LEVINAS Y LACAN: UN PUNTO DE CRUCE

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10-08-2003

Carmen  González Táboas

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Como la del psicoanalista  francés Jacques Lacan, la vida de Emmanuel Lévinas recorre el pasado siglo XX. Nacido en  Kovno (Lituania), muere en París. La Revolución rusa lo encontró en Ucrania. Su tarea filosófica comenzó en Alemania  junto al  último Husserl y al primer Heidegger. Más tarde, eligió un país, Francia, pero sobre todo, lo que eligió en él fue una lengua.

El niño formado en la tradición judía, que ha leído a los grandes novelistas rusos en lengua rusa,  deviene el filósofo que trabaja “en el cuadro de una tradición que pone la Torah en la base del mundo”.[1]  Se ha dicho que la reflexión de Lévinas trabaja en el corazón de la tensión entre Atenas y Jerusalén.

Platón había colocado la idea del Bien más allá del ser; por su parte, Lévinas situará “más allá de la esencia” la bondad y  el acto de juzgar -acto de hacer pasar la justicia-, posición que le permite cuestionar la del primer Heidegger, cuya ontología juzga dominada por la dialéctica del ser y de la nada. Pregunta Lévinas: “¿el único vicio del ser es la limitación y la nada?” ¿El mal es siempre  defecto, deficiencia, falta de ser, “es decir: nada”? 

No. El mal, para Lévinas, es aquello capaz de  reducir la subjetividad al elemento inerte. Contra el mal como atracción de la existencia anónima, propone una filosofía de la alteridad, capaz de revelar  lo patético,  de  captar la dimensión de la experiencia humana, que  permanece oculta  para  la incandescente luz de la ontología.  

Lévinas propone  la  experiencia metafísica del Otro  (anterior  a cualquier elección personal y a cualquier individuación)  en la que  el yo –si la acoge-  se verá intimado  a salir de su  egoismo ontológico para acceder  a la epifanía del rostro del Otro;  intimación que impone   deberes absolutos y no recíprocos hacia “el pobre, el huérfano y la viuda”.  Pero sucede que  a la hora de la  existencia  de ese yo en el mundo, con los otros, del lado de la sociedad humana en la que necesariamente habita, las cosas son muy diferentes. Entonces será necesaria la presencia del  Tercero, que tendrá que arbitrar   la medida, el cálculo, la comparación, la moderación, el sopesar propio  del juicio, y esto no por la fuerza de las cosas, sino porque la  justicia también precede, antecede a la experiencia, parece inseparable del Otro que intima el Mandamiento.

Sólo la justicia puede poner límite a la desmesura y a la desigualdad que es propia de la relación con el Otro rostro,  que pide de mí  lo que yo nunca podría exigir de los otros hacia mí.

 

El  Otro de la experiencia metafísica

Para Lévinas, las relaciones sociales no pueden ser tratadas en términos de lógica del género y la especie. “Son  el despliegue original de la relación que no se ofrece ya en la mirada que abarcarían estos términos, sino que se realiza desde el yo al Otro en el cara a cara”.[2] En efecto, la relación social se realiza en el ámbito de esa exterioridad o alteridad que no solo denuncia las ilusiones de lo subjetivo sino que “es verdadera en el rostro”.  Debe entenderse que la experiencia del rostro vá más lejos que la visión. Tanto menos distingo los rasgos visibles ofrecidos a mi mirada, tanto más veo el rostro del otro como rostro.

Sea quien fuere, el Otro hombre de la experiencia metafísica  es siempre indigente, su carencia y su inermidad me invitan a matarlo (se podría agregar: de cualquiera de las maneras que es posible darle muerte). Pero en su rostro se lee el mandamiento que a través de él se me dirige: “no matarás”. Encontrar el rostro es la  experiencia ética en el ámbito  de lo invisible.

La esencia del humano “no es una violencia que se parece a la mía,  pero opuesta a la mía, hostil y ya en conflicto conmigo en un mundo histórico en el que participamos en el mismo sistema. El  Otro (que me interpela en el rostro) detiene y paraliza mi violencia por su llamada que no hace violencia y que viene de lo alto”.[3] Esta dimensión de lo que viene “de lo alto”, en la que Lévinas insiste,  no  cesa  de evocar la sagrada  fuente testamentaria.

