LA SEMIÓTICA DE C. S. PEIRCE Y LA TRADICIÓN LÓGICA

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Wenceslao Castañares

Universidad Complutense

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Uno de los factores que más han contribuido al conocimiento de la obra de Peirce, que ha tenido lugar sobre todo a partir de los años setenta, ha sido, sin duda, la originalidad de sus ideas acerca de la semiótica. Para muchos, el nombre de Peirce está asociado a la semiótica, de la que se le considera uno de los padres fundadores. Este honor lo comparte Peirce con otra gran personalidad, la del lingüista ginebrino Ferdinand de Saussure. Quizá no se deba al azar el que ambos fueran estrictamente contemporáneos: más joven que Peirce (n. en 1839), Saussure, que había nacido en 1857, murió, sin embargo, un año antes que él (en 1913). Aunque de forma independiente, los dos fueron plenamente conscientes de la necesidad de desarrollar una ciencia que se ocupara de los complejos procesos sociales en que tiene lugar el sentido. Sin embargo, los dos parten de principios muy diferentes. Saussure es un lingüista que concibe una ciencia de naturaleza psicosocial que, aunque de alguna manera dependiente de la lingüística, debía ser más general, puesto que debía ocuparse de todo tipo de signos. Para esa ciencia, aún inexistente según su opinión, propuso el nombre de semiología.

Los presupuestos de Peirce son muy distintos. Él sabía que la ciencia de los signos, aunque no plenamente desarrollada, existía desde la antigüedad y tenía un nombre reconocido: semiótica. No se considera, por tanto, un inventor, sino más bien el explorador de un territorio desconocido casi en su totalidad (5.488). Heredero de esa tradición, la semiótica de Peirce está vinculada a la lógica, aunque sólo una transformación de la forma en que se había concebido la lógica podía hacer de la semiótica una disciplina con una personalidad diferenciada.

En la tradición de los estudios lógicos y retóricos, pero más concretamente en Aristóteles, es posible encontrar, bastante sistematizados, algunos de los antecedentes de la semiótica peirceana. Sin embargo, la tradición semiótica es mucho más antigua. Desde la más remota antigüedad, la interpretación de los signos estuvo vinculada a saberes de carácter práctico y, muy probablemente, a esa forma de inteligencia llamada metis. M. Detienne y J.P.Vernant han investigado en un hermoso libro1 el amplio campo de la metis, centrándose para ello, en la figura de la diosa del mismo nombre. Metis, primera esposa de Zeus, madre de Atenea, y que según Hesíodo "sabía más que todos los dioses y los hombres juntos", detentaba una forma de inteligencia y de saber que implica un conjunto complejo de actitudes mentales que combinan la sagacidad, la previsión, el sentido de la oportunidad y la experiencia. A ese tipo de saber están ligadas las habilidades del navegante, el cazador, el pescador, el estratega, o el médico, actividades todas ellas en las que el pensamiento conjetural a partir de los indicios que se encuentran en la naturaleza, son esenciales. Serán, a pesar de todo, los campos de la adivinación y la medicina los que ofrezcan una sistematización más homogénea de la terminología estrictamente semiótica2. Todas estas tradiciones, aunque por caminos diferentes, terminarían por vincularse con las artes discursivas de la dialéctica, la retórica y la lógica3, para las que se requieren conocimientos perfectamente sistematizables, pero también las habilidades y las artimañas propias de los individuos dotados de metis.

Esta tradición semiótica es recogida por los filósofos, pero de manera distinta según los casos. La encontramos en Platón, aunque no sistematizada y, desde, luego, desligada de las reflexiones lingüísticas de las que se ocupa en el Cratilo; en cualquier caso, excluidas del ámbito de la episteme, el único saber que conduce a la verdad. Como en otros campos del conocimiento, corresponde a Aristóteles el honor de haber sido el primero en emprender la tarea de sistematizar los saberes semióticos; no obstante, siguiendo en esto a su maestro, separa claramente las cuestiones lingüísticas de las teorías semióticas, que se centran en lo indicial. El tratamiento lingüístico- semiótico está nucleado alrededor de la noción de símbolo y lo encontramos en el De interpretatione, en cuyos párrafos iniciales define Aristóteles, desde una perspectiva que hoy podríamos llamar comunicativa, los elementos esenciales de la semiosis lingüística. La problemática que plantean el signo indicial (tekmerion, semeion, según la terminología heredada de la tradición) es, para Aristóteles diferente, y la encontramos desarrollada en los Analíticos y en la Retórica, cuando se habla del modo en que se construyen los entimemas, es decir, los argumentos retóricos. En ella encontraremos perspectivas perfectamente integrables en una semiótica como la que propone Peirce4.

