LA VERDAD Y LAS FORMAS JURÍDICAS  II

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Michel Foucault

5 conferencias dictadas en la universidad de Río de Janeiro entre los días 21 y 25 de mayo de 1973

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Segunda Conferencia


Hoy me gustaría hablar de la historia de Edipo, asunto que hace un año dejó de estar de moda. A partir de Freud la historia de Edipo se consideraba como la narración de la fábula más antigua de nuestro deseo y nuestro inconsciente. Sin embargo, a partir del libro de Deleuze y Guattari, Anti-Edipo, publicado el año pasado, la referencia a Edipo desempeña un papel enteramente diferente.

Deleuze y Guattari intentaron mostrar que el triángulo edípico padre-madre-hijo, no revela una verdad atemporal y tampoco una verdad profundamente histórica de nuestro deseo. Intentaron poner de relieve que ese famoso triángulo edípico constituye para los analistas que lo manipulan en el interior de la cura, una cierta manera de contar el deseo, de garantizar que el deseo no termine invistiéndose, difundiéndose en el mundo que nos circunda, el mundo histórico; que el deseo permanezca en el seno de la familia y se desenvuelva como un pequeño drama casi burgués entre el padre, la madre y el hijo.

Edipo no sería pues, una verdad de naturaleza sino un instrumento de limitación y coacción que los psicoanalistas, a partir de Freud, utilizan para contar el deseo y hacerlo entrar en una estructura familiar que nuestra sociedad definió en determinado momento. En otras palabras, Edipo, según Deleuze y Guattari, no es el contenido secreto de nuestro inconsciente, sino la forma de coacción que el psicoanálisis intenta imponer en la cura a nuestro deseo y a nuestro inconsciente. Edipo es un instrumento de poder, es una cierta manera de poder médico y psicoanalítico que se ejerce sobre el deseo y el inconsciente.

Confieso que este problema me atrae y que yo también me siento tentado de investigar más allá de ésta que pretende ser la historia de Edipo, algo que tiene que ver ya no con la historia indefinida, siempre recomenzada, de nuestro deseo y nuestro inconsciente sino más bien con la historia de un poder, un poder político.

Hago un paréntesis para recordar que todo lo que intento decir, todo lo que Deleuze demostró con mayor profundidad en su Anti-Edipo, forma parte de un conjunto de investigaciones que nada dicen, al contrario de lo que se afirma en los periódicos, acerca de lo que tradicionalmente se llama estructura. Ni Deleuze, ni Lyotard, ni Guattari, ni yo hacemos nunca análisis de estructura, no somos en absoluto «estructuralistas». Si se me preguntase qué es lo que hago o lo que otros hacen mejor que yo, diría que no hacemos una investigación de estructura. Haría un juego de palabras y respondería que hacemos investigaciones de dinastía. Diría, jugando con las palabras griegas *L<"µ4H *L<"FJ,4", que intentamos hacer aparecer aquello que ha permanecido hasta ahora más escondido, oculto y profundamente investido en la historia de nuestra cultura: las relaciones de poder. Curiosamente, se conocen mejor las estructuras económicas de nuestra sociedad, han sido inventariadas y se las destaca mucho más que las estructuras de poder político. En esta serie de conferencias me gustaría demostrar de qué manera establecieron y se invistieron profundamente en nuestra cultura las relaciones políticas dando lugar a una serie de fenómenos que no pueden ser explicados a no ser que los relacionemos no con las estructuras económicas, las relaciones económicas de producción sino con las relaciones políticas que invisten toda la trama de nuestra existencia.

Me propongo demostrar cómo la tragedia de Edipo que puede leerse en Sófocles -dejaré de lado el problema del fondo mítico ligado a ella- es representativa y en cierta manera instauradora de un determinado tipo de relación entre poder y saber, entre poder político y conocimiento, relación de la que nuestra civilización aún no se ha liberado. Creo que hay realmente un complejo de Edipo en nuestra civilización. Pero este complejo nada tiene que ver con nuestro inconsciente y nuestro deseo, y tampoco con las relaciones entre uno y otro. Si hay algo parecido a un complejo de Edipo, éste no se da al nivel individual sino al nivel colectivo; no a propósito del deseo y el inconsciente sino a propósito de poder y saber. Es esta especie de «complejo» lo que me gustaría analizar.

La tragedia de Edipo es, fundamentalmente, el primer testimonio que tenemos de las prácticas judiciales griegas. Como todo el mundo sabe se trata de una historia en la que unas personas -un soberano, un pueblo- ignorando cierta verdad, consiguen a través de una serie de técnicas de las que hablaremos más adelante, descubrir una verdad que cuestiona la propia soberanía del soberano. La tragedia de Edipo es, por lo tanto, la historia de una investigación de la verdad: es un procedimiento de investigación de la verdad que obedece exactamente a las prácticas judiciales griegas de esa época. Por esta razón, el primer problema que se nos plantea es el de saber en qué consistía la investigación judicial de la verdad en la Grecia arcaica.

