HACIA UNA CARACTERIZACIÓN DEL BARROCO DE INDIAS

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

enlace de origen

Mabel Moraña
Facultad de Filosofía y Letras. Universidad Autónoma deMéxico

del libro: Viaje al silencio: exploraciones del discurso barroco

IMPRIMIR

Barroco y conciencia criolla en Hispanoamérica

En el último decenio se ha asistido a un notable incremento, cuantitativo y cualitativo, de los estudios sobre el periodo colonial hispanoamericano, tanto en el medio académico norteamericano como en los centros europeos de estudios latinoamericanos. Este interés responde a varias razones, aun dejando de lado cuestiones de política universitaria y demanda académica. Por un lado, parece haber caído en desuso cierta moda de los años sesenta que interpretaba la historia de los países al sur del río Bravo como un ejemplo vivo de magia cotidiana -de magia negra, en muchos casos- en que la realidad parecía dar cuerpo histórico al imaginario social. Los enfoques desarrollistas o tributarios de la vieja dicotomía moderno versus tradicional hicieron crisis, en los estudios literarios como en los de las ciencias sociales, como analiza bien James Lockhart. Hizo crisis también cierto sociologismo que, apoyado en la pirotecnia teórica que desató la Revolución cubana, convenció a muchos, con un facilismo que poco favor hizo a la causa latinoamericana, de que ese continente entraba en el mejor de los mundos posibles. Esa visión panglossiana de la historia y la literatura, para la cual la cultura del subcontinente aparecía como un epifenómeno sin lazos con la tradición, dejó como saldo a nuestra década una larga serie de problemas sin resolver, y un interés renovado en la cultura latinoamericana. Poco a poco ha ido arraigando, en gran medida a impulsos de los sucesos políticos de los años setentas, una perspectiva diferente, menos «tropicalista» y más histórica, para el estudio de la problemática latinoamericana. Esta perspectiva se corresponde, a su vez, con una metodología que pretende ser afín a su objeto de estudio. En efecto, los países latinoamericanos, con sus economías de venas abiertas, sus dictaduras transnacionalizadas y sus desafiantes revoluciones, han lanzado a la arena de los estudios sociohistóricos una problemática que reclama estudios globales, multidisciplinarios, y que no cede a enfoques formalistas creados para otras realidades culturales.

 

Nociones como «colonialismo», «dependencia», «cultura popular», «conciencia social», «autoritarismo» tienen en la historia latinoamericana un referente concreto, de dramática presencia, que se ofrece como un desafío a la crítica y la historiografía. El arraigo de esas nociones en la historia latinoamericana se remonta, obviamente, al periodo colonial y al proyecto imperial que las naciones europeas aplicaron al conjunto de formaciones sociales de ultramar, las cuales a partir de esa violencia inicial, se dieron en llamar «el Nuevo Mundo». A los estudios del periodo colonial se llega así, en muchos casos, con una orientación retrospectiva 1. En efecto, se busca en esa etapa de la historia continental al menos una de las vertientes de la tradición cultural del continente. Por un lado, porque en los siglos XVI y XVII cristaliza ya una literatura, una crítica y una historia literaria a la vez dependientes y culturalmente diferenciadas de los modelos metropolitanos. Por otro lado, porque esa cultura es ya, desde sus albores, producto de un sistema de dominación del que aún es en gran parte tributaria nuestra realidad actual y es la raíz de esa problemática la que queda expuesta a través de los productos culturales del periodo. Es solamente a partir del estudio de esas raíces propias que puede rescatarse y comprenderse la singularidad conflictiva de la cultura latinoamericana, nacida tanto bajo el signo de la violencia y los intereses del dominador, como de la creatividad y resistencia del dominado.

 

Quiero referirme aquí, en especial, a uno de los capítulos más relegados de la historia literaria hispanoamericana, relegado no  porque no se hagan alusiones constantes a él, sino porque no ha sido hasta ahora revisado y problematizado con la profundidad que merece. Me refiero al Barroco hispanoamericano, o mejor aún al que Mariano Picón Salas denominara tempranamente, con acierto, el «Barroco de Indias», llamando la atención sobre su calidad derivada, translaticia.

 

La importancia del Barroco en Hispanoamérica, ya sea éste considerado un periodo, un estilo, o un «espíritu de época», no radica exclusivamente en la calidad de la producción literaria que corresponde al que se ha dado en llamar «periodo de estabilización virreinal» 2. La importancia del Barroco reside principalmente, por un lado, en que la evaluación de esa producción poética plantea problemas crítico-historiográficos que se proyectan sobre todo el desarrollo posterior de la literatura continental, y que derivan del proceso de imposición cultural y reproducción ideológica que acompañó a la práctica imperial. En segundo lugar, es también en el contexto de la cultura barroca que aparecen las primeras evidencias de una conciencia social diferenciada en el seno de la sociedad criolla. Esas formas incipientes -y en muchos casos contradictorias- de conciencia social, hablan a las claras, sin embargo, de la dinámica creciente de las formaciones sociales de ultramar, y no es errado ver en ellas el germen, aún informe, de las identidades nacionales.

 

Quiero referirme a este nivel, crítico-historiográfico y también ideológico, del Barroco de Indias, tomando luego algunos textos que ilustran la problemática de fondo.

 

Para empezar, existen varias aproximaciones posibles al Barroco hispanoamericano. La primera y más tradicional, interpreta la producción del periodo como un simple reflejo o traslación de modelos estéticos metropolitanos 3. Desde esta perspectiva, la producción  barroca sólo puede ser entendida como un desprendimiento que remite al tronco de las culturas centroeuropeas, y principalmente de las peninsulares. Sobreimpuesta a la realidad tensa y conflictiva del Nuevo Mundo, la cultura del Barroco, habría tenido en las colonias una realización degradada y siempre tributaria de los modelos metropolitanos. Los textos más importantes de la literatura americana del siglo XVII aparecen así como productos excepcionales por su fidelidad a las formas canónicas, frutos acabados de una mecánica especular. Así, por ejemplo, la obra de sor Juana Inés de la Cruz ha sido juzgada durante mucho tiempo como un capítulo desprendido de la historia literaria española, accidentalmente situado en el contexto de la Nueva España. La dinámica social del virreinato fue a menudo considerada irrelevante para una comprensión del discurso poético y afín de la prosa de la monja mexicana. En el mismo sentido Menéndez y Pelayo alabando la obra crítica de Juan de Espinosa Medrano, mestizo nacido en el repartimiento del Cusco, resalta su excepcionalidad, afirmando que su «Apologético en favor de don Luis de Góngora [es] una perla caída en el muladar de la poética culterana» hispanoamericana 4.

 

Posiciones como las mencionadas, ostentan un evidente purismo eurocentrista. Muchos reconocen la altura literaria sólo de aquellos textos que con mayor rigor actualizan el paradigma metropolitano.

 

Otros, incluso, llegan a resentirse ante cualquier interpretación que tienda a «denigrar» al Barroco español, vicio en que caen sobre todo los «hispanistas extranjeros» que toman por valores auténticos del Barroco las que son sólo muestras primitivas o bárbaras, «reduciendo la literatura española a poco más que un arte de negros» 5.

 

Arte de indios o, al menos, de mestizos es, en efecto, el Barroco hispanoamericano.

 

Lo importante es, en todo caso, reconocer, que tomando como base posiciones como las mencionadas, se intenta muchas veces resolver la problemática del Barroco hispanoamericano a través de un análisis de sus estructuras de superficie 6. Por un lado, es imposible desconocer que los códigos conceptuales y estéticos del Barroco europeo y principalmente peninsular son impuestos en América como parte del proyecto expansionista que buscaba unificar en torno a un rey, un dios y una lengua, la totalidad imperial. En los ámbitos de las cortes virreinales, la cultura barroca consagra el predominio de la nobleza cortesana y de la burocracia estatal y eclesiástica, que coronaban la pirámide de la sociedad de castas 7.

 

Tanto para la minoría peninsular como para la creciente oligarquía criolla el Barroco constituyó sobre todo un modelo comunicativo a través de cuyos códigos el Estado imperial exhibía su poder bajo formas sociales altamente ritualizadas. El código culto, alegórico y ornamental del Barroco expresado en la fisonomía misma de la ciudad virreinal o a través de certámenes, ceremonias religiosas, «alta» literatura, poesía devota o cortesana, constituyó así durante el periodo de estabilización virreinal el lenguaje oficial del Imperio, un «Barroco de Estado» 8 al servicio de una determinada estructura de dominación. No es de extrañar entonces que la ya para entonces sofisticada intelectualidad criolla intentara consolidar sus posiciones a través de la apropiación de esos códigos 9 . La habilidad para hacer uso de los discursos metropolitanos se convirtió así en una especie de prueba que permitía definir las posibilidades de comprensión y participación de los grupos sociales periféricos en los universales del Imperio 10. Pero aún más: bajo el régimen inquisitorial los modelos metropolitanos protegían al discurso colonial de toda sospecha de heterodoxia, permitiendo que la literatura del «Nuevo Mundo» se amparara en el «principio de autoridad». Imitar modelos consagrados significaba así aceptar una transferencia de prestigio y colocarse a salvo de la censura.

 

El Barroco adquiere así la dimensión de un verdadero paradigma cultural, formalizado y cultivado de espaldas a la realidad social de la Colonia 11. Se ha hablado así de «las máscaras de la represión barroca» y de la «verdad soterrada» del Barroco hispanoamericano que recordaba a Picón Salas el monólogo de Segismundo: una alegoría sobre el poder interpolada entre arte y realidad.

