LA TRIPARTICIÓN ROMANA DEL DERECHO Y SU INFLUENCIA EN EL PENSAMIENTO JURÍDICO DE LA ÉPOCA MODERNA

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Max Maureira Pacheco
Docente e Investigador de la Facultad de Derecho de la Universitat de València.

Universidad de Valencia
España

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RESUMEN

En este trabajo se presenta la concepción tripartita del derecho romano, se analizan sus fuentes y se demuestra su influencia posterior. El texto de referencia es el Corpus Iuris justinianeo, especialmente las Institutiones. La influencia de esta obra en pensadores como Isidoro de Sevilla, Francisco de Vitoria y Francisco Suárez confirman la proyección de la distinción ius naturalis, ius civilis y ius gentium hasta la Edad Media. Su influencia posterior en Grocio o Leibniz supone, sin embargo, su transformación. Ella es sistematizada no por ellos, sino por Kant. A partir de él, el principio general libertad ocupa el lugar del derecho natural, el derecho estatal, el del civil y el derecho internacional, el del de gentes. El trabajo concluye advirtiendo, pues, el mantenimiento de la tripartición romana del derecho en términos distintos, determinados por la comprensión moderna del Estado, comprensión que tiene consecuencias prácticas también diferentes, algunas de las cuales son señaladas por Hegel.

ABSTRACT

This work shows the three part conception of Roman law, analyses its sources and probes its posterior influence. The text which is referred to is the Justinean Corpus Juris specially the Institutiones. The influence of this work in thinkers such as Isidore of Seville, Francisco de Vitoria and Francisco Suárez confirms the projection of the distinction ius naturalis, ius civilis and ius gentium until the Middle Ages. The posterior influence in Grotius or Leibniz marks, however, its transformation. It is not systematized by these authors but by Kant. Since Kant the general principle of liberty takes the place of Natural law, the State law of Civil and the International law of the peoples. This work ends by displaying the maintenance of the Roman three part distinction of law in different terms characterized by the modern comprehension of the state which has also different practical consequences, some of which are indicated by Hegel.

Cualquier referencia al derecho moderno, al menos si se lo entiende desde la tradición europeo–continental, es a Roma. Por consiguiente, que también estas líneas la tengan como telón de fondo no debe ser motivo de sorpresa. Lo que aquí nos interesa, donde adquiere relevancia esta evidencia, es en la comprensión tripartita –típicamente romana– del derecho: derecho natural (ius naturalis), derecho civil (ius civilis) y derecho de gentes (ius gentium).

Esta comprensión se despliega a lo largo de toda la escolástica e incluso hasta los albores de la Modernidad. Se trata de una concepción romana bastante tardía, que se consolida recién en la época bajo imperial. A pesar de los siglos, las resonancias de ese período siguieron siendo actuales, como queda de manifiesto en las disputas entre los iusnaturalistas y sus críticos. La sistematización del derecho natural, del civil y del de gentes, tiene una larga historia que, de conocerse, permite advertir los avatares de su constitución y de cómo ella, pese a los años, se proyecta hasta incluso el presente.

Estas tres nociones que aquí nos preocupan aparecen abordadas en conjunto en el Corpus iuris civilis 1, obra del siglo VI d. C.; más preciso, en los Digesta y en las Institutiones de Justiniano. Es en este último texto donde se distingue, en efecto, entre el derecho natural, el civil y el de gentes. Si uno revisa ahora, con especial detención, las Institutiones de Gayo que, como se sabe, son del siglo II d. C., y que sólo fueron descubiertas en el siglo XIX, pronto advertirá que allí aparecen dos de las precedentes nociones –derecho de gentes y derecho civil–, pero no así la de derecho natural, que se agrega en las Institutiones justinianeas.

Efectivamente, Gayo, en el comentario primero, título primero, se refiere al derecho y a su división, distinguiendo, de un lado, el derecho de gentes y, de otro, el civil. El primero lo define como aquel que la razón natural ha constituido entre los hombres, que observan igualmente todos los pueblos. El segundo es el que cada pueblo se da a sí mismo, el propio suyo. Esta es la sencilla distinción de Gayo, retomada cuatro siglos más tarde en las Institutiones, eso sí, como se ha destacado, con un añadido tercer elemento: el derecho natural.

En las Institutiones de Justiniano, el derecho civil queda definido en los mismos términos y así, se dice, que es el que cada pueblo establece para sí, el propio de los mismos ciudadanos, el de esa comunidad que es la ciudad (civitas). Por su parte, el de gentes es referido a todos los hombres, aunque en un sentido más amplio que el de la ciudad. Todos los pueblos se rigen por leyes y costumbres comunes, que configuran este tipo de derecho. En este caso, la comunidad ya no es la ciudad, sino el conjunto de pueblos, el conjunto de comunidades. Finalmente, se suma a ellos el derecho natural. Este último tipo de derecho, rigurosamente, no es propio sólo del género humano, sino "de todos los seres animados que nacen en el cielo, en la tierra o en el mar. De aquí se deriva la unión del macho y de la hembra, que nosotros denominamos matrimonio; de aquí la procreación y crianza de los hijos; notamos, a la verdad, que los demás animales están versados también en la práctica de este derecho" (Inst. 1, 2, 1).

La pregunta que esto plantea es la siguiente: ¿cómo se explica esta inclusión del derecho natural en la concepción romana del derecho? En otras palabras, ¿de qué modo se erige esta concepción tripartita del derecho? Las explicaciones, las respuestas a estos asuntos, son determinantes para comprender cómo esta concepción se proyecta durante siglos, concretamente hasta los tiempos de Kant. Sin duda, todavía en Kant resuena la sistematización romana, aunque ya se encuentra bastante diluida. Efectivamente, en Kant el derecho civil es referido como estatal, en su dimensión pública y privada, tal como la conocemos hasta nuestros días. El de gentes posee también un ámbito público y privado, siendo este último el propiamente del ius gentium y el privado el cosmopolita. Mientras, en el lugar del natural, Kant sitúa un principio general: libertad. A pesar de la aparente novedad de esta construcción, ella no se entiende sin la sistematización romana, que fue seguida por la escolástica, primero, y por el iusnaturalismo racionalista, después. Su presencia en Kant explica así la proyección de ésta, pero corre un velo respecto a los orígenes de la misma. Y de lo que se va a tratar aquí es precisamente de explicar cómo se gesta la sistematización romana y cómo ella es recibida por Kant. Las referencias a Kant son ciertamente más amplias. Él es, por decirlo de este modo, una de las puertas de la Modernidad. Esto justifica la referencia. Pero no sólo por eso, sino porque es él quien reformula modernamente la sistemática romana, superándola. No obstante, para poder entender cómo aquella pervive, aunque sea en términos distintos, la revisión de su desarrollo es una condición de la que no se puede prescindir. Esta es, entonces, la primera tarea.

La sistematización de las Institutiones de Justiniano obedece a diversas influencias, no sólo, por cierto, jurídicas. El Corpus iuris civilis se elabora en una época en la que el Cristianismo ya se ha consolidado. Este dato es de toda importancia, pues la influencia griega, determinante en la formulación de la nueva religión, también irrumpe, por esta vía, en el mundo jurídico romano. La inclusión del derecho natural adquiere sentido al entenderse precisamente desde esta perspectiva. Se trata de una influencia que, en rigor, no es jurídica, sino filosófica, pues la discusión no es qué derecho se aplica, sino qué es derecho o qué derecho es el llamado a aplicarse. Siendo ello así, ¿cómo se explica en un pueblo como el romano, que no destacó por aportes propios del marco de la filosofía, la presencia de esta concepción jurídica?, ¿no se trata, más bien, de una proyección griega juridificada por Roma? y, si fuera así, ¿cuál es el tipo de influencia ante el que nos encontramos?

