijo “in”.

Lisiado.—Dícese del que sufre una imperfección orgánica. Etimológicamente tiene este término el mismo origen que la voz “lesionado”, es decir, el verbo “laedo”, dañar, que da “laesio”, daño, lesión.

Tullido.—Indica esta palabra, según el Diccionario, al “individuo que ha perdido el uso y movimiento de su cuerpo o de uno o más miembros de él”. Deriva del verbo latino “tollere” en su acepción de acabar, destruir.

Mutilado.—Proviene de mutilar, es decir, “cortar o cercenar una parte del cuerpo”. Sería este un término correcto para expresar con él a los amputados, por ejemplo, pero no a la mayor parte de los discapacitados.

Incapacitado.—Originada esta denominación en el verbo “capio”, coger, poseer, encierra idéntico matiz de negación total que la palabra inválido, negación o ausen­cia que en muy pocos casos llegará a darse. En rigor significa “el que no puede asir o tomar’. Indica imposibilidad de usar la propia capacidad.

Impedido.—”Aquel que no puede usar de sus miembros ni manejarse para andar”. Es uno de los muchos términos que derivan de la palabra latina “pes”, pie.

Deforme.—También es palabra de estirpe latina, que significa literalmente “irregular en la forma”.

Tarado.—A pesar de su similitud con la voz italiana “tara”, estigma o desmerecimiento, la etiología de esta palabra parece ser árabe, inspirada en “tarah”, que sig­nifica sustracción o descuento. Puede decirse por tanto de aquel que ha sufrido una rebaja o merma.

Baldado.—Dícese del individuo “privado por una enfermedad o accidente del uso de los miembros o de alguno de ellos”. Su entronque es también árabe, de “battal”, anular.

Como puede verse, todos esto términos poseen una clara orientación negativa, de anulación. Además, el uso secular les ha venido confiriendo, al menos en parte, un matiz de descrédito peligrosamente cercano al ridículo, con cierto regusto de de­nigrante y aún ofensivo, todo ello difícil ya de eliminar. Para salir al paso de estas defectuosas matizaciones no queda sino el camino de los neologismos y así surgen los términos “disminuido”, (“físico” o “mental”), “minusválido’ y “discapacitado”. Son varias las razones que nos han hecho preferir el último de ellos:

1. Encierra un concepto absolutamente general en cuanto al tipo de alteración existente, es decir, se refiere, al contrario que casi todas las demás denominaciones, incluido el neologismo disminuido físico, tanto al aspecto físico como al mental y aún abarca, dentro de cada uno de ellos, cualquier clase de alteración que pueda darse, siempre que esta alteración afecte en algo la capacidad psicofísica del individuo.

2. No implica negación ni disminución alguna sino, como queda dicho, altera­ción. Alteración de unas cualidades que, por otro lado, pueden estar sobradamente compensa-das con la presencia o desarrollo de otras diferentes o que no impiden el desenvolvi-miento del discapacitado en un tipo de actividad para la que no sean esenciales esas cua-lidades alteradas. Llamar minusválido, o disminuído, a Beethoven, por sordo o a Home-ro, ciego, se sale de toda ponderación, puesto que en otros aspectos ambos se hallan muy por encima del resto de la humanidad.

3. Indica, sin duda alguna, una posibilidad de acción positiva, en un sentido que muchas veces es ignorado incluso por el propio interesado, pero que los aspectos vocacionales de la Rehabilitación se ocupan de poner al descubierto.

4. No posee el más mínimo matiz ofensivo o de negación ni, por tanto, de tris­teza. Antes al contrario encierra una idea de reorientación profesional, de su posi­bilidad y de su necesidad. Es, en suma, palabra abierta hacia una auténtica y rege­neradora esperanza.

Baste lo dicho para justificarnos por emplear, en este trabajo, el término “discapa-citado” en sustitución de los habituales de “inválido”, “tullido”, “lisiado o “incapa-citado”, todavía por desgracia tan al uso entre nosotros, así como de los neologismos “disminuido físico”, “disminuido mental” y “minusválido”, que nos parecen menos acertados en su matización negativa o en su acepción demasiado unilateral.

 

II

No puede decirse que haya sido agradable ni justo el trato que han recibido los discapacitados en el transcurso de la historia de la humanidad. Bien poco realmente bueno y ecuánime han de agradecer a las personas refugiadas en esa forma de convivencia denominada “sociedad”. Hasta hace bien poco les ha sido negada prácticamente, y salvo algunas excepciones, toda posibilidad de integración en la comunidad, lo cual ha motivado, por una parte, una serie de reacciones en cierto modo lógicas y por otra la aparición de situaciones tan absurdas como reales producto del choque entre ambos grupos de intereses. Una evolución gradual y lenta ha ido teniendo lugar hasta llegar a nuestros días, momento en que el problema va a quedar por fin totalmente superado. Esta evolución en el pensamiento, en la conducta y, sobre todo y ante todo en la magnitud espiritual y cultural del hombre, que le ha permitido alcanzar esta meta de convivencia y humanitarismo, puede ser interesante de analizar siguiendo el transcurrir de una serie de etapas cronológicas.

A)     Etapa prehistórica.

Hasta cierto punto resulta lógico que el hombre primitivo, obligado a vencer peligros de casi imposible superación simplemente para alcanzar el derecho a proseguir su existencia, apartase de sí todo aquello que no le representaba una positiva ayuda. Cuanto más si constituía una carga. Sin embargo, algunos hechos hacen pensar que, al menos, se intentaba alguna acción curativa, como lo demuestra el hallazgo de fracturas óseas consolidadas (Homo Neanderthalensis) de modo tan perfecto a como hoy se logra­ría. Algo después, en la Era Neolítica, existen pruebas de que se realizaban ampu­taciones (restos de La Terre, en Francia), si bien las especiales características de estas (manos y, sobre todo, dedos) han hecho pensar en la práctica de algún rito o ceremonia religiosas. Una intervención, interesante por su antigüedad. es la tre­panación que hoy día, en alguna tribu aislada del continente africano se sigue reali­zando, seguramente con la misma técnica usada en la Prehistoria, sin el empleo de anestésicos y con resultados postoperatorios excelentes, a pesar de la increíble atmós­fera en que se lleva a cabo la intervención. Probablemente, hay también aquí un fuerte componente religioso, pre-monición de los famosos “endemoniados” medievales. En vasijas de épocas más modernas de la Prehistoria se han encontrado grabadas fi­guras de cifóticos, enanos, amputados, etc., lo que demuestra que al menos el disca­pacitado existía, puesto que era conocido.

B)      Primeras civilizaciones.

    Las Culturas Primitivas de la humanidad están unidas por un mismo denominador en relación con el discapacitado: Proscripción y desprecio. Ello deriva tanto de la creencia en que la fuerza física constituía el máximo don para el hombre como de la idea gene-ralizada de que las deformidades y deficiencias físicas y las alteraciones mentales eran una muestra del castigo divino por pecados cometidos por los intere­sados o sus as-cendientes o bien signo externo de la malignidad del sujeto. Es curioso que esto ocurrie-ra tanto en los países orientales y asiáticos como en las alejadas tribus americanas. Así, los Indios Salvias de Suramérica daban muerte a sus miem­bros con alteraciones físicas, tanto congénitas como adquiridas, lo mismo que en la India eran lanzados al sagrado Ganges. Algunos pueblos, al menos relativamente, se salvan de este comportamiento, como son el egipcio y el hebreo entre los orientales y el maya entre los americanos.

En Egipto, si bien es posible que esto sucediera de modo exclusivo con las per­sonas reales o de elevada alcurnia, existen pruebas de que se aceptaba y se trataba de mejorar al individuo discapacitado. Así, el bajorrelieve existente en Copenhague, que representa a un príncipe de la XVIII dinastía, Imperio Nuevo (unos mil cuatro­cientos años A. C.), con una extremidad inferior intensamente atrófica, seguramente como consecuencia de un proceso poliomielítico, y apoyado en un largo bastón. La representación más habi-tual del dios Horus era en forma de un niño débil y poco desarrollado situado sobre las rodillas de Isis, su madre. También se conserva una fractura de extremidad inferior, con una ingeniosa férula inmovilizadora, hallada en una momia de la V dinastía (unos dos mil quinientos años a. A. C.), lo que indica el buen desarrollo de la Medicina egipcia. Los hebreos parece trataban bien a sus discapacitados, considerándolos como verdade-ros hombres y, por tanto, hechos a imagen y semejanza de Dios. De los mayas sabemos que poseían una gran bondad de costumbres. Respetaban y querían a los ancianos y les eran especialmente gratos los enanos y los seres deformes.

C) Grecia y Roma.

En Atenas, si bien de una forma empírica y naturista, comienzan a crearse lugares saludables, por su clima o sus aguas, para la estancia de enfermos o convalecientes. En cambio, en Esparta las leyes de Licurgo, que pretendían una mejora racial a ultranza, así como la pertenencia total del individuo al Estado, obligaban a que todo aquel que al nacer presentase una deformidad física fuese eliminado. Para ello, como es bien conoci-do, se recurría al despeñamiento por el monte Taigeto.

Los romanos, especialmente a partir de la Ley de las Doce Tablas (540 A. C.). conceden al padre todos los derechos sobre sus hijos, muerte incluida. En general, sin embargo, la muerte del niño deforme no era lo habitual, sino que se le abandonaba en las calles, o bien se le dejaba navegar por el Tíber, introducido en un cesto, para pasar a las manos de quien le utilizase, bien como esclavo, bien como mendigo profe­sional. Es en Roma donde se inicia el ejercicio de la mendicidad como oficio y donde nace la costumbre, tan extendida después, de aumentar las deformidades deliberada­mente con el fin de que al ser mayor la compasión fuesen también mayores las limosnas. Esto originó todo un comercio de niños deformes o deformados a voluntad con distintos tipos de mu-tilaciones que se va a mantener prácticamente hasta nuestros días. Es en Roma, final-mente, al ser un país guerrero por antonomasia, donde se va a dar por primera vez el sis-tema de retribución a los discapacitados, si bien exclusiva­mente por causa bélica, a tra-vés de la entrega de tierras de labrantío, cuyo cultivo les permitiese proveer a su subsis-tencia. Este sistema es el que dio origen indirecta­mente a los agrupamientos llamados “collegia”, antecedente directo de las agrupaciones gremiales de la Edad Media.

Hecho importante en esta etapa lo constituye la aparición del Cristianismo, que, en principio, consigue la integración fraternal de todos los hombres en una sola comunidad. Esto da origen a la creación de instituciones para la atención del discapaci-tado, que culminan con los “nosocomios” del emperador Constantino. Puede decirse que esta época constituye un oasis de bienestar en la odisea del discapacitado.

D) Edad Media.

Pocas etapas en la historia de la humanidad más descorazonadoras y tristes que la fanática, aunque dinámica, Edad Media. Lo mismo que sucede en las ciencias y en las artes, lo social sufre un gran retroceso. El discapacitado encuentra muy poco a su favor, como no sea persecución, superstición y daño, en lo cual intervienen una serie de factores que no es del caso analizar. El significado religioso de las deformidades se exacerba y así puede verse que los genios del mal son representados en la figura de seres físicamente deformes. La deformidad es un castigo divino y la enfermedad obra del demonio. Es corriente ver en pinturas de la época al diablo saliendo, gene­ralmente por la boca, de la persona “posesa”, como en la tabla de Leonhard Beck, conservada en Viena, y que representa a “Santa Radegunda expulsando a un diablo”.

Por añadidura, el número de discapacitados aumentó considerablemente debido a las invasiones, fundamentalmente la árabe, y las Cruzadas, así como a las innu­merables epidemias que azotaron Europa. De esta manera se inicia una larga e importante etapa en la historia del discapacitado, como es el asilo y socorro en los centros y comunidades religiosas. Pronto nace, sin embargo, la idea de atribuirles actos de hechicería y brujería por pactos hechos con Satanás, creencia que les con­sigue el odio y la animadversión generales. Se incrementa también de modo fabuloso la explotación de la mendicidad como negocio y, por tanto, la mutilación de niños nacidos incluso sin ninguna altera-ción. De bien poco sirven a este respecto los esfuer­zos de legisladores bien intencio-nados, que entre nosotros se remontan a Alfonso X el Sabio, continuando a través de Pedro II y Enrique II, quienes especificaron que los mendigos “robustos y voluntarios” fuesen expulsados y no recibiesen limosna.

Resulta curioso advertir que en otros lugares del mundo la suerte del discapacitado en esta época no era mucho mejor que la de sus compañeros europeos. Era norma general, tanto entre las distintas tribus americanas como en las del Pacifico, el aban­dono de los miembros no capaces para valerse por sí mismos cuando las circunstancias obligaban a una emigración masiva. Hasta hace bien poco ha prevalecido esta costumbre entre las tribus esquimales. Una excepción, acaso en el mundo entero, la constituyó la tribu de indios Pies Negros, de Norteamérica, que cuidaba de sus miem-bros impedidos aunque ello representase un sacrificio para los intereses comunes.

Un hecho importante se da en la Edad Media y es el agrupamiento de los artesanos, en su lucha contra el feudalismo, en “gremios” o “cofradías”. Por primera vez nace una idea de ayuda por y a través del trabajo. Este sistema se inicia en las “gildas” germanas y se extiende rápidamente por toda Europa, manteniéndose prácticamente hasta el siglo XVIII, en que aparecen los Montepíos Laborales, que dan paso finalmente a las modernas asociaciones obreras sindicales. Entre nosotros se conservan, sin embargo. algunas de aquellas agrupaciones, como son las Cofradías de Mareantes, del Norte y el Levante español, que encierran seguramente la más perfecta ordenación social alcanzada hasta hoy por el hombre. Los discapacitados aportan su ayuda en forma de enseñanza e instrucción profesional de niños y adoles­centes.

E)     Renacimiento.

Representa el Renacimiento no la meta, sino el camino para llegar a ella. La ruptura con la tradición y el oscurantismo es una especie de epílogo de la Edad Media, que es a su vez el prólogo de la civilización moderna. Nos cabe el honor a los españoles de que fuese el valenciano Juan Luis Vives el primero en promover la necesidad de una revi-sión de las estructuras sociales basada en la organización estatal, lo cual afectaba de mo-do directo al discapacitado.“Quien quiera comer, trabaje”, dice Vives.“Quien quiera tra-bajar, encuentre dónde”. En esta idea le secun­dan eficazmente autores de tan acendrado cristianismo como buena voluntad, tales Fray Juan de Medina, el médico Cristóbal Pé-rez de Herrera y sobre todos el P. Juan de Mariana, quien propone incluso el paso al Es-tado de los bienes y posesiones de la Iglesia para un mejor cometido por parte de aquél. Contra esta acción se alza bien pronto una fuerte reacción, sustentada especialmente por el P. Domingo de Soto y por Fray Lorenzo de Villavicencio, en defensa de las prerroga-tivas eclesiásticas y del derecho a la mendicidad y a la limosna. Así, sucede que a pesar de haber sido nuestro país el primero en intentar mejoras sociales es prácticamente el último en alcanzarlas, ya que hasta el siglo XVIII, con Felipe V, no se consigue impo-ner el papel del Estado en los asuntos de Beneficencia como colaborador de la Iglesia.

Entre tanto, en los siglos XVI y XVII se habían dictado en Inglaterra “leyes de po-bres”, que si no son una solución si que representan al menos una ayuda para los disca-pacitados, todavía incluidos en ellas. Por toda Europa se van extendiendo dos aspectos médicos fundamentales para su beneficio, como son la Cirugía ortopédica, impulsada sobre todo por el francés Ambrosio Paré, y la confección de prótesis y aparatos ortopé-dicos, muy desarrollada en Alemania. Se prepara, en fin, el paso a la sociología cientí-fica, que va a llegar con el siglo XVIII y que va a constituir la clave del progreso actual.

F)   Siglos XVIII y XIX.

    El siglo XVIII es del nacimiento científico de la sociología moderna, creada por el francés Comte sobre la base de las ideas vivianas. Se acepta ya universalmente que el discapacitado necesita ayuda, es decir, trabajo e instrucción profesional y no limosnas. Es el momento de las Mutualidades y los Montepíos como defensores y ordenadores de los derechos del trabajador. Todas estas ideas llegan pronto a España a través del irlan-dés nacionalizado Bernardo Ward, aunque hay que esperar al reinado de Carlos III y al mandato de Floridablanca para que se ordene realmente la Bene­ficiencia Pública en España.

El siglo XIX, siglo de ordenación y de avance, es el siglo de los seguros sociales. Tres figuras, cada una por motivos diferentes, resaltan especialmente en esta época. En primer lugar, Bismarck, primero en implantar los seguros sociales. En segundo término, Carlos Marx, que defiende la dictadura del proletariado, con lo cual abre paso a las distintas formas de socialismo, que, por desgracia. desembocan en el comu­nismo políti-co. En tercer lugar, y por encima de todos, el Papa León XIII, que es capaz, en su Encíclica “Rerum Novarum”, no sólo de romper con sistemas arcaicos, sino de sentar las bases de la política social cristiana, sin duda el mejor de los caminos actuales.

G)   Siglo XX.

Una larga serie de acontecimientos ordenadores se suceden de forma casi ininterrumpida, entre los cuales el más importante es sin duda la toma de forma y de carácter de la especialidad médicosocial denominada Rehabilitación,  que se ocupa di-rectamente de las distintas etapas que conducen al discapacitado a una reintegración laboral correcta. Se crean (Boston, 1905) talleres protegidos por el Estado, en los cuales aquellos discapacitados que no pueden alcanzar un rendimiento normal desarrollan un cometido laboral posible. Se consiguen avances técnicos considerables en ortopedia. Se afronta de modo directo el problema de los niños discapacitados. Se busca, en fin, llegar a esa meta por la cual todos luchamos y que será seguramente el símbolo de nuestro siglo: Seguridad Social. Seguridad Social para todos los hom­bres, sin distinción alguna.

 

III

Decíamos párrafos atrás que la integración social del discapacitado había venido a conseguirse a través de toda una larga evolución que fue sirviendo a la humanidad para ganar progresivamente en grandeza espiritual y en cultura. En efecto, ambos aspectos se hallan en relación directa. Ya Platón decía, y más tarde le secundó ardientemente Baruch Spinoza, que “virtud y cultura son la misma cosa; todo hombre sabio es virtuoso e imposible es llegar a ser virtuoso sin ser sabio”. En gran parte esto es bien cierto y un buen ejemplo lo tenemos en Rehabilitación.

Entendemos que la humanidad ha llegado a la Rehabilitación porque a su vez ha alcanzado, a lo largo de una evolución de siglos, un estado suficiente de madurez, tanto en el aspecto médico como en la vertiente social. La Rehabilitación encierra una idea de nobleza, de verdadera ayuda, que sólo puede encajar en una época de cultura y civilización elevadas. Lo fuerte, no sólo física, sino también mentalmente, es noble por naturaleza. El mismo Platón, una de las cimas espirituales de la huma­nidad. buscaba constantemente la felicidad de los demás. Pocas figuras más nobles que la de su maestro Sócrates, compendio de sabiduría, altruismo y fortaleza de alma. Lo mismo podría decirse, en realidad, de casi todos los filósofos que en el mundo han sido. “Filósofo” equivale a aficionado a la sabiduría, es decir, a la verdad, y pocos son los que siguiendo este camino, tantas veces indicado por S. S. el Papa Juan XXIII, no hayan sido capaces de dar a la vez a los hombres ejemplo de virtud y lecciones de rectitud moral. Esta nobleza se encuentra también en el gobernante de auténtica valía, capaz de la grandeza del comprender y del perdonar (Tra­jano, Marco Aurelio, Carlos I, Napoleón). Tomás Jefferson, tercer Presidente de los Estados Unidos y retirado pobre de la política, dijo: “He jurado ante el altar de Dios guerra a muerte contra cualquier forma de tiranía sobre la mente del hom­bre,” En el fondo, la galantería es también una forma de expresión de la fortaleza consciente del varón cultivado, que le lleva a ayudar a quienes sabe más débiles. Recordemos la figura del profesor Challenger, protagonista de una serie de novelas de Conan Doyle, aparentemente tan grosero y, sin embargo, capaz, con quienes le necesitan, de las mayores finuras espirituales.

