LA ÉTICA DE LA TERMINOLOGÍA

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Charles S. Peirce (1903)

Traducción castellana de Marinés Bayas (2002)

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MS 478 [Esta es la segunda sección del Syllabus de 1903 (pp. 10-14 de la versión impresa), publicada en CP 2.219-26 y en EP 2.263-266, de donde se ha tomado el texto para esta traducción]. Peirce defiende aquí un acercamiento racional a la terminología científica, en particular para la filosofía. Da una serie de razones sólidas para querer este tipo de reforma, entre ellas, que el buen lenguaje es la esencia del buen pensamiento y que no es posible ningún progreso científico sin colaboración. La filosofía se encuentra a sí misma en la extraña situación de tener al lenguaje popular como recurso -al ser parte de su propósito el estudio de concepciones generales -, y de necesitar al mismo tiempo un vocabulario especializado para la precisión analítica. Peirce concluye con siete reglas para la institución de una terminología científica para la filosofía. Además apelará a estas reglas para explicar su uso de neologismos.

 

Para que mi uso de términos, notaciones, etc., pueda entenderse, explico que mi consciencia me impone las siguientes reglas. Si pretendiese en lo más mínimo dictar la conducta en esta materia, yo mismo debería ser reprobado por la primera de estas reglas. Sin embargo, si tuviera que desarrollar las razones que me obligan a pensar de este modo, supongo que tendrían el mismo peso para otros.

Aquellas razones abarcarían, en primer lugar, la consideración de que los símbolos forman la trama y el tejido de todo pensamiento y de toda investigación, y que la vida del pensamiento y de la ciencia es la vida inherente a los símbolos; de tal forma que es incorrecto decir meramente que un buen lenguaje es importante para un buen pensamiento, porque es de su esencia. Después vendría la consideración acerca del creciente valor de la precisión del pensamiento a medida que éste avanza. En tercer lugar, el progreso de la ciencia no puede llegar muy lejos sin colaboración, o para decirlo más precisamente, ninguna mente puede dar un paso adelante sin la ayuda de otras. En cuarto lugar, la salud de la comunión científica requiere la más absoluta libertad mental. Pero tanto el mundo de la ciencia como el de la filosofía, están plagados de pedantes y pedagogos que continuamente intentan establecer algo así como una magistratura sobre los pensamientos y otros símbolos. Por lo tanto, resistir enérgicamente cualquier dictamen arbitrario en los asuntos científicos, y sobre todo en lo concerniente al uso de términos y notaciones, se convierte en una de las primeras tareas de aquel que cae en la cuenta de esta situación. Al mismo tiempo, un acuerdo general con respecto al uso de términos y notaciones, - no demasiado estricto, pero predominante entre la mayoría de los colegas acerca de la mayor parte de símbolos, de tal modo que sólo haya que controlar un pequeño número de sistemas de expresión diferentes -, es indispensable. En consecuencia, ya que esto no puede dictarse arbitrariamente, debe ser impuesto por la fuerza de los principios de la razón sobre la conducta de los hombres.

Pero, ¿cuál es aquel principio racional que además de ser perfectamente determinante acerca de cómo deberían usarse los términos y notaciones, y en qué sentidos, y que al mismo tiempo tenga el poder requerido para influir a todos los hombres pensantes y de bien?

Para encontrar la respuesta a esta pregunta, es necesario considerar primeramente cuál sería el carácter de una terminología filosófica ideal, y de un sistema de símbolos lógicos. En segundo lugar, indagar cuál ha sido la experiencia de aquellas ramas de la ciencia que han encontrado y solucionado grandes dificultades de nomenclatura, etc., en referencia a los principios que han resultado eficaces, y en relación con los métodos poco exitosos de intentar producir la uniformidad.

