VERDAD Y JUSTICIA

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Emmanuel Levinas 

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Extraído de:

Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad.
Ediciones Sígueme. Salamanca, 1987

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1. La libertad cuestionada

La metafísica o la trascendencia se reconoce en la obra del intelecto que aspira a la interioridad, que es Deseo. Pero el Deseo de la interioridad nos ha parecido que se mueve, no en el conocimiento objetivo, sino en el Discurso, el cual, a su vez, se ha presentado como justicia, en la rectitud del recibimiento hecho al rostro. La vocación de verdad a la cual responde tradicionalmente el intelecto ¿no es desmentida por este análisis? ¿Cuál es la relación entre justicia y verdad?
La verdad, en efecto, no se separa de la inteligibilidad. Conocer, no es simplemente constatar, sino siempre comprender. Se dice también, conocer es justificar, haciendo intervenir, por analogía con el orden moral, la noción de justicia. La justificación del hecho consiste en quitarle el carácter de hecho, de acabado, de pasado y, por ello, de irrevocable, que, como tal, obstaculiza nuestra espontaneidad. Pero decir que el hecho, obstáculo a nuestra espontaneidad, es injusto, es suponer que la espontaneidad no se cuestiona, que el ejercicio libre no está sometido a las normas, sino que es la norma. Y sin embargo, la preocupación por la inteligibilidad se distingue fundamentalmente de una actitud que genera una acción sin miramientos por el obstáculo. Significa, al contrario, un cierto respeto por el objeto. Para que el obstáculo llegue a ser un hecho que exige una justificación teórica o una razón, ha hecho falta que la espontaneidad de la acción que la supera sea inhibida, es decir, cuestionada en sí misma. Entonces pasamos de una actividad sin miramiento por nada a una consideración del hecho. La famosa suspensión del acto que haría posible la teoría, apunta a una reserva de la libertad que no se libra a sus impulsos, en sus movimientos espontáneos y guarda la distancia. La teoría en la que surge la verdad es la actitud de un ser que desconfía de sí. El saber sólo llega a ser saber de un hecho si, al mismo tiempo, es crítico, si se cuestiona, si se remonta más allá de su origen (movimiento contra natura, que consiste en buscar más allá de su origen y que testimonia o describe una libertad creada).
Esta crítica de sí puede comprenderse, ya como un descubrimiento de su debilidad, ya como un descubrimiento de su indignidad: es decir, como una conciencia del fracaso, o bien como una conciencia de culpabilidad. En el último caso, justificar la libertad no es probarla, sino hacerla justa.
Se puede distinguir en el pensamiento europeo el predominio de una tradición que subordina la indignidad al fracaso, la generosidad moral a las necesidades del pensamiento objetivo. La espontaneidad de la libertad no se cuestiona. Su sola limitación sería trágica y provocaría escándalo. La libertad sólo se cuestiona en la medida en la que se encuentra, en cierta manera, impuesta a sí misma: si hubiese podido escoger libremente mi existencia, todo estaría justificado. El fracaso de mi espontaneidad, aún desprovista de razón, despierta la razón y la teoría: habría habido un dolor que sería madre de la sabiduría. Del fracaso sólo provendría la necesidad de frenar la violencia e introducir el orden en las relaciones humanas. La teoría política saca la justicia del valor indiscutido de la espontaneidad, por el conocimiento del mundo, cuyo más completo ejercicio trata de asegurar, compatibilizando mi libertad con la libertad de los otros.
Esta posición no admite sólo el valor indiscutido de la espontaneidad, sino también la posibilidad para un ser razonable de situarse en la totalidad. La crítica de la espontaneidad, engendrada por el fracaso que cuestiona el lugar central que ocupa el yo en el mundo, supone un poder de reflexión sobre su propio fracaso y sobre la totalidad, un desarraigo del yo sacado de sí y viviendo en lo universal. No funda ni la teoría, ni la verdad, las presupone: parte del conocimiento del mundo, nace ya de un conocimiento, del conocimiento del fracaso. La conciencia del fracaso es ya teorética.
Por el contrario, la crítica de la espontaneidad engendrada por la conciencia de la indignidad moral, precede a la verdad, precede a la consideración del todo y no supone las sublimación del yo en lo universal. La conciencia de la indignidad no es, a su vez, una verdad, no es una consideración del hecho. La conciencia primera de mi inmoralidad, no es mi subordinación al hecho, sino al Otro, a lo Infinito. La idea de totalidad y la idea de lo Infinito difieren precisamente en esto: la primera es puramente teorética, la otra es moral. La libertad que puede tener vergüenza de sí misma funda la verdad (y así la verdad no se deduce de la verdad). El Otro no es inicialmente hecho, no es obstáculo, no me amenaza de muerte. El deseado en mi vergüenza. Para descubrir la facticidad injustificada del poder y de la libertad, es necesario no considerarla como objeto, ni considerar al Otro como objeto; es necesario medirse al infinito, es decir, desearlo. Es necesario tener la idea de lo infinito, la idea de lo perfecto, como diría Descartes, para conocer su propia imperfección. La idea de lo perfecto no es idea, sino deseo. Es el recibimiento del Otro, el comienzo de la conciencia moral, que cuestiona mi libertad. Esta manera de medirse en la perfección de lo infinito, no es una consideración teorética. Se lleva a cabo como vergüenza en la que la libertad se descubre asesina en su mismo ejercicio. Se lleva a cabo en la vergüenza en la que la libertad, al mismo tiempo que se descubre en la conciencia de la vergüenza, se oculta en la vergüenza misma. La vergüenza no es la estructura de la conciencia y de la claridad, sino que está orientada a la inversa. Su sujeto me es exterior. El discurso y el Deseo en el que otro se presenta como interlocutor, como aquel sobre el que yo no puedo poder, no puedo matar, condicionan esta vergüenza en la que, en tanto que yo no soy inocente espontaneidad, sino usurpador y asesino. Por el contrario, lo infinito, el Otro en tanto que Otro, no es adecuado a una idea teórica de otro yo, por la sencilla razón de que provoca mi vergüenza y se presenta como dominante. Su existencia justificada es el hecho primero, el sinónimo de su perfección misma. Y si el otro puede investirme e investir mi libertad por sí misma arbitraria, es porque yo mismo puedo sentirme, a fin de cuentas, como el Otro del Otro. Pero eso sólo se obtiene a través de estructuras bastante complejas.
La conciencia moral recibe al otro. Es la revelación de una resistencia a mis poderes, que no los hace fracasar, como fuerza mayor, sino que cuestiona el derecho ingenuo de mis poderes, mi gloriosa espontaneidad de viviente. La moral comienza cuando la libertad, en lugar de justificarse por sí misma, se siente arbitraria y violenta. La búsqueda de lo inteligible, así como la manifestación de la esencia crítica del saber, el remontarse de un ser más acá de su condición, comienza al mismo tiempo.