Estos sentimientos de nobleza y altruismo, de ayuda a los demás, poseen una base mucho más espiritual que física. Durante siglos se han homologado errónea­mente los conceptos de “bueno” y de “bello” por influencia del adagio latino, debido a Juvenal, “mens sana in corpore sano”. De aquí, en parte, el menosprecio ancestral hacia el disca­pacitado por parte de la sociedad a pesar de las llamadas en contra lanzadas por personas de buena voluntad. La Leyenda de Riquet, recogida por Perrault en uno de sus “Cuentos de viejas” y tan espléndidamente humanizada por Buero Vallejo en “Casi un cuento de hadas”, traduce la superioridad de la bondad, de la calidad de alma, sobre la apariencia física. Hasta el punto de que la belleza interna de Riquet es seguramente la que al conseguir enamorar a la princesa transforma a los ojos de ésta toda su fealdad aparente en auténtica hermosura. Un grito en contra de ancestrales encasillamientos, de este eterno juzgar de la sociedad por las aparien­cias, parece existir también en el cuento de Perrault con la presencia de las dos princesas, una, hermosa y boba, la otra, inteli-gente, pero fea, al ser a la larga la fea la que se va llevando tras si a los pretendientes llegados al reclamo de la perfec­ción física de su hermana. Algo análogo podría decirse de la figura de Cyrano de Bergerac, cuya verdadera hermosura solamente al final es comprendida por Roxana. Una figura en parte comparable a la de Cyrano, si bien situada en un nivel muy superior, la tenemos en nuestro don Francisco de Quevedo, mal apreciado y peor comprendido, a medias a causa de su patriotismo, su nobleza y su talento y a medias por su aspecto poco decorativo y deforme, “quebrado de color y de piernas” , como él mismo dice. Y. sin embargo, lo recto de su intención trasciende por todos los rincones de su obra inimitable.

En cambio, lo inculto es desconfiado, solapado, egoísta. Ese trato secular dado al discapacitado no traduce en el fondo sino una ignorancia, una incultura realmente feroces. Es casi imposible llegar así a alcanzar sentimientos nobles y altruistas. Una de las razones por las que estamos de acuerdo con los que creen que aquel mediocre actor llamado Shakespeare no pudo escribir las inmortales obras adscritas a su nombre reside precisamente en la mezquindad y falta de nobleza que demostró en su vida privada. Basten como ejemplo los pleitos entablados por el actor, tanto en Londres como en Stratford, entre 1604 y 1615, es decir, cuando era poseedor de una gran fortuna, pleitos que la mayor parte de las veces se basaban en verdaderas nimiedades; o la sordidez y seguridad con que va realizando sus negocios, impropios de mente tan aparentemente elevada sobre los asuntos de este mundo; o su declara­ción en contra de su antiguo amigo Montjoy, en 1612. Nada más lejos que todas aquellas minucias burocráticas, que aquel constante egoísmo, del mundo irreal y bondadoso de “El sueño de una noche de verano” o de las alturas espirituales de “Hamlet” y de “Macbeth” o de la trágica grande-za de “Romeo y Julieta” o”Tito Andrónico”.

Ejemplos geniales de todo esto los tenemos en el “Quijote”. Don Quijote, que tantos libros había leído, dedica voluntariamente sus esfuerzos a “favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos”. Todas las acciones de su vida se hallan poseídas de una idea de altruismo y entrega a sus semejantes y cualesquiera que sean las vicisitudes y malaventurados aconteceres que sobre su caballerosa persona se pueden suceder, se mantiene don Quijote irreductiblemente fiel a su “voto de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayores”. Y no sólo esto, sino que lo cultivado de su espíritu le permi-te razonar su altruismo y su caridad: “... si has de vestir seis pajes viste tres y otros tres pobres y así tendrás pajes para el cielo y para el suelo”; “Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso”. La sabiduría popular, en cambio, sim­bolizada por Sancho, es mucho menos desprendida y aconseja al individuo que mire más por sí mismo que por los otros. No es en vano, seguramente no es tampoco casual, que Sancho se apellidase Panza. Sancho representante del pueblo, ese “grande doctor de errores”, como dice Vives. Sancho, que apenas era capaz de firmar. San­cho, que era “hombre de bien, pero de muy poca sal en la mollera”. Poco después de la aventura de los batanes, Sancho trata de concretar sus posibilidades futuras, que él anhela bastante alejadas de toda gloria espiritual: “... pero querría yo saber (por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes y fuese necesario acudir a lo de los salarios) cuanto ganaba un escudero de un caballero andante...”. El interés es el señuelo que le impulsa a acompañar a don Quijote: “Mire vuesa merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido...”; sentir que se mantiene invariable a su vuelta a casa, terminada toda aventura: “Dine­ros traigo, que es lo que importa.” En la famosa “paga por los azotes del desencanto de Dulcinea” da aquellos no en sus espaldas, sino en los árboles, engañando tran­quilamente a su amo, con un sentido práctico del que Don Quijote es tan absolutamente incapaz que ni aún por asomo llega a sospechar doblez alguna. El sentir de Sancho podría resumirse en aquellos razonamientos, por otro lado tan justificados si adop­tamos su propio ángulo de visión, que siguen a la aventura de Altisidora y que son los que inducen precisamente a don Quijote a la recompensa por los azotes, tan galanamente conseguida: “... yo les voto a tal que si me traen a las manos algún otro enfermo, que antes que le cure me han de untar las mías; que el abad, de donde canta yanta; y no quiero creer que me haya dado el cielo la virtud que tengo para que yo la comunique con otros de bóbilis, bóbilis.”

Sin embargo, con certeza que si Sancho hubiera sido culto habría sido también al-truista y desprendido, capaz abiertamente de sacrificios y de renuncias, de dar salida a unos sentimientos de nobleza, que allá en su fondo existían, pero que eran ahogados en la práctica por su saber egoísta de refranero: “Bien predica quien bien vive”, “El buey suelto bien se lame”, “Con lo mío, Dios me ayude”, “Sobre mí la capa cuando llueva”, “Váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza”. “A salvo está el que repica”, “Más vale un toma que dos te daré “... Resulta casi cruel este acervo de saber popular (curioso que “acervo”, reunión, conjunto, y “acerbo”, amargo, hiriente, puntiagudo, po-sean un origen común en “acer , arce, el árbol de dura madera y buen arder), pero a su vez el pueblo que lo ha creado lleva en él la penitencia más directa a su pecado, ya que seguramente es el estrato de la sociedad que más fácilmente puede ser engañado y explotado por quienes se preocupen de manejar sus sencillas convicciones y su astuta desconfianza, de fondo egoísta. De aquí que sigan prosperando timos absurdamente bur-dos, basados siste­máticamente en el engaño de quien creía a su vez poder engañar a otro.

Un ejemplo paradigmático de todo esto lo tenemos en la mendicidad profesional, a la vez víctima y explotadora de la ignorancia inconsciente del pueblo, que inútilmente se disfraza de una falsa y ramplona sabiduría, fácil al engaño. Por eso, donde más men-digos ha habido siempre, donde más, por desgracia, continúa habiendo, es en los pue-blos, aunque no falten hoy en las ciudades.. Hemingway. gran observador, se da cuenta de esto y lo describe en “Muerte en la tarde”: “La plaza está al final de una calle tórrida, larga y polvorienta que del frescor selvático de la población lleva hacia el calor y los mutilados de profesión, los profesionales del horror y de la limosna que siguen las ferias de España una tras otra, bordean la carretera, agitando sus muñones, exponiendo sus lacras, exhibiendo sus monstruosidades y pidiendo limosna con su gorra entre los dientes cuando no les queda otra cosa para sujetarla; de manera que recorréis ese camino polvoriento, como si fuese un torneo, entre dos filas de monstruos hasta la plaza.” Se escribió esto en 1932. Todavía tiene en muchos lugares una vigencia indiscutible entre nues­tras costumbres.

Todo esto va siendo cambiado por la Rehabilitación en una labor progresiva que, comenzada hace mucho tiempo, ha venido a fructificar plenamente en nuestra época de civilización y de cultura, que es por ello también, aunque opiniones poco meditadas apunten lo contrario, de altruismo y buena voluntad. Pero no es sola­mente la Rehabilita-ción, al hacer renacer  unos sentimientos de ayuda y de amor al pró­jimo, una reivindica-ción del quijotismo, sino que en su estructura entran factores de índole intelectual en un maridaje perfecto con los de carácter afectivo. Así, el antiguo “ayúdate y te ayudaré” queda sustituido por un concepto mucho más cris­tiano, pero a la vez más real y más positivo: “Te ayudo porque es mi obligación y porque tal vez serás tú quien me ayude en otro momento”. Se trata de un concepto más elabo­rado, intelectual y afectivo a la vez, de hombres más cultivados anímicamente y, por lo tanto, más cerca de Dios. Aparece de este modo una Caridad razonada, útil a quien la da y a quien la recibe y que no tiene nada de ofensivo ni de humillante para ninguna de las dos partes, sino que, por el contrario, beneficia a ambas y, con ellas, a toda la sociedad.

El discapacitado necesita ayuda, qué duda cabe. Ayuda para conseguir una vuelta a su estado primitivo tan completa como pueda alcanzarse, lo cual buscaremos con todos los medios a nuestra disposición. Ayuda en cuanto a su orientación profesional y en el aprendizaje de la nueva profesión, así como en la consecución de un puesto de trabajo estable, sin el cual todos los esfuerzos quedarían truncados. Ayuda en suma del médico y del estadista y de su ambiente social y su medio familiar. Pero esta ayuda la recibe con la idea de que se trata de un préstamo que va a devolver con creces y no de una limosna. Y la utiliza al máximo porque piensa que segura­mente en otro momento, en muchos momentos, va a estar ayudando a los demás con su utilidad. Los países en que la Rehabilitación se halla más perfeccionada son los más desarrollados, pero no ya sólo porque su bienestar les permite una organi­zación más correcta, sino también porque este bienestar se ve considerablemente aumentado por el indudable carácter financiero que posee una Rehabilitación bien montada en sus diferentes aspectos, por lo que aportan los que no se limitan a recibir. Jansson, experto de la O. M. S., comprobó en 1953 que los gastos que cada año se realizan en Estados Unidos para rehabilitar a los correspon-dientes discapacitados son amortizados por ellos mis­mos en dos años y medio de trabajo normal, con sólo los impuestos directos e indi­rectos que pagan a su gobierno.

Esta caridad organizada, intelectual, de pensar que el débil que hoy precisa ayuda puede ser mañana el fuerte que la brinde debe guiamos si queremos lograr resultados positivos para la sociedad; si pretendemos crear una organización social efectiva y real. Pero ello no quiere decir que anulemos la otra caridad, la afectiva, siempre que sea sincera, sino que debemos darle una orientación, de la que ha carecido durante siglos y que se basa precisamente en la sinceridad. Impulso, que no postura. Sentimiento, que no apariencia. La caridad a que alude don Quijote cuando dice: “Si acaso doblaras la vara de la justicia no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.” Es ésta la caridad más difícil y la más hermosa. La del amor. La que nos lleva a aliviar el sufrimiento de los demás, a ayudarles en su dolor o en su desgracia, porque sabemos que son sufrimiento y dolor que restamos a los de Jesucristo, que murió hace casi dos mil años por nosotros, pero que sigue y seguirá sufriendo y muriendo cada instante, en eterno milagro de amor, mientras exista un solo hombre que sufra, que es tanto como decir mientras exista un solo hombre sobre la tierra.

 

1 “Concepto de Inválido e Invalidez”, “El valor del inválido”, “Concepto de Rehabilitación”, etcétera.

 

I-3 EL VALOR DEL INVALIDO.

Se publicó inicialmente en MEDICINA, XXXV , Septiembre de 1967 y fue reproducido por la Asociación Nacional de Inválidos Civiles (ANIC) de Cádiz en los números 11 y 12, de Septiembre y Diciembre de 1970 en su revista VALGO.

 

EL VALOR DEL INVALIDO

Según cifras del V Congreso de la Sociedad Internacional para el Bienestar de los inválidos, celebrado en Estocolmo en 1951, casi el 15 % de la población del mundo presenta alteraciones somatopsíquicas del tipo de las que suelen expresarse bajo la denominaci6n de “invali­dez”. Mejor que “invalidez” y que “inválido”, palabras que encierran una negación que rara vez se da, preferimos emplear otros términos que no posean este matiz de ausencia y que, en cambio, marquen de forma clara la existencia de una alteración, que es la característica esencial en estos casos. Estos términos son los de “discapacidad” y “discapacitado”, que se corresponden etimológicamente con las voces inglesas “disability” y “disabled”, originadas ambas del latino “habilis” y que encierran el concepto que en realidad debería recaer sobre unos términos (“dishábil” y “dishabilidad”) a los que es mejor renunciar por su escasa eufonía castellana. Ambos términos, “discapacidad” y “discapacitado”, son utilizados habitualmente por nosotros desde hace varios años por poseer precisamente estos matices ideológicos de alteración o de merma, pero no de negación, que corresponden por derecho a la denominación correcta de aquellas personas que, por una razón u otra, han visto mermada la suficiencia o aptitud que como humanos les corresponde. Ahora bien, nos conviene en este trabajo servirnos precisamente de las voces “inválido” e “invalidez” como punto de partida de un análisis que sin duda presenta matices interesantes.

En un sentido amplio inválido es “el que no vale”, es decir, el que carece de “valor”. Ocurre que, en general, la palabra “valor”, a consecuencia de un empleo semántico demasiado unilateral que la costumbre ha ido marcando poco a poco en nuestro lenguaje común, evoca en la mayor parte de nosotros el concepto de “valentía”, que el diccio-nario define como “cualidad del ánimo que mueve a acometer resueltamente grandes empresas y arrostrar sin miedo los peligros”. Pero existe una acepción de “valor” con un matiz mucho más amplio y una clara raigambre filosófica y que, sin embargo, suele olvidarse. Esta acepción indica un concepto de “validez”, de “valer” o “ser válido”, lo que equivale a decir que expresa el “grado de utilidad de las cosas para satisfacer las necesidades o proporcionar bienestar o deleite” o, como mucho mejor y más sucinta-mente expresa Ehrenfels, que indica la “propiedad que tiene un objeto de ser deseable”.

Alfredo Stern analiza muy bien este segundo sentido del término “valor” al tomarlo como expresión de los estados de desigualdad de rango que hacen que el hombre distinga uno de otro los diferentes elementos físicos y espirituales ante los que se encuentra. Ahora bien, cada individuo experimenta la desigualdad de rango entre los mismos contenidos de una manera forzosamente subjetiva, es decir, diferente a la apre-ciación de los demás, lo que crea distintas jerarquizaciones y, por consiguiente, accio-nes, respuestas y aún conductas muy diferentes unas de otras. De aquí que la ciencia, que por su propia naturaleza ha de hacer abstracción de cuanta relación subjetiva pueda haber en sus contenidos, se vea impotente para llegar a solución alguna en relación con una posible ordenación de valores, y de aquí también que se haya hecho necesario recurrir a la Filosofía, a cuyo dominio compete muy especialmente la reflexión sobre las relaciones sujeto-objeto. Aún introducidos de este modo en el campo filosófico, la posición es bastante inestable y se nos hace difícil el actuar de modo objetivo, puesto que son siempre los sentimientos subjetivos los que han de ser transformados en cada caso en representaciones objetivas acompañadas de sentimientos de valor, y ello obliga a actuar en una esfera teórica. Es algo parecido, dice Stern, a lo que sucede en Química cuando se opera con símbolos y ecuaciones en representación teórica de las reacciones que sólo pueden obtenerse en el laboratorio experimental.

De esta forma, el estudio filosófico de los valores ha dado origen a toda una serie de doctrinas enlazadas entre sí a través de matices teóricos más o menos afines y que se encierran bajo denominación común de “axiológicas”. Procede este último término del verbo griego axioun, derivado a su vez de, axios, valor, precio, estimación, dignidad, mérito, palabra que en español engendra voces técnicas como “axioma” y sus derivados, con una significación de categoría, dignidad, consideración. En su forma verbal griega expresaba esta palabra matriz una idea de satisfacer, apreciar, honrar, juzgar rectamente, tener a alguien por digno o merecedor. De aquí que pueda definirse la Axiología como la ciencia del apreciar o del valorar o bien, dicho de otra forma, la parte de la Filosofía que se ocupa de la teoría o estudio de los valores.

Un breve repaso a alguna de las más importantes doctrinas axiológicas nos va a servir para centrar nuestro propósito y alcanzar nuestro cometido a lo largo del presente escrito. Conviene señalar que uno de los aspectos más interesantes de cuantos abarca el pensamiento actual se encuentra precisamente en el que compete a la axiología o teoría de los valores. Si bien el concepto de “valor” es tan antiguo como la filosofía moral, no aparece en realidad como problema directo hasta bien entrado nuestro siglo, fundamen-talmente a través de la obra de Max Scheler “El formalismo en la ética y en la valorativa material”, aparecido en 1913. Desde entonces, son tan numerosos como variados los autores que van haciendo alguna aportación ideológica, más o menos insignificante, más o menos revolucionaria, en relación con la esfera de los valores, hasta que casi sin darnos cuenta hemos llegado a encontrarnos ante un verdadero mar de conocimientos teóricos al que convergen multitud de ríos, canales o arroyuelos llegados hasta él por diferentes lugares y desde muy distintas alturas. De entre todo ello hemos tratado de recoger aquellas orientaciones que nos han parecido más fundamentales o bien que parecían abrirse más claramente hacia las normas que la vida moderna, en su evolución, parece irnos marcando.

 

1. Criterio psicológico en el enfoque doctrinal de los valores 

El psicologismo filosófico es una de las corrientes más importantes y a la vez más combatidas entre los pensadores modernos. Su base reside en considerar la psicología como auténtica ciencia funda­mental en que apoyar la lógica. Este criterio, aplicado al estudio de los valores, se debe a Ricardo Müiler-Freienfels, quien sentó los prin­cipales fundamentos de su doctrina axiológica en su libro «Funda­mentos de una nueva doctrina de los valores», publicado en 1919. El psicologismo filosófico entiende que la experien-cia interna es el único punto de partida de todo conocimiento de orden lógico y que la psicología es la ciencia básica capaz de dar las normas fundamentales en que apoyar todo sistema filosófico. De este modo resulta que un pensamiento lógico únicamente será válido cuando posee una clara raigambre psicológica, quedando la ausencia de rigor compensada por una mayor aproximación a la realidad empírica vivida.

Esto tiene una ventaja en el análisis de los fenómenos axiológicos, puesto que, ya de entrada, admite este sistema la existencia de un objeto estimado y un sujeto que aprecia. La relación entre ambos factores es el mecanismo que conduce hasta la captación de valores. Según Müller- Freienfels, el proceso necesario para llegar hasta esta apre-ciación es complejo. Cuando algo nos place o nos desagrada lo único que estamos al-canzando en realidad es una base emotiva, un fenómeno parcial, que precisa de un complemento de concienciación por parte de la persona que valora para convertirse en auténtica apreciación. Este complemento es denominado por Müller-Freienfels «puesta de valor» y consiste en una aprobación o reprobación de la relación primaria que ha servido como base emotiva. Al dar un paseo o escuchar una melodía indefinida; ante un paisaje campestre o junto a la orilla del mar o bien, por el contrario, situados en una habitación de desapacible decorado o molestos por una conversación banal que tratamos de seguir, nos embarga un sentimiento de placer o de dis­placer, una relación primera de índole emotiva. Es necesaria una toma de posición ante este sentimiento afectivo para que exista auténtica aprobación o reprobación de su significado, y esto es lo que consti­tuye la puesta de valor.

El sentimiento, el placer, el deseo, no pueden por lo tanto constituir por si solos apreciación. En cambio, la puesta de valor no siem­pre precisa de una base auténtica-mente subjetiva para tomar cartas de naturaleza, y esto sucede precisamente en aquellos fenómenos que se suelen encerrar bajo el nombre de «tradición». Muchos consideran de gran mérito la música de Beethoven o la pintura de Picasso no por­que les gusten verda-deramente, sino porque han oído decir que poseen este mérito, o defienden una deter-minada película o una obra teatral porque la crítica o los festivales internacionales les han sido propi­cios. En esto se basa también en gran parte el poder de la propagan­da, que es otra habilidosa manera de imbuirnos opiniones ajenas a nuestros modos de valora-ción. Es curioso pensar que la mayor parte de las apreciaciones con que cada uno nos vamos pertrechando posee un carácter tradicional ancestral, siendo aceptadas por nues-tra parte sin ninguna intervención personal. O bien sucede que aceptamos, como si fue-ran nuestros, valores impuestos, en ocasiones muy hábilmente, obligados por nuestra época, por nuestras modas, por nuestros ambientes so­ciales o por las técnicas propagan-dísticas más refinadas. Todo esto sucede a pesar de que, como dice el propio Müller-Freienfels, “en ge­neral, la apreciación aceptada por tradición subsiste como un postu­lado vacio, cuando no como una ilusión o una hipocresía”.