La tradición aristotélica es continuada por los estoicos y epicúreos, que introducen innovaciones de interés. Los primeros, a parte de las aportaciones terminológicas y conceptuales que afectan a la teoría lingüística (a las que aludiremos más adelante), intensifican, si cabe, la identificación entre acción de los signos e inferencia. El signo es interpretado ahora como proposición; de forma más concreta: son entendidas como signos (semeia) las proposiciones antecedentes de las condicionales en las que el antecedente y el consecuente son verdaderos a un tiempo. Por ejemplo: "Si tiene leche, ha dado a luz"5

Este planteamiento es aceptado por los epicúreos en sus aspectos más generales, por más que, en cuestiones más concretas, como el de la justificación de la relación entre el antecedente y el consecuente, las diferencias entre ambas escuelas dieran lugar a discusiones interesantes no sólo desde el punto de vista de la lógica sino de la semiótica (Manetti 1987:181). Los pormenores de estas discusiones nos han llegado gracias al descubrimiento en las ruinas de Herculano del tratado de lógica titulado Perì semeíon kaì semeióseon ( Acerca del signo y la semiosis) cuyo autor fue Filodemo de Gadara , un epicúreo del siglo I a. C. El conocimiento de sus teorías proporcionaría a Peirce (5.484) el término "semiosis", que quedaría definitivamente como el más adecuado para referirse a la "acción de los signos".

De las vicisitudes sufridas por la tradición griega hasta llegar a los lógicos medievales no podemos ocuparnos aquí. No obstante, no puede eludirse el hecho de que fue Agustín de Hipona, heredero en muchos aspectos de la tradición estoica, el primero en construir una teoría semiótica que unifica la perspectiva lingüística con la tradición inferencial sistematizada entorno a los indicios. Él es el primero en utilizar la noción de signo (signum) en un sentido tan general que incluye tanto a los signos lingüísticos como no lingüísticos; también a él le debemos las perspectivas psicológicas y comunicativas que encontraremos en la tradición más próxima a nosotros y, desde luego, en Saussure. La perspectiva lógica se mantendría, sin embargo, en la tradición medieval, aunque ya fertilizada por la investigación lingüística. Los frutos más sabrosos los encontraremos en las diversas gramáticas especulativas6 en las que perspectivas gramaticales y lógicas aparecen plenamente integradas pero que también plantean un problema que se convertirá en un tópico, en de los modi significandi o "modos de significar".

Todas estas tradiciones justifican una identificación entre lógica y semiótica que, ya en los tiempos modernos, testifica Locke de forma eminente cuando, al final de su Ensayo, se refiere a la división de las ciencias7. Al justificar su propia concepción de la semiótica Peirce utiliza un argumento similar al de Locke: si la lógica se ocupa de las leyes del pensamiento y éste sólo es posible gracias a los signos, la lógica ha de ser una semiótica (1.444, 2.227). Peirce, sin embargo, iría mucho más allá que Locke extrayendo consecuencias que alteraban considerablemente la forma en que se habían entendido ambas disciplinas.

Estas modificaciones suponían, fundamentalmente, una ampliación de la lógica. Dicha ampliación se realiza en una doble dirección, por más que ambas estén conectadas: la primera gracias al desarrollo de la semiótica; la segunda, gracias al hallazgo de un nuevo tipo de inferencia de la que la lógica debía ocuparse, pero ya convertida en una lógica de la investigación en la que los tres tipos de inferencias, abducción, deducción e inducción, aparecen perfectamente integrados.