El primer testimonio de la investigación de la verdad en el procedimiento judicial griego con que contamos se remonta a la Ilíada. Se trata de la historia de la disputa de Antíloco, y Menelao durante los juegos que se realizaron con ocasión de la muerte de Patroclo. En aquellos juegos hubo una carrera de carros que, como de costumbre, se desarrollaba en un circuito con ida y vuelta, pasando por una baliza que debía rodearse tratando de que los carros pasaran lo más cerca posible. Los organizadores de los juegos habían colocado en este sitio a alguien que se hacía responsable de la regularidad de la carrera. Homero llama a este personaje, sin nombrarlo personalmente, testigo, 4FJ@H, aquel que está allí para ver. La carrera comienza y los dos primeros competidores que se colocan al frente a la altura de la curva son Antíloco y Menelao. Se produce una irregularidad y cuando Antíloco llega primero Menelao eleva una queja y dice al juez o al jurado que ha de dar el premio que Antíloco ha cometido una irregularidad. Cuestionamiento, litigio, ¿cómo establecer la verdad? Curiosamente, en este texto de Homero no se apela a quien observó el hecho, el famoso testigo que estaba junto a la baliza y que debía atestiguar qué había ocurrido. Su testimonio no se cita y no se le hace pregunta alguna. Solamente se plantea la querella entre los adversarios Menelao y Antíloco, de la siguiente manera: después de la acusación de Menelao -«tú cometiste una irregularidad»- y de la defensa de Antíloco -«yo no cometí irregularidad»- Menelao lanza un desafío: «Pon tu mano derecha sobre la cabeza de tu caballo; sujeta con la mano izquierda tu fusta y jura ante Zeus que no cometiste irregularidad». En ese instante, Antíloco, frente a este desafío, que es una prueba (épreuve), renuncia a ella, no jura y reconoce así que cometió irregularidad.

He aquí una manera singular de producir la verdad, de establecer la verdad jurídica: no se pasa por el testigo sino por una especie de juego, prueba, por una suerte de desafío lanzado por un adversario al otro. Uno lanza un desafío, el otro debe aceptar el riesgo o renunciar a él. Si lo hubiese aceptado, si hubiese jurado realmente, la responsabilidad de lo que sucederla, el descubrimiento final de la verdad quedaría inmediatamente en manos de los dioses y sería Zeus, castigando el falso juramento, si fuese el caso, quien manifestaría con su rayo la verdad.

Esta es la vieja y bastante arcaica práctica de la prueba de la verdad en la que ésta no se establece judicialmente por medio de una comprobación, un testigo, una indagación o una inquisición, sino por un juego de prueba. La prueba, una característica de la sociedad griega arcaica, aparecerá también en la Alta Edad Media. Es evidente que, cuando Edipo y toda la ciudad de Tebas buscan la verdad no es éste el modelo que utilizan: entre la disputa de Menelao y Antíloco y la historia de Edipo pasaron muchos siglos. Sin embargo, resulta interesante observar que en la tragedia de Sófocles encontramos uno o dos restos de la práctica de establecer la verdad por medio de la prueba. Primero, en la escena de Creonte y Edipo, cuando Edipo critica a su cuñado por haber truncado la respuesta del Oráculo de Delfos, diciendo: «Tú inventaste todo esto simplemente para quitarme el poder y sustituirme». Y Creonte responde sin intentar establecer la verdad valiéndose de testigos: «Bien, juremos. Yo juraré que no he conspirado contra ti». Esto se dice en presencia de Yocasta, que acepta el juego y se hace responsable de su regularidad. Creonte responde a Edipo según la vieja fórmula del litigio entre guerreros. En segundo lugar, podríamos decir que encontramos en toda la obra este sistema del desafío y la prueba. Edipo, al enterarse de que la peste que asola a Tebas era la consecuencia de una maldición de los dioses caída como castigo por la falta y el asesinato, responde diciendo que se compromete a enviar al exilio al autor del crimen sin saber, naturalmente, que es él mismo quien lo había cometido. Queda así implicado por su propio juramento, como ocurría en los litigios entre guerreros arcaicos en los que los adversarios se incluían mutuamente en los juramentos de promesa y maldición. Estos restos de la vieja tradición reaparecen algunas veces a lo largo de la obra. Sin embargo, toda la tragedia de Edipo está fundada, en verdad, en un mecanismo enteramente diferente. Este es el mecanismo de establecimiento de la verdad que quiero exponer.

Creo que este mecanismo de la verdad obedece inicialmente a una ley, una especie de pura forma que podríamos llamar ley de las mitades. El descubrimiento de la verdad se lleva a cabo en Edipo por mitades que se ajustan y se acoplan. Edipo manda consultar al dios de Delfos, Apolo. Cuando examinamos en detalle la respuesta de Apolo observamos que se da en dos partes. Apolo comienza diciendo: «El país está amenazado por una maldición». A esta primera respuesta le falta, en cierta forma, una mitad: «Pesa una maldición, ¿pero quién fue el causante?» Por consiguiente es preciso formular una segunda pregunta y Edipo, fuerza a Creonte a dar la segunda respuesta, preguntándole a qué se debe la maldición. La segunda mitad aparece: la causa de ésta es un asesinato. Pero quien dice asesinato dice dos cosas: quién fue asesinado y quién es el asesino. Se pregunta a Apolo: «¿Quién fue asesinado?». La respuesta es: Layo, el rey. Se pregunta: «¿Quién cometió el asesinato?». Entonces es cuando Apolo se niega a responder, lo cual suscita el comentario de Edipo: no se puede forzar la respuesta de los dioses. Falta, pues, una mitad. La maldición corresponde a una mitad del asesinato, siendo ésta sólo la primera: «quién fue asesinado»; falta pues la segunda: el nombre del asesino.