Sin llegar hasta una afirmación tan categórica, resulta lógico pen­sar, en efecto, que la falta de contacto primario, con su correspon­diente ausencia de todo contenido afectivo, va a falsear y a descompo­ner la autenticidad del proceso valorativo, a convertirlo en algo ajeno a nosotros, extraño a la intervención de nuestra propia personalidad y un ejemplo bien palpable de ello nos lo ofrece precisamente aquel al que se ha venido lla-mando habitualmente inválido. El individuo corriente, a lo largo del transcurso de innu-merables años, ha ido aceptando sin analizarlos los conceptos tradicionales que le iban pin­tando al inválido de cada época como mendigo profesional o como bufón solamente útil para divertir a los demás, o como persona in­capaz de trabajo o portadora de male-ficios y desencadenadora de des­gracias. Y no sólo ha aceptado estos conceptos, sino que los ha adop­tado como suyos sin ni siquiera advertir, al menos, que los tiempos y las costumbres habían ido cambiando.

 

2. Criterio fenomenológico personalista. 

La doctrina psicológica de los valores se inclina, en razón de su propia naturaleza, hacia un relativismo axiológico que tiene el in­conveniente de conducirnos hasta un subjetivismo arbitrario de las apreciaciones. Por mucha que sea su ventaja al mantenerse en todo momento próximo a la realidad psíquica, lo cierto es que este sistema niega la posibilidad de establecer un principio unitario de lo exacto o de lo falso, de lo bueno o de lo malo, así como de la jerarquía de cada uno de estos y de todos les demás valores posibles. De aquí que esté justificada la búsqueda de un matiz de perfección axiológica que permita encontrar «un principio unitario de la exactitud de los valores y de su jerarquía» (Stern). De aquí también que surjan, como contrapartida de la doctrina axio-lógica psicologista, otros sistemas que se orienten hacia y que defiendan un absolutismo axiológico bajo el principio fundamental de que no es posible la existencia de una moral universal si no contamos con valores universalmente válidos.

Estos razonamientos, sin embargo, encierran a su vez un fácil y grave peligro, como es el de caer efectivamente en el absolutismo axiológico, contrario a todos los principios y fundamentos que sirven de apoyo a la Filosofía y a la ciencia y que se resumen en la necesidad de eliminaer todo prejuicio y toda presuposición. Son los feno­menólogos, capitaneados por Max Scheler, los que mejor han sabido obviar estos peligros al crear una doctrina absolutista de los valores de orden personalista.

La fenomenología, creada por Husserl, pretende ser una ciencia de esencias, una ciencia eidética (de eidos, imagen naturaleza, visión) y no una ciencia de hechos. Su principio fundamental consiste en tomar las cosas que originariamente se ofrecen a nuestra apreciación tal como se dan, en un auténtico y genuino trasunto de esencias eter­nas e inmutables que captamos por intuición, es decir, apriorísticamente. El «fenóme-no» no es otra cosa que el objeto tal como se mues­tra por sí mismo, sin necesidad de referencias ni denominaciones. El punto de partida de la doctrina fenomenológica personalista de los valores de Max Scheler está en tornar las cosas que originariamente se ofrecen a la intuición de cada uno de nosotros tal como se dan «a priori» y sobre el apoyo de una base ética emotiva que no deriva del pensamiento ni de la lógica, sino del dominio emocional del espí­ritu. Este dominio emocional espiritual es el que marca el subjeti­vismo en la captación de los valores absolutos que se nos ofrecen. Es la persona de cada uno de nosotros el verdadero soporte de los va­lores morales y es ella, por tanto, la que puede ser buena o mala, independientemente de lo que suceda a su alrededor, de donde resulta que los valores llamados morales son en realidad valores personales. De aquí que Scheler diese a su doctrina axiológica el nombre de «personalismo».
  Ahora bien. En general, todos nosotros, en cuanto a personas, estamos supeditados a los grupos sociales a que pertenecemos y en los cuales estamos integrados, de donde resulta que la persona aislada es, en el fondo, una simple abstracción, cuya ética se halla condicio­nada a la del grupo a que pertenece. Scheler habla, en razón de esta situación, de “personas colectivas”, auténticas personas de orden su­perior, considerando a los diferentes grupos humanos de convivencia como verdaderas unidades espirituales. Estas personas colectivas rea­lizan actos de los cuales son responsables, a su vez, las distintas per­sonas Individuales que las forman, una a una, ante cada una de las demás y ante el conjunto de todas ellas. Unido este hecho al principio básico dé la “intuición fenomenológica”, resultará que las valoracio­nes colectivas van a chocar, por un lado, con el número de personas individuales entre las que han de quedar repartidas; por el otro, con la propia magnitud de la cosa valorada. De aquí que los valores ma­teriales, difíciles de repartir fuera de ciertos limites, en ocasiones muy estrechos por una u otra de las razones apuntadas, con un reparto en todo caso limitado a un número determi-nado de individuos, van a llevar a la larga a la separación y a la lucha entro estos individuos y, por tanto, a la desintegración y anulación de la persona colectiva a que pertenecen. En cambio, los valores espirituales, indivisibles y eternos, pueden ser comunicados a un número ilimitado de seres humanos que, al aceptarlos, se ven más unidos unos con otros, reforzando de esta forma el poder de su grupo.

 Hemos venido a dar así, a través de la doctrina fenomenológica, en una nueva forma de choque de la realidad con el concepto de inválido. Este concepto ha sido casi siempre materialista, casi nunca espiritual. Se le han venido negando habitualmente al inválido los valores espi­rituales, como si se tratase de un ser desprovisto de espíritu, y ello dificulta enormemente su valoración por la colectividad.

 

3. Filosofía fronetista de los valores.

Alfredo Stern, que tanto se ha interesado por el estudio de los va­lores, ha creado a su vez una filosofía axiológica cuya base es en parte lógica y en parte extralógica, y con cuya descripción vamos a estruc­turar el último de los esquemas que nos hemos propuesto en relación con el análisis de las más importantes maneras filosóficas de llegar a una mecánica valorativa.

  En la elaboración del pensamiento determinante ante el objeto determinado el racionalismo admite únicamente que puedan establecerse auténticas relaciones bajo necesidades puramente lógicas, en tanto que el empirismo defiende, ante todo, la importancia fundamen­tal de la experiencia. Stern publicó en Munich, en 1932, un libro titu­lado “Los fundamentos filosóficos de la verdad, de la realidad y del valor”, en el cual estructura una nueva forma de teoría del conoci­miento que denomina «fronetismo» (de froneo, tener entendimiento, pensar, idear). Pretende oponer este sistema al raciona-lismo y al lo­gicismo, por una parte, y al empirismo, por la otra, considerando que el pensamiento posee vínculos internos no sólo lógicos, sino también extralógicos. Estos componentes no lógicos son tan admisibles como los lógicos, y para su conformación admite Stern como única fuente de origen la que brinda la experiencia, con lo cual consigue edificar una doctrina, por una parte, equidistante, por la otra, enlazada con las teorías racionalistas y con las empiristas.

  En principio, además, y esto es lo que más nos interesa desde nues­tro punto de vista, Stern matiza un poco más que los demás filósofos en relación con la apreciación axiológica al separar los conceptos de “valor” y de “validez”. Para llegar a ello, y de acuerdo con su doctrina fronetista, distingue entre el pensamiento como factor determi-nante y el pensamiento como factor determinado. En el primer caso, el pensamiento es de orden lógico-trascendental; en el segundo. de carácter antropológico-psicológico-cerebral. El pensamiento lógico es sujeto “que pone”; el pensamiento antropológico, objeto “puesto”. En cuanto a lógico, el pensamiento, al poner los objetos determinados, produce los contenidos de los mismos. En cuanto a antropológico, el pensamiento es, en si mismo, un objeto determinado y, por tanto, un mero conte­nido parcial del pensa-miento. Es este segundo tipo de pensamiento el único que de verdad pertenece al hombre como una función cere­bral o un fenómeno psicológico, puesto que “hombre”, “cerebro”, “psi­quis”, son, en si mismos, objetos determinados por el pensamiento lógi-co-transcendental al cual, por lo tanto, presuponen. La validez re­presenta, de este modo, las condiciones internas de cada objeto que va a ser ana­lizado por el pensamiento deter-minante, y estas condiciones internas son auténticas condiciones formales equivalentes a las nociones ló­gicas y matemáticas. Los valores, en cambio, indican condiciones ma­teriales bajo las cuales el pensamiento determinante pone sus objetos; se hallan también arraigadas en vincules internos del pensamiento, pero estos vínculos son extralógicos, es decir, psíquicos.

Ni unos ni otros elementos, formales y materiales, pueden dar de manera aislada una determinación objetiva del pensamiento. Se pre­cisa, para llegar a esta objetivación, la unión de ambos vínculos. Ex­presando todo esto de forma más concreta, quiere decirse que no es posible llegar a la realidad objetiva más que “a posteriori”, es decir, a través de la propia experiencia. Solamente cabe la determinación apriorística en relación con la lógica y las matemáticas, únicos obje­tos posibles de contenido puramente formal. El  resto de los conteni­dos, precisamente los valores, no pueden existir sin la actuación previa de nuestra experiencia. Y no ha sido precisamente a través de la ex­periencia como los diferentes pueblos y naciones de la historia han formado sus pensamientos de “inválido” y de “invalidez”, con lo que queda demostrada también, según las normas de la filosofía frone­tista, la inconsistencia de las opiniones habituales en cuanto al sujeto principal de este trabajo.

 

***

A lo largo de estas rápidas revisiones se ha querido afrontar el pro­blema de la necesidad, por un lado; la posibilidad, por el otro, de que exista un concepto axiológico de la entidad “inválido”. A poco que nos fijemos nos daremos cuenta do que la solución a este problema se nos ofrece según una doble vertiente. En primer lugar, se deduce que todas, absolutamente todas las cosas que integran este mundo, poseen un valor, lo cual parece ser todavía más notorio en relación con las entidades humanas denominadas personas. En segundo término, que este valor sólo puede ser real cuando es captado por la persona que valora, es decir, cuando existe una auténtica y consciente penetra­ción del proceso valorativo en el interior de la personalidad valorante, y esto es siempre así cualquiera que sea la doctrina filosófica que se adopte para explicar la mecánica de captación de los valores. Las opi­niones llamadas tradicionales no hacen muchas veces sino dificultar el ritmo normal de progreso y de evolución de la humanidad al anular automáticamente toda acción personal renovadora.

Admitida la existencia de valores en el “inválido”, queda demostra­da directamente la improcedencia de este vocablo, que debe ser sus­tituido. Ya expresamos al comienzo nuestra preferencia por los términos “discapacitado” y “discapacidad”, que propusimos hace algún tiempo, y que marcan bien ese sentido de alteración que caracteriza estos estados, en oposición a la auténtica negación que les infieren denominaciones como las de incapacitado, impedido o inválido, que carecen de matices ofensivos como los que encierran las voces lisiado, tarado, tullido y similares y que, por último, ni siquiera indican ese falso contenido de disminución de los neologismos minusválido y dismi­nuido.

Para centrar del todo la situación, en una visión completa que permita el hallazgo de posibles soluciones, nos resta solamente ana­lizar por qué causas o bajo qué tipo de influencias se han conseguido mantener a lo largo de los siglos conceptos tan reñidos a la vez con la moral cristiana y con el desarrollo evolutivo de los pueblos, tan contrarios al estado favorable de vida y de cultura de la humanidad de nuestros días como son el  aislamiento social y el apartamiento laboral de los discapacitados.

Para llegar a una captación real de los valores es necesario adap­tarse a una mecánica, a un mecanismo de formación de sus conteni­dos, que va tomando cuerpo a través del engranaje sucesivo de una serie de etapas. Como esquema básico vamos a tomar el de Alfredo Vierkandt, creador de una doctrina sociológica de los valores.

Lo social como ciencia, y aun diríamos que como fenómeno de con­vivencia humana, tiene su verdadero origen en el genio creador y or­denador de nuestro compatriota Luis Vives, como hemos analizado en otro lugar (1). Vierkandt considera fundamental la existencia de una serle de condiciones sociológicas en la formación de los valores. La fuente primaria de todo valor reside en los sentimientos, pero, so­bre ellos se van acoplando procesos más elaborados y de claro fundamento sociológico, los cuales van siendo adquiridos por nosotros a lo largo de nuestra educación, que van frenando y regulando nuestros sentimientos primarios. Estos procesos o fases que quedan sobreaña-didos al sentimiento primario de valor son tres en opinión de Vierkandt: la tra­dición, la condensación y el desplazamiento. Este esquema es el que vamos a utilizar.

A)    Tradición. En este caso la apreciación de los valores se tras­lada de una persona a otra; ya se ha indicado cuán peligroso y fuera de lugar puede resultar este sistema. Uno de los poetas más excelsos cuyo espíritu haya visitado jamás nuestro planeta, Omar Khayyam, dejó dicho hace aproximadamente novecientos años, en una de sus inmorta-les rubaiatas: “Entre los pliegues del pasado y el dintel del porvenir, en esa maraña de creencias, en medio do los engaños del mundo y los terrores del más allá, mantente libre y sé feliz». Pocas personas, a lo largo de la historia de la humanidad, se han encontrado mas envueltas que los discapacitados en maraña alguna de creencias que les impidiera ser libres y, por tanto, felices. En épocas más o me­nos remotas se les aparta totalmente de las actividades sociales, como en Babilonia, o son sacrificados por considerar su alteración como una señal de castigo, castigo impuesto por la divinidad en razón de los pecados cometidos por el interesado o sus ascendientes, lo que conduce a verdaderas matanzas legales en la India o entre los habi­tantes de algunas tribus suramericanas. La misma situación, si bien ahora por motivos raciales, se repite en Esparta a partir de las leyes de Licurgo.

Esta idea de la discapacidad como castigo impuesto va evolucio­nando y bien pronto pasa a ir compañada de un nuevo matiz, como es el de ser considerada indicación de la maldad del que la padece, opiniones que se mantienen “tradicionalmente” a través de los siglos hasta casi nuestros días. La discapacidad es un castigo o un índice de maldad y, al contrario, la belleza y la salud físicas se consideran, de modo inveterado, un signo de bondad y de nobleza, conceptos en los que influye no poco una interpretación dema-siado unilateral del famoso adagio latino «mens sana in corpore sano». Así, en el libro VI de la Eneida, canto 4, que trata del paso por Eneas de la laguna Estigia, dice Virgilio: “Allí vio Eneas a Deífobo, hijo de Príamo, llagado todo el cuerpo, cruelmente mutiladas la cara y ambas manos, arrancadas las orejas de las destrozadas sienes y cortada la nariz con infame herida”. Castigos por su boda con Helena, después de la muerte de Paris. En cambio, en el Canto 6, al atravesar Eneas los Campos Elíseos, ve allí “... el antiguo lina-je de Teucro, raza be­llísima, héroes magnánimos...”. Dante, en el Canto XXVIII del In­fierno, dedicado al Noveno Foso, donde sufren tormento los que han causado discordias civiles y divisiones religiosas entre los hombres, describe como castigo la mutilación, repetida una y otra vez, de cada uno de los condenados por acción de los golpes de la espada de un demonio. Ellos tratan de reconstruir y unir sus miembros, pero una vez lo han conseguido son de nuevo inmediatamente descuartizados: “Y uno que tenía amputa-das entrambas manos, alzando los muñones al aire ennegrecido...” Estos mismos conceptos se hallan presentes en las diferentes mitologías. Una leyenda griega admite que Hefaistos, que se corresponde con Vulcano en la Mitología romana, fue arroja­do a la tierra nada más nacer por su madre Hera, al ver lo feo y deforme que era. Sileno, símbolo de la vejez procaz, era pintado calvo, barrigudo, con el rostro deforme y lo mismo puede decirse de los sátiros, seres híbridos y lascivos. En cambio, los dioses y los héroes supremos, Hera, Selene, Afrodita, Dionisos, Mercurio, Adonis, poseen casi siempre una extraordinaria belleza. También en el Cristianismo influyen estas ideas, y así vemos que los ángeles y los santos son siempre hermosos, y los diablos, feos y repulsivos. Esto ha transcen­dido, salvo algunas excepciones, a todas las formas litera-rias, lo que ha dado origen a mitos perfectamente definidos, como el de la bella y la bestia o la estereotipia, en bondad y belleza, del “prota­gonismo”.

Otra tradición relacionada con el discapacitado y vigente hasta nuestros días es la de la mendicidad como profesión, que crea situa­ciones monstruosas, como el tráfico de niños deformes o deformados de intento para mejor mover a caridad y que posee normas perfectamente tipificadas que han dado origen a un verdadero “arte” o “ciencia” denominado Bibiatría. Unas Ordenanzas Mendicativas figuran en el Guzmán de Alfarache (Libro III, capitulo 2), y a ellas sigue, poco después, una donosa serie de tretas y de fingimientos para aparentar invalidez: “... a fin de que no se nos dijese que pues teníamos fuer­zas y salud que trabajásemos”.

B. Condensación. A diferencia de lo que sucede con la tradición, este proceso requiere una acción por parte del sujeto que valora­. Se basa la condensación en las huellas que sobre nosotros dejan los sentimientos que experimentamos. Si un objeto cualquiera ha susci­tado en nosotros determinados sentimientos, las huellas dejadas por estos sentimientos pueden acentuarse, condersarse, hasta formar un valor que, ulterior-mente, pasa a ser atribuido al objeto. Tal sucede con la bandera de nuestra patria, que posee para nosotros una con­densación de múltiples sentimientos relacionados con nues-tros más íntimos componentes vitales. Así también el valor que tiene su viejo uniforme para el soldado retirado, como condensación de todos los sentimientos experimentados por él durante sus luchas.

De aquí la enorme importancia que tienen sobre cada uno de nosotros las lecturas, los viajes, la experiencia, la cultura en suma, como elementos formadores de condensación que van a contribuir a crearnos una personalidad propia con capacidad de valoración y abundancia de matizaciones, apta para un mejor conocimiento y una posibilidad de acción más amplia. Sírvannos como ejemplo algunos datos tomados en relación con los discapacitados. En 1953, Jansson, experto de las Naciones Unidas, demostró que los gastos efectuados por el Gobierno de los Estados Unidos durante un año para rehabili­tar a los discapacitados correspondientes a este período de tiempo, son totalmente amortizados por estos mismos discapacitados en dos años y medio de rendimiento laboral normal y ello a través única­mente de los impuestos directos e indirectos deven-gados de ellos por el Estado. Aún más. La Cámara de Comercio americana y el Centro de Impulso Profesional de Heidelberg coinciden en el hecho de que no sólo la mayor parte de los trabajos industriales puede ser desarro­llada por discapacitados, sino que el rendimiento obtenido de éstos es algo superior al que ofrecen las personas consideradas como nor­males. Bastará considerar estos hechos, reales y actuales, para que “condensemos” nuestro concepto de “inválido” y cambie completa­mente el falso esquema que la tradición nos venia ofreciendo.

C. Desplazamiento. Un paso más en la mecánica valorativa per­mite el paso de los sentimientos y, por tanto, de las apreciaciones, de un objeto a otro, siempre que todos ellos se encuentren a la vez en la conciencia. Ejemplos de desplazamiento los tenemos en los recuerdos que conservamos de las personas queridas, o en los sentimientos de apreciación de nuestra tierra natal, sobre los cuales se transportan sentimientos de felicidad experimentados en nuestra infancia. Así surgen dos formas, tipos o especies de desplazamiento de valores: Por contigüidad, como sucede en los recuerdos de orden personal (infan­cia, ciudad natal, etc.) y por semejanza, como ocurre con los detalles o situaciones que nos traen el recuerdo de una persona amada.

También en el desplazamiento volvemos a encontrarnos ante el peligro de los valores impuestos, ya que, a la larga, las apreciaciones llegan a confundirse con valores origi-nales, lo cual es especialmente frecuente en la vida social. En esto nuestra época posee indudables ventajas en relación con las anteriores al contar con medios de extraordinaria eficacia, como son la facilidad en la difusión de las no­ticias y en las posibilidades de transporte, lo que nos permite el análisis de otros horizontes y otros puntos de vista. Nos enteramos de este modo de muchas cosas que para nuestros antepasados hubieran pasado inadvertidas; de formas y sistemas de vida, de hechos, en suma, de gran calidad formativa, como son el que Su Santidad Pa­blo VI ha dirimido a favor de Henri de Saint Julien un pleito que ha durado dieciocho años, autorizándole a recibir las Ordenes sacerdota­les a pesar de tener amputadas las cuatro extremidades; que en Mé­jico, y ahora en España, se celebren misas para sordomudos por sacerdotes sordomudos; o que al famoso jugador brasileño de fútbol,                 Garrincha, no le han impedido convertirse en uno de los mejores ex­tremos del mundo las secuelas poliomielíticas que padece en ambas extremidades inferiores.