La ampliación de la lógica que la semiótica lleva a cabo es clara y manifiesta cuando Peirce establece y define las tres ramas de esta última: la gramática especulativa, la lógica pura, y la retórica pura o metodéutica (1.444, 2.229, 4.9)8. La división de la semiótica en estas tres partes puede ser justificada desde el interior mismo de la teoría semiótica: la gramática especulativa, recogiendo la tradición medieval de los modi significandi, se ocupa de las condiciones que deben darse para que algo sea un signo; la lógica pura o lógica propiamente dicha, conservaría la función de la lógica tradicional, es decir, se ocuparía de las condiciones de verdad; la retórica especulativa se ocupa ya de los sujetos y, de forma más concreta, cómo "un signo da nacimiento a otro signo y, especialmente, un pensamiento da nacimiento a otro pensamiento" (2.229). En definitiva, lo que justifica esta clasificación es la consideración de la semiosis como una relación, necesariamente triádica, en la que el signo o representamen, el objeto y el interpretante, son, respectivamente, manifestaciones de las categorías faneroscópicas de la primeridad, segundidad y terceridad.

Ahora bien, esta ampliación de la lógica puede ser justificada también con argumentos estrictamente lógicos, especialmente, en lo que se refiere a la tercera de sus ramas, es decir, a la retórica. La operación que lleva a cabo Peirce adquiere su verdadera dimensión cuando se compara en este punto su teoría con la de Aristóteles. Para el griego, la lógica dispone de dos tipos de argumentos demostrativos: el silogismo o deducción y ciertos tipos de inducción. Tanto la dialéctica como la retórica pueden recurrir a estos dos tipos de argumentación, pero, salvo en casos excepcionales9, no pasarán de ser argumentos verosímiles o probables que pueden ser refutados. Los argumentos de la retórica tienen, pues, sus propios nombres: el entimema y el ejemplo que son, respectivamente, la deducción y la inducción retóricas. La semiótica aristotélica está incluida dentro de la retórica porque los signos (indicios) constituyen uno de los procedimientos mediante los cuales es posible la construcción de entimemas.

Peirce lleva a cabo una triple corrección de la teoría aristotélica. En primer lugar amplía a tres los tipos de inferencia lógica: deducción, inducción y abducción (a la que Aristóteles había considerado una modalidad de la inducción)10. La segunda, menos relevante que las otras dos, pero también interesante, consistiría en demostrar que la analogía o el ejemplo aristotélico es en realidad una argumentación compuesta, que combina inducción y deducción, o abducción e inducción (1.65, c. 1896; 2.512, 1893; 5.277, 1893). La tercera consistió en invertir las relaciones entre semiótica y retórica, lo que requería una modificación previa de la lógica, que consistió en introducir dentro de su ámbito los tres tipos de inferencias. øQué razones tenía Peirce para llevar a cabo esta operación? En mi opinión, fundamental, una. Como dice en párrafo 1.444 de los Collected Papers, la lógica en sentido estricto es "la ciencia de las condiciones necesarias para la consecución de la verdad". Ahora bien, la consecución de la verdad no es algo que pueda realizarse únicamente gracias a la inferencia deductiva, necesita, por una parte, introducir el conocimiento adquirido por experiencia y, por otra, aventurarse en la explicación de los hechos formulando hipótesis que introducen ideas nuevas. Es decir, los argumentos analíticos necesitan de los razonamientos sintéticos. Los razonamientos sintéticos no son absolutamente fiables, pero son necesarios: sin ellos la experiencia quedaría fuera de la argumentación lógica. Su argumento se encuentra breve, pero expresado con precisión, en una frase que encontramos en la séptima de las famosas conferencias dictadas en 1903 en el Lowell Institute: "Un argumento no deja de ser lógico por ser débil, con tal de que no aspire a una fuerza que no posee" (5.192).

La necesidad de incluir en la lógica los razonamientos sintéticos permite realizar una ampliación en la segunda dirección a la que antes me refería: la lógica de la investigación científica. La definición de los caracteres específicos de la abducción sólo pudo realizarla Peirce tras un largo periodo de reflexión. Según confesión propia, la definición del auténtico papel que la abducción realiza, sólo puede establecerse cuando se la sitúa en el ámbito de la lógica de la investigación. En ese contexto abducción, deducción e inducción, son los tres pasos de un proceso cuyo objetivo es el descubrimiento de la verdad. Una verdad ciertamente provisional, pero avalada por el único método fiable: el método científico.

