TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN        segunda parte

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Phillip Berryman
Los hechos esenciales en torno al movimiento revolucionario en América Latina y otros lugares
- segunda parte

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8. TOMANDO PARTIDO
Fe, política e ideología; ¿La política de quién?; Las ideologías y la fe; ¿El fin de la cristiandad?

9. UTILIZANDO EL MARXISMO
Observaciones sobre práctica y teología; Cómo se usa el marxismo; Cristianos y sandinistas; Diálogo con la teoría marxista.

10. DIOS DE VIDA
La visión religiosa de la teología de la liberación; Dios de vida e ídolos de muerte; Reino e Iglesia.

11. OTROS ACENTOS
Las teologías del Tercer Mundo, negra; hispana y feminista; Teologías asiática y africana; Teología negra; Teología hispana; Teología feminista de la liberación.

12. ¿REALMENTE LIBERA?
Objeciones a la teología de la liberación; ¿Diagnosis falsa?; Crisis económica; Cuba, ¿un fracaso?; La “Carta Ratzinger”; Adónde conduce.

13. MIRANDO HACIA ADELANTE

 

Primera parte

1. DOLORES DE PARTO
Surgimiento de la teología de la liberación; Críticas y nuevas cuestiones; Vaticano. II; Camilo Torres: el precio del compromiso; Declarando la independencia intelectual; Medellín: la Carta Magna; Teología de la liberación: primeros trazos; Cristianos a favor del socialismo.

2. YENDO HACIA LOS POBRES
La pobreza como cuestión teológica; Diálogo y concientización; Diálogos en Palo Seco; Una opción por los pobres.

3. EL ESPEJO DE LA VIDA
La Biblia leída por los pobres; La creación; El Éxodo: prototipo de la liberación; Profetas y profecías, antes y ahora; Jesús: lucha, muerte y reivindicación; La vida en las primeras comunidades de base; Experiencia-texto-experiencia: el “círculo hermenéutico”.

4. UN NUEVO MODELO DE IGLESIA
El surgimiento de las comunidades de base; Religión popular; Impacto social; Las comunidades de base y toda la Iglesia.

5. LOS PIES EN LA TIERRA
De la experiencia a la teología; Auditorio; Experiencia y teoría; Teología y teoría social; Liberación “integral”.

6. CAUTIVIDAD Y ESPERANZA
Cambiando contextos de la teología de la liberación; Reacción violenta de la jerarquía; Aferrándose a la esperanza en una hora de tinieblas; Profundización teológica; Puebla; Revolución, “democratización”, profundización de la crisis; Las acciones del Vaticano.

7. EL VALOR INFINITO DE LOS POBRES
Una visión crítica de los derechos humanos; Crítica de la ideología de seguridad nacional; Criticando el modelo de desarrollo.

 

8
Tomando partido

Fe, política e ideología

Pocas cosas son más obvias sobre la Iglesia católica que su injerencia en política. El Vaticano mantiene un servicio diplomático mundial. En Estados Unidos, los que hacen encuestas y los políticos escudriñan el voto católico. El papa Juan Pablo II viaja por todos los continentes con mensajes que se escuchan en términos políticos.

Sin embargo los obispos mismos inquebrantablemente mantendrán que aun en la esfera pública su papel es religioso, no partidista. El Vaticano II declaró que la Iglesia “en ninguna forma debe confundirse con la comunidad política, ni ser ligada a ningún sistema particular”. Entendida en la perspectiva histórica, esa o declaraciones semejantes son un repudio a la preferencia previa de la Iglesia por gobiernos que reconocieron oficialmente al catolicismo.

Dado su estatuto mayoritario, la Iglesia católica, y particularmente la jerarquía, tiene un peso político considerable en la sociedad latinoamericana. La Iglesia puede legitimar o ilegitimar. A menudo no puede eludir un asunto: el silencio puede considerarse un consentimiento implícito. El hecho de que los obispos argentinos no protestaran por la “guerra sucia” en la que al menos nueve mil, y posiblemente más, argentinos fueron muertos, los convierte en cómplices silenciosos. Similarmente, la Iglesia católica escasamente puede evitar tomar algún tipo de posición en la revolución de Nicaragua.

Los protestantes, por otra parte, son normalmente menos del 10% de la población, y cualquier Iglesia particular será menor del 1%. Por lo tanto, las iglesias protestantes individuales pueden por lo general evitar tomar una postura sobre asuntos públicos, como lo hace la Iglesia católica romana en la mayor parte de Asia, con la notable excepción de las Filipinas. Las iglesias protestantes en América Latina tienen un carácter “privado”, mientras que la Iglesia católica es, de grado o por fuerza, uno de los protagonistas en el ámbito público.

Mi objetivo aquí será aclarar a grandes rasgos como consideran los teólogos de la liberación la política y su intersección con la fe y la teología.

 

¿La política de quién?

La teología de la liberación es acusada frecuentemente de ser una mezcla injustificada de religión y política. Los teólogos son acusados de intentar usar la religión en la izquierda, justamente como los elementos conservadores usaron la Iglesia durante siglos. Los sacerdotes que apoyan la revolución sandinista en Nicaragua pueden parecer una variedad más de teólogos de corte.

En términos de sentido común, parece claro que cuando el Papa u otros objetan la injerencia del clero en la política, su preocupación verdadera es un tipo particular de injerencia, aun cuándo la objeción se expresa en términos de principios generales. Así, los sacerdotes que colaboran con el gobierno sandinista son suspendidos, mientras el cardenal Obando, que denuncia a los sandinistas en cualquier oportunidad, pero nunca denuncia las atrocidades de los “contras” apoyados por Estados Unidos, y hasta celebra misas por sus partidarios en Miami, es envuelto con el manto del profeta. No se levantan clamores cuando el cardenal Jaime Sin, de Manila, participa activamente forjando la coalición antielección de Marcos, urge a los filipinos a votar y después a defender los resultados de las elecciones, y después apoya a los oficiales del ejército que se vuelven contra Marcos. ¿Estaba el cardenal apoyando un surgimiento extraordinario de poder no violento del pueblo, o ayudando a Estados Unidos y a las élites filipinas a calmar y a cooptar lo que podría haberse convertido en una auténtica revolución? Sea cual fuere el resultado, es difícil verlo como otra cosa que como el uso del poder político de la Iglesia. Lo mismo es cierto del papa Juan Pablo II, quien infatigablemente declara que los sacerdotes deben mantenerse fuera de la política, y sin embargo al visitar Perú en 1985 puede urgir a las guerrillas de “Sendero Luminoso” a rendirse, aun cuando no hizo una recomendación semejante a la “contra”, creada y apoyada por Estados Unidos en Nicaragua dos años antes. Un cínico podría sacar en conclusión que lo que el Papa quería decir es que él mismo va a manejar la injerencia política de la Iglesia.

Alguien de la Iglesia podría argumentar que es ilusorio imaginar que se puede estar por encima de la política. Los católicos deben aceptar el hecho de que la Iglesia tiene influencia y debe colocar esa influencia del lado de las aspiraciones de los pobres. En términos negativos esto podría significar ser cuidadoso para no apoyar un orden presente injusto; en términos positivos, significaría alentar y apoyar el dinamismo de los movimientos populares hacia la liberación, sin estar atado a organizaciones o programas específicos.

La enseñanza oficial católica, sin embargo, constantemente se resiste a esa posición. En el Vaticano II los obispos declararon que la Iglesia no estaba ligada a un tipo particular de régimen. Consideraron que la actividad política era propia de los laicos, pero no de los sacerdotes, quienes debían ser “ministros de la unidad”. Los cristianos individuales deben tomar sus propias opciones políticas. Esta imagen de la política parece suponer un orden básico en la sociedad, una democracia occidental funcionando tranquilamente con un alto grado de consenso, en la que la política es un juego que juegan los partidos competidores que consienten aceptar unas reglas. En tal caso parece haber poca justificación para que la Iglesia aconseje a la gente.

La experiencia latinoamericana ha hecho que se cuestione esta postura aparentemente clara. Los cristianos que empezaron a intentar aplicar la “enseñanza social” de la Iglesia, se han inclinado a volverse radicales. Se dan cuenta de que la justicia no se logrará sin un cambio político sistemático. La cuestión política esencial no es qué partido debe ocupar un gobierno, cuando todos operan bajo parámetros implantados por élites oligárquicas y militares. Se trata más bien de ver cómo cambiar las reglas del juego para que los pobres mismos se conviertan en jugadores.

En una encíclica de 1971, el papa Paulo VI apuntó que los cristianos sentían la necesidad de “pasar de la economía a la política” y que estaban siendo atraídos por el socialismo y el marxismo. Aunque señalaba algunos peligros, el Papa no expresó condenas, sino que aconsejó a los cristianos y a las comunidades locales emplear “juicio cuidadoso” y “discernimiento”. Esta relativa apertura para un discernimiento crítico del socialismo y aun del marxismo fue un elemento nuevo en la enseñanza oficial católica.

En Puebla (1979) los obispos hablaron de la política como una “dimensión constitutiva de los seres humanos que tiene un aspecto global, porque su finalidad es el bienestar común de la sociedad”. La Iglesia “siente que tiene el deber y el derecho de estar presente” en la política, puesto que “se espera que el cristianismo evangelice toda la vida humana, incluyendo la dimensión política”. Los obispos rechazaron explícitamente la noción de que la fe debe estar restringida a la vida personal o familiar. Reaccionaban aquí contra las acusaciones de que al tomar posiciones sobre las violaciones de los derechos humanos, estaban saliéndose de su legítima competencia.

Al mismo tiempo, la reunión de Puebla reafirmó la insistencia del Vaticano II en el papel propiamente religioso de la Iglesia y la diferencia entre clero y seglares. Los obispos hicieron lo que parecía ser una clara distinción entre dos significados de la palabra “política”. Entendida en el sentido amplio, “política” significa “la búsqueda del bien común”, y es de incumbencia de la Iglesia. Al perseguir este bien común; sin embargo, la gente forma grupos diferentes con ideologías distintas. “La política de partidos es propiamente el ámbito de los laicos.” Ya que los pastores “deben estar interesados en la unidad”, no pueden involucrarse con las ideologías políticas “partidistas”.

A primera vista, esta distinción parece clara y aplicable. Las autoridades eclesiásticas no deben dirigir a la gente en cómo votar, por ejemplo. No obstante, las cuestiones más profundas en América Latina no son las elecciones como tales. La confrontación básica está entre la “gente”, entendida como la mayoría pobre y los aliados con ella, y la estructura de poder actual. A menudo esta confrontación está latente o enmascarada; a veces brota en actividad espontánea; en otras ocasiones está injertada en un movimiento o en una serie de movimientos. Cuando los miembros del Grupo Mutuo de Apoyo en Guate mala marchan por las calles salmodiando sus setecientos seres queridos “desaparecidos” —“¡Se los llevaron vivos; devuélvanlos vivos!”— ¿defienden el bien común, o están entregados a actividad “partidista”? ¿Debe la Iglesia —específicamente la jerarquía— apoyar a este grupo?

Por claras que puedan parecer las distinciones en el papel, no parecen ser eficaces en situaciones reales altamente conflictivas.

La teología de la liberación tiende a tomar otro enfoque. Los teólogos insisten en que la fe no puede ser neutral cuando se trata de la vida y la muerte de la gente. Las elecciones políticas e ideológicas no pueden esquivarse.

Un caso pertinente es cómo manejó el arzobispo Óscar Romero los asuntos relacionados con lo que se llamaron “organizaciones populares”. Éstas eran organizaciones de masas, inicialmente de campesinos, que surgieron a mediados de los años setenta en El Salvador. Las dos organizaciones mayores tenían relaciones estrechas con el trabajo pastoral de la Iglesia en comunidades de base. La FECCAS (Federación de Campesinos Cristianos Salvadoreños) originalmente era una organización de inspiración democristiana que se volvió más militante bajo un nuevo liderazgo. La UTC (Unión de Trabajadores del Campo) surgió directamente de una invasión de tierras en el departamento de San Vicente en noviembre de 1974. Campesinos de una comunidad de base ocuparon la tierra sin uso, buscando presionar al dueño para que se las rentara. El ejército, temiendo el precedente, atacó al grupo matando a seis y encarcelando a veintiséis (trece de los cuales “desaparecieron”). En ese punto ellos organizaron la UTC. Más tarde, ambos grupos se unieron. Hacia finales de la década era claro que estas organizaciones populares eran una arma política de la organización guerrillera FPL (Fuerzas Populares de Liberación).

La concientización en las comunidades de base preparó el terreno para estas organizaciones, que proporcionaron un vehículo por el cual los campesinos podían unirse al nivel nacional. A juicio de los campesinos había indudablemente una evolución directa desde su experiencia original de concientización a través de la Iglesia hasta su militancia en organizaciones que empleaban un vocabulario marxista, aunque sus métodos eran no violentos. (La novela de Manilio Argueta, Un día de vida, ofrece una vívida visión de este proceso a través de los ojos de campesinos de Chalatenango.)

Los terratenientes denunciaron a estos grupos como subversivos y terroristas, y culparon a los sacerdotes y a otra gente de la Iglesia. En agosto de 1978 cuatro de los obispos salvadoreños pronunciaron una declaración formal condenando en efecto a estas organizaciones como “marxistas”.

El arzobispo Romero hizo un cambio fundamentalmente diferente en una carta pastoral llamada “La Iglesia y las organizaciones populares”, publicada ese mismo mes. Defendió el derecho de los campesinos para organizarse y señaló cómo ese derecho era violado en El Salvador. Haciendo referencia a la enseñanza sobre política del Vaticano II, el Arzobispo reconocía que estas organizaciones eran tan legítimas como los partidos políticos tradicionales.

Romero reconoció que había una relación entre la Iglesia y esas organizaciones que habían surgido de su labor. La deducción parecía ser que los sacerdotes necesitaban no repudiar organizaciones como FECCAS y UTC cuando se comprometieran en la lucha. Insistía después en que aunque la fe y la política están relacionadas, no son la misma cosa y la distinción debe mantenerse. Los programas políticos particulares no deben remplazar el contenido de la fe, ni debe la Iglesia o sus símbolos ser utilizados en provecho de una organización particular. Nadie debe ser obligado a unirse a una organización. La fe debe seguir siendo siempre “el último marco de referencia” para un cristiano. Los individuos no deben ser líderes de la comunidad cristiana y de una organización política al mismo tiempo. Un individuo que es líder en una comunidad de base y en una organización campesina militante debe pasar por un proceso de discernimiento y decir qué forma de liderazgo es la suya o su vocación. El papel de los sacerdotes es asesorar respecto a la fe y la justicia, y sólo en circunstancias excepcionales, y tras informarle al obispo, pueden aceptar tareas políticas.

Los campesinos vieron una clara continuidad entre su despertar en las comunidades de base y su militancia activa en organizaciones nacionales. Romero afirmaba su derecho a pertenecer a esas organizaciones y al mismo tiempo les prevenía para que no dejaran que su fe fuera absorbida totalmente por la política. Lo inusitado era el deseo de Romero de confrontar los asuntos en términos específicos. Hasta su muerte siguió siendo un firme partidario de las organizaciones populares, a las que consideraba una genuina expresión de las aspiraciones populares, sin comprometer a la Iglesia en el apoyo de organizaciones particulares. Aunque se responsabilizó de este documento —junto con el obispo Arturo Rivera y Damas, quien también lo firmó—, se puede suponer razonablemente que los teólogos de El Salvador tuvieron que ver en su preparación.

 

Las ideologías y la fe

La Iglesia, declaró el papa Juan Pablo II en su discurso de apertura de la conferencia de Puebla, “no necesita recurrir a los sistemas ideológicos para amar, defender y colaborar en la liberación del ser humano”. La única inspiración que necesita es el mensaje que se le ha confiado.

En Puebla los obispos definieron la ideología como “cualquier idea que ofrece una visión de los distintos aspectos de la vida desde el punto de vista de un grupo especifico de la sociedad”. Por lo tanto “toda ideología es parcial, porque ningún grupo puede pretender identificar sus aspiraciones con las de la sociedad como un todo”. Las ideologías son legítimas, pero tienden a “totalizar los intereses que defienden, la visión que proponen, y la estrategia que promueven”, convirtiéndose de esta manera en “religiones laicas.” Los obispos afirman que “ni el Evangelio ni la enseñanza social de la Iglesia que se deriva de él son ideologías”.

La Iglesia “acepta el reto y la contribución de las ideologías en sus aspectos positivos, y a su vez las pone en duda, las critica y las relativiza”. Específicamente, los obispos examinan “el liberalismo capitalista”, el “colectivismo marxista” y la “doctrina de la seguridad nacional”. Tras la aparente imparcialidad, claramente lo que más les preocupa es el marxismo.

En 1978 un grupo de teólogos que se reunía en Caracas, Venezuela, con la esperanza de contribuir al debate pre Puebla había articulado una posición fundamentalmente diferente. Empezaban distinguiendo tres sentidos en el término “ideología”. En el sentido marxista una ideología es usada por una clase dominante para ocultar sus privilegios e intereses y es impuesta a la sociedad en su totalidad —por ejemplo, a través de los medios de comunicación masivos. En este sentido, ideología denota “falsa conciencia”. Un segundo significado es el de una filosofía general, una perspectiva mundial que abarca todo y que busca explicar la realidad total. El tercer sentido es mucho más limitado y denota “un sistema de medios y fines para confrontar un periodo particular de la historia en sus circunstancias diferentes y cambiantes, y para dirigir a la historia hacia fines que son parciales y están sujetos a revisión”.

Las autoridades eclesiásticas tienden a entender las ideologías en el segundo sentido, esto es, como sistemas globales que buscan dar cuenta de todo, mientras que los teólogos de la liberación las entienden en el tercero más limitado.

Los cristianos no pueden permanecer indiferentes ante las ideologías, prosiguen los teólogos de Caracas. Para millones de individuos en América Latina son cuestiones de vida o muerte. Si la fe en Jesucristo impulsa a la gente a encontrar la forma de hacer efectivo al amor, deben explorar “qué sistemas favorecen la vida y cuáles están al servicio de la muerte”. Ha llegado el momento de dejar la lucha por la neutralidad, sea por hipocresía o por falta de conocimientos, para “decidirse con determinación y tomar partido serena y responsablemente”. Es su compromiso activo en las comunidades cristianas lo que lleva a estos teólogos a la convicción de que tienen que tomar partido —al igual que el Dios de Israel y Jesucristo toman partido y se ponen de parte de los pobres y de los oprimidos. El impulso para estas opciones proviene de la fe.

Más aún, observan, tales opciones no están basadas en la enseñanza de la jerarquía ni invocan la enseñanza social de la Iglesia como una especie de “puente” necesario que une la fe y la praxis cristiana. Más bien ven un proceso de discernimiento en las comunidades cristianas mismas, las cuales buscan determinar “qué sistemas, qué fuerzas, qué programas y qué grupos pueden ser considerados como los portadores concretos de la liberación en la historia”.

Las decisiones de la Iglesia deben encarnarse en esos esfuerzos y movimientos: eso trae consigo “estar ideologizado, tomar partido, y así encarnar y comprometerse con la historia humana concreta”. En efecto, estos teólogos están diciendo que la Iglesia no puede observar la lucha del pueblo sin intervenir, sino que debe comprometerse en esos movimientos que encarnan sus aspiraciones. Ello no significa ignorar la filosofía o la historia previa de esos movimientos (sin mencionarlo por su nombre, obviamente están pensando en el marxismo). No obstante, la confrontación entre esos movimientos y la fe que motiva a los cristianos a comprometerse no es asunto de debate o de polémica, ya que ambos movimientos y el compromiso cristiano deben ser medidos por lo fieles que son en la práctica a las esperanzas de los pobres.

Los cristianos que toman esas decisiones tienen que renunciar al deseo de tener siempre la razón. “Sólo quien se apega al área de los principios éticos generales puede tener siempre razón.” Ese enfoque de la verdad, compartiendo riesgo y lucha, es difícil para la jerarquía, acostumbrada como está a creerse poseedora de la verdad.

En una palabra, estos teólogos están diciendo que los cristianos y la Iglesia misma deben optar por una ideología, entendida como lo que los latinoamericanos llaman un “proyecto”. Un “proyecto” en este sentido no es simplemente una utopía lejana e irrealizable, tampoco es un programa a corto plazo. Es algo intermedio, algo como el empuje general de la sociedad. En ese sentido, el socialismo es ese “proyecto” posible, entendido no como una mítica sociedad sin clases sino como una posible alternativa que comprende un cambio básico en las relaciones de poder, en donde la mayoría pobre se convierte en actor real en la sociedad, y una serie de reformas estructurales (reforma agraria y reorientación general de los medios de producción para satisfacer las necesidades básicas de las mayorías).

Los obispos tienen tendencia a afirmar que la Iglesia no puede elegir entre las ideologías en competencia. Como explicación pueden decir, por ejemplo, que la Iglesia ha “optado por el Cristo resucitado”.

Los teólogos de Caracas, y otros al igual que ellos, insisten en que tener una ideología es parte de la condición humana. Uno no puede evitar una ideología, igual que no puede evitar respirar aire o hablar por medio de frases. (En un punto en la reunión de Puebla, el obispo Germán Schmitz de Perú retó a sus compañeros obispos diciendo: “Dejad que el que no tenga ideología lance la primera piedra.”) La distinción importante está en la aceptación sin reservas o hasta inconsciente de las ideologías existentes.

 

¿El fin de la Cristiandad?

Como se hizo notar al principio de este capítulo, desde un punto de vista de sentido común, la cuestión parece simple: ¿tomará su posición la Iglesia y los cristianos con la estructura de poder existente o con aquellos que luchan por un cambio? Sin embargo, Pablo Richard, un teólogo chileno exiliado desde 1973, argumenta que lo que realmente está ocurriendo es una crisis de la “cristiandad”.

“Cristiandad” se refiere a ese periodo en el que la Iglesia parecía limítrofe con la sociedad como un todo, más notablemente durante la Edad Media. En la cristiandad hay dos poderes, el temporal y el espiritual: el cristianismo recibe reconocimiento oficial y a cambio da legitimación religiosa a aquellos que ostentan el poder temporal.

