ANTROPOLOGIA Y POSMODERNIDAD

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Magaly Muguercia

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Antropología y posmodernidad constituyen puntos de partida, premisas -de estatuto diferente- desde los cuales se generan en el mundo contemporáneo perspectivas muy diversas de interpretación de la realidad. El problema de una posible complementación o entrecruzamiento de las teorías, valoraciones y prácticas que desde uno y otro lugar de enunciación se nos proponen, constituye probablemente un tema de estudio de considerables implicaciones y actualidad.

La problemática no solo se pone de manifiesto -a veces de forma más intuitiva que sistematizada- en la actividad de artistas o investigadores de los problemas del arte y la cultura, sino que, de alguna manera, repercute en otros muchos ámbitos, como pueden ser el pensamiento social y político.

A interrogantes de este orden me he acercado con creciente interés desde mediados de los años ochenta. La selección de trabajos que aquí reúno registra en este sentido una trayectoria intelectual que va desde los primeros vislumbres -que ahora reconozco en los comentarios dedicados a algunos espectáculos cubanos hace ocho o diez años-, hasta el momento presente, en el que mis intentos de respuesta se han tornado, si no más lúcidos, por lo menos más explícitos.

Mediada la década de los ochentas comencé a percibir, primero en Cuba, más tarde en el conjunto del panorama escénico latinoamericano -al que me dio un acceso privilegiado mi trabajo en la Casa de las Américas-, un cambio en las estrategias de simbolización, en el carácter de las modelizaciones artísticas; este cambio apuntaba -dije entonces- hacia una mayor subjetivización y complejidad de las imágenes dramáticas propuestas por dramaturgos, directores y actores.1

Desde entonces me han tentado al análisis todas aquellas corrientes y producciones artísticas particulares que parecían proponer alternativas frente al debilitamiento del poderoso paradigma sociológico que actuó sobre el conjunto de la cultura latinoamericana de los años sesentas y primera mitad de los setentas. Este paradigma dominante condicionó el surgimiento, en el teatro latinoamericano, de una zona claramente diferenciada. Alcanzó su auge en estos años un teatro que encontró en la estética brechtiana un referente de especial fuerza y significación. Muchas veces esta apropiación de Brecht aparecía asociada a los procedimientos de la llamada "creación colectiva", que desarrolló en la América Latina vías propias para la expresión de un teatro político.

Es cierto que no era ese todo el teatro que se hacía entonces en nuestro continente. Las influencias de Brecht rebasaban con mucho el marco de la "creación colectiva" y marcaban otras búsquedas; al mismo tiempo, modalidades del realismo, el teatro del absurdo y de la crueldad, las indagaciones de Grotowski y el Living Theatre, así como la evolución interna de tradiciones escénicas vernáculas -el caso del grotesco criollo argentino es quizás el más notable- alimentaban otras tendencias o enriquecían y complicaban la mirada sociológica y política.

Sin obviar la complejidad del panorama, creo sin embargo que fueron años en que este paradigma sociológico ejerció el papel de poderoso eje organizador de muchas prácticas artísticas; aun si hubo zonas de la escena latinoamericana que mantuvieron con respecto a aquel una relación de mayor independencia.2

Un rasgo fundamental de aquella escena "sociológica" era su actitud básicamente explicativa del mundo -que a veces resultaba directamente didáctica- y la prioridad que concedía a la función concientizadora -e incluso movilizadora (literal)- del teatro. El mundo que desde ella se nos mostraba tenía su eje en la lucha de clases y desde aquellos escenarios se clamaba no tanto por la libertad como por la justicia social.

Este paradigma sociológico que contribuyó a la configuración de una zona muy representativa de la creación escénica latinoamericana, estuvo obviamente asociado con una etapa de insurrección popular en el continente, con los años de esperanza en un triunfo revolucionario a plazo breve. Los avatares sufridos desde finales de los años sesentas por el movimiento revolucionario continental, surgido al calor del triunfo de la Revolución Cubana, acabó por imponer, como una evidencia, la necesidad de replantearnos los caminos posibles de la lucha revolucionaria y proveernos de explicaciones e interpretaciones de la realidad mucho más complejas.3

Fue dentro de este contexto que aquel teatro organizado en torno a un paradigma sociológico comenzó a sufrir transformaciones.

Escribo estas páginas bajo el influjo de una realidad mundial alucinante, de un fin de siglo en el que dramáticos e inimaginables acontecimientos políticos han tenido lugar, la mayoría referidos, por lo menos en el plazo inmediato, a una franca corriente de derechización. Pero ni siquiera la idea de una "derechización" resulta suficiente para caracterizar este cambiante cuadro. La humanidad vive un momento de profunda confusión de valores. Si dirigimos la mirada hacia el acontecer político -por volver a un terreno en el que hoy los ejemplos resultan harto elocuentes- habría que convenir en que, ni el más sagaz de los analistas sería capaz de definir, hoy por hoy, quién y qué representa la "derecha" y quién y qué representa la "izquierda" en las confrontaciones que están teniendo lugar sobre las ruinas de lo que fue la Unión Soviética. Habría que preguntarse si acaso las nociones de "derecha" e "izquierda" resultan operativas para el desentrañamiento de ese debate.

