ESTADO Y SOCIEDAD: ¿NUEVAS REGLAS DE JUEGO?

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Oscar Oszlak

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Introducción

En buena parte del mundo, la última década ha sido testigo de transformaciones fundamentales, tanto en las relaciones entre los estados y sus sociedades nacionales como en los patrones de organización económica y política en el plano internacional.

Fenómenos como la desregulación y apertura de mercados, el ajuste del Estado y la economía, la desocupación y flexibilización laboral, la privatización de empresas y servicios públicos, la descentralización administrativa y la integración regional, han redefinido los roles tradicionales del Estado nacional -principalmente sus funciones benefactoras y empresarias- replanteando a la vez el papel del mercado, la empresa privada, los actores y espacios sub- y supra-nacionales. Estos procesos han contribuido a conformar distintas modalidades de un capitalismo desorganizado y difuso, pero hegemónico respecto de otras formas de organización económica.

A la vez, la historia reciente registra oleadas democratizadoras, luchas por nuevos derechos sociales, desequilibrios cada vez más profundos entre pobres y ricos (se trate de países o de clases sociales), recrudecimiento de la xenofobia y los fundamentalismos religiosos, fenómenos que también han contribuido a transformar radicalmente las relaciones sociopolíticas dentro de, y entre, Estados nacionales.

Estos procesos han vuelto a poner en el centro del debate académico la problemática del Estado, que tan fértilmente fuera tratada por la literatura especializada en los años 70, y prácticamente desapareciera de la agenda académica de los 80, desplazada por los temas de la democracia y el renacimiento de la sociedad civil. A fines de esa década y, especialmente, a todo lo largo de los 90, el Estado regresó como problema de investigación y acción, pero sobre todo a partir de la constatación de que su dimensión y formas de intervención estaban sufriendo una transformación profunda.

Sin embargo, buena parte de la reciente y prolífica producción académica y técnica en torno a la reforma del Estado, se caracteriza por un tratamiento que tiende a destacar algunos aspectos de este proceso y a omitir otros, ciertamente significativos, lo cual sesga u opaca su debida interpretación. Un rasgo destacable de esta nueva producción es la alta proporción de trabajos que, junto con la descripción y evaluación de procesos concretos de reforma, exponen posiciones normativas o prescriptivas sobre modelos de Estado deseables que guardan escasa correspondencia con la orientación que manifiestan buena parte de las reformas en curso.

En este trabajo me propongo desarrollar un esquema analítico que permita ubicar los procesos de transformación del Estado y la sociedad, en el marco de los profundos cambios que se han operado en el capitalismo como sistema de producción y organización social. Para ello, analizaré particularmente si a la par de estas transformaciones se han modificado las reglas de juego que gobiernan las relaciones Estado-sociedad, con la intención de contribuir a la construcción de una agenda de investigación más sensible a la multidimensionalidad e impacto de las recientes transformaciones.

En este sentido, la hipótesis central que orientará el trabajo es que las reglas fundantes en que se basan los vínculos entre el Estado y la sociedad no han variado, porque son las mismas en que se funda el sistema capitalista como modo de organización social; lo que probablemente ha cambiado son algunos de los actores, sus estrategias y los resultados del juego mismo. Antes de examinar esta hipótesis, presentaré sintéticamente algunas de las tendencias fundamentales de las transformaciones que se están operando.

Las fases o etapas de la reforma estatal

Tanto las experiencias recientes de reforma del Estado como la literatura que se ha ocupado de ellas, han tendido a enfatizar: (a) la necesidad de menos Estado, más que de mejor Estado 1 ; (b) los cambios en el nivel nacional, en desmedro de los procesos en el nivel subnacional; (c) los aspectos funcionales de la reforma, descuidando los relativos a la redistribución del poder y el ingreso; y (d) la aparente autonomía estatal -especialmente del Poder Ejecutivo- en la adopción de las decisiones sobre reforma, sin tomar debidamente en cuenta su fuerte dependencia respecto de restricciones y condicionamientos tanto domésticos como supranacionales.

En general, estos énfasis relativos coincidieron con lo que se ha dado en llamar la "primera" fase o etapa de la reforma estatal, distinguiéndola de una "segunda" fase cuyas características son ciertamente diferentes.

Como en el caso de la sustitución de importaciones, que tuvo su "etapa fácil", existiría un símil en la reforma del Estado, en tanto parecería que muchos países están completando la etapa más espectacular de este proceso pero, en última instancia, más sencilla desde el punto de vista de su implementación y éxito relativo. Esta etapa -que podríamos denominar "quirúrgica", por su rapidez y radicalidad- se caracterizó por los rasgos antes señalados: una aparente autonomía de los Poderes Ejecutivos de los países latinoamericanos para fijar nuevas fronteras funcionales con la sociedad y reducir el tamaño e intervención del Estado nacional (Naim, 1995).

La etapa que aún no se ha iniciado en la mayoría de las experiencias nacionales es la "difícil", la de "rehabilitación" post-operatoria, la que está implícita en los otros términos de las opciones planteadas más arriba, es decir, lograr un mejor Estado (no sólo más chico), tecnológica y culturalmente más avanzado, contemplando el fortalecimiento de aquellas instituciones y programas que promuevan nuevos equilibrios en los planos de la redistribución del ingreso y del poder social, y priorizando además los necesarios cambios a introducir en las instancias subnacionales, incluyendo especialmente los mecanismos de participación ciudadana en esos niveles.

El imperativo reduccionista que caracterizó la primera etapa de la reforma tuvo, obviamente, una íntima relación con la apertura externa, la liberalización económica y la avasalladora instauración de una ortodoxia capitalista desconocida en la experiencia histórica mundial, procesos promovidos compulsivamente en países con muy diferente orientación política o ideológica. Aún en casos extremos, como en China Popular, la reforma estatal se planteó como pieza central de la transición hacia una economía de mercado que, sin renunciar a los postulados ideológicos del socialismo, exigía la adopción de lo que se denominó "Three Fixes" o "Triple Decision Principle": reducir el contenido y alcances de la intervención estatal; disminuir el número de unidades organizativas y contraer el tamaño de la dotación de personal.

Con esta observación, quiero marcar dos aspectos que parecen caracterizar a los actuales proyectos de reforma del Estado y los diferencian de experiencias previas. Primero, la dificultad para distinguir donde termina la reforma económica y donde empieza la reforma estatal; segundo, la relativa independencia de esta última respecto a la naturaleza de la organización social y política preexistente así como, hasta cierto punto, respecto a las exigencias de la crisis fiscal.

Si se acepta el diagnóstico dominante, que observa a la hipertrofia del Estado como principal responsable de los serios desajustes producidos en el financiamiento del gasto público, la asociación entre crisis fiscal y reforma estatal resulta obvia: los programas de ajuste estructural aparecen como la respuesta técnicamente racional para recuperar los equilibrios macroeconómicos perdidos.

Pero el hasta hace poco inconmovible edificio estatal no hubiera visto sacudidos sus cimientos si su demolición o replanteo fuera únicamente una respuesta al desequilibrio fiscal, por más crónico que éste apareciera a los ojos de los decisores políticos. Después de todo, las guerras y crisis económicas del pasado sólo dieron lugar a más y no a menos Estado, como lo ilustran particularmente las políticas keynesianas adoptadas luego de la Gran Depresión o los crecientes umbrales de gasto público -inflexibles a la baja- alcanzados por estados beligerantes luego de una guerra (Peacock y Wiseman, 1961). Además, muchas de las experiencias actuales de reforma estatal tienen lugar en el contexto de economías prósperas, donde la crisis fiscal no parece ser el factor determinante ni el ajuste ortodoxo una política que deba ser aplicada a rajatabla. En países tan contrastantes como Nueva Zelanda, Chile o la República Checa, por citar sólo algunos ejemplos, la fuerza motora de los procesos de reforma estatal parece haberse originado mucho más centralmente en las necesidades de inserción exitosa dentro de un nuevo orden capitalista globalizado.

En estos casos, puede afirmarse que la reforma del Estado aparece como un complemento indispensable de una transformación en el plano de la organización social y económica, que resulta mucho más significativa y le otorga sentido. Se trata, en el fondo, de un profundo replanteo del rol y la agenda del Estado, así como de sus relaciones con la sociedad civil.

Sobre roles y agendas

A pesar de su creciente descrédito y del virtual desmantelamiento a que lo ha sometido la embestida neo-conservadora, el Estado sigue siendo la máxima instancia de articulación social. Utopías extremas, como el anarquismo, el comunismo o el ultra-liberalismo, jamás se han visto concretadas históricamente bajo la forma de sociedades plenamente desestatizadas.

Sin embargo, los cambios producidos en los últimos años en el papel del Estado han sido vertiginosos y radicales. Por lo menos, han sido mucho más veloces que el ritmo demostrado por la investigación académica para registrarlos y evaluar sus consecuencias sociales.

En un trabajo previo planteé que esos cambios encubren, en realidad, transformaciones mucho más profundas, que trascienden la esfera estatal y abarcan al conjunto de la sociedad. Para decirlo en pocas palabras, la reforma del Estado y de su rol entraña, también, una reforma de la sociedad civil. O, para ser más precisos, una redefinición de las reglas de juego que gobiernan las relaciones entre ambas esferas (Oszlak, 1994). Una reflexión más profunda sobre este punto me lleva ahora a replantearlo: tal como lo formula mi hipótesis central, quizás no se trate de un cambio de reglas sino más bien de jugadores, estrategias y resultados del juego.

La más visible de estas reglas que gobiernan las relaciones Estado-sociedad -y la que mayor atención ha recibido en los trabajos sobre la reforma del Estado- es la relativa al esquema de división social del trabajo. Si hay algún fenómeno que captura de inmediato la atención del observador de estos procesos, es la radical modificación producida en pocos años en la responsabilidad asumida por los estados subnacionales y el sector privado en la producción de bienes y servicios de los que antes se ocupaba el Estado nacional.

Este fenómeno -que he caracterizado en términos de "nuevas fronteras" trazadas entre los dominios legítimos de la sociedad y el Estado nacional- (Oszlak, 1994), ha encandilado a los académicos y analistas políticos, al punto de que la reforma del Estado ha tendido a menudo a ser confundida con la privatización, la descentralización, la desregulación o la jibarización de su aparato institucional, medidas que sólo instrumentan este desplazamiento fronterizo y el consiguiente nuevo "tratado de límites" entre sociedad y Estado.

En el referido trabajo, sostuve que para una interpretación más acabada de las transformaciones que se están produciendo, convendría observar las interacciones Estado-sociedad en términos de una triple relación, que tome en cuenta los tres tipos de vínculos a través de los cuales, en última instancia, se dirimen los contenidos de la agenda social vigente y las formas de resolución de las cuestiones que la integran (Oszlak y O'Donnell, 1976). Estas relaciones apuntan a decidir cómo se distribuyen, entre ambas instancias, la gestión de lo público, los recursos de poder y el excedente social.

El foco central de este artículo es profundizar el análisis de estos tres planos de la interacción entre Estado y sociedad, mostrando a la vez sus conexiones recíprocas y su vinculación con las características del modelo de organización económica y reproducción social que subyace a esos procesos. Sobre esa base, se apunta a construir un modelo analítico, con pretensiones explicativas, que permita observar e interpretar, desde un nuevo ángulo, la lógica global en la que parecen inscribirse los actuales procesos de reforma del Estado y deducir, a partir de allí, los patrones que se están configurando en las relaciones Estado-sociedad.

Para comenzar a desbrozar el tema, plantearé una afirmación categórica: el Estado es lo que hace. Su naturaleza puede inferirse a partir de sus acciones. Estas se ejecutan necesariamente a través de un aparato institucional, cuya configuración y patrón de asignación de recursos le confieren una determinada identidad. Esta simple observación bastaría para sostener la afirmación efectuada, si no dejara pendiente un interrogante previo: ¿qué hace que el Estado haga lo que hace?

La pregunta evoca de inmediato -no casualmente- la cuestión de la razón de ser misma del Estado. Ya no se trata sólo del problema de su identidad sino también de su esencia, de su "necesariedad" y de su rol en la trama de relaciones sociales. Se afirma con frecuencia que la reforma del Estado conlleva la transformación de su papel. La afirmación es casi tautológica porque si la reforma es real, el Estado ya habrá asumido -en ese mismo proceso- un papel diferente.

Sin embargo, en un sentido primitivo, genético, podría sostenerse que el rol del Estado no cambia porque, de lo contrario, estaría negando su esencia. En efecto, si definimos al Estado como la principal instancia de articulación de relaciones sociales y estas relaciones se corresponden con un determinado patrón de organización y control social -el orden capitalista- cuya vigencia y reproducción el Estado contribuye a garantizar, los supuestos cambios de roles serían, simplemente, adaptaciones funcionales conducentes a reafirmar ese papel primigenio. ¿Qué es lo que cambia entonces?

Para responder a esta pregunta recurriré a una breve digresión histórica. El surgimiento del Estado nacional como forma de dominación, ha estado identificado con la aparición y desarrollo del sistema capitalista. Su formación ha sido parte constitutiva de un proceso de construcción social caracterizado -entre otros atributos- por la delimitación de un espacio territorial, el establecimiento de relaciones de producción e intercambio, la conformación de clases sociales y el desarrollo de sentimientos de pertenencia y destino común que dieron contenido simbólico a la idea de nación (Oszlak, 1982, 1997).

Por lo tanto, la formación del Estado es un aspecto del proceso de definición y construcción de los diferentes planos y componentes que estructuran la vida social organizada. En conjunto, estos planos conforman un cierto orden cuya especificidad depende de circunstancias históricas complejas.

