KANT Y LA DECADENCIA DE OCCIDENTE (*)

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

Víctor Frankl
enlace de origen

IMPRIMIR

 

Fue Nietzsche el que consideró a las figuras y a los temas de la Historia de la Filosofía desde un nuevo punto de vista: no ya como portadores de valores lógicos, valores de verdad, sino como portadores y expresiones de valores biológicos, es decir, como símbolos del estado evolutivo de la cultura en cuyo seno los filósofos respectivos nacieron, símbolos de ascensión o decadencia de la misma en sentido biológico, símbolos de juventud o vejez, de salud o enfermedad, del cuerpo nacional que los engendró. Para el filósofo alemán, el objeto preferido de tal interpretación fue Sócrates. En su obra de juventud «El nacimiento de la tragedia», intenta descifrar el misterio de «sentido y función» dentro de la evolución de la cultura griega de un pensador de rasgos tan descomunales, como lo fue Sócrates; lo comprende como «tipo de una forma de existencia inaudita antes de él», del hombre teórico que se caracterizaba por un defecto monstruoso, una «superfetación de la naturaleza lógica», bajo completa ausencia de toda disposición artística o místico-religiosa, defecto que constituye para Nietzsche una consecuencia, de un lado, de la imposibilidad del hombre innoble e intrínsecamente discordante para confiarse a sus instintos como guías de la vida –como lo hicieron hasta Sócrates todos los griegos auténticos– y del otro, de la necesidad de buscar en el saber, en la teoría, en los conceptos, guías nuevos, destruyendo con eso para siempre la belleza irracional y la seguridad natural de la vida griega. En el «Ecce Homo», Nietzsche menciona como uno de los descubrimientos decisivos de la obra «Nacimiento de la Tragedia», la comprensión del «Socratismo», diciendo: «Sócrates reconocido, por primera vez, como instrumento de la descomposición de los griegos, corno decadente típico». En «Ciencia y Sabiduría en litigio», afirma el pensador alemán que en Sócrates se realiza la «autodestrucción de los griegos», pues con él aparece en la vida griega el primer intento del individuo de hacerse absoluto fundándose sólo en su razón; de engendrarse a sí mismo por medio del acto intelectual, negando, implícitamente, toda ligazón a la tradición, a la vida natural instintiva y al mundo sobrenatural. En la «Voluntad de Poder», Nietzsche encuentra un «elemento mórbido» en Sócrates, revelado por su excesivo abandono a la moral racional, pues el moralismo constituye siempre un indicio de inseguridad vital, de un trastorno de la salud de los instintos. Y en el «Crepúsculo de los Ídolos» confiesa Nietzsche que la «irreverencia de reconocer en los grandes sabios tipos de decadencia», se le había impuesto «primero ante el caso de Sócrates: reconocí a Sócrates y a Platón como síntomas de la decadencia, como instrumentos de la descomposición de los griegos, como pseudo-griegos, como anti-griegos...»{1}

