METAFÍSICA DEL CRIMEN

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Michel Foucault

Extraído de: Vigilar y castigar.
Pag.277. Editorial Siglo XXI. México, 1976.

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Admitamos que la ley esté destinada a definir infracciones, que el aparato penal tenga como función reducirlas y que la prisión sea el instrumento de esta represión. Entonces, hay que levantar un acta de fracaso. O más bien -porque para establecerlo en términos históricos sería preciso poder medir la incidencia de la penalidad de detención sobre el nivel global de la criminalidad- hay que asombrarse de que desde hace 150 años la proclamación del fracaso de la prisión haya ido siempre acompañada de su mantenimiento. La única alternativa realmente considerada ha sido la deportación, que Inglaterra abandonó desde principios del siglo XX y que Francia recogió bajo el segundo Imperio, aunque más bien como una forma a la vez rigurosa y lejana de prisión.
Pero quizá haya que darle la vuelta al problema y preguntarse de qué sirve el fracaso de la prisión; para qué son útiles esos diferentes fenómenos que la crítica denuncia continuamente: pertinacia de la delincuencia, inducción de la reincidencia, trasformación del infractor ocasional en delincuente habitual, organización de un medio cerrado de delincuencia. ¿Quizá habrá que buscar lo que se oculta bajo el aparente cinismo de la institución penal que, después de haber hecho purgar su pena a los condenados, continúa siguiéndolos por toda una serie de marcajes (vigilancia que era de derecho en otro tiempo y que hoy es de hecho; pasaportes de los presidiarios antaño, y ahora el registro de penados y rebeldes) y que persigue así, como "delincuente", a quien ha cumplido su castigo como infractor? ¿No se puede ver ahí más que una contradicción, una consecuencia? sería preciso entonces suponer que la prisión, y de una manera general los castigos, no están destinados a suprimir las infracciones; sino más bien a distinguirlas, a distribuirlas, a utilizarlas; que tienden no tanto a volver dóciles a quienes están dispuestos a trasgredir las leyes, sino que tienden a organizar la trasgresión de las leyes en una táctica general de sometimientos. La penalidad sería entonces una manera de administrar los ilegalismos, de trazar límites de tolerancia, de dar cierto campo de libertad a algunos, y hacer presión sobre otros, de excluir a una parte y hacer útil a otra; de neutralizar a éstos, de sacar provecho de aquéllos. En suma, la penalidad no "reprimiría" pura y simplemente los ilegalismos; los "diferenciaría", aseguraría su "economía" general. Y si se puede hablar de una justicia de clase no es sólo porque la ley misma o la manera de aplicarla sirvan a los intereses de una clase, es porque toda la gestión diferencial de los ilegalismos por la mediación de la penalidad forma parte de esos mecanismos de dominación. Hay que reintegrar los castigos legales a su lugar dentro de una estrategia legal de los ilegalismos. El "fracaso" de la prisión puede comprenderse sin duda a partir de ahí.
El esquema general de la reforma penal se había inscrito a fines del siglo XVIII en la lucha contra los ilegalismos: un verdadero equilibrio de tolerancias, de apoyos y de intereses recíprocos, que bajo el Antiguo Régimen había mantenido, unos al lado de los otros, a los ilegalismos de diferentes capas sociales, fue roto. Entonces se formó la utopía de una sociedad universal y públicamente punitiva donde unos mecanismos penales siempre en actividad funcionarían sin retraso, ni mediación, ni incertidumbre; una ley, doblemente ideal por ser perfecta en sus cálculos y estar inscrita en la representación de cada ciudadano, bloquearía, desde su origen, todas las prácticas de ilegalidad. Ahora bien, en el viraje de los siglos XVIII y XIX, y contra los códigos nuevos, he aquí que surge el peligro de un nuevo ilegalismo popular. O más exactamente, quizá, los ilegalismos populares se desarrollan entonces según unas dimensiones nuevas: las que llevan consigo todos los movimientos que, desde los años 1780 hasta las revoluciones de 1848, entrecruzan los conflictos sociales, las luchas contra los regímenes políticos, la resistencia al movimiento de la industrialización, los efectos de las crisis económicas. Esquemáticamente, se pueden señalar tres procesos característicos. En primer lugar, el desarrollo de la dimensión política de los ilegalismos populares; y esto de dos maneras: unas prácticas hasta entonces localizadas y en cierto modo limitadas a sí mismas (como la negativa al pago del impuesto, a someterse a la conscripción, al pago de cánones y de tasas, la confiscación violenta de artículos acaparados; el saqueo de almacenes y la venta autoritaria de los productos a un "precio justo": los enfrentamientos con los representantes del poder), pudieron dar por resultado durante la Revolución unas luchas directamente políticas, que tenían por objeto, no ya simplemente que cediera el poder o la supresión de una medida intolerable, sino el cambio del gobierno y de la estructura misma del poder. En cambio, ciertos movimientos políticos se apoyaron de manera explícita en formas existentes de ilegalismo (así como la agitación realista del oeste o del mediodía de Francia utilizó el rechazo campesino de las nuevas leyes sobre la propiedad, la religión, la conscripción); esta dimensión política del ilegalismo llegará a ser a la vez más compleja y más marcada en las relaciones entre el movimiento obrero y los partidos republicanos en el siglo XIX, en el paso de las luchas obreras (huelgas, coaliciones prohibidas, asociaciones ilícitas) a la revolución política. En todo caso, en el horizonte de estas prácticas ilegales -y que se multiplican con las legislaciones cada vez más restrictivas- se perfilan unas luchas propiamente políticas; no es el derrocamiento eventual del poder lo que las inspira a todas, ni mucho menos; pero una buena parte de ellas pueden capitalizarse como combates políticos de conjunto y a veces incluso llevar a ellos directamente.
