DESARROLLO DE LA CONDUCTA

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En esta parte iniciaremos al lector sobre los puntos más básicos del desarrollo psicológico de las personas. No teman. Rehuiremos los conceptos oscuros, así como la terminología psiquiátrica críptica. Somos los primeros que nos quedamos a dos velas al leer según qué tratados de psicopatología. Les damos nuestra palabra de que no invocaremos "a la importancia de la potencia yoica cuyo defecto vincula la neurosis narcisista al fracaso de las funciones del yo, provocando la envidia del pene como base para el establecimiento de unas relaciones objetales ambivalentes (sádico-orales en especial) e introyectando objetos malos de claras connotaciones fantasmáticas, constituyéndose un superyo arcaico y tiránico que impide al yo, débil, ejercer su función sintética (en otras palabras, creando una distorsión paratáxica)".

 

Interrelaciones entre herencia y ambiente.

Procesos madurativos

Aprendizaje de la conducta

Socialización

 

INTERRELACIONES ENTRE HERENCIA Y AMBIENTE

Es poco prudente estudiar estos dos factores por separado. Herencia y ambiente interactúan entre sí provocando resultantes sobre el desarrollo de la conducta de los individuos.

El factor HERENCIA puede ser de capital importancia en algunos aspectos. En 1933 se realizó una interesante investigación acerca de la importancia que cabía conceder a los factores genéticos. Kellog y Kellog educaron juntos, prácticamente desde su nacimiento, a dos primates de diferentes especies. El uno, un primate homo sapiens, era Donald, el propio hijo de los experimentadores. El otro, Gua, era un chimpancé. Durante muchos meses ambos fueron criados en camas gemelas, recibieron similares cuidados, atenciones y medidas de higiene. Los experimentadores mostraron similares muestras de afecto a ambos sujetos de la experimentación. Prácticamente durante todo el primer año de vida, uno de los bebés daba claras muestras de predominar sobre el otro, en cuanto a aprendizajes psicomotrices y a respuestas emocionales: Gua, el chimpancé, parecía madurar más deprisa que su adlátere humano. Pero con la iniciación del lenguaje (hacia los 14 meses) se apreció un claro avance del niño, que ya no cesó de sobrepasar a Gua en todos los procesos madurativos.

¿Quiere eso decir que el lenguaje es el máximo exponente diferencial entre ambas especies? Más correcto sería decir que la diferencia viene condicionada por las distintas estructuras del sistema nervioso central, que permitirán en el hombre el desarrollo del lenguaje simbólico. El aprendizaje del propio lenguaje es una hazaña colosal. Cuando el niño empieza a hablar, va aprendiendo palabras nuevas a una razón de más de diez por día. Para muchas personas será el único esfuerzo intelectual que van a realizar en su vida.

Experiencias efectuadas por Burks (1928) con niños adoptados, muestran que éstos tienden a parecerse más a sus padres biológicos que a los padres adoptivos, por lo que se refiere a la inteligencia. Pero también se observa que, cuánto mayor es el tiempo que han pasado con sus padres adoptivos, más tienden a parecerse a éstos en lugar de hacerlo a sus padres biológicos (aumentos de hasta 10 puntos). Van Alstyne da los siguientes factores que correlacionan con el aumento de cociente intelectual: tiempo de relación entre padres e hijos, realización de juegos constructivos, presencia de compañeros de juegos inteligentes y tiempo que los padres dedican a leer historias a los niños.

Gemelos idénticos tienen una correlación de hasta 0.87 en cuanto a inteligencia; en hermanos no gemelos esa correlación oscila alrededor del 0'55. Estos datos forman parte de una experiencia de Jensen, en 1972, cuya conclusión básica era que el 80% de la varianza en una población, en cuanto a cifras de cociente intelectual, puede ser explicada por factores heredados.

¿Qué decir en cuanto a conducta? Algunos rasgos de comportamiento pueden tener algo que ver con la herencia. Nichols, en 1967, demostró que era posible "producir" cepas de ratones fácilmente drogadictos. Nos explicaremos: la experiencia consistió en proporcionar soluciones de morfina a ratones hasta que formaran una cierta habituación, retirarles la droga, y ofrecérsela posteriormente como alternativa al alimento y al agua. Algunos de los ratones elegían la solución de opiáceos, mientras que otros elegían el agua. Dividiéndolos en dos grupos (adictos y no adictos) y cruzándolos endogámicamente, en tres generaciones se obtenían 2 cepas de ratones, con tendencia a la adicción y sin ella respectivamente. Lo mismo se podía conseguir con la habituación al alcohol, para las mismas familias. Los hallazgos de las endorfinas en la década de los 70, así como de los receptores específicos para las endorfinas, han dado la clave para entender esta "tendencia genética" a según qué tipos de drogadicción. El alcohol, en determinadas personas, actuaría como mediador para la producción de endorfinas. Esta cualidad se transmite genéticamente. Tales personas serían las más proclives a las habituaciones a opiáceos y al alcohol.