Esta interpretación biosociológica de los hechos de la Historia de la Filosofía fue sistematizada por Oswald Spengler en su gran obra «La Decadencia de Occidente», que contiene un capítulo especial dedicado a la «Morfología de la Historia de la Filosofía»;{2} y en esta obra encontramos también el intento –que nos interesa en primer lugar, en relación directa con nuestro tema– de poner a Kant en su lugar en la evolución orgánica de la cultura occidental. Como es sabido, Spengler elimina «la» historia –es decir, la idea de un proceso único que conduciría, según la concepción religiosa tradicional, desde la creación y la caída del hombre hasta el último juicio y el final del mundo, y según la idea de la Ilustración (mera secularización de aquella tradición), desde la época de la Primitividad, a través de la Antigüedad, el Medio Evo y la Modernidad, hasta la altura de la racionalidad contemporánea– y la sustituye, en el sentido de Vico y Herder, por una multitud de «historias», de evoluciones culturales paralelas y mutuamente independientes, cada una de las cuales consiste en un despliegue orgánico (nacimiento, florecimiento y muerte) de un «alma cultural», la que revela su carácter específico, así como la edad evolutiva de cada momento de su realización vital, en todos los niveles de la existencia social, en política y economía, ciencia y arte, filosofía y religión; por eso no hay, según esta concepción spengleriana, ni categorías universales del pensamiento, ni formas generales en política o economía, ni valores de verdad, de justicia, de belleza, de santidad, que fuesen valederos en todas las culturas o civilizaciones, sino que en cada una de éstas se producen las expresiones del espíritu según un principio estructural diferente, es decir, según el carácter especial del «alma» de la cultura respectiva, y según la estructura de la «edad» biológica en que tal expresión se realiza. Por consiguiente, «no hay filosofía en general. Cada cultura tiene su propia filosofía, que es una parte de su expresión simbólica».{3} Las «verdades» que creen haber alcanzado los filósofos de las diferentes culturas, no tienen ningún valor objetivo y, por consiguiente, universal, ningún valor de conocimiento de realidades, sino solamente un «valor de expresión» respecto del «alma cultural» en cuestión, constituyendo tales «verdades» una revelación del carácter de esta alma y del grado de su madurez evolutiva alcanzada en el momento de la «expresión» respectiva. Pero a pesar del carácter absolutamente individual de cada «alma cultural» y, por consiguiente, de todas sus manifestaciones históricas, existe una estricta analogía formal-estructural entre los procesos evolutivos de estas almas y sus materializaciones: todas las culturas pasan por las mismas etapas de evolución orgánica, las cuales se dividen, en último término, en dos épocas cualitativamente antitéticas, llamadas por Spengler «cultura» y «civilización», correspondiendo la primera a los tiempos de juventud y madurez, la segunda a los de vejez y descomposición de los círculos culturales. Con imágenes sugestivas caracteriza Spengler el contraste íntimo entre estas dos épocas, interpretándolo como la diferencia entre un «organismo interno» y un «mecanismo externo», un «cuerpo vivo» y una «momia», un «organismo nacido del paisaje» y un «mecanismo producto del anquilosamiento», el «alma» y el «intelecto».{4} La Historia de la Filosofía (que existe, como unidad evolutiva real, sólo dentro de un círculo cultural cerrado, y no en una supuesta «Historia universal» que para Spengler constituye una mera abstracción, una palabra vacía) corresponde, naturalmente, en toda su estructura, en su articulación según épocas, a los ciclos orgánicos de la evolución de los cuerpos culturales en cuyo interior se despliega. Pero así como las evoluciones de todos los círculos culturales, a pesar de las diferencias íntimas entre sus «almas», muestran una perfecta analogía estructural, de la misma manera todas las «Historias de la Filosofía» (cada una de las cuales corresponde, en su orientación específica, al «carácter» del «alma cultural» que la produjo) tienen que pasar por las mismas épocas evolutivas, ostentando, por consiguiente, un acabado paralelismo de las líneas principales de su proceso histórico. Todas las «Historias de la Filosofía» se dividen, según Spengler, en tres épocas, perteneciendo las dos primeras al período ascensional de la «cultura», la tercera al período de decadencia, o sea, a la «civilización». La primera época abarca la filosofía de orientación metafísica-cósmica, una filosofía íntimamente afín a la religión y creada por sacerdotes. En la segunda época se despliega una filosofía racionalista, orientada esencialmente hacia el problema del conocimiento, separada de la religión y creada por hombres de mundo, pero en su afán metafísico-teórico semejante a la filosofía de la primera época (siendo la orientación a la vez teórica y metafísica de la filosofía, para Spengler, directamente el sello de su pertenencia a la época ascendente de la «cultura»). La tercera época de la filosofía corresponde a la «civilización», es decir, a la decadencia; y como ésta se caracteriza, espiritualmente, por la pérdida del contacto del hombre con la naturaleza y con el mundo sobrenatural y, por tanto, por el sentimiento de una profunda inseguridad vital, y materialmente por la concentración de la existencia social en las grandes ciudades artificiales, la filosofía de este período abandona la orientación teórica y metafísica, sustituyéndola por la consagración exclusiva al problema ético, o sea, al problema de la conducción racional de la vida individual y social, a causa, precisamente, de la pérdida de la seguridad instintiva del hombre de épocas anteriores.{5} El tránsito desde la visión teórica, metafísico-cósmica, propia de las épocas de la «cultura», hacia la concepción ético-práctica de la filosofía, típica de la «civilización», se produce, según Spengler, en el mundo occidental-cristiano (la cultura «faústica», según su terminología) alrededor del año 1800: «Antes es la vida en toda su plenitud y evidencia, vida cuya forma brota de dentro, en un único y poderoso trazo, desde los días infantiles del goticismo hasta Goethe y Napoleón. Después es la vida rezagada, artificial, desarraigada, de nuestras grandes urbes, cuyas formas dibuja el intelecto.»{6} Kant pertenece aún a la sublime cadena de los «grandes maestros del barroco, Shakespeare, Bach, Kant, Goethe»;{7} con él termina, dentro del círculo de la cultura faústica, el movimiento racionalista-escolástico, como con Goethe el movimiento místico, siguiendo a ellos inmediatamente la pseudo-filosofía ética-antimetafísica de la «civilización». El signo de la pertenencia de Kant a la época de la «cultura» lo constituye, precisamente, el carácter metafísico de su sistema, el cual abarca la Ética como mero anexo; sólo después de Kant, en las filosofías del siglo XIX, se desplazará el centro de gravedad hacia la Ética, identificándose el filosofar con la especulación sobre el problema práctico-moral de la conducción de la vida, individual y social. En el mundo antiguo-clásico (llamado por Spengler: «cultura apolínea») corresponde a la posición de Kant y Goethe, como términos finales de la trayectoria creadora de la «cultura» en sentido propio, la posición de Aristóteles y Platón; después de ellos sobreviene la filosofía meramente práctica de los Estoicos y Epicúreos. Por eso, Spengler puede decir: «Todavía en Kant y en Platón la ética es simple dialéctica, juego de conceptos, redondeamiento de un sistema metafísico. En último término, hubiérase podido prescindir de ella. Ya esto no puede decirse a partir de Zenón y de Schopenhauer. Ahora hay que buscar, hay que inventar, hay que extraer, para servir de regla a la realidad, algo que el instinto ya no garantiza».{8} «La filosofía hasta Kant, Aristóteles y las doctrinas Yoga y Vedanta, ha sido una serie de poderosos sistemas cósmicos en que la ética formal ocupaba un lugar modesto. Pero ahora la filosofía se convierte en filosofía moral, con un fondo de metafísica.»{9} O en otro pasaje: «En el período metafísico se manifiesta la vida; el período eticista toma la vida como objeto. Aquél es teórico, contemplativo en el sentido más elevado de esta palabra; éste, por necesidad, es práctico. Todavía el sistema de Kant es intuitivo en sus grandes líneas y sólo posteriormente recibe una ordenación y fórmula de carácter lógico, sistemático... En realidad, para Kant, la razón pura, no la práctica, es todavía el centro de la creación filosófica. De la misma manera se divide la filosofía antigua antes y después de Aristóteles. Antes es una grandiosa concepción del cosmos, apenas enriquecida por una ética formal; después es la ética misma..., asentada sobre la base de una metafísica vacilante e insegura.»{10} Pero Kant revela también su posición al término de la época ascensional, o sea, de la «cultura», y en el momento de transición hacia la «civilización», por la falta de un contacto creador con la gran ciencia metafísica-simbólica por excelencia, la matemática. «Ya Kant es, como matemático, insignificante. Ni penetró en las últimas finezas del cálculo infinitesimal de entonces, ni se apropió la axiomática leibniziana. En esto se parece a su ‘correspondiente’, a Aristóteles. A partir de ahora ningún filósofo cuenta ya en la ciencia matemática... Desde entonces no sólo no hay ya tectonismo en los sistemas, sino que falta eso que pudiéramos llamar el gran estilo del pensamiento.»{11}