Mommsen ya ha destacado suficientemente la poca originalidad filosófica romana2. Aparte del epicureismo, los estoicos y la Nueva Academia (Carnéades), poco fue su aporte. La recepción romana de la filosofía griega fue, por tanto, acompañada de pocos aditamentos. A pesar de ello, esta recepción es de toda importancia en lo que aquí nos interesa, pues tanto las nociones del derecho natural como del de gentes, no pueden entenderse sin ella.
Toda la ordenación humana apareció, para los griegos, siempre conectada a la divina. Ello es manifiesto en la"Teogonía" de Hesíodo. Son los dioses los que trazan el orden del universo. Sin embargo, toda ordenación humana queda conectada con aquélla, de modo que se explica desde la misma. Aquí habría que hacer muchas observaciones respecto a esta visión del mundo, pero no es eso lo que nos interesa. Desde una perspectiva práctica, tan familiar para los juristas, quedan en un primer plano las consecuencias de la praxis. La principal que debe preocuparnos ahora es que la divinidad –Zeus– aparece representando a la justicia en lugar de aparecer, como sucede en Homero, como simple garante de ella. Quien vela por esta justicia es (Dike). Ahora bien, para poder concretar la idea de justicia, los dioses dan a los hombres el derecho y, por esto, para los griegos, en este momento, la justicia queda representada por la obediencia a la ley. La fuerza de tal convicción es patente incluso en muchas obras de Platón, como el "Critón", la "Apología"o el "Fedón". En esta concepción, Dike queda por encima de la justicia humana, convirtiéndose en la encargada de velar por el orden justo que representa la divinidad. Ella es la que pide cuentas, la que impone retribuciones a los infractores. Más que una convicción de cada uno, la obediencia a la ley aparece como una experiencia cotidiana. En la concepción solónica, por ejemplo, esta idea está representada, según nos ha recordado Jaeger, por la noción de [eunomía]3. Así, no debe extrañar que en autores como Heráclito, la ley se muestre entendida como expresión máxima de la razón (a propósito, en el fragmento 44 se lee: "el pueblo luche por su ley como por sus muros"). Para poder entender esta verdadera exaltación de la obediencia a la ley, ha de precisarse a qué obedece la misma.

Para todo jurista moderno, la ley aparece vinculada a la convivencia social y, por lo tanto, a las relaciones sociales. Sin embargo, para los griegos, ella se vincula con algo que queda más allá de ellas, a saber, con la f(physis) o, como le llamamos, en una traducción que hace que la palabra griega pierda un tanto el sentido original, naturaleza 4. La physis está gobernada por principios y movimientos externos que se vinculan con leyes y con un orden que rige ese proceso. Esta noción de ley está siempre vinculada, en último término, a otra idea que queda en la base de esta concepción, la de orden. Así, mientras en Anaximandro, physis se refiere al orden eterno, en Solón se corresponde con el orden humano. Esta idea de ley y orden es anexada a otra no menos importante, la de (kósmos). Dado ese último paso, en especial en la obra de Parménides, la justicia queda referida al ser, pues es la ley humana la que se proyecta en la naturaleza, derivando aquéllas de leyes cósmicas, luego, eternamente válidas. De este modo, ley, orden, mundo y ser quedan comprendidos en la noción de physis. Las influencias filosóficas del pensamiento jurídico no pueden separarse aquí, pues, de la noción griega de naturaleza. La justicia es articulada, entonces, en términos de normalidad y anormalidad "natural". Por eso, para un griego, la superposición entre la justicia y la salud es tan obvia como necesaria.

El despliegue de estas nociones, aquí nada más esbozadas, se produce en la (polis), en la que se consagra la igualdad entre los ciudadanos. La representación paradigmática del orden social es la polis. En ella se concreta lo que hegelianamente podríamos llamar la "eticidad de la justicia". Vinculada a la misma ha de entenderse una preocupación que aparece con frecuencia en muchos de los diálogos de Platón, a saber, aquella por la virtud, parte de la cual representa la noción de ley en los términos antes vistos. El respeto a la ley, comprendido bajo la influencia paidética que expresa Platón en el ya mencionado "Critón", en el "Protágoras", en el "Gorgias"e incluso, con un desarrollo todavía mayor, en "La República", se puede revisar también en otros autores como, por ejemplo, en Tucídides.

Por supuesto, y como es conocido, esto sufre un cambio. Jaeger lo sitúa en las convicciones nuevas que aparecen a resultas de las situaciones políticas y económicas de la época que, lentamente, convierten a la ley en un puro interés del más fuerte. Esta secularización de la ley supone una tensión entre la vieja concepción y la nueva, que se mantiene en Roma y, más tarde, en el Cristianismo. La justicia queda en manos del hombre. Todo orden, más allá de él, tiene sólo el aspecto de una exigencia regulativa. La facticidad de la justicia es entendida entonces bajo el aforismo: "la fuerza hace el derecho". Esta referencia empírica, al privar de sustrato normativo a la vieja idea de justicia, es la base de la nueva concepción, dejando a la justicia como mera cuestión entregada a manos de los poderosos. La parcialidad de tal análisis tiene un último intento de superación en la obra de Platón, quien considerara la justicia humana como una proyección no ya de la divinidad sino de la razón.

En gran parte de los diálogos platónicos el tema de la justicia aparece vinculado al de la virtud, que siempre tiene el sentido de perfección humana. Platón la conecta con el ser propio del hombre. Así, el hombre parece ser justo "por naturaleza", pues la justicia es parte de la naturaleza del hombre5. Jaeger interpreta este cambio paidéticamente y entiende que, a diferencia de la noción anterior de ley, en la que aparecía como la educadora, en ésta, en la platónica, la educación sustituye a la ley. Para un jurista atento, la sinonimia anterior entre ley y justicia no puede pasar desapercibida. En la concepción platónica queda disuelta. La ley es pura superficialidad que, por consiguiente, ha de armonizarse con la justicia. Las leyes deben acercarse a la justicia. Para ello, en una obra tardía –como "Las Leyes"– Platón confía en que ellas eduquen a los ciudadanos. Sin embargo, tal tarea sólo puede garantizarse si ellas manan de una fuente que las legitime. Ésta no puede ser otra que la razón, la recta razón dice Platón. El pensamiento jurídico escrito es la ley y toma su fuerza de quien sabe de ellas, el legislador. Los dioses, en la concepción platónica, hablan a través de la recta razón, plasmada en cada una de las leyes dadas por el legislador 6.

Platón manifiesta una confianza extrema en la recta razón del legislador. Es esta confianza la que le permite volver a unir justicia y ley. No debe pasarse por alto que tal confianza, en definitiva, encuentra su asiento en la referencia a la divinidad que, en este caso, garantiza la labor del legislador. Este mismo es el planteamiento que recoge el estoicismo. De modo que, aunque ambos remitan a la recta razón, consagran a la divinidad, en último término, como garantía del buen uso de la misma. Toda la filosofía del derecho griega, desde Homero o Hesíodo hasta Platón, conserva esta referencia, aunque no puede decirse que en los mismos términos, pues quedan a la vista las diferencias entre aquellos autores y Platón.

La distinción entre el estoicismo y la concepción platónica no radica, pues, en las referencias divinas, sino en la forma de entender la racionalidad del derecho. Éste ya no se centra en la simple naturaleza. Platón y Aristóteles concibieron siempre el derecho con una doble referencia. Una, que se puede llamar ideal, y que daba el sentido de universalidad al derecho, al referirlo a la naturaleza; y otra, fáctica, que quedaba referida a la materialización de ese derecho en la polis. El estoicismo rompe este segundo supuesto, al entender la racionalidad del derecho natural como propia de todo el mundo. Para entonces, "mundo" era en Grecia algo más que la polis. La universalización del derecho toma, de este modo, dos elementos, el de la naturaleza y el de la comunidad común y universal. La propia filosofía estoica articula, pues, los elementos teóricos de un derecho en expansión. No sólo el derecho se expande. El helenismo, según se ha sugerido, supone también una extensión de la cultura griega. Esto, que puede ser trivial para un historiador, no puede serlo para un jurista, ni mucho menos para un filósofo, pues con tal expansión se produce también la de la visión del mundo griego, que choca y brega con otras, al punto de quedar disuelta en esa lucha, de forma que el derecho pierde la legitimidad que ella había tenido.