Por otra parte, a través del rechazo de la ley o de los reglamentos, se reconocen fácilmente las luchas contra aquellos que las establecen de acuerdo con sus intereses: ya no se enfrentan con los arrendadores de contribuciones, los agentes del fisco, los del rey, los oficiales prevaricadores o los malos ministros, con todos los agentes de la injusticia, sino con la ley misma y la justicia que está encargada de aplicarla, con los propietarios que hacen valer los derechos nuevos; con los patronos que se entienden unos con otros, pero que hacen prohibir las coaliciones; contra los empresarios que multiplican las máquinas, rebajan los salarios, alargan los horarios de trabajo y hacen cada vez más rigurosos los reglamentos de las fábricas. Ha sido realmente contra el nuevo régimen de la propiedad territorial -instaurado por la burguesía que se aprovechaba de la Revolución- contra el que se ha desarrollado un verdadero legalismo campesino que sin duda revistió sus formas más violentas de Termidor al Consulado, pero no desapareció entonces; fue contra el nuevo régimen de la explotación legal del trabajo, contra el que se desarrollaron los ilegalismos obreros a comienzos del siglo XIX, desde los más violentos, como el destrozo de máquinas, o los más duraderos como la constitución de asociaciones, hasta los más cotidianos, como el ausentismo, el abandono de trabajo, la vagancia, los fraudes con las materias primas, con la cantidad y la calidad del trabajo terminado. Inscríbense una serie entera de ilegalismos en unas luchas en las que se sabe que se afronta a la vez la ley y la clase que la impuso.
En fin, si bien es cierto que en el curso del siglo XVIII se ha visto (1) cómo la criminalidad tendía a formas especializadas, se inclinaba cada vez más hacia el robo hábil, y pasaba a ser, por una parte, propia de marginados, aislados en medio de una población que les era hostil, se ha podido asistir en los últimos años del siglo XVIII a la reconstitución de ciertos vínculos o al establecimiento de nuevas relaciones; no en modo alguno, como decían los contemporáneos, porque los cabecillas de la agitación popular fueran criminales, sino porque las nuevas formas del derecho, los rigores de la reglamentación, las exigencias ya del Estado, ya de los propietarios, ya de los patronos, y las técnicas más estrechas de vigilancia, multiplicaban las ocasiones de delito, y hacían caer del otro lado de la ley a muchos individuos que, en otras condiciones, no habrían pasado al campo de la criminalidad especializada. Sobre el fondo de las nuevas leyes de la propiedad, sobre el fondo también de la conscripción rechazada es como se ha desarrollado un legalismo campesino en los últimos años de la Revolución, multiplicando las violencias, las agresiones, los robos, los saqueos y hasta las grandes formas del "bandidismo político", sobre el fondo igualmente de una legislación o de reglamentos muy rigurosos (referentes al librete (2), a los alquileres, a los horarios, a las ausencias) es como se ha desarrollado una vagancia obrera que se cruzaba a menudo con la delincuencia estricta. Una serie de prácticas legalistas que en el curso del siglo anterior habían tenido tendencia a decantarse y a aislarse unas de otras, parecían ahora establecer nuevas relaciones para constituir una amenaza nueva.