Innegablemente, esta interpretación histórico-filosófica y biosociológica de la obra de Kant es interesante, en su contenido material como en su fundamento formal. Sobre el primero, es decir, la interpretación de Kant como pensador esencialmente metafísico, afín a la orientación cósmica de los grandes pensadores del barroco, heredero de la escolástica gótica y «coetáneo» de Aristóteles, bajo reducción de su filosofía práctica a un anexo insignificante, se podría largamente discutir; expondremos nuestra propia opinión sobre este tema –muy diferente de la de Spengler– en la segunda parte de este ensayo. Un valor mucho mayor tiene el fundamento formal de la concepción de Spengler, la comprensión de los sistemas filosóficos como «gestos vitales», como expresiones simbólicas de la vida subyacente en su estado de ascensión o decadencia, y la correspondiente clasificación de las filosofías según su lugar en las épocas evolutivas de las culturas. La autoconciencia de Spengler de haber descubierto o creado la historia de la filosofía en su sentido verdadero («nadie sabe hoy lo que es historia de la filosofía y lo que debiera ser»),{12} no es enteramente injustificada. Pero reconociendo el derecho y el buen sentido de la interpretación biosociológica de la historia de la filosofía, tenemos que someter esta interpretación a una severa crítica en lo que respecta a su orientación relativista. Spengler no reconoce que la afirmación de la dependencia causal de un sistema filosófico con respecto a una estructura social-vital no compromete en nada la cuestión del valor teórico-lógico, del valor de «verdad»; según una acertada distinción del más importante representante de la Sociología del saber, Karl Mannheim, el método «ideológico» de considerar una obra del espíritu –es decir, la investigación de los valores propios del género de obra respectiva, o sea, tratándose de un sistema de filosofía, la investigación del valor de «verdad»– es enteramente diferente e independiente del método «sociológico», es decir, de una investigación de las ligazones que unen esta obra con una situación histórico-social concreta; pero los dos métodos pueden colaborar en la dilucidación científica de un sistema de filosofía, mostrando, por ejemplo, que precisamente cierta situación histórica, cierta estructura vital-social, cierto momento en la evolución orgánica de una cultura, prestan el pedestal o punto visual mejores para ver ciertas realidades o verdades, invisibles desde otras situaciones histórico-sociales.»{13}

Apliquemos estos conceptos a la obra de Kant, considerándola, en primer término, en el sentido del segundo método, el «sociológico», es decir, confrontándola con el fenómeno tan comentado de la «Decadencia de Occidente», y poniendo en segunda línea la dilucidación de aquella obra según la lógica del otro método, el «ideológico», dirigido hacia el problema del «valor de verdad» de la obra filosófica respectiva. Preguntémonos ante todo: ¿en qué consiste este fenómeno de la «Decadencia de Occidente»? ¿Y qué grado de verdad objetiva abarca este concepto tan discutido? También en el caso de no estar conforme con la interpretación metafísica de la historia, dada por Spengler, el observador del curso de la evolución del Occidente puede reconocer que desde fines del siglo XIII se produce una profunda transformación en las esferas social y cultural (la cual encuentra su paralelo en una análoga transformación de la civilización antiguo-clásica desde el siglo V en Grecia, y el siglo III en Roma): la densa sociabilidad y la articulación orgánico-natural de la convivencia humana del Medio Evo, ceden el puesto a una creciente individualización e intelectualización de la vida social y cultural; la omnipresencia de lo sobrenatural y de lo natural en la existencia humana, que caracteriza el Medio Evo, es sustituida por una separación más y más profunda del hombre respecto a la fuente divina y telúrica de la vida; el carácter instintivo y el empuje orgánico del ser humano, tan típicos del Medio Evo, y que se revelan en éste en forma de una completa unidad o íntima interpenetración de las esferas sentimental-volitiva e intelectual en el hombre, con la subsiguiente posibilidad de una belleza armónica verdaderamente clásica de alma y cuerpo, ceden su sitio a una disociación creciente de los elementos constitutivos del ser humano, intelecto, voluntad y sentimiento, resultando, en la época moderna, un intelecto desalmado y una vida volitiva sin iluminación espiritual.{14} Este camino evolutivo del hombre, de la sociedad y de la cultura, que conduce desde la Edad Media hacia las épocas moderna y contemporánea, puede ser interpretada muy bien por medio del concepto biológico como un proceso progresivo de maduración, envejecimiento y decadencia, porque conocemos en todos sus detalles un proceso análogo –el de la decadencia de la cultura antigua– que condujo por los mismos grados evolutivos a la completa descomposición física y psíquica del cuerpo social, con todos los síntomas vitales y espirituales concomitantes, y porque, además, en todas las culturas que conocemos más íntimamente los rasgos indicados de la vida moderna y contemporánea aparecen después de los de la vida medieval, revelando la presencia de cierta regularidad que podemos interpretar difícilmente de otra manera que por medio del concepto biológico del envejecimiento natural. Para alcanzar una claridad mayor en la descripción del fenómeno de la «Decadencia de Occidente», invocamos también la famosa dualidad de conceptos, acuñada por el gran sociólogo alemán Ferdinand Toennies y pensada por él en el sentido de una polaridad evolutiva incontrovertible, «Comunidad» y «Sociedad», la primera de las cuales corresponde a las épocas de juventud de las naciones, y la segunda a épocas de extrema madurez de las mismas. «Comunidad» significa una forma de convivencia humana caracterizada por una sociabilidad tan densa que todos los componentes del grupo respectivo se comportan como miembros auténticos de un todo orgánico en donde sus voluntades expresan, no las veleidades o los intereses de los individuos, sino las tradiciones, los impulsos e intereses del todo social, es decir, aquella profundidad del ser humano, en la cual éste se halla ligado, como por un cordón umbilical, al seno del grupo respectivo; por consiguiente, corresponde a la «Comunidad» la «Voluntad de esencia» como fundamento psicológico. «Sociedad», en cambio, significa una agrupación de estructura individualista, cuyo único lazo de unión consiste en relaciones contratuales, jurídico-intelectuales, entre los individuos, los cuales siguen exclusivamente a su propio interés razonado, es decir, a una voluntad originada en el nivel más superficial del ser humano, en el intelecto, y llamada por Toennies «Voluntad de arbitrio», por constituir una elección libre, no ligada a impulsos más profundos, entre las posibilidades de realizar el interés propio del individuo.{15} Reconocemos de inmediato los rasgos típicos de la convivencia humana del Medio Evo de un lado, y de la Edad Moderna y Contemporánea del otro; y, efectivamente, un historiador y sociólogo del espíritu como Alfred von Martin usó en su obra «Sociología del Renacimiento» los dos conceptos mencionados de Toennies para caracterizar la diferencia entre la estructura social y psíquica del Medio Evo y la creada por el movimiento renacentista.{16}