Pero, como decíamos, la identificación entre semiosis e inferencia adquiere, también en Peirce una nueva dimensión, que es la de una semiótica plenamente constituida como disciplina independiente. Esta nueva dimensión puede concretarse en una serie de principios que constituyen los fundamentos de su semiótica y a los que brevemente voy a referirme a continuación.

Frente a una tradición que está representada en la semiótica moderna por el mismo Saussure (que reduce el signo a la unión de un significante y un significado), Peirce defenderá como uno de sus principios fundamentales que los elementos de la semiosis son necesariamente tres: signo, objeto e interpretante. Sigue en esto al Aristóteles del comienzo del De interpretatione (16a, 3-8), que al explicar el modo en que nos comunicamos mediante el lenguaje alude a los sonidos, que son símbolos de a las afecciones del alma que, a su vez son signos de las cosas. Esa relación triádica se mantiene también en una teoría mucho más articulada que la aristotélica como fue la de los estoicos. Fueron ellos, según nos han transmitido Sexto Empírico y Diógenes Laercio, los primeros que se refieren a esos tres elementos de la semiosis como significante (tò semainon), significado (tò semainómenon) y objetos o acontecimientos (to tynchánon). Las verdaderas razones de Peirce no obedecen al seguimiento ciego de esta tradición, sino que tienen que ver con principios teóricos profundos. Los tres elementos de la semiosis, signo o representamen, objeto e interpretante son, como hemos dicho antes, manifestaciones de las tres categorías faneroscópicas de primeridad, segundidad y terceridad. Pero, además, son tres porque como demostrará desde la lógica de relaciones, sólo una relación triádica puede dar razón de un fenómeno "genuinamente" significativo.

El segundo elemento o relato de la semiosis (si tenemos en cuenta su "modo ser") es lo representado por el signo. A este elemento Peirce lo denomina "objeto". El modo en que Peirce lo concibe sólo es comprensible desde los principios que inspiran su metafísica y su epistemología. Nuestra experiencia de la realidad se nos da ya "semiotizada", es decir, inserta en los procesos de semiosis. Habría que decir, por tanto, que los límites de la semiosis son los límites de lo cognoscible y, en último término, del mundo. Ahora bien, esto no nos impide concebir la realidad como algo independiente de lo que cada uno de nosotros podamos pensar. Es más, es esto precisamente, lo que la define y distingue de la ficción. Esta reflexión lleva a Peirce a considerar dos formas de entender el "objeto": en cuanto representado, es el objeto "inmediato" de un signo; en cuanto independiente de la representación, es el objeto "dinámico". El problema de la verdad de nuestros conocimientos, depende, pues, de una realidad independiente de nosotros, pero también, de las representaciones a las que puede dar lugar esa realidad. Qué representación de esa realidad puede considerarse verdadera depende de la investigación y del consenso al que, basándose en ella, puede llegar la comunidad de investigadores.

Pero los signos, como los pensamientos, están conectados unos con otros y, además, son comunicables. De hecho sin comunicabilidad no hay representación. Pero dado que, contrariamente a lo que mantuviera Descartes, no existen ideas innatas ni es posible la "intuición" en sentido estricto, un pensamiento surge de otro pensamiento o, lo que es lo mismo, un signo nace de otro signo. La génesis de los signos y su desarrollo sólo puede estar regida por las leyes de la inferencia, es decir, por la deducción, la inducción y la abducción.