En la teología moderna “cristiandad” tiene una connotación negativa. El costo del reconocimiento oficial por Constantino fue un compromiso con la riqueza y el poder. La tendencia de secularización de los siglos recientes y la consecuente pérdida de poder de la Iglesia son purificadoras. Cuando la sociedad misma ya no refuerza la tradición cristiana, la gente puede vivir su fe por convicción más que por conveniencia.

Richard interpreta la historia de la Iglesia católica en América Latina en términos de una cristiandad. Es suficientemente obvio que los conquistadores ibéricos implantaron una forma de cristiandad en las colonias. La cristiandad colonial fue destruida durante la lucha por la independencia y sus secuelas durante el siglo XIX, pero los dirigentes eclesiásticos nunca abandonaron su esperanza de restablecer la cristiandad. Muchas iniciativas de la primera mitad del siglo XX, y particularmente los partidos demócrata-cristianos y las organizaciones relacionadas con ellos, pueden verse como esfuerzos para implantar una “neocristiandad”.

A partir de 1960 aproximadamente, toda la idea de una “neocristiandad” está en crisis, asegura Richard. La crisis general de la sociedad latinoamericana apunta hacia un nuevo tipo de sociedad naciente. Dentro de la misma Iglesia hay ahora grupos, particularmente aquellos identificados como la “Iglesia popular”, que rechazan cualquier tipo de fórmula de cristiandad. Lo que está en crisis, en otras palabras, no es la Iglesia como tal, sino un modelo particular de las relaciones Iglesia-Estado. Si el movimiento general del pueblo conduce a un nuevo tipo de sociedad, habrá un nuevo tipo de relaciones Iglesia-Estado, que avance más allá de cualquier tipo de cristiandad. Si, por otra parte, prevalecen los regímenes militares autoritarios, el resultado será una nueva “cristiandad militar-eclesiástica”.

Uno de los puntos más sugestivos de esta imagen algo abrumadora es la comparación que hace Richard del periodo actual con el de independencia a principios del siglo XIX. Partiendo de que la Iglesia se dividió respecto a la independencia, no debe ser muy sorprendente encontrar que eventos como la revolución en Nicaragua también provocan crisis y división. Por la misma razón, tanto el surgimiento de la nueva sociedad como el ajuste de la Iglesia a ella indudablemente tomarán tiempo.

Richard y otros ven esta tesis de la cristiandad como la base para su afirmación de que la teología de la liberación no es meramente una versión de la izquierda de la injerencia tradicional de la Iglesia en la política. Nicaragua es un ejemplo. El gobierno sandinista no le pide a la Iglesia que legitime la revolución. La revolución está legitimada por lo que hace o propone hacer. Tampoco ofrece el gobierno ningún lugar privilegiado a la Iglesia. La Iglesia es libre de llevar adelante su misión religiosa, siempre y cuando no busque minar la revolución. El personal de la Iglesia en Nicaragua me ha dicho que cree que los obispos se sienten incómodos con esta nueva relación, especialmente porque los revolucionarios gozan de una buena cantidad de liderazgo moral. Los obispos interpretan el final de una alianza particular Iglesia-Estado y su pérdida de un tipo particular de influencia en la sociedad como hostilidad hacia ellos y hacia la Iglesia.

Aunque encuentro la noción de cristiandad útil para estudiar la historia de América Latina, no estoy completamente convencido con la tesis de Richard. Considerar a Nicaragua como una prueba lo único que hace es aumentar mis dudas.

Por mi parte encuentro el tratamiento de la cristiandad por Joseph Comblin más persuasivo. En su libro O tempo da ação: ensaio sobre o espirito e a história (una especie de reflexión teológica sobre varias etapas de la historia de la Iglesia) no se limita a América Latina, sino que examina la cristiandad como fenómeno general. Señala que en realidad la historia de la cristiandad no es armónica, sino que es la historia del conflicto entre los poderes temporal y espiritual —por ejemplo, el papado luchando por independizarse del emperador. Más adelante señala que la función profética de la jerarquía es concebible sólo en el contexto de la cristiandad. Esto es, una voz profética sólo puede escucharse cuando hay algún conocimiento del papel de la Iglesia en el ámbito público.

Además, Comblin señala que pedir la terminación de la cristiandad no es nada nuevo. Joaquín de Fiore lo hizo en el siglo XII, así como Lutero y los reformadores en el siglo XVI. Observa que aquellos que proponen la destrucción de una forma de cristiandad usualmente terminan construyendo otra (Calvino en Ginebra, las Iglesias estatales luteranas, los puritanos). Bajo su punto de vista la cristiandad es todavía fuerte en Estados Unidos, en una forma a la que Robert Bellah ha llamado “religión civil”. La cristiandad está en declinación en Europa Occidental, principalmente porque las masas mismas han perdido todo interés en la religión, y porque el Estado es esencialmente administrativo y ya no encarna un propósito para la sociedad en general. En Europa Oriental el comunismo ha destruido a la cristiandad tradicional, pero ha erigido en su lugar una contra-iglesia. Considero esta relación de la cristiandad más matizada y más fructífera que la de Richard.

La mayoría de los comentaristas teológicos evalúan la cristiandad en términos completamente negativos. Comblin reconoce el uso que la cristiandad hace de la violencia, la tendencia de la Iglesia a alinearse con los poderosos y a ignorar la evangelización, y de la gente para actuar por conformismo más que por convicción. No obstante, insiste en que la Iglesia no eligió la alianza con él poder civil de la cristiandad, sino qué se le ofreció la oportunidad. El rehusarla hubiese significado perder la oportunidad de influir en la sociedad en conjunto. Una vez que la cristiandad estuvo en su lugar apropiado, los cristianos podían siempre elegir entre dos enfoques: actuando desde una posición interna de poder, o tomando partido por los pobres. Aquellos que siguen esta dirección demasiado radicalmente, sin embargo, pueden encontrarse condenados por la sociedad como subversivos y por la Iglesia como herejes.

Aunque no saca expresamente esta conclusión, el resultado del punto de vista de Comblin es que de ninguna forma está asegurado que lo que estamos presenciando en América Latina es el fin de la cristiandad. En el caso específico de Nicaragua pudiera ser que el alto nivel del conflicto y el uso de argumentos y símbolos religiosos por parte tanto de los que apoyan la revolución como de los que se le oponen, oscurece un movimiento real más allá de la cristiandad, como argumenta Richard. Me inclino a pensar, sin embargo, que si la revolución se consolida ahí y si ocurren revoluciones en otras partes de América Latina, la cristiandad no desaparecerá simplemente, sino que tomará otra forma.

 

Referencias

Cita del Vaticano II: “Pastoral Constitution on the Church in the Modern World”, en Walter M. Abbot (editor), The Documents in Vatican II, Nueva York: America Press, 1966, par. 76, p. 287.

Paulo VI: Octogesima Adveniens, en Gremillion, The Gospel of Peace and Justice, pars. 24-36, pp. 497-501. Puebla sobre política, pars. 513-530.

Sobre la Iglesia y las organizaciones populares: Phillip Berryman, The Religious Roots of Rebellion: Christians in Central American Revolutions, Maryknoll, N. Y.: Orbis Books, 1984, caps. 4-6 y pp. 337ss.

Discusión sobre ideologías: Los “teólogos de Caracas” permanecieron anónimos probablemente por razones de seguridad o quizás para evitar problemas innecesarios con las autoridades eclesiásticas. La discusión sobre ideologías puede encontrarse en Iglesia que nace del pueblo: reflexiones y problemas, México: Centro de Reflexión Teológica, 1978, pp. 30ss. Puebla sobre las ideologías, pars. 535ss.

Discusión sobre cristiandad: Pablo Richard, Morte das cristiandades e nascimento da Igreja: analise historica e interpretação teológica da Igreja na America Latina, São Paulo: Paulinas, 1984. La forma original es Mort des chrétientés et naissance de l’Eglise, París: Centre Lebret, 1978. Su reflexión sobre Nicaragua se encuentra en “Identidad eclesial en el proceso revolucionario”, en CAV-IHCA (Centro Antonio Valdivieso-Instituto Histórico Centroamericano), Apuntes para una teología nicaragüense, Managua: CAV-IHCA, 1981, pp. 91-103. Comblin sobre cristiandad: O tempo da Ação: ensaio sobre o espirito e a história, Petrópolis, Brasil: Vozes, 1982, cap. 4, “O desafio da cristiandade”.


 

9
Utilizando el Marxismo

Observaciones sobre práctica y teología

No es fácil sostener una discusión racional sobre marxismo en Estados Unidos. El antimarxismo y el antisovietismo son endémicos en el país en una forma como no lo son en Europa Occidental. Muchos estadounidenses son vehemente, visceralmente anticomunistas, aun cuando nunca se hayan encontrado con un comunista viviente. Para tomar otro ejemplo, hacia 1985 un debate público sobre la política de Estados Unidos respecto a Nicaragua estaba limitado a si el ayudar a los “contras” debilitaría o reforzaría a los sandinistas. Ningún miembro del Congreso osó decir algo positivo sobre el gobierno nicaragüense. Que el gobierno revolucionario de Nicaragua estaba alineado con los soviéticos y era hostil a los intereses de Estados Unidos se dio por sentado. Pocos se dieron cuenta de que ese punto de vista no era compartido prácticamente por ningún otro gobierno occidental, así de estrecha era la opinión pública de Estados Unidos.

Una de las razones principales por lo que la teología de la liberación es de interés más que académico es el hecho de que tiene algún contacto con el marxismo. Para algunas gentes ese hecho termina la discusión. Mi deseo es mostrar aquí en qué consiste ese contacto.

Contrariamente al estereotipo común, los teólogos de la liberación no dedican mucho espacio en sus escritos a discutir directamente al marxismo. Juan Luis Segundo afirma que algunos de los teólogos más conocidos tienen únicamente una “relación educada” con él. Nos viene a la mente Jon Sobrino: en las ochocientas páginas de sus dos obras principales, sobre Cristo y sobre la Iglesia, encuentro nueve referencias a Marx y ninguna a los otros marxistas. En Una teología de la liberación, Gutiérrez se refiere a una amplia gama de literatura marxista, pero hay pocas referencias así en sus otras obras. La estructura fundamental de su pensamiento es bíblica.

Sin embargo seria irresponsable de parte de los teólogos de la liberación no abordar el marxismo, ya que está difundido entre los latinoamericanos preocupados con el cambio social. Es tan parte del medio intelectual como lo son los conceptos psicológicos y terapéuticos de la clase media estadounidense. Algunos latinoamericanos hacen de alguna variedad del marxismo su marco básico e incuestionable para entender la realidad (como algunos estadounidenses hacen de la terapia su clave interpretativa). Ninguno de los teólogos de la liberación es marxista en ese sentido.

Mi objetivo aquí no es convencer a alguien sobre la validez del marxismo, sino simplemente mostrar cómo un uso critico del marxismo puede tener sentido para los teólogos latinoamericanos. Primero estudiaré los asuntos que surgen del uso del análisis marxista y de la colaboración con marxistas, particularmente en Nicaragua. Terminaré con algunas observaciones sobre puntos de contacto entre la visión marxista y la teología de la liberación.

 

Cómo se usa el marxismo

Para algunos, el marxismo es un conjunto de respuestas muy trilladas. Así, los manuales marxistas tienden a reducir la historia humana a simples etapas y utilizan la lucha de clases para dar explicaciones unidimensionales a realidades complejas. El “pensamiento” marxista se reduce a hacer que la realidad se ajuste a una cuadrícula preexistente.

No obstante, el marxismo puede ser considerado primordialmente como un grupo de preguntas —un método— para entender la sociedad. En el mejor de los casos puede agudizar el análisis personal. Un amigo mío, economista nicaragüense, me describió el efecto revelador que le produjo la lectura de Imperialismo y dictadura, un análisis de los grupos económicos de Nicaragua por Jaime Wheelock, un líder sandinista. “Fue como ver una radiografía de mi país”, me dijo. Mi amigo estaba indudablemente mejor preparado que Wheelock —había hecho un trabajo de posgrado en economía en el MIT. Sin embargo, el análisis de Wheelock le permitió una penetración genuina.

El marxismo no necesita ser una ideología dogmática de respuestas-para-las-preguntas. Puede servir heurísticamente para hacer más agudas esas preguntas.

Un ejemplo es la práctica del “análisis coyuntural”. Cuando los latinoamericanos comprometidos en trabajo pastoral se reúnen para planear sus actividades, a menudo empiezan analizando la coyuntura. La palabra se refiere a un momento o periodo particular —que puede abarcar semanas, meses o aun años— y especialmente la forma en que las fuerzas de la sociedad se alinean e interactúan. Típicamente, examinarán las acciones de las fuerzas armadas, del gobierno, de los grupos empresariales, de los partidos políticos, los sindicatos, los campesinos organizados, los estudiantes, la Iglesia... en resumen, toda forma organizada dentro de la sociedad. Pueden también examinar el contexto internacional en la medida que influye en los acontecimientos. Lo que hace diferente esa discusión de una plática cualquiera es el esfuerzo por hacer un análisis metódico y sistemático de las fuerzas en juego. La finalidad es situar las luchas de las fuerzas populares, y los esfuerzos pastorales propios, dentro de un contexto general.

Ese “análisis coyuntural” puede tener propósitos muy prácticos —por ejemplo, determinar si un grupo eclesiástico debería hacer una declaración particular o llevar a cabo una acción determinada. No hay una respuesta “correcta”; los involucrados deben sopesar las circunstancias y decidir cómo actuar. Lo que hace marxista a este “análisis coyuntural” es su uso sistemático del análisis estructural y de clases.

Cito este ejemplo porque los actuales escritos de los teólogos de la liberación a menudo reflejan un alto grado de generalización. Es conveniente recordar que son el resultado de numerosas instancias de análisis y acción al nivel local.

Como he señalado, los teólogos de la liberación prestan sorprendentemente poca atención a la confrontación directa con el marxismo. Una excepción es el documento de 1978 preparado por el grupo de teólogos en Caracas, al que me referí en el capítulo anterior. En el resto de esta sección expondré de nuevo y parafrasearé ampliamente su argumentación, añadiéndole comentarios y ejemplos para aclararla.

Estos teólogos declaran con franqueza que no coinciden con la afirmación de los obispos de Medellín, que describen a América Latina como “atrapada entre” el capitalismo liberal y el marxismo. En la actualidad, tanto capitalismo como socialismo adaptan una gran variedad de formas. Ciertamente, incorporando algunos elementos del socialismo, las “sociedades neocapitalistas” occidentales han satisfecho ampliamente las necesidades básicas de muchos de sus ciudadanos. Sin embargo, no es éste el caso en América Latina.

No analizan la Unión Soviética, pero declaran que el “ateísmo militante, el burocratismo y el totalitarismo” han caracterizado muchas de las encarnaciones del marxismo, trayendo “nuevas opresiones”.

Más significativos son los intentos por el socialismo en el Tercer Mundo. Sin mencionar los países por nombre afirman que algunos de ellos “no sólo han satisfecho las necesidades básicas de la mayoría de la gente en forma más justa, sino que han logrado una independencia que es nacional, económica y política... así como han establecido formas de vida y de participación cívica que manifiestan una mayor solidaridad y libertad”.

Una comparación puede servir para ilustrar lo que quieren decir. Brasil tiene un ingreso per cápita mayor que Cuba, y un nivel de industrialización mucho más sofisticado. Sin embargo en Cuba no hay el hambre que está tan extendida en Brasil. Algunos podrán admitir a regañadientes que quizás hay un intercambio entre la satisfacción de las necesidades materiales de la gente y el establecimiento de libertades democráticas. Lo que estos autores están diciendo, sin embargo, es que para la mayoría de la gente de Brasil, lo que la ideología dominante llama libertad es una ilusión. Cuba y otros países socialistas, aun cuando no tienen partidos políticos que compitan en las elecciones, pueden tener formas de participación que sean genuinas. Más aún, puede ocurrir que cambios revolucionarios auténticos se puedan lograr únicamente a través de lo que algunos llaman un régimen autoritario.

En otras palabras, más que detenerse en un análisis del intercambio en la relación entre las necesidades básicas y la libertad, critican las nociones convencionales de libertad. En todos sitios hacen notar que algunas de las formas de “libertad” son en realidad una “farsa”; simplemente cubren la libertad de unos cuantos para que mantengan su riqueza, derivada de la explotación. Específicamente mencionan las leyes represivas en Brasil y El Salvador (escriben en 1978) como ejemplos de cómo la mayoría pobre no goza de libertad real.

En cualquier caso, estos teólogos, como muchos otros latinoamericanos, están convencidos de que los futuros intentos para crear un nuevo tipo de sociedad no necesitan copiar los modelos existentes, cómo el de Cuba, sino que pueden crear algo nuevo. Propugnan un tipo de “discernimiento” que llevará a una “sociedad [...] más justa” con el menor grado de improbabilidad.

Hacen juicios bastante severos de muchas organizaciones socialistas existentes, refiriéndose principalmente, supongo, a los partidos comunistas ortodoxos. Hablan de su rígida ortodoxia, de su mesianismo, de su oportunismo, y de sus infinitas divisiones en cuanto a ideologías y programas. Ven más razones de esperanza en las organizaciones más nuevas. Supongo que están pensando en los sandinistas y en otras organizaciones que se están desarrollando en Centroamérica.

Dedican considerable atención a la cuestión de “convergencias” y tensiones entre marxistas y cristianos. Por “marxistas” obviamente quieren decir gente para quienes el marxismo proporciona un marco de referencia básico y puede hasta considerarse como un tipo de fe. Muchos cristianos son marxistas en el sentido más limitado de que utilizan algunos conceptos marxistas.

Hay todavía mucha resistencia para esas convergencias en ambas partes. Por ejemplo, algunos creyentes se apegan a la idea de que la fe cristiana puede proporcionar de alguna manera una visión global o un modelo sobre cómo organizar la sociedad. No pueden ver que una revolución debe juzgarse por cómo satisface las necesidades humanas. Algunos cristianos temen ser usados o manipulados por los marxistas, mientras que otros temen o consideran en forma romántica a las masas. Sin embargo, las organizaciones revolucionarias tienden a absolutizar sus posiciones. Su teoría —p. ej., sobre el papel del proletariado— puede cegarlos respecto a la gente real y a los grupos de una sociedad.

Éstas son justamente algunas de las resistencias para una colaboración genuina entre cristianos y marxistas.

Estos teólogos no consideran que una futura sociedad justa sea un fin que se pueda alcanzar de una vez por todas en un momento dado más adelante. Más bien creen que debemos pensar en ella como una “utopía y un concepto límite que puede despertar las mejores energías humanas individuales y colectivas con las que lograr las aproximaciones más cercanas a esta utopía”. Esas aproximaciones, sin embargo, son “frágiles y están siempre amenazadas por la corrupción y la regresión”.

Esta lucha por la utopía revela otro paralelo o convergencia entre marxistas y cristianos. Por una parte está un humanismo absoluto que lucha por una utopía semejante a través de realizaciones que siempre son sólo relativamente mejores que lo que ya existe, y por la otra hay una nostalgia de Dios que está siempre más allá de los logros humanos y que siempre pide más. La Utopía marxista de una sociedad sin clases y la convicción cristiana de un Dios trascendente apuntan ambas más allá de cualquier logro humano.

He citado este análisis con alguna extensión porque creo que proporciona una buena explicación de cómo ven muchos cristianos la “convergencia” con los marxistas.

 

Cristianos y sandinistas

El tipo de convergencia que acabamos de describir se convirtió en un asunto central con el derrocamiento de la dictadura de Somoza y el establecimiento de un gobierno revolucionario en Nicaragua en 1979. Aunque los líderes revolucionarios normalmente se refieren a su ideología como sandinismo, no niegan que es un tipo de marxismo y aun de leninismo. La participación de los cristianos, incluyendo a sacerdotes, en el gobierno ha sido un punto de controversia desde 1979.

Nicaragua puede considerarse un caso prueba de la colaboración entre cristianos y revolucionarios marxistas. Sin embargo, antes de abordar esa cuestión haré notar la manera en que aquellos que se oponen a los sandinistas presentan la revolución y la participación de los cristianos en ella. Insisten en que desde el principio lo más profundo del Frente Sandinista ha estado formado por marxistas-leninistas duros ligados a la Unión Soviética. No obstante, hacia finales de los años setenta los sandinistas descubrieron la utilidad de unirse con la clase media y con los elementos eclesiásticos. Cuando Somoza fue derrocado, no perdieron tiempo para esclarecer su verdadero fin, ganando el control total sobre Nicaragua. Han convertido al ejército y a la policía de su nación en su propio ejército y policía. Han censurado la prensa y han empleado la intimidación y la violencia contra sindicatos independientes y grupos de profesionales. Son culpables de violaciones a los derechos humanos en gran escala, especialmente contra los indios miskitos. Han usado la intimidación y la fuerza contra las fuerzas independientes de la Iglesia, y al mismo tiempo han cultivado un pequeño grupo de sacerdotes y otros llamados la “Iglesia popular” que les han sido muy útiles, especialmente para engañar a la opinión pública mundial. Cuando el Papa llegó a Nicaragua en marzo de 1983, las turbas sandinistas lo insultaron. La verdadera Iglesia católica puede encontrarse en el cardenal Obando y otros obispos, en la mayoría del clero y de los religiosos, y en las masas de nicaragüenses, que son católicos leales.

No me propongo responder punto por punto a esa letanía de acusaciones. Más bien, me gustaría bosquejar cómo se presenta esa situación a los ojos de los cristianos que han optado por trabajar dentro de la revolución de Nicaragua.

Primeramente, esta gente cree que algo nuevo está ocurriendo en Nicaragua —por vez primera hay cristianos participando significativamente en un movimiento popular revolucionario, no sólo en derrocar el antiguo poder, sino en intentar hacer cambios básicos en la sociedad.