No es raro que las influencias estoicas se manifiesten más tarde entre los romanos. La exaltación de la idea de universalidad queda unida a la idea política de imperium. Esta misma fusión la recepciona más adelante el Cristianismo en la conocida noción de comunidad universal: Ì (katolikós). De los estoicos y del neoplatonismo deriva la concepción del derecho en manos de expertos que se llaman jurisconsultos. Se confía así a la razón humana la búsqueda de lo justo. Es a los expertos a los que corresponde la determinación de la equidad y de la ley natural 7.

La recepción del estoicismo en Roma supone (respecto a los griegos, en general), efectivamente, poca originalidad. Si uno revisa, por ejemplo, los trabajos de Cicerón, aparte de encontrar constantes referencias no sólo a Platón sino a autores eminentemente estoicos, como Zenón o Panecio, pronto se advierte cómo, de la mano sobre todo de estos últimos, él conecta la virtud y la honestidad con la razón, en cuanto ellas forman parte de la naturaleza 8. Naturaleza y razón quedan hermanadas con las nociones estoicas de virtud y honestidad. Esta misma influencia es la que se puede advertir en la definición de derecho natural de Paulo.

Esta nueva manera de entender el derecho pasa a convertirlo, de una institución paidética, como era entendido en Grecia, a una técnica. Son los jurisconsultos, se dice en las Institutiones, quienes deben determinar el ius, el derecho. Al perder el carácter asignado por aquella tradición, la vieja idea de derecho se acerca a la de poder y con ello actualiza las viejas tensiones sofísticas griegas.

A la concreción del derecho como técnica ha de agregarse un nuevo cambio. Bajo la misma influencia estoica, el derecho adopta consideraciones éticas hasta entonces desconocidas. Los tria praecepta iuris, que se citan en las Institutiones justineaneas, no dejan lugar a dudas: honestere vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere ["vivir honestamente, no dañar a nadie y dar a cada uno lo suyo", cf. Inst. 1, 1, 3]. Sobre esta base, el Cristianismo reinterpreta el derecho teocráticamente, conservando dos pilares normativos de esta construcción teórico–práctica: a) la idea de universalidad, plasmada en la noción de comunidad católico–cristiana y b) la tecnificación del derecho, que es entregada a teólogos especialistas. Sobre ambos descansan instituciones tan poderosas, y de tanta ascendencia histórica, como la monarquía y el derecho común, que no es otro que el romano. La influencia estoico–cristiana, de la que aquí se ha hablado, queda ejemplarmente explicitada en los trabajos de Lactancio y de Agustín de Hipona.

El primero de estos autores convierte la ley natural, de claras resonancias estoicas, en divina (aeterna). De este modo, conecta las nociones estoicas de razón y virtud en términos confesionales. Su concepción del derecho natural posee este aspecto. El bien depende ahora de la razón y de la piedad, antes que de la virtud, es decir, del conocimiento de Dios. Saber distinguir lo bueno de lo malo, para los estoicos, queda proyectado desde la virtud, que el Cristianismo enlaza con la idea de conocimiento de Dios. En ella, en la concreción de la virtud, que es opuesta al vicio, está para Lactancio la justicia 9. En lugar de poner la virtud junto a la felicidad, como hacía el estoicismo, y los mismos trabajos de Cicerón son ejemplares, especialmente el De officiis, Lactancio pone ésta junto a la ausencia de pecado, convirtiendo al Cristianismo en una doctrina del bien, la virtud y la felicidad humana.

Por su parte, Agustín se acerca a los autores griegos, aunque en latín. Conoce la obra de Platón y lee con especial admiración a Séneca y Cicerón 10. Sitúa al platonismo por sobre el estoicismo de Verrón. Con todo, utiliza ambas influencias para arribar a lo que él llama una teología natural, concepto que toma, según confiesa, del mismo Varrón. En buena parte del De civitate Dei, Agustín, en efecto, sigue muy de cerca a Varrón. Este último autor, además de la teología natural, entiende que ésta se divide en la teología mítica y en la teología política. Varrón había llevado a cabo esta sistematización desde una perspectiva particular, la romana. Concreta su análisis de la religión en el contexto de Roma. Agustín, en cambio, fiel a la tradición griega (especialmente la estoica y neoplatónica), critica ese estrecho concepto de la religión proponiendo una fe universal en Dios. Convierte, pues, la teología natural de estatal en universal 11. Hemos mencionado anteriormente el concepto griego de physis y ya entonces advertimos que su traducción castellana a naturaleza es vaga, pues deja fuera parte del auténtico sentido que para un griego tenía esa noción. Pues bien, según han mostrado los trabajos de Jaeger, Agustín es uno de los primeros que traduce el término griego physikon por el latino naturalis.

Platón, que es el primero que usa la palabra teología [Ì], que en griego quiere decir acercamiento, mediante el logos, a Dios, consagra esta influencia tanto al estoicismo como al epicureismo que, por Mommsen, ya sabemos es una de las pocas recepciones filosóficas efectuadas por los romanos.

Esta influencia griega sobre el Cristianismo, que tan notablemente representa Agustín, es sistematizada mediante elementos romanos de carácter práctico–político. En efecto, ya se ha mencionado la idea de una comunidad universal católico–cristiana. Ella se emparienta sobre todo con la noción de imperium Romanum, que sirve de cimiento a la idea de un gobierno mundial. Asimismo, la teología natural, que articula Agustín desde Verrón, tiene la universalidad como elemento propio y nuevo a plasmar con el Cristianismo. La teologización de la vieja noción de derecho natural inicia con Agustín una profundización cada vez mayor, alcanzando su cenit en los trabajos de Tomás de Aquino.

 

Isidoro de Sevilla también aproxima, siguiendo seguramente a Lactancio, la ley divina con la natural, en términos tales que la primera es fuertemente influida por una comprensión religiosa y próxima, veíamos, a la justicia. Mientras la segunda –la natural– depende de la razón, en clara consonancia con el estoicismo, determinando la ley.

Tomás de Aquino mantiene esta correlación entre derecho natural y derecho divino. Al igual que la tradición que le precede somete el primero al segundo, visto que la razón queda expuesta al pecado. La justicia sólo puede provenir de la divinidad. Aunque el derecho divino quede por sobre el natural, este último está en la cúspide de todo derecho humano. Precisamente, el ser humano, al estar vinculado a la razón, que es siempre una facultad humana, está expuesto, pese a ese status, al pecado. De modo que todo derecho queda remitido, en último término, a Dios. En esta remisión, los técnicos de la justicia, concepción romana que hereda el Cristianismo a través de la figura del teólogo, determinan la interpretación de esa justicia.

Las acciones humanas quedan en todo momento remitidas a Dios, pues, siguiendo a Aristóteles, dice Tomás de Aquino que con ellas perseguimos un fin, fin que nos permite representárnoslo nuestro libre albedrío y nuestra razón, el cual, en lugar de ser la felicidad como en el estagirita, es Dios.Con esta remisión última, el proceso de teologización del derecho natural queda en evidencia. Es a los teólogos a quienes corresponde la determinación de la concreción de tal derecho. Sólo una mayor confianza en la razón y, por lo tanto, una debilitación o cambio de la idea de pecado, apegado a la humanidad y no al mundo en cuanto tal, consiguen dar al derecho natural una reformulación, desde su vertiente teológica a una racionalista. Es bien sabido que eso se produce recién en el siglo XVIII, muy especialmente en Francia, con la redefinición prerrevolucionaria de la noción de pecado llevado a cabo paradigmáticamente al fragor de las disputas entre jansenistas neoagustinos y jesuitas 12. Pero también se sabe que, a partir de entonces, un derecho que se codifica sobre la razón del hombre, puesta lentamente en su centro, se expone a abandonar toda referencia externa. Este vuelco adelanta la atomización de la vieja communitas católica. Un mundo que pone en crisis la unidad por la fe, fuerza la determinación del credo común, y todo aquello que depende de él, incluido, claro está, el derecho. Este reordenamiento del derecho coincide, pues, con el hundimiento confesional. La forma en que ese derecho de la comunidad universal queda disuelto determina en gran medida el nuevo énfasis, que es el derecho que los romanos llamaban civil, hoy estatal.