Creo que cataclismos tales como el derrumbe del socialismo del Este, la desaparición de la Unión Soviética y la guerra de Irak, lejos de agotarse en su estricta relación con el orden del poder, con el reparto y detentamiento de las hegemonías, se constituyen en señales -seguramente las más agudas y espectaculares- de cambios estructurales que afectan el destino y el rumbo de la humanidad en un sentido cultural de mucho mayor alcance.

La reflexión estética que en esta excepcional coyuntura intente caracterizar las alternativas que parecen estarse configurando en el universo del arte latinoamericano, se verá inevitablemente comprometida a adentrarse en el tema de la sustitución de paradigmas que está teniendo lugar, en el reconocimiento de la mutación de modelos teóricos y culturales que, de manera ora racional, ora inconsciente, anticipa y acompaña toda época de revolución del pensamiento.

Inteligentes ideólogos europeos que se declaran posmarxistas, brillantes y emprendedores filósofos-publicistas -todos por lo general generosamente subvencionados- se esmeran en servirnos con un nuevo aderezo los mitos de la socialdemocracia o los del liberalismo burgués. La formulación de la "utopía" conservadora que no puede, por definición, remitirnos sino al pasado o cuando más a la irrebasable topía del presente, omite de manera sistemática -para sorpresa de los que tienen el hábito de observar las señales que emanan directamente de la realidad- la incómoda información de que existe un "Sur" imposibilitado de desarrollarse por el camino de la dependencia; que las tres cuartas partes de la humanidad se encuentran colocadas ante un callejón sin salida.

Siempre, desde luego, cabría la posibilidad de aceptar que el piadosamente denominado orden "desigual" no es sino un irrelevante residuo que la lógica ya felizmente consumada de la Historia va dejando a su paso. La "nivelación" de la humanidad habría de darse por añadidura, para dejar al fin libre de feas disonancias el exultante paisaje de la civilización del bienestar. Cuando las transnacionales y los megaconsorcios hagan caer definitivamente las retrógradas barreras que el nacionalismo "aborígen" impone al progreso;cuando los parientes pobres del planeta asimilen en una medida prudencial una supertecnologización que no ha sido modelada ni por sus inteligencias ni por la dirección de sus demandas, la Historia contemplará satisfecha la indulgente equidad de su obra civilizadora.

No obstante, persisten tercos focos de resistencia. Muchos hombres y mujeres, a nivel pragmático y teórico, siguen empeñados en colocar ante sí utopías más retadoras.

Una de las corrientes del pensamiento latinoamericano que en la actualidad contribuye a avivar la voluntad de lucha por un modelo de sociedad más justa es la que, desde campos muy variados, acentúa las posibilidades transformadoras de un enfoque antropológico.

La antropología, como ciencia y como enfoque, fue durante muchos años tomada con reservas por el marxismo por razones de diverso orden. Ciertamente dentro de la perspectiva antropológica han encontrado cabida visiones del mundo susceptibles de desempeñar un papel conservador. Preciosos aportes de la ciencia antropológica no siempre han estado exentos de distorsiones. Algunas de ellas provienen de la tendencia a poner una atención unilateral sobre lo genérico humano, sobre las constantes más universales de la conducta del hombre, sobre los aspectos no racionales de su actividad, desdeñando, por el camino, una perspectiva histórica.

También dentro de la antropología ha encontrado a veces su validación una mirada paternalista sobre las "culturas atrasadas", a las que se ha pretendido evaluar desde una racionalidad supuestamente universal que en el fondo no representa sino una determinada racionalidad: la del occidente blanco, "demócrata", cristiano y "desarrollado".

A estas reservas válidas que el marxismo ha opuesto a algunos resultados de la investigación o la teorización de base antropológica se suma, para incrementar las interferencias, el hecho cierto de que, el marxismo, a lo largo de su historia y de su práctica real, descuidó por lo menos dos aspectos de gran implicación: l) la valoración de los aspectos subjetivos en la actividad humana, tanto en el plano de lo personal e individual como en el de las interacciones sociales (el papel de la voluntad, de la conciencia, de la imaginación, de la afectividad, de lo sicológico, de lo personal, de las dinámicas de lo subjetivo al interior del grupo o comunidad); 2) el reconocimiento de las especificidades, de las autoctonías o diferenciaciones culturales, como consecuencia del ineludible prisma eurocéntrico presente en la génesis del pensamiento marxista, así como de la hegemonía que sobre el "saber marxista" ejerció durante décadas la Europa oriental y especialmente la URSS.4

Hoy, a la luz de los nuevos descubrimientos y generalizaciones aportados por las ciencias de la vida y la naturaleza y por las ciencias humanas, y en razón también de las experiencias políticas cruciales vividas por la humanidad en este siglo, una vertiente progresista de la crítica antropológica encuentra nuevos argumentos para, desde posiciones inspiradas con frecuencia en el propio marxismo, refutar el rígido economicismo, las concepciones deterministas ingenuas de la historia y de la política, la tendencia a la subestimación de los aspectos subjetivos y, finalmente, el desdén de las diferenciaciones culturales -tras el cual subyace la imposición de un patrón eurocéntrico-.