El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) es una organización revolucionaria como aquellas que han conducido otras revoluciones históricas (Rusia, China, Argelia, Vietnam, Cuba, Mozambique, Angola, etc.). Su ideología es un tipo de marxismo, pero también tiene un fuerte empuje nacionalista que le viene de la figura y las ideas de Augusto César Sandino. El marxismo sandinista no es altamente teórico —un sacerdote me hizo notar que no conocía ni cinco nicaragüenses que hubiesen leído a Hegel.

Aunque están influidos por revoluciones de otras partes, especialmente de Cuba, los sandinistas no han importado modelos. Su independencia de Cuba puede verse en el enfoque del alfabetismo, de los servicios médicos, y particularmente de la economía mixta —que no es simplemente una táctica a corto plazo sino un reconocimiento a largo plazo de la realidad económica— y de su pluralismo político, limitado pero real.

Los cristianos que están comprometidos con la revolución han optado por ella porque creen que es el vehículo que hará justicia a los pobres. La revolución en sí misma no requiere de justificación teológica. No la pintan como el Reino de Dios en la tierra, sino simplemente como un paso modesto pero real hacia una sociedad más justa y más humana.

Su posición no es de apoyo sin reservas. Desde el principio los cristianos involucrados en la revolución han buscado aplicar los tipos de criterio bosquejados en el documento de Caracas a la situación en Nicaragua. Por lo tanto, han subrayado la necesidad de austeridad y disciplina, y han advertido que, como cualquier grupo dirigente, el FSLN corre el riesgo de confundir su propia posición con el deseo del pueblo.

En marzo de 1981, en el primer aniversario del asesinato del arzobispo Oscar Romero de El Salvador, un grupo nicaragüense llamado “Cristianos para la Revolución” publicó un documento titulado “Retos a la revolución”. Este documento fue inmediatamente una expresión de apoyo para el proceso revolucionario general y una crítica de las fallas, como la creciente burocracia, la falta de austeridad de parte de algunos de los líderes, maltrato de individuos en la Costa Atlántica, etc. Después de dos meses de discusión al nivel local, los cristianos se reunieron para una conferencia en la Universidad de Centro-América (jesuita) para una discusión más profunda. Cada una de las siete objeciones fue expresada por un cristiano y un representante del FSLN. Posteriormente, dirigentes sandinistas como Tomás Borge empezaron a incorporar algunas de estas críticas a sus propios discursos. Todo el ejercicio fue un ejemplo de lo que significaba para esos grupos cristianos el apoyo crítico para la revolución.

Nótese que la llamada “Iglesia popular” en Nicaragua no es una organización separada. El término mismo proviene originalmente de Brasil (véase el capítulo 4) y es originalmente teológico. Se refiere al fenómeno de la Iglesia arraigándose en una forma nueva entre los pobres. Se asocia con las comunidades de base cristianas pero no se limita a ellas. En Nicaragua, los revolucionarios cristianos generalmente evitan el término “Iglesia popular”. Considero que es especialmente engañoso para los periodistas juzgar la fuerza de los cristianos revolucionarios y de los aliados a la jerarquía contando la gente que asiste a las misas celebradas por el arzobispo Obando y otros en parroquias “revolucionarias”.

Desde mediados de los ochenta los obispos nicaragüenses han desempeñado un papel de oposición en Nicaragua. El cardenal Obando en particular en un punto de reunión. Frecuentemente critica al gobierno por violaciones a los derechos humanos, aunque nunca ha criticado a los “contras”, cuya forma de terrorismo contra la población civil está bien documentada.

El gobierno ha tomado medidas contra el personal de la Iglesia, a veces expulsando sacerdotes; ha limitado la exposición de la Iglesia a los medios de comunicación; y a mediados de 1986 cerró la estación católica de radio. Estas acciones fueron oficialmente una respuesta a las violaciones de la ley. Los sandinistas consideran que la jerarquía católica desempeña un papel importante en el esfuerzo orquestado por Estados Unidos para derrocar a la revolución. Consideran sus acciones como reacciones legítimas al hecho de que los obispos utilicen a la Iglesia con propósitos políticos —contrarrevolucionarios— manifiestos.

Sin embargo, muchos católicos nicaragüenses apoyan la revolución, y la relación entre cristianos y sandinistas puede ser un momento decisivo en la historia de las revoluciones. En un comunicado oficial de octubre de 1980, en el que se bosquejaba su posición respecto a la religión, el FSLN declaró que aunque algunos escritores, reflejando las condiciones de su época, han visto a la religión como un mecanismo de alienación, esa no era su experiencia. En otras palabras, rechazaban la posición de Marx de que la religión es inevitablemente un narcótico. Además, declararon que nadie podía ser excluido del partido sandinista por prácticas religiosas. En esta forma rompían con la práctica oficial de todos los gobiernos marxistas en el poder.

A este respecto, Nicaragua parece estar influyendo en forma significativa sobre Cuba, que ha seguido el patrón marxista estándar de no permitir a los creyentes practicantes ser miembros del partido comunista. La Iglesia católica, por su parte, sirvió ampliamente de refugio para todos aquellos que se oponían a la revolución. En 1985 Fidel Castro y los obispos católicos tuvieron sus primeros encuentros formales. La publicación masiva (350 000 ejemplares) de Fidel Castro y la religión, una serie de entrevistas entre Castro y el dominico brasileño Frei Betto, fue otra señal de que estaba ocurriendo un cambio importante.

 

Diálogo con la teoría marxistas

Ya he señalado que los teólogos latinoamericanos sorprendentemente dedican poco espacio a una discusión frontal del marxismo. En parte la razón de ello puede ser la prudencia, ya que sólo mencionar al marxismo sin condenarlo claramente puede acarrear problemas. Creo que la razón principal es que los teólogos de la liberación aceptan una especie de división del trabajo en la que su asunto principal es la teología, no la teoría social.

No obstante, terminaré este capítulo con algunos ejemplos de esa discusión directa.

El ex jesuita mexicano José Porfirio Miranda atrajo considerable atención con Marx y la Biblia, publicado originalmente en 1971. Entre un cúmulo de erudición, su punto central es simple, a saber que el centro del mensaje bíblico es que la acción de Dios (en Israel y en Jesucristo) es instaurar la justicia entre los seres humanos, y en ello coinciden Marx y la Biblia. Más adelante insiste en que desde los primeros tiempos los cristianos han fracasado en entender este mensaje porque han leído la Biblia a través de anteojos distorsionados. Destaca el centro moral de Marx y encuentra las “raíces evangélicas” de su pensamiento, al que considera una “continuación consciente del cristianismo primitivo”.

Otros han hecho argumentaciones semejantes, aunque quizás con menor intensidad. No obstante, en posturas como la de Miranda detecto una carencia implícita de sentido histórico. En otras palabras, me parece algo esencialista el considerar que las Escrituras contienen un “mensaje” —y sólo uno—, el de justicia interhumana y liberación. Si el verdadero significado de ese mensaje ha sido descubierto hasta ahora, el cristianismo histórico ha estado equivocado durante dos mil años. Me parece más plausible ver las Escrituras —como cualquier texto— como abiertas a una variedad de interpretaciones, algunas de las cuales serán desarrolladas únicamente cuando la sociedad humana haya alcanzado ciertas condiciones. El apóstol Pablo, por ejemplo, habló del cristianismo como terminando con distinciones entre esclavo y libre, hombre y mujer. Sin embargo no criticó la esclavitud como institución, y su pensamiento está lleno de imágenes y suposiciones patriarcales. Hasta siglos recientes era imposible concebir una actividad humana consciente para modificar o aun destronar instituciones en la sociedad. Una lectura liberadora de las Escrituras no sólo puede sino que debe ser diferente de una hecha en el siglo I.

Para llegar a un tipo de contacto diferente con el marxismo, intuitivamente algunos teólogos y trabajadores pastorales han visto la sociedad existente como practicante de la idolatría, ya que la riqueza de unos pocos prevalece sobre la vida de los seres humanos. Franz Hinkelammert, un alemán que ha trabajado durante veinte años en América Latina, y el brasileño Hugo Assmann han adoptado el concepto marxista de fetichismo para dar cuerpo a esta idea.

Hinkelammert sigue el análisis que hace Marx del fetichismo en El capital. En un principio los seres humanos produjeron “valores de uso” para su propia subsistencia, por ejemplo, cosecharon para comer. Sin embargo, en un momento dado empezaron a producir bienes por su “valor de cambio”. En ese punto empieza el fetichismo: los seres humanos son dominados por los bienes que producen. Los bienes se han vuelto “sujetos” aparentemente actuando por sí mismos (p. ej., el café “bailando” en los mercados mundiales), mientras que los seres humanos se convierten en objetos. A aquellos que producen los bienes —los trabajadores— se les impide organizar cómo serán divididos y distribuidos. Las cosas sólo empeoraron con el “fetichismo del dinero” y el “fetichismo del capital”. Las armas ideológicas de la muerte de Hinkelammert es una feroz crítica del fetichismo en pensadores como Max Weber, Milton Friedman y Karl Popper.

Tanto Assmann como Hinkelammert destacan que el análisis de Marx del fetichismo utiliza imágenes religiosas. Así, el mismo dinero es frecuentemente un “dios”, o una divinidad, o un ídolo, o Mammón. Marx ve al capital como Moloc, el ídolo que demanda sacrificios humanos.

Assmann argumenta con firmeza que éstas no son simplemente figuras literarias y que el fetichismo es una categoría esencial para entender al capitalismo. El mundo se vuelve al revés y la realidad se oscurece. La gente no puede ver la esencia de los fenómenos sociales, sino únicamente su apariencia.

Las cosas mueven a las personas, ya que el fetichismo ha cambiado las cosas en sujetos y los sujetos en cosas. Marx llama a esta característica básica del capitalismo el “quid pro quo religioso”... Al hacer fetichista la realidad, el sistema capitalista es por su misma naturaleza idólatra.

Las revoluciones son necesariamente “ateas”, ya que equivalen a una apostasía de los ídolos entronizados que son destronados. Assmann concluye que “así como no hay fe en el Dios de Vida sin dejar a un lado los ídolos que matan, tampoco hay revolución social sin dejar a un lado a los fetiches que legitiman y mantienen la opresión; esto es, no hay revolución sin ‘fe’ en la lucha por la vida y sin la organización de las esperanzas humanas”.

Assmann y Hinkelammert creen que el fetichismo es central en la crítica de Marx al capitalismo y que la presencia de imágenes religiosas no es accidental. Consideran esta crítica como una herramienta necesaria para desenmascarar los ídolos de la actualidad.

 

Referencias

Nota sobre “relación educada”: Juan Luis Segundo, Theology and the Church: a -Response to Cardinal Ratzinger and a Warning to the Whole Church, Minneapolis: Seabury-Winston, 1985, p. 91.

Uso del marxismo: Teólogos de Caracas, Iglesia que nace del pueblo, pp. 42-59.

Sobre la Iglesia en Nicaragua la literatura es inmensa: véase Berryman, Religious Roots, cap. 8; y Michael Dodson y Laura Nuzzi O’Shaughnessy, “Religion and Politics”, en Walker (editor), Nicaragua: The First Five Years, pp. 119-143. Para un ataque bien escrito sobre los sandinistas y los cristianos que apoyan la revolución, véase Humberto Belli, Breaking Faith: The Sandinista Revolution and its Impact on Freedom and Christian Faith in Nicaragua, Garden City, Michigan: Puebla Institute, 1985. Para los fundamentos teológicos para un compromiso cristiano activo, véase Berryman, Religious Roots, passim, esp. pp. 354ss.; y Juan Hernández Pico, “The Experience of Nicaragua’s Revolutionary Christians”, en Sergio Torres y John Eagleson (editores), The Challenge of Basic Christians Communities, Maryknoll, N. Y: Orbis Books, 1981, pp. 62-73. Véase también IHCA, Fe cristiana y revolución sandinista en Nicaragua, Managua: IHCA, 1979; IHCA-CAV, Apuntes para una teología nicaragüense, San José, Costa Rica: DEI, l98l; y las dos obras compiladas por Teófilo Cabestrero, Ministers of God, Ministers of the People, Maryknoll, N. Y: Orbis Books, 1984, y Revolutionaries for the Gospel: Testimonies of Fifteen Christians in the Nicaraguan Government, Maryknoll, N. Y: Orbis Books, 1986. Para la crítica sobre la revolución véase IHCA-CAV, Los cristianos interpelan a la revolución: fidelidad crítica en el proceso de Nicaragua, Managua: IHCA-CAV, 1981. Este corto libro contiene el texto preparado por los cristianos de clase media sobre la revolución que se reflejó en siete retos, y las respuestas de cristianos y sandinistas en la conferencia dos meses después sobre discusiones rurales.

Teólogos tratando sobre marxismo: José Porfirio Miranda, Marx and the Bible: a Critique of the Philosophy of Oppression, Maryknoll, N. Y.: Orbis Books, 1974; Comunismo en la Biblia, México: Siglo XXI, 1981; Marx Against the Marxists, -Maryknoll, N. Y.: Orbis Books, 1980.

Fetichismo: Franz Hinkelammert, The Ideological Weapons of Death, Maryknoll, N. Y.: Orbis Books, 1986. Hugo Assmann, “O uso de simbolos biblicos em Marx”, Revista Eclesiastica Brasileira 45, fasc.178, junio de 1985; cita de Assmann, p 329.


 

10
Dios de vida

La visión religiosa de la teología de la liberación

En el centro de la teología de la liberación hay una espiritualidad, una visión religiosa. Es una experiencia de Dios dentro del sufrimiento y la lucha de los pobres. La teología que se ha escrito es un intento por explicar —y a veces por defender— esa experiencia y visión religiosas.

Esta exposición principió con la “opción por los pobres” y algunas descripciones del tipo de lectura bíblica que se lleva a cabo en las comunidades de base cristianas. Capítulos más recientes se han concentrado más en cuestiones ideológicas e institucionales. Aun las cuestiones aparentemente más arcanas se han relacionado con los pobres y su lucha por una sociedad más justa. Los latinoamericanos pobres pueden no entender un análisis del tratamiento que da Marx al fetichismo en El capital, pero pueden entender a un Dios de vida y pueden comprender cómo las fuerzas de la muerte están encarnadas en realidades aparentemente sagradas, como la propiedad privada.

Consideraré aquí algunas de las principales preocupaciones teológicas en América Latina. Algunos de estos temas han sido tratados antes, particularmente en el capítulo 3.

 

Dios de vida e ídolos de muerte

Teología es teo-logía: discurso sobre Dios. Recuerdo haber quedado impresionado por una observación de Jon Sobrino en El Salvador. Dijo que muchos teólogos parecen estar escribiendo sobre teología —de aquí las muchas referencias a otros teólogos— más que sobre Dios. La siguiente vez que tomé una de sus obras me impresionó lo directo y la inmediatez con que hablaba de Dios.

En Estados Unidos y Europa el “problema de Dios” es esencialmente cómo se puede creer en Dios. Ciertamente, mucha gente aún siente consuelo y encuentra significado en las formas tradicionales de cristianismo, como los aproximadamente treinta millones o más de fundamentalistas en Estados Unidos. No parecen tener “problema de Dios”. Pero para muchos la creencia tradicional parece altamente problemática. ¿No es el cristianismo simplemente una de las muchas proyecciones humanas? ¿Cómo puede alguien creer en un Dios que puede tolerar los campos de la muerte nazis? ¿Qué diferencia hay en creer o no? Aun los mismos teólogos se hacen estas preguntas en Europa y en Norteamérica.

La situación en América Latina es muy diferente. En primer lugar, la incredulidad no es un problema pastoral difundido, exceptuando entre pequeñas élites. La gente común, los pobres, siguen creyendo en forma más o menos tradicional. Esa situación, por supuesto, puede cambiar. La religión, y específicamente el catolicismo romano, tiene un papel público más amplio en América Latina que en Europa o aun en Estados Unidos, donde el papel de la religión es más difuso. Durante los años setenta, los dictadores militares estaban más dispuestos a tomar parte en actos públicos como dedicar su nación al Sagrado Corazón o a la Virgen María. Llevado al extremo, la gente puede ser torturada y asesinada en nombre del Dios cristiano. De aquí que, en un sentido pastoral y teológico, la “cuestión de Dios” se vuelve no si existe un referente al término “Dios”, sino a qué Dios se refiere.

Aquí los teólogos han retomado un antiguo tema bíblico, el de la “idolatría”. Muchos pasajes en la Biblia hebrea son polémicas contra los dioses de los pueblos vecinos. El Dios mosaico contrasta agudamente con esos otros dioses, algunos de los cuales hasta demandan sacrificios humanos. Está asociado con actos de liberación: el éxodo de Egipto y la llegada a una nueva tierra. Los eruditos bíblicos señalan el contraste con los rasgos de los dioses vecinos. Estos son divinidades cósmicas, mientras que él es el Señor de la historia humana. Ellos están ligados a las cortes reales, con su sacerdocio, sus ejércitos y sus sistemas de tributación, mientras que el Dios hebreo está asociado con un grupo de esclavos, que más tarde vivieron como una confederación de tribus. Aquellos demandaban rituales elaborados, mientras que él pide justicia y buena conducta.

Sin embargo, eso es algo así como una representación ideal, ya que en la práctica la sociedad hebrea tomó algunas de las características de los pueblos vecinos. Con Saúl, David y Salomón, Israel se convirtió en una monarquía. En teoría, el rey tenía que proteger a los pobres; sin embargo en la práctica Israel tenía una corte real, un sacerdocio y ejércitos, y alternativamente iba a la guerra y hacia alianzas con los reinos vecinos. Es el fracaso de Israel para cumplir con su llamado original lo que acelera el surgimiento de la profecía.

En general la religión bíblica es una reacción contra la visión mitológica, la cual ve las cosas —tanto en el cosmos como en la cultura humana— como dadas y como parte de un orden divino que cubre todo como bóveda. Estando atada a un “eterno retorno” simbolizado en las estaciones, la adoración refuerza una imagen de toda la realidad como ya fijada. En contraste, el modelo bíblico es histórico: la relación de Israel con Yahvé es el resultado de una serie de actos de liberación. Una metáfora básica es la de un viaje —un éxodo— hacia un punto futuro. La cultura humana es desdivinizada y descosmizada, liberando así al pueblo para que solucione su propio futuro, siempre en concordancia con los deseos de Dios. En el Nuevo Testamento la idolatría se refiere no tanto a prácticas religiosas como a la búsqueda de dinero, poder o placer.

Los teólogos latinoamericanos han desempolvado la categoría de idolatría y la han hecho central en su teología como una tendencia constante. En Puebla los obispos dicen que la gente cae en la esclavitud “cuando diviniza o absolutiza la riqueza, el poder, el Estado, el sexo, el placer, o cualquier cosa creada por Dios —inclusive su propio ser o la razón humana. Dios mismo es la fuente de la liberación radical de todas las formas de idolatría...” Los obispos citan a Jesús: “No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Lucas 16:13). El poder político puede ser también divinizado cuando se convierte en absoluto. El uso totalitario del poder “es una forma de idolatría”. Como los dioses antiguos, como Moloc, que demandaba sacrificios, a veces de seres humanos, los ídolos modernos también demandan vida.

La idolatría no es simplemente un tema del Antiguo Testamento. Examinando los relatos del Evangelio, Jon Sobrino encuentra que Jesús revela y defiende a un “Dios de vida” y se empeña en la lucha contra falsas divinidades. El mensaje de Jesús es que son el pobre y el paria los invitados al Reino, y sus gestos de acoger a los enfermos, los recaudadores de impuestos y las prostitutas desatan controversia y oposición. Jesús tiene duras críticas para las élites: los ricos, los sacerdotes, los fariseos, los escribas y los gobernantes. Generalizando los casos particulares, Sobrino asegura que en las controversias, y más allá de las disputas sobre la ley, hay un conflicto entre un Dios de vida y las divinidades que traen la muerte. “El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado.” Jesús desenmascara el uso del símbolo de Dios para dar muerte a otros, y ésa es la razón por la que es sacrificado.

Jesús no está defendiendo simplemente un grupo de ideas sobre Dios en contra de otro, sino que está defendiendo al-Dios de vida. Sobrino no saca esta conclusión explícitamente, pero queda claro que algo similar puede suceder aún, esto es, que alguno puede invocar al Dios cristiano para quitar la vida a otro ser humano. En ese caso una lucha por el verdadero Dios de vida no sólo estará justificada, sino que hasta será necesaria.

En un punto Sobrino cita las palabras de San Irineo (200 d.C.): “Gloria Dei, vivens homo”(“La gloria de Dios es el ser humano vivo”). El arzobispo Romero hizo comentarios sobre estas palabras en más de una ocasión, probablemente inspirado en Sobrino, quien trabajó en El Salvador. Por otra parte, la percepción de Sobrino de un conflicto entre el Dios de vida y las divinidades de la muerte en el Evangelio estaba estimulada indudablemente por la lucha de Romero y los demás en favor de los campesinos, y en la seguridad con que los poderosos usaban la violencia para defender la civilización “cristiana”.

Sobrino llega hasta a dar un giro al concepto tradicional de la trascendencia de Dios. Ordinariamente, trascendencia, el “más allá” de Dios, se contrasta con inmanencia, la presencia de Dios “dentro” de la experiencia y la realidad humana y terrenal. Un enfoque común es el tratar de “equilibrar” ambos aspectos. Los teólogos de la liberación son acusados frecuentemente de ignorar la trascendencia, de caer en el “horizontalismo” —esto es, de estar demasiado preocupados por lo terrenal y carecer de suficiente dimensión “vertical”.

Efectivamente, Sobrino rehace la discusión, afirmando verdaderamente que Jesús la rehizo. El amor preferencial de Dios por los pobres introduce una tensión dentro de la historia humana entre lo que es y lo que debería ser. “Y la historia que se genera cuando uno intenta vivir según el amor de Dios se trasciende a sí misma, y es por lo tanto una mediación de la trascendencia de Dios.” De acuerdo con la noción tradicional, Sobrino dice que Dios es siempre mayor que cualquier comprensión humana o aun que cualquier habilidad humana para concebirlo. Pero lejos de ser una razón para el quietismo (si Dios está totalmente “más allá”, ¿por qué se va a molestar en actuar dentro de la historia humana, ya que ésta es finalmente insignificante?), debe ser un impulso para hacer efectivo al amor dentro de la historia humana.