¿Se hereda la inteligencia? ¿Se hereda la personalidad o la conducta? No de una forma estricta. Lo que se heredan son unas estructuras anatómicas y fisiológicas que servirán de soporte para los aprendizajes intelectuales y comportamentales. Es razonable inferir que lo que se hereda es un potencial, del cual aprovecharemos más o menos en relación a factores ambientales y procesos de aprendizaje. Si el ambiente es óptimo, el sujeto puede llegar al máximo sus capacidades potenciales. Si el ambiente es nefasto, los "talentos" rendirán el mínimo, o no rendirán en absoluto.

 

PROCESOS MADURATIVOS

MADURACION es el conjunto de procesos de crecimiento, en especial los del sistema nervioso central, que van a proveer un soporte para nuevas conductas. Si los factores genéticos y el ambiente están dentro de unos límites normales, los procesos madurativos van a seguir un curso predictible, con escasas variaciones. Pero pueden verse notablemente interferidos por incidencias que perturben alguno de los citados factores.

Una alteración del ambiente, por ejemplo, provoca variaciones del curso madurativo. Estudios efectuados por Dennis (1957, 1960) evaluaron los procesos madurativos de niños acogidos en diversas instituciones (orfanatos). Los procesos madurativos de los niños variaban notablemente según las instituciones: en una de ellas solamente el 15 % de niños en edades comprendidas entre 3 y 4 años habían aprendido a caminar; en otra, el 94 % lo hacían. En principio no había diferencias significativas entre la procedencia de los niños de unas y otras instituciones. Entre los parámetros evaluados, Dennis llegó a la conclusión de que las diferencias observadas se debían a la cantidad de oportunidades para el aprendizaje que ofrecían unas y otras, lo cual dependía también de la cantidad de personal que atendía a los niños. La carencia de estimulación o/y de afecto parece estar en la causa de perturbaciones en el ritmo madurativo.

A partir de ahí debemos contemplar la siguiente realidad: los procesos madurativos dependen, por un lado, del crecimiento y la evolución del SNC. Pero, por otro lado, dependen de si los procedimientos de aprendizaje van a estimular o no las conductas que derivarían de dicho crecimiento. En el estudio de Dennis, los niños de todas las instituciones eran similares en cuanto al nivel mental y a la nutrición. Lo que variaba era la diferente estimulación y, por consiguiente, las posibilidades de aprendizaje. La institución peor dotada contaba con unos 600 niños, y aproximadamente un cuidador para cada ocho; los niños permanecían en sus cunas la mayor parte del tiempo. En la institución mejor dotada había un cuidador para cada cuatro niños; éstos eran tomados en brazos cada vez que les alimentaban, y a partir de los cuatro meses eran colocados en "parques" para realizar actividades lúdicas con juguetes (que no existían en las otras instituciones).

Al valorar procesos madurativos solemos distinguir entre comportamientos filogenéticos, que son los que dependen mayormente de la maduración intrínseca y que aparecen aproximadamente en un mismo momento madurativo en todos los miembros de una especie, y comportamientos no filogenéticos, los cuales necesitan que a la maduración se superponga un aprendizaje específico. Conductas como la respiración o la eliminación urinaria son filogenéticas. Ir en patinete o tocar el piano son conductas no filogenéticas. ¿Qué decir de conductas como la deambulación bipedestal o el lenguaje? Por una parte resulta muy evidente que requieren una maduración concreta, pero no es menos cierto que en casos de malos aprendizajes (por ejemplo, el lenguaje en niños hipoacúsicos) tales conductas no aparecen o aparecen en forma muy precaria. Lo más prudente será hablar de los aspectos filogenéticos y los aspectos no filogenéticos de las conductas, más que etiquetarlas globalmente de una u otra manera. Estos últimos son los más complejos, porque requieren la adecuación de un factor externo al niño: un proceso de enseñanza, controlado o no.