Inscribamos en la red de estos conceptos las ideas principales de Kant; reconoceremos que ellas reflejan, manifiestamente, la «Decadencia de Occidente» y refuerzan, por su influencia poderosa, la corriente que baja la pendiente. Estas palabras, empero, indican ya que nosotros, a pesar de identificarnos con la concepción spengleriana de la «Decadencia de Occidente» en general, no aceptamos la periodización de la Historia de la Filosofía, expuesta por Spengler, según la cual la época positiva de la «Cultura» (manifestada en la esfera del pensamiento filosófico por la actitud acentuadamente metafísica) perduraría hasta 1800, perteneciendo, por consiguiente, Kant todavía a la época de la especulación cósmico-metafísica, y siendo esta filosofía esencialmente afín a los grandes pensadores religiosos del barroco y continuadora de la gran tradición universalista de los escolásticos góticos. Según lo que hemos expuesto con mayor detalle en otro trabajo,{17} el corte que marca el fin de la sociabilidad orgánica y de la unión armónica entre Razón y Fe, tierra, hombre y divinidad, propias de la Edad Media, y el comienzo de la Modernidad, caracterizada por la actitud individualista y aun solipsista, se encuentra en pleno Goticismo, alrededor del año 1300, casi inmediatamente después de la época cumbre del pensamiento filosófico medieval, de Tomás de Aquino y San Buenaventura; este corte se da con el advenimiento del Nominalismo de un lado (con su reducción del mundo a una infinitud de elementos individuales incoherentes, dados al hombre sólo como sensaciones, y con la subsiguiente reclusión del hombre en la esfera subjetiva de sus experiencias sensoriales, sin posible contacto directo con las cosas o con Dios), y del Averroísmo del otro (con su destrucción de la idea cristiana de la persona, mediante su doctrina del «intelecto único», común a todos los hombres, y la derivación, incluida en esta doctrina, de todo saber, de la irradiación de aquel intelecto único y transpersonal en las mentes individuales); estas doctrinas inician en la esfera del pensamiento filosófico la fundamentación de la Modernidad que no da cabida ya a la «persona» en su verdadera profundidad y sustancialidad, ni a la orgánica comunidad interpersonal, ni al contacto vivo del hombre con la tierra, ni a la verdadera convivencia del hombre con Dios. Fue Descartes quien 300 años más tarde fundió en una aquellas dos doctrinas antitomistas, el Nominalismo y el Averroísmo, creando un sistema racional de lógica impresionante, según el cual la razón, común a todos los hombres, y comprendida como «sustancia pensante», lleva en sí los principios de legalidad y verdad de todo lo que puede ser conocido, en forma de los «conceptos claros y distintos», excluyendo de la realidad auténtica todo lo que no corresponde a ellos; resultando una reducción de la infinita diversidad y multiformidad del mundo –que carece, según la tradición nominalista, de todo andamiaje metafísico propio y se presenta como un polvo incoherente de sensaciones subjetivas– al único esquema verdaderamente «claro y distinto»: el puro espacio geométrico o la «sustancia extensa», esquema según el cual hasta el organismo vivo no es sino espacio matematizable... El acabado Solipsismo de la Razón. El heredero y continuador directo de Descartes es Kant,{18} cuyo sistema total puede ser calificado de despliegue amplio y sistemático de la doctrina cartesiana de la «sustancia pensante», bajo mantenimiento, y hasta acentuación, de la actitud fundamental de la filosofía de Descartes, a saber, la reclusión del hombre en la prisión de su «Razón» y la consideración del mundo como mera derivación de la razón humana, correspondiente a ésta en toda su estructura. Estos rasgos característicos del sistema kantiano deben ser esbozados ahora con más detenimiento, con la finalidad de mostrar la esencial «Modernidad» del mismo y su relación directa con la «Decadencia de Occidente».