 

2. La investidura de la libertad o la crítica

La existencia en realidad, no está condenada a la libertad, sino que está investidacomo libertad. La libertad, no está desnuda. Filosofar es remontarse más acá de la libertad, descubrir la investidura que libera la libertad de lo arbitrario. El saber como crítica, como remontarse más acá de la libertad, sólo puede surgir en un ser que tiene un origen más acá de su origen, que es creado.
La crítica o la filosofía es la esencia del saber. Pero lo propio del saber no está en su posibilidad de ir hacia un objeto, movimiento por el cual se asemeja a los otros actos. Su privilegio consiste en poder cuestionarse, en penetrar más acá de su propia condición. Está en retraso, con relación al mundo, no porque tenga el mundo por objeto; puede tener el mundo por tema, hacer de él un objeto, porque su ejercicio consiste en tener entre manos, de alguna manera, la condición misma que lo sostiene y sostiene hasta este acto mismo de tener entre manos.
¿Qué significan este tener entre manos, esta penetración más acá de su condición, disimulada primeramente por el movimiento ingenuo que conduce el conocimiento como acto hacia un objeto ? ¿Qué significa este cuestionamiento ? No puede reducirse a la repetición, a propósito del conocimiento, en su conjunto, de las cuestiones que se plantean para la comprehensión de las cosas señaladas por el acto ingenuo del conocimiento. Conocer el conocimiento remitiría entonces a la elaboración de una psicología, que se ubicaría entre las otras ciencias que versan sobre objetos. La cuestión crítica planteada en la psicología o en la teoría del conocimiento, vendría a preguntar, por ejemplo, de qué principio cierto sale el conocimiento o cuál es su causa. La regresión al infinito sería aquí, ciertamente, inevitable y a esta carrera estéril se reduciría el remontarse más acá de su condición, el poder de plantear el problema del fundamento. Identificar el problema del fundamento con un conocimiento objetivo del conocimiento, es, de entrada, considerar que la libertad sólo puede fundarse en sí misma; la libertad -la determinación del Otro por el Mismo- que es el movimiento mismo de la representación y de su evidencia. Identificar el problema del fundamento con el conocimiento del conocimiento, es olvidar lo arbitrario de la libertad que trata precisamente de fundar. El saber cuya esencia es la crítica no puede reducirse al movimiento objetivo. Conduce hacia el Otro. Recibir al Otro, es cuestionar mi libertad.
Pero la esencia crítica del saber nos conduce también más allá del conocimiento del cogito que podría intentar distinguirse del conocimiento objetivo. La evidencia del cogito -en la que conocimiento y conocido coinciden sin que el conocimiento haya debido mediar, en la que el conocimiento, en consecuencia, no implica ningún compromiso anterior a su compromiso presente, en la que el conocimiento está, en todo momento, al principio, en la que el conocimiento no está en situación (lo que por otra parte es propio de toda evidencia, pura experiencia del presente sin condición ni pasado) -no puede satisfacer la exigencia crítica, porque el comienzo del cogito sigue siendo anterior. Marca, ciertamente, el comienzo porque es el sueño de una existencia que se toma de su propia condición. Pero este sueño viene del Otro. Antes que el cogito, la existencia se sueña, como si siguiera siendo extraña a sí. Porque supone que se sueña, se despierta. La duda le hace buscar la certeza. Pero esta sospecha, esta conciencia de la duda, supone la idea de lo Perfecto. El saber del cogito remite a una relación con el Señor, a la idea de lo Infinito o de lo Perfecto. La idea de lo Infinito no es ni la inmanencia del yo pienso, ni la trascendencia del Objeto. El cogito se apoya en Descartes sobre el Otro que es Dios y que ha puesto en el alma la idea de lo Infinito, que la había enseñado, sin suscitar simplemente, como el maestro platónico, la reminiscencia de antiguas visiones.
El saber, como acto que estremece su condición, se desenvuelve, por ello mismo, por sobre todo acto. Y si el remontarse a partir de una condición más acá de esta condición, describe el orden de la creatura, en el que se anudan la incertidumbre de la libertad y su recurrir a la justificación, si el saber es una actividad de creatura, este estremecimiento de la condición y esta justificación vienen del Otro. Sólo el Otro escapa a la tematización. La tematización no puede servir para fundar la tematización; porque la supone fundada, es el ejercicio de una libertad segura de sí misma en su espontaneidad ingenua; mientras que la presencia del Otro no equivale a su tematización y no requiere, en consecuencia, esta espontaneidad ingenua y segura de sí misma. El recibimiento del otro es, ipso facto, la conciencia de mi injusticia: la vergüenza de sí que la libertad experimenta. Si la filosofía consiste en saber de un modo crítico, es decir, en buscar un fundamento a su libertad, en justificarla, comienza con la conciencia moral en la que lo Otro se presenta como el Otro y en la que se invierte el movimiento de la tematización. Pero esta inversión no conduce a «conocerse» como tema señalado por el otro; sino a someterse a una exigencia, a una moralidad. El Otro me mide con una mirada incomparable con aquélla por la que lo descubro. La dimensión de altura en la que se coloca el Otro es como la curvatura primera del ser en la cual se sostiene el privilegio del Otro, el desnudamiento de la trascendencia. El Otro es Metafísica. El Otro no es trascendente porque sería libre como yo. Su libertad, al contrario, es una superioridad que viene de su trascendencia misma. ¿En qué consiste esta inversión de la crítica? El sujeto es «para sí»: se representa y se conoce desde que es. Pero al conocerse o al representarse, se posee, se domina, extiende su identidad a aquello que, en él mismo, viene a refutar esta identidad . Este imperialismo del Mismo es toda la esencia de la libertad. El «para sí», como modo de la existencia, indica un arraigo así tan radical como el deseo ingenuo de vivir. Pero si bien la libertad me sitúa descaradamente frente al no-yo, en mí y fuera de mí, si consiste en negarlo o en poseerlo, sin embargo frente a Otro retrocede. La relación con el Otro no se convierte, como el conocimiento, en gozo y posesión, en libertad. El Otro se impone como una exigencia que domina esta libertad, y a partir de aquí, como más original que todo lo que pasa en mí. El otro, cuya presencia excepcional se inscribe en la imposibilidad ética de matarlo, en la que me encuentro, indica el fin de mis poderes. Si no puedo más poder sobre él, es porque desborda absolutamente toda idea que puedo tener de él.