 

Esta función ideológica del Barroco de Indias sí ha sido vislumbrada en algunos estudios, que mitigan la perspectiva eurocentrista al esclarecer la funcionalidad social y política de los modelos estéticos dominantes durante la Colonia 12. En definitiva, este nivel de los estudios del Barroco hispanoamericano -escasos, por otra parte- apoya en los ya avanzados estudios sobre ideología que desde la vertiente marxista, especialmente en su línea gramsciana, permiten analizar la funcionalidad de los discursos hegemónicos en una circunstancia histórica dada. Ese fenómeno de imposición verticalizada de los discursos dominantes y de contaminación de los valores y hasta de los principios de legitimación del sector hegemónico en los sectores subalternos, tiene, sin embargo, su reverso. Me refiero al «fenómeno de retorno» por el cual los sectores dominados en determinado momento de la historia comienzan a activarse hasta generar respuestas sociales diferenciadas. Estas respuestas tendientes a impugnar el discurso hegemónico y los principios de legitimación en los que éste se apoya, se desarrollan y afianzan hasta constituir formas alternativas dentro de la totalidad social. Este momento de emergencia de las que podríamos llamar formas de conciencia subalternas por su ubicación dentro del aparato político-social de una época, es un proceso de difícil lectura. En primer lugar, porque esa misma posición de subalternidad condiciona el grado de formalización y homogeneidad que ese discurso puede alcanzar. En segundo lugar porque la evidencia histórica de ese proceso, la posibilidad de documentación del mismo, implica la interpretación de indicios que, expresados muchas veces con el lenguaje y la retórica dominantes, se mimetizan con la visión del mundo hegemónica, la remedan, parodian o utilizan para sus propios fines.

 

Es esta manifestación del ser social la que me interesa en el periodo colonial, no sólo porque constituye una de las etapas más importantes en el proceso del pensamiento hispanoamericano, sino por su articulación peculiar con el paradigma barroco.

 

El Barroco de Indias se corresponde históricamente con el proceso de emergencia de la conciencia criolla en los centros virreinales desde los que se establecían los nexos económicos, políticos y culturales con el poder imperial 13. Los historiadores coinciden en general en que hacia 1620 aparece ya en el seno de la ciudad virreinal el complejo fenómeno cultural que conocemos como «criollismo». Éste se manifiesta como «el nuevo régimen indiano caracterizado por un intenso protagonismo histórico del vasto conglomerado social formado por cuantos se sienten y llaman a sí mismos criollos en toda la extensión de las Indias» 14.

 

El surgimiento del «espíritu criollo» es, sin embargo, muy anterior. Los estudios de historia social lo remontan en general al resentimiento de los conquistadores y primeros pobladores «americanizados» que se sentían mal recompensados por la Corona y afirmaban sus derechos en contraposición a los residentes de la Península, quienes controlaban los mecanismos de poder, prebendas y recompensas destinadas a los pobladores de Indias. Desde un punto de vista más estrictamente cultural, José Juan Arrom fija entre 1564 y 1594 la primera generación criolla. A través de las crónicas de fray Diego Durán, Blas Valera, el Inca Garcilaso, Juan de Tovar, así como en la producción dramática de Fernán González de Eslava, Cristóbal de Llerena, Juan Pérez Ramírez, Arrom identifica las fuentes de lo que puede ser llamado, con lenguaje de hoy, «el discurso Criollo» 15.

 

La posición social del criollo es esencial para la comprensión de la dinámica social e ideológica de la Colonia. Es obvio que el elemento étnico vertebra en América no sólo la constitución de grupos sociales desde el comienzo sino también su jerarquización y las formas de conciencia social que esos grupos alcanzan. Por lo mismo, se vierte como un componente insoslayable en la productividad cultural y específicamente en la literaria. Es interesante anotar, asimismo, que nuestro uso del término «criollo» y «sociedad criolla» está avalado por el sentido que esos términos adquieren en los textos literarios del periodo, y no solamente en la documentación jurídico-administrativa, como veremos más adelante.

 

De todos modos, lo que interesa retener de toda la problemática social vinculada al sentimiento criollo en la Colonia, es que éste crece y se articula a los paradigmas de la cultura barroca en el marco de un proceso reivindicativo a partir del cual empieza a diferenciarse lo que podríamos llamar «el sujeto social hispanoamericano». Este proceso se corresponde, como se sabe, con el periodo de la decadencia española, desde la muerte de Felipe II, en 1598, hasta la muerte de Carlos II último miembro de la dinastía austríaca. Durante esta fase de la historia española se ajusta y transforma el orden anterior. La política del Estado español con respecto a América se encauza hacia objetivos fiscales, sacrificando, como se ha dicho, la economía a la Hacienda, y quebrando así el principio del bien común 16. Sin tocar las bases del mercantilismo monopólico, la Corona sigue una política filoaristocrática de profundas consecuencias sociales en América. Entre ellas se cuenta, por ejemplo, la progresiva burocratización de la nobleza castellana y la creación de una «nobleza indiana» endogámica que se afianza sobre la base del mayorazgo, las alianzas matrimoniales y el acaparamiento de tierras por medios ilegales (concesiones abusivas de los Cabildos, nepotismo, usurpación de comunidades indígenas. Igual que antes se hiciera con los cargos públicos se venden, desde principios del siglo XVII, títulos de la nobleza castellana a mercaderes indianos, hacendados o mineros ricos. Como indica Céspedes del Castillo, a lo largo del siglo XVII los criollos van acaparando títulos nobiliarios comprados o concedidos, hábitos de las órdenes Militares, escudos de armas más o menos fantasmagóricos, títulos de «familiar del Santo Oficio», cargos en cofradías religiosas, patronazgo de conventos e instituciones de beneficencia, puestos en la guardia del virrey, grados militares honoríficos 17. Según el mismo autor, un avance igualmente agresivo se registra en el nivel social medio. Los criollos predominan en las profesiones liberales, el clero y la burocracia, convirtiéndose en un satélite ideológico de las elites. La gran movilidad social interclase aumenta en el periodo la competencia y la discriminación, que alcanzan hasta el nivel popular.

 

Todo esto indica que el sector criollo, adquiere a nivel social, una visibilidad innegable, que está escrita profusamente en documentos desprendidos del cuerpo jurídico del Imperio en el siglo XVII, algunos de los cuales tuve oportunidad de consultar en el Archivo de Indias, en Sevilla. Pero incluso al margen del testimonio que deja este tipo de documentación, digamos, institucionalizada, y por lo mismo formal, articulada, es interesante la lectura que muchos historiadores y cientistas sociales han hecho en las últimas décadas de otras fuentes de carácter más popular y espontáneo, redimensionando el concepto de Social History central en esa disciplina. El estudio de correspondencia privada, memoriales, archivos conventuales, etcétera, permite captar los usos cotidianos, espontáneos y a veces contradictorios de términos claves para la investigación sociohistórica, revelando, además, la dinámica cotidiana de la Colonia, sus valores dominantes y modelos de comportamiento 18.

 

De todo este proceso que hemos venido exponiendo, lo que interesa en todo caso retener, podría ser resumido en tres puntos principales.

 

En primer lugar, el sector criollo se convirtió en un importante grupo de presión que se afianza progresivamente en su riqueza, prestigio y poder político. Aunque los criollos no consiguen nunca dentro de los marcos del Imperio los objetivos de autonomía administrativa y predominio político-económico, lo cierto es que el creciente protagonismo del grupo amenaza el ideal del Imperio como cuerpo unificado. Los intentos de autodeterminación de ese sector son, en muchos casos, vistos con respeto; en otros casos, son interpretados como una forma incipiente de separatismo tendiente a favorecer procesos de regionalización (como efectivamente sucedería), constituyendo gérmenes de las futuras nacionalidades, que Irving Leonard ve asomar ya hacia fines del siglo XVII.

 

En segundo lugar, ese avance criollo, consecuencia de un largo proceso reivindicativo originado ya en la Conquista, generó el desarrollo de la conciencia social de ese grupo, la cual surge no solamente de los logros conseguidos sino principalmente de las postergaciones y los límites de ese avance. Se sabe, por ejemplo, que los criollos no alcanzaron puestos de jerarquía eclesiástica o civil, salvo excepciones. También existe extensa documentación que demuestra la resistencia al criollo dentro del clero regular. Se consideraba que la «santidad» de este grupo era dudosa, dado el medio social del cual surgía el criollo, dominado por el afán de éxito y ascenso social, la codicia y el resentimiento. Por lo tanto, para la dirección de las órdenes no podían competir con los peninsulares, imbuidos de la tradición mística castellana. En el mismo sentido, dentro de la escala administrativa, existió todo un cuerpo legal destinado únicamente a regular el otorgamiento de cargos públicos a los criollos y obligando a un régimen de alternancia con los peninsulares. Este sistema, refrendado por el papa, se continúa hasta fines del dominio español 19.

 

En tercer lugar debe mencionarse el plano estrictamente cultural (y en este punto regresamos al problema del paradigma barroco y su asimilación en el complejo de la cultura virreinal). A este nivel, y específicamente en el plano de la literatura, se manifiesta en su propia modulación la problemática hegemonía/dependencia que hemos visto manifestarse en lo que tiene que ver con el surgimiento de la conciencia criolla. Por un lado, en la práctica literaria de algunos escritores del siglo XVII hispanoamericano, el código barroco sirve como vehículo para cantar la integración al sistema dominante, lograda o anhelada. En otros casos, el modelo barroco provee las formas y tópicos que, utilizados por la intelectualidad virreinal, denuncian la Colonia como una sociedad disciplinaria y represiva. Ésta, por un lado, tolera la ascención criolla, por otra parte inevitable; al mismo tiempo, intenta controlarla como parte orgánica del proyecto imperial, enajenándola de su realidad cotidiana a través de los rituales y las máscaras del poder 20.