 

***

Valga cuanto hemos dicho para que vayamos olvidando la idea romántica o picaresca del discapacitado, mendigo o truhán, que sin duda tuvo su época, indeleblemente marcada en nuestra historia y sobre todo en nuestra literatura. La idea del bufón, la del ser maligno o desagradable e incluso la del discapacitado como objeto pasivo de una caridad mal entendida. En la I Conferencia Interamericana para la Rehabilitación de Inválidos, celebrada en Méjico en 1949, se dice, entre otras cosas: “Se emplearán me-dios legales para evitar la ex­plotación del mutilado, niño o adulto” (conclusión número 11). Esta corriente mundial avasalladora que trae la Rehabilitación y que consigue, por ejemplo, que en un solo año (1962) se recuperen para un trabajo activo normal 100.000 discapacitados que en otros tiempos quedaban apartados prácticamente de la sociedad, se va poco a poco imponiendo en nuestra patria y es necesario que así sea. En la España de hoy se necesitan acciones positivas, gentes activas, dispuestas a dar y están de más (siempre lo han estado en realidad) los grupos pasivos encerrados en recibir. Bastará con darle una oportunidad para que el “inválido” muestre su valor, todo su inmenso valor, en el engrandecimiento de su propio país y de la sociedad de que forma ya parte con todos los honores.

 

(1) “Luis Vives o el nacimiento de lo social”, nunca publicado.

 

I-4 AUTOMARGINACION.

Lo publicó TRIBUNA MEDICA en su número 706 de 29 de Abril de 1977, con motivo de la O.M. de Febrero de este año sobre Programas Individuales de Recuperación. 

 

Muy recientemente (“BOE” 28- II -77) ha sido publicada la orden ministerial de 16 de febrero sobre programas individuales de recuperación en el sistema de la Se­guridad Social. Se estructura así la “norma que permita al SEREM una coordinación de todas las actividades centradas en torno al programa individual de recupera­ción”, quedando constituida “la base esencial para el otorgamiento de las prestacio­nes recuperadoras reconocidas por el sistema español de Seguridad Social”. La orden posee gran importancia y debe ser conocida por todos los médicos, aunque no sean rehabilitadores; al mismo tiempo plantea a la meditación unos supuestos muy suge­rentes. Dos razones que justifican, por sí mismas, nuestro escrito.

    

CREACION DEL SEREM

Como es sabido, se creó el entonces denominado Ser­vicio Social de Recuperación y Rehabilitación de Minusválidos (SEREM) en el decreto 2.531, de 22 de agosto de 1970 (articulo 22), de acuerdo con lo expresado en la ley de Bases de la Seguridad Social, articulo 20, párrafo 1, apartado d). Por decreto 2421/1968, de 20 de septiembre, se había establecido la asistencia a los menores subnormales por parte de la Seguridad Social, y a pesar de que la orden reguladora de 8 de mayo de 1970 especifica como subnormales a “ciegos; sordomudos y sordos profundos; afectos de pérdida total o en sus partes esenciales de las dos extremidades superio­res o inferiores o de una extremidad superior y otra inferior; parapléjicos, hemipléjicos y tetrapléjicos; oli­gofrénicos, paralíticos cerebrales”, a pesar de ello, re­petimos, existe cierta tendencia a separar los dos tér­minos homólogos, “subnormalidad” y “minusvalía”, de forma que el primero expresase las deficiencias de orden mental y el segundo las de orden físico.

 

FUSION DE LOS SERVICIOS PARA SUBNORMALES Y MINUSVALIDOS

Los problemas que iban entorpeciendo de forma pro­gresiva la labor general, quedan por fin soslayados con la promulgación del decreto 731, de 21 de febrero de 1974 (“BOE” de 20 de marzo), que fusiona los Servicios Sociales de Subnormales y Minusválidos de la Seguridad Social bajo la denominación común de servicio de Recuperación y Rehabilitación de Minusválidos Físicos y Psíquicos. Entidad cuyas actuaciones se ven ahora potenciadas por la orden ministerial reseñada al comienzo.

La figura del minusválido, sujeto auténtico de todo el proceso rehabilitador, va tomando fisonomía. El decre­to de 22 de agosto de 1970, articulo primero, define a los minusválidos como “personas comprendidas en edad laboral que estén afectadas por una disminución de su capacidad física o psíquica en el grado que reglamen­tariamente se determine, sin que en ningún caso pueda ser inferior al 33 por 100, que les impida obtener o conservar empleo adecuado precisamente a causa de su limitada capacidad laboral”.

 

MINUSVALIDOS SEGUN LA OMS

La OMS, en el Segundo Informe del Comité de Ex­pertos en Rehabilitación Médica (1968), expresa que el minusválido es “la persona que presenta una disminu­ción temporal o permanente de su integridad física o men­tal, de origen congénito o producida por la edad, una enfermedad o un accidente, disminución que dificulta su autonomía y su capacidad para asistir a la escuela o para ocupar un empleo”.

Es la misma línea seguida por la OIT, que, en la famosa Re­comendación 99 de la XXXVIII Reunión de la Confe­rencia Internacional de Trabajo (Ginebra, 1955), dice que minusválido “es toda persona cuyas posibilidades de obtener y conservar un empleo adecuado se hallan realmente reducidas debido a una disminución de su capacidad física o mental”.

 

DISMINUCION DE CAPACIDAD O INTEGRIDAD

El enfoque sociológico laboral que se da al minus­válido es el enfoque que hay que dar también a los diferentes aspectos de la especialización rehabilitadora, entre ellos, por supuesto, los cometidos médico y para-médico. Pero nos interesa más resaltar para nuestros fines la idea constante de “disminución de la capacidad o integridad” del minusválido, presente en todas las defi­niciones. Ante la porción médica del proceso rehabili­tador, es decir, ante la Medicina Rehabilitadora, ¿ quién es el minusválido? ¿ Un enfermo? Para mí, no, rotunda­mente no, al menos en la mayor parte de los casos. Me he ocupado de este aspecto en diversas ocasiones. Esta va a ser una más, y presumo que todavía debe ser copiosa la aportación por parte de todos. Vamos a empezar, pues, nuestra meditación con el análisis de la posible situación de un “no enfermo” ante una forma de Medicina que, para muchos, no pasa de ser eminente­mente terapéutica. Paradoja que encierra un gran in­terés.

 

MEDIOS DEL MINUSVALIDO

El minusválido se encuentra con que los medios de ataque y de defensa que posee no son suficientes en su lucha con la vida. Necesita que su posición sea afir­mada, bien incrementando sus propios medios de acción (prótesis, ortesis, silla de ruedas, perro guía), bien reduciendo el antagonismo del entorno (supresión de barreras arquitectó-nicas, protección social, concesión de formas espe­ciales de trabajo). Ahora bien, el minusválido se halla en un “estado” irreversible, aunque con matices modifi­cables a través de las técnicas rehabilitadoras, mien­tras el enfermo está siguiendo un “proceso” del que tiene esperanzas de salir. El primero se halla en una situación permanente, el segundo en una situación tem­poral. Quien ha sufrido una fractura en una pierna, el que padece una hipertensión, son lesionados o enfermos, pero si la fractura obliga a ampu-tación, si la hipertensión de­termina un síndrome hemipléjico, dejan de serlo para con-vertirse en minusválidos y abandonan el tratamien­to de su fase de enfermedad  o de lesión para integrarse en la es­pecialidad de Medicina Rehabilitadora.

 

EL ESTADO DE SALUD

Se nos puede decir que el amputado, el hemipléjico, no se hallan en estado de salud, y así es, pero de una forma diferente a la que antes tuvo lugar. La definición de salud que da la OMS tal vez pueda servirnos de ayu­da: “Un estado de completo bienestar físico, mental y so­cial y no solamente la ausencia de afecciones o enfer­medades.” El enfermo pierde la salud ante la presencia de “afecciones o enfermedades”. El minusválido, porque le falta un “completo bienestar físico, mental y social”. Si bien la enfermedad es “pérdida de la salud”, hay personas que también pierden la salud a pesar de no existir enfermedad o lesión actuales. Son los minusválidos. He aquí por qué rechazamos en general al enfermo clásico, físico o mental, como posible sujeto en Medicina rehabili-tadora. A lo sumo, el médico rehabilitador actuará ante ellos de una forma colateral, de simple colaboración, al revés de lo que sucede con los verdaderos deficientes estables, físicos o mentales, tributarios exclusivamente, salvo casos también especiales, de la atención rehabilitadora especializada.

La importancia de todo esto reside en que al surgir la necesidad de establecer un plan o programa de recuperación, el sujeto interesado debe aceptarlo, y esto es muy difícil si se trata de un verdadero enfermo, porque el enfermo acepta mal todo lo que no sea la curación de su proceso. El deficiente, físico o mental, llega  a aceptar la situación creada y, sobre todo, el último agradece cuanto se haga por ayudarle. El enfermo, lo mismo que el que sufre una lesión,  no acepta su situación, refugiándose en una eterna “esperanza terapéutica”

Esto nos lleva al importante tema de la aceptación, imprescindible en Medicina Rehabilitadora y en todo el proceso rehabilitador.

 

LA VOLUNTAD DEL PACIENTE EN MEDICINA REHABILITADORA

En cualquier especialidad medicoquirúrgica, el sujeto paciente puede ser intervenido quirúrgicamente, o escayolado, o sometido a electrochoques con absoluta pasividad. En Medicina Rehabilitadora nada se puede conseguir si el paciente no acepta seguir el plan impuesto, si no toma conciencia y parte en su problema. Uno de los motivos que le pueden. impulsar a este rechazo es precisamente el sentirse, consciente o inconsciente-mente, un enfermo, encerrándose en esperar y en exigir una curación imposible. Pero el tema de la situación creada y de las soluciones a la misma en orden a una aceptación real y sincera de los hechos, clave en rehabilitación, posee varios matices más, que vamos a intentar analizar.

Cuando cualquier minusválido acepta seguir un plan o programa de recuperación, lo mismo que cuando acepta cualquier matiz del proceso rehabilitador, acepta implícita-mente vivir en las condiciones biológicas en que se halla, lo que le permite sacar el máximo partido de las mismas. La integración se produce y el sujeto se convierte en útil a sí mismo y a los demás. Por el contrario, el rechazo, la exigencia de soluciones imposibles, traduce egoísmo, puesto que la vida individual pertenece a cada uno, pero influye en los demás, y si la humanidad avanza es por una suma inmensa de valores vitales, grandes unas veces, pequeños otras, aportados por el conjunto de todas las indi-vidualidades convergentes o sucesivas. Aquellos que no acepten esta realidad y que incluso pretendan una subsistencia soportada por los esfuerzos ajenos, entran en una situación de marginación, que podemos llamar marginación voluntaria, distinta de la marginación ejercida sobre el individuo por la sociedad.

 

MARGINACION VOLUNTARIA

    Son múltiples los ejemplos posibles de marginación voluntaria. En seguida acuden a la mente los sociópatas, denominación más adecuada que la de “psicópatas”, preferida por  Schneider. Muchos comportamientos sectarios sociales, políticos o religiosos tie-nen aquí sus raíces. Es una cadena en la que también cabe incluir a la mayor parte de los alcohólicos y drogadictos y que concluye muchas veces, como eslabón final, en el sui-cidio. Sin embargo, la característica esencial de los marginados voluntarios es la de aislarse en grupos, en tribus, en razas, en familias. A este respecto comenta Baroja en sus memorias del localismo y patriotería del español, para quien no hay poblado como el suyo ni organizaciones como las suyas, con lo cual no evoluciona y mejora poco. El idioma es también elemento importante de marginación volun­taria de grupos. A esto debemos el gran florecer de la novelística hispanoamericana actual y el cuidado que aquellos países ponen en su idioma, el nuestro, elemen­to importante de lucha, casi abandonado a este lado del mar. El investigador, el creador en general, según Javier del Amo, serían otros ejemplos de este tipo de marginación voluntaria, tan extraordinaria-mente nutri­do y polifacético.

Pero no es esta forma de marginación la que queremos describir bajo el nombre de “automarginación”. El marginado voluntario se aísla de los demás, pero no rechaza el grupo, y a veces lo busca. La marginación más grave, más conmovedora y mucho más interesante es la del individuo que trata de separarse de sí propio, la del que no acierta ni siquiera a vivir en paz consigo mismo, la del que no resiste la congruencia de su propia personalidad. Esta forma es la que denominamos automarginación. Para explicarla es necesario hacer previamente una elemental exposición de nuestra teoría noológica, que tanto nos sirve en esa eterna búsqueda de soporte, de actitud y aun de denominación dentro de la recién nacida especialidad de Medicina Rehabilitadora. “El mundo era tan reciente—dice García Márquez—que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.” Y lo mismo sucede en Rehabilitación.

 

LAS TRES ESTRUCTURAS DEL SER HUMANO

A nuestro modo de ver (la idea está en San Pablo y en Plutarco y en Orígenes y en diversas doctrinas esotéricas), cada ser humano se halla integrado por tres estructuras: al­ma o psique, porción inmortal, hecha a imagen y semejanza de Dios y unión directa con El; soma o cuerpo, porción material y objetivable; espíritu o nous, resultado en nuestra opinión de la función celular somática, concretamente de las neuronas del siste-ma nervioso central. Prescindien­do de todo intento de estudio del alma, cuyas claves todavía nos son negadas, la comprensión del ser huma­no ha de hacerse a través del conocimiento de soma y nous y de su integración. Llamamos “equilibrio noológico” a la interacción armónica entre lo somático (porción instrumental) y lo espiritual (porción creativa o ideativa) de la personalidad de cada sujeto. En el individuo normal este equilibrio se mantiene fácilmente, casi de manera ingenua, inconsciente. Hay sujetos en los que el equilibrio noológico exige esfuerzos conscientes, a veces intensos, aunque al final se consigue. A esta situación entendemos que corresponden los estados llamados neurosis. Por último existen sujetos que son incapaces de tolerar el equilibrio noológico, que lo rompen cuantas veces se ha llegado por acciones terapéuticas a conseguirlo y que no luchan jamás, como hace el neurótico, por mantenerlo. En este apartado se hallan los enfermos mentales, que se consideran Napoleón o Dios, porque no pueden resistir la evidencia de ser Fulano de Tal. El por qué de estas situaciones parece ser multiforme. Recordemos solamente los casos derivados de sociopatías cronificadas, como sucede con alcohólicos o drogadictos, que llegan primero desde la marginación voluntaria a la automarginación temporal, en forma de enfermedad mental, y por último a la automarginación definitiva, que es el suicidio. Citaremos, por su interés clínico y filosó-fico, las marginaciones segmentarias. El sujeto encuentra motivaciones que le hacen prescindir de una parte de su cuerpo, por ejemplo, una mano,  una rodilla, o bien incluso se automutila. Ejemplos sugerentes, aunque llenos de matices, son los de Orígenes o Mucio Scévola.

 

LAS POSIBILIDADES REHABILITADORAS

Lo importante de todo esto en Medicina Rehabilitadora es que las posibilidades recuperadoras son casi nulas ante los enfermos mentales por su condición de enfermos y por su rechace de todo posible equilibrio noológico y, por tanto, de un plan o programa individual, según establecen las disposiciones vigentes. Se acepta por algunos que el enfermo mental pueda entrar en el concepto y prestaciones de invalidez. En realidad, al ordenarse todas las misiones pertinentes y organizarse en función de una labor conjunta realizada por el SEREM, al preverse legalmente la integración social de todos los mi-nusválidos a través de la elaboración de programas individuales, es necesario tener en cuenta la posibilidad de que existan sujetos aceptados en el proceso rehabilitador (aquellos precisamente que, en nuestra opinión, no son minusválidos, sino enfermos) que van a rechazar toda posibilidad de integración sociolaboral, anulando las posibilidades rehabilitadoras. Si el SEREM acepta estas situaciones, debe ser aceptando también unos cauces diferentes en su acción. No se trata de rechazar, sino de diferen-ciar. Posiblemente aquellos que se automarginan, que no se toleran, que sienten asco de sí mismos, son los mejores de todos, los más nobles. Porque, como hemos dicho en otro lugar, “manifiestan la propia opinión inconfesada que tienen de sí propios”. Pero también es noble y, además, valiente el aceptar, como hace el discapacitado. En cualquier caso se hace imprescindible ordenar, colocar a cada uno en su lugar adecuado.

Estos son los motivos fundamentales de meditación que quería ofrecer a todos los médicos, especialistas en rehabilitación o no. Como dice Khalil Gibran, “la verdad necesita de dos hombres para ser descubierta: uno para decirla y otro para entenderla”. Incluso una verdad a medias puede provocar la aparición de otras verdades enteras, con lo cual la misión planteada habrá sido cumplida.

 

I-5 MINUSVALIDOS PSIQUICOS Y ENFERMOS PSIQUICOS. ENSAYO PARA UN EXA­MEN DE COMETIDOS.

Escrito en 1977 vio la luz en 1983 en MINUSPOPT, números 50 y 51.

Contiene un matiz de homenaje a la figura de Juan Huarte de San Juan.

 

Minusválidos Psíquicos y Enfermos Psíquicos. Ensayo para un examen de cometidos

La sabiduría popular puede re­sultar algunas veces errónea, pero es siempre aguda. Su expresión típi­ca, entre nosotros, es el refrán, equivalente en tono menor a la má­xima, el proverbio, el pensamiento. Ahora bien, la sabiduría popular tiende a lo establecido, lo acostum­brado. Dicho de otro modo, al tópi­co. Cabe preguntarse cómo atacaría el pueblo llano las estereotipias, los hábitos que, normalmente, tiende a defender. Sin duda, haría refranes más o menos certeros que suavizasen afirmaciones de otros más anti­guos. “La costumbre no es maestra, pero ayuda a hacer cosecha.” O bien, “el hábito siembra co­les, el ingenio sólo honores”. Admi­tiendo que “la costumbre no hace fuego, aunque mantiene el brasero” o que “la costumbre no hace adep­tos, pero da fuerza a los necios”.

Lo habitual es que nadie ataque, sin embargo, los saberes populares establecidos. Como si dijéramos, “la costumbre y el dinero no gustan de tiempos nuevos”. El hombre suele temer que sus normas, su forma de vida, todo aquello en que basa su estabilidad se derrumbe si cambia. No advierte que lo que más muda no son las situaciones, sino la ma­nera de enfocarlas. Lo que ha cam­biado no es el paisaje, sino la mira­da. Por el paso del tiempo, como cambia el punto de vista de un niño al ir creciendo. Es curioso que en esto resulta la mujer la mas conser­vadora. En una ciencia, en un arte que comienzan, en un nuevo enfo­que, es difícil encontrar mujeres que apoyen el cambio. Cuando lo hacen son las más eficaces, pero lo normal es que se opongan, luchen por mantener lo estatuido, por ex­plicar las tendencias nuevas a tra­vés de concepciones viejas. Mucho más que el varón.

Hoy día los minusválidos empie­zan a ser considerados en el con­cierto social. Antes no. Este “antes” tiene una fuerza tremenda en Medi­cina, porque lo único que se admi­tió, hasta el momento, en cuestiones de salud, fue al enfermo, “que se considera que es todo aquel que no se encuentra sano”. El minusválido es  un enfermo extraño, distinto, pero bien  es verdad que no se encuentra del todo sano. Como la medicina está para curar enfermos y los minusválidos resulta que necesitan también de ella, la falsa consecuen­cia se reafirma y el minusválido se ve homologado al enfermo, por libre que se halle de enfermedades. En este trabajo pre­tendemos una breve revisión del problema en un intento de aclarar algunos aspectos relativos a lo que son un minusválido y un enfermo. Vamos a utilizar para ello uno de los aspectos de minusvalía menos conocido y más castigado por la tendencia natural al anclaje retrógrado: El de los minusválidos men­tales, también llamados psíquicos, en relación con los enfermos mentales o psíquicos. Vaya por delante la afirmación categórica de que pre­ferimos el término “mental” y que si utilizamos en el título la denomi­nación “psíquico” es por conce­sión, una vez más, a la costumbre establecida. Sólo concesión, por­que, sin duda, “crecer y cambiar de maneras hacen al hombre y le dan ideas”.

En el complejo entramado de fac­tores que conforman la “total, poli­facética” (1) personalidad humana, confluyen tres circunstancias: Indi­viduo, Ambiente y Tiempo. Es de­cir, persona, entorno y momento cronológico del devenir evolutivo de cada individuo. De hecho, Indi­viduo y Entorno se integran en una unidad o identidad inseparables, expresada en la famosa ecuación le­tamendiana:

                                    V = I . C

Donde V es vida, I individuo y C cosmos (2). El factor temporal, T, representa el enfoque cronológico vivido en cada etapa por la unidad indisoluble (I . C). A lo largo de es­tas etapas pueden surgir situaciones de anomalía que se conocen con el nombre de “enfermedad”. Estas situa­ciones interfieren sobre el estado ideal de “salud” y dan origen a lo que llama Laín Entralgo (3) “el di­lema sano o enfermo”.

