EL ENSAYO: UN GÉNERO PARA MAYORES CON REPAROS

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Fernando Rodríguez Genovés
Se publicó originalmente como parte del libro de Rodríguez Genovés La escritura elegante. Narrar y pensar a cuento de la filosofía.
Valencia: Institució Alfons El Magnànim, 2004. págs.
123-131

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Suponiendo que se escriba con principios, se puede escribir después con varios fines. O se escribe para sí, o para otros. Descifremos bien esto.
Mariano José de Larra (1835)

 

Creo que no debe fomentarse el ensayo, sino transformarlo otra vez en serio Tratado o en puro capricho poético.
Ernesto Giménez Caballero (1944)

 

¿Ha seguido el ensayismo filosófico español principalmente el camino del pensador Ortega o el del profesor Juan de Mairena? De un modo u otro, con variaciones o matices, la encrucijada de tradiciones y destinos se impone a cada nueva generación, emplazándola a tener que identificarlas y sopesarlas. Ensayista que vienes al mundo, te guarde Dios, una de las dos opciones ha de helarte el corazón.

Para ser España un país con notable trayectoria en el ensayismo, o tal vez por dicha razón, la animadversión y la hostilidad hacia el género no son menos notorias, en particular durante la segunda mitad de la pasada centuria, hasta el momento presente. De entre todas las cosas asombrosas que han sucedido, llama la atención una en especial, por ser un hecho verdaderamente extraordinario. Me refiero a que tal aborrecimiento provenga precisamente de escritores que frecuentan el género, de modo que a los motivos del resentimiento o simple manía que pudiesen demostrar el hecho, acaso sea necesario añadir los de complejo de culpabilidad, íntima vergüenza, relamido escrúpulo o medroso reparo. O quizá sea que tan sólo se sirven de él, afectados por alguna variante de razón instrumental, en la que de seguro les escandalizaría verse inmersos, y mucho más descubiertos. Sea como fuere, el número de involucrados abruma por su espesor, motivo por el que un potencial listado de comparecientes que den fe de los hechos exigiría una siempre espinosa selección.

Sirva este preámbulo como justificante o libranza de mi siguiente exposición, en la que tan sólo me valdré, con propósito ilustrador, de unos pocos ejemplos de autores españoles, distinguidos por sus especiales demostraciones en el arte del prurito, reserva o franca antipatía hacia el ensayo. Ni su comparencia ni su contrario deberán, sin embargo, interpretarse como una imputación o absolución, respectivamente. En primer lugar, porque no hay delito, y, en segundo lugar, porque aquello que los convoca y agrupa concierne a un conjunto muy amplio y variado, a una corriente de opinión verdaderamente muy considerable, y no sólo a ellos en exclusividad. El estudioso y analista del ensayo español Jordi Gracia, aun reconociendo en fechas recientes la “buena salud del ensayo español”, advertía que ése es un parecer admitido con “reparos” de muchas clases: “El más grande de todos procede, sin embargo, de quienes recelan de su naturaleza versátil y porosa, de su aptitud para rentabilizar toxinas y hasta delirios de cuantía menor. La contaminación de géneros y la plena conciencia literaria del ensayista son rasgos muy extendidos, como lo es la tentación de la interferencia y lo híbrido.”

Ciertamente, sobre el ensayo se cierne una estirada sospecha, tanto si se dirige a todos los públicos (público en general) cuanto si se difunde específicamente entre el público adulto (público especializado): en cualquier caso, no faltan los reparos. Si acontece lo primero, nos las tenemos con un género menor sin auténtico valor de ley, tan sólo de uso, que sólo recoge las sobras, una sarta de meras ocurrencias que no merecen especial atención ni estudio. Si sucede lo segundo, nos hallamos ante un género mixto en el que está permitido ensayar cualquier cosa y llevar a cabo toda clase de experimentos, donde todo cabe, pero que carece de categoría suficiente para ser apreciado como acreditado género de pensamiento y de enseñanza (sobre todo, para quienes piensan que ambos términos son sinónimos). Pero esta segunda observación ignora algo esencial y sumamente elemental, que remite a la base etimológica del vocablo. Y es esto. Desde sus primeros usos y aplicaciones, que remiten a las formas clásicas exigere y examen, “ensayar” significa acción de pesar, o mejor, de sopesar las cosas, de sostenerlas para calibrar su valor justamente, implicando así un acto de recapacitación (de “aquilatamiento”); tampoco se debe al azar que el verbo “pesar” proceda de la forma latina pensare.