 

En relación con esta problemática es que se define la obra de quienes son, probablemente, los tres escritores más importantes del periodo, en los virreinatos de Perú y de la Nueva España. Se trata de Juan de Espinosa Medrano, el Lunarejo, Carlos de Sigüenza y Góngora y sor Juana Inés de la Cruz, nombres ineludibles en la literatura del siglo XVII hispanoamericano. En tres estilos muy diferentes entre sí, estos tres escritores actualizan la naturaleza jánica del barroco hispanoamericano. Por un lado, en su obra el paradigma barroco da la cara a los rituales sociales y políticos del Imperio y se apropia de los códigos culturales metropolitanos como una forma simbólica de participación en los universales humanísticos del imperio. Por otro, esos intelectuales se articulan a través de sus textos a la realidad tensa y plural de la Colonia a la que ya perciben y expresan como un proceso cultural diferenciado, y utilizan el lenguaje imperial no sólo para hablar por sí mismos sino de sí mismos, de sus proyectos, expectativas y frustraciones.

 

Juan de Espinosa Medrano, el Lunarejo, sacerdote natural del Calcauso, corregimiento del Cusco, tiene entre sus obras, piezas dramáticas sacras y profanas, obras filosóficas y crítico-literarias, escritas en castellano, latín y quechua. En 1662 da a conocer su Apologético en favor de don Luis de Góngora, texto reconocido como el primer ejemplo de crítica literaria hispanoamericana 21. La voluntad del erudito mestizo de terciar en las polémicas metropolitanas en torno a la valoración del poeta cordobés, resurgidas después de la muerte de éste, en 1627, es importante como indicio de época. El Lunarejo sale al cruce de los ataques hechos a Góngora por el erudito portugués Manuel de Faría y Souza, en sus cuatro volúmenes dedicados a comentar Las Lusíadas de Caõmes. Faría y Souza denigra a Góngora por considerar que su reputación oscurecía la de Caõmes, a quien consideraba «hombre inspirado por el espíritu divino». En su defensa de Góngora, Espinosa Medrano expresa, por un lado, su profundo dominio del código culterano, y un concepto riguroso de la función y procedimientos de la crítica literaria, a la cual concibe como una disciplina de orientación científica. Indica que ésta, a partir del relevamiento y la cuantificación de procedimientos literarios, debería además tomar en cuenta la cualidad comunicativa de éstos dentro del contexto poético. Distingue los recursos que convienen a la poesía secular y a la escritura revelada, rastrea con increíble erudición las fuentes latinas en las que estaban ya codificadas las cinco variantes del hipérbaton, planteando el problema tradición/originalidad, código culto/lenguaje popular o cotidiano, aspecto que algunos han visto como un adelanto de Tinianov y Jakobson 22. Concluye el crítico peruano en que Góngora realiza con su obra la «habilitación» del idioma castellano que con él entra en un proceso de renovación lingüística. La transgresión del orden convencional de la frase está naturalizada en el discurso poético gongorino; no sobreimpuesta como disrupción o anomalía lingüística sino integrada al lenguaje en su función expresiva, propiamente poética.

 

En todo caso, Espinosa Medrano se articula a la revisión del canon culterano proponiéndose como un interlocutor válido en la disputa metropolitana. Su sofisticado discurso crítico no está exento, sin embargo, de nutridas referencias a la condición marginal del intelectual de Indias. El Apologético en favor de don Luis de Góngora se abre con el reconocimiento de su identidad periférica. En las palabras dedicadas al lector de la Lógica, indica: «Tarde parece que salgo a esta empresa: pero vivimos muy lejos los criollos y si no traen las alas del interés, perezosamente nos visitan las cosas de España» 23. Y más adelante:

 

Ocios son estos que me permiten estudios más severos: pero ¿qué puede haber bueno en las Indias? ¿Qué puede haber que contente a los europeos, que desta suerte dudan? Sátiros nos juzgan, tritones nos presumen, que brutos de alma, en vano nos alientan a desmentirnos máscaras de humanidad 24.


Según algunos, la rápida difusión que alcanzó el Apologético de Espinosa Medrano en España no fue mayor a la que mereció en Roma su
Philosophia Tomisthica, publicada en latín en 1688. El volumen correspondiente a la Lógica aborda agresivamente, en su «Prefacio al lector» el tema de la igualdad intelectual de europeos y americanos, a partir de una curiosa disquisición geográfica. El Lunarejo reafirma la idea de que los americanos gozan del privilegio de habitar el polo antártico, que «está en lo alto del cielo, o sea que es la parte superior y a la vez la parte diestra» del Universo, e indica:

 

Por consiguiente, los peruanos no hemos nacido en rincones oscuros y despreciables del mundo ni bajo aires más torpes, sino en un lugar aventajado de la tierra, donde sonríe un cielo mejor, por cuanto las partes superiores son preferibles a las inferiores y las diestras a las siniestras 25.


Y se pregunta:

 

Conque para los peruanos las estrellas son diestras, y sin embargo su fortuna es siniestra. Y ¿por qué? Sólo porque son superados por los europeos en un sólo astro, a saber, el augusto, óptimo y máximo rey Carlos [...] Alejados, pues, en el otro orbe, carecemos de aquel calor celestial con que el príncipe nutre, alienta, fomenta y hace florecer la excelencia y todas las artes. Así pues no basta merecer los premios, la gloria, los honores debidos a esta excelencia (los cuales hay que buscar prácticamente en las antípodas, y aun así llegan tarde o nunca); hay que ser argonautas también. Pero ésta es la vieja queja de los nuestros, y no cabe reiterarla aquí 26.


La queja y el reclamo, el tono reivindicativo y la arrogancia implícita en la apropiación de los códigos expresivos dominantes, son la modulación de una conciencia crítica incipiente. Aún aplicada a elementos, como el culteranismo, que integraban el discurso canónico, esa conciencia crítica descubre en la tradición hispánica inmediata su propia tradición, pero al mismo tiempo descubre su posición excéntrica, desplazada, con respecto al objeto de su reflexión. Se equivoca Mariátegui, por una vez, al interpretar que la literatura de la Colonia es «un repertorio de rapsodias y ecos, si no de plagios» y que textos como el Apologético están dentro de los parámetros canónicos de la literatura española 27.

 

La poética de la lírica culterana, que el Lunarejo realiza a través de su Apologético se manifiesta así no solamente como un aporte al canon. Implica, al mismo tiempo, la voluntad de identificación de un estilo hispanoamericano de época, de claras connotaciones ideológicas. Marca, como indicara alguna vez Jaime Concha, «un primitivo momento de constitución de una ideología de las capas medias del Virreinato, en su grupo de letrados» 28, poseedores de cierta conciencia de elite cultural por el manejo de ese instrumento técnico complejo constituido por el gongorismo. Finalmente, ese intento de ósmosis de los intelectuales del barroco virreinal con el humanismo renacentista no es tampoco casual. Forma parte de la cultura colonial de la época, que tiene uno de sus pilares en el humanismo y la pedagogía jesuíticos, propuesto como contramodelo de las tendencias disolventes del protestantismo. Pero el fenómeno es complejo. Es cierto, por un lado, que el gongorismo, tan extendido en América, sirvió, por ejemplo, en manos de los jesuitas, como un «pesado instrumento pedagógico», haciendo que los niños que debían aprender en las escuelas largas tiradas del poeta cordobés «se apartaran de sus circunstancias inmediatas para sumergirse, mediante el espejismo seductor de las palabras, en la distante patria metropolitana» 29. Pero no es menos cierto también que el gongorismo, lejos de ser en todos los casos la lengua muerta del poder imperial, dio a muchos intelectuales del Barroco indiano un motivo de lucimiento y autoafirmación, actuando, paradójicamente, como pretexto en el proceso de conformación de la identidad cultural hispanoamericana, al menos en uno de sus sectores sociales.

 

En esa misma dirección es que debe entenderse también la participación de muchos escritores de la época en polémicas culturales que incluso trascendían el ámbito peninsular. En el contexto de la Nueva España el principal de ellos es probablemente Carlos de Sigüenza y Góngora, relacionado por línea materna con el poeta cordobés, ex jesuita y representante de la más alta erudición novohispana. Según Irving Leonard, Sigüenza y Góngora «simboliza la transición de la ortodoxia extrema de la América española del siglo XVII a la creciente heterodoxia del siglo XVIII» 30. Su calidad de polígrafo se prueba en los temas de arqueología e historia, poesía devota en estilo culterano, crónicas contemporáneas, narraciones y escritos científicos, pero su devoción más constante fueron las matemáticas y la astronomía. Fue cosmógrafo real, y se afirma que Luis XIV trató de atraerlo a la Corte francesa, por el prestigio de su instrumental y dominio científico. Manifiesta en diversos tratados su desacuerdo con el significado que los astrólogos atribuían a las manifestaciones astrales, consideradas por unos presagios de calamidades y, por otros, extraños compuestos en que se combinaba la exhalación de los cuerpos muertos con la transpiración humana. Sigüenza y Góngora reacciona con su obra Belerofonte matemático contra la quimera astrológica (1692) en que afirma la superioridad del análisis matemático sobre el saber astrológico, entrando también en polémica con el austriaco Eusebio Francisco Kino, jesuita de inmenso prestigio como matemático y astrólogo. Sigüenza y Góngora se queja del desdén con que los europeos pensaban en los conocimientos y avances científicos de ultramar, diciendo:

 

En algunas partes de Europa, sobre todo en el norte, por ser más alejado, piensan que no solamente los habitantes indios del Nuevo Mundo, sino también nosotros, quienes por casualidad aquí nacimos de padres españoles, caminamos sobre dos piernas por dispensa divina, o, que aún empleando microscopios ingleses, apenas podrían encontrar algo racional en nosotros 31.


Kino refuta a Sigüenza y Góngora con su Exposición astronómica, reafirmando la idea de que los cometas eran presagios de mal agüero. Sigüenza contesta con su Libra astronómica y filosófica, que sugiere claramente la heterodoxia del mexicano en su interés por llegar a la verdad natural: «Yo por la presente señalo que ni su Reverencia, ni ningún otro matemático aunque fuese Tolomeo mismo, puede establecer dogmas en estas ciencias, pues la autoridad no tiene lugar en ellas para nada, sino solamente la comprobación y la demostración» 32.