Una actualización del marxismo y, en general, del pensamiento progresista, obliga a descender a lo concreto, a las diferenciaciones, al dato cultural específico y al dato humano específico. Obliga a entender al hombre como una integralidad cuya dimensión espiritual y cultural no puede ser considerada en modo alguno un dato secundario. Obliga a buscar nuevas conciliaciones entre libertad e igualdad, entre lo personal y lo social, de modo tal que los proyectos utópicos no desaparezcan sepultados bajo un cúmulo de abstracciones.

En la América Latina se reflexiona hoy no solo sobre la huella dejada por los factores constitutivos de nuestras culturas originarias , sino sobre la viva proyección de estas hacia el futuro. Se evalúan los elementos acarreados por nuestras culturas nativas y por nuestros "pueblos nuevos" emergidos del mestizaje 5; pero se indaga al mismo tiempo sobre la permanente modificación a que está sujeto este sustrato y la necesidad, en consecuencia, de "abrir" la noción de identidad.

El acento en lo cultural autóctono asumido en un sentido dialéctico, restituye al "ser material" la peculiar espiritualidad que le inficionan la comunidad nacional y las personas, con su saber acumulado y con sus nuevas preguntas; con sus mitologías y sus reordenamientos del universo simbólico; con su legado y sus expectativas; con la mutabilidad de sus habilidades e impericias de todo orden.

Por otra parte, la vertiginosidad de los avances científicos y tecnológicos en las dos últimas décadas, así como el dinamismo cultural y político sin precedentes que en este mismo período se ha puesto de manifiesto, introducen en la historia humana un síndrome inédito de aceleración. Esta "hipertensión", esta suerte de arritmia universalizada, este trastorno de la simetría, viene a expresarse con la mayor claridad, en el orden político-económico, a través del desbocado desfase entre el Norte y el Sur que la liquidación del bloque europeo-oriental ha desencadenado.

Los latinoamericanos estamos más urgidos que nunca -en virtud de este súbito giro hacia un mundo unipolar- de encontrar un camino viable de transformación del orden vigente. Tanto los esfuerzos por una sistematización de la conciencia de sí latinoamericana que se realizan hoy, como la coyuntura política y económica, nos llaman con fuerza al reconocimiento y la modelación de una dinámica propia, no del todo concebible desde los modelos "centrales". (Estos modelos, por su parte, reflejan cada vez con mayor claridad el hecho de que -en oposición a la retórica que a veces nosotros mismos elaboramos sobre nuestra "vitalidad"- desde las perspectivas de esos modelos centrales nos estamos tornado, objetivamente, cada vez más prescindibles).Levantan su voz y actúan en la América Latina nuevos sujetos sociales cuya función ya no sería dable explicar solo desde el concepto de "clase"; las izquierdas revalorizan la importancia de los aspectos subjetivos y de la "horizontalidad" en las prácticas sociales, culturales y políticas; se produce un significativo acercamiento entre cristianos y marxistas; se enfatiza la unidad entre hombre y naturaleza; se dan pasos efectivos hacia una integración regional real y no retórica. Estos y otros muchos datos y tendencias podrían ser índices que prefiguran la índole de las modificaciones que harían posible el advenimiento de una fase nueva en el proceso de liberación latinoamericano. Cada uno de ellos sugiere nuevamente una presumible "antropologización" de las perspectivas de interpretación de la realidad continental.

Un acercamiento a la realidad enriquecido por una perspectiva antropológica no abstracta, sino "dialéctica" -para emplear los términos de Darcy Ribeiro-, podría contribuir a generar -de hecho lo hace ya- modos de pensar el mundo y estrategias para transformarlo, más acordes con nuestra peculiaridad cultural y con los retos del corte civilizatorio en el que, al parecer, estamos inmersos.

En el potencial transformador de estas tendencias antropológicas -que tienen hoy en la América Latina representantes de gran talla intelectual, pero que nos hacen evocar además el pensamiento esencial de hombres como José Martí y Ernesto Guevara- vale la pena pensar hoy, cuando el mutilado humanismo del "socialismo real" europeo se reveló incapaz de enfrentar los desafíos de la creación de un hombre nuevo, de una modificación cultural radical.