Pero desgraciadamente no se ha pensado mucho en el ensayo (su relevancia cultural) ni dentro del ensayo en la España reciente (como valor de uso). Como consecuencia de la Guerra Civil de 1936, la intelectualidad española rompe filas, sale en desbandada; o cierra filas y se inmoviliza, se convierte en ariete de ideologías totalitarias, o se desespera y guarda silencio. En cualquier caso, las pasiones políticas los separaron tanto como el desdén; cuando no el afilado odio, los unió en mismo trágico destino. Sus amargos efectos sobre el ensayo fueron curiosamente paralelos. Valga un par de ejemplos de suficiente valor testimonial. El primero, muy conmovedor, y que ilustra el tono antiensayista impuesto por el falangismo de posguerra, procede de Ernesto Giménez Caballero: “Nosotros hemos reaccionado salvadoramente contra ese género liberal, tan encantador y tan maléfico que ha sido el ensayo.” Que estas aceradas palabras fueron más allá de una simple amenaza quedó muy pronto de manifiesto, y fueron atendidas no sólo por los que se sumaban a la lucha de “salvación nacional”, que no eran muchos, sino, en general, por los enemigos del género liberal en el pensamiento, que han sido y siguen siendo muchísimos.

En un tono menos belicoso, si lo comparamos con la feroz cruzada dirigida contra la cultura que acabamos de escuchar, pero igualmente cerril e inmisericorde, José Ferrater Mora, desde el exilio republicano, es decir, desde “la otra España”, desde la España “transterrada”, no oculta su menosprecio hacia las maneras del ensayo al describir el panorama actual de la filosofía, cuando traza una rotunda línea divisoria entre los genuinos filósofos, ranciamente académicos, y los descalificados como “simples amateurs” o “meros ensayistas” que ejercen de aprendices del saber. Sea con porte chulesco o de hampón de quien se libra de infieles o traidores, es decir, de ensayistas, sea con estilo amanerado o refinado de profesor de college que se sacude sin quebrantarse el flequillo a eternos principiantes —o con el hastío del caballo que con la cola se quita las moscas de la grupa—, el hecho es que este género degenerado, propio de “liberales”, ha tenido que sobrellevar las magnánimas miradas de displicencia, cuando no los más crudos insultos, por parte de quienes sintiéndose de un género mayor (por vencedor o poderoso) acalla al representante de un género menor (por vencido o relegado). Ni las transiciones políticas ni los progresos culturales acaecidos desde entonces en España han patrocinado la conveniente rehabilitación del género.

 

Cuando no hace muchos años, José Luis L. Aranguren fue reclamado por un suplemento cultural de un diario español para que diese su opinión sobre el incipiente resurgir del ensayo como forma de expresión del pensamiento que parecía finalmente vislumbrarse entre nosotros, hizo notar su satisfacción al respecto, a pesar de que un cierto distanciamiento desconfiado quedaba reflejado en su declaración: “La palabra —afirmó— es muy expresiva: el ensayo es una prueba, una tentativa, un acercamiento, un camino hacia el libro.” (el subrayado es mío). No es difícil percibir en la sentencia una firme convicción viciada de prejuicio: según el criterio del viejo profesor de ética, el ensayo no está mal como ejercicio o aprendizaje, o para hacer prácticas, pero quede claro que no es todavía un libro, sino simplemente un “camino” para llegar a él; y cuando se dice “libro” se quiere indicar un ente patrimonial y dominador del pensamiento. Ensayo y libro, según esta pauta, se distancian y enfrentan, se oponen y niegan entre sí, se definen como entidades no equiparables, como el medio y el fin, lo menor y lo mayor, la potencia y el acto. Los ecos de este profundo sentimiento, como veremos, se volverán a oír, a veces amplificados.