Sin embargo, este orden social no es simplemente el reflejo o resultado de la yuxtaposición de elementos que confluyen históricamente y se engarzan de manera unívoca. Por el contrario, el patrón resultante depende también de los problemas y desafíos que el propio proceso de construcción social encuentra en su desarrollo histórico, así como de las posiciones adoptadas y recursos movilizados por los diferentes actores -incluido el propio Estado- para resolverlos. Estos problemas y desafíos son parte de la cambiante agenda del Estado nacional.

La agenda estatal representa el "espacio problemático" de una sociedad, el conjunto de cuestiones no resueltas que afectan a uno o más de sus sectores -o a la totalidad de los mismos- y que, por lo tanto, constituyen el objeto de la acción del Estado, su dominio funcional. Las políticas que éste adopta son, en el fondo, tomas de posición de sus representantes e instituciones frente a las diversas opciones de resolución que esas cuestiones vigentes admiten teórica, política o materialmente. La vigencia de esas cuestiones, es decir, su continuada presencia en la agenda, revela la existencia de tensiones sociales, de conflictos no resueltos y de actores movilizados en torno a la búsqueda de soluciones que expresen sus particulares intereses y valores.

De aquí se desprende la inherente conflictividad del proceso de resolución de cuestiones sociales y de la agenda que las contiene. El rol del Estado en cada momento histórico podría concebirse como una expresión político-ideológica de esa agenda vigente. Sería, en cierto modo, una decantación de las políticas o tomas de posición predominantes y de su consecuencia: la conformación de un aparato institucional orientado a resolver las cuestiones en el sentido elegido, poniendo en juego para ello los diversos recursos de poder que en cada momento está en condiciones de movilizar.

Colocados en este plano de análisis, ese rol estatal congénito y trascendente, puede expresarse en términos de unas pocas cuestiones constitutivas de la agenda que aluden, básicamente, a los problemas de reproducción de un orden social en el cual puedan desarrollarse las fuerzas productivas. En el siglo pasado, estas cuestiones se sintetizaron en la fórmula "Orden y Progreso". Ya en este siglo y transformada en tensión permanente de la expansión del capitalismo, esta fórmula fue sucesivamente rebautizada "seguridad y desarrollo", "estabilidad y crecimiento", "gobernabilidad y productividad" o, en su versión argentina actual, "ajuste y revolución productiva".

Así como en el siglo 19 era preciso generar condiciones de "orden" bajo las cuales pudiera prosperar la actividad económica, la consigna actual tiene características similares: demostrar, mediante una serie de decisiones genéricamente denominadas "ajuste", que se está apuntando a crear un horizonte de previsibilidad, de permanencia de ciertas reglas del juego, que supuestamente deberían inducir a los agentes económicos a realizar la "revolución productiva".

Obviamente, la agenda no se agota en estas dos grandes cuestiones. Una tercera, surgida e instalada firmemente en la escena pública a fines del siglo pasado, fue la "cuestión social", es decir, los conflictos alrededor de la equitativa distribución del ingreso, la riqueza y las oportunidades, suscitados a raíz de las tensiones y contradicciones sociales generadas por el orden capitalista que se iba conformando. Para afrontarla e intentar resolver sus aspectos más críticos, el Estado nacional asumió nuevas responsabilidades, que gradualmente se fueron formalizando jurídicamente y cristalizando institucionalmente, a través de sucesivas adiciones al aparato burocrático existente.

Esta nueva manifestación del rol estatal en la morigeración del conflicto social, se tradujo en programas y políticas que apuntaron -entre otros objetivos- a la reducción de la pobreza, al logro de mejores condiciones de trabajo y negociación laboral, en fin, a la preservación de la salud, la institución de regímenes de previsión social o la extensión de la educación a las capas más desposeídas de la población, acciones que fueron definiendo los rasgos característicos del denominado Estado de Bienestar.

Por cierto, la adición de esta tercera cuestión tampoco agota la agenda. Pero en todo caso, podría argumentar con cierto fundamento que en las cuestiones del orden o gobernabilidad de la sociedad, del desarrollo de las fuerzas productivas y de la reducción de las desigualdades sociales, se concentra una abrumadora proporción de la agenda problemática del Estado. Todas ellas generan necesidades y opciones para su intervención pero, paradójicamente, también originan presiones para que la responsabilidad de resolver esas cuestiones sea transferida a otras instancias y actores sociales... o a las fuerzas del mercado.

Por ejemplo, para bajar a tierra estas abstractas reflexiones, la reclusión de delincuentes o el control del estacionamiento de vehículos en la vía pública -gestiones vinculadas principalmente con el mantenimiento del "orden"- han sido ejercidas tradicionalmente por el Estado, pero las experiencias de gestión privada en esta área (generalmente, bajo contratos de concesión de servicios) se están extendiendo. Otras funciones que el Estado ejerció extensamente, como el control de precios, de la paridad cambiaria o de la inversión extranjera, han sido gradualmente confiadas a la mano invisible del mercado.

En lo relativo a la promoción del desarrollo, el preponderante papel cumplido por el Estado como productor de bienes y servicios, como responsable principal del avance científico y tecnológico, como regulador del mercado laboral, como constructor de la infraestructura material de los países o, incluso, como interventor en el comercio exterior, ha dado paso a un creciente abandono de sus funciones reguladoras y empresarias, posición que ha tendido a favorecer al gran capital privado, nacional y transnacional.

Por último, también las funciones relativas al bienestar (salud, educación, previsión social, vivienda) han sido prácticamente abandonadas por el Estado nacional en cuanto a su rol como productor directo de bienes y servicios en estas áreas, las que han sido asumidas por los estados subnacionales, la empresa privada y las ONGs.

En consecuencia, la agenda de cuestiones socialmente problematizadas y el papel del Estado nacional en su resolución, han sufrido una profunda mutación cuantitativa y cualitativa. Mi argumento central es que este proceso debe interpretarse no sólo en términos funcionales -es decir, "de qué debe ocuparse el Estado nacional"- sino también desde la perspectiva de "quién decide de qué hay que ocuparse" y "cuánto le cuesta a quién".

La triple relación Estado-sociedad

Este planteo propone, en definitiva, observar a las relaciones Estado-sociedad en tres planos diferentes: en el funcional o de la división social del trabajo; en el material o de la distribución del excedente social; y en el de la dominación o de la correlación de poder. En la Figura 1 se observa que la agenda del Estado se ve modificada por los procesos que tienen lugar en cada uno de estos planos, así como por los que vinculan a los mismos entre sí. En cada plano se intenta representar las relaciones Estado-sociedad en términos de esferas funcionales, fiscales y de poder, que tienen un ámbito propio (estatal o social) y una zona compartida (ver Figura 2) 2.

En el caso de las relaciones funcionales, ambas esferas tienen responsabilidades exclusivas pero también comparten un ámbito de intervención común (v.g. servicios educativos, de transporte, de investigación y desarrollo) representado en la zona compartida (grisada) que exige, por parte del Estado, no sólo la prestación de los servicios a su cargo sino también -según los casos- diversas formas de regulación y promoción de la actividad privada.

En el plano fiscal y redistributivo, cada esfera participa en la distribución del excedente social pero la zona de superposición expresa la masa de recursos que el Estado nacional extrae de la sociedad y devuelve a la misma a través de gastos, transferencias o inversiones que favorecen a determinados sectores, cumpliendo un papel redistributivo.

Por último, en las relaciones de dominación, también se representan simbólicamente los recursos de poder que pueden movilizar el Estado y la sociedad, distinguiéndose una zona común que pretende expresar el espacio de legitimación del poder por parte de la sociedad y que, en tanto se mantiene, puede considerarse como recurso de poder del Estado.

Asimismo, las Figuras 1 y 2 destacan una dimensión externa al espacio nacional, en la que correspondería incluir a las variables del contexto internacional que inciden sobre las relaciones dentro de, y entre, los tres planos considerados, afectando en última instancia los contenidos de la agenda de cuestiones socialmente problematizadas. Me refiero, fundamentalmente, a los impactos de la globalización, la internacionalización del Estado y la integración regional, así como a los actores institucionales que operan en ese ámbito supranacional, desencadenando procesos que inciden sobre la distribución del poder, los recursos materiales y la gestión pública de los países.

Si bien las relaciones en cada uno de estos planos están gobernadas por reglas de juego propias, mi argumento central es que esas reglas están subordinadas, a su vez, a otras de orden superior, que resultan de los vínculos que se establecen entre los tres planos considerados.

Tal vez la más antigua de estas reglas de orden superior, que se retrotrae a los papers de El Federalista, es la clásica "no taxation without representation", en obvia alusión al vínculo entre el plano material y el plano de las relaciones de poder entre Estado y sociedad. En términos más pedestres, equivaldría a decir: "me niego a pagar impuestos si no se me otorga, previamente, el poder de designar a mis representantes", principal recurso de poder ciudadano en el plano político. Pero a su vez, esta regla supone su recíproca: "no power without taxation", ya que en la potestad fiscal reside uno de los pilares del poder del Estado, y ese poder no se adquiere jamás sin recursos tributarios.

Podríamos extender este razonamiento a las relaciones recíprocas entre los otros dos planos. Por ejemplo, la regla básica en la relación entre los planos funcional y material (o fiscal) sería, si se me permite continuar utilizando la austera forma de expresión inglesa, "no taxation without delivery", o sea, "también me niego a pagar impuestos si no recibo a cambio bienes y servicios medianamente satisfactorios". La recíproca "no delivery without taxation" también sería cierta, ya que mal podría el Estado entregar esos bienes y servicios sin obtener los recursos materiales para ello.

De igual manera, en las vinculaciones entre los planos funcional y de poder, podría plantearse otro par de reglas de juego: "no legitimacy without delivery", pero a la vez, "no delivery without power". Es decir, la legitimidad del Estado, fuente en parte de un poder que en última instancia deriva de la sociedad, dependerá en buena medida de la magnitud y calidad de los bienes y servicios que preste, pero éstos no podrán generarse si el Estado no dispone del poder y la capacidad institucional necesarios.

La Figura 2 intenta representar estas relaciones. Si bien las reglas subyacentes son relativamente estables y marcan las características básicas del juego entablado entre actores sociales y estatales, el desarrollo de las partidas en cada momento histórico y los resultados en cada uno de los planos de la relación son inciertos, aunque -y éste es mi argumento- esos resultados serán mutuamente determinantes. Esta afirmación requiere algunas aclaraciones.

En el plano funcional, la legitimidad del papel cumplido históricamente por el Estado ha sido sometida a un profundo cuestionamiento. La frontera que separa los dominios funcionales del Estado y la sociedad se ha corrido, achicando los ámbitos aceptados de intervención estatal. La división del trabajo entre una y otra esfera fija hoy límites mucho más estrechos a lo que el Estado puede y debe hacer.

Desde su particular concepción ideológica, el discurso conservador justifica este nuevo "tratado de límites" en términos puramente funcionales: se trata de que "la sociedad" recupere la iniciativa frente a un aparato estatal parasitario e ineficiente, asumiendo o reasumiendo tareas que en su momento le fueran expropiadas por el Estado intervencionista.

Obsérvese que, en esta perspectiva, los alcances de la relación entre Estado y sociedad se reducen a un problema de fijar nuevas reglas de juego entre ambos, a partir de un análisis "técnico" centrado en la eficacia y eficiencia relativas de uno u otra en la gestión social. Dejemos de lado la ficción de este supuesto nuevo protagonismo que estaría asumiendo "la sociedad", supuesta heredera de franjas de acción estatal privatizadas. Bien sabemos que los verdaderos "derecho habientes" son los grupos económicos más poderosos y que, lejos de conducir a una gestión más democrática de la cosa pública, el reparto de la sucesión tiende a crear un verdadero Estado privado 3.

El punto que vale la pena destacar es que, en este replanteo del juego, los otros dos planos de la relación -el material y el de poder- también sufren profundas alteraciones. En efecto, la división del trabajo entre Estado y sociedad (es decir, quién gestiona qué) presupone una relación antecedente y otra consecuente. La primera de ellas es, simplemente, la particular relación de poder existente entre ambos. Es evidente que la decisión de minimizar al Estado no responde únicamente a las exigencias técnicas de su crisis fiscal, sino especialmente a la nueva correlación de fuerzas que se ha establecido entre los grupos económicos altamente concentrados y los representantes estatales, en un marco de creciente globalización de las relaciones económicas y políticas.

La relación consecuente se vincula con la distribución del excedente económico, a través de las vinculaciones fiscales existentes entre Estado y sociedad. Si el Estado cede parcelas de su dominio funcional a ciertos gestores privados o a instancias subnacionales, renuncia simultáneamente a su pretensión de obtener de la sociedad los recursos que se requerirían para mantener las respectivas funciones dentro del ámbito estatal. En otras palabras, a una menor intervención corresponderá una menor participación en el excedente, tanto para sostener el funcionamiento del aparato institucional del Estado nacional, como para cumplir una función redistributiva a la que ha renunciado de antemano por la simultánea vigencia de una nueva concepción sobre las responsabilidades estatales y sociales en la gestión de lo público y de una nueva correlación de fuerzas.

Planteado así el juego, el resultado es previsible, aunque no inevitable: una menor presencia del Estado en la gestión de los asuntos sociales, unida a una menor capacidad de extracción y asignación de recursos, tenderían a debilitar aún más su posición de poder frente a los sectores económicamente dominantes de la sociedad.

El cuadro resulta aún más complejo cuando se considera que este conjunto de relaciones, a su vez, se ve crecientemente condicionado por los procesos de globalización, integración económica e internacionalización del Estado, cuya influencia en cada uno de los planos analizados no puede minimizarse. Tanto el poder para definir las cuestiones que integrarán la agenda estatal, los esquemas adoptados para gestionarla y las posibilidades de obtener y asignar los recursos necesarios para resolver las cuestiones que la integran, se hallan fuertemente influenciados por decisiones y acciones adoptadas por múltiples actores supranacionales, se trate de gobiernos extranjeros, medios de comunicación, organismos de financiamiento externo, inversores, terroristas, narcotraficantes, instancias regionales o mundiales para la compatibilización de políticas económicas, de cooperación, de defensa, etc.