En estos países proliferó una práctica perniciosa que, paulatinamente, sustituyó la aspiración de hacer surgir nuevos valores humanos, por la enmascarada mimetización de los ideales propios de la sociedad de consumo. La adulteración sufrida por el proyecto de un humanismo socialista de nuevo tipo, sería así la explicación última del descarrilamiento que sufrió, en veinticuatro meses, una historia de setenta años vividos en nombre de la conquista del "reino de la libertad". Un golpe tan devastador y desilusionante autorizaría a seguir insistiendo en que las personas no pueden ser pensadas como entidades indefinidas y abstractas, que la práctica revolucionaria tendría que tomar en cuenta con mucha mayor audacia el problema de los llamados "factores subjetivos", que el intento de subornidar burdamente la espiritualidad a las determinaciones materiales es, cuando menos, una insensatez. No puede haber desvío en el camino de la liberación creciente de las personas, de su potencial creador, de su protagonismo real y concreto y de su superación de sí mismas. Sacralizar los requerimientos atribuidos a una etapa de transición -y que se traducen en autoritarismo, burocratización, superestatización y dogmatismo-, con la consiguiente pérdida de una perspectiva humanista revolucionaria, se puede pagar -como acabamos de presenciar- al precio de una brutal pérdida de sentido, de un trágico extravío, de una regresión.

En una época me acerqué con suma cautela a propuestas teatrales latinoamericanas marcadas por una orientación antropológica; estas no pocas veces acusaban una pérdida sustantiva del prisma histórico y la fascinación por lo "exótico" -ya fuera lo oriental, ya lo latinoamericano "reimportado"-. Sin olvidar que está presente en nuestra escena este antropologismo básicamente evasivo, hoy me parece útil enfatizar cómo la influencia antropológica llega también hasta nuestros escenarios en tanto portadora de impulsos progresistas articulados a un proceso de renovación de ideas que pugna por estructurarse.

La presencia -a veces inconsciente- de este paradigma antropológico en zonas influyentes del teatro latinoamericano, revela en ocasiones no solo el enfrentamiento inconformista a una cultura oficial, servil y autocomplaciente, sino la configuración de una estética y de una ética mucho más subversivas, capaces de hacer vislumbrar nuevos derroteros para una transformación radical de la cultura y el orden dominantes.

De esta gravitación de un entendido antropológico sobre nuestros escenarios podría estar dando fe una actitud bastante extendida en el teatro latinoamericano actual -incluido el cubano- que parecería reaccionar, desde los textos y desde el discurso escénico (rupturas de lo lineal, vivencialismo, reivindicación del cuerpo y de la ludicidad, exploración de mitos y rituales), contra un tipo de racionalidad supuestamente universal que desconoce nuestra posesión de una "lógica otra".

En la intuición de los mejores artistas, esta "lógica otra" no se configura, huelga decirlo, como un mero eco del rechazo al racionalismo que ha gravitado desde principios de siglo y de diversas maneras sobre la escena mundial. Sin desconocer lo que de común existe con esta actitud general, es interesante observar cómo las rupturas de lenguaje asociadas a lo antropológico que algunos teatristas latinoamericanos introducen, tienen que ver con un reconocimiento más sutil y actualizado, menos retórico, de nuestra índole marginal y diversa y de nuestra riqueza de desposeídos, cada vez más ingobernable.6

No son pocos los latinoamericanos que, aun formados en la más rigurosa y refinada disciplina intelectual occidental, sienten hoy, de una manera particularmente aguda cómo, trasplantados a los grandes centros del consumo y los milagros tecnológicos, o acogidos allí por los predios del más virtuoso saber académico -en el que, por lo demás, estamos no poco ejercitados- de repente se abre a su alrededor un vacío y experimentan como un sobresalto de libertad y suficiencia. Lo que hoy de manera tan punzante focalizamos en ese instante de extrañeza, podrían ser las pulsiones de una creatividad y de una singular riqueza de potentados sin oro, cada vez más amenazadas. No hay que mitificar esa secreta opulencia; pero no hay tampoco que desconocerla.

El paradigma antropológico que hoy podría estarse resignificando en el mundo latinoamericano, lo hace en contacto contradictorio, vitalizador y posiblemente complementario con un condicionamiento de orden más abarcador: la posmodernidad.

Sobre los contactos y entrecruzamientos que en la América Latina se producen entre lo antropológico y lo posmoderno me puso sobre aviso, antes que la teoría, la observación de la práctica escénica viva y, en general, del arte y la literatura de nuestro continente y de mi país.

La posmodernidad parece constituirse también como un lugar de enunciación donde se generan alternativas al paradigma sociológico. A diferencia de la antropología, la posmodernidad no es ni una ciencia ni tampoco constituye, por lo menos en su primera instancia, un enfoque preciso, una perspectiva definida de interpretación de la realidad. La antropología está inscrita claramente, como ciencia y como enfoque, en el sistema epistemológico de la Modernidad. Aunque genera correlatos ideológicos susceptibles, como hemos visto, de funcionar con signos diversos -"conservadores", "progresistas"- la antropología, en su conjunto, es un campo y una opción subordinados a un determinado tipo de racionalidad, a un sistema más amplio de disposiciones cognoscitivas que la incluyen. La posmodernidad, sin embargo, parece ser el estado, el ser de toda una época, un nuevo cuadro dentro del cual el pensamiento se reordena. Si esto fuera así, en el interior de la posmodernidad se generarían nuevas disposiciones epistemológicas.