I. A diferencia de todos los sistemas anteriores de filosofía, el sistema kantiano no constituye, según su intención básica, una interpretación filosófica de la realidad del mundo, sino una interpretación del saber respecto al mundo, es decir, una dilucidación de la posibilidad de ciertas ciencias consideradas por Kant como fundamentales: a saber, de la física matemática de Newton y de la biología de Linneo. Lo nuevo, lo inauditamente nuevo, de la filosofía kantiana consiste, ante todo, en la actitud de extrañeza completa respecto a la realidad y su limitación intencional a la esfera de sistemas científicos, es decir, de conceptos. Pero tampoco en la totalidad de sus contenidos constituyen estas ciencias los objetos de la investigación filosófica de Kant, sino solamente en lo que se refiere a sus principios estructurales, a las formas fundamentales de los juicios usados por aquellas ciencias; la «Crítica de la Razón pura» investiga los «juicios sintéticos a priori» en matemática y física, y la «Crítica del Juicio» la función del principio teológico en la biología. Con eso, la esfera de la investigación filosófica se reduce a lo que Kant llama «la razón pura» o «la conciencia en general», presentándose como objeto único de tal investigación el sistema abstracto de los principios formales que constituyen el saber científico. Este apartamiento del interés filosófico de las «cosas» para concentrarlo en nuestro saber de las mismas, es decir, en el problema de la estructura interior de la razón, constituye uno de los símbolos más impresionantes del espíritu «moderno», de la separación del hombre respecto al mundo, de su reclusión en su propio interior. (Y esta correspondencia de la orientación centrípeta de la especulación kantiana con el egocentrismo y hasta solipsismo del hombre occidental moderno en general, se presenta con mayor claridad aun, si observamos que ya Descartes en su primera obra principal, las «Regulae ad directionem ingenii», predicaba la necesidad de concentrar la investigación filosófica en la razón, pues ésta –idéntica al sistema de las ciencias– constituía el fundamento de todas las cosas. Y esta actitud cartesiana –que ya anticipa todo el «Idealismo crítico» de Kant– forma solamente una profundización y sistematización de la desconfianza respecto a todo conocimiento del mundo exterior, desconfianza que ya encontramos en los primeros representantes del Nominalismo al comienzo del siglo XIV y que produjo la retirada de la conciencia hacia el propio interior como único puerto de seguridad.{19} Una línea evolutiva ininterrumpida conduce desde Guillermo de Occam, el fundador del Nominalismo, y Siger de Brabante, el fundador del Averroísmo occidental, hasta Kant, el consumador de estas filosofías. Y precisamente este parentesco íntimo de Kant con el Nominalismo de un lado, con el Averroísmo del otro, nos da la clave para la comprensión del papel del filósofo alemán en la tragedia de la Decadencia de Occidente. ¿En qué se muestra el «Nominalismo» de Kant? La idea básica del Nominalismo medieval había sido la negación de que fuera de las cosas y seres individuales del mundo empírico, del mundo de nuestra experiencia sensorial, existen principios metafísicos unificadores; por ejemplo, fuera de los hombres individuales, «el» hombre «en general», la «idea» del hombre como «forma sustancial», accesible a la intuición de la razón. De tal manera, para el Nominalismo la realidad del mundo se disolvió en un polvo de elementos individuales incoherentes; y a base del hecho de que estos elementos se presentan a nuestra conciencia sólo mediante las experiencias de nuestros sentidos, la realidad se redujo para el Nominalismo a un polvo de sensaciones meramente subjetivas, sin coherencia objetiva ni consistencia alguna.{20} ¿Y Kant? Encontramos en su sistema la misma concepción de la realidad como en el Nominalismo. Por la confluencia de dos factores se constituye, según Kant, la realidad, es decir, nuestra realidad humana, nuestra conciencia de la realidad: un factor «material» y un factor «formal», siendo constituido el primero por nuestras sensaciones (visuales, auditivas, táctiles, &c.), el segundo por las «formas de la razón», a saber, espacialidad, temporalidad, y categorías (como son: la Sustancialidad, la Causalidad, &c.). Las sensaciones constituyen siempre impresiones subjetivas de elementos individuales (impresiones de colores, de sonidos, de temperaturas, de olores, &c., dadas a una conciencia personal aquí y ahora); y según Kant, este caos de vivencias meramente subjetivas y esencialmente incoherentes se transforma en un mundo ordenado de «cosas» y «seres» objetivos sólo entrando en las «formas» de la razón, las cuales «objetivizan» las sensaciones subjetivas haciendo de ellas cosas extendidas en espacio y tiempo, fijadas mediante la categoría de la sustancia y relacionadas mutuamente mediante la categoría de la causalidad. Eso significa, empero, que la realidad última y fundamental es, para el hombre, aquel polvo de sensaciones incoherentes y meramente subjetivas; nunca toca el hombre un mundo verdaderamente objetivo, el mundo que Kant llama las «cosas en sí»; siempre queda encerrado en su propio interior individual; el mundo «objetivo» que creemos encontrar, el mundo de cosas y seres, es, para Kant, una creación de la razón, una mera construcción, si bien una construcción inconsciente y necesaria, de «validez objetiva». Lo que llamamos «naturaleza» –y que constituye para la conciencia de edades culturales jóvenes el fundamento vivo de toda existencia, la fuente inagotable de toda actividad–, es, para Kant «la unidad sintética de la diversidad de los fenómenos según reglas»,{21} unidad producida en el «caos» de las sensaciones por la razón y sus formas de apercepción, es decir, un artefacto racional. Pero si ésta es la idea de la naturaleza según la concepción de la «Crítica de la Razón pura» (1781-86), ¿no se presenta en la «Crítica del Juicio» (1790) otra idea, la idea de la naturaleza como unidad orgánica, concebible mediante el concepto de la finalidad, unidad orgánica que abarca otras unidades orgánicas, los organismos vivos, igualmente explicables sólo mediante el concepto del «fin»? De ninguna manera: finalidad, unidad orgánica, totalidad de la naturaleza, todos estos conceptos constituyen para Kant sólo productos del «Juicio de reflexión», modos reguladores de la interpretación del acaecer natural «como si» en él se revelaran unidades orgánicas abarcadas por una última unidad final; pero no forman ideas «constituyentes» de la naturaleza, constitutivas de la realidad objetiva misma, las cuales se hallarían, por consiguiente, conformes con una realidad orgánica objetiva. Con suma claridad se muestra en esta concepción la separación absoluta del filósofo con respecto a la naturaleza, su reclusión en la esfera de la «Razón», del «pensar», única fuente de orden y legalidad en el mundo, fuera de la cual no hay nada sino el caos. Es una forma más avanzada del modo cartesiano de pensar, según el cual existen dos sustancias, separadas por un abismo infranqueable, la «sustancia pensante» y la «sustancia extensa», hallando el hombre su ser verdadero en la primera. En el pensamiento kantiano, la «sustancia pensante» se ha sutilizado hasta la concepción de la «Razón o conciencia en general», que no constituye ya ninguna sustancia, sino acto puro, mera actividad formadora; la sustancia extensa –producto de la racionalización extrema del mundo material– se ha esfumado por completo: el mundo material es sólo un algo existente dentro de la esfera de la conciencia, de la razón. En el camino que va de Descartes hacia Kant, la Decadencia de Occidente –simbolizada por la progresiva pérdida del contacto del hombre con el mundo, con la naturaleza, y también con la realidad y el sentido de su propio cuerpo– se ha acentuado; el hombre quedó solo con su razón. Esta razón, empero, único principio unificador del «caos» de las sensaciones, que produce de éste un «mundo» objetivo ordenado, es, en último término, una herencia de Siger de Brabante, el averroísta pseudo-cristiano de la segunda mitad del siglo XIII: una transformación de la concepción básica de Averroes del «intelecto único», común a todos los hombres y fuente única de todos los conceptos generales, es decir, de todos los principios ordenadores de la diversidad infinita del mundo. Descartes se apoderó de esta concepción, convirtiéndola en su «sustancia pensante» (igualmente única y común a todos los hombres), para tener un principio unificador que pudiese hacer las veces de un soporte del edificio de conceptos «claros y distintos» que constituye para Descartes el «mundo». Y Kant heredó de él esta idea de la razón general, fuente de toda realidad ordenada– idea esencialmente herética... Pero no olvidemos: que a pesar del sentido esencialmente negativo de la filosofía kantiana –o, mejor dicho, precisamente a causa de éste– se realizó en ella un gran progreso científico; a saber: la primera aclaración de la estructura de la ciencia y del papel decisivo que juega en la formación de toda ciencia el factor racional-constructivo, es decir, el sistema de conceptos a priori, que sirven de andamiaje a la construcción hasta en las ciencias llamadas «empíricas». Kant es el fundador de la Epistemología, de la teoría de la ciencia; y si su sistema filosófico es la más clara expresión de la actitud típica del hombre de la «Decadencia de Occidente», el núcleo epistemológico, la comprensión de la estructura de la ciencia, constituye una verdad valedera independientemente de la situación histórico-social en la cual nació.