Para justificarse, el yo puede, ciertamente, optar por otra vía: puede buscar adherirse a una totalidad. Tal nos parece la justificación de la libertad a la que aspira la filosofía que, de Spinoza a Hegel, identifica voluntad y razón, que, contra Descartes, quita a la verdad su carácter de obra libre, para situarla allí donde se desvanece la oposición del yo y del no-yo, en el seno de una razón impersonal. La libertad no se encuentra mantenida, sino que se remite al reflejo de un orden universal, que se sostiene y se justifica solo, como el Dios del argumento ontológico. Este privilegio del orden universal de sostenerse y justificarse, que lo sitúa más allá de la obra todavía subjetiva de la voluntad cartesiana, constituye la dignidad divina de este orden. El saber sería la vía en la que la libertad denunciaría su propia contingencia, en la que se desvanecería en la totalidad. Esta vía disimula en realidad el antiguo triunfo del Mismo sobre el Otro. Si la libertad deja así de mantenerse en lo arbitrario de la certeza solitaria de la evidencia y si el solitario se une a la realidad impersonal de lo divino, el yo desaparece en esta sublimación. Para la tradición filosófica del Occidente, toda relación entre el Mismo y lo Otro, cuando no es ya la afirmación de la supremacía del Mismo, se remite a una relación impersonal en el orden universal. La filosofía se identifica con la sustitución de las personas por las ideas, del interlocutor por el tema, de la exterioridad de la interpelación por la interioridad de la relación lógica. Los antes remiten al Neutro de la idea, del ser, del concepto. Por escapar a lo arbitrario de la libertad, a su desaparición en el Neutro, hemos abordado el yo como ateo y creado-libre, pero capaz de ascender más acá de su condición -ante el Otro que no se abandona a la "tematización" o a la "conceptualización" del Otro. Querer escapar a la disolución en el Neutro, plantear el saber como un recibimiento del Otro, no es una piadosa tentativa de mantener el espiritualismo de un Dios personal, sino la condición del lenguaje sin la cual el discurso filosófico mismo no es más que un acto troncado, pretexto para un psicoanálisis o una filosofía o una sociología ininterrumpidas en las que la apariencia de un discurso se desvanece en el Todo. Hablar supone una posibilidad de romper y de comenzar.
Plantear el saber como el existir mismo de la creatura como el remontarse, más allá de la condición hacia el Otro que funda, es separarse de toda una tradición filosófica que buscaba en sí el fundamento de sí misma, fuera de las opiniones heterónomas. Pensemos que la existencia para sí, no es el último sentido del saber, sino el retomar el cuestionamiento de sí, el retorno hacia el antes que sí en presencia del Otro. La presencia del Otro -heteronomía privilegiada- no dificulta la libertad, la inviste. La vergüenza de sí, la presencia y el deseo de lo Otro, no son la negación del saber: eI saber es su articulación misma. La esencia de la razón no consiste en asegurar al hombre un fundamento y poderes, sino en cuestionarlo y en invitarlo a la justicia.
La metafísica no consiste por lo tanto en incluirse sobre el "para sí" del yo, para buscar en él el terreno sólido de una aproximación absoluta al ser. En el "conócete a ti mismo" no se logra su última etapa. No porque el "conócete a ti mismo" sea limitado o de mala fe, sino porque, por sí mismo, sólo es libertad, es decir, arbitrario e injustificado y, en este sentido odioso, es yo, egoísmo. El ateísmo del yo señala la ruptura de la participación y, por lo tanto, la posibilidad de buscarse una justificación, es decir, una dependencia frente a una exterioridad sin que esta dependencia absorba el ser dependiente, sostenido por hilos invisibles. Dependencia, en consecuencia que, a la vez, mantiene la independencia. Tal es la relación del cara-a- cara. En la búsqueda de la verdad, obra eminentemente individual, que siempre se remitía, como vía Descartes, a la libertad del individuo, el ateísmo se afirmaría como ateísmo. Pero su poder crítico la lleva más acá de su libertad. La unidad de la libertad espontánea que obra rectamente ante ella y de la crítica en la que la libertad es capaz de acusarse y, así, de precederse, se llama creatura. La maravilla de la creación no consiste solamente en ser creación ex-nihilo, sino en lograr un ser capaz de recibir una revelación, de aprender que es creado y capaz de cuestionamiento. El milagro de la creación consiste en crear un ser moral. Y esto supone precisamente, el ateísmo, pero, a la vez, más allá del ateísmo, la vergüenza por lo arbitrario de la libertad que le constituye.
Nos oponemos pues radicalmente también a Heidegger, que subordina la relación con el Otro a la ontología (la establece, por otra parte, como si se pudiera reducir a ella la relación con el interlocutor y con el Señor), en lugar de ver en la justicia y la injusticia un acceso original al Otro, más allá de toda ontología. La existencia del Otro nos concierne colectivamente, no por su participación en el ser que nos es familiar a todos, desde ahora; no por su poder y por su libertad que habríamos de subyugar y utilizar en nuestro provecho; no por la diferencia de sus atributos que habríamos de sobrepasar en el proceso del conocimiento o en un impulso de simpatía al confundirnos con él y como si su existencia fuese una incomodidad. El Otro no nos afecta como aquel que es necesario sobrepasar, englobar, dominar, sino en tanto que otro, independiente de nosotros: detrás de toda relación que pudiéramos mantener con él, que surge nuevamente absoluta. Es la manera de recibir a un ente absoluto que descubrirnos en la justicia y la injusticia y que efectúa el discurso, esencialmente enseñanza. Recibimiento del Otro -el término expresa una simultaneldad de actividad y pasividad, que coloca la relación con el otro fuera de las dicotomías válidas para las cosas: del a priori y del a posteriori, de la actividad y la pasividad-.
Pero queremos mostrar también cómo, a partir del saber identificado con la tematización, la verdad de este saber lleva a la relación con otro, es decir a la justicia. Porque el sentido de todo nuestro discurso consiste en poner en duda la inextirpable convicción de toda la filosofía que afirma que el conocimiento objetivo es la última relación de la trascendencia, que el Otro -aunque diferente de las cosas- debe ser objetivamente conocido, aun cuando su libertad frustre esta nostalgia del conocimiento. El sentido de todo nuestro discurso consiste en afirmar no que el otro escapa siempre al saber, sino que no tiene ningún sentido hablar aquí de conocimiento o ignorancia, porque la justicia, la trascendencia por excelencia y la condición del saber no es de ninguna manera, como se pretende, una noesis correlativa de un noema.