Tanto en la tradición antigua y medieval como en la moderna, a la hora de explicar los fenómenos significativos se solía partir de situaciones como qué significa la palabra "árbol" o qué significa un enunciado como "Sócrates es sabio". Pero al plantear el problema de la significación de este modo se pasa por alto una cuestión fundamental: øCómo es posible la comunicación? Desde la lógica-semiótica de Peirce esta pregunta tiene una respuesta que brevemente podríamos formular así: en primer lugar, lo que una palabra o expresión significa depende de los efectos que produce; en segundo lugar, los efectos que los signos producen, es decir los interpretantes, pueden ser (y en la comunicación deben ser) a su vez signos. Contemplada desde el punto de vista "pragmático" (lo que inevitablemente nos lleva a situarlo histórica y socialmente), la semiosis es un proceso de límites inciertos porque supone siempre una acción anterior que explica y justifica el sentido que los signos adquieren en los procesos comunicativos, pero además, está abierto hacia el futuro, es decir, hacia los efectos que puede producir en otras mentes. En otros términos, la semiosis es "ilimitada" o "ad infinitum". Tales procesos no constituyen, sin embargo, un círculo vicioso (lo que por otra parte conduciría al solipsismo y, por tanto, a la incomunicación), sino un proceso en el que es posible la novedad y el "crecimiento" del conocimiento. La semiosis es ilimitada justamente por su carácter social y comunicativo, pero también, porque permite saber lo que se ignoraba. En los procesos concretos de semiosis confluyen, pues, dos elementos; un elemento preexistente de carácter colectivo: una regla de interpretación; y, en muchas ocasiones, un elemento innovador que pertenece a la experiencia de los individuos pero que, gracias al carácter social de las reglas de interpretación de los signos, resulta comunicable y en cuanto tal, universalizable.

Esta concepción de la semiosis da lugar a una tipología formal de los signos que tiene en cuenta la naturaleza de los representámenes (que es independiente de lo que representen o de cómo se usen), las relaciones entre el signo y el objeto por él representado, y, finalmente, las relaciones entre el signo y los interpretantes que producen. Esta tipología que da lugar a 66 clases válidas de signos no ha sido desarrollada en su totalidad, si entendemos por desarrollo una teoría lo suficientemente concreta y sistemática que permita el análisis de los textos concretos que construimos con los signos. Resulta, por tanto, difícil vislumbrar su utilidad. No obstante ha aportado algunas ideas considerablemente valiosas. Su clasificación de los signos en función de las relaciones que mantienen con los objetos en iconos, índices y símbolos, aunque en ocasiones no bien entendida, ha dado lugar a una amplia discusión y a un desarrollo (muy amplio en el caso de los iconos y los símbolos, no tanto en el caso de los índices) que ha permitido introducir un cierto orden en la terminología semiótica preexistente. Desde el punto de vista peirceano nociones como las de "imagen" o "señal", por poner dos ejemplos, pueden considerarse "extrasemióticas": no nos permiten definir ante qué tipo de signos nos encontramos.

Junto a esta idea aparece otra frecuentemente ignorada: los signos que realmente utilizamos son de tal complejidad que una sola categoría no basta para definirlos. Decir de un signo, por ejemplo, que es un "legisigno" sólo alude a su naturaleza como signo pero nada nos dice, por ejemplo, de cómo es usado. De la misma manera, que un signo concreto posea características propias de los índices, no está en contradicción con el hecho de que posea, además, aspectos simbólicos. Una proposición como "Este es el hombre que ha robado mi reloj" es, desde un punto de vista, un símbolo; pero desde otro, es ante todo un índice. Desde el punto de vista lógico puede ser relevante que un signo determinado, al poseer características propias de los símbolos, deba de ser considerado como perteneciente a la tercera categoría; desde el punto de vista del análisis concreto puede ser más pertinente aludir a su carácter indicial y, por tanto, a su carácter de segundidad.

La concepción del interpretante como efecto producido por un signo amplía notablemente la noción de significado utilizada por la tradición, al tiempo que supera el sesgo intelectualista (conceptualista) desde el que era concebido. Al subrayar que los efectos que los signos producen pueden ser meras emociones, acciones o conceptos, Peirce fue el primero en incluir dentro del ámbito de la semiosis el mundo de las acciones y las pasiones. Pero, como veremos, ésta no es sino una de las razones que le asisten para incluir a la retórica dentro de la lógica-semiótica.