Luego de esta presentación general de las reglas de juego básicas, propongo internarnos en cada uno de los planos de la relación Estado-sociedad, a fin de analizar con mayor profundidad la naturaleza del juego entablado a través de la aplicación reciente de esas reglas y los cambios producidos en consecuencia.

Las relaciones funcionales

Consideremos la primera cuestión: ¿de qué debe ocuparse el Estado nacional? Desde su constitución como suprema instancia de articulación social, la fijación de los contenidos y alcances de su rol ha sido tanto resultado de actos relativamente autónomos como de influencias ejercidas por diversas clientelas que circunstancial o permanentemente han controlado o tenido acceso privilegiado a sus mecanismos de decisión, incluyendo a la propia burocracia estatal vista como cliente 4. En algunos casos, las apropiaciones funcionales han sido excluyentes -como ocurre con las relaciones exteriores o la administración de justicia-, en que por consideraciones éticas, políticas o de otra índole, no resulta aceptable que otro agente social -privado o público- ejerza tales funciones.

En otros casos, el Estado nacional ha terminado compartiendo con otros actores (empresas privadas, ONGs, gobiernos locales) la responsabilidad de producir bienes o prestar servicios (como en las áreas de transporte, educación o salud), entrando inclusive a veces en situaciones de competencia.

Finalmente, en ciertas áreas el Estado nacional se ha abstenido de intervenir, aún en presencia de un interés general (v.g. en servicios de elevación portuaria, explotación de mataderos, recolección de residuos, administración de cementerios), por considerar que la empresa privada o los municipios, por ejemplo, se hallan en mejores condiciones de proporcionar estos servicios.

No ha existido una "regla de oro" para decidir los alcances de estas diversas formas de intervención. Dependiendo del peso relativo de factores ideológicos, fallas de mercado, capturas burocráticas, debilidad de los estados subnacionales o de otros actores sociales relevantes (como, por ejemplo, la inexistencia de una burguesía nacional), los estados nacionales tendieron a cubrir ámbitos de actuación más o menos extensos. Sin embargo, una característica casi universal de estos procesos de delimitación funcional -y, por lo tanto, de definición de su rol frente a la sociedad- ha sido su continua expansión. En ese contexto, las reformas del Estado fueron, tradicionalmente, búsquedas de mayor eficiencia en la gestión de campos de intervención estatal cuya legitimidad normalmente no se cuestionaba.

En cambio, la principal diferencia de las reformas iniciadas en la segunda mitad de los 80's, respecto de las llevadas a cabo en el pasado, es que implicaron una reversión del ciclo histórico de expansión permanente de su aparato institucional. Por primera vez, se plantea no sólo una mayor eficiencia en la asignación del gasto público, sino una verdadera demolición del Estado.

La crisis de la deuda fue, sin duda, el detonante de las reformas. Pero el clima ideológico que se venía instalando en el mundo y que se consolidó a partir de la caída del Muro de Berlín, prepararon el terreno para que las políticas de ajuste incluyeran, centralmente, el recorte de un aparato estatal que había crecido más allá de las posibilidades de sustentación por parte de sociedades en crisis.

En el plano funcional se plantearon, de hecho, dos tipos de reformas muy diferentes. La primera, como ya comentara, fue quirúrgica. La segunda se propone como de "rehabilitación y fortalecimiento". La primera eliminó partes completas del organismo estatal, sea directamente a través de la venta de empresas o la transferencia de servicios, o indirectamente mediante la eliminación de regulaciones que hasta entonces demandaban una densa trama institucional para su administración. En Argentina y otros países de América Latina -como Chile, Colombia y Bolivia- fue relativamente fácil, en términos del grado de oposición hallado para su ejecución. En otros casos, como en Uruguay y Brasil, los avances fueron mucho más dificultosos debido a la oposición enfrentada.

En el caso argentino, el Estado nacional se ha desprendido a la fecha de la totalidad de las empresas productoras de bienes o prestadoras de servicios. Sin embargo, muchas privatizaciones se llevaron a cabo de manera inconsulta, sin estudios previos y obviando los pasos que aconsejan las mejores prácticas en este campo 5. La venta indiscriminada de empresas, a menudo en condiciones ruinosas, despertaron serias sospechas de corrupción.

Las principales privatizaciones concretadas en los primeros años, acordaron condiciones excesivamente ventajosas a los concesionarios, sea en materia de tarifas, plazos de la concesión, precio de la operación, condiciones de pago, etc. En cambio, tanto en la experiencia internacional como en los casos verificados más recientemente en la Argentina, las privatizaciones más exitosas apelan a los mercados de capitales y la colocación de acciones en condiciones más transparentes.

Sin pretender un análisis exhaustivo de estos procesos -que excede el alcance del presente trabajo- quisiera marcar algunas consecuencias de la privatización, particularmente en el caso argentino, que pueden ilustrar algunas de las hipótesis exploradas en el trabajo.

Se ha señalado, por ejemplo, que los procesos de privatización no fueron neutros respecto de la organización económica preexistente. En el caso argentino, la adquisición de activos del sector público se produjo en el curso de muy pocos años y movilizó capitales considerables, generando un fenómeno de crowding out de los proyectos de inversión en el resto del aparato productivo. Katz (1993) sugiere que por esta razón, su costo de oportunidad en términos de crecimiento industrial y capacidad exportadora estuvo lejos de ser nulo.

Por otra parte, la experiencia en este campo durante la última década, revela que la privatización no se ha reducido a la simple venta o transferencia de empresas públicas al sector privado. El fenómeno ha sido mucho más abarcativo y alcanzado aspectos más sutiles, menos evidentes. Esta idea ha sido adecuadamente planteada por Feigenbaum y Hening (1994), quienes denominan privatización sistémica a aquélla que apunta a reconfigurar la sociedad en su conjunto, alterando las instituciones y los intereses económicos y políticos. Las privatizaciones sistémicas tratan de 1) disminuir las expectativas de la sociedad en relación con las responsabilidades del Estado; 2) reducir el mantenimiento y apoyo de la infraestructura por parte del sector público y 3) transformar el mosaico de grupos de interés para hacerlo menos proclive a apoyar el crecimiento del aparato del Estado.

Entre otras cosas, la privatización sistémica involucra "un cambio en los valores, cultura y expectativas sobre la actividad pública" (Feigenbaum y Hening, 1994). Resulta en una expansión de la esfera de las actividades consideradas personales y privadas y un achicamiento de la esfera de actividades consideradas como áreas legítimas del dominio y la intervención pública. A esto se refiere, por ejemplo, la tan mentada noción de "reinvención del gobierno", una revisión radical de la organización y prácticas gubernamentales, que acompañe los cambios en las necesidades y expectativas de la gente acerca de lo que el gobierno debe hacer y cómo debe hacerlo (Gore, 1995).

La privatización, de este modo, produce la deslegitimación del sector público, socavando también su poder relativo en el juego global de las relaciones de fuerza. La política de privatizaciones aparece, desde esta óptica, como el mecanismo mediante el cual el Estado se auto-deslegitima, permitiendo que los estratos privilegiados extiendan su hegemonía cultural. Esta modalidad constituye lo que Feigenbaum y Hening llaman "desplazamiento perceptual".

La privatización también implica una reestructuración irreversible de los acuerdos institucionales de la sociedad (legales, políticos y económicos), desplazando la confianza pública hacia soluciones privadas u orientadas al mercado. El efecto es la reasignación institucional de las responsabilidades y la reorientación de los procesos básicos de decisión hacia el ámbito privado. Este "desplazamiento institucional" tiene como correlato una transferencia de los mecanismos de control social de la burocracia y las estructuras políticas a las fuerzas de mercado, menos transparentes y responsables. Al aumentar el peso económico y político de ciertos actores en detrimento de otros, estas formas de "privatización" tienden asimismo a producir un "desplazamiento de poder".

Corresponde aclarar, sin embargo, que no se trata de fenómenos enteramente novedosos. La dinámica del Estado ha estado históricamente ligada a, e interpenetrada con, los procesos de transformación social. Lo que se advierte en la actual coyuntura es la exacerbación de estas mutuas determinaciones, con considerables consecuencias sobre la fisonomía que en este proceso van adquiriendo tanto la sociedad como el Estado.

Por ejemplo, los procesos de privatización han tendido a engendrar nuevos actores con peso político considerable, desplazando a otros que exhibieron importantes cuotas de poder en el pasado. Algo de esto ha ocurrido, por ejemplo, en los países de Europa del Este, con la nueva clase empresaria surgida de los ex-ejecutivos de las empresas públicas ahora privatizadas, la venta de activos nacionales a extranjeros, o incluso a empresas estatales foráneas (como sucede frecuentemente en América Latina) o simplemente el refuerzo de la posición competitiva de algunos grupos en relación con otros en la misma sociedad, que como resultado de la privatización puede tornarse definitiva.

También los procesos de descentralización han sido polémicos y sólo en pocos países se han consumado plenamente, aún cuando no hayan resuelto los problemas que pretendía resolverse con la transferencia. Casi en ningún caso esos procesos fueron precedidos por serios estudios económicos ni de evaluaciones profundas sobre la capacidad de gestión disponible en las localidades para asumir estas nuevas responsabilidades. Es bien sabido que tanto la teoría económica como el public management disponen de herramientas de análisis que permiten determinar bajo qué condiciones pueden optimizarse estos procesos de transferencia 6.

En América Latina, la tendencia hacia la descentralización, acelerada por la dinámica política de la democratización, ha tendido a empeorar la crisis organizativa del sector público. Si bien los niveles subnacionales tienen, potencialmente, mejores posibilidades de gestión eficaz (Streeten, 1992), en la práctica ello se ha verificado en pocos casos. Es probable que a largo plazo, la descentralización política y administrativa constituya la única opción para mejorar ciertos servicios públicos que deberían ser mejor administrados y controlados a nivel local. Sin embargo, a corto plazo, el proceso descentralizador ha conducido a menudo a un peor desempeño del sector público. Las decisiones improvisadas de transferencia de servicios y las presiones políticas, sobrecargaron repentinamente a los gobiernos locales y estatales con tareas para las que no estaban capacitados o no podían asumir plenamente (Naim, 1995).

La descentralización, por otra parte, ha creado la ilusión de que la burocracia estatal se ha reducido. Sumados sus efectos a los de la privatización, la desregulación y la tercerización de servicios, es evidente que el tamaño de la dotación del Estado nacional se ha reducido 7. Pero junto con ello, las burocracias subnacionales han visto abultadas sus dotaciones a extremos que no se compadecen con el volumen de los servicios transferidos. En 1950 había en la Argentina algo más de tres funcionarios públicos nacionales cada 100 habitantes, mientras que las dotaciones provinciales registraban alrededor de 1,25 funcionarios cada 100 habitantes. Hoy el gobierno nacional vio reducida su dotación de 900.000 a 294.000 empleados públicos, con lo que su relación con la población es menor a 1. En cambio, las provincias vieron crecer su burocracia a valores de entre 3 y 20 funcionarios cada 100 habitantes. En resumen, considerando todos los niveles de gobierno, la proporción de funcionarios públicos respecto de la población total ha crecido significativamente, con lo cual se desvanece la ilusión reduccionista.

En el caso de las privatizaciones, las dotaciones se vieron menguadas por lo general antes de las transferencias (sobre todo, por la vía de jubilaciones anticipadas y retiros voluntarios), en tanto estudios recientes revelan que al cabo de unos pocos años, las empresas privatizadas continuaron reduciendo el tamaño de sus dotaciones.

Los procesos de descentralización, privatización y desregulación han replanteado la pregunta sobre "de qué debe ocuparse el Estado nacional", aunque la misma se ha formulado casi siempre desde el punto de vista "de lo que no debe hacer" y no desde lo que le resulta indelegable. Prácticamente en cada uno de los ámbitos en que el Estado nacional se ha desprendido de funciones de producción o prestación directa, es necesario que asuma otras responsabilidades, generadas precisamente por esa renuncia funcional. Así como la opción centralización-descentralización no es polar sino una fórmula mixta, con opciones a lo largo de un continuo, tampoco la privatización o la desregulación implican un desentendimiento definitivo de toda responsabilidad de gestión.

En el caso de la descentralización, el Estado nacional no debe renunciar a ciertas funciones tales como velar por la consistencia normativa del marco jurídico vigente, analizar y evaluar la relación costo-efectividad de los servicios públicos prestados por los gobiernos locales, monitorear los efectos redistributivos de la transferencia o ejercer firmemente la conducción macroeconómica resolviendo los desequilibrios resultantes de los procesos de descentralización (Kjellberg, 1994).

Bresser Pereira (1995) ha distinguido lúcidamente los diferentes roles que corresponden al Estado nacional y a otros actores sociales en la gestión pública. Considera este autor que la regulación e intervención estatal siguen siendo necesarias en las áreas de educación, salud, cultura, desarrollo tecnológico, inversión en infraestructura, planteando que las mismas no sólo deben tender a compensar los desequilibrios distributivos provocados por el mercado globalizado, sino principalmente a capacitar a los agentes económicos para competir a nivel mundial (Bresser Pereira, 1995).

De todos modos, existen sectores en los que, aún renunciando el Estado a la producción directa de bienes y servicios, debe continuar ejerciendo una función reguladora. Por ejemplo, la energía, el transporte, las telecomunicaciones o el sistema financiero deben someterse siempre a alguna forma de regulación. La importancia social de tales actividades, el interés público involucrado, la asimetría de posiciones entre empresas y usuarios, la dificultad de crear un mercado plenamente abierto y transparente, las limitaciones técnicas y otros factores así lo exigen (Ariño Ortiz, 1995).