 

Y se pregunta: «¿Sería prudente para la inteligencia aceptar las enseñanzas de otros sin investigar las premisas sobre las cuales se basan sus ideas?» 33.

 

Sus escritos incluyen múltiples huellas de las teorías de Gassendi, Galileo, Kepler y Copérnico, así como referencias concretas a Descartes y atrevidas refutaciones al pensamiento aristotélico. Dice Sigüenza y Góngora, en un escrito de 1681, en un tono que sonaba herético a sus contemporáneos: «Aun Aristóteles, el reconocido Príncipe de los Filósofos, quien por tantos siglos ha sido aceptado con veneración y respeto, no merece crédito [...] cuando sus juicios se oponen a la verdad y a la razón» 34.

 

Esta oposición al autoritarismo escolástico y la apertura hacia la experimentación no son, sin embargo, los únicos rasgos en la obra del pensador mexicano. En su obra asoma también un orgullo criollo arraigado no sólo en el dominio del pensamiento científico sino en las fuentes históricas del pasado prehispánico, como en sus Glorias de Querétaro (1688) donde describe el mundo indígena como ingrediente de la tradición criolla 35. También en su Teatro de las virtudes políticas que constituyen a un príncipe (1680) se refiere a los antiguos reyes indios como ejemplos para sus contemporáneos. Su sincretismo cultural articula la mitología griega, las Sagradas Escrituras, la cultura indígena y las ideas y métodos más avanzados de la ciencia europea como partes de una cosmovisión protonacional que convierte el Barroco de Indias en un producto original, articulado activamente a la circunstancia histórica de la Colonia y a las condiciones concretas de producción cultural en la Nueva España. En la obra de Sigüenza y Góngora, como en la de el Lunarejo (como antes en el Inca Garcilaso) aparece concretamente el concepto de «patria» casi siempre en contextos donde sirve como elemento diferenciador con respecto a la indiferencia arrogante de los europeos, y para identificar un proyecto cultural que no se extendía aún mucho más allá de los límites reivindicativos del sector criollo ni descartaba todavía la matriz española. La conceptualización y la retórica barrocas, que en la Península legitimaban un sistema de poder que comenzaba a resquebrajarse, sirven en América al proceso creciente de consolidación de formas de conciencia social de la oligarquía criolla que tiene en un buen sector del grupo letrado a sus «intelectuales orgánicos».

 

En varias vertientes la reelaboración indiana del Barroco deja sus huellas en la literatura, y cada una de estas vertientes merecería un estudio detenido. Una de ellas tiene que ver con la asimilación del cartesianismo interiorizado como instrumento poco visible de racionalización y punto de apoyo para la construcción del ser social 36. Otra vertiente podría perseguirse en la utilización de ciertos tópicos, como el tópico del viaje, por ejemplo, que adquiere el sentido de una recuperación crítico-satírica del espacio marginal. Una tercera línea  de reflexión es la que abre la utilización del yo en el discurso literario del periodo. En Infortunios de Alonso Ramírez (1690) de Sigüenza y Góngora, considerada una de las primeras novelas americanas, la ficción autobiográfica se quiebra al final de la narración, en que el autor hace aparecer su propio nombre en boca de su personaje, para canalizar a través suyo, ante el virrey, un reclamo personal. Alonso Ramírez, el personaje de rasgos picarescos, menciona los cargos de Sigüenza y Góngora como cosmógrafo real y catedrático de matemáticas de la Academia Mexicana indicando que «títulos son estos que suenan mucho y valen muy poco, y a cuyo ejercicio le empeña [a Sigüenza y Góngora] más la reputación que la conveniencia» 37.

 

El Barroco de Indias redimensiona así procedimientos, tópicos y métodos de estructuración discursiva, de acuerdo con el proyecto cultural del intelectual criollo, según sea su articulación dentro de la totalidad social del virreinato. En sor Juana Inés de la Cruz el discurso autobiográfico se integra en la prosa epistolar como una prefiguración de la identidad social y de la alteridad represiva del interlocutor. El ejemplo de sor Juana es, en este sentido, el más rotundo, porque en ella convergen una actualización precisa del código barroco y una conciencia aguda de la marginalidad, de profunda vigencia en nuestros días.

 

Si, por un lado, el Primero Sueño es considerado «una manifestación ultrabarroca del verso colonial» 38, otros de sus escritos dejan al descubierto una relación más tensa y beligerante con el medio social del virreinato. El soneto tradicionalmente conocido como «A su retrato», de notoria elaboración gongorina, en que el hablante lírico plantea el problema del tiempo y la identidad, ha sido visto como una expresión de la ambivalencia social del criollo mexicano, una recomposición, entonces, del tópico del «engaño a los ojos» articulado a la problemática social novohispana 39.

 

La producción epistolar de sor Juana tiene, en este sentido, un carácter mucho más explícito, aunque provisto de una elaborada retórica. Allí la monja impugna el carácter restrictivo del discurso escolástico, lo cual era posible no sólo por el interés creciente que despertaban las disciplinas científicas y la literatura profana, que socavaban ya las bases de la ortodoxia, sino porque, en términos más generales, el principio de orden y regulación social sobreimpuesto a la sociedad novohispana ya era pasible de ser impugnado. El estudio de las estrategias retóricas de la «Carta de Monterrey», de sor Juana, por ejemplo, deja al descubierto de qué modo un texto de esas características logra asediar las bases del orden virreinal y deconstruir sus principios de legitimación 40. Pero quizá lo más notorio, en esta carta de la monja mexicana tanto como en su famosa Respuesta a sor Filotea, diez años posterior, es la posición triplemente marginal desde la cual la monja denuncia el mecanismo autoritario en la sociedad virreinal. En efecto, sor Juana habla como mujer, como intelectual y como subalterna en la categoría eclesiástica novohispana, y desde esos tres frentes, a través de lo podría llamarse su «retórica de la marginalidad», sor Juana realiza un verdadero desmontaje del discurso hegemónico. La «Carta de Monterrey» dirigida a Antonio Núñez de Miranda, confesor de la Décima Musa y calificador de la Inquisición, se refiere principalmente al problema de su productividad literaria, que le era reprochada a la religiosa como un apartamiento de la devoción eclesiástica. Más que una defensa, su texto es una impugnación a los acusadores. Hay alusiones constantes a la censura y la represión social, cuando ella alude a ese «tan extraño género de martirio» al que es sometida, y a las «pungentes espinas de persecución», que resultan en la autocensura, como interiorización del mecanismo autoritario: «¿Qué más castigo me quiere Vuestra Reverencia que el que entre los mismos aplausos que tanto se duelen tengo? ¿De qué envidia no soy blanco? ¿De qué mala intención no soy objeto? ¿Qué acción hago sin temor? ¿Qué palabra digo sin recelo?» 41.

 

Pero los frentes de impugnación desde los que se sitúa el hablante epistolar de la «Carta de Monterrey» superan la circunstancia individual, y se definen más bien como parte integrante de la totalidad virreinal. El hablante del texto de Monterrey es, ante todo, representativo, al igual que el interlocutor epistolar construido al interior del texto. Sor Juana da, entre otros, el testimonio de la intelectual, enfrentada a la unicidad masculina del discurso ortodoxo, y denuncia:

 

[...] que hasta el hacer esta forma de letra algo razonable me costó una prolija y pesada persecusión, no por más de porque dicen que parecía letra de hombre, y que no era decente, conque me obligaron a malearla adrede, y de esto toda esta comunidad es testigo 42.


La cita enfoca un elemento de valor simbólico, paradigmático: la letra como unidad mínima del texto, la grafía como la forma de expresión individual más directa e inalienable, la práctica escritural como reducto final a partir del cual el ser social se reconoce como sujeto participante dentro de la dinámica disciplinaria del sistema: sor Juana lo cita como evidencia extrema del avasallamiento de que es objeto todo discurso que transgrede su marginalidad amenazando la hegemonía del discurso dominante, masculino, exclusivista, inquisitorial.

 

Sería posible desarrollar extensamente estos aspectos referidos a la retórica y estrategia discursiva a la vez tan notorios y sutiles en el texto de sor Juana. Valga como resumen de lo anterior, sin embargo, mencionar solamente que el texto invierte la mecánica de la confesión y esgrime la mejor prosa barroca en defensa de los aspectos que el discurso hegemónico marginalizaba, creando una dinámica de opuestos: literatura sagrada/literatura profana, dogma/libre albedrío, fe/razón, esfera pública/esfera privada, determinismo/voluntad, que remite a otras antítesis en el plano de la historia política: hegemonía/subalternidad; centro/periferia. Esas antítesis exponen, en sus manifestaciones diversas, la tensión ideológica de la época; revelan la mecánica del poder, su derivación autoritaria y su ejercicio megalomaníaco. Más que una dinámica oximorónica estas oposiciones exponen la dialéctica epocal del virreinato, su mecánica de regulación y transgresión que culminaría en la síntesis auspiciada por el pensamiento iluminista. Para llegar a esa síntesis histórica que fue la Independencia -apertura a otras contradicciones ideológicas- fue necesario que Barroco y conciencia criolla operaran, un siglo antes, como tesis y antítesis de una ecuación histórica que tuvo como resultado la producción histórica del sujeto social hispanoamericano. Del Barroco no deriva en América una literatura meramente mimetizada al canon europeo. Siguiendo un ejemplo de Céspedes del Castillo 43 (que retomo aquí libremente) podemos recordar que las iglesias de México o del Perú exponen, sin duda, la pasión ornamental del Barroco español, pero el tezontle, piedra volcánica muy roja, les da un carácter diferente en México, igual que la piedra blanquísima y porosa de Arequipa, tan fácil de labrar, anula la pesadez arquitectónica de los modelos españoles. Como indica ese autor, la construcción se hace más ventilada en zonas tropicales o incorpora la quincha, caña y barro, en zonas sísmicas. Pero tampoco se trata de meras modificaciones formales, porque los altares de esas iglesias, en un raro sincretismo, combinan a su vez las imágenes sagradas con la escultura indígena, la flora y la fauna locales y las supersticiones y mitos vernáculos, de modo que el barroco puede ser percibido como un instrumento sobreimpuesto, que vehiculiza la expresión de una cultura subalterna pero presente, o mejor dicho, sobreviviente. Es una síntesis histórica y artística, no una ecuación matemática. La totalidad no es igual a la suma de las partes que la componen. El producto cultural resultante es dependiente de sus fuentes pero original en sí mismo, y expresa las condiciones reales de producción cultural, y la ubicación social del productor. Y lo que es más importante, se pone al servicio de otros intereses político-sociales, diferentes de aquellos que aseguraron el surgimiento y prolongación de la cosmovisión imperial. Barroco y conciencia criolla son estructuras culturales e ideológicas en diálogo, interdeterminantes, y la literatura quizá la forma en que mejor se expresa la transición del «reino de Dios» al reino de los hombres y mujeres que están en la base de nuestras nacionalidades actuales.