 

3. La verdad supone la justicia

La libertad espontánea del yo que no tiene la preocupación de su justificación, es una eventualidad inscrita en la esencia del ser separado: de un ser que no participa másy, en esta medida, que saca de sí mismo su existencia, de un ser que viene de una dimensión de la interioridad, de un ser conforme al destino de Giges, que ve a los que lo miran sin verlo y que sabe que no es visto.
Pero la posición de Giges ¿no comporta la impunidad de un ser sólo en el mundo, es decir, de un ser para quien el mundo es un espectáculo? ¿Y no está aquí la condición misma de la libertad solitaria, y, por esto, no puesta en duda e impune, de la certeza?
¿Este mundo silencioso -es decir, puro espectáculo-, no es accesible al conocimiento verdadero? ¿quién puede castigar el ejercicio de la libertad del saber? O, más exactamente, ¿cómo puede cuestionarse la espontaneidad de la libertad que se manifiesta en la certeza? ¿La verdad no es correlativa de una libertad que está más acá de la justicia, puesto que es la libertad de un ser solo?

a) La anarquía del espectáculo: el genio maligno

Pero un mundo absolutamente silencioso al que no tuviésemos acceso a partir de la palabra, aún mentirosa, sería anárquico, sin principio, sin comienzo. El pensamiento no tropezarla con nada sustancial. El fenómeno se degradaría, al primer contacto, en apariencia y, en este sentido, se mantendría en el equlvoco, en la sospecha de un genio maligno. El genio maligno no se manifiesta para decir su mentira: se mantiene, como posibilidad, detrás de las cosas que tienen todo el aire de manifestarse de buena fe. La posibilidad de la caída de éstas en el orden de las imágenes o velos, codetermina su aparición como puro espectáculo y anuncia el recoveco en el que se ampara el genio maligno. De aquí la posibilidad de la duda universal que no es una aventura personal que le acaeció a Descartes. Esta posibilidad es constitutiva de la aparición como tal, ya se produzca en la experiencia sensible o en la evidencia matemática. Husserl, que admitía sin embargo la posibilidad de una autopresentación de las cosas, recobraba este equívoco en el esencial carácter inconcluso de esta auto-presentación y en la irrupción siempre posible, de la "síntesis" que resume el film de sus "aspectos".
El equívoco no consiste aquí en la confusión de dos nociones, de dos sustancias o de dos propiedades. No es de los que se producen en el seno de un mundo ya aparecido. No es, tampoco, la confusión del ser y la nada. Lo que aparece no se degrada en nada. Pero la apariencia que no es una nada tampoco es un ser, ni siquiera interior; no es, en efecto, de ninguna manera en sí. Procede de una intención burlona. Se burla de aquel a quien se presentaba puntualmente lo real y cuya apariencia brillaba como la piel misma del ser. Porque ya lo original o lo últimoabandona la piel misma en la que brillaba en su desnudez, como una envoltura, que lo anuncia, lo disimula, lo imita, o lo deforma. La duda que viene de este equívoco siempre renovado y que constituye la aparición misma del fenómeno, no juzga la agudeza de la mirada que confundiría erróneamente seres muy distintos, colocados en un mundo plenamente unívoco; la duda, además, no pone en tela de juicio la constancia de formas de este mundo que serían de hecho arrebatadas sin cesar por un porvenir. Se trata de la sinceridad de lo que aparece. como si en esta aparición silenciosa e indecisa se fingiese una ficción, como si el peligro del error proviniese de un engaño, como si el silencio sólo fuese la modalidad de una palabra.
El mundo silencioso es un mundo que nos viene del otro, aunque sea genio maligno. Su equívoco se insinúa en una burla. El silencio no es, así, simple ausencia de palabra; la palabra está en el fondo del silencio como un reír pérfidamente retenido Es lo contrario del lenguaje: el interlocutor ha dado una señal, pero se ha desprendido de toda interpretación: éste es el silencio que espanta. La palabra es para el otro un auxilio del signo emitido, una asistencia a su propia manifestación por signos, un remediar el equívoco por esta asistencia.
La mentira del genio maligno no es una palabra opuesta a la palabra verídica. Está en el intervalo de lo ilusorio y lo serio, en el que respira el sujeto que duda. La mentira del genio maligno está más allá de toda mentira. En la mentira ordinaria, el que habla se disimula, ciertamente, pero la palabra de la simulación no se evade de la palabra y, por ello, puede ser refutada. Lo contrario del lenguaje es un reír que busca destruir el lenguaje, reír que repercute infinitamente allí donde la mistificación se encaja en una mistificación, sin reposar jamás sobre una palabra real, sin comenzar jamás. El espectáculo del mundo silencioso de los hechos está embrujado: todo fenómeno enmascara, mistifica infinitamente, volviendo la actualidad imposible. Situación que crean esos seres burlones, que se comunican a través de un laberinto de sobreentendidos que Shakespeare y Goethe hacen aparecer en las escenas de hechiceros donde se habla el antilenguaje y donde responder sería cubrirse de ridículo.