Este “dilema” constituye un dua­lismo más que se añade a los mu­chos en que el hombre se ha movido durante siglos. En Ciencia. En Filosofía. En postura mental ante la vida. El danés Niels Böhr, descubri­dor de la reacción en cadena, viene a mostrarnos, con su teoría del “concepto complementario”, una nueva postura de enfoque. Un “tan­to así como también” (4) que per­mite la prudencia de aceptar conco­mitancias y rechazar antagonismos y antinomias: “Un fenómeno puede tener, y lo tiene a menudo, más de dos aspectos complementarios. Nuestro dilema, ante las aparentes contradicciones, puede ser artificio­so o bien estar debido a una defini­ción incompleta de los conceptos. Sólo la síntesis de las varias des­cripciones complementarias nos permitirá todos los conocimientos que es posible obtener acerca del objeto que se estudia” (4).

Veamos qué sucede al analizar cada uno de los términos de este aparente dilema sano-enfermo cuando no se acepta del todo la idea de un dualismo antagónico o intocable.

Comencemos por el concepto “salud”. Desde el punto de vista fi­siológico encuentra Laín (3) “cua­tro significativos epítetos “para ex­plicar lo que representa el “estar sano”: El “estado de salud” es, a la vez, “justo”, “puro”, “bello” y “proporcionado”, epítetos que el autor toma del Cuerpo Hipocrático. “La justicia cósmica, la pureza, la belleza y la recta proporción son, para un hipocrático, notas constitu­tivas de la salud” (3, pág. 186). Pero es este un concepto casi estético. Un concepto que, precisamente, cuadraría bastante bien a muchos minusválidos. Si a alguien le falta sa­lud, parece predecir la Medicina Hipocrática, es al minusválido, lo cual va claramente contra nuestro propósito.

Prescindiendo, por incompletos, de los logros doctrinales de otras épocas, hay que esperar a 1948 para que la Organización Mundial de la Salud exprese claramente, se­gún tomamos de (5), que “salud es un estado de completo bienestar, físico, mental y social y no solamen­te la ausencia de afecciones o enfer­medades”. Esta bella y humana defini-ción hace que, por primera vez, empiece a estar claro el concepto “situación del individuo ante la vida”, tal como apuntara genial­mente Letamendi, base inicial de la definición “individuo minusváli­do”. Porque este enfoque situacio­nal permite huir de lo absoluto, concede posibilidades de gradación, flexibiliza, en suma, la rígida con­cepción antigua. “hemos llegado (5) a una idea clave, como es la necesi­dad de proveer de bienestar físico, mental y social a todos los hom­bres”. Una conquista, sin duda, muy significativa en el ámbito rehabilitador.

El otro factor del antiguo dualis­mo hipocrático es el denominado “enfermedad”. Enfermedad (3) es “desorden o alteración, de una rea­lidad compuesta por varios elemen­tos”. “Desigualdad”, “alteración morbosa del flujo del neuma a tra­vés de los canales por los que en el cuerpo se mueve”, resultado de “di­ferencias de los componentes ele­mentales del organismo humano” (3, págs. 192 y 193). “La enferme­dad (3, pág. 220) perturba la vida entera del enfermo”. Sus signos son, muchas veces, locales, pero ella es siempre “de todo el cuerpo”, con­cepto, este último, tomado del “Cármides” de Platón. En efecto, una fiebre reumática produce dolo­res articulares, carditis, nefropatías. Una salmonelosis cursa con sínto­mas intestinales, pero también con fiebre y postración. Una fractura incapacita al individuo de manera parcial y a veces total.

Sin necesidad de más análisis, las diferencias con las situaciones de minusvalía se muestran claras. El hemipléjico no se halla ya en coma, como cuando sufrió el ictus. El amputado, el ciego, el parapléjico, no tienen más peligro de padecer una carditis, una nefropatía, una diabetes, que cualquier otra perso­na. Los deficientes mentales rebo­san, en general, de salud, si nos ate­nemos al concepto clásico de “noxa”. De nuevo vuelve a surgir­nos, en todos ellos, la idea de “si­tuación” ante la vida. Pero hay algo más que puede llevar a confusión. También la de enfermedad es una “situación”. Antes de sacar conclu­siones profundicemos un poco mas en este aspecto.

Es evidente que las situaciones de minusvalía influyen también sobre el sujeto de una manera holística, total. Pero hay una diferencia y es que la enfermedad actúa de un modo procesal, reactivo, “humo­ral”, que dirían los hipocráticos, en tanto que la minus-valía afecta al in­dividuo todo, en un sentido antro­pológico. La minusvalía procede siempre sobre esa unión Fisiología-Psicología que es la clave de com­prensión de ese “ser vivo del que nos ocupamos en Medicina” (6) “Un ser “racional” que, por tanto, es un “individuo” (indiviso) “humano”” (6). Pero continuemos con el análisis de las situaciones de en­fermedad.

El concepto de enfermedad por “noxas” (daños) orienta hacia la posibilidad de que exista una constelación causal ligada al entorno y permite expresiones matemáticas como la de Hueppe, recogida por Nóvoa Santos (7): E = A . (P + P’). Siendo E enfermedad, A agente pa­tógeno, P predisposición natural y P’ predisposición adquirida hacia una determinada enfermedad. “Para que se desarrolle la enferme­dad (7, tomo I, pág. 8) se precisa, desde luego, la intervención de cau­sas patógenas extrínsecas, pero se requiere, además, la existencia, por parte del organismo, de una dispo­sición particular que le haga ase­quible a las influencias perniciosas citadas.” Nada de esto sucede en situaciones de minusvalía. Si quisie­ran buscarse para ellas fórmulas de expresión matemática podrían ser así: En primer lugar M = C/I, donde M es minusvalía y C cosmos o entomo en que I, individuo, se mue­ve. Como el minusválido es un tipo especial de I cabria representarle por Im, y dejar como fórmula defini­tiva M = C/ Im. El incremento de I, en un sentido de capacidad o apti­tud, conlleva una disminución proporcional del grado de M. La única relación de M con E sería la que se derivase de ser a veces aquella con­secuencia de ésta. Una relación temporal, fruto de una acción que ya ha pasado. Sincronismo, dijo Einstein, es un concepto relativo. En ello se apoya Rascio, al que he­mos citado otras veces (8), para se­parar los conceptos de enfermedad y minusvalía: “En la primera, el momento generacional del daño está dinámicamente en acción, mientras que en la invalidez está inactivo” (8). De aquí la diferencia de comportamiento ante el médico del enfermo y el minusválido. El enfermo pide siempre que se le cure. El minusválido, somático o men­tal, que se le acepte. No parece ne­cesario insistir más en este aspecto.

El concepto letamendiano de en­fermedad merece, a su vez, algún comentario. Enfermedad es “un modo de vivir malo, deficiente y aflictivo” (2). De los tres caracteres letamendianos el primero y el últi­mo no pueden ser aceptados en una verdadera acción rehabilitadora. Queda el segundo, deficiencia, ca­rácter fundamental de la minusva­lía que busca ser atenuado en Re­habilitación. También las situacio­nes de enfermedad podrán tener siempre algún matiz de deficiencia, pero a ello se añade siempre algo más que no puede existir en un mundo bien organizado para el mi­nusválido. Apoyándonos en las fór­mulas anteriores, la deficiencia sur­ge cuando es I el afectado en sí mis­mo y en su proyección en C. La en­fermedad cuando es C el que pre­siona sobre un I que antes no pre­sentaba ninguna alteración. En suma, enfermedad es un accidente surgido en situación de normalidad y susceptible de ser anulado (cura­ción). Minusvalía es situación pe­renne, excepto en lo que pueda ha­cerse sobre la imbricación I-C en Medicina Rehabilitadora y a lo largo de todo el proceso rehabilitador.

De nuevo nos encontramos con el factor tiempo. ¿En qué momento surge la enfermedad? ¿Y si lo ha­ce antes de que el individuo nazca? Tal vez así, en un sentido temporal lleguen a coincidir enfermedad y minusvalía. El tema habrá de que­dar para otra ocasión, pero puede decirse que, aún en casos en que lo patológico ha actuado antes del na­cimiento, la enfermedad va a mani­festarse para siempre como secuela; es decir, como real minusvalía. Y ello también, en gran parte, porque las alteraciones han tenido lugar antes de que se estableciera la que podemos llamar “identidad social” del sujeto.

En definitiva, hemos llegado a una conclusión: Ante los minusvá­lidos nos encontramos alguna vez con un tipo especial de “enfermo”, pero casi siempre estamos ante un “no enfermo” (5) que, sin embargo, necesita de la Medicina. Una forma especial de Medicina llamada Me­dicina Rehabilitadora. Que, además, precisa de atenciones no médicas, de tipo social, psicológico, labo­ral, etc. Todo ello componiendo el proceso rehabilitador.

En efecto, la integración de los mi­nusválidos se cumple solamente cuando la sociedad acepta su presencia. De este modo la situación de minusvalía se ate­núa y puede llegar a desaparecer. En un mundo de hemipléjicos, por ejemplo, el hemipléjico sería un ser nor-mal. Lo mismo sucedería en sociedades en que predo­minaran los ciegos, los sordos, los pa­rapléjicos. En definitiva, cualquier mi­nusválido es normal en un mundo de minus-válidos pero también lo es si se permite su integración sin reservas en un mundo llama-do normal. De aquí que una de las misiones más definidas en el proceso rehabilitador sea el ajuste apropiado entre individuo y entorno. Es la única posibilidad de convertir, por ejemplo, a los minusválidos mentales en ciudadanos normales.

Con esto llegamos al meollo de nues­tro propósito. Una vez admitida la dife­rencia existente entre enfermo y minus­válido desaparecen las posibilidades de confundir a los minusválidos mentales con los enfermos mentales. Psiquiatría y Medicina Rehabilitado-ra pierden todo contacto. Aquella, destinada a atender enfermos mentales. Esta, cum-pliendo su misión de aproximar a la normalidad a sus clientes los deficientes mentales. Los enfermos mentales no son motivo de confusión. No pueden tener cabida en Medicina Rehabilitadora al ser ellos mismos los que rechazan la integración. Los que se automarginan (12). El psi­quiatra a su vez juega en Rehabilitación un papel análogo al representado por cualquier médico no rehabilitador. Su papel, como decimos en otro lugar (13) es el de “mejorar las técnicas psiquiátri­cas para que el enfermo mental” lle-gue a convertirse “en sujeto y circunstancia de una auténtica secuela tributaria de rehabilitación”, si es que ello es posible. Sólo en este sentido cabría hablar de algo tan quimérico y remoto como sería una “rehabilitación del enfermo mental”. Hablar de “en­fermos psíquicos” en una “Guía de Centros y Servicios para Minusválidos Psíquicos” como la editada en 1979 por el SEREM es, sin paliativos, un gran lapsus.

Estas afirmaciones no hacen sino esbozar el verdadero problema. Hablá­bamos párrafos atrás de la unión entre Fisiología y Psicología como clave an­tropológica de la persona (6). Rof cita una frase de la Condesa de Noailles: “Cuando un enfermo os llame a su cabecera, consultadle” (9, pág. 51). La separación de ambos fenómenos, fisio­lógico y psicológico sólo tiene interés doctrinal, de estudio analítico. Pero no es admisible en la vida reconocida como normal. Más bien hay que pensar que ambos fenó­menos son reflejo de la misma estruc­tura biológica manifestados en niveles diferentes. Sí que cabe la separación, en cambio, en el ámbito de la Patología, como sucede en casi todas las especiali­dades medicoquirúrgicas. Jaspers (10) llama “fenomenología” a “las manifes­taciones subjetivas de la vida psíquica enferma”. Un aspecto más que separa los conceptos de enfermedad y de mi­nusvalía.

Si concluimos que la Psiquiatría, especialidad de la vida psíquica en­ferma, no tiene cabida en Rehabilita­ción y, sin embargo, defendemos la necesidad de un conocimiento psicoló­gico suficiente en esta última, algo habrá que hacer. Lo que se busca en Rehabilitación es un equilibrio, que hemos llamado “noológico” (5) entre los factores somáticos y los espirituales. Entre lo ideativo y lo manifestativo. Lo espiritual, lo ideativo, se convierte así en vertiente imprescindible de acción, en elemento vital para el desarrollo evo­lutivo de niños con deficiencia mental. Para regular esta evolución se cuenta en rehabilitación, además de con el mé­dico, con los clásicos técnicos paramé-dicos: Técnico ortopédico, logote­rapeuta, terapeuta ocupacional y, sobre todos, cinesiterapeuta, mal denomina­do oficialmente, rebajando su catego­ría, fisioterapeuta. Pero hacen falta también expertos en Psicología. La psi­cología especial de los minusválidos, que busca su engarce en el entorno.

Esta misión, acaso por defectos de enfoque doctrinal, no la cumple el psi­quiatra. “La psicología (10, pág. 17) estudia la llamada vida psíquica nor­mal. Un estudio de la psicología es para el psicopatólogo tan necesario en prin­cipio como un estudio de fisiología para el anatomopatólogo”. La mala orienta­ción dada a la psicopatología y, por ende, a la psiquiatría, impide que esta premisa se cumpla, en la única excep­ción de todas las especialidades médicas destinadas a curar. Añade Jaspers: “La psicopatología elabo-ra mucho que no es tomado todavía en lo ¨normal¨ co­rrespondiente por la psicología”. De este modo, “el psicopatólogo, buscando en vano consejo en la psicología, tiene que hacer su propia psicología”. (10, pág. 18). Sin entrar en profundidad en el tema diremos que aberraciones actuales como las denominadas “psi­comotricidad” y “estimulación precoz” tienen su base y su justificación en esta laguna.

La conclusión es clara. En Rehabili­tación, el psicólogo tiene un gran papel que cumplir, complementando la labor del médico rehabilitador y de los técni­cos paramédi-cos del equipo. El psiquia­tra no cuenta en absoluto. Su misión es muy diferente y no haberlo visto así deriva de quienes han confundido al deficiente mental con el enfermo men­tal, astros de mundos muy distintos. Incluso un cuerpo de doctrina tan poco coherente como las llamadas “Tablas A.M.A.” reconoce (11, pág. 297): “De­ficiencia mental (retraso mental) —La deficiencia mental suele ser más un defecto que una enfermedad, en tanto representa el fallo de una persona para desarrollar un nivel adecuado de capa­cidad intelectual desde su nacimiento o desde una edad temprana”. La confusión, sin embargo, se repite a lo largo y a lo ancho de las referidas Tablas, que intentan medir síndromes en lugar de calibrar situaciones de minusvalía. Todo por faltar esa perspectiva, sobre la que tanto insistimos, que permite dis­tinguir entre deficiencia y enfermedad. Por no ser capaces de cambiar costum­bres antiguas.

El razonamiento queda hecho. Segu­ramente es cierto pero, como nos enseñó Niels Bohr, también puede ser cierto su contrario. Circunstancias que parecen irreconciliables pueden no serlo si se busca el tronco común del que ambas proceden. Por ejemplo, ser todos, mi­nusválidos o no, seres humanos. La mano derecha no es sino la mano izquierda vista en un espejo. El factor común es fácil en Rehabilitación: Una afirmación de todos los minusválidos como seres humanos. Algunas otras personas pueden beneficiarse de esta labor. Por ejemplo algunos enfermos, como los mentales. Es lícito y puede resultar bello. Pero será siempre simple corolario de nuestro esfuerzo directo y primordial, nun-ca al revés. Basta con razonar para comprenderlo. Razonar es, a veces, lo único, pero también lo menos que podemos hacer cuantos pre­tendemos conseguir algún bienestar para esos no-enfermos necesitados de Medicina a quienes llamamos Minusválidos.

 

BIBLIOGRAFÍA

1.— G.W. ALLPORT: “Psicología de la personalidad”. Edit. PAIDOS, Buenos Ai­res, 1970.

2.— R. FORNS: “La reforma de la Medi­cina de Letamendi ante la ciencia actual”. Folia Clin. Internac., 17, num. 12, Dicbre. 1967, pág. 606.

3.— P. LAIN ENTRALGO: “La Medi­cina Hipocrática”. Ediciones Revista de Occidente, Madrid, 1970.

4.— S. CLEMMESEN: “Fisioterapia y Ciencias Físicas modernas”. Segundo Con­greso Internacional de Medicina Física. (Sin más referencias).

5.— R. HERNANDEZ GOMEZ: “Me­dicina rehabilitadora”. Medic. de Madrid, X, 2, Febr. 1976, pág 17.

6.— A. OROZCO ACUAVIVA: “No­menclatura en Rehabilitación”. REHABI­LIT. 5,3, 1971, pág. 275.

7.— R. NOVOZ SANTOS: “Manual de Patología General”. Madrid, 1948.

8.— R. HERNANDEZ GOMEZ: “Los otros minusválidos”. MINUSVAL, num. 23, Marzo 1978, pág. 4.

9.— J. ROF CARBALLO: “La Medicina actual”. Edit. Barna, Barcelona, 1954.

10.—K. JASPERS: “Psicopatología Ge­neral”. Edit. Beta, Buenos Aires, 1963.

11.—Guías para la Evaluación del Me­noscabo Permanente. Asociación Médica Americana. Comité para la Evaluación del Menoscabo fisico y mental. SEREM, Ma­drid, 1974. Edición especial de la “Revista Española de Subnormalidad, Invalidez y Epi­lepsia”.

12.—R. HERNANDEZ GOMEZ: “Au­tomarginación”. Tribuna Médica, 706, Abril 1977, pág. 13.

13.—R. HERNANDEZ GOMEZ: “Psi­comotricidad en la rehabilitación del en­fermo mental”. Medic. y Cir. Auxiliar, 35, Enero 1974, pág. 20.

 

I-6 LOS OTROS MINUSVALIDOS.

 Apareció en MINUSVAL, en su número 23, de Marzo de 1978, como parte de un trabajo conjunto sobre el tema.

 

Los “OTROS MINUSVALIDOS”

La sociedad ha comenzado a aceptar a los minusválidos. La idea de esta aceptación de su existencia, va tomando forma de modo paulatino, pero esto obliga, una idea sobre otra, a que también tome forma la idea de minusválido. Lo cual, en aparente paradoja, es bastante más difícil. El ser humano propende a la concreción y en este caso lo concreto es la aceptación, en unas tareas comunes y claras, de unos seres de entidad poco clara, llamados unas veces minusválidos y otras subnormales, porque la necesidad de concretar lleva incluso a cisurar la entidad indivisible denominada hombre.

El pretender hablar de “otros minusválidos” obliga al conocimiento previo de la entidad “minusválido”. Vamos a intentar este conocimiento, en lo posible, a través de un ensayo de análisis en profundidad de hechos y de situaciones. Buscando lo concep-tual a través de enfoques globales, prescindiendo de lo detallista, lo superficial, lo epidérmico. Tratando de evitar la rutina, el tópico. La apariencia.

 

1.    DEFINICION INTEGRAL DE MINUSVALIDO

Dar un concepto de minusválido es difi­cultoso. Se trata de seres humanos con características especiales. Su definición está hecha al decir esta afirmación, seres humanos. Las características darán una vi­sión parcial del sujeto definido, nunca una visión global, totalitaria. Sería como defi­nir al finlandés, al chino o al habitante de los mares del sur. Por eso solamente son claras las definiciones parciales, de punto de vista, de enfoque. La definición médica: Persona alterada en la aptitud que como humano le corresponde. La definición jurí­dica, legal: Pérdida de la función psicofísica en un grado determinado, por ejemplo, 33 por 100. Pero las características perso­nales son relativas y, en el fondo, meros matices. La norma es, así mismo, pura re­latividad. En un mundo en que predominen los hemipléjicos, ser hemipléjico consti­tuirá la norma y el “diferente” será el no hemipléjico. Y hemipléjico y no­-hemipléjico serán, seguirán sien-do, los dos, individuos, es decir. “indivisos”, humanos.

Sin embargo, el minusválido; como el que habita una localidad o desempeña una concreta actividad profesional, se halla en una “situación”. Una situación particular que, sin embargo, le influye de manera to­tal, personalística, antropológica. La figura particular se aclara en función de este en­garce situacional y solamente al tenerlo en cuenta. Valga el ejemplo del profesional excelente como ingeniero, arquitecto o mé­dico que, sin embargo, no está capacitado y. sobre todo, no está autorizado, para ser piloto de líneas aéreas. La mayor parte de los humanos somos minusválidos en tanto a la norma “piloto de líneas aéreas” y deja­ríamos de serlo si se nos preparase en tal sentido, incluyendo la corrección perfecta de nuestras deficiencias visuales o auditi­vas. Esto nos da una clave general que es también clave particular en Medicina rehabilitadora: Cabe actuar sobre el indi­viduo y a la vez sobre el entorno en que éste se desenvuelve, para mejorar la relación respectiva (1). Hasta conseguir un desem­peño que sin las pertinentes acciones rehabilitadoras no llegaría nunca a ser posible.