Las experiencias de Gessell con gemelos estimulados en una u otra etapa madurativa nos muestran una excelente visión de las interferencias maduración/aprendizaje. Gessell lo denominó método de estudios con cogemelos. Se trataba de trabajar sobre dos gemelos idénticos, pero en distinta etapa madurativa. Con ello se dejaba fijo el factor herencia, y -si se trabajaba en el mismo sentido con uno y otro- se dejaba también fijo el factor aprendizaje. Lo único que variaba era el momento madurativo. Los resultados fueron significativos: entrenando al primer gemelo a partir de las 84 semanas de edad el uso del lenguaje mediante tareas destinadas a ampliar el vocabulario, conseguían fijarle 23 palabras en 5 semanas de trabajo. Mientras tanto el segundo gemelo no recibía ninguna estimulación de lenguaje. Al empezar el trabajo con este segundo gemelo cinco semanas después que el primero (o sea a las 89 semanas) se conseguían aprendizajes de 30 palabras en cuatro semanas. Efectos similares se producían en el aprendizaje de la marcha: empezando el entrenamiento del primer gemelo a las 46 semanas de edad, se conseguía una determinada capacidad para subir escalones en 6 semanas de trabajo. El segundo gemelo consiguió el mismo resultado en 2 semanas de entrenamiento, iniciándolo a las 53 semanas.

La consecuencia es la siguiente: cualquier entrenamiento debe hacerse cuando el momento madurativo es óptimo. De lo contrario estamos alargando el proceso, al tiempo que corremos el riesgo de perturbar emocionalmente al niño. Si éste se siente exigido más allá de lo que son sus posibilidades reales, reaccionará con ansiedad; estaremos comprometiendo sus aprendizajes futuros. Cualquier proceso de estimulación, incluyendo la estimulación precoz en niños infradotados, debe actuar sobre las expectativas madurativas reales. Otro factor importante a tener en cuenta: la maduración es progresiva y sigue un escalonamiento concreto. En otras palabras: no es pertinente enseñar a sostenerse en pie a un niño que todavía no se mantiene sentado.

Ante cualquier problema madurativo se hace necesario el examen estandarizado mediante pruebas específicas. En el apéndice 1 exponemos las más notables. También el apéndice 2 contiene un conjunto de pruebas para evaluar el desarrollo madurativo neuropsicológico del niño hasta los 11 años, construído a partir de pruebas citadas por diversos autores (Gessell, Picq, Vayer, Terman...)

 

APRENDIZAJE  DE LA CONDUCTA

De la misma forma que el ambiente interactuaba con la herencia, podemos decir que el aprendizaje interactúa con la maduración. En este capítulo nos referimos al aprendizaje de la conducta, no al aprendizaje de funciones cognoscitivas cuyo paradigma sería el aprendizaje escolar. Veamos cuáles son los mecanismos a través de los cuales se realiza tal aprendizaje de comportamientos.

 

Aprendizaje: métodos para encauzar el comportamiento.

Tal y como comentábamos al hablar de herencia y ambiente, una parte del comportamiento depende del ambiente. Sobre el potencial que el niño hereda, el ambiente actúa mediante los mecanismos de aprendizaje. Una gran parte de la conducta es aprendida. Lo que sucede es que la mayor parte de las veces este aprendizaje se realiza de forma inconsciente y no programada. Los padres encauzan la conducta de sus hijos con mayor o menor acierto en relación a cuál sea su real sensatez. En ocasiones puede haber errores, del todo involuntarios, debidos a una falta de conocimientos sobre cómo actúan los mecanismos de aprendizaje. Analizaremos en este apartado las conductas más adecuadas para ser empleadas si queremos encauzar el comportamiento del niño.

En primer término valoraremos el efecto de los castigos. Las conductas que suponen un castigo son empleadas muy frecuentemente por todos los padres del mundo a la hora de educar a sus hijos.

Entendemos como castigo cualquier acción que implique mostrar un descontento con los comportamientos de alguien. Por lo tanto cuando hablamos de castigo no nos referimos necesariamente a los castigos físicos. De hecho son muy numerosas las conductas que entran dentro de la categoría de actos de castigo. Los castigos más habituales son los que suponen una descarga momentánea: gritar, reñir, inculpar, denostar, poner mala cara, etc.

¿Por qué las conductas de castigo son tan frecuentes? Veámoslo:

Los padres castigan con frecuencia, porque el efecto inmediato de los castigos es muy bueno. Generalmente los niños obedecen y dejan de hacer "fechorías" en el mismo momento en que se les grita, amenaza o pega. Es probable que estuvieran sin hacer caso de las advertencias efectuadas en tono de voz normal, o que estuviesen incumpliendo una orden, y que apenas se les gritó o amenazó hiciesen lo que se les mandaba.