Para saber el nombre del asesino será preciso apelar a alguna cosa, a alguien, ya que no se puede forzar la voluntad de los dioses. Esta figura a la que se apela es el doble humano, la sombra mortal de Apolo, el adivino Tiresias quien, como Apolo, es divino 1,4@H µ"<J4H, el divino adivino. Tiresias está muy cerca de Apolo y, como él, recibe el nombre de rey r"<">; pero es perecedero mientras que Apolo es inmortal. Por otra parte Tiresias es ciego, está sumergido en la noche, mientras que Apolo es el dios del Sol: es la mitad de sombra de la verdad divina, el doble que el dios-luz proyecta sobre la superficie de la tierra. Se interrogará entonces a esta mitad, y Tiresias responderá a Edipo diciendo: «Fuiste tú quien mató a Layo».

En consecuencia, podemos decir que, desde la segunda escena de Edipo, todo está dicho y representado. Se posee ya la verdad puesto que Edipo es efectivamente designado por el conjunto constituido por las respuestas de Apolo y Tiresias. El juego de las mitades está completo: maldición, asesinato, quién fue muerto, quién mató. Aquí está todo, pero colocado en una forma muy particular, como una profecía, una predicción, una prescripción. El adivino Tiresias no dice exactamente a Edipo: «Fuiste tú quien mató»; dice: «Prometiste que desterrarías a aquél que hubiese matado; ordeno que cumplas tu voto y te destierres a ti mismo.» Del mismo modo Apolo no había dicho estrictamente: «Pesa una maldición y es por ello que la ciudad está asolada por la peste.» Dice Apolo: «Si quieres que termine la peste, es preciso expiar la falta.» Todo esto se dice en forma de futuro, prescripción, predicción, nada hay que se refiera a la actualidad del presente, nada es apuntado.

Tenemos toda la verdad, pero en la forma prescriptiva y profética que es característica del oráculo y el adivino. En esta verdad que es, de algún modo, completa y total, en la que todo ha sido dicho, falta algo que es la dimensión del presente, la actualidad, la designación de alguien. Falta el testigo de lo que realmente ha ocurrido. Curiosamente, toda esta vieja historia es formulada por el adivino y el dios en futuro. Se necesita ahora el presente y el testigo del pasado: el testigo presente de lo que realmente sucedió.

La segunda mitad de esta prescripción y previsión, pasado y presente, se da en el resto de la obra y también por un extraño juego de mitades. En principio es preciso establecer quién mató a Layo, lo cual se obtiene en el discurrir de la pieza por el acoplamiento de dos testimonios. El primero lo da inadvertidamente y espontáneamente Yocasta al decir: «Ves bien, Edipo, que no has sido tú quien mató a Layo, contrariamente a lo que dice el adivino. La mejor prueba de esto es que Layo fue muerto por varios hombres en la encrucijada de tres caminos.» Edipo contestará a este testimonio con una inquietud que ya es casi una certeza. «Matar a un hombre en la encrucijada de tres caminos es exactamente lo que yo hice; recuerdo que al llegar a Tebas dí muerte a alguien en un sitio parecido.» Así, por el juego de estas dos mitades que se completan, el recuerdo de Yocasta y el de Edipo, tenemos esta verdad casi completa, la del asesinato de Layo. Y decimos que es casi completa porque falta aún un pequeño fragmento: saber si fue muerto por uno o varios individuos. Cuestión que lamentablemente no se resuelve en la pieza.

Pero esto es sólo la mitad de la historia de Edipo, pues Edipo no es únicamente aquél que mató al rey Layo, es también quien mató a su propio padre y se casó luego con su madre. Esta segunda mitad de la historia falta incluso después del acoplamiento de los testimonios de Yocasta y Edipo. Falta precisamente lo que les da una especie de esperanza, pues el dios predijo que Layo no habría de morir en manos de un hombre cualquiera sino de su propio hijo. Por lo tanto, mientras no se pruebe que Edipo es hijo de Layo, la predicción no estará realizada. Esta segunda mitad es necesaria para que pueda establecerse la totalidad de la predicción, en la última parte de la obra, por medio del acoplamiento de dos testimonios diferentes. Uno será el del esclavo que viene de Corinto para anunciar a Edipo la muerte de Polibio. Edipo, que no llora la muerte de su padre, se alegra diciendo: «¡Ah, al menos no he sido yo quien lo mató, contrariamente a lo, que dice la predicción!». Y el esclavo replica: «Polibio no era tu padre».

Tenemos así un nuevo elemento: Edipo no es hijo de Polibio. Interviene el último esclavo, que había huido después del drama escondiéndose en las profundidades del Citerón. Se trata de un pastor de ovejas que había guardado consigo la verdad y que ahora es llamado para ser interrogado acerca de lo ocurrido. Dice el pastor: «En efecto, hace tiempo, dí a este mensajero un niño que venía del palacio de Yocasta y que, según me dijeron, era su hijo».