En este sentido, la decisión de privatizar o descentralizar no debe verse simplemente como un acto unilateral y unívoco, sino como el disparador de un proceso simétrico de creación de nuevos roles que estatizan o centralizan otras funciones de regulación económica o político-administrativa, o de coordinación y compatibilización de políticas públicas. En la preservación de este rol regulador (de re-regulación o re-centralización, como también se lo denomina), el Estado no debe limitarse a ejercer un "rol arbitral". Así como resulta desaconsejable retornar al "Estado niñera", tampoco es aceptable una sociedad desestatizada. La desregulación estatal no debe significar desprotección social (Moharir, 1993).

La regulación debe tender a compensar imperfecciones del mercado o suplir la inexistencia de éste, tratando de crear condiciones lo más semejantes posibles a las de mercado para facilitar la operación de las empresas respectivas, proteger e informar a los consumidores, reglamentar las tarifas y la calidad de los servicios. La regulación debe emitir señales e incentivos correctos que promuevan la eficiente asignación de los recursos. Como señala Lahera, una adecuada regulación restringe al mínimo o elimina la discrecionalidad, particularmente en cuanto a la fijación de precios; en cambio, establece mecanismos automáticos que aumentan la flexibilidad y la eficacia de las normas. El papel indelegable del sector público es supervigilar la operación del sistema regulatorio. Para lograr esta capacidad reguladora, es preciso un marco normativo adecuado, equipos técnicos de alto nivel y una institucionalidad que garantice la efectividad del aparato regulador (Lahera, 1994).

Además, el marco regulatorio no debe lesionar la autonomía de los actores sociales. Se ha propuesto, inclusive, explorar la figura de una "contraloría social", fundada en que la exigencia de cuentas a las organizaciones sociales que son sujetos de la transferencia de recursos y responsabilidades no puede recaer sólo en el Estado, sino en la propia ciudadanía receptora de los servicios (Cunill Grau, 1995).

Finalmente, la pregunta acerca "de qué debe ocuparse el Estado nacional" también puede plantearse de otro modo: "bajo qué modalidad debe hacer aquéllo de lo que le corresponde ocuparse". Esta es una preocupación central de los actuales reformadores estatales, que en número creciente exploran permanentemente nuevas formas de gestión pública a través de mecanismos de outsourcing o tercerización, partnerships o emprendimientos conjuntos con el sector privado, constitución de empresas públicas testigo, etc. De igual manera, se postula insistentemente la necesidad de incorporar al management público, concepciones y técnicas propias de la organización y funcionamiento de la gran empresa privada.

Sin embargo, el alcance efectivo de estas nuevas modalidades de gestión pública es todavía incipiente. La auténtica "reforma hacia adentro" del aparato estatal se encuentra en gran medida pendiente. La reestructuración efectiva de las instituciones burocráticas; la superación de las deformidades en la función de producción del Estado; la profesionalización del sector público; la desburocratización de procesos, normas y procedimientos; la capacitación sistemática del personal; la introducción de tecnologías que aumenten la eficiencia de la gestión o incluso la transformación de las pautas culturales vigentes en las organizaciones estatales, han tenido hasta la fecha sólo tímidos avances. Estas son las grandes cuestiones que conforman la agenda de la segunda reforma del Estado y que requerirán una gran dosis de imaginación, recursos y voluntad política para su resolución.

Las relaciones materiales

En el plano de las relaciones materiales, la pregunta esencial es: hasta qué punto las transformaciones producidas en el plano de la división social del trabajo entre Estado y sociedad y en la estructura de poder, han modificado los patrones de equidad distributiva según niveles de gobierno y clases sociales?

Para responder a este interrogante, el análisis puede encararse desde diferentes perspectivas, examinando alternativamente: (1) los factores que operan desde el lado de los ingresos de los diferentes sectores sociales, observando el papel cumplido por el Estado como organizador y ejecutor de políticas tributarias que aseguren una equitativa distribución de la carga impositiva entre los mismos; (2) otras modalidades de transferencias de ingreso por la vía de evasión tributaria, corrupción o cambios en los precios relativos, particularmente debidos a los procesos de privatización y concesión de servicios; (3) las relaciones fiscales intergubernamentales, modificadas principalmente a raíz de los procesos de descentralización; y (4) los mecanismos redistributivos empleados por el Estado vía gasto público social, evaluando su impacto sobre los sectores de menores ingresos.

Desde la perspectiva del Estado, las reglas de juego en materia redistributiva consisten en garantizar grados aceptables de equidad social en la asignación de los costos y beneficios del desarrollo. Se trata de establecer qué proporción del producto retiene cada sector social para sí, cuánto contribuye al sostenimiento del Estado y, por la vía de transferencias y servicios de este último, a la redistribución de ese producto social. Para ello, el Estado debe fijar contribuciones, ejercer su potestad fiscal para la recaudación y fiscalización de los tributos, dirimir las bases de la coparticipación impositiva con los poderes subnacionales, decidir el tratamiento a acordar a ciertos sectores u organizaciones, determinar qué sectores deben contribuir más y cuáles menos, y obtener en definitiva los recursos que permitan tanto el ejercicio de las actividades estatales, así como la transferencia de recursos con un sentido redistributivo. En última instancia, se trata de consensuar un "pacto fiscal", en un sentido amplio, entre el Estado y los demás sectores de la sociedad.

Además de estas vinculaciones "fiscales", el plano de la redistribución se caracteriza, bajo ciertas circunstancias sociopolíticas, por importantes "desvíos" o transferencias de recursos que tienden a modificar los patrones de equidad vigentes y, en ultima instancia, la efectiva distribución del ingreso y la riqueza. Entre ellos, la evasión tributaria y la corrupción, que entrañan una apropiación ilegítima de ingresos por parte de ciertos sectores sociales, con la inevitable complicidad del Estado, originando una carga adicional para otros sectores ajenos a estas prácticas.

Resulta significativo, en tal sentido, que la presión tributaria en América Latina continúe siendo baja y que la estructura impositiva se base fundamentalmente en impuestos al consumo, con fuerte incidencia sobre los sectores populares. En Argentina, la significación de los impuestos al patrimonio y el ingreso constituyen una proporción mínima de la recaudación tributaria global. Los índices de evasión fiscal, por otra parte, alcanzan niveles escandalosos.

Algo parecido ocurre con la corrupción. Según las cifras que publica recientemente Transparency International, Argentina ha pasado a ocupar el onceavo lugar entre los países con mayores índices de corrupción del mundo. Frente a las denuncias de que la corrupción ha estado asociada a los negocios realizados al amparo de las privatizaciones y concesiones producidas durante los últimos ocho años, el gobierno argentino sostiene que al desprenderse de las empresas públicas, eliminó las fuentes de negociados de todo tipo que se verificaban en dichas empresas. La polémica parece ociosa porque, en el balance, los niveles de corrupción alcanzados no tienen antecedentes en la experiencia del país 8.

Dadas las condiciones en que se condujo el proceso de privatización, también corresponde contabilizar como factores de redistribución negativos, las transferencias regresivas originadas en las altas tarifas pactadas en los contratos de concesión, las que han continuado elevándose sin que los entes reguladores creados en los diversos sectores de servicio público hayan conseguido -por su debilidad intrínseca y reducida capacidad institucional- morigerar las condiciones monopólicas u oligopólicas en que la mayoría de las empresas privatizadas conducen sus operaciones. Naturalmente, el impacto de estas tarifas, inusualmente elevadas en términos internacionales y precios relativos históricos, tienen mucho mayor gravitación sobre el ingreso de los sectores sociales menos favorecidos.

El impacto agregado de estos factores se advierte claramente en las estadísticas publicadas recientemente por los organismos financieros internacionales. El Anuario 1997 del Banco Mundial señala que en la actualidad, el 20% más rico de la población según regiones del mundo recibe entre el 37,8% y el 52,9% del ingreso anual, correspondiendo el valor más bajo a Europa y Asia Central, y el más alto a América Latina y el Caribe. A su vez, el 20% más pobre obtiene en los mismos bloques el 8,8% y el 4,5%. Hoy en día, Argentina y Chile están creciendo a tasas verdaderamente excepcionales, pero el 20% más rico de su población gana más de 12 veces que el 20% más pobre. En cambio, en los países del sudeste asiático, los valores fluctúan entre 9,6 veces en Singapur y 4,2 en Taiwan 9.

En cuanto a las relaciones fiscales intergubernamentales, los estados subnacionales (regiones, estados, provincias, municipios) disputan actualmente a los estados nacionales el control de una parte importante de los recursos financieros fiscales, a fin de desarrollar las nuevas tareas incorporadas a su ámbito funcional. Asimismo, en algunos países se ha iniciado un serio endeudamiento público de estas entidades subnacionales, poniendo en peligro los equilibrios macroeconómicos que se estaban logrando muy dificultosamente (Sulbrandt, 1995).

Una gestión poco cuidadosa en los niveles locales puede llevar a un deterioro en el uso y control de los recursos, especialmente en el corto plazo. Las metas nacionales pueden ser seriamente distorsionadas y los recursos escasos pueden ser desviados para fines inadecuados. Inclusive, una radical descentralización puede debilitar seriamente la capacidad del gobierno central para manejar la economía mediante instrumentos monetarios y financieros. Además del daño potencial a la estabilidad macroeconómica, el Banco Mundial (1992) observa que en el nivel local existe mayor posibilidad de captura de los recursos por parte de élites dominantes que en el nivel nacional. Es por ello que, dada la baja capacidad administrativa en los niveles locales, que favorecen el gasto desmedido y la corrupción, el enfoque del Banco Mundial sobre la descentralización y desarrollo del gobierno local coloca el énfasis en herramientas financieras que permitan lograr mayor eficiencia, más que en el empowerment de la sociedad civil en este nivel y/o el mejoramiento de sus condiciones de vida.

Es evidente que la transferencia de competencias administrativas y de servicios del gobierno central a unidades subnacionales tiene sentido sólo si va acompañada de la entrega de los instrumentos fiscales y financieros que permitan su ejercicio. En otras palabras, de nada sirve transferir las amplias responsabilidades previstas en los procesos de descentralización a estados y municipios si no se les provee de los recursos económicos necesarios (Shah, 1994; Nzovankeu, 1994) 10.

Es previsible que en un futuro cercano los estados subnacionales constituyan el eje principal alrededor del cual se establecerán las relaciones Estado-sociedad, de modo que el gasto público tenderá a trasladarse en gran medida hacia esos gobiernos territoriales. La composición actual del gasto público así lo confirma, ya que crecientemente el Estado nacional ha pasado a asumir el rol de cajero, con cada vez menor capacidad para decidir el destino de los recursos que obtiene y un creciente compromiso de asignación de los mismos a través de transferencias, sea para el pago de la deuda pública, los subsidios a servicios públicos deficitarios en manos de operadores privados, la coparticipación impositiva con las jurisdicciones subnacionales 11 o los adelantos del Tesoro a esos mismos gobiernos 12. Ello torna más crítica la disciplina fiscal en los niveles subnacionales para mantener los equilibrios macroeconómicos (De la Cruz, 1992).

Al margen de las relaciones fiscales entre niveles de gobierno, interesa también indagar sobre las consecuencias del cambio en las reglas de juego entre Estado y sociedad respecto a las políticas estatales dirigidas a resolver las situaciones de desigualdad y pobreza extrema, particularmente a través de las llamadas políticas sociales focalizadas.

Al respecto, y en relación con los servicios sociales públicos, Draibe plantea que, después de una primera etapa en la cual la preocupación neoliberal se centró exclusivamente en el volumen y la eficacia del gasto social, debió afrontar el problema reactualizado de la pobreza. Las soluciones se canalizaron a través de diferentes mecanismos implícitos de privatización. Por ejemplo, dejando en manos del sector privado no lucrativo la provisión de ciertos bienes o servicios, privatizando empresas de servicios públicos, interrumpiendo programas públicos preexistentes o abandonando algunas responsabilidades específicas de los gobiernos. También se llevaron a cabo mediante modalidades de privatización por atribución, reduciendo (en volumen, capacidad y calidad) diversos servicios producidos públicamente, induciendo su demanda hacia el sector privado, asignando financiamiento público al consumo de servicios privados y estableciendo formas de desregulación que permiten la entrada de firmas privadas en sectores antes monopolizados por el Estado (Draibe, 1994).

La autora critica este enfoque selectivo, "principalmente cuando está disociado de controles y garantías públicas y asociado a prácticas privatizantes stricto sensu" porque la experiencia indica que introduce una precariedad y discontinuidad muy grande en la política social, tendiendo a asistencializarla y abriendo amplio espacio a la arbitrariedad de los que deciden sobre las necesidades de los beneficiarios (Draibe, 1994). En muchos casos, la falta de controles, los abusos de la intermediación y la corrupción asociada a los programas sociales focalizados, ha tornado totalmente ineficiente esta forma de asistencialismo. Lo corrobora, por ejemplo, el hecho de que a pesar de que el gasto social en la Argentina es el segundo de Latinoamérica y alcanza un nivel similar al de Estados Unidos, existe una extensa franja de sectores en situación de extrema pobreza sin asistencia oficial. Según datos de FIEL (Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas), un tercio del gasto social se filtra hacia el 40 por ciento más rico de la población (alrededor de 6 mil millones de dólares anuales).

Refiriéndose, en particular, al caso de la educación, Coraggio pone de manifiesto la dualización de la política social, al crear ciudadanos de primera que acceden a los servicios vía ingresos, y ciudadanos de segunda, que lo hacen por vía de la acción pública. De este modo, la focalización puede llegar a implicar una redistribución de recursos públicos desde los sectores medios hacia los pobres, junto con una reducción en la calidad y complejidad de los servicios públicos (Coraggio, 1995).