En cuanto al ideal al que hay que apuntar, es en primer lugar deseable, para cualquier rama de la ciencia, poseer un vocabulario que proporcione una familia de palabras afines que se refieran a cada una de las concepciones científicas, y que cada palabra tenga un solo significado exacto, a menos que sus diferentes significados se apliquen a objetos de categorías diferentes que nunca puedan confundirse entre sí. Este requisito ciertamente podría entenderse en un sentido que lo haría del todo imposible, porque cada símbolo es algo vivo en un sentido estricto y no meramente en un sentido figurado. El cuerpo del símbolo cambia lentamente, pero su significado inevitablemente crece, incorpora nuevos elementos y elimina otros antiguos. Sin embargo, el esfuerzo de todos debe dirigirse a conservar la esencia de cada uno de los términos científicos de manera exacta e inalterada, a pesar de que la absoluta exactitud no sea algo del todo concebible. Cada símbolo es en su origen, o una imagen de la idea significada, o una reminiscencia de algún acontecimiento individual, persona o cosa particular conectada con su significado, o bien una metáfora. Aquellos términos del primer o tercer origen, serán inevitablemente aplicados a diferentes concepciones; sin embargo, si estas concepciones son estrictamente análogas en cuánto a sus sugerencias principales, esto sería algo más bien útil y no lo contrario, con la condición siempre de que sus significados sean diferentes y distantes unos de otros, tanto en sí mismos como en las ocasiones de su ocurrencia. La ciencia continuamente adquiere nuevas concepciones; y cada nueva concepción científica, debe recibir una palabra nueva, o mejor aún, una nueva familia de palabras afines. La tarea de proporcionar esta nueva palabra naturalmente recae sobre aquella persona que introduce la nueva concepción; sin embargo, esta tarea no debe realizarse sin un perfecto conocimiento de los principios y una gran familiaridad con todos los detalles y la historia de la terminología específica de la cuál va a ser parte; tampoco sin una comprensión suficiente de las leyes que rigen la formación de palabras en su propia lengua, ni sin el estudio de las leyes adecuadas de los símbolos en general. El que existan dos términos diferentes con idéntico valor científico, puede ser o no un inconveniente según las circunstancias. Los diferentes sistemas de expresión son frecuentemente de una gran ventaja.

La terminología ideal diferirá de algún modo para las diferentes ciencias. El caso de la filosofía es bastante peculiar dada la necesidad positiva que tiene de palabras comunes, usadas en sentidos comunes: no como su lenguaje propio (como demasiado usualmente ha usado esas palabras), sino como objetos de su estudio. Así pues, tiene una especial necesidad de un lenguaje distinto y separado del discurso ordinario, un lenguaje tal como Aristóteles, los Escolásticos y Kant se esforzaron en proporcionar, y Hegel se empeñó en destruir. Es de gran beneficio para la filosofía proveerse así misma de un vocabulario tan extraño que los pensadores vagos, no estén tentados a tomar prestadas sus palabras. Los adjetivos kantianos "objetivo" y "subjetivo" 1 resultaron no ser lo suficientemente bárbaros para retener su utilidad en filosofía: incluso aunque no hubiese habido ninguna otra objeción a ellos. La primera regla del buen gusto al escribir es usar palabras cuyos significados no puedan ser malentendidos, y si el lector no conoce el significado de las palabras, es infinitamente mejor que caiga en la cuenta de que no lo conoce. Esto es particularmente verdadero en lógica puesto que consiste, podría decirse, casi por entero en la exactitud del pensamiento.

Las ciencias que han tenido que hacer frente a los problemas más difíciles en cuánto a terminología han sido sin duda las ciencias clasificatorias de la física, la química y la biología. La nomenclatura de la química es, en general, buena. En una necesidad desesperada, los químicos se reunieron en un congreso y adoptaron ciertas reglas para la formación de los nombres de las sustancias. Esos nombres son bien conocidos, pero casi nunca usados. ¿Por qué no? Porque los químicos no eran psicólogos, y no sabían que no hay nada más impotente que un congreso, y que éste es incluso bastante menos influyente que un diccionario. Sin embargo, el problema de los taxonomistas de la biología ha sido incomparablemente más difícil y, a pesar de ello, éstos lo han resuelto (salvo pequeñas excepciones) con un éxito brillante. ¿Cómo lograron esto? Ciertamente no lo hicieron apelando al poder de los congresos, sino a la poderosa idea de lo correcto y lo incorrecto. Porque sólo si logras que un hombre realmente vea que una cierta línea de conducta es errónea, él entonces hará un enorme esfuerzo por hacer lo correcto, -ya sea éste un ladrón, un jugador, o incluso un lógico o un filósofo moral-. Los biólogos simplemente hablaron entre sí y se hicieron ver mutuamente que, cuando alguien ha introducido una concepción en la ciencia, se convierte de forma natural tanto en su privilegio como en su deber asignar a esa concepción expresiones científicas adecuadas, y se hicieron ver que cuando un término ha sido asignado a esa concepción por ese con quien la ciencia está en deuda por esa concepción, es un deber para todos, -un deber para con el descubridor y para con toda la ciencia-, aceptar su nombre, a menos que éste sea de tal naturaleza que su adopción fuera nociva para la ciencia; que si el descubridor ha fallado en su deber, ya sea por no haber asignado ningún nombre o por haber propuesto uno totalmente inadecuado, entonces, después de un tiempo razonable, cualquier persona que sea la primera en tener ocasión de usar un nombre para tal concepción, tendrá que inventar uno apropiado. Y los demás tendrán que seguirle, y quien sea que deliberadamente use una palabra o cualquier otro símbolo en algún sentido que no sea el que le ha conferido su único creador legítimo, comete una vergonzosa ofensa, tanto contra el inventor del símbolo como contra la ciencia, y se convierte en un deber del resto considerar tal acto con indignación y desprecio.