 

José Luis López Aranguren fue galardonado con el Premio Nacional de Ensayo del año 1989 por su obra Ética de la felicidad y otros lenguajes.

A propósito de la concesión del premio Jovellanos de Ensayo de 1996 en la ciudad de Oviedo a Jaime Lamo de Espinosa, catedrático de Sociología y (por entonces) director académico del Instituto Ortega y Gasset, por su trabajo Sociedades de cultura, sociedades de ciencia, durante el acto de recepción de dicho galardón, el autor reclamó para este género —al que supongo que pretendió alabar cuando lo calificó de “aventura del pensamiento”— la necesaria dosis de “riesgo, atrevimiento, osadía y también insensatez e imprudencia” a la hora de dedicarse a él, según sus propias palabras (El País, 30 de marzo de 1996), que presumo asimismo de elogio. No obstante, unas semanas más tarde (El País, 21 de mayo 1996), en Madrid y durante la presentación del libro en la Fundación Ortega y Gasset, el autor premiado rebajó el grado de su anterior arrojo al declarar, en un gesto próximo a la excusa o la disculpa, que en verdad tuvo que vencer cierto “prejuicio generacional” para decidirse a escribir un ensayo. No hay nada que objetar a esta confesión, pero no deja de llamar la atención la vacilación extrema que persigue a tantas generaciones recientes de autores españoles a la hora de decidirse a tenérselas que ver con este género maldito, y considerado por el mismo Lamo de Espinosa como espacio de “imprudencia”. Mas lo que sí resulta especialmente notable es que la prevención y la aprehensión provengan de un intelectual muy vinculado a una benemérita institución que aspira justamente a impulsar el legado de Ortega —considerado, no por casualidad, el máximo valedor del ensayo contemporáneo español—, aunque no predica con el ejemplo. ¿Podría considerarse éste un ejemplo, no digamos un modelo, de “orteguismo”, como más arriba buscábamos, de recepción y sucesión de la filosofía de Ortega en España? ¿O más bien una prueba ad hoc, un caso singular pero prototípico, de su infortunio en la tribulación que reina entre sus potenciales o presumibles continuadores?

 

De similar “prejuicio generacional” hacia el ensayo, aunque tal vez con mayor escrúpulo, si cabe, participa también el celebrado y laureado ontólogo español Eugenio Trías. La profundidad y erudición contenida en su obra son indiscutibles, casi tanto como peculiares son su teoría y práctica del ensayo; y, sin duda, muy apreciable la evolución y evaluación que ha hecho sobre la misma. Uno de los mayores éxitos editoriales de los últimos años en el terreno del ensayo pudo comprobarse a propósito de la publicación de su libro La edad del espíritu (1994), texto publicado en una nueva colección de ¡ensayos! que por entonces editó Destino y que agotó su primera edición (2.500 ejemplares) en tan sólo cinco días. Semejante hazaña no puede sino que recibirse con muestras de satisfacción, sobre todo por parte del autor. Pero lo que convierte el hecho en algo portentoso es que dicho acontecimiento lo armonice el autor (gran habilidad dialéctica) con una continuada e incansable desestimación hacia el género que tanto prodiga y por el que es tan reconocido y recompensado. Pero, bien es verdad que muy contradictorios e inescrutables se nos presentan a veces los caminos del Espíritu. Y que astuta es la razón, nadie mejor que nuestro ontólogo para asegurarlo. Con todo, no acaba ahí el portento.

A propósito de la tercera edición de su libro El artista y la ciudad (a la sazón Premio Anagrama de ¡Ensayo! del año 1975), en el prólogo correspondiente a la reimpresión de 1996, renueva el autor las expresiones de displicencia hacia su galardonado ensayo, y no como comprensible y protocolario alarde de falsa modestia, sino como confesión de culpabilidad al haber escrito un texto nimio: “una tentativa mía orientada hacia la aventura ensayística como preparación de una aventura filosófica propia”.