Triple generalización de los ilegalismos populares en el paso de dos siglos (y al margen mismo de una extensión cuantitativa que es problemática y quedaría por medir): se trata de su inserción en un horizonte político general; de su articulación explícita sobre unas luchas sociales; de la comunicación entre diferentes formas y niveles de infracciones. Estos procesos no han seguido sin duda un pleno desarrollo; no se ha formado ciertamente a principios del siglo XIX un legalismo masivo, político y social a la vez. Pero bajo su forma esbozada y a pesar de su dispersión, han estado suficientemente marcados para servir de soporte al gran temor de una plebe a la que se cree a la vez criminal y sediciosa, al mito de la clase bárbara, inmoral y fuera de la ley que, desde el imperio a la monarquía de Julio, está siempre presente en el discurso de los legisladores, de los filántropos o de los investigadores de la vida obrera. Son estos procesos los que encontramos tras una serie entera de afirmaciones bien ajenas a la teoría penal del siglo XVIII: que el crimen no es una virtualidad que el interés o las pasiones hayan inscrito en el corazón de todos los hombres, sino la obra casi exclusiva de determinada clase social; que los criminales, que en otro tiempo se encontraban en todas las clases sociales, salen ahora "casi todos, de la última fila del orden social"(3); que "las nueve décimas partes de homicidas, asesinos, ladrones y de hombres viles proceden de lo que hemos llamado la base social" (4) que no es el crimen lo que vuelve ajeno a la sociedad, sino que el mismo se debe al hecho de que se está en la sociedad como un extraño, de que se pertenece a esa "casta bastardeada" de que hablaba Target, a esa "clase degradada por la miseria cuyos vicios oponen como un obstáculo invencible a las generosas intenciones que tratan de combatirla" (5) que en esas condiciones sería hipócrita o ingenuo creer que la ley se ha hecho para todo el mundo en nombre de todo el mundo; que es más prudente reconocer que se ha hecho para algunos y que recae sobre otros; que en principio obliga a todos los ciudadanos, pero que se dirige principalmente a las clases más numerosas y menos ilustradas; que a diferencia de lo que ocurre con las leyes políticas o civiles, su aplicación no concierne por igual a todo el mundo (6); que en los tribunales la sociedad entera no juzga a uno de sus miembros, sino que una categoría social encargada del orden sanciona a otra que está dedicada al desorden: "Recorred los lugares donde se juzga, donde se encarcela, donde se mata... Un hecho nos impresiona en todos ellos; en todos vemos dos clases de hombres bien distintas, de los cuales los unos se encuentran siempre en los sillones de los acusadores y de los jueces y los otros en los banquillos de los acusados y de los reos", lo cual se explica por el hecho de que estos últimos, por falta de recursos y de educación, no saben "mantenerse dentro de los límites de la probidad legal" (7); a tal punto que el lenguaje de la ley, que quiere ser universal, es, por esto mismo, inadecuado; debe ser, si ha de ser eficaz, el discurso de una clase a otra, que no tiene ni las mismas ideas que ella, ni emplea las mismas palabras: "Ahora bien, con nuestras lenguas gazmoñas, desdeñosas, y trabadas por su etiqueta, ¿es fácil hacerse comprender por aquellos que jamás han oído otra cosa que el dialecto rudo, pobre, irregular, pero vivo, franco y pintoresco del mercado, de las tabernas y de la feria?... ¿De qué lengua, de qué método habrá que hacer uso en la redacción de las leyes para obrar sobre el espíritu inculto de quienes resisten menos a las tentaciones del crimen?"(8) Ley y justicia no vacilan en proclamar su necesaria asimetría de clase.
Si tal es la situación, la prisión, al "fracasar" aparentemente, no deja de alcanzar su objeto, cosa que logra, por el contrario, en la medida en que suscita en medio de los demás una forma particular de ilegalismo, al cual permite poner aparte, colocar a plena luz y organizar como un medio relativamente cerrado pero penetrable. Contribuye a establecer un ilegalismo llamativo, marcado, irreductible a cierto nivel y secretamente útil, reacio y dócil a la vez; dibuja, aísla y subraya una forma de ilegalismo que parece resumir simbólicamente todos los demás, pero que permite dejar en la sombra a aquellos que se quieren o que se deben tolerar. Esta forma es la delincuencia propiamente dicha. No se debe ver en ella la forma más intensa y más nociva del ilegalismo, la que el aparato penal debe tratar de reducir por la prisión a causa del peligro que representa; es más bien un efecto de la penalidad (y de la penalidad de detención) que permite diferenciar, ordenar y controlar los ilegalismos. Sin duda, la delincuencia es realmente una de las formas del ilegalismo; en todo caso, tiene en él sus raíces; pero es un ilegalismo que el "sistema carcelario", con todas sus ramificaciones, ha invadido, recortado, aislado, penetrado, organizado, encerrado en un medio definido, y al que ha conferido un papel instrumental, respecto de los demás ilegalismos. En suma, si bien la oposición jurídica pasa entre la legalidad y la práctica ilegal, la oposición estratégica pasa entre los ilegalismos y la delincuencia.