Tan pronto como los estudiantes de cualquier rama de la filosofía se educan a sí mismos en el genuino amor científico hacia la verdad, hasta el grado en el que los doctores escolásticos estaban movidos por él, se formularán sugerencias similares a las anteriores, y en consecuencia formarán una terminología técnica. En lógica, hemos heredado de los escolásticos una terminología bastante más que pasablemente buena 2. ésta terminología escolástica ha pasado a la lengua inglesa más que a cualquier otra lengua moderna, convirtiéndola en la más exacta lógicamente. Esto trae consigo el inconveniente de que un considerable número de palabras y frases de la lógica científica han pasado a usarse con una laxitud completamente asombrosa. ¿Quién, por ejemplo, de entre los negociantes de Quincy Hall 3 que hablan de "artículos de primera necesidad", podría explicar qué significa en sentido estricto la expresión "primera necesidad?" Y no podría haber dado con una expresión más técnica que esta. Hay docenas de expresiones laxas de la misma procedencia.

Habiéndonos hecho ya una idea general acerca de la naturaleza de las razones de peso para mí, procedo a enunciar las reglas a las que me siento atado en este campo.

  • Primera, esforzarse por evitar el seguir cualquier tipo de recomendación de naturaleza arbitraria en todo lo que se refiera al uso de terminología filosófica.
  • Segunda, evitar el uso de palabras y frases de origen vernáculo como términos técnicos de filosofía.
  • Tercera, usar los términos escolásticos en su versión inglesa para las concepciones filosóficas, siempre y cuando puedan ser estrictamente aplicados; y nunca usarlos en otro sentido que en los suyos propios.
  • Cuarta, para concepciones filosóficas antiguas pasadas por alto por los escolásticos, imitar lo mejor que pueda la expresión antigua.
  • Quinta, para concepciones filosóficas precisas introducidas en la filosofía desde la Edad Media, usar la forma inglesa de la expresión original, a menos que ésta sea expresamente inadecuada, pero sólo en su sentido original preciso.
  • Sexta, para aquellas concepciones filosóficas que varían, aunque sea en algo mínimo, de aquellas para las cuáles existen términos apropiados, inventar otros términos con una relación adecuada a los usos de la terminología filosófica y de la lengua inglesa, pero sin embargo con una apariencia claramente técnica. Antes de proponer un término, notación u otro símbolo, considerar de forma cautelosa si es perfectamente adecuado a la concepción y si se va a prestar para ello en toda ocasión, si interfiere con cualquier otro término ya existente, y también si no podría crear inconvenientes interfiriendo con la expresión de alguna concepción que pudiera introducirse más tarde en la filosofía. Después de introducir algún símbolo, considerarme a mí mismo atado a su uso tanto como si éste hubiese sido introducido por algún otro, y después de que otros lo hayan aceptado, considerarme a mí mismo más atado a él que cualquier otra persona.
  • Séptima, considerar como necesaria la introducción de nuevos sistemas de expresión cuando aparezcan nuevas conexiones de importancia entre concepciones, o bien cuando tales sistemas, de alguna manera, puedan positivamente ser útiles a los propósitos del estudio filosófico.

 

Notas

1. En la Crítica de la razón pura de Kant, ver por ejemplo Axvii, B139-40, 142. [Nota de EP].

2. Sobre esta cuestión, ver el documento estrechamente relacionado que se titula "A Proposed Logical Notation" (MS 530, 1904), [Nota de EP]

3. Quincy Hall es una residencia de estudiantes de Harvard construida en 1891. [Nota de EP].

Fin de: "La ética de la terminología". Traducción castellana de Marinés Bayas, 2002. Original en: EP 2 , pp. 263-66

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