Sobrino y otros teólogos han buscado presentar una cristología pastoralmente adecuada. En las iglesias tradicionales uno puede encontrar estatuas y pinturas sangrantes de un Jesús sufriente, pero muy pocas de Jesús en la gloria. La gente organiza grandes representaciones en las que se repite el Viernes Santo, o procesiones con los participantes vestidos de púrpura penitencial y cargando pesadas imágenes de santos. Sin embargo la Semana Santa parece terminar ahí, con Jesús en la cruz. Los pobres encuentran un verdadero consuelo en saber que Jesús sufrió antes que ellos. Buscando explicar el significado de la muerte de Jesús “por nuestros pecados”, la teología tradicional católica parecía afirmar que la crucifixión era el precio que Dios exigía por el pecado.

Como reacción puede haber un énfasis fácil sobre la resurrección, o a veces sobre todo el ciclo de encarnación-muerte-resurrección, que quita dureza a la muerte de Jesús. Los teólogos latinoamericanos no han buscado un “equilibrio” superficial, sino que más bien han intentado ver la relación entre la forma en que vivió Jesús, su muerte y la resurrección.

La muerte de Jesús es un producto directo de su vida y de su misión. Fueron su predicación y sus actos los que le crearon esos enemigos que finalmente determinaron que muriera. Su predicación era una crítica radical a los que detentaban el poder. No era un llamado revolucionario a la resistencia organizada, como por ejemplo el de los zelotes, una secta que luchaba por la independencia del dominio romano. Los teólogos de la liberación no han intentado rehacer a Jesús como un revolucionario social. Un intento semejante sería no histórico y realmente anacrónico. Sin embargo, el mensaje de Jesús contiene la semilla de una crítica sobre cualquier uso del poder que pueda acarrear la muerte a los seres humanos.

La muerte de Jesús fue un hecho real en la historia, el producto de su propia decisión humana y de las decisiones de otros. No estaba simplemente actuando un guión ya escrito, como pueden llevar a creer algunas nociones tradicionales.

Su sufrimiento estuvo compuesto de genuina agonía por el abandono, no sólo de sus discípulos, sino hasta de Dios, su Padre. No sólo lo estaban matando, sino que hasta parecía que el Reino que había predicado no se alcanzaría. Su respuesta fue mantener la fidelidad hasta el fin.

En la cruz Dios toma el sufrimiento humano, se vuelve él mismo un “Dios crucificado”. La cruz rompe con cualquier idea de Dios. Revela el significado más profundo del sufrimiento humano, particularmente el injusto sufrimiento de los pobres.

La resurrección es la reivindicación que hace Dios de Jesús y de su mensaje, y es la base para una nueva vida de fe. El Dios de vida triunfa sobre las fuerzas —los dioses— de la muerte. Además, en la resurrección la verdadera historia humana de la vida y muerte de Jesús pone en movimiento más historia, a medida que el pueblo busca vivir la nueva vida.

Los párrafos precedentes son una versión condensada de los principales temas cristológicos en América Latina. Mucha gente, generalmente gente pobre, ha tomado a pecho esta imagen de Jesús. Se sienten a gusto con sus palabras en la Escritura, y ven este esquema de vida-muerte-resurrección como un esquema de su propia vida. Señalan pequeños logros en su propia comunidad como ejemplos del Reino, o como una nueva vida de resurrección. La propia vida de Jesús —histórica en su tiempo— se vuelve histórica en ellos.

La teología latinoamericana tiende a ser muy cristológica, muy centrada en Cristo, empezando con la humanidad de Jesús de Nazaret. Ésta es una reacción contra un antiguo enfoque en Dios, concebido en términos ampliamente metafísicos, y en Jesús “a la vez Dios y hombre”, muy alejado de la experiencia-humana.

Un enfoque semejante puede conducir a una visión unilateral, que algunos han llamado “Cristo-monismo”, cuyos efectos pueden verse en la historia de la Iglesia y en toda la historia y la cultura occidentales. Por ejemplo, el estilo imperial de la Iglesia católica está justificado por la noción de que es la“continuación de Cristo encarnado en el mundo”. Una teología adecuada del Espíritu Santo señalaría en una dirección diferente. Comblin ha escrito extensamente sobre la necesidad de entender la misión del Espíritu Santo, un espíritu de novedad y diversidad en la historia.

 

Reino e iglesia

La teología de la liberación articula una experiencia de Dios en el pobre que tiene lugar en la Iglesia. Desde el inicio ha sido fuertemente “eclesial” (del griego ekklésia) —esto es, tuvo un fuerte enfoque en la Iglesia.

“La Iglesia no es el Reino; está para servir al Reino.” ‘Esta sentencia es una especie de principio primordial en la eclesiología latinoamericana. Los Evangelios muestran a Jesús predicando no a sí mismo, sino el Reino de su Padre. Durante siglos, sin embargo, la Iglesia se ha predicado a sí misma como la depositaria de la gracia de Dios y de la verdad, confiada a ella por Jesús. La imagen de Jesús como monarca celestial —una imagen reforzada por jerarcas en hábitos cortesanos— era parte de la misma convicción.

Actualmente la mayoría de los teólogos no consideran a Jesús como “fundando” la Iglesia al encomendar a Pedro las llaves del Reino. Cualquiera que haya sido la conciencia de Jesús cuando murió —y es muy posible que ante el aparente fracaso de su misión sólo confiara en Dios—, la misma Iglesia creció de un movimiento de Jesús que surgió inmediatamente después de su resurrección. Las Escrituras son los recuerdos de sus seguidores durante las primeras décadas.

El Vaticano II habló mucho de la Iglesia sirviendo “al mundo”. El énfasis latinoamericano, esto es el servir al Reino, da algún sentido sobre lo que debe ser ese servicio. El Reino es una situación en la que la gente puede vivir junta como hermanos y hermanas. Como tal es una utopía, pero una utopía que impulsa a la gente a trabajar aquí y ahora por “realizaciones parciales” de ese Reino. Así, los cristianos de Nicaragua que están comprometidos con la revolución no creen que ella —o cualquier forma de organización en la sociedad— sea el Reino. Sin embargo, creen que en verdad ofrece la posibilidad de un tipo más real de solidaridad entre la gente y es por ello una “aproximación” modesta pero real del Reino.

La implicación pastoral práctica es que la Iglesia encuentra su razón de ser no en ella misma, sino en la comunidad que debe servir. Para la institución de la Iglesia total, esto significa que su criterio no deberá ser simplemente lo bien que le esté yendo institucionalmente. Para tomar nuevamente el caso de Nicaragua, su criterio no debe ser qué tan bien lo están haciendo las escuelas católicas, o cuánto poder o prestigio tiene la Iglesia como institución bajo la revolución, sino qué es lo que sirve al Reino. En forma similar, a nivel del barrio o del pueblo, la preocupación de la comunidad de base no debe ser primordialmente cómo atraer más miembros, sino cómo servir a toda la comunidad. Este no es un punto ocioso, ya que dichos grupos, como las sectas, tienen la tentación de tomar una actitud de dentro-del-grupo/fuera-del-grupo y hasta un tono moralizante hacia los que no se le unen o los que quizás “apostatan”.

Los teólogos de Caracas que ya hemos mencionado expresan este punto con un lenguaje diferente. Dicen que lo más importante es la “eclesialidad primaria”, a la que definen como “la verdadera vida de los cristianos hombres y mujeres que saben que forman un pueblo y se unen solidariamente, un pueblo que tiene una misión en y para América Latina, y que han encontrado su identidad última volviéndose una Iglesia para los pobres”. De ahí surge una “eclesialidad secundaria”, a saber una “orgánica configurándose de la Iglesia de los pobres en estructuras que son doctrinales, sacramentales, administrativas y jerárquicas”.

No abogan por algún tipo de Iglesia no institucional o anti-institucional, ni rebelde o paralela. La experiencia ha demostrado que las estructuras son necesarias. En lo que insisten es en que las estructuras y procedimientos de la Iglesia, aun los sacramentos y el culto, toman su significado de la experiencia esencial de Dios entre los pobres, y no al revés.

Las dos imágenes principales de la Iglesia que surgieron del Vaticano II fueron las del “pueblo de Dios” y el “sacramento”. “El pueblo de Dios” es, claro está, la imagen bíblica del pueblo hebreo en éxodo. Con la noción de un viaje —esto es, algo inacabado y abierto— era claramente un correctivo a la pretensión de la Iglesia católica romana de ser la poseedora de la verdad y de la gracia. Su dinamismo igualitario era también un correctivo a la noción piramidal de autoridad, en la que los de arriba —papa, obispos y sacerdotes— son de alguna manera “más” Iglesia que los creyentes ordinarios. Lo que la teología latinoamericana ha añadido es la noción de el pueblo de los pobres. Si la Iglesia debe ser el “pueblo de Dios”, no es en un sentido indiferenciado, sino en el de pueblo de los pobres con el que Dios se solidariza.

“Sacramento” significa “misterio” y “señal”. La formulación ahora clásica del Vaticano II es que, por su relación con Cristo, la Iglesia es “una especie de sacramento o señal de la unión íntima con Dios, y de la unidad de toda la humanidad”. Nuevamente, la implicación es que la Iglesia no existe sólo para ella misma, sino para toda la humanidad. Su función es ser una especie de señal de la presencia y del designio de Dios para la humanidad. Los teólogos latinoamericanos han especificado además que la Iglesia está llamada a ser una señal de liberación en la historia.

En otra parte he descrito algunas de las actividades de la Iglesia en América Latina. Además del trabajo pastoral en comunidades pequeñas, la Iglesia ha utilizado sus recursos institucionales para ayudar y defender a las víctimas de la represión, ha documentado y denunciado violaciones a los derechos humanos y ha criticado públicamente modelos de desarrollo. Jon Sobrino pregunta cómo deben entenderse los diversos servicios que proporciona la Iglesia, y qué tienen en común. Responde que es “ser testigos de la vida”. Los cristianos deben dar testimonio de la mediación de Dios en Jesús, no en alguna esfera religiosa dividida en compartimientos, sino en la vida entera. Ello implica luchar contra la injusticia. “Dar testimonio de Dios el Creador necesariamente se convierte en dar testimonio de Dios el Liberador.”

Esto es aún más cierto puesto que las “estructuras reinantes —el capitalismo y la seguridad nacional en sus muchas formas— operan como verdaderas deidades con características divinas y culto propio. Son deidades porque reclaman características que también pertenecen a Dios: lo absoluto, lo definitivo y lo intocable. Tienen su propio culto porque demandan el sacrificio diario de la mayoría y el sacrificio violento de los que se les oponen.”

En este contexto el servicio de la Iglesia consiste en “la humanización progresiva del ámbito humano en todo nivel y en toda situación”.

Algunas de estas ideas generales sobre la Iglesia se unen en la experiencia de la eucaristía. La comunión se celebra tanto en un círculo pequeño de personas de la comunidad de base como en reuniones mayores. Exteriormente, puede verse totalmente humilde: campesinos, quizás descalzos, gente que no tiene ningún poder en la sociedad. Juntos repiten las acciones de Jesús y él está presente en medio de ellos en una comida. Esa comida es a la vez lo que Jesús pidió —“Haced esto en memoria de mí”— y una prenda de lo que Dios promete, un banquete de bodas para todos. Escuchan las Escrituras y ven su propia experiencia reflejada.

Un ejemplo de lo importante que es la eucaristía para algunos proviene de Guatemala. A mediados de los ochenta, después de que dos sacerdotes fueron asesinados y el obispo escapó de una emboscada, todos los sacerdotes y las hermanas abandonaron la diócesis de Quiché. La represión del ejército aumentó hasta el punto que los asesinatos en masa se volvieron rutina. Durante este tiempo los catequistas viajaban muchas millas entre montañas hasta diócesis vecinas para recibir el pan consagrado y llevarlo consigo escondido quizás entre tortillas, para la comunión en sus aldeas.

La comunión era un signo de esperanza y de resurrección, que los ayudaba a resistir y a luchar por una vida más plena.

 

Referencias

Sobre idolatría: Véase Pablo Richard et al., The Battle of the Gods, Maryknoll, N. Y.: Orbis Books, 1984, esp. Jon Sobrino, “The Epiphany of the God of Life in Jesus Christ”, pp. 66-102. Sobrino expresa ideas similares sobre trascendencia en “Dios y los procesos revolucionarios”, en CAV-IHCA, Apuntes para una teología nicaragüense, pp. 105-129.

Iglesia y Reino: prácticamente todos los teólogos tratan este tema. Es uno de los puntos unificadores de los ensayos de Ignacio Ellacuría reunidos en Conversión de la iglesia al Reino de Dios: para anunciarlo y realizarlo en la historia, San Salvador: UCA Editores, 1985.

Cita de Sobrino: “The Witness of the Church in Latin American”, en Torres y Eagleson (editor), The Challenge of Basic Christian Communities, p. 166.


 

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Otros acentos

Las teologías del tercer mundo, negra, hispana y feminista

La teología de la liberación latinoamericana no es un fenómeno aislado. Teologías paralelas —asiática, africana, negra y feminista— han surgido de las luchas. Todas ellas representan reacciones contra la teología oficial europea y norteamericana que inconscientemente asumieron que su teología era simplemente teología “cristiana”. Cada una de estas nuevas teologías se ha vuelto crítica sobre la forma heredada de interpretar los símbolos cristianos. Los teólogos feministas han extendido su crítica a los símbolos mismos y cuestionan el “machismo” de la deidad. Cada uno ha reinterpretado el pasado para encontrar su propia historia, la cual ha sido ampliamente suprimida de la memoria por las interpretaciones dominantes.

El diálogo entre estas nuevas teologías se formalizó en las conferencias sobre Teología en las Américas, que tuvieron lugar en Detroit en 1975 y 1980, y en las conferencias en varios lugares desde 1976 hasta ahora, bajo los auspicios de la Ecumenical Association of Third World Theologians (Asociación Ecuménica de Teólogos del Tercer Mundo). Pero el diálogo no siempre ha sido fácil. Para los teólogos negros, América Latina parecía querer imponer una interpretación de la opresión estrechamente económica, y ser insuficientemente sensible al racismo; por su parte, los latinoamericanos creyeron que los teólogos negros carecían de una comprensión de la opresión suficientemente sistemática. Los feministas consideraron las teologías latinoamericana y negra principalmente un asunto de hombres, aun cuando los teólogos, sensibilizados por el contacto con los feministas ocasionalmente mencionaron la opresión de las mujeres. Aunque los participantes en el diálogo aceptaban que el imperialismo, el clasismo, el racismo y el sexismo están “inter-estructurados” y se refuerzan uno a otro, y que una forma de civilización dominante dirigida por los varones occidentales blancos para su beneficio se encuentra en la base de la opresión, no hubo una síntesis fácil.

Las diferentes teologías de la liberación coinciden en que un mayor desarrollo consiste en que aquellos que han sido ignorados y excluidos —los pobres, los no blancos, las mujeres—, están entrando en la historia. En la conferencia de 1981 en Nueva Delhi el tema dominante se volvió la “irrupción” de los excluidos, una

irrupción de las clases explotadas, de las culturas marginadas y de las razas humilladas. Están surgiendo de la parte inferior de la historia en un mundo desde hace largo tiempo dominado por el Occidente. Es una irrupción expresada en luchas revolucionarias, levantamientos políticos y movimientos de liberación. Es una irrupción de grupos religiosos o étnicos que buscan la afirmación de su auténtica identidad, de mujeres que demandan reconocimiento e igualdad, de jóvenes que rechazan los sistemas y valores dominantes. Es una irrupción de todos aquellos que luchan por una humanidad plena y por su legítimo lugar en la historia.

En lo que sigue mostraré algunos puntos de contacto entre la teología latinoamericana y otras formas de la teología de la liberación.

 

Teologías asiática y africana

Las iglesias cristianas en Asia y África comparten ciertas características que las separan de la cristiandad latinoamericana. Son ampliamente el producto de la expansión misionera de las iglesias europeas durante los siglos XIX y XX, mientras que el catolicismo latinoamericano llegó como parte de la expansión ibérica del siglo XVI. El catolicismo tiene casi un monopolio cultural en América Latina, mientras que en Asia y África (con excepción de las Filipinas) los cristianos son una minoría pequeña y a menudo diminuta.

Los cristianos en Asia a menudo confrontan una amplia variedad de contextos socioeconómicos e históricos, desde la India gigantesca hasta una ciudad-Estado como Hong-Kong, y contextos religiosos que varían desde el pluralismo de la India hasta Indonesia, en donde el 99% es musulmán. Los cristianos de la República Popular de China no han estado envueltos en el diálogo, pero en última instancia, China no puede ser ignorada en ningún diálogo asiático. Los cristianos en África también confrontan una difundida diversidad, desde el régimen de apartheid en Sudáfrica hasta el experimento con el socialismo ujamaa en Tanzania, hasta la Nigeria productora de petróleo, etcétera.

Durante algún tiempo ha sido obvio que los misioneros aportaron la cristiandad occidental y que una de las tareas principales es desarrollar formas asiáticas y africanas de culto y de teología adecuadas. Este esfuerzo antecede a la teología de la liberación. Los teólogos africanos hablan de llegar a una comprensión más plena de la “antropología africana”, de su particular sentido del ser humano y del cosmos en el continente. La teología asiática incluye encuentros con el budismo, el hinduismo, el islamismo y otras tradiciones en sus muchas formas históricas.

Estos esfuerzos son mencionados a menudo por la frase abreviada de “inculturación” para indicar que las iglesias cristianas occidentales importadas deben encontrar la forma de incorporar a las culturas asiática y africana y de ser incorporadas a ellas. En la medida en que esto equivale a afirmar su propio ser como asiáticos y africanos, el movimiento de inculturación puede ser considerado como liberador.

Algunos movimientos son paralelos en forma más estrecha a la teología de la liberación latinoamericana. Un claro ejemplo es la participación de los cristianos en la lucha contra el régimen de apartheid en Sudáfrica. En 1985 un grupo de gente de la Iglesia presentó un manifiesto llamado el “Documento Kairos” que criticaba explícitamente la “teología estatal” empleada para justificar el régimen y la “teología de la Iglesia” que impedía la participación por temor a comprometerse en política. Muchos eclesiásticos filipinos lucharon contra la dictadura de Marcos con una especie de teología de la liberación, aunque parece no existir mucha teología publicada.

Durante los años sesenta, teólogos coreanos desarrollaron la teología minjung. El término minjung desafía la definición, pero se podría decir que designa a “un pueblo políticamente oprimido, económicamente pobre, y social y culturalmente alienado, y sin embargo intentando ser el artesano de su propio destino en una forma activa”. Esta teología minjung se ha desarrollado de la experiencia y la lucha de los cristianos con los pobres. Algunos encuentran este enfoque demasiado estrecho e insisten en que el problema central de Corea es su división en Norte y Sur, una división que ha fomentado el anticomunismo de las iglesias. Por lo tanto piden una crítica de este anticomunismo cristiano, “no a la luz del comunismo, sino a la luz de la fe bíblica en la justicia de Dios para el mundo”.

El libro Planetary Theology del teólogo católico de Sri Lanka, Tissa Balasuriya, ofrece una teología de la liberación asiática. No obstante hay una tensión innegable entre los enfoques inculturacionistas y liberacionistas en África y en Asia. Aloysius Pieris, también de Sri Lanka, está convencido de que la dicotomía inculturacionista/liberacionista es falsa. Dice que las culturas asiáticas, tanto la popular como la alta, pone a la gente en contacto con las verdades básicas de todas las religiones, cada una en una nueva forma: “el significado y el destino de la existencia humana; limitaciones humanas paralizantes y nuestra infinita capacidad para salir delante de ellas; la liberación tanto humana como cósmica; en resumen, la lucha por una humanidad plena”. Dice que toda cultura asiática está construida en torno a un “núcleo soteriológico” (“soteriología” significa “doctrina de salvación”). “La teología de la liberación asiática está oculta ahí, esperando ser descubierta por quienquiera que esté listo para ‘vender todas las cosas’.”

Pieris señala elementos cósmicos y metacósmicos en la religiosidad asiática. El fundamento de esta religiosidad es la religión cósmica, que a veces es llamada peyorativamente “animismo”, cuando en realidad es la postura de todos los seres humanos ante fuerzas naturales. En África y en Oceanía la religión cósmica puede aparecer en su forma más plural; sin embargo en Asia las soteriologías cósmicas —hinduismo, budismo y taoísmo hasta cierto punto— han sido construidas sobre ella. Estas soteriologías producen élites espirituales —monjes— quienes sirven como modelo de la existencia liberada. La mutualidad entre los niveles cósmico y metacósmico queda ejemplificada por la relación entre la comunidad monástica budista y el resto de la sociedad. Esta relación aparece en la bipolaridad entre riqueza y pobreza, el Estado y la shanga (la comunidad monástica), y el conocimiento científico y la sabiduría espiritual. En Asia, dice Pieris, el antónimo de pobreza no es riqueza, sino “avaricia”. “La preocupación primordial, por lo tanto, no es la eliminación de la pobreza sino la lucha contra Mammón.”

Las iglesias cristianas asiáticas están atrapadas entre la teología clásica y la teología de la liberación, ambas occidentales. No obstante, Pieris ve en el método de la teología de la liberación la dirección que deben tomar las iglesias asiáticas. Insiste en la “primacía de la praxis sobre la teoría” e insiste en la importancia de encontrar a Dios en la pobreza. Al mismo tiempo acepta “la opción de los teólogos de la liberación por el socialismo, esto es, por un orden social definido en el que las estructuras opresivas se cambian radicalmente, y hasta en forma violenta, con el objeto de permitir a toda persona ser completamente humana, en el supuesto de que nadie está liberado hasta que lo están todos”.