En esta somera revisión de la concepción griego–estoico–cristiana del derecho natural se insinúa su desenvolvimiento hasta los tiempos modernos. Pero esta proyección no se reduce a la filosofía, sino, tal como se adelantó, encuentra su espacio jurídico en el Corpus. Jurídicamente, según se ha anotado más arriba, la definición de derecho natural que se puede leer en la Institutiones es enigmática, porque en Gayo no aparece. Pero su aparición pierde ahora el misterio si se considera el contexto en el que se genera. Pese a ello, revisando las fuentes históricas, uno se pregunta: ¿cuál es el origen de esta definición de derecho natural?

Por los Digesta sabemos que esta noción, presentada en las Institutiones, es de Ulpiano. En efecto, en esta obra encontramos que él refiere el derecho natural como aquel "que la naturaleza enseñó a todos los animales, pues este derecho no es propio del género humano, sino común a todos los animales de la tierra y del mar, también es común a las aves. De ahí deriva la unión del macho y de la hembra que nosotros denominamos matrimonio; de ahí la procreación de los hijos y de ahí su educación. Pues vemos que también los otros animales, incluso los salvajes, parecen tener conocimiento de este derecho" (D. 1, 1, 1). Mientras este derecho, entonces, es común a todos los animales, el de gentes es común únicamente a los distintos pueblos.

Ulpiano traza esta triple distinción dentro de los márgenes del derecho privado (desde, o a partir de, la civitas). Lo mismo hace Gayo en la doble distinción revisada –derecho civil/derecho de gentes–. Lo que distingue a uno y otro autor es, pues, la incorporación de una noción nueva; en el caso de Ulpiano, la de derecho natural. No obstante, no son sólo estos autores los que presentan una distinción jurídica como la expuesta. A ambos, a la luz del Digesto, ha de agregarse todavía Paulo, que presenta el derecho dividido en natural y civil. A diferencia de los dos primeros juristas mencionados, Paulo excluye de esta distinción al derecho de gentes.

La diferencia de criterios distintivos salta a primera vista. A pesar de eso, no debe olvidarse que las Institutiones adoptan, de un modo explícito, la tripartita distinción de Ulpiano. La escolástica mantiene y profundiza la sistematización del derecho, a partir, precisamente, de la distinción ulpiana. Me detengo en ella.

La cercanía conceptual, en el mismo Ulpiano, entre el derecho natural y el de gentes, es evidente. Ulpiano relaciona ambos conceptos, pero los distingue de forma ejemplar. Así, refiere la manumisión como una institución propia del ius gentium y a la libertad del hombre como una propia del derecho natural. Con la aparición de la esclavitud, perteneciente al derecho de gentes, el concepto de manumisión adquiere todo su sentido. Mientras la libertad, pues, tiene su fuente en el derecho natural, la esclavitud la tiene en el derecho de gentes (D. 4, 1, 1). De este modo, la esclavitud ya aparece en estos textos presentada como contraria al derecho natural. Con esta distinción entre ambos derechos, Ulpiano pretende ir más allá de la definición dada por Gayo.

La conceptualización ulpianea del derecho natural es extraordinaria en el contexto de ideas jurídicas del período clásico y, por esa razón, muchos romanistas han discutido la autenticidad del texto mismo 13. En cambio, la definición que da Gayo del derecho de gentes en su Instituta parece más romana, por cuanto conserva una abstracción jurídica mayor, tan propia de los textos de la época clásica. Con esta última definición, Gayo refiere la ratio naturalis, la razón natural. Las normas del derecho de gentes se condicen con la naturaleza humana, representándose en un derecho consuetudinario o escrito. En el Digesto vemos cómo Gayo insiste en el derecho de gentes como fundamento del derecho general, acercando a él la noción de ratio naturalis (D. 1, 41, 1). La razón natural se expresa en este tipo de derecho, una expresión que se manifiesta en las costumbres o en la ley escrita. Así pues, parecen acercarse, hasta confundirse, las nociones de derecho natural, representado por la ratio naturalis, con la del derecho de gentes.

La conceptuación de Paulo, por otra parte, es – decía – distinta a la de Gayo y a la de Ulpiano. Paulo concibe el derecho de varios modos. Uno de ellos es aquel que lo entiende como equitativo y bueno (bonu et aequum). A esta particular forma de entenderlo es a la que llama derecho natural, distinguiéndolo del derecho civil, que es siempre el derecho propio de cada ciudad. Con esta conceptuación del derecho natural, Paulo expresa una abstracción que la definición de Ulpiano no posee.

Estas diferencias de criterio llaman la atención desde el principio. Es manifiesta la superposición de textos originales que los transcriptores del Corpus iuris no evitaron. Nociones como la ratio naturalis, la aequitas y la noción ulpiana del derecho natural parecen referirse a lo mismo, pero las concepciones son claramente distintas y presentan influencias de muy distinto tipo. En la concepción pauliana, por ejemplo, el derecho natural y el de gentes aparecen indeterminados en su distinción, así, la locatio conductio la trata como una institución natural y de todos los pueblos y, a la vez, como de derecho de gentes 14.

Esta exaltación bizantina del derecho natural no debe extrañarnos. Cuando se inician los trabajos recopiladores del Corpus iuris, ya se ha recordado que el Cristianismo se encontraba suficientemente expandido en Roma. La adopción cristiana del derecho natural deja sentir su impronta en el proceso recopilador, mezclando conceptos de los juristas clásicos con nociones propias de aquella influencia. De este modo, la fusión de elementos cristianos, clásicos e imperiales se pueden advertir fácilmente por cualquier romanista en el Corpus iuris.

Tanto el derecho natural como el derecho de gentes pueden quedar aunados en la noción de ratio naturalis de Gayo o en la de derecho común que utiliza el mismo Ulpiano. No obstante, los compiladores enuncian una sistemática distinción entre ambos. Esta distinción carece también de suficiente rigor, pues en las Institutiones el mismo derecho que es concebido tripartitamente por Ulpiano, es distinguido más tarde por él mismo dualísticamente 15. La fusión de las nociones de derecho natural, por una parte, y de gentes, por otra, ahora bajo influencia de las concepciones cristianas, queda clara en otro pasaje de las Institutiones justinianeas: "las leyes naturales que se observan igualmente en todos los pueblos, establecidos por cierta providencia divina, siempre permanecen firmes e inmutables; mas las que cada ciudad establece para sí suelen ser mudadas con frecuencia, o por tácito consentimiento, o por otra ley posteriormente promulgada" (Inst. 1, 2, 11). Los romanistas, a la luz de confrontaciones entre las Institutiones de Gayo, los Digesta y las Institutiones de Justiniano, han puesto, pues, suficientemente en evidencia alteraciones que aquí sólo se trata de enunciar 16.

La distinción tripartita, que aquí se viene comentando, sólo puede entenderse, entonces, bajo la influencia cristiana, ya que el lugar que se da al derecho natural en la sistematización jurídica aparece recién en la época imperial, época en la que el Cristianismo ha iniciado su etapa expansiva. En las Institutiones de Gayo queda indeterminada la posterior distinción de su homónima justinianea entre derecho natural y de gentes. A partir de la época post clásica, esta distinción aparece expuesta a una influencia no sólo cristiana, sino también griega, introducida en Roma a través de sus retóricos y que se mantiene vivamente presente, incluso hasta en pensadores como Grocio 17. Por eso, no debe sorprender que la concepción ulpianea del derecho natural haga referencia a todos los animales y a su inmutabilidad (D. 4, 1, 1). Ciertamente, así entendido, este derecho se separa del derecho de gentes, alcanzando una abstracción que será regulativa.