II. Hemos mencionado que la filosofía de Kant –al menos la teórica– no se refiere a la realidad del mundo, sino al conocimiento del mundo. La filosofía práctica –la filosofía de la moral– de Kant, parece diferenciarse de esta orientación hacia una mera interpretación de la esfera de los puros conceptos científicos, basándose en un hecho considerado por Kant como intuitivamente seguro; a saber: el Imperativo moral categórico que, según él, se encuentra como realidad en la conciencia de cada persona humana. Pero de hecho, en la ilación de sus ideas éticas Kant no se aleja de su estilo acostumbrado, sino que presenta un símbolo impresionante de la estructura espiritual del hombre típico de la «Decadencia de Occidente». En primer término, parece característico que este «hecho» en que se basa la filosofía moral de Kant, es un hecho interior, ubicado en la autoconciencia del hombre, en plena correspondencia con la concepción –típicamente «moderna» y propia ya del pensamiento de los primeros nominalistas– de que la única seguridad indubitable radica, precisamente, en la autoconciencia del hombre. Segundo, la interpretación por Kant de la vida moral del hombre se encuentra en plena armonía con el estilo de la interpretación del mundo objetivo y del conocimiento teórico: así como, según esta última, la construcción de un «mundo» objetivo y ordenado se produce a base de un «caos» originario de sensaciones subjetivas mediante una actividad ordenadora de la razón, la actitud moral supone para Kant un «caos» de voliciones y pasiones desordenadas, al cual se impone, como único principio ordenador, el Imperativo Categórico de la Razón; y así como la razón teórica consiste en un sistema de formas vacías (espacio, tiempo, categorías) que se llenan de contenido solamente mediante las sensaciones que entran en ellas, de la misma manera la razón práctica, el Imperativo categórico, consiste en la forma vacía de la legalidad, es decir, en el principio de la validez general, impuesto a las voliciones del hombre como obligación rigurosa de que estas se formen de tal manera que sus máximas sean aptas de servir para una legislación general. ¿Qué significa para nuestro tema esta concepción kantiana de la moralidad? Según ella, la naturaleza volitiva del hombre carece de toda estructura propia, de toda orientación moral intrínseca, constituye un caos sin orden alguno; no existen, en la vida instintiva y pasional del hombre, valores sociales, principios ordenadores derivados de la cultura y tradición de la comunidad, sino que sólo la razón presta a la vida psíquica forma y orden normativos. De tal manera, nos hallamos en la ética ante la misma concepción de la filosofía teórica, la filosofía de la naturaleza, de Kant, según la cual tampoco existe, antes de la actividad ordenadora de la razón, ninguna naturaleza articulada en el sentido de principios orgánicos intrínsecos. Resumamos: así como no existe, para Kant, ninguna «naturaleza» con realidad y derecho propios, capaz de constituir la base de una filosofía teórica, de la misma manera no existe, para el filósofo, ninguna historia, ninguna cultura, ninguna sociedad, de realidad y derecho propios, capaces de constituir la base de una ética. Eso significa, que el hombre, encerrado en la esfera de su propio interior, no llega a tocar la plenitud de la vida social-cultural, participando en la realización de los valores en la vida histórica; la moralidad consiste solamente en la materialización de la abstracta forma racional en el propio interior del hombre. La íntima ligazón, característica de toda cultura joven, entre el individuo humano y la comunidad social, entre el hombre y la tradición histórica, no existe en la filosofía moral de Kant. Por consiguiente, tampoco existe para él la vida «personal» en sentido propio, la «persona», que consiste, precisamente, en una cristalización, de estilo original, de la plenitud de los contenidos de la vida social, y que muestra un despliegue tan rico y amplio en culturas jóvenes; el hombre kantiano se halla solo con su razón general-impersonal y sus vivencias íntimas, sus impulsos más profundos, no constituyen sino objetos sin sentido propio de una norma general incolora. De tal manera, la filosofía moral de Kant refuerza todavía la impresión del solipsismo, de la separación absoluta del hombre individual de todas las realidades trans-subjetivas, la impresión de encontrarnos ante el ejemplo más grande de la soledad propia del hombre típico de la Decadencia de Occidente; así como también el Racionalismo radical de esta filosofía moral deja entrever la íntima inseguridad vital que busca su compensación en la rigidez de un sistema intelectual y que constituye, según Spengler, el signo más revelador del hombre de la época de Decadencia.