A diferencia pues de la antropología, la posmodernidad no es una opción, sino, en primer lugar, un dato. Por ello la posmodernidad, menos aún que la antropología, no es reductible a la condición de una postura ideológica "conservadora". No tendría mucho sentido "enfrentarla" con juicios morales.

La impresión bastante generalizada de que la posmodernidad constituye, per se , una opción ideológica y más aún, una opción ideológica necesariamente confirmativa del orden dominante, creo que se explica, en parte al menos, por lo siguiente:

En el terreno del pensamiento filosófico, hasta ahora solo ha logrado manifestarse con un cierto grado, muy relativo por demás, de organicidad, un pensamiento filosófico posmoderno de signo conservador. No existe, hasta donde conozco, alguna posmodernidad filosófica que, desde presumibles condiciones civilizatorias nuevas, suministre un fundamento al problema de la superación de las relaciones de opresión (inscribiendo la opresión no solo en el tema de la libertad, sino en el de la igualdad y la justicia social). Algunos que, para llenar ese vacío, se han apresurado a declararse "posmarxistas", no alcanzan a convencer.

¿Pero acaso no podríamos, hipotéticamente al menos, plantearnos la posibilidad de existencia de una filosofía posmoderna "progresista" y, en general, de posturas éticas, estéticas y políticas progresistas, inscritas en la posmodernidad?

Cuando un marxista cuestionador y atrevido como el norteamericano Fredric Jameson lanza la conjetura de un arte político posmoderno -aparente contradicción en los términos-,7 o cuando otro marxista peleador, como Adolfo Sánchez Vázquez, sugiere la hipótesis de un "socialismo posmoderno", ambos están asumiendo, a mi modo de ver, posiciones teóricas que nos animarían a no ceder al pensamiento conservador la posmodernidad, pues estaríamos haciendo dejación de aquello que, para bien o para mal, es patrimonio de todos. 8 De existir en la raíz de la posmodernidad no solo un principio de neutral constatación del orden capitalista subordinante, sino una lógica de ruptura cultural de mayor trascendencia, sería empobrecedor empeñarnos en reducir el paradigma posmoderno a una estrecha función ideológica solo compatible con las imágenes que el estatus ofrece de sí mismo, en las voces del conservadurismo flagrante o de las tibias izquierdas arrepentidas.

Aceptemos convencionalmente -mientras la práctica y la teoría no permitan más precisas definiciones- que el escurridizo paradigma posmoderno se encuentra asociado a la indeterminación, la neutralidad y el antiutopismo; se expresaría en una nueva "sensibilidad de época" que da cuenta del imperio de la reproducción sobre la producción (Jameson), de las superficies sobre lo recóndito, del triunfo de la materialidad hechizante de los signos sobre la realidad misma. El paradigma que, desde la filosofía, nos anuncia el fin de la Historia, del Hombre y desde luego de la Antropología, todos epistemes de la Modernidad. Es el paradigma del pensamiento "blando"; el que hoy nos hace sentirnos un tanto ingenuos cuando nos apoyamos en conceptos "duros" como verdad, sentido y futuro.

¿Qué hacer ahora con las nociones -chillonamente modernas- de rebeldía, radicalidad y subversión, tan afines a la cultura latinoamericana? ¿Es la voluntad de cambiar el orden establecido -en cualquiera de sus niveles de manifestación- realmente irreconciliable con el posmoderno apaciguamiento de los afectos? ¿O se estará apropiando el arte latinoamericano de ese descreído pensamiento "blando" para insuflarle de manera subrepticia las urgencias de una eticidad "dura", la que proviene de nuestro propio ser cultural y político?

¿Dónde termina la modernidad y comienza la posmodernidad de Antunes Filho, del chileno Andrés Pérez, de Marco Antonio de la Parra en la La secreta obscenidad de cada día, de las producciones más recientes del grupo Yuyachkani, de Rosa Luisa Márquez y Toño Martorell?

Más productivo que perpetrar semejante escolástica disección, sería avanzar la hipótesis de que, al menos en nuestro continente, la posmodernidad -fuere ella lo que fuere- pudiera estar incidiendo de un modo nuevo sobre ciertos principios de funcionamiento tradicionalmente atribuidos al ser latinoamericano: El principio de la oscilación, la ambigüedad y la hibridez, por un lado; por el otro, el recurso a la ironía, es decir, la forma alternativa de mirar al referente (orden dominante, cultura dominante, forma dominante), de jugar con su significado, invirtiéndolo o desviándolo.

¿Acaso los espejeos, los vaivenes y el trasvasamiento que definen nuestras infinitas yuxtaposiciones y mestizajes no nos vinculan a las ambivalencias y a las paradojas, a los quidproquo y las parodias, al trastocamiento de sentidos (al abierto orden de lo "femenino" y "seductor", en la provocadora acepción de Jean Baudrillard)? 9

¿No podrían nuestras intrínsecas y retadoras impurezas, nuestra esencial necesidad de generar interpretaciones alternativas a la "simulación en profudidad" propia de nuestra condición dependiente, ser remitidas a una posmodernidad peligrosamente subversiva? ¿No podría resultarnos especialmente funcional -y por lo demás muy acorde a las ancestrales estrategias oblicuas del ser latinoamericano- una "simulación en superficie" -vuelvo a Baudrillard- mediante la cual "la forma excluida vence en secreto a la forma dominante"?