La afirmación de que la prisión fracasa en su propósito de reducir los crímenes, hay que sustituirla quizá por la hipótesis de que la prisión ha logrado muy bien producir la delincuencia, tipo especificado, forma política o económicamente menos peligrosa -en el límite utilizable- de ilegalismo; producir los delincuentes, medio aparentemente marginado pero centralmente controlado; producir el delincuente como sujeto patologizado. El éxito de la prisión: en las luchas en torno de la ley y de los ilegalismos, especificar una "delincuencia". Se ha visto cómo el sistema carcelario había sustituido el infractor por el "delincuente", y añadido así a la práctica jurídica todo un horizonte de conocimiento posible. Ahora bien, este proceso que constituye la delincuencia-objeto forma cuerpo con la operación política que disocia los ilegalismos y aísla su delincuencia. La prisión es el punto de unión de esos dos mecanismos; les permite reforzarse perpetuamente el uno al otro, objetivar la delincuencia tras la infracción, solidificar la delincuencia en el movimiento de los ilegalismos. Éxito tal que después de siglo y medio de "fracasos", la prisión sigue existiendo, produciendo los mismos efectos, y que cuando se trata de derribarla, se experimentan los mayores escrúpulos.
La penalidad de detención fabricaría, pues -de ahí sin duda su longevidad-, un ilegalismo cerrado, separado y útil. El circuito de la delincuencia no sería el subproducto de una prisión que al castigar no lograría corregir; sería el efecto directo de una penalidad que, para administrar las prácticas ilegalistas, introduciría algunas en un mecanismo de "castigo-reproducción" del que la prisión formaría uno de los elementos principales. Pero, ¿por qué y cómo la prisión sería llamada a desempeñar el trabajo de fabricación de una delincuencia a la cual se supone que combate?
El establecimiento de una delincuencia que constituye como un ilegalismo cerrado ofrece, en efecto, cierto número de ventajas. Es posible en primer lugar controlarla (señalando los individuos, operando infiltraciones en el grupo, organizando la delación mutua). Al hormigueo impreciso de una población que practica un ilegalismo ocasional, susceptible siempre de propagarse, o también a esas partidas indeterminadas de vagabundos que, al azar de sus correrías y de las circunstancias, van reclutando obreros sin empleo, mendigos y rebeldes, y que aumentan a veces -se vio a fines del siglo XVIII- hasta el punto de formar unas fuerzas terribles de saqueo y de rebelión, los sustituye un grupo relativamente restringido y cerrado de individuos sobre los cuales es posible efectuar una vigilancia constante. Además, puede orientarse a esta delincuencia replegada sobre si misma hacia formas de ilegalismo que son las menos peligrosas: mantenida por la presión de los controles en el límite de la sociedad, reducida a unas condiciones de existencia precarias, sin vínculo con una población que hubiera podido sostenerla (como se hacia hasta no ha mucho con los contrabandistas o ciertas formas de bandidismo (9)), los delincuentes se vuelven fatalmente hacia una criminalidad localizada, sin poder de atracción, políticamente sin peligro y económicamente sin consecuencias. Ahora bien, este legalismo concentrado, controlado y desarmado es directamente útil. Puede serlo con relación a otros ilegalismos: aislado junto a ellos, replegado sobre sus propias organizaciones internas, concentrado en una criminalidad violenta cuyas primeras víctimas suelen ser las clases pobres, cercado por todas partes por la policía, expuesto a largas penas de prisión, y después a una vida definitivamente "especializada", la delincuencia, ese mundo distinto, peligroso y a menudo hostil, bloquea o al menos mantiene a un nivel bastante bajo las prácticas ilegalistas corrientes (pequeños robos, pequeñas violencias, rechazos o rodeos cotidianos de la ley, y les impide desembocar en formas amplias y manifiestas, algo así como si el efecto de ejemplo que en otro tiempo se le pedía a la resonancia de los suplicios se buscara ahora menos en el rigor de los castigos que en la existencia visible, marcada, de la propia delincuencia. Al diferenciarse de los otros ilegalismos populares, la delincuencia pesa sobre ellos.