Examinando los enfoques de las iglesias a Asia, Pieris distingue dos alternativas, a las que llama “Cristo-contra-las-religiones” y “Cristo-de-las-religiones”. Cristo puede ser considerado como firme contra las “falsas” religiones o verdaderamente contra todas las religiones cuando se considera que el mismo cristianismo no es una religión (Karl Barth). Pieris señala que algunos teólogos latinoamericanos —Miranda y aun Sobrino— reflejan este enfoque occidental y hasta colonialista. Aunque es más favorable a la tendencia “Cristo-de-religión”, que considera a Jesucristo como el cumplimiento de la lucha religiosa, Pieris señala que ha tendido a ignorar el papel de la religión en la pobreza estructural y en las luchas por la liberación.

Desde un punto de vista asiático “la religión es la vida misma, más que una función de ella, siendo el ethos absolutamente penetrante de la existencia humana”. Es Occidente el que ha tenido una definición estrecha de religión. “Una verdadera revolución no puede ir contra la religión en su totalidad. Si una revolución triunfa, lo hace normalmente como una renovación catártica de la misma religión.” “Ninguna liberación auténtica es posible a menos que los individuos estén ‘religiosamente motivados’ hacia ella.”

Contrariamente a estereotipos sobre religiones no cristianas que “niegan al mundo”, Pieris insiste en su empuje liberador. Estas religiones no imaginan la realidad última como un “ser personal” y en verdad son metateístas, o al menos no teístas. Por lo tanto, el punto de partida para la colaboración no es “hablar de Dios” (teología) sino liberación. Él propone que “el instinto religioso sea definido como una necesidad revolucionaria, un impulso psicosocial, para generar una nueva humanidad”. Integra revolución y religión dentro de un marco en el que el proceso de humanización es parte de la evolución del cosmos mismo.

Pieris puede no ser el más típico de los teólogos asiáticos, pero el arrastre de sus ideas da una noción de cómo puede ser el diálogo entre los continentes.

 

Teología negra

La teología negra en Estados Unidos, el Caribe y África es paralela a la teología latinoamericana en numerosas formas. Sus exponentes también rompieron con la teología que habían aprendido en los seminarios y sin embargo permanecieron en diálogo con ella. Así como la teología latinoamericana reflejó un movimiento del desarrollismo hacia la liberación, la teología negra reflejó el paso del ideal de integración al del poder negro. Tras un periodo de manifiestos y primeros mapas de la nueva teología, los teólogos negros miraron en forma nueva a su historia con el fin de recuperar su pasado. También buscaron relacionarlo con la fe del pueblo en las iglesias negras, al igual que los latinoamericanos entraron en contacto con el catolicismo popular. Leyendo las Escrituras a través de la experiencia negra, los teólogos negros usaron el paradigma básico de “liberación”, y a menudo se enfocaron en los mismos textos y temas usados en América Latina, especialmente el Éxodo y la figura de Jesús. La polémica afirmación de James Cone “Cristo es negro”, que muchos blancos encontraron ofensiva, es similar a la convicción latinoamericana de que Dios toma el partido de los pobres.

Las primeras expresiones de teología negra pueden relacionarse con asuntos dentro de las iglesias negras a mediados de los años sesenta. Los ministros negros se encontraron atrapados entre los acontecimientos en la comunidad negra y las estructuras y procedimientos de las iglesias. Inspirados por Malcom X, nuevos líderes como Stokely Carmichael clamaban por el poder negro, como opuesto a la integración que Martin Luther King y otros habían considerado el objetivo de la lucha. Los negros más jóvenes estaban, o bien abandonando las iglesias o bien uniéndose a la nación de Islam, por lo tanto rechazando un cristianismo que consideraban parte de la estructura del poder blanco.

Los líderes de las iglesias negras encararon un dilema pastoral. No querían ir en contra de Martin Luther King. Más aún, los blancos, y algunos negros, se sentían incómodos con el clamor del poder negro, que parecía sugerir violencia. Algunos blancos que sentían que habían estado aliados en la lucha por los derechos civiles, se sentían ahora vacilantes. Había advertencias de que el poder negro podía hacer peligrar las “ganancias” logradas en derechos civiles. Refiriéndose a algunas de estas inquietudes, en julio de 1966 el National Committee of Negro Churchmen publicó una declaración apoyando el concepto de poder negro. Hicieron notar que la experiencia histórica de formar sus propias iglesias negras —después de haber sido obligados a salir de las iglesias blancas— en realidad había dado a los “negros” un grado de poder. Por otra parte, admitieron que la Iglesia negra había presentado frecuentemente un “concepto de otro mundo del poder de Dios”.

Esa declaración se vería débil tan sólo tres años después. En mayo de 1969 James Forman presentó a la Iglesia Riverside de la ciudad de Nueva York un documento adoptado en la National Black Economic Development Conference, que había tenido lugar unos días antes en Detroit. La esencia del documento era una demanda de que “las iglesias cristianas blancas y las sinagogas judías, que forman parte del sistema capitalista [...] empiecen a pagar indemnizaciones a los individuos negros de este país”. La suma fue fijada en 500 millones de dólares: “Este total resulta de quince dólares por cada negro.” Si esta demanda, descrita como modesta, no era satisfecha, amenazaban con que las iglesias y las instituciones eclesiásticas serían trastornadas.

Fue dentro de este contexto de radicalización como empezó a aparecer el término “teología negra”. En 1969 James Cone publicó Black theology and Black power, y el término pronto empezó a reflejarse en numerosas conferencias y artículos. El National Committee of Black Churchmen publicó una declaración sobre teología negra llamándola

una teología de la liberación negra [...] una teología de la “negrura”. Es la afirmación de la humanidad negra que emancipa al pueblo negro del racismo blanco, proporcionándole así una libertad auténtica tanto para el pueblo blanco como para el negro...
El mensaje de liberación es la revelación de Dios como fue revelada en la encarnación de Jesucristo. La libertad es el Evangelio. ¡Jesús es el libertador! La demanda que Cristo el libertador impone a todo hombre
requiere que todos los negros afirmen su plena dignidad como personas y que todos los blancos dejen sus presunciones de superioridad y sus abusos de poder.

Los teólogos negros, al menos como yo lo entiendo, tienden a centrarse en temas escriturísticos muy semejantes a los usados por los teólogos latinoamericanos. Naturalmente, están mucho más preocupados por el racismo: la historia de la esclavitud, el racismo sistemático e institucionalizado, y su impacto cultural. Rechazan teorías que simplemente subsumen al racismo dentro de un esquema envolvente; por lo tanto, sospechan del marxismo. No obstante, teólogos como James Cone han iniciado un diálogo serio con los marxistas, un diálogo que ha ido quizás más lejos con Cornel West.

 

Teología hispana

La primera expresión del surgimiento de una conciencia hispana en la Iglesia de Estados Unidos no tomó la forma de teología, sino más bien una exigencia de reconocimiento dentro de la Iglesia católica. Hay quince millones o más de hispanos en Estados Unidos. La mayoría son católicos, aunque las iglesias protestantes, especialmente de la variedad pentecostal, están creciendo rápidamente. A pesar del hecho de que aproximadamente una tercera parte de todos los católicos de Estados Unidos son hispanos o de origen hispánico, la Iglesia católica ha sido lenta para reconocer las implicaciones de este hecho.

A finales de los años sesenta, un grupo de sacerdotes llamado Padres empezó a organizarse para que los hispanos tuvieran un lugar correcto en la Iglesia, como hizo un grupo similar de monjas llamado Hermanas. Una de las demandas de los Padres fue que se nombraran más obispos hispanos, y ello empezó a ocurrir a mediados de los setenta. La preocupación más profunda de este grupo, sin embargo, era encontrar una forma de trabajo pastoral apropiada para laborar con hispanos. Virgilio Elizondo y otros crearon el Mexican American Cultural Center (MACC) en San Antonio como un centro de adiestramiento para monjas, sacerdotes y trabajadores pastorales laicos. Teólogos latinoamericanos como Enrique Dussel estuvieron entre los profesores invitados.

No había una forma automática o fácil para aplicar la teología latinoamericana o sus métodos pastorales a los hispanos en Estados Unidos. La historia, la cultura, la experiencia y las ideas prefijadas de los diferentes grupos varían enormemente: desde los inmigrantes de México (y Centroamérica) en el sudeste, hasta los puertorriqueños en Nueva York, hasta los cubanos de clase media en Florida. Todos están divididos entre su cultura y las presiones por “triunfar” en Estados Unidos. Frecuentemente hay una progresión observable de una generación hispanohablante a una segunda generación bilingüe, y a una tercera generación que únicamente habla inglés. Por lo tanto, no es posible un trasplante fácil de la teología latinoamericana.

Hay sin embargo una buena cantidad de renovación pastoral. Algunas parroquias han puesto en funcionamiento adaptaciones de la estrategia pastoral de comunidades de base. Una expresión de esta vitalidad ha sido la organización de Encuentros en 1972, 1977 y 1985. Los Encuentros han sido un proceso de consulta, principiando al nivel parroquial y moviéndose después al nivel diocesano, con cursos, discusiones y reuniones. Conferencias al nivel nacional y regional han proporcionado así una especie de foro en el que los católicos hispanos podían expresar lo que querían encontrar en la Iglesia.

Reflejando posiblemente su contacto con los teólogos latinoamericanos, aquellos que son activos en esta renovación pastoral han usado frases como “liberación” o concientización. Sin embargo, creo que, aunque ocasionalmente hacen referencias de paso a una crítica sistemática más amplia del sistema económico, su preocupación principal es afirmar su propia identidad cultural. En esto puede ser que reflejen fielmente a las comunidades hispanas, en las que únicamente una pequeña proporción llega hasta una crítica radical. Esto es mucho más claro en el caso de la comunidad cubana, para la cual Estados Unidos representa la liberación de una revolución marxista, pero también es muy cierto para aquellos cuyos orígenes son México, Puerto Rico o cualquier otra parte.

Hasta donde llega mi conocimiento, hay sólo una expresión en forma de libro de una teología hispana: Galilean journey: The Mexican-American promise (Viaje galileo: la promesa mexicano-norteamericana) de Virgilio Elizondo. El título proviene de la polaridad entre Galilea y Jerusalén que se encuentra en los Evangelios. Jesús es de Galilea, una región a la que los judíos “puros” de Jerusalén miran con desprecio. Una de las razones para este desprecio era el hecho de que los galileos eran de sangre mezclada. Eran el resultado de un mestizaje... como los mexicano-norteamericanos. Fue en ese lugar, lejos de los centros de poder, donde Jesús llevó a cabo su ministerio entre los pobres y los olvidados. Al final, fue a Jerusalén para enfrentarse a los centros de poder, y fue muerto.

Esta polaridad proporciona a Elizondo un paradigma básico para su propia exploración de la experiencia histórica y cultural del mestizaje mexicano-norteamericano. Como Enrique Dussel, Elizondo empieza la historia con la conquista en 1492, y al igual que los teólogos de la liberación encuentran resonancias entre la experiencia bíblica y la de los mexicano-norteamericanos. Se detiene en la figura de Jesús y no hace del Éxodo un símbolo importante. Elizondo afirma explícitamente que los mexicano-norteamericanos deben encarar “el racismo y el capitalismo liberal”, aunque es igualmente explícito al afirmar que abrazar el marxismo seria “cambiar una forma de esclavitud por otra”. La principal preocupación de Elizondo es llevar a cabo una exploración teológica —y una validación— de la cultura mexicano-norteamericana, más que una crítica sistemática de la sociedad estadounidense dominante. En esto refleja la tendencia predominante en la renovación pastoral entre los hispanos.

 

Teología feminista de la liberación

Una nueva teología feminista ha surgido paralelamente a otras teologías de la liberación desde los sesenta. Al igual que éstas, es una reflexión teológica de un movimiento de liberación en la sociedad como un todo. Parte del trabajo inicial ha sido un restablecimiento del pasado, buscando elementos en la historia del cristianismo que han sido ignorados o suprimidos por una teología dominada por varones. La teología feminista asume un nuevo método, una nueva forma de hacer teología.

La teología latinoamericana ha sido principalmente una empresa de hombres, masculina en su personal —virtualmente todos los teólogos bien conocidos son hombres— y en sus puntos de vista y métodos. Desde mediados de los setenta los teólogos latinoamericanos han sido en cierta forma sensibilizados por las más abiertas manifestaciones de sexismo. Mujeres como Beatriz Couch (Argentina), Julia Esquivel (Guatemala) y Elsa Támez (Costa Rica) participan en encuentros y proyectos teológicos. En sus análisis de la “realidad latinoamericana” los latinoamericanos incorporan ahora referencias a las mujeres que son doblemente explotadas (o triplemente, si se trata de indias o de negras). Insisten en el papel positivo de las mujeres en la lucha por la justicia y la contribución que han hecho al trabajo pastoral en la Iglesia, con el reconocimiento de que están débilmente representadas en papeles de liderazgo con poder.

La dimensión feminista trae una tensión innegable a la teología latinoamericana. Las feministas latinoamericanas, incluyendo a las teólogas, no quieren importar el feminismo norteamericano o el europeo. Tienen cuidado en situar la orden del día femenina dentro de un contexto de liberación general más que de competencia con la liberación económica y política. Aspiran a una liberación que capacite a la mujer para participar en una relación de igualdad en la construcción de una nueva sociedad. No defienden una estrategia de enfrentamiento con los hombres que debilite la lucha por la liberación general. Sin embargo, hay una fuerte tendencia entre los hombres a descartar el feminismo como importación burguesa y a incluirlo-simplemente en una agenda que se estudiará en el futuro.

En su mayoría, los teólogos latinoamericanos de la liberación, aun cuando están deseosos de considerar las demandas más obvias por la igualdad entre hombres y mujeres y trabajar contra las manifestaciones de sexismo más obvias, no se han enfrentado con las implicaciones más radicales del pensamiento feminista, y con la teología feminista en particular. Eso parece ser más cierto aún en los teólogos feministas de América Latina, al menos como se expresó en una conferencia titulada “La mujer latinoamericana: la praxis y la teología de la liberación”, que se ofreció en la ciudad de México en octubre de 1979.

Los participantes en ese seminario no fueron primordialmente teólogos profesionales, sino aquellos que trabajaban con mujeres pobres. En su documento final hacen una lista de las características particulares de la doble explotación de las mujeres pobres en América Latina, así como su justificación en la ideología del macho. Se dice que la Iglesia es una “estructura patriarcal”. Hacen notar que, a pesar del lugar prominente de las mujeres en las comunidades cristianas, la teología no las toma suficientemente en cuenta. Si la “Iglesia del pueblo” debe progresar y si la teología de la liberación debe madurar, el asunto de la situación de las mujeres debe formar parte de todo empeño teológico. Exhortan a que se permita a las mujeres especializarse en teología y a que tomen su lugar como intelectuales orgánicos en la lucha por un cambio.

Sin embargo, en su interpretación actual de las Escrituras buscan principalmente temas bíblicos que apoyen la igualdad masculino-femenina. Observan que la “tradición de la Iglesia ha inyectado prejuicios antifemeninos” en su interpretación de la Biblia, pero plantean la posibilidad de que esos mismos textos reflejen considerable patriarcado. En una palabra, me parece que la teología latinoamericana está deseosa de enfrentarse con el sexismo hasta cierto punto, pero todavía tiene que incorporar una crítica al patriarcado.

A veces se considera al feminismo simplemente como una lucha por los derechos de la mujer, en favor de un trato igual, y, de hecho, muchos de los asuntos de cada día del movimiento femenino pueden considerarse en esta forma —p. ej., la lucha por el ERA o la lucha por la igualdad en sueldos. En las iglesias la lucha por la ordenación de mujeres puede considerarse análoga.

No obstante, si el mal no es exactamente el “sexismo” —trato desigual— sino el patriarcado, un profundo mal que va hasta las bases de la civilización y recorre toda la historia escrita, las soluciones completas no se encontrarán ni aun en una revolución socialista. Desde este ángulo, las implicaciones de la teología feminista son más radicales que las de la teología latinoamericana.

Esta diferencia queda manifiesta en sus diferentes interpretaciones de las Escrituras. La teología latinoamericana acepta los hallazgos de la erudición bíblica sobre el sentido original de los textos como elaborados en el curso de la historia hebrea o en las tempranas comunidades cristianas. Le hace compañía a la mayor parte de la erudición bíblica europea en su hermenéutica, esto es, en la forma en que interpreta actualmente el significado de estos textos. Sin embargo, el significado original en sí mismo no se considera problemático.

La erudición feminista, sin embargo, está deseosa de cuestionar ese sentido original. El sitio de las mujeres en las tempranas comunidades cristianas proporciona un ejemplo. A primera vista, nada es más obvio que la dominación masculina: todos los apóstoles son hombres, la mayoría de la gente con papeles activos son hombres, y las mujeres dicen relativamente muy poco. No obstante, al aplicar la duda erudita, Elizabeth Schüssler Fiorenza y Luise Schottroff encuentran evidencias de que en las primeras comunidades las mujeres tuvieron un papel activo como “apóstoles, misioneras, patronas, co-trabajadoras, profetas y líderes de las comunidades —y esto hasta en los escritos paulinos. Una figura importante es la de María de Magdala (Magdalena), quien es uno de los primeros testigos de la resurrección. Las Escrituras reflejan alguna rivalidad por parte de Pedro.

¿Cómo explicar, entonces, los textos en los que Pablo amonesta a las mujeres para que mantengan la cabeza cubierta y que en general guarden su sitio? Señalan un proceso de “patriarcalización” en el que el impulso liberador inmediato del movimiento de Jesús fue suavizado bajo la presión de la sociedad circundante. El mismo Pablo sucumbe a esa presión, “la que probablemente no consideró muy importante”. La patriarcalización ya estaba actuando en la edición de las Escrituras cristianas y en la selección de su canon.

Eruditas feministas como Schüssler-Fiorenza son ya más críticas al hablar de las Escrituras que los teólogos de América Latina. No obstante, la empresa global de la teología feminista va mucho más allá, especialmente en su crítica al paradigma patriarcal básico. Cuando llegan al descubrimiento de lo profundamente asentado del patriarcado en la cristiandad, algunas mujeres —en realidad algunas que, como Mary Daly, empezaron como teólogas—, terminan repudiando la misma cristiandad.

Rosemary Ruether, cuya carrera ha combinado la erudición con el activismo, ha escrito numerosas obras tanto sobre feminismo como sobre teología de la liberación. Su libro de 1983 Sexism and Gold-Talk es un informe sistemático de áreas tradicionales de la teología desde un punto de vista feminista. Me gustaría citar aquí algunos ejemplos, principalmente para mostrar lo fundamental que es la crítica feminista de la teología.

Ruether indica que las imágenes masculinas de lo divino del antiguo Cercano Oriente y de la misma Biblia refuerzan el patriarcado en la sociedad. Patriarcado quiere decir “no únicamente la subordinación de las mujeres a los hombres, sino la estructura total de una sociedad dirigida por el padre: aristocracia sobre siervos, amos sobre esclavos, reyes sobre súbditos, señores feudales raciales sobre pueblo colonizado”.

Aun cuando las imágenes patriarcales predominan, “hay elementos críticos en la teología bíblica que contradicen esta visión de Dios. Una fuente de crítica es el uso de Jesús del término Abba (“padre”, pero denotando gran familiaridad), que crea una nueva comunidad liberativa. “A ningún hombre llamaréis Padre, Maestro o Señor.” En la historia cristiana hay una ambivalencia, y “una multitud de nuevos ‘santos padres’ eclesiásticos o imperiales se levanta, reclamando la paternidad y el reinado de Dios como la base de su poder sobre los otros”. Ruether dice que debe haber diferentes imágenes liberadoras de Dios —o, como ella dice, de “Dios (a)”, usando un término que va más allá de una imagen exclusivamente masculina y puede incorporar rasgos de las deidades femeninas. Aunque reconoce el aspecto positivo de una imagen paterna de Dios, considera que el apoyo excesivo en esa imagen refuerza el patriarcalismo; Dios se vuelve un padre neurótico que no quiere que los seres humanos crezcan. Sugiere un Dios de éxodo, de liberación y de nuevo ser, sin seguir el camino de las teologías “patriarcales” de esperanza o de liberación.

Ruether y otras argumentan que una teología ecológico feminista debe “volver a pensar toda la tradición teológica occidental de la cadena jerárquica de ser y la cadena de mando [...] la jerarquía de la naturaleza humana sobre la no humana como una relación de valor ontológico y moral. Ello debe poner en duda el derecho del humano para tratar lo no humano como propiedad privada y riqueza material que debe ser explotada.”

Dios (a) que es la primitiva Matriz, el terreno de ser-nuevo ser, no es ni una inmanencia sofocante ni una trascendencia sin base. El espíritu y la materia no están divididos en dos, sino que se encuentran dentro y fuera de la misma cosa.

Al preguntar: “¿Puede un Salvador masculino salvar a las mujeres?” Ruether insiste en el aspecto profético y liberador de la carrera de Jesús, contrastándola con la patriarcalización de la cristología durante los siguientes cinco siglos. Describe algunas alternativas, como la de las “cristologías andróginas” en los primeros gnósticos, Jacob Böhme, Emanuel Swedenborg y las sectas utópicas. No obstante, encuentra que estos enfoques todavía tienden a un “prejuicio androcéntrico”. Concluye que, hablando teológicamente, “la masculinidad de Jesús no tiene un significado final”. Jesús “manifiesta la cenosis del patriarcado” (cenosis es el término griego para “vaciar” usado para describir la manera de vivir y de morir de Jesús). “Jesús, el profeta judío sin hogar, y las mujeres y hombres marginados que le responden, representan el derrocamiento del sistema mundial presente y el signo del amanecer de una nueva era en la que la voluntad de Dios se cumplirá en la tierra.”

Su visión de la sociedad es el socialismo democrático que desarma las jerarquías sexista y de clase y vive en una comunidad orgánica, con trabajo y alimento compartido. Debo hacer notar simplemente que, en contraste, las visiones latinoamericanas de una sociedad futura tienden a enfocarse más estrechamente en la reestructuración económica. Ruether ve dos caminos hacia una sociedad así: establecer pequeñas comunidades que luchen por poner en práctica el concepto entre ellas mismas, y concentrarse en áreas más limitadas dentro de la sociedad existente más amplia. Ni siquiera considera la posibilidad teórica de “tomar el poder estatal” para poner las cosas en marcha.