Un signo sólo llega a serlo realmente cuando produce un interpretante. De ahí que, para poner de manifiesto su carácter de primeridad, prefiera utilizar el término "representamen". Una vez producido un efecto, el círculo de la comunicación queda provisionalmente cerrado. La relación semiósica incluye, pues, tanto la acción del signo como la pasión de un intérprete; en otros términos, la interpretación. Desde el punto de vista del análisis de los hechos comunicativos, se trata de una cuestión de enorme importancia porque, si se tiene en cuenta tanto la naturaleza de la comunicación humana, como las reglas de la inferencia, la interpretación aparece, en gran medida, como un hecho conjetural o abductivo (Castañares 1994). Las modernas teorías de la interpretación han recibido de Peirce una importante fundamentación teórica que, por una parte, justifica su carácter creativo y, por otra, la necesidad de reglas para la interpretación hace de ella una acción cuyo carácter social permite el acuerdo. El consenso epistemológico de la comunidad de investigadores, tiene así un correlato semiótico en la comunidad de intérpretes que negocian tanto el acuerdo como el desacuerdo en torno al sentido.

La forma en que Peirce concibe la semiosis hace que su semiótica sea en algunos puntos muy diferentes de la tradición que se inaugura Saussure y que, a través de la elaboración llevada a cabo por Hjemslev y Greimas, ha dado un lugar a otra importante línea de investigación de la semiótica moderna. Si tuviéramos que sintetizar esas diferencias citaría dos cuestiones fundamentales. La primera se refiere a los fundamentos epistemológicos; la segunda a que, como hemos venido diciendo, la semiótica de Peirce se vincula a la lógica, mientras que la de Saussure lo hace a la lingüística. Ambas cuestiones están, como veremos, estrechamente entrelazadas.

Las diferencias epistemológicas en el tratamiento de la semiosis tienen su expresión más característica en la eliminación del objeto que Saussure lleva a cabo, al reducir los elementos de la significación al significante y al significado. Este hecho tuvo unas consecuencias de enorme importancia para la tradición semiológica a la que dará lugar. El sistema estructuralista obedece a una lógica dual, interpretada en términos de oposición, que tiene verdaderas dificultades para explicar relaciones triádicas (o de conjuntos superiores que no pueden reducirse a relaciones entre pares). Un ejemplo de lo que decimos sería su interpretación de la pragmática, que ya no se define como un correlato de la sintáctica y la semántica, sino por su oposición a la dimensión de cognitiva11. Mayor importancia tiene la expresión de esa reducción en lo que la semiótica post-estructuralista llamó "inmanencia del texto", principio que tendría una traducción más intuitiva en una interpretación ciertamente radical: la proclamación de que "nada hay fuera del texto". La realidad es, sin embargo, muy tozuda y, expulsada por la puerta, ha terminado regresando por la ventana. Puesto que no ha sido posible ignorar por mucho tiempo que nuestra experiencia no se reduce a lo textual, el principio de inmanencia ha sido muy dulcificado desde dentro de la misma teoría que lo engendró. No obstante, es posible apreciar cómo, a pesar de todo, se sigue subrayando más la transformación de la realidad que los sistemas de mediación simbólica llevan a cabo que la capacidad de la realidad para determinar nuestras representaciones. Las dificultades para elaborar una teoría del conocimiento desde dichos presupuesto han sido, y en gran medida siguen siendo, considerables.

La vinculación que Saussure establece entre semiótica (semiología) y lingüística llevó a algunos de sus seguidores a considerar a la primera como una "translingüística". Este objetivo, expresamente enunciado por R. Barthes12 (uno de los máximos responsables de la constitución de la semiótica actual en su versión postestructuralista), aunque no asumido en términos estrictos por otros autores, ha seguido operando en la práctica. De hecho la teoría semiótica elaborada desde esta perspectiva se ha hecho desde el lenguaje y para el texto lingüístico. De ahí que desde esas posiciones se haya reprochado a Peirce sus escasos conocimientos lingüísticos (bien es verdad que al tiempo se le reconocían sus méritos como epistemólogo)13. No cabe duda que cada uno de los dos paradigmas tiene sus ventajas e inconvenientes. En mi opinión, desde la posición peirceana resulta más fácil la concepción de la semiótica como una teoría general de la semiosis; mientras que desde la tradición saussureana, el prejuicio lingüístico puede plantear dificultades cuando se trata de adoptar una perspectiva que incluya expresiones no lingüísticas. A eso hay que añadir que la perspectiva de Peirce permite contemplar tanto el problema de la verdad como el de la comunicabilidad; mientras que desde la perspectiva saussureana el primero de esos problemas desaparece por completo.