La aventura filosófica (1988) es, justamente, el título de otro de sus libros y al mismo tiempo el de un dossier que le dedicó la revista Archipiélago en 1996, al objeto de homenajear la trayectoria intelectual del filósofo. En esta segunda publicación, Trías no vacila en insistir en que el espacio de su escritura se halla en los “libros filosóficos”, dedicación que según sus palabras precisa de “mentalidad de oficinista, de burócrata”, y —despidiéndose de la tradición iniciada por Montaigne y todo el ensayismo moderno— añade: “Yo no me confundo con mi obra”. El traductor Andrés Sánchez Pascual, quien colabora en el homenaje con el artículo “El estilo de Eugenio Trías”, profundiza en la herida abierta, manifestando que el ensayo es una forma bastante irresponsable y anodina de tratar las cuestiones filosóficas, y puntualizando que de dicho vicio se halla libre el homenajeado: “Todos los libros de Eugenio Trías, pero sobre todo los últimos, se oponen frontalmente al ensayismo.” No son palabras gratuitas, ni Trías las desmiente. Y para que no quepa ninguna duda sobre el alcance de la sentencia, lanza sobre la mesa la declaración jurada del aludido, aquella que sirve de prólogo, esta vez, al libro La aventura filosófica. Allí consigna el autor: “Lo que pretendo no es hacer ensayos, menos aún ensayos literarios, sino filosofía, en lucha y agonía con la forma misma de pensar, que es el lenguaje y la escritura.” Una y otra vez, incansablemente, afloran las viejas tesis, el ajado prejuicio: la oposición entre ensayo y libro; y la afiliación en la concepción agonal y agónica de hacer filosofía, de profundo calado en nuestra tradición de letras tan lustrosas y de letrados tan poco ilustrados, sea por vía interior (Unamuno) o exterior (Heidegger).

A pesar de todo, en los últimos tiempos, es justo reconocer que Trías ha templado y moderado su juicio sobre el ensayo. De ahí que hablara antes de una evolución en su punto de vista. En un artículo de opinión aparecido en un diario español en el año 2000, titulado “Filosofía y escritura”, concluye el texto de este modo: “De hecho la crisis de la filosofía (lo dije ya hace mucho tiempo en mi libro La Dispersión) es, sobre todo, una crisis (vital, productiva) de “géneros literarios”“. He aquí, pues, la conclusión, conozcamos ahora las premisas: 1) la filosofía contemporánea se ha estancado y varado en la vía muerta de la cátedra universitaria y en el “epigonismo escolástico”; 2) “sólo puede redimirse si traspasa los espacios de asfixia endogámica sectorial y sectaria que las adscripciones escolásticas y las dependencias coloniales parecen imponerle.” Completamente de acuerdo, pues esos son algunos de los argumentos principales que viene sosteniendo el presente ensayo. Ahora bien, no lancemos las campanas al vuelo ante la anunciación de una conversión.

Para un pensador como Trías, marcado por la lenta progresión de la Idea, sus transformaciones no pueden resultar demasiado radicales, ni ofrecer grandes sorpresas, quiero decir, que noblesse oblige, y que el que tuvo, retuvo. Lo que parece haberle conducido a la conclusión citada —y un artículo posterior, Filosofía y poesía, así lo confirmaría— no es tanto un tardío reconocimiento del ensayo como vehículo legítimo del discurso filosófico, cuanto esto otro: el ensayo sería el género más complejo y expresivo para llevar a efecto el quehacer filosófico porque la naturaleza de su escritura está vinculada estrechamente con la poesía. He aquí su razonamiento: como la filosofía es “literatura de conocimiento”, igual que la poesía, el ensayo, merced a su buena sintonía con las imágenes, el lenguaje simbólico y el juego estilístico, se contempla como el escenario más propicio para que una y otra, es decir, el Concepto y la Creación, consuman sus anhelos en lecho nupcial como pareja de hecho. Volvemos, pues, al principio...

Tampoco en este caso tengo nada que objetar a estas respetables disposiciones del Espíritu. Aunque si haré constar que juzgo cosa extraordinaria y muy conmovedora el observar las complejas tribulaciones y conflictos de conciencia que tan melindrosos autores deben experimentar a propósito de la práctica de un género que se caracteriza justamente por todo lo contrario, es decir, por su desenvoltura y espontaneidad, su ánimo bienhumorado y exento de prejuicios y complejos.