El empuje radical de la teología feminista de Ruether queda manifiesto en sus reflexiones sobre “escatología” (eschata es la palabra griega para “las últimas cosas”, tradicionalmente el cielo, el infierno, el juicio, etc.), el estudio del destino del cosmos y de los seres humanos. Tras una investigación de las escatologías en las grandes religiones, se dedica a la crítica tanto del pensamiento evolutivo como del milenarismo marxista. Confronta el dilema: si el “fin” está “más allá”, no ofrece nada a la historia, pero si el “fin” está dentro de la historia (p. ej., una revolución particular) se volverá absolutizado. Al sostener un punto final trascendente más allá de la historia, la crítica cristiana del marxismo puede ser útil para mantener abierta la historia, pero “no tiene base en una ontología de creación y en Dios (a) como campo de creación”. Sugiere en vez de ello un modelo de esperanza y de cambio basado en la conversión, el cual tiene “base en la naturaleza y acarrea la aceptación de finitud, de escala humana y de relaciones balanceadas”.

En lo que respecta a la inmortalidad personal, Ruether propone el “agnosticismo”. “No debemos pretender saber lo que no sabemos o que nos sea ‘revelado’ lo que es proyección de nuestros deseos [...] Lo que sabemos es que la muerte es la detención del proceso vital que mantiene unido a nuestro organismo.” Nuestra vida “se disuelve de vuelta en la matriz cósmica de materia/energía, de donde surgen [...] nuevos centros de individualización. Es esta matriz, más que nuestros centros de ser individualizados, la que es ‘eterna’.” Lo que hace a esta posición feminista, es la sospecha de Ruether de que el deseo de inmortalidad es principalmente una proyección masculina.

Lo precedente son ejemplos del trabajo de una teóloga feminista, una de las más persistentes y sistemáticas en sus enfoques. Lo que debiera ser obvio es que su empresa, aunque similar en muchos aspectos a la obra de latinoamericanos, es mucho más radical en su empeño por cuestionar no sólo los distorsionados aumentos en teología o en la práctica de la Iglesia, sino hasta los mismos símbolos utilizados por las Escrituras. Este enfoque radical refleja, creo, el hecho de que el patriarcado está mucho más profundamente asentado que el imperialismo o la opresión de clases, y mucho más estructurado en la civilización existente.

 

Referencias

El diálogo teológico del Tercer Mundo está documentado en los volúmenes que han surgido de las conferencias de la EATWOT (Ecumenical Association of Third World Theologians), todas publicadas por Orbis Books: Sergio Torres y Virginia Fabella, editores, The Emergent Gospel: Theology from the Underside of History (1978); Kofi Appiah-Kubi y Sergio Torres, editores, African Theology En Route (1978); Virginia Fabella, ed., Asia’s Struggle for a Full Humanity (1980); Sergio Torres y John Eagleson, editores, The Challenge of Basic Christians Communities (1981); Virginia Fabella y Sergio Torres, editores, Irruption of the Third World: Challenge to Theology (1983); y Fabella y Torres, editores, Doing Theology in a Divided World (1985). El pasaje “Irrupción” en Fabella y Torres, eds., Irruption, p. 195.

Teología Minjung: Fabella y Torres, eds., Irruption, p. 70.

Tissa Balasuriya, Planetary Theology, Maryknoll, N. Y.: Orbis Books, 1984.

Ensayos de Pieris: “Towards an Asian Theology of Liberation: Some Religio-Cultural Guidelines”, en Fabella, ed., Asia’s Struggle, pp. 75-95; y “The Place of Non-Christian Religions and Cultures in the Evolution of Third World Theology”, en Fabella y Torres, eds., irruption, pp. 113-139.

Teología negra: muchos documentos y ensayos están reunidos en Gayraud S. Wilmore y James H. Cone, eds., Black Theology: A Documentary History, 1966-1979, Maryknoll, N. Y.: Orbis Books, 1979. For My People: Black Theology and the Black Church, (Maryknoll, N. Y.: Orbis Books, 1984), representa una declaración reciente sobre la postura de James Cone. Cita de Wilmore y Cone, eds., Black Theology, p. 101. Véase también Allan Aubrey Boesak, Farewell to Innocence: A Socio-Ethical Study on Black Theology and Power, Mary-knoll, N. Y.: Orbis Books, 1977.

Iglesia y teología hispanas: Antonio M. Arroyo, ed., Prophets Denied Honor: An Anthology on the Hispanic Church in the United States, Maryknoll, N. Y.: Orbis Books, 1980. Virgilio Elizondo, Galilean Journey: The Mexican-American Promise, Maryknoll, N. Y.: Orbis Books, 1983.

Teología feminista: Cora Ferroi “The Latin American Woman: The Praxis and Theology of Liberation”, en Torres y Eagleson, eds., The Challenge, pp. 24-37; cita de la p. 33. Elisabeth. Schüssler-Fiorenza, “‘You Are Not to Be Called Father’: Early Christian History in a Feminist Perspective”, y Luise Schottroff, “Women as Followers of Jesus in New Testament Times: An Exercise in Social-Historical Exegesis of the Bible”, ambos en Norman K. Cottwald, ed., The Bible and Liberation: Political and Social Hermeneutics, Maryknoll, N. Y.: Orbis Books, 1983, pp. 394-417 y 418-427. Rosemary Radford Ruether, Sexism and Gold-Talk: Toward a Feminist Theology, Boston: Beacon Press, 1983, esp. pp. 61, 66, 85, 138, 231-233, 254 y 257.


 

12
¿Realmente libera?

Objeciones a la teología de la liberación

Sus oponentes afirman que la teología de la liberación se apoya en suposiciones y análisis económicos y políticos erróneos y que lleva a la dictadura totalitaria marxista. Dicen también que mina la autoridad de la Iglesia y desmiente el significado mismo del cristianismo. Aunque dichos oponentes tienden a enfocarse en un aspecto o en otro, también cruzan las líneas. Mi deseo en este libro es resumir y examinar las principales objeciones y las respuestas que dan o pueden dar los teólogos. La discusión está ya altamente polemizada, y no trato de persuadir a nadie, sino simplemente de dibujar los contornos de la controversia.

Aun cuando hay varias críticas de la teología de la liberación, como las del arzobispo López Trujillo y James V. Schall, he encontrado útil considerar especialmente la crítica económica y política desarrollada por Michael Novak y algunos de sus compañeros latinoamericanos, así como la crítica teológica desarrollada por el cardenal Joseph Ratzinger.

 

¿Diagnosis falsa?

Novak y sus compañeros se preocupan principalmente del marco económico y político utilizado por los teólogos de la liberación. Los teólogos dedican poco tiempo a defender ese marco, puesto que está ampliamente aceptado por los intelectuales latinoamericanos y puesto que ven su tarea como teólogos como reflejo de las implicaciones de la fe cristiana. No obstante, si su teoría social está fundamentalmente equivocada, toda su empresa queda amenazada. Por lo tanto, al menos las objeciones deben considerarse aquí.

De hecho hay dos cuestiones básicas: 1] ¿Cómo debe explicarse el desarrollo de algunas naciones, principalmente en Occidente, y la pobreza de otras? y 2] ¿Cómo pueden esas naciones que hoy son pobres alcanzar un nivel adecuado de desarrollo?

A grandes rasgos, las respuestas tienden a situarse entre dos líneas. Algunos consideran el crecimiento de Occidente principalmente como un asunto de innovación, inteligencia y diligencia, favorecido por las libertades de una sociedad abierta, mientras que otros subrayan el papel del saqueo y la explotación. En forma paralela, la tarea de desarrollo puede considerarse principalmente como una cuestión de seguir los pasos de los países actualmente desarrollados bajo su tutelaje, o de librarse de su dominio de manera que puedan desarrollarse en forma autónoma. Obviamente, es difícil ser “imparcial” en esa discusión.

Aun cuando Novak toma la pose de quien cuestiona el juicio aceptado, es decir la teoría de la dependencia, encuentro que simplemente repite lo que ha sido la visión convencional de desarrollo hasta aquí. Por ejemplo, pregunta cómo América Latina y Estados Unidos, que hasta 1850 tenían ingresos per cápita comparables, pueden haberse desarrollado de manera tan diferente, y lo enfoca sólo a la cultura. “Los latinoamericanos no valoran las mismas cualidades morales que los estadounidenses.” En su hostilidad hacia el capitalismo, los católicos fracasaron en entender el secreto para crear riqueza. Tristemente, dice, los teólogos y obispos de la liberación repiten su error actualmente cuando suponen que la riqueza de otros es el resultado de su propia pobreza.

Hay un elemento de verdad en esta crítica. Uno tiene a veces la impresión de que los latinoamericanos creen que la prosperidad de Estados Unidos y Europa se basa principalmente en la explotación del Tercer Mundo, como si Estados Unidos hubiese desarrollado armas nucleares de los plátanos de Centroamérica o programas espaciales de la harina de pescado peruana. La prosperidad de los países capitalistas avanzados se debe principalmente a su propia innovación y a su siempre creciente productividad, desde el surgimiento de la revolución industrial a mediados del siglo XVIII.

Sin embargo esto no da por terminado el asunto. ¿Cómo puede explicarse la historia de los dos últimos siglos y medio? Reexaminando sus propias historias, los latinoamericanos ven al colonialismo conformando —o deformando— sus economías e instituciones. Históricamente sus economías estaban organizadas en torno a la exportación de minerales, pieles, tintes, etc., y esa situación no se modificó con la independencia. Las nuevas naciones continuaron teniendo economías de plantación produciendo caucho, cáñamo, café, azúcar, algodón, etc., a menudo en ciclos de auge-y-quiebra. Estados Unidos, en cambio, era una sociedad de pequeños agricultores, artesanos y comerciantes, excepto en el sur, donde un sistema de plantación semejante fue destruido únicamente por la guerra civil.

Cuando la Gran Depresión disminuyó dramáticamente el mercado para sus exportaciones, América Latina inició un proceso de industrialización que duró hasta los años cincuenta. Este tipo de industria de “sustitución de importaciones” fue conducida por empresarios latinoamericanos, con medidas proteccionistas del Estado. La penetración a gran escala de corporaciones extranjeras y de bancos en los años sesenta significó sin embargo que las economías latinoamericanas fueron “desnacionalizadas”.

Los latinoamericanos argumentan que el subdesarrollo es estructural. Sus economías están distorsionadas por una “división internacional del trabajo” mantenida por corporaciones del mundo capitalista y por sus gobiernos y élites. No pueden organizar sus economías para satisfacer las necesidades básicas de la gente.

Creo que es posible dar el debido peso a ambas clases de factores —esto es, para entender el subdesarrollo como estructural— sin hacer de la dependencia el factor principal para explicar la prosperidad de las naciones industrializadas (véase, por ejemplo, Europe and the people without history por el antropólogo vuelto historiador, Eric R. Wolf).

 

Crisis económica

Novak tiene grandes elogios para Joseph Ramos, un economista que ha trabajado con las Naciones Unidas y que sirvió como consejero a los obispos latinoamericanos en su preparación para Puebla. Aunque reconoce la dependencia como un hecho, Ramos aduce varios elementos para calificarla. Primero, señala que la tasa de crecimiento económico anual de América Latina ha promediado más del 5% para treinta años, que sus industrias se han vuelto cada vez más sofisticadas y competitivas, y que las estadísticas muestran un aumento en el bienestar general (p. ej., de los años cuarenta a los setenta el promedio de vida aumentó de menos de cincuenta años a sesenta y dos).

Lo que hay que hacer ahora, según Ramos, es subir el estándar de vida de los más pobres. Dos de sus colegas han calculado que el 40% más bajo puede subirse por encima de la “línea de pobreza” (menos de 200 dólares al año de ingreso) con un gasto de 16 mil millones de dólares al año. Esa suma sería equivalente al 5% del PIB o 22% del actual gasto gubernamental (finales de los setenta). Desarrollando el mercado interno, esa redistribución favorecería a los intereses de los fabricantes nacionales.

Con todo lo racional que esa propuesta pueda parecer al considerarse en forma abstracta, ignora la forma en que el poder es usado por las élites latinoamericanas. Una redistribución verdadera del ingreso supone una redistribución del poder, lo cual es la esencia de la revolución.

Por su parte, Novak propone que América Latina tome nota del ejemplo de países asiáticos como Japón, Taiwan, Singapur, Hong Kong, Malasia y Corea del Sur. Ignora el hecho de que Japón cerró sus fronteras hasta que su propia industrialización estaba en marcha. En los albores de este siglo era un país industrializado, y en 1941 era lo suficientemente poderoso como para atreverse a atacar a Estados Unidos. Su recuperación de posguerra fue similar a la de Europa y no es aplicable directamente al Tercer Mundo. En Japón y en Taiwan, además, una reforma agraria impuesta apresuró la industrialización capitalista.

Sin negar la habilidad empresarial, la ingenuidad y el ahorro en los países citados por Novak, el hecho es que todos ellos son casos de economías de enclave, principalmente plataformas de exportación que ofrecen mano de obra barata en fases particulares de procesos internacionalizados de producción. En algunos casos los empresarios locales han extendido el proceso, por ejemplo en Corea, que ahora tiene su propia industria automotriz. Sin embargo, ese modelo es de aplicabilidad muy limitada. A mediados de los ochenta hay poca evidencia de que la economía mundial tenga sitio para más Taiwanes.

Finalmente, el panorama económico ha cambiado desde finales de los setenta, cuando Ramos elaboró sus optimistas suposiciones. Actualmente América Latina se encuentra en su peor crisis económica desde los años treinta. El servicio de la deuda externa (360 mil millones de dólares) consume el 40% de las exportaciones del continente. En algunos países, como Perú, los estándares de vida han retrocedido a los niveles de hace veinte años. Latinoamérica produce menos alimentos per cápita que hace cuarenta años. Estos y otros indicadores refuerzan el empuje básico de la crítica de la dependencia: que la pobreza latinoamericana es estructural y puede ser superada únicamente con cambios estructurales.

 

Cuba, ¿Un fracaso?

Para Novak como para otros, el argumento remacha el caso. Cuba, dicen, es una sociedad totalitaria, es dependiente de la Unión Soviética, y no se ha desempeñado bien económicamente. Intentos similares de los otros países latinoamericanos sólo empeorarían la situación.

La validez de la teología de la liberación no depende de una evaluación de Cuba. Los nuevos esfuerzos por su cambio básico no necesitan seguir el modelo cubano. Los latinoamericanos creen que pueden aprender de las experiencias de otros, incluyendo las de Cuba, y aun así producir modelos apropiados para sus propias circunstancias.

Cuba ha eliminado la espantosa pobreza que existía antes de la revolución. La población total de Cuba tiene una dieta adecuada, está apta para el trabajo y tiene acceso a servicios médicos y a la enseñanza. Eso no es real en ningún otro país latinoamericano. Los críticos ignoran o soslayan ese logro. En cambio, el hecho de que por doquier amplios sectores de la población, a menudo la mayoría, están desempleados o subempleados y no tienen una dieta adecuada o acceso a servicios médicos regulares se considera incidental.

Unos pocos indicadores estadísticos pueden sugerir que Cuba no es el “fracaso” que a menudo se supone. En el índice de “calidad física de vida” (un compuesto de mortalidad infantil, expectativas de vida y alfabetización) Cuba tiene 84 —en contraste con el promedio latinoamericano de 71 y el promedio de los países industrializados occidentales de 90. El único país latinoamericano que rebasa a Cuba es Argentina (85), que tiene el doble de ingreso per cápita que Cuba. Similarmente, aunque el promedio brasileño per cápita (702 dólares) es mayor que el de Cuba (598 dólares), el 80% más bajo de la sociedad cubana tiene un ingreso mayor.

¿Hay un intercambio entre algunos logros innegables en bienestar material y el sacrificio de libertades y derechos básicos? Nuevamente, el asunto se ve diferente según el punto de vista del observador. La libertad de prensa en Brasil contrasta con el monopolio gubernamental cubano. Y sin embargo, ¿qué beneficios reciben de la libertad de prensa la mayoría de los brasileños, especialmente los iletrados? En teoría, cualquiera puede publicar un periódico o pedir una licencia de televisión. En la práctica, los medios de comunicación están en manos de los ricos y presentan constantes imágenes de una sociedad de consumo que sólo pueden exasperar a la mayoría pobre. Aun admitiendo los peligros y patologías de un Estado unipartidista, ¿no es al menos concebible que —cuando se le considera desde el punto de vista de los pobres— el sistema cubano, con sus formas de participación local es al menos tan responsable y democrático como el sistema político brasileño? ¿Qué tan “democrática” es una sociedad en la que todos los mecanismos están en su sitio —partidos, elecciones, Congreso— pero no se permiten propuestas serias para una reforma en la agenda?

Estas consideraciones no responden en absoluto a todas las objeciones a la teología de la liberación en los campos económico o político, pero indican simplemente que no considero esas objeciones como inobjetables.

 

La “Carta Ratzinger”

Como se hizo notar en el capítulo 6, el ataque sistemático a la teología de la liberación dentro de la Iglesia comenzó alrededor de 1972. Sería simplista suponer que esta oposición es reflejo de una alianza entre obispos y oligarcas. La teología de la liberación desafía la comprensión global que de sí misma tiene la Iglesia, así como el papel individual que deben desempeñar sus líderes. Sin embargo ese desafío no proviene de un ataque directo a la Iglesia o a su doctrina. En realidad, en expresión doctrinaria los teólogos latinoamericanos de la liberación son más conservadores que muchos católicos liberales de Europa y de Estados Unidos. El desafío proviene de una forma de hacer teología en la que el punto de partida es la situación de los pobres.

La llamada “Carta Ratzinger” (“Instrucción sobre ciertos aspectos de la teología de la liberación”, publicada en agosto de 1984) es un compendio de las principales objeciones sobre la teología de la liberación desde un punto de vista eclesiástico. En otro tiempo teólogo progresista, Ratzinger estuvo activo en la preparación del Vaticano II. Durante el periodo posconciliar aparentemente llegó a la conclusión de que los asuntos se habían escapado de las manos y que debía reafirmarse la autoridad de la Iglesia.

La primera mitad del documento de siete mil palabras trata consideraciones generales sobre la liberación, la Biblia y la autoridad de la Iglesia, mientras que la segunda parte está dirigida a criticar el análisis marxista, el uso de la violencia, el concepto de la Iglesia, y el tipo de hermenéutica usada en la teología de la liberación. Las palabras iniciales son “El Evangelio de Jesucristo es un mensaje de libertad y una fuerza de liberación. En años recientes esta verdad esencial se ha convertido en el objeto de la reflexión de los teólogos, con un nuevo tipo de atención que en sí misma está llena de promesas.” La finalidad de la carta es prestar atención “a las desviaciones y al peligro de las desviaciones [...] que han sido provocadas por ciertas formas de teología de la liberación que usan, sin suficiente crítica, conceptos tomados de varias corrientes del pensamiento marxista.”

Ratzinger habla de “teologías” de la liberación —en otras palabras, en plural. Esta estratagema, que inició el obispo López Trujillo a principios de los setenta, implica que hay variedades aceptables e inaceptables de teología de la liberación. Ya que no se mencionan nombres, es imposible determinar cuál es verdaderamente considerada como aceptable. Los mismos teólogos —Gutiérrez, Segundo, Dussel, Sobrino, los Boff, Assmann, Ellacuría, Vidales, Comblin, Richard y Muñoz— pueden diferir en estilo y en enfoque, y pueden no estar de acuerdo en algunos asuntos, pero se refieren a la teología de la liberación en singular, ya que ven que sus propios esfuerzos apoyan lo que es esencialmente un proceso histórico simple. A primera vista puede suponerse que las “desviaciones” son obra de figuras menores, quizás de sacerdotes individuales arrastrados por la retórica. Sin embargo, el hecho de que la Congregación de Ratzinger convocara tanto a Gutiérrez como a Leonardo Boff a Roma podría indicar otra cosa. Si las figuras centrales se han “desviado”, uno se queda pensando quiénes son los teólogos de la liberación aceptables.

En un párrafo anterior Ratzinger afirma que “liberación es ante todo y sobre todo liberación de la radical esclavitud del pecado [...] Como lógica consecuencia, demanda la libertad de diferentes tipos de esclavitud en las esferas cultural, económica, social y política, todas las cuales se derivan finalmente del pecado.” El problema, según el documento, es que algunos ponen un énfasis unilateral en la “liberación de la esclavitud de un tipo temporal y terreno” y “parecen colocar la liberación del pecado en segundo lugar”. Este pasaje es una clara expresión del “dualismo” tan a menudo criticado por los teólogos latinoamericanos. En otra parte el documento declara:

Las estructuras, sean buenas o malas, son el resultado de los actos del hombre, y por lo tanto son consecuencias más que causas. La raíz del mal, entonces, está en personas libres y responsables que tienen que ser convertidas por la gracia de Jesucristo... [IV, 5]

Quizás la afirmación más radical de este dualismo aparece en un párrafo sobre los salmos: “Es únicamente de Dios de quien se puede esperar salvación y cura. Dios, y no el hombre, tiene el poder para cambiar las situaciones de sufrimiento” (IV, 5).

Ratzinger acusa repetidamente a la teología de la liberación de un “reduccionismo” que ignora elementos básicos del cristianismo: de reducir el pecado a estructuras sociales, de hacer de la lucha por la justicia la esencia total de la salvación, de reducir el Evangelio a un evangelio meramente terrenal, de igualar la verdad con la praxis partidista, de negar “el carácter trascendental de la distinción entre bien y mal (IV, 15; VI, 4; VIII, 3-5; VIII, 9). Cuando los teólogos critican el dualismo están reflejando “inmanentismo histórico”. El crecimiento del Reino de Dios es identificado equivocadamente con liberación humana —“autorredención” por medio de lucha de clases.