III. Esta soledad del hombre de la Decadencia de Occidente aparecería incompleta, si Kant no hubiera intentado suprimir también la realidad con reta del mundo sobrenatural, reduciéndolo igualmente a un caos impensable (el mundo de las «cosas en sí»), que sólo mediante actos sumamente raros de la razón –los llamados «postulados»– puede recibir una precaria ordenación y algo como una comprensibilidad simbólica. Según Kant –que sigue en eso al Empirismo inglés el cual tiene su última fuente en el Nominalismo de Guillermo de Occam– el conocimiento no puede sobrepasar la esfera de las efectivas o posibles experiencias sensoriales, quedando vacías las formas estructurales de la razón, de no ser llenadas por el material aportado por las sensaciones. Pero la necesidad de la Razón práctica de suponer la posibilidad de una realización completa del Imperativo categórico en el alma (es decir, la posibilidad de una transfiguración de todos los actos volitivos del hombre, en lo que respecta a sus intenciones, en elementos de una legislación general), obliga a la razón a concebir ciertas hipótesis –esencialmente no verificables– sobre la estructura del mundo trans-empírico (el mundo de las «cosas en sí»), hipótesis tendientes a hacer comprensible la realización del Imperativo categórico y a cimentar, de tal manera, la voluntad moral. Primero: a pesar de la determinación estricta de todos los actos psíquicos del hombre por el principio de causalidad, se tiene que suponer la libertad de la voluntad para la realización del Imperativo categórico, ubicando, empero, esta libertad en la esfera de las «cosas en sí», es decir, en el mundo trans-empírico o sobrenatural. Segundo: se tiene que suponer la perduración del alma para asegurar la realización completa del Imperativo categórico, la cual parece posible sólo en forma de un acercamiento infinito al ideal moral, es decir, bajo la condición de la inmortalidad en el sentido de una continua transmigración del alma de cuerpo en cuerpo y de una transferencia de los progresos morales alcanzados en una vida a la otra. Tercero: se tiene que suponer, en interés de la intensificación de la voluntad moral, la posibilidad de una correspondencia acabada entre el grado de la moralidad alcanzada y la felicidad esperada, correspondencia realizable sólo en un mundo ultraterrenal bajo la condición de la existencia de un garante supremo de tal ideal de justicia, es decir, de un Dios todopoderoso y justo. Estas tres ideas: libertad, inmortalidad, Dios, no constituyen, naturalmente, hechos reconocidos o demostrados con validez científica; sino meros «Postulados», es decir, pretensiones, que la Razón práctica está autorizada a aplicar, en interés moral, al mundo de las «cosas en sí» (que significa para la Razón teórica o científica sólo un X sin contenido). De tal manera, los «Postulados» constituyen autorizaciones en nombre de la Razón moral de tratar al mundo trans-empírico o sobrenatural «como si» incluyese a Dios, la libertad y la inmortalidad. Sin duda, una autorización peligrosa, no solamente porque se basa, expresamente, en el Agnosticismo acabado con respecto al mundo sobrenatural, sino también, porque esta autorización lleva en sí el impulso hacia la transgresión de sus límites: si, según Kant, es la Razón práctica –una en todos los hombres –la que tiene que postular con necesidad la libertad, y la inmortalidad y Dios– mañana será una razón limitada a tal o cual agrupación humana, o la razón de tal o cual individuo la que se formará una imagen arbitraria del mundo sobrenatural. El concepto kantiano del «Postulado» inicia la época del Relativismo que se supone legítimo, en la especulación religiosa, constituyendo este concepto el símbolo más impresionante del moderno Subjetivismo, de la separación esencial del hombre moderno de la gran objetividad del mundo sobrenatural. Spengler dice con mucha razón: «La esencia de toda cultura es religión; por consiguiente, la esencia de toda civilización (producto de la Decadencia de una cultura) es irreligión.»{22}

Resumamos: Kant se nos ha revelado como expresión culminante del movimiento psico-social que conduce desde la hora meridiana de la cultura occidental, el siglo XIII, caracterizada por una armonía perfecta entre la persona humana y la sociedad, la naturaleza y el mundo sobrenatural, hacia el aislamiento completo del individuo autárquico que en la actualidad de la existencia occidental se encuentra separado de Dios, de la naturaleza y del mundo social, con la posibilidad positiva de confiarse a su propia razón y con la posibilidad negativa de abandonarse a sus instintos oscuros que buscan, secretamente, la destrucción y la muerte. Es el camino de la Decadencia de Occidente. Kant aceleró poderosamente este camino, profundizando, el abismo entre hombre y mundo, hombre y sociedad, hombre y Dios, razón y alma, mediante la justificación filosófica de esta separación, y abriendo, además, un camino falso hacia el mundo sobrenatural, una verdadera desviación, la del «Postulado», que significa el subjetivismo acabado del hombre ante la gran objetividad de Dios.

No es una mera coincidencia que Hispanoamérica no ha mostrado ninguna receptividad para la filosofía kantiana. Fuera del pensador argentino Alejandro Korn –que fue hijo de un prusiano inmigrado– no hay ningún filósofo hispanoamericano que pueda ser calificado de Kantiano en sentido pleno.{23} El Idealismo gnoseológico-criticista de Kant, caracterizado por el aislamiento del hombre en su razón y el intento de derivar de ella la naturaleza, la moralidad y el mundo sobrenatural, contradicen al espíritu hispanoamericano que –como todo espíritu cultural esencialmente joven y ascendente– se siente insertado en la gran objetividad de los mundos natural y sobrenatural, e inspirado, a la vez, por las tremendas energías telúricas de este continente y las sublimes fuerzas religiosas emanadas de la viva tradición cristiana. Tiene significado pan-hispanoamericano si el filósofo mexicano Antonio Caso, al comienzo de una serie de conferencias, destinadas a la dilucidación y refutación del Neokantismo, trazara, con rasgos enérgicos, la línea divisoria entre el pensamiento actual del Continente y la filosofía kantiana, caracterizando a ésta como «Subjetivismo radical» y «Agnosticismo», e invocando, como testigos de la verdad, a Aristóteles, Santo Tomás, Brentano y (con olvido de su raíz cartesiano-kantiana) a Husserl.{24} Pero si el filósofo mexicano pudo creer que era, simplemente, el progreso general de la filosofía el que «situaba nuestro saber más allá de los límites que marcó la Crítica de la Razón pura», nosotros estamos convencidos de que en esta negación casi continental de la filosofía kantiana y en esta invocación de la tradición aristotélico-tomista habla un alma cultural nueva y ascendente, engendrada hace 400 años por la España católica en su fusión física y espiritual con la raza autóctona del Continente. Son el Realismo y el Objetivismo que caracterizan la actitud intelectual de almas culturales jóvenes, la orientación de todo su ser hacia las grandes realidades de los mundos natural y sobrenatural.


 

{*} Este trabajo es un capítulo del libro en preparación La misión de Hispanoamérica y el pensamiento filosófico europeo, del profesor doctor Víctor Frankl, quien actualmente desempeña una cátedra en el Instituto de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Colombia. Como una deferencia del notable pensador que es el doctor Frankl, la Revista Cubana de Filosofía puede ofrecer a sus lectores un anticipo de dicha obra.