Pero hay que decir también que la teoría de Peirce no contempla o bien tiene dificultades para explicar algunas cuestiones que reciben un tratamiento más fácil desde las teorías elaboradas por la semiótica post-estructuralista. Tres cuestiones, por lo demás muy relacionadas entre sí, serían relevantes en este sentido: el sujeto, la enunciación y la narratividad.

No es cierto que la semiótica peirceana sea una semiótica sin sujeto, como a veces se ha podido pensar; pero sí lo es que ese sujeto o bien es un fenómeno de naturaleza semiótica (el hombre es un signo que se despliega y desarrolla según las leyes de la inferencia, como dice en CP 5.313) o bien es un sujeto trascendental (la mente para la que el interpretante es un efecto) o cuasi- trascendental (la comunidad de intérpretes, que sería el sujeto de la semiosis ilimitada)14. Más allá de estas consideraciones no hay en Peirce una teoría del sujeto en el que éste pueda ser considerado, al tiempo que una realidad exterior a la semiosis misma, su motor.

Este problema está relacionado con el problema de la enunciación, una cuestión bastante elaborada desde la semiótica lingüística. La consideración del texto como algo enunciado no permite verlo como el ámbito de actuación de unos sujetos que (al tiempo que se expresan) se construyen a sí mismos y aquellos sujetos a quienes se dirigen. En cambio desde la perspectiva de esta teoría ofrece, tanto los sujetos como las circunstancias en el que los textos son enunciados aparecen en el texto mismo como estrategias que pueden ser analizadas con las herramientas que la semiótica ha ido elaborando.

Respecto al problema de la narratividad, es cierto que la semiótica peirceana puede ser entendida como una teoría de la acción de los signos y de los efectos (pasiones) que pueden producir. Pero también lo es que se mantiene en un nivel de generalidad desde el que no es posible apreciar en todos sus detalles las diversas transformaciones que, gracias a sus acciones y pasiones, sufren los sujetos a lo largo de un proceso narrativo; entre otras razones porque falta, como decía, una teoría del sujeto suficientemente desarrollada para conseguir este objetivo. En este sentido, la semiótica post-estructuralista ha incorporado otras tradiciones y ha aportado elementos para el análisis que son ajenos a la perspectiva peirceana.

Pero dicho esto, hay que decir inmediatamente que una semiótica que mantenga la perspectiva peirceana puede incorporar sin contradicciones no pocas de las aportaciones que, desde otras tradiciones, se han ido incorporando al ámbito de la semiótica. De la misma manera hay que señalar, que a pesar de las diferencias tan marcadas que existen entre estas perspectivas semióticas, también es posible la colaboración entre ellas. P. Fabbri (2000:88) señala, cómo la combinación de la perspectiva inferencial que Peirce nos propone con las teorías de la narratividad y de las figuras y los tropos realizada desde el modelo que propone la tradición Saussure-Hjelmslev-Greimas puede terminar con la distinción establecida en la retórica clásica entre la argumentación y las pruebas, por un lado, y las figuras retóricas por otro. De esta manera, por ejemplo, podría asignarse a la metáfora, además de la dimensión estética, una gran capacidad cognitiva de carácter inferencial. A esta interesante sugerencia podrían añadirse, sin duda, otras. Nosotros propondríamos como otro posible ámbito de colaboración el desarrollo de una teoría de la indicialidad basada en los principios peirceanos, que podría ser muy útil para una teoría de la subjetividad (sobre todo en aquellas cuestiones que afectan a la identidad y al reconocimiento) y para una teoría de la enunciación como las elaboradas desde las otras tradiciones semióticas. Algo parecido podría hacerse en el ámbito de las teorías semiótica de las pasiones.