b) La expresión es el principio

La ambivalencia de la aparición es superada por la Expresión, presentación del otro a mi, acontecimiento original de la significación. Comprender una significación no es ir de un término de la relación al otro, percibir relaciones en el seno del dato. Recibir el dato es ya recibirlo como enseñado, como expresión del Otro. No es necesario suponer miticamente un dios que se distingue por su mundo: el mundo llega a ser nuestro tema -y por ello nuestro objeto- como una propuesta que se nos hace, viene de una enseñanza original en cuyo seno el mismo trabajo científico se instala y lo requiere. El mundo es ofrecido en el lenguaje del otro, las proposiciones lo presentan. El Otro es principio del fenómeno. El fenómeno no se deduce de él; no se lo encuentra al ascender a partir del signo que sería la cosa, hacia el interlocutor que emite este signo sin un movimiento análogo a la marcha que conduciría de la apariencia a las cosas en sí. Porque la deducción es una manera de pensar que se aplica a objetos ya dados. El interlocutor no podría ser deducido, porque la relación entre él y yo es presupuesta por toda prueba. Es presupuesta por todo simbolismo, no solamente porque es necesario entenderse sobre este simbolismo, establecer sus convenciones, que no pueden instituirse arbitrariamente, según Platón en el Cratilo. Esta relación es ya necesaria para que un dato aparezca como signo, como signo que señala a alguien que habla, cualquiera que sea el significado de este signo y aunque jamás pueda ser descifrado. Es necesario que el dato funcione como signo para que sea solamente dato. Lo que es indicado por un signo como significando este signo, no es un significado del signo, sino que emite y dona el signo. El dato remite al donante, pero este remitir no es la causalidad como tampoco es la relación del signo con su significación. Luego lo expondremos más extensamente.

c) El cogito y el Otro

El cogito no ofrece un comienzo a esta iteración del sueño. Hay en el cogitocartesiano, certeza primera (pero que, para Descartes, reposa ya sobre la existencia de Dios), una detención arbitraria, que no se justifica por sí misma. La duda con respecto a los objetos implica la evidencia del ejercicio mismo de la duda. Negar este ejercicio sería ya afirmarlo. En realidad, en el cogito, el sujeto pensante que niega sus evidencias, concluye en la evidencia de esta obra de negación, pero a un nivel diferente de aquel en el que ha negado. Pero sobre todo, llega a la afirmación de una evidencia que no es afirmación última o inicial porque, a su vez, puede ser puesta en duda. A un nivel aún más profundo se afirma entonces la verdad de la segunda negación, pero, una vez más, sin que escape a la negación. No es pura y simplemente un trabajo de Sísifo, porque la distancia recorrida en cada caso no es la misma. Es un movimiento descendente hacia un abismo cada vez más profundo y que hemos llamado en otra parte hay, más allá de la afirmación y la negación. En razón de esta operación de descenso vertiginoso hacia el abismo, en razón de este cambio de niveles, el cogito cartesiano no es un razonamiento en el sentido corriente del término, ni una intuición. Descartes se embarca en una obra de negación infinita que es ciertamente la obra de un sujeto ateo que ha roto con la participación y que (aunque apto por la sensibilidad al asentimiento), sigue siendo incapaz de afirmar; en un movimiento hacia el abismo que arrastra vertiginosamente el sujeto incapaz de detenerse,
El Yo, en la negatividad que se manifiesta por la duda, rompe la participación, pero no encuentra en el cogito solitario un alto. No soy yo, es el Otro quien puede decir sí. De él viene la afirmación. El está en el comienzo de la experiencia. Descartes busca una certeza y se detiene en el primer cambio de nivel en este descenso vertiginoso. En efecto, él posee la idea de lo infinito, puede medir de antemano el retorno de la afirmación detrás de la negación. Pero poseer la idea de lo infinito, es ya haber recibido al Otro.