Falta, pues, la última certeza ya que Yocasta no está presente para atestiguar que fue ella quien entregó el niño al esclavo. No obstante, salvo por esta pequeña dificultad, el ciclo está ahora completo. Sabemos que Edipo era hijo de Layo y Yocasta; que le fue entregado a Polibio; que fue él, creyendo ser hijo de Polibio y regresando para escapar de la profecía, a Tebas -Edipo no sabía que era su patria- quien mató en la encrucijada de tres caminos al rey Layo, su verdadero padre. El ciclo está cerrado. Se ha cerrado por una serie de acoplamiento de mitades que se ajustan unas con otras. Es como si toda esta larga y compleja historia del niño que es al mismo tiempo un exiliado debido a la profecía y un fugitivo de la misma profecía, hubiese sido partida en dos e inmediatamente vueltas a partir en dos cada una de sus partes, y todos esos fragmentos repartidos en distintas manos. Fue preciso que se reunieran el dios y su profeta, Yocasta y Edipo, el esclavo de Corinto y el de Citerón para que todas estas mitades y mitades llegasen a ajustarse unas a otras, a adaptarse, a acoplarse y reconstituir el perfil total de la historia.

Esta forma del Edipo de Sófocles, realmente impresionante, no es sólo una forma retórica, es al mismo tiempo religiosa y política. Consiste en la famosa técnica del FLµ$@8@<, el símbolo griego. Un instrumento de poder, del ejercicio de poder que permite a alguien que guarda un secreto o un poder romper en dos partes un objeto cualquiera -de cerámica, por ejemplo- guardar una de ellas y confiar la otra a alguien que debe llevar el mensaje o dar prueba de su autenticidad. La coincidencia o ajuste de estas dos mitades permitirá reconocer la autenticidad del mensaje, esto es, la continuidad del poder que se ejerce. El poder se manifiesta, completa su ciclo y mantiene su unidad gracias a este juego de pequeños fragmentos separados unos de otros, de un mismo conjunto, un objeto único, cuya configuración general es la forma manifiesta del poder. La historia de Edipo es la fragmentación de esta obra, cuya posesión integral y reunificada autentifica la detención del poder y las órdenes dadas por él. Los mensajes, los mensajeros que envía y que deben regresar, justificarán su vinculación con el poder porque cada uno de ellos posee un fragmento de la pieza que se combina perfectamente con los demás. Los griegos llaman a esta técnica jurídica, política y religiosa FLµ$@8@<: el símbolo.

La historia de Edipo tal como aparece representada en la tragedia de Sófocles, obedece a este FLµ$@8@<: no es una forma retórica, sino más bien religiosa, política, casi mágica del ejercicio del poder.

Si ahora observamos ya no la forma de este mecanismo o el juego de mitades que se fragmentan y terminan por ajustarse sino el efecto producido por estos ensamblajes recíprocos, veremos una serie de cosas. En principio una especie de desplazamiento que sobreviene a medida que las mitades se ajustan. El primer juego de mitades que se ajustan es el del dios Apolo y el divino adivino Tiresias: el nivel de la profecía o de los dioses. Inmediatamente aparece una segunda serie de mitades que se ajustan, formada por Edipo y Yocasta. Sus dos testimonios se encuentran en el medio de la pieza: es el nivel de los reyes, los soberanos. Finalmente, el último par de testimonios que intervienen, la última mitad que habrá de completar la historia no está constituida por los dioses y tampoco por los reyes sino por los servidores y esclavos. El esclavo más humilde de Polibio y, sobre todo, el más oculto de los pastores que habitan en el bosque del Citerón enunciarán la verdad última al dar el último testimonio.

El resultado es curioso: lo que se decía en forma de profecía al comienzo de la obra reaparecerá en forma de testimonio en boca de los dos pastores. Y así como la obra pasa de los dioses a los esclavos, los mecanismos enunciativos de la verdad o la forma en que la verdad se enuncia cambian igualmente. Cuando hablan el dios y el adivino, la verdad se formula en forma de prescripción y profecía, como la mirada eterna y todopoderosa del dios Sol, como la del adivino que, aún siendo ciego, es capaz de ver el pasado, el presente y el futuro. Es precisamente esta especie de mirada mágico-religiosa la que, en el comienzo de la obra, hace brillar una verdad que ni Edipo ni el coro quieren creer. La mirada aparece también en el nivel más bajo, ya que, si dos esclavos pueden dar testimonio de lo que han visto, ello ocurre precisamente porque han visto. Uno de ellos vio cómo Yocasta le entregaba un niño y le ordenaba que lo llevase al bosque y lo abandonase. El otro vio al niño en un bosque, vio cómo su compañero esclavo le entregaba este niño y recuerda haberlo llevado al palacio de Polibio. Una vez más se trata de la mirada, pero ya no de aquella mirada eterna, iluminadora, fulgurante del dios y su adivino, ahora es la mirada de personas que ven y recuerdan haber visto con sus ojos humanos: es la mirada del testimonio. Esta era la mirada omitida por Homero al hablar del conflicto y el litigio entre Antíloco y Menelao.

Puede decirse, pues, que toda la obra es una manera de desplazar la enunciación de la verdad de un discurso profético y prescriptivo de otro retrospectivo: ya no es más una profecía, es un testimonio. Es también una cierta manera de desplazar el brillo o la luz de la verdad del brillo profético y divino hacia la mirada de algún modo empírica y cotidiana de los pastores. Entre los pastores y los dioses hay una correspondencia: dicen lo mismo, ven la misma cosa, pero no con el mismo lenguaje y tampoco con los mismos ojos. Durante toda la tragedia vemos una única verdad que se presenta y se formula de dos maneras diferentes, con otras palabras, en otro discurso, con otra mirada. Sin embargo, estas miradas se corresponden. Los pastores responden exactamente a los dioses; podríamos decir incluso que los simbolizan. En el fondo, lo que los pastores dicen es aquello que los dioses ya habían dicho, sólo que lo hacen de otra forma.