Otro efecto importante del cambio de reglas es que los principios implícitos de justicia y solidaridad sobre los que descansaba el Estado providencia ya no tienen vigencia: como advierte Rosanvallón, el carácter distribuido y aleatorio de los riesgos amparados por el Estado, derivados a su vez de las imperfecciones del sistema de organización económica, ha sido sustituido por un Estado permanente de precarización cuya irreversibilidad resulta casi "natural". La exclusión social, el desempleo crónico, la marginalidad extrema aparecen, así, bajo la luz de una certidumbre fatalista que la ideología hegemónica pretende legitimar en términos de pura eficacia económica. De esta constatación nace la justificación del ingreso de subsistencia como respuesta a una situación estructural creada por la propia lógica de los nuevos patrones de organización económica.

Paradójicamente, esta nueva forma de Estado providencia se transforma en condición del liberalismo salvaje: "un macrocontrato social legitima el funcionamiento totalmente asocial del mercado en el nivel microeconómico, porque están completamente desconectadas la búsqueda de eficacia y la preocupación por la solidaridad. Al disociar de manera radical lo económico de lo social, el ingreso de subsistencia permite relegar la cuestión del empleo a un segundo rango" (Rosanvallón, 1995).

Inclusive en países con un desempeño económico altamente exitoso, como es el caso de los estados desarrollistas del sudeste asiático, cabe preguntarse sobre las posibilidades de continuidad de los modelos implícitos en que han basado su éxito, teniendo en cuenta -como señala Evans- que los más elevados niveles de vida alcanzados en esos casos, torna más difícil la legitimación de un proyecto nacional exclusivamente sobre la base de su aporte al crecimiento del producto. En tales circunstancias, ante el previsible resurgimiento de exigencias distributivas, tanto políticas como económicas, las estructuras burocráticas y las redes de élites que auspiciaron el proyecto original de acumulación industrial, no permitirán procesar fácilmente esas nuevas demandas (Evans, 1996).

Las relaciones de dominación

Las nuevas formas de dominación en las sociedades que ya han atravesado -o en las que está en curso- la fase más dura del ajuste estructural y la reforma del Estado, han suscitado en la literatura una preocupación central: la gobernabilidad de esas sociedades en vista de los sesgos que se han creado en los patrones de distribución del ingreso y la riqueza, más allá de su éxito o fracaso relativos en estabilizar la economía, reducir el déficit fiscal o adelgazar la burocracia.

Esta preocupación corresponde a la tercera y última de las relaciones Estado-sociedad: la correspondiente al plano del poder y la dominación política. Haber dejado su análisis para el final podría interpretarse, implícitamente, como una forma de observar a estas relaciones en tanto "variable dependiente" de los cambios ya examinados en los planos funcional y material. Es decir, podría considerarse que el poder de los diferentes actores sociales ha cambiado su peso relativo en la medida en que se ha modificado su participación en el plano de la división social del trabajo y la asignación de recursos resultante del nuevo pacto fiscal y redistributivo.

Tal interpretación sería, en todo caso, una verdad a medias, ya que no es menos cierto que sólo en presencia de constelaciones de poder como las que se verificaron en los países que avanzaron más decididamente en el proceso de reforma estatal, pudo haberse producido un cambio tan profundo en las relaciones Estado-sociedad. Desde este ángulo, el plano del poder adquiriría un carácter sobredeterminante sobre los otros dos planos. A mi juicio, como intento demostrar, cada uno de estos planos tiene su propia dinámica, que repercute sobre la de los otros y es a su vez influida por éstas.

En este plano de la relación Estado-sociedad, puede señalarse que el poder estatal incluye tres componentes principales: autonomía, capacidad institucional y legitimidad. La primera implica la posibilidad de definir preferencias en forma independiente; la segunda es una medida de la capacidad de implementar las opciones efectuadas; y la tercera es una manifestación de consenso social acerca del orden establecido y el rol desempeñado por el Estado. El logro de un alto grado de consenso dentro del propio aparato estatal es determinante de la posibilidad de definir perspectivas independientes de las de los grupos de interés que actúan en su seno. A su vez, la efectividad y cohesión de las instituciones de gobierno determinan la capacidad estatal de implementación. Por otra parte, dado su carácter relacional, el poder del Estado debe medirse también respecto de la fuerza de los grupos sociales fundamentales y del grado de organización y de consenso de los actores afectados por la implementación de las acciones estatales (Mc Faul, 1995). Consideremos con mayor detalle cada uno de estos aspectos.

La cuestión de la gobernabilidad ha replanteado el tema de la autonomía relativa del Estado, antiguo problema de la teoría marxista, así como el del fortalecimiento estatal, visto como condición necesaria para que pueda reasumir su papel articulador y orientador de la dinámica sociopolítica, estableciendo de ese modo nuevos equilibrios en las relaciones de dominación. Se discute, así, la nueva configuración de la escena pública; el surgimiento, debilitamiento o desaparición de actores sociales; el "enraizamiento" (embeddedness) del Estado en la trama de relaciones sociales, en lugar de su aislamiento, jugando un rol catalítico; el nuevo peso político adquirido por los estados subnacionales, tanto en el orden nacional como en el local, con motivo de la asunción de nuevas funciones y el acceso a mayores recursos; y, en última instancia, la naturaleza del sistema político resultante de la nueva estructura de poder y representación ciudadana.

Tomado a la ligera, el concepto de "autonomía relativa" es, cuanto menos, equívoco. Como casi ningún Estado es totalmente autónomo ni absolutamente prisionero de intereses hegemónicos, hablar de autonomía relativa tiene sentido únicamente cuando se especifican el grado de esa autonomía, el ámbito institucional o funcional en el que se ejerce y los actores económicos y políticos respecto de los cuales el Estado puede exhibir tal capacidad de acción.

Se ha llegado a considerar a la autonomía del Estado como un prerrequisito para una reforma exitosa. El argumento sostiene que incluso aquellas reformas que tienen por objetivo la expansión del papel de las fuerzas de mercado, precisan capacidades administrativas y técnicas, escasas en países en desarrollo. Exigen habilidad para coordinar y conciliar reivindicaciones conflictivas dentro de la propia burocracia. Las políticas corren el riesgo de ser anuladas si los actores del sector privado son capaces de utilizar canales burocráticos alternativos para garantizarse excepciones. Países con más alta capacidad tecnocrática y administrativa tienen una gama de opciones mayor, ya que pueden combinar más efectivamente la política de liberalización con una intervención estatal de apoyo y tienen la capacidad de explorar respuestas más heterodoxas (Haggard y Kaufman, 1995).

En general, ésta no ha sido la experiencia de los países con sistemas democráticos débiles, en los que es habitual que sus aparatos estatales -especialmente parcelas o instituciones de los mismos- sean colonizados por poderosos intereses privados, a través del control de ciertos mecanismos formales o informales 13. Un caso extremo de Estado caracterizado por difundidas prácticas de captura burocrática es el que Evans denomina "predatorio". Adoptando esta categoría, Naim (1995) destaca la alta correlación existente entre estados predatorios y altos niveles de desigualdad de los ingresos y la riqueza. Las políticas adoptadas por estos estados, al reforzar la desigualdad social, facilitan la captura del Estado por parte de aquellos que poseen cuotas desproporcionadas de riqueza y poder.

El propio Banco Mundial (1992) advierte el problema, especialmente con relación a los servicios públicos: "El fenómeno de captura de los servicios y recursos públicos por intereses especiales relativamente estrechos es un problema siempre presente en todos los países. Está agravado por los monopolios y a la vez por la capacidad limitada del público de demandar y monitorear el buen funcionamiento, especialmente porque suele ser difícil monitorear los beneficios de los servicios públicos. Estos factores vuelven especialmente complejas y difíciles de llevar a cabo las mejoras en accountability pública" 14.

Dependiendo de las características de la alianza o coalición dominante, el Estado también puede caer preso, a veces, de otros intereses no necesariamente económicos, como es el caso del movimiento obrero organizado, la corporación militar o una jerarquía religiosa inspirada en valores fundamentalistas.

Cuando, en cambio, el Estado actúa con prescindencia de las demandas sectoriales, o cuando impide su surgimiento, también podría considerarse que existe autonomía relativa. Es el caso de Taiwan y Corea del Sur, en que su desarrollo económico exitoso se basó en la adopción de políticas de exclusión política e, incluso, de represión de los intereses de clases subordinadas. Aunque eficiente, este tipo de autonomía tiende, sin embargo, a ser inestable en el largo plazo.

Naturalmente, la incorporación de nuevos actores puede modificar las relaciones de fuerza existentes. Por ejemplo, de ONGs, que a través de la ampliación del espacio democrático y participativo, asumen la prestación de numerosos servicios públicos, aunque en este proceso es importante evitar la apropiación de estas organizaciones sociales por parte de grupos que puedan utilizarlas como si fueran privadas. Con este propósito, Brasil se propone adoptar disposiciones legales y administrativas. Será esencial el control por resultados de estas organizaciones, tanto por parte del Estado como de la sociedad (Bresser Pereira, 1995).

También es importante la incorporación de ciertas instituciones y grupos sociales autónomos, surgidos a menudo como resultado inesperado de políticas estatales que precipitan respuestas colectivas organizadas a fin de asegurar la sobrevivencia misma, aunque por su propio origen, estos nuevos actores colectivos tienden a establecer una relación profundamente antagónica con el Estado (Ducatenzeiler y Oxhorn, 1994).

No es casual que los gobiernos lleven adelante algunas reformas estructurales pero no otras. Pese a que las crisis económicas pueden forzar en ciertos casos la adopción de algunas reformas estructurales profundas, la efectiva implementación de las mismas dependerá de otros factores igualmente relevantes: a) el poder político de los grupos afectados por las medidas, sea para resistirlas, detenerlas o desviarlas; b) la autoridad legal del gobierno central para imponer las reformas unilateralmente; y c) la capacidad administrativa disponible para ejecutar las modificaciones.

Con respecto al primero de estos factores, cabe señalar que muchas reformas importantes se han visto facilitadas por la existencia de grandes conglomerados económicos con intereses muy diversificados, que han incrementado la dificultad de otros sectores o grupos para organizar una oposición eficaz a esas reformas. En otros casos, otrora poderosos actores pudieron ser neutralizados trocando su antiguo peso institucional por compensaciones económicas no utilizables como recurso en la arena política 15.

Pero tal vez el factor más decisivo ha sido el elevado desempleo y la precarización laboral que acompañaron al ajuste, y que han debilitado la capacidad de los trabajadores y desalentado las huelgas y la militancia sindical. Al respecto, Maraval ha señalado que los generosos subsidios por desempleo hicieron posible la liberalización relativamente no conflictiva ocurrida en España, aunque en la mayoría de los países los esfuerzos por suavizar los costos han sido menos efectivos. En esta paradójica relación entre altos costos de las reformas y leves consecuencias políticas, Geddes (1995) observa una anormalidad en el paradigma convencional, concluyendo que la razón por la cual las reformas económicas han dañado a los gobiernos democráticos menos de lo esperado, no se debe a que los costos hayan sido inesperadamente leves sino a que los intereses resultaron inesperadamente débiles.

En relación a la capacidad institucional del Estado -otro atributo de su poder-, la literatura reciente ha vuelto a colocar sobre el tapete el problema de su rediseño, cuya solución es vista como prerrequisito para que consiga efectivamente gobernar. Un mejor diseño le permitirá una más adecuada distribución de competencias y responsabilidades, un mejor rango de control, una mas ajustada relación entre perfiles ocupacionales y dotaciones, etc. El rediseño del Estado aparece, en este contexto, no solamente como una exigencia para una gestión eficiente, sino además como un medio de relegitimación social y política del mismo, así como, por esa vía, como un mecanismo de recuperación de cuotas de poder ahora doblemente necesarias frente a la nueva distribución de las responsabilidades sociales en la provisión de bienes y servicios, y la correlativa asunción de roles que exigen capacidad de orientación, dirección, coordinación y sanción.

Observa al respecto Przeworski (1996) que cuando el mercado no puede ajustar por sí solo, se requiere resolver el problema del diseño del Estado, en tanto éste fija las reglas de juego entre los agentes económicos. Agrega el autor que la relación económica, que es privada, está configurada por el Estado 16 vía incentivos, prohibiciones o cambios en los precios relativos por la vía fiscal. Por lo tanto, "los problemas de diseño institucional no pueden evitarse dejando al Estado fuera de la economía. Deben enfrentarse como tales".

En ausencia de un diseño deliberado y autónomo, la debilidad de las instituciones estatales resulta inevitable, ya que su fisonomía termina respondiendo al resultado de la lucha política entablada entre los actores por conquistarlas y modelarlas a su antojo a fin de maximizar sus propios intereses, para lo que están dispuestos a usar todos los recursos de poder que tengan bajo su control. Como bien se ha señalado, ninguna institución permanece neutral o despolitizada, y el Estado, incapaz de actuar como una fuerza mediadora entre los diferentes actores sociales y políticos, se encuentra, en lo esencial, a su merced (Ducatenzeiler y Oxhorn, 1994).

Los problemas de diseño no fueron tan críticos en la primera etapa de la reforma estatal porque, en lo esencial, su propósito fue reducir la hipertrofia aún a costa de una mayor deformidad del aparato institucional remanente. En cambio, la segunda reforma del Estado resulta más exigente. En la primera fase, el espacio político de maniobra de los Poderes Ejecutivos era considerablemente más amplio que ahora, en virtud de que la legitimidad de las rotundas medidas adoptadas por el Estado nacional se apoyaba en su auto-inmolación en el altar del ajuste estructural, ante el indisimulado, y a menudo entusiasta, apoyo de los organismos internacionales y los sectores económicos más concentrados y poderosos que crecían al mismo ritmo del evanescimiento del Estado. Además, la enorme fragmentación de los partidos políticos, la debilidad del Parlamento y la reducida capacidad de movilización de los sindicatos, facilitaron la iniciativa del Ejecutivo.