 

Otra muestra de antiensayismo se pone de manifiesto de manera diáfana en la bronca declaración de principios que suele gastarse mi —por lo demás— admirado Gabriel Albiac, catedrático de Filosofía con muy malas pulgas, tan ácido y lúcido como permanentemente indignado. Pues bien, el más suave licor que ha destilado Albiac respecto al ensayo es que se trata, dice, de un “subgénero viscoso”. Otros fundamentos o razones de su singular aversión se traslucen al considerar este género —o “subgénero”, matiza— como “asilo de la ignorancia” y la “confesión de una impotencia”. Tanta furia se desboca porque, sin duda, acusa como un puñetazo el “incomprensible éxito que el género ensayístico —ese quiero y no puedo del pensar— ha tenido en este siglo entre nosotros”. Aunque tal optimista balance se contradice con lo aquí sostenido, sólo formularé una pregunta para cerrar esta pequeña querella sobre géneros literarios: ¿quién tiene la culpa de esta supuesta vigencia del ensayo en España? Albiac ya le ha dado respuesta: “aquel padre solemne del ensayismo español [...] ¡Insufrible Ortega!”

Gabriel Albiac fue galardonado con el Premio Nacional de Ensayo del año 1988 por su obra La sinagoga vacía.

¿Qué añadir a esta demostración de elocuencia y energía pasional? Nada. Sólo resta valorar el arrojo de nuestro vehemente filósofo al decir lo que tantos otros piensan y callan, o dicen con la boca pequeña, suavizando sus prejuicios con palabras de descargo o coartada. Por eso digo que aprecio al vehemente Albiac.... por muchas otras cosas.

 

Mas no podemos dejar las cosas así. Quiero decir: no podemos conceder que éstas sean las últimas palabras sobre la cuestión, y que sigan reverberando en el ambiente. Me acogeré, por tanto, a una cadencia más amable y esperanzadora con la que finalizar esta sección, esto es, al juicio sabio de Francisco Ayala. En el acto de entrega de los Premios Príncipe de Asturias de 1998, Ayala pronunció un bello discurso en su calidad de premiado en el capítulo de Letras: Ante el desconcierto de la cultura. Según propia confesión, el título de su alocución no responde tanto a la cansina queja acerca de la “vertiginosa revolución tecnológica” y sus efectos en la cultura cuanto al desorden interno de la república de las Letras. Porque es el caso que suele limitarse la extensión de las belles lettres al territorio de la literatura, y de la poesía, en particular, “cuyo objeto consiste en dar expresión a una personal visión estética del mundo”, cuando ahí no se reduce todo. Letras son también, y además, los escritos del “intelectual”, aquel que propone al público “una interpretación racional de este mundo en que todos vivimos”. La demarcación de esferas que aquí se sostiene no puede ser más clara ni más agradecida: por un lado, los textos que se circunscriben a un orbe emocional y subjetivo; por otra, los que remiten a un discurso racional y objetivo. Porque si hay una especial responsabilidad en la actividad del intelectual, ésta deriva del hecho de que se trata de un “escritor cuyas letras son de orden discursivo y explanatorio antes que artístico”. En esta hora de España, y ante el desconcierto de la cultura, Ayala no se recrea en una prédica de juegos florales, sino que propone una breve reflexión, unas consideraciones “sumarias”, como requiere el protocolo, pero también “muy tentativas”, como exige la tarea intelectual a la que se exhorta. Nada más y nada menos, lo que Ayala elogia de esta forma son las virtudes del ensayo como discurso propio, distinto de la literatura. Y todo ello lo dice en el momento oportuno y en el lugar idóneo, demostrando así que cada cosa tiene su sentido y que lo cortés no quita lo valiente. ¿Cabe actitud más elegante?

Francisco Ayala, en su extensa y productiva actividad de escritor, ha mostrado su interés por el ensayo sociológico, la novela y el relato corto, y con ello ha demostrado que un mismo escritor puede con los géneros sin que los géneros puedan con él, sin que le tiranicen y le suplanten. El arte del saber hacer y del saber estar no está caprichosa ni indiscriminadamente repartido, sino que se trata de un don que sólo merecen los hombres con ponderación y elegancia.

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