Sin embargo, si por un lado, gracias a la experiencia que me hace rehén del otro, soy obligado a trascender mi yo,  también  debo reconocerme como mí mismo.

De ese lado del sí mismo, Lévinas concibe una pasividad del goce en lo sensible, absoluta  pasividad sintiente. Como veremos en lo que sigue, no se encontrará, del lado del sintiente de Lévinas, el registro freudiano de una afirmación y de un rechazo originarios, para los cuales Freud acuñó el término de represión primaria.  Tampoco se encontrará   “una insondable decisión del ser”, como la que Lacan señala en  el consentimiento o en el rechazo del sujeto que allí se constituye,  a alienarse  al  discurso del Otro.

Para el psicoanálisis, haya consentimiento o rechazo, esta operación estructurante  implica una pérdida: lo que de sí se exilia fuera del discurso. El sujeto, como tal sustraído al Otro, separado del Otro, es, si puedo decirlo así, un sujeto en reserva, que podrá contar con su diferencia ante el peso aplastante que puede provenirle del Otro.

En Lévinas, en cambio, todo ocurre entre un yo rehén y un sí mismo que son la misma persona; un rehén del otro por el Mandamiento del Otro,  y un    mismo de pura sensibilidad, ambos (rehén y sí mismo, que coinciden en la misma persona) absolutamente pasivos. La justicia que salva al sujeto –sujeto absolutamente y para siempre (lo sepa o no) sujetado al Otro de la experiencia metafísica,  según  Lévinas-  no es menos trascendente, aún cuando más tarde se encarne en los aparatos de justicia.

Una vez que yo admita la experiencia metafísica que se me impone, le deje paso franco (ya que también puedo negarle el paso, pero solo  para  reducir  mi existencia a una abarcable  totalidad), la experiencia de la epifanía del rostro introduce la humanidad, me pone inmediatamente en una  relación con el ser  que es  irreductible a la fenomenalidad de un hecho. 

“La presencia del rostro –lo infinito del Otro- es indigencia, también presencia del Tercero (es decir, de toda la humanidad que nos mira) y mandato que manda mandar”.[4]        . 

Por esto la relación con el otro o discurso (subrayo) es, según Lévinas, no solamente el cuestionamiento de mi libertad, la llamada del Otro que me  convoca -desde antes y desde siempre-  a la responsabilidad, a despojarme de la  posesión que me atrapa en un mundo objetivo y común, sino que es también la predicación, la exhortación, la palabra profética”,[5] que tiene como correlato el Deseo metafísico hacia  lo absolutamente otro que yo mismo.

La verdadera vida está ausente de mí,  porque, gracias al  deseo, la encuentro cuando me dirijo hacia “la otra parte”, “el otro modo” y “lo otro”. El término de este movimiento se llama el Otro en sentido eminente. Este deseo es intransitivo; no deseo cosa alguna sino  el Otro rostro.

En Lacan también  encontramos la intransitividad del deseo del Otro -el Otro del que me vienen los significantes y, con ellos, las trazas del goce- en tanto  mi deseo es deseo, no de alguna cosa, sino de  su deseo. Porque   decir:  “El deseo del hombre es el deseo del Otro” me  permite una doble lectura: puedo leer allí que deseo al Otro, pero, además, puedo leer que lo que deseo es ser deseado por su deseo; dicho de otro modo, “hacerle falta”.

  “El Otro está allí como inconsciencia constituida, como tal, e interesa a mi deseo en la medida de lo que le falta y él no sabe. A nivel de lo que le falta y él no sabe me encuentro interesado de la manera más absorbente, porque no hay otro rodeo para mí que me permita encontrar lo que me falta como objeto de mi deseo”.[6]

En esa  fuerte  imbricación se puede vislumbrar el estatuto del  deseo sujetado al deseo del Otro,  a ese deseo de deseo que me deja en posición de objeto de su deseo; es que el  sujeto gozante que soy, bien  puede  quedar  encerrado y borrado de sí, capturado en  el deseo del deseo del  Otro. A menos que  encuentre en  la vía del  síntoma su rescate.

En Levinas  únicamente  soy rescatado por la justicia; me salvará el Tercero.

 

Una metafísica que sea una ética

El autor intentará darle una textura filosófica al problema, para lo cual  cree  necesario que la filosofía formule una escatología profética.  Más adelante diré porqué.