Esta concepción es sistematizada por la escolástica que se inspira, precisamente, en la definición de Ulpiano. Desde Tomás de Aquino hasta Suárez esta definición ulpiana se repite continua y doctrinariamente. Las Partidas, por ejemplo, un texto del siglo XII, pero que entra en vigor casi un siglo más tarde, con el Ordenamiento de Alcalá, toma esta conceptuación. En la primera partida, ley segunda, se distingue el derecho natural del de gentes, definiendo al primero como aquel que "han en si los homes naturalmente, é aun las otras animalias, que han sentido. Ca segun el movimiento de este derecho, el másculo se ayunta con la fembra, a que nos llamamos casamiento, é por él crian los hombres a sus fijos é todas las animalias". A su vez, el segundo –el de gentes– es concebido como el "derecho comunal de todas las gentes, el cual conviene a los homes, é no a las otras animalias. E este fue hallado con razón, é otrosi por fuerza, porque los hombres non podrían bien vivir entre sí en concordia é en paz, si todos non usasen del" 18.

 

Las consideraciones éticas para esta distinción, tan alejada de los autores romanos clásicos, son claramente explicitadas por la misma escolástica. Todos sus representantes distinguen el derecho natural del de gentes. Asimismo, distinguen estas clases de derecho del divino, vgr. Heinecio o Vitoria. Las sistematizaciones tienen elementos propios de cada autor, pero éstos, los aquí mencionados, son comunes. Que esta sistematización sea común, no quiere decir que haya sido unitaria. De hecho, y como se ha indicado, cada autor entiende el derecho natural y el de gentes de manera diferente. Sólo por citar algunos ejemplos de enorme repercusión, conviene revisar la influyente obra de Isidoro de Sevilla, de Vitoria y de Suárez.

Isidoro de Sevilla acaba por hacer equivalentes el derecho de gentes con el derecho de guerra y de paz entre los distintos pueblos. Le llama así porque –dice – "tiene vigencia en casi todos los pueblos" 19. Lo distingue del derecho natural, que concibe de una forma particular, pues, aunque toma la definición de Ulpiano como base, agrega algunos elementos más propios de la de Gayo, e incluso de la de Paulo. Dice, respecto a éste: "es común a todos los pueblos, y existe en todas partes por el simple instinto de la naturaleza, y no por ninguna promulgación legal. Por ejemplo, la unión del hombre y la mujer; el reconocimiento de los hijos y su educación; la posesión común de todas las cosas; la misma libertad para todos; el derecho a adquirir cuanto el cielo, la tierra y el mar encierran. Asimismo, la restitución de lo que se ha prestado o del dinero que se ha confiado a alguien; el rechazo de la violencia por la violencia. Todo esto y otras cosas semejantes no pueden considerarse nunca injustas, sino naturales y equitativas" 20. La concepción del derecho natural de Isidoro manifiesta una clara influencia estoica. Mientras la justicia es ley divina, el derecho es ley humana. Parte integrante del derecho son las leyes y las costumbres; asimismo, considera el uso, que es tenido en cuenta cuando falta la ley, siempre y cuando sea conforme a la razón, que es la que "avala a cualquier ley", más aún, "si toda ley tiene su fundamento en la razón, será ley todo lo que esté fundado en ella, con tal de que esté de acuerdo con la religión, convenga a la doctrina y aproveche para la salvación". Estas últimas nociones se acercan a la ratio naturalis que veíamos en Gayo, pero también a la concepción estoica, que recibe especialmente Cicerón, y que es la que Isidoro debió conocer. Esta misma influencia es la que se puede advertir en la obra de Vitoria.

Vitoria, efectivamente, parece entender el derecho de gentes de una forma muy similar a la de Gayo: "se llama derecho de gentes lo que la razón natural estableció entre todas las gentes" 21. Esta definición debe desconcertar, pues Vitoria, seguramente, nunca conoció el texto de Gayo. Sin embargo, del análisis de la misma se puede concluir una de las vías de penetración que tuvo la concepción estoica del derecho en la tardía época imperial romana y, más tarde, en toda la Edad Media.

 

Ya en los textos de Cicerón se advierte la recepción de Zenón y Panecio. El derecho de gentes aparece concebido en estos autores a través de una ley constituida como institución, distinta al derecho natural. Aquí se puede dar el viejo ejemplo de la esclavitud. En dicha concepción, la conexión con el derecho natural es estrecha. Mientras al derecho de gentes lo distingue su forma; al natural su contenido, que no es otro que una vida recta, una ética racional. Es este contenido, el de la ley natural, el que ha de expresarse en el ius gentium. El contenido de este derecho, unido a su forma, explica la expansión de esta concepción, que posteriormente toma el Cristianismo. Las doctrinas estoicas de Zenón y Panecio rompen con la idea de polis, proclamando que la humanidad es una comunidad que todo lo abarca. Crisipo, siguiendo muy de cerca esta concepción, la resume diciendo que, de esta manera, habrá un Dios, un Estado y una ley (D. 1, 3, 2). Cicerón considera que esta ley, es decir, la natural, igual que el derecho divino (caelestis), debe emanar de la razón 22. Vitoria sigue, precisamente, esta concepción estoica del derecho.

Las leyes divinas con las humanas, dice Vitoria, convienen en que las primeras "constituyen una cosa en el género de virtud o de vicio, de tal modo que, por el hecho de estar mandado, es bueno lo mandado, y por el de estar prohibido, es malo, lo que sin el mandato o prohibición no ocurriría". Más adelante continúa señalando que "la ley humana tiene fuerza para constituir algo en el ser virtud y a lo contrario en el ser de vicio".23 El contenido viene predeterminado por la razón; su regulación, en cambio, es humana. En la concepción que maneja Vitoria, el conocimiento de las leyes divinas es conducido, no a través de la razón, sino de la revelación, según explica Heinecio. Ambas leyes, las humanas y las divinas, obligan por igual. Sin embargo, Vitoria apela explícitamente a la razón para descubrir con qué intensidad ellas obligan. Eso puede permitir explicar la mayor o menor gravedad de un incumplimiento. Lo que desentone de la razón y de la ley, es venial, lo que contradice abiertamente la ley natural y la divina es mortal. Esta concreción del derecho natural en contenido legal, es incompleta si no volvemos al derecho de gentes. Vitoria, cuando presenta los títulos legítimos para la conquista española en América, al considerar el primero, lo funda en el derecho de gentes, que dice, "o es derecho natural o del derecho natural se deriva". Él mismo sigue aquí la definición de las Institutiones que daba Gayo, definición en la que ambas nociones –derecho natural y de gentes– parecen confundirse, lo mismo que en la obra de Cicerón. De esta manera puede entenderse la conceptuación vitoriana del derecho de gentes.

Por otra parte, Suárez distingue, igualmente, el derecho natural del de gentes, apelando a una diferencia moral. Así, el derecho de gentes es contingente, mientras el natural es necesario, es decir, el derecho de gentes no prohíbe porque algo sea malo, sino porque prohíbe, eso que prohíbe es malo. En segundo lugar, el derecho natural es inmutable, mientras el derecho de gentes no lo es. Finalmente, en tercer lugar, el derecho natural es universal, mientras el de gentes es casi universal. Con todo, el mismo Suárez advierte coincidencias entre ambos. Así, los dos son comunes a todos los hombres; por su materia, ambos tienen lugar entre los hombres y; por último, en ambos hay permisiones y prohibiciones 24. La influencia estoica, a que ya se ha hecho mención entre los autores escolásticos, se vuelve a hacer patente.