Pero la delincuencia es además susceptible de una utilización directa. El ejemplo de la colonización acude al pensamiento. No es, sin embargo, el más convincente. En efecto, si la deportación de los criminales fue pedida repetidas veces bajo la Restauración, ya sea por la Cámara de Diputados, ya por los Consejos generales, era esencialmente para aliviar las cargas financieras exigidas por todo el aparato de la detención; y a pesar de todos los proyectos que pudieron hacerse bajo la monarquía de Julio para que los delincuentes, los soldados indisciplinados, las prostitutas y los niños expósitos pudieran participar en la colonización de Argelia, ésta fue formalmente excluida por la ley de 1854, que creaba los presidios coloniales. De hecho, la deportación a la Guayana o más tarde a Nueva Caledonia no tuvo importancia económica real, a pesar de la obligación para los condenados de permanecer en la colonia en que habían purgado su pena un número de años igual por lo menos al de su tiempo de detención (en algunos casos, debían incluso permanecer allí toda la vida (10)). De hecho, la utilización de la delincuencia como medio a la vez separado y manejable se ha realizado sobre todo en los márgenes de la legalidad. Es decir que allí se ha establecido también en el siglo XIX una especie de ilegalismo subordinado, y cuya organización en delincuencia, con todas las vigilancias que ello implica, garantiza la docilidad. La delincuencia, ilegalismo sometido, es un agente para el legalismo de los grupos dominantes. El establecimiento de los sistemas de prostitución en el siglo XIX es característico a este respecto (11): los controles de policía y de sanidad sobre las prostitutas, su paso regular por la prisión, la organización en gran escala de las mancebías, la jerarquía puntual que se mantenía en el medio de la prostitución, su encuadramiento por los delincuentes-confidentes; todo esto permitía canalizar y recuperar por una serie entera de intermediarios los enormes provechos sobre un placer sexual que una moralización cotidiana cada vez más insistente condenaba a una semiclandestinidad y volvía naturalmente costoso. En la formación de un precio del placer, en la constitución de un provecho de la sexualidad reprimida y en la recuperación de este provecho, el medio delincuente ha sido cómplice de un puritanismo interesado: un agente fiscal ilícito sobre prácticas ilegales(12). Los tráficos de armas, los de alcohol en los países de prohibición, o más recientemente los de la droga demostrarían de la misma manera este funcionamiento de la "delincuencia útil": la existencia de una prohibición legal crea en torno suyo un campo de prácticas ilegalistas sobre el cual se llega a ejercer un control y a obtener un provecho ilícito por el enlace de elementos, legalistas ellos también, pero que su organización en la delincuencia ha vuelto manejables. La delincuencia es un instrumento para administrar y explotar los ilegalismos.
Es también un instrumento para el ilegalismo que forma en torno suyo el ejercicio mismo del poder. La utilización política de los delincuentes -en forma de soplones, de confidentes, de provocadores- era un hecho admitido mucho antes del siglo XIX (13) Pero después de la Revolución, esta práctica ha adquirido unas dimensiones completamente distintas: la infiltración de los partidos políticos y de las asociaciones obreras, el reclutamiento de hombres de mano contra los huelguistas y los promotores de motines, la organización de una subpolicía -trabajando en relación directa con la policía legal y capaz en el límite de convertirse en una especie de ejército paralelo-, todo un funcionamiento extralegal del poder ha sido llevada a cabo de una parte por la masa de maniobra constituida por los delincuentes: policía clandestina y ejército de reserva del poder. Parece ser que en Francia haya sido en torno de la Revolución de 1848 y de la toma del poder por Luis Napoleón cuando esas prácticas llegaron a su pleno florecimiento.(14) Puede decirse que la delincuencia, solidificada por un sistema penal centrado sobre la prisión, representa una desviación de legalismo para los circuitos de provecho y de poder ilícitos de la clase dominante.
La organización de un ilegalismo aislado y cerrado sobre la delincuencia no habría sido posible sin el desarrollo de los controles policiacos. Vigilancia general de la población, vigilancia "muda, misteriosa, inadvertida... son los ojos del gobierno abiertos incesantemente y velando de manera indistinta sobre todos los ciudadanos, sin someterlos por eso a ninguna medida de coerción cualquiera... Esta vigilancia no necesita estar escrita en la ley" (15) Vigilancia particular y prevista por el Código de 1810 de los criminales liberados y de todos aquellos que, habiendo pasado ya ante la justicia por hechos graves, se presume legalmente que hayan de atentar de nuevo al reposo de la sociedad. Pero vigilancia también de medios y de grupos considerados como peligrosos por los soplones o los confidentes casi todos los cuales son antiguos delincuentes, controlados a tal titulo por la policía: la delincuencia, objeto entre otros de la vigilancia policiaca, es uno de sus instrumentos privilegiados. Todas estas vigilancias suponen la organización de una jerarquía en parte oficial, en parte secreta (era esencialmente en la policía parisiense el "servicio de seguridad" el que contaba, aparte de los "agentes ostensibles" -inspectores y brigadieres-, con los "agentes secretos" y con los confidentes a quienes mueve el temor del castigo o el señuelo de una recompensa)(16) Suponen también la disposición de un sistema documental cuyo centro lo constituyen la localización y la identificación de los criminales: señalización obligatoria unida a las órdenes de captura y a las sentencias de los tribunales, señalización consignada en los registros de encarcelamiento de las prisiones, copia de registros de audiencias y de tribunales correccionales enviada cada tres meses a los ministerios de Justicia y de la Policía general, organización algo más tarde en el ministerio del Interior de un "fichero" con repertorio alfabético que recapitula aquellos registros, utilización hacia 1833 según el método de los "naturalistas, de los bibliotecarios, de los comerciantes, de los hombres de negocios" de un sistema de fichas o boletines individuales, que permite integrar fácilmente los datos nuevos, y al mismo tiempo, con el nombre del individuo buscado, todos los datos que pudieran aplicársele(17). La delincuencia, con los agentes ocultos que procura, pero también con el rastrillado generalizado que autoriza, constituye un medio de vigilancia perpetua sobre la población: un aparato que permite controlar, a través de los propios delincuentes, todo el campo social. La delincuencia funciona como un observatorio político. A su vez, los estadísticos y los sociólogos han hecho uso de él, mucho después que los policías.