Pero sucede que el efecto de los castigos es momentáneo. Por lo general, los padres que castigan a sus hijos se quejan de que el niño no aprende por más que lo castigan, y que deben castigarle una y otra vez. "Por más que le castigo sigue con su mal comportamiento" y "No tengo más remedio que acabar castigándole cada día" son frases que estamos acostumbrados a oír. Un castigo evita una conducta en un momento dado, pero no sirve para grabar pautas de comportamiento. La conducta castigada, se presentará una u otra vez. Un modelo perfecto de la escasa utilidad de los castigos es lo que sucede con las penas de cárcel. La cárcel tiene la utilidad inmediata de mantener a sus pupilos apartados de la sociedad, con lo que se evita que estén delinquiendo mientras están allí encerrados. Si los castigos fueran efectivos, cabe suponer que los penados saldrían de la cárcel "escarmentados" y habiendo aprendido a comportarse como unos angelitos. La triste realidad es que la mayor parte de los presos salen resentidos, agresivos, habiendo aprendido además nuevas artes que les permitan delinquir mejor y con menores riesgos. La cárcel es una auténtica universidad para doctorarse en delincuencia.

Pero volvamos a los niños. En relación al castigo se producen seis hechos inexorables:

a) Como que el efecto es momentáneo, la conducta castigada se presentará nuevamente, en uno u otro momento.

b) Como que los padres notan que el castigo surte efecto en el momento en que lo aplican, se sienten "recompensados" y tien- den a castigar... cada vez más, y cada vez con mayor energía.

c) El niño va aprendiendo a hacer cada vez mejor sus "fechorías" (aprendiendo a ocultarlas); no mejora su conducta, pero aprende a evitar el castigo.

d) De la misma forma, va haciéndose insensible a los castigos (como un mecanismo de defensa ante ellos). ¡Cuántos padres comentan que el niño parece tomar a broma los castigos!

e). Sean o no físicos los castigos, estamos induciendo un au- mento de la agresividad de los niños. Les damos un ejemplo de que "cuando estamos enfadados con alguien, es bueno ir contra él" lo cual provocará indudables derivaciones indeseables. Recordemos que hay castigos "morales" (inculpar, por ejemplo) que pueden hacer tanto o más daño que un castigo físico, provocando una mayor agresividad en el niño/a.

f) Se deterioran las relaciones entre padres e hijos. Este hecho, que puede ser poco evidente en niños pequeños, será la causa de gran cantidad de las llamadas "crisis de adolescencia". No olvidemos que en la adolescencia "los niños nos devuelven aquéllo que les hemos dado, y con intereses". Si les hemos sometido a técnicas de disciplina mediante castigos (en lugar de enseñarles a conseguir una autodisciplina) en la adolescencia van a aprovechar para "devolvernos la pelota" y envolvernos en disputas, peleas, o conductas peores...

¿Cuáles son las conductas adecuadas para ser empleadas en lugar de los castigos? Las técnicas para lograr la obediencia merecen un apartado propio. Consideraremos ahora las técnicas para conseguir que los niños dejen de hacer actos inadecuados, sin tener que recurrir al castigo.

Lo que nos interesa es que aprendan nuevas pautas de comportamiento, de manera que a la larga varíen su conducta de acuerdo con nuestros deseos. Por lo tanto, deberemos olvidarnos del efecto momentáneo (el único que obtenemos con los castigos) y nos centraremos en buscar efectos duraderos a largo plazo. Las técnicas que mejores resultados ofrecen son: las políticas de recompensa, y el establecimiento de conductas alternativas. Les dedicaremos una especial atención.

 

Políticas de recompensa

En esta vida, todos los humanos tendemos a realizar aquellas cosas en las que hallamos una compensación, en tanto que evitamos aquéllas que nos suponen un esfuerzo o una dificultad no compensada. Si nos molestamos en recompensar las conductas de nuestros hijos que queremos ver "implantadas", lograremos que tales conductas representen para ellos algo satisfactorio, que les depara compensaciones.

Las leyes que rigen el aprendizaje humano son inexorables. En esta vida aprendemos a realizar aquellos comportamientos que nos deparan alguna compensación. Con nuestros hijos sucede exactamente igual: aprenden a realizar aquellos comportamientos que les deparan alguna compensación o, lo que es lo mismo, que les sirven para algo o les reportan algún beneficio. Teniendo en cuenta que nosotros monitorizamos el aprendizaje del comportamiento de nuestros hijos (o que deberíamos hacerlo), tenemos en nuestras manos conseguir que nuestros hijos aprendan uno u otro comportamiento, interioricen unas u otras normas. Pero para ello, debemos conseguir que el aprendizaje de tal o tal conducta, vaya a depararles un beneficio. En otras palabras: aprenderán lo que nosotros queramos (o sepamos) recompensar.

El principal obstáculo para que nuestros hijos desarrollen unos comportamientos adecuados, está en nosotros mismos y en nuestro modo de compensar sus conductas. Por ejemplo:

Queremos hijos autónomos, que tomen decisiones por su cuenta y que sepan responder adecuadamente a las demandas que la vida les plantea. En cambio, castigamos sus iniciativas si no están de acuerdo con nuestra particular manera de ver la vida; les reñimos si hacen cosas sin consultarnos o si actúan sin pedirnos permiso. ¿La consecuencia? Que nuestros hijos prefieren ser dependientes porque les supone mucho menor riesgo.