Lévinas observa que la filosofía griega redujo todas las diferencias a lo idéntico de una totalidad neutra. La ontología, como doctrina del ser, ejerció violencia sobre el ser y ha sido trasplantada a un humanismo contra el hombre,  pues éste se ha vuelto un manipulador del ser. 

Fue Heidegger quien dijo, en su Carta sobre el humanismo, que el hombre debía reencontrar la proximidad del ser:  “La palabra –el habla- es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensantes y los poetas son los vigilantes de esa morada”.[7] Lévinas le critica la idea  de que  el pensar se deja embargar por el ser;  y  contra ese poder de hechizamiento del ser,  mi casa  es el  rostro del otro,  en tanto  se me revela como rostro.

Dado que la ontología clásica  no le ha ahorrado a la humanidad los totalitarismos y que la historia de la ontología ha sido una historia de violencia, de marginación, de esclavitud y de segregación,  Heidegger  ha querido  sacar el foco del sujeto de la filosofía (sujeto cognoscente y dominador del objeto al que conoce) y hacer del ser el fundamento del ente. Sin embargo, para Lévinas, la destrucción iniciada por Heidegger no es suficiente; pues por el hecho de  invocar al ser reinstaura el centro mismo de la filosofía griega y neutraliza lo real.

A Ulises triunfante como figura del sujeto griego del conocimiento, manipulador del  ser –figura hegeliana de la  astucia de la razón-, Lévinas opone la figura de Abraham, aquél que se dejó   conducir por la Voz que lo arrancaba de  su tierra y de sus propios límites.

Abraham,  entonces,   encarna la docilidad del que se deja enseñar.

En este punto, no puedo menos  que preguntar: ¿fue la filosofía griega la que introdujo un pensamiento del ser tal que indujo la manipulación del ser? ¿O más bien los griegos, gracias a su extraordinaria lengua,  encontraron el camino de la filosofía, trazaron  su campo y en él llevaron al límite la potencia del universal, lo cual los condujo  a   sus paradojas y a  sus impasses?

La confianza en el universal –la lógica fálica- los condujo al cenit de la civilización, sostuvo su posición aristocrática, les cerró el camino de la Ciencia[8] y les permitió todas las proezas del arte.  Los Imperios orientales que precedieron a los griegos no los esperaron, por su parte, para poner en juego la potencia de creación, de reunificación y de segregación del significante amo en el discurso amo. Pero ellos no perduraron. Faltaba trasladar la potencia del significante a las operaciones del pensamiento filosófico extendidas  al terreno de la  política, dejarla expandirse y   amplificarse como lo que siempre había sido,  un aparato de goce. Pues no hay otro aparato de goce que el lenguaje. El discurso de la filosofía lo evidencia.  

El pueblo del libro, la descendencia de Abraham,  no testimoniaba  otra cosa.  

Pero  decir que el lenguaje es aparato de goce supone tomar al significante en su materialidad fónica, en su cara de signo,  más  acá  de la chispa metafórica y del deslizamiento metonímico;   supone ir más allá de los sentidos  del Otro, desgarrar el envolvimiento semántico, extraerle al lenguaje las resonancias de   lalengua,  el goce que no es sin los cuerpos.  Como veremos, Lévinas  busca  esas orillas;    lo  limitarán  sus propios términos.

 

Exhortación, predicación, palabra profética

Contra el peso de la sistematización hegeliana, Edmund Husserl se había aventurado en una  dirección diferente. El esfuerzo de la fenomenología, tendiente a rescatar la inmediatez del fenómeno sin abandonar el rigor de la filosofía, lo condujo a ese punto verdaderamente problemático que es  la conciencia. Las reducciones exigidas para obtener “la pureza” de la conciencia,  ese ejercicio de ir prescindiendo de  las condiciones existenciales contingentes de los sujetos y los objetos para obtener sujetos y objetos dignos de la trascendencia, es decir, a la altura de una  validez universal, solo podía tener un destino de aporía.[9] Problema retomado,  de distintos modos, por las diversas así llamadas “herejías fenomenológicas” que siguieron a Husserl.

Lévinas retoma el espíritu de la  filosofía husserliana, a la que devuelve al rango de método de toda  filosofía por el análisis intencional, destinado a restituir las nociones al horizonte de su aparecer. Ya en este marco, intenta sustraerse de la idea clásica del  sujeto; más allá de ser un subjectum, una sustancia sustrato de sus operaciones, el sujeto es imprevisible y pluriforme en sus manifestaciones.  Pero si  es sujeto, es por  estar sujetado.