Estos son los dos rasgos fundamentales de la tragedia de Edipo: la comunicación entre los pastores y los dioses, entre el recuerdo de los hombres y las profecías divinas. Esta correspondencia define la tragedia y establece un mundo simbólico en el que el recuerdo y el discurso de los hombres son algo así como una imagen empírica de la gran profecía de los dioses.

Hemos de insistir sobre estos dos puntos para comprender el mecanismo de la progresión de la verdad en Edipo. En un lado están los dioses, en el otro los pastores, pero entre ellos se sitúa el nivel de los reyes, o mejor, el nivel de Edipo. ¿Cuál es su nivel de saber y qué significa su mirada?

En relación con esta cuestión, es preciso rectificar algunas cosas. Cuando se analiza la obra suele decirse que Edipo es aquél que nada sabía, que era ciego, que tenía los ojos vendados y la memoria bloqueada dado que nunca había mencionado, e incluso parecía haber olvidado sus propios actos al matar al rey en la encrucijada de los tres caminos. Edipo, hombre del olvido, hombre del no-saber, un verdadero hombre del inconsciente para Freud. Bien sabemos que el nombre de Edipo ha sido empleado para realizar múltiples juegos de palabras. Sin embargo, no olvidemos que los mismos griegos habían ya señalado que en ?Æ*4B@LH tenemos la palabra @Æ*" que significa al mismo tiempo «haber visto» y «saber». Quiero demostrar que Edipo, colocado dentro de este mecanismo del FLµ$@8@<, de mitades que se comunican, juego de respuestas entre los pastores y los dioses, no es aquél que no sabía sino, por el contrario, aquél que sabía demasiado, aquél que unía su saber y su poder de una manera condenable y que la historia de Edipo debía ser expulsada definitivamente de la Historia.

El título mismo de la tragedia de Sófocles es interesante: Edipo y Edipo Rey, ?Æ*4B@LH JLD"<<@H. La palabra JLD"<<@H es de difícil traducción. En efecto, la traducción no da cuenta del significado exacto. Edipo es el hombre del poder, un hombre que ejerce cierto poder. Y es digno de tener en cuenta que el título de la obra de Sófocles no sea Edipo, el incestuoso o Edipo, asesino de su padre, sino Edipo Rey. ¿Qué significa la realeza de Edipo?

La importancia de la temática del poder se pone de relieve si recorremos el curso de la obra: durante toda la pieza lo que está en cuestión es esencialmente el poder de Edipo y es esto mismo lo que hace que éste se sienta amenazado.

En ningún lugar de la tragedia dice Edipo que es inocente; ni una sola vez afirma haber hecho algo contra su voluntad o que cuando mató a aquel hombre no sabía que se trataba de Layo. En suma, el personaje central del Edipo Rey de Sófocles no invoca en ningún momento su inocencia o la excusa de haber actuado de modo inconsciente.

Solamente en Edipo en Colona veremos a un Edipo ciego y miserable que gime a lo largo de la obra diciendo: «Yo nada podía hacer. Los dioses me cogieron en una trampa que no había previsto». En Edipo Rey, Edipo no defiende en modo alguno su inocencia, su problema es el poder y cómo hacer para conservarlo; esta es la cuestión de fondo desde el comienzo hasta el final de la obra.

En la primera escena los habitantes de Tebas recurren a Edipo en su condición de soberano para plantearle el problema de la peste. «Tú tienes el poder, debes curarnos de la peste». Y él responde diciendo: «Tengo gran interés en curaros de la peste, pues no sólo a vosotros afecta sino también a mí mismo, en mi soberanía y mi realeza». Para Edipo entonces, la solución del problema es una condición necesaria para conservar su poder y cuando comienza a sentirse amenazado por las respuestas que surgen a su vuelta, cuando el oráculo lo nombra y el adivino dice de manera más clara aún que él es el culpable, Edipo, sin invocar su inocencia, comenta a Tiresias: «Tú deseas mi poder; has armado una conspiración contra mí para privarme de mi poder».

A Edipo no le asusta la idea de que podría haber matado a su padre o al rey, teme solamente perder su propio poder.

En la disputa con Creonte, éste le dice: «Trajiste un oráculo de Delfos pero lo falseaste porque, hijo de Layo, tú reivindicas un poder que me fue dado». Aquí también se siente Edipo amenazado por Creonte al nivel del poder y no de su inocencia o culpabilidad. En todos estos enfrentamientos lo que está en cuestión, desde el comienzo de la obra, es el poder.