Queremos que nuestros hijos tengan ilusión por hacer los trabajos escolares y que no tengamos que acuciarles para que estudien, hagan sus problemas... etc. En cambio, no comprobamos fehacientemente la pertinencia de los planes de estudios a que están sometidos, ni la capacitación de los docentes que los imparten. ¿El resultado? Una tasa de fracaso escolar que se halla entre las más altas del mundo. Hoy en día nadie enrojece al presentar cifras de fracaso escolar por encima del 30 % (¡o del 60 % para BUP!). Y, sin embargo, tales cifras nos obligan a pensar que "algo huele a podrido" en la planificación de la educación.

Queremos que nuestros hijos no lloren, ni griten, ni hagan pataletas, ni se pongan tozudos cuando quieren salirse con la suya en un tema que no es de recibo. En cambio, acostumbramos a darles lo que quieren "para que se callen y nos dejen tranquilos". ¿El resultado? Los niños cada vez gritan más, lloran más y patalean más, porque aprenden que es un método interesante para llegar a salirse con la suya.

Queremos unos hijos autoafirmados, seguros de sí mismos, satisfechos, audaces. Pero les recordamos constantemente que son unos pesados, que nos molestan, que por su culpa estamos todos nerviosos, que deben consultar antes de hacer algo, que no hay que correr riesgos, que los niños deben hacer únicamente lo que mandan los mayores, que deben callarse cuando los mayores hablan.

Queremos que sean independientes, pero les acostumbramos a esperar la aprobación de los demás y les exigimos que su comportamiento sea tal que todo el mundo les quiera. El resultado es que conseguimos unos hijos dependientes, pasivos, que no se atreven a hacer nada si no tienen toda la seguridad de que van a hacerlo bien (con lo cual, cada vez hacen menos cosas). Buscan aprobación y beneplácito, sin darse cuenta que es imposible que todo el mundo nos acepte en cada momento, y sintiéndose desgraciados por no conseguirlo.

Queremos que nuestros hijos emprendan cosas, afronten obstáculos, se esfuercen por luchar. En cambio premiamos únicamente el éxito y les exigimos perfección en todo aquéllo que hagan sin pensar que el fracaso es algo inherente a la naturaleza humana, y que es imposible ser irremisiblemente perfecto.

En todos los casos, los niños no se portan mal por ignorancia, o por desidia, o por maldad. Se comportan tal como el sistema de recompensas existente les ha enseñado a comportarse. Dadas las circunstancias es muy posible que nosotros nos comportásemos exactamente igual que ellos si nos pusiéramos en su lugar. Analicemos nuestra propia actuación. ¿No es posible que hayamos caído más de una vez en algunos de los siguientes errores?

Necesitamos mejores resultados, pero no controlamos el trabajo diario con una política de objetivos. Prometemos al niño un premio si "aprueba a final de curso", pero no comprobamos los resultados de sus esfuerzos diarios, recompensándolos debidamente.

Demandamos un ambiente de armonía entre nuestros hijos, pero "prestamos atención" (es decir, recompensamos) a los que chillan más para pedir cosas o a los que se muestran más celosos, de acuerdo con el principio de que "quien no llora no mama".

Exigimos un trabajo cooperativo, pero al final alabamos a quien más se ha lucido y olvidamos a los demás.

Exigimos creatividad y brillantez, pero penalizamos a los que corren riesgos, y recompensamos a los rutinarios que siguen las pautas de siempre al pie de la letra.

Aconsejamos a los niños independencia de criterios en sus trabajos, pero reprimimos a quienes osan discrepar y discutir nuestras ideas.

La mejor solución para mejorar las conductas de nuestros hijos es establecer la relación adecuada entre el rendimiento y la recompensa. El éxito, debe medirse en términos de comportamiento. Si recompensamos el comportamiento correcto, obtendremos el resultado correcto. Dejemos de hacerlo, y obtendremos resultados imprevisibles, cuando no contraproducentes.

Definiremos lo que es una recompensa: es cualquier contingencia que permitirá aumentar la frecuencia del comportamiento al cual lo apliquemos. Se espera que una conducta recompensada aumente de frecuencia. Si lo hacemos bien, y recompensamos las conductas de el niño que nos interesan, lograremos que dichas conductas aumenten de frecuencia.

Si recompensamos adecuadamente las conductas que queremos ver reproducidas, no tendremos que molestarnos en castigar las conductas que nos estorban.