¿Sujetado a qué? Como vimos,  según Levinas,  a una responsabilidad que es imposición del  Otro y que se le impone a quien no ha elegido antes.  El Otro  domina  así  su conciencia, porque le precede y es  lenguaje. La lucha, que nuestro autor entiende como su lucha contra la ontología, es a favor de la diferencia  absoluta que introduce la metafísica entendida como ética. ¿Qué quiere decir? Que  se quiere  una metafísica capaz de objetar  la universalidad del lenguaje; de herir, si fuera posible, esa mentirosa universalidad; de  hacerla sangrar  al nombrar lo que ella no nombra. 

Con  tal metafísica se intenta soltar amarras, alejarse de los márgenes de la ontología. Soltadas las amarras, la corriente fuerte de este anhelo conducirá  hacia la  escatología profética; si decir escatología es  introducir la dimensión de un juicio ético y final, para Lévinas este juicio es la perspectiva  a  la que estoy en todo momento sujetado.

 Lévinas sabe que el lenguaje común instituye un mundo; que nada en el uso cotidiano del lenguaje facilita vislumbrar que el propio lenguaje podría constituirse en medio de una experiencia que no es mundana, ni conceptual, ni ontológica. Es una experiencia sensible, dice Lévinas. Pero la pretensión de alejarse de la ontología no dispone de otros medios que los de la exhortación, la predicación, la palabra profética.[10]  De ahí se espera una palabra salvadora, en términos de diferencia absoluta:  la salvación viene de la revelación del rostro e implica  “hemorragia” de responsabilidad  hacia el Otro, solo  temperada por la justicia.

Ese Otro de Lévinas que precede y es lenguaje es el de la revelación judaica. En cambio, el Otro del psicoanálisis  debe revelar su  inconsistencia.

 

De la palabra profética al acto analítico

El deseo del analista no es el deseo particular del  sujeto que el analista es, sino una herramienta, una  función, “una relación del deseo con el deseo” (un deseo “que irá al encuentro del deseo inconsciente”)[11];  si se quiere,  una función matemática[12]  sin cuya operación el psicoanálisis no alcanza su real. Ese deseo es, -dado que el analista no entrometa su subjetividad-   precisamente, deseo que desea la diferencia absoluta;[13] deseo de alcanzar  en  los dichos del analizante los significantes que fijan el goce que no es necesario que haya.  Para el psicoanálisis, si bien necesariamente se entra  por la equivocación de un sujeto supuesto al saber,  la palabra salvadora no vendrá  del Otro sino de lalengua. 

Podemos coincidir con Lévinas en que solo una experiencia que no es mundana, ni conceptual ni ontológica, podría  agujerear la univocidad  universal del lenguaje, extraerle otra dimensión del saber que la filosofía tradicional no admite en su campo.

Pero el sujeto, “partido  como un pollo en dos mitades”, metaforiza Lacan,  por un lado, -el lado  de la alienación- no podrá escapar a la exhortación y  la palabra profética  del Otro, pues, cualquiera sea  su Otro, en tanto “legisla, aforiza, es oráculo”, lo dicho se habrá convertido en exhortación y profecía.  Pero por otro lado –el lado de la separación-  perdido para el Otro, el sujeto tendrá que arreglárselas  con su falta,  en el campo del goce.

La sensibilidad –cuyo mapa libidinal  traza  lalengua-  está  doblemente alienada por el lenguaje y por el narcisismo, sus estigmas constitutivos; y todo el problema es el de  reducir esa envoltura,  para que la sensiblidad esté finalmente  disponible.  La sesión analítica es el lugar de la experiencia ética en la que consiste esa reducción, a partir de una elección  del sujeto.  Contra la  fijeza de su pathos[14] (su goce), elige la  salida del letargo, un cambio de vida,  la salida de la indeterminación,  el rescate de un deseo tal vez ignorado.  

 No estamos ante una experiencia asegurada, sino vulnerable, expuesta, que puede fracasar.  El sujeto puede retirar su apuesta. El practicante (llamado analista)  está  solo frente a la eticidad de su acto, acto del que no debe considerarse definitivamente a la altura. Que invoque su  “experiencia  clínica” de poco le sirve donde debe operar por el acto analítico, que no es la acción de uno que supuestamente “sabe” sobre otro que “no sabe”.  Nada de eso.