Pero esta vigilancia no ha podido funcionar sino emparejada con la prisión. Porque ésta facilita un control de los individuos cuando quedan en libertad, porque ésta permite el reclutamiento de confidentes y multiplica las denuncias mutuas, porque ésta pone a los infractores en contacto unos con otros, precipita la organización de un medio delincuente cerrado sobre sí mismo, pero que es fácil de controlar; y todos los efectos de desinserción que provoca (desempleo, prohibición de residencia, residencia forzada, puestas a disposición) abren ampliamente la posibilidad de imponer a los antiguos detenidos las obligaciones que se les asignan. Prisión y policía forman un dispositivo acoplado; entre las dos garantizan en todo el campo de los ilegalismos la diferenciación, el aislamiento y la utilización de una delincuencia. En los ilegalismos, el sistema policía-prisión aísla una delincuencia manejable. lista, con su especificidad, es un efecto del sistema; pero pasa a ser también uno de sus engranajes y de sus instrumentos. De suerte que habría que hablar de un conjunto cuyos tres términos (policía-prisión-delincuencia) se apoyan unos sobre otros y forman un circuito que jamás se interrumpe. La vigilancia policiaca suministra a la prisión los infractores que ésta trasforma en delincuentes, que además de ser el blanco de los controles policiacos, son sus auxiliares, y estos últimos devuelven regularmente algunos de ellos a la prisión.
No hay una justicia penal destinada a perseguir todas las prácticas ilegales y que, para hacerlo, utilice la policía como auxiliar, y como instrumento punitivo la prisión, a costa de dejar como rastro de su acción el residuo inasimilable de la "delincuencia". Hay que ver en esta justicia un instrumento para el control diferencial de los ilegalismos. Respecto de él, la justicia criminal desempeña el papel de garantía legal y de principio de trasmisión. Es un enlace en una economía general de los ilegalismos, cuyos otros elementos son (no por bajo de ella, sino al lado de ella) la policía, la prisión y la delincuencia. El rebasamiento de la justicia por la policía, la fuerza de inercia que la institución carcelaria opone a la justicia no es cosa nueva, ni el efecto de una esclerosis o de un progresivo desplazamiento del poder; es una característica de estructura que marca los mecanismos punitivos en las sociedades modernas. Por más que digan los magistrados, la justicia penal con todo su aparato de espectáculo está hecha para responder a la demanda cotidiana de un aparato de control sumido a medias en la sombra que tiende a engranar, una con otra, policía y delincuencia. Los jueces son sus empleados apenas reacios (18) Ayudan en la medida de sus medios a la constitución de la delincuencia, es decir, a la diferenciación de los ilegalismos, al control, a la colonización y a la utilización de algunos de ellos por el Legalismo de la clase dominante.
De este proceso que se desarrolló en los treinta o cuarenta primeros años del siglo XIX, son testimonio dos figuras. Vidocq en primer lugar. Fue (18) el hombre de los viejos ilegalismos, un Gil Blas del otro extremo del siglo y que se desliza rápidamente hacia lo peor: turbulencias, aventuras, engaños, de los que con la mayor frecuencia fue víctima, riñas y duelos, alistamientos y deserciones en cadena, encuentros con el medio de la prostitución, del juego y de la ratería, y pronto del gran bandolerismo. Pero la importancia casi mítica que ha adquirido a los ojos mismos de sus contemporáneos no se debe a ese pasado, quizá embellecido; no se debe siquiera al hecho de que, por primera vez en la historia, un antiguo presidiario, rescatado o comprado, haya llegado a jefe de policía, sino más bien al hecho de que, en él, la delincuencia ha asumido visiblemente su estatuto ambiguo de objeto y de instrumento para un aparato de policía que trabaja contra ella y con ella. Vidocq marca el momento en que la delincuencia, desgajada de los otros ilegalismos, se encuentra investida por el poder, y convertida. Entonces es cuando se opera el acoplamiento directo e institucional de la policía y la delincuencia. Momento inquietante en que la criminalidad se convierte en uno de los engranajes del poder. Una figura había llenado las épocas precedentes: la del rey monstruoso, fuente de toda justicia y, sin embargo, manchado de crímenes; otro temor aparece, el de un entendimiento misterioso y turbio entre quienes hacen valer la ley y quienes la violan. Se acabó la época shakespeariana en que la soberanía se enfrentaba con la abominación en un mismo personaje; pronto comenzará el melodrama cotidiano del poder policiaco y de las complicidades que el crimen establece con el poder (19).