 

Para la oligarquía criolla del siglo XVII y su sector letrado, el Barroco es, como dijimos, un modelo expresivo, la imagen y el lenguaje del poder, al que se puede venerar o subvertir, según el grado de conciencia alcanzado. A través suyo se escucha la voz de la escolástica, la poética aristotélica y las formas de composición gongorinas 44. La apropiación de ese modelo es, en gran medida, simbólica. Y reivindicativa. Toma connotaciones políticas cuando esos modelos dominantes adquieren, digamos, opacidad, llamando la atención sobre sí mismos; cuando lo que importa no es ya, solamente, las formas o grados de apropiación del canon, sino los valores que ese canon institucionaliza, juzgados desde la perspectiva de un sector con conciencia de sí. En este caso se trata del sector criollo, que afirmado a la vez en la herencia, la riqueza y la territorialidad, pugnaba por el reconocimiento social, la participación política y la autonomía económica. Esa pugna cristaliza en proyectos sociales diversos, a veces divergentes, que en términos generales coincidían en torno a un objetivo común, que a mediados del siglo XVII parecía aún un sueño, un horizonte utópico. El Lunarejo lo expresa en el «Prefacio al lector de la Lógica» con palabras que hubieran podido suscribir muchos escritores de siglos posteriores: «Pues los europeos sospechan seriamente que los estudios de los hombres del Nuevo Mundo son bárbaros [...] Más que si habré demostrado que nuestro mundo no está circundado por aires torpes, y que nada cede al Viejo Mundo?» 45.


Para una relectura del Barroco hispanoamericano: problemas críticos e historiográficos

Creo que no es errado afirmar que el Barroco es uno de los periodos de la historia literaria y cultural de Hispanoamérica que reclama más urgente revisión. Por un lado, la proliferación de estudios monográficos sobre temas y obras del periodo demuestra un notorio interés por parte de la crítica en esa etapa de la historia cultural del continente. Esta dedicación al Barroco no ha resultado, sin embargo, en la producción de estudios globales, de reinterpretación y análisis del significado de la producción barroca como parte del desarrollo histórico-cultural hispanoamericano. Los estudios parciales que han visto la luz en las dos últimas décadas no impugnan casi nunca la periodización o los criterios historiográficos que han fijado el Barroco a las etapas del proceso imperial, con prescindencia de los avatares históricos y las condiciones político-sociales americanas. Incluso desde el ala de la crítica sociohistórica, la sobreenfatización de la teoría dependentista, por ejemplo, oscureció, a mi juicio, buena parte del proceso propio de las nuevas formaciones sociales americanas. Las innovaciones críticas que muchas veces aparecen en estudios actuales sobre temas o autores barrocos no alteran así la continuidad de vicios conceptuales y desviaciones ideológicas acerca del periodo. La ampliación del canon colonial no cambia aún la matriz interpretativa global. Por otra parte, la diversidad de direcciones desde la que se ha enfocado el Barroco ha terminado por confundir los campos de análisis, ha oscurecido tanto el objeto como los objetivos de esta área de los estudios coloniales. El «precioso catálogo de disparates» al que se refiriera hace años Jaime Concha aludiendo a la crítica existente sobre el corpus colonial, tiene su principal fuente de ingresos en el nivel metodológico. Este oscila entre el reduccionismo y la expansión ad infinitum de las categorías de análisis, entre el eurocentrismo y el tropicalismo, entre el dependentismo y la crítica intrínseca, apegada a su ideal de desconstruir epifenómenos culturales.

 

En estas notas quiero, en primer lugar, esbozar algunas de las posiciones desde las que se ha abordado el tema del Barroco americano, para delinear de alguna manera el mapa de los estudios sobre el periodo. En segundo lugar, mencionaré algunos de los problemas a los que se enfrenta, necesariamente, la crítica que trata del Barroco. En tercer lugar, deseo incluir algunas de las bases que podrían servir, a mi juicio, para elaborar una propuesta crítica para la reinterpretación del Barroco hispanoamericano.


La cuestión del Barroco

El Barroco ha permanecido en el interés de la crítica y la historia del arte hispanoamericanos por razones diversas, quizá principalmente por la conciencia, muy clara en algunos casos, de que nos encontramos frente a un tema a la vez crucial y mal resuelto por los estudios existentes hasta ahora. Las causas de ese interés en el Barroco son, en todo caso, muy variadas, y no siempre parten como podría pensarse, del reconocimiento per se del valor estético de la producción del periodo. Quiero indicar aquí, someramente, cuáles son algunas de las trincheras crítico-ideológicas desde las que se ha asediado este periodo crucial del desarrollo cultural hispanoamericano, y cuyas divergencias han llegado a configurar lo que hoy puede reconocerse como «la cuestión del Barroco».

 

El Barroco, periodo fundacional. Considerado una de las etapas fundacionales de la literatura hispanoamericana, el Barroco encierra para muchos los orígenes de la identidad mestiza y la condición colonial de Hispanoamérica. Por un lado, volver a él significa, en muchos casos, interrogarse acerca de nuestras raíces culturales, preguntarse, con un interés retrospectivo, sobre los orígenes de problemáticas actuales, que permanecen irresueltas. A partir de cuestiones como las del realismo o lo «real maravilloso», los orígenes de la novela, la crónica o el testimonio, la identidad hispanoamericana y el surgimiento de los nacionalismos, se llega en muchos casos al Barroco viendo en él una especie de piedra fundamental de muchos temas y problemas que la actualidad hispanoamericana no alcanza a resolver. La ampliación del canon colonial, uno de los tradicionalmente más restringidos en nuestra historia literaria, es resultado de esta operación historicista, que reivindica los orígenes de la cultura hispanoamericana al interior de esa misma cultura, promoviendo una lectura de los procesos culturales continentales en su peculiaridad histórica.

 

El Barroco, cultura «clásica». En otros casos, la recurrencia crítica sobre el Barroco surge de otros supuestos menos compatibles que el anterior, muy arraigados, sin embargo, en buena parte de los estudios literarios hispanoamericanos, específicamente de los coloniales. Partiendo de premisas sentadas por el liberalismo burgués en el siglo pasado, muchos estudios actuales de la literatura colonial consideran que el Barroco corresponde al periodo «más clásico» de las letras hispanoamericanas, ya que aparece contaminado por el prestigio indiscutido de los modelos metropolitanos. No es infrecuente, así, ver integrado al currículo de los cursos o manuales de literatura española autores como sor Juana Inés de la Cruz o Juan Ruiz de Alarcón. La excelencia literaria de estos autores, a quienes la visión eurocentrista beneficia con su inclusión en el Parnaso universal del clasicismo, permite pasar por alto la casualidad histórica de su condición colonial, que aparece, más bien, desde esta perspectiva, como un obstáculo bien superado por estos exponentes excepcionales de la cultura hispánica. Esta perspectiva asume, así, una posición reflejista, que por supuesto no se agota en los estudios coloniales, realizando una lectura precondicionada por los códigos expresivos metropolitanos, y descartando como no canónicos todos los textos que rompen este esquema de dependencia expresiva.

 

Barroco, «barroquismo», «neobarroco». Otros autores, por su parte, se interesan en el tema del Barroco porque el mismo provee, más allá de los límites de su canonización crítico-historiográfica, un rótulo vagamente asociado con el «sistema de preferencias» temáticas y estilísticas que el Barroco formalizó en su momento. En efecto, la denominación de «barroco» aparece hoy día aplicada a los más variados productos culturales, en diferentes épocas. Los autores que recurren a esta utilización del término, son en general escritores ellos mismos, y realizan una aproximación espontánea y voluntarista a la literatura continental, no exenta, en algunos casos, de ricas sugerencias. En este sentido deben ser entendidas las reflexiones de Lezama Lima cuando habla de «La curiosidad barroca» o las consideraciones de Carpentier en Tientos y diferencias o la teorización de Severo Sarduy u Octavio Paz, aun cuando en cada caso podría verse una diversa utilización crítica e ideológica del concepto de «barroco». Esta posibilidad de «extensión metafórica» del termino «barroco» se produce también con otros códigos expresivos (realismo, romanticismo, vanguardia, por ejemplo). Además de que el procedimiento trivializa y en gran medida tiende a la desemantización del término, creo que ese recurso de extensión metafórica tiene consecuencias de tipo ideológico, que no cabe desarrollar en estas notas. Baste indicar, solamente, de qué modo en muchos casos se articula ese supuesto «barroquismo» de la cultura hispanoamericana a una concepción tropicalista de nuestros países. «Barroquismo» se asocia, en efecto, a una condición intrínseca de América Latina, facilitando paralelos entre «barroquismo», exhuberancia geográfica, volubilidad política, por ejemplo.