d) Objetiidad y lenguaje

De esta manera, el mundo silencioso sería an-árquico. El saber no podría comenzar en él. Pero ya an-árquico -en el límite del no-sentido-, su presencia en la conciencia espera la palabra que no viene. Aparece así en el seno de una relación con el Otro, como signo que el Otro emite, aun disimulando su rostro, es decir, aun privando del auxilio que habría de dar a los signos que emite y que emite, en consecuencia, en el equívoco. Un mundo absolutamente silencioso, indiferente a la palabra que se calla, silencioso en un silencio que no deja adivinar, detrás de las apariencias, a nadie que señale este mundo y que se señale al señalar este mundo, aunque mienta a través de las apariencias, a la manera de un genio maligno, un mundo tan silencioso no podría ni siquiera ofrecerse como espectáculo.
El espectáculo, en efecto, sólo es contemplado en la medida en que tiene un sentido. El sentido no es posterior a lo "visto" a lo "sensible", por sí mismos insignificantes, y que nuestro pensamiento conformaría o modificaría de determinado modo según categorías a priori.
Para comprender el lazo indisoluble que une la aparición a la significación, se ha tratado de volver la aparición posterior a la significación, al situarla en el seno de la finalidad de nuestro comportamiento práctico. Lo que hace aparecer, la "pura objetividad", lo "exclusivamente objeto", sólo sería un residuo de esta finalidad práctica a la que tomaría prestado su sentido. De aquí la prioridad de la preocupación con relación a la contemplación, la radicación del conocimiento en una comprehensión que accede a la "mundanidad" del mundo y que abre el horizonte a la aparición del objeto.
La objetividad del objeto es subestimada de este modo. La antigua tesis que pone la representación en la base de todo comportamiento práctico -tachada de intelectualismo- queda muy pronto desacreditada. La mirada más penetrante no podría descubrir en la cosa su función de utensilio. ¿Es suficiente una simple suspensión del acto para percibir el útil como cosa?
¿La significación práctica es, por otra parte, el dominio originario del sentido? ¿No supone acaso la presencia de un pensamiento al que aparece, y a cuyos ojos adquiere este sentido? ¿Es capaz, por su dinámica interna, de hacer surgir este pensamiento?.
Como práctica, la significación remite a fin de cuentas al ser que existe en vista de esta existencia misma. Así es recibida de un término que es fin de sí mismo, de suerte que aquel que comprende la significación es indispensable a la serie en la que las cosas adquieren un sentido, como fin de la serie. El remitir que implica la significación se terminaría allí donde el remitir se hace de sí a sí: en el gozo. El proceso del cual recibirían los seres su sentido no sería solamente finito, sino que, en tanto que finalidad, consistiría por esencia en ir a un término, en acabar. Ahora bien el acabamiento es precisamente el punto en el que se pierde toda significación. El gozo -satisfacción y egoísmo del yo- es un acabamiento con relación al cual los seres toman o pierden su significación de medios, según se coloquen en su camino o se desvíen de él. Pero los medios, pierden su significación en el acabamiento. El fin es inconciente cuando se alcanza. ¿Con qué derecho la inocencia de la satisfacción inconciente iluminaría de significación las cosas teniendo en cuenta que es, en sí misma, embotamiento?
En efecto, la significación siempre ha sido tomada a nivel de relación. La relación no aparecía como contenido inteligible, captado intuitivamente. Seguía siendo significante a causa del sistema de relaciones en el que entraba. De suerte que la inteligencia de lo inteligible resulta a través de toda filosofía occidental -desde la última filosofía de Platón- movimiento y nunca intuición. Husserl transforma las relaciones en correlativos de una mirada que las capta y las toma par contenidos. Aporta así la idea de una significación y de una inteligibilidad intrínseca del contenido como tal, de la luminosidad de un contenido (en la claridad aún más que en la distinción que es relatividad, porque separa al objeto de todo lo que no sea él). Pero no es cierto que esta autopresentación en la luz pueda tener un sentido por sí misma. Y el idealismo, la Sinngebung por el sujeto, acaba todo este realismo del sentido.
En efecto, la significación sólo se mantiene en la ruptura de la unidad última del ser satisfecho. Las cosas empiezan a tomar una significación en la preocupación del ser aún «en ruta». De suerte que se saca de esta ruptura la conciencia misma. El inteligible tendería a la insatisfacción, a la indigencia provisora del ser, a su estancia más acá de su realización. Pero ¿debido a qué milagro, si el acabamiento del ser ha terminado, si el acto es más que la potencia?
¿No es necesario pensar más bien que el cuestionamiento, que es una toma de conciencia de la satisfacción, en lugar de provenir de su fracaso, proviene de un acontecimiento que no tiene por prototipo el proceso de finalidad? La conciencia que estropea la felicidad, deja atrás la felicidad y no nos lleva por los caminos que a ella conducen. La conciencia que estropea la felicidad y que da una significación a la felicidad y a la finalidad y al encadenamiento finalista de los utensillos y de sus usuarios, no viene de la finalidad. La objetividad en la que el ser es propuesto a la conciencia no es un residuo de la finalidad. Los objetos no son objetos cuando se ofrecen a la mano que se sirve de dios, a la boca o a la nariz, a los ojos y a los oídos que los gozan. La objetividad no es lo que resta de un utensilio o de un alimento, separados del mundo en el que se desenvuelve su ser. Se plantea en un discurso, en una negociación que propone el mundo. Esta proposición se realiza entre dos puntos que no constituyen un sistema, un cosmos, una totalidad