Un acto, como tal, se sustrae de su captura en el universal; es el abrupto lógico de un decir que introduce un ahora;  que obstaculiza la indeterminación del pensamiento y la fijeza del goce. El acto es esencialmente certeza;  “triunfa al fallar el saber”.

Es cierto que a la hora de su acto el analista puede faltar; puede entrometer su propia falla, extraviarse en su  lógica, causar el impasse, desorientar la partida. Incluso anularla. El concepto lacaniano de Escuela  surge en  respuesta  a esta problemática del practicante y su formación.

Pero contraponer una experiencia “predicativa” o “exhortativa” a una experiencia que implica la apuesta al acto,  señala el salto que va de la filosofía al psicoanálisis. No es otro que el salto que va de una concepción a otra del hablanteser y de la experiencia que puede concernirlo;  de una  idea de la responsabilidad,  a la otra.   

El sujeto de Lévinas,  es un mandatario del Otro (de lo contrario  será  un yo  reducido a lo abarcable de su pensamiento). Su sujeción recuerda la  relación del judío observante a los preceptos. Pero también la  obligatoriedad  de  las reglas de exclusión  (por ejemplo, respecto a  la prohibición del  casamiento  con  personas  no judías).

Sin embargo, Lévinas no ha dejado de buscar y de reinventar esa dimensión de la experiencia que  él  quiere a toda costa  filosófica, y que irá  a buscar en la sensibilidad;  en los gestos y los surcos de una sensibilidad que no podría hallar entrada ni lugar en los  discursos formales. Lévinas  dice recoger la antigua lección de Sócrates, que enuncia así: “no recibir nada del Otro, sino lo que está en mí, como si desde toda la eternidad yo tuviera lo que me viene de afuera”.[15]

Si el texto que abordamos se retuerce, se enrarece y a cada paso presenta un nuevo  doblez,  no faltan los instantes en los que se ilumina, se acerca, toca, intuye, separa,  abre.  Bien vale la pena  acercarse a él  sin dejar de tomar en cuenta  sus  palabras  del  prefacio: “La investigación  filosófica  no responde a preguntas como si se tratase  de una entrevista, un oráculo o una sabiduría”.[16]



[1]  Rey, Jean-François,  Lévinas, le psasseur de justice, Paris,  Michalon, 1997,  p.18

[2] Levinas, Emmanuel, Totalidad e infinito,  Salamanca, Sígueme, 1999,  p. 294.

[3] Idem,  p. 295.

[4] Ibidem, p. 226

[5] Ibidem.

[6] Lacan, Jacques, Seminario 10, La Angustia, 14/11/62, Inédito.

[7] Heidegger, Martín, Carta sobre el humanismo,  Bs. As.,  Del 80, 1985,  p.65.

[8]  Al respecto puede bastar un ejemplo: “los griegos, para quienes la geometría (euclidea) era un regocijo y el álgebra un mal necesario, descartaron los números negativos”  (Kasner, Edward y Newman, James, Matemáticas e imaginación, Bs.As. Hyspamérica, 1985, p.101)  El ideal  de lo perfecto constituyó para los griegos un importante obstáculo.

[9] “Aporía” significa literalmente “sin camino”  o “camino  sin salida”;  también,  un escollo lógico insuperable.

[10] Levinas, Emmanuel,  Totalidad e infinito,  op. cit.,  p. 226.

[11] Lacan, Jacques, Seminario 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis,  Bs.As., Paidós,  1973,  p.243

[12] ¿Qué entender por función?  Una relación,  o correspondencia que se establece  entre cantidades o conjuntos o elementos de conjuntos.  Pero me interesa decir que hablar de función  (matemática) supone un pasaje a la escritura.  Decir función  implica  que algo se inscribe de cierta manera, en cierta relación que está más allá de los sujetos que la efectúan.  Supone una operación- un artificio.

[13] Lacan, Jacques, Seminario 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis,  op. cit.,  p.284.

[14] Pathos  es la palabra griega  para  la  perturbación del espíritu  (emoción,  afección,  pasión).

[15] Levinas, Emmanuel,  Totalidad e infinito, op. cit.,  p. 67.

[16] Idem, p. 55.

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