 

El Barroco, ideología hegemónica. Desde el ala de los estudios sociohistóricos e ideológicos de la literatura hispanoamericana, la «cuestión del Barroco» es abordada con el siguiente fundamento: El Barroco ofrece, en la historia literaria hispanoamericana, la primera oportunidad de estudiar el modo en que un código expresivo, articulado a formas bien concretas e institucionalizadas de dominación, es impuesto como parte del sistema hegemónico y asimilado en las formaciones sociales del mundo colonial. El estudio del Barroco nos permite la aplicación de la teoría marxista en sus variantes althusseriana y gramsciana con respecto a los conceptos de aparatos ideológicos de Estado y hegemonía, por ejemplo, y nos remite a la temática del colonialismo en su manifestación más ortodoxa. Doy aquí algunos ejemplos de esta orientación crítica. Las tres primeras citas corresponden a Leonardo Acosta: «El Barroco fue un estilo importado por la monarquía española como parte de una cultura estrechamente ligada a su ideología imperialista. Su importación tuvo, desde el principio, fines de dominio en el terreno ideológico y cultural» 46.

 

En seguida el mismo autor se pregunta -claro- por qué, entonces, «el tema del Barroco merece tanta atención», e indica:

 

Ante la existencia de problemas mucho más apremiantes -incluso en el plano cultural-, tales como los que plantea la creciente penetración yanqui en la América Latina, el tema del barroco colonial o neocolonial no parece merecer tanto espacio ni tan prolífica argumentación 47.


Y se contesta: «Sin embargo, la importancia del tema resalta cuando lo insertamos en su verdadero contexto, el de la ideología hispanizante que surgió en nuestra América a fines del siglo pasado y en cuyos lazos cayeron no pocas figuras ilustres de la política y las letras» 48.

 

Jaime Concha, por su parte, indica que

 

[...] lo característico de la poesía barroca en el continente es que la renovación gongorina [...] se pone al servicio de intenciones claramente apologéticas del orden colonial, especialmente de una superestructura administrativa civil y eclesiástica. Lo que en la metrópoli fue un impulso de liberación cultural llevado hasta límites extremos de las posibilidades del lenguaje, se convierte en la Colonia en un vehículo de poesía devota, de reverencia hagiográfica 49.

 

A partir de la aplicación de este modelo de análisis, puede interpetarse así la historia literaria hispanoamericana como la repetición de un patrón de dependencia, sojuzgamiento de formas autóctonas, transculturación y censura, con variantes que corresponden a las distintas formas de dominación y a la distinta configuración del Estado en épocas diversas.

 

En estas notas quiero argumentar solamente con respecto a la metodología e implicaciones ideológicas de esta última posición con respecto al Barroco, aunque relacionándola con la primera de la serie mencionada: la que enfoca esta época como una de las etapas fundacionales en el desarrollo cultural de Hispanoamérica. Previamente mencionaré, sin embargo, algunos de los puntos cuya resolución me parece primaria para el desarrollo de cualquier interpretación del Barroco.


Problemas para el estudio del Barroco hispanoamericano

El Barroco: ¿un estilo, un periodo, una cultura?

El problema más obvio es la falta de acuerdo en cuanto a la significación y aplicabilidad del término. Los usos más tradicionales del término «barroco» se aplican a diversos niveles relacionados con el estudio de las obras artísticas y específicamente literarias. Cada uno de esos niveles implica una operación cognoscitiva específica, y por tanto, reclama una metodología diferente. Recogiendo solamente los usos más frecuentes, podemos indicar que se habla, por ejemplo, de un estilo barroco, haciendo referencia a rasgos generales que extreman la estética renacentista y que pueden reducirse, siguiendo a Wolfflin, a un sistema de opuestos que denota en sí mismo la tensión expresiva de ese estilo.

 

Se habla también de un periodo barroco, es decir de una etapa difícil de delimitar en la historia del arte y la literatura, marcada por la predominancia estilística del Barroco. La presencia de estas «dominantes» barrocas fagocita otras formas artísticas que permanecen así como formas no canónicas. Esta lectura de la historia literaria del periodo instala al interior de las culturas americanas de la épocaun mecanismo de colonialismo interno, por el cual las formas dominantes terminan eclipsando totalmente a otras que por razón del relegamiento social de los sectores productores, son también marginalizadas, apareciendo como no configurando el periodo al cual pertenecen.

 

A partir principalmente de los estudios de Maravall, se habla en el ámbito hispánico de «la cultura del Barroco» extendiendo así la aplicación del término del campo de lo estético al de las demás formas de organización político-social en un periodo determinado. Maravall concibe la cultura del Barroco como una «estructura histórica» y a la vez como un «concepto de época» que articula una determinada «mentalidad» a ciertas condiciones de producción cultural que se repiten, según su análisis, en diversos países del contexto europeo. Es interesante anotar que en ningún momento Maravall hace extensiva esta conceptualización a la realidad americana, ni alude a ningún tipo de continuidad o sincronización de la cultura barroca metropolitana y colonial 50.

 

Otra variante de la cuestión barroca es la que ilustra, por ejemplo, el delirio crítico de Severo Sarduy, que se lanza a una interpretación libre de lo que denomina el «campo simbólico del barroco» 51.

 

La pluralidad barroca

A pesar de que muchos de los más valiosos estudios sobre el Barroco señalan su presencia en numerosos países europeos 52, tiende a predominar la idea de que el Barroco es un fenómeno artístico predominantemente español irradiado desde la Península a espacios que aparecen así constituyendo una especie de periferia cultural 53. Por el contrario, la descentralización del fenómeno Barroco, su comprensión como fenómeno o «significante cultural» 54 permite el estudio independiente de las diversas culturas nacionales en las cuales el Barroco pudo actualizarse con significados estético-ideológicos diversos. A esta descentralización apunta Picón Salas al hablar del Barroco de Indias, fijando en esa fórmula el encuentro de constantes y variables propio del desarrollo de una cultura dependiente pero diferenciada, como es la americana. Creo que el acento de los estudios actuales sobre el Barroco americano debe enfatizar principalmente las formas, grados y alcances ideológicos de esa diferenciación, vista como resultado de procesos histórico-sociales específicos.


El Barroco y su articulación histórico-ideológica

Las articulaciones más recibidas: Barroco y Contrarreforma, Barroco y práctica jesuítica, Barroco y absolutismo monárquico, Barroco como estilo de una sociedad rural y señorial, Barroco como cultura eminentemente urbana y masificada, dan cuenta de la línea dominante del Barroco español, principalmente. La dominante barroca, así articulada, eclipsa las que fueron manifestaciones de un Barroco protestante, por ejemplo, o subestiman la calidad «disidente» de la estética gongorina. El Barroco español es así considerado un arte que, para algunos, celebra el poderío de la España imperial; para otros, es el lenguaje grandilocuente y propagandístico a través del cual se expresa la crisis de un imperio. En todo caso, estas articulaciones tienen sólo una relativa vigencia en el caso de América. Como área periférica y dependiente, la cultura barroca virreinal está condicionada por la ideología hegemónica. Como sociedad nueva, constituida económica, étnica y lingüísticamente por componentes diversos a los metropolitanos, su dinámica propia plantea otras necesidades expresivas. Los grupos productores y receptores actualizan así los códigos dominantes a través de un proceso diferenciado del metropolitano, determinado por la vigencia de peculiares condiciones de producción cultural. La función de la crítica es así la de identificar esos puntos de articulación entre los códigos estéticos y el nivel histórico-social para que el Barroco de Indias, significante cultural diferenciado, adquiera su significación precisa.


Estrategias para una reinterpretación del Barroco americano

A partir de los niveles de problematización antes indicados, puede irse delineando una propuesta interpretativa que debería intentar responder a las siguientes preguntas: ¿Debe continuar viéndose el Barroco como un fenómeno periférico con respecto al metropolitano en el cual se actualizan, «regionalizados», los códigos dominantes? ¿Puede ser entendido el Barroco como un sistema histórico-cultural diferenciado? ¿En qué medida el código barroco se articula a la dinámica social americana? ¿En qué consiste, a nivel ideológico, la importancia fundacional del Barroco?

 

Creo que una aproximación a estos problemas requiere una innovación metodológica al menos en dos aspectos fundamentales:

 

Atención a la dinámica sociocultural de la Colonia. Creo que el estudio y evaluación de los códigos expresivos vigentes durante el periodo colonial debe partir de la realidad americana misma, identificando como factores esenciales para la comprensión del periodo aquellos que tienen que ver con las variaciones político-económicas verificables en la época, las pugnas raciales, la composición de las castas, funcionamiento institucional, etcétera. La asimilación del Barroco con el que ha dado en llamarse «periodo de estabilización virreinal» sugiere la existencia de una continuidad entre las formas de dominación «estabilizadas» en ultramar y los modelos expresivos dominantes, implantados en América para reproducir y perpetuar los principios del absolutismo monárquico y la Contrarreforma. Las múltiples tensiones ideológicas, políticas y sociales del periodo parecen, desde esta perspectiva, no haber sido relevantes, o no haber encontrado representación a través de las formas canónicas. De modo que el primer paso para una relectura del Barroco parece ser el abandono de toda actitud eurocéntrica y reflejista, y la relectura de la dinámica social del virreinato, a través de la cual se manifiesta no solamente la decadencia del régimen imperial, que expone ya a esa altura numerosas fisuras, sino además los conflictos propios de las nuevas sociedades, dependientes pero diferenciadas de la metrópoli.

 

Consideración de los grupos productores. En el mismo sentido, la caracterización del sector letrado en la Colonia es esencial para la identificación de la perspectiva ideológica desde la cual se produce la apropiación de los códigos metropolitanos y su redimensionamiento en América. A estos efectos es necesario considerar aspectos como los relacionados con la formación de una nobleza indiana, así como los vinculados a la constitución social de los sectores entronizados en la alta dirigencia eclesiástica y en la burocracia estatal en la Colonia. Estos elementos definen, entre otros, a este sector letrado cuyas expectativas y frustraciones se establecen en relación con los grupos peninsulares, con los que competían, pero al mismo tiempo a partir de un horizonte ideológico definido y limitado a las alternativas de la época. Desde una perspectiva así determinada es que debe analizarse el sentido de la apropiación de los códigos dominantes así como de los aportes de la cultura indígena, que revela la cara oculta de la sociedad virreinal.