Desde luego que hago una lectura libérrima del pensador francés. Es quizás mi latinoamericana posmodernidad la que me provoca a acotarlo al margen (y desde el margen) y a concebir una desviación más de este suculento texto ideológico.

Mientras que en las zonas de la elaboración propiamente filosófica la posiblidad de estructuración de un "posmodernismo progresista" no pasa de ser una conjetura, en el terreno de la práctica artística y literaria latinoamericanas son muchos y significativos los datos que confirmarían la articulación de un discurso y de visiones del mundo que, susceptibles de ser adscritos -en algún nivel, en alguna medida- a lo posmoderno, no por ello prescinden ni de la historicidad, ni de una voluntad crítica radical, ni de una "visión progresista".

Quizás sea precisamente la puesta en signos de esa oscilación (diversidad, pluralidad) que culturalmente nos define -y que hoy percibimos acentuada por las inciertas expectativas de futuro- el eje simbólico que organizaría una intencionalidad crítica de nueva textura.10

Como antes la lucha de clases -en la "etapa sociológica"-, ahora esa oscilación podría resultar el pivote de no pocas estrategias de simbolización, el sustrato de variadas estéticas generadas en nuestro continente. Esa pendularidad que reacciona contra las oposiciones absolutas (la razón occidental, a punto ella misma de ser sometida a un definitivo desorden por la posmodernidad) podría estar siendo vivenciada por no pocos artistas, no necesariamente desde el nihilismo y el escepticismo, sino como una actitud audaz de apertura y problematización, como un abandono del maniqueísmo.

De aquí puede resultar una radicalidad despatetizada, si se quiere, que trataría, con sus relativizaciones, con su ironía perversa, de desembarazar a la voluntad transformadora de los sucesivos encubrimientos y del desgaste a que ha sido sometida por el uso tópico hecho en este siglo de categorías aportadas, entre otros, por las vanguardias artísticas, por el freudismo y, también, por la antropología y el marxismo.

El agotamiento de todo un sistema epistemológico parece marcar las postrimerías del siglo XX. El sentido total de las rupturas que se están produciendo, las posibilidades de sistematización a nivel filosófico, politíco o estético de estos deslizamientos y fracturas que podrían afectar toda una manera de estructurar el pensamiento, aún no han cristalizado.

Mientras tanto, el paradigma de la posmodenidad ha permitido vislumbrar, aun desde su polémica indefinición, algunas de las coordenadas que enmarcan el evidente reacomodo de categorías y afectos que tiene lugar en el mundo contemporáneo.

Una buena parte de la humanidad se interroga, desconcertada, sobre la viabilidad de la utopía.11

Los optimistas creemos que la incertidumbre y la angustia en que nos ha precipitado este dramático cierre del siglo, el gran revés sufrido por el pensamiento progresista, será visto en el "tiempo grande" como el transitorio retroceso dentro de una ardua tarea de creación y aprendizaje liberadores. Las tendencias de avanzada se reorganizarán después de haber asimilado una lección: Guiados por grandes mitos movilizadores, de noble raíz humanista y revolucionaria, y a nombre de ellos, algunos llegaron a atropellar y a negar, por el camino, muchas de las aspiraciones en que se fundaba la utopía.

Si algún "mecanismo antiutópico" valdría la pena hacer nuestro, sería en primer lugar, desde luego, para poner en evidencia el carácter ilusorio del paraíso neoliberal. Pero, al mismo tiempo, determinados "mecanismos antiutópicos" podrían ayudarnos a redefinir nuestro propio concepto de la utopía; ayudarnos a comprender la utopía como camino y no solo como meta; a llenarla no solo de futuro sino de cotidianeidad.

El revés no justifica las mediocres claudicaciones de no pocos; pero sí debe ampliar nuestra mirada, recordarnos que los mitos en los que las utopías se sustentan son siempre -como todo mito- ambivalentes. Pueden en un momento mostrar su cara fecunda y, en otro, el envés paralizante. Solo una actitud no doctrinaria, verdaderamente inquisitiva y respetuosa, además, de las diferenciaciones y las autoctonías culturales, nos puede poner a salvo de esa trampa.

No es posible ignorar las circunstancias materiales e históricas en que los hombres desenvuelven su existencia; pero tampoco es posible omitir las interrogantes más generales sobre el comportamiento humano. Hay mitos falsarios, existe un utopismo retórico; pero no debemos subestimar las potencialidades de un antipatetismo liberador y de una ironía trasgresora. Creo que estos son desafíos capaces de restituir, al mito, su fecundidad, y credibilidad a la utopía.