El problema ahora es la construcción de una nueva legitimidad.

Pero al quemar las naves, al privarse de los recursos y perder el consenso que antes rodeaba sus formas de intervención, el Estado debe crearse una legitimidad alternativa que ya no se sustenta en los recursos que podía movilizar anteriormente ni en su capacidad ejecutora. Las capacidades estabilizadoras, promotoras, reguladoras, orientadoras o asistencialistas (por oposición a las redistributivas, que ya no tienen cabida en el nuevo discurso hegemónico), si bien claras en su sentido ideológico, no se construyen al mismo ritmo con que se destruye la vieja legitimidad.

La nueva ideología -que ve al ajuste económico, las privatizaciones y el mercado no sólo como instrumentos sino como modelo de la buena sociedad- (Garretón, 1994), no tiene todavía su correlato en un Estado pro-activo, con capacidad de iniciativa, ni de resolver las contradicciones que plantea el nuevo modelo: ahondamiento de la brecha social, desempleo, corrupción. Esto pone al desnudo la debilidad del Estado justamente cuando, al iniciar la segunda fase de la reforma, debe aparecer fortalecido frente a la sociedad y, sobre todo, frente a los sectores afectados en esta nueva etapa.

Ahora son los propios organismos financieros internacionales, que impulsaron el ajuste, los que "descubrieron" la necesidad de consolidar la capacidad de gobernabilidad, que tiene a la vez un componente de liderazgo, iniciativa y voluntad política sustentados en la consolidación de una cultura y una institucionalidad democráticas, y un componente de capacidad de gestión e implementación de las políticas adoptadas.

En la primera fase de la reforma, el Estado se preocupó por adelgazar, no por fortalecerse. Ahora, en la segunda fase, le queda mucho menos por fortalecer; el problema lo tienen ahora las provincias, estados subnacionales y municipios, que cuentan con una menor tradición de reforma administrativa e introducción de modernas técnicas de gestión. En la ocasión, el Estado nacional intenta asumir, nuevamente, un papel paternalista, tratando de introducir reformas en los niveles subnacionales sin saber a ciencia cierta cómo hacerlo.

Tal vez una de las áreas vacantes que le quedó al Estado nacional por fortalecer es su aparato regulatorio, justamente aquella parcela de su ámbito funcional más directamente enfrentada con los poderosos intereses de los monopolios y oligopolios privados creados por el proceso de privatización, desregulación y reestructuración económica.

No debe extrañar, entonces, que la cuestión del fortalecimiento del Estado haya resurgido junto con la cuestión de la gobernabilidad, ante la alarma expresada por los propios organismos internacionales de crédito y asistencia técnica. En tal sentido, un documento de política del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, todavía en elaboración al momento de escribirse este trabajo, plantea que el desafío que enfrenta cualquier sociedad es crear un sistema de gobernabilidad que promueva, soporte y sostenga el desarrollo humano, particularmente de los sectores más pobres y marginales 17.

También Bresser Pereira (1995) vincula ambos conceptos -capacidad estatal y gobernabilidad-, pero llama al primero governança, sugiriendo que la diferencia entre una propuesta de reforma neoliberal y una social demócrata es el hecho de que el objetivo de la primera es retirar al Estado de la economía, mientras que el de la segunda es aumentar la capacidad de gobierno (governança) del Estado, otorgándole los medios financieros y administrativos para que pueda intervenir eficazmente en aquéllos casos en que el mercado acuse fallas de coordinación. En cambio, la cuestión de la gobernabilidad (governabilidade) se relaciona más directamente con la dinámica social, tal como lo plantea la definición del MGDP, aunque los problemas que la suscitan -en opinión del citado autor- no provienen del "exceso de democracia" ni del peso excesivo de las demandas sociales, sino de la ausencia de un pacto o coalición política estable y no maximalista.

La ilusión de un Estado mínimo, con poco que hacer y menores exigencias que en el pasado en términos de capacidad de gestión, se ha desvanecido. Ahora, más que nunca, una creciente convicción ha venido ganando consenso: el Estado hacedor requería capacidades bien diferentes a las del nuevo Estado, responsable de velar para que los nuevos hacedores hagan lo debido. Pero al reducir su aparato burocrático en aras del ajuste, terminó desbaratando su capacidad institucional, deformando su función de producción. "Downsizing" no resultó equivalente a "rightsizing", de manera que aún si el futuro volumen de tareas fuera menor, no alcanzaría toda la capacidad disponible para afrontarlas eficazmente. En este sentido, coincido en que "el poder y las capacidades de los gobiernos permanecen peligrosamente desproporcionados en comparación con sus responsabilidades" (Naim, 1995).

Moharir destaca, al respecto, el surgimiento de mayores demandas cualitativas sobre el Estado y, especialmente sobre la burocracia, para manejar creativamente los vínculos Estado-sociedad, así como para monitorear y regular el desempeño de un número mucho mayor de actores responsables de promover el interés de los ciudadanos. Y alude, para demostrarlo, a la experiencia británica, probablemente una de las más radicales en materia de reforma estatal, donde la transición del status de "elector" al de "ciudadano" y "consumidor" con ciertos poderes efectivos para reforzar su "soberanía", no ha resultado fácil ni para el gobierno ni para los ciudadanos (Moharir, 1993). Las elecciones de 1997, que posibilitaron el acceso al poder de los Laboristas luego de largos años de hegemonía conservadora, puede leerse justamente como una respuesta de la ciudadanía al relativo fracaso de la política anterior.

En la segunda fase de la reforma estatal, ya no resultará tan sencillo adoptar la postura "salvadora" y autocrática que caracterizó a la primera, donde el Ejecutivo pudo obtener plenos poderes, aún bajo reglas formalmente democráticas, para imponer transformaciones fundamentales. Hoy, que en muchas partes esos cambios ya se han producido, el escenario institucional es muy diferente. Gobiernos locales (Estados, provincias, municipios) y poderosos conglomerados empresarios privados proveen la casi totalidad de los servicios públicos, movilizando un volumen de recursos muy superior al que los gobiernos nacionales emplean para asignarlos a las áreas que todavía controlan. Otros participantes, como el Parlamento o las ONGs, han adoptado posiciones más discriminadoras respecto a las iniciativas del Ejecutivo y reclaman una mayor participación en las decisiones que afectan la provisión y financiamiento de bienes públicos 18.

Es posible que a largo plazo, el desmantelamiento de su aparato intervencionista fortalecerá al Estado. Pero en el corto, la liberalización económica ha eliminado muchas palancas políticas mediante las cuales el Estado ejercía su poder y llevaba a cabo sus funciones. Por ejemplo, a medida que el capital privado se vuelve menos dependiente de los recursos fiscales, el predominio relativo del Estado disminuye, sobre todo, en relación a la situación en que su rol subsidiador o contratista resultaba más preponderante. La situación es menos clara con respecto a los estados subnacionales, sobre todo cuando en los procesos de descentralización, las relaciones fiscales intergubernamentales todavía no han alcanzado acuerdos más o menos permanentes y las transferencias de recursos son utilizadas selectivamente como instrumento de poder.

Un último aspecto a considerar es el relativo a los efectos de los procesos de descentralización sobre la estructura de poder a nivel local e, indirectamente, a nivel nacional. Siguiendo a Marcou (1993), la descentralización, vista como proceso y como reforma administrativa, implica profundos cambios en los modos de acción del Estado. Implica el abandono de una visión jerárquica y coercitiva de la acción estatal y un mayor respeto a la autonomía de las colectividades locales. En este proceso, sin embargo, el Estado nacional puede llegar a perder totalmente el control sobre la ejecución final de sus propias políticas, entregadas ahora a una pluralidad de centros de poder locales, recién constituidos (Sulbrandt, 1995).

Otras consecuencias sobre la estructura de poder, resultantes de la descentralización, pueden observarse en los programas de reforma impulsados por el Banco Mundial. En su análisis de este proceso en el sector educativo, Coraggio (1995) plantea la paradoja de que, por una parte, esta descentralización se justifica en base a que facilitará la adopción de las combinaciones de insumos educativos más eficientes a nivel de cada distrito o establecimiento, al sustentarse en un mejor conocimiento de las condiciones locales. Pero también se espera que reduzca la capacidad de los intereses tradicionales (sindicatos de maestros y burócratas del gobierno central, asociaciones de estudiantes universitarios o élites usualmente beneficiadas por subsidios indiscriminados) para influir sobre la política educativa 19.

El control descentralizado puede tender a reforzar el poder de las élites locales, agravar las disparidades interregionales (Streeten, 1992) o producir otros efectos indeseables. En cualquier caso, las luchas políticas por la construcción de un orden social alternativo no se darán ya, necesariamente, en el ámbito del Estado nacional. Precisamente, en razón del proceso de deslegitimación de los estados, muchas de esas batallas -tal vez la mayoría de ellas- proseguirán en los niveles locales (Wallerstein, 1994).

Globalización, internacionalización e integración

Las transformaciones de las relaciones Estado-sociedad han coincidido, creo que no casualmente, con una serie de procesos en el ámbito internacional cuyo impacto sobre el escenario político y socioeconómico de los países no puede subestimarse. Tres conceptos estrechamente vinculados entre sí intentan dar cuenta de estas transformaciones: globalización, internacionalización del Estado e integración regional. Aunque a menudo confundidos, cada uno de ellos debe ser analizado separadamente en cuanto a sus alcances y consecuencias.

Siguiendo los planteamientos efectuados en un trabajo reciente (Oszlak, 1996), sostendré que la globalización es a las explicaciones deterministas lo que la integración regional a las voluntaristas. Las fuerzas que explican la globalización son mucho más abarcativas, poderosas y complejas que las que gobiernan el comercio internacional. Existe, hoy, una "agenda mundial" que se compone -entre otras- de cuestiones relativas a las migraciones, el medio ambiente, el terrorismo, la corrupción, el tráfico de estupefacientes, la revolución comunicacional, los movimientos de capital golondrina y los mercados financieros on-line. Todas estas cuestiones tienen un elemento en común: borran las fronteras nacionales, que se vuelven móviles y porosas o, simplemente, se disuelven ante las nuevas formas que adopta el intercambio e interrelación entre fuerzas y actores tan poderosos.

La globalización representa, entonces, la explosión de la complejidad y la incertidumbre. Para los estados nacionales, supone la necesidad de contrarrestar algunos de sus efectos, de anclar algunas de las reglas que gobiernan esta nueva dinámica, en un intento por ganar previsibilidad y visibilidad de consecuencias. Se trata de una lucha desigual porque, en última instancia, la nueva agenda mundial parece originarse, en gran parte, en las nuevas modalidades que ha adquirido el sistema capitalista como patrón dominante de organización social, lo cual sobrepasa la capacidad de control individual por parte de un determinado Estado nacional 20. En este contexto, la integración regional puede ser vista como una manifestación de voluntarismo no resignado, como una concatenación de acciones deliberadas y conjuntas, llevadas a cabo por dos o más estados nacionales, para resolver algunas de las restricciones o efectos indeseables de una globalización tan determinante. En tal sentido, la integración no sería una manifestación más de la globalización sino, justamente, su opuesto, es decir, un intento de ordenar fronteras adentro, el impacto de un mundo sin fronteras.

Lo expresado, sin embargo, no da cuenta totalmente de la distinción que se pretende establecer conceptualmente. Si bien la integración trasciende las fronteras nacionales, hecho que le otorga a esta cuestión un carácter diferente al de otras cuestiones más propiamente nacionales, también incorporadas a la agenda estatal, en el origen de muchas de estas últimas la presión internacional ha tenido un efecto determinante. Sólo para citar un par de ejemplos, así ocurrió con la Alianza para el Progreso, generadora de la gran mayoría de las iniciativas de creación de instituciones de reforma agraria. O con la creación de los Consejos o agencias de desarrollo económico, promovidas en gran medida por el Banco Mundial en los años 50 y 60.

Con esto se quiere destacar el papel decisivo de la presión internacional en la conformación de las relaciones de fuerza al interior de los estados y de las propias sociedades nacionales. Esa presión es casi siempre selectiva: apunta a fortalecer a determinados actores sociales o estatales y a debilitar a aquéllos que defienden intereses opuestos. El juego de los "anillos burocráticos", que tan bien describiera Cardoso (1972), se extiende de este modo a un plano supranacional, tornando mucho más complejas las relaciones entre agencias estatales, clientelas locales y lobbies foráneos de distinta naturaleza.

Una manera de distinguir "esta otra" frontera, vulnerable a fuerzas internacionales más "institucionalizadas" (llámese Iniciativa para las Américas, Fondo Monetario Internacional, OTAN, Foros, Consejos o lobbies supranacionales organizados), es apelando a la noción de "internacionalización del Estado". Desde cierta óptica, este proceso podría verse como un aspecto más de la globalización. La diferencia, a mi juicio, estriba en que los efectos de esta última son más omnipresentes y menos visibles, en tanto que los derivados de la internacionalización, en el sentido expresado, pueden atribuirse con mayor facilidad a actores y decisiones concretas (v.g. condicionalidades de organismos financieros internacionales, presiones de gobierno a gobierno sobre legislación en materia de patentes medicinales o de control del narcotráfico, posiciones conjuntas sobre aborto o derechos humanos).