Y cuando, al final de la obra, la verdad está a punto de ser descubierta, cuando el esclavo de Corinto dice a Edipo: «No te inquietes, no es el hijo de Polibio», Edipo no pensará que al no ser hijo de Polibio bien puede ocurrir que sea hijo de algún otro y tal vez, de Layo, dirá: «Dices eso para que me avergüence, para hacer que el pueblo crea que soy hijo de un esclavo. Igualmente ejerceré el poder; soy un rey como los otros». Una vez más es el poder. Y en su carácter de jefe de justicia, como soberano, Edipo convocará en ese momento al último testigo: el esclavo del Citerón. Amenazándolo con la tortura, le arrancará la verdad, y cuando ya se sabe quién era Edipo y qué había hecho -parricidio, e incesto con la madre-, ¿cuál es la respuesta del pueblo de Tebas? «Nosotros te llamábamos nuestro rey», lo cual significa que el pueblo de Tebas, al mismo tiempo que reconoce en Edipo a quien fue su rey, por el uso del imperfecto -llamábamoslo- declara ahora destituido y lo despoja de los atributos de la realeza.

Lo que está en cuestión es la caída del poder de Edipo. La prueba de ello es que cuando Edipo pierde el poder en favor de Creonte, las últimas réplicas de la obra todavía giran en torno al poder. La última palabra dirigida a Edipo antes de que lo lleven al interior del Palacio es pronunciada por el nuevo rey, Creonte: «Ya no trates de ser el señor». La palabra empleada es "D"J,4<, lo cual quiere decir que Edipo debe dejar de dar órdenes. Y Creonte añade r"iD"4µF"H palabra que quiere decir «después de haber llegado a la cima» pero que también es un juego de palabras en el que la «"» tiene un sentido privativo: «no poseyendo más el poder». r"iD"4µF"H significa al mismo tiemPo: «Tú que alcanzaste la cima y que ahora has perdido el poder».

Después de esto interviene el pueblo que saluda a Edipo por última vez diciendo: «Tú que eras iD"JLFµ@H», esto es, «tú que estabas en la cima del poder». Sin embargo, el primer saludo del pueblo tebano a Edipo era: «fiD"J<<@< ?\*4B@L», es decir, «¡Edipo todopoderoso!». Entre estos dos saludos del pueblo se desarrolló toda la tragedia. La tragedia del poder y del control del poder político. ¿Pero qué es este poder de Edipo? ¿Cómo se caracteriza? Sus características están presentes en la historia, el pensamiento y la filosofía griega de la época. Edipo es llamado #"F48,LH "<">, el primero de los hombres, aquel que tiene la iD"J,4", aquel que detenta el poder y es por ello JLD"<<@H. Tirano no ha de entenderse aquí en sentido estricto: Polibio, Layo y todos todos los demás eran considerados también JLD"<<@H.

En la tragedia de Edipo aparecen algunas de las características de este poder. Edipo tiene el poder, pero lo obtiene al cabo de una serie de historias y aventuras que, de ser el hombre más miserable -niño abandonado, perdido, viajero errante- lo convierten en el más poderoso. El suyo fue un destino desigual, conoció la miseria y la gloria: tuvo su punto más alto cuando todos lo creían hijo de Polibio y su condición más baja cuando se vio obligado a errar de ciudad en ciudad, y más tarde volvió a la cima. «Los años que crecieron conmigo -dice- me rebajaron a veces y otras me exaltaron».

Esta alternancia del destino es un rasgo característico de dos tipos de personajes, el héroe legendario que perdió su ciudadanía y su patria y que después de varias pruebas reencuentra la gloria, y el tirano histórico griego de finales del siglo vi y comienzos del V. El tirano era aquel que después de haber pasado por muchas aventuras y llegado a la cúspide del poder estaba siempre amenazado de perderlo. La irregularidad del destino es característica del personaje del tirano tal como es descrito en los textos griegos de esta época.

Edipo es aquél que después de haber conocido la miseria, alcanzó la gloria, aquél que se convirtió en rey después de haber sido héroe. Pero si se convirtió en rey fue porque había sido capaz de curar a la ciudad de Tebas matando a la Divina Cantora, la Cadela que devoraba a todos aquellos que no conseguían descifrar sus enigmas. Había curado a la ciudad, le había permitido -como se dice en la obra- recuperarse, respirar cuando había perdido el aliento. Para designar a esta. cura de la ciudad, Edipo emplea la expresión ÑD2TF"<, «recuperar»; r"<@D2TF"< B@84<, «recuperar la ciudad», expresión que encontramos en el texto de Solón. Solón, que no es un tirano sino más bien un legislador, se vanagloriaba de haber recuperado la ciudad de Atenas a finales del siglo vi. Esta es una característica común a todos los tiranos que surgen en Grecia entre los siglos vii y vi: no sólo conocieron los puntos álgidos y bajos de la suerte personal sino que además desempeñaron el papel de agentes de recuperación por medio de una distribución económica ecuánime como Cípselo en Corinto, o a través de una justa legislación, como es el caso de Solón en Atenas. Son éstas, pues, dos características fundamentales del tirano griego que aparecen en textos de la época de Sófocles o aún anteriores.

En Edipo se encuentran, además de estas características positivas de la tiranía, otras que podrían considerarse negativas. Con ocasión de las discusiones que mantiene con Creonte y Tiresias, e incluso con el pueblo mismo, se le reprochan a Edipo varias cosas. Creonte, por ejemplo, le dice: «Estás equivocado. Te identificas con esta ciudad, en la que no naciste. Imaginas que eres esta ciudad y que te pertenece. Yo también formo parte de ella; no es sólo tuya». Si nos atenemos a las historias que contaba Herodoto acerca de los tiranos griegos, en particular acerca de Cípselo de Corinto, vemos que éste se consideraba dueño de la ciudad, solía decir que Zeus se la había otorgado y que él la había entregado a los ciudadanos. Esto mismo aparece en la tragedia de Sófocles.