El Doctor Víctor Frankl –quien regenta actualmente las cátedras de Epistemología e Historia de las Ciencias y de Sociología en el Instituto de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Colombia, y además la cátedra de Historia de la Filosofía Medieval en la Universidad Pontificia Javeriana de Bogotá– nació en 1899 en una pequeña ciudad de la Silesia austriaca, cursó los estudios secundarios y universitarios en Viena, los últimos en las Facultades de Filosofía, Derecho y Teología católica, siendo discípulo de los profesores Schlick (fundador del «Círculo de Viena»), Reininger, Kelsen, Spann, Innitzer (actualmente Cardenal-Arzobispo de Viena); se doctoró en 1925 en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Viena, con la tesis El concepto de la regeneración moral en la filosofía de Kant. Fue además discípulo y miembro del Instituto de Investigaciones históricas de Austria, destinado a la investigación de la historia y cultura del Medioevo. Siguió una intensa labor de investigación científica y de publicación, que versa sobre temas de Historia de las Ideas, de Filosofía social, de Epistemología, &c., desempeñando el Dr. Frankl al mismo tiempo altos cargos docentes, de carácter universitario y gubernativos, en la rama educacional, bajo los Gobiernos de Dollfuss y Schuschnigg. Después de la ocupación de Austria por el Imperio alemán continuó el Dr. Frankl su labor en la Argentina; donde recibió por su primer trabajo de investigación científica, realizado en aquel país –trabajo que versó sobre el tema La justicia social en el orden cristiano de la sociedad– el primer premio del Gran concurso nacional de trabajos científico-sociales, organizado en ocasión del Cincuentenario de la Encíclica «Rerum Novarum» en 1941. Llamado después por el Gobierno paraguayo a Asunción, el Dr. Frankl dictó desde 1944 las cátedras de filosofía y de sociología general y educacional en la Escuela Superior de Humanidades y en las Facultades de Economía y de Filosofía de la Universidad Nacional del Paraguay, realizando al mismo tiempo una amplia labor de investigación y publicación, especialmente en el dominio de la Historia de las Ideas en el Paraguay. Desde 1949 trabaja en Bogotá, contratado por la Universidad Nacional de Colombia; da testimonio de su labor en este país un nutrido número de publicaciones sobre problemas de la Historia general e hispanoamericana de las Ideas, publicaciones que llamaron poderosamente la atención no sólo en Colombia, sino también en el extranjero (cf. las reseñas en la Revista de la Historia de América, nº 28, México, Diciembre de 1949, pp. 461 sgs.; y en el Indice Cultural Español, año V, nº 49, Madrid, Enero de 1950, pp. 86 sgs.)

 

Notas

{1} Cf. Ernest Bertram, «Nietzsche» (Berlín 1918) , pp. 308 sgs.

{2} Oswald Spengler, La Decadencia de Occidente (trad. M. G. Morente, Madrid, 1925) , tom. II pp. 223 sgs.

{3} O. Spengler, tomo II, p. 223.

{4} O. Spengler, tomo II, p. 205.

{5} O. Spengler, tomo II, pp. 223 sgs.

{6} O. Spengler, tomo II, p. 205.

{7} O. Spengler, tomo II, p. 208.

{8} O. Spengler, tomo II, p. 207.

{9} O. Spengler, tomo II, p. 208.

{10} O. Spengler, tomo II, pp. 225 sgs.

{11} O. Spengler, tomo II, pp. 225 sgs.

{12} O. Spengler, tomo II, p. 229.

{13} Cf. Karl Mannheim, Ideologische und soziologische Interpretation der geistigen Gebilde (Jahrbuch für Soziologie, tom. II. Karlsruhe, 1926). Karl Manheim, Ideología y Utopía (Fondo de Cultura Económica, México), Introducción.

{14} Cf. Max Scheler, Sociología del Saber (Revista de Occidente Argentina, Buenos Aires 1947) pp. 132 sgs. Mi trabajo «Descartes e Hispanoamérica» (Revista de las Indias N° 114, Bogotá 1950) pp. 297 sgs.

{15} Ferdinand Tönnies, Comunidad y Sociedad (Buenos Aires 1947). Cf. Hans Freyer, La Sociología Ciencia de la Realidad (Buenos Aires, 1944) pp. 206 sgs.

{16} Alfred Von Martin, Sociología del Renacimiento (Fondo de Cultura Económica, México, 1946.)

{17} Cf. mi trabajo arriba mencionado sobre «Descartes e Hispanoamérica».

{18} Cf. mi trabajo «Descartes e Hispanoamérica», pp. 308 sgs.

{19} Cf. Regis Jolivet, Las Fuentes del Idealismo (Buenos Aires, 1945). Julián Marías, Historia de la Filosofía (Madrid, 1941), pp. 146, 189.

{20} Cf. Regis Jolivet, passim.

{21} Kant, Crítica de la Razón pura (trad. por José del Perojo, Buenos Aires 1943), pp. 271 sgs., 336 sgs.

{22} Spengler, tomo II, p. 213.

{23} Cf. Alejandro Korn, Obras completas (ed. por F. Romero, Buenos Aires 1949), especialmente sus dos conferencias sobre Kant, pp. 379 sgs. F. Romero. A. Vasallo. L. Aznar, Alejandro Korn (Buenos Aires 1940). William Rex Crawford, A Century of Latin-American Thought (Harvard University Press, 1944), pp. 8, 148, 267.

{24} Antonio Caso-Héctor Rodríguez, Ensayos polémicos sobre la Escuela filosófica de Marburgo (México D. F. 1945), pp. 14 sgs.

Proyecto Filosofía en español
© 2007 www.filosofia.org

Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-marzo de 1951 Vol. II, número 7 páginas 22-36 

LIBRERÍA PAIDÓS

central del libro psicológico

REGALE

LIBROS DIGITALES

GRATIS

música
DVD
libros
revistas

EL KIOSKO DE ROBERTEXTO

compra y descarga tus libros desde aquí

VOLVER

SUBIR