Hechas estas distinciones, puede observarse que la integración regional tiene una íntima relación con los nuevos rasgos que están adquiriendo los estados nacionales de la región. En cierto modo, podría afirmarse que los procesos de integración regional que se han producido en las últimas décadas han implicado la enajenación de la capacidad de decisión unilateral de los estados nacionales sobre ciertos aspectos de la gestión pública, que anteriormente estaban sometidos a su exclusivo arbitrio. A pesar de tratarse de un sometimiento voluntario, la integración supone igualmente resignar una porción del poder de decisión con el fin de promover intereses nacionales cuya realización podría encontrar en la integración un medio idóneo.

Cuando a esta semi-delegación de poderes a una instancia supranacional de negociación se le suma la vulnerabilidad que simultáneamente producen la internacionalización y la globalización, resulta evidente que los estados nacionales ven crecientemente coartada su autonomía decisoria, tanto en relación a los asuntos externos como a los de su propia agenda interna 21. Pero como a la vez, los estados nacionales están transfiriendo recursos y facultades decisorias a gobiernos subnacionales y a operadores económicos privados, también en esta dimensión interna de su gestión están perdiendo competencias y capacidades decisorias. Paradójicamente, entonces, la descentralización y la internacionalización operan como una pinza reductora de los espacios de decisión autónoma de los estados nacionales.

Lo cierto es que los actores y procesos supranacionales han pasado a ser participantes naturales de la escena política nacional. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional tienen, hoy, mayores resortes para orientar las políticas públicas que la más poderosa coalición parlamentaria. Un narcotráfico globalizado entroniza y derriba gobiernos. Una crisis económica en un país produce efectos en cascada sobre otras economías aparentemente sólidas. Las presiones gubernamentales de un país central conducen en otros, dependientes de aquél, a legislaciones proclives a los intereses económicos del centro. Los cambios en la economía mundial -como observa Lattuada (1996)- reformulan las situaciones de ventajas comparativas tradicionales, exigen una mayor articulación y dependencia del sector primario respecto al capital industrial, comercial y financiero, y subordinan los instrumentos de política económica domésticos a decisiones supranacionales (MERCOSUR, GATT, entre otros).

Sin pretender un análisis ordenado de estas repercusiones "internas", vale la pena pasar revista a algunas de sus manifestaciones a efectos de ilustrar los diversos planos de la relación Estado-sociedad que resultan afectados.

Wallerstein (1994) vaticina que durante el próximo medio siglo, los procesos básicos de la economía capitalista mundial continuarán funcionando como hasta ahora. Los individuos y las empresas seguirán buscando la acumulación de capital de todas las maneras conocidas; los capitalistas buscarán el apoyo de las estructuras estatales como lo hicieran en el pasado y los estados competirán entre sí para constituirse en los principales centros de acumulación de capital. Lo que probablemente cambiará será, no tanto la operación del mercado mundial, sino las operaciones de las estructuras políticas y culturales mundiales. Básicamente los estados nacionales perderán continuamente legitimidad y, por lo tanto, tendrán dificultades para garantizar una seguridad mínima interna o externa.

Ya en relación al plano interno de los países, las nuevas formas de articulación que se están produciendo entre el mercado globalizado y las economías regionales localizadas en determinados espacios del territorio nacional, rompe con las coordenadas del modelo anterior asentado en el Estado-nación. La reproducción de este modelo parece depender de las posibilidades de profundizar la competitividad interurbana, en condiciones tales que pueden quedar excluidas las regiones que no tengan opción de desarrollar nuevas ventajas comparativas (Loiola y Moura, 1995). Esta situación puede originar tentaciones separatistas, favorecidas por el proceso de globalización y libre circulación del capital. A este fenómeno alude Camargo (1994) refiriéndose a Brasil, cuando destaca la importancia de medidas políticas, fiscales y administrativas que permitan el fortalecimiento de la Unión frente al surgimiento de estas tendencias separatistas.

Otro aspecto que merece atención es que en los actuales procesos integracionistas se manifiesta un cambio en la importancia relativa del papel de los actores que los concretan. Como observa Regueira Bello (1995), muchas negociaciones bilaterales en el marco del MERCOSUR han sido directamente realizadas por el sector privado, como es el caso del sector automovilístico. Las presiones sobre el Estado nacional se fundan en la divergencia de los intereses que sustentan diferentes actores. Las empresas asociadas al capital transnacional se pronuncian por una mayor apertura al exterior y por reducir la protección y regulación estatal, mientras las empresas privadas de capital nacional, menos competitivas, demandan una mayor protección arancelaria. Se modifican asimismo las formas de la participación estatal. La integración continúa siendo un proceso desde arriba, con carácter intergubernamental, pero la presencia del sector empresarial -como actor real del proceso- descentraliza y desconcentra la gestión y decisión estatal, especialmente en las negociaciones de carácter sectorial.

También la membresía en las organizaciones internacionales y supranacionales pueden conducir a cambios en la estructura de poder y autoridad de los estados individuales. Por ejemplo, la pertenencia a la Comunidad Europea o al MERCOSUR puede otorgar a algunos de los estados miembros más pequeños mayor voz en los asuntos internacionales que la que tendrían como naciones separadas. Pero -como bien observa Corkery (1993)- la misma pertenencia ilustra la disyunción legal entre el concepto de soberanía y pertenencia a un grupo supranacional.

La apertura económica restringe la autonomía de los países en la planificación de sus políticas socioeconómicas y modifica inclusive las formas de organización y gestión empresarias. Sin embargo, algunos autores observan que se ha tendido a exagerar el grado en que las fuerzas globales determinan el destino de los Estados de Bienestar nacionales o explican el fracaso de la gestión macroeconómica. Como resultado de análisis comparativos, Esping-Andersen (1994) señala que la permanencia de los Welfare States se explica más por la vigencia de mecanismos políticos e institucionales de representación de intereses y de construcción de consenso político.

También Krugman (1997) denuncia que la globalización ha sido responsabilizada muchas veces de todos los males (inestabilidad, desempleo, baja de salarios), afirmando que ni los mercados globales son omnipotentes ni la autonomía nacional ha muerto. El "globalismo económico desenfrenado" es, según este autor, una máscara para ocultar la insensatez y consecuente fracaso de ciertas políticas domésticas (estatales o privadas) que exageran el argumento de la competitividad para justificar reestructuraciones empresarias, creación de empleos insustanciales o promoción de la flexibilización laboral. También puede observarse como un cínico intento por eludir un compromiso social con los sectores más desprotegidos o la adopción de medidas de defensa ambiental, que aumentan costos. Toda esta retórica -concluye el autor- plantea un riesgo muy sutil: estimula el fatalismo, una sensación de que no pueden enfrentarse los problemas porque superan la capacidad de los países (el denominado horror económico y su impetuoso avance en Europa Occidental), obviando la consideración -o justificando- las fallas propias de las políticas nacionales.

El último punto a considerar es el creciente poder de los organismos financieros internacionales en relación a los planos funcional, material y de la gobernabilidad, que encuadran las relaciones Estado-sociedad. Existe coincidencia en que los resultados de la actividad de instituciones como el FMI o el Banco Mundial no deben medirse sólo a partir del volumen de préstamos otorgados. Su poder sobre los gobiernos de los países en desarrollo depende sólo marginalmente de su aporte financiero (Haggard, Lafay y Morrison, 1995). Las condicionalidades que acompañan esos préstamos corresponden, de hecho, a la forma más importante de su actividad. Lo decisivo es su capacidad para incidir en las relaciones económicas internacionales. Por ejemplo, vinculando el acceso al mercado de capitales a la firma de acuerdos previos con el FMI o el Banco Mundial, que imponen, en definitiva, la política económica y los parámetros de la relación Estado-sociedad. Esto otorga a los gobiernos que controlan estos organismos un gran poder con muy bajos costos (Coraggio, 1995).

En la actualidad, el volumen de los préstamos internacionales ha alcanzado un peso considerable en la composición de la deuda externa de los países, que en algunos casos sigue creciendo persistentemente 22. Inicialmente, este financiamiento se orientó a apoyar las políticas de ajuste estructural y estabilización encaradas por los países receptores. A través de las condicionalidades y exigencias de los préstamos -que incluían y siguen incluyendo centralmente la intervención de los organismos financieros internacionales en la evaluación de los contenidos y orientaciones de las políticas macroeconómicas y los proyectos financiados- se fueron transmitiendo e imponiendo recetas y fórmulas cuyo efecto comparativo fue una creciente homogeneización de las políticas nacionales de los países "beneficiarios" de los créditos. Esta influencia no se limitó al dominio de los estados nacionales; también se expandió a los ámbitos subnacionales, a medida que la capacidad del Estado nacional se veía restringida por las condicionalidades externas (Teune, 1995).

Las preocupaciones más recientes de los organismos internacionales se trasladaron al fortalecimiento institucional en los diversos niveles de gobierno. La práctica del ajuste comenzó a señalar al entorno político como la principal fuente de obstáculos para un cambio económico sostenido. El tema del diseño institucional adecuado comenzó a ocupar un lugar más destacado en los análisis de política económica, reflejando en un lenguaje prescriptivo el debate intelectual sobre la relación entre política y economía.

Frischtak (1994) plantea, al respecto, que las instituciones financieras internacionales que habían comenzado vendiendo un paquete de recetas para obtener nuevos préstamos, corrieron el riesgo de excederse de su propia agenda. Aparecía potencialmente cuestionado, no sólo el modelo de desarrollo, más allá del control y de la capacidad objetiva de estas instituciones, sino también la propia naturaleza del sistema político de países soberanos, consideración que excede tanto la experiencia técnica como el mandato de las instituciones internacionales (Frischtak, 1994).

Debe admitirse, sin embargo, que éstas jugaron casi siempre un papel anticipador de las posibles consecuencias negativas derivadas de la aplicación de sus propias recetas, efectuando oportunamente los ajustes o virajes ideológicos necesarios. Ello no siempre se tradujo en la inmediata corrección de las políticas adoptadas por los gobiernos, dado el efecto inercial de las políticas ya adoptadas o la dificultad para reorientar los proyectos con financiamiento externo en curso. Tal vez por ello resulta a veces paradójico que el supuesto discurso oficial de esos organismos se vea de pronto desmentido por las expresiones retóricas de sus voceros, cuyas manifestaciones públicas parecen contradecir de plano aquél discurso.

Me atrevería a sostener que en este travestismo discursivo puede advertirse una secuencia en la que los organismos internacionales han trasladado el énfasis desde los problemas vinculados con el "rol apropiado" del Estado nacional en el plano funcional a los creados en el plano del poder, para colocar el acento, finalmente, en la problemática social generada alrededor del plano material o de la justicia distributiva. Ajuste y estabilización, ligados a un Estado igualmente ajustado y desvestido de funciones transferibles; gobernabilidad, sustentada en un aparato estatal con capacidad institucional para velar por los equilibrios macroeconómicos y promover el desarrollo; y una red de contención social, basada en programas focalizados y asistenciales, parecen dar contenido a las fórmulas que aquellos organismos fueron proponiendo sucesivamente a sus países deudores.

A menudo, los organismos multilaterales de crédito no han tomado en cuenta a tiempo las consecuencias sociales y políticas de sus programas. Debe reconocerse, sin embargo, que los cambios de rumbo en la orientación de esos programas, por lo general tardíos, han representado muchas veces una saludable reacción frente a la ciega obcecación de los gurúes y aprendices de brujo locales, esmerados en superar -en su aplicación práctica- las fórmulas de los hechiceros mayores.

Reflexiones finales

Históricamente, las sociedades latinoamericanas tendieron a privilegiar una matriz socio-política que incluía, según los casos la fusión, imbricación, subordinación o eliminación de ciertos elementos de la relación entre Estado, sistema de representación y actores sociales (Garretón, 1994). El Estado constituía el referente central de la acción colectiva e, inclusive, un factor decisivo en el propio proceso de construcción social. El Estado constituía también, por lo tanto, el locus principal de la política, donde desembocaban todas las presiones, demandas y tomas de posición que dieron sucesivos contenidos a la agenda pública.

Sin embargo, en la interpenetración entre Estado y sociedad prevalecieron componentes movilizadores antes que representativos o auténticamente participativos. Capturado o colonizado por los intereses económicos de turno, el Estado dispuso de escasa autonomía, orientando sus políticas según los dictados y preferencias de quienes controlaban su aparato institucional. Alcanzados los límites de su expansión frente a una crisis que se presumía terminal, la antigua matriz Estado-céntrica fue dando paso a un modelo de relación cuya forma definitiva todavía se está definiendo, pero que tiene como característica central una incorporación diferente de las instancias estatales subnacionales, los demás sectores que componen la sociedad y los actores supranacionales.

Resulta todavía prematuro calificar a esta nueva matriz como socio-céntrica, aún cuando tal denominación coloca el acento sobre el nuevo rol que correspondería jugar a la sociedad en la constitución de un nuevo modo de organización social. Un orden que inevitablemente será capitalista, pero cuya adjetivación es el resultado de una lucha política todavía incierta en cuanto a sus resultados. Será democrático en el plano de la gobernabilidad o ese carácter se verá debilitado por un funcionamiento de la política que sólo rescatará las manifestaciones formales de la democracia? Será "social", "renano" o "con rostro humano", en cuanto a los presupuestos éticos de equidad distributiva en que se funde, o se limitará a suprimir o contener las consecuencias más ostensiblemente oprobiosas que produzcan en términos de marginalidad y desigualdad social?

Cualquiera sea la respuesta (y ésta sólo podrá confirmarse en un sentido u otro en cada experiencia nacional), no cabe duda que la misma deberá tener al Estado como protagonista central. Si se me permite una licencia terminológica, sostendría que en el proceso de construcción de un capitalismo social y democrático, el Estado deberá estatizarse, el sector privado deberá privatizarse y la sociedad civil deberá publificarse (o publicizarse). En otras palabras, Estado y sociedad deberán contribuir a la reconstrucción de una esfera pública en la que ni el Estado tenga un protagonismo excluyente ni el ciudadano cumpla meramente un papel pasivo en su triple carácter de votante, contribuyente o usuario de servicios... la contraparte especular de los tres planos de relación entre Estado y sociedad.