La objetividad del objeto y su significación provienen del lenguaje. Esta modalidad por la cual el objeto es puesto como tema que se ofrece, incluye el hecho de significar: no el hecho de remitir al pensador que lo acopla a eso que es significado (y que es parte del mismo sistema), sino el hecho de manifestar el significante, el emisor del signo, una alteridad absoluta que, sin embargo, le habla y, por lo mismo, tematiza, es decir, propone un mundo. El mundo precisamente como propuesto, como expresión, tiene un sentido, pero no es nunca, por esta misma razón, original de él. Para una significación, darse liebhaft, agotar su ser en una aparición exhaustiva, es un absurdo. Pero la no-originalidad de eso que tiene un sentido, no es un menos ser, un remitir a una realidad que imita, que reproduce o que simboliza. El sentido remite a un significante. El signo no significa al significante, como significa el significado. El significado nunca es presencia completa, siempre signo a su vez, no se da con leal franqueza. El significante, aquel que emite el signo, está de cara a pesar de la interposición del signo sin proponerse como tema. Puede ciertamente hablar de sí, pero entonces se anunciaría el mismo como significado y en consecuencia como signo a su vez. El otro, el significante, se manifiesta en la palabra al hablar del mundo y no de sí, se manifiesta, proponiendo el mundo, al tematizarlo.
La tematización manifiesta al Otro porque la proposición que plantea y ofrece el mundo no flota en el aire, sino que promete una respuesta a aquel que recibe esta proposición y que se dirige hacia el Otro porque recibe, en su proposición, la posibilidad de preguntar. La pregunta no se explica solamente por el asombro, sino por la presencia de aquel a quien se dirige. La proposición se mantiene en el campo tenso de las preguntas y las respuestas. La proposición es un signo que ya se interpreta, que aporta su propia clave. Esta presencia de la clave que interpreta en el signo a interpretar es precisamente la presencia del Otro en la proposición, la presencia de aquel que auxilia a su discurso, el carácter educativo de toda palabra. El discurso oral es la plenitud de todo discurso.
La significación o la inteligibilidad no se sostiene en la identidad del Mismo que permanece en sí, sino en el rostro del Otro que llama al Mismo. La significación no surge porque el Mismo tenga necesidades, porque le falta algo y porque todo lo que sea susceptible de llenar esta falta, tome un sentido por si mismo. La significación está en la excedencia absoluta del Otro con relación al Mismo que lo desea, que desea lo que no le falta, que recibe al Otro a través de los temas que -sin ausentarse de los signos así dados- el Otro le propone o recibe de él. La significación se sostiene en el Otro que dice o que entiende el mundo y al que su lenguaje o su entendimiento precisamente tematizan. La significación parte del verbo en que el mundo es, a la vez, tematizado e interpretado, en el que el significante no se separa nunca del signo que emite, sino que recobra siempre al mismo tiempo que expone. Este auxilio dada siempre a la palabra que plantea las cosas, es la esencia única del lenguaje.
La significación de los seres no se manifiesta en la perspectiva de la finalidad, sino en la del lenguaje. Una relación entre términos que se resisten a la totalización, que se absuelven de la relación o que la precisan, sólo es posible como lenguaje. La resistencia de un término al otro no señala aquí el residuo oscuro y hostil de la alteridad, sino, por el contrario la inagotable excedencia de delicadeza que la palabra, siempre educativa, me aporta. La palabra es siempre un recuperar lo que fue simple signo arrojado por ella, promesa siempre renovada de esclarecer lo que fue oscuro en la palabra.
Tener un sentido es situarse con relación a un absoluto, es decir, venir de esta alteridad que no se suprime en su percepción. Tal alteridad sólo es posible como una abundancia milagrosa, sobreabundancia inagotable de atención que surge en el esfuerzo siempre recomenzado del lenguaje con el objeto de aclarar su propia manifestación. Tener un sentido, es enseñar o ser enseñado, hablar o poder ser dicho.
En la perspectiva de la finalidad y del gozo, la significación sólo aparece en el trabajo que implica el gozo impedido. Pero el gozo impedido, por sí mismo, no engendraría ninguna significación, sino sólo el sufrimiento si no se desempeñase en un mundo de objetos, es decir, en un mundo en el que ya ha resonado la palabra.
La función de origen no remite a un fin que, en un sistema de referencia, se referiría a sí (como el para sí de la conciencia). Comienzo y fin no son conceptos últimos en el mismo sentido. El "para sí" se encierra en sí y, satisfecho, pierde toda significación. Aparece tan enigmático como cualquier otra aparición a aquel que lo aborda. Es origen -lo que da la clave de su enigma- el que trae su palabra. El lenguaje tiene de excepcional que asiste a su manifestación. La palabra consiste en explicar la palabra. Es enseñanza. La aparición es una forma paralizada de la que ya se ha retirado, mientras que en el lenguaje se lleva a cabo la afluencia interrumpida una presencia que desgarra el velo inevitable de su propia aparición, plástica como toda aparición. La aparición revela y oculta, la palabra consiste en sobrepasar, en una franqueza total, siempre renovada, la disimulación inevitable de toda aparición. Por ello se da un sentido -una orientación- a todo fenómeno.
El comienzo del saber sólo es posible si se rompe el encantamiento y el equívoco permanente de un mundo en el que toda aparición es posible simulación, en el que falta el comienzo. La palabra introduce un principio en esta anarquía. La palabra desencanta, porque, en ella, el ser que habla garantiza su aparición y se auxilia, asiste a su propia manifestación. Su ser se efectúa en esta asistencia. La palabra que ya apunta en el rostro que me mira, introduce la franqueza primera de la revelación. Con relación a ella, el mundo se orienta, es decir adquiere una significación. Con relación a la palabra, comienza, y esto no equivale a la fórmula: en ella el mundo concluye. Es dicha y, por ello, puede ser tema, puede ser propuesta. La entrada de los seres en una proposición constituye el acontecimiento original de su adquisición de significación a partir de la cual se erguirá la posibilidad de su expresión algorítmica. La palabra es así, el origen de toda significación -de los utensilios y de todas las obras humanas- porque, por día, el sistema de referencias al cual remite toda significación recibe el principio de su mismo funcionamiento: su clave. El lenguaje no sería una modalidad del simbolismo, todo simbolismo se refiere ya al lenguaje.