Muchos hombres y mujeres en la América Latina saben que la realidad está siendo sustituida por sus imágenes y que el proyecto de una totalidad planetaria más justa corre el peligro de abortar en un remedo de "globalidad" manipulada, que aspira a perpetuarnos en nuestro papel subalterno. El artista latinoamericano se pregunta qué hacer con la ambivalencia de sus mitologías, de sus rituales y de sus imaginerías; lucha desde la perplejidad por instaurar su dignidad, que ahora deberá estar dotada de la inaplazable lucidez de una mirada doble. A ella lo urgen no solo la hibridación en que descansa su configuración cultural, sino la acelerada complejización de las circunstancias que lo rodean. Lucha, en una palabra, por asumirse en su contradictoria y fluyente identidad y desde ella construir una radicalidad de nuevo tipo.

No faltarán los casos en los que, en el arte latinoamericano, la mirada antropológica y el condicionamiento posmoderno (muchas veces interactuantes) encarnen en una propuesta conservadora o escapista. Pero eso no es razón suficiente para desautorizar la hipótesis del desplazamiento sufrido por el dominante paradigma sociológico de otros tiempos y las muchas implicaciones que de esta modificación se desprenderían. Sería más interesante tratar de determinar en qué medida, de qué manera, la hipotética superación de aquella lógica que nos nucleó en otra etapa, estaría determinada por el surgimiento de otras realidades y, consecuentemente, de otras lógicas; de otros objetos de conocimiento y de otros patrones mentales que crean y hacen pensar de una manera diferente esos objetos.

Tratar de precisar de qué manera específica el teatro latinoamericano se apropia de la aproximación antropológica y del condicionamiento de la posmodernidad, así como estudiar la interacción, o la coexistencia, en nuestra realidad escénica de hoy, de una y otra impronta; admitir la posibilidad de zonas comunes, de trasiegos en los que estos órdenes se interpenetran, parecen tareas capaces de contribuir a la aparición de claves para explicar nuevos procesos de reproducción cultural en nuestro continente.

Tenemos recursos morales y culturales para hacer frente a la coartada de la regresión y también para trascender las barreras de una mentalidad defensiva y dependiente. No es de dudar pues que nuestro teatro, en esta época confusa, sea capaz de sortear el empobrecimiento a que lo condenaría una actitud cognoscitiva inmovilista y simplificadora, fuere del orden que fuere.

No regalar a los conservadores ni el saber científico, ni la conciencia de nuestra diversidad, ni la jerarquización de la dimensión cultural y de la espiritualidad -campos donde lo antropológico ha hecho una contribución indiscutible-. No cederles tampoco la desacralizadora ironía posmoderna, su exploración de la hibridez, el potencial de radicalidad que pudiera enmascararse tras su programada indiferencia o su relativismo. Tales podrían ser dos buenos puntos de partida para, desde los umbrales del siglo XXI, asumir el desafío de un cambio civilizatorio. La América Latina pudiera estar llamada a desempeñar, en el marco de estas modificaciones, una función dinamizadora muy especial.

Reconozco cuánto más hay de instinto que de disciplinado ejercicio científico en estas reflexiones. Son muchas más mis preguntas que las repuestas que alcanzo, o que ni siquiera pretendo.

Me he expuesto, además, al peligro de racionalizar la esperanza.

El único antídoto posible frente a este riesgo sería acercarse a la realidad, observarla. ¿Existe en este momento en la América Latina un fermento subversivo más o menos articulado y viable? ¿O los cambios planetarios son procesados a escala social, en nuestro continente, desde una tendencia generalizada a la aceptación y la justificación del orden dominante?

En segundo lugar, hay que interrogar a las formas mismas. ¿Qué resultaría lo nuevo en términos de lenguajes artísticos (teatrales) concretos? ¿Qué papel se le asigna al espectador? ¿A qué espectador? ¿Se organizan los lenguajes de alguna manera peculiarmente "latinoamericana"?

"Asimilación", "subversión", "perplejidad", "oblicua resistencia"... ¿Existen realmente formas nuevas que estén dando cuenta de este entrecruzamiento de expectativas? ¿Esos lenguajes, tienden a anticipar (a organizarse como) una nueva manera de conocer? ¿En qué medida y con qué sentido esos lenguajes resultan aniquiladores de utopías? En qué medida y con qué sentido son esos lenguajes formadores de utopías? ¿Hacia dónde apuntan las conceptualizaciones y hacia dónde las intuiciones de nuestros artistas?

febrero-abril de 1992

Agradezco a Esther Pérez y a Juan Carlos Gené sus estimulantes comentarios críticos a la primera versión de este trabajo. Al revisarlo, traté de no defraudar la generosa atención de estos amigos.