¿Cuáles son las recompensas que suelen dar mejor fruto? Muchos padres suelen asociar la idea de recompensa a la de un "bien material". Pero, en la realidad, las recompensas más eficaces son las más inmateriales: el elogio, la atención, el afecto, la compañía, suelen ser las más económicas y rentables.

Cabe decir que el hecho de que "algo" pueda ser o no recompensa, dependerá de la especial motivación de cada niño, la cual puede variar de un momento a otro. No podemos esperar que la misma cosa sirva de recompensa a el niño en cada ocasión, ni que sea la misma que sirva para otros niños. Pero, en general, las que hemos citado suelen tener una atracción prácticamente universal. El elogio es particularmente interesante, porque además sirve para reforzar la seguridad en uno mismo. el niño puede aumentar la confianza en sus posibilidades si ve que sus comportamientos son valorados positivamente.

Para entender si algo es o no es recompensa, no hay más remedio que meterse en el pellejo del niño. Por otra parte, a veces creemos que estamos educando de una manera, pero lo que estamos haciendo es recompensar justo lo que no queremos. Veamos, para entenderlo, esta parábola: "Un pescador estaba con su bote en el río cuando le llamó la atención ver pasar una serpiente con una rana en la boca. Apenado por la rana, agarró a la serpiente y con sumo cuidado le retiró la rana, que aún vivía. La rana quedó feliz, pero la serpiente temblaba de miedo. El pescador, apenado también por la serpiente, le dio un poco de su comida y vertió un poco de vino en su boca. Ahora todo el mundo parecía feliz: la rana, por su salvación; la serpiente por su alimento; el pescador por su buena obra. Al cabo de un rato, el pescador oyó unos golpes en la parte trasera de la barca: acudió allí y vio a la serpiente sonriente... con dos ranas en la boca".

La parábola de la serpiente nos ilustra acerca de un punto vital: El pescador creía recompensar la generosidad de la serpiente y esperaba que aprendiese a no cazar ranas; la serpiente creía que lo que le recompensaban era la entrega de ranas y que, por lo tanto, debía cazar cuantas más ranas mejor. Esta idea central ("¿qué debemos recompensar?") es la que hemos de trasladar a la forma de manejar la conducta del niño.

Se trata, pues, de dar atención, afecto y elogios ante aquéllas conductas del niño que nos interese que se reproduzcan. Por una parte, podemos elogiar aquéllas que se produzcan espontáneamente. Por otra parte, podemos favorecer la presentación de las conductas, con un correcto asesoramiento. Sea como sea, en el momento en que el niño intente actuar correctamente, ya hemos de empezar a elogiar. Apenas lo haga bien, hemos de insistir en nuestras conductas de recompensa.

Algunos padres se preguntan (y nos preguntan) si tal tipo de actuación no puede ser considerada una manipulación de sus hijos... algo así como un "chantaje", o como un soborno. No es así. Un chantaje sería una amenaza de castigo a cambio de hacer o no hacer determinada acción. Un soborno implica la promesa de una recompensa a cambio de realizar una acción no ética. La recompensa de las acciones positivas de los hijos, mediante el elogio o la atención, no puede ser considerada ninguna de esas dos cosas.

Por otra parte, manipulación... siempre hay. Todos vivimos "manipulados" de una u otra forma: trabajamos porque obtenemos una recompensa material, cumplimos algunas leyes simplemente para evitar sanciones, etc. ¿No estamos sometidos a las "manipulaciones" de la publicidad, o de la televisión? Desengañémonos: educar a los hijos no es manipularlos. Es dotarlos de las pautas de conducta necesarias para que se desenvuelvan positivamente en la vida. Lo ético o antiético serán las normas que les inculquemos. No el hacerlo mediante técnicas de elogio.

¿Cómo aplicar los premios? Hay que tener en cuenta dos premisas simples:

a) Dan mejor resultado los que se aplican en el mismo momento en que se produce la acción que queremos recompensar. Si los posponemos, ya nadie se acuerda de para qué se han estable- cido. La atención y el elogio deben prodigarse en el preciso instante en que el niño esté haciendo algo bien. En otras palabras: no es adecuado prometer una bicicleta a un niño "si aprueba a final de curso". Es mejor comprar la bici- cleta a principio de curso, y darle "minutos de uso de la bicicleta" como premio (a cambio) de horas de estudio compro- badas mediante la "toma" de lecciones o el repaso de la tarea que hayan hecho (por ej: cada 1/2 hora de trabajo eficaz, 15 minutos de bicicleta). Quien dice bicicleta, dice programas de TV, videojuegos, ordenador o cualquier otra actividad deseada por el niño.

b) No es necesario recompensar cada vez. Al principio quizá sí que sea necesario, pero más adelante es mejor recompensar de vez en cuando (cada 2, 3 ó 4 veces, sin que el niño pueda predecir cuando van a hacerlo.