e) Lenguaje y atención

Asistencia del ser a su presencia: la palabra es enseñanza. La enseñanza no transmite un contenido abstracto y general, ya común a mí y al Otro. No asume solamente una función, después de todo, subsidiaria de hacer dar a luz a un espíritu, ya grávido de su fruto. La palabra instaura la comunidad solamente al dar, al presentar el fenómeno como dato, y da al tematizar. El dato es el hecho de una frase. En la frase, la aparición pierde su fenomenalidad al fijarse como tema; contrariamente al mundo silencioso, a la ambigüedad infinitamente amplificada, al agua estancada, al agua que duerme de la mistificación que pasa por misterio, la proposición relaciona el fenómeno al ente, a la exterioridad, a lo Infinito del Otro que mi pensamiento no contiene. Define. La definición, que sitúa el objeto en su género, supone la definición que consiste en superar el fenómeno amorfo de su confusión, para orientarlo a partir de lo Absoluto, su origen, para tematizarlo. Toda definición lógica -per genesim o per genus et differentiam sperificam- supone ya cierta tematización, ese ingreso en un mundo en el que resuenan las frases.
La objetivación misma de la verdad remite al lenguaje. Lo infinito en el que toda definición se recorta, no se define, no se ofrece a la mirada, pero se señala; no como tema, sino tematizante, como a aquel a partir de quien toda cosa puede captarse idénticamente; pero también se señala al asistir a la obra que la señala; no sólo se señala, sino que habla, es rostro.
La enseñanza como fin del equívoco o de la confusión es una tematización del fenómeno. Porque el fenómeno me ha sido enseñado por aquel que se presenta en si mismo -al retomar los actos de esta tematización que son los signos- al hablar, no soy ya juguete de una mistificación, sino que considero los objetos. La presencia del otro rompe el encantamiento anárquico de los hechos: el mundo llega a ser objeto. Ser objeto, ser tema, es ser aquel del cual puedo hablar con alguien que ha atravesado el plano del fenómeno y me ha asociado a él. Asociación cuya estructura enunciaremos, estructura que, lo hemos sugerido, sólo puede ser moral, de suerte que la verdad se funda en mi relación con el Otro o la justicia. Poner la palabra en el origen de la verdad es abandonar el develamiento que supone la soledad de la visión, como obra primera de la verdad.
La tematización como obra del lenguaje, como una acción ejercida por el Maestro sobre mi, no es una misteriosa información, sino la llamada dirigida a mi atención. La atención y el pensamiento explícito que hace posible son la conciencia misma y no afinamiento de la conciencia. Pero la atención eminentemente soberana en mí, es lo que esencialmente responde a una llamada. La atención es atención a algo, porque es atención a alguien. La exterioridad de su punto de partida le es esencial, a ella, que es la tensión misma del yo. La escuela, sin la que ningún pensamiento es explícito, condiciona la ciencia. Aquí se afirma la exterioridad que realiza la libertad en lugar de atentar contra ella: la exterioridad del Maestro. La explicitación de un pensamiento sólo puede hacerse entre dos; no se limita a encontrar lo que ya se poseía. Pero la primera enseñanza del que enseña, es su presencia misma de enseñante desde la que proviene la representación.

f) Lenguaje y justicia

¿Pero qué puede significar: el enseñante que llama la atención desborda la conciencia? ¿Cómo el que enseña está fuera de la conciencia a la que enseña? No le es exterior como el contenido pensado es exterior al pensamiento que lo piensa. La exterioridad del contenido pensado, con relación al pensamiento que lo piensa es asumido por el pensamiento y, en este sentido, no desborda la conciencia. Nada de lo que toca el pensamiento puede desbordarlo. Todo es asumido libremente. Nada, salvo el juicio que juzga la libertad misma del pensamiento. La presencia del Maestro que da con su palabra un sentido a los fenómenos y permite tematizarlos, no se ofrece a un saber objetivo; está, por su presencia, en sociedad conmigo. La presencia del ser en el fenómeno que rompe el encanto del mundo encantado, que profiere el si que el yo es incapaz de proferir, que aporta la positividad por excelencia del Otro, es ipso facto asociación. Pero la referencia al comienzo no es saber del comienzo. Por el contrario, toda objetivación se refiere ya a esta referencia. La asociación, como experiencia por excelencia del ser, no devela. Se la puede llamar develamiento de lo que es develado -experiencia de un rostro- pero se pierde así la originalidad de este develamiento. En este develamiento desaparece precisamente la conciencia de la certeza solitaria en la que funciona todo saber, aun aquel que se puede tener de un rostro. La certeza reposa, en efecto, en mi libertad y, en este sentido, es solidaria. Aunque sean conceptos a priori los que me permiten asumir el dato, aunque sea la adhesión de la voluntad (como en Descartes), es mi libertad finalmente sola, la que asume la responsabilidad de lo verdadero. La asociación, el renacimiento del maestro, es lo contrario: en ella el ejercicio de mi libertad es cuestionado. Si llamamos conciencia moral a una situación en la que mi libertad es cuestionada, la asociación o el recibimiento del Otro, es la conciencia moral. La originalidad de esta situación no está solamente en su antítesis formal frente a la conciencia cognoscitiva. El cuestionamiento de sí, es tanto más severo en tanto el si ya se controla muy rigurosamente a sí mismo. Este alejamiento de la meta a medida que se aproxima a ella, es la vida de la conciencia moral. El aumentar de las exigencias que me hago a mí mismo, agrava mi juicio, agrava mi responsabilidad. En este sentido muy concreto, el juicio que se me hace nunca es asumido por ml. Esta imposibilidad de asumir es la vida misma -la esencia- de esta conciencia moral. Mi libertad no es la última palabra, no estoy solo. Y diremos por esto que sólo la conciencia moral sale de sí misma. Dicho de otra forma aún, en la conciencia moral hago una experiencia que no es a la medida de ningún cuadro a priori: una experiencia sin concepto. Toda otra experiencia es conceptual, es decir, llega a ser mía o resulta de mi libertad. Venimos de describir la insaciabilidad esencial de la conciencia moral, que no resultará del orden del hambre o la saciedad. Así hemos definido antes el deseo. La conciencia moral y el deseo no son modalidades entre otras de la conciencia, sino su condición. Son concretamente el recibimiento del Otro a través de su juicio.
La transitividad de la enseñanza y no la interioridad de la reminiscencia, es la que manifiesta el ser. La sociedad es el lugar de la verdad. La relación moral con el Maestro que me juzga, sostiene la libertad de mi adhesión a lo verdadero. Así comienza el lenguaje. El que me habla y que, a través de las palabras, se me propone, conserva el extrañamiento fundamental del otro que me juzga; nuestras relaciones no son jamás reversibles. Esta supremacía lo sitúa en sí, fuera de mi saber, y, con relación a este absoluto, el dato adquiere un sentido.
La "comunicación" de las ideas, la reciprocidad del diálogo, ocultan ya la esencia profunda del lenguaje. Esta reside en la irreversibilidad de la relación entre el Yo y el Otro, en la Maestría del Maestro coincidiendo con su posición de Otro y de exterior. El lenguaje sólo parece hablarse, en efecto, si el interlocutor es el comienzo de su discurso, si permanece en consecuencia, más allá del sistema, si no está en el mismo plano que yo. El interlocutor no es un Tú, es un Usted. Se revela en su señorío. La exterioridad coincide pues con un señorío. Mi libertad es así juzgada por un Señor que puede investirla. A partir de aquí, la verdad, ejercicio soberano de la libertad, llega a ser posible.

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