Por útiles que hayan resultado en el caso de los países asiáticos, la "autonomía del Estado" y la "impermeabilidad" simplifican de manera excesiva las fuerzas sociales y los procesos políticos a los que se debe hacer frente en América Latina para lograr transformaciones exitosas (Bradford, 1994). Para reforzar la autonomía estatal y su rol como agente de articulación y desarrollo nacional, deben eliminarse sus tendencias más burocráticas, promoviendo al mismo tiempo los mecanismos de representación y participación social. Esta tarea no puede ser emprendida exclusivamente por el Estado.

Como bien señala Cunill Grau (1995): "El desafío, en todo caso, que concierne al Estado es el cambio de enfoque en sus relaciones con la sociedad civil. En vez de pretender que ésta se acerque a él creándole canales institucionales en función de sus objetivos y necesidades, lo que estaría planteado es intentar invertir el paradigma buscando apoyar a la sociedad civil, en el marco de la preservación de su autonomía institucional, de manera de no enajenar su capacidad para negociar libremente las mejores opciones que pueden contribuir a su desarrollo."

Los términos que se han propuesto para aludir a este nuevo modelo de Estado -deseable, necesario, inteligente, atlético, sensato, modesto, reinventado, catalítico, según la imaginación acuñadora de cada cual- constituyen a mi juicio simples recursos retóricos para señalar la necesidad de su transformación o, a lo sumo, un catálogo de recetas para lograrlo, que el sentido común aceptaría casi sin discusión. Se tiende a olvidar, en cambio, que la exclusión, el desmembramiento y la atomización de la sociedad civil, que han acompañado los procesos de reforma estatal, hacen todavía más evidente la sensación de que la esfera pública tiende a desvanecerse, debilitando aún más al Estado post-reforma.

Por lo tanto, no se trata únicamente de redefinir el perfil del Estado, sino también de establecer, incluso como condición necesaria de su reforzamiento, el papel que cabe a la sociedad en la nueva matriz socio-política que se está configurando. Este tipo de preocupaciones replantea la legitimidad del espacio público y el espacio privado, así como la frontera deseable entre sociedad y Estado. Rescata también el papel de la representación política y de la participación social, es decir, de los nuevos espacios, actores y mecanismos a través de los cuales podrían crearse contrapesos sociales e institucionales inspirados en valores democráticos, para que la agenda pública refleje efectiva y equitativamente las demandas y necesidades del conjunto de la sociedad.

 

NOTAS

1 Aún cuando pueda considerarse que un aparato estatal más reducido es condición necesaria y etapa previa para el logro de un mejor Estado.

2 Corresponde aclarar que la esfera estatal, en todos los casos, abarca exclusivamente al Estado nacional. Por razones de simplificación gráfica, las instancias estatales subnacionales se han incluido globalmente en la esfera de la sociedad.

3 El concepto de "sociedad civil" ha sufrido en años recientes nuevas interpretaciones y alcances. Los autores tienden a coincidir en que es preciso distinguir, dentro de la sociedad, al menos cuatro sectores: el coercitivo o sector público estatal; el lucrativo, que coincide genéricamente con el mercado; el voluntario o no lucrativo, al que puede denominarse más propiamente sociedad civil y el del hogar, constituido por la familia y el vecindario. Véase Ilchman, 1997.

4 En Oszlak (1977), he distinguido al respecto entre los roles "infraestructural", "clientelístico" y "sectorial" para referirme a los intereses representados en el ejercicio de cada rol.

5 Es el caso de Nueva Zelanda, donde la privatización fue precedida por los procesos de comercialización y corporativización, antes de proceder a la privatización.

6 Por ejemplo, la existencia o no de efectos derrame determina la distribución de funciones, y consecuente provisión de bienes públicos, entre los diferentes niveles de gobierno. El principio general es que cuanto mayor sean las externalidades regionales y menos exclusivo sea el consumo del servicio en cuestión, más alto será el nivel de gobierno que tendrá a su cargo su provisión (Porto y Sanguinetti, 1993). Rara vez se han tenido en cuenta este tipo de criterios al decidirse la descentralización de un servicio.

7 En la Figura 3 se muestran las tendencias y mecanismos fundamentales a través de los cuales se producen las actuales transformaciones en las relaciones Estado-sociedad. Como podrá apreciarse, a las transferencias de funciones hacia los niveles subnacionales y la sociedad, se agregan los efectos de la inserción internacional, que tiende a reducir la capacidad de decisión autónoma del Estado nacional.

8 Aunque es imposible medir exactamente los montos de corrupción y evasión, todas las estimaciones responsables sitúan a la corrupción-evasión en Argentina por encima de los 20.000 millones de dólares anuales, lo cual representa un 50% del presupuesto nacional. Algunas estimaciones elevan este monto a 40.000 millones de dólares.

9 Taiwan y Japón tienen una distribución más equitativa que Francia (7,5 veces) y Estados Unidos (9 veces). En el caso argentino, las cifras muestran importantes variaciones respecto al pasado. Mientras en 1974 el 10% más rico ganaba 12,4 veces más que el 10% más pobre, en 1997 la proporción se elevó a 23,4 veces más.

10 La experiencia de Asia indica que las altas tasas de crecimiento en esa región fueron acompañadas de un debilitamiento de las autoridades centrales, pero paralelamente se fortalecieron las autoridades de nivel local en sus capacidades de recaudar, gastar e invertir (Galbraith, 1995). Un caso particular, en ese sentido, es el denominado federalismo chino, que exhibe una gran capacidad de los gobiernos locales para la generación de ingresos. Fórmulas de coparticipación entre dos niveles de gobierno subnacionales, permiten a los de nivel inferior el acceso a importantes recursos. A ello se agrega una elevada estabilidad de las reglas de juego económicas y fiscales (Montinola, Quian y Weingast, 1995). En el Perú, en cambio, se ha producido un fenómeno inverso. En el análisis del fracaso de la reforma descentralizadora en Perú se señalan déficit en la asignación jurídica de recursos para el financiamiento de las regiones, situación que se agrava por el incumplimiento por parte del gobierno central de los compromisos con las regiones, más preocupado -sobre todo durante la administración Fujimori- por la pérdida de poder relativo que implicaba el proceso descentralizador (Thediek, 1994).

11 No obstante, debe señalarse que en Argentina, la concentración de la recaudación en impuestos que según la ley vigente son coparticipables con las provincias, ha desatado una puja por el destino de esos fondos y motivó la búsqueda de mecanismos para eludir la legislación. Pese a que la recaudación del IVA y Ganancias registró, entre 1991 y 1995, un incremento del 152%, las transferencias por coparticipación se mantuvieron constantes. En consecuencia, la participación de los recursos efectivamente coparticipados en el total nacional (sin considerar Seguridad Social) cayó del 65% al 54% entre esos mismos años. En cambio, los recursos de asignación específica crecieron un 122% en moneda constante (Cetrángolo y Jiménez, 1996). A mi juicio, de este modo se sustituye la automaticidad (y consecuente despolitización) de la coparticipación provincial por transferencias específicas, y en buena medida discrecionales, que constituyeron un mecanismo de cooptación política desde el momento mismo de la constitución del Estado nacional.

12 La proliferación en Brasil de municipios (y de estados) sin autonomía fiscal y financiera, constituye, según lo ha caracterizado Camargo (1994), una verdadera patología del proceso democrático reciente. En medio de una difundida irresponsabilidad, un número cada vez mayor de estados y municipios sobrevive casi íntegramente de transferencias federales, a través de Fondos de Participación de los Estados y Municipios, sin que se exija de los mismos ninguna estructura operacional y administrativa de los cuales estos fondos deberían ser apenas una forma complementaria de apoyo.

13 Por ejemplo, la integración de Consejos Directivos de entidades descentralizadas (a menudo formalizada jurídicamente en sus cartas orgánicas) o la consulta a la Iglesia antes de designar a un Ministro de Educación.

14 En el mismo sentido, Rueschemeyer y Putterman (1992) observan que "donde el Estado es débil y/o dominado por intereses particulares, encontramos frecuentemente políticas de derroche cuyo efecto principal es llenar los bolsillos de actores poderosos y/o reforzar la dudosa autoridad del Estado".

15 Por ejemplo, ciertos sectores sindicales en la Argentina se avinieron a desempeñar un papel acolchonador de los previsibles conflictos laborales surgidos del ajuste y la reforma del Estado, a cambio de diversos beneficios al personal, los gremios o sus dirigentes, consistentes fundamentalmente en la participación activa o control de diversos negocios y empresas, o en la concesión de jugosas indemnizaciones al personal dado de baja en los procesos de privatización de empresas (Orlansky, 1995).

16 En ésto coincide con O'Donnell, cuando señala que el Estado co-constituye la relación capitalista.

17 Dicho documento define gobernabilidad como el ejercicio de la autoridad política, económica y administrativa para gestionar los asuntos de una nación, agregando que se trata de los complejos mecanismos, procesos e instituciones a través de los cuales los ciudadanos y grupos sociales articulan sus intereses, ejercen sus derechos y obligaciones legales, y median sus diferencias (MDGD, 1997). Resulta sintomático que el nombre del organismo que ha preparado este borrador, el Management Development Programme, haya cambiado recientemente su denominación por la de Management and Governance Development Programme (subrayado mío).

18 Un caso actual y sumamente ilustrativo es el nuevo papel que, luego del reciente triunfo electoral de la coalición democrática, intenta asumir el Parlamento en Mongolia como órgano rector, o al menos protagónico, de la reforma estatal. En igual sentido, varios países en tránsito a la democracia y la economía de mercado luego del desmoronamiento del bloque soviético, destacan este nuevo y necesario protagonismo del poder legislativo dentro de los procesos de reforma del Estado en curso.

19 No obstante, ésto no ha ocurrido aún en la reciente experiencia argentina en materia de conflictos docentes. Las erupciones y huelgas a nivel local se han nacionalizado. La organización sindical ha empleado nuevas modalidades efectivas de lucha política, que han tendido a funcionar como un sistema de vasos comunicantes, produciendo solidaridades y efectos encadenados.

20 En términos históricos, éste no es un fenómeno nuevo. La "Gran Transformación" que tan bien describiera Polanyi; las dudas que se plantearon los propios protagonistas de este proceso -los Científicos Mexicanos, el Olimpo Costarricense, la Generación del 80 en Argentina- acerca de su verdadera influencia; o, incluso, las interpretaciones del marxismo y la teoría de la dependencia sobre el carácter sobredeterminante de la lógica capitalista, son coincidentes en relativizar el papel de los "hombres providenciales" en la construcción de nuevos modos de organización y convivencia social.

21 Los países más desarrollados no son inmunes a estos procesos y, crecientemente, sus decisiones están supeditadas a los condicionamientos de su inserción internacional o regional. Por ejemplo, en Nueva Zelanda el Clerk of the House of Representatives señaló hace poco que el 30% de la legislación de ese país se vincula con el cumplimiento de compromisos asumidos en el orden internacional. A su vez, en el Reino Unido, alrededor del 40% de la legislación dictada se refiere a cuestiones vinculadas con la Comunidad Europea.

22 En Argentina, por ejemplo, la deuda pública ha alcanzado los 100.000 millones de dólares, lo cual implica un crecimiento de casi el 50% desde la instalación de la administración Menem. Una parte no despreciable de ese crecimiento se explica por el endeudamiento contraído con el Banco Mundial y el BID, a través de préstamos que han tendido a cubrir prácticamente la totalidad de las áreas de gestión estatal, en los niveles nacional y subnacionales.

 

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Oscar Oszlak

Contador Público Nacional y Lic.en Economía (Universidad de Buenos Aires); Certificado Intl.Tax Program (Harvard Law School); M.A.Public Administration (U.of California, Berkeley); PhD Pol. Science (U.of California, Berkeley); Doctor en Ciencias Económicas (U.de Buenos.Aires).
Director del Programa de Posgrado en Administración Pública y Profesor Titular de la Universidad de Buenos Aires; Profesor y disertante en numerosas universidades e instituciones de investigación en América Latina, Europa, Canadá, Estados Unidos, Africa, Israel, Japón y China; Investigador Principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET); Director de TOP (Tecnología para la Organización Pública), institución de investigación y asistencia técnica especializada en el análisis y transformación del sector público; Investigador Titular del CEDES (Centro de Estudios de Estado y Sociedad) hasta 1992; Presidente del Comité Organizador del XV World Congress of Political Science (Buenos Aires, Argentina, 1991); Coordinador del Programa Especial de Investigación sobre "Estado y Políticas Públicas" de la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Universidad de Buenos Aires.
Participante en más de 120 reuniones académicas y profesionales, congresos y conferencias en América, Europa, Asia y Africa.
Autor de más de 60 publicaciones, incluyendo: "Estado y Sociedad: las nuevas fronteras", Buenos Aires, 1993 (Fondo de Cultura Económica); Merecer la Ciudad: los sectores populares y el derecho al espacio urbano, Humanitas-CEDES, B. Aires, 1991; Teoría de la Burocracia Estatal: enfoques críticos, Paidós, B. Aires, 1984; Proceso, Crisis y Transición Democrática, CEAL, B. Aires, 1983; La Formación del Estado Argentino, Edit. U. de Belgrano, B. Aires, 1982; Editorial Planeta, 1997.

Las comunicaciones con el autor pueden dirigirse a:
TOP, Av. Pueyrredón 605, 3o. Piso, 1032 Buenos Aires - Argentina.
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