Creemos que el último punto citado merece un mayor análisis:

La forma de aprender de los humanos muestra que las recompensas "poco previsibles" provocan aprendizajes más fuertes que las "previsibles". Si nos fijamos en las máquinas tragaperras, tendremos un ejemplo muy ilustrativo de lo que son las leyes del aprendizaje. Hay unas "máquinas tragaperras" que "recompensan" cada vez; por ejemplo: las máquinas expendedoras de tabaco. Cada vez que alguien tira las monedas, la máquina "recompensa" tal acción con un paquete de tabaco. Sin embargo la gente juega mucho más en las máquinas que dan (o no dan) recompensa en relación a contingencias de azar. La gente juega en las tragaperras con premios en monedas, una y otra vez, aunque pierdan (y generalmente pierden, pues por razones estrictamente matemáticas es inexorable que todos los que jueguen pierdan si juegan el suficiente número de veces). Vemos incluso a personas habituadas a las tragaperras como quien se habitúa a una droga. La recompensa "por azar", imprevisible, crea hábitos de conducta muy fuertes.

Las recompensas, al principio, deben administrarse cada vez. A la larga, es suficiente con recompensar de vez en cuando. Hay que seguir el mismo método psicológico de las máquinas tragaperras (¡que es impecable!) No salen monedas de premio cada vez, sino de vez en cuando, a veces (las más) en poca cantidad; de tarde en tarde, en gran cantidad, siempre en forma imprevisible. Y las personas nos comportamos de acuerdo con los dictados de quienes programaron las tragaperras, los cuales no hacen sino aprovecharse de las férreas leyes psicológicas del aprendizaje. Aprovechemos también esas leyes para programar el aprendizaje de nuestros hijos.

Mantener una adecuada política de recompensas es uno de los métodos más adecuados para modelar la conducta de los niños, si se hace desde el principio. ¿Cuáles serán las técnicas más adecuadas para remodelar conductas ya existentes? Muy en especial, ¿cuáles serán las técnicas más interesantes para evitar las conductas inadecuadas en el momento en que se producen? ¿Como deberemos obrar para evitarnos tener que castigar? La respuesta a estos interrogantes es: empleando las técnicas de modelación de conductas alternativas. Las analizaremos a continuación:

 

Establecimiento de conductas alternativas

Hay veces en que no hallamos ninguna conducta para recompensar. En el caso de niños/as muy conflictivos nos podemos encontrar con que la mayor parte de sus comportamientos son indebidos. Vamos a exponer ahora la fórmula para "poner en marcha" comportamientos deseados, que luego podremos incrementar y mantener mediante las adecuadas políticas de recompensa.

En el momento en que el niño esté efectuando una conducta que queremos inhibir, ya hemos visto que el castigo no es suficientemente adecuado. Su eficacia momentánea no provoca los efectos a largo plazo que nos interesan. Lo que mejor resultado da es el establecimiento de conductas alternativas. Para ello, deberemos informar verbalmente acerca de la no pertinencia de la conducta indeseada (pero sin exaltarnos; gritar sería un modo de castigo que queremos evitar).

A continuación, deberemos dedicarnos a iniciar junto al niño una nueva actividad (conducta alternativa) que le distraiga la atención de la anterior. Apenas inicie la nueva actividad, seguiremos con las pautas de recompensa (elogio, atención, etc.)

Este tipo de comportamiento provoca dos ventajas: conseguir que el niño cambie de actividad, y estrechar los lazos entre padres e hijos al obligarnos a realizar una actividad en común.

Por supuesto que ésta es una de las conductas más fáciles de recomendar que de poner en práctica... pero su eficacia es excelente. Si nos mentalizamos de que debemos actuar así (a pesar de nuestro cansancio, de nuestras tensiones, de nuestra agresividad) seremos capaces de hacerlo. Los efectos no solamente se observan en cuanto a modelar la conducta de nuestros hijos. También estamos mejorando los canales de comunicación con ellos, lo que producirá excelentes resultados a medio y a largo plazo.

 

SOCIALIZACION

La socialización es el conjunto de procesos mediante los cuales el niño va a interiorizar, es decir a hacer suyos, los principios, reglas, creencias y normas de los diversos ambientes donde deba convivir. Una gran parte de la socialización se efectúa a través de mecanismos de aprendizaje semejantes a los que antes hemos comentado. El niño aprende a respetar, obedecer y cumplir unas normas, y poco a poco va captando las "reglas de juego" propias de la sociedad en que le ha tocado vivir. Estas son variables para las diversas sociedades. Comencemos evaluando los patrones de conducta "masculina" y "femenina". En nuestra sociedad cada vez se hacen más esfuerzos para paliar las desiguales oportunidades entre ambos sexos, pero todavía hoy en día vemos abundantes prejuicios sexistas. Cierto que hay algunas mujeres que son pilotos de líneas aéreas y que hay hombres manicuros, pero la estereotipia social de tales ocupaciones, y otras muchas, hacen que se identifiquen como propias de hombres o de mujeres.