Frente a Vidocq, su contemporáneo Lacenaire. Su presencia marcada para siempre en el paraíso de los estetas del crimen es para sorprender: a pesar de toda su buena voluntad, de su celo de neófito, jamás ha podido cometer, y eso con bastante torpeza, más que algunos crímenes mezquinos, y llegó a sospecharse tanto de él que era de esos delatores a quienes se encierra con otros presos para que obtengan sus confidencias, que la administración tuvo que protegerlo contra los detenidos de la Forte, que intentaban matarlo (20), y fue la buena sociedad del Paris de Luis Felipe la que le organizó, antes de su ejecución, una fiesta al lado de la cual numerosas resurrecciones literarias no han sido después otra cosa que homenajes académicos. Su gloria no le debe nada a la amplitud de sus crímenes ni al arte de su concepción; es su balbuceo lo que asombra. Pero le debe mucho al juego visible, en su existencia y sus discursos, entre el ilegalismo y la delincuencia. Estafa, deserción, latrocinio, prisión, reconstitución de las amistades de celda, chantaje mutuo, reincidencias hasta la última tentativa frustrada de asesinato, Lacenaire es el tipo del "delincuente". Pero llevaba consigo, al menos en estado virtual, un horizonte de ilegalismos que, recientemente aún, habían sido amenazadores: aquel pequeño burgués arruinado, educado en un buen colegio, que sabía hablar y escribir, una generación antes, habría sido revolucionario, jacobino, regicida (21); contemporáneo de Robespierre, su rechazo de las leyes hubiera podido hacer efecto en un campo inmediatamente histórico. Nacido en 1800, casi como Julien Sorel, lleva en si el rastro de esas posibilidades; pero se han torcido para no pasar del robo, el asesinato y la denuncia. Todas estas virtualidades se han convertido en una delincuencia de bastante poca envergadura: en este sentido, Lacenaire es un personaje tranquilizador. Y si aquéllas reaparecen, es en el discurso que hace sobre la teoría del crimen. En el momento de su muerte, Lacenaire manifiesta el triunfo de la delincuencia sobre el legalismo, o más bien la figura de un Legalismo confiscado por una parte a la delincuencia y desplazado por la otra hacia una estética del crimen, es decir, hacia un arte de las clases privilegiadas. Simetría de Lacenaire con Vidocq, quien por la misma época permitía cerrar el circulo de la delincuencia sobre si misma, constituyéndola como medio cercado y controlable, y desplazando hacia las técnicas policiacas una práctica delincuente que se convierte en ilegalismo lícito del poder. El hecho de que la burguesía parisiense festejara a Lacenaire, de que su celda se abriera a visitantes famosos, de que fuera cubierto de homenajes durante los últimos días de su vida, él a quien la plebe de la Forte, antes que sus jueces, había querido ajusticiar, él que había hecho lo posible, en la audiencia, para arrastrar a su cómplice François al cadalso, todo esto tiene una razón: se celebraba la figura simbólica de un legalismo asegurado en la delincuencia y trasformado en discurso -es decir convertido dos veces en inofensivo; la burguesía se inventaba con ello un placer nuevo, del que está lejos todavía de haber agotado el ejercicio. No hay que olvidar que la muerte tan famosa de Lacenaire venia a bloquear la repercusión del atentado de Fieschi, el más reciente de los regicidios que representa la figura inversa de una pequeña criminalidad desembocando sobre la violencia política. No hay que olvidar tampoco que tuvo lugar meses antes de la salida de la última cadena y de las manifestaciones tan escandalosas que lo acompañaron. Estas dos fiestas se cruzaron en la historia; y por lo demás, François, cómplice de Lacenaire, fue uno de los personajes más destacados de la cadena del 19 de julio.(22). La una prolongaba los rituales antiguos de los suplicios a riesgo de reactivar en torno de los criminales los ilegalismos populares. Iba a ser prohibida, porque el criminal no debía seguir ocupando un lugar sino en el espacio apropiado de la delincuencia. La otra inauguraba el juego teórico de un ilegalismo de privilegiados; o más bien marcaba el momento en que los ilegalismos políticos y económicos que practica de hecho la burguesía iban a ir acompañados de la representación teórica y estética: la "Metafísica del crimen", como se decía a propósito de Lacenaire. El asesinato considerado como una de las Bellas Artes se publicó en 1849.

Notas:
1. Cf., supra, pp. 79 ss.
2. Librete: el que la policía daba a los artesanos, que también les servia de pasaporte, y en el cual iban escritas sus propias señas, y los talleres en que habían trabajado. [T.]