En sus reacciones iniciales la mayoría de los teólogos latinoamericanos clamaron que el documento de Ratzinger no se aplicaba a ellos y que lo que describía era una caricatura de la teología de la liberación. En gran número de artículos hasta dieron la bienvenida al documento como contribución al diálogo y estuvieron de acuerdo en que la clase de posturas descritas por la instrucción merecían la censura. Juan Luis Segundo, sin embargo, estaba convencido de que el documento atacaba realmente la iniciativa de la misma teología latinoamericana. En respuesta publicó un pequeño libro, La teología y la Iglesia: una respuesta al cardenal Ratzinger y una advertencia a la Iglesia entera.

Segundo insiste en que un punto crucial de controversia es la naturaleza de la actividad humana. Como se señaló en el capítulo 5, la teología de la liberación insiste en que no hay dos historias, profana y sagrada, sino sólo una historia humana, la cual es una historia de salvación. Segundo señala varios textos del Vaticano II y un pasaje evangélico clave en Mateo 25, la parábola de Jesús sobre el juicio final (“Tuve hambre y me disteis de comer”). La implicación es que la gente se salva por lo que hace por los demás, independientemente de lo explícitamente “religiosas” que sean sus intenciones.

Para reforzar su caso, Segundo recuerda que el papa Paulo VI, al clausurar el Concilio, preguntó retóricamente si éste no se había “desviado” al aceptar las antropocéntricas posiciones de la cultura moderna”. El Papa replicó inmediatamente: “Desviado, no; cambiado de dirección, sí” e insistió en la “unión íntima [...] entre los valores humanos y temporales [...] y los valores espirituales, religiosos y eternos”.

Segundo está diciendo en efecto que aquellos que, como Ratzinger, atacan la teología de la liberación, no se han dado cuenta de todo lo que implica lo declarado en el Vaticano II. Añade que si Ratzinger tiene razón, él (Segundo) está equivocado y ha estado equivocado durante veinticinco años —así como toda la generación pos Vaticano II de teólogos y obispos. Es inusitado —prácticamente sin precedente— que un teólogo latinoamericano se enrede en una polémica frontal con una figura mayor del Vaticano.

Tanto Ratzinger como Segundo pueden apoyar su posición con textos oficiales de la Iglesia. Lo que queda claro es que la enseñanza oficial católica sostiene ahora que hay una conexión muy estrecha entre salvación y esfuerzos para construir un mundo más humano. A pesar de las variaciones en terminología —¿es trabajar por la justicia una “dimensión constitutiva” de predicar el Evangelio o simplemente una “parte integral”?— la Iglesia católica ha aceptado un principio importante de la teología de la liberación. Segundo está llamando la atención sobre las implicaciones de la postura oficial.

 

Adónde conduce

Hacia el final de la primera mitad del documento, Ratzinger se refiere a un tipo de teología de la liberación que “propone una nueva interpretación tanto del contenido de la fe como de la existencia cristiana que se aparta seriamente de la fe de la Iglesia y, de hecho, constituye verdaderamente una negación práctica” (VI, 9).

La fraseología burocrática puede oscurecer la importancia de esta afirmación. El cardenal Ratzinger, el funcionario eclesiástico cuya responsabilidad es proteger la enseñanza de la Iglesia, está diciendo que la teología de la liberación no es ortodoxa. Atribuye sus errores, que afectan tanto a la enseñanza doctrinal como a la moral, a “conceptos tomados sin sentido crítico de la ideología marxista” y a hermenéutica bíblica “marcada por el racionalismo”. La nueva interpretación está “corrompiendo todo lo que había de auténtico en el cometido inicial en favor de los pobres”.

La segunda mitad del documento intenta mostrar las consecuencias de la teología de la liberación. Ratzinger toma el uso del análisis marxista, y la noción de praxis, y pasa a las consecuencias teológicas de ese análisis. También destaca la crítica que hace la teología de la liberación de la Iglesia y de su método de interpretación bíblica. Una sección-final titulada “Orientaciones” intenta presentar sugerencias positivas, pero de hecho vuelve al ataque. Muchos de los tópicos que utiliza Ratzinger ya han sido tratados en el curso de este libro.

De su advertencia sobre la apropiación “sin crítica” del marxismo, uno puede suponer que algunas formas de apropiación“con crítica” pueden ser aceptables, pero el tonó antimarxista absoluto del documento nulifica esa posibilidad.

La mayor parte del argumento de Ratzinger es más epistemológico que teológico —esto es, esta cuestionando el enfoque marxista para entender la realidad más que su impacto en la fe cristiana. Asegura que en “las ciencias humanas y sociales es conveniente estar atentos a toda la pluralidad de métodos y puntos de vista”, ya que la realidad es compleja. El marxismo, sin embargo, propone “esa visión global en la que los datos son reunidos en una estructura filosófica e ideológica, la cual predetermina la significación y la importancia que se les da [...] Así, no es posible una separación de las partes de este complejo epistemológico único. Si se trata de tomar sólo una parte, digamos, el análisis, se termina teniendo que aceptar toda la ideología” (VII, 6). Ratzinger parece intentar aquí invertir la cauta pero real aceptación de los cristianos que practican el “discernimiento” respecto al socialismo y al marxismo por parte del papa Paulo VI en su encíclica Octogesima Adveniens (1971).

Como el reduccionismo mencionado antes, esta convicción sobre la epistemología es central en el punto de vista de Ratzinger. Uno no puede meterse ni un poco en el oleaje sin ser envuelto y arrastrado por la marea.

Este “concepto que todo lo abarca” tiene serias consecuencias para la ética. En la lógica del pensamiento marxista, el análisis es “inseparable de la praxis y de la concepción de la historia a la que está ligada la praxis”. Sólo comprometiéndose como partidario en la lucha puede uno sacar adelante este análisis correctamente. “No hay la verdad, que ellos los marxistas pretenden, excepto en y a través de ‘la praxis partidista.” Esto significa lucha de clases, que es “la ley fundamental de la historia”. Ya que la sociedad está basada en la violencia, el único recurso es la “contraviolencia de la revolución”. Al entrar a la lucha, que es en sí misma “una ley objetiva y necesaria” uno “‘hace’ la verdad”. No hay lugar para apelar a la motivación ética. En realidad,

la verdadera naturaleza de la ética es radicalmente puesta en duda a causa de lo que estas tesis toman del marxismo. De hecho, es el carácter trascendente de la distinción entre bien y mal, el principio de moralidad, el que es negado implícitamente en la perspectiva de la lucha de clases (VIII, 9).

Al hablar de las consecuencias teológicas de apropiarse ideas del marxismo, Ratzinger nuevamente advierte que “estamos encarando [...] un sistema real, aun cuando algunos dudan sobre seguir la lógica de su conclusión”. Al negar “la distinción entre la historia de la salvación y la historia profana”, la teología de la liberación tiende a “identificar el Reino de Dios y su crecimiento con el movimiento de liberación humana”. La historia se vuelve “un proceso de autorredención del hombre por medio de la lucha de clases”. La fe, la esperanza y la caridad “reciben un nuevo significado [...] ‘fidelidad a la historia’ [...]” La teología de la liberación sostiene que es una ilusión suponer que uno puede amar a sus enemigos de clase. El amor universal podrá ser posible únicamente después de la revolución [IX, 1, 3, 5, 7].

El concepto de la Iglesia también queda bajo fuego. Aquí Ratzinger dice que la teología de la liberación cuestiona si los cristianos que pertenecen a diferentes clases sociales deben compartir la misma eucaristía. Para Ratzinger este ejemplo parece resumir lo que es objetable, ya que lo menciona en otros dos pasajes. El reduccionismo de la teología de la liberación retira el misterio de la Iglesia, haciéndolo simplemente “una realidad interior a la historia”. También hace “una desastrosa confusión entre el pobre de las Escrituras y el proletario de Marx”. La “Iglesia de los pobres” en realidad significa una Iglesia de clases.

En su crítica de la Iglesia los teólogos de la liberación se dice que cuestionan no simplemente el comportamiento de sus pastores, sino la “estructura sacramental y jerárquica de la Iglesia, que fue voluntad del Señor mismo”. Los obispos son considerados como “objetivos representantes de la clase dirigente”. Se dice que los teólogos sostienen que los líderes de la Iglesia “tienen sus orígenes en el pueblo, el que por lo tanto designa ministros de su elección de acuerdo con las necesidades de su misión revolucionaria histórica”. Esta noción de ministros que tienen su origen en el pueblo alude claramente a una teología protestante del ministerio. Probablemente Ratzinger tiene en mente a Leonardo Boff, ya que es él quien ha escrito más directamente sobre las estructuras de la Iglesia.

A medida que Ratzinger empieza a desarrollar este argumento, vuelan rápidamente frases taquigráficas, llegando a un tono en crescendo: “mesianismo temporal”, “eucaristía de clases”, “interpretación reduccionista de la Biblia”, “las tesis más radicales de la exégesis racionalista” y credos tradicionales recibiendo “nuevos significados [...] lo cual es una negación de la fe de la Iglesia”.

Al terminar, Ratzinger advierte que el documento no debe tomarse como una especie de “aprobación [...] de aquellos que mantienen a los pobres en la miseria”. La gente de la Iglesia debe luchar por los derechos humanos, pero

esta batalla debe darse en formas congruentes con la dignidad humana. Es por ello por lo que el recurso sistemático y deliberado a la violencia ciega, sin importar el lado del que provenga, debe ser condenado. Confiar en los medios violentos con la esperanza de restaurar más justicia es convertirse en víctima de una ilusión fatal: la violencia engendra violencia y degrada al hombre. Se burla de la dignidad del hombre en la persona de las víctimas, y degrada esa misma dignidad en los que la practican.

Éste es su rechazo más explícito de la violencia revolucionaria, aunque la noción estaba implícita con anterioridad.

Aunque Ratzinger reconoce que las estructuras que “ocultan la pobreza [...] son ellas mismas formas de violencia”, asegura que es “sólo invocando al potencial moral de la persona y a la constante necesidad de conversión interior” como puede ser realmente benéfico cualquier cambio social. Ratzinger advierte contra las esperanzas ilusorias sobre la revolución:

Un hecho importante de nuestros tiempos debe atraer la reflexión de todos aquellos que quieren trabajar sinceramente por la verdadera liberación de sus hermanos. Millones de nuestros contemporáneos legítimamente ansían recobrar esas necesidades básicas de las que fueron privados por regímenes totalitarios y ateos que llegaron al poder por medios violentos y revolucionarios, precisamente en nombre de la liberación del pueblo. Esta vergüenza de nuestra época no puede ser ignorada: aunque declaran llevarles la libertad, estos regímenes mantienen a naciones enteras en condiciones de servidumbre que son indignas de la humanidad. Aquellos que, quizás inadvertidamente, se hacen cómplices de esclavitudes semejantes traicionan a los mismos pobres que quieren ayudar [XI, 10].

El tono algo condescendiente implica que los teólogos latinoamericanos necesitan una lección de historia de un europeo.

Ratzinger concluye con un relato más de lo que debe subrayarse: “la trascendencia y la gratuidad de la liberación en Jesucristo”, etc. Una frase resume mucho del juicio teológico contra la teología de la liberación:

Se necesita estar en guardia contra la politización de la existencia que, equivocando todo el significado del Reino de Dios y la trascendencia de la persona, empieza a sacralizar la política y traiciona la religión del pueblo en favor de los proyectos de revolución.

La crítica de Ratzinger es en sí misma un resumen muy condensado de más de doce años de críticas dentro de la Iglesia latinoamericana. Los lectores pueden juzgar si su descripción encaja en la teología de la liberación como ha sido presentada a lo largo de la presente obra, y verdaderamente que relación encuentran más adecuada. Mis observaciones en las siguientes páginas sólo prestarán atención a algunas debilidades en la posición de Ratzinger, cuando se observan desde la perspectiva de la teología de la liberación.

Ratzinger pinta un cuadro de teólogos de la liberación arrastrados por un sistema que todo lo abarca, e insiste, por el contrario, en que el criterio final de la verdad debe ser teológico. Su posición —que se encuentra frecuentemente en los documentos de la Iglesia— es que la fe le permite a uno elevarse sobre las ideologías. (Curiosamente, el ser estadounidense también parece elevarse sobre las ideologías. En los años cincuenta el sociólogo Daniel Bell proclamó el “fin de la ideología”) Los teólogos latinoamericanos son escépticos. La ideología está ya incluida en cualquier cultura, y en el lenguaje mismo. Juan Luis Segundo afirma explícitamente que Jesús, al compartir la condición humana, también adquirió los elementos ideológicos de su época, y están reflejados en el Nuevo Testamento. Para estar por encima de toda ideología uno tendría que estar por encima de la condición humana.

En esta perspectiva, las alternativas no son si se usan o no elementos ideológicos, sino si se usan faltos de sentido criticó o con autocrítica. Así, un teólogo latinoamericano puede decir: “Sí, es verdad que ‘tomamos’ algunos elementos del marxismo, pero lo hacemos conscientemente y con sentido crítico. Eso es mejor que absorber inconscientemente los elementos ideológicos de la cultura capitalista occidental dominante, e imaginar que uno está por encima de la ideología.” Ni siquiera los funcionarios del Vaticano ni el papa pueden ponerse por encima de la ideología.

Un punto en el que simpatizo con Ratzinger es en su rechazo del carácter “científico” del marxismo. En parte, el problema es de terminología, ya que tanto las lenguas romance como las germánicas utilizan “ciencia” en un sentido más amplio del que se acostumbra en inglés. Aun dando lugar a una definición más amplia de “ciencia”, me siento incómodo con la noción de que el marxismo es una “ciencia de la historia” y que la ciencia social “burguesa” es realmente “precientífica”, como si Marx fuese (aunque no totalmente reconocido) el Copérnico de las ciencias sociales. No obstante, incluso esos teólogos de la liberación que hablan del marxismo como ciencia, reconocen explícitamente la necesidad de prestar atención a otras corrientes, y lo hacen en la práctica.

¿Aceptan los teólogos de la liberación al marxismo como un sistema que todo lo abarca, hasta la exclusión de otras fuentes de perspicacia y de conocimiento? Un examen simple de las fuentes citadas por Gutiérrez, Segundo, Boff, Dussel y otros indica que en efecto recurren a una gama de enfoques. Muchos de ellos, como Sobrino, citan principalmente a otros teólogos. Al discutir el uso que hace la teología de la liberación de la tradición marxista, Leonardo Boff menciona a Antonio Gramsci y a Louis Althusser en la misma frase, aun cuando éstos están casi en polos opuestos en la cuestión de cuán “humanista” o “antihumanista” era Marx mismo.

En realidad se puede concluir que los teólogos latinoamericanos, lejos de haber hecho una adaptación sistemática y coherente del marxismo, han hecho más bien un uso ecléctico de sus elementos, con poca atención para un sistema total coherente. Con pocas excepciones, no se han comprometido en una confrontación explícita y frontal con el marxismo. Afirmando uno puede escoger y rechazar, que aun usando el análisis marxista quedará uno cautivo de un sistema total con todas las consecuencias que enumera, Ratzinger está diciendo que él entiende mejor que ellos lo que están haciendo.

Nuevamente puedo compartir parcialmente con Ratzinger su rechazo de una noción de “praxis” que sostiene el compromiso partidario como la única fuente de verdad para todos los asuntos y en todos los tiempos. Aunque se pueden encontrar algunas de estas expresiones entre los entusiastas, no representan el punto de vista considerado de los teólogos de la liberación. Esto es, el comprometerse en la lucha de los pobres no puede sustituir al trabajo en teología propiamente. Clodovis Boff hace explícito ese punto en su obra sobre metodología, Teología e praxis. Sin embargo estoy inclinado a preguntar: ¿quién está más apto para entender la situación del campesino brasileño —en términos humanos, en análisis social, teológica y pastoralmente—, un individuo que supervisa una agencia de vigilancia doctrinal en el Vaticano, o un teólogo que enseña medio año en una universidad brasileña y pasa el otro medio año viajando por secciones sin caminos en la cuenca brasileña, como hace Clodovis Boff? En igualdad de circunstancias, uno supone que el contacto cara a cara de Boff con los campesinos y el compartir su vida haciendo su trabajo pastoral —su praxis— agudiza su propia conciencia, le proporciona un campo de prueba para su estudio de las ciencias sociales y para su teología misma, y le estimula para hacerse nuevas preguntas. En principio, claro está, puede no ser todo igual. Tomando un café express en una piazza romana, Ratzinger puede llegar a una penetración que se le escapa a Boff mientras camina por la selva con pies lastimados y picaduras de mosquitos infectadas. En el devenir ordinario de las cosas, sin embargo, la práctica pastoral de Boff deberá tener un impacto positivo en su trabajo intelectual.

Ratzinger evoca a otros que, quizás teniendo en mente guerrillas de sacerdotes, creen que la teología de la liberación va a dar fundamento a la violencia revolucionaria. De hecho, ningún teólogo ha escrito un libro sobre ese asunto. Ningún teólogo de la liberación ha proporcionado fundamentos teológicos para matar. Donde la muerte ha sido teologizada, en sus reflexiones sobre el martirio, el deseo es dar la vida por los otros, no tomar la vida de los otros.

La estructura del pensamiento de Ratzinger indica que considera que la violencia se debe a los extranjeros, incluyendo el personal de la Iglesia, quienes convencen a gente pobre inocente de que deben iniciar la lucha de clases. El hecho es que nadie puede inducir a la revolución —como descubrieron el Che Guevara y sus seguidores en Bolivia en 1967. Cuando la gente común se inclina por la violencia, es generalmente como último recurso y en su opinión es esencialmente autodefensa. En cualquier caso, no se deriva de la teología de la liberación.

Por casi veinte años algunos latinoamericanos han estado buscando una forma de no violencia activa apta para América Latina. Aunque admiran los ejemplos históricos de Gandhi, Martin Luther King y otros, están totalmente convencidos de que no pueden simplemente importar esas experiencias. El ganador del Premio Nóbel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, fue el primer secretario de todo el continente de una red de no violencia, ampliamente basada en la Iglesia, llamada Servicio, Justicia y Paz.

En 1984 el cardenal Arns de São Paulo escribió un memorándum al movimiento por la paz de Estados Unidos afirmando que la teología de la liberación es la “base ideológica” para la no violencia latinoamericana y preguntando cuál sería su equivalente en Estados Unidos. En otras palabras, contrariamente al estereotipo prevaleciente, el cardenal Arns considera que la teología de la liberación puede proporcionar la base para un compromiso explícito de no violencia.

Ratzinger afirma que el marxismo supone que la sociedad está “construida sobre la violencia”, ya sea la violencia del orden presente o la violencia revolucionaria. Segundo contraataca afirmando que uno no debe suponer que Estados Unidos o Francia están construidos sobre la violencia porque pasaron por revoluciones.

En Fe e ideologías Segundo desarrolla con considerable amplitud su idea de que la guerra de guerrillas y la reacción que provoca destruyen la “ecología” social de la sociedad. Por ecología quiere decir toda la serie de relaciones que existen entre los seres humanos y entre ellos y su medio ambiente. Su sobria discusión está lejos de cualquier forma de romanticismo sobre la violencia revolucionaria.

Como menciona Ratzinger con evidente disgusto, algunos teólogos de la liberación plantean cuestionamientos sobre la eucaristía en una sociedad clasista. Claramente, la primera generación de cristianos consideró a la eucaristía como una celebración de hermandad en el Señor. Pablo reprende a la comunidad de Corinto porque cuando se reúne hay divisiones y facciones y algunos parten hambrientos mientras que otros hasta se embriagan (1 Cor.: 11). Con el paso de los siglos la eucaristía tomó rasgos de pompa de corte imperial que oscureció el significado original de la Última Cena del Señor.

Imaginemos una misa celebrada en presencia de los generales y coroneles que comparten la responsabilidad por la tortura y muerte de cientos o hasta miles de civiles. O imaginemos una misa en una parroquia en un barrio rico de una ciudad capital, donde el promedio de ingreso per cápita es cincuenta veces el de los campesinos que forman la mitad más baja de la población. Si en tales casos la misa sirve para tranquilizar conciencias, ¿no está desmintiendo el simbolismo? Por otra parte, si un grupo de campesinos está creciendo en su sentido de solidaridad con los demás y en la responsabilidad con los otros, ¿no es comprensible que la eucaristía se sienta como una celebración entre hermanos y hermanas? Y si hay una celebración a través de las líneas clasistas, ¿no debería expresar una ansia por la igualdad fundamental? Los teólogos latinoamericanos no dicen que la celebración de la eucaristía debe suspenderse hasta que surja una nueva sociedad, sino simplemente que el respeto por la eucaristía demanda que su simbolismo no se niegue. Por la misma razón es incorrecto afirmar, como lo hace Ratzinger, que los teólogos de la liberación niegan la “sacra-mentalidad” de la Iglesia (véase el capítulo 10). Como demuestra este caso, están preocupados porque la Iglesia sea realmente un “sacramento” —esto es, una señal— de la presencia de Cristo en el mundo.

Al afirmar que la teología de la liberación cuestiona la naturaleza jerárquica de la Iglesia, sin duda Ratzinger quiere compararla con el tipo de reto planteado por teólogos europeos y estadounidenses, como el suizo Hans Küng. Los teólogos de la liberación, sin embargo, claramente han intentado distinguirse incluso de los teólogos “progresistas” europeos y estadounidenses. Una comparación puede ayudarnos. En su parte esencial, la crítica de Küng sobre la eclesiología católica romana prevaleciente llega a esto: por los escritos del Nuevo Testamento podemos ver que Jesús mismo no fundó una Iglesia, sino que más bien su vida y muerte (y por la fe, su resurrección) pusieron en marcha un movimiento que con el correr del tiempo adoptó formas cada vez más institucionales. Si las actuales formas del cargo eclesiástico, como los obispos y los sacerdotes, no derivan de Jesús mismo, hay lugar para otras variedades. Por ejemplo, no hay razones bíblicas para excluir a las mujeres de cualquier cargo eclesiástico. Similarmente, Küng y otros cuestionan la infalibilidad papal, diciendo que no tiene fundamento en las Escrituras y que está basada en un concepto inadecuado de la verdad.