Esta relación individuo-entorno per­mite un enfoque situacional cuya valora­ción va a dar fisonomía al minusválido. El concepto de minusválido solamente puede venir de aquí, del análisis de las diferentes situaciones posibles de minusvalía. Las si­tuaciones de minusvalía sí que son defini­bles, susceptibles de calibración, aptas para una actuación correcta de todo el equipo rehabilitador sobre el factor indivi­duo y sobre el factor entorno en que éste ha de desenvolverse. Desde esta forma de enfoque se muestran claras las diversas for­mas de minusvalía, así como las ramas co­rrespondientes a cada una en Medicina rehabilitadora: Minusvalías de aparato locomotor, que competen a la denominada Medicina Ortopédica. Minusvalías del len­guaje, tributarias de formas de especializa­ción médicorrehabilitadora denominadas Logopedia y Foniatría. Minusvalías men­tales, que competen al médico rehabilita­dor y en cierto modo al psicólogo. Minus-valías sensoriales. Minusvalías mixtas. Y junto a ellas, otras formas discutibles: Minus-valías respiratorias. Minusvalías cardiocirculatorias. Minusvalías meta­bólicas.

Esta clasificación, que no pretende ser exhaustiva, es ofrecida con carácter orientativo. El concepto de “situación de minusvalía” permite afrontar una definición de Minusválido: Individuo que necesita para su desenvolvimiento en la vida un determi-nado reajuste entre su persona y el me­dio sociolaboral en que este desenvolvimiento va a tener lugar.

El enfoque situacional “en función de”, nos ha permitido obtener (2) un sistema de valoración de minusvalías, aceptado por el momento en el mundo del deporte, cuya concepción básica se enfrenta al cri­terio de valoración de síndromes, exten­dido desde la aceptación de las Tabla­s A.M.A. Pero esta circunstancia nos lleva a plantear, na vez más, un problema de máxima en­vergadura: La relación entre los concep­tos “enferme-dad” y “minusvalía”.

 

II.    MINUSVALIA Y ENFERMEDAD

El hombre ha tendido siempre a buscar un apoyo a su razonar en situaciones dua­les. Pensar en ‘contrarios’, en ‘opuestos’, aclara, porque permite apoyar un concepto en otro, como se hace con las dos ramas de una escalera de mano. Pero hace caer en el dilema y con ello en la necesidad de tomar partido. Uno de los más antiguos y más preocupantes es el que llama LAIN (3) “el dilema sano o enfermo”. “Salud” y “enfer-medad” son antinómicos. Cada uno obliga, para pervivir, a la ausencia del otro. Sin embargo, en 1948 (1) declara la Organiza­ción Mundial de la Salud que salud es “un estado de completo bienestar físico, mental y social y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. La idea del indivi­duo en una “situación ante la vida” se mues­tra con claridad. Un nuevo concepto, el de “salud social”, ha hecho aparición. Salud ya no es sólo contraposición de enfermedad. ¿Qué ha sucedido, entre tanto, con el con­cepto antagónico “enfermedad”, durante tantos siglos inseparable?

Para los hipocráticos, la enfermedad es la “alteración morbosa del flujo del neuma a través de los canales por los que en el cuerpo se mueve”. (3). Para el canadiense Hans SELYE, en nuestros días, la agresión (“stress”) ambiental obliga al organismo primero a responder defendiéndose (“reacción de alarma”) y por último a adaptarse (“reacción de adaptación”); un fallo en estos mecanismos constituye la enfermedad. En­tre ambas concepciones hay un largo camino de hallazgos, de anhelos, de fracasos, de dudas. En este mismo camino nos hallamos ahora sin poder hacer otra cosa que seguir recorriéndolo. Detenerse es, tal vez, lo único que no va a ser perdonado.

De entrada, queda claro que el individuo necesita efectuar un ajuste, tanto en situaciones de minusvalía como en situaciones de enfermedad. Situaciones ambas, sin du­da. Situaciones ante la vida, lo mismo que el desempeño profesional o la elección de estado. Pero ante la enfermedad el indivi­duo defiende su propio medio interno, su “homeostasis”, como la llamó CANNON, en tanto que ante la minusvalía lo que defien-de es su localización, su derecho a ocu­par una plaza entre los demás. Lo cual está más cerca de la situación profesional o del estado social que la enfermedad. En la enferme-dad el organismo lucha y los demás, sobre todo el médico, ayudan en la lucha. En la minusvalía el organismo acepta sin que nadie o casi nadie ayude de verdad, creando incluso motivos de lucha. El enfermo se defiende de su en­fermedad. El minusválido, muchas veces, de sus semejantes. En una comparación simple cabe decir que la enfer-medad ataca al hombre en lo humoral, mientras la minusvalía le ataca en lo social.

Los matices de separación no son siem­pre fáciles, sin embargo, y en ello juega, sobre todo, la falta de costumbre. Nunca la Medicina, la Sociedad toda, enfocaron el problema de los minusválidos bajo el prisma que, muy poco a poco, se va impo­niendo en el mundo entero. Hasta ahora puede decirse que han predominado de manera abrumadora las quejas sobre las soluciones, las reivindicaciones sobre los soportes doctrinales. Y ello se debe a ese gran enemigo del progreso llamado cos­tumbre, que envuelve y anula a los propios interesados. Rodrigo RUBIO, en su bello libro “Minusválidos” (4) se muestra preso de esa organización impuesta, previa a la solución que hay que encontrar: “Con los ojos serenos en Lourdes se puede hablar con Dios y a la vez decirle palabras duras a los hombres”. El intuye que no es un en­fermo y, sin embargo, llama muchas veces enfermos a los minusválidos. Al hacerlo es como si lanzara un grito de dolor y de pro­testa, pero la afirmación le surge, casi sin darse cuenta: “El deficiente no quiere ser  un enfermo, sino un hombre”. “Recibe humillación al ser tratado como un niño”, dice, y recuerda a Bertrand RUSSELL: “Si damos de comer a un niño que puede hacerlo por sí mismo preferimos nuestra influencia a su bienestar”. En el alma de todos los minusválidos está clavada la caridad oficial, la cuestación pública, la subasta de alto nivel, la tómbola benéfica. Y los grupúsculos inoperantes, las asociacio­nes, las entidades de rocácea, medieval be­neficencia, formando entre todas una sopa de letras vacías y amargas que no consigue alimentar a nadie.

El minusválido, en general, no es un en­fermo, aunque existen situaciones límite que analizaremos más adelante. Se trata, como hemos dicho en múltiples ocasiones, de un “no-enfermo” necesitado de medici­na (1). MORAGAS (5), sin entrar en el pro­blema, analiza los modos por los que se puede entrar en minusvalía. Uno de ellos es “suprimiendo una enfermedad”. Mucho más explicito es RASGO, citado por MARTI BUFILL (6). Enfermedad y minusvalía son situaciones diferentes; “en la primera el momento generador del daño está dinámicamente en acción, mientras que en la invalidez está inactivo”. También las tablas A.M.A., a pesar de su incoheren­cia y falta de sistema definen la deficiencia mental de manera muy acertada: “La defi­ciencia mental suele ser más un defecto que una enfermedad, en tanto representa el fa­llo de una persona para desarrollar un nivel adecuado de capacidad intelectual desde su nacimiento o desde una edad muy tem­prana".

La entidad del minusválido como sujeto social ha venido a tomar forma, sin damos cuenta, de una manera biográfica, vital, in­dependientemente de cualquier intento definitorio. Su único problema está en que tiene dificultades para desempeñar las misiones que a todos nos están recomendadas. La palabra inglesa “handicapped” parece ser que deriva de la unión de “hand”, mano y “cap”, término de origen hispano (“capa”) que en inglés significa gorra, bolsa. Al ce­rrar un trato se introducía la mano en la bolsa de las monedas, “hand in cap”, lo cual marcaba ventaja o desventaja según el punto de vista y el negocio que se hubiese concluido (7). La desventaja, para el minusválido, siempre ha estado en su desemejanza con los demás, lo cual le ha creado incluso problemas de carácter estético. En la actualidad, en que la sensatez y la cordura se van impo­niendo sobre la costumbre y el desconoci­miento, puede suceder al revés, de tal modo que los minusválidos que no aparenten serlo van a carecer de las ventajas dadas a los demás. Porque existen personas que no alcanzan el concepto legal de minusvalía y que, sin embargo, poseen alguna dificultad para desenvolverse en una vida activa. Son los minusválidos inaparente;. los “otros minusválidos” de que se ocupa todo este trabajo. Vamos a analizar su pro­blemática en el siguiente apartado.

 

III.    MINUSVALIAS  INAPARENTES

De nuevo se halla en la rutina, en el tópi­co, la verdadera dificultad. La fuerza de  choque, en el proceso rehabilitador, es el médico, pero se le sigue encasillando. Los padres de niños paralíticos cerebrales se asombran al saber que también trato deformidades de columna o hemiplejías, y al revés. La idea de “situación de minusvalía”, remanso común en que se derraman fuentes de muy diverso origen, se les escapa por completo y prefieren aferrarse a lo este­reotipado. Y siguen llevando al mongólico al pediatra, no por mongólico, sino por ni­ño, privándole de las posibilidades que ofrece la Medicina rehabilitadora. La idea “traumatológica “, bastante arraigada, entorpece sumamente la comprensión gene­ral. Recientemente hubo que elegir, en determinado Gabinete del SEREM, un médi­co, siendo imposible conseguirlo rehabilita-dor. Entre las dos opciones posibles ha­bía un traumatólogo y un médico general. Mi consejo, que fue seguido, orientaba ha­cia este último. La polivalencia de las si­tuaciones de minusvalía hace mucho más útil, cuando no se dispone de un verdadero especialista, a un médico general que a un especialista en traumatismos, precursor, en el mejor de los casos, de una única situación parcial. Sin embargo, hubo hasta al­guna protesta. El hombre es lento y reacio a lo nuevo, lo cual no parece haber tenido gran influencia en la marcha de la humani­dad, puesto que ésta ha seguido, y sigue, y seguirá avanzando hacia una meta igno­rada pero intuida. A pesar de errores como el que ha dado lugar a ese concepto minimizado y casi mágico de la Rehabilitación, que ha extendido la curiosa frase “hacer rehabilitación”, comentada por nosotros no hace mucho en esta misma publicación (8).

En un mundo de tópicos y de apariencias como el actual puede resultar útil ocultar una deficiencia. Sé de muchos que lo hacen. Pero lo falso se vuelve siempre contra su promotor para convertirlo en víctima. Uno de los factores básicos en Rehabilitación es el saber aceptar: “Señor, dame serenidad para aceptar lo irremediable, valor para cambiar lo remediable y sabiduría para apreciar la diferencia”. Lema que sigue siendo necesario recordar. Aceptación ge­neral. Del minusválido por una parte, de la sociedad por otra. Lo mismo que uno y otra deben aprender a luchar contra lo remediable. De esta aceptación vienen, van vi­niendo, una serie de ventajas a las que la legislación está dando forma. Pero siempre que la situación de minusvalía sea recono­cida “oficial-mente”. Lo que se llama “condi­ción de minusválido”. De otro modo las ven­tajas desa-parecen. El que ocultó, el que dis­frazó, el que no tuvo valor para aceptar, sufre la frustración de perder lo que le co­rresponde. Tal vez pague un pecado de co­bardía. Pero hay muchos que se encuentran en situaciones de minusvalía inaparentes ante los ojos de los demás. Que han acepta­do, que han clamado y que no han sido oídos porque no daban la medida de la norma legal o porque la inconsciencia ge­neral o bien no concedía ninguna impor­tancia a su problema o bien dictaminaba el apartamiento total. Dictamen que era emi­tido, casi siempre, en alas del tópico, la rutina y el sentir general.

De este modo viene a resultar una especie de “raza distinta” de minusválidos. Que no son minusválidos porque no alcanzan la “condición” legal, pero cuya capacidad está alterada o va a estarlo en cualquier mo­mento. Son, entre otros, los postinfartados de miocardio, los hemofílicos, los epilépti­cos, los deficientes mentales de grado leve, los que padecen una determinada discapa­cidad ortopédica, metabólica o dermatoló­gica. los nefrectomizados. Y también los insuficientes renales y los afectados de procesos crónicos de aparato respiratorio, con lo cual volvemos a rozar el problema de la enfermedad. Concretamente, de la enfer­medad crónica.

La característica fundamental de la enfermedad crónica es su pervivencia. Se mantiene en el tiempo, “cronos”, con fases de agudización y periodos de aparente mejo-ría. Esto puede damos la clave. Se apro­xima unas veces a la fase de secuela y, por tanto, a la situación de minusvalía, o vuelve a “entrar en acción” la causa “generadora del daño”. En cuanto a su vecindad con la minusvalía, la enfermedad crónica se mantiene en el tiempo o cambia al modo que lo hacen las secuelas, es decir, de una manera paulatina. En cuanto a su condición de enfermedad entra en periodos, en “momen­tos”, en que “la acción generacional del daño” vuelve a estar súbitamente en primera línea. (RASCIO). De entrada, ninguna en­fermedad “es” minusvalía aunque muchas enfermedades “generen” situaciones minus­validantes. Pero existen procesos que, por su evolución lenta en el tiempo, o por pre­sentar períodos intermedios estables de secuela, desembocan en situaciones limítro­fes a las de minusvalía. Es papel del médico rehabilitador detectar estos momentos de agudización para orientar al paciente hacia el especialista adecuado. Un ejemplo claro es el del enfermo mental. Mientras “es” enfermo mental el sujeto no tiene nada que ver con las minusvalías y, por tanto, con la Rehabilitación. Si el proceso es dominado por el psiquiatra y surge a posteriori una deficiencia personalística, el paciente in­gresará en el ámbito rehabilitador, permane-ciendo en él si la secuela continúa. Pero si en un momento determinado aparecen sig­nos de un nuevo brote de la enfermedad mental, el médico rehabilitador devolverá con toda urgencia al paciente a su psiquia­tra. La baja, que el tiempo dirá si es provi­sional o definitiva, en Rehabilitación, sig­nifica el alta automática en Psiquiatría. Todo lo contrario a lo que sucede con el deficiente mental, cliente sistemático en Medicina rehabilitadora, sin otra conexión psiquiátrica que la que el tópico había impuesto en siglos pasados.

El ejemplo es también válido en pacien­tes crónicos respiratorio, cardíacos, renales o de otro tipo, cuyo proceso influye en los componentes sensorial, mental, expresivo o motórico, claves de las situaciones de discapacidad. La habitual colaboración entre especialistas facilitará las pertinen­tes revisiones de un postinfartado o un dia­bético. Con ello se logran varias ventajas, no empañadas por inconveniente alguno:

1.    Se respeta la idea de especialidad y la rehabilitación lo es oficialmente en España desde 1969.2. Se aparta al minusválido o al minusválido-enfermo del ambiente hospi­talario en que en principio se desenvolvió, proyectándole hacia hechos positivos como son el trabajo y la convivencia en situacio­nes próximas a la normalidad. 3. Se logra una colaboración inapreciable, como es la del psicólogo experto en situaciones de minusvalía, cuyo papel no se destina al campo de los deficientes mentales, sino al ajuste social, extensible al mundo limítrofe y difícil de la enfermedad crónica. 4. Se da libertad al paciente para que elija, en cada momento, el especialista que más pueda ayudarle a solucionar la circunstan­cia surgida en su proceso clínico, lo cual aumenta la sensación de que su seguridad y su futuro están bien protegidos.

Una vez hecha alguna aclaración sobre el problema de la enfermedad crónica queda indicar que se pretende dar fisonomía a estos grupos de “minusválidos inaparentes” o “potenciales” a lo largo de este trabajo conjunto. Los diver­sos aspectos van a ser enfo-cados por dife­rentes especialistas, casi todos ligados a la Medicina rehabilitadora. La idea es clara. Defensa de los minusválidos, o discapaci­tados, que no lo parecen. Un médico puede estar pasando una consulta sin que nadie sepa que le faltan los dos riñones. Un hemofílico puede tener problemas por negarse a una tarea que le puede producir un trauma­tismo inofensivo para cualquier otra per­sona. Puede ocurrir, y de hecho ocurre, que un oligofrénico de grado leve llegue a obte­ner un título profesional. El postinfartado necesita un tipo de desempeño laboral algo diferente al de los demás y éstos deben de saberlo. Todos ellos son problemas huma­nos. Todos ellos son problemas reales. Es, no tengo duda, prevención ddentro de la Rehabilitación. Este trabajo conjun-to pretende hacer llegar a todos la profunda riqueza de estas situa­ciones.

 

IV.             MINUSVALIA E INADAP­TACION

Dado lo genérico de este estudio nos pa­rece que no puede quedar completa una visión de conjunto de la sugerencia plan­teada si no se hace algún comentario acerca de los problemas de inadaptación social. La vigente “Ley General de Educación “ habla, en su Título I, Capítulo VII, núm. 49, de “tratamiento educativo adecuado a todos los deficientes e inadaptados para una in­corporación a la vida social”. Un primer error está en considerar “terapéutica” a la educación, error que se mantiene en la Ley al hablar de “Pedagogía terapéutica” (a no ser que se considere la ignorancia como enfermedad). Pero mayor gravedad tiene la aparente homologación que se hace entre “deficiente” e “inadaptado”, que puede inducir a error a los no iniciados. VEIL, que plantea en su libro (9) supuestos muy inte­resantes, razona que “las nociones de minusvalía e inadaptación distan mucho de ser sinónimas”, aunque “tampoco se ex­cluyen ni se oponen recíprocamente”.

En efecto, un minusválido puede sentirse inadaptado, lo mismo que un inadaptado puede ser también minusválido. Pero el minusválido inadaptado lo es porque los demás le rechazan, en tanto que el ina­daptado rechaza por voluntad propia las normas de vida que se le ofrecen. El inadap­tado se halla, por ejemplo, en condiciones perfectas para conducir un coche, pero sus motivaciones le hacen odiar el hacerlo. En cambio, el am-putado doble de extremidad superior conduciría, tal vez desea hacerlo con toda su alma, pero sus circunstancias individuales o las normas legales no se lo permiten.

Claramente hay un matiz caracterológi­co, una tendencia innata, que obliga al inadaptado a un comportamiento fuera de norma. En cambio, las reacciones del minus-válido son lógicas, provocadas por el comportamiento de los demás. Incluso en las minusvalías sociales lo que falla es la educación impartida, la “pedagogía social”, tan importante o más que las otras formas, física y mental, de pedagogía. Nadie puede reclamar nada a un niño, deficiente físico o mental, por no haber recibido una educa­ción apropiada. Al inadaptado sí se le pue­den pedir cuentas, porque ha sido él, voluntaria-mente, el que ha rechazado todas las posibilidades.

Esto nos lleva hasta un concepto, el de “automarginación”, del que nos hemos ocupado en otros lugares (10). En Medicina rehabilitadora no cabe ninguna acción positiva si el minusválido no toma parte. El aspecto clave del proceso rehabilitador, la elaboración de un Plan o Programa de Re­cuperación, se desmorona cuando el intere­sado no acepta las soluciones que se le ofre­cen. Digamos que uno de los factores que inducen a este rechazo es la noción de en­fermedad. Sentirse enfermo, consciente o incons-cientemente, impulsa a esperar la solución verdadera en una curación que, ya lo sabemos, resulta imposible. El minusvá­lido se margina así voluntariamente por no comprender la realidad, pero la Medicina rehabilitadora, todo el proceso rehabilita­dor, han fracasado. Es una marginación au­tónoma, bien distinta a la creada por la sociedad. De nuevo el psicólogo rehabilita­dor se encuentra ante un importante come­tido.

Pero este ejemplo de automarginación deriva de un mal entendimiento y puede ser superado. Basta con conseguir que el minusválido “comprenda” y entonces acepta­rá. Frente a ella existe otro tipo de automar­ginación cuyas raíces se hallan en la con­ducta y el carácter. Es una automargina­ción imperturbable, connatural al sujeto, irremediable, permanente. Es la automar­ginación del sociópata, del sectario religio­so, tan frecuente en nuestros días, del ma­leante, del alcohólico, del drogadicto, del homosexual. ¿Acaso desea, cada uno de ellos, dejar de ser lo que es? Alguno si, por supuesto. Pero la mayor parte, no. Mejor es resultar, ya en el último de los peldaños, suicida. Vemos relación en todo ello con el enfermo mental, cuya esencia explicamos por un no aguantarse a si mismo, un renun­ciar a la propia personalidad, primero re­fugiándose en otra (Napoleón, Abraham Lincoln, Mahoma), llegando por fin al refu­gio que es la muerte.

Aquí, en este grupo de automarginados, se hallan los inadaptados. Su problema es también social, como el de los minusváli­dos, pero la entraña de su postura se halla a enorme distancia, en un camino distin­to. Confundir a unos y otros, como hace la Ley General de Educación es no sólo desco­nocer la estructura sociológica, sino crear nuevos problemas en lugar de intentar so­lucionar los ya existentes.