 

Estudio de las ideologías emergentes: Barroco y conciencia criolla. La consideración del Barroco en su carácter de ideología hegemónica, es decir en tanto celebración y reproducción de los valores dominantes y de los principios de legitimación imperial, deja al descubierto sólo la mitad de la verdad con respecto a este periodo de la historia colonial americana. Como mencionaba en páginas anteriores, el largo adiestramiento de la crítica literaria sociohistórica en el análisis del verticalismo ideológico ha sido ya fructífero en su demostración del modo en que funcionan los modelos de legitimación político-ideológica a nivel cultural y específicamente literario. Existen suficientes elementos como para establecer los modos de aplicación y función de códigos estéticos como el gongorismo, el discurso escolástico, la poética aristotélica en el contexto de la cultura barroca. No se cuenta, sin embargo, con apoyo teórico como para mostrar la operación contraria: el modo en que el seno de ese «enclave asediado» que es la ciudad virreinal, y a través de las formas excluyentes y represivas impuestas como parte de la dominación imperial, surge y se desarrolla la sociedad criolla. Creo que la clave para el estudio del Barroco de Indias estriba en la articulación de los códigos metropolitanos hegemónicos no solamente con las estructuras de dominación vigentes en América sino con las formas ideológicas emergentes a través de las cuales se expresa por lo menos algún sector social de los que componen las formaciones sociales de ultramar.

 

Las dificultades que presenta esta forma de análisis ideológico son múltiples. Por un lado, las formas ideológicas emergentes se expresan a través de los códigos del dominador. El proceso de diferenciación con la formación social peninsular es gradual, problemático y muchas veces contradictorio, y en el discurso a través del cual se expresa ese proceso deben identificarse indicios, formas de redimensionamiento ideológico, avances y retrocesos en el curso de la constitución de la identidad criolla y de los proyectos protonacionales. Pero es solamente a través de este análisis que el Barroco se presentará en su verdadero carácter y funcionalidad sociocultural dentro de las formaciones sociales americanas.

 

Las estrategias metodológicas que acabo de mencionar dejan al descubierto algunos rasgos diferenciadores del Barroco de Indias que la crítica no ha desarrollado hasta ahora. En una síntesis provisional, el discurso barroco americano aparecería a esta luz como:

1) Discurso de ruptura.

2) Discurso reivindicativo.

3) Discurso de la marginalidad criolla.

 

No es del caso desarrollar aquí los apoyos textuales que nutren este análisis. Baste indicar que los textos más importantes del periodo recaen sobre aspectos como los siguientes, por ejemplo: creación de un yo epistolar, lírico, crítico o narrativo que opera el desmontaje de la sociedad virreinal y expresa las aspiraciones y reclamos de buena parte del sector criollo; bivalencia de ese yo (individual y colectiva, representacional); utilización de recursos canónicos con una diferente funcionalidad ideológica, por ejemplo uso de la retórica forense, utilización «perversa» de la erudición, redimensionamiento del tópico del viaje como revelación de espacios marginales, desmontaje de la sociedad virreinal en sus contradicciones y conflictos, utilización del discurso crítico y la polémica como fijación de la identidad criolla, dinamización del concepto de patria como ideologema protonacional, representación de la cotidianidad y sectores populares, integración de elementos de la cultura indígena en diálogo con las formas canónicas peninsulares, articulación de la estética gongorina a la visión criolla, representación de la tensión entre espacios públicos y privados, recepción del cartesianismo, etcétera.


Hacia la constitución del sujeto social hispanoamericano

Más allá de estas formas concretas a través de las cuales se expresa el proceso de constitución de la identidad criolla y la representación de ese proceso a través de los códigos expresivos dominantes, es obvio que el Barroco asume en América, junto a las manifestaciones celebratorias del sistema imperial que han sido ya relevadas por la crítica, el carácter de un discurso de ruptura. Antes de alcanzar una forma acabada y de llegar a constituir un proyecto político diferenciado, el discurso barroco se afirma en la representación de las diversas formas de marginalidad criolla impuesta como expresión epocal de la hegemonía imperial. Es a partir de esa representación que el discurso barroco se afirma como discurso reivindicativo y, en este sentido, como etapa fundacional en la constitución de las identidades nacionales. Ésa es la funcionalidad histórico-ideológica de buena parte, al menos, de la producción barroca en América. La naturaleza jánica del Barrroco se define en América no tanto por el doble enfrentamiento de los resabios de la sociedad feudal y los albores de la modernidad, sino por la vigencia paralela de la ideología hegemónica imperial y la emergente conciencia criolla. De más está decir que ésta no se define obviamente en contra de aquella hegemonía en tanto que proyecto político-económico en el siglo XVII, ni siquiera como acabado proyecto alternativo. Pero sí como emergente proceso de constitución de una identidad diferenciada y en pugna por el predominio. Es en este sentido que el Barroco consolida su condición fundacional: al manifestarse como momento inaugural en la constitución del sujeto social hispanoamericano. Si es cierto, entonces, que en América rigió un «Barroco de estado», teatralización y alegoría del poder imperial, y que a través de sus códigos se expresaron los intelectuales orgánicos de la Colonia, no es menos cierto que una ideología emergente, que con el tiempo consolidaría un proyecto político-económico alternativo, comienza a expresarse y a representar su condición social a través de los mismos modelos expresivos del dominador, pero articulados a conflictos diversos, y redimensionados estéticamente en textos que hoy reclaman una nueva lectura.

 

Notas

1

Vid. infra, «Para una relectura del Barroco hispanoamericano: problemas críticos e historiográficos», pp. 49-61, para un resumen de las distintas posiciones crítico-ideológicas desde las que se ha enfocado hasta ahora la cuestión del Barroco. En la presente sección aludo solamente a algunas de las posiciones más frecuentemente utilizadas.

2

Vid. Hernán Vidal, Socio-historia de la literatura colonial hispanoamericana: tres lecturas orgánicas.

3

De esta posición es tributaria casi toda la historiografía literaria del periodo colonial, sobre esta base funciona, además, toda la perspectiva académica tradicional y aún buena parte de los estudios actuales, que no reaccionan contra los resabios colonialistas que interpretan la realidad cultural latinoamericana desde la perspectiva de las antiguas metrópolis políticas y culturales.

4

Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de la poesía hispanoamericana, t. II, p. 117.

5

Dámaso Alonso, Ensayos sobre poesía española, p. 12, apud Helmut Hatzfeld, Estudio sobre el Barroco, p. 127, n. 8. En su esfuerzo por restringir los parámetros del barroco, Hatzfeld indica también: «A mi entender, todo barroco protestante y aun el barroco de la América hispana y católica son barrocos derivados es decir, imitativos y analógicos, sin auténtica fuerza creadora» p. 427).

6

La perspectiva eurocentrista ha fundado su práctica crítico-historiográfica en aproximaciones de extrema simplificación, muy interiorizadas en el ámbito hispánico. Se aplica, por ejemplo, el esquema tradición/originalidad, o se habla de la literatura hispanoamericana como de un proceso de adopción/adaptación de modelos. En otros casos se emplean recursos aditivos (Hispanoamérica sería así la suma de elementos de la cultura indiana y la cultura negra, a la matriz hispánica), o se cae en falacias de falsa generalización, confundiendo la parte con el todo. Se dejan así fuera de consideración aspectos que son esenciales a nuestro tema. Por ejemplo el hecho de que la utilización de cualquier forma expresiva implica una postura epistemológica, es decir, una forma específica de conocimiento de la realidad, necesariamente articulada al horizonte ideológico-cultural de una época, pero también a las condiciones materiales de producción cultural, en un espacio y en un tiempo histórico determinados. En segundo lugar, se deja fuera el hecho de que en una misma época coexisten diversos grupos productores de cultura, cada uno de los cuales tiene una adscripción diferente dentro del sistema social. En cada caso, se hará una actualización diversa de los códigos dominantes, ultilizándolos en su capacidad meramente expresiva, o como formas de interpelación intersocial. Propongo aquí que el Barroco hispanoamericano parece reclamar un estudio basado en la diferenciación de sistemas, cuyo eje articulador debería considerar al menos tres variables: primero, las condiciones materiales de producción cultural; segundo, las diversas formas de actualización de los códigos expresivos dominantes; tercero, los grados de conciencia social manifestados por los diversos grupos productores. De todos modos, antes de que pueda avanzarse un estudio sistémico, es necesario revisar la dinámica cultural del periodo fuera de muchos preconceptos arraigados en la crítica hispánica. El objetivo de estas páginas es intentar un paso adelante en este sentido.

7

Vid. Mariano Picón Salas, De la Conquista a la Independencia: Irving Leonard, La época barroca en el México colonial; Leonardo Acosta, Barroco de Indias y otros ensayos; Jaime Concha. «La literatura colonial hispano-americana: problemas e hipótesis», en Neohelicon, vol. IV, núm. 1-2, pp. 31-50, y H. Vidal, op. cit.

8

John Beverley, Del «Lazarillo» al sandinismo: estudios sobre la unción ideológica de la literatura española e hispanoamericana.

9

Ibid., pp. 77-97. Vid. J. Concha, op. cit.

10

Vid. J. Beverley, op. cit.

11

Vid. H. Vidal, op. cit. Cuando aludo al «paradigma barroco» hago referencia al fenómeno transnacionalizado, protonacional para el caso de América, que actualiza muchas de las características que Maravall sintetizara para el caso europeo y especialmente peninsular entendiendo por «barroco» una estructura histórica que no descarta sino que subsume un concepto de estilo.

12

Vid. M. Picón Salas, op. cit.; J. Concha. op. cit. y H. Vidal, op. cit.

13

Vid. M. Hernández-Sánchez Barba, Historia de América, t. I, y H. Vidal, op. cit.