Suárez sigue de cerca en esta sistematización a Tomás de Aquino, quien deriva el derecho de gentes y el civil del natural. El Aquinate, siguiendo a Aristóteles, distingue entre el derecho natural y el legal. Sobre este último queda el primero. Ahora bien, para distinguir al derecho de gentes del civil recurre a una nota característica propia de aquél: su falta de escritura. El derecho de gentes es un derecho que no sólo es no escrito, sino es un derecho que se apoya en la práctica, no en la naturaleza. No obstante, el mismo Suárez va más allá de Aristóteles y de Tomás de Aquino. Para él, el derecho que rige a las comunidades es determinante en la duración de las mismas. El derecho les da duración. Incluso dedica un capítulo (el X del libro I de su De legibus) a explicar la importancia de dicha estabilidad. Un Cristianismo expandido y asentado precisa un derecho estable, que ya no puede contentarse con regir a la civitas, pues ahora ella se encuentra ampliada. La civitas es mundi. Su unidad, dada por la común creencia en Dios, posibilita, a su vez, un telos propio de la comunidad cristiana: el bien común. A ello ha de propender la autoridad 25.

Con la moderna exaltación de la razón, la concepción teocrática del derecho natural inicia un cambio definitivo de la sistematización romana. Este giro tiene lugar en la época que Hegel llama Neue Zeit, tiempo nuevo o Modernidad. Para un jurista, conocedor de la vieja tradición romano–cristiana, el giro tiene un nombre que marca su inicio: Hugo Grotius, Hugo de Groot o, castellanizado, Hugo Grocio.

En el De jure belli ac pacis (1625), Grocio sigue –habría que decir– desestructuradamente, la distinción que figura en Aristóteles, en particular en la Etica a Nicómaco, a saber, aquella que distingue derecho natural y derecho voluntario (o legítimo) 26. El primero lo caracteriza Grocio como el dictado de la recta razón. En esto su definición se parece mucho a la dada por Cicerón, jurista al que conoce y cita en varios pasajes. Este derecho –dice– "nos enseña que una acción es moralmente torpe o moralmente necesaria, según su conformidad o disconformidad con la misma naturaleza racional y social y, por consiguiente, que tal acción está prohibida o mandada por Dios, autor de la naturaleza" 27. Un poco más adelante señala que este derecho es tan inmutable "que ni siquiera Dios lo puede cambiar". Lo que sí puede cambiar es el objeto sobre el que descansa este derecho.

 

Por otra parte, el derecho voluntario (legítimo o de institución) tiene su origen en la voluntad. Puede ser humano o divino. El primero de estos lo subdivide en: a) civil, b) humano de acepción más amplia que el civil y c) derecho en una acepción más restringida. El civil es el que procede de la potestad civil, que es la que gobierna el Estado. El derecho, en su acepción más amplia que el civil, es el derecho de gentes, mientras el derecho en su acepción más estricta es aquel que no procede de la potestad civil, conteniendo preceptos de potestad paterna, señorial u otro semejante.

El segundo, esto es, el divino, es aquel que tiene su origen en la voluntad divina. Grocio también lo distingue del natural. Con todo, los tres, el de gentes, el natural y el divino, obligan a todos los hombres.

La sistematización que lleva a cabo Grocio no representa ninguna novedad para un escolástico. Ya se ha dicho que sigue en ella a Aristóteles y, como es obvio, ese nombre es absolutamente familiar para cualquier autor medieval. Lo interesante de Grocio es la caracterización que hace del derecho natural, que sí supone una novedad.

Al igual que los escolásticos, Grocio sostiene que el derecho natural es inmutable. En esto, pues, no se distingue todavía de aquéllos. Pero luego agrega "que ni siquiera Dios lo puede cambiar". Junto con eso, al referirse al derecho natural, dice que "también afirmamos se puede llamar divino". Grocio acerca hasta casi la sinonimia ambos derechos, cuestión que para un escolástico es inconcebible, al menos si sigue la canónica inspiración tomista. Por otra parte, la inmutabilidad de un derecho como el natural, que hace pie en la razón humana, posee una necesariedad a partir de ella. Siendo la razón un atributo humano, afirmar que ni siquiera un producto suyo puede ser modificado por Dios supone un cambio a todas luces notorio. Por eso, no debe sorprender que el libro de Grocio haya sido incluido en España en el Índice, creado en 1545. Para entonces, resulta consecuente que, a partir de mediados del siglo XVI, la península ibérica inicie un proceso de aislamiento intelectual respecto al resto de Europa. Así, en 1559, se prohíbe a los estudiantes estudiar en el extranjero y, a partir de 1558, todo libro impreso requiere una licencia del Consejo de Castilla para ser incorporado.

Esta nueva concepción del derecho natural ha de entenderse en un contexto político también nuevo. Tras las guerras de religión, finalizadas con la Paz de Westfalia, de 1648, Europa inicia un proceso de secularización que tiene repercusiones en el derecho, ya que, de tener una influencia claramente teológica, pasa a concentrar su legitimidad en los nuevos Estados, particularmente a través de la idea de soberanía. Quedando definido el poder soberano como el nuevo poder supremo y absoluto, la discusión siguiente entre los juristas es si hay un derecho capaz de quedar sobre éste. En Grocio, todavía es evidente que el derecho natural está por encima de él, pero también que su fundamentación es diferente a la escolástica.

Spinoza se percata del cambio que se insinúa tras la redefinición del poder y expresa un poder absoluto sometido a las nuevas condiciones; esto es, en la medida en que voluntaria o forzosamente se cede el propio derecho, se queda sometido a la autoridad del más fuerte, que es el soberano, y si hay alguien más fuerte que éste, entonces no está obligado a prestarle obediencia 28. Pero es Pufendorf quien conceptúa esta nueva definición, sobre la que vuelve Thomasius. Si nada queda sobre el soberano, si no hay derecho alguno que quede encima de él, entonces es el derecho de gentes el que está representado por el natural. O dicho de otro modo, el derecho natural es absorbido en el de gentes. La legitimidad del derecho natural radica, pues, en "la utilidad particular de cada Estado" 29.

Rachel, por otra parte, incide en la positivación del derecho de gentes. Siguiendo a Zuch, considera a este último compuesto de costumbre y tratados internacionales. Este derecho que, en último término, siempre es sancionado por el Estado soberano, sobreentiende un legislador que no puede ser otro que él mismo. La consideración que hace del derecho natural es similar a la que traza Isidoro de Sevilla, entendiendo que queda referido a las justas causas de la guerra 30. Rotgers llama la atención sobre ello. Toda la tradición que va desde aquí hasta el positivismo jurídico se deja inspirar por este principio.

Sin embargo, la reformulación del derecho natural no supone una renuncia a tal concepto. Hasta el siglo XVIII, su influencia es considerable, como muestran los trabajos de Wolff, Vattel o Leibniz. Para el primero de ellos, la fuente más eminente del derecho sigue siendo el derecho natural, todo derecho positivo deriva de aquél. Aparte de éste, considera también al derecho de gentes. Así, a partir de ellos, se representa una idea escolástica sobre la que vuelve Kant, y que basta con anotar en esta parte, la de una civitas máxima.