Esa línea de pensamiento está amenazando claramente todo el sistema de la Iglesia romana, al menos tal como se le ve desde el Vaticano. Es comprensible que Roma pueda declarar que Küng ya no enseña la doctrina católica y prohíba a las instituciones católicas darle empleo. No obstante, muchos teólogos que enseñan en departamentos católicos de teología sostienen posturas semejantes.

Indudablemente muchos teólogos latinoamericanos están de acuerdo con el empuje de la crítica de Küng en el campo erudito. Sin embargo, se han contenido de enarbolar ese estandarte, y su propia eclesiología puede considerarse como doctrinalmente conservadora. Por ejemplo, en su libro en que contesta la instrucción de Ratzinger, Juan Luis Segundo acepta explícitamente la noción católica de un magisterium, esto es, la autoridad oficial de enseñanza concedida al papa y a los obispos. Parte de su argumento es que la autoridad de enseñanza del Vaticano II, que él considera estar siguiendo, es mayor que la del cargo de Ratzinger.

La crítica latinoamericana que se aproxima a la de Küng es la del libro de Leonardo Boff Iglesia: carisma y poder. No obstante, la preocupación primordial de Boff es que la Iglesia sea realmente una Iglesia de los pobres. A diferencia de la mayoría de sus colegas latinoamericanos, plantea el asunto de los derechos humanos dentro de la Iglesia. En un punto cita con gran extensión a un laico católico brasileño que hace un paralelo punto por punto entre los estilos de gobierno del Kremlin y del Vaticano (p. ej., el papa y el secretario general del Partido Comunista de la URSS, la curia romana y el Politburó). Su intención no es cuestionar el principio de autoridad jerárquica, sino criticar, desde el punto de vista del llamado del Evangelio para servir a los pobres, su forma de operar.

La Iglesia de Ratzinger es ampliamente jerárquica y clerical. Sus suposiciones de clase se vuelven asombrosamente transparentes cuando afirma que “la Iglesia precisa de gente competente desde un punto de vista científico y tecnológico, así como en la ciencia humana y política” para poner en vigor su “enseñanza social”, y después, en un párrafo adjunto asegura que la teología de la liberación está “popularizada” en las comunidades de base incapaces de ejercer algún “discernimiento” o “juicio crítico”. Bajo esta lógica, los pastores deben tomar su norma en los asuntos políticos de los expertos laicos (de clase media), pero deben enseñar “discernimiento” a los miembros (pobres) de las comunidades de base. Los teóricos sociales con los que no está de acuerdo Ratzinger son incompetentes ipso facto, y los pobres no tienen nada que enseñar al clero o a los privilegiados.

Más de una vez Ratzinger insiste en que sus críticas no deben confortar a aquellos que oprimen a los pobres, y brevemente denuncia las oligarquías, las dictaduras militares y la violación de los derechos humanos. Su posición es que los “corazones” deben ser convertidos antes de que cambien las estructuras; rechaza la posición opuesta que dice que las estructuras deben cambiarse primero, como materialista. Los teólogos de la liberación no creen que las estructuras deben ser cambiadas primero. Más bien su experiencia es que los “corazones” se convierten a medida que el pueblo se une en solidaridad para luchar por un mundo más justo.

La fórmula de Ratzinger para toda la sociedad es la “doctrina social” de la Iglesia. Esa doctrina, formulada en los escritos de los papas en décadas recientes, ha dado lugar a diversas interpretaciones y parece ambigua. En los años treinta la visión de Pío XII parecía tan cercana al corporativismo que los dictadores, como Getúlio Vargas de Brasil y Juan Domingo Perón de Argentina, pudieron invocarla. Más recientemente, los partidos democristianos han proclamado haberse inspirado en ella y han recibido apoyo directo e indirecto de los obispos, aunque han intentado insistir en su independencia de la jerarquía. Donald Dorr titula su historia de la doctrina social Option for the poor, mientras que Michael Novak, en Freedom with justice, considera que la misma doctrina señala hacia su propia visión de capitalismo democrático, aunque no necesariamente. ¿Tiene en mente la “doctrina social” un modelo particular de sociedad? Denuncia tanto al capitalismo como al socialismo en sus formas presentes. ¿Imagina una forma híbrida, o lógicamente conduce a alguna forma de anarquismo comunitario? Invocar la “doctrina social” de la Iglesia no termina en ninguna forma la discusión.

Desde el principio, la teología de la liberación ha sido polémica. Los teólogos le dedican una buena parte de su energía para responder a las objeciones, ya sean explícitas o implícitas. La discusión es más que académica, sin embargo, ya que están defendiendo la legitimidad del modelo liberador del trabajo pastoral. Tampoco la racionalidad sola acabará con la controversia. Tras los puntos particulares en discusión están mentalidades profundamente opuestas, exactamente igual que como se alinean oponentes y defensores de la “Guerra de las galaxias” según sus puntos de vista básicos sobre el mundo.

Cualquier resolución será encontrada en la práctica, ya que los cristianos latinoamericanos continúan luchando por una sociedad más justa y más humana.

 

Referencias

Críticas a la teología de la liberación: CELAM, Liberación: diálogos en el CELAM, Bogotá: Secretariado General del CELAM, 1974. Las contribuciones de López Trujillo, Poblete y Kloppenburg resumen las principales objeciones bastante bien. James V. Schall, ed., Liberation Theology in Latin America, (San Francisco: Ignatius Press, 1982), es también un buen resumen. Gerard Berghoef y Lester DeKoster, Liberation Theology: The Church’s Future Shock Explanation, Analysis, Critique, Alternative, proporciona una crítica evangelista. Michael Novak argumenta su posición en, “The Case Against Liberation Theology”, New York Times Magazine, 21 de octubre de 1984, pp. 5lss.; The Spirit of Democratic Capitalism, Nueva York: Simon & Schuster, 1982, esp. pp. 271-314; Freedom With Justice: Catholic Social Thought and Liberal Institutions, San Francisco: Harper & Row, 1984, esp. pp. 183-194.

Referencia a Wolf: Eric R. Wolf, Europe and the People Without History, Berkeley: University of California Press, 1982. Los ensayos de Ramos “Reflections on Gustavo Gutiérrez’s Theology of Liberation”, “Dependency and Development: An Attempt to Clarify the Issues”, “On the Prospects for Social Market Democracy —or Democratic Capitalism— in Latin America” y “Latin America: The End of Democratic Reformism?”, así como de Sergio Molina y Sebastián Piñera, “Extreme Poverty in Latin America”, se encuentran en Michael Novak, ed., Liberation South, Liberation North, Washington, D. C.: American Enterprise Institute, 1981. La cita de Novak de The Spirit of Democratic Capitalism, p. 278.

Índice sobre la calidad física de vida: Morris David Morris, Measuring the Condition of the World’s Poor: The Physical Quality of Life Index, Nueva York: Pergamon Press, 1979, esp. datos en pp. 180-132.

Sobre Cuba: Claes Brundenius, “Development Strategies and Basic Needs in Revolutionary Cuba”, en Claes Brundenius y Mats Lundhal, eds., Development Strategies and Basic Needs in Latin America: Challenges for the 1980s, Boulder, Colorado: Westview Press, 1982, p. 156. Para datos comparando Brasil, Perú y Cuba, véase cuadro en p. 156. Véase también Joseph Collins y Medea Benjamin, No Free Lunch: Food and Agricultural Policy in Cuba, San Francisco: Institute for Food and Development Policy, 1983.

Carta de Ratzinger: La Instrucción misma se puede encontrar en National Catholic Reporter, 21 de septiembre de 1984; las referencias siguen a los párrafos. Juan Luis Segundo, Theology and the Church: A Response to Cardinal Ratzinger and a Warning to the Whole Church, Minneapolis: Seabury-Winston, 1985.


 

13
Mirando hacia adelante

La futurología es una empresa imposible. Lo que es cierto sobre el futuro es que va a traernos sorpresas. Con ello en mente termino este libro con algunas observaciones modestas sobre otras implicaciones de la teología de la liberación.

En primer lugar, sin embargo, valdría la pena resumir el impacto que la teología de la liberación ha tenido ya durante los últimos veinte años. Muchos latinoamericanos han hallado en ella una clave para entender sus vidas y destinos en términos bíblicos. Encuentran un renovado sentido del significado del cristianismo. Muchos han sido asesinados por atreverse a seguir los dictados de su fe como ellos la entienden. Antes del trabajo intelectual de los teólogos está esta realidad de sufrimiento y lucha.

Una señal de que su trabajo intelectual está alcanzando madurez fue la publicación en 1985 de los primeros volúmenes de las series sobre Liberación y Teología. A principios de la década el teólogo chileno Sergio Torres y otros creyeron que era ya tiempo de presentar una recapitulación de teología latinoamericana similar a las obras enciclopédicas de teología clásica. Cerca de cuarenta teólogos, casi todos los que han publicado material significativo, han participado planeando reuniones y han aceptado responsabilidades de escritos. La mayor parte de los más de cincuenta volúmenes tienen coautores.

Los tópicos iniciales se agrupan en torno al título “Experiencia de Dios y lucha por la justicia”, y van seguidos por títulos relacionados con temas teológicos clásicos: revelación, Dios, Jesucristo, Espíritu, Trinidad, creación e historia, pecado y conversión, la Iglesia, sacramentos, María, etc. Otros volúmenes tratan cuestiones de política, derechos humanos, evangelización en una sociedad clasista, economía (incluyendo un volumen sobre los aspectos pastoral y teológico de la tierra), y grupos particulares: mujeres, indios y afro-americanos.

Queda por ver si esta obra abrirá nuevos caminos o si es principalmente una consolidación y codificación de un trabajo ya realizado. Por supuesto, también es muy posible que los teólogos latinoamericanos hayan alcanzado de hecho una especie de meseta y que tengan relativamente poco que decir en el futuro inmediato. Si ése es el caso, sospecho que se reflejará en la situación general de América Latina. Durante los años sesenta el cambio revolucionario parecía estar en camino; lo que realmente sucedió, sin embargo, fue la contrarrevolución, encarnada en las dictaduras militares de los años setenta. La mayoría de ellas han dado paso a gobiernos civiles, los que no obstante son incapaces de producir los cambios estructurales básicos que se necesitan. Por lo tanto, hay una especie de callejón sin salida. No sería sorprendente que la teología de la liberación reflejara esto.

Una pregunta obvia es el futuro de esta teología dentro de la Iglesia católica. Ciertamente, los intentos del Vaticano para poner riendas a teólogos como Boff y Gutiérrez indican seria tensión. No obstante, como he venido señalando en este libro, mucho de lo que es central en la teología de la liberación está conservado como reliquia dentro de la enseñanza oficial católica (Vaticano II, Medellín, los sínodos de obispos de 1971 y Puebla). Algunas posiciones parecen irreversibles: que hay una estrecha unión entre liberación y salvación; que la Iglesia debe optar por los pobres; que ninguna defensa de la libertad o de la civilización “cristiana” puede legitimar el asesinato de aquellos que se levantan para defender sus derechos; que el respeto total de los derechos humanos, incluyendo el derecho al trabajo y la comida, exigirán un nuevo tipo de sociedad —estas nociones y otras similares forman parte de la enseñanza oficial católica.

Algunos asuntos siguen siendo polémicos: el uso de categorías marxistas, el papel apropiado de la Iglesia en la esfera política, el sitio de las comunidades de base en la Iglesia como un todo. Esas cuestiones no pueden ser resueltas por una orden. Aun si, por ejemplo, las autoridades de la Iglesia continúan advirtiendo en contra del uso de categorías marxistas, los problemas subyacentes no se evaporarán. Un pequeño grupo de individuos seguirán teniendo riqueza y poder desproporcionados sobre el resto de la sociedad, ya sea que se llamen capitalistas o gentes de negocios, empresarios u oligarcas.

Las autoridades eclesiásticas pueden ser capaces de limitar el impacto de la teología de la liberación restando importancia a lo que se ha convertido ya en enseñanza oficial y calificándola con otro tipo de discurso (“comunión y participación” como opuesto a “liberación”). Más aún, una política congruente en el nombramiento de conservadores como obispos y que mantenga un rígido control sobre los seminarios puede asegurar que los sectores radicalizados del clero y de la jerarquía sigan siendo una minoría.

Sin embargo, mi intuición me dice que los mismos acontecimientos pueden muy bien sobrepasar esas estrategias. Muchos latinoamericanos creen que sus actuales luchas son nada menos que una “segunda independencia”: al luchar por la liberación están continuando el asunto inconcluso de sus orígenes como naciones. No obstante, la forma de esas luchas no puede determinarse de antemano. La revolución de Nicaragua puede inspirar a los brasileños, pero no proporciona un modelo para su propia obra de liberación.

No obstante el sentido de impasse, estos latinoamericanos están convencidos de que la historia está de su parte. Un genuino desarrollo en el actual orden mundial es imposible. La presente crisis, ejemplificada en la deuda externa, es tan sólo la manifestación de una crisis de largo alcance que se resolverá únicamente por medio de la lucha tanto dentro de sus propios países como internacionalmente. Esa lucha es económica, pero también es política, social y cultural.

Una analogía podría ayudarnos. Las mujeres en la Iglesia católica están exigiendo que termine el monopolio masculino del poder y la autoridad. Su exigencia por la igualdad se expresa en el movimiento para tener acceso al sacerdocio. En un nivel más profundo es una crítica de todo lo patriarcal de la Iglesia. Actualmente hay algo así como un consenso erudito de que no existen razones legítimas, escriturísticas o teológicas, para excluir a las mujeres de la ordenación. El Vaticano y los obispos, aunque hacen declaraciones ocasionales sobre el papel de la mujer en la Iglesia, se han rehusado tenazmente a considerar la ordenación. Sin embargo, el asunto no va a desaparecer, ya que el hecho es que cerca de la mitad de la Iglesia está constituida por mujeres. En realidad, las mujeres hacen considerablemente más de la mitad de la labor diaria de la Iglesia.

Las autoridades eclesiásticas pueden hacer declaraciones y tomar acciones disciplinarias, pero ni siquiera el papa puede negar por decreto que la vasta mayoría de los latinoamericanos sufre pobreza. Por lo tanto, los asuntos provocados por la teología de la liberación y feminista no van a desaparecer.

Desde esta perspectiva, la teología latinoamericana de la liberación —por importante que sea— es tan sólo un aspecto de un movimiento mayor: el surgimiento de los excluidos —mujeres, no blancos, los pobres— al escenario de la historia. Su destino está inseparablemente unido a ese movimiento más amplio.

La teología de la liberación está teniendo un impacto de rebote en Estados Unidos. En casi todo acto público de protesta por la política del país en Centroamérica, la mitad o más de los participantes se han comprometido a través de organizaciones eclesiásticas. Algunas de las iniciativas principales provienen de grupos religiosos. El empuje inicial fue el asesinato en marzo de 1980 del arzobispo Romero (que más tarde se reveló que había sido ejecutado por individuos que iban a convertirse en “contras” nicaragüenses), seguido por el secuestro y asesinato de las religiosas estadounidenses en diciembre de ese mismo año. Las iglesias han acogido refugiados centroamericanos que huyen de la violencia en sus países, la cual aumenta por la política norteamericana. Cuando el gobierno de Estados Unidos, haciendo caso omiso de la ley internacional de refugiados empezó a deportar refugiados centroamericanos, una iglesia en Tucson se declaró asilo público. Desde entonces, cerca de trescientas congregaciones en Estados Unidos, apoyadas por muchas más, se han declarado asilo. Como resultado, muchos norteamericanos han podido encontrase con salvadoreños y guatemaltecos y escuchar sus experiencias de primera mano. Cerca de dos mil personas han ido a Nicaragua en delegaciones de Witness for Peace (Testigos para la paz) para dar testimonio de no violencia a su oposición a la política de Estados Unidos. Personal de la Iglesia fueron también los organizadores principales de la Pledge of resistance (Compromiso de resistencia), una especie de movilización prioritaria de más de ochenta mil individuos listos para comprometerse en manifestaciones masivas y desobediencia civil en caso de una invasión norteamericana u otra escalada mayor en Centroamérica. En esos esfuerzos de solidaridad la gente encuentra que su propia fe religiosa se profundiza.

He descrito la teología de la liberación como

1. Una interpretación de la fe cristiana por el sufrimiento, la lucha y la esperanza por los pobres.

2. Una crítica teológica de la sociedad y de sus apuntalamientos ideológicos.

3. Una crítica de la práctica de la Iglesia y de los cristianos.

Esa clase de empeño ciertamente no está limitada a América Latina, como queda claro en el caso de las teologías feministas, negra y del Tercer Mundo. ¿Puede ocurrir algo similar dentro de la corriente principal de las iglesias norteamericanas? Como he sugerido, detrás de la implicación de las iglesias apoyando a los refugiados centroamericanos y oponiéndose a la política de Estados Unidos en Centroamérica, ya hay algo como una teología de la liberación actuando.

En verdad creo que las cartas pastorales de los obispos católicos norteamericanos sobre armas nucleares y sobre economía norteamericana pueden interpretarse como los equivalentes funcionales de los documentos de Medellín de 1968 en América Latina. Ciertamente, existen importantes diferencias. Los documentos de los obispos son el resultado de una consulta mucho más extensa e incorporan la experiencia de la generación católica posterior al Vaticano II.

Los obispos ven su carta sobre la paz como un punto de partida para una “teología de la paz” que consideran debe desarrollase. Esa teología se apoyaría en “estudios bíblicos, teología sistemática y moral, eclesiología, así como en la experiencia y las percepciones de miembros de la Iglesia que han luchado en varias formas para lograr y mantener la paz en esta era a menudo violenta”. Continúan afirmando que dicha teología deberá

fundamentar la tarea de la paz sólidamente en la visión bíblica del Reino de Dios, y después colocarla centralmente en el ministerio de la Iglesia. Debe precisar los obstáculos en el camino de la paz, como se entienden teológicamente y en las tiendas sociales y políticas. Debe identificar tanto las contribuciones especificas que puede hacer una comunidad en la fe para la obra de paz y relacionar éstas con la labor general por la paz proseguida por otros grupos e instituciones de la sociedad. Finalmente, una teología de la paz debe incluir un mensaje de esperanza.

Sustituyendo la palabra “liberación” por “paz”, daría una buena descripción de la teología que he estado delineando en este libro.

Muchos de los temas que destacan los obispos norteamericanos son centrales en la teología de la liberación: la unidad de la familia humana, la dignidad de cada individuo, la idolatría de la “búsqueda de poder irrestricto y el deseo de una enorme riqueza”. Los obispos declaran que “como individuos y como nación [...] estamos llamados a tomar una fundamental ‘opción por los pobres’,” y dicen que cualquier economía debe ser evaluada en términos de su impacto sobre los pobres.

No quiero decir cooptar a los obispos católicos para la teología de la liberación. Ellos declaran explícitamente que no intentan cuestionar el sistema económico de Estados Unidos como tal, sino simplemente señalar hacia áreas que requieren mayor desarrollo: un “nuevo experimento norteamericano” para extender la democracia hacia la esfera económica. Mucho de lo que dicen pide mayor desarrollo. Por ejemplo, pienso que es de incumbencia de la Iglesia el cuestionar seriamente el patológico antisovietismo que es endémico en la cultura norteamericana. Del mismo modo, pienso que es importante preguntarse cómo han coexistido pacíficamente las iglesias con armas nucleares desde 1945 hasta principios de los años ochenta y examinar los efectos culturales y sociales de ser ciudadanos de una super-potencia. ¿Hasta dónde, en otras palabras, hemos interiorizado nuestra posesión de armas nucleares que ya son parte de nuestra identidad y nos sentiríamos desnudos y desprotegidos sin ellas? ¿No hay una relación entre la posesión por parte de Estados Unidos del último adelanto en amenaza y su deseo de intimidar a las pequeñas y empobrecidas naciones centroamericanas? Creo que preguntas así tienen una dimensión religiosa y están implícitas en la clase de mayor desarrollo que piden los obispos.

Lo que quiero destacar más, sin embargo, es que veo una afinidad entre la teología de liberación latinoamericana y estas cartas pastorales. El hecho de que Michael Novak se sintiera llamado a publicar una crítica de la carta sobre armas nucleares que ocupó todo un número de National Review y que encabezó un comité laico para responder a la carta sobre economía, confirma mi intuición.

Las cartas pastorales, así como Medellín, Puebla y la teología de la liberación, son pues una respuesta a un profundo cuestionamiento en los creyentes cristianos: ¿qué implicación —si hay alguna— tiene la fe cristiana en los grandes retos sociales de finales del siglo XX?

Algunos creyentes sostienen que la religión es verdaderamente un asunto interno y no tiene impacto en el mundo público más amplio. Por su parte los evangelistas de la televisión no tienen dificultad para encontrar fundamentos teológicos para un virulento antisovietismo y un desbocado militarismo.

Pienso que es razonable esperar que en los próximos años la interpretación de la religión continuará debatiéndose en el ámbito público, tanto en América Latina como fuera de ella —en Estados Unidos y en Europa. Habrá un conflicto público sobre teologías en competencia, se llamen por ese nombre o no. Ese tipo de controversias continuará seguramente mientras la crisis subyacente siga sin resolverse.

 

Referencias

Cartas pastorales de los obispos estadounidenses: “The Challenge of Peace”, en Origins 13, núm. 1, 19 de mayo de 1983, p. 4. Segundo bosquejo de “Pastoral Letter on Catholic Social Teaching and the U. S. Economy”, 7 de octubre de 1985, par. 46, p. 14.

 

© Phillip Berryman. Liberation Theology. The Essential Facts About the Revolutionary Movement in Latin America and Beyond. New York: Pantheon Books, 1987. Edición digital autorizada para el Proyecto Ensayo Hispánico de la versión en español: Teología de la liberación. México: Siglo Veintiuno Editores, 1989. Esta versión digital se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes. Edición para Internet preparada por José Luis Gómez-Martínez con la colaboración de Béatrice de Thibault. Febrero de 2003.

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