 

V.- EN CIFRAS

Volviendo al tema dificil de los “otros” minusválidos, de los minusválidos relativos o potenciales, queda aportar unas cifras generales de aproximación:

·     Infartos de miocardio: 10 por 100 de las consultas médicas; 20 por 100 entre las hospitalizaciones; 30 por 100 de las causas de muerte cardiaca. La frecuencia de infartos se ha quintuplicado en los últimos 30 años.

·     La población de más de 40 años sufre deficiencias respiratorias en un 10-20 por 100. En una rehabilitación bien organizada la cifra más elevada de posible minusvalía, entre todas, corresponde al aparato respiratorio, de manifiesta influen-cia en las actividades mentales, expresivas y motóricas.

·     La incidencia de la hemofilia es de 1 por cada 10.000 nacimientos masculinos. A la edad de 10 años el 95 por 100 de los hemofílicos ha padecido lesiones irreversibles de aparato locomotor.

·     Entre el 6 y el 8 por 1.000 de los niños en edad escolar padecen epilepsia, que si es clínicamente genuína debe ser considerada enfermedad. En cifras generales se ha obtenido un 6 por 1.000 de población.

·     Actualmente hay en España 2.400 enfermos en tratamiento de diálisis. 2.000 enfermos renales fallecen anualmente. Repercusión motórica.

·     Puede decirse que un 20-30 por 100 de los procesos metabólicos (una vez excluidos los ortopédicos y los reumáticos) conducen a situaciones de minusvalía.

·     Diabetes: Incidencia del 2 por 100 sobre la población total. En los niños es menor y conforme se avanza en edad, va aumentando. Quienes mayormente la padecen son los adultos, alrededor de los 50 años. Fuerte incidencia de secuelas sensoriales y motóricas.

·     Las enfermedades reumatológicas «auténticas» (reumatismo cardioarticular, reumatis­mos focales, formas reumatoides, colagenosis) representen en Estados Unidos una pérdida anual de más de noventa millones de jornadas laborales. Afectación, 5 por 100 de la población.

·     Usando una cifra promedio, el 4-5 por 100 de la población presenta una deficiencia mental. El 75 por ciento corresponde a deficiencias de grado leve, cuyo enfoque entendemos que entra por completo en el ámbito de la discapacidad, aunque respetamos su inclusión en este apartado de “otras minusvalias”.

·     En 1968 habla en España 5.000 leprosos reconocidos, y en todo el mundo 3 millones. En 1977 ha habido en España 7.000 y en el mundo 15 millones. Aparte el factor social, la repercusión es de modo fundamental motórica.

 

BIBLIOGRAF1A

(1)     R. Hernández Gómez: Medicina rehabilitadora. Ponencia a la IV Mesa Redonda para la Reforma Sanitaria del Cole­gio de Médicos de Madrid. “Medicina de Madrid”, X, 2, febrero 1976, págs. 17-22.

(2)     G. Cabezas Conde, R. Hernández Gómez, J. Maza Díaz y M. Picazo Rodríguez: El baremo cinesiológico en la valora­ción de deportistas minusválidos. “Rehabi­litación”, VIII, 1 enero 1974, pág. 73-80.

El “Sistema Hernández” de Valoración de minusvalías como base del “Método Español” de calibración de deportistas minusvá­lidos. Federación Española de Deportes para Minusválidos, Madrid, 1976.

(3)     P. Laín Entralgo: La Medicina Hipo­crática. Ediciones de la Revista de Occiden­te, Madrid, 1970.

(4)     R. Rubio: Minusválidos Colección “Testigos de España “, Plaza y Janés, Barce­lona, 1971.

(5)     R. Moragas Moragas: Rehabilita­ción: Un enfoque integral. Editorial Vicéns-Vives, Barcelona, 1972.

(6)     G. Rascio: La Mallatia. Cit. Por C.    Martí Bufill en “Derecho de Seguridad Social. Las prestaciones”. Ministerio de Trabajo, Madrid, 1964. Pág. 145.

(7)     Webster´s Collegiate Dictionary, Londres, 1913.

(8)     R. Hernández Gómez: Hacer rehabilitación. MINUSVAL, núm. 19, junio 1977, pág. 18-20.

(9)     C. Veil: Minusvalía y Sociedad. Te­mas de Rehabilitación, SEREM, Madrid, 1978.

(lO)   R. Hernández Gómez: Automarginación. Tribuna Médica, núm. 706, Madrid, 29 de abril de 1977, pág. 13.

 

I-7 EL ESPIRITU DEL NIÑO.

Se incluye este escrito por la esperanza que el niño ofrece al futuro del hombre. Se presentó en la Reunión de Oviedo, de Junio de 1977,de la Sociedad Española de Médicos Escritores y fue publicado en MINUSPORT en 1980 números 30 y 31, con motivo de la celebración, en 1979, del Año Internacional del Niño. Una versión del mismo te­ma se publicó en el diario “YA” los días 1, 8 y 15 de Junio de 1978, con el título de “El espíritu en el niño”.

 

EL ESPIRITU DEL NIÑO

Por mi forma de especialización, médico rehabilitador, son muchos los niños con deficiencias físicas o mentales que he de aten­der. A lo largo de los años esto me ha enriquecido como médico, pero, sobre todo, como hombre. El estudio del adulto minus-válido no sólo ha constituido base importan­te para que se fuera edificando la doctrina rehabilitadora, sino que ha permitido un conocimiento mejor del ser humano. Con los niños en general, con los niños minusvá­lidos en particular, se obtienen matices y con-tenidos de que el adulto carece y que de­rivan de la existencia de situaciones evolutivas inmaduras en el camino que lleva a la obtención de la personalidad madura. A lo largo de años de observación creo haber lle­gado al hallazgo de unas facultades básicas o facultades de choque, que en el nivel so­mático serian la capacidad de andar, correr, saltar, comer, vestirse. etc., y que en el nivel espiritual vamos a pasar a describir. Hay que aclarar, previamente, que consideramos inse­parables ambos niveles, espiritual y somáti­co, hasta el punto de afirmar que el espíritu o nous es la función y cuanto con ella se relaciona, en tanto que el soma es, por una parte el substrato anatómico que permite esta función (por ejemplo, la neurona ce­rebral) y por otra el instrumento que consi­gue la acción y la comunicación (mano, voz, músculos faciales). De aquí que hayamos considerado, en nuestra teoría noológica, tres estratos constituyentes de la personali­dad de cada ser humano: Alma o psique, por­ción inmortal que nos une a Dios y que no puede ser abarcada por la ciencia actual; es­píritu o nous, conjunto físico-químico de fenómenos que motivan y dirigen lo funcio­nal en cuanto a la actuación humana en el mundo; cuerpo o soma, soporte e instru­mento de toda la personalidad. Considera­mos que los factores noológicos son la sede de los fenómenos captativo consciente e ideati-vo. en tanto que en los componentes somáticos resi­den los factores manifestativos, instrumentales. De lo dicho se desprende que el des­arrollo del espíritu del niño nos conlleva la utilización de sus aptitudes somáticas y viceversa, de una forma inseparable. Sólo por motivos expositivos separamos los atri­butos de cada porción, con el fin de expre­sar de forma concisa la existencia de faculta­des básicas a nivel noológico, cuyo manejo va permitiendo la adquisición de un espíritu por parte de cada niño.

Estas facetas o facultades básicas, forja­doras del espíritu del niño, pueden clasifi­carse en dos grandes grupos: Facultades po­sitivas y facultades negativas. Esto no pasa de ser un recurso de técnica literaria, puesto que unas y otras son igualmente im­portantes. Los matices espirituales en la evo­lución personalística de cada niño derivan del juego correcto de todas ellas, conviene especificar, antes de pasar a enumerar las diferentes facetas forjadoras de espíritu, que a mi modo de ver, existen en cada individuo, desde el punto de vista noológico, un con­tenido intelectivo y un nivel evolutivo. Llamo “con-tenido intelectivo” o “potencial de inteligencia” a la suma de to­das las neuronas poten-cialmente aptas para captar y para idear y “nivel evolutivo” a la etapa alcanzada en la utilización teórico­-práctica de este potencial neuronal. El pri­mer factor expresa la can-tidad de inteligen­cia existente en el sujeto. Medir la inteli­gencia es medir este factor en sí mismo. El segundo factor indica la meta que se ha al­canzado en el devenir evolutivo. Su medida es bastante equiparable al concepto actual de cociente intelectual que, como es fácil deducir, es imposible que dé en cambio una medida, ni siquiera aproximada, de la inteligencia. Una vez cumplido este preámbulo, damos paso a la expo­sición motivo del presente trabajo, analizan­do las facetas positivas y negativas que per­miten edificar la porción funcional de la per­sonalidad de cada ser humano desde que es niño.

 

A.— Facultades positivas en el desarrollo personalístico de la porción espiritual del niño.

Hemos separado las siguientes, que no consideramos definitivas:

1.— Concreción: La concreción se da en el niño por naturaleza. Le atraen el objeto, la forma, el color. Un teléfono, una rueda, un interruptor, le interesan en tanto a ele­mentos aislados, por sí mismos, sin que se establezca ningún conato de interacción con el entorno o la situación establecida. De este modo, el planificar de los niños es muy limi-tado, operan según unos presupuestos ele­mentales y si algo resulta distinto surge el desconcierto, casi la inoperancia. Jackie, el niño asesino de “La tragedia de Y” de Ellery Queen, fracasa en la realización del bosquejo trazado por su abuelo porque este había omitido unas concreciones que un adulto no hubiera nunca necesitado. Esta faceta innata, que el adulto fomenta con su técnica de premios y castigos, es positiva porque con­duce, por contraposición, a lo abstracto, al concepto de número y a la elaboración del pensamiento teórico-lógico.

2.— Espíritu de justicia: Está muy acen­drado en el niño, minusválido o no. La niña de “Cría cuervos”, de Saura es, sobre todo, justiciera. Esta facultad exige de los adultos una explicación suficiente. Conchita, que coge una tras otra, para hojearlas, las revistas de la sala de espera, no comprende el que su madre le prohíba coger más, porque ve que los demás cogen revistas. Basta con explicar­le que no se le prohíbe esto, sino que no debe molestar a los demás. Cuando el niño comprende acepta bien el castigo si este es justo y proporcionado a la culpa. De otro modo actúa por sometimiento, engendrador, como veremos, del resentimiento y de las ideas de venganza. Porque si bien los niños consideran al adulto déspota, tirano e injus­to, ellos caen en los mismos defectos con una gran facilidad.

3.— Curiosidad: Constituye, en realidad, uno de los matices característicos del científico, lo que no es extraño, puesto que cada niño es un verdadero investigador. Nils Hol­gersson, el muchacho que recorre Suecia montado en el lomo de un pato, capta, com­prende, aprende y, sobre todo, cambia. Los amigos y toda la teoría del aprendizaje están comprendidos aquí. Uno de los mayores aciertos de Lewis Carroll se halla en el sentido lúdico que impregna los libros sobre Alicia. Lo importante, en el mejor aprove-chamiento de esta faceta de y para el espíritu infantil, está en respetar el nivel evolutivo alcanzado por cada niño. Lo cual obliga a saber cono­cerlo. En ello cometen los pedago-gos grandes fallos por aplicar una metodología siempre análoga, al buscar una especiali-zación “por la técnica”, como analizamos en otro lugar, en vez de “por el contenido doctrinal”, que es a lo que hay que ir tendiendo siempre en todas las formas de especia-lización profesional.

4,— Fantasía: El aprendizaje del niño puede hacerse a través de la experiencia real vivida, pero también a expensas de experien­cias que se inventan. A expensas de la fanta­sía. Los niños tienen una gran facilidad para inventar. Crean situaciones, idean su-puestos, imaginan acciones y viven todo ello, casi siempre intensamente. Ello les permi-te enri­quecer sus contenidos personalísticos y aprender. Se creen vaqueros, o policías, o in­dios, o bomberos y viven las vivencias su­puestas en estos personajes. En el niño mi­nusválido esto es casi conmovedor porque sufre si alguien le vuelve a la realidad. No hay peligro en que jueguen, por ejemplo, a guerras, porque en unos minutos cambiarán de personaje, identificándose solamente du­rante los espacios de tiempo que dura cada juego. De nuevo entra aquí la comprensión adulta. María del Mar, de 13 años, anulada por una madre absorbente y mal orientada, que la condujo a una situación de oligofre­nia social, únicamente encontraba un asomo de ilusión y de normalidad con sus tíos, porque ellos complementaban o al menos no impedían las creaciones de su imaginación. La fantasía, como hemos comentado varias veces, es también un camino, el otro camino, hacia la verdad. Sirvan de ejemplo los cuen­tos para niños, desde Perrault a los hermanos Grimm, pasando por las páginas inimitables de “Alicia en el País de las Maravillas”, poco conocidas entre nosotros.

5,— Creatividad: De una forma muy abreviada puede definirse la creatividad co­mo la aptitud personalística para producir lo nuevo. Para ello es imprescindible, una vez más, la unión estrecha entre lo ideativo y lo manifestativo. entre la imagen mental y su plasmación instrumental. El pintor necesita a la vez la mano y la mente y lo mismo el músico; el investigador ha de comunicar de alguna forma lo que encuentra. Sin comu-nicación no hay creatividad. Bajo este concep­to indicamos que la creatividad es clave en la evolución de cada niño. Yo les pido a mis pequeños pacientes que me cuenten algo o que me escriban sobre un tema o me expli­quen, verbalmente o por escrito, algún con­cepto que hayamos comentado juntos. La creatividad conduce de modo directo al afán de superación, que llena las gestas de los atletas minusválidos. De nuevo lo ideativo junto a lo instrumental. Recordemos que se pueden separar tres fases, según nuestra opinión, en la evolución de las acciones instrumentales en el niño: Fase de ignoran­cia instrumental durante la cual el niño gol­pea el plato de sopa con la cuchara que se le entrega. Fase de utilización instrumental, en la que el niño utiliza la cuchara para comer. Fase de creatividad, durante la que el niño se arregla para inventar la cuchara, si no la tiene, o para comer la sopa sin cuchara. La última fase es la que permite el enriqueci­miento noológico, pero no hay duda que no llega a darse sin la existencia de las dos ante­riores. Las bases esenciales de la Terapia Ocupacional se hallan aquí.

6.— Afectividad: A veces es la única fa­cultad de que el niño dispone, la única que podemos utilizar, sobre la que podemos in­fluir. Pero la afectividad del niño se basa en la confianza. Yo me llevo muy bien en gene­ral con mis pequeños pacientes, en la con­sulta y en los diferentes tratamientos. So­mos amigos. Si alguna vez dejo de saludar o de hablar a alguno al entrar donde se en­cuentra, el pequeño se muestra nervioso o triste. Pero es muy fácil perder esta amistad. Mary Carmen, de cinco años, con parálisis cerebral, era gran amiga mía. Sucedió que la madre seguía todavía unas indicaciones terapéuticas desafortunadas y, por temor a unas hipotéticas convulsiones, le adminis-traba un preparado de fenilhidantoina, que había producido una gingivitis intensa. Traté de hacerle comprender que no había peligro de convulsiones y de que, para ma­yor tran-quilidad, tuviera siempre a mano una inyección de un barbitúrico preparada. La niña empezó a llorar nada más oír lo de la inyección y ya nunca más ha vuelto a ser mi amiga. Muchas veces vemos enanismos por insuficiencia afectiva. Recordamos algu­no de niños adoptados de la Inclusa, que no crecen hasta que no se hallan inmersos en un ambiente familiar. El niño busca siempre eco a su afectividad, que resulta baldía cuan­do no es correspondida. Y la encuentra a veces, por desgracia, de manera extraña. En “Los niños tontos”, de Ana María Matute, la niña fea la encuentra en la tierra y otros ni­ños en un oso, un caballo, un corderito pas­cual o, sobre todo, en los perros, llenos siempre de ternura Walt Disney nos ha dado cumplida muestra de todo esto en su dila­tada filmo-grafía.

7,— Veracidad: Pero una veracidad sui generis, puesto que muchas veces se apoya en la fantasía. Juega también la afectividad, en un sentido de confianza. Muchos niños y adolescentes, pacientes míos, me consultan problemas que no se atreven a consultar a sus padres. Es más, ante ellos mienten. En su verdad y en sus mentiras influye siem­pre el nivel evolutivo alcanzado. Los niños de corta edad, es decir, porque representa lo mismo, los niños de bajo nivel evolutivo, son transpa­rentes; si ha brotado en ellos algu-na emo­ción se les nota. Cabe también citar aquí el profundo sentido onírico que posee el comportamiento infantil, perfectamente capta­do en el primer libro de Alicia, a su vez muy relacionado con la fantasía.

Otra faceta que contribuye a matizar la veracidad sui generis de los niños es el neuroticismo. Nos referimos en parte al contagio sufrido, des­de las edades más increí-blemente tempranas, por hijos de madres neuróticas, pero hacemos alusión, sobre todo, al neuroticismo que se crea, y no sólo en los niños, en situaciones de minusvalía. Hay quien prefie­re dejar de utilizar una ortesis necesaria por­que se nota. En Medicina Ortopédica, rama de la Rehabilitación que se ocupa de las mi­nusvalías de aparato locomotor, tenemos grandes problemas con los zapatos, por una idea casi fetichista del calzado que va a ser muy difícil eliminar. Alejandro, un niño pa­ralítico cerebral, tenía verdadero horror a los guantes y a las personas vestidas de ne­gro, sin que llegara a averiguar por qué. Es típico el temor de los niños, que los padres fomentan, a las perso-nas vestidas de blanco. De nuevo vuelve a surgir la tremenda influencia y la terrible responsabilidad del adulto, incapaz de afrontar y hacer afrontar una realidad, mintiendo o fomentando una inhibición. Actuando, casi siempre, contra esa facultad innata del espíritu del niño que es la veracidad,

8.— Sentido realista: A pesar de todo, los niños, los niños en general y los niños defi-cientes en particular, captan muy bien las situaciones, se dan cuenta del planteamiento de cada problema y actúan con lógica. Paquito, sordomudo de nueve años, tiene cierto miedo a la piscina, pero, a pesar de ello, re­chaza el tirarse a la piscina de niños y se su­merge en la parte de menos fondo de la de adultos, porque considera que el ya no tiene edad ni envergadura para utilizar la primera.

José, de 16 años, obeso por un adenoma de hipófisis, era retraído, silencioso, hosco y se mantenía recluido siempre en su domicilio. Llegó a nosotros por una cifolordosis inten­sa que le tratamos ortopédicamente a la vez que hacíamos en él pedagogía social. En parte por la mejoría de su deformidad, en par­te por el tratamiento sociológico, José cam­bió por completo. El padre del chico, con cierto humor, confesó no saber si dar o no las gracias: “Antes no salía de casa, ahora apenas entra”. El sentido realista del niño le hace captar perfectamente la opinión de los demás, de forma que si ahora se ve con fre-cuencia a chicos y chicas minusválidos ha­ciendo una vida normal es porque la sociedad actual ha empezado a comprender y a olvidar los antiguos tópicos, Y ellos se han dado cuenta.

 

B.— Facultades negativas en el desarrollo personalístico de la porción espiritual del niño.

La denominación “negativas” no debe ha­cer suponer que estas facultades cumplen una misión inferior a la cumplida por las fa­cultades “positivas”. Como ha sido dicho al principio, la importancia de unas y otras es similar. A través de su adquisición va confor­mando el niño esa porción de su personali­dad que llamamos espíritu o nous.

Lo mismo que en el apartado anterior, estudiaremos cada una de estas facultades básicas por separado. Tampoco aquí preten­demos que el estudio que se ofrece pueda ser considerado como definitivo.

1.— Crueldad: Los niños son esencial­mente crueles. La crueldad, en la infancia es, casi más que una facultad, un atributo. Cabe decir que un comportamiento; lógico, por­que el que es veraz, justo y concreto está muy cerca de ser cruel y lo es positivamente cuando se le añaden el egoísmo, la avaricia, el resentimiento y la influenciabilidad, fa­cultades negativas características, como ire­mos describiendo. La crueldad del niño es aparente sobre todo hacia otros niños, lo que constituye una importante fuente de tra-gedias para el niño minusválido. Carmen es una niña de 15 años que hemos empezado a tratar hace muy poco. Es una oligofrénica social, fabricada por un mal enfoque médico y un padre que tal vez por este enfoque siempre la ha rechazado, que le llama “sub­normal” o “imbécil”, que alivia sus terro­res nocturnos con una paliza y que le ha ne­gado una mínima afectividad. La consecuen­cia es un ser que se defiende, como la Hellen Keller del principio, pero sobre todo en el colegio, donde los demás niños rechazan su tamaño, su retraso escolar y su comporta­miento con una limpia crueldad individual y colectiva. Este ejemplo, habitual hoy día, es equivalente al clásico de los niños del pue­blo persiguiendo y apedreando al “tonto”del lugar. “El hijo de la lavandera”, de “Los niños ton­tos”, tenía una “cabeza idiota, que daba tanta rabia”; un día su madre se la lavó y “le dio un beso en la monda lironda cabezorra, y allí donde el beso, a pedrada lim­pia le sacaron sangre los hijos del adminis­trador, esperándole escondidos, detrás de las zarzamoras florecidas”. Todo esto, a la lar­ga, conduce, como veremos, a la puesta en marcha exacerbada de las facetas de resen­timiento y de afán vindicativo. De lo cual mucha culpa pertenece siempre al adulto.