3. Ch. Comte, "Traité de législation", p. 49.
4. H. Lauvergne, "Les forçats", 1841, p. 337.
5. E. Buré, "De la misère des classes laborieuses en Angleterre et en France 1840", II, p. 391.
6. P. Rossi, "Traité de droit penal", 1829, I, p. 32.
7. Ch. Lucas, "De la reforme des prisons", Il, 1838, p. 82.
8. P. Rossi, "Traité de droit penal", 1829, I, p 33.
9. Cf. E. J. Hobsbawm, "Les bandits", trad. francesa, 1972.
10. Sobre el problema de la deportación, cf. F. de Barbé-Marbois (Observations sur les votes de 41 conseils généraux) y la discusión entre Blosseville y La Pilorgerie (a propósito de Botany Bay). Buré, el coronel Marengo y L. de Carné, entre otros, han hecho proyectos de colonización de Argelia con los delincuentes.
11. Uno de los primeros episodios fue la organización bajo el control de la policía de las casas de prostitución (1823), lo cual rebasaba ampliamente las disposiciones de la ley del 14 de julio de 1791, sobre la vigilancia de dichas casas. Cf. a este respecto las recopilaciones manuscritas de la Prefectura de policía (20-26). En particular, esta circular del Prefecto de policía, del 14 de junio de 1823: "El establecimiento de las casas de prostitución deberla naturalmente desagradar a todo hombre que se interese por la moralidad pública: no me asombra en absoluto que los señores Comisarios de policía se opongan con todo su poder al establecimiento de estas casas en sus diferentes distritos... la policía creería haber puesto mucho cuidado en el mantenimiento del orden público, si hubiera conseguido circunscribir la prostitución a unas casas toleradas sobre las cuales su acción pudiera ser constante y uniforme, y que no pudieran sustraerse a la vigilancia."
12. El libro de Parent-Duchatelet sobre la Prostitution à Paris, 1836, puede ser leído como el testimonio de este empalme, patrocinado por la policía y las instituciones penales, del medio delincuente sobre la prostitución. El caso de la Maffia italiana trasplantada a los Estados Unidos y utilizada conjuntamente para la obtención de ganancias ilícitas y para fines políticos es un buen ejemplo de la colonización de un ilegalismo de origen popular.
13. Sobre este papel de los delincuentes en la vigilancia policiaca y sobre todo política, cf. la memoria redactada por Lemaire. Los "denunciadores" son individuos que "esperan indulgencia para ellos mismos"; "son por lo general unas malas personas que sirven para descubrir a otras que lo son más. Por lo demás, por poco que cualquiera se encuentre una sola vez inscrito en el registro de la Policía, desde ese momento ya no se le pierde de vista".
14. K. Marx, "Le 18-Brumaire de Louis Napoléon Bonaparte."
15. A. Bonneville, "Des institutions complémentaires du systéme penitencier 1847", pp. 397-399.
16. Cf. H. A. Fregier, "Les classes dangereuses", 1840, I, pp. 142-148.
17. A. Bonnoville, "De ta récidive", 1844, pp. 92-93. Aparición de la ficha y constitución de las ciencias humanas: otra invención que los historiadores celebran poco.
18. De la resistencia de los hombres de leyes a ocupar un lugar en este funcionamiento, tenemos testimonios muy precoces, desde la Restauración (lo que demuestra bien que no es un fenómeno, ni una reacción tardía). En particular, la liquidación o más bien la reutilización de la policía napoleónica ha planteado problemas. Pero las dificultades se han prolongado. Cf. el discurso con el que Belleyme inaugura en 1825 sus funciones y trata de diferenciarse de sus predecesores: "Las vías legales están abiertas para nosotros... Educado en la escuela de leyes, instruido en la escuela de una magistratura tan digna... somos los auxiliares de la justicia" (cf. Histoire de l'administration de M. de Belleyme): véase también el folleto muy interesante de Molene, De la liberté.
19. Véanse tanto sus Memorias, publicadas con su nombre, como la "Histoire de Vidocq racontée par lui-méme".
20. La acusación ha sido repetida formalmente por Canler, "Mémoires" (reditadas en 1968), p. 15.
21. Sobre lo que hubiera podido ser Lacenaire, sean sus contemporáneos, véase el expediente establecido por M. Lebailly en su edición de "Las Mémoires de Lacenaire", 1968, pp. 297-304.
22. La ronda de los años 1835-36: Fieschi, que concernía a la pena común de los parricidas y de los regicidas, fue uno de los motivos por los cuales Rivière, el parricida, fue condenado a muerte a pesar de una memoria cuya índole asombrosa quedó sin duda oscurecida por el escándalo de Lacenaire, de su proceso y de sus escritos, que se publicaron gracias al jefe de la Seguridad (no sin algunas censuras), a comienzos de 1836, meses antes de que su cómplice François diera, con la cadena de Brest, uno de los últimos grandes espectáculos populares del crimen. Ronda de los ilegalismos y de las delincuencias, ronda de los discursos del crimen y sobre el crimen.

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