En definitiva, estamos ante tradiciones que parten de principios diferentes y no siempre compatibles. El examen de dichos principios permite y exige una elección entre teorías en función de criterios epistemológicos precisos. Debemos ser consciente también de las consecuencias que ello tiene, y de que una y otra tienen ventajas e inconvenientes. En cualquier caso, la colaboración entre ambas no sólo es posible y deseable, sino, sobre todo, necesaria.
 

Notas

1. Véase M. Detienne y J.P. Vernant, Las artimañas de la inteligencia. Madrid, Taurus, 1988, una obra de enorme interés que, con un extraordinario trabajo de carácter filológico, va desentrañando el amplio campo de la metis. Se trata de un saber muy distinto del pensamiento lógico y retórico sistematizado por los filósofos y en cierto modo ignorado u oscurecido por él (entre otras razones porque está ligado a un saber de carácter práctico), pero en ese contexto aparece ya la terminología que encontraremos más adelante en los tratados de lógica y retórica. Hay que advertir que Detienne y Vernant no prestan especial interés a la terminología "semiótica". No obstante es posible apreciar con claridad cómo ligada a la metis aparece ya una terminología que con el tiempo se normalizará en los contextos lógico y retórico. Tal ocurre con las nociones de tekmerion o semeion, y con la actividad que implican: tekmaíresthai y semeioûsthai, aparecen ya con el sentido de "conjeturar" a partir de indicios o señales.

2. Cf. G. Manetti, Le teorie del segno nell'antichitá classica, Milan, Bompiani, 1987. El autor italiano hace una interesante historia de la semiótica tal como fue entendida por los antiguos mesopotámicos, griegos, romanos y ya en la era cristiana, por San Agustín.

3. Llama la atención cómo algunos de los ejemplos utilizados por Aristóteles o los estoicos para hablar de los signos proceden del campo de la medicina.

4. Véase W. Castañares, "La prueba y la probabilidad retórica", Cuadernos de Información y Comunicación, 4 (19998-1999), 33-52

5. Véase Sexto Empírico, Hypotiposis Pyrrhonicas, II, 106. Nótese que se trata del mismo ejemplo de origen médico utilizado por Aristóteles al referirse al tekmerion (Ret., I, 2, 1357b 15-16)

6. Peirce se refiere en diversas ocasiones a una Grammatica speculativa supuestamente escrita por Duns Escoto. Hoy sabemos gracias a Martin Grabman, que dicho tratado se lo debemos a Tomás de Erfurt.

7. Locke distingue tres clases de ciencias: Física, Práctica (Ética) y Semiótica o Lógica. Véase el Ensayo sobre el entendimiento humano, IV, XXI, 3.

8. La división de Peirce quedaría consagrada en la teoría semiótica moderna, aunque trasformada por las modificaciones terminológica realizadas por Charles Morris que las denominó sintáctica, semántica y pragmática.

9. Como se recordará (Retórica, I, 2, 1357b 15-19; Anal. Pr., II, 27, 70a 7-9), los argumentos basados en cierto tipo de indicios, que Aristóteles denomina tekmerion, son plenamente demostrativos, aunque sean propios de la retórica. Aristóteles pone un ejemplo que ya hemos citadio: "Tiene leche, luego ha dado a luz".

10. Recuérdese que es precisamente en la reflexión sobre los argumentos retóricos que Aristóteles lleva a cabo en los Primeros Analíticos (II, 25) cuando se refiere a un tipo de inducción a la que llama apagogé (abducción) que sería la pista seguida por Peirce para formular su propia teoría de la abducción.

11. Véase A.J. Greimas-Courtés, Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje. Madrid, Gredos, 1982 y 198

12. R. Barthes, Elementos de semiología, Madrid, Alberto Corazón, 1971, pp. 14-15.

13. Véase P. Fabbri, El giro semiótico. Barcelona, Gedisa, 2000, pp. 13 y 28. Si bien estamos de acuerdo con algunas de las tesis de Fabbri, su oposición a los planteamientos peirceanos en cuestiones muy importantes nos sirven aquí de contrapunto para exponer nuestras propias opiniones.

14. Véase W. Castañares, "Interpretant and subjet. Semiotics or hermneutics?". Semiotica 81 (3/4), 1990., pp. 193-202.

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