Igual que Cípselo, Edipo no da importancia a las leyes y las sustituye por sus órdenes, por su voluntad. Esto está claro en sus afirmaciones: cuando Creonte le reprocha que quiera exiliarlo diciendo que su decisión no es justa, Edipo responde: «Poco me importa que sea o no justo; igualmente has de obedecer». Su voluntad será la ley de la ciudad y es por ello que en el momento en que se inicia su caída del poder el coro del pueblo le reprochará el haber despreciado la JL60, la justicia. Por lo tanto, hay que ver en Edipo un personaje históricamente bien definido, marcado, catalogado, caracterizado por el pensamiento del siglo v: el tirano.

Este personaje del tirano no sólo se caracteriza por el poder sino también por cierto tipo de saber. El tirano griego no era simplemente quien tomaba el poder; si se adueñaba de él era porque detentaba o hacía valer el hecho de detentar un saber superior, en cuanto a su eficacia, al de los demás. Este es precisamente el caso de Edipo. Edipo es quien consiguió resolver por su pensamiento, su saber, el famoso enigma de la esfinge; y así como Solón puede dar efectivamente leves justas a Atenas, puede recuperar la ciudad porque era F@n@H, sabio, así también Edipo es capaz de resolver el enigma de la esfinge porque también él es F@n@H.

¿Qué es este saber de Edipo? ¿Cuáles son sus notas? Durante toda la obra el saber de Edipo se despliega en sus características: en todo momento dice que él venció a los otros, que resolvió el enigma de la esfinge, que curó a la ciudad por medio de eso que llama (<@µ0, su conocimiento o su J,i<0. Otras veces, para designar su modo de saber, se dice aquel que encontró ¦LD0i". Esta es la palabra que con mayor frecuencia utiliza Edipo para designar lo que hizo y está intentando hacer ahora. Si Edipo resolvió el enigma de la esfinge es porque encontró; si se quiere salvar nuevamente a Tebas es preciso de nuevo encontrar ,LD4Fi,4<. ¿ Qué significa ,LD4Fi,4<? En un comienzo esta actividad de encontrar es muestra de la obra como algo que se hace en soledad. Edipo insiste en ello una y otra vez: al pueblo y al adivino les dice que cuando resolvió el enigma de la esfinge no se dirigió a nadie; al pueblo le dice: «Nada pudisteis hacer para ayudarme a resolver el enigma de la esfinge, nada podíais hacer contra la Divina Cantora». Y a Tiresias le dice: « ¿Qué clase de adivino eres que ni siquiera fuiste capaz de liberar a Tebas de la esfinge? Cuando todos estaban dominados por el terror yo solo liberé a Tebas; nadie me enseñó nada, no envíe a ningún mensajero, vine personalmente». Encontrar es algo que se hace a solas y también lo que se hace cuando se abren los ojos. Edipo es el hombre que no cesa de decir: «Yo inquirí y como nadie fue capaz de darme informaciones abrí ojos y oídos; yo vi». Utiliza frecuentemente el verbo @4*", que significa al mismo tiempo saber y ver. ?4*4B@LH es aquel que es capaz de ver y saber. Edipo es el hombre que ve, el hombre de la mirada, y lo será hasta el fin.

Si Edipo cae en una trampa es precisamente porque, en su voluntad de encontrar postergó el testimonio, el recuerdo, la búsqueda de las personas que vieron hasta el momento en que del fondo del Citerón salió el esclavo que había asistido a todo y sabía la verdad. El saber de Edipo es esta especie de saber de experiencia y al mismo tiempo, este saber solitario, de conocimiento, saber del hombre que quiere ver con sus propios ojos, solo, sin apoyarse en lo que se dice ni oír a nadie: saber autocrático del tirano que por sí solo puede y es capaz de gobernar la ciudad. La metáfora del que gobierna, del que conduce, es utilizada frecuentemente por Edipo para describir lo que hace. Edipo es el conductor, el piloto, aquél que en la proa del navío abre los ojos para ver. Y es precisamente porque abre los ojos sobre lo que está ocurriendo que encuentra el accidente, lo inesperado, el destino, la JL60. Edipo cayó en la trampa porque fue este hombre de la mirada autocrática, abierta sobre las cosas.

Quisiera mostrar que en realidad Edipo representa en la obra de Sófocles un cierto tipo de lo que yo llamaría saber-y-poder, poder-y-saber. Y porque ejerce un poder tiránico y solitario -desviado tanto del oráculo de los dioses que no quiere oír como de los que dice y quiere el pueblo- en su afán de poder y saber, de gobernar descubriendo por sí solo, encuentra en última instancia los testimonios de quienes vieron.