 

NOTAS

1 Cf. "¿Nuevos caminos en el teatro latinoamericano?", Conjunto, n. 73, julio-septiembre 1987.

2 Un fenómeno externo a la dinámica propia de la escena latinoamericana contribuyó a mitificar un tanto la imagen de un teatro latinoamericano "subversivo". Allí actuaban las idealizaciones de la Europa de los años sesentas, que miraba hacia la América Latina para confirmarse en la emoción de una radicalidad reverdecida que pronto se tornaría el canto de cisne de la Modernidad. Por su parte, algunos ejecutores de la política teatral cubana de aquel entonces contribuyeron a propagar la imagen de que el teatro de "creación colectiva" -significativaente denominado en Cuba "teatro nuevo"- constituía una especie de destino.

3 Algún día se investigará en detalle cómo, en algunos teatros nacionales latinoamericanos, esta tendencia llegó a constituirse en tradición, esto es, fue creación de hondo arraigo, generadora de lenguajes propios y por ello terreno de fecundas trasmisiones y rupturas. En los casos de Perú y Colombia, por ejemplo -que a finales de los años cincuenta disponían de tradiciones escénicas mucho menos articuladas que las de Argentina, país en el que el análisis resultaría muy diferente- ; o en el caso de Cuba -en donde la Revolución creó una situacíon de conmoción cultural inédita en el continente-, no es posible evaluar las vanguardias escénicas de hoy (que en muchos casos recorren caminos "antropológicos" o "posmodernos") sin referirlas a las tradiciones de la escena "sociológica", bajo cuya influencia se formaron muchos de esos artistas y grupos que hoy nos sorprenden con sus nuevas trasgresiones. En muchas de las técnicas y lenguajes que hoy ellos emplean no es difícil detectar el aporte de aquella disposición sociológica, con todo lo que ella implicó de un sentido diferente del trabajo colectivo; de preocupación crítica, investigativa; de valoración de lo participativo y lo popular.

4 Ya sabemos que, Marx redivivo, se horrorizaría de muchas de estas tergiversaciones o limitaciones. No fue otro sino él quien inscribió la problemática de la alienación de la condición humana dentro de una dimensión social e histórica. Al colocar en el núcleo de su doctrina el problema del carácter deshumanizador de la sociedad de clases, estaba haciendo un aporte teórico capital, de claro fundamento antropológico. También en su "descargo" habría que recordar -una vez más- que Marx no conoció el fenómeno de la universalización del capitalismo, ni vio surgir la contradicción países centrales-países periféricos -hoy decisiva para cualquier análisis-, ni pudo prever los rasgos del capitalismo dependiente, ni de la sociedad "pos-industrial". Luego no es posible que puedan encontrarse en Marx muchas respuestas concretas, aunque sí lineamientos metodológicos que conservan su vigencia.

5 Me acojo aquí al concepto de "pueblos nuevos" desarrollado por el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro ("Antropologando", en Testemunho, Sao Paulo, 1990.)

6 Las cifras de la "década perdida" y la pandemia medieval que azota el continente, harían pensar que nuestra "ingobernabilidad" pudiera devenir algo más que una metáfora.

7 Lo posmoderno fue explicado por Jameson, en un trabajo de 1984, como "la lógica cultural del capitalismo tardío". ("Posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío", Casa de las Américas, n. 155-156, mayo-junio de 1986). En un trabajo posterior afirma Jameson:

Lo principal de la cuestión es que estamos inmersos en la cultura del posmodernismo hasta un punto en que su rechazamiento a la ligera es tan imposible como corrupta y engreída es cualquier celebración del mismo que se realice igualmente a la ligera (...) En vez de caer en la tentación de denunciar la satisfacción de sí mismo del posmodernismo como una especie de síntoma final de decadencia, o de saludar las nuevas formas como los heraldos de la nueva utopía tecnológica y tecnocrática, parece más adecuado evaluar la nueva producción cultural en el marco de la hipótesis de trabajo de una modificación general de la cultura misma como parte de la reestructuración social del capitalismo tardío como sistema.("La política de la teoría. Posiciones ideológicas en el debate sobre el posmodernismo", Criterios, n. 25/28, diciembre de 1990, p. 275.)

8 Cf. Adolfo Sánchez Vázquez: "Posmodernidad, posmodernismo y socialismo", Casa de las Américas, n. 175, julio-agosto de 1989, p. 145.

9 Cf. Jean Baudrillard: De la seducción, Madrid, Ed. Cátedra, 1987.

10 Ver sobre la oscilación nuestro comentario a la poética del director brasileño Antunes Filho en "Lo antropológico en el discurso escénico latinoamericano", Conjunto n. 85-86, octubre 1990 - marzo 1991, p. 13.

11 La intensificación en los últimos meses de un movimiento de solidaridad activa con Cuba hace pensar en el carácter emblemático que se otorga en el mundo a la resistencia del pueblo cubano. Creo que Cuba no está siendo asumida solo como un fenómeno estrictamente político, sino como la última trinchera en la que el Occidente se juega su posibilidad de soñar un mundo más justo, de no conformarse. Quizá Cuba esté referida por estos movimientos de solidaridad, no tanto (o no solo) al comunismo -la utopía concreta modelada por el marxismo-, como al Principio Utópico mismo.

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