Junto a la crueldad colectiva, social, existe una crueldad individual, propia, exacerbada en el sociópata, pero también, a veces, en el oligofrénico. “El niño que no sa­bía jugar", también de “Los niños tontos”, buscaba “grillitos, gusanos, crías de rana y lombrices” y luego “con sus uñitas sucias, casi negras, hacía un leve ruidito, icrac!, y les segaba la cabeza”.

2.— Envidia: En un poema decimos que la envidia es un temor, un “sentimiento íntimo y terrible de no disponer de un ácido desoxirribonucleico suficiente”, como el que tienen los demás. En el niño cabría de­cir que la envidia deriva de su sentimiento de autoinsuficiencia en cuanto a nivel evo­lutivo. Tal vez la clave reside en que el niño no tolera el ser distinto de los demás niños y, en muchos matices, del adulto. El hecho de ser vergonzoso tiene aquí seguramente una de sus más claras explicaciones. Incluso el de ser tímido, en un sentido distinto al que dio Marañón en “Amiel”. Lo cierto es que verse diferente a los demás niños se convierte en un tormento para cada niño. Recor-damos el caso de un muchacho de 13 años con un enanismo esencial al que soluciona-mos primero las alteraciones ortopé­dicas de sus extremidades inferiores y al que man-damos a continuación a un endocrinó­logo. El chico llegó a crecer en menos de un año 9 centímetros. Ese curso sacó, por pri­mera vez, Notable. A Gonzalito, de año y medio, le corregíamos una clinodactilia por bifidez de pulgar intervenida, utilizando ortesis, que la madre le colocaba según la pau­ta establecida. Su hermano, de 4 años, tenía siempre dolor de tripa o de garganta hasta que la madre le colocó en un dedo un “caperuzo” similar al que utilizaba su hermano. La envidia de un hermano hacia otro es tra­dicional, pero entendemos que puede resul­tar un elemento positivo en la elaboración por cada niño de su propio espíritu. Un estí­mulo importante de la evolución de su personalidad. En cambio, en el adulto, la envi­dia viene a resultar un “fracaso inadvertido”. Lo espe-ranzador que encierra cada niño se convierte en degradación, en desaliento y en tristeza.

3.— Egoísmo: Según Piaget, el niño atra­viesa sucesivamente por una etapa de autismo, una de egocentrismo y otra de egoísmo, antes de desembocar en la etapa de objeti­vidad. El niño menor de dos años no separa su yo del mundo circundante. De los tres a los siete empieza a encontrar diferencias pe­ro su aislamiento es parcial puesto que si­gue considerándose el centro de todo. A par­tir de los 7-8 años va admitiendo a los de-más, cada vez en un plano de mayor igualdad, pero con una pérdida muy lenta de su imaginada hegemonía. Sólo a partir de los 11-12 años (Wallon) comienza a haber verda-dero comportamiento social. El egoísmo y su antecesor cronológico, el egoncentris­mo, son, por consiguiente, etapas normales en la evolución personalística de cada niño. Es fácil que quede alguna huella a poco que nos descuidemos. Se trata de un egoísmo, a veces de un egocentrismo, que sigue cronológicamente al autismo, un autismo etapa, que nada tiene que ver con la enfermedad mental y, por tanto, con el ámbito de la psiquiatría. Un egoísmo que es también etapa evolutiva necesaria para el desarrollo de un ser humano, lo cual es bien distinto a la lucha por la vida de nuestro lazarillo o de los personajes infantiles de Carlos Dickens. Es el egoísmo del niño, minusválido o no, que esclaviza a sus padres con aires de tirano orondo y exi­gente y que corre peligro de no reaccionar a tiempo, superando la temporalidad de la etapa, hasta quedar convertido en un ser gro­tesco. Peligro fomentado por ese frecuente tipo de padres y, sobre todo, ma-dres, que encuentran bien todo cuanto haga su adora­do y mal orientado retoño.

4.— Avaricia: En nuestra definición poemática: “Saber que se adosa un solo estrato protéico en otro ribosoma. Eso es sufrimien­to, Eso es, para el avaro, el infierno”, Esta faceta se da en el niño en parte por egoísmo, en parte por una hiperprotección admira-tiva o bien por la técnica de premio y castigo que usan algunos padres y no pocos maestros. Los niños se hacen supersticiosos, fetichistas, cabalísticos, detallistas, punti-llosos, celosos y desconfiados, formas todas ellas de ser avaro. La avaricia, facultad en-gativa engendradora de espíritu en el niño, juega mucho en situaciones de convivencia. En colegios, internados, colonias, jardines de infancia pero, sobre todo, entre hermanos. Margarita, la niña de cuatro años protagonis­ta de “Celos”, de Víctor Catalá, ahoga a su hermanito sin duda influida (la influenciabilidad, de tanta importancia en la creación del espíritu del niño), pero esta influencia, sabiamente dirigida, actúa sobre la facultad de avaricia de la pequeña: “- Margarita, es­cucha: el niño será el heredero y tu padre le dará las tierras y las vacas y a tí te echarán y tendrás que ir a guardar patos”. “Y cierto, ¡parecía cosa de brujas!, al nacer la otra criatura resultó justamente un niño. Y al ir a verle las vecinas todas preguntaban a la madre por el “hereu”; y heredero por aquí, heredero por allá, durante unos cuantos días la niña, acurrucada en un rincón de la alco­ba, lo oía todo, lo espiaba todo. Dejó de cantar, dejó de reír, dejó de jugar...”. La ava­ricia, junto al ansia de poder, el cálculo y la acción vindicativa, mueve también a los pequeños monstruos de “El juego de los ni­ños”, de Juan José Plans, pero todas las de­más características convierten la avaricia in­fantil en avaricia de adulto, desproporciona­do, impropia, fuera de norma y, por consi­guiente, pavorosa.

5.— Resentimiento: El resentimiento na­ce en los niños porque no comprenden ni son comprendidos, porque se ven obligados a ceder ante la fuerza y porque sufren el que creen un atentado, algunas veces real, con­tra la construcción de su propio y verdadero mundo. El niño y el hombre hablan muchas veces un diálogo formado por dos monólo-gos independientes, henchidos de incom­prensión y, aún peor, de indiferencia, como sucede en el final del “Apólogo del niño marciano”, de Carlos Buiza. Y en el teatro del absurdo. Y, por encima de todo, en Kaf­ka. Gran parte del humorismo moderno tie­ne sus raíces en este tipo de situaciones de mutua indiferencia, de tranquillo que se si­gue sin importar nada de lo que el otro diga en la aparente interlocución.

El resentimiento infantil se va creando a lo largo de años y a través del acúmulo de numerosas circunstancias, que el niño va re­cibiendo y recogiendo en el seno de sus pro-pios e inapelables razonamientos, no siem­pre libres de ajenas influencias. Una niña de doce años, paciente nuestra, se ha convertido en feminista furibunda, transformando su odio al varón en odio al padre, no al revés. La idea le ha sido totalmente imbuida por su abuela materna, viuda desde muy jo­ven. Los intentos del padre para corregir la conducta de la niña, no aclarada en realidad hasta que ésta alcanzó los doce años, eran aprovecha-dos por abuela y nieta para incre­mentar los matices de animadversión hacia todo cuanto represente autoridad masculina. Al hablar de la faceta de Fantasía comentemos el caso de María del Mar, cuyo resenti­miento hacia la madre absorbente y el padre excesiva-mente tolerante e inhibido, había venido siendo salvado por la presencia de los tíos, aportadores de las necesarias partículas de comprensión y de libertad. El resentimien­to del niño, cuando carece de verdadera ma­licia, cuando está limpio de influencias, re­sulta conmovedor, porque casi siempre es justo y está fundamentado. Pero resulta pe­ligroso fomentarlo o mantenerlo porque, al ir creciendo el niño, se transforma en afán de venganza, como vamos a ver en seguida.

6.— Afán de venganza: Equivale a una exacerbación, un grado más, del resenti-miento. Los niños pasan de la situación casi pasiva de resistencia a una iniciativa activa y se cobran como pueden de los adultos su supeditación. Aunque ello suele ocurrir en niños de cierta edad, pueden captarse claramen­te rasgos vindicativos incluso en lac­tantes. Es muy típica la obsesión de la madre española porque sus hijos co­man. Sobre todo que coman cuanto, cuando y como ellas decidan. El niño, en general suficiente-mente alimentado e incluso sobrealimentado, capta per­fectamente esta obsesión materna y encuentra una forma de venganza con­tra las imposiciones e histerismos que, sin duda, ha de sufrir desde que nace en gran número de casos. No come, exacerbando la desespe-ración de la ma­dre, con la cual se satisface. La expre­sión de un niño que cierra la boca y vuelve la cara despectivamente re­chazando la cucharada de alimento que la madre le ofrece es hedonista, casi triunfal. Tanto más cuanto mayor sea el sufrimiento de su ma-dre. Si esta dejara de preocuparse de si el niño co­mía o no, éste lo haría normalmente.Si, en cambio, se preocupase de que fuese descalzo, no se vería nunca al niño con zapatos y, al revés, si la ma­dre mostrase sufrimiento de ver al ni­ño calzado, el pequeño vindica-tivo no se quitaría los zapatos ni siquiera en la cama.

Esta facultad activa, operante, que hemos llamado afán de venganza, se da sin embargo con mayor frecuencia en niños mayores, con más medios pa­ra la acción, aun-que no siempre los empleen. La mayor parte de los movi­mientos independentistas juve-niles tie­nen origen en un rechazo vindicativo hacia lo que la familia es y representa. Reacción a veces justificada ante pa­dres como el de “Todos eran mis hijos”, de Arthur Miller. Muchas veces, la lucha generacional deriva de que los jóvenes, por honradez y por limpieza chocan contra la corrupción que les ha precedido. Como hemos dicho en otra parte, los hijos de los ingleses que exterminaron a los cipayos están ahora de parte de los cipayos.

De aquí la importancia que tiene no dar motivo a la venganza infantil. Una paciente nuestra, con una forma leve de parálisis cerebral, estuvo sometida durante más de 16 años a tratamiento antiepiléptico exclusivamente. Lo peor es que los padres nunca le explicaron por qué le impedían salir cuando sus hermanos lo hacían. Se le indicó dema-siado tarde que todo se debía al temor de los pa­dres a una crisis convulsiva. La niña eli­gió la forma de venganza que pudiera molestar más a sus padres y tuvo un hijo.

En suma, resentimiento y afán de venganza, aunque vecinas, son faculta­des diferen-tes, siendo seguramente más eficaz la segunda en la evolución del niño porque le hace tomar parte activa en una lucha contra el mundo que ya no va a abandonar mientras viva. Y porque le pone en el camino de apren­der a perdonar.

7.— Malicia: Se ha descrito mucho una malicia de fondo sexual en los oli­gofrénicos, pero está presente en todos los niños. Vladimir Nabokov describe en “Lolita” casos en que se mezclan precocidad y perversión. La faceta que pretendemos describir bajo esta deno­minación de malicia posee entidad ge­nérica y no exclusivamente sexual, aunque lo sexual pueda jugar también a veces. No implica una acepción de maldad, de inclinación a lo malo, que eso no se da en el niño, sino un conglo­merado de curiosidad, recelo, suti-leza, desconfianza y temor. Que desmiente, según nuestra personal investigación, la idea de que la malicia es inexistente en el niño. El niño no es ladino, pero fin­ge. No piensa mal, pero disimula. No es perverso, pero miente. Todo este complejo vivencial es el que tratamos de encerrar en la denominación “ma­licia”.

Esta especial forma de malicia hace que los niños finjan, disimulen, ocul­ten. Sobre todo a los padres, por te­mor al castigo pero, esencialmente, por temor a la incompren-sión. Por eso, al­gunos pacientes o algunos deficientes mentales adolescentes, que viene a ser cosa aproximada, me hacen consultas y confidencias que nunca harían a sus padres. Si falta la confianza, mienten, como los sobrecogedores niños de “La vuelta de la tuerca” de Henry James.

Esta tendencia a la ocultación, al fal­seamiento, es muy peligrosa en el niño, que, a través de su desarrollada facul­tad de fantasía, se llega a creer sus pro­pias mentiras. El factor sexual juega también, creemos, en un sentido de cu­riosidad. Niños y niñas muy alejados todavía de la pubertad buscan contac­tos que no son involuntarios, captan situa-ciones de fondo erótico, dan a sus juegos matices de claro simbolismo se­xual. En los varoncitos la situación to­ma un sentido trágico-grotesco cuando han sido tratados con anabolizantes hormonales en busca de un desarrollo que satisface de momento a unos pa­dres desconcertados que han de pagar caras después su exigencia y su ignorancia.

8.— lnfluenciabiidad: Los niños son tremendamente influenciables. Ana, la niña de “Cría cuervos”, toma parti­do por su madre. Después de juzgar, es decir, por justicia. Pero también porque está influida por ella. Lo malo es que no siempre eligen lo mejor. Recor­demos la niña antifeminista por influ­jo de su abuela que, por otra parte, ve en ella la nieta preferida, seguramente por afinidad. Todo un mundo de pro­selitismo está aquí encerrado, con to­do el peligro que encierra el hecho de que el niño no sea capaz de discernir. La avaricia fomentada de Margarita en “Celos” se aclara al final del tremendo cuento, cuando al cabo de los años la vecina inductora del crimen “pide la mano de Margarita para su hijo”.

Este problema de que el niño se de­je influir a veces por los peores tiene difícil solución. No basta el desinterés, que es el que suele mover a los padres que se ven rechazados. Existe un saber ponerse a tono con el niño, a su nivel, que creemos que es la clave en la con­vivencia adulto-niño. Los niños toman confianza y, por tanto, se con-vierten en influenciables, ante los adultos a los que ven o consideran semejantes. Imi­tan mal a los mayores que se muestran superiores porque ven ese nivel dema­siado alto. Lejos de dejar que les in­fluyan se apartan y si el adulto se impone se refugian en el resentimiento o el afán de venganza. En cambio, la ad­miración representa una entrega y, por tanto, una fácil influenciabiidad y se alcanza porque el comportamiento condescen-diente del adulto permite al niño idealizarle y buscar una imitación diferida. Será como él cuando sea ma­yor, pero entre tanto la amistad se mantendrá entre ambos. Graham Gree­ne ha visto muy bien este problema en “The Basement Room”, vertida al cas­tellano con el título de “El ídolo caí­do”.

Un último aspecto nos interesa re­saltar y es el de la que podríamos lla­mar “influenciabilidad en sentido con­trario”. Es la de muchos jóvenes actua­les ante el ejem-plo de sus padres co­rrompidos. La influencia de estos es negativa. El niño, el adolescen-te, serán cualquier cosa en la vida excepto un remedo de lo que fueron sus padres. Esta faceta digamos justificada se di­luye muchas veces en comportamien­tos absurdos de rechazo que pertene­cen más bien a las facultades de resen­timiento y de afán de venganza, pero que hemos preferido describir aquí por su claro matiz de antiinfluen-ciabi­lidad. Entra también en ello la incom­prensión y la falta de confianza y, por último, el egoísmo y la vanidad. Mu­chos pacientes escolióticos en edad evolutiva de su raquis se niegan a mus­cular no por pereza sino por incom­prensión. Es curioso que algunos dicen “Lo haría si no me lo dijeran, pero si me insisten ya no lo hago”. Resulta di­fícil hacerles comprender toda la teo­ría cinesiológica de la columna verte­bral, pero realmente es casi el único ca­mino a seguir. Es corriente, seguramen­te por falta de costumbre, de conoci­miento de una especialidad que co­mienza, que los tratamientos ortopé­dicos los acepten algunos pequeños pa­cientes como si me hicieran a mi un favor, no como un beneficio para ellos mismos. Seguramente se traduce aquí uno u otro sentido de influencia de las convicciones paternas. Este “contagio al revés” evita que muchos niños de madres neuróticas caigan en el neuro­ticismo, tan contagioso, incluso para los lactantes. Y que, dicho sea en alabanza del niño, se da en la práctica con mu­cha menos frecuencia de lo que la ló­gica parece indicar. Los niños imitan a los adultos porque los consideran supe­riores, pero hay veces en que parecen darse cuenta de que debiera ser el adul­to quien les imitase a ellos.

 

Valiéndose de todas las facultades descritas, positivas y negativas, el niño va elaborando su personalidad. Des­pués de cuanto llevamos dicho cabe afirmar que todas estas facetas no siempre constituyen rasgos caracterís­ticos, pero siempre son etapas, mo­mentos evolutivos. Por ejemplo, el niño es siempre ingenuo, aunque en su devenir cronológico atraviese épocas de malicia. Es generoso, aunque en al­gún momento le sirvan de estímulo rasgos de afán de venganza. Si, en ge­neral, tiende a la justicia, a la envidia o al egoísmo, ello no impide que en determinados períodos de su vida sea mucho más justo, envidioso o egoísta. Todo esto, que en el niño normal se cumple a lo largo de fases cronológi­cas marcadas, casi fijas, toma forma en el deficiente, somático o mental, de una forma variable, en función del tipo y grado de alteración existente, pero también en función de la ayuda que se les preste para facilitar su tarea.

De aquí la responsabilidad y oblñigación que te­nemos todos los adultos en general y de modo fundamental los padres, los pe­dagogos y los médicos, en facilitar las funciones infantiles de captación, idea­ción y manifestación y, sobre todo, en no dificultarlas. El niño no es ese “perverso polimorfo” que Freud creyó ver. Tampoco es una propiedad, como piensan algunos padres. Se trata de un ser humano que va recorriendo etapas a veces muy trabajosas en la conquis­ta de su propio espíritu, de toda su personalidad. Ya que le echamos a vi­vir debemos ayudarle a hacerlo. Lo cual es una manera de ayudarnos a no­sotros mismos.

Sólo podremos matizar positiva­mente la evolución personalística de los niños si somos capaces de compren­der la fenomenología que en cada una de estas vidas se está desarrollando, se tiene que desarrollar. Para ello es necesaria una intencionalidad, por supues­to, pero también un saber “ponerse a nivel”, llegando a cambiar si es necesa­rio una costumbre o un dogma erró­neos. Hay un ejemplo muy sencillo que utilizo a menudo y que entronca nada menos que con la adquisición del concepto de número, con la elabora­ción de la capacidad de abstracción y con el desarrollo del pensamiento teórico-lógico. Se trata de la multiplica­ción. En castellano decimos “dos por dos”, “seis por cuatro”, “nueve por ocho”. Este “por” no tiene ningún sentido para el niño, no lo comprende, aunque aprenda de memoria toda la tabla de multiplicar y llegue a realizar operaciones correctamente. La solu­ción dada en otros idiomas es bastante más racional al utilizar el concepto “vez”: “Dos veces dos”, “seis veces cuatro”, etc. El niño español entiende también mucho mejor cuando se le enseña la multiplicación de esta forma. Pienso que seria un acierto el aceptar que hay un error inicial y suprimirlo, cambiando a una forma más en conso­nancia con la realidad. Otro absurdo lingüístico que padecemos es el de la pretendida letra “ché”, que no es sino un sonido. La C es una letra, la H es una letra. Las dos juntas son dos letras no una. Si cada sonido castellano se hubiera de convertir en letra serían le­tras “pa”, “ma”, “ta” y así hasta el in­finito. El problema es, por supuesto, el desconcierto del niño, que no sabe qué hacer con la hache y que seguramente durante toda su vida va a ser incapaz de pronunciar bien cuando se encuentra con ella.

Los ejemplos podrían multiplicarse pero ni es ocasión para ello ni es fina­lidad importante en el objetivo que nos habíamos impuesto. Que es el de intentar hacer ver que el niño consigue elaborar trabajosamente su propio es­píritu a la vez que cumple el desarrollo de su cuerpo y que el estudio de las circunstancias que van adornando su evolución es uno de los más apasionan­tes que al ser humano le es dado con­templar. Los médicos rehabilitadores hemos aprendido mucho de ello a tra­vés de nuestra labor diaria a favor de niños deficientes, somáticos, mentales o mixtos. Con este trabajo solamente quiero mostrar mi deseo de que esta labor pueda también resultar útil a todos los demás.

LIBRERÍA PAIDÓS

central del libro psicológico

REGALE

LIBROS DIGITALES

GRATIS

música
DVD
libros
revistas

EL KIOSKO DE ROBERTEXTO

compra y descarga tus libros desde aquí

VOLVER

SUBIR