La interiorización de tales reglas es fruto de la socialización. Si las diferencias de papel entre hombres y mujeres estuvieran definidas por factores estrictamente biológicos, veríamos similares diferencias en cualquier cultura. En realidad ello no es así. En nuestra cultura tiende a orientarse a los niños hacia posturas de superación y autoafirmación, en tanto que las niñas lo son hacia la dependencia. Pero en otras culturas los papeles se invierten (por ejemplo culturas de Nueva Zelanda estudiadas por Margaret Mead en 1935).

No es que la cultura, como tal, actúe personalmente sobre cada individuo. Lo que sucede es que algunos aspectos culturales son transmitidos e insertados a los individuos por medio de los grupos sociales a los que se va viendo adscrito. Cuando el niño nace, lo hace dentro de una estructura (la familia) con normas propias que se traducen en unas expectativas y unas demandas concretas hacia el niño. La forma de interiorizar tales normas dependerá de la importancia relativa que el grupo les concede. Unos padres desordenados inculcarán (con el ejemplo, con las demandas...) conductas tendentes al desorden. Algunas normas son más importantes que otras, lo cual se traduce en la intensidad en la aplicación de refuerzos. Los padres desordenados pueden ser tibios ante la conducta de desorden de sus hijos, a los que imparten recomendaciones muy suaves acerca de este asunto, pero pueden mostrarse -por ejemplo- rígidos en cuestiones religiosas o sexuales, prodigando admoniciones, anatemas y castigos cuando los ni¤os se apartan de lo que es recto en moral. Lógicamente, los ni¤os interiorizarán de distinta forma unas y otras normas. En general existe un margen de tolerancia para muchas conductas, pero otras pueden tener márgenes muy estrechos o simplemente inexistentes. Las normas se interiorizarán más o menos según el tamaño de los márgenes y la aplicación de unas u otras sanciones.

El niño antes de los dos años realiza una interiorización de normas básicas, en forma muy intensa, máxime por cuanto no critica los mensajes que recibe, los cuales pasan a ser verdades absolutas en sus escalas de valores. Si tales valores se reafirman a lo largo de su infancia, van a quedar insertados y provocar una generalización. De la misma forma que el niño que se quema con una estufa no necesita quemarse con todas para aprender el concepto (es decir: lo generaliza), cualquier norma aceptada puede generalizarse a procesos parecidos. El niño educado rígidamente en lo sexual puede generalizar su rigidez a todo aquéllo que signifique relación con el otro sexo; o el niño que ha interiorizado la norma: obedece a los padres, puede generalizar el mensaje a todos los adultos, quienes ostenten autoridad, etc. El riesgo, en esa etapa, está en interiorizar normas pseudoadaptativas. Se trata de normas neuróticas que pueden evitar un obstáculo en un momento dado, pero a costa de ignorarlo o de obviarlo (más que superarlo). Dichas normas pueden persistir en el adulto, y en ellas está la base de problemas de indecisión o de amplias patologías neuróticas. Si un niño ha interiorizado fuertemente la norma: "No debo correr riesgos", de adulto puede mantener un exceso de conductas pasivas, inhibidas ante los procesos decisorios. O si una decisión inicial fue: "No debo causar daño alguno", de adulto puede verse acuciado por las dudas cada vez que alguna de sus conductas suponga una expresión de agresividad, o en cada ocasión (y hay muchas) en la cual una decisión supone un beneficio para unos pero un perjuicio para otros, sin llegar a aceptar que nunca llueve a gusto de todos.

Como veremos en el apartado dedicado a los trastornos funcionales de comportamiento, todos ellos pueden ser explicados como fallos en el proceso de socialización que, de hecho, no acaba en toda la vida. Nos solemos remitir a él como un acontecimiento de las etapas formativas (infancia, adolescencia), pero de hecho formamos conceptos sociales a lo largo de nuestra vida. La importancia de los primeros es que, al ser muy básicos y estar creados en etapas muy poco críticas, forman una estructura de valores muy sólida, pero que no siempre resulta muy clara en el adulto. Hay veces que es necesario un proceso de clarificación para ponerlos de manifiesto, demostrar las "decisiones originales" que deben ser reevaluadas y modificadas si suponen la base de alguna conducta no adaptativa.

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