Leibniz, por su parte, considera el derecho natural en cuanto normas en sí. En este sentido, entiende estas normas como necesarias, más preciso, racionalmente necesarias. Igual que Wolff, Leibniz presupone esta necesariedad desde la matemática o, más específico, desde la geometría. En la medida en que estas normas son necesarias, son a priori o de razón suficiente. Si ello es así, entonces su obligatoriedad no es contingente. Leibniz distingue con precisión el derecho del hecho, dando al derecho natural la consideración de deber ser. Teniendo en cuenta esta distinción, critica a Hobbes su consideración del Estado como única religión 31. Esta distinción que traza Leibniz pretende distinguir a la justicia del poderoso: "el poder no es la razón formal de su justicia" 32. La concepción del derecho y de la justicia, como conjunto de normas dictadas por el soberano, supone una reafirmación ideológica de su poder, barruntada a partir de una coincidencia entre las nociones de justicia, derecho y ley. La justicia depende del poder y el derecho se confunde con la ley. En esta confusa coincidencia, Leibniz advierte que el derecho no puede ser injusto, por cuanto, en su concepción del mismo, es necesario. Si esto es así, entonces la injusta puede ser la ley, que es dictada por el soberano. A la ley le sigue la justicia, entendiéndola cercana a la bondad y la sabiduría, nociones ambas que, desde la filosofía estoica, se proyectan hasta entonces. A ellas se agrega todavía la equidad y la piedad. El mismo Leibniz explicita su influencia reiterando los tria praecepta juris. Para poder determinar su concreción, Leibniz reconoce la interpretación de los jueces como necesaria, considerando que la sola aplicación del derecho estricto supone "un estado de naturaleza salvaje". De esta forma, no debe asombrar que deje a la ciencia del derecho la tarea de las definiciones; tarea ligada a la razón, esto es, a lo que debe ser, y no a lo que es. Los principios de esta ciencia los acerca a las verdades eternas "que no nos dice qué existe, sino qué hay que dar por supuesto para que se siga que algo existe". La influencia de las ideas platónicas se aprecia a primera vista y Leibniz la reconoció expresamente. Por otra parte, no es menor la cristiana, que se manifiesta ejemplarmente en su comprensión de la justicia de un modo religioso, como amor al prójimo.

Ha de insistirse especialmente aquí en la importancia que Leibniz atribuye al intérprete, que ha de buscar la intención del legislador. Éste puede haber tomado la ley basada en principios conforme a sus sentimientos o a su razón. Un criterio para determinar esto último lo constituye el que ellos estén afianzados en leyes o costumbres. En último término, las verdaderas razones, Leibniz las identifica como procedentes del derecho natural, del que derivan también los principios eternos o de la razón de Estado. Este mismo carácter de necesariedad del derecho natural es el que da legitimidad a la ley. Por contra, para quienes entienden que la legitimidad de la misma descansa sólo en el poder del soberano, no hay instancia más allá de él para fundarla. Como acertadamente dice Hobbes, si la referencia última es la religión, ha de entenderse aquí que la religión es el Estado. Esta misma tensión es la que se advierte en la famosa disputa jurídica que sostienen Brentano con Jhering casi dos siglos más tarde 33. Ella es también una disputa política, que pretende determinar cuál es el derecho que ha de regir internamente a las nacientes comunidades modernas.

Esta disputa, que sólo se ha adelantado, se consolida a lo largo del siglo XIX, acaso habría que decir incluso que se exalta con la consolidación de los Estados nacionales. De este modo, el derecho estatal es legitimado por sí mismo. En lo que aquí interesa, esto supone la disolución definitiva del derecho natural en el derecho estatal y el olvido de la larga tradición que impregna el derecho occidental desde los tiempos de Cicerón. El centro de atención es, definitivamente, el derecho estatal.

Por consiguiente, el derecho natural es disuelto a través de dos importantes vías: el derecho de gentes, por una parte, que lo reduce a costumbres y principios y, por otra, el derecho estatal, que lo convierte en derecho interno.
La primera de estas vías de disolución, representada por el derecho de gentes, encuentra sus inicios en los trabajos de Samuel Pufendorf, pero es en los de Emeric Vattel, a quien Bello sigue muy de cerca, donde se explicita y desarrolla la nueva concepción política del Estado, que asumen los sucesivos juristas, dando primacía al derecho estatal sobre cualquier otro.

Vattel se opone frontalmente a la idea de Wolff de una civitas maxima, que este último propone siguiendo los trabajos de Grocio. Wolff pretende que tal civitas esté unida por un derecho de gentes voluntario, cuyas leyes deriven del derecho natural 34. Vattel critica los supuestos de tal construcción. La naturaleza no puede recomendar, de la misma manera, una sociedad de Estados como sugiere una de individuos. La noción de naturaleza, que utiliza Vattel, es distinta a la que sugiere Leibniz y con él el llamado iusnaturalismo racionalista. Vattel piensa en la naturaleza como lo dado, lo innato, lo que está delante y, en este sentido, es evidente que los Estados no se unen de la misma forma a como sucede entre los individuos. La noción empleada por Leibniz, ya hemos visto que es distinta, pues la naturaleza aparece conceptuada allí como sinónimo de necesidad.

Consecuentemente, para Vattel es inconcebible tal civitas máxima, pues ella supone negar un supuesto de la noción de soberanía, a saber, negar la independencia de los Estados. Vattel reconoce el derecho natural, pero de una forma que es imposible entenderlo sin el Estado. Puesto que las leyes naturales no se cumplen voluntariamente, es necesaria la asociación política, esto es, el Estado 35. Vattel representa, de esta manera, la aplicación al derecho internacional de aquella noción del Estado soberano que se gesta en las obras que van, sobre todo, desde Spinoza a Hobbes. Naturalmente, la legitimidad última del derecho natural no puede ser una ley natural ajena al Estado sino una razón de Estado. Esta concepción, proyectada en el siglo XIX, converge con la del principio de las nacionalidades, radicalizando la soberanía hasta convertirla en absoluta. En los trabajos de Jellinek ya se advierte con claridad esta profundización.

La concepción del derecho de gentes como un derecho interestatal domina también la obra de Montesquieu, en especial L’esprit des lois (1748). Para Montesquieu, el derecho de gentes es un conjunto de leyes políticas que se dan las naciones entre sí 36. Es importante tener en cuenta que Montesquieu está entendiendo aquí naciones como sinónimo de Estados. Esta sinonimia, a lo largo del siglo XIX, es puesta en cuestión. La referencia al derecho de gentes sufre entonces un cambio en su denominación, así, durante la segunda mitad de este último siglo se populariza, primero en Inglaterra y luego en el resto de Europa, la expresión "derecho internacional".

A fines del siglo XVIII, Kant sistematiza finalmente, de un modo moderno, la concepción tripartita del derecho, originado en Roma y proyectada durante toda la Edad Media, actualizándola al nuevo escenario histórico–político. Hemos indicado cómo entiende y ubica al principio general libertad (en el lugar del ius naturalis), agregando a éste el derecho estatal, el ius gentium y el derecho cosmopolita. El escenario político–jurídico de esta reformulación es el de los Estados soberanos. De modo que una concepción tripartita como la reformulada ha de articularse en ese mismo contexto. En la breve, pero importante e influyente obra Zum ewigen Friede ("La Paz perpetua"), Kant retoma entonces la idea wolffiana de una civitas máxima a través de una federación de Estados. Él entiende perfectamente la noción de igualdad soberana en su esencialidad: "gar keinen äußeren gesetzlichen Zwangen unterworfen zu sein (no estar sometido absolutamente a ninguna coacción legal externa)" 37. En consecuencia, esta federación "geht auf keinen Erwerb irgend einer Macht des Staates, sondern lediglich auf Erhaltung und Sicherung der Freiheit eines Staats, für sich selbst und zugleich anderer verbündeten Staaten, ohne daß diese doch sich deshalb (wie Menschen im Naturzustande) öffentlichen Gesetzen, und einem Zwange unter denselben, unterwerfen dürfen ("No se propone conseguir ningún poder del Estado sino el mantenimiento y garantía de la libertad de un Estado para sí mismo y, simultáneamente, la de otros Estados federados, sin que ellos deban, por eso, como los hombres en el estado de naturaleza, someterse a leyes públicas y a su coacción") 38. Es en esta parte en la que Kant sugiere un Estado ilustrado y poderoso capaz de constituir una asociación federativa para que otros se unan a ella. El mismo Kant comprende las dificultades de la ausencia de poder como vía para imponer un derecho estatal (civilis) universal y con eso la pacificación. La crítica que le hace Hegel puede entenderse como una radicalización de esta aporía, propia del mismo derecho. Hegel entiende el derecho de gentes como un derecho estatal externo y, por lo tanto, como un derecho que depende de la sola voluntad del Estado 39. El derecho que está en el centro es, pues, un derecho estatal, que ha hecho suyo el principio general libertad, dependiendo su capacidad expansiva de la fuerza de tal Estado. De manera que una asociación capaz de crear derecho sólo es posible por la vía de un consenso, que Kant sugiere, o por la vía de una imposición, que Kant no se atreve a afirmar, pero que queda ya reconocida en Hegel.