Vemos así cómo funciona el juego de las mitades y cómo, al final de la obra, Edipo es un personaje superfluo, en la medida en que este saber tiránico de quien quiere ver con sus propios ojos sin explicar a dioses ni hombres, permite la coincidencia exacta de lo que habían dicho los dioses y lo que sabía el pueblo. Edipo, sin querer, consigue establecer la unión entre la profecía de los dioses y la memoria de los hombres. El saber edípico, el exceso, el exceso de poder, el exceso de saber, fueron tales que el protagonista se tornó inútil; el círculo se cerró sobre él, o mejor, los dos fragmentos de la trama se acoplaron y Edipo, en su poder solitario, se hizo inútil, su imagen se tornó monstruosa al acoplarse ambos fragmentos. Edipo podía demasiado por su poder tiránico, sabía demasiado en su saber solitario. En este exceso aún era esposo de su madre y hermano de sus hijos: es el hombre del exceso, aquél que tiene demasiado de todo, en su poder, su saber, su familia, su sexualidad. Edipo, hombre doble, que estaba de más frente a la transparencia simbólica, de lo que sabían los pastores y hablan los dioses.

Por consiguiente, la tragedia de Edipo está muy cerca de lo que será, unos años más tarde, la filosofía platónica. Platón restará valor al saber de los esclavos, memoria empírica de lo que fue visto, en provecho de una memoria más profunda, esencial, como es la memoria de lo que se vio en el ámbito de lo inelegible. No obstante lo importante es aquello que será fundamentalmente desvalorizado, descalificado, tanto en la tragedia de Sófocles como en la República de Platón: el tema, o mejor el personaje, la forma de un saber político que es al mismo tiempo privilegiado- y exclusivo. La figura señalada por la tragedia de Sófocles o la filosofía de Platón, colocada en una dimensión histórica, es la misma que aparece por detrás de Edipo F@n@H. Edipo el sabio, el tirano que sabe, el hombre de la J,i<0, de la (<@µ0, es el famoso sofista, profesional del poder político y el saber que existía efectivamente en la sociedad ateniense correspondiente a la época de Sófocles. Pero más allá de esta figura, lo que Platón y Sófocles señalan es otra categoría de personajes del que el sofista era algo así como un pequeño representante, continuaci6n y fin histórico: me refiero al personaje del tirano. En los siglos vi y vii el tirano era el hombre del poder y del saber, aquel que dominaba tanto por el poder que ejercía como por el saber que poseía. Por último, aun cuando no está presente en el texto de Platón y tampoco en Sófocles, quien es mencionado es el gran personaje histórico que existió efectivamente aunque colocado en un contexto legendario: el famoso rey asirio.

En las sociedades indoeuropeas del Oriente mediterráneo, a finales del segundo y comienzos del primer milenio, el poder político detentaba siempre cierto tipo de saber. El rey y quienes lo rodeaban administraban un saber que no podía y no debía ser comunicado a los demás grupos sociales, por el solo hecho de detentar el poder. Saber y poder eran exactamente correspondientes, correlativos, superpuestos. No podía haber saber sin poder, y no podía haber poder político que no supusiera a su vez cierto saber especial.

Esta es la forma aislada por Dumézil en sus estudios sobre las tres funciones, cuando mostró que la primera función, el poder político, correspondía a un poder político mágico y religioso. El saber de los dioses, el saber de la acción que se puede ejercer sobre los dioses o sobre nosotros, todo ese saber mágico-religioso está presente en la función política.

En el origen de la sociedad griega del siglo v que es, a la vez, el origen de nuestra civilización se produjo un desmantelamiento de esta gran unidad formada por el poder político y el saber. Los tiranos griegos, impregnados de civilización oriental, trataron de instrumentar para su provecho el desmantelamiento de esta unidad del poder mágico-religioso que aparecía en los grandes imperios asirios. En alguna medida también los sofistas de los siglos v y vi la utilizaron como pudieron, en forma de lecciones retribuidas con dinero. Durante los cinco o seis siglos que corresponden a la evolución de la Grecia arcaica asistimos a esta larga descomposición y cuando comienza la época clásica -Sófocles representa la fecha inicial, el punto de eclosión- se hace perentoria la desaparición de esta unión del poder y el saber para garantizar la supervivencia de la sociedad. A partir de este momento el hombre del poder será el hombre de la ignorancia. Edipo nos muestra el caso de quien por saber demasiado, nada sabía. Edipo funcionará como hombre de poder, ciego, que no sabía y no sabía porque podía demasiado.

Así, cuando el poder es tachado de ignorancia, inconsciencia, olvido, oscuridad, por un lado quedarán el adivino y el filósofo en comunicación con la verdad, con las verdades eternas de los dioses o del espíritu, y por otro estará el pueblo que, aun cuando es absolutamente desposeído del poder, guarda en sí el recuerdo o puede dar testimonio de la verdad. Así, para ir más allá de un poder que se encegueció como Edipo, están los pastores que recuerdan y los adivinos que dicen la verdad.

Occidente será dominado por el gran mito de que la verdad nunca pertenece al poder político, de que el poder político es ciego, de que el verdadero saber es el que se posee cuando se está en contacto con los dioses o cuando recordamos las cosas, cuando miramos hacia el gran sol eterno o abrimos los ojos para observar lo que ha pasado. Con Platón se inicia un gran mito occidental: lo que de antinómico tiene la relación entre el poder y el saber, si se posee el saber es preciso renunciar al poder; allí donde están el saber y la ciencia en su pura verdad jamás puede haber poder político.

¡Hay que acabar con este gran mito! Un mito que Nietzsche comenzó a demoler al mostrar en los textos que hemos citado que por detrás de todo saber o conocimiento lo que está en juego es una lucha de poder. El poder político no está ausente del saber, por el contrario, está tramado con éste. 

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