14

Guillermo Céspedes del Castillo, Historia de España, IV. América hispánica (1492-1898), p. 292.

15

José Juan Arrom, Certidumbre de América, pp. 9-24. El crítico cubano discute a su vez muchos de los matices histórico-semánticos del término «criollo». La palabra «criollo» aparece ya a mediados del siglo XVI. Comienza teniendo un sentido exclusivamente descriptivo, y se utiliza entonces para nombrar a «éstos que acá han nacido» (como indica un oficio real de 1567), es decir, a los hijos de padres emigrantes nacidos en Indias. Su aplicación genérica, sin distinción de clase, no tiene al comienzo sentido laudatorio ni derogatorio. Se usa igual para nombrar a encomenderos, hijos de conquistadores o esclavos (se llama, por ejemplo, «negro criollo» al nacido en América y «negro bozal» al nacido en África). Es así usado como sinónimo de «nativo», y sólo gradualmente va adquiriendo connotaciones étnicas. Al principio no se usa en relación al fenómeno demográfico de crecimiento vegetativo de la población blanca, considerada tal aun cuando los individuos llevasen un porcentaje de hasta un 16 % de sangre india. A medida que disminuyen los índices de mortalidad y aumenta la aclimatación biológica a la geografía americana, o sea en un proceso lento de los siglos XVI y XVII las generaciones criollas se hacen más nutridas y alcanzan mayoría numérica sobre los «españoles peninsulares» (Hernández-Sánchez Barba, op. cit., p. 306). Aumenta también el fenómeno del mestizaje y la composición sanguínea se convierte, cada vez más, en un factor de diferenciación social, dando lugar a la existencia de una «pigmentocracia» cuyos efectos aún continúan. En todo caso conviene recordar que si bien «criollo» implica originalmente la vinculación directa con el grupo blanco, la derivación conceptual hacia el término de «sociedad criolla» abarca también el fenómeno del mestizaje. De modo que cuando hablamos, refiriéndonos al siglo XVII, de «sociedad criolla», aplicamos convencionalmente el término como prefiguración de «americano», y sobreentendemos la mezcla del elemento blanco (europeo) con la población originaria del mal llamado «Nuevo Mundo».

16

G. Céspedes del Castillo, op. cit., p. 306.

17

Ibid., p. 294.

18

«James Lockhart, «The Social History of Colonial Spanish América: Evolution and Potencial», en Latin American Research Review, vol. VII, núm. 1, pp. 6-45. En esta línea de investigación, Céspedes del Castillo resalta, por ejemplo, en su capítulo sobre «El criollismo» de su América hispánica una anécdota ocurrida en 1618 en la ciudad de México, importante por su valor paradigmático. Durante un sermón, un predicador jesuita criticó la venta de oficios realizada por el virrey a un grupo de criollos, indicando que éstos no servían para nada bueno ni eran capaces de regir ni un gallinero, cuando más una ciudad o una gobernación. Esa afirmación levantó un tumulto en el templo, se desenvainaron las espadas y se desató un escándalo público al que se siguió la reacción del arzobispo, que retiró al jesuita la licencia para predicar. Los jesuitas, como Orden, se rebelaron, designando a un canónigo como su defensor, el cual terminó en la cárcel. El incidente fue creciendo y tuvo conmocionada a toda la ciudad virreinal durante cuatro meses. Los jesuitas debieron finalmente disculparse por lo que fue entendido como una forma intolerable de discriminación. Se realizaron una serie de sermones de desagravio a los criollos, elogiando su inteligencia y buena condición, con asistencia del Cabildo de México en pleno, la audiencia, el arzobispo y el mismo virrey, y llegando la disputa hasta el propio Consejo de Indias (G. Céspedes del Castillo, op. cit., pp. 283-284). Coincido con el autor en que episodios como éstos son bien ilustrativos de una determinada dinámica social, y no un mero conflicto de jurisdicción eclesiástica. Si el nivel cultural se articula, como creemos, a la historia social, y si la literatura representa, mediatizadamente, los conflictos y expectativas de una época, es imprescindible relevar estos niveles de la dinámica novohispana como referencia imprescindible para lograr una lectura adecuada de sus productos poéticos.

19

Vid. G. Céspedes del Castillo, op. cit.

20

No se trata ya solamente de la política inquisitorial (el Santo Tribunal se establece en Indias alrededor de 1570) o de disposiciones concretas, como la prohibición de 1543 de que se difundan «libros de romances, y materias profanas y fabulosas, ansí como libros de Amadís» en las colonias. Muchos escritores barrocos sienten y se revelan contra el fenómeno de la marginación que sufren por razón de su mestizaje, sexo, o ubicación subalterna en la jerarquía social, eclesiástica o administrativa. Empiezan a modelar entonces, a través de su productividad cultural surgida «al margen» del discurso hegemónico, formas de identidad diferenciadas, que no quedan circunscritas a sus casos individuales, sino que se perfilan como un proyecto social claro y distinto.

21

Vid. Jaime Giordano, «Defensa de Góngora por un comentarista americano», en Atenea, núm. XXXVIII, pp. 226-241, y Alfredo Roggiano, «Juan de Espinosa Medrano: apertura hacia un espacio crítico en las letras de la América hispánica», en Raquel Chang-Rodríguez, ed., Prosa hispanoamericana virreinal.

22

Eduardo Hopkins, «Poética de Juan Espinosa Medrano en el Apologético a favor de don Luis de Góngora», en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, vol. IV, núm. 78, pp. 112-113.

23

Juan de Espinosa Medrano, Apologético, p. 17.

24

Idem.

25

Ibid., pp. 326-327.

26

Ibid., p. 327.

27

José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, p. 155.

28

J. Concha, op. cit., p. 45.

29

Ibid., p. 46.

30

I. Leonard, op. cit., p. 279.

31

Ibid., p. 297.

32

Ibid., p. 300.

33

Idem.

34

Ibid., p. 301. Indica al respecto Leonard: «Éste fue en verdad un rompimiento brusco con el pasado y una aserción que los jesuitas, por quienes él tanto ansiaba ser aceptado, difícilmente habrán perdonado. De hecho, poco después de la muerte de don Carlos, los miembros de esta compañía tan intelectualmente avanzada, recibieron orden de enseñar únicamente la filosofía aristotélica, y de huir de las "proposiciones erróneas del pensamiento cartesiano"» Idem.

35

Sobre Sigüenza y Góngora y la cuestión criolla pueden verse I. Leonard, op. cit.; M. Hernández-Sánchez Barba, op. cit.; Saúl Sibirski, «Carlos Sigüenza y Góngora (1645-1700). La transición hacia el iluminismo criollo en una figura excepcional», en Revista Iberoamericana, vol. XXXI, núm. 60, pp. 195-207; J. J. Arrom, «Carlos de Sigüenza y Góngora. Relectura criolla de los Infortunios de Alonso Ramírez», en Thesaurus, núm. 42, pp. 386-409; Beatriz González Stephan, «Narrativa de la estabilización colonial», en Ideologies and Literature, vol. II, núm. 1, pp. 7-52. Vid. infra, «Máscara autobiográfica y conciencia criolla en Infortunios de Alonso Ramírez», pp. 217-230.

36

El Discurso del Método es de 1637. Para una difusión del cartesianismo en América véase Leopoldo Zea, «Descartes y la conciencia de América», en Filosofía y Letras, núm. 39, pp. 93-106; I. Leonard, op. cit.; Francisco López Camara, «El cartesianismo en sor Juana y Sigüenza», en Filosofía y Letras, núm. 39, pp. 107-131, y Elías Trabulse, Ciencia y religión en México en el siglo XVIII.

37

Carlos de Sigüenza y Góngora, Seis obras, p. 38. Vid. J. J. Arrom, op. cit.; B. González Stephan, op. cit. Vid. infra, «Máscara autobiográfica...», pp. 217-230.

38

I. Leonard, op. cit., p. 254.

39

Cf. William H. Clamurro, «Sor Juana Inés de la Cruz Reads her Portrait», en Revista de Estudios Hispánicos, vol. XX, núm. 1, pp. 246-262.

40

Se cita aquí por la edición de Tapia Méndez, que lleva el título de Carta de sor Juana Inés de la Cruz a su confesor: autodefensa espiritual. En este trabajo sobre el Barroco, reproduzco algunos puntos de mi análisis sobre este texto, al que aludo como «Carta de Monterrey». Vid. infra, «Orden dogmático y marginalidad en la "Carta de Monterrey" de sor Juana Inés de la Cruz», pp. 66-86.

41

A. Tapia Méndez, ed., op. cit., p. 17, párrafo 6.

42

Ibid., p. 17, párrafo 8.

43

G. Céspedes del Castillo, op. cit., pp. 306-307.

44

Vid. H. Vidal, op. cit.

45

J. de Espinosa Medrano, op. cit., p. 325.

46

Leonardo Acosta, Barroco de Indias y otros ensayos, p. 51.

47

Idem.

48

Ibid., pp. 51-52.

49

Jaime Concha, «La literatura colonial hispano-americana: problemas e hipótesis», en Neohelicon, vol. IV, núm. 1-2, p. 34.

50

Vid. José Antonio Maravall, La cultura del Barroco.

51

Vid. Severo Sarduy, Barroco y «El Barroco y el neo-barroco», en César Fernández Moreno, ed., América Latina en su literatura.

52

Vid. Gilbert Highet, The Classical Tradition.

53

Vid. Helmut Hatzfeld, Estudios sobre el Barroco.

54

Cf. John Beverley, «Nuevas vacilaciones sobre el Barroco», en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, vol. 14, núm. 28, pp. 215-227.

LIBRERÍA PAIDÓS

central del libro psicológico

REGALE

LIBROS DIGITALES

GRATIS

música
DVD
libros
revistas

EL KIOSKO DE ROBERTEXTO

compra y descarga tus libros desde aquí

VOLVER

SUBIR