Kant sigue pensando que la salida de la guerra supone consentir leyes coactivas, es decir, una entrega de libertad, de la misma manera que los individuos dentro de un Estado, para formar así un Estado de pueblos (civitas gentium) que abarque a todos los pueblos. Sólo si ello no es posible, sugiere una federación, como sucedáneo negativo. Hegel reacciona ante tal propuesta, llamando la atención de su contingencia. Si la federación de Estados implica siempre la voluntad soberana, entonces está sometida a la contingencia. En cuanto no se llegue a dicho acuerdo, siempre está presente la amenaza de la guerra. Por eso, la idea sugerida por Kant de un Estado ilustrado y poderoso parece cobrar aquí un mayor vigor, pues es la voluntad soberana de un Estado la que demuestra su capacidad de, en el concierto internacional, imponerse. Los reiterados fracasos de las Naciones Unidas en la solución de conflictos siempre acaban mostrándonos las intervenciones de las grandes potencias y, con ello, la debilidad del derecho. Cuando los acuerdos de estas últimas devienen también en un nuevo fracaso, entonces todos sabemos que hay una guerra próxima. Kant tenía razón allí donde menos, probablemente, esperaba tenerla.

El derecho natural, disuelto ya en el derecho de gentes, ha de quedar todavía, pues, absorbido por el derecho estatal, tanto consuetudinario como positivo. Desde el siglo XVI, y marcadamente a lo largo del XIX, la comunidad jurídica más eminente es la estatal. De alguna manera, con ello se vuelve al derecho civil, paradigma de Roma. Esta comunidad se encuentra inmersa en otra que es la representada por el ius gentium o derecho internacional. Mientras el elemento de unidad más eminente del derecho estatal es el derecho del Estado soberano, en el derecho internacional desempeña tal papel la contemporánea doctrina de los Derechos Humanos, pero, al igual que al ius gentium, a ello le falta la fuerza necesaria para imponerse. Con todo, las Naciones Unidas siguen siendo la instancia más pretenciosa, en la que la humanidad se junta para discutir cuanto le acerca o integra, a toda ella como conjunto, como communitas mundi. La fuerza del derecho ya no es la de su naturaleza, sino la de los principios en los que se sostiene y, fundamentalmente, del advertido como general por Kant, libertad. Eso exige revisar su tradición, su historia y proyección, y siempre desde la época en la que se afirman, pues es en ella donde cobran actualidad.

NOTAS
1 En la revisión de las Institututiones y los Digesta utilizo la edición de Krüger, Paul y Mommsen, Theodor, Corpus iuris civiles, 1911, Berlín.
2 MOMMSEN, Theodor, Das Weltreich der Caesaren (Wien–Leipzig, 1933), p. 628.
3 JAEGER, Werner, Praise of Law, en SAYRE, Paul (ed.), Interpretations of modern legal philosophies. Essays in honor of Roscoe Pound (New York, 1947), p. 356–357.
4 JAEGER, Werner, cit. (n. 3), p. 357.
5 PLATÓN, Politeia, 584c–e.
6 PLATÓN, Nomoi, 719d.
7 Cf. Paul., D. 1, 1, 11.
8 CICERÓN, Marco Tulio, De legibus, I, 6–14.
9 LACTANTIUS, Institutionum divinorum, V, 14 y VI 5.
10 AGUSTÍNUS, Confessiones, III, 14 y V, 6.
11 Detalladamente en AGUSTÍNUS, De civitate Dei, VIII, 1.
12 Sobre esta disputa, se puede ver GROETHUYSEN, Bernhard, Origines de l'esprit bourgeois en France (Paris, 1927), especialmente pp. 213 ss.
13 Por ejemplo, cf. ALBERTARIO, Emilio, Studi di diritto romano (Milano), V, pp. 279 – 290.
14 El obligado por el ius gentium queda obligado por naturaleza, véase D. 1, 19, 2 confrontado con 1, 18, 1.
15 Vid. Inst. 1, 1, 4 comparando con 1, 2, 2.
16 Al respecto, se pueden consultar más detalles en GUARITA, Ernani, Conceito clássico e post–clássico do jus naturale e do jus gentium, en Revista da Facultade de Direito (Curitiba, 1953), p. 38; también, ALBERTARIO, Emilio, cit., p. 29.
17 La recepción se puede ver, ejemplarmente, en Cicerón, quien, refiriéndose al derecho de gentes y al civil dice: "sed nos veri iuris germanaeque iustitiae solidam et expressam effigiem nullam tenemus, umbra et imaginibus utimur. Eas ipsas utinam sequeremur! ferentur enim ex optimis naturae et veritatis exemplis", en CICERÓN, De Officcis, 3, 17 (Cambridge, 1975), p. 340.
18 Las Siete Partidas, I, 1, 2, en Los Códigos españoles (Madrid, 1848), II, p. 8.
19 ISIDORO, S. Etymologiae V, 6.
20 ISIDORO, S., Etymologiae V,4.
21 Textualmente dice: "quod naturalis ratio inter omnes gentes constituit, vocatur ius gentium".Véase. VITORIA, Francisco de, Relectio de Indis (ed. Madrid, 1967), p. 78. Compárese con Inst. 1,2,1.
22 CICERÓN, Marco Tulio, De legibus, I, 6–7.
23 VITORIA, Francisco de, De potestate civilis (ed. 1945, Buenos Aires), p. 132.
24 SUÁREZ, Francisco, De legibus, 2, 18.
25 Sobre esto, con comentarios especialmente acertados, vid. PÉREZ LUÑO, Antonio Enrique, La polémica sobre el Nuevo Mundo (Madrid, 1995), p. 214 – 221.
26 ARISTÓTELES, Et. Nich. 1134b.
27 GROCIO, Hugo, De iure belli ac pacis, 1,10.
28 SPINOZA, Tractatus theologico–politicus (1670), 16,7.
29 PUFENDORF, Samuel, Le droit de la nature et des gens (trad. Al francés, Caen, 1987), I, pp. 183 ss.
30 Las alusiones son aquí a su De iure gentium dissertatio (1676).
31 LEIBNIZ, Gottfried, Textes inédites (Paris, 1948), pp. 41–45.
32 LEIBNIZ, Gottfried, cit. (n. 31), p. 44.
33 BRENTANO, Franz, Vom Ursprung sittlicher Erkenntnis (Hamburg, 1955), pp. 7 ss.
34 Véase. WOLFF, Cristian, Institutiones juris naturae et gentium (1754).
35 Las alusiones son a VATTEL, Emeric, Le droit de gens (1758).
36 MONTESQUIEU, De L'Esprit des Lois, XXVI, 21.
37 KANT, Immanuel, Werke, XI, (1796, Frankfurt am Main, 1968), p. 209.
38 KANT, Immanuel, cit. (n. 37), p. 210.
39 HEGEL, Georg, Grundlinien der Philosophie des Rechts (1820), §§ 333 a 336.

MAUREIRA PACHECO, Max.
La tripartición romana del derecho y su influencia en el pensamiento jurídico de la época Moderna.
Rev. estud. hist.-juríd., 2006, no.28, p.269-288. ISSN 0716-5455.

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Pontificia Universidad